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[Resuelto]Amarte Entera

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Activo [Resuelto]Amarte Entera

Mensaje por UnaGabyMas Lun Feb 24, 2014 8:54 pm

Hola, esta es la primera vez que escribo, tenía una idea en la cabeza y necesitaba sacarla. Este es un fanfic Brittana. Espero que sea de su agrado. Publicaré primeramente la introducción, el primer capitulo y segundo capitulo. Si les gusta pues lo continuo. Nos leemos.

-----------------------------------------------------------------------


Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado con sólo cruzar el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historia y ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia. Fue allí, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugados de fábulas tramaron el decorado de esta historia.
   Yo era una muchacha de dieciséis años que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos días la barriada de Sarriá conservaba aún el aspecto de pequeño pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.
   El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a él, edificios sombríos albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sótanos y un altillo de clausura donde vivían los pocos sacerdotes que todavía ejercían como profesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerías yacían en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral.

   Yo pasaba mis días soñando despierta en las aulas de aquel inmenso castillo, esperando el milagro que se producía todos los días a las cinco y veinte de la tarde. A esa hora mágica, el sol vestía de oro líquido los altos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las clases y los internos gozábamos de casi tres horas libres antes de la cena en el gran comedor. La idea era que ese tiempo debía estar dedicado al estudio y a la reflexión espiritual. No recuerdo haberme entregado a ninguna de estas nobles tareas un solo día de los que pasé allí.
   Aquél era mi momento favorito. Burlando el control de portería, partía a explorar la ciudad. Me acostumbré a volver al internado  justo a tiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas mientras anochecía a mí alrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensación de libertad embriagadora. Mi imaginación volaba por encima de los edificios y se elevaba al cielo. Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lúgubre habitación en el cuarto piso se desvanecían. Durante unas horas, con sólo un par de monedas en el bolsillo, era la chica más afortunada del universo.
   A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el desierto de Sarriá, que no era más que un amago de bosque perdido en tierra de nadie. La mayoría de las antiguas mansiones señoriales que en su día habían poblado el norte del Paseo de la Bonanova se mantenía todavía en pie, aunque sólo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban el internado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra vedaban el paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentales residencias. Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los que la memoria parecía flotar, como niebla que se resiste a marchar. Muchos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habían sido saqueados durante años. Algunos, sin embargo, aún estaban habitados.
   Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas. Gentes cuyo nombre se escribía a cuatro columnas en "La Vanguardia" cuando los tranvías aún despertaban el recelo de los inventos modernos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva. Temían que, si osaban poner los pies más allá de sus mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas al viento. Prisioneros, languidecían a la luz de los candelabros. A veces, cuando cruzaba frente a aquellas verjas oxidadas con paso apresurado, me parecía sentir miradas recelosas desde los postigos despintados.

   Una tarde, a finales de septiembre, decidí aventurarme por azar en una de aquellas avenidas sembradas de palacetes modernistas en la que no había reparado hasta entonces. La calle describía una curva que terminaba en una verja igual que muchas otras. Más allá se extendía un bello jardín marcado por décadas de cuidado.  Se apreciaba la silueta de una vivienda de dos pisos. Su asombrosa fachada se erguía tras una fuente con esculturas magnificas.
   Empezaba a oscurecer y aquel rincón se me antojó un tanto llamativo. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa susurraba una advertencia sin palabras. Decidí que lo mejor era regresar sobre mis pasos y volver al internado. Estaba debatiéndome entre la fascinación morbosa hacia aquel lugar encantado y el sentido común cuando advertí dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavados en mí como dagas. Tragué saliva. El pelaje gris y aterciopelado de un gato se recortaba inmóvil frente a la verja del caserón. Un pequeño gorrión agonizaba entre sus fauces. Un cascabel plateado pendía del cuello del felino. Su mirada me estudió durante unos segundos. Poco después se dio media vuelta y se deslizó entre los barrotes de metal. Lo vi perderse en la inmensidad de aquel edén maldito portando al gorrión en su último viaje.
   La visión de aquella pequeña fiera altiva y desafiante me cautivó. A juzgar por su lustroso pelaje y su cascabel, intuí que tenía dueño. Me acerqué y posé las manos sobre los barrotes de la entrada. El metal estaba frío. Las últimas luces del crepúsculo encendían el rastro que las gotas de sangre del gorrión habían dejado a través de aquella selva. Perlas escarlatas trazando la ruta en el laberinto. Tragué saliva otra vez. Mejor dicho, lo intenté.
   Tenía la boca seca. El pulso, como si supiese algo que yo ignoraba, me latía en las sienes con fuerza. Fue entonces cuando sentí ceder bajo mi peso la puerta y comprendí que estaba abierta.
   Cuando di el primer paso hacia el interior, la luna iluminaba el rostro pálido de los ángeles de piedra de la fuente. Me observaban. Los pies se me habían clavado en el suelo. Esperaba que aquellos seres saltasen de sus pedestales y se transformasen en demonios armados de garras lobunas y lenguas de serpiente. No sucedió nada de eso. Respiré profundamente, considerando la posibilidad de anular mi imaginación o, mejor aún, abandonar mi tímida exploración de aquella propiedad. Una vez más, alguien decidió por mí. Un sonido celestial invadió las sombras del jardín igual que un perfume. Escuché los perfiles de aquel susurro cincelar un aria acompañada al piano. Era la voz más hermosa que jamás había oído.
   La melodía me resultó familiar, pero no acerté a reconocerla. La música provenía de la vivienda. Seguí su rastro hipnótico. Láminas de luz vaporosa se filtraban desde la puerta entreabierta de una galería de cristal. Reconocí los ojos del gato, fijos en mí desde el alféizar de un ventanal del primer piso. Me aproximé hasta la galería iluminada de la que manaba aquel sonido indescriptible. La voz de una mujer. El halo tenue de cien velas parpadeaba en el interior. El brillo descubría la trompa dorada de un viejo gramófono en el que giraba un disco. Sin pensar en lo que estaba haciendo, me sorprendí a mí mismo adentrándome en la galería, cautivada por aquella sirena atrapada en el gramófono. En la mesa sobre la que descansaba el artilugio distinguí un objeto brillante y esférico. Era un reloj de bolsillo. Lo tomé y lo examiné a la luz de las velas. Las agujas estaban paradas y la esfera astillada.
   Un poco más allá había un gran butacón, de espaldas a mí, frente a una chimenea sobre la cual pude apreciar un retrato al óleo de una mujer vestida de blanco. Sus grandes ojos, tristes y sin fondo, presidían la sala.

