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Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
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monica.santander
lana66
marthagr81@yahoo.es
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Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Santana López es la menor de tres hermanos, en apariencia perfectos, que pertenecen a una de las familias más ricas de Inglaterra. Sin embargo, desde muy pequeña sufre un problema que sus padres intentan ocultar, aunque gracias a su tenacidad y a las pocas personas que la han apoyado, consigue convertirse en arquitecta.
Cuando la trasladan a España por cuestiones de trabajo, Santana conoce a Brittany, de quien en seguida se enamora. Pero temerosa de que ella descubra su problema, corta la relación. Muy a su pesar logra mantener las distancias hasta que, casi un año más tarde, se encuentran y Brittany le pide consejo para seducir a una compañera de la facultad.
Aunque Santana cree morir al oír esas palabras, accede a ayudarla porque entiende que es la excusa perfecta para tenerla cerca... aunque ambas corran el riesgo de acabar con el corazón destrozado.
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Hola chicas. Esta es la adaptación del libro de Anna Casanovas, Dulce Locura. Ya tengo todo el libro adaptado, espero sus comentarios para saber si lo continúo.
Cuando la trasladan a España por cuestiones de trabajo, Santana conoce a Brittany, de quien en seguida se enamora. Pero temerosa de que ella descubra su problema, corta la relación. Muy a su pesar logra mantener las distancias hasta que, casi un año más tarde, se encuentran y Brittany le pide consejo para seducir a una compañera de la facultad.
Aunque Santana cree morir al oír esas palabras, accede a ayudarla porque entiende que es la excusa perfecta para tenerla cerca... aunque ambas corran el riesgo de acabar con el corazón destrozado.
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Hola chicas. Esta es la adaptación del libro de Anna Casanovas, Dulce Locura. Ya tengo todo el libro adaptado, espero sus comentarios para saber si lo continúo.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Prólogo
Santana López nació en una lluviosa tarde de septiembre en una de las más prestigiosas clínicas de Londres, hacía exactamente treinta y cuatro años. Su madre, Maribel López, había pasado toda la semana descansando en la mansión que la familia tenía en las afueras de la ciudad. Los dos hermanos mayores de Santana, Jeffrey, al que todos llamaban Frey, y Sabina, estaban con su niñera, la señora Potts, esperando ansiosos la llegada de lo que creían que iba a ser un nuevo juguete para ellos. Su padre, Harrison López, seguía en Londres, dirigiendo el prestigioso bufete de abogados que había creado su bisabuelo, hacía casi cien años.La familia López gozaba de un enorme prestigio y poder, y todos sus miembros eran perfectos. Harrison López tenía en esa época cuarenta años, pero aparentaba treinta; su bufete se había convertido en el más respetado de la ciudad y su cuenta bancaria era sin duda una de las más envidiadas del banco. Su esposa Maribel había estudiado bellas artes en Inglaterra, pero había vivido unos meses en Italia, lo que le daba una sofisticación y savoir faire envidiables. Tenía treinta y seis años, aunque aparentaba diez menos, provenía de una familia adinerada y de buena reputación y era la anfitriona perfecta. Y si su marido tenía una amante, sabía mirar hacia otro lado. Los dos hijos que por entonces tenían en común también eran la envidia de todo el mundo. Frey tenía cuatro años, era rubio de ojos azules y a esa temprana edad ya se adivinaba que iba a ser igual de listo que su padre. Sabina tenía sólo dos años, también era rubia y de ojos azules, y se veía que iba a ser toda una belleza. Era delicada y grácil como su madre, y seguro que también iba a saber utilizar sus encantos. Todos eran perfectos, hasta que llegó Santana.
«Es mi maldito cumpleaños», pensó Santana, vaciando la que era su segunda copa de whisky. Estaba sola en su apartamento, sentado en el sofá, con los dos botones del cuello de la camisa desabrochados. Ese día era su cumpleaños, cumplía treinta y cuatro años, y ni sus padres ni sus hermanos la habían llamado. La señora Potts sí que lo había hecho, esa misma mañana, a eso de las ocho y media, cuando ella todavía fingía que no se acordaba de qué día era, y la había felicitado con aquella voz tan dulce que era uno de los pocos buenos recuerdos que ella tenía de su infancia. Miriam, la señora Potts, la había reñido por llevar tanto tiempo sin ir a verla y se había despedido con un beso. Después de ducharse y tomarse una taza de café se dirigió al trabajo, aunque era todavía muy pronto, y se concentró en repasar los planos del último proyecto en el que estaba trabajando. Llevaba un par de horas en su despacho cuando le sonó el móvil. Recordó la conversación y bebió otro sorbo. Seguro que sus amigos no le perdonarían que no se hubiera presentado a su propia celebración...
—No trates de decirme que no es tu cumpleaños —le dijo Quinn antes de que Santana tuviera tiempo de nada—. Felicidades.
—Gracias —respondió resignado—, pero ya sabes que no me gusta celebrarlo.
—Lo sé, aunque nunca me has contado por qué. Mercedes y Kurt tienen varias teorías al respecto.
—Diles a esos dos que no pierdan el tiempo pensando tonterías, ¿no se supone que siempre tenéis tanto trabajo en la revista? —se defendió Santana, aunque levantó la comisura del labio con lo que podría considerarse una sonrisa.
—Muchísimo, así que cualquier excusa es buena para relajarnos un poco. ¿Te va bien quedar esta noche para tomar algo?
—No.
—Vamos, no seas aguafiestas.
—¿Cómo van las cosas con Rachel? —Santana sabía que su mejor amiga estaba enamorada, aunque la propia Quinn se negara a reconocerlo—. ¿Has visto ya la luz o sigues comportándote como una idiota?
—Ven esta noche y dejaré que me insultes todo el rato. Rachel también vendrá, y ya sabes que Kurt y Mercedes te llamarán cada hora hasta convencerte.
—Está bien. Iré.
—Perfecto. Nos vemos a las siete en ese antro que tanto te gusta.
—No es ningún antro.
—Lo que tú digas. Nos vemos. —Y colgó antes de que a Santana se le ocurriera alguna excusa para no ir.
Santana se sirvió otra copa. Cuando colgó después de hablar con Quinn creía de verdad que iría a tomar algo con sus amigos, pero a medida que fue pasando el día se fue deprimiendo cada vez más, hasta que, al llegar las siete, decidió que no se veía capaz de estar con ellos y seguir fingiendo que lo único que pasaba era que no le gustaba cumplir años. Se quedó en el despacho hasta las ocho y media, ignorando los mensajes que recibió de Quinn y de Kurt en el móvil, y luego se fue a su casa.
Miró el reloj que tenía colgado en la pared de la cocina y vio que pasaban unos minutos de las doce. Por fin. Sabía que el miedo y la tristeza que la invadían cada 7 de septiembre no tenían sentido, pero no podía evitarlo. Al fin y al cabo, se dijo a sí misma bebiendo un poco más, era el único día que se permitía recordar que ni siquiera sus padres confiaban en ella.
A la mañana siguiente, Santana se despertó un poco más tarde de lo habitual y con un más que considerable dolor de cabeza. Nada raro, a juzgar por la botella medio vacía de whisky que había tumbada en el suelo. Se duchó y se tomó un café antes de dirigirse al trabajo. En el metro, escuchó los mensajes que había ignorado la noche anterior; los dos primeros, los de Quinn y Kurt, dejaban claro lo enfadados que estaban por haberles dado plantón; el tercero, de Mercedes, era más de preocupación que de otra cosa. Tan pronto como salió del túnel, le escribió un par de líneas a su amiga para pedirle perdón, prometiéndole que la llamaría más tarde. También escuchó un mensaje que Rachel le había dejado en el buzón de voz. Igual que los demás, estaba preocupada por ella y le decía, sin ningún rodeo, que ya que la estaba ayudando tanto con la terco de Quinn, ella estaba dispuesta a hacer lo mismo con Santana, fuera cual fuese la causa de su malestar. Más tarde la llamaría y le daría la misma excusa que a los demás.
Entró en el despacho, y no llevaba allí ni cinco minutos cuando su jefe asomó por la puerta.
—Santana, me alegra ver que ya estás aquí —lo saludó el señor Warren, un prestigioso arquitecto de unos sesenta años—. ¿Te importaría venir un momento? Me gustaría comentarte algo.
—En seguida —respondió ella, dejando sus cosas encima de la mesa y colgando el abrigo antes de seguir al hombre hacia la sala de reuniones. Al entrar, vio que allí estaban también los otros dos socios del despacho—. Buenos días —los saludó.
—Supongo que te extrañará que te hayamos traído aquí sin avisar —empezó Lucas Warren—, íbamos a decírtelo más tarde, pero te he visto entrar y he pensado que lo mejor sería ponerte al día de todo cuanto antes.
—¿Al día? —Santana se sentó en la silla que había vacía en uno de los extremos de la mesa.
—Sí, como sabrás, hace semanas que andamos detrás del proyecto Marítim.
El proyecto Marítim consistía en dos edificios, uno de oficinas y otro de viviendas, en Barcelona, justo frente al mar, en una zona que la ciudad española había tratado de reformar a raíz del Fórum que se celebró allí en 2004.
—Sí, señor, estoy al corriente. —Todos los arquitectos del despacho lo estaban.
—Pues bien, aparte de nosotros tres —Warren señaló a sus dos socios—, eres la primera en saber que lo hemos conseguido. La constructora Mediterránea nos ha elegido para llevar a cabo la obra.
—Felicidades —dijo ella, sincera—. Es un gran proyecto.
—Lo es, y por eso hemos pensado en ti. —Lucas Warren la miró a los ojos y esperó a que Santana reaccionara.
—¿En mí? Pero si en la sucursal de Barcelona...
—En la sucursal de Barcelona hay gente muy preparada, pero necesitamos a alguien como tú allí, Santana. Necesitamos a alguien que conozca bien nuestro modo de operar y de pensar, y el señor Alcázar, el gerente de Barcelona, coincide con nosotros en que el cliente es demasiado importante como para que una sola persona esté al frente de la dirección.
Santana recordó brevemente al señor Alcázar, al que conoció dos años atrás, cuando éste visitó Inglaterra. Era un hombre amable, de mirada inteligente, y que debía de rondar los cuarenta años. Sin duda, uno de los mejores arquitectos que había conocido nunca.
—San, queremos que te traslades a Barcelona y que te encargues de todo. Ya te hiciste cargo del edificio de la City, y los resultados fueron espectaculares.
—Era un único edificio, y fue mérito de todo el equipo. No habría podido hacer nada sin ellos —dijo con sinceridad.
—Cierto, pero sin tus planos y tu dirección habría sido muy distinto. —Lucas hizo una pausa—. ¿Hay algún motivo por el que no quieras ir a Barcelona?
—Ninguno, señor. —Santana soltó el aliento que estaba conteniendo—. Es una oportunidad magnífica. ¿Cuándo tendría que irme?
Lucas Warren se levantó y los otros dos caballeros, el señor Larson y el señor Smith, hicieron lo mismo.
—Los detalles los hablaremos esta tarde. —Le tendió la mano—. Mi secretaria se pondrá en contacto con la sede de Barcelona para que te busquen piso y todo lo demás. Creo que con que llegues allí el lunes habrá más que suficiente. —Estaban a jueves—. ¿Qué te parece?
—Me parece que tengo que ir a hacer las maletas, señor. —Santana le estrechó la mano y luego repitió el gesto con los demás socios—. Gracias por pensar en mí.
Segundos más tarde, entró en su despacho, cerró la puerta tras ella, apoyó los pies encima de la mesa —un vicio de su época universitaria que nunca había conseguido erradicar—, respiró hondo y cerró los ojos. Iba a trasladarse a Barcelona. A ella no le gustaban los cambios, pero tal vez había llegado el momento de hacer uno y no estaría mal eso de ver el sol más a menudo que dos o tres veces al mes. Sabía hablar español bastante bien, gracias a la prima andaluza de la señora Potts, que siempre iba a pasar un mes a Inglaterra, y a la insistencia de Quinn, que en su época estudiantil le amargó la vida hasta que se apuntó a clases de ese idioma. La teoría de Quinn era que si ella había sido capaz de aprender inglés desde pequeña, su mejor amiga de esas tierras bien podía aprender español. Y Santana lo hizo, a pesar de que seguía teniendo mucho acento y jamás había logrado pronunciar bien la letra «j». No, no le gustaban los cambios, pero sabía perfectamente que no podía rechazar la oferta que le habían hecho sus jefes, no si quería seguir trabajando allí. Abrió los ojos y decidió que lo mejor sería que se concentrara en todo lo que había dejado pendiente el día anterior, de nada le serviría seguir dándole vueltas al tema.
Por la tarde, el señor Warren volvió a pedirle que se reuniera con él, aunque esta vez en su despacho, y le confirmó que su eficiente secretaria ya se había puesto en contacto con la delegación de Barcelona, donde lo esperaban con los brazos abiertos, y que le habían encontrado un piso donde vivir. En principio, le dijo el señor Warren, se quedaría en España durante un año, hasta que el proyecto estuviera en su fase final. Por supuesto, la empresa se haría cargo de los gastos del traslado y del piso, y también pondrían a su disposición dos billetes de ida y vuelta cada mes entre Londres y Barcelona, así Santana podría ir a visitar a su familia. Al escuchar esa última parte de la explicación, Santana no corrigió al señor Warren, y se limitó a darle las gracias por tan generosas condiciones. Aprovecharía esos billetes para ver a sus amigos.
Esa misma tarde, al salir del trabajo, llamó a Quinn para contárselo, y para disculparse por el plantón de la noche anterior. Gracias a la noticia de su inminente traslado a Barcelona, tanto Kurt como Mercedes le perdonaron en seguida no haber ido a celebrar su cumpleaños con ellos, y Rachel hizo lo mismo. Todos dieron por hecho que dicho plantón había sido causado por ese fantástico proyecto que iba a llevarse a su amiga a la ciudad española, y se olvidaron del tema para concentrarse en organizar una cena de despedida el sábado siguiente y un calendario de visitas. Cualquiera diría que se iba como cooperante a Bagdad.
Santana estuvo los dos días siguientes preparándolo todo para su partida. En el trabajo, pasó los temas que tenía pendientes a dos de sus colegas, con los que quedó en mantenerse en contacto vía e-mail para cualquier duda. En lo personal, se planteó hacérselo saber a sus padres, pero en seguida descartó la idea; a la que sí llamó fue a la señora Potts, y su antigua niñera la felicitó por el éxito y le exigió que la llamara de vez en cuando, y le recordó que fuera valiente y que no se dejara intimidar por nada. Como si eso fuera posible, pensó ella al recordar la conversación el domingo por la mañana, mientras lo repasaba todo por enésima vez para asegurarse de que no se dejaba nada. Su vuelo salía de Heathrow al cabo de tres horas y Mercedes se había ofrecido voluntaria para acompañarlo. Durante el trayecto, hablaron de banalidades, pero al llegar a la terminal su amiga no pudo más y la abrazó emocionada. Santana, que no tenía demasiada experiencia en lo que a recibir muestras de afecto se refería, le devolvió el abrazo con torpeza y la consoló lo mejor que pudo.
—Vamos, Mercedes, Barcelona está aquí al lado —le dijo.
—Lo sé, pero todos te echaremos mucho de menos —le respondió ella—. Piensa que te esperamos dentro de cinco semanas, y esta vez no se te ocurra dejarnos plantados.
—No lo haré —le prometió, soltándola—. Será mejor que me vaya, tengo que facturar y pasar el control de pasaportes.
—De acuerdo. —Mercedes lo abrazó una última vez—. Llámanos, no te pido que escribas porque sé lo poco que te gusta —añadió.
—Te llamaré tanto que te aburrirás de mí, piensa que no tengo amigos en Barcelona, así que algo tendré que hacer para pasar las horas que me queden libres.
—No digas tonterías, seguro que no tardarás en estar ocupadísima.
—Lo dudo.
—Yo no. Vamos, vete antes de que me ponga tonta otra vez.
—Está bien. Gracias por acompañarme y por aceptar quedarte con una copia de las llaves del apartamento.
—Ni lo menciones, aprovecharé para ir a curiosear entre tus cosas.
—Tú verás, pero creo que te llevarás una gran decepción. En serio, gracias.
—De nada.
Las dos se dieron un abrazo y, cuando se separaron, Santana se dirigió hacia el mostrador para sacar la tarjeta de embarque y facturar sus pesadas maletas.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
pr supuesto que debes continuarlo!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
whoa muy bueno, que bueno que tengamos un nuevo fics para seguir. que puedo decirte emocionada y mas que encantada por querer leer mas.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
1. Cantando bajo la lluvia
Los primeros meses transcurrieron sin ningún contratiempo. A Santana le encantaba el proyecto Marítim y trabajar con el señor Alcázar, Juan, como él había insistido en que lo llamara, era de lo más estimulante. Era un arquitecto atrevido y a la vez respetuoso con las líneas básicas, y capaz de contagiar su entusiasmo al constructor más reticente. En lo que se refería a la vida personal de Santana, un par de compañeros de trabajo la habían invitado a salir con sus amigos en unas cuantas ocasiones, y se había apuntado al mismo gimnasio al que iba Puck, el hermano de Rachel, al que había conocido cuando éste había ido a Inglaterra a visitar a Quinn. Aparte de eso, lo más emocionante que le había sucedido por el momento era presenciar la ruptura y reconciliación entre Rachel y Quinn.
Ser testigo de la historia de amor entre los dos le había hecho sentir algo que nunca había creído posible: ganas de compartir su vida con alguien, y eso que ella sabía perfectamente que nunca sería capaz de hacerlo. Ese día precisamente había quedado con ellos. Rachel insistía en devolverle el favor que le había hecho ella en Londres y, al parecer, se había apuntado a un concurso para ser la mejor guía turística de toda Barcelona; cada fin de semana le tenía preparada alguna visita, y Santana estaba convencida de que había visto más cosas de la Ciudad Condal que la mayoría de sus habitantes. Iba a reunirse con ella y con Quinn en un café cerca del Portal del Ángel y luego irían a visitar el Museo Picasso. Santana siempre había sido una gran enamorada de la pintura, y tenía muchas ganas de conocer más de cerca las obras del gran pintor. Estaba lloviendo, así que se sentó dentro a esperar a sus amigos y pidió un café. No habían pasado ni cinco minutos cuando oyó el tintineo de las campanillas que colgaban junto a la puerta y vio aparecer a Rachel.
—Tú debes de ser Santana—le dijo en ese momento una chica que se detuvo a su lado. Tenía el pelo casi empapado y estaba peleándose con un paraguas que se negaba a cerrarse.
—Sí —fue lo único que atinó a decir Santana—. ¿Necesitas que te ayude?
—No, gracias —respondió ella—. Ya está —Se oyó un clic y las varillas cedieron.
—Hola, Santana. —Rachel se acercó a él para saludarlo—. Siento haber llegado tarde, pero al parecer Brittany es incapaz de mirar el reloj.
—¿Brittany? —Santana desvió la mirada hacia la muchacha del paraguas—. ¿Tu hermana?
—Ay, lo siento, creía que os había presentado —contestó Rachel algo avergonzada—. Como siempre hablo de vosotras, estaba convencida de que os conocíais. Brittany, Santana.
—Hola —saludó ella, y Santana vio que se sonrojaba.
—Hola, encantada de conocerte.
—Igualmente —Brittany se apartó un mechón de pelo que le había quedado pegado a la frente.
—Toma —Santana sacó un pañuelo perfectamente planchado del bolsillo y se le ofreció—. ¿Cómo es que te has mojado tanto?
—Mi querido paraguas, el mismo que hace unos segundos se negaba a cerrarse, era igual de reticente a abrirse. Y Rachel no aparecía por ninguna parte. —Miró a su hermana al mismo tiempo que aceptaba el pañuelo—. Gracias.
—Bueno —dijo Rachel—, supongo que ya te has dado cuenta de que Quinn no podrá venir. La ha llamado Finn y le ha pedido que echara un vistazo a no sé qué, y tu querido amiga no ha sabido decirle que no. En fin, seguro que me entiendes.
La verdad era que Santana no le había prestado demasiada atención, pues desde que Brittany le había dirigido la palabra parecía incapaz de fijarse en nada más.
—Por suerte, he llamado a Britt y la he convencido para que me acompañara —añadió Rachel antes de terminar con su explicación.
—Y tú has llegado tarde —le recordó su hermana—. Me has tenido cinco minutos esperándote en el portal.
—Ya te he dicho que lo siento, pero es que cuando salía del piso Quinn me ha distraído y...
—Lo que tú digas. —Brittany dio por zanjado el tema, pero miró a Santana con una sonrisa, y ella no pudo evitar devolvérsela.
—Si quieres, podemos dejar la visita al museo para otro día —le sugirió ella a su amiga. Seguía sin saber muy bien qué le había pasado a Quinn pero le pareció de buena educación sugerirlo.
—No digas tonterías, me apetece mucho ir. Podemos tomarnos un café aquí con Brittany y luego nos vamos para el Picasso.
—¿Tú no vienes al museo? —le preguntó Santana a la chica.
—No puedo.
—Nunca puede hacer nada —intervino Rachel—. Siempre está estudiando, o en clase, o haciendo un trabajo, o...
—No todas somos tan listas como tú —se defendió su hermana.
—Ja. Eres la persona más lista que conozco,Britt. Y lo sabes. Pero en fin, al menos he conseguido arrancarte de tus libros para que vinieras a tomar un café con nosotros.
Santana observó fascinada el intercambio entre las dos. Era evidente que se adoraban y que tenían una relación muy estrecha. Ella ya sabía que los hermanos Pierce estaban todos muy unidos, incluso había visto a Rachel y a Puck, el mayor de todos, juntos en varias ocasiones; pero no podía evitar sorprenderse cada vez que veía a dos hermanos comportarse de ese modo. Sonrió resignada, le resultaba imposible imaginarse a Frey o a Sabina tratándola con cariño.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Brittany.
—Oh, por nada, lo siento. ¿Por qué no puedes venir al museo? —Desde su llegada a Barcelona, era la primera vez que sentía curiosidad acerca de algo o, mejor dicho, de alguien. Y los ojos color cielo de Brittany exigían que los estudiara.
—Tengo mucho trabajo atrasado —le explicó, y ella habría jurado que de verdad lamentaba no poder acompañarlas.
—¿Qué quieren tomar? —les preguntó un camarero que apareció de repente.
Pidieron sus bebidas y Rachel le contó a Santana que Quinn ya estaba del todo instalada en su piso y que las dos habían decidido quedarse a pasar una temporada en Barcelona. Ella trató de prestarle toda la atención que se merecía, pero no podía evitar que la mirada se le desviara hacia Brittany y el pelo que todavía tenía algo mojado. Ésta casi no dijo nada más, pero por los pocos comentarios que salieron de sus labios, Santana detectó que quería mucho a su hermana y que se alegraba de verdad de que hubiera encontrado la felicidad junto a Quinn. Veinte minutos después, terminaron las bebidas y pagaron la cuenta. Rachel se despidió de Brittany diciéndole que hiciera el favor de no olvidarse de cenar y recordándole que si quería podía pasarse por su casa cuando fuera. Ella asintió y le dio un cariñoso beso y, paraguas en mano, salió. Santana le sujetó la puerta a Rachel y después las siguió, y ya en la calle se acercó a Brittany.
—¿De verdad no puedes venir al museo? —volvió a preguntarle, y sintió que unas gotas de lluvia le caían sobre la cara.
—No puedo. —Sacó el ipod que llevaba en el bolso, al tiempo que trataba de abrir el paraguas—. Recuerdo la última vez que estuve, hará un par de años. —Sin pedírselo, Brittany le tendió el ipod a Santana para que lo sujetara—. Acompañé a una amiga portuguesa que vino a la ciudad. Me gustó mucho un cuadro, y si no me falla la memoria creo que se llamaba La espera. No sé si sigue allí.
—¿Vas a escuchar música? —le preguntó ella, y, mentalmente, tomó nota de buscar la obra que a ella tanto le había gustado.
—Ah, sí, cuando voy en metro, o en autobús —respondió, dejando el paraguas por imposible y resignándose a que la lluvia volviera a mojarle el pelo.
—¿Qué estás escuchando?
—Antony & The Johnsons, nadie sabe...
—Sé quiénes son, a mí también me gusta la música triste.
Brittany se quedó mirándola, y tardó un par de segundos en contestar.
—¿Crees que a mí me gusta la música triste?
Santana se encogió de hombros, y la aparición de Rachel, que se había retirado un poco para llamar por el móvil, le evitó tener que responder.
—¿Nos vamos? Quinn dice que nos alcanzará en el museo —explicó, levantándose el cuello del abrigo.
—Claro. —Ella se plantó delante de Brittany—. Bueno, supongo que ya nos veremos. —Se agachó un poco y le dio un único beso en la mejilla izquierda.
Ella levantó una mano, pero se detuvo antes de tocar la zona que él había besado. Se sonrojó otra vez y trató de sonreír.
—Supongo —dijo, más tímida de lo que lo había estado durante los minutos que habían compartido frente a los cafés—. Yo me voy hacia allí. Adiós.
—Adiós —repitieron Santana y Rachel al mismo tiempo, y juntas se dirigieron hacia el Museo Picasso, que los esperaba unas calles más abajo.
Los primeros meses transcurrieron sin ningún contratiempo. A Santana le encantaba el proyecto Marítim y trabajar con el señor Alcázar, Juan, como él había insistido en que lo llamara, era de lo más estimulante. Era un arquitecto atrevido y a la vez respetuoso con las líneas básicas, y capaz de contagiar su entusiasmo al constructor más reticente. En lo que se refería a la vida personal de Santana, un par de compañeros de trabajo la habían invitado a salir con sus amigos en unas cuantas ocasiones, y se había apuntado al mismo gimnasio al que iba Puck, el hermano de Rachel, al que había conocido cuando éste había ido a Inglaterra a visitar a Quinn. Aparte de eso, lo más emocionante que le había sucedido por el momento era presenciar la ruptura y reconciliación entre Rachel y Quinn.
Ser testigo de la historia de amor entre los dos le había hecho sentir algo que nunca había creído posible: ganas de compartir su vida con alguien, y eso que ella sabía perfectamente que nunca sería capaz de hacerlo. Ese día precisamente había quedado con ellos. Rachel insistía en devolverle el favor que le había hecho ella en Londres y, al parecer, se había apuntado a un concurso para ser la mejor guía turística de toda Barcelona; cada fin de semana le tenía preparada alguna visita, y Santana estaba convencida de que había visto más cosas de la Ciudad Condal que la mayoría de sus habitantes. Iba a reunirse con ella y con Quinn en un café cerca del Portal del Ángel y luego irían a visitar el Museo Picasso. Santana siempre había sido una gran enamorada de la pintura, y tenía muchas ganas de conocer más de cerca las obras del gran pintor. Estaba lloviendo, así que se sentó dentro a esperar a sus amigos y pidió un café. No habían pasado ni cinco minutos cuando oyó el tintineo de las campanillas que colgaban junto a la puerta y vio aparecer a Rachel.
—Tú debes de ser Santana—le dijo en ese momento una chica que se detuvo a su lado. Tenía el pelo casi empapado y estaba peleándose con un paraguas que se negaba a cerrarse.
—Sí —fue lo único que atinó a decir Santana—. ¿Necesitas que te ayude?
—No, gracias —respondió ella—. Ya está —Se oyó un clic y las varillas cedieron.
—Hola, Santana. —Rachel se acercó a él para saludarlo—. Siento haber llegado tarde, pero al parecer Brittany es incapaz de mirar el reloj.
—¿Brittany? —Santana desvió la mirada hacia la muchacha del paraguas—. ¿Tu hermana?
—Ay, lo siento, creía que os había presentado —contestó Rachel algo avergonzada—. Como siempre hablo de vosotras, estaba convencida de que os conocíais. Brittany, Santana.
—Hola —saludó ella, y Santana vio que se sonrojaba.
—Hola, encantada de conocerte.
—Igualmente —Brittany se apartó un mechón de pelo que le había quedado pegado a la frente.
—Toma —Santana sacó un pañuelo perfectamente planchado del bolsillo y se le ofreció—. ¿Cómo es que te has mojado tanto?
—Mi querido paraguas, el mismo que hace unos segundos se negaba a cerrarse, era igual de reticente a abrirse. Y Rachel no aparecía por ninguna parte. —Miró a su hermana al mismo tiempo que aceptaba el pañuelo—. Gracias.
—Bueno —dijo Rachel—, supongo que ya te has dado cuenta de que Quinn no podrá venir. La ha llamado Finn y le ha pedido que echara un vistazo a no sé qué, y tu querido amiga no ha sabido decirle que no. En fin, seguro que me entiendes.
La verdad era que Santana no le había prestado demasiada atención, pues desde que Brittany le había dirigido la palabra parecía incapaz de fijarse en nada más.
—Por suerte, he llamado a Britt y la he convencido para que me acompañara —añadió Rachel antes de terminar con su explicación.
—Y tú has llegado tarde —le recordó su hermana—. Me has tenido cinco minutos esperándote en el portal.
—Ya te he dicho que lo siento, pero es que cuando salía del piso Quinn me ha distraído y...
—Lo que tú digas. —Brittany dio por zanjado el tema, pero miró a Santana con una sonrisa, y ella no pudo evitar devolvérsela.
—Si quieres, podemos dejar la visita al museo para otro día —le sugirió ella a su amiga. Seguía sin saber muy bien qué le había pasado a Quinn pero le pareció de buena educación sugerirlo.
—No digas tonterías, me apetece mucho ir. Podemos tomarnos un café aquí con Brittany y luego nos vamos para el Picasso.
—¿Tú no vienes al museo? —le preguntó Santana a la chica.
—No puedo.
—Nunca puede hacer nada —intervino Rachel—. Siempre está estudiando, o en clase, o haciendo un trabajo, o...
—No todas somos tan listas como tú —se defendió su hermana.
—Ja. Eres la persona más lista que conozco,Britt. Y lo sabes. Pero en fin, al menos he conseguido arrancarte de tus libros para que vinieras a tomar un café con nosotros.
Santana observó fascinada el intercambio entre las dos. Era evidente que se adoraban y que tenían una relación muy estrecha. Ella ya sabía que los hermanos Pierce estaban todos muy unidos, incluso había visto a Rachel y a Puck, el mayor de todos, juntos en varias ocasiones; pero no podía evitar sorprenderse cada vez que veía a dos hermanos comportarse de ese modo. Sonrió resignada, le resultaba imposible imaginarse a Frey o a Sabina tratándola con cariño.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Brittany.
—Oh, por nada, lo siento. ¿Por qué no puedes venir al museo? —Desde su llegada a Barcelona, era la primera vez que sentía curiosidad acerca de algo o, mejor dicho, de alguien. Y los ojos color cielo de Brittany exigían que los estudiara.
—Tengo mucho trabajo atrasado —le explicó, y ella habría jurado que de verdad lamentaba no poder acompañarlas.
—¿Qué quieren tomar? —les preguntó un camarero que apareció de repente.
Pidieron sus bebidas y Rachel le contó a Santana que Quinn ya estaba del todo instalada en su piso y que las dos habían decidido quedarse a pasar una temporada en Barcelona. Ella trató de prestarle toda la atención que se merecía, pero no podía evitar que la mirada se le desviara hacia Brittany y el pelo que todavía tenía algo mojado. Ésta casi no dijo nada más, pero por los pocos comentarios que salieron de sus labios, Santana detectó que quería mucho a su hermana y que se alegraba de verdad de que hubiera encontrado la felicidad junto a Quinn. Veinte minutos después, terminaron las bebidas y pagaron la cuenta. Rachel se despidió de Brittany diciéndole que hiciera el favor de no olvidarse de cenar y recordándole que si quería podía pasarse por su casa cuando fuera. Ella asintió y le dio un cariñoso beso y, paraguas en mano, salió. Santana le sujetó la puerta a Rachel y después las siguió, y ya en la calle se acercó a Brittany.
—¿De verdad no puedes venir al museo? —volvió a preguntarle, y sintió que unas gotas de lluvia le caían sobre la cara.
—No puedo. —Sacó el ipod que llevaba en el bolso, al tiempo que trataba de abrir el paraguas—. Recuerdo la última vez que estuve, hará un par de años. —Sin pedírselo, Brittany le tendió el ipod a Santana para que lo sujetara—. Acompañé a una amiga portuguesa que vino a la ciudad. Me gustó mucho un cuadro, y si no me falla la memoria creo que se llamaba La espera. No sé si sigue allí.
—¿Vas a escuchar música? —le preguntó ella, y, mentalmente, tomó nota de buscar la obra que a ella tanto le había gustado.
—Ah, sí, cuando voy en metro, o en autobús —respondió, dejando el paraguas por imposible y resignándose a que la lluvia volviera a mojarle el pelo.
—¿Qué estás escuchando?
—Antony & The Johnsons, nadie sabe...
—Sé quiénes son, a mí también me gusta la música triste.
Brittany se quedó mirándola, y tardó un par de segundos en contestar.
—¿Crees que a mí me gusta la música triste?
Santana se encogió de hombros, y la aparición de Rachel, que se había retirado un poco para llamar por el móvil, le evitó tener que responder.
—¿Nos vamos? Quinn dice que nos alcanzará en el museo —explicó, levantándose el cuello del abrigo.
—Claro. —Ella se plantó delante de Brittany—. Bueno, supongo que ya nos veremos. —Se agachó un poco y le dio un único beso en la mejilla izquierda.
Ella levantó una mano, pero se detuvo antes de tocar la zona que él había besado. Se sonrojó otra vez y trató de sonreír.
—Supongo —dijo, más tímida de lo que lo había estado durante los minutos que habían compartido frente a los cafés—. Yo me voy hacia allí. Adiós.
—Adiós —repitieron Santana y Rachel al mismo tiempo, y juntas se dirigieron hacia el Museo Picasso, que los esperaba unas calles más abajo.
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
2. Tú y yo
Tres días después de aquella conversación bajo la lluvia, Santana reunió el valor suficiente como para llamar a Rachel y pedirle el teléfono de Brittany. Habría podido llamar a Quinn, incluso a Puck, pero sabía que ellos dos serían mucho más sarcásticos, y que tendrían mucha más memoria. Si a Rachel le sorprendió que le pidiera el teléfono de una de sus hermanas, lo disimuló a la perfección, y se limitó a decirle que si llamaba a Brittany esa misma tarde le recordara que el viernes tenían una cena y que tenía que asistir. Nada de excusas. Santana le prometió que le daría el recado; ella también estaba invitada al acontecimiento. Era la primera cena que organizaban Rachel y Quinn en el piso de Barcelona desde su reconciliación y no estaba dispuesta a perdérsela por nada. Santana colgó el teléfono y decidió sentarse en el sofá unos segundos. Había conocido a Brittany el sábado anterior. Ella no había hablado demasiado, pero a Santana la había fascinado el modo en que elegía las palabras, igual que si las se sopesara una a una. Brittany se despidió con una sonrisa y un sonrojo, y Santana consiguió pasar la tarde sin interrogar a Rachel sobre su misteriosa hermana pequeña. Incluso aguanto sin decir nada a nadie ni el domingo ni el lunes, a pesar de que vio a Quinn en dos ocasiones y ésta sacó el tema del café. El martes decidió que todo aquello era una tontería y que lo mejor que podía hacer era pedir el número de teléfono de Brittany a alguien y quedar con ella; una de dos, o se harían amigas, igual que había sucedido con Rach, o no sabrían de qué hablar, y cuando volvieran a coincidir se limitarían a ser educadas. Una parte de la mente de Santana le recordó que, como mínimo, había dos alternativas más: podían tener una relación, o podían enamorarse. La última la descartó por imposible, y la penúltima también. Así que finalmente no la llamó, y cuando una voz en su interior le dijo que era un cobarde, otra le recordó que era mejor así.
Desde muy joven, Santana había aprendido a clasificar a las mujeres en dos categorías muy bien definidas y que nunca se mezclaban: sus amigas y sus compañeras de cama. El distinguido primer grupo sólo estaba formado por Mercedes, Quinn y Rachel. A Mercedes la conoció cuando Quinn entró a trabajar en The Whiteboard y se la presentó días después. En seguida le gustó, era cariñosa y directa y desde el minuto uno fue más que obvio que no existía ningún tipo de atracción entre las dos. Mercedes era lo más parecido a una hermana mayor que jamás había tenido, y sin duda ese título le pertenecía mucho más a ella que a Sabina. A Rachel hacía relativamente poco que la conocía, y tenía que reconocer que la primera vez que la vio le pareció atractiva, pero tan pronto como se dio cuenta de lo que sucedía entre ella y Quinn, y lo perfectos que eran la una para la otra, le entregó su amistad sin cuestionárselo y ella había hecho lo mismo, y que estuviera esa noche cenando en su casa era muestra de ello. En el segundo grupo, mucho más reducido de lo que sus amigos creían, estaban las mujeres con las que había mantenido algún tipo de relación física. En realidad, sólo habían sido cuatro, y de tres de ellas guardaba un grato recuerdo, y confiaba en que ellas también lo tuvieran de ella. A la primera, Elian, la había conocido en la universidad cuando estudiaba arquitectura, y era cinco años mayor que ella. Coincidieron en un seminario y su relación acabó al mismo tiempo que las clases; ella empezó a salir con un profesor con el que terminó casándose. A la segunda, Roxana, la conoció en un viaje que hizo sola a Costa Rica, era americana y todavía se mandaban algún e-mail de vez en cuando. Se había casado hacía poco y esperaba gemelos. La tercera, Marta, era quizá la única a la que querría olvidar, no porque él hubiera sentido algo excepcionalmente profundo por esa mujer, sino porque su relación finalizó cuando Santana se enteró de que ella estaba casada. Santana sería muchas cosas, pero no le gustó nada ser el culpable de hacer daño a otro ser humano, y menos sin saberlo. Después de eso, se volvió todavía más cauto, y la cuarta, Cristina, tardó bastante en aparecer. Cristina trabajaba para una importante empresa petrolera y viajaba muchísimo; la había conocido en el gimnasio y no tardaron demasiado en irse a la cama. Cristina estaba completamente centrada en su carrera profesional y, para ella, Santana era sólo otra vía de escape, cosa que a ella le parecía bien. Cuando coincidían en Londres, iban a cenar, a tomar algo, y luego iban al perfecto y aséptico apartamento de ella. Nunca se quedaba a dormir allí, a Santana ni siquiera se le había pasado por la cabeza, y Cristina nunca se lo había insinuado. No la había visto desde su traslado a Barcelona, pero le había enviado un correo electrónico para contárselo, y ella le respondió unos días después, felicitándolo por la promoción y diciéndole que si algún día pasaba por España la llamaría. Santana no era ninguna misógina y, por supuesto, esas dos categorías no englobaban a todas las mujeres que conocía; había además un amplio grupo compuesto por todas aquellas compañeras de trabajo, conocidas y amistades varias que nunca formarían parte de ninguno de los otros dos, aunque sin duda eran personas interesantes.
Santana se pasó la tarde tratando de plasmar los últimos cambios que tanto ella como Juan habían ideado para los edificios. Esa misma mañana, cuando se estaban tomando un café cerca de la obra, Juan le contó que él y su mujer se estaban divorciando. A Santana le sorprendió que le explicara algo tan íntimo, pero Juan le dijo que lo hacía porque en los próximos días iba a tener que ausentarse del despacho en varias ocasiones, y no quería que creyera que lo estaba dejando solo ante el peligro. Le explicó también que, desde la central de Londres, le habían ofrecido tomarse unas pequeñas vacaciones, pero que él había preferido no hacerlo. El trabajo lo ayudaba a no pensar en lo que le estaba sucediendo. Santana le dijo que no se preocupara, que ella se ocuparía de todo, y que se tomara todo el tiempo que necesitara. Bajó la tapa del portátil que habían llevado hasta el bar y esperó a que Juan regresara de la barra de pagar las bebidas. De vuelta a la mesa, dobló los planos en los que habían estado trabajando, pero no se dirigió hacia la puerta, sino que volvió a sentarse. Santana estaba a punto de irse y dejarlo solo con sus pensamientos cuando el arquitecto español dijo:
—Tengo cuarenta y tres años. —Y se frotó la cara como si esos años le pesaran más que varios siglos—. Conocí a Lourdes, mi mujer, cuando los dos teníamos dieciséis, y ahora dice que nunca ha sido feliz. Que nunca me ha querido.
Santana se sentó y lo escuchó en silencio, convencido de que el otro aún no había terminado de decir todo lo que quería.
—Hace unos meses empezó a decirme que trabajaba demasiado, y yo pensé que quizá tenía razón, y le monté un fin de semana romántico en París. Fue un desastre. Al regresar, me dijo que quería el divorcio. —Juan levantó la vista—. No sé por qué estoy contándote todo esto. Lo siento.
—No, no pasa nada. A veces es mejor soltar las cosas. Créeme, lo sé.
Juan lo miró durante un instante y respiró hondo.
—No puedo hablar con nadie. Todos nuestros amigos han decidido no opinar, no ponerse a favor de ninguno. Y no quiero agobiar a nuestros hijos, tenemos dos; Miguel, de catorce años y Sonia, de doce.
—Quizá las cosas terminen por arreglarse —aventuró Santana, sin saber muy bien qué decir.
—Ella está con otro. —Ante la mirada atónita de su interlocutora, Juan por fin se desahogó—: Llevan casi un año juntos. Se llama Pedro, y lo conoció en un curso de cocina.
—Lo siento.
—Y yo. En fin, será mejor que regresemos al despacho, tenemos que corregir los planos y yo...
—Dámelos a mí. —Santana no esperó a que lo hiciera, sencillamente los cogió y los guardó en su bolsa—. ¿Por qué no te vas a casa?
Juan volvió a respirar hondo.
—Te lo agradezco, San. La verdad es que me iría bien dormir un rato. Desde que Lourdes no está en casa, todo se me hace una montaña. Tal vez podría comer con mis hijos.
—Claro, no te preocupes. Nos vemos mañana.
—Está bien. —Juan se levantó y se dirigió hacia la puerta del bar, pero al llegar a ésta se detuvo y dio media vuelta—. Siento —movió las manos sin poder explicarlo mejor—, siento todo esto.
—Ni lo menciones —contestó ella, sincera.
Juan salió del local y Santana lo vio meterse en su coche e irse del aparcamiento cercano a las obras del edificio. Ella regresó al trabajo y se encerró en su despacho, donde en esos momentos, cinco horas más tarde seguía tratando de corregir y mejorar los planos, al mismo tiempo que no podía quitarse de la cabeza la imagen de su compañero, tan derrotado por la vida. Santana siempre había admirado su trabajo, y en los pocos meses que llevaba en España había llegado también a admirarlo como persona. Le gustaba creer que entre los dos había al menos una amistad incipiente. No conocía a Lourdes, pero la historia que Juan le había contado lo había dejado estupefacto. ¿Cómo era posible que dos personas tuvieran una visión tan distinta de lo que había sido su vida en común durante los últimos veintisiete años? Bueno, pensó para sí, ella nunca había tenido ninguna relación tan larga con una mujer, pero sabía que no se podía confiar en los sentimientos de las personas. Viendo que no iba a hacer nada más de provecho, y teniendo en cuenta que pasaban varios minutos de las ocho, decidió irse a casa.
Iba andando por la calle, pensando en sus cosas o, mejor dicho, tratando de dejar de pensar en sus cosas, cuando oyó que alguien lo llamaba. Volvió la cabeza a ambos lados y vio que justo en la acera de enfrente estaba Brittany, y no pudo evitar sonreír. Al parecer, no había servido de nada que no la hubiera llamado; si Santana creyera en ese tipo de cosas, pensaría que el destino estaba tratando de decirle algo.
—Hola —saludó ella, que cruzó la calle antes de que Santana consiguiera reaccionar.
—Hola, ¿qué haces por aquí?
—Kitty y yo tenemos un piso alquilado aquí cerca —le explicó—. ¿Y tú?
—Yo también vivo en este barrio, unas calles más abajo. ¿Te importa que te acompañe?
—Por supuesto que no —contestó con una sonrisa. Y ambos retomaron la marcha.
—Estudias medicina, ¿no? —se atrevió a preguntar ella que, por algún motivo, cuando estaba con Brittany no sabía muy bien cómo reaccionar.
—Sí.
—¿Y te gusta? —le preguntó, al detenerse en un semáforo.
Brittany lo miró un segundo para luego volver a fijar la vista al frente.
—Mucho, siempre he querido ser médico.
—Te entiendo, yo de pequeña sólo jugaba con el lego, me encantaba construir edificios.
—Mi hermana me dijo que eras arquitecta.
—Así es. Es impresionante la cantidad de contenedores que hay en esta ciudad.
—¿Qué has dicho? —preguntó ella, sorprendida.
—Los contenedores. Hay muchísimos —le explicó Santana con una sonrisa.
—Vaya, ¿acaso no tenéis contenedores en Londres? —preguntó Brittany, burlándose un poquito de ella.
—Sí, claro que sí, pero supongo que no me llaman tanto la atención. O estoy tan acostumbrado a verlos que ni me fijo.
—¿Lo echas de menos?
—¿A los contenedores?
—No, boba, Londres.
Ambas sonrieron y Santana se dio cuenta de que estaba flirteando. Ella nunca coqueteaba, apenas sabía hacerlo. Se aclaró la garganta para disimular y respondió:
—Algunas cosas, pero la verdad es que no demasiadas.
—¿Como cuáles?
—El pastel de queso que hacen en una cafetería cerca del trabajo, las vistas de los edificios de la City con la catedral de St. Paul al fondo. La lluvia.
—¿La lluvia?
—Sí, la verdad es que sí, huele distinta a la de aquí —respondió ella sorprendiéndose a sí misma—. Cuando deja de llover, todo está más limpio, como si fuera nuevo.
—Pues tienes suerte de que Inglaterra sea un país tan lluvioso. —Sonrió—. Ya hemos llegado. —Brittany se detuvo frente a un portal—. Gracias por acompañarme.
—Bueno, la verdad es que no ha tenido ningún mérito. —Se metió las manos en los bolsillos—. Esta mañana le he pedido tu número de teléfono a Rach —soltó de repente.
Brittany, que había deslizado la llave en la cerradura de su portal, se detuvo y se dio media vuelta para mirarla.
—¿Ah, sí? —dijo. A ella se le daban fatal ese tipo de conversaciones—. ¿Ibas a llamarme?
Santana sonrió con timidez y se sonrojó un poco.
—La verdad es que no —respondió, y, asombrada, vio que a Brittany le resultaba imposible mentirle.
—Oh —dijo ella, dándose la vuelta de nuevo. Estaba muerta de vergüenza.
—No, Brittany. —Levantó una mano y la puso en el marco de la puerta—. Lo siento, deja que me explique. —Esperó a que ella se volviera de nuevo y carraspeó—. Iba a llamarte, pero luego he pensado que tal vez no debería hacerlo y por eso...
—¿Por qué no deberías? —preguntó ella con sincera curiosidad.
Santana se encogió de hombros, un gesto al que al parecer recurría a menudo en presencia de Brittany
—Yo, no lo sé —optó por decir, aun a riesgo de quedar como una idiota. Las dos se quedaron mirándose durante unos segundos y al final Santana decidió arriesgarse—: ¿Te apetecería ir al cine el viernes, antes de la cena en casa de tu hermana? Yo también estoy invitado y, por cierto, Rachel me ha dicho que ni se te ocurra no ir —añadió con una sonrisa.
Ella esbozó una media sonrisa.
—Ni loca me perdería esa cena. Por fin Quinn tendrá que soportarnos a todos juntos. Creo que Puck tiene pensadas varias torturas. —Respiró hondo—. ¿Al cine? Claro, podría estar bien, pero no tengo ni idea de qué podríamos ir a ver.
—Yo me encargo —contestó Santana, que todavía no podía creerse lo que estaba haciendo—. Si te parece bien, te llamo mañana y acabamos de concretarlo.
—De acuerdo. —Le sonrió, pero esta vez del todo—. Voy a entrar.
—Claro. —Dio un paso hacia atrás—. Nos vemos el viernes. —Y en un impulso se agachó y le dio un beso en la mejilla. Ella levantó la mano y se recorrió con los dedos la zona en cuestión, ahora ruborizada—. Adiós.
Brittany se apoyó en la pared del pasillo. Había oído hablar mucho sobre la tal Santana y, tanto su hermana como Quinn lo consideraban una de sus mejores amigas. Las dos le habían contado lo bien que se había portado con ambas, tanto en Londres como en Barcelona, y era obvio que Santana sentía mucho cariño por ellas. Brittany ya sabía que ella iba a caerle bien, lo contrario era casi imposible, pero al parecer, tanto su hermana como su casi cuñada se habían olvidado de mencionar que Santana tenía los ojos más tristes que cabía imaginar y que, a pesar lo seria que parecía, todo en ella emanaba dulzura. No había podido dejar de pensar en ella desde aquella tarde bajo la lluvia. Negó con la cabeza y no pudo evitar sonreír; si sus hermanas supieran lo que pensaba, seguro que se reirían de ella. Brittany era consciente de que tanto Rachel como Kitty creían que era sosa o, como mínimo, algo aburrida. Cuando sus hermanas la pinchaban diciéndole que nunca salía con nadie, ella siempre se escudaba en sus estudios, pero la verdad era que las pocas veces que había salido en pareja no había sabido qué hacer ni qué decir. Por no mencionar que los besos que había compartido con los chicos y chicas en cuestión dejaban tanto que desear que había llegado a pensar que todas las novelas de amor que había leído deberían estar en la sección de ciencia ficción de las librerías y no en las de romántica. Se apartó de la pared y subió la escalera repitiéndose cada dos escalones que sólo había quedado para ir al cine; seguro que Santana, siendo tan educada como era, la había invitado por compromiso.
Fiel a su palabra, Santana la llamó al día siguiente y le dijo que, si estaba de acuerdo, pasaría a buscarla el viernes a eso de las seis para ir al cine a ver una película antigua, de la que mantuvo el título en secreto, y luego podían ir juntas a casa de Rachel y Quinn. Brittany aceptó encantada, y ni durante un segundo se planteó si tenía que estudiar; le dijo que no hacía falta que fuera a recogerla, que podían quedar delante del cine, pero no sirvió de nada y terminó por aceptar que ella se comportara como la dama que era. El resto de la semana fue de lo más complicado, tanto para Santana como para Brittany; Santana tuvo que hacerse cargo del proyecto por completo, pues Juan se ausentó en varias ocasiones, y ella tuvo que entregar varios trabajos en la facultad. Cuando llegó el viernes, las dos tenían muchas ganas de verse, aunque ambas trataron de convencerse de que no había para tanto. Al fin y al cabo sólo iban a ir al cine. Así que, a eso de las cinco, Brittany fue a vestirse; se puso unos vaqueros, una camiseta a rayas azules y blancas que le encantaba y una chaqueta azul oscuro que le habían regalado sus padres y que la abrigaba mucho. Completó su atuendo con unos pendientes y algo de colorete. Brittany no tenía ningún complejo y nunca había pensado que estuviera demasiado gorda o demasiado delgada. Ella sabía perfectamente que era del montón, y le gustaba. Así pasaba desapercibida, no como Kitty, su hermana pequeña, que con sus largas piernas siempre llamaba la atención. O como Rachel, que con su cara angelical y sus enormes ojos oscuros atraía más de una mirada. No, ella era normal, y le encantaba serlo. Tenía el pelo relativamente bonito, eso lo sabía, lucía una media melena rubia con unas ligeras ondas que parecían artificiales, pero eran de lo más naturales. Tenía los ojos azules, de color cielo, decía su madre, pero Brittany estaba convencida de que aquella comparación tan poética era sólo fruto del amor maternal y que nadie más lo veía así. Era de estatura un poco más alta de lo normal, y como le gustaba mucho nadar siempre se había mantenido en buena forma. La ropa le quedaba bien, y tenía cierto buen gusto, aunque era incapaz de vestirse para ligar, según Kitty, por supuesto. Con todas esas premisas, Brittany sabía sacarse partido. A decir verdad, era una de esas privilegiadas que le dan al aspecto físico su justa importancia. «Menos mal —pensó dándose un último repaso ante el espejo—. Si con lo tímida que soy fuera además insegura, jamás saldría de casa.»
La timidez de Brittany era uno de los mayores misterios familiares. Tanto sus padres como sus hermanos se preguntaban cómo era posible que una chica tan segura de sí misma en tantos aspectos y que era tan cariñosa con ellos fuera casi incapaz de hablar con desconocidos. En realidad era un fenómeno fascinante, Brittany podía estar relajada, charlando con sus hermanas sobre cualquier cosa, pero si alguien se acercaba a ellas, aunque fuera sólo para saludar, se quedaba muda. De jovencita había asistido a uno de esos seminarios para superar fobias, pero se había desapuntado a la mitad. Ella no se veía incapaz de hablar con desconocidos, el problema era que la mayor parte de las veces no sabía qué decir. Además, siempre había tenido la sensación de que su cuerpo o, mejor dicho, su mente, elegía a la gente con quien hablar. Por ejemplo, nunca había tenido problemas para hablar con Quinn, la novia de su hermana, ni de pequeña ni cuando había vuelto a verla de mayor, y eso que sin duda era una mujer muy atractiva. Tampoco tenía ningún problema para dirigirse a sus profesores de facultad cuando tenía alguna duda, ni para quejarse en un restaurante si la atendían mal. Pero cuando se trataba de hablar con alguien en un entorno más social, era como si su cerebro se colapsara. Nunca sabía qué decir. Su padre le había aconsejado que pensara que estaba hablando con uno de sus hermanos, pues en casa siempre participaba en todas las conversaciones, pero Brittany no era capaz, así que al final se quedaba muda y se limitaba a escuchar. Gracias a eso, tenía un amplio conocimiento sobre la vida de sus amigas y de la mayoría de los compañeros de clase.
Sonó el timbre y corrió a contestar. Era Santana, así que Brittany dejó de pensar en tonterías, cogió el bolso, y bajó la escalera a toda velocidad. No quería hacerle esperar.
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3. Historias de Filadelfia
Santana llevó a Brittany a ver Historias de Filadelfia, y le contó que era una enamorada del cine clásico, en blanco y negro, por supuesto. Ella le confesó que nunca había prestado especial atención al séptimo arte, y Santana fingió horrorizarse y le dijo que si no corregía eso pronto no volvería a dirigirle la palabra. A Brittany le encantó la película y le prometió a Santana que buscaría otras comedias protagonizadas por Katherine Hepburn y que las vería, para poder tener lo que Santana había llamado «una conversación decente sobre cine». La verdad era que cuando dieron las nueve y cayeron en la cuenta de que tenían que ir a la cena que habían organizado Rachel y Quinn, ninguno de las dos parecía tener demasiadas ganas. No habían dejado de hablar en todo el rato, incluso durante la proyección de la película no pudieron evitar hacer varios comentarios acerca del argumento o del trabajo de los actores. Y las dos sabían que una vez que se reunieran con los demás, la magia que había empezado a aparecer entre las dos perdería algo de fuerza. A pesar de todo, se dirigieron hacia el piso de Rach, con el acuerdo tácito de que, una vez allí, las dos fingirían que no estaba sucediendo nada entre ellas. Brittany siempre había sido muy reservada y, aunque tenía mucha confianza con sus hermanas, no quería contarles nada hasta tener más claro lo que de verdad estaba sucediendo, si es que estaba pasando algo entre ella y Santana. Por su parte, ella estaba completamente descolocada. Nunca había conocido a una mujer que le gustara tan de repente, y el hecho de que Brittany fuera la casi cuñada de su mejor amiga complicaba todavía más las cosas.
Llegaron al piso y vieron que todos, incluso Puck, que siempre llegaba tarde, las estaban esperando. Nadie hizo ningún comentario, pero Santana tuvo la sensación de que tanto Puck como Quinn la miraban de un modo extraño. Haciendo caso omiso de sus miradas, Santana charló animadamente con Rachel y conoció al resto de sus hermanos, con los que todavía no había coincidido. Y se esforzó por no mirar demasiado a Brittany.
Quinn y Rachel les contaron a todos que de momento iban a quedarse a vivir en Barcelona, y que más adelante ya verían si regresaban o no a Londres. Por su parte, Puck les dijo que al cabo de pocos días tenía que irse a Nueva York y que se quedaría allí durante un tiempo. Su empresa le había encargado que se ocupase de la fusión entre dos importantes firmas farmacéuticas, así que probablemente tardaría unos cuantos meses en regresar.
Estuvieron comiendo y bebiendo hasta bien entrada la madrugada, y cuando los bostezos se hicieron más frecuentes, Santana fue la primera en decir que tenía que irse. Todos se levantaron y empezaron las despedidas. Santana aprovechó que ninguno de sus dos amigos parecía prestarle atención para decirle a Brittany que si quería podía acompañarla a casa. Ella se sonrojó un poco y quizá hubiera dicho que no, pero en aquel instante, Puck, que segundos antes ni siquiera estaba lo bastante cerca como para oír la conversación, apareció y le dijo que era muy buena idea, que él había aparcado muy lejos y que, a pie, con Santana, seguro que llegaría antes. Brittany miró entonces a Kitty, y su hermana le dijo que ella se iría con Álex y con Marc, sus dos hermanos, de regreso a Arenys, a casa de sus padres, así que no tenía que preocuparse por ella. Finalmente, Brittany accedió a que Santana la acompañara a casa y, tras despedirse de sus hermanos y de Quinn, se puso el abrigo y se fue con ella.
Bajaron la escalera en silencio, y al llegar a la calle comenzaron a andar la una muy cerca de la otra, pero no lo bastante como para tocarse ni darse la mano.
—Me alegro de que Rach y Quinn se queden en Barcelona una temporada —dijo Samtana, que fue el primero en hablar.
—Y yo. La eché de menos cuando estuvo en Inglaterra, aunque no sé muy bien por qué.
Santana sonrió.
—Es bonito ver que estáis tan unidas —comentó.
—¿Tú tienes hermanos? —le preguntó ella.
—Sí, dos —respondió ella pasados unos segundos.
—No pareces estar muy segura. —Brittany le tomó un poco el pelo—. ¿Acaso son tan malos como los míos?
—Qué más quisiera. —Santana respiró hondo—. La verdad es que hace mucho tiempo que no sé nada de ellos, así que no sabría decirte. ¿Cuánto te falta para licenciarte?
Ella la miró y, aunque hacía muy poco que la conocía, vio que necesitaba cambiar de tema.
—¿Para ser médico o para dejar la facultad? —le preguntó con una sonrisa, confiando en que así Santana volviera a relajarse un poco.
—¿No es lo mismo?
—No, este año termino la facultad, pero todavía me faltan los cuatro años de MIR. —Al ver que ella la miraba algo confusa, se lo explicó—: MIR quiere decir médico interno residente, y significa que durante cuatro años estaré esclavizada en algún hospital..
—¿Y en qué quieres especializarte?
—En pediatría. Ya sé que es muy duro, y mis padres dicen que me resultará muy difícil atender a niños enfermos, pero...
—Seguro que lo harás muy bien —la interrumpió Santana—. A mí lo que más me gusta de ser arquitecta es poder crear algo con la mente, sin necesidad de recurrir a las palabras, sólo con mis dibujos.
—Vaya, nunca lo había visto así.
—En Londres hay un lugar al que voy muy a menudo. Un banco en un parque. No es nada especial, pero me siento allí y observo los edificios que se han ido construyendo en la ciudad y me imagino lo que podría hacer con ellos. A veces los dibujo.
—Podrías enseñármelos —le sugirió ella en voz baja.
Santana parecía haber hablado casi para sí mismo.
—¿El qué?
—Los dibujos, podrías enseñármelos.
—Sí, supongo. La verdad es que nunca se los he enseñado a nadie. A decir verdad, nunca le había hablado de ellos a nadie.
—Bueno, me alegro de que conmigo hayas decidido hacer una excepción. —Siguieron andando en silencio, y Brittany trató de cambiar otra vez de tema para ver si así Santana volvía a animarse—. Creo que mañana, o la semana que viene, me pasaré por el videoclub y alquilaré alguna de las películas que me has recomendado.
—Eso espero. —Sonrió—. Me parece increíble que alguien tan listo como tú nunca haya visto una obra maestra como Sed de mal.
—Eh, que no soy tan lista. Y no haber visto Sed de mal es lo más normal del mundo si hace unas cuantas horas ni siquiera sabía de su existencia.
—A eso me refiero. Inconcebible. Menos mal que estás dispuesta a rectificar. —Santana le guiñó un ojo y Brittany sintió un ligero cosquilleo en el estómago.
—Ya hemos llegado. Apenas hace una semana que nos conocemos y ya me has acompañado a casa más veces que cualquier otra mujer, exceptuando a mis hermanas, por supuesto. No sé qué les pasa, cualquiera diría que nacieron en el siglo pasado.
—No te quejes, señal de que se preocupan por ti. —añadió—. Es bonito.
—Supongo. —Sacó las llaves del bolso—. Gracias por acompañarme, y por invitarme al cine y por...
Santana se agachó e, igual que en las otras despedidas, le dio un beso en la mejilla, aunque ella habría jurado que esa vez se acercó más a la comisura de los labios.
—De nada —le dijo ella al apartarse—. Buenas noches, Britt.
—Buenas noches.
Santana dio media vuelta, pero antes de ponerse en marcharse debió de pensárselo mejor, porque ladeó un poco la cabeza y volvió a hablar: —Te llamaré el lunes.
Ella se limitó a asentir y entró en el portal.
A partir de esa vez, Santana y Brittany se llamaron casi a diario para contarse lo que hacían. Santana le explicaba cómo iba avanzando la construcción del edificio Marítim, y ella lo duras que le estaban resultando ciertas clases. Una tarde, San le enseñó el cuaderno en el que dibujaba siempre que iba a pasear por Londres, y Britt estudió cada boceto igual que si fueran obras maestras.
El viernes siguiente volvieron a ir al cine, aunque en esa ocasión eligió Brittany y la llevó a ver una película comercial. Santana aguantó estoico e incluso comió palomitas, pero al salir le dijo que para compensarlo del sufrimiento como mínimo tendría que acompañarla a ver una película tailandesa.
Brittany se rió horrorizada y al final consiguió negociar que fuera una película francesa.
Mientras Santana y Brittany quedaban cada vez más a menudo, tanto Rachel como Quinn, así como el resto de los hermanos Pierce, observaban fascinados los cambios que se iban produciendo entre ambas. Santana, que nunca contaba nada a nadie, y que en Londres era famosa por prestar atención a mujeres normalmente mayores que ella, se estaba desviviendo por conocer a una chica con la que tenía una diferencia de edad considerable, pero que era la única que había conseguido hacerla sonreír. Por su parte, Brittany, que siempre había sido incapaz de mantener una conversación con alguien para salir, parecía otra persona, y, aunque ninguna de sus hermanas había conseguido sonsacarle nada, todas daban por hecho que entre ella y Santana estaba naciendo algo especial.
Brittany también lo creía. Hasta un maldito viernes en el que todo cambió.
Santana tenía la sensación de que el cielo estaba siempre azul y de que nada podía salirle mal. En el trabajo, a pesar del estrés habitual, todo iba sobre ruedas, e incluso le parecía que Juan empezaba a levantar cabeza. A lo largo de los últimos días, Santana había compartido más de un café con él, que le había contado cómo iban avanzando sus trámites de divorcio. Al parecer, los hijos del matrimonio ya estaban al tanto de toda la verdad, y ambos, aunque no le habían dado completamente la espalda a su madre, se habían puesto claramente a favor de su progenitor.
A Santana siempre se le había dado bien escuchar, el problema lo tenía a la hora de hablar. Era perfectamente capaz de escuchar durante horas y horas las dudas y conflictos de sus amigos, y siempre trataba de ayudarlos y aconsejarles de la mejor manera posible, pero nunca, nunca, compartía nada con ellos. Mercedes siempre se lo echaba en cara, y Rachel, aunque hacía menos que la conocía, también le había dicho en más de una ocasión que le gustaría saber más cosas de ella. Las dos tenían razón, Santana nunca hablaba de su vida, ni de sus sueños, ni de su familia, y mucho menos de su infancia. Hasta que conoció a Brittany, pensó por enésima vez mientras dibujaba el rostro de ella en una de las tapas de su cuaderno. Lo había abierto para dibujar un edificio de la Rambla que esa mañana le había llamado la atención, y, sin saber cómo ni por qué, terminó dibujando sus ojos. Hacía muy poco que la conocía, pero esas semanas habían significado mucho para ella. Brittany era la primera persona con la que Santana tenía la sensación de poder ser ella misma, algo que antes sólo le había sucedido con la señora Potts, su niñera. Pero además, sentía hacia Brittany una especie de atracción inexplicable. Completamente desconocida para ella hasta entonces. Cierto que había tenido sus historias, pero nunca antes había tenido la sensación de que cada momento contaba. Y eso era lo que sentía cuando la veía; que cada segundo era importante. Todavía no la había besado, ni siquiera le había cogido la mano. Y no lo había hecho porque quería que fuera especial. Ella, que siempre había preferido las relaciones prácticas y que nunca se había planteado dejar entrar a otra persona en su complicado mundo, quería que su primer beso fuera especial. Y lo habría sido, de no ser por aquella llamada..
—¿Sí? —preguntó al descolgar el teléfono de su despacho.
—Santana —dijo la recepcionista—, te paso una llamada de Londres.
—Gracias —respondió ella sin prestar demasiada atención, pero al escuchar la voz procedente del otro lado se quedó helado.
—¿Santana? Soy yo, tu padre.
—¿Harrison? —Hacía años que había decidido llamar a su padre por su nombre. El hecho de que genéticamente hablando le debiera la vida no le daba derecho a ostentar tal título.
—Veo que sigues igual —dijo el otro hombre, severo—. No importa. Necesito que vengas a Londres inmediatamente.
«¿Necesito?»
—¿Cómo has conseguido este número? —logró preguntar Santana sin recuperar todavía la compostura.
—He llamado a tu despacho en Londres. Unos amigos nos dijeron que trabajabas allí —le explicó, como si fuera lo más normal que la llamara después de dieciséis años de silencio—. Te he reservado un vuelo para mañana. Llegarás a Heathrow a las cuatro de la tarde, y habrá alguien esperándote.
—Un momento —dijo ella—. ¿Puede saberse a qué viene todo esto?
—Tengo leucemia, Santana. Y los doctores creen que un trasplante de médula podría ser la solución.
—Pero...
—Ninguno de tus hermanos es compatible. Y encontrar un donante lleva tiempo. Tiempo del que no dispongo. Así que, por una vez en tu vida, podrías serme útil —sentenció Harrison López con crueldad.
«Y pensar que había estado a punto de decir que sí», pensó Santana.
—No voy a ir.
—Sabía que ibas a decir eso —dijo sarcástico—. Mis abogados han preparado la documentación necesaria para solicitar tu presencia por vía judicial. Tú eliges, o vienes mañana por las buenas, o vendrás dentro de unos días por las malas.
Santana respiró hondo y se recordó que ya no era una niña indefensa, desesperada por obtener la aprobación y el respeto de su padre. Y del resto de su familia.
—No creo que te apetezca montar un escándalo —continuó el hombre—, al fin y al cabo, tienes una reputación que mantener. Y, que yo sepa, me debes gran parte de ella. Sin mi dinero...
—Está bien. Iré. —Apretaba el auricular con tanta fuerza que temió que fuera a romperse—. Pero no hace falta que nadie venga a buscarme. Dime en qué hospital estás.
Su padre le proporcionó los datos sin inmutarse y sin darle las gracias. Y Santana colgó antes de perder la poca calma que había conseguido mantener. Respiró hondo y abrió y cerró los puños unas cuantas veces. Hacía muchos años que no escuchaba el tono de desprecio de Harrison López, pero al parecer seguía afectándolo. En un acto reflejo, sacó el ipod que guardaba en un cajón y escuchó la canción que la señora Potts le ponía de pequeña. Era una canción de lo más tonta, y a Miriam, la señora Potts, le daba vergüenza cantársela, pero al final Santana siempre conseguía convencerla. La voz de Dean Martin y las notas de That's amore lo fueron apaciguando, pero por desgracia no consiguieron hacerle olvidar lo que había recordado al hablar con su padre.
Era viernes, y a eso de las seis lo llamó Brittany para preguntarle a qué hora era la película. Su voz lo devolvió a la realidad, pero a una realidad en la que ya no brillaba el sol. Una realidad en la que Santana no estaba ni de lejos preparado para contarle su historia, así que le dijo que pasaría a visitarla al cabo de una hora y pensó en lo que iba a hacer para alejarse de ella.
Brittany escogió con mucho esmero la ropa de esa noche. Aquellos últimos días habían sido increíbles, ella nunca se había sentido así; incapaz de concentrarse, pero al mismo tiempo convencida de que sola podía derrotar al mundo entero. Cada vez que veía a Santana se olvidaba de las clases, del examen del MIR, y de todo lo demás, pero sabía que si él seguía mirándola de aquel modo sería capaz de superar cualquier obstáculo. Todo era exactamente como siempre había soñado; el único pequeño, pequeñísimo problema, era que todavía no se habían besado, por eso había decidido tomar las riendas del asunto y que de esa noche no pasara. Esa noche iba a besar a Santana, y seguro que todo sería todavía más perfecto.
Fueron al cine, la película resultó ser malísima, pero a diferencia de otras ocasiones en las que eso les servía para darse un hartón de reír, esa noche Santana estaba muy callada. Cuando Brittany le preguntó qué le pasaba, ella se limitó a responderle que estaba cansada. Fueron a cenar, y Brittany tuvo la sensación de que ella la miraba de un modo distinto. Ella siempre había creído que Santana tenía los ojos tristes, pero aquella noche parecían desolados. Trató de cogerle la mano por encima de la mesa, pero ella la apartó con disimulo. En el camino de regreso a su piso, Brittany se dijo que no pasaba nada malo, que sólo estaba cansada, tal como le había dicho la propia Santana, y trató de quitarle importancia a lo mal que había ido la noche. Llegaron al portal y ella se agachó para besarla en la mejilla. Ella, sin darse tiempo para pensarlo, giró ligeramente la cara y la besó en los labios.
Y Santana no hizo nada. Nada. Se quedó quieta como una estatua, completamente inmóvil. Brittany creyó notar que a él le temblaban las manos, pero debió de equivocarse, pues lo único que hizo fue levantarlas para sujetarla por los hombros y apartarla con cuidado. Brittany apretó los ojos, que todavía tenía cerrados, y deseó que, literalmente, la tierra se la tragara. La primera vez que ella tomaba la iniciativa y no podía salirle peor. Soltó el aliento que contenía y abrió los ojos, consciente de que, si quería salir de aquello con la dignidad intacta, tenía que enfrentarse a Santana.
—Lo siento —le dijo con la voz más firme de lo que había esperado.
—No. —ella dio un paso hacia atrás—. No te disculpes. Yo... —respiró hondo— debería habértelo dicho antes.
Brittany, que lo único que quería era irse de allí cuanto antes, se obligó a quedarse y a mirarla a los ojos.
—¿El qué?
—Yo, mira, Brittany, estas últimas semanas. —Metió las manos en los bolsillos del abrigo—. Estas últimas semanas repitió— han estado muy bien, pero yo... Yo no te veo de ese modo. —Ella enarcó una ceja y Santana continuó—: Yo sólo quiero que seamos amigas.
—Amigas —repitió Brittany—. Comprendo.
—Lamento haberte confundido —insistió ella—. No era mi intención. Mira, casi nos llevamos diez años, no me malinterpretes, me gusta estar contigo.
—Pero sólo como amiga —dijo, furiosa consigo misma por haberse permitido soñar que Santana se estaba enamorando de ella.
—Sí, sólo como amiga. —Señaló con la cabeza calle abajo—. Será mejor que me vaya. Es muy tarde.
—Por supuesto —Brittany se aferró al mal humor para ver si así conseguía entrar en su casa sin llorar—. Supongo que ya nos veremos.
—Claro. Ya nos veremos —Santana la miró a los ojos y ella creyó ver de nuevo en ellos la desolación que había visto en el restaurante—. Adiós.
Brittany abrió la puerta del portal como una autómata y subió la escalera hasta su piso con lágrimas en los ojos. No estaba enfadada porque ella no le correspondiera, se repetía una y otra vez, al fin y al cabo, hacía menos de un mes que se conocían. Estaba enfadada porque, por primera vez en su vida, se había permitido correr el riesgo de bajar la guardia, de abrirle su corazón y su alma a alguien o al menos de intentarlo, y Santana sólo quería ser su amiga.
—Lo que te pasa es que pasa es que tienes el orgullo herido —dijo en voz alta—. Eso es lo que te pasa. Nada más.
Ya en su piso, se puso el pijama furiosa y lanzó toda la ropa para lavar, como si así con el jabón y el suavizante, pudiera también eliminar el recuerdo de aquel estúpido beso. Si es que a aquello podía llamársele beso. Sintió que una última lágrima le resbalaba por la mejilla y se la secó con el dorso de la mano. «Mira que hay que ser tonta para empezar a soñar con una mujer a la que casi acabas de conocer —le dijo una voz en su cabeza—. ¿Y qué esperabas? Tan sólo habéis ido al cine unas cuantas veces, y a tomar unos cuantos cafés.» «Sí —dijo otra voz—, pero me enseñó sus dibujos, y me sonrió.» Lo de discutir consigo misma carecía complemente de sentido, y sólo serviría para hacerla enfadar más, así que al final, Brittany optó por irse a la cama. Quizá lloraría de nuevo, pero seguro que al día siguiente estaría mejor.