   Súbitamente el hechizo se hizo trizas. Una silueta se alzó de la butaca y se giró hacia mí. Una larga cabellera rubia y unos ojos encendidos como brasas brillaron en la oscuridad. Sólo acerté a ver dos inmensas manos blancas extendiéndose hacia mí. Presa del pánico, eché a correr hacia la puerta, tropecé en mi camino con el gramófono y lo derribé.
Escuché la aguja lacerar el disco. La voz celestial se rompió con un gemido infernal. Me lancé hacia el jardín, sintiendo aquellas manos rozándome la camisa, y lo crucé con alas en los pies y el miedo ardiendo en cada poro de mi cuerpo. No me detuve ni un instante. Corrí y corrí sin mirar atrás hasta que una punzada de dolor me taladró el costado y comprendí que apenas podía respirar. Para entonces estaba cubierta de sudor frío y las luces del internado brillaban treinta metros más allá.
   Me deslicé por una puerta junto a las cocinas que nunca estaba vigilada y me arrastré hasta mi habitación. Los demás internos ya debían de estar en el comedor desde hacía rato. Me sequé el sudor de la frente y poco a poco mi corazón recuperó su ritmo habitual. Empezaba a tranquilizarme cuando alguien golpeó en la puerta de la habitación con los nudillos.

-Santana, hora de bajar a cenar -entonó la voz de uno de los tutores, un jesuita racionalista llamado Seguí, que detestaba tener que hacer de policía.

-Ahora mismo, padre -contesté. -Un segundo.

Me apresuré a colocarme la chaqueta de rigor y apagué la luz de la habitación. A través de la ventana el espectro de la luna se alzaba sobre Barcelona. Sólo entonces me di cuenta de que todavía sostenía el reloj en la mano.





CAPITULO 1

En los días que siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos compañeros inseparables. Lo llevaba a todas partes conmigo, incluso dormía con él bajo la almohada, temerosa de que alguien lo encontrase y me preguntase de dónde lo había sacado. No hubiera sabido qué responder. "Eso es porque no lo has encontrado; lo has robado", me susurraba una voz acusadora. "El término técnico es "robo y allanamiento de morada" mi conciencia.
   Aguardaba pacientemente todas las noches hasta que mis compañeras se dormían para examinar mi tesoro particular.
   Con la llegada del silencio, estudiaba el reloj a la luz de una linterna. Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido mermar la fascinación que me producía el botín de mi primera aventura en el "crimen desorganizado". El reloj era pesado y parecía forjado en oro macizo. La quebrada esfera de cristal sugería un golpe o una caída. Supuse que aquel impacto era el que había acabado con la vida de su mecanismo y había congelado las agujas en las seis y veintitrés, condenadas eternamente.
   En la parte posterior se leía una inscripción:

   Para Germán, en quien habla la luz.

   Se me ocurrió que aquel reloj debía de valer un dineral y los remordimientos no tardaron en visitarme. Aquellas palabras grabadas me hacían sentir igual que una ladrona de recuerdos.

Un jueves teñido de lluvia decidí compartir mi secreto. Mi mejor amiga en el internado era una chica de ojos penetrantes y temperamento hostil de nombre Rachel. Rachel tenía alma de poeta libertario y un ingenio tan afilado que a menudo acababa por cortarse la lengua con él. Era de constitución débil y bastaba con mencionar la palabra "microbio" en un radio de un kilómetro a la redonda para que ella creyese que había cogido una infección.
   Una vez busqué en un diccionario el término "hipocondríaco" y le saqué una copia.

-No sé si lo sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia. -Le anuncié.

Echó un vistazo a la fotocopia y me lanzó una mirada de alcayata.

-Prueba a buscar en la "i" de idiota y verás que no soy la única famosa. -replicó Rachel.

   Aquel día, a la hora del patio del mediodía, Rachel y yo nos deslizamos en el tenebroso salón de actos. Nuestros pasos en el pasillo central despertaban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos haces de luz acerada caían sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en aquel claro de luz, frente a las filas de asientos vacíos que se fundían en la penumbra. El susurro de la lluvia arañaba las cristaleras del primer piso.

–Bueno, -espetó Rachel. -¿a qué viene tanto misterio?

Sin mediar palabra saqué el reloj y se lo tendí. Rachel enarcó las cejas y evaluó el objeto. Lo valoró con detenimiento durante unos instantes antes de devolvérmelo con una mirada intrigada.

-¿Qué te parece? -inquirí.
-Me parece un reloj -replicó Rachel. -¿Quién es el tal Germán?
-No tengo ni la más mínima idea.

   Procedí a relatarle con detalle mi aventura de días atrás en aquel caserón desvencijado. Rachel escuchó atentamente el recuento de los hechos con la paciencia y atención cuasi científica que le caracterizaban. Al término de mi narración, pareció sopesar el asunto antes de expresar sus primeras impresiones.

-O sea, que lo has robado. -concluyó.
-Ésa no es la cuestión. -objeté.
-Habría que ver cuál es la opinión del tal Germán -adujo Rachel.
-El tal Germán probablemente lleve muerto años sugerí sin mucho convencimiento.
   Rachel se frotó la barbilla.

-Me pregunto qué dirá el Código Penal acerca del hurto premeditado de objetos personales y relojes con dedicatoria... -apuntó mi amiga.
-No hubo premeditación ni niño muerto -protesté. -Todo ocurrió de golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya era tarde. En mi lugar tú hubieras hecho lo mismo.
-En tu lugar yo habría sufrido un paro cardíaco -precisó Rachel, que era más de palabras que de acción. -Suponiendo que hubiese estado tan loca como para meterme en ese caserón siguiendo a un gato luciferino. A saber qué clase de gérmenes pueden habitar en ese animal.
   Permanecimos en silencio por unos segundos, escuchando el eco distante de la lluvia.

-Bueno -concluyó Rachel -lo hecho, hecho está. No pensarás volver allí, ¿verdad?
Sonreí.
-Sola no.

Los ojos de mi amiga se abrieron como platos.
-¡Ah, no! Ni pensarlo.

   Aquella misma tarde, al terminar las clases, Rachel y yo nos escabullimos por la puerta de las cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que conducía al palacete. El adoquinado estaba surcado de charcos y hojarasca. Un cielo amenazador cubría la ciudad. Rachel, que no las tenía todas consigo, estaba más pálida que de costumbre. La visión de aquel rincón atrapado en el pasado le estaba reduciendo el estómago al tamaño de una canica. El silencio era ensordecedor.

-Yo creo que lo mejor es que demos media vuelta y nos larguemos de aquí -murmuró, retrocediendo unos pasos.
-No seas gallina.
-La gente no aprecia las gallinas en lo que valen. Sin ellas no habría ni huevos ni...

   Súbitamente, el tintineo de un cascabel se esparció en el viento. Rachel enmudeció. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, el animal siseó como una serpiente y nos sacó las garras. Los pelos del lomo se le erizaron y sus fauces nos mostraron los mismos colmillos que días atrás habían arrancado la vida a un gorrión. Un relámpago lejano encendió una caldera de luz en la bóveda del cielo. Rachel y yo intercambiamos una mirada.
   Quince minutos más tarde estábamos sentados en un banco junto al estanque del claustro del internado. El reloj seguía en el bolsillo de mi chaqueta. Más pesado que nunca.

   Permaneció allí el resto de la semana hasta la madrugada del sábado. Poco antes del alba, me desperté con la vaga sensación de haber soñado con la voz atrapada en el gramófono. Más allá de mi ventana, Barcelona se encendía en un lienzo de sombras escarlata, un bosque de antenas y azoteas. Salté de la cama y busqué el maldito reloj que me había embrujado la existencia durante los últimos días. Por fin me armé de la determinación que sólo encontramos cuando hemos de afrontar tareas absurdas y me decidí a poner término a aquella situación. Iba a devolverlo.

   Me vestí en silencio, unos jeans y una blusa a botones color celeste basta, atravesé de puntillas el oscuro corredor del cuarto piso. Nadie advertiría mi ausencia hasta las diez o las once de la mañana. Para entonces esperaba estar ya de vuelta.
   Afuera las calles yacían bajo aquel turbio manto púrpura que envuelve los amaneceres en Barcelona. Descendí hasta la calle Margenat. Sarriá despertaba a mí alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada capturando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas se dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que volaban sin rumbo.
   No tardé en encontrar la calle. Me detuve un instante para absorber aquel silencio, aquella extraña paz que reinaba en aquel rincón perdido de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se había detenido con el reloj que llevaba en el bolsillo, cuando escuché un sonido a mi espalda. Me volví y presencié una visión robada de un sueño.

CAPITULO 2

   Una bicicleta emergía lentamente de la bruma. Una muchacha, ataviada con un vestido blanco, enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia mí. El trasluz del alba permitía adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Una larga cabellera de color heno ondeaba velando su rostro.
   Permanecí allí inmóvil, contemplándola acercarse a mí, como una imbécil a medio ataque de parálisis. La bicicleta se detuvo a un par de metros. Mis ojos, o mi imaginación, intuyeron el contorno de unas piernas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendió por aquel vestido escapado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un avellana tan profundo que uno podría caerse dentro. Estaban clavados en mí con una mirada sarcástica. Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota.

-Tú debes de ser la del reloj -dijo la muchacha en un tono acorde a la fuerza de su mirada.

Calculé que debía de tener mi edad, quizás un año más. Su piel era tan pálida como el vestido.

-¿Vives aquí? -balbuceé, señalando la verja.

Apenas pestañeó. Aquellos dos ojos me taladraban con una furia tal que habría de tardar un par de horas en darme cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era la criatura más deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte.

-¿Y quién eres tú para preguntar?
-Supongo que soy la del reloj -improvisé. -Me llamo Santana. Santana Lopez. He venido a devolverlo. -Sin darle tiempo a replicar, lo saqué del bolsillo y se lo ofrecí.
   La muchacha sostuvo mi mirada durante unos segundos antes de cogerlo. Al hacerlo, advertí que su mano era tan blanca como la de un muñeco de nieve y lucía un aro dorado en el anular.

-Ya estaba roto cuando lo cogí -expliqué.
-Lleva roto quince años -murmuró sin mirarme.

   Cuando finalmente alzó la mirada, fue para examinarme de arriba abajo, como quien evalúa un mueble viejo o un trasto. Algo en sus ojos me dijo que no daba mucho crédito a mi categoría de ladrona; probablemente me estaba catalogando en la sección de cretina o boba vulgar. La cara de iluminada que yo lucía no ayudaba mucho. La muchacha enarcó una ceja al tiempo que sonrió enigmáticamente y me tendió el reloj de vuelta.

-Tú te lo llevaste, tú se lo devolverás a su dueño.
-Pero...
-El reloj no es mío -me aclaró la muchacha. -Es de Germán.

   La mención de aquel nombre conjuró la visión de la enorme silueta de cabellera blanca que me había sorprendido en la galería del caserón días atrás.

-¿Germán?
-Mi padre.
-¿Y tú eres? -pregunté.
-Su hija
-Quería decir, ¿cómo te llamas?
-Sé perfectamente lo que querías decir -replicó la muchacha.

   Sin más, se aupó de nuevo en su bicicleta y cruzó la verja de entrada. Antes de perderse en el jardín, se giró brevemente. Aquellos ojos se estaban riendo de mí a carcajadas. Suspiré y la seguí.
Un viejo conocido me dio la bienvenida. El gato me miraba con su desdén habitual. Deseé ser un dobermann.
  Crucé el jardín escoltado por el felino. La bicicleta estaba apoyada allí y su dueña descargaba una bolsa de la cesta que tenía frente al manillar.
Olía a pan fresco. La chica sacó una botella de leche de la bolsa y se arrodilló para llenar un tazón que había en el suelo. El animal salió disparado a por su desayuno. Se diría que aquél era un ritual diario.

-Creí que tu gato únicamente comía pajarillos indefensos -dije.
-Sólo los caza. No se los come. Es una cuestión territorial -explicó como lo hubiese hecho ante un niño. -A ella lo que le gusta es la leche. ¿Verdad, Sheila, que te gusta la leche?

   El felino le lamió los dedos en señal de asentimiento. La muchacha sonrió cálidamente mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, los músculos de su costado se dibujaron en los pliegues del vestido.
Justo entonces alzó la vista y me sorprendió observándola y relamiéndome los labios.

-¿Y tú? ¿Has desayunado? -preguntó.
Negué con la cabeza.
-Entonces tendrás hambre. Todas las tontas tienen hambre -dijo.
-Ven, pasa y come algo. Te vendrá bien tener el estómago lleno si le vas a explicar a Germán por qué robaste su reloj.

   La cocina era una gran sala situada en la parte de atrás de la casa. Mi inesperado desayuno consistió en cruasanes que la joven había traído de la pastelería Foix, en la Plaza Sarriá. Me sirvió un tazón inmenso de café con leche y se sentó frente a mí mientras yo devoraba aquel festín con avidez. Me contemplaba como si hubiese recogido a un mendigo hambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo. Ella no probó bocado.

-Ya te había visto alguna vez por ahí -comentó sin quitarme los ojos de encima.- A ti y a esa chica que tiene cara de susto. -Muchas tardes cruzan por la calle de detrás cuando los sueltan del internado. A veces vas tú sola, canturreando despistada. Apuesto a que se lo pasan bomba dentro de esa mazmorra...

   Estaba a punto de responder algo ingenioso cuando una sombra inmensa se esparció sobre la mesa como una nube de tinta. Mi anfitriona alzó la vista y sonrió. Yo me quedé inmóvil, con la boca llena de cruasán y el pulso como unas castañuelas.