No lo estuvo, al principio creyó que sí, pero a media tarde la llamó Rachel para proponerle si quería ir a cenar con ellos, y la muy boba no pudo evitar preguntarle si Santana también iba a estar. Su hermana, completamente ajena a la tragedia de la noche anterior, le dijo que no, que había hablado con ella esa misma mañana y que se había ido a Suiza a pasar el fin de semana con una sueca, o a Suecia con una suiza. Daba igual.
Ahora sí que a Brittany le quedaban las cosas claras. Diáfanas. Tragó saliva, y orgullo, y le dijo a Rachel que no podía acompañarlos. Afortunadamente, su hermana no notó nada extraño en su voz y la dejó colgar sin más.
Y Brittany, aunque pasó un fin de semana horrible, con una caja de pañuelos de papel como única compañía y alternando entre ataques de llanto y de rabia, emergió el lunes más fuerte y decidida que antes. Había cometido un error, uno que no volvería a cometer, y en el fondo tenía que estarle agradecida a Santana por la lección.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
excelente historia, muy bien escrita por demas, hasta pronto y gracias por darle inicio!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
4. Los Gonnies
Después de despedirse de Brittany, Santana se pasó todo el camino de regreso a su apartamento soltando todos y cada uno de los tacos que sabía. Tanto en inglés como en español. La llamada de su padre le había recordado sus limitaciones, y no era justo que arrastrara a Brittany con ella. Brittany no se lo merecía. Brittany se merecía a alguien mucho mejor que ella. Alguien completa, alguien más valiente. Alguien que tuviera algo que ofrecerle. Durante toda la tarde, y también mientras estaban en el cine, viendo aquella película tan horrible, se dijo a sí misma que, aunque le costara, se apartaría de ella. Y se dijo a sí misma que era imposible que Brittany notara nada raro; seguro que no sentía nada hacia ella.
Santana no se atrevería a decir que se había enamorada de Brittany en tan poco tiempo, pero sí diría sin ninguna duda que era la única mujer que la había tentado a hacerlo. Hablar con su padre la había hecho sopesar si merecía la pena correr tal riesgo. Durante unos instantes, Santana llegó a la conclusión de que sí; merecía la pena. Le contaría a Brittany toda la verdad y seguro que saldrían adelante. Pero cuando volvió a verla, con sus dulces ojos castaños, su sincera sonrisa y su fascinante inteligencia, supo que no podía hacerlo. Ella se merecía algo mejor. Y Santana lo había llevado bastante bien, pensó, hasta el beso. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Brittany pudiera besarla. Jamás. Así que cuando sintió sus labios pegados a los de ella un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Durante unos segundos no pudo ni moverse, y, cuando reaccionó, lo que de verdad hubiese querido hacer habría sido cogerla en brazos, pegarla contra el portal y devorarla entera. Pero no lo hizo, sino que, temblando, levantó las manos y la apartó. El primer maldito gesto noble que hacía en toda su vida y había terminado por herir a la primera y única mujer que le había llegado al corazón.
Frustrada, y enfadada con el destino y con su propia cobardía, Santana preparó las maletas para el día siguiente. Había reservado una habitación en un hotel de Londres, cerca del hospital donde su padre había pedido hora para hacerle las pruebas. No quería ir a su apartamento, porque si lo hacía tendría que avisar a Mercedes y a Kurt, y contarles algo, y no quería mentir a sus amigos. Se quedaría en el hotel y dejaría que los seguramente carísimos médicos de su padre le sacaran toda la sangre que quisieran, y luego regresaría a Barcelona. En el trabajo les había dicho que le había surgido un problema familiar, pero que regresaría el lunes sin falta, pero tanto Juan como el superior de ambos le dijeron que no se preocupara; tenía tantas horas extras acumuladas que podía quedarse en Inglaterra tranquilamente un par de días. Santana rechazó la oferta, pero en esos momentos, tumbada en la cama esperando a que llegara la hora de salir hacia el aeropuerto, pensó que tal vez le iría bien quedarse allí uno o dos días, aunque sólo fuera para pensar. Quizá pudiese aprovechar e ir a visitar a la señora Potts. Sí, se quedaría hasta el martes e iría a ver a Miriam Potts.
Santana estaba en el aeropuerto de El Prat, casi a punto de embarcar, cuando le sonó el móvil y vio que era Rachel. Estuvo tentada de no cogerlo, pero al final lo hizo. Durante unos segundos pensó que su amiga iba a reñirla por haber herido a su hermana pequeña, pero Rachel sólo llamaba para invitarla a cenar con ellos esa misma noche. Santana, consciente de que Brittany terminaría por enterarse, aprovechó para inventarse algo que cimentara todavía más las estupideces que le había dicho la noche anterior frente al portal. Improvisando, algo que se le daba muy bien desde pequeño, le explicó que se iba a Suiza con una amiga azafata. Como historia no mataba, pero serviría. Rachel se quedó seria durante unos segundos, aunque después se despidió de ella con normalidad y le dijo que tuviera un buen vuelo.
—Sí, genial —farfulló, apagando el móvil para ponerse en la cola.
Una vez sentada en el avión, Santana esperó a que despegaran para buscar el ipod que llevaba encima. Se puso los auriculares y buscó algo tranquilo. Cerró los ojos y trató de dormir, convencida de que su fin de semana sólo podía empeorar.
Londres, casi treinta años atrás
Santana regresó del colegio secándose las lágrimas de las mejillas que aún tenía cubiertas de barro. Los colegios privados podían tener muchas ventajas, pero una pelea era una pelea en todas partes, y, últimamente, Santana siempre perdía. Su hermano Frey no sólo no la defendía, sino que animaba a aquellos dos brutos que siempre le pegaban. Se habían reído de ella. Otra vez. Estaba harta. Harta de no poder defenderse de aquellos ataques, y harta de que nadie lo creyera, de que nadie quisiera ayudarla. Entró en casa. Para variar, su madre no estaba, seguro que tenía algún acto benéfico muy importante al que asistir, pero bueno, de haber estado se habría limitado a mirarlo horrorizada y a ordenarle que fuera a cambiarse. Su padre tampoco estaba, pero claro, Harrison López nunca estaba en casa. A no ser que celebrasen una fiesta y tuviera que presumir de familia perfecta delante de alguien más importante y engreído que él.
—¿Qué te ha pasado, Santana? —le preguntó la señora Potts al verla entrar en la cocina.
Miriam Potts debía de tener por aquel entonces unos cuarenta años, era viuda y no tenía hijos, y los López la habían contratado como niñera de sus tres vástagos. La mujer trataba de cuidar bien de todos, pero para cualquiera que la viera, era más que evidente que sentía predilección por la pequeña Santana, que al parecer era la única de aquella familia con un corazón en el pecho en vez de una piedra, o una máquina de hacer billetes.
—Nada —respondió ella, orgullosa—. Me he caído.
—¿Y el suelo te ha dejado los cinco dedos marcados en la mejilla? —Se arrodilló delante de ella y tocó el bolsillo desgarrado de la americana del uniforme—. Quítatela, te la coseré en seguida. Y ve a ponerte algo más cómodo, yo mientras te prepararé un chocolate caliente.
Santana sorbió por la nariz y obedeció a la niñera, que le dio un beso en la mejilla antes de incorporarse. Subió a su habitación, se cambió y regresó a la cocina decidida a ser más valiente. La señora Potts ya le había preparado la merienda y la estaba esperando cosiendo.
—Tu hermano no llegará hasta más tarde —le dijo la mujer al ver que ella miraba la puerta—. Tenía clase de alemán. Y tu hermana está en clase de ballet. —Dejó lo que estaba haciendo encima de la mesa—. ¿Qué ha pasado, San?
—Nada —insistió ella. Y dio un mordisco a la manzana que tenía delante.
Miriam la dejó terminar de merendar tranquilamente, y lo único que hizo fue apartarle un mechón de pelo que le cubría la frente. Sin decir nada más, cosió el bolsillo y guardó el costurero. Abrió la mochila de la niña y empezó a poner orden en sus cosas.
—Vaya, veo que estáis leyendo El león, la bruja y el armario —comentó al sacar un ejemplar de la novela adaptado para niños de seis años—. ¿Quieres que te lo lea un rato?
A Santana se le iluminó el semblante y asintió.
—Está bien. Vamos a bañarte primero —sugirió la señora Potts—. Y luego, si quieres, te lo leo entero.
El aterrizaje algo más que brusco del avión en la pista de Heathrow despertó a Santana. Se quitó los auriculares y trató de sacudirse de encima los recuerdos que habían despertado con aquel sueño. La voz de la azafata sonó por los altavoces, recordando a todos los pasajeros la temperatura y hora locales y las normas del aeropuerto. Santana no les hizo demasiado caso, la verdad era que dudaba de que alguien lo hiciera, y se limitó a esperar a que el avión se detuviera del todo para poder bajar. No estaba impaciente por ver a su padre, ni a nadie de su familia, pero sí quería resolver todo aquello cuanto antes. Su padre debía de estar verdaderamente enfermo si se había rebajado a llamarlo después de tanto tiempo.
Se instaló en el hotel, pero no perdió ni un minuto en la habitación y se dirigió resuelto hacia el hospital. No se dio tiempo para pensarlo, pues una parte de ella estaba convencida de que si dudaba, aunque fuera un instante, se iría de allí. Santana sabía que su padre le había dicho en serio lo de los abogados, pero también sabía que ella encontraría la manera de eludirlos; la cuestión era si estaba dispuesta a enfrentarse a ello.
«Ya no eres una niña —se dijo a sí misma al cruzar la calle—. Y tampoco eres aquella chica de dieciocho años que se fue de aquella gélida casa. Eres arquitecta. Tienes un montón de amigos. Y eres perfectamente capaz de enfrentarte a Harrison y Maribel López.»
Vio aparecer el hospital y adoptó la expresión que solía utilizar cuando tenía que hacer alguna presentación o presenciar alguna conferencia llena de diapositivas. Subió directamente a la planta que le había dicho su padre y preguntó en recepción.
—Buenas tardes, me llamo Santana López —le dijo a la enfermera.
—Hola, señorita López, su padre y su madre la están esperando en la consulta del doctor Ross. Si es tan amable de acompañarme.
—Por supuesto.
Siguió a la mujer hasta la citada consulta, y por el camino pasó por distintas puertas en las que dedujo que estaban las habitaciones y también los laboratorios. Según había podido averiguar el viernes por la noche, aquel hospital tenía una planta entera dedicada a oncología. La enfermera se detuvo y dio unos golpecitos en la puerta que le quedó enfrente, aunque abrió sin esperar respuesta.
—Doctor Ross, la señorita López ya está aquí —anunció antes de retirarse.
Santana tuvo apenas unos segundos para observar a su padre y a su madre antes de que éstos se volvieran para hacer lo mismo con ella. A los dos se les notaban los años, pero no tanto como era de esperar.
«Seguro que han hecho un pacto con el diablo», pensó ella
—Señorita López. —El doctor se levantó y salió de detrás de su mesa para ir a saludarla. Bienvenida. La estábamos esperando.
—Gracias, y llámeme Santana por favor. —Santana estrechó la mano que le ofrecía el médico. Debía de tener unos cincuenta años y exudaba profesionalidad y frialdad a partes iguales.
El doctor Ross le señaló la única silla que quedaba vacía en la consulta y él regresó a la suya. Santana se sentó y sólo entonces saludó a sus padres.
—Harrison, Maribel —les dijo, sin hacer siquiera el ademán de darles un beso, aunque fuera por educación.
—Santana—su madre fue la primera en hablar—, deberías haber venido antes, tus hermanos no se han separado de su padre en semanas.
Ella enarcó una ceja y se dijo que no caería en la trampa.
—¿Has traído los informes médicos que te pedí? —preguntó su padre, directo al grano.
—Sí, aquí los tiene, doctor. La empresa en la que trabajo nos sometió a una revisión justo antes de que empezara en el nuevo proyecto, y le he traído los resultados de los análisis.
—Gracias, Santana—dijo el médico abriéndolos por la primera hoja—. Nos serán útiles, pero debido a la enfermedad de tu padre, me temo que tendremos que hacerle una serie de pruebas específicas.
—Antes, si no le importa, me gustaría hablar con usted, doctor. A solas —especificó.
—Por supuesto.
El doctor Ross miró a Harrison y a Maribel, y Santana supo que trataba de transmitirles con la mirada que de ningún modo podían quedarse allí mientras mantenía una conversación privada con un paciente. Y eso era lo que iba a ser ella, si accedía a quedarse, por supuesto.
—Iremos a la cafetería —dijo Harrison—. Regresaremos en media hora —añadió, al alcanzar la puerta.
Maribel se limitó a seguir a su esposo.
Santana no dijo nada más hasta escuchar el sonido de la puerta al cerrarse.
—Supongo que tendrás muchas preguntas, Santana—ofreció el doctor.
—No tantas. Por desgracia, Harrison no es el primer caso de leucemia que conozco —le explicó, y era cierto. La hermana de la señora Potts había superado una, diez años atrás—. Quisiera saber si de verdad ha descartado a mis dos hermanos como posibles donantes y si el trasplante es la única alternativa posible.
Si al médico le escandalizó la franqueza de Santana, o el hecho de que llamara a su padre por su nombre, no se reflejó en su rostro.
—El señor López acudió a mi consulta después de que en un control rutinario detectaran algo extraño. Tras realizarle una serie de pruebas, vimos que sufría de leucemia, y que ésta estaba en una fase bastante avanzada. —Cogió una carpeta y repasó unos datos—. Esa misma semana, les realizamos las pruebas de compatibilidad al señor Jeffrey y a la señorita Sabina. Ninguno de los dos resultó ser compatible.
—¿Y los bancos de médula?
—Me temo que tu padre, debido a su edad y a otros factores, no es un paciente prioritario.
—¿Otros factores?
—Sí, los bancos de médula responden a las peticiones que realizan los hospitales por orden de prioridad.
«Vaya, al parecer sí hay algo que el dinero no puede comprar», pensó Santana.
—Le sugerí un par de tratamientos alternativos, pero me temo que ninguno nos ha dado los resultados que esperábamos, y que han alterado en cambio considerablemente la salud y el estado anímico del paciente. Hace unos días, la señora López te mencionó a ti, y les dije que antes de proceder con otro tratamiento sería preferible descartar la posibilidad de que tu médula fuera compatible con la de tu padre.
—¿Pueden realizarme todas las pruebas este fin de semana?
—Todas no, pero sí muchas. Aunque los resultados tardarán unos días.
—¿Qué pasará si mi médula es compatible con la de Harrison?
—Si ése fuera el caso, tendríamos que prepararos a ambos para la operación. La intervención se realiza simultáneamente y para ti conllevaría ciertos riesgos; siendo el de parálisis el principal. Puedo asegurarte que mi equipo es el mejor de todo el Reino Unido —de eso Santana sí que no tenía ninguna duda—, pero la medicina, a pesar de lo que digan muchos libros, no es una ciencia exacta. Además, se trata de una operación con anestesia total y requiere unos días de recuperación.
—¿Y a Harrison, qué le pasaría?
—Una vez recibida la médula nueva, tendríamos que esperar a ver si el cuerpo del señor López se adapta al cambio. Si su evolución es favorable, tendría que someterse a unas revisiones periódicas y recibir de nuevo una serie de vacunas, pero por lo demás, podría llevar una vida normal.
—¿Y si mi médula no es compatible?
—Entonces, me temo que al señor López no le quedarán demasiadas opciones. Podríamos asegurarnos de que no sufriera dolores, e incluso volver a intentar detener la enfermedad con nueva medicación. Pero nada más.
—¿Siguen buscando otro donante?
—Por supuesto, hemos cursado la petición a todos los bancos de médula, pero, tal como te he dicho, es difícil que consigamos una donación a tiempo.
—Pero podría pasar.
—Podría pasar.
—De acuerdo, doctor Ross —dijo Santana tras respirar hondo—. Hágame las pruebas.
—Ven mañana a primera hora. —El médico se levantó y abrió el armario que tenía a su espalda—. Ten —le dio unas hojas—, aquí encontrarás una explicación más detallada de todo el procedimiento.
—Gracias.
—La punción no te la haré mañana, esperaremos a tener antes los otros resultados. Tengo entendido que actualmente no vives en Inglaterra.
—No, vivo en Barcelona —respondió Santana, que también se había levantado.
—¿Y has venido sola? No me malinterpretes, sólo lo pregunto porque algunas de estas pruebas pueden resultar algo molestas.
—No se preocupe, doctor. Estoy acostumbrado a valerme por mí misma —le contestó, y en ese preciso instante su padre y su madre abrieron la puerta de la consulta—. Estaré aquí a las ocho.
Salió sin despedirse, pero tuvo la sensación de que tres pares de ojos lo seguían hasta el ascensor. Regresó al hotel y tan pronto como entró en su habitación, se desabrochó los dos botones del cuello de la camisa y se bebió un refresco. Habría tomado algo más fuerte, pero no estaba seguro de poder hacerlo a pocas horas de que un montón de médicos lo miraran de arriba abajo. Algo más tranquila, sacó el móvil del bolsillo y llamó a la señora Potts.
—¿Diga?
—Miriam, soy yo, Santana.
—Ya sé que eres tú, San—dijo la anciana más vital de toda Inglaterra. A pesar de rondar los ochenta, Miriam Potts derrochaba energía por todas partes, y era capaz de ganar a cualquiera a los dardos.
—Estoy en Londres —anunció ella.
—¿Ah, sí? Pensaba que no ibas a venir de visita hasta dentro de unos meses.
—Ha surgido un imprevisto.
—¿Qué pasa, San? —preguntó la mujer, a la que le habían bastado esas dos frases para saber que algo iba mal—. ¿Vendrás a verme mañana?
—Mañana no puedo —dijo ella, ignorando la otra pregunta—, pero ¿te va bien que vaya a verte el lunes? Mi vuelo no sale hasta el martes. —O así sería una vez lo cambiara.
—Ya sabes que puedes venir a verme cuando quieras, San. —Respiró hondo—. Y no creas que voy a dejar que te salgas con la tuya, tienes que contarme lo que está pasando.
—Y lo haré. El lunes.
—Está bien. Ya sabes que nunca he podido negarte nada. —Rió la anciana—. Y bueno, ¿esta vez también has venido sola o por fin has dejado de pensar todas aquellas tonterías?
—He venido sola. —Pero por un segundo deseó no haberlo hecho.
—Tan terca como siempre —dijo ella con cariño.
—Ya, no sé de quién lo aprendí —respondió ella con el mismo afecto—. Iré el lunes.
Se despidieron y Santana consiguió desprenderse de la hiel que se le había metido en las venas al ver a sus padres. «Bueno —pensó—, al menos no has coincidido con súper Frey y Sabina la Perfecta.»
Maria Angeles** - Mensajes : 82
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
5. La guerra de las galaxias
—Eres tonta —lo insultó Frey montado en su moto—. Mírate, a tu edad y todavía con esos cuentos.
—Déjame en paz, Frey —respondió Santana sin apartar la vista de lo que estaba leyendo—. No te he hecho nada.
—Ja, como si pudieras. —Su hermano mayor bajó el caballete y cruzó andando el camino de grava que había frente al portal de su casa. Santana llevaba horas sentado leyendo tranquilamente en los escalones. Su padre estaba en casa y sabía que se ponía nervioso si la oía leer en voz alta—. No sé por qué papá y mamá no te han cambiado de colegio. Por suerte, a mí sólo me quedan unos años para que todo el mundo deje de compadecerme por tener una hermana como tú.
Santana sujetó el libro con tanta fuerza que temió por la integridad de las páginas. Se concentró en la que tenía delante y trató de recordar lo que le decía la señora Potts. Casi estaba a punto de conseguirlo cuando se abrió la puerta de la entrada.
—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —preguntó su padre, furioso—. Pasa dentro, tengo una reunión muy importante con unos socios, y nada más faltaría que te vieran aquí, en el portal, comportándote como una boba, como si no me avergonzaras ya lo suficiente. —Harrison López no había dejado de fulminarla con la mirada, pero cuando levantó la cabeza y vio a su hijo mayor, cambió completamente de actitud—. Hola, Frey. No sabía que habías llegado.
Esa mañana, Santana, de apenas doce años, comprendió que, hiciera lo que hiciese, su padre nunca le vería igual que a su hermano mayor.
Santana estaba tumbada en una camilla y ya había perdido la cuenta de todas las pruebas que le habían hecho y de todos los formularios que había tenido que rellenar. Pero lo peor de todo era que cuanto más tiempo pasaba allí, más eran los recuerdos de su infancia que le venían a la mente. Una enfermera salió de detrás de la cortina y le dijo que ya podía vestirse. Ella no esperó a que se lo dijeran dos veces, y en menos de cinco minutos se plantó en el pasillo del hospital. Eran las seis de la tarde de un domingo, y, como había decidido no llamar a sus amigos, no tenía ningún plan, pero después de las emociones de aquellos días, le iría bien acostarse pronto. Le dio al botón del ascensor y esperó, y entonces oyó que alguien la llamaba:
—¿Santana? ¿Eres tú?
Ella se volvió despacio, y vio que una réplica de su madre se le acercaba.
—Sabina —la saludó.
Su hermana se detuvo delante de ella y Santana creyó que iba a abrazarla, pero al final Sabina optó por no hacerlo.
—Caray, hacía años que no te veía, desde... —Se sonrojó incómoda.
—Desde que me fui de casa —terminó ella la frase.
—Has cambiado mucho —dijo ella.
—Tú no.
—Ya, y no sabes lo que me ha costado. —Le sonrió, y Santana no supo muy bien qué hacer con aquella sonrisa. Su hermana no había sido tan cruel como Frey o su padre, pero tampoco la había apoyado nunca. Y no había tratado de ponerse en contacto con ella—. ¿Qué es de tu vida? Creía que estabas viviendo en España.
—Así es —afirmó, y tuvo que reconocer que la sorprendió que lo supiera. Santana no sabía nada acerca de ella—. ¿Y tú? ¿Estás casada?
—Divorciada —contestó—, pero ahora estoy comprometida con un agente de bolsa.
—Vaya, lamento que no saliera bien la primera vez.
—No te preocupes. Yo no lo lamento. Era joven y estúpida —añadió—. ¿Y, tú, estás casada?
—No, qué va.
Sonó la campanilla que anunciaba la llegada del ascensor.
—Me tengo que ir —dijo Santana—. Supongo que ya nos veremos.
—Claro. Yo he venido a recoger unos resultados.
—¿Estás enferma? —le preguntó ella, frenando el cierre de las puertas del ascensor con una mano.
—No, pero después de lo de papá quería asegurarme. —Le volvió a sonreír—. Gracias por preguntar.
Santana se metió dentro y se despidió antes de poder cuestionarse por qué, durante un breve instante, se había preocupado por su hermana.
En sus sueños, Santana volvía a estar en el jardín de la increíble casa que los López poseían en las afueras de Londres. Frey estaba en la piscina, su padre seguía dentro, hablando por teléfono, y su madre debía de estar en el gimnasio, practicando la última técnica oriental de moda. La señora Potts le había regalado unos auriculares y ella estaba escuchando música mientras dibujaba. Sabina apareció a su espalda y le cogió el cuaderno.
—Devuélveme eso —le exigió Santana, quitándose los cascos.
—Déjame verlo —insistió ella, apartándolo. Pasó unos dibujos y, por el modo en que los miró, ella supo que le gustaban—. Dibujas muy bien.
—Devuélvemelo —repitió Santana, temiendo que su hermana viera lo que había detrás de los dibujos.
Sabina pasó varias páginas y de repente se detuvo. Las dos se quedaron en silencio largo rato, pero al final ella le pasó el cuaderno y se dio media vuelta.
—A mí tampoco se me da bien estudiar —le dijo a media voz—, pero no importa. Como dice mamá, no tengo de qué preocuparme.
Santana no dijo nada, pero se quedó mirando a su hermana con cierta lástima. Sabina no estaba tan vacía como todos creían, aunque al parecer ni siquiera a ella parecía importarle que sólo la consideraran una cara bonita. Puso de nuevo en marcha el walkman y abrió el cuaderno. Tenía que practicar. Y lo hizo, vaya si lo hizo. Todavía en ese instante, tantos años después, Santana podía recordar de memoria las palabras que había copiado una vez tras otra.
Tal como había temido, el lunes Santana se despertó tarde, así que se duchó en cuestión de minutos y pidió que le subieran un desayuno ligero a la habitación. Se vistió al mismo tiempo que devoraba unas tostadas, procurando no mancharse, y, antes de salir para visitar a la señora Potts, llamó al trabajo. Juan le dijo que hiciera el favor de no preocuparse y le prometió que no se derrumbaría ningún edificio porque se ausentara un par de días. A Santana lo alegró ver que, efectivamente, su amigo iba recuperando el buen humor, y se despidió de él diciéndole que lo vería el miércoles. Con eso resuelto, abandonó el hotel y se dirigió al piso donde vivía su antigua niñera.
Los padres de Santana habían contratado a Miriam Potts para que cuidara de sus hijos. El primero en llegar fue Frey, la segunda Sabina y la última, Santana. Hasta el nacimiento de ésta, el trabajo de Miriam consistía en ocuparse de los pequeños; bañarlos, darles de comer, asegurarse de que tenían la ropa lista y la habitación en perfecto estado, y cosas por el estilo. A Miriam le gustaba su trabajo; estaba bien pagado, y los señores eran muy educados y respetuosos, a la vez que distantes. Los niños no estaban mal, pero nunca estableció con ellos ningún vínculo afectivo más allá del cariño que se puede sentir hacia una persona a la que se ve a diario.
Pero todo cambió con la llegada de Santana. Al principio dicho cambio fue imperceptible; lo único evidente era que físicamente la pequeña no se parecía demasiado a ninguno de sus dos progenitores. A diferencia de Frey, que era clavado a su padre, y de Sabina, que era idéntica a su madre, Santana estaba tan mezclado que no era como ninguno de ellos. No cabía duda de que era hija del matrimonio, pero era distinta. A falta de mejor palabra.
Desde pequeña, Santana había sido mucho más cariñosa que los otros dos. Y Miriam solía contarle que, incluso de bebé, la abrazaba de un modo diferente, como si de verdad la necesitara. Maribel López, la madre de los vástagos, nunca había tenido demasiado instinto maternal, y la dependencia de la pequeña parecía molestarla, así que Miriam se ocupó de que Santana no notara nada y le dio todos los abrazos que la niña parecía necesitar. Al hacerse mayor, las diferencias entre ella y sus dos hermanos se fueron evidenciando, y al llegar a la edad de ir al colegio ya no pudieron negarse. A diferencia de sus dos hermanos mayores, a Santana le resultaba muy difícil estudiar, y, también a diferencia de sus dos hermanos, a ella sí le importaba.
Miriam estaba esperando a Santana y recordando la primera vez que llegó a casa llorando. La niña estaba furiosa porque en clase se habían burlado de ella, pero al mismo tiempo estaba decidida a aprender y a demostrarles a todos que se equivocaban. Ella no era tonta, sencillamente, todavía no le había pillado el truco a eso de leer. Pero aprendería, aprendería y los dejaría a todos en ridículo. Por desgracia, pensó Miriam, la dificultad de Santana resultó ser más grave de lo que la niña había creído; por muchas horas que la pobre se pasara delante del cuaderno, su mente parecía incapaz de retener las palabras. O eso creyó Miriam al principio. Empezó a ayudarla con los deberes, y primero creyó que la niña no veía bien. Una mañana, mientras los tres hermanos estaban en el colegio, se lo comentó a la señora López, y ésta pidió hora con un oculista de Londres. Una semana más tarde, el especialista diagnosticó con acierto que Santana veía perfectamente bien, que no tenía ningún problema en la vista. Maribel López, satisfecha con el resultado, volvió a despreocuparse de la niña.
Meses más tarde, los señores López recibieron una carta del carísimo colegio al que asistían sus hijos, citándolos para una entrevista a propósito de Santana. A los dos les iba mal el día; él tenía una reunión importantísima, y ella cita con el masajista, pero cambiaron sus planes y fueron al colegio. No es que estuvieran preocupados por Santana, pero sabían que quedarían mal con el director si no asistían.
El director de la escuela les explicó que la niña no seguía el ritmo de la clase, que mientras la mayoría de los alumnos ya habían aprendido a leer, ella parecía incapaz de hacerlo y que, por tanto, se verían obligados a expulsarla. El señor López le prohibió hacer tal cosa, y le recordó la generosa donación que había realizado en Navidad, y la señora López le exigió que no le contara a nadie lo que habían hablado.
El matrimonio López abandonó el colegio preocupado únicamente por si lo de Santana podía empañar el nombre de la familia; tener una hija tonta no vestía demasiado. Y, además, la niña ni siquiera destacaba en ningún deporte. Esa tarde, cuando Santana llegó a casa, su padre la estaba esperando en el despacho.
—Hola, papá —saludó contenta, pues había tenido un buen día.
—Siéntate, Santana. —Le señaló la silla que había delante del escritorio y, cuando ella obedeció, ofreció una imagen ridícula: una niña de ocho años sentada en aquella enorme silla—. Hoy he hablado con el director de tu escuela.
—¿ Ah, sí? Yo no he hecho nada —se defendió, sin saber exactamente de qué.
—El señor Nolan nos ha dicho que no sigues el ritmo de tus compañeros. Y eso es inaceptable, Santana.
—Papá, es que yo...
—Nada de excusas, Santana. A partir de ahora, te pasarás las tardes estudiando.
—Papá, pero si yo...
—No quiero oír nada más. Puedes irte.
—Papá —volvió a intentarlo—, es que yo, no sé qué me pasa, pero cuando miro un libro es como... —Levantó la vista y vio que su padre estaba revisando unos documentos—. Está bien, lo que tú digas, papá. —Saltó de la silla y salió del despacho sin decir nada más.
Fue a la cocina y allí encontró a su niñera, que, sin decirle nada, la abrazó.
—Tranquilo, Santana—le susurró la señora Potts al nido—. Todo saldrá bien. Creo que se me ha ocurrido una idea para ayudarte.
A partir de esa tarde, Miriam Potts no cejó en su empeño de ayudar a Santana, y no permitió que la niña creyera que era tonta. Pero lo que nunca pudo evitar fue que su padre lo despreciara y que su madre se avergonzara de ella.
Oyó el timbre de la puerta y fue a ver quién era. Abrió con una sonrisa.
—Cada vez que te veo estás más guapa, Miriam —dijo Santana al abrazarla.
—Y a ti cada vez se te da mejor mentir —contestó ella devolviéndole el abrazo, con beso en la mejilla incluido—. Vamos pasa, no te quedes aquí fuera.
Entró en el piso que visitaba siempre que podía y acompañó a Miriam hasta el saloncito. Esperó a que ella se sentara en el sofá para hacer luego lo mismo.
—¿Qué haces por aquí? No te esperaba hasta dentro de unos días.
Santana la miró a los ojos y empezó a contárselo todo:
—Mi padre está enfermo. Leucemia.
—
Vaya, lo siento —dijo ella, cogiéndola de la mano.
—Yo no, y supongo que eso me convierte en una persona horrible.
—No, eso te convierte en humana, San. ¿Cómo te has enterado de que está enfermo? No creo que él te haya llamado.
—Pues sí, me llamó él. Pero no porque quisiera hacer las paces conmigo, o algo por el estilo, qué va. Harrison López nunca se arrepiente de nada. —Respiró hondo—. Me llamó para pedirme, para exigirme, que viniera a hacerme las pruebas para ver si mi médula era compatible con la suya. Al parecer, necesita un trasplante urgente y ni Frey ni Sabina lo son. Puedes sonreír, Miriam. Dios sabe que yo también he pensado que la situación es de lo más irónica.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó seria su antigua niñera.
—No sé. —Se puso en pie—. Por ahora sólo he accedido a hacerme las pruebas. Ayer me hicieron unas cuantas, y, dependiendo de los resultados, me harían las siguientes dentro de unas semanas.
—¿Y qué pasará si tu médula es compatible con la de tu padre?
—No lo sé. Él siempre se ha avergonzado de que sea hija suya, supongo que ahora la genética podría demostrarle que tiene razón y que no somos familia.
—Sabes perfectamente que eres hija suya. Tu padre y tu madre serán muchas cosas, y no digo que se hayan sido fieles siempre, pero te aseguro que Maribel no es tan estúpida como para intentar endosarle a Harrison un bastardo.
—Lo sé, pero ojalá no lo fuera. Quizá entonces todo me habría resultado más fácil.
—Quizá. Pero por lo que me cuentas, lo único que puedes hacer ahora es esperar.
—Sí. Bueno, y tú, ¿qué has estado tramando últimamente? Seguro que tienes un par de novios escondidos por ahí. Cuéntame.
—No digas tonterías, San. Pero ya que has sacado m el tema, dime qué es de tu vida amorosa. ¿Hay alguna princesa?
Ella se sonrojó, pero no pudo evitar sonreír.
—Sabía que había sido un error contarte que estaba enamorado de Leia Organa. Sólo tenía diez años, Miriam.
—Ya, pero seguro que a veces sigues creyendo que eres una Jedi.
—Tal vez.
Contenta por primera vez en las últimas cuarenta y ocho lunas, Santana le contó a su niñera lo que había sucedido con Brittany. La señora Potts no la riñó, pero le dijo que quizá debería pensar en darle una oportunidad a alguien. A veces, le dijo la mujer, hay gente que se la merece.
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
6. Mujeres al borde de un ataque de nervios
Hacía ya meses de la desastrosa cita con Santana, y Brittany ya la había olvidado. Ja, escuchó una risa maléfica en su cabeza. Bueno, no la había olvidado, pero ahora sólo estaba enfadada con ella. A sí misma ya se había perdonado. Estaba claro que ella no había sido una rival digna de Santana, y, a juzgar por todos los viajecitos de fin de semana que se pegaba la inglesa últimamente, estaba claro que era una ligona, un crápula de la peor calaña. Una impresentable. Ahora ya no pensaba en ella en plan romántico. Menos mal, porque no tenía tiempo de nada. Estaba terminando de prepararse para el examen del MIR. E iba de cabeza.
Su hermano mayor, Puck, había regresado de Nueva York con el corazón destrozado, una tal Emma se había encargado de pisoteárselo por la gran manzana, y ahora estaba empeñado en abrir un nuevo despacho por su cuenta. Y Brittany quería ayudarlo. Puck siempre había estado a su lado, y no le gustaba verlo tan alicaído, así que, siempre que podía, se pasaba por las oficinas que había alquilado para tratar de animarlo. El único inconveniente era que Santana siempre estaba por allí.
Por una parte, a Brittany le gustaba ver que Santana por lo menos era capaz de ser una buena amiga, pero por otra le hubiera gustado poder abofetearla cada vez que se cruzaba con ella. Además, últimamente le veía los ojos incluso más tristes que antes. Pero bueno, a ella eso ya no le importaba, ¿verdad?
Rachel, su hermana mayor, estaba embarazada, embarazadísima. Y a punto de dar a luz. Y Brittany quería tenerlo todo al día para poder tomarse unas pequeñas vacaciones cuando naciera su primera sobrinita, a la que iban a llamar María. Y además había conocido a una chica. Era mayor que ella, se llamaba Hanna, y también estudiaba medicina. Hanna había salido con media facultad, pero con Brittany se estaba comportando como una dama, al menos hasta entonces.
Al principio, Brittany se había mostrado muy reticente, pero ahora empezaba a plantearse que quizá le gustaría salir por ahí y disfrutar un poco, aunque le gustaran más las morenas. Hanna sin duda era divertida, guapa y atenta, y seguro que se lo pasaría bien con ella. No estaba dispuesta a cometer el mismo error que había cometido con Santana. No iba a confundir un mero flirteo con amor, y no volvería a abrir su corazón sin antes estar segura de que la mujer en cuestión hacía lo mismo. No, en esos momentos sólo quería divertirse, y tal vez lo que necesitaba era que alguien le enseñara cómo hacerlo.
Brittany llegaba tarde al hospital. Se había pasado la mañana estudiando en la biblioteca y con el móvil en silencio, por lo que no se había dado cuenta de que la habían llamado. Escuchó el mensaje que le había dejado su hermano mayor y, al enterarse de que Rachel estaba ya de parto, cerró los libros y se fue de allí pitando. Seguro que todos sus hermanos ya habían llegado. Para empeorar las cosas, al salir de la biblioteca le costó mucho encontrar un taxi y el chófer, en un intento por esquivar un pequeño atasco, se había perdido.
Entró corriendo en el hospital y vio que el ascensor se cerraba. Mierda. Pero de repente, la mano de la persona que estaba dentro detuvo la puerta para que pudiera entrar.
—Gracias —le dijo a la desconocida, pero al levantar la vista vio que no lo era tanto.
—Hola, Helena —la saludó Santana.