-Tenemos visita -anunció, divertida.- Papá, ella es Santana Berry, ladrona de relojes aficionada. Santana, él es Germán, mi padre.

Tragué de golpe y me volví lentamente. Una silueta que se me antojó altísima se erguía frente a mí. Vestía un traje de alpaca, con chaleco y corbatín. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrás le caía sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado por ángulos cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes. Pero lo que realmente le definía eran sus manos. Manos blancas de ángel, de dedos finos e interminables. Germán.

-No soy una ladrona, señor... -articulé nerviosamente. .Todo tiene una explicación. Si me atreví a aventurarme en su casa, fue porque creí que no había nadie. Una vez dentro no sé qué me pasó, escuché aquella música, bueno no, bueno sí, el caso es que entré y vi el reloj. No pensaba cogerlo, se lo juro, pero me asusté y cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya estaba lejos. O sea, no sé si me explico...

La muchacha sonreía maliciosamente. Los ojos de Germán se posaron en los míos, oscuros e impenetrables. Hurgué en el bolsillo y le tendí el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre prorrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la policía, a la guardia civil y al tribunal tutelar de menores.

-Le creo -dijo amablemente, aceptando el reloj y tomando asiento en la mesa junto a nosotros.

Su voz era suave, casi inaudible. Su hija procedió a servirle un plato con dos cruasanes y una taza de café con leche igual que la mía. Mientras lo hacía, le besó en la frente y Germán la abrazó. Los contemplé al trasluz de aquella claridad que se inmiscuía desde los ventanales. El rostro de Germán, que había imaginado de ogro, se volvió delicado, casi enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado.
   Me sonrió amablemente mientras llevaba la taza a sus labios y, por un instante, noté que entre padre e hija circulaba una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.

   Germán terminó su desayuno y me agradeció cordialmente que me hubiese molestado en devolverle su reloj. Tanta amabilidad me hizo sentir doblemente culpable.

-Bueno, Santana -dijo con voz cansina -ha sido un placer conocerle.
Espero verle de nuevo por aquí cuando guste visitarnos otra vez.

   No comprendía por qué se empeñaba en tratarme de usted. Había algo en él que hablaba de otra época, otros tiempos en los que aquella cabellera gris había brillado y aquel caserón había sido un palacio a medio camino entre Sarriá y el cielo. Me estrechó la mano y se despidió para penetrar en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando levemente por el corredor. Su hija lo observaba ocultando un velo de tristeza en la mirada.

-Germán no está muy bien de salud -murmuró. -Se cansa con facilidad.
Pero en seguida borró aquel aire melancólico.
-¿Te apetece alguna cosa más?
-Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier excusa para alargar mi estancia en su compañía. -Creo que lo mejor será que me vaya.

   Ella aceptó mi decisión y me acompañó al jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas. El inicio del otoño teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Sheila ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude sentir su pulso bajo la piel aterciopelada.

-Gracias por todo -dije. -Y perdón por...
-No tiene importancia.
Me encogí de hombros.
-Bueno...

Eché a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su voz sonó a mi espalda.

-¡Santana!

Me volví. Ella seguía allí, tras la verja. Sheila yacía a sus pies.

-¿Por qué entraste en nuestra casa la otra noche?

Miré a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento.

-No lo sé -admití finalmente. -Curiosidad, supongo...
La muchacha sonrió enigmáticamente.

-¿Así que eres una chica curiosa eh?

Asentí. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma.

-¿Tienes algo que hacer mañana?

Negué igualmente muda. Si tenía algo, pensaría en una excusa. Como ladrona no valía un céntimo, pero como mentirosa debo confesar que siempre fui una artista.

-Entonces te espero aquí, a las nueve -dijo ella, perdiéndose en las sombras del jardín.
-¡Espera!
Mi grito la detuvo.
-No me has dicho cómo te llamas...
-Brittany... Hasta mañana.

   La saludé con la mano, pero ya se había desvanecido. Aguardé en vano a que Brittany volviese a asomarse. El sol rozaba la cúpula del cielo y calculé que debían de rondar las doce del mediodía. Cuando comprendí que Brittany no iba a volver, regresé al internado.
   Los viejos portales del barrio parecían sonreírme, cómplices. Podía escuchar el eco de mis pasos, pero hubiera jurado que andaba un palmo por encima del suelo.


Última edición por UnaGabyMas el Lun Mar 03, 2014 3:25 pm, editado 1 vez
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Mensaje por evean Lun Feb 24, 2014 10:24 pm

hola
me gusta el comienzo de tu historia
es una adaptación? o es de tu autoria?
si es de tu autoria dejame decirte que escribes muy bien
continuala ok
saludos
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Mensaje por UnaGabyMas Sáb Mar 01, 2014 8:22 pm

Hola, veo que solo comento una persona... Bueno la verdad es mas de lo que esperaba jajaja
y contestando la pregunta, la historia es 40% 8 o 9 libros que he leido y 60% mi imaginacion :)
Hoy traigo 3 capitulos mas... Espero que les guste y comenten para que asi me anime a seguir escribiendo.
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Activo Amarte entera - Love You Inside Out cap 3, 4 y 5

Mensaje por UnaGabyMas Sáb Mar 01, 2014 8:27 pm

CAPITULO 3


Creo que nunca había sido tan puntual en toda mi vida. La ciudad todavía andaba en pijama cuando crucé la Plaza Sarriá. A mi paso, una bandada de palomas alzó el vuelo al toque de campanas de misa de nueve. Un sol de calendario encendía las huellas de una llovizna nocturna. Sheila se había adelantado a recibirme al principio de la calle que conducía al caserón. Un grupo de gorriones se mantenía a distancia prudencial en lo alto de un muro. La gata los observaba con una estudiada indiferencia profesional.

-Buenos días, Sheila. ¿Hemos cometido algún asesinato esta mañana?

La gata me respondió con un simple ronroneo y, como si se tratase de un flemático mayordomo, procedió a guiarme a través del jardín hasta la fuente. Distinguí la silueta de Brittany sentada al borde, enfundada en un vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un libro encuadernado en piel en el que escribía con una estilográfica. Su rostro delataba una gran concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo, lo cual me permitió observarla embobada durante unos instantes. Decidí que Leonardo da Vinci debía de haber diseñado aquellas clavículas; no cabía otra explicación. Sheila, celosa, rompió la magia con un maullido. La estilográfica se detuvo en seco y los ojos de Brittany se alzaron hacia los míos. En seguida cerró el libro.

-¿Lista?

Brittany me guió a través de las calles de Sarriá con rumbo desconocido y sin más indicio de sus intenciones que una misteriosa sonrisa.

-¿Adónde vamos? -pregunté tras varios minutos.
-Paciencia. Ya lo verás.