Estaba visto que ese día se había levantado con el pie izquierdo. Con la cantidad de gente que había siempre en un hospital, ¿por qué tenía que coincidir precisamente con ella en un ascensor? Y solos, nada menos. ¿Cuántas posibilidades había de que sucediera eso? Pocas, muy pocas.
—Hola, Santana. —«Los modales son lo último que se pierde», pensó.
—¿De dónde vienes? —preguntó ella, señalando el bolso que llevaba cargado de libros.
—De la biblioteca —respondió escueta.
—¿Por qué será que no me sorprende?
—Al menos, yo hago algo con mi vida, en vez de ir de fiesta en fiesta y de cama en cama —se defendió ella.
Santana enarcó una ceja ante tal ataque.
—¿De cama en cama? Pero si siempre estoy en la mía... —la provocó.
—Mira, no me digas nada más. Ya estamos llegando. —Vio que el próximo piso era el suyo.
En ese momento se apagó la luz y el ascensor se sacudió.
Estuvo a punto de caerse, pero Santana la sujetó por la cintura y, al sentir sus manos, se acordó de lo mal que se lo había hecho pasar.
—¿Te has hecho daño? —preguntó preocupada segundos más tarde.
—No. —Le apartó las manos—. ¿Qué ha pasado?
—Creo que se ha ido la luz. No te preocupes, seguro que no tarda en volver.
Estaban completamente a oscuras y Brittany tenía la sensación de que se le estaban agudizando los sentidos; podía oler la colonia de Santana como si estuviera pegada a ella, y oírla respirar empezaba a ponerla nerviosa. ¿Por qué de todas las mujeres del mundo se había enamorado precisamente de aquella?
—Brittany, ¿estás bien? ¿Tienes claustrofobia? —preguntó ella sacándola de su ensimismamiento.
—No, estoy bien.
—Creo que esto va para largo. ¿Te importa que me siente? —le preguntó con voz cansada.
—No, claro que no. Yo haré lo mismo.
Las dos se sentaron en el suelo, y, a pesar de que no se veían, lo hicieron en la misma postura; con la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas.
—¿Qué, cómo te van las cosas? —preguntó ella.
Santana optó por tratar de mantener una conversación. Estar encerrada allí con Brittany sin besarla era sin duda lo más difícil que había tenido que hacer en toda su vida. Aún podía acordarse del beso que le dio ella y de lo mucho que le costó resistirse. Santana no era la heroína que Brittany creía, y cuando vio en sus ojos la admiración que sentía por ella, supo que no se la merecía. Rechazarla de ese modo tan cruel le dolió en el alma y la mentira que le hizo llegar sobre lo de la azafata fue el golpe de gracia. Brittany no quiso volver a saber nada más de ella. Mejor. Al principio la había echado mucho de menos; echaba en falta hablar con ella, pasear, ir al cine. Pero poco a poco se resignó. Brittany era demasiado buena para ella; tenía que concentrarse en terminar la carrera de medicina y seguro que acabaría casada con un buen hombre o mujer, uno del que se sentiría orgullosa, del que jamás se avergonzaría. Sí, había hecho lo correcto. Aunque, desde entonces, el lugar que solía ocupar su corazón en el pecho estuviera vacío.
—Bien —respondió ella—. Estudiando.
—¿Como siempre, no? —dijo Santana, que no sabía muy bien de qué estaban hablando. Le sudaban las manos de las ganas que tenía de abrazarla.
«¿Como siempre?»
—No, como siempre no. Una chica me ha pedido para salir. —Eso era una mentira a medias. Hanna, la chica en cuestión, aún no se lo había pedido. Pero estaba segura de que acabaría haciéndolo.
—¿Y qué le has dicho? —preguntó ella tensando la espalda.
No le contestó.
—Se llama Hanna. Hace tiempo que me gusta, y al parecer yo le gusto a ella —dijo, provocándola.
—¿De dónde ha salido esa tal Hanna? —Apretó los puños. Si no le gustaba la respuesta, esa chica podía ir despidiéndose de quedar con su Brittany.
—De la facultad. Es mayor que yo pero hacemos unas prácticas juntas.
—¿Mayor? — Ella era mayor que Brittany y ésa era otra de las causas por las que se había alejado de ella.
—Un año. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
Al parecer, con la oscuridad había desaparecido parte de la animosidad que solía haber entre ellas y volvían a hablar como antes.
—¿Y tú?
—¿Yo qué? —preguntó Santana, que no podía quitarse a «Hanna» de la cabeza. Incluso el nombre le daba rabia.
—¿Cómo estás?
—Bien, no puedo quejarme. —Podía, pero no iba a hacerlo.
Se quedaron en silencio unos segundos y les pareció oír que la maquinaria del ascensor se ponía en marcha. Pero no, no volvió a funcionar.
—Supongo que no tardarán en sacarnos de aquí—dijo ella.
—Santana, ¿puedo preguntarte una cosa? —Hacía tiempo que quería hacerlo, desde que se había fijado en Hanna y había comprobado que ésta también era un ligona—. ¿Qué os gusta a las mujeres como tú?
—¿A las inglesas? —preguntó ella sin entender la pregunta.
—No. —Se rió. Si pudiera verla, se daría cuenta de que estaba sonrojada de la cabeza a los pies—. A las seductoras, ya sabes.
Ella no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Para qué quieres saberlo?
—Para salir con Hanna.
Se puso en pie de un salto. ¿Brittany iba a cambiar para atraer más a ese imbécil? Ella era perfecta tal como era.
—No digas tonterías —fue lo único que consiguió decir sin delatar lo que de verdad pensaba.
Ella siguió hablando como si no la hubiera oído.
—Tú podrías ayudarme, al fin y al cabo, somos casi hermanas.
Ah, no, eso sí que no. No iba a permitir que lo considerara de ese modo tan fraternal.
—Brittany, no somos hermanas. Créeme, jamás le haría a una hermana lo que te haría a ti —añadió enigmática, pero vio, o mejor dicho, presintió, que ella no había captado el sentido sexual de sus palabras.
—De todos modos —prosiguió ella—, podrías darme algunos consejos. Ya sabes, como cuando enseñas a un niño pequeño a esquiar. Podrías enseñarme algunos trucos.
¿Brittany quería que le enseñara trucos para seducir a otra mujer?
—No quiero que Hanna se dé cuenta de que soy tan torpe e inexperta.
Aquello ya era el colmo. «Inexperta», ¿qué habría querido decir con eso?
El ascensor se puso en marcha y ambas se pusieron en pie.
A Santana no le quedaba más que un instante.
—¿Qué quieres que te enseñe, Brittany?
—Quiero que me enseñes a seducir a una mujer. Ya sabes cómo soy, lo buscaría en un libro si existiera, pero dado que tú eres una experta en el tema, confío en que me serás igual de útil y educativa.
Santana tenía dos opciones: una, decirle que ella ya no era experta en nada y que desde que la había conocido no era la misma; y, dos, seguirle el juego y convencerla de que ni Hanna ni ella se merecían a una mujer como ella.
—Está bien, Brittany. Acepto.
Y, en ese instante, se abrieron las puertas.
Cuando Brittany salió del ascensor no se podía creer que le hubiera dicho todo aquel montón de tonterías a Santana. La oscuridad la había hecho perder el juicio. Y los nervios. ¿A qué había venido todo aquello?
—¿Sabes en qué habitación están? —preguntó ella esquivando los ramos de flores que montaban guardia en las puertas.
—En la 408 —respondió, mirando las placas con los números en busca del que le interesaba—. Puck me mandó un mensaje.
—Es ésta —dijo Santana señalando a su izquierda—. Entra tú primera —le ofreció.
Brittany asintió y, aunque dio unos golpecitos, abrió la puerta al mismo tiempo.
—Hola, ¿podemos pasar? —preguntó, asomando sólo la cabeza.
—¡Britt, San! —los saludó Quinn poniéndose en pie—. Os quiero tanto a las dos...
—No le hagáis caso —dijo Rachel desde la cama—, está así desde que nació María.
Quinn se abrazó a su amiga y Santana le devolvió el abrazo con sinceridad. Quería mucho a Quinn, y la reconocería delante de cualquiera. Para ella era su hermana, y no los que de verdad tenían su misma sangre. Cerró los ojos unos instantes; Santana no solía pensar en su familia, pero supuso que, dadas las circunstancias, era normal que le sucediera.
Ambas se separaron y Santana saludó entonces a los padres de Rachel y a su otra hermana, Kitty. Quinn había tenido muchísima suerte, había pasado de no tener familia, exceptuando a su increíble abuela, a estar rodeado de un montón de gente que la quería. Santana se sentía muy feliz por ella, nadie se merecía aquello tanto como Quinn , pero si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que le tenía algo de envidia. Muchísima en realidad.
-¿Dónde está Puck? —preguntó, sentándose junto a Kitty, y lo más lejos posible de Brittany.
—Si es listo —dijo el señor Pierce—, estará tratando de convencer a Emma de que le dé otra oportunidad.
—¿Emma? —preguntaron Santana y Brittany al mismo tiempo.
—Sí, trabaja aquí —les explicó Rach, recuperando al fin a la pequeña María—. En realidad, ella fue la primera médico con la que me encontré al entrar.
—Vaya —dijo Brittany—, ojalá se arreglen.
—Sí, ojalá —añadió Santana, y al ver que ella la miraba con una ceja levantada, le preguntó—: ¿Qué pasa?
—Nada —contestó Brittany, agachándose para darle otro beso a su primera sobrina—. Es que me sorprende que precisamente tú digas eso.
—¿El qué? —preguntó ella haciéndose la tonta.
—Nada —repitió ella. No quería discutir con ella delante de su familia—. Es preciosa, Rach—le dijo a su hermana para cambiar de tema—. La cosa más bonita del mundo. ¿Puedo volver a cogerla?
—Claro —respondió Rachel y, al ver cómo Santana las estaba mirando, le dijo—: Tú también puedes cogerla, sí quieres.
—No —rechazó ella, algo asustada—. Gracias, pero no quisiera hacerle daño.
Brittany, que ya tenía a su sobrinita en brazos, la observó y vio que estaba muy tensa. Era obvio que deseaba acercarse a la recién nacida, pero que no se atrevía a hacerlo.
—Kitty—le dijo a su otra hermana—, ¿te importaría levantarte un segundo? Me gustaría sentarme ahí.
Kitty se levantó y aprovechó para ir junto a Quinn y darle otro abrazo. Su cuñada parecía necesitarlos con mucha frecuencia.
—Vamos, siéntate a mi lado —le dijo Brittany a Santana, antes de dar unas palmaditas al sofá que luego se transformaría en cama para que la recién estrenada mamá pudiera quedarse a pasar la noche—. Así podrás darle un beso a María.
Ella sintió que se le encogía el estómago y rezó para que nadie se diera cuenta de que el corazón le latía al triple de velocidad que la normal. Dio un par de pasos y se sentó con mucho cuidado junto a Brittany. Ella trató de darle a la niña y Santana se negó, pero pegó su hombro al suyo para poder acariciar a la pequeña con el pulgar.
—Tienes razón, es preciosa. Por suerte no se parece en nada a Quinn—añadió, para ver si así aliviaba en algo la opresión que sentía en el pecho.
Quinn se rió, e iba a contestar, pero se quedó mirando la escena durante unos segundos y se lo pensó mejor. Según Rachel, entre San y Britt había algo y en aquel preciso instante supo que tenía razón. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes? Santana le devolvió la mirada y, justo cuando iba a sonrojarse, un eufórico y despeinado Puck abrió la puerta. Emma iba tras él, lo que explicaba la euforia y su pelo alborotado, y los dos parecían incapaces de soltarse.
—Me alegro mucho de volver a verte —le dijo Brittany a Emma cuando ésta se le acercó para ver a la pequeña María.
—Y yo —contestó la otra con sinceridad.
—Siéntate aquí —ofreció Santana levantándose—. Así yo aprovecho para ir a reírme un rato de Puck.
Santana se puso en pie y Emma ocupó su lugar en el sofá. Segundos más tarde, ambas jóvenes intercambiaban comentarios sobre lo preciosa que era la recién nacida. Por su parte, Quinn y Puck aprovecharon aquellos instantes para felicitarse mutuamente y cuando Santana se acercó a ellos, el primero no tardó ni un par de segundos en acorralarlo.
—¿Desde cuándo? —le preguntó Quinn sin disimulos.
—Desde el principio —respondió Santana igual de sincera.
—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Puck, mirándolas.
—Creo que Santana nos ha estado ocultando algo —señaló Quinn, convencido de que le correspondía al interesado confesar o no la verdad.
—¿Sobre qué? —insistió Puck.
—Desde que regresaste de Estados Unidos, ¿no le has notado nada raro? —preguntó Quinn.
Santana se tocó incómodo el cuello de la camisa.
—No —respondió Puck al instante—, aunque, bueno, ahora que lo dices... —Se quedó pensativo y empezó a recordar algunos comentarios hechos por su amiga durante los últimos días y que parecían no encajar con la imagen que tenía de ella. Y, justo cuando iba a descartarlos por insignificantes, vio que ésta hacía verdaderos esfuerzos para no mirar hacia donde Britt y Emma estaban sentadas—. ¿Brittany?
—¡Baja la voz! —susurró.
—¿Brittany? —repitió Puck también susurrando.
—Sí, Brittany—reconoció Santana—. Y haced el favor de dejar de sonreír.
—Esto no puede quedar así.
—Tranquilo, Puck, no te preocupes. Tu hermana no lo sabe. —La miró de reojo—. Ni lo sabrá jamás.
—No estoy preocupado. —Miró a su amiga a los ojos—. Lo que quería decir es que tienes que contárnoslo todo. Después de habernos visto tanto a Biel como a mí haciendo el ridículo, es lo mínimo que puedes hacer.
—Tiene razón,Santana.
—Ahora, vosotros dos tenéis cosas mucho más importantes que hacer que reíros de mi patética vida sentimental. —Miró a Rachel , que charlaba con Kitty, y a Brittany, que seguía con María en brazos, conversando con Emma—. Y tampoco hay para tanto. No pasó nada y no pasará nada. Así que dejad de mirarme así.
—Está bien. —Quinn dio un paso hacia ella y le colocó una mano en el hombro—. Pero dentro de unos días, cuando Rachel me eche de casa un rato para que la deje en paz, te llamo y vamos a tomar algo.
—Lo mismo digo —dijo Puck.
—Está bien —aceptó Santana resignada—. Creo que me gustabais más cuando os negabais a estar en contacto con vuestros sentimientos. Os habéis convertido en unos cursis.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
7. ¿Qué me pasa, doctor?
Brittany regresó a su casa sonriendo como una boba y sin dejar de mirar la fotografía de su preciosa sobrina. María era sin duda alguna la niña más bonita del mundo, aunque seguro que todas las tías primerizas pensaban lo mismo de sus sobrinas. «Pero en mi caso es verdad», se dijo.
El otro motivo de su sonrisa era que, por primera vez en muchos días, Santana y ella habían mantenido una conversación normal. Por mucho que Brittany se empeñara en negarlo, siempre había lamentado que las cosas entre ella y San se estropearan. Dejando a un lado el horrible momento del beso, había echado de menos aquellas conversaciones tan variopintas que solían mantener. Y sin su guía, su gusto por el cine había empeorado mucho. Y en todos aquellos meses no había podido evitar preguntarse qué edificios habría dibujado Santana en su cuaderno. Estaba claro que entre ellas dos no había nada especial, pero dado que sus caminos parecían empeñados en cruzarse, le gustaría que pudieran llevarse bien. Y sí, una pequeña y retorcida parte de Brittany quería restregarle por la cara que una chica increíblemente atractiva se había interesado por ella. Al fin y al cabo, por su parte se había enterado de todos los viajes de fin de semana de ella a Londres.
Santana descansó la cabeza en el respaldo de la silla de su despacho y cerró los ojos. Estaba muy cansada. Los continuos viajes a Inglaterra le estaban pasando factura, y el proyecto Marítim estaba entrando en su fase final y requería de toda su atención. Hacía más de un mes que su padre había cogido una neumonía, lo que había impedido que pudieran seguir adelante con el trasplante, al menos hasta entonces. A Santana habían seguido haciéndole todas las pruebas pertinentes, y sí, su médula era compatible con la de Harrison. El doctor Ross la había llamado aquella misma mañana para confirmárselo, y le había dicho que, en caso de que aceptara convertirse en donante, tendrían que empezar a prepararla para la intervención.
El oncólogo siempre había sido muy discreto, pero había terminado por darse cuenta de que entre San y Harrison no existía una relación paterno—filial normal. Santana sabía que tenía que tomar una decisión, pero estaba tratando de posponerla lo máximo posible. Menos mal que ese día también le había sucedido algo bueno, pensó, y recordó la conversación que había mantenido con Brittany en el ascensor y el nacimiento de María. Su primera sobrina. Santana no era la tía biológica de la pequeña, pero Quinn había insistido mucho en otorgarle tal título, y ella lo había aceptado encantada.
Desde que empezó todo lo de su padre, Santana sentía la necesidad de contárselo a alguien. «Vamos, reconócelo», se dijo, había sentido la necesidad de contárselo a Brittany. Algunas noches, tumbada en la cama, se imaginaba que ella estaba allí, compartiendo con ella aquella pesada carga, escuchando todas sus dudas, ayudándola a descifrar si lo que sentía hacia su padre era odio, desprecio o, sencillamente, nada.
La verdad era que con Brittany apenas habían tenido tiempo de conocerse, pero Santana seguía convencida de que juntas habrían podido llegar a vivir una historia de amor digna de una película en blanco y negro. Si hubiera sido capaz de arriesgarse. Y ahora ya era demasiado tarde. Ahora ella había conocido a otra, otra que sin duda era mejor que ella.
—¿Puedo pasar? —le preguntó Juan desde la puerta.
—Por supuesto —respondió Santana, frotándose los ojos para despejarse—. Debo de haberme quedado dormida, lo siento.
—No pasa nada. Se te ve cansada. —Juan se sentó en la otra silla que había en el despacho—. ¿Por qué no te vas a casa? Ya hablaremos mañana.
—No, tranquilo, estoy bien. ¿Y tú, qué tal? Esta mañana estaba sacando un café de la máquina y he oído cómo una de las recepcionistas elogiaba tu cambio de aspecto.
—Seguro que era Teresa —dijo Juan algo incómodo—. Es nueva, y siempre está coqueteando con todos.
-A mí no me ha dicho nada —le aseguró Santana.
—Soy muy mayor para ella —insistió Juan.
—Claro, recuérdame que te traiga un bastón la próxima vez que vaya a Londres. ¿Cuántos años tienes, Juan? —No lo dejó responder—. Teresa rondará los cuarenta.
—Pues no los aparenta —reconoció él antes de darse cuenta de que su amiga le había tendido una trampa.
—Tienes razón, no los aparenta. Ni tú tampoco. ¿Por qué no la invitas a salir?
—¿Para qué? ¿Acaso quieres que me ponga en ridículo? ¿Quién querría salir con un divorciado con dos hijos adolescentes y que se está quedando calvo?
—No lo sé, pero el único modo de averiguarlo es preguntándoselo, ¿no te parece?
—Vamos, San, ya estoy mayor para estas cosas. Y de eso no es de lo que quería hablarte. —Juan cambió de tema—. Dentro de dos semanas tenemos la reunión con dirección para ponerlos al día del estado actual del edificio Marítim. Te mandaré por correo electrónico los últimos cambios que me gustaría introducir, y, si te parece bien, podríamos quedar en uno o dos días para poner en común nuestras ideas. ¿Cómo lo ves?
Anthony se quedó pensando unos segundos.
—Bien, claro. Por supuesto. —Giró el cuello para aliviar un poco la tensión que sentía—. Tal vez tenga que ausentarme un par de días, pero llegado el caso lo dejaría todo resuelto, no te preocupes.
—¿Te pasa algo?
—No, nada. Sólo estoy cansada.
En ese instante, alguien llamó a la puerta del despacho y salvó a Santana de tener
que dar una explicación.
—Adelante —dijo.
—Perdón. —Era Teresa y, por el modo en que miró a Juan, era evidente que estaba más que interesada en él—. Han llamado de la constructora diciendo que tenían un pequeño problema en la obra. Les he dicho que esperaran, pero se ha cortado, y he pensado que sería mejor avisaros.
—Has hecho bien, Teresa. Yo me encargo —dijo Santana levantándose.
—¿Adónde vas? —preguntó Juan abriendo los ojos como si fuera un cervatillo delante de los faros de un coche.
—Me he dejado el portátil en recepción, en seguida vuelvo. Vosotros podéis quedaros aquí —añadió, sin darle tiempo a su amigo para reaccionar.
Teresa, que seguía con una mano apoyada en la puerta, se apartó un poco y miró a Juan algo incómoda.
—Tengo que regresar a la centralita —le dijo.
—Claro. Ha sido un detalle que vinieras a decírnoslo personalmente —la elogió Juan.
—He tratado de llamar, pero Santana debe de tener el teléfono mal colgado. —Señaló al aparato que, efectivamente, estaba mal colgado.
—Esa chica es un caso, pero la mejor arquitecta que he conocido en mucho tiempo.
—Sí, pues creo que ella opina lo mismo de ti. —A su modo, le devolvió el cumplido—. Me tengo que ir.
—Claro, claro. —Juan la miró y decidió lanzarse a la piscina—. ¿Te gustaría ir a cenar el viernes? Mis hijos estarán con su madre, y yo...
—Me encantaría —lo interrumpió ella, temerosa quizá de que cambiara de opinión y se echara atrás.
—Genial —contestó Juan, más contento que hacía cinco minutos.
—Mi hija estará con sus abuelos paternos —puntualizó entonces Teresa.
—¿Tienes una hija? —le preguntó Juan, sorprendido.
—Sí, se llama Claudia, tiene seis años. El viernes te aburriré con sus monerías y te enseñaré un montón de fotos. —Se oyó sonar el timbre—. Me voy.
—Adiós —se despidió Juan y se frotó las manos en el pantalón, las tenía húmedas.
—Vaya, veo que no has perdido práctica —se burló Santana al entrar.
—Ésta me la pagas —le dijo su amigo con una sonrisa—. Tu bolsa con el ordenador está detrás del armario.
—Lo sé. —Levantó las cejas—. Ya me lo agradecerás más tarde.
Después de la conversación con Juan, y de ver que éste había salido vivo del divorcio, Santana estaba sin duda de mejor humor y se sentía más optimista; así que decidió seguir su ejemplo y sacó el móvil del bolsillo de la americana para llamar a Brittany. Si Juan se había atrevido a arriesgarse de nuevo con una mujer, ella no podía ser menos.
Cuando Brittany vio el número de Santana en la pantalla de su teléfono creyó estar viendo visiones. Cierto, habían mantenido una conversación relativamente normal, pero ni se le había pasado por la cabeza que las cosas entre ellas dos pudieran cambiar tan rápido.
—¿Diga? —contestó, convencida de que ella le diría que se había equivocado.
—Brittany, soy yo, Santana—dijo, también algo insegura—. Acabo de salir del trabajo y estaba pensando que, si te apetece, podríamos ir a cenar algo, y así me hablas un poco más de la tal Hanna—mintió como una bellaca. No quería ni oír hablar de esa cretina, pero tampoco podía decirle a Brittany que por fin tenía una excusa para volver a verla.
—Ah, sí, por qué no —respondió ella atónita—. Si quieres, nos vemos dentro de media hora en esa pizzería que hay cerca de tu piso.
—Perfecto, así podré dejar el portátil y refrescarme un poco. Nos vemos allí.
—De acuerdo. Adiós. —Colgó y, sin comprender todavía lo que acababa de suceder, fue a cambiarse. Ni loca iba a ir a cenar con Santana en chándal. Una cosa era que ya hubiera superado lo suyo, y otra muy distinta que no quisiera que ella se arrepintiera de haberla considerado sólo una amiga.
Cuando Brittany llegó al restaurante, Santana ya la estaba esperando. No llegaba tarde, sencillamente, ella debía de haber llegado antes. Un camarero les estaba preparando una mesa, así que esperaron unos minutos en la barra. Santana había adelgazado un poco en los últimos meses, y Brittany había dado por hecho que se debía a la mala vida que llevaba. Pero ahora que la tenía tan cerca, y que no estaba tan a la defensiva con ella, se dio cuenta de que tenía las ojeras muy marcadas y que parecía excesivamente cansada.
—¿Te encuentras bien, Santana? —le preguntó.
—Sí, claro. Mira, ya podemos sentarnos —le dijo, al ver que el camarero les hacía señas desde la mesa—. Gracias por venir, cuando te he llamado estaba convencida de que ibas a decirme que no.
Ella lo miró a los ojos y decidió ser tan sincera como ella lo estaba siendo.
—Ya, a mí también me ha sorprendido que me llamaras.
—Britt, yo...
—No digas nada —la interrumpió—. La verdad es que hace tiempo que deberíamos haber dejado de comportarnos como dos niñas de primaria.
Santana sonrió.
—Tienes razón. Reaccioné muy mal a ese...
—¿Beso? No te preocupes, ya está olvidado —mintió—. Supongo que al principio no me lo tomé demasiado bien, pero tenías razón.
«¿En qué?», se preguntó ella.
—Tú y yo sólo somos amigas. Siento haber confundido las cosas —concluyó Brittany.
Santana apretó fuerte la mandíbula y siguió en silencio.
—Y quería agradecerte todo lo que has hecho por Puck. —El cambio de tema la cogió un poco desprevenida.
—¿Qué he hecho? —le preguntó.
—Ser su amiga. Animarlo a que volviera a arriesgarse con Emma. Estoy convencida de que has tenido mucho que ver en eso.
Santana estaba tan confusa que no sabía cómo reaccionar. Ella quería arreglar las cosas con Britt, que volviera a tratarla con el cariño de unos meses atrás, pero la Brittany que tenía delante, si bien estaba siendo de lo más amable y simpática, mantenía las distancias. «Y es culpa tuya», se recordó.
—¿Qué vas a comer? —le preguntó ella pasándole la carta.
Había llegado el momento más temido por Santana.
—¿No es aquí donde hacen esa pizza que tanto te gusta?
—¿Esa de ricota y tomate natural? —preguntó Brittany—. Sí, es aquí.
—Pues yo voy a pedir eso —dijo ella sin ni siquiera hacer el intento de abrir la carta.
Llegó el camarero y tomó nota, y tan pronto como volvieron a quedarse solas, Santana tomó la palabra:
—Cuéntame algo más sobre esa Hanna.
—Hanna, veamos. Es un año mayor que yo y nos conocimos en la facultad hará un par de meses. Ya nos habíamos visto antes, pero hasta que coincidimos en unas prácticas no nos presentamos formalmente.
—¿Y?
—Y nada, pero me gusta —contestó ella, y le complació ver que Santana cogía la copa para beber algo de agua—. Y creo que yo a ella también, pero después de la última vez... —se sonrojó—. Digamos que no me fío demasiado de mis instintos. Tal vez Hanna también quiera que sólo seamos amigas.
La llegada del camarero evitó que Santana perdiera los papeles. Estaba claro que eso de «la última vez» lo había dicho por ella, y quería decirle que no había malinterpretado nada, que ella le gustaba. Más que eso.
Con los platos delante, ambas se quedaron unos segundos sin hablar, y Brittany fue la primera en volver a hacerlo:
—En fin, se lo conté a Puck para ver qué pensaba él, pero creo que Hanna le cae muy mal a mi hermano.
Santana decidió que la próxima vez que viera a Puck lo invitaría a una copa.
—¿Por qué crees eso? —le preguntó. A su amigo se le daba muy bien conocer a las personas, y si Hanna no le gustaba debía de tener sus motivos.
—Porque siempre que le hablo de ella me dice que me la quite de la cabeza. Según Puck, Hanna es una especie de ligona que utiliza a las chicas para que le hagan los trabajos de la facultad y cosas por el estilo. Pero se equivoca, conmigo no es así.
«O todavía no lo ha intentado», pensó Santana, y le vino a la mente la imagen de su hermano Frey, que siempre conseguía que alguna de sus novias diera la cara por él.
—Hay personas así, ¿sabes?
—Lo sé, pero Hanna no es de ésas. Estoy segura.
—Si tú lo dices... —Sabía que no estaba en situación de poder convencer a Brittany de lo contrario—. Pero por lo que me estás contando, no veo en qué puedo ayudarte yo.
—Ah. —Volvió a sonrojarse y, para disimular, dijo—: La pizza está muy caliente.
—Vio que ella no picaba el anzuelo y optó por la verdad—. Lo del ascensor ha sido una tontería. No sé por qué te lo he contado, supongo que he pensado que ya que me equivoqué contigo, me debías una.
—Estoy convencida de que a esa chica le gustas. —Era imposible que Brittany no gustara a alguien.
—Entonces, ¿crees que debería dejarme de bobadas y preguntarle si quiere que vayamos a tomar algo? Según Kitty, es lo que tendría que hacer.
Santana trató de no enfadarse con Kitty; al fin y al cabo, la pobre no sabía nada de lo que había sucedido entre ellas y seguro que sólo quería ayudar a su hermana.
—Si eso es lo que quieres... —dijo—, pero quizá podrías hacerte la interesante y esperar a que ella te lo pidiera. —Rezó para sonar convincente y para que Brittany no se diera cuenta de lo que de verdad estaba pensando.
—Tal vez sea lo mejor. Estoy llena. —Apartó un poquito el plato y dejó los cubiertos encima—. ¿Y, tú?
—¿Yo, qué? —preguntó ella, terminando también de comer.
—¿Qué has hecho durante todos estos meses? Dejando a un lado las veces que hemos coincidido en las oficinas de Puck, apenas te he visto el pelo. —Dobló la servilleta y luego volvió a ponérsela encima de las rodillas.
Santana se quedó en silencio durante unos segundos, y de repente supo con absoluta claridad que quería contarle lo de su padre. No sólo eso, también fue incapaz de encontrar algún motivo para no hacerlo.
—Mi padre tiene cáncer. Leucemia —le dijo, mirándola a los ojos.
Brittany se quedó boquiabierta, y en un acto reflejo buscó la mano de Santana.
—Lo siento. No lo sabía, Quinn no me ha dicho nada. —Le apretó los dedos, y vio que ella desviaba la vista hacia sus manos entrelazadas.
—Quinn no lo sabe. Eres la primera persona a la que se lo cuento, exceptuando la encargada de recursos humanos de mi empresa —trató de bromear.
—¿Y cómo está?
—Por lo que sé, no muy bien. Al parecer, le detectaron la leucemia en un control rutinario y empezaron con el tratamiento en seguida, pero necesita un trasplante de médula. Todo se ha retrasado un poco porque cogió una ligera neumonía y tienen que esperar a que la supere para salir adelante.
—¿Un trasplante? —preguntó ella, preocupada de verdad.
—Es la mejor alternativa, pero ninguno de mis dos hermanos es compatible. ¿Te apetece tomar un café? —cambió bruscamente de tema—. Aún es pronto —dijo mirando el reloj.
—No gracias, luego me cuesta dormir, y me despierto de muy mal humor. ¿Y tus padres? ¿Cómo lo llevan? La madre de una amiga mía tuvo cáncer hace unos años y lo pasaron muy mal. Ahora están todos bien, pero Rocio siempre me ha dicho que fueron días muy difíciles, física y emocionalmente.
—La verdad es que no lo sé. Mira, ¿te importaría que dejáramos de hablar del tema?
Brittany apartó la mano de debajo de la de Santana.
—Has sido tú quien lo ha sacado. Yo sólo quería ayudar.
Ella la sujetó por la muñeca, consciente de que no quería perder aquel ligero contacto.
—Lo sé, es culpa mía. Es que me cuesta hablar de mi familia.
Ella se relajó un poco; era obvio que a Santana no le gustaba hablar de ese tema, pues ni siquiera Quinn sabía demasiados detalles acerca de su familia.
—Está bien, pero quiero que sepas que si necesitas algo, lo que sea, puedes contar conmigo. Para eso están las amigas, ¿no?
Santana la miró a los ojos y entrelazó los dedos con los suyos.
—Sí, para eso están las amigas.
A partir de esa cena, tras la que se despidieron sin darse ni un beso en la mejilla, Santana sintió como si le hubieran quitado un peso de encima, y Brittany se dijo que lo que había sucedido entre las dos era ya agua pasada. Apenas un par de días más tarde, ella la llamó para preguntarle cómo estaba y si le apetecía ir al cine, a lo que ella respondió que sí.
Quedaron en la taquilla de los cines Verdi y vieron una fantástica película inglesa; al salir, Santana se ofreció a acompañarla paseando hasta su casa.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Brittany, que no se había atrevido a sacar el tema antes.
—No he hablado con él, pero el doctor Ross me ha dicho que sigue evolucionando bien. Dentro de poco estará listo para el trasplante. —Y el margen de tiempo que tenía Santana para tomar una decisión se estaba agotando.
—¿No has hablado con él?
—Es complicado. —Se metió las manos en los bolsillos—. ¿Qué tal las cosas con Hanna? ¿Alguna novedad?
Brittany tardó unos segundos en responder, porque en aquel preciso instante se dio cuenta de que en aquel par de días no había visto a Hanna... y no se había percatado hasta entonces.
—No, ninguna novedad.
—¿Sigues pensando que deberías atreverte a invitarla a salir? —preguntó ella, cruzando los dedos, que ahora mantenía ocultos.
—No, creo que dejaré el papel de atrevida para Kitty. Santana, respecto a lo de tu padre, la otra noche, cuando fuimos a cenar, me quedé pensando una cosa.
—¿Qué?
—Dijiste que ninguno de tus hermanos puede donarle médula ósea, pero no dijiste nada de ti. ¿Te has hecho las pruebas para ver si tú eres compatible?
Ella respiró hondo antes de responder:
—Sí, por eso he viajado tanto a Londres últimamente. Me he hecho las pruebas.
—¿Y?
—Sí, soy compatible. El doctor Ross me llamó hace unos días para comunicármelo.
Ella lo sujetó por el antebrazo y la detuvo en medio de la calle.
—¿Y cuándo es el trasplante? —Brittany todavía no era médico, pero sabía perfectamente que era una intervención arriesgada y le preocupaba que Santana tuviera que someterse a ella.
—Todavía no lo sé. Todavía no sé si voy a donarle mi médula —confesó. Y a juzgar por la mirada de horror de Brittany, ésa no era la respuesta que se esperaba.
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
8. Sucedió una noche
—¿Has dicho que no sabes si vas a donarle médula ósea a tu padre? ¿A tu padre? ¿Por qué?
—Es complicado.
—Eso ya lo has dicho antes. —Brittany se mantuvo firme. Una parte de ella le decía que no era nadie para juzgarla, pero otra gritaba que era imposible que Santana, su San, estuviera planteándose tal crueldad.
—Mi padre me echó de casa cuando yo tenía dieciocho años. —No había sido exactamente así, pero eso era lo máximo que se veía capaz de contarle por el momento—. Y hasta hace unos meses no me había vuelto a dirigir la palabra. Y, créeme, si no fuera por mi preciosa médula ósea, Harrison López podría haber pasado el resto de su vida ignorando mi existencia.
—No lo entiendo —dijo ella, confusa.
—Yo tampoco —convino ella en voz baja—. Mira, Britt, no todas las familias son como la tuya, las hay mejores, y otras mucho peores. Sé lo que me digo.
—Pero... ¿qué pasó? —No podía evitar tener la sensación de que los padres de Santana eran los culpables de la perenne tristeza que se reflejaba en los ojos de ésta.
—Es...
—Complicado —lo interrumpió ella.
Ella apretó los dientes y la cogió de la mano.
—Britt, ¿no puedes darme un respiro? Eres la primera persona que sabe que me peleé con mis padres. Quinn siempre ha creído que, sencillamente, nos distanciamos, así que, por favor, ¿no puedes darme algo de margen?
—Está bien. No era mi intención presionarte, es sólo que no me encaja que alguien como tú sea capaz de tomar una decisión tan egoísta como ésa.
—Gracias —contestó emocionada, a pesar de que sabía que genéticamente estaba programado para ser increíblemente egoísta. Sólo había que ver a su padre y a su hermano para saberlo—. Significa mucho para mí.
Brittany se limitó a asentir y recorrieron las calles que les faltaban hasta llegar al piso de ella en silencio.
—Bueno, gracias por acompañarme. —Buscó la llave en el fondo del bolso—. Me ha gustado la película —añadió nerviosa. A pesar de que se suponía que sólo eran amigos, Brittany aún no sabía muy bien cómo comportarse en el momento de la despedida—. Esta semana estoy muy liada, pero si te apetece podríamos ir a tomar un café el viernes por la...
Ella le estaba hablando y Santana no podía dejar de pensar que le había dicho que no se lo imaginaba como una mujer cruel. Y, sin que ella le diera ninguna explicación mínimamente satisfactoria, había accedido a darle tiempo. Y ahora le estaba diciendo que si quería podían ir a tomar un café. Entonces, su cerebro le gritó basta y, sin poder evitarlo, y sin querer evitarlo, Santana se agachó y la besó en los labios. Fue un beso breve. Muy breve, igual que si se lo hubiera dado en la mejilla, pero al menos pudo sentir su aliento bajo su boca.