Yo la seguí dócilmente, aunque albergaba la sospecha de ser objeto de alguna broma que por el momento no acertaba a comprender.
Descendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde allí, giramos en dirección a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar
Víctor. Un grupo de "pijos", parapetados tras gafas de sol, sostenía unas cervezas y calentaba el sillín de sus Vespas con indolencia. Al vernos pasar, varios tuvieron a bien bajarse las RayBan a media asta para hacerle una radiografía a Brittany. "Púdranse", pensé.

Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Brittany giró a la derecha. Descendimos un par de manzanas hasta un pequeño sendero sin asfaltar que se desviaba a la altura del número 112. La enigmática sonrisa seguía sellando los labios de Brittany.

-¿Es aquí? -pregunté, intrigada.

Aquel sendero no parecía conducir a ninguna parte. Brittany se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras azuladas. El viejo cementerio de Sarriá.
El cementerio de Sarriá es uno de los rincones más escondidos de
Barcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas, lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que aparece y desaparece a su capricho.
Ése fue el escenario al que Brittany me llevó aquel domingo de septiembre. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y flores marchitas. Brittany no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué diablos hacíamos allí.

-Esto está un tanto muerto -sugerí, consciente de la ironía.
-La paciencia es la madre de la ciencia -ofreció Brittany.
-Y la madrina de la demencia -repliqué. -Aquí no hay nada de nada.
Brittany me dirigió una mirada que no supe descifrar.
-Te equivocas. Aquí están los recuerdos de cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores no correspondidos que envenenaron sus vidas... Todo eso está aquí, atrapado para siempre.

La observé intrigada y un tanto cohibida, aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante para ella.

-No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende la muerte -añadió Brittany.
De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus palabras.
-La verdad es que yo no pienso mucho en eso -dije. -En la muerte, quiero decir. En serio no, al menos...

Brittany sacudió la cabeza, como un médico que reconoce los síntomas de una enfermedad fatal.

-O sea, que eres una de esas tontillas desprevenidas... -apuntó, con cierto aire de intriga.
-¿Tontillas desprevenidas? -Ahora sí que estaba perdida. Al cien por cien.

Brittany dejó ir la mirada y su rostro adquirió un tono de gravedad que la hacía parecer mayor. Estaba hipnotizada por ella.

-Supongo que no has oído la leyenda -empezó Brittany.
-¿Leyenda?
-Me lo imaginaba -sentenció. -El caso es que, según dicen, la muerte tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los cabezas huecas que no piensan en ella.
Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las mías.

-Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de la muerte -continuó Brittany -éste le guía a una trampa sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la víctima comprende el horror que le aguarda...

Sus palabras flotaron con eco mientras mi estómago se encogía.
Sólo entonces Brittany dejó escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato.
-Me estás tomando el pelo -dije por fin.
-Evidentemente.

Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mi jean. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna se me empezaba a dormir y temí que mi cerebro siguiese el mismo camino.
Estaba a punto de protestar cuando Brittany alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me señaló hacía el pórtico del cementerio.
Alguien acababa de entrar. La figura parecía la de una dama envuelta en una capa de terciopelo blanca. Una hermosa mujer, mechones rubios saltaban fuera del manto que cubría su cabeza. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies.

-¿Quién...? -susurré.
-Sssh -me cortó Brittany.

Ocultas tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de blanco. Portaba una rosa roja entre los dedos enguantados. La flor parecía una herida fresca esculpida a cuchillo. La mujer se aproximó a una lápida que quedaba justo bajo nuestro punto de observación y se detuvo, dándonos la espalda.
La dama de blanco permaneció por espacio de casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó, depositó la rosa roja sobre la lápida y se marchó lentamente, del mismo modo en que había venido. Brittany me dirigió una mirada nerviosa y se acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y un ciempiés con patitas de fuego empezó a bailar la samba en mi nuca.

-La descubrí hace tres meses, cuando acompañé a Germán a traerle flores a su tía Reme... Viene aquí el último domingo de cada mes a las diez de la mañana y deja una rosa roja idéntica sobre esa tumba -explicó Brittany.
-Siempre lleva la misma capa, los guantes y la capucha. Siempre viene sola. Nunca habla con nadie.

-¿Quién está enterrado en esa tumba?
Admito que me despertaba mucha curiosidad
-Noah Puckerman. Pero en el registro del cementerio no figura ese nombre...
-¿Y quién es esa mujer?

Brittany iba a responder cuando vislumbró la silueta de la dama desapareciendo por el pórtico del cementerio. Me asió de la mano y se alzó apresurada.

-Rápido. Vamos a perderla.
-¿Es que vamos a seguirla? -pregunté.
-¿Tú querías acción, no? -me dijo, a medio camino entre la pena y la irritación, como si fuera boba.

Para cuando alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de Blanco se alejaba hacia la Bonanova. Volvía a llover, aunque el sol se resistía a ocultarse. Seguimos a la dama a través de aquella cortina de lágrimas de oro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y ascendimos hacia la falda de las montañas, poblada por palacetes y mansiones que habían conocido mejores épocas. La dama se adentró en la retícula de calles desiertas. Un manto de hojas secas las cubría, brillantes como las escamas abandonadas por una serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce, una estatua viva.

-Nos ha visto... -susurré, refugiándome con Brittany tras un grueso tronco surcado de inscripciones.

Por un instante temí que fuese a volverse y a descubrirnos. Pero no.
Al poco rato, torció a la izquierda y desapareció. Brittany y yo nos miramos. Reanudamos nuestra persecución. El rastro nos llevó a una callejuela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles de Sarriá, que ascendían hacia Vallvidrera y SantCugat.
Nos detuvimos allí. No había rastro de la dama de blanco, aunque la habíamos visto torcer justo en aquel punto. Por encima de los árboles y los tejados de las casas se distinguían los torreones del internado en la distancia.

-Se habrá metido en su casa -apunté. -Debe de vivir por aquí...
-No. Estas casas están deshabitadas. Nadie vive aquí.

Brittany me miró en silencio. –Dicen que la mujer que vimos perdió a su marido hace dos años en un accidente.
-Eso es algo muy triste –Dije con empatía.
-Yo creo que eso es falso, yo creo que él está vivo pero lo intentan esconder. –Mi mirada de desconcierto era un poema. Ella lo notó y prosiguió.
-Llevo tiempo mucho tiempo investigando esto, disculpa si te asusté.

Tomó mi mano, esta vez pude examinar con detalle su tacto, su piel era tan suave, fría, me condujo al camino a casa. Le agarré su mano, no quería soltarla, la sensación de su toque era casi mágico, como ella. Como Brittany.

-¿Por qué tanto interés? –Balbuceé, estaba embobada con ella. Era casi perfecto.
-Lo entenderás cuando lleguemos a casa.
El camino a casa lo pasamos en silencio, miraba nuestras manos en cada oportunidad. Sentía su latir. A esta distancia podía percibir su aroma, Vainilla.
Llegamos hasta su verja, Sheila apareció de la nada y Brittany Soltó mi mano para acariciar al felino. “Ganaste esta” pensé.
Al pasar por la puerta de entrada a la gran casa Brittany empezó a mirar a los lados como buscando algo con una sonrisa inexplicable, German estaba sentado en un sillón al fondo del gran salón.

-Llegó mami –Dijo German señalando a Brittany.

Mis ojos se abrieron como platos a ver una bebé de unos 2 años caminar dificultosamente hacia donde estábamos. Brittany abrió sus brazos y cargo a la criatura, besándola y abrazándola, la ñiña reía como si no hubiera nada mejor en el mundo.

-Eres madre. –Dije a duras penas porque sentía que mi voz se había quedado oculta en algún lugar tras mi garganta.
-Sugar, saluda a Santana. –Brittany acerco a la pequeña hacia mí para que la tomara entre mis brazos, pero yo estaba estupefacta. No me movía, estaba allí parada con la boca abierta.
-El hombre de la tumba es su padre.

Tenía la impresión de que estar en caída libre. Los ojos de Brittany entristecieron, caminó hasta German entregándole a la pequeña, regreso sobre sus pasos y salió por la puerta apenas y rozándome, la seguí. Ella tenía algo magnético, podría seguirla hasta el fin del mundo, sentía que debía hacerlo, su presencia era celestial, tenerla cerca era tocar las nubes. Pero la decepción que sentía en el corazón era abrumadora, sentía que la inocencia de Brittany se me escabullía como agua entre los dedos. El dolor en el alma era absurdo, conocía a la chica hace menos de treinta horas. Observé su esbelta figura a lo lejos, ella estaba sentada de igual manera que hace unas horas, concentrada en el vacío. Es tan hermosa, es Brittany.







CAPITULO 4

Llovizna, todo se había vestido de plata cuando salimos de la casa. Era la una de la tarde. Yo aún tenía sabor amargo de lo que me había enterado hace pocos minutos.

-A Germán no le menciones nada de todo esto, por favor -me pidió
Brittany.
-No te preocupes.

Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar lo que me estaba sucediendo. Me senté a su lado, el cuerpo me temblaba, nerviosamente paseaba mis manos por mis muslos. Advertí que Brittany estaba pálida y respiraba con dificultad.

-¿Te encuentras bien? -pregunté.

Brittany me dijo que sí con poca convicción. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que Brittany fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió.

-No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe de haber sido ese ajetreo.

Al poco rato el color le volvió a las mejillas.
-Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos y la cena ya debe estar lista.

Nos incorporamos y nos encaminamos hacia su casa. Sheila aguardaba en la verja. A mí me miró con desdén y corrió a frotar su lomo sobre los tobillos de Brittany. Andaba yo sopesando las ventajas de ser un gato, cuando reconocí el sonido de aquella voz celestial en el gramófono de Germán. La música se filtraba por el jardín como una marea alta.

-¿Qué es esa música?
-Leo Delibes -respondió Brittany.
-Ni idea.
-Delibes. Un compositor francés -aclaró Brittany, adivinando mi desconocimiento. -¿Qué les enseñan en el colegio?
Me encogí de hombros.
-Es un fragmento de una de sus óperas. "Lakmé".
-¿Y esa voz?
-Mi madre.
La miré atónita.
-¿Tu madre es cantante de ópera?
Brittany me devolvió una mirada impenetrable.
-Era respondió. Murió.

Germán nos esperaba en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal pendía del techo. El padre de Brittany iba casi de etiqueta. Vestía traje y chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada con manteles de hilo y cubiertos de plata.

-Es un placer tenerle entre nosotros, Santana. -dijo Germán. -No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía. –El sonido de su voz era cálida, era sincera. –Ya han acostado a Sugar. –Dijo esbozando una sonrisa en dirección a Brittany.

Supuse que hablaba de una niñera… O un Fantasma cuida bebés. Alcé la cabeza y me di cuenta que Brittany me miraba.

-La señora Leonor, una amiga de la familia que amablemente cuida a German y Sugar. –Susurró Brittany, lo dijo a mi oreja, solo para mí. La piel se me puso de gallina. –Favores de pasado.

La vajilla era de porcelana, genuino artículo de anticuario. El menú consistía en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada más.
Mientras Germán me servía a mí primera, comprendí que todo aquel despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada con velas. Germán debió de leerme el pensamiento.

-Habrá advertido que no tenemos electricidad, Santana. Lo cierto es que no creemos demasiado en los adelantos de la ciencia moderna. Al fin y al cabo,
¿Qué clase de ciencia es ésa, capaz de poner un hombre en la luna pero incapaz de poner un pedazo de pan en la mesa de cada ser humano?
-A lo mejor el problema no está en la ciencia, sino en quienes deciden cómo emplearla -sugerí.

Germán consideró mi idea y asintió con solemnidad, no sé si por cortesía o por convencimiento.
-Intuyo que es usted un tanto filósofa, Santana. ¿Ha leído a
Schopenhauer?

Advertí los ojos de Brittany sobre mí, sugiriéndome que le siguiese la corriente a su padre.

-Sólo por encima -improvisé.

Saboreamos la sopa sin hablar. Germán me sonreía amablemente de vez en cuando y observaba con cariño a su hija. Algo me decía que Brittany no tenía muchos amigos y que Germán veía con buenos ojos mi presencia allí, a pesar de no ser capaz de distinguir entre Schopenhauer y una marca de artículos ortopédicos.

-Y dígame usted, Santana, ¿qué se cuenta en el mundo estos días?

Formuló esta pregunta de tal modo que sospeché que, si le anunciaba el final de la Segunda Guerra Mundial, iba a causar un revuelo.

-No mucho, la verdad -dije, bajo la atenta vigilancia de Brittany. -Vienen elecciones...

Esto despertó el interés de Germán, que detuvo la danza de su cuchara y sopesó el tema.

-¿Y usted qué es, Santana? ¿De derechas o de izquierdas?
-Santana es ácrata, papá -cortó Brittany.

El pedazo de pan se me atragantó. No sabía lo que significaba aquella palabra, pero sonaba a anarquista en bicicleta. Germán me observó detenidamente, intrigado.

-El idealismo de la juventud... -murmuró. Lo comprendo, lo comprendo. A su edad, yo también leí a Bakunin. Es como el sarampión; hasta que no se pasa...