—Buenas noches, Britt—susurró al apartarse.
—Buenas noches —respondió ella, y se dio media vuelta para abrir la puerta. Pero Santana vio que se llevaba dos dedos a los labios para tocárselos.
El lunes siguiente, Brittany fue a la facultad y en la cafetería se encontró con Hanna. Estaba con unos amigos, y oyó que se reían de algo que les había sucedido la noche anterior. Ella pidió su café y se sentó a la barra.
—Hola, Britt—la saludó Hanna, que se había levantado de la mesa en la que estaba con sus amigos.
—Hola —respondió ella.
—¿Tienes clase?
—Sí, dentro de media hora.
—Este fin de semana nos vamos a la casa que Emily tiene en Puigcerdá. ¿Te gustaría venir?
Brittany se puso algo nerviosa, pero consiguió disimularlo.
—¿Quiénes vais? —preguntó.
—Pues Emily, por supuesto, Miriam, su novia, una de sus amigas, no me acuerdo cómo se llama. Yo, y Miguel, de farmacia.
—¿Y estás seguro de que no les importará que yo también me apunte? Apenas los conozco.
—No, qué va. Me dijeron que podía invitar a quien quisiera. —La miró a los ojos, dejándole claro por qué había pensado en ella—. Nos iremos el viernes por la tarde, y regresaremos el domingo por la noche.
Ella no sabía qué decir. Casi no conocía a la propietaria de la casa ni al resto del grupo, y la incomodaba un poco que Hanna diera casi por hecho que su incipiente relación fuese a dar aquel giro. Pero por otro lado, si nunca pasaba tiempo con ella, jamás llegaría a conocerla.
—Me tengo que ir a clase, ¿te puedo contestar más tarde? —Cogió la carpeta que había dejado encima de la barra. Vio que la sonrisa de Hanna, que había aparecido en sus labios desde el principio de la conversación, se apagaba un poco—. Me apetecería mucho ir —le dijo, para ver si así la compensaba por no responderle en aquel preciso instante.
—Claro, éste es mi móvil. —Cogió el bolígrafo que Brittany llevaba colgado de la goma elástica de la carpeta y apuntó el número en ella—. Llámame cuando quieras.
Brittany salió de la cafetería y se fue a clase, pero a decir verdad no prestó demasiada atención a lo que decía el profesor. Su mente pasaba de encontrar argumentos a favor de decir que sí, para luego darle varios para decir que no. La sorprendía que Hanna la hubiera invitado, pero, tal como decía Kitty, la mayoría de la gente de su edad no era tan complicada como ella y a menudo hacían cosas sólo para pasarlo bien. Seguro que si se lo preguntaba a su hermana, le diría que no le diera tantas vueltas y que dijera que sí, o que no, pero que no se complicara tanto la vida. Al fin y al cabo, sólo era un fin de semana; en el mejor de los casos, conocería gente nueva y quizá hiciera algunos buenos amigos, por no mencionar que tal vez descubriera si entre ella y Hanna podía haber algo; y en el peor se aburriría y perdería un fin de semana. A la hora de cenar, había decidido que iba a aceptar la invitación, pero no llamó a Hanna. Esperaría al miércoles por la mañana.
Santana trató de concentrarse en los planos que estaba modificando, pero su mente se empeñaba en recordar el inocente beso que le había dado a Brittany y el mensaje que el doctor Ross había dejado en su contestador. El médico lo había llamado ese mismo día a primera hora de la mañana para decirle que era imperativo que ese fin de semana viajara a Londres para realizar las últimas pruebas previas al trasplante. El oncólogo también le decía que, en caso de que no accediera a ser donante, debía decírselo cuanto antes para poder buscar una alternativa. Santana todavía no se había decidido, y el principal motivo de su indecisión era que, a esas alturas, ni su padre ni su madre se habían dignado pedírselo, sencillamente, habían dado por hecho que ella lo haría. No quería humillarlos, ni que fueran a verla contándole historias falsas sobre el amor que de repente sentían hacia ella, pero sí que le gustaría que la trataran con respeto. Y una conversación entre adultos era lo mínimo que se merecía. Frustrada, lanzó el lápiz encima del escritorio.
—Vaya, no sé qué te ha hecho el pobre lápiz —dijo Juan desde la puerta—, pero seguro que se arrepiente.
—No te había visto —contestó Santana—. ¿Qué querías?
—Ya sé que en los últimos días te lo he preguntado varias veces, pero correré el riesgo de repetirme: ¿te pasa algo?
—Nada. Estaba trabajando en los cambios que me pasaste. Lo de los balcones de los pisos superiores me parece muy buena idea.
—Gracias. Tu sugerencia sobre el sistema de ventilación ha sido básica. Y, bueno, ahora que los dos nos hemos halagado mutuamente, ¿por qué no me cuentas lo que te pasa?
—¿Saliste con Teresa?
—Me rindo, veo que estás empeñada en cambiar de tema. —Levantó las manos dándose por vencido—. Sí, fuimos a cenar. Es una mujer sorprendente, ¿sabías que terminó los estudios después de que naciera su hija? ¿Y que la ha criado ella sola?
—No, no lo sabía. Me alegro de que lo pasarais bien.
—Sí. —Al ver el modo en que lo miraba Santana, se apresuró a añadir—: No pasó nada. Teresa es toda una dama.
—Por supuesto. Y tú todo un caballero, pero eso no implica que no podáis llegar a conoceros mejor.
—Eres incansable. En fin, venía a ver si estabas lista para salir. Quedamos que hoy pasaríamos por la obra para comentar las últimas novedades con el capataz.
Santana se había olvidado por completo de la cita.
—Por supuesto. Guardo todo esto y nos vamos.
—Te espero en recepción —dijo Juan, y salió dejándola de nuevo a solas.
Santana recogió el lápiz, guardó el cuaderno en la bolsa y fue en busca de su amigo. Tenía que ir a Londres. Debía enfrentarse a sus padres y tomar una decisión. Sabía que tenía que hacerlo, igual que sabía que no quería ir sola. La visita con el capataz consiguió que, durante unas horas, no pensara en nada más, pero tan pronto como entró en su apartamento, todas aquellas preguntas volvieron a asaltarlo. Eran más de las diez, y quizá algo tarde para llamarla, pensó, pero la llamó igualmente.
—¿Santana?
—¿Te he despertado? —preguntó ella.
—No, qué va. Kitty y yo estábamos viendo la tele. Espera un segundo. —Oyó que Brittany se levantaba del sofá y le decía a su hermana que iba a su habitación—. Ya está, así no la molesto. Dime.
—Esta mañana me ha dejado un mensaje el médico que lleva el caso de mi padre —le explicó, relativamente tranquila, aunque sintió un ligero temblor en la mano con que sujetaba el teléfono—. Tengo que ir a Londres este mismo fin de semana. —Tomó aire—. Y tengo que decidir, de una vez por todas, si voy a donarle médula a mi padre o no.
—¿Y qué vas a hacer? —Brittany estaba sentada encima de su cama, con las piernas cruzadas como una india.
—No lo sé. Britt, yo... sé que te parecerá absurdo, pero —cerró los ojos, y agradeció que ella no pudiera verla— ¿te importaría acompañarme a Londres?
—¿A Londres? ¿Este fin de semana?
—Sí. Yo me ocuparía de todo, por supuesto.
Se quedaron en silencio durante unos segundos; ella porque trataba de comprender lo que estaba pasando, y Santana porque tenía miedo de oír la respuesta que ella pudiera darle.
—Santana, ¿por qué? ¿Por qué quieres que te acompañe? —le preguntó Brittany al fin—. Nos hemos pasado los últimos meses evitándonos. De no haber sido por el nacimiento de María, seguramente habríamos podido seguir así eternamente.
—Siempre me he arrepentido de cómo reaccioné aquella noche, Britt—confesó—. Este fin de semana va a ser muy difícil para mí, y necesito tener una amiga a mi lado. —Habría dicho que necesitaba tenerla a ella, pero supuso que Brittany no lo creería—. No puedo pedírselo a Quinn, y tampoco a Puck. Y ya te dije que nunca le había contado a nadie que estaba tan distanciada de mis padres. —Ella seguía sin decir nada—. Si no quieres venir, lo entenderé. No pasa nada, de verdad. Es sólo que... tenía que preguntártelo.
—El viernes termino a las doce, y por mí podríamos regresar el martes, o incluso el miércoles por la mañana. El lunes y el martes que viene no tengo clases —explicó Brittany. Había estado a punto de decirle que no podía acompañarla, que estaba ocupada, pero algo en la voz de Santana le hizo ver que no estaba acostumbrada a pedirle nada a nadie, y que de verdad temía hacer solo ese viaje, así que aceptó. Y tan pronto como le dijo que sí, tuvo la sensación de que eso era exactamente lo que tenía que hacer.
—Gracias, Britt. —Carraspeó para aclararse la voz—. Mañana mismo compraré los billetes y reservaré el hotel.
—¿Y tu apartamento de Londres? ¿No preferirías ir allí? Mi hermana me dijo que habías decidido conservarlo.
Santana se quedó pensando unos momentos. La verdad era que le gustaría ir a su casa. Aunque en Barcelona estaba muy bien instalada, echaba de menos su apartamento de Londres, y a esa pequeña parte masoquista que vivía en su interior le gustaría ver cómo encajaba Brittany en él.
—Había pensado que en un hotel estarías más cómoda, pero si a ti no te importa, la verdad es que me gustaría ir a mi casa —contestó sincera.
—Por supuesto que no me importa. —«Y siento mucha curiosidad.»—. Así te ahorras el hotel, y podremos ir a nuestro aire.
—Gracias, Britt. Significa mucho para mí —le dijo más emocionada de lo que estaba dispuesta a reconocer.
—De nada, Santana. Vamos, duerme un poco, suenas muy cansada. Hablamos mañana y terminamos de organizar las cosas. Supongo que necesitarás mi número de pasaporte, ¿no?
—Sí, supongo que sí. —Suspiró—. Te llamo mañana. Buenas noches, Brittany.
—Buenas noches.
Brittany colgó el móvil y tardó unos segundos en darse cuenta de que su hermana Kitty estaba de pie junto a la puerta.
—Así que te vas a Londres —dijo despreocupada.
—Eso parece —respondió ella desde la cama; seguía sin comprender del todo lo que acababa de suceder.
—Bueno. —Kitty se dio media vuelta, pero antes de salir de la habitación, añadió—: El jueves, cuando llegue de clase, te ayudo a hacer la maleta.
El miércoles por la mañana, Brittany llamó a Hanna para decirle que le había surgido un imprevisto y que, lamentándolo mucho, no podría ir con ellos de fin de semana. A ella no pareció hacerle demasiada gracia, pero tampoco se apenó en exceso, y Brittany supuso que la guapa estudiante de medicina tardaría media hora, como mucho, en pedírselo a otra. Y lo mejor de todo fue que ni siquiera le importó. Por la tarde, cuando regresaba a su casa después de pasar un par de horas en la biblioteca, le sonó el móvil y vio que era Quinn, su cuñada.
—Hola, Quinn, ¿qué tal? ¿Cómo están Rach y María? —preguntó nada más descolgar.
—Todas estamos bien. ¿Puede saberse por qué Santana me ha dicho esta mañana que el próximo fin de semana tú y ella ibais a estar en Londres?
Brittany se quedó algo sorprendida, ella misma habría llamado a Rach para contárselo, pero la sorprendió que Santana hubiera facilitado esa información. Tenía la sensación de que quería llevar todo aquello de sus problemas familiares en secreto.
—Me ha pedido que la acompañe —optó por responder vagamente—. Y este fin de semana lo tengo libre.
—Ya, sólo dime una cosa, ¿tiene algo que ver con que su padre esté enfermo? Vamos, Britt, soy periodista, y el padre de San es uno de los hombres más poderosos de toda Inglaterra. Finn me llamó para contármelo.
—Ella me dijo que de momento no se lo había contado a nadie.
—Y no lo ha hecho. Ya te he dicho que me he enterado por Finn. Pero ¿me estás diciendo que a ti sí te lo ha contado?Britt, si eso es así, deja que te diga una cosa. Significas mucho más para Santana de lo que ella misma está dispuesta a admitir. Dios, si yo tardé seis años en lograr que me confirmara que era hijo de Harrison López.
—No será para tanto. Y sí, su padre está enfermo. Leucemia.
—Mierda, ¿y puede saberse por qué la muy idiota no me ha dicho nada? Se supone que soy su mejor amiga.
—Creo que no quería molestar —sugirió ella.
—Mira, Britt, ve con ella y ayúdale en lo que puedas, porque te juro que cuando todo esto pase voy a cantarle las cuarenta. Si no llego a llamarla esta mañana para preguntarle si le iba bien celebrar el nacimiento de María este fin de semana, seguro que tampoco me habría contado lo de Londres.
—Lo siento, Q. No sé qué decir, pero si te consuela, te habrías enterado igual. Yo iba a llamar a Rach más tarde.
—Lo sé... Siento que tengas que pagar tú mi mal humor, es que a la burra de Santana a veces hay que recordarle que no está solo en el mundo. En fin, ¿a qué hora os vais?
—Se supone que tenemos que hablar esta noche para acabar de concretar los detalles. Cuando sepa el horario del vuelo os lo haré saber, y no te preocupes por nada. Te prometo que haré todo lo que pueda para que a San le quede claro que tiene muy buenos amigos.
—Bueno, estoy convencida de que si alguien puede hacerlo eres tú, Britt—añadió con tono enigmático—. Llámanos cuando sepas la hora de salida y todas esas cosas, ¿vale?
—Así lo haré. Adiós, Q.
—Adiós.
En cuanto Brittany llegó a su casa el móvil volvió a sonar, pero esta vez era Santana , para pedirle su número de pasaporte y poder comprar así los billetes. Sonaba mucho más serena y recuperada que el día anterior, y cuando tuvo toda la información, colgó dándole de nuevo las gracias. El jueves por la mañana, Brittany se encontró con un mensaje en el que le detallaba el horario del vuelo.
Santana fue a buscarla el viernes a primera hora de la tarde a su piso. El vuelo salía a las cinco y tenían el tiempo justo de llegar al aeropuerto, facturar y pasar el control de pasaportes. Ella llevaba tan sólo una diminuta maleta, primero se había decidido por una bolsa de mano, pero cuando Santana le confirmó que se quedarían en Londres hasta el martes por la tarde, optó por coger la maleta. No iba muy cargada, pero sí había cogido algo más de ropa por si le quedaba algo de tiempo libre para hacer turismo. No se tomaba aquel viaje como unas vacaciones; iba allí a ayudar a San, y si tenía que pasarse los cuatro días en la sala de espera del hospital, pues allí era donde iba a estar.
Durante el vuelo, ella le contó las pruebas que le habían realizado para asegurarse de la compatibilidad de su médula ósea, y también la puso al día de los procedimientos a los que se había sometido Harrison, su padre. Ella se dio cuenta de que Santana casi siempre llamaba a su padre por el nombre de pila, pero no le preguntó por qué. Ya tendría tiempo más adelante, y Santana, aunque se empeñaba en disimularlo, estaba nerviosa. Aterrizaron en Heathrow, y quizá fuera por la atmósfera inglesa, o por el frío, Santana se relajó un poco y en el taxi que los llevó hasta su apartamento le estuvo contando que le había dejado las llaves a una amiga, Mercedes. También le habló de Kurt, al que Brittany también conocía de oídas, pues había sido el jefe de Rachel durante los meses en que su hermana trabajó en Londres. Pero en ningún momento le habló de sus padres ni de sus hermanos. A medida que el taxi iba acercándose a la ciudad, el tráfico se hacía más denso, hasta que se quedaron parados. Brittany miró hacia afuera y vio el triste cielo inglés, y pensó que le apetecía mucho más estar allí que en el Pirineo catalán con unos compañeros de facultad. Con una leve sonrisa en los labios, se quedó dormida el resto del trayecto.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Esta historia es mas que adictiva, es super interesante, me encanta la personalidad de santana, espero saber el pq su familia siempre tuvo esa distincion hacia ella, tambien espero que este viaje la una mas a brittany, hasta pronto!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Espero que arreglen las cosas durante el viaje.
lana66** - Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 07/06/2015
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Micky Morales: Hola! Me alegra que te guste la historia, y espero siga siendo así. En los capitulos que subiré a continuación se habla un poco del por qué los padres de Santana la rechazaban. Saludos!
Lana66: Hola! ya vas a ver de que manera arreglaron las cosas
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Santana todavía no podía creerse que Brittany hubiera aceptado acompañarla a Londres. Se había pasado toda la mañana convencida de que, cuando fuera a buscarla, le diría que había cambiado de opinión y que no iba a ir con ella. Pero no había sido así, todo lo contrario. Britt estaba esperándola maleta en mano y con una sonrisa en los labios. Durante el viaje, ella le explicó lo que sabía acerca de la enfermedad de Harrison, que no era mucho, pero le pareció que tenía el deber de contárselo. Ella lo escuchó atenta y, aunque le hizo algunas preguntas, ninguna fue si iba a donarle o no médula ni sobre los orígenes de sus problemas familiares. En el taxi, la aburrió con las historias de sus amigos, hasta que ella terminó por quedarse dormida.
El coche se detuvo y Santana sacudió a Brittany ligeramente por el hombro para despertarla.
—Ya hemos llegado —le susurró para no sobresaltarla.
Ella abrió despacio los ojos.
—Me he quedado dormida. Lo siento —dijo algo avergonzada.
—No te preocupes. —Bajó del vehículo, pagó la carrera y se hizo cargo de las maletas—. Es normal que estés cansada, y tampoco es que te estuviera contando algo excesivamente interesante.
Brittany se sonrojó todavía más.
—No es eso.
El taxi arrancó y Santana la guió hasta el portal de su apartamento.
—Ayer llamé a Mercedes para decirle que venía, y me dijo que pasaría esta mañana para encender la calefacción y dejarme algo en la nevera. Es un sol.
—Mi hermana me ha contado maravillas de ella. ¿Crees que podré conocerla?
—Por supuesto —respondió ella sin dudar—. No hace falta que te pases todo el día conmigo.
—San, he venido aquí para estar a tu lado. Si tenemos tiempo de ir a ver a tus amigos, genial. Si no, no pasa nada. Era sólo una idea.
Ella apretó la mandíbula, un gesto que Brittany ya había descubierto que delataba que estaba nerviosa.
—Gracias. Es aquí. —Subieron una única planta. Santana abrió la puerta de su apartamento, y sintió una enorme sensación de paz. Realmente había echado más de menos aquel lugar de lo que creía—. Pasa.
—Vaya, es precioso —dijo Brittany al ver los dibujos y bocetos de distintos edificios que decoraban las paredes del pasillo—. ¿Los has dibujado tú?
—Qué más quisiera. Yo sólo los colecciono, algunos son de arquitectos famosos, otros de meros desconocidos. Los compro en ferias y mercadillos.
—Pues algún día deberías enmarcar uno de los tuyos y colgarlo.
—No digas tonterías —contestó, constatando a su paso que todo estaba en mejor estado de lo que ella lo había dejado. Realmente, Mercedes era un sol.
—En serio. ¿Has dibujado algo más en estos meses?
—No, la verdad es que no he estado demasiado inspirada.
—Comprendo —dijo ella.
Santana se dio cuenta de que Brittany creía que esa falta de inspiración se debía a la enfermedad de su padre, cuando en realidad era ella el motivo, pero no la sacó de su error.
—Éste es el cuarto de invitados. —Abrió una puerta y le enseñó una acogedora habitación decorada en tonos verde pálido. Había una cama de matrimonio, un armario y un espejo de cuerpo entero—. La señora Potts eligió el color, y el espejo —añadió con una sonrisa.
—¿La señora Potts?
—Mi niñera.
Brittany levantó una ceja y ella dedujo que quería que desarrollara algo más aquella escueta respuesta.
—Cuando me fui de mi casa, ella fue una de las pocas personas que me ayudó, así que cuando compré este apartamento pensé que sería bonito pedirle su opinión acerca de algunas cosas —explicó, como si tuviera que defenderse.
—Yo también tenía una niñera de pequeña —le aseguró ella—. Bueno, mi madre solía decir que era una santa por soportarnos a todos.
—¿Ah, sí? —A Santana le sorprendió que Brittany no quisiera saber nada más. Y llegó a la conclusión de que aquello era una muestra de lo generosa que era—. ¿Y cómo se llama?
—Luisa, y ya está muerta.
—Vaya, lo siento.
No te preocupes, era muy mayor. Murió una noche, mientras dormía, después de ir unos días de viaje con unas amigas también jubiladas. Nosotros la habíamos visto el día anterior, y nos contó entusiasmada lo bien que se lo había pasado. Así que, tal como dice mi madre, supongo que murió feliz.
—Eso sí que es tener suerte. Miriam, la señora Potts, también es mayor, pero espero que le quede cuerda para rato.
Brittany pensó que era la primera vez que la veía hablar de alguien de su pasado con cariño.
Bueno, pues dile a la señora Potts, que me encanta el espejo —dijo, en un intento por aligerar algo el ambiente.
—Se lo diré. El baño está por allí, puedes tomar posesión de él. Yo tengo otro en mi habitación. La cocina y el comedor están al final del pasillo. Y la otra habitación es mi estudio, aunque últimamente no puede decirse que lo haya utilizado demasiado.
—Bueno, tarde o temprano tendrás que regresar aquí, ¿no?
—Sí, supongo que sí. ¿Tienes hambre o prefieres acostarte?
—Después de la cabezadita del taxi, la verdad es que estoy algo hambrienta, aunque te confieso que no me apetece demasiado salir.
Supongo que en la cocina encontraré algo que ofrecerte —dijo Santana, ya desde la puerta—. Ponte cómoda, yo iré a dejar las cosas en mi dormitorio y luego investigaré por la despensa.
—Te ayudo.
—Está bien. Cuando quieras, ven a la cocina.
Santana salió de allí y se dirigió hacia su habitación. Todo estaba idéntico a como lo había dejado. Encima de la mesilla de noche estaba la novela que estaba leyendo y el diccionario marcado con fosforito. Y también se hallaba el reproductor de MP3 que se había dejado allí. Tenía dos, y aun así, siempre terminaba por perder uno. Colocó el ligero equipaje encima de la cama y colgó la poca ropa que se había llevado en el armario. Se cambió y se puso una camiseta y un short de algodón azul marino que solía utilizar para hacer deporte. Se lavó las manos y fue hacia la cocina. No se permitió detenerse ni un segundo... porque si lo hacía se daría cuenta de lo mucho que le gustaba que Brittany estuviera en su apartamento.
Brittany se quedó sentada en la cama unos segundos, pensando en la conversación que acababan de mantener y tratando de imaginarse qué se encontrarían en el hospital. Había tenido que morderse la lengua para no preguntarle a Santana por qué se había peleado con sus padres, o por qué no tenía contacto con sus hermanos. Las posibilidades eran infinitas, pero por más que le daba vueltas al tema, no conseguía imaginar ningún motivo por el que alguien pudiera estar enfadado con Santana durante tanto tiempo. Ella se lo contaría cuando estuviera preparada, se recordó, se lo había prometido, así que de nada serviría que siguiera allí embobada. Se levantó, fue al cuarto de baño, que también era precioso, a refrescarse y luego se dirigió a la cocina.
Santana estaba preparando una ensalada en un cuenco, y junto a ella había una bandeja con varios quesos y jamón italiano, así como unas rebanadas de pan.
—He pensado que, a la hora que es, estaría bien comer algo ligero. Además, tengo que estar en el hospital mañana a las ocho —explicó sin darse la vuelta.
—Claro, la verdad es que tiene muy buena pinta. ¿Puedo hacer algo para ayudar? —preguntó Brittany.
—Dentro de la nevera encontrarás agua y varios zumos, coge lo que quieras.
Ella fue hacia el frigorífico y vio la nota que había fijada en él con un par de imanes.
—Está claro que Mercedes y Kurt te han echado de menos —comentó con una sonrisa.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Santana, sorprendida por el comentario.
Por la nota que te han dejado en la nevera.
«La nota», recordó ella. Al abrir la nevera la había visto, pero estaba demasiado cansada, y nerviosa, como para tratar de leerla, y pensó que ya lo haría más tarde.
—Ah, sí. Ellos son así. —Esperó que esa respuesta tan vaga bastara para cerrar el tema.
—¿Y piensas hacerles caso?
«¿Caso en qué?», se preguntó Santana, pero de todos modos se arriesgó a responder:
—Qué va, esos dos están locos. Esto ya está. ¿Te importa coger los platos y los vasos?
Brittany cogió los utensilios y lo siguió hacia el comedor, pero no pudo quitarse de encima la sensación de que Santana no estaba siendo del todo sincera con ella, si no, ¿por qué demonios le había dicho que no pensaba llamar a sus amigos cuando eso era lo único que le pedían en la nota?
Durante la improvisada cena, Santana le dijo unas veinte veces que no hacía falta que la acompañara al hospital a primera hora. Y Brittany le respondió las veinte veces que por supuesto que iría con ella. Santana también le dijo que no sabía si sus hermanos, Frey y Sabina, estarían allí, pero que en el caso de que eso sucediera, no debía de preocuparse por ellos. Santana todavía no había coincidido con Frey, y la verdad era que temía dicho encuentro; su hermano siempre había sido capaz de herirla con apenas dos palabras. Y, si bien Sabina la había sorprendido, ésta se parecía demasiado a su madre y Santana sabía que, en caso de conflicto, nunca lo defendería. Fueron a acostarse, y ella tardó un poco en dormirse, pero cuando lo consiguió fue con una ligera sonrisa en los labios. Sí, le gustaba que Brittany estuviera en su casa.
Por la mañana, al sonar el despertador, tanto Brittany como Santana tardaron un rato en identificar dónde estaban, pero las dos, cada uno en su respectiva habitación, se alegraron de saber que iban a pasar el día en compañía de la otra, aunque fuera en un hospital. Cuando ella salió de su habitación, lista ya para irse, descubrió que Santana le había preparado el desayuno. Santana también estaba a punto, y, mientras sujetaba una taza de café en una mano, en la otra tenía un lápiz con el que no paraba de dibujar algo en su cuaderno.
—¿Qué estás dibujando? —le preguntó Brittany al entrar en la cocina.
Buenos días —saludó ella, cerrando de inmediato el cuaderno—. No es nada. ¿Has dormido bien?
—Sí. ¿Y tú? ¿Estás nerviosa?
—Diría que no, pero supongo que mentiría. —Salió de la cocina y fue a guardar el cuaderno en la habitación donde le había dicho que tenía su estudio.
Brittany aprovechó para servirse una taza de café y dar un mordisco a una de las magdalenas que había dejado en una bandeja. Santana reapareció al cabo de unos minutos.
—Por mí podemos irnos —dijo ella, dejando la taza limpia en la encimera.
—De acuerdo.
Salieron del apartamento y Santana detuvo un taxi. El hospital no estaba excesivamente lejos, pero sí lo suficiente como para que no le apeteciera ir andando a esas horas de la mañana. Durante el camino, volvió a decirle a Brittany que no hacía falta que se quedara allí todo el día con ella, a lo que Britt volvió a responderle que no dijera tonterías.
Llegaron al hospital, que tenía el mismo aspecto que los de Barcelona, pensó Brittany, y se dirigieron a la planta de oncología. Al salir del ascensor, se toparon con un hombre rubio, muy atractivo, de unos cuarenta años, y con la mirada más cruel que Brittany había visto nunca.
—Vaya, mira quién ha venido —dijo el rubio—. Y yo que pensaba que no serías capaz de llegar hasta aquí sin ayuda. —Miró a Brittany, a la que repasó de arriba abajo—. Aunque, por lo que veo, no me he equivocado tanto.
Ella no entendió a qué venía tanta animosidad, pero cuando vio que Santana retrocedía como si estuviera asustada no lo dudó ni un instante y entrelazó los dedos con los suyos. Ella le apretó la mano con fuerza y Brittany supo que el gesto la había reconfortado.
—Hola, Frey, y yo veo que no has cambiado nada. ¿Te importa? —Hizo un gesto con la mano que tenía libre.
El tal Frey se apartó y les dejó vía libre.
—Papá está en su habitación —informó, y se metió las manos en los bolsillos—. Te están esperando.
Santana se limitó a asentir con la cabeza.
—Supongo que vas a consentir en ser la donante, ¿no? Ya era hora de que sirvieras para algo.
Brittany sintió que ella le apretaba los dedos todavía con más fuerza y temió que fuera a pelearse con su hermano allí mismo. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, pero el tal Frey le ponía los pelos de punta.
—San—le dijo, tirándole ligeramente de la mano—, será mejor que nos vayamos.
Ella parpadeó y la miró, como si justo en aquel instante recordara su presencia.
—Tienes razón, lo siento. Cuanto antes empecemos con todo esto, antes podremos irnos.
Frey los observó con una mueca sardónica en el rostro, pero algo debió de ver en los ojos de Santana cuando ésta volvió a mirarlo, porque, sin decir una palabra más, se metió en el ascensor y se fue.
—Ése era mi hermano mayor, Jeffrey —le dijo Santana a Brittany cuando las puertas se cerraron y el rubio desapareció.
—Ya lo he deducido —contestó ella—. Y no me puedo creer que seáis familia.
—Yo tampoco, pero créeme, lo somos. Mi padre se aseguró de comprobarlo.
Brittany se quedó helada ante lo que aquello implicaba, y, por desgracia, tuvo el presentimiento de que aquello era tan sólo la punta del iceberg en cuanto a los problemas familiares de Santana se refería.
Recorrieron el pasillo del hospital y se detuvieron frente a la habitación del señor López.
—Britt, no hace falta que entres —dijo Santana, pero por el modo en que le seguía sujetando la mano, ella dedujo que no lo decía en serio. O que, si lo hacía, su propio cuerpo había decidido traicionarlo.
—Vamos, llama a la puerta.
Ella le hizo caso y un segundo más tarde se oyó la voz de una mujer diciéndoles que entraran.
Tumbado en la cama había un hombre de unos sesenta años largos, muy parecido al rubio con el que se habían encontrado al salir del ascensor. Era evidente que de joven había sido muy atractivo y, a juzgar por la mueca de desprecio que le desfiguraba el rostro, también se hacía patente que odiaba estar enfermo, y que se tomaba todo aquello como una traición por parte de su cuerpo. Sentada en una butaca a su lado había una mujer muy atractiva. También era rubia y Helena pensó que debía de haber hecho un pacto con el diablo porque, si bien estaba claro que era la madre de Santana, no aparentaba ni mucho menos la edad que debía de tener.
—Buenos días —saludó Brittany al entrar, con la sensación de estar en medio de un duelo de pistoleros y de que necesitaba hacer algo para romper la tensión.
—Buenos días —respondió la mujer, levantándose de la butaca—. ¿Has hablado ya con el doctor Ross, Santana?
—Todavía no —dijo él tenso—. Maribel, Harrison, ella es Brittany.
En circunstancias normales, Brittany les habría dado dos besos, pero estaba claro que lo que estaba sucediendo en aquella habitación no era normal, así que se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Has rellenado ya los papeles del trasplante de médula? —preguntó Harrison desde la cama.
—Todavía no —repitió Santana, sosteniéndole la mirada a su padre.
Éste intensificó su mueca de desdén.
—Santana, Santana, creía que después de tanto tiempo ya se te habría pasado. Vamos, ¿no puedes ponerte en nuestro lugar?
—Pues no, no puedo. Y no creo que pueda hacerlo jamás.
—Santana, tienes que entender que nosotros sólo queríamos lo mejor para ti —intervino su madre, e incluso a Brittany, que acababa de conocerla, le sonó hipócrita.
—¿Lo mejor para mí? ¿Lo mejor para mí era tratarme como si fuera una idiota?
—No exageres, Santana. Y sabes que teníamos motivos de sobra para creerlo.
—No, no los teníais. Si os hubierais molestado en tratar de entender lo que me estaba pasando, si os hubierais dignado perder cinco minutos de vuestro precioso tiempo, habríais sabido que no teníais motivos para creer tal cosa. Pero no, para ti —señaló a su madre—, era mucho más importante tu profesor de tenis, tus masajes y tus liposucciones. Y para ti —le tocó el turno a su padre—, tus reuniones, tus secretarias y tu prestigio.
—Ah, ¿conque de eso se trata? ¿Qué pasa Santana, no vas a darme tu médula si no te pido perdón, es eso? Pues lo llevas claro, hija —pronunció esa última palabra como si fuera un insulto—. No pienso disculparme por nada. El apellido López significa mucho para mí, y no iba a permitir que nos dejaras en ridículo. No me interpretes mal, me alegro de que consiguieras sacarte el título de arquitecta. —No hizo falta que añadiera «aunque me sorprende que lo consiguieras», pues estaba claro que era lo que pensaba—. Pero no iba a dejar que una hija mía, que a los diez años todavía era incapaz de leer, echara nuestra reputación por tierra. Sabía que ibas a reaccionar así, en el fondo te pareces más a mí de lo que crees. Les dije a mis abogados que prepararan la documentación necesaria para llevarte a juicio. Después de todo, sigues siendo mi hija y, bueno, si no estás dispuesta a ayudarme por las buenas, como te dije, tendrás que hacerlo por las malas.
Si a Brittany le hubieran cortado un brazo en aquel mismo instante, seguramente ni lo habría notado. ¿Quién era aquel hombre que estaba escupiendo tanto veneno por la boca? ¿Y qué era esa tontería de que su hija iba a avergonzarlo? ¿Que no había aprendido a leer hasta los diez años? No entendía nada, pero sintió que Santana empezaba a temblar y en aquel preciso instante eso fue lo único que le importó.
—No será necesario, Harrison. Le diré al doctor Ross que lo prepare todo para el trasplante, aunque espero por tu bien que no necesites un segundo. —Tiró de la mano de Brittany y se encaminó hacia la puerta—. Adiós.
Salieron de la habitación, pero Santana no se detuvo hasta llegar a otra puerta que había al final del pasillo, con una placa en la que podía leerse el nombre del oncólogo. Llamó y, al oír la voz del médico, entró sin dilación.
—Hola, Santana, no sabía que habías llegado. —El hombre iba a levantarse, pero las siguientes palabras de Santana lo detuvieron:
—Puede prepararlo todo para el trasplante, doctor.
—De acuerdo. —Brittany vio que al hombre le sorprendía que hubiera accedido a la intervención—. Toma, éstas son las hojas de la autorización y algunas recomendaciones previas y postoperatorias. —Abrió una agenda que tenía delante—. Podríamos llevar a cabo la operación este martes y, si todo saliera bien, te daría el alta el lunes siguiente.
—Llamaré a mi empresa y les preguntaré si hay algún problema. Telefonearé esta tarde a la enfermera para confirmárselo. Si a usted le parece bien.
—Perfecto. Gracias por tu colaboración, Santana. —El doctor se puso en pie y le tendió la mano.
Y Santana se la estrechó con convicción. Estaba claro que aquel hombre no tenía nada que ver con lo que ocurría entre padre e hija.
—Un segundo, Santana. Deduzco de la señorita que te acompaña se quedará contigo, ¿no? No deberías estar sola después de la intervención.
Ella se quedó helada. Le había costado tanto tomar aquella decisión que ni siquiera se había planteado si Brittany iba a poder quedarse con ella. Había sido muy presuntuosa por su parte, pero al padecer, su mente se había olvidado completamente de sus modales. Iba a decir que no, que ya llamaría a otra persona para que se quedara con ella; quizá la señora Potts pudiese ir, o incluso Mercedes, o Kurt. Pero en aquel instante, Brittany respondió por ella:
—Sí, doctor, yo me quedaré con ella. Permítame que me presente, soy Brittany. Brittany Pierce, la prometida de Santana.
Lana66: Hola! ya vas a ver de que manera arreglaron las cosas
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9. La princesa prometida
Santana todavía no podía creerse que Brittany hubiera aceptado acompañarla a Londres. Se había pasado toda la mañana convencida de que, cuando fuera a buscarla, le diría que había cambiado de opinión y que no iba a ir con ella. Pero no había sido así, todo lo contrario. Britt estaba esperándola maleta en mano y con una sonrisa en los labios. Durante el viaje, ella le explicó lo que sabía acerca de la enfermedad de Harrison, que no era mucho, pero le pareció que tenía el deber de contárselo. Ella lo escuchó atenta y, aunque le hizo algunas preguntas, ninguna fue si iba a donarle o no médula ni sobre los orígenes de sus problemas familiares. En el taxi, la aburrió con las historias de sus amigos, hasta que ella terminó por quedarse dormida.
El coche se detuvo y Santana sacudió a Brittany ligeramente por el hombro para despertarla.
—Ya hemos llegado —le susurró para no sobresaltarla.
Ella abrió despacio los ojos.
—Me he quedado dormida. Lo siento —dijo algo avergonzada.
—No te preocupes. —Bajó del vehículo, pagó la carrera y se hizo cargo de las maletas—. Es normal que estés cansada, y tampoco es que te estuviera contando algo excesivamente interesante.
Brittany se sonrojó todavía más.
—No es eso.
El taxi arrancó y Santana la guió hasta el portal de su apartamento.
—Ayer llamé a Mercedes para decirle que venía, y me dijo que pasaría esta mañana para encender la calefacción y dejarme algo en la nevera. Es un sol.
—Mi hermana me ha contado maravillas de ella. ¿Crees que podré conocerla?
—Por supuesto —respondió ella sin dudar—. No hace falta que te pases todo el día conmigo.
—San, he venido aquí para estar a tu lado. Si tenemos tiempo de ir a ver a tus amigos, genial. Si no, no pasa nada. Era sólo una idea.
Ella apretó la mandíbula, un gesto que Brittany ya había descubierto que delataba que estaba nerviosa.
—Gracias. Es aquí. —Subieron una única planta. Santana abrió la puerta de su apartamento, y sintió una enorme sensación de paz. Realmente había echado más de menos aquel lugar de lo que creía—. Pasa.
—Vaya, es precioso —dijo Brittany al ver los dibujos y bocetos de distintos edificios que decoraban las paredes del pasillo—. ¿Los has dibujado tú?
—Qué más quisiera. Yo sólo los colecciono, algunos son de arquitectos famosos, otros de meros desconocidos. Los compro en ferias y mercadillos.
—Pues algún día deberías enmarcar uno de los tuyos y colgarlo.
—No digas tonterías —contestó, constatando a su paso que todo estaba en mejor estado de lo que ella lo había dejado. Realmente, Mercedes era un sol.
—En serio. ¿Has dibujado algo más en estos meses?
—No, la verdad es que no he estado demasiado inspirada.
—Comprendo —dijo ella.
Santana se dio cuenta de que Brittany creía que esa falta de inspiración se debía a la enfermedad de su padre, cuando en realidad era ella el motivo, pero no la sacó de su error.
—Éste es el cuarto de invitados. —Abrió una puerta y le enseñó una acogedora habitación decorada en tonos verde pálido. Había una cama de matrimonio, un armario y un espejo de cuerpo entero—. La señora Potts eligió el color, y el espejo —añadió con una sonrisa.
—¿La señora Potts?
—Mi niñera.
Brittany levantó una ceja y ella dedujo que quería que desarrollara algo más aquella escueta respuesta.
—Cuando me fui de mi casa, ella fue una de las pocas personas que me ayudó, así que cuando compré este apartamento pensé que sería bonito pedirle su opinión acerca de algunas cosas —explicó, como si tuviera que defenderse.
—Yo también tenía una niñera de pequeña —le aseguró ella—. Bueno, mi madre solía decir que era una santa por soportarnos a todos.
—¿Ah, sí? —A Santana le sorprendió que Brittany no quisiera saber nada más. Y llegó a la conclusión de que aquello era una muestra de lo generosa que era—. ¿Y cómo se llama?
—Luisa, y ya está muerta.
—Vaya, lo siento.
No te preocupes, era muy mayor. Murió una noche, mientras dormía, después de ir unos días de viaje con unas amigas también jubiladas. Nosotros la habíamos visto el día anterior, y nos contó entusiasmada lo bien que se lo había pasado. Así que, tal como dice mi madre, supongo que murió feliz.
—Eso sí que es tener suerte. Miriam, la señora Potts, también es mayor, pero espero que le quede cuerda para rato.
Brittany pensó que era la primera vez que la veía hablar de alguien de su pasado con cariño.
Bueno, pues dile a la señora Potts, que me encanta el espejo —dijo, en un intento por aligerar algo el ambiente.
—Se lo diré. El baño está por allí, puedes tomar posesión de él. Yo tengo otro en mi habitación. La cocina y el comedor están al final del pasillo. Y la otra habitación es mi estudio, aunque últimamente no puede decirse que lo haya utilizado demasiado.
—Bueno, tarde o temprano tendrás que regresar aquí, ¿no?
—Sí, supongo que sí. ¿Tienes hambre o prefieres acostarte?
—Después de la cabezadita del taxi, la verdad es que estoy algo hambrienta, aunque te confieso que no me apetece demasiado salir.
Supongo que en la cocina encontraré algo que ofrecerte —dijo Santana, ya desde la puerta—. Ponte cómoda, yo iré a dejar las cosas en mi dormitorio y luego investigaré por la despensa.
—Te ayudo.
—Está bien. Cuando quieras, ven a la cocina.
Santana salió de allí y se dirigió hacia su habitación. Todo estaba idéntico a como lo había dejado. Encima de la mesilla de noche estaba la novela que estaba leyendo y el diccionario marcado con fosforito. Y también se hallaba el reproductor de MP3 que se había dejado allí. Tenía dos, y aun así, siempre terminaba por perder uno. Colocó el ligero equipaje encima de la cama y colgó la poca ropa que se había llevado en el armario. Se cambió y se puso una camiseta y un short de algodón azul marino que solía utilizar para hacer deporte. Se lavó las manos y fue hacia la cocina. No se permitió detenerse ni un segundo... porque si lo hacía se daría cuenta de lo mucho que le gustaba que Brittany estuviera en su apartamento.
Brittany se quedó sentada en la cama unos segundos, pensando en la conversación que acababan de mantener y tratando de imaginarse qué se encontrarían en el hospital. Había tenido que morderse la lengua para no preguntarle a Santana por qué se había peleado con sus padres, o por qué no tenía contacto con sus hermanos. Las posibilidades eran infinitas, pero por más que le daba vueltas al tema, no conseguía imaginar ningún motivo por el que alguien pudiera estar enfadado con Santana durante tanto tiempo. Ella se lo contaría cuando estuviera preparada, se recordó, se lo había prometido, así que de nada serviría que siguiera allí embobada. Se levantó, fue al cuarto de baño, que también era precioso, a refrescarse y luego se dirigió a la cocina.
Santana estaba preparando una ensalada en un cuenco, y junto a ella había una bandeja con varios quesos y jamón italiano, así como unas rebanadas de pan.
—He pensado que, a la hora que es, estaría bien comer algo ligero. Además, tengo que estar en el hospital mañana a las ocho —explicó sin darse la vuelta.
—Claro, la verdad es que tiene muy buena pinta. ¿Puedo hacer algo para ayudar? —preguntó Brittany.
—Dentro de la nevera encontrarás agua y varios zumos, coge lo que quieras.
Ella fue hacia el frigorífico y vio la nota que había fijada en él con un par de imanes.
—Está claro que Mercedes y Kurt te han echado de menos —comentó con una sonrisa.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Santana, sorprendida por el comentario.
Por la nota que te han dejado en la nevera.
«La nota», recordó ella. Al abrir la nevera la había visto, pero estaba demasiado cansada, y nerviosa, como para tratar de leerla, y pensó que ya lo haría más tarde.
—Ah, sí. Ellos son así. —Esperó que esa respuesta tan vaga bastara para cerrar el tema.
—¿Y piensas hacerles caso?
«¿Caso en qué?», se preguntó Santana, pero de todos modos se arriesgó a responder:
—Qué va, esos dos están locos. Esto ya está. ¿Te importa coger los platos y los vasos?
Brittany cogió los utensilios y lo siguió hacia el comedor, pero no pudo quitarse de encima la sensación de que Santana no estaba siendo del todo sincera con ella, si no, ¿por qué demonios le había dicho que no pensaba llamar a sus amigos cuando eso era lo único que le pedían en la nota?
Durante la improvisada cena, Santana le dijo unas veinte veces que no hacía falta que la acompañara al hospital a primera hora. Y Brittany le respondió las veinte veces que por supuesto que iría con ella. Santana también le dijo que no sabía si sus hermanos, Frey y Sabina, estarían allí, pero que en el caso de que eso sucediera, no debía de preocuparse por ellos. Santana todavía no había coincidido con Frey, y la verdad era que temía dicho encuentro; su hermano siempre había sido capaz de herirla con apenas dos palabras. Y, si bien Sabina la había sorprendido, ésta se parecía demasiado a su madre y Santana sabía que, en caso de conflicto, nunca lo defendería. Fueron a acostarse, y ella tardó un poco en dormirse, pero cuando lo consiguió fue con una ligera sonrisa en los labios. Sí, le gustaba que Brittany estuviera en su casa.
Por la mañana, al sonar el despertador, tanto Brittany como Santana tardaron un rato en identificar dónde estaban, pero las dos, cada uno en su respectiva habitación, se alegraron de saber que iban a pasar el día en compañía de la otra, aunque fuera en un hospital. Cuando ella salió de su habitación, lista ya para irse, descubrió que Santana le había preparado el desayuno. Santana también estaba a punto, y, mientras sujetaba una taza de café en una mano, en la otra tenía un lápiz con el que no paraba de dibujar algo en su cuaderno.
—¿Qué estás dibujando? —le preguntó Brittany al entrar en la cocina.
Buenos días —saludó ella, cerrando de inmediato el cuaderno—. No es nada. ¿Has dormido bien?
—Sí. ¿Y tú? ¿Estás nerviosa?
—Diría que no, pero supongo que mentiría. —Salió de la cocina y fue a guardar el cuaderno en la habitación donde le había dicho que tenía su estudio.
Brittany aprovechó para servirse una taza de café y dar un mordisco a una de las magdalenas que había dejado en una bandeja. Santana reapareció al cabo de unos minutos.
—Por mí podemos irnos —dijo ella, dejando la taza limpia en la encimera.
—De acuerdo.
Salieron del apartamento y Santana detuvo un taxi. El hospital no estaba excesivamente lejos, pero sí lo suficiente como para que no le apeteciera ir andando a esas horas de la mañana. Durante el camino, volvió a decirle a Brittany que no hacía falta que se quedara allí todo el día con ella, a lo que Britt volvió a responderle que no dijera tonterías.
Llegaron al hospital, que tenía el mismo aspecto que los de Barcelona, pensó Brittany, y se dirigieron a la planta de oncología. Al salir del ascensor, se toparon con un hombre rubio, muy atractivo, de unos cuarenta años, y con la mirada más cruel que Brittany había visto nunca.
—Vaya, mira quién ha venido —dijo el rubio—. Y yo que pensaba que no serías capaz de llegar hasta aquí sin ayuda. —Miró a Brittany, a la que repasó de arriba abajo—. Aunque, por lo que veo, no me he equivocado tanto.
Ella no entendió a qué venía tanta animosidad, pero cuando vio que Santana retrocedía como si estuviera asustada no lo dudó ni un instante y entrelazó los dedos con los suyos. Ella le apretó la mano con fuerza y Brittany supo que el gesto la había reconfortado.
—Hola, Frey, y yo veo que no has cambiado nada. ¿Te importa? —Hizo un gesto con la mano que tenía libre.
El tal Frey se apartó y les dejó vía libre.
—Papá está en su habitación —informó, y se metió las manos en los bolsillos—. Te están esperando.
Santana se limitó a asentir con la cabeza.
—Supongo que vas a consentir en ser la donante, ¿no? Ya era hora de que sirvieras para algo.
Brittany sintió que ella le apretaba los dedos todavía con más fuerza y temió que fuera a pelearse con su hermano allí mismo. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, pero el tal Frey le ponía los pelos de punta.
—San—le dijo, tirándole ligeramente de la mano—, será mejor que nos vayamos.
Ella parpadeó y la miró, como si justo en aquel instante recordara su presencia.
—Tienes razón, lo siento. Cuanto antes empecemos con todo esto, antes podremos irnos.
Frey los observó con una mueca sardónica en el rostro, pero algo debió de ver en los ojos de Santana cuando ésta volvió a mirarlo, porque, sin decir una palabra más, se metió en el ascensor y se fue.
—Ése era mi hermano mayor, Jeffrey —le dijo Santana a Brittany cuando las puertas se cerraron y el rubio desapareció.
—Ya lo he deducido —contestó ella—. Y no me puedo creer que seáis familia.
—Yo tampoco, pero créeme, lo somos. Mi padre se aseguró de comprobarlo.
Brittany se quedó helada ante lo que aquello implicaba, y, por desgracia, tuvo el presentimiento de que aquello era tan sólo la punta del iceberg en cuanto a los problemas familiares de Santana se refería.
Recorrieron el pasillo del hospital y se detuvieron frente a la habitación del señor López.
—Britt, no hace falta que entres —dijo Santana, pero por el modo en que le seguía sujetando la mano, ella dedujo que no lo decía en serio. O que, si lo hacía, su propio cuerpo había decidido traicionarlo.
—Vamos, llama a la puerta.
Ella le hizo caso y un segundo más tarde se oyó la voz de una mujer diciéndoles que entraran.
Tumbado en la cama había un hombre de unos sesenta años largos, muy parecido al rubio con el que se habían encontrado al salir del ascensor. Era evidente que de joven había sido muy atractivo y, a juzgar por la mueca de desprecio que le desfiguraba el rostro, también se hacía patente que odiaba estar enfermo, y que se tomaba todo aquello como una traición por parte de su cuerpo. Sentada en una butaca a su lado había una mujer muy atractiva. También era rubia y Helena pensó que debía de haber hecho un pacto con el diablo porque, si bien estaba claro que era la madre de Santana, no aparentaba ni mucho menos la edad que debía de tener.
—Buenos días —saludó Brittany al entrar, con la sensación de estar en medio de un duelo de pistoleros y de que necesitaba hacer algo para romper la tensión.
—Buenos días —respondió la mujer, levantándose de la butaca—. ¿Has hablado ya con el doctor Ross, Santana?
—Todavía no —dijo él tenso—. Maribel, Harrison, ella es Brittany.
En circunstancias normales, Brittany les habría dado dos besos, pero estaba claro que lo que estaba sucediendo en aquella habitación no era normal, así que se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Has rellenado ya los papeles del trasplante de médula? —preguntó Harrison desde la cama.
—Todavía no —repitió Santana, sosteniéndole la mirada a su padre.
Éste intensificó su mueca de desdén.
—Santana, Santana, creía que después de tanto tiempo ya se te habría pasado. Vamos, ¿no puedes ponerte en nuestro lugar?
—Pues no, no puedo. Y no creo que pueda hacerlo jamás.
—Santana, tienes que entender que nosotros sólo queríamos lo mejor para ti —intervino su madre, e incluso a Brittany, que acababa de conocerla, le sonó hipócrita.
—¿Lo mejor para mí? ¿Lo mejor para mí era tratarme como si fuera una idiota?
—No exageres, Santana. Y sabes que teníamos motivos de sobra para creerlo.
—No, no los teníais. Si os hubierais molestado en tratar de entender lo que me estaba pasando, si os hubierais dignado perder cinco minutos de vuestro precioso tiempo, habríais sabido que no teníais motivos para creer tal cosa. Pero no, para ti —señaló a su madre—, era mucho más importante tu profesor de tenis, tus masajes y tus liposucciones. Y para ti —le tocó el turno a su padre—, tus reuniones, tus secretarias y tu prestigio.
—Ah, ¿conque de eso se trata? ¿Qué pasa Santana, no vas a darme tu médula si no te pido perdón, es eso? Pues lo llevas claro, hija —pronunció esa última palabra como si fuera un insulto—. No pienso disculparme por nada. El apellido López significa mucho para mí, y no iba a permitir que nos dejaras en ridículo. No me interpretes mal, me alegro de que consiguieras sacarte el título de arquitecta. —No hizo falta que añadiera «aunque me sorprende que lo consiguieras», pues estaba claro que era lo que pensaba—. Pero no iba a dejar que una hija mía, que a los diez años todavía era incapaz de leer, echara nuestra reputación por tierra. Sabía que ibas a reaccionar así, en el fondo te pareces más a mí de lo que crees. Les dije a mis abogados que prepararan la documentación necesaria para llevarte a juicio. Después de todo, sigues siendo mi hija y, bueno, si no estás dispuesta a ayudarme por las buenas, como te dije, tendrás que hacerlo por las malas.
Si a Brittany le hubieran cortado un brazo en aquel mismo instante, seguramente ni lo habría notado. ¿Quién era aquel hombre que estaba escupiendo tanto veneno por la boca? ¿Y qué era esa tontería de que su hija iba a avergonzarlo? ¿Que no había aprendido a leer hasta los diez años? No entendía nada, pero sintió que Santana empezaba a temblar y en aquel preciso instante eso fue lo único que le importó.
—No será necesario, Harrison. Le diré al doctor Ross que lo prepare todo para el trasplante, aunque espero por tu bien que no necesites un segundo. —Tiró de la mano de Brittany y se encaminó hacia la puerta—. Adiós.
Salieron de la habitación, pero Santana no se detuvo hasta llegar a otra puerta que había al final del pasillo, con una placa en la que podía leerse el nombre del oncólogo. Llamó y, al oír la voz del médico, entró sin dilación.
—Hola, Santana, no sabía que habías llegado. —El hombre iba a levantarse, pero las siguientes palabras de Santana lo detuvieron:
—Puede prepararlo todo para el trasplante, doctor.
—De acuerdo. —Brittany vio que al hombre le sorprendía que hubiera accedido a la intervención—. Toma, éstas son las hojas de la autorización y algunas recomendaciones previas y postoperatorias. —Abrió una agenda que tenía delante—. Podríamos llevar a cabo la operación este martes y, si todo saliera bien, te daría el alta el lunes siguiente.
—Llamaré a mi empresa y les preguntaré si hay algún problema. Telefonearé esta tarde a la enfermera para confirmárselo. Si a usted le parece bien.
—Perfecto. Gracias por tu colaboración, Santana. —El doctor se puso en pie y le tendió la mano.
Y Santana se la estrechó con convicción. Estaba claro que aquel hombre no tenía nada que ver con lo que ocurría entre padre e hija.
—Un segundo, Santana. Deduzco de la señorita que te acompaña se quedará contigo, ¿no? No deberías estar sola después de la intervención.
Ella se quedó helada. Le había costado tanto tomar aquella decisión que ni siquiera se había planteado si Brittany iba a poder quedarse con ella. Había sido muy presuntuosa por su parte, pero al padecer, su mente se había olvidado completamente de sus modales. Iba a decir que no, que ya llamaría a otra persona para que se quedara con ella; quizá la señora Potts pudiese ir, o incluso Mercedes, o Kurt. Pero en aquel instante, Brittany respondió por ella:
—Sí, doctor, yo me quedaré con ella. Permítame que me presente, soy Brittany. Brittany Pierce, la prometida de Santana.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
10. La bella y la bestia
—Lamento si me he excedido —dijo Brittany al llegar a la calle. Habían salido del despacho del doctor Ross hacía cinco minutos y Santana aún no le había dirigido la palabra—. Sé cómo funcionan los hospitales, y he pensado que diciendo que era tu prometida nos ahorraríamos problemas.
—¿Qué? No, no te disculpes —dijo ella, aunque era obvio que todavía seguía algo ausente—. Tienes razón, ha sido la mejor. En realidad, soy yo la que debería pedirte disculpas.
—¿Por qué?
—Por haberte metido en todo esto. ¿Estás cansada? Te lo pregunto porque me gustaría caminar un rato, pero tú si quieres puedes regresar a casa en taxi. —Santana sabía que no estaba construyendo unas frases nada coherentes, pero seguía alterada por el enfrentamiento con sus padres. Era increíble que tantos años después todavía tuvieran el poder de hacerla sentir tan insegura.
—No, estoy bien, y la verdad es que también me apetece caminar. ¿Vamos? —Le ofreció una mano y ella se la cogió sin dudarlo.
Pasearon en silencio durante mucho rato, Brittany iba mirando a su alrededor, más que nada para ver si así conseguía no preguntarle a Santana qué demonios había sucedido allí dentro. Y ella seguía con la mirada perdida, seguramente tratando de olvidar lo que Brittany tenía tantas ganas de descubrir.
—¿Te da miedo la intervención? —le preguntó al cruzar un parque. Brittany supuso que era una pregunta relativamente inocua y perfectamente razonable, teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿El trasplante? No, la verdad es que no. El doctor Ross me ha explicado los riesgos que comporta, tanto el de la anestesia como la posibilidad de sufrir alguna lesión en el sistema motriz. Y, bueno, no te engañaré, no me hace ninguna gracia saber que van a estar hurgando en mi espalda, pero —se encogió de hombros—, el equipo del hospital es excelente, así que supongo que estoy en buenas manos. Tampoco he pensado demasiado en ello.
—Por lo que yo sé, es una intervención muy seria, pero habitual. Ya verás como todo saldrá bien. —Le apretó la mano—. Y seguro que te recuperarás en seguida.
Caminaron unos metros más y el silencio volvió a instalarse entre ellas.
—No hace falta que te quedes todos los días —dijo Santana cuando estaban a unas calles de su casa—. Puedo decirle a la señora Potts que venga a hacerme compañía. O incluso a Mercedes.
Brittany iba a contestarle que no fuera idiota, pero algo le dijo que ella estaba demasiado acostumbrada a escuchar ese insulto. Y, aunque ella se lo hubiera dicho con cariño, optó por no pronunciarlo.
—Quiero quedarme. Además, si me fuera, tampoco podría pensar en nada más. Prefiero estar aquí, contigo, a regresar a Barcelona y pasarme toda la semana preguntándome si estarás bien. —Sabía que se estaba sonrojando, pero le daba igual, quizá había llegado el momento de ser completamente sincera con Santana y consigo misma.
—Gracias, Britt. No sabes cuánto te lo agradezco. —Santana tomó aire—. Creo que debería llamar a Mercedes y a Kurt.
—Y también a Quinn. Está muy preocupada por ti. —Brittany decidió traicionar un poquito la confianza de su cuñada—. Sabe que tu padre está enfermo, Finn se lo dijo. No te enfades con ellos, por favor, sólo se preocupan por ti.
Santana volvió a quedarse callada, y no dijo nada más hasta llegar a su apartamento.
—Sé que se preocupan por mí —dijo entonces, frustrada.
Se sentó en el sofá color crema de la sala. Frente a ella había una pequeña mesa de café color caoba, y encima estaban los mandos del aparato de música y del televisor. No se veía ninguna revista. Y el único objeto presente era otro de los cuadernos de Santana, con un lápiz negro metido en la goma que lo cerraba.
Brittany se sentó a su lado y esperó a que ella continuara.
—Los llamaré mañana —dijo Santana—, creo que ahora mismo no me apetece contarle a nadie que me tienen que operar —añadió con una triste sonrisa.
—Es normal. ¿Quieres que te prepare algo, un té?
—No, gracias. No me gusta el té —respondió ella.
—Vaya, yo creía que era requisito indispensable para ser inglesa —bromeó ella.
—Supongo que es una de las otras cosas que hago mal —contestó Santana, perdiendo de nuevo la sonrisa.
Brittany, que hasta entonces había conseguido mantener relativamente las distancias, se acercó a ella y le colocó una mano en la espalda para acariciársela. Estaba tan tensa que casi dio un salto al sentir el contacto.
—Santana, ¿quieres contarme lo que ha pasado en el hospital? Sé que hace poco que volvemos a ser amigas —optó por esa definición, aunque sabía que no terminaba de encajar—, y, si no quieres, no te forzaré a que me digas nada. Pero creo que te iría bien contárselo a alguien. —Se quedó entonces en silencio durante unos segundos, y luego añadió—: Si quieres llamar a alguien y prefieres que yo no esté presente, puedo irme a dar una vuelta —ofreció, e iba a apartar la mano cuando ella reaccionó.
—No, no, quédate. —Suspiró—. Tienes razón, me iría bien quitarme este peso de encima, pero no necesito contárselo a alguien. —La miró a los ojos—. Necesito contártelo a ti.
A ella le dio un vuelco el corazón.
—De acuerdo. —Tragó saliva y siguió acariciándole la espalda, pues el gesto parecía tranquilizarla.
—Mis padres se avergüenzan de mí. —Rió con amargura—. Bueno, supongo que sería más exacto decir que se avergonzaban de mí. —La mano de Brittany seguía dibujando círculos a su espalda, y eso era lo único que la animaba a seguir adelante con su confesión—. Cuando tenía seis años, me di cuenta de que algo no iba bien en mi cerebro. De pequeña, todo parecía funcionar sin problemas, era una niña normal —dibujó el signo de las comillas con los dedos—, pero cuando en la escuela empezaron a enseñarnos a leer, yo no pude aprender. Al principio pensé que a todos los niños les pasaba igual, pero con el transcurso del tiempo vi que la única que parecía incapaz de descifrar aquellos símbolos era yo. Traté de disimular, pero ya sabes cómo son los niños, los matones de mi clase no tardaron en descubrirlo y empezaron a insultarme. Decían que era tonta, retrasada mental, y cosas por el estilo. Pronto empezaron también a pegarme.
—¿Y tu hermano? —preguntó ella, deseando poder viajar en el tiempo y cantarles las cuarenta a esos energúmenos.
—Frey los aplaudía. Cuando empezó a circular el rumor de que Santana López era tonta, mi hermano se apresuró a dejar claro que él también lo creía y que no estaba de mi parte. Sabina, como iba a otro colegio, no me atacó tanto, pero tampoco llegó nunca a ponerse de mi lado. No quería arriesgarse a que, por mi culpa, algún guaperas dejara de pedirle una cita.
—¿Y tus padres? —Casi temía escuchar la respuesta.
—Mis padres no lo supieron hasta pasado un tiempo. Supongo que te costará entenderlo, pero mi madre nunca estaba en casa, así que si algún día se enteró de que llegaba con la cara llena de arañazos, o el uniforme hecho jirones, nunca la preocupó demasiado. Y mi padre, sencillamente, no se interesaba por ese tipo de cosas. Sólo lo sabía la señora Potts, que era la que me curaba los rasguños y me leía todas las tardes.
—Tu niñera.
—Bueno, en realidad era la niñera de los tres, pero como Frey y Sabina son mayores que yo, y siempre mantuvieron mucho las distancias, supongo que podría decirse que sólo fue mi niñera. Al fin y al cabo, para Frey y Sabina, Miriam Potts era sólo su sirvienta, y no una persona con sentimientos y emociones. La señora Potts me leía cada tarde los libros de la escuela y cuando se dio cuenta de lo que sucedía buscó mil y una maneras de ayudarme.
—Eres disléxica, ¿no? —preguntó ella, subiendo ligeramente la mano para acariciarle la nuca en vez de la espalda.
—Sí, mucho —suspiró—, aunque en esa época ni siquiera había oído hablar de ello y desconocía por completo esa palabra. Y Miriam tampoco, pero supongo que me quería lo suficiente como para tratar de ayudarme.
—¿Qué hizo?
Santana cerró los ojos antes de relatarle una de las cosas más dolorosas de su infancia.
—Me hacía fichas. Recortaba de una revista la fotografía de un perro, luego la pegaba en una cartulina y debajo escribía la palabra. Y así con todo lo que encontraba. Cada tarde, repasábamos juntos las fichas, y al final supongo que acabé por aprenderme de memoria las palabras. También me obligaba a hacer caligrafía. Me pasaba horas y horas escribiendo esas palabras, pero mi cerebro era incapaz de retenerlas. Todavía lo es.
—¿Y cuándo se enteraron tus padres?
—Nunca. Cuando tenía ocho años, el director de la escuela los mandó llamar y les dijo que iba demasiado retrasada, y que parecía incapaz de seguir el ritmo de los demás alumnos. Ese hombre, el señor Nolan, tampoco perdió demasiado tiempo estudiando mi caso, y llegó a la misma conclusión que todos: yo era o una idiota, o una vaga. En cualquier caso, les dijo a mis padres que me expulsarían del colegio, pero la verdad es que eso no llegó a suceder. —Suspiró resignado—. Supongo que mi padre lo amenazó con retirar alguna de sus generosas donaciones, o algo por el estilo. Ese mismo día, Harrison me llamó a su despacho y me dijo que hiciera el favor de no seguir avergonzándolo, y cuando traté de explicarle mi problema, me dijo que no me buscara excusas.
—Lo siento.
Él se tensó bajo sus dedos.
—Miriam siguió ayudándome. La pobre me grabó cintas con todos los libros que yo tenía que leer, y se pasaba las tardes, y más de una noche, echándome una mano. Me pintaba las páginas del diccionario de colores; las cinco primeras letras de color azul, las cinco siguientes rojas, y cosas por el estilo.
—¿Y por eso tu familia y tú estáis tan distanciados?
Santana respiró hondo otra vez y Brittany la vio abrir y cerrar los puños.
—Digamos que al final terminé por hartarme de que mis propios padres me llamaran tonta y no confiaran en mí. ¿Sabes lo que es que tus padres, las personas que se supone que tienen que protegerte de todo mal, se avergüencen de ti? Nunca, ni una sola vez, trataron de averiguar qué era lo que me pasaba. Lo máximo que hizo mi madre fue llevarme al oculista. Al oculista.
—Lo siento. —Parecía incapaz de decir otra cosa.
—Cuando venía gente a casa, se apresuraban a decir que yo no estaba, Dios, si casi me escondían, y, si por casualidad alguien preguntaba por mí, siempre decían lo tímida que era. No, los López no podían tener una hija defectuosa, y como la madre naturaleza los había castigado con una, lo único que se les ocurrió fue negar su existencia.
—Yo, San. Sabes que se equivocan, ¿no? —dijo ella, enredando los dedos en el pelo de la nuca de ella para levantarle la cabeza y obligarla a mirarla—. Nunca has sido defectuosa en ningún sentido.
—Lo sé. Ahora lo sé, pero entonces...Britt, mi padre se hizo incluso una prueba de paternidad, y mi madre también. Mierda, si llegaron a creer que en el hospital se habían equivocado de bebé. Si hubiera sido así, no habrían tenido ningún reparo en devolverme. Y ni siquiera se molestaron en ocultármelo.
—Oh, San, cariño. —Ella le acarició la mejilla y se le acercó—. Ojalá pudiera hacer algo...
Ella no le dejó terminar la frase, le sujetó el rostro entre las manos y la besó como hacía meses que quería hacer, como debería haber hecho desde el principio. Santana no besó a Brittany, hizo todo lo humanamente posible por fundirse con ella. Pegó sus pechos, y hubiera jurado que los latidos de sus corazones se acompasaron. Con los labios, quiso convencerla de que le diera una oportunidad, de que no la echara a un lado, como habían hecho sus padres.
Santana estaba tan embebida en aquel beso, presa de la desesperación que corría por sus venas, que tardó unos segundos en darse cuenta de que Brittany había colocado las manos encima de las suyas y estaba tratando de apartarse. Ella creyó morir; se había equivocado, quizá incluso le había hecho daño sujetándola de aquel modo. Apretó los ojos unos segundos y, despacio, se apartó y los abrió, dispuesta a soportar cualquier insulto que ella quisiera decirle. Pero Brittany no la insultó, sino que le sonrió con aquella mezcla de dulzura y timidez tan típica suya. Despacio, casi a cámara lenta, ella volvió a levantar una mano y le acarició el pómulo. Luego le dibujó las cejas, y Santana notó que estaba tratando de borrarle las arrugas del entrecejo.
—Siempre estás tan preocupada... —susurró—. Y tan triste...
Si hubiera sido capaz de encontrarse la voz, ella le habría respondido, pero al parecer su corazón y sus pulmones tenían ciertos problemas para funcionar con normalidad.
—No quiero que estés triste, Santana—siguió ella, recorriéndole con el dedo el puente de la nariz—. Conmigo no.
—Yo... —Genial, ahora sí que estaba quedando como una idiota. Lo que no había conseguido la dislexia, lo conseguiría ella por méritos propios—.Britt.
Ella se inclinó de nuevo y le dio un beso en la mandíbula. Al que siguió otro más cerca de los labios, y luego otro en el cuello, y otro en la clavícula.
—Yo... —Santana tragó saliva y volvió a intentar formular una frase mínimamente coherente. Quería decirle que no le había pedido que lo acompañara a Londres para eso, que le agradecía mucho que lo hubiera escuchado, o algo por el estilo. Pero por suerte, de sus labios sólo salió la pura verdad—: Siempre he querido besarte.
Brittany se apartó de nuevo.
—¿Siempre?
Santana se perdió en sus ojos.
—Siempre —confesó, y levantó una mano, que desde que Brittany las había apartado de su cara colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo, y le tocó el pelo. Temblaba, pero no le importó que ella se diera cuenta.
—Yo a ti también —dijo Brittany en voz muy baja, y colocó la cara a escasos milímetros de la de Santana. Sus alientos se entremezclaban, sus miradas se acariciaban, y ella sonrió—. ¿Qué te parece si volvemos a besarnos? —Esperó a que ella le devolviera la sonrisa y comprendió que haría lo que fuera por verla sonreír más a menudo—. Y esta vez no hace falta que me sujetes, no pienso irme a ninguna parte.
Santana se sonrojó un poco, pero sus labios no dejaron de sonreír.
—Lo siento, es que... —Soltó el aire que estaba conteniendo—. Es que no puedo evitarlo. Eres mi sueño hecho realidad.
Brittany sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y no hizo nada para ocultarlas.
—Y tengo la sensación de que si no te sujeto con fuerza —prosiguió también Santana, emocionada—, te escurrirás entre mis dedos. —Antes de terminar la frase, bajó la cabeza y esperó resignado a que ella le dijera que se había vuelto loca, pero en vez de un rechazo, sintió sus dedos acariciándole los nudillos.
—Sujétame tan fuerte como quieras, San. —Le levantó la mano y la colocó encima de su mejilla derecha—. No me importa, pero quiero que sepas aquí dentro —le tocó la frente—, y aquí —le señaló el corazón—, que no hace falta. Lo único que tienes que hacer para que me quede contigo es ser tú misma. Nada más. —Las dos se quedaron mirándose a los ojos durante unos segundos, conscientes de que, pasara lo que pasase, ni Santana ni ella podrían olvidar jamás aquel instante—. Y, ahora, bésame.
Santana cerró los ojos y obedeció, decidido a saborear aquel beso, aquel sueño, de principio a fin. Colocó los labios justo encima de los de Brittany, y dedicó unos segundos a besarla despacio, sin prisa. Poco a poco, fue seduciéndola y hasta que de la garganta de ella escapó un ligero suspiro no profundizó el beso. Siguió acariciándole el pelo con una mano, y deslizó la otra por su brazo hasta entrelazar sus dedos con los suyos. Sus labios parecían insaciables, y se vengaban implacables por el placer que les había negado durante tanto tiempo. Brittany respondía a ese ataque con dulzura y pasión, y Santana no tenía armas para defenderse de ello.
En sus relaciones anteriores, que ahora era completamente incapaz de recordar, jamás había sentido como si se estuviera precipitando al vacío, como si condujera un tren que hubiera descarrilado; y con Brittany aquello era tan sólo el principio. Entonces volvió a asaltarla aquella ansia de abrazarla y pegarla a ella, y retenerla allí para siempre.
El pecho de Santana pareció comprender el mensaje que su corazón trataba de darle, y poco a poco fue empujando a Brittany hacia el sofá. Necesitaba estar más cerca de ella, y esa parte animal que todavía vive dentro de cada humano le decía que necesitaba hacerla suya. Dios, ella jamás había pensado en esos términos, jamás le había importado que sus parejas le pertenecieran. A decir verdad, jamás lo había deseado. Pero con Britt no era un deseo, era una necesidad. Casi una cuestión de supervivencia. Y sus besos le decían que no se equivocaba, que era exactamente lo que ella se había pasado toda la vida buscando. Tumbada encima de ella, besándola con todo su ser, con sus manos recorriéndole la espalda, se preguntó cómo había sido capaz de abrazar a alguna otra. Cuando todas esas ideas confluyeron en su mente, Santana se apartó un poco para mirarla a los ojos; estaba asustada, pero nunca había sido tan feliz.
—Brittany... —Se dio cuenta de que iba a tartamudear y apretó la mandíbula y respiró hondo—. No sé qué me pasa contigo. Es como si no pudiera controlarlo...
Ella le acarició la nuca.
—Chis, tranquila, lo averiguaremos juntas. No hace falta que sepamos todas las respuestas ahora, ¿no te parece?
Ella asintió y volvió a bajar la cabeza para besarla. Que Brittany la aceptara de aquel modo tan incondicional era lo más maravilloso que le había sucedido nunca, y se encargaría de demostrárselo. La besó con toda la dulzura de que era capaz y que jamás le había demostrado a nadie. La besó consciente de que jamás volvería a besar a nadie más. Y permanecieron allí tumbadas, besándose, abrazándose, susurrándose secretos a media voz, hasta que el móvil de Santana rompió el hechizo que habían tejido entre las dos. Ella trató de ignorarlo, pero Brittany le dijo que podía ser importante y que debía contestar. Y como le dio un beso en la nariz, Santana terminó por levantarse e ir a por el maldito aparato.
—¿Diga? —No reconoció el número.