Lancé una mirada asesina a Brittany, que se relamía los labios como un gato. Me guiñó el ojo y desvió la vista. Germán me observó con curiosidad benevolente. Le devolví su amabilidad con una inclinación de cabeza y me llevé la cuchara a los labios. Al menos así no tendría que hablar y no metería la pata.
Comimos en silencio. No tardé en advertir que, al otro lado de la mesa, Germán se estaba quedando dormido. Cuando finalmente la cuchara resbaló entre sus dedos, Brittany se levantó y, sin mediar palabra, le aflojó el corbatín de seda plateada. Germán suspiró. Una de sus manos temblaba ligeramente. Brittany tomó a su padre del brazo y le ayudó a incorporarse.
Germán asintió, abatido, y me sonrió débilmente, casi avergonzado. Me pareció que había envejecido quince años en un soplo.

-Me disculpará usted, Santana... -dijo con un hilo de voz. -Las cosas de la edad...

Me incorporé a mi vez, ofreciendo ayuda a Brittany con una mirada. Ella la rechazó y me pidió que permaneciese en la sala. Su padre se apoyó en ella y así los vi abandonar el salón.

-Ha sido un placer, Santana... -murmuró la voz cansina de Germán, perdiéndose en el corredor de sombras. -Vuelva a visitarnos, vuelva a visitarnos...

Escuché los pasos desvanecerse en el interior de la vivienda y esperé el regreso de Brittany a la luz de las velas por espacio de casi media hora. La atmósfera de la casa fue calando en mí. Cuando tuve la certeza de que Brittany no iba a volver, empecé a preocuparme.
Dudé en ir a buscarla, pero no me pareció correcto husmear en las habitaciones sin invitación. Pensé en dejar una nota, pero no tenía nada con qué hacerlo. Estaba anocheciendo, así que lo mejor era marcharme. Ya me acercaría al día siguiente, después de clase, para ver si todo andaba bien. Me sorprendió comprobar que apenas hacía media hora que no veía a Brittany y mi mente ya estaba buscando excusas para regresar. Me dirigí hasta la puerta trasera de la cocina y recorrí el jardín hasta la verja. El cielo se apagaba sobre la ciudad con nubes en tránsito.

Mientras paseaba hacia el internado, lentamente, los acontecimientos de la jornada desfilaron por mi mente. Al ascender las escaleras de mi habitación en el cuarto piso estaba convencido de que aquél había sidoel día más extraño de mi vida. Pero si se pudiese comprar un billete para repetirlo, lo habría hecho sin pensarlo dos veces.







CAPITULO 5


Por la noche soñé que estaba en el gran salón de la casa de Brittany, German y la pequeña Sugar, ellos estaban reunidos sonriendo gustosamente. Era de esas imágenes que te gustaría guardar por siempre en tu retina. German enternecido veía a Brittany y Sugar dar vueltas y vueltas en una especie de vals madre e hija, yo estaba en una esquina mirado dichosa pero todo cambio a gris cuando German empezó a toser ruidosamente. Intente moverme e ir a ayudar pero mis pies estaban pegados al piso. De repente vi como German se desvanecía, intenté gritar para advertir a Brittany que algo pasaba pero no tenía voz. Brittany se detuvo y puso a la pequeña en el piso y fue cuando la pequeña Sugar empezó a desvanecerte también, Brittany empezó llorar descontroladamente, cayó de rodillas al piso, las lágrimas corrían por sus mejillas, quería correr y abrazarla pero estaba clavada al piso, inmóvil. Brittany empezó a desvanecerse, entonces paró de llorar y me miró.

Desperté de golpe con la sensación de tener café hirviendo corriéndome por las venas. El estado febril no me abandonó en todo el día. Las clases del lunes desfilaron como trenes que no paraban en mi estación. Rachel se percató en seguida.

-Normalmente estás en las nubes –sentenció -pero hoy te estás saliendo de la atmósfera. ¿Estás enferma?

Con gesto ausente le tranquilicé. Consulté el reloj sobre la pizarra del aula. Las tres y media. En poco menos de dos horas se acababan las clases. Una eternidad. Afuera, la lluvia arañaba los cristales.
Al toque del timbre me escabullí a toda velocidad, dando plantón a Rachel en nuestro habitual paseo por el mundo real. Atravesé los eternos corredores hasta llegar a la salida. Los jardines y las fuentes de la entrada palidecían bajo un manto de tormenta. No llevaba paraguas, ni siquiera una capucha. El cielo era una lápida de plomo. Los faroles ardían como cerillas.
Eché a correr. Sorteé charcos, rodeé los desagües desbordados y alcancé la salida. Por la calle descendían regueros de lluvia, como una vena desangrándose. Calado hasta los huesos corrí por calles angostas y silenciosas. Las alcantarillas rugían a mi paso. La ciudad parecía hundirse en un océano negro.

Me llevó diez minutos llegar a la verja del caserón de Brittany, Germán y Sugar. Para entonces ya tenía la ropa y los zapatos empapados sin remedio. El crepúsculo era un telón de mármol grisáceo en el horizonte.
Creí escuchar un chasquido a mis espaldas, en la boca del callejón. Me volví sobresaltada. Por un instante sentí que alguien me había seguido.
Pero no había nadie allí, tan sólo la lluvia ametrallando charcos en el camino. Me colé a través de la verja. La claridad de los relámpagos guió mis pasos hasta la vivienda. Los querubines de la fuente me dieron la bienvenida. Tiritando de frío, llegué a la puerta trasera de la cocina. Estaba abierta. Entré. La casa estaba completamente a oscuras. Recordé las palabras de Germán acerca de la ausencia de electricidad. No se me ocurrió pensar hasta entonces que nadie me había invitado.
Por segunda vez, me colaba en aquella casa sin ningún pretexto. Pensé en irme, pero la tormenta aullaba afuera. Suspiré. Me dolían las manos de frío y apenas sentía la punta de los dedos. Tosí como un perro y sentí el corazón latiéndome en las sienes. Tenía la ropa pegada alcuerpo, helada. "Mi reino por una toalla", pensé.

-¿Brittany? -llamé.

El eco de mi voz se perdió en el caserón. Tuve conciencia del manto de sombras que se extendía a mí alrededor. Sólo el aliento de los relámpagos filtrándose por los ventanales permitía fugaces impresiones de claridad, como el flash de una cámara.

-¿Brittany? insistí. -Soy Santana...

Tímidamente me adentré en la casa. Mis zapatos empapados producían un sonido viscoso al andar. Me detuve al llegar al salón donde habíamos comido el día anterior. La mesa estaba vacía, y las sillas, desiertas.

-¿Brittany? ¿Germán?