—Santana, soy yo, Sabina —dijo su hermana—. El doctor Ross me ha dado este número —le explicó.
—¿Qué quieres, Sabina? —Que su hermana se hubiera comportado con educación aquel día frente al ascensor no era garantía alguna de que hubiera cambiado.
—¿Podemos hablar? Tenía intención de pedírtelo más adelante, pero mamá me ha dicho que el trasplante será el martes, y supongo que tan pronto como te recuperes regresarás a España y volverás a desaparecer.
«¿Desaparecer?» Ella nunca había estado desaparecida, sencillamente no habían querido encontrarla.
—¿De qué quieres hablar, Sabina? —Santana se iba poniendo tensa por segundos, pero de repente sintió la mano de Brittany sobre su espalda y recuperó algo de calma. Ella debió de presentir que la necesitaba y se había levantado del sofá para ir a su lado.
—De Harry
—¿Quién es Harry? —preguntó ella algo a la defensiva, hasta que Brittany le dio un ligero beso en la nuca antes de irse hacia la cocina a preparar dos tazas de leche con cacao.
—Harry es mi hijo —respondió su hermana, cuyo tono de voz cambió al pronunciar el nombre—. Tiene ocho años, y...
—¿Y?
—Y... creo que es como tú.
—¿Qué quiere decir «como tú»? —Santana se hacía una idea de lo que Sabina trataba de decirle, pero quería ver cómo se lo explicaba. Quizá aquello no hablaba muy bien de ella, pero se dijo a sí misma que tenía derecho a devolverle los malos ratos que le había hecho pasar.
—Harry es muy listo, aprendió a andar antes de cumplir un año y con dos ya hablaba. Su padre y yo estábamos convencidos de que era normal, pero cuando empezó el colegio nos llamaron y nos dijeron que tenía problemas. Al parecer, es incapaz de distinguir las letras y los números.
Bueno, no era una definición perfecta, pero al menos su hermana había conseguido evitar calificar a su hijo de idiota.
—Se llama dislexia, Sabina. Tu hijo es disléxico, ¿no? —Por suerte, en la actualidad había muchos centros escolares con personal cualificado para diagnosticar la dislexia. A diferencia de lo que le había sucedido a ella de pequeña.
—Sí. Pero Michael, su padre, se niega a hacer nada. Está empeñado en decir que todo eso son bobadas de psiquiatras e insiste en que Harry es un vago, o que nos está tomando el pelo. Y tendrías que ver cómo lo trata, cualquiera diría que el pobre Harry tiene la peste. Y es un niño tan dulce, Santana...
Ésa era su oportunidad, ahora sí que podía devolverle a Sabina todo el daño que ésta le había hecho con su indiferencia, con sus insultos, con sus bromas de mal gusto, con su falta de apoyo. Tenía el comentario en la punta de la lengua, una frase que destrozaría a su hermana y la dejaría rota e indefensa frente a su angustia. Pero no fue capaz de decirlo. No quiso decirlo. Harry, el sobrino cuya existencia desconocía, no tenía la culpa de nada. Y Sabina, en cierto modo, tampoco; en aquel entonces era también una niña, una adolescente, y por entonces toda una mujer. Una madre que quería a su hijo y que incluso se había divorciado de su marido para evitar que el niño sufriera. Una madre que había hecho lo que la suya propia se había negado a hacer: defender y cuidar a un niño que tal vez según sus estándares no fuera tan perfecto como los demás.
—Dime qué necesitas, Sabina. ¿Qué te parece si quedamos mañana para almorzar, tú, yo, Harry y Brittany? Así conozco a Harry. —Oyó cómo su hermana hacía esfuerzos para no llorar.
—Gracias, Santana. Me parece una idea fantástica. Harry tiene muchas ganas de conocerte.
—¿Os va bien quedar a las doce y media delante del museo de cera? Podríamos dar una vuelta y luego ir a comer algo.
Sabina perdió la batalla contra las lágrimas.
—Allí estaremos, Santana. Gracias.
—Nos vemos mañana, Sabina. —Colgó y se quedó con el teléfono en la mano durante unos segundos. Tenía miedo de darse media vuelta. Le gustaría que Brittany estuviera en el sofá, esperándola con las dos tazas de chocolate caliente, pero si había optado por encerrarse en su habitación tampoco podría culparla. Al fin y al cabo, ¿quién iba a querer verse atrapado en aquella familia tan disfuncional que al parecer eran los López? Se volvió despacio, y casi se mareó de alivio al verla, sentada en el sofá, taza en mano, y hojeando el cuaderno que había encima de la mesa.
—Ese cuaderno es de hace mucho tiempo —dijo Anthony, y así evitó confesarle lo mucho que lo afectaba su presencia—. Creo que de mi época universitaria.
—Todas las páginas están dibujadas. Hay algunos edificios preciosos. Deberías enmarcarlos —insistió ella, dejando de nuevo el cuaderno—. ¿Era tu hermana?
—Sí. —Se acercó al sofá y se sentó a su lado; Brittany se acurrucó junto a ella y la abrazó—. Al parecer, soy tía.
—Felicidades —le dijo ella, besándole por encima de la camisa.
—He quedado mañana con ellos. Mi hermana está convencida de que Harry, su hijo, es disléxico.
Brittany se apartó y lo miró a los ojos.
—¿Sabes una cosa, Santana López? —No esperó a que respondiera—. Eres increíble.
Y la besó antes de que ella le dijera que no o tratara de detenerla, cosa que no habría hecho, por cierto. Al terminar el beso, Brittany volvió a apartarse y recuperó su anterior posición en el sofá. Ella tardó unos segundos en reaccionar.
—He quedado con ellos en el museo de cera —dijo, pasados unos momentos—. Espero que no te importe.
—Para nada. —Bostezó.
—Debes de estar cansada, será mejor que nos vayamos a la cama —sugirió Santana, y se levantó del sofá para ayudarla a hacer lo mismo.
Brittany se puso de puntillas delante de ella y le dio un ligero beso en los labios.
—Si me necesitas, ven a buscarme —dijo al apoyar de nuevo los talones en el suelo—. Acuérdate de que ya no estás sola.
Con esa última frase, se metió en su dormitorio, y Santana se quedó allí, en medio del comedor, sonriendo como una idiota durante varios minutos. No, ya no estaba sola.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
por Dios quiero una santana!!!!!! es espectacular a pesar de todo por lo que ha pasado, condenada familia, merecen pagar!!!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
11. Descalzas por el parque
Pasaron la mañana del domingo, y parte de la tarde, con Sabina y su hijo Harry. La hermana de Santana tenía razón, el niño era disléxico e, igual que su tía, un verdadero encanto, pensó Brittany. Santana se pasó mucho rato hablando con él, y pronto se hizo más que evidente que Harry había encontrado a una nueva heroína. Durante la visita al museo de cera, que Santana había planeado con intención de que el niño se relajara, Harry se pasó todo el rato saltando de un lado a otro y comentando todas y cada una de las estatuas con su recién nombrada tía preferida.
Por su parte, Brittany, aunque había llegado a la cita predispuesta a odiar a Sabina por todo lo que le había hecho pasar a Santana de pequeña, no tardó en darse cuenta de que aquella mujer había sido otra víctima de los López. Por lo poco que le contó, Brittany descubrió que la madre de Sabina la había convencido de que su mayor virtud era la belleza y que eso era lo único que le hacía falta para ser feliz en la vida; o, lo que en su caso era un sinónimo, pescar marido.
A medida que iba avanzando la tarde, Brittany comprobó que Sabina quería a su hijo con locura, y que por él estaba dispuesta a todo. Sin duda, seguía siendo una mujer presumida, en exceso preocupada por el físico, pero quería al niño. Y estaba arrepentida de cómo se había portado con Santana, así que Brittany pensó que podría llegar a perdonarla.
Fueron a comer a un restaurante que eligió Harry, y Brittany decidió hacerse cargo del niño para que así Santana y Sabina pudieran charlar tranquilas. El pequeño resultó ser una compañía de lo más entretenida, y, escuchando a Santana, Sabina aprendió muchas cosas acerca de la dislexia. Ésta trató de explicarle a su hermana algunas técnicas con las que poder ayudar a Harry, aunque en ningún momento le contó cómo había sido su experiencia personal. La comida fue agradable, pero lo que más impresionó a Brittany fue lo que Santana le dijo a su hermana antes de irse:
—Todo lo que te he contado, Sabina, puede serle muy útil a Harry en el colegio y en su vida académica, pero lo que de verdad es importante es que lo quieras tal como es.
Sabina se quedó boquiabierta, y cuando consiguió reaccionar lo único que hizo fue abrazar a su hermana.
—Gracias, San. —Se secó una lágrima—. Ya te comenté que mamá me dijo que el trasplante es el martes. Espero que no te importe, pero le he pedido el móvil a Brittany para poder llamarla y preguntarle cómo estás.
—No me importa.
—Yo cuidaré de ella —le aseguró Brittany, cogiendo a Santana de la mano.
—Lo sé. Y no sabes cuánto lamento no haber hecho lo mismo contigo de pequeña —dijo, dirigiéndose a su hermana. Levantó una mano para impedir que Santana dijera nada—. No, déjame terminar. Debería haber hecho algo, pero siempre he sido una cobarde.
—Tranquila, Sabina. Aquello ya pasó. Mírame, tampoco he salido tan mal —bromeó ella—. Ahora lo que importa es que estés al lado de Harry. Todo lo demás es secundario, créeme.
—Está bien. —Sabina agarró a su hijo de la mano, mientras el niño observaba atónito aquel despliegue de emociones—. Te llamaré el martes —le recordó a Brittany.
Ésta asintió y junto con Santana se quedaron observando cómo se iban. Después de aquel intercambio tan intenso, decidieron pasear un rato en silencio. Ella le dio un par de besos; uno cuando estaban paradas frente a un semáforo, y otro mientras estaban sentadas en un banco del parque. Brittany no tenía ninguna queja, pero desde la conversación de la noche anterior en el sofá, y después de lo que sucedió también allí, había una pregunta que no dejaba de repetirse en su mente, así que cuando llegaron de nuevo al apartamento no pudo evitar formulársela:
—Santana, ¿puedo preguntarte una cosa?
—Claro, lo que quieras —respondió ella sin dudarlo, y sin saber la que se le venía encima.
—Hace unos meses, cuando te besé, ese día que fuimos a ver aquella película tan mala...
—Sé a qué día te refieres. —«Como si pudiera olvidarlo», pensó.
—¿Por qué me dijiste que sólo querías que fuéramos amigas? —lo dijo tan rápido, y en un tono tan bajo, que Santana trató de convencerse de que no la había oído bien.
Se sentó en el sofá y respiró hondo antes de poder responderle:
—Aquel día fue cuando me llamó mi padre para pedirme, mejor dicho, ordenarme que regresara a Londres para hacerme las pruebas para ver si mi médula era compatible. No hablaba con él desde que cumplí los dieciocho años, y bastó esa conversación para que volviera a sentirme como entonces.
—¿Cómo?
—Como si fuera una mierda —respondió ella resignada.
—San...
—Déjame terminar. Hay una parte de mí, la que hace años asumió que tengo dislexia y aprendió a convivir con ella, que se siente muy orgullosa de lo que he conseguido. Tengo una carrera, un buen trabajo, que además me apasiona, y unos amigos que seguramente no me merezco. Pero hay otra parte que sigue preguntándose por qué mi familia nunca me quiso, por qué se sentían tan avergonzados. Nunca hablaban de mí. Cuando empezó a hacerse evidente que jamás sería como el resto, decidieron esconderme. Hicieron todo lo que estaba en su mano para que nadie se enterara de que una López no era perfecta; cualquier cosa excepto ayudarme. De no haber sido por Miriam, no sé qué habría sido de mí. Ese día, el día que me besaste, me acordé de todo eso. Pensé que en el rato que yo tardaría en leer la carta de un restaurante, tú seguramente podrías leer un capítulo entero de una novela. Tú eres muy inteligente, Brittany, y todavía me pregunto qué estás haciendo aquí, conmigo. Pero a no ser que tú me lo pidas, no pienso dejarte ir. —Esbozó una tímida sonrisa—. Soy disléxica, no idiota.
Ella estaba sentada en el sofá, a su lado, y tenían las manos entrelazadas.
—Si no fuera porque estoy loca por ti, ahora mismo te sacudiría. —Esperó a que ella la mirara a los ojos—. ¿Sabes lo mucho que te he echado de menos todos estos meses? Por tu culpa casi me voy de fin de semana con Hanna.
—¿Qué has dicho? ¿De fin de semana? —Tiró de ella—. ¿Cuándo?
—Este fin de semana. Me encontré con ella el lunes o martes en la cafetería de la facultad, y me invitó a ir con ella y unos amigos a Puigcerdá. —Vio que Santana apretaba la mandíbula—. Le habría dicho que no, aunque no me hubieras llamado. Bueno, quizá durante unos segundos me planteé aceptar. —Le acarició los nudillos con el pulgar—. Es agradable que se interesen por una, pero me di cuenta de que ni todos las Hannas del mundo conseguirían hacerte desaparecer de mi mente.
—Siento mucho lo que sucedió esa noche, Britt, de verdad. Y siento mucho que nos hayamos distanciado durante estos meses, pero —suspiró—, pensé que era lo mejor. Pensé que te merecías a alguien mucho mejor que yo, a alguien perfecto. No se me ocurre nadie que se lo merezca más —sonrió con amargura—, y no se me ocurre nadie menos perfecta que yo. —Vio que ella iba a hablar, pero la detuvo—. Antes de que me digas que fui una estúpida, deja que te asegure que lo sé. Lo sé. Vaya si lo sé. Cada vez que me subía a un avión para venir aquí, pensaba en lo mucho que me gustaría que estuvieras a mi lado. Te he echado mucho de menos, a pesar de que sé que apenas estábamos empezando a ena... —se corrigió— a conocernos. Cada vez que te veía en las oficinas de tu hermano... En fin, creo que puedo asegurarte que sé que cometí un error. Uno que no estoy dispuesta a repetir. Si tú me das otra oportunidad, claro está. Sé que nos llevamos casi diez años, que mi vida personal es un desastre, que mi familia es peor que la de cualquier serial de la tele, que no te merez...
Helena la besó.
—Cállate,Santana. Cállate.
—Como desees.
La besó con lentitud, esforzándose por fijar en sus recuerdos la forma de sus labios, el sabor de su aliento, la textura de su piel. El olor de su cabello. Le recorrió con la lengua el interior de la boca y ella, que siempre había sido una amante tranquila y sosegada, comprendió que esa calma se debía a que las mujeres con las que se había acostado no significaban nada para ella, pues con Brittany en sus brazos se le estaba acelerando el pulso, la respiración, y no podía dejar de pensar en que tenía que quitarle la ropa y hacerla suya. Le deslizó las manos por la espalda y tiró de la camisa que llevaba para poder tocarle la piel. No fue suficiente. Trató de desabrocharle los botones, pero los dedos le temblaban demasiado. Su mente trataba de dar con el modo de desnudarla sin dejar de besarla, y lo único que se le ocurrió fue... romperle la camisa.
—¡Santana! —exclamó ella.
—Lo siento —dijo ella al instante, muerta de vergüenza—. Lo siento —repitió, apartándose un poco y mirando desconcertada la prenda desgarrada—. Lo siento mucho. No sé qué me ha pasado. —Tenía la cabeza baja y esquivaba los ojos de Brittany—. Lo...
—Ven aquí —ordenó ella, tirando de nuevo de Santana—. Ha sido lo más sexy que me ha sucedido nunca. —La besó y la soltó para quitarse la camisa rota, que tenía intención de guardar durante toda la vida. Y no volver a coser, por supuesto.
Santana no se reconocía a sí misma, pero la miró a ella, tumbada debajo de Santana en el sofá y dejó de plantearse nada. Se quitó la camiseta y se apartó para coger a Brittany en brazos y llevarla hasta su dormitorio. Ella le dio un beso en la clavícula y luego le recorrió el cuello con la lengua, y Santana la apretó contra ella. Entró en la habitación y encendió la luz que tenía encima del pequeño escritorio antiguo donde guardaba sus cuadernos de dibujo.
Brittany la estaba volviendo loca con aquellos besos que no dejaba de darle. La tumbó encima del colchón y se colocó encima de ella. Se quedaron mirándose a los ojos durante unos segundos, hasta que Brittany colocó las manos en su torso y lo acarició, y Santana se rindió a las llamas que habían empezado a consumirla el día que la conoció. Le quitó la ropa interior y le recorrió los pechos con los labios mientras con las manos le desabrochaba el pantalón para desnudarla del todo. Ella trató de hacer lo mismo con los pantalones de Santana, pero Santana le sujetó las manos y se las apartó, llevándoselas hasta el cabezal de la cama. Cuando compró aquella cama, hecha con lo que sería la estructura de un andamio, en la tienda de un compañero de facultad, pensó que era muy sexy, pero nunca se lo había parecido tanto como en aquel momento.
—Deja las manos aquí —le susurró al oído—. No te muevas.
Ella obedeció, pero cuando Santana retrocedió, Brittany le atrapó los labios en otro beso increíble. Santana siguió bajando y, al llegar a su cintura, se detuvo para apartarse de nuevo. Se apoyó en sus propias rodillas y se quedó observándola.
—Eres preciosa —dijo en voz baja—. Preciosa —repitió, y Brittany levantó una mano para acariciarle la mejilla. Ella se la atrapó y volvió la cara, besándole la palma.
Se miraron a los ojos y, despacio, Santana se levantó para quitarse los pantalones. Desnuda igual que ella, volvió a la cama y se tumbó a su lado. Le temblaban las manos, parecía que el corazón iba a salírsele del pecho, y estaba tan excitada que tenía miedo de hacer el ridículo. Sentía un nudo en la garganta de tantas emociones como se le agolpaban allí, y, aunque sabía que no podía confesarle a Brittany que la amaba, a pesar de que estaba convencida de que era eso lo que sentía, quería que ella lo supiera. Así que la besó. La besó como nunca había besado a nadie antes y como tenía intención de seguir haciéndolo durante el resto de su vida.
Enredó una mano en la melena de ella y, poco a poco, la fue deslizando hacia abajo. Le acarició los pechos, descubrió que tenía una peca justo debajo del izquierdo y, con una sonrisa, fue a darle un beso. Le dibujó el ombligo con la lengua y le acarició los muslos con los dedos, igual que un músico la primera vez que toma posesión de su instrumento. Brittany temblaba debajo de ella y Santana era consciente de que sus manos jamás habían recorrido la piel de otra persona con tanto fervor. Necesitaba hacerle el amor, una voz en su cabeza no dejaba de repetirle que necesitaba estar con ella, fundirse con su cuerpo y comprender por fin lo que era el amor.
—Britt—le dijo tras besarla otra vez en los labios—, quiero hacer el amor —añadió con la respiración entrecortada.
Ella no dijo nada, sino que le sujetó el rostro con las manos y le devolvió el beso. Segundos más tarde, Santana luchó contra sí misma para apartarse y serenarse lo suficiente como para asegurarse de que ambas querían lo mismo. Y entonces se acordó de algo y se maldijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Brittany al ver su rostro de preocupación.
—No... —Carraspeó y se sonrojó—. Yo... —Volvió a carraspear y lo intentó otra vez—. Hace mucho tiempo que no estoy con ninguna mujer.—añadió nerviosa.
Brittany se sentó en la cama y le acarició la espalda, y sintió que ella se estremecía.
—¿Mucho tiempo? ¿Y esa azafata?
—¿Qué azafata? —preguntó Santana, bajando la cabeza para darle un beso en el hueco de la clavícula.
Ella tardó unos instantes en responder:
—La azafata con la que te fuiste...
—No hubo ninguna azafata. —Le mordió el lóbulo de la oreja—. No ha habido nadie desde que te conocí. —La besó antes de que pudiera preguntarle nada más.
—Oh —dijo Brittany cuando Santana se apartó y la miró directamente a los ojos para demostrarle que era sincera.
—Sí, oh. —Le dio otro beso y empezó a alejarse de ella, convencida de que, dadas las circunstancias, iban a tener que dejarlo, pero Brittany la sujetó por la muñeca.
—Yo sólo he estado con un chico. —Ahora era ella la que se sonrojaba—. Un estudiante de intercambio que conocí cuando tenía veintidós años.
—Creo que lo odio —dijo Santana, sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta.
—Y creo que lo hice porque estaba harta de ser la única de mis hermanas, o de mis amigas, que no podía hablar del sexo con conocimiento de causa. —Vio que Santana tenía los hombros tensos y volvió a acariciárselos—. Fue sólo una vez y me acuerdo que pensé que no entendía a qué venía tanto lío con lo del sexo... y así había pensado hasta que... —Santana levantó la cabeza, que había mantenido baja y esperó a que terminara la frase—... hasta que tú me besaste.
Incapaz de detenerse, se abalanzó sobre Brittany y volvió a devorarle los labios. No sabía qué le pasaba, pero a ella parecía gustarle, así que dejó de tratar de controlarlo.
—Hazme tuya —dijo Helena cuando Anthony se apartó lo suficiente
Ella, al escuchar que podía hacerle el amor, separó sus piernas y deslizó sus dedos en su interior en cuestión de segundos.
—Lo siento —farfulló entre dientes al ver que le había hecho un poco de daño—. Es que... —Dios, el calor que la envolvía amenazaba con hacerle perder la poca capacidad de autocontrol que le quedaba—.Britt...
—No pasa nada —susurró ella, acariciándole la espalda—. No me has hecho daño. —En realidad le había dolido un poco, pero al ver la mirada perdida y desolada de Santana y al sentir cómo le temblaban los hombros decidió no decírselo. Además, poco a poco, su cuerpo iba adaptándose y cada vez le gustaba más sentirla dentro. Y la idea de que ella hubiera podido hacerle perder el control de ese modo era de lo más excitante. Le colocó los dedos en la nuca y notó que estaba empapada de sudor, y tiró de ella para besarlo.
Santana se resistió un poco, no porque no tuviera ganas de besarla, que las tenía. Muchísimas. Sino porque tenía miedo de que, al sentir su lengua junto a la suya, terminara por ponerse completamente en ridículo. Ella no era ningún chiquilla inexperta, joder, si casi tenía diez años más que ella. Había tenido varias amantes, y, no por presumir, pero siempre las había dejado satisfechas. Santana podía dedicarse por completo a la mujer que compartía cama con ella antes de alcanzar un orgasmo, y nunca terminaba sin asegurarse previamente de que su compañera había sentido placer. Santana juntó sus caderas y comenzó con un suave vaivén de movimientos.
Con Brittany no se veía capaz de besarla, ni de mover las caderas ni siquiera un centímetro. El calor y la humedad del sexo de ella la estaban volviendo loca. El perfume que emanaba de su piel le había derretido el cerebro. Los pequeños gemidos de placer que escapaban de sus labios formarían para siempre parte de sus recuerdos. Y las manos con las que le recorría el torso la estaban llevando más allá del abismo. Iba a tener un orgasmo y por primera vez en su vida se veía incapaz de evitarlo, incapaz de retrasarlo ni siquiera un segundo.
Abrió los ojos y pensó que quizá así podría distraerse lo suficiente como para aguantar un poco más, pero al ver que Brittany también la miraba y que no escondía nada de lo que sentía, se rompió por dentro y supo que jamás volvería a ser la misma. Santana alcanzó el orgasmo y empezó a temblar encima de ella, y Brittany lo siguió al instante. Se abrazó a ella y sintió cómo una indescriptible ola de placer inundaba sus venas y la llenaba de algo que no había sentido en toda su vida. Y no era sólo una sensación física. Sabía, sin ningún atisbo de duda, que su alma nunca más podría ser feliz sin tener a Santana a su lado. Ella terminó de temblar y se quedó tumbada encima de Brittany, y ésta no dejó de acariciarle la espalda ni un segundo, dándole besos en la nuca y el cuello, susurrando su nombre.
Santana hundió el rostro en la melena de Brittany, olía a pera y dejó que ese olor la impregnara por dentro. Sentía sus manos en la espalda, los besos que iba dándole, pero se veía incapaz de moverse. Los cimientos de su mundo acababan de derrumbarse; ella siempre había disfrutado del sexo, pero lo que acababa de suceder no podía compararse a nada de lo que había vivido antes. Todos los miedos que había sentido desde pequeña por culpa de sus inseguridades no eran nada al lado del miedo que tenía de mirar los ojos de Brittany y encontrarlos vacíos. Quizá se lo había imaginado todo. Quizá ella...
—San—le susurró Brittany al oído antes de darle otro cariñoso beso en la mejilla—, ¿estás bien? Estás temblando.
—Estoy bien —susurró ella, inhalando hondo—. Lo siento —dijo al apartarse, pero Brittany no le dejó ir muy lejos y la sujetó por la espalda.
—¿Qué es lo que sientes? —le preguntó, jugando con el pelo de su nuca.
«Bueno, tarde o temprano tendrás que enfrentarte a ella», pensó Santana justo antes de mirarla a los ojos.
—Siento... —Lo que vio en ellos lo dejó sin habla; Brittany sonreía, y los ojos le brillaban como... como si sintiera algo por ella. No terminó la frase y bajó la cabeza para darle un cariñoso beso. Cuando terminó, su corazón latía un poco más calmado.
—Tranquila, tesoro —dijo ella—, todo va a salir bien. —Se incorporó un poco y la besó, y Santana la creyó y volvió a abrazarla.
Minutos más tarde, cuando ambas estaban ya a punto de quedarse dormidos, ella se apartó y fue al cuarto de baño. Brittany no se movió y esperó a que regresara, y cuando lo hizo se acurrucó a su lado y cerró los ojos. Santana nunca había dormido con otra persona, y le gustó la idea de hacerlo por primera vez con Brittany, y de no volver a hacerlo con nadie que no fuera ella.
Eran las siete de la mañana y empezaba a salir el sol. Los primeros rayos se colaban por la ventana de la habitación de Santana, cuya cortina la noche anterior ésta se había olvidado de cerrar. Ella llevaba horas despierta, mirando embobada a Brittany. Era preciosa, siempre lo había creído, y se lo había dicho en repetidas ocasiones, pero incluso aquella palabra le parecía poco para describirla. Se moría de ganas de ir a por uno de sus cuadernos y dibujarla, igual que había hecho miles de veces. En las anteriores ocasiones, siempre había tenido que recurrir a su imaginación, o a su memoria, para poder retratar su rostro y su mirada, pero ahora la tenía allí delante. Para ella sola. Podría levantarse y hacerlo, pero cada vez que se decidía se echaba atrás; no quería perderse ni un segundo de estar con ella, y tenía la sensación de que si la dibujaba, lo que estaba sucediendo entre las dos perdería algo de intimidad.
Santana sabía que tendría que aprender a compartir a Brittany, y lo que sentía por ella, con el resto del mundo, pero durante esos instantes casi mágicos que preceden a cada nuevo amanecer soñó con poder estar siempre a solas con ella; con poder pasarse los días y las noches besándola, dándole placer, compartiendo su cuerpo y su alma, sin tener que preocuparse por nada y por nadie más. Brittany se movió y empezó a abrir los ojos. Ella observó fascinada cómo se despertaba; estaba tumbada boca abajo, con la cara mirando hacia ella. Tenía el pelo alborotado, y ella se lo había apartado de la nuca para poder plantarle allí un beso.
—Hola —dijo ella en voz baja al ver que Santana la estaba mirando.
—Hola —susurró Santana, y sonrió al ver que se sonrojaba—. ¿Has dormido bien?
—Sí —respondió, levantando una mano para apartarle un mechón de pelo de la frente—. ¿Qué hora es?
—Casi las siete. Duerme un poco más. —Se inclinó hacia ella y le dio un beso en los labios.
—¿Hace mucho que estás despierto?
—Un poco. Estaba pensando —le explicó Santana, acariciándole la espalda.
—¿En qué? —A Brittany se le puso la piel de gallina.
Ella no respondió, sino que volvió a besarla.
—¿Te he contado alguna vez que en la universidad me apunté a clases de caligrafía china? —le dijo, casi pegada a sus labios.
—No —respondió ella—. ¿Caligrafía china?
—Sí. Uno de mis profesores de universidad también era disléxico... —Se quedó en silencio un instante—... Dios, me basta con mirarte a los ojos para olvidarme de todo.
—Termina de contarme lo de la caligrafía —le pidió a media voz.
—Espérate aquí un segundo. No te muevas —dijo, antes de darle un beso y salir de la cama—. En seguida vuelvo.
Brittany se quedó tumbada tal como estaba, y oyó que Santana iba a la habitación que hacía las veces de estudio y abría un cajón para luego cerrarlo.
—Cierra los ojos —le pidió ella al regresar—. Por favor.
Brittany lo hizo, y al cabo de unos breves pero eternos segundos notó que le retiraba la sábana de la espalda. Santana dejó una pequeña tablilla de madera en el colchón y encima depositó con cuidado un tintero y una pluma. Se sentó a horcajadas encima de los muslos de Brittany, y así tenía más libertad de movimiento. Dibujar los símbolos orientales siempre la había relajado; lo fascinaba poder entenderlos sin tener la sensación de que la mente le fuera a explotar. Santana era incapaz de leer una palabra en inglés o en español sin tener que esforzarse, pero los símbolos chinos los veía con absoluta claridad. Aquellos dibujos no eran sonidos, ni letras, eran ideas, palabras en sí mismas. Sentimientos a veces representados en un único trazo. Abrió el tintero y mojó la pluma. Acarició la espalda de Brittany y tembló al unísono con ella.
Oyó cómo se le aceleraba la respiración, y a ella le sucedió igual.
Cogió la pluma y la acercó a la piel que tenía ante sus ojos.
—Fui a clases de caligrafía china durante años —le explicó, trazando la primera línea—. Y desde el primer día me entusiasmó la idea de poder comprender lo que veían mis ojos.
Brittany no dijo nada y mantuvo los ojos cerrados, tal como ella le había pedido. Santana volvió a mojar la pluma y dibujó otra línea, incorporando un giro. Mantenía la vista fija en la espalda de ella, de la mujer que lo había obligado a salir de su caparazón. Aquella espalda era el único lienzo en el que quería volver a escribir.
—Cada símbolo significa algo, y a veces basta con dos o tres para expresar sentimientos muy complejos. A diferencia de nosotros, que gastamos miles de palabras para no decir nada en absoluto. —Dibujó otra línea, pero en esta ocasión se agachó un poco y le besó el omoplato—. Es increíble la importancia que damos nosotros a unas meras palabras que suelen carecer de significado —añadió, pero fue como si se lo estuviera diciendo a sí misma.
Le dio otro beso en el centro de la espalda y Brittany notó de nuevo las cerdas del pincel sobre la piel.
Santana se quedó en silencio, esperando cada vez más entre trazo y trazo, y Brittany podía sentir su mirada fija en su espalda; estudiando su obra, meditando cada pincelada. Después de lo que pareció ser la última, se atrevió a preguntar:
—¿Qué has escrito?
Ella no dijo nada, pero tampoco se movió ni se apartó. Despacio, dejó la pluma de nuevo en el tintero y apartó la tablilla de madera de la cama, depositándola en el suelo. Luego, se inclinó un poco encima de Brittany y, con una mano, fue resiguiendo cada trazo. Sin hablar, sin apenas respirar. Ella sintió que aquello era muy importante para Santana, y se estuvo quieta, dándole su tiempo, dejando que se acostumbrara poco a poco a la idea de que no iba a apartarse de ella. Cuando Santana terminó de repasar todo el dibujo con los dedos, Brittany creyó que por fin le diría algo, pero no fue así, sino que optó por repetir la operación, pero esta vez con los labios. Con su boca, recorrió cada línea que había trazado con el pincel, besándola centímetro a centímetro y, al terminar, le dio la vuelta y le hizo el amor como si se pertenecieran la una a la otra.
A Brittany le habría gustado que le dijera que la amaba, pues eso era exactamente lo que le estaba transmitiendo con aquellos besos y aquellas caricias llenas de ternura y desesperación, pero podía entender que Santana todavía no fuera capaz de hacerlo. Ella tampoco se lo dijo, no con palabras, pero al terminar, cuando Santana volvió a abrazarla de aquel modo tan desgarrador, guió la cabeza de ella hasta su corazón para que pudiera escuchar que sólo latía por ella.
Volvieron a despertarse unas horas más tarde y quizá fuera el sol, o la realidad de lo que iba a suceder al día siguiente, pero la anterior intensidad se había desvanecido un poco. Las dos decidieron no decir nada sobre los sentimientos que se habían confesado con los ojos al hacer el amor; Brittany no volvió a preguntarle qué significaba lo que le había escrito en la espalda, y Santana se sonrojó al dejar el tintero y la pluma encima de la mesilla de noche de su dormitorio, sin decir nada.
Ella preparó el desayuno mientras Brittany se duchaba. Helena se paró frente al espejo del cuarto de baño y, con la ayuda del espejo de una polvera, se quedó embobada mirándose la espalda. El dibujo era precioso, significara lo que significase, y era una verdadera lástima que el agua fuera a borrarlo. Lo observó durante unos minutos, y al final se resignó a perderlo y se metió bajo la ducha. Más adelante, cuando el padre de Santana estuviera ya recuperado y pudieran volver a su vida normal, le pediría a Santana que volviera a dibujárselo, aunque fuera en un papel.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Que linda historia!!!
Gracias por compartirla
Y actualiza pronto
Gracias por compartirla
Y actualiza pronto
evean********- - Mensajes : 791
Fecha de inscripción : 24/06/2013
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
vaya que cantidad de emociones tenia santana reprimidas, espero de verdad que brittany sepa valorar lo increible que es santana!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Que hermosa historia!!!
San es sumamente especial!!!!
Saludos
San es sumamente especial!!!!
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
Hola chicas, espero tengan un excelente año nuevo!
Les agradezco por leer y comentar esta adaptación. Aquí les dejo un capítulo más. Saludos
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12. El Padrino
Después de desayunar, Santana también se dio una ducha rápida y se puso unos vaqueros y una camiseta. El trasplante iba a tener lugar al día siguiente, y, aunque sabía que estaba en buenas manos, no podía evitar sentir cierto miedo. Antes de aquella noche no le había importado demasiado lo que sucediera, pero en esos momentos tenía un motivo muy especial para querer que todo saliera bien. Y ese motivo la estaba esperando en el sofá, hojeando uno de sus viejos cuadernos de dibujo.
—Tienes un don, San —dijo Brittany con una sonrisa al verlo entrar—. Cada vez que decido que uno es mi favorito, encuentro otro, dos páginas después, que es incluso mejor.
Ella se encogió de hombros y se sentó a su lado.
—¿Has hablado con tus padres? —le preguntó.
—Sí —contestó Brittany—. Los he llamado, y todos están muy enfadados contigo. —Vio que ella tensaba los hombros y se lo explicó mejor—: Por no haberles contado lo de tu padre y lo del trasplante, claro. Mi madre se ha planteado incluso venir a hacernos compañía —añadió ella con una sonrisa.
—Lo siento —dijo Santana, que en realidad no sabía qué decir. Llevaba tantos años sola que ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la familia de Brittany pudiera preocuparse por ella—. ¿Qué te apetece hacer hoy?
Brittany, que ya había aprendido a descifrar sus ojos, se le acercó y le cogió una mano.
—El trasplante es mañana a primera hora. Es normal que estés nerviosa, por mí podemos quedarnos en casa.
A Santana le dio un vuelco el corazón, y el estómago, al oír «en casa». Le gustaba cómo sonaba esa expresión en boca de Brittany.
—No, quiero que hagamos algo juntas. Sí, estoy nerviosa. Y no, no estoy asustada, bueno, quizá un poco —reconoció—. Lo único que quiero es estar contigo y no pensar en todo lo que puede salir mal —se atrevió a decir, mirándola a los ojos.
Brittany la besó.
—Nada va a salir mal, cariño. —Entrelazó los dedos con los suyos—. Si de verdad quieres salir, hay una cosa que me gustaría mucho ver —le dijo, consciente de que Santana necesitaba estar un rato sin pensar.
—¿El qué?
—¿Te acuerdas de un día que nos encontramos por la calle y me dijiste que echabas de menos las vistas de los edificios de la City con la catedral de St. Paul al fondo?
—Por supuesto que me acuerdo, es imposible que me olvide ni siquiera de un segundo de los que hemos compartido —contestó sincera.
—Lo mismo digo —dijo Brittany, también emocionada, y, antes de que terminara confesándole algo más importante, continuó—: Pues eso es lo que quiero ver. Creo que he encontrado dibujos de esas vistas en uno de tus cuadernos. —Buscó entre los que tenía al lado en el sofá y, al dar con uno en concreto, lo levantó—. ¿Son éstos?
—Sí —respondió Santana—. Éstos son. Solía dibujarlos cuando salía de trabajar.
—Pues quiero ir a verlos y, de paso, no me importaría que me invitaras a un trozo de ese fabuloso pastel de queso —añadió, recordando también aquella conversación de tantos meses atrás.
—Está bien, veré lo que puedo hacer —dijo ella más despreocupada que dos minutos atrás. Le dio un beso y se levantó del sofá, arrastrándola consigo. Fueron hasta la puerta del apartamento, pero allí volvió a detenerse—. ¿Estás segura de que puedes quedarte estos días? Entenderé si tienes que...
Brittany no le dejó terminar la frase, sino que la besó con ternura y pasión al mismo tiempo, para ver si así entendía que no quería estar en otro lugar que no fuera junto a ella.
—No vuelvas a preguntármelo, Santana —dijo seria al apartarse—. Por supuesto que puedo quedarme, y aunque no «pudiera» me quedaría de todos modos. Tú me necesitas aquí —se atrevió a decir—, así que aquí es donde voy a estar. Y, ahora, señorita López, más le vale que me lleve de paseo, o le arrastraré hasta el dormitorio otra vez.
Santana abrió la puerta y empezó a bajar la escalera, pero al llegar al portal, volvió a detenerse.
—Para que lo sepas, esa amenaza no resulta para nada efectiva, Brittany. —La atrapó contra la pared y la devoró con la mirada—. Y vas a tener la visita turística más corta de la historia. —Se apartó, dejándola con la respiración entrecortada y hambrienta de sus besos.
Abrió la puerta y silbó para detener un taxi. Y, tal como le había prometido, visitaron los edificios que ella había dibujado en un tiempo récord. De regreso al apartamento, cogieron otro taxi, y Santana le pidió al conductor que se detuviera en una esquina y la esperara mientras iba a por un trozo de pastel. Brittany se quedó en el vehículo y vio que el taxista la miraba de un modo extraño, pero el hombre fue lo bastante educado como para no decir nada. Cinco minutos más tarde, Santana y Brittany subían la escalera que conducía a su casa, deteniéndose cada dos escalones para besarse. Entraron y llegó a la conclusión de que sí, que aquél era el mejor pastel de queso del mundo, aunque dudaba que fuese capaz de volver a comer un trozo sin sonrojarse.
A media tarde, y después de una siesta, volvieron a despertarse la una en brazos de la otra y estuvieron hablando del trasplante y de cómo se organizarían. Santana le advirtió a Brittany que no se dejara impresionar por los comentarios que su madre pudiera hacer, y ella le dijo que, aunque agradecía su preocupación, que estuviera tranquila, que no se dejaría intimidar por una frívola que había sido incapaz de querer a su hija. Y si Santana no hubiera estado ya enamoradísima de ella, en ese instante habría caído rendida. Un rato más tarde prepararon el ligero equipaje que tenían previsto llevarse al hospital y, después de cenar algo ligero, fueron de nuevo al dormitorio de Santana. Se tumbaron en la cama y estuvieron horas hablando de tonterías; de los hermanos de ella, de los amigos de San, del proyecto arquitectónico que estaba a punto de terminar en Barcelona, del MIR de Brittany, y entre besos y caricias se quedaron dormidas.
Al amanecer, pero antes de que el sol se entrometiera en su realidad, volvieron a hacer el amor. A Brittany se le llenaron los ojos de lágrimas al sentir otra vez la desesperación de Santana, pero dejó que ocultara el rostro en su melena y que se abrazara a ella con toda la fuerza del mundo.
Cada vez que hacían el amor, Santana se decía a sí mismo que iba a ser distinto, que iba a poder controlarse y a hacer algo más que penetrarla, tocarla, besarla y perder el control. Nunca en su vida había sentido aquella necesidad de poseer a una mujer, pero con Brittany no podía remediarlo. Necesitaba fundirse en ella, marcarla del modo más primitivo que existía. Y ella, dulce y generosa como era, la abrazaba y la besaba casi sin pedirle nada a cambio. Lo único que la tranquilizaba era que tenía la certeza de que Brittany sentía placer. Dios, sus orgasmos bastaban para que ella volviera a excitarse como un adolescente no importaba lo fuerte o intenso que hubiera sido el orgasmo anterior, tenía suficiente con sentir que ella se arqueaba de placer para volver a estar dispuesta a hacerle el amor durante horas. Quería decirle que la amaba; no tenía ninguna duda de que así era, pero no quería hacerlo antes del trasplante. No, Brittany podría creer que se lo decía por gratitud, o algo por el estilo, y ella se merecía escuchar una declaración en toda regla. Y la tendría, tan pronto como saliera del hospital y pudiera demostrarle que por ella estaba dispuesta a todo.
El martes, el día del trasplante, se despertaron a primera hora y fueron al hospital. Santana no podía comer nada, y Brittany se veía incapaz de hacerlo. En el apartamento, Santana insistió en darle un juego de llaves y en besarla como si tuviera miedo de no poder volver a hacerlo. Ella, aunque le devolvió todos y cada uno de los besos, no le permitió que se planteara tal cosa. Santana también aprovechó para llamar a Miriam Potts y decirle que Brittany estaba con ella y que sería quien la llamaría para contarle cómo iba todo. La señora Potts, igual que Brittany, no le permitió que se despidiera de ella. Y Brittany decidió que las dos iban a ser grandes amigas.
Al llegar al hospital, fueron directas a la planta en la que tenían la habitación asignada y comprobaron que el doctor Ross y una de sus enfermeras las estaban esperando. Tras los saludos de rigor, el médico le pidió a Santana que se cambiara y tumbara en la cama, y le dijo que pronto irían a buscarla. Brittany se sentó en una butaca y observó cómo ella hacía lo que le habían dicho y se ponía la bata del hospital. Ninguno de las dos dijo nada, hasta que Santana se sentó en la cama.
—Mis padres no han venido ni a saludar —dijo ella, quitándose el reloj. Iba a dejarlo encima de la mesa en la que también estaba el teléfono de la habitación, pero se acercó a Brittany y se lo colocó en la muñeca, ajustando la cadena para que no lo perdiera.
Ella iba a decir algo, pero en ese instante se abrió la puerta y entró Sabina.
—Hola, Santana, Britt —los saludó—. Papá ya está listo —les dijo—, mamá está histérica, y yo... —se interrumpió nerviosa—, yo quería venir a saludarte y a desearte suerte.
—Gracias —contestó ella, sintiéndolo de verdad. Le gustaba ver que su hermana era coherente con su nueva personalidad.
—Bueno, os dejaré solos. —Dio un paso hacia ella y, algo incómoda e insegura, la abrazó—. Suerte, San.
Ella le devolvió el abrazo.
—No te preocupes, Sabina. Te prometo que estas navidades mi sobrino recibirá un montón de juguetes de su tía preferida.
Su hermana asintió y salió de la habitación con lágrimas en los ojos. Apenas medio segundo después de que se fuera, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un par de enfermeros con una camilla.
—¿Nos dan un minuto? —dijo Anthony con voz firme—. Por favor.
Los dos hombres retrocedieron y cerraron la puerta con un discreto clic. Santana vio que Brittany tenía la mirada fija en el reloj y que se mordía nerviosa el labio inferior. Se acercó a la butaca en la que estaba sentada y se agachó delante de ella.
—Hola —susurró ella, tocándole la mejilla.
—Hola —respondió Brittany, atrapando su mano.
—No estés nerviosa, no me pasará nada.
—Lo sé —le dijo, mirándola ahora a los ojos—. Te esperaré aquí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ambas se quedaron en silencio unos segundos; ella acariciándole el pómulo con el pulgar, Brittany tocándole un mechón de pelo.
—Me tengo que ir —dijo Santana, levantándose.
Brittany también se puso de pie y se abrazó a ella para darle un beso. Ella sabía en qué consistían todos y cada uno de los pasos de la intervención, y también sabía que el equipo del doctor Ross era excelente, pero tenía un miedo atroz a que sucediera cualquier cosa. No le estaba resultando nada fácil quedarse allí sentada mientras a la mujer a la que amaba la sometían a una operación de trasplante de médula. La amaba. Y no se lo había dicho, pensó en medio del beso. Trató de apartarse, pero ella la abrazó por la cintura y la besó otra vez. Brittany se perdió en sus labios y su corazón le susurró al oído que aquél no era el momento adecuado. No quería que Santana creyera que se lo decía porque tenía miedo de que fuera a sucederle algo malo. Se apretó contra ella y respiró hondo, para así llenarse del aroma a sándalo que ella siempre desprendía.
Oyeron unos golpes en la puerta y se separaron. Santana abrió y entraron los dos enfermeros de antes. Se tumbó en la camilla y miró a Brittany una vez más.
—Me gusta cómo te queda el reloj —le dijo—, quizá deberías pensar en quedártelo.
—¿Y tú? —preguntó ella, acompañándolos hasta la puerta.
—Yo voy con el reloj. —Le guiñó un ojo, y la camilla entró en zona restringida.
Brittany se quedó allí de pie, mirando las puertas de acero como una idiota hasta que oyó una voz horrible a su espalda.
—Espero que, por una vez, en su vida esa chica haga algo bien.
Era Maribel, la madre de Santana. Brittany se habría vuelto y le habría tirado de los pelos por atreverse a decir tal tontería, pero se limitó a respirar hondo y a regresar a la habitación que el hospital le había asignado.
La primera hora se le hizo eterna, así que cuando empezó a temer por la integridad física del mobiliario, optó por llamar a su madre y contarle todo lo que había sucedido. Ésta, Susan, insistió en que si quería cogía el primer avión a Londres para estar con ellas, pero Brittany volvió a negarse. Colgó con la promesa de llamar de nuevo tan pronto como Santana saliera del quirófano.
Estuvo sentada diez minutos, quizá veinte, mirando uno de los cuadernos de dibujo de ella que, a última hora, se había metido en el bolso. Le encantaba mirarlos, pues en ellos creía descubrir pequeños detalles de su autora, claves que le permitían comprender mejor a una mujer tan compleja como aquella. A Santana sus padres no la habían ayudado, se habían avergonzado abiertamente de ella y, a pesar de todo, estaba dispuesta a correr el riesgo de perder la movilidad para que su padre pudiera curarse. Sus hermanos nunca se habían puesto de su parte, y ella no había dudado un instante en ayudar a su hermana con su hijo, que al parecer era disléxico, igual que ella, a pesar de que no se trataba de una anomalía genética.
Santana estaba convencida de que no era lista, pero era capaz de dibujar los edificios más increíbles del mundo, de recitar de memoria diálogos de todas las películas de cine clásico, y de aprender caligrafía china, recordó sonrojándose. Sí, Santana era una mujer muy compleja, con muchos más recovecos de los que uno podía apreciar a simple vista, y Brittany no iba a parar hasta descubrirlos todos y hasta hacerla tan feliz que le resultara imposible recordar una época en la que no lo hubiera sido. Sabía que todavía no le había contado muchas cosas; no sabía qué había sucedido para que se fuera de casa, ni tampoco cómo había conseguido mantenerse en la universidad, ni cómo era posible que llevara tantos años sin hablar con nadie de su familia. Pero bueno, se dijo, tenía toda la vida para averiguarlo.
Pasó una hora más sin noticias y cogió de nuevo el móvil. En esta ocasión, llamó a Rachel, convencida de que si hablaba con alguien que también conocía a Santana y se preocupaba por ella se sentiría más acompañada. Su hermana no le falló y, tras preguntar por ella y exigir que la llamara cuando tuviera noticias, se pasó treinta minutos contándole las tonterías de María. Rachel no era en absoluto una de esas madres novatas que sólo hablan de sus retoños, y Brittany sabía perfectamente que únicamente le contaba todo aquello para distraerla, pero como la táctica funcionó no se lo tuvo en cuenta. Quinn, su cuñada, también charló un rato con ella, y al final le ordenó que tratara de relajarse un poco. Se despidieron con besos y Brittany volvió a quedarse sola con sus pensamientos.
Ya ni sabía cuánto rato hacía que se habían llevado a Santana, y no quería salir de la habitación por miedo a que la devolvieran y ella no estuviera. Podría llamar a Miriam Potts pensó, pero descartó la idea porque apenas había hablado con la mujer cinco minutos y no quería asustarla, ni que creyera que Santana estaba saliendo con una histérica. Aunque bueno, tampoco era de histérica preocuparse por ella; al fin y al cabo, ser donante de médula no era como ir al dentista.
—Genial —farfulló en voz alta—, estoy discutiendo conmigo misma.
Se acercó a la ventana, que daba a un patio trasero, y tocó el reloj que ella le había colocado en la muñeca, y al pensar en lo último que le había dicho antes de irse no pudo evitar sonreír. Volvió a sentarse en aquella butaca salida del infierno un poco más calmada, y poco a poco se le fueron cerrando los párpados; el cansancio y los nervios hicieron por fin mella en ella y se quedó dormida. Una hora más tarde, el ruido de una camilla deslizándose por el pasillo la sobresaltó y se despertó. No era Santana, pero por suerte para Brittany, unos cuarenta minutos después otra camilla chirrió y se abrió la puerta de la habituación.
Santana seguía dormida por la anestesia, y los enfermeros la colocaron con tanto cuidado en la cama que a Brittany le dio un vuelco el corazón. El doctor Ross apareció enseguida y le relató con brevedad y eficiencia los pormenores de la intervención.
Brittany apenas escuchó un un par de palabras, pero no apartó ni un segundo la mirada de la del médico; en la facultad de medicina había aprendido que muchos de estos profesionales evitan mirar a los ojos de los familiares cuando mienten. El doctor Ross estaba diciendo la verdad y, lo que era más importante, todo había ido bien y Santana no tardaría en despertarse. Sentiría las molestias propias de la anestesia y de la intervención en sí, pero si tras pasar un día en observación no veían nada extraño, podría irse a casa y terminar de recuperarse allí. En una semana podría volver a hacer vida completamente normal.
Brittany se sintió tan aliviada que tuvo que sentarse, y entonces hubo de reconocer ante sí misma que había estado aterrorizada. El doctor Ross se le acercó de nuevo, le dio unas hojas con las instrucciones para los primeros días y le tendió la mano.
—Esté tranquila, Brittany. Todo ha salido bien —le dijo, cuando ella se la estrechó—. Santana es muy fuerte.
—Lo sé —respondió ella—. Gracias, doctor.
El hombre asintió y salió de la habitación, y Brittany se acercó a la cama para tocar a Santana, como había querido hacer desde que la trajeron los enfermeros. La parte racional de su mente que seguía activa le decía que el hecho de estar tan quieto era completamente normal, consecuencia de la anestesia. Pero la parte emocional, que al parecer era el timón que la guiaba últimamente, no pudo evitar volver a preocuparse. Se sentó en la butaca que había junto a la cama y entrelazó los dedos con los de ella. La besó en la frente y en los labios, y se quedó allí esperando, tal como le había dicho que haría.
Santana tardó más de lo que a Brittany le habría gustado en abrir de nuevo los ojos, pero cuando lo hizo le bastó con media sonrisa para que ella la perdonara por haber remoloneado tanto. Se quedó en el hospital dos días, durante los cuales ni su madre ni su hermano fueron a verlo.
El doctor Ross les confirmó que la intervención había sido un éxito y que el paciente Harrison López parecía estar reaccionando bien al trasplante de médula, aunque todavía era pronto para decir nada más optimista. Santana se dio cuenta de que el oncólogo había dejado de referirse a Harrison como «su padre» y supuso que el buen doctor había terminado por comprender que la suya no era una familia normal.
Sabina sí que fue a visitarla y le prometió que antes de que regresara a España, ella y Harry irían a verla al apartamento, o a donde ella quisiera. Le contó también que su padre parecía mejorar, pero que, tal como había dicho el médico, todavía no sabían el alcance de la mejora.
La noche antes de salir del hospital, Santana vio que Brittany estaba pensativa, con la mirada fija en la pantalla del móvil.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó ella con voz algo cansada.
—¿Qué? Ah, uno de los mensajes que te han mandado Rachel y Quinn —contestó.
—¿Y eso es lo que te tiene tan preocupada?
Ella apartó la vista del teléfono y la miró a los ojos.
—No lo entiendo —dijo de repente.
—¿Qué es lo que no entiendes? —le preguntó Santana, convencida de que pasarse tantas horas tumbada en aquella cama empezaba a atrofiarle el cerebro.
—Lo de tus padres. No lo entiendo —repitió.
Ella levantó una mano para indicarle que se acercara. Brittany estaba de pie junto a la ventana, pero se apresuró a sentarse en la butaca que había junto a la cama y le cogió la mano. Santana tardó unos segundos en hablar, como si en su mente también estuviera tratando de encontrarle sentido al comportamiento de sus progenitores.
—Los López son perfectos —fue lo primero que se le ocurrió, recordando una de las frases que solía repetir su padre cuando eran pequeños—. O lo eran hasta que llegué yo. —Vio que Brittany iba a defenderla y, aunque la quiso más por ello, se lo impidió—: Déjame terminar. Supongo que podría decirse que de pequeña fui feliz. Sí, no me mires así, hasta que la dislexia no se hizo evidente, yo también encajé maravillosamente en el perfecto y frívolo mundo de los López, pero cuando empecé a tener problemas... —notó que ella le apretaba la mano y continuó—, bueno, ya sabes lo que sucedió entonces. Gracias a Miriam conseguí terminar el colegio. —Sonrió—. Créeme, nunca he conocido a una mujer tan terca y tenaz como ella. Y supongo que jamás podré agradecérselo lo suficiente.
—Miriam te quiere —dijo Brittany, que, después de hablar varias veces con la antigua niñera de Santana, sabía que ésta era lo más parecido a una madre que había tenido—. Y eso es lo que hace la gente cuando quiere a alguien; cuidarlo y hacer todo lo que haga falta para ayudarlo. —Las dos seguían sin confesarse sus sentimientos, pero Brittany aprovechaba cualquier oportunidad para insinuárselo.
—Y yo a ella —dijo Santana, y tragó saliva—. Desde que aprendí a dibujar, soñaba con convertirme en arquitecta, en poder traspasar alguno de mis edificios de papel al mundo real. De pequeña, no sabía siquiera qué había que estudiar para conseguirlo, pero sabía que estaba dispuesta a todo para lograrlo. Durante años deseché la idea por imposible, pero cuando gracias a la ayuda de Miriam...
—Y a tu fuerza de voluntad —añadió Brittany.
—Y a mi fuerza de voluntad —admitió ella, sonrojándose un poco— conseguí aprender a leer y empecé a aprobar las asignaturas en el colegio, volví a soñar con ir a la universidad. Y entonces cumplí dieciocho años y mi padre me llamó a su despacho. A esa edad yo ya era tan alta como ahora, pero recuerdo perfectamente que me temblaron las rodillas al llamar a la puerta. No había vuelto allí desde el día en que el director de la escuela le dijo que tenía una hija tonta, yo, para ser exactos. En fin, al principio pensé que todo iba bien; mi padre me pidió que me sentara e incluso me preguntó cómo estaba, pero luego su discurso se volvió de lo más extraño, o eso me pareció a mí, pues empezó a divagar acerca del honor de la familia y de la intachable reputación que tenían los López. Yo, como comprenderás, me limité a asentir, convencida de que aquello era un ritual paterno-filial de lo más común, pero entonces el magnánimo Harrison López llegó a lo que de verdad quería decirme: «No hace falta que alguien como tú pierda el tiempo en la universidad —me dijo—, sólo serviría para que tanto tú como nosotros quedemos en ridículo», añadió. —Brittany volvió a apretarle la mano—. «Tú nunca conseguirías licenciarte en nada, sería una pérdida de tiempo y de dinero, y, siendo como eres, seguro que terminarías rodeada de malas compañías.»
—Dios —susurró ella en voz baja.
—Tardé unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hice no me enfadé, sino que traté de explicarle a mi padre lo mucho que había mejorado en los últimos años, el montón de técnicas que había aprendido para poder seguir las clases y aprobar los exámenes.
—¿Y qué te dijo él?
—Que no estaba mal como truco de circo —sentenció Santana, que jamás olvidaría esa frase—, pero que no me bastaría para engañar a los profesores de la universidad. Y la verdad es que tenía razón, yo ya sabía que allí no me bastaría con las fichas o las cintas de la señora Potts, pero Miriam había averiguado que había centros especializados para gente con mi problema. Fue la primera vez que oí hablar del término «dislexia». Y yo estaba seguro de que con los consejos adecuados y trabajando mucho conseguiría salir adelante.
—Por supuesto que sí —dijo Brittany, igual que si estuviera animando a la Santana de hacía casi veinte años.
—Mi padre ni siquiera me escuchó, y me repitió eso de que el apellido de los López no podía convertirse en el hazmerreír del mundo académico. Recuerdo que se levantó de su silla y se acercó a mí, y después de darme una palmadita en la espalda me dijo que no me preocupara, que ya lo tenía todo pensado.
Brittany tembló sólo de pensar qué le habría ofrecido Harrison López a su hijo.
—«No te preocupes por nada, Santana. En el despacho siempre hace falta gente que pase escritos a máquina, que haga recados», me dijo. ¿Te lo imaginas? El muy... —no dijo nada—. Mi padre sabía tan poco acerca de mí que creía que pasar a máquina un documento iba a resultarme fácil. Tuve ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero no lo hice.
—¿No?
—No, y la verdad es que todavía a día de hoy no sé cómo me contuve. Ya te he dicho que tenía claro que quería ser arquitecta, así que en ese instante me di cuenta de dos cosas: la primera, nunca iba a contar con el apoyo de mi padre, y el de mi madre dependía del de él, así que también estaba fuera de cuestión hablar con ella, y dos, si de verdad quería ir a la universidad iba a necesitar dinero. Y la única persona que podía dármelo la tenía de pie a mi lado y se avergonzaba de llamarme hija.
Santana cerró los ojos un instante y tragó saliva.
—No hace falta que me lo cuentes si no quieres —le dijo Brittany en voz baja antes de darle un beso en los nudillos.
—En un último intento, le conté a mi padre que quería estudiar arquitectura —prosiguió ella como si no la hubiera oído—, incluso llegué a explicarle que nunca había tenido problemas para dibujar ni para comprender conceptos espaciales como el volumen o el punto de fuga. No me escuchó, sino que regresó a su lado del escritorio y empezó a hablarme de lo bien que me iría en su despacho y del sueldo tan increíble que iban a pagarme por tenerme allí entretenido. Y entonces... —Se quedó callada de nuevo.
—¿Y entonces?
—Entonces me acordé del caso de lady Fairchild.
—¿Lady Fairchild? Parece sacada de una novela de época. —Brittany trató de aligerar algo el tono de la conversación.
—Lady Fairchild es una mujer que ahora tendrá unos cuarenta años, con unos padres muy ricos y, al parecer, excesivamente longevos para su gusto. Cuando lady Fairchild tenía veinte años se hartó de esperar a que dichos padres murieran y poder recibir así la fortuna familiar y, como no estaba dispuesta a trabajar, contrató a un abogado: mi padre —le aclaró Santana, aunque no habría hecho falta—. Yo tendría entonces unos dieciséis años, pero me acuerdo perfectamente de lo mucho que me impactó su historia y de la estratagema legal que utilizó Harrison para conseguirle a su cuenta lo que ésta quería. Lady Fairchild les reclamó a sus padres la herencia en vida, no sé cuáles fueron exactamente los detalles, pero creo que en España existe una figura similar, algo que dice que un hijo tiene derecho a no sé qué parte del patrimonio de los padres.
—La legítima —dijo Brittany, que tenía la sensación de que en el mundo había mucha gente que estaba mal de la cabeza.
—Sí, la legítima. En resumen, la historia de lady Fairchild me impresionó porque, a diferencia de su malcriada hija, el matrimonio Fairchild parecía de lo más normal, y cada vez que veía su fotografía en algunos de los periódicos sensacionalistas del momento me daban pena. Y supongo que también me impactó porque la tal lady fue la amante de mi padre durante unos meses. Al parecer, quería celebrar con alguien su recién adquirida fortuna, ¿y quién mejor que el hombre que lo había hecho posible? Aunque tuviera familia y veinte años más que ella.
Brittany no sabía qué decir, su familia no era ni mucho menos perfecta, pero no podía imaginarse a su padre teniendo un lío con una chica de la misma edad que una de sus hijas.
—Me acuerdo perfectamente de que miré a mi padre a los ojos y le dije que tenía toda la intención del mundo de entrar en la universidad y matricularme en la facultad de arquitectura, y que él iba a pagármelo.
—¿Y qué te dijo?
—Se rió de mí, y cuando vi que iba a recordarme por enésima vez lo tonta que era, le paré los pies. —Cerró los ojos—. Le dije que si no me pagaba los estudios haría lo mismo que lady Fairchild. —Una leve sonrisa apareció en los labios de Santana—. Tendrías que haberle visto la cara cuando oyó ese nombre, pero siguió negándose. Entonces le dije que si no me ayudaba con los gastos de la carrera me dedicaría a destrozar su preciosa reputación, que iría a ver a sus antiguas amantes, a los socios a los que había engañado a lo largo de los años, al fiscal si era necesario. No sé qué vio en mis ojos, pero fuera lo que fuese supo que iba en serio y abrió el cajón del escritorio, sacó el talonario y me extendió un cheque.
—Un cheque. —No era ninguna pregunta, sencillamente, no pudo evitar repetirlo en voz alta.
—Un cheque por un importe suficiente como para pagar una carrera universitaria y subvencionar la vida de una persona en Londres durante varios años. Recuerdo que cuando lo sujeté entre los dedos pensé en romperlo y lanzárselo a la cara, y gritarle que cómo era posible que estuviera tan dispuesto a deshacerse de mí. Pero no lo hice, y me guardé el cheque el bolsillo.
—¿De verdad lo habrías hecho? ¿De verdad sabías tantas cosas como para echar por tierra la reputación de tu familia?
Santana sonrió con amargura y Brittany pensó que quizá fuera porque llevaba un pijama azul claro, o porque estaba tumbada en aquella cama de hospital, pero se la veía triste, y resignada. E, igual que el día en que hicieron el amor por primera vez, decidió que haría todo lo posible para hacerla feliz.
—No te imaginas la cantidad de cosas de las que habla la gente delante de ti cuando creen que eres tonta. —Respiró hondo—. Me gusta creer que no habría sido capaz, pero supongo que sí. Supongo que me parezco más a mi padre de lo que creo.
—Tú no te pareces en nada a ese hombre, Santana. Tú nunca te habrías avergonzado de un hijo tuyo, y nunca te habrías deshecho de él dándole como quien dice un cheque en blanco.
Santana se quedó pensando y luego volvió a hablar:
—Ahora no, pero nunca sabremos cómo habría sido de no haber tenido dislexia. Quizá ahora sería un energúmeno como Frey, incapaz de ir a ver a mi hermano después de una operación.
—Estoy convencida de que no —le aseguró ella, tocándole la mejilla con ternura.
—En fin, esa tarde, la tarde en que mi padre me dio el cheque, también me dijo que me fuera de casa y que no regresara. Recuerdo que dijo que, ya que tenía que pagar para que lo dejara tranquilo, tuviera la decencia de no volver a molestarlo, y añadió que no pensaba darme ni una libra más, y que no fuera a verlo cuando tuviera problemas. Llené una maleta y me marché a casa de Miriam. Fue ella quien me ayudó a superar los primeros días. Me acuerdo —tragó saliva—, me acuerdo que pensé que mi madre vendría a buscarme, o que llamaría a Miriam preguntando por mí... pero no lo hizo. —Santana miró a Brittany a los ojos—. ¿Te importa que duerma un rato? Estoy cansado.
—Por supuesto que no, cariño. —Se levantó y le dio un suave beso en los labios—. Descansa. Supongo que el médico te dará el alta mañana y podremos irnos a casa.
—A casa, me gusta cómo suena —dijo casi dormida.
Brittany le acarició el pelo hasta que escuchó que se le acompasaba la respiración. La historia que Santana le había contado era muy triste; estaba claro que en el mundo había muchísimos niños que pasaban por peores cosas que ella, pero no tenía que ser nada fácil ver que tus padres no te quieren, y sólo porque no quedas bien en su vida de revista.
Les agradezco por leer y comentar esta adaptación. Aquí les dejo un capítulo más. Saludos
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12. El Padrino
Después de desayunar, Santana también se dio una ducha rápida y se puso unos vaqueros y una camiseta. El trasplante iba a tener lugar al día siguiente, y, aunque sabía que estaba en buenas manos, no podía evitar sentir cierto miedo. Antes de aquella noche no le había importado demasiado lo que sucediera, pero en esos momentos tenía un motivo muy especial para querer que todo saliera bien. Y ese motivo la estaba esperando en el sofá, hojeando uno de sus viejos cuadernos de dibujo.
—Tienes un don, San —dijo Brittany con una sonrisa al verlo entrar—. Cada vez que decido que uno es mi favorito, encuentro otro, dos páginas después, que es incluso mejor.
Ella se encogió de hombros y se sentó a su lado.
—¿Has hablado con tus padres? —le preguntó.
—Sí —contestó Brittany—. Los he llamado, y todos están muy enfadados contigo. —Vio que ella tensaba los hombros y se lo explicó mejor—: Por no haberles contado lo de tu padre y lo del trasplante, claro. Mi madre se ha planteado incluso venir a hacernos compañía —añadió ella con una sonrisa.
—Lo siento —dijo Santana, que en realidad no sabía qué decir. Llevaba tantos años sola que ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la familia de Brittany pudiera preocuparse por ella—. ¿Qué te apetece hacer hoy?
Brittany, que ya había aprendido a descifrar sus ojos, se le acercó y le cogió una mano.
—El trasplante es mañana a primera hora. Es normal que estés nerviosa, por mí podemos quedarnos en casa.
A Santana le dio un vuelco el corazón, y el estómago, al oír «en casa». Le gustaba cómo sonaba esa expresión en boca de Brittany.
—No, quiero que hagamos algo juntas. Sí, estoy nerviosa. Y no, no estoy asustada, bueno, quizá un poco —reconoció—. Lo único que quiero es estar contigo y no pensar en todo lo que puede salir mal —se atrevió a decir, mirándola a los ojos.
Brittany la besó.
—Nada va a salir mal, cariño. —Entrelazó los dedos con los suyos—. Si de verdad quieres salir, hay una cosa que me gustaría mucho ver —le dijo, consciente de que Santana necesitaba estar un rato sin pensar.
—¿El qué?
—¿Te acuerdas de un día que nos encontramos por la calle y me dijiste que echabas de menos las vistas de los edificios de la City con la catedral de St. Paul al fondo?
—Por supuesto que me acuerdo, es imposible que me olvide ni siquiera de un segundo de los que hemos compartido —contestó sincera.
—Lo mismo digo —dijo Brittany, también emocionada, y, antes de que terminara confesándole algo más importante, continuó—: Pues eso es lo que quiero ver. Creo que he encontrado dibujos de esas vistas en uno de tus cuadernos. —Buscó entre los que tenía al lado en el sofá y, al dar con uno en concreto, lo levantó—. ¿Son éstos?
—Sí —respondió Santana—. Éstos son. Solía dibujarlos cuando salía de trabajar.
—Pues quiero ir a verlos y, de paso, no me importaría que me invitaras a un trozo de ese fabuloso pastel de queso —añadió, recordando también aquella conversación de tantos meses atrás.
—Está bien, veré lo que puedo hacer —dijo ella más despreocupada que dos minutos atrás. Le dio un beso y se levantó del sofá, arrastrándola consigo. Fueron hasta la puerta del apartamento, pero allí volvió a detenerse—. ¿Estás segura de que puedes quedarte estos días? Entenderé si tienes que...
Brittany no le dejó terminar la frase, sino que la besó con ternura y pasión al mismo tiempo, para ver si así entendía que no quería estar en otro lugar que no fuera junto a ella.
—No vuelvas a preguntármelo, Santana —dijo seria al apartarse—. Por supuesto que puedo quedarme, y aunque no «pudiera» me quedaría de todos modos. Tú me necesitas aquí —se atrevió a decir—, así que aquí es donde voy a estar. Y, ahora, señorita López, más le vale que me lleve de paseo, o le arrastraré hasta el dormitorio otra vez.
Santana abrió la puerta y empezó a bajar la escalera, pero al llegar al portal, volvió a detenerse.
—Para que lo sepas, esa amenaza no resulta para nada efectiva, Brittany. —La atrapó contra la pared y la devoró con la mirada—. Y vas a tener la visita turística más corta de la historia. —Se apartó, dejándola con la respiración entrecortada y hambrienta de sus besos.
Abrió la puerta y silbó para detener un taxi. Y, tal como le había prometido, visitaron los edificios que ella había dibujado en un tiempo récord. De regreso al apartamento, cogieron otro taxi, y Santana le pidió al conductor que se detuviera en una esquina y la esperara mientras iba a por un trozo de pastel. Brittany se quedó en el vehículo y vio que el taxista la miraba de un modo extraño, pero el hombre fue lo bastante educado como para no decir nada. Cinco minutos más tarde, Santana y Brittany subían la escalera que conducía a su casa, deteniéndose cada dos escalones para besarse. Entraron y llegó a la conclusión de que sí, que aquél era el mejor pastel de queso del mundo, aunque dudaba que fuese capaz de volver a comer un trozo sin sonrojarse.
A media tarde, y después de una siesta, volvieron a despertarse la una en brazos de la otra y estuvieron hablando del trasplante y de cómo se organizarían. Santana le advirtió a Brittany que no se dejara impresionar por los comentarios que su madre pudiera hacer, y ella le dijo que, aunque agradecía su preocupación, que estuviera tranquila, que no se dejaría intimidar por una frívola que había sido incapaz de querer a su hija. Y si Santana no hubiera estado ya enamoradísima de ella, en ese instante habría caído rendida. Un rato más tarde prepararon el ligero equipaje que tenían previsto llevarse al hospital y, después de cenar algo ligero, fueron de nuevo al dormitorio de Santana. Se tumbaron en la cama y estuvieron horas hablando de tonterías; de los hermanos de ella, de los amigos de San, del proyecto arquitectónico que estaba a punto de terminar en Barcelona, del MIR de Brittany, y entre besos y caricias se quedaron dormidas.
Al amanecer, pero antes de que el sol se entrometiera en su realidad, volvieron a hacer el amor. A Brittany se le llenaron los ojos de lágrimas al sentir otra vez la desesperación de Santana, pero dejó que ocultara el rostro en su melena y que se abrazara a ella con toda la fuerza del mundo.
Cada vez que hacían el amor, Santana se decía a sí mismo que iba a ser distinto, que iba a poder controlarse y a hacer algo más que penetrarla, tocarla, besarla y perder el control. Nunca en su vida había sentido aquella necesidad de poseer a una mujer, pero con Brittany no podía remediarlo. Necesitaba fundirse en ella, marcarla del modo más primitivo que existía. Y ella, dulce y generosa como era, la abrazaba y la besaba casi sin pedirle nada a cambio. Lo único que la tranquilizaba era que tenía la certeza de que Brittany sentía placer. Dios, sus orgasmos bastaban para que ella volviera a excitarse como un adolescente no importaba lo fuerte o intenso que hubiera sido el orgasmo anterior, tenía suficiente con sentir que ella se arqueaba de placer para volver a estar dispuesta a hacerle el amor durante horas. Quería decirle que la amaba; no tenía ninguna duda de que así era, pero no quería hacerlo antes del trasplante. No, Brittany podría creer que se lo decía por gratitud, o algo por el estilo, y ella se merecía escuchar una declaración en toda regla. Y la tendría, tan pronto como saliera del hospital y pudiera demostrarle que por ella estaba dispuesta a todo.
El martes, el día del trasplante, se despertaron a primera hora y fueron al hospital. Santana no podía comer nada, y Brittany se veía incapaz de hacerlo. En el apartamento, Santana insistió en darle un juego de llaves y en besarla como si tuviera miedo de no poder volver a hacerlo. Ella, aunque le devolvió todos y cada uno de los besos, no le permitió que se planteara tal cosa. Santana también aprovechó para llamar a Miriam Potts y decirle que Brittany estaba con ella y que sería quien la llamaría para contarle cómo iba todo. La señora Potts, igual que Brittany, no le permitió que se despidiera de ella. Y Brittany decidió que las dos iban a ser grandes amigas.
Al llegar al hospital, fueron directas a la planta en la que tenían la habitación asignada y comprobaron que el doctor Ross y una de sus enfermeras las estaban esperando. Tras los saludos de rigor, el médico le pidió a Santana que se cambiara y tumbara en la cama, y le dijo que pronto irían a buscarla. Brittany se sentó en una butaca y observó cómo ella hacía lo que le habían dicho y se ponía la bata del hospital. Ninguno de las dos dijo nada, hasta que Santana se sentó en la cama.
—Mis padres no han venido ni a saludar —dijo ella, quitándose el reloj. Iba a dejarlo encima de la mesa en la que también estaba el teléfono de la habitación, pero se acercó a Brittany y se lo colocó en la muñeca, ajustando la cadena para que no lo perdiera.
Ella iba a decir algo, pero en ese instante