No obtuve contestación. Distinguí en la penumbra una palmatoria y una caja de fósforos sobre una consola. Mis dedos arrugados e insensibles necesitaron cinco intentos para prender la llama. Alcé la luz parpadeante. Una claridad fantasmal inundó la sala. Me deslicé hasta el corredor por donde había visto desaparecer a Brittany y a su padre el día anterior. El pasillo conducía a otro gran salón, igualmente coronado por una lámpara de cristal. Sus cuentas brillaban en la penumbra como tiovivos de diamantes. La casa estaba poblada por sombras oblicuas que la tormenta proyectaba desde el exterior a través de los cristales. Viejos muebles y butacones yacían bajo sábanas blancas. Una escalinata de mármol ascendía al primer piso. Me aproximé a ella, sintiéndome una intrusa. Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuché un maullido. “Sheila”. Suspiréaliviado. Un segundo después el gato se retiró a las sombras. Me detuve y miré alrededor. Mis pasos habían dejado un rastro de huellas sobre el polvo.

-¿Hay alguien? -llamé de nuevo, sin obtener respuesta.

Imaginé aquel gran salón décadas atrás, vestido de gala. Una orquesta y docenas de parejas danzantes. Ahora parecía el salón de un buque hundido. Las paredes estaban cubiertas de lienzos al óleo. Todos ellos eran retratos de una mujer. La reconocí. Era la misma que aparecía en el cuadro que había visto la primera noche que me colé en aquella casa. La perfección y la magia del trazo y la luminosidad de aquellas pinturas eran casi sobrenaturales. Me pregunté quién sería el artista. Incluso a mí me resultó evidente que todos eran obra de una misma mano. La dama parecía vigilarme desde todas partes.
No era difícil advertir el tremendo parecido de aquella mujer con
Brittany. Los mismos labios sobre una tez pálida, casi transparente. El mismo talle, esbelto y frágil como el de una figura de porcelana. Los mismos ojos de azules, tristes y sin fondo. Sentí algo rozarme un tobillo. Sheila ronroneaba a mis pies. Me agaché y acaricié su pelajeplateado.

-¿Dónde está tu ama, eh?

Como respuesta maulló melancólico. No había nadie allí. Escuché el sonido de la lluvia golpeando el techo. Miles de arañas de agua correteando en el desván. Supuse que Brittany, Germán y la pequeña habían salido por algún motivo imposible de adivinar. En cualquier caso, no era de mi incumbencia. Acaricié a Sheila y decidí que debía marcharme antes de que volviesen.

-Uno de los dos está de más aquí -le susurré a Sheila. -Yo. –Buscando la salida analicé los bellos cuadros, que arte. Te podrías pasar una vida mirándolos y nunca cansarte.

La idea de salir al exterior no era muy tentadora. Me dejé caer en un inmenso butacón. Poco a poco, el eco de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en el gran salón me fueron adormeciendo. En algún momento escuché el sonido de la cerradura principal al abrirse y pasos en la casa. Desperté de mi trance y el corazón me dio un vuelco. Voces que se aproximaban por el pasillo. Una vela. Sheila corrió hacia la luz justo cuando German, Brittany y su hija en brazos entraban en la sala. Ella me clavó una mirada helada.

-¿Qué estás haciendo aquí, Santana?

Balbuceé algo sin sentido. Germán me sonrió amablemente y me examinó con curiosidad.

-Por Dios, Santana. ¡Está usted empapada! Brittany, trae unas toallas limpias para Santana... Venga usted, Santana, vamos a encender un fuego, que hace una noche de perros...

Me senté frente a la chimenea, sosteniendo una taza de caldo caliente que Brittany me había preparado. Relaté torpemente el motivo de mi visita. Germán aceptó mis explicaciones de buen grado y no se mostró en absoluto ofendido por mi intrusión, al contrario. Brittany era otra historia. Su mirada me quemaba. Temí que mi estupidez al colarme en su casa como si fuera un hábito hubiese acabado para siempre con nuestra amistad. No abrió la boca durante la media hora en que estuvimos sentados frente al fuego. Ella tenía a Sugar dormida en sus brazos.

-Voy a acostar a Sugar. –Dijo Brittany, clavándome una mirada asesina.

Dos minutos pasaron entre que Brittany entro con la niña y salió sin ella. No es que este contando los minutos en que no está.
Cuando Germán se excusó y me deseó buenas noches, sospeché que mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no volviese jamás. "Ahí viene", pensé. El beso de la muerte. Brittany sonrió finamente, sarcástica.

-Pareces un pato mareado -dijo.
-Gracias -repliqué, esperando algo peor.
-¿Vas a contarme qué demonios hacías aquí?

Sus ojos brillaban al fuego. Sorbí el resto del caldo y bajé la mirada.

-La verdad es que no lo sé... dije. Supongo que..., qué sé yo... Sin duda mi aspecto lamentable ayudó, porque Brittany se acercó y me palmeó la mano.

-Mírame -ordenó.

Así lo hice. Me observaba con una mezcla de compasión y simpatía.

–No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? -dijo. -Es que me ha sorprendido verte aquí, así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a
Germán al médico, al hospital de San Pablo, la señora Leonor no viene así que tengo que llevar a Sugar conmigo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas.

Estaba avergonzada.

-No volverá a suceder prometí.
Me disponía a explicarle a Brittany el extraño sueño de que fue el detonante de mi improvisada visita, cuando ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Brittanyadvirtió mi balbuceo mudo.

-¿Qué? -preguntó.
La contemplé en silencio y negué con la cabeza.
-Nada.
Enarcó la ceja, como si no me creyese, pero no insistió.
-¿Un poco más de caldo? -preguntó, incorporándose.
-Gracias.

Brittany tomó mi tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Brittany regresó, siguió mi mirada.

-La mujer que aparece en todos esos retratos... -empecé.
-Es mi madre -dijo Brittany.
Sentí que invadía un terreno resbaladizo.
-Nunca había visto unos cuadros así. Son como... fotografías del alma.
Brittany asintió en silencio.
-Debe de tratarse de un artista famoso -insistí. -Pero nunca había visto nada igual.
Brittany tardó en responder.
-Ni lo verás. Hace casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue su última obra.
-Debía de conocer muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo -apunté.
Brittany me miró largamente.
Sentí aquella misma mirada atrapada en los cuadros.
-Mejor que nadie -respondió. Se casó con ella.
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Mensaje por cvlbrittana Dom Ago 17, 2014 2:36 am

Hola te escribo para saber si actualizarás tu fanfic, si tienes alguna dificultad (escuela, trabajo, tiempo etc...) te pediría por favor te comuniques con nosotros para saber si continuaras con la historia o si deseas cerrar el tema e informar a las personas que te siguen, si quieres puedes hacerlo por MP (adjuntanos el link de tu fanfic).
Esperamos tu respuesta
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Mensaje por cvlbrittana Sáb Dic 27, 2014 1:24 am

Fanfic cerrado por 6 meses o más de inactividad, si el autor desea reabrirlo solo tiene que hacer una solicitud vía MP con el link del fic, a un moderador, administradora y de inmediato el fan fic será reabierto
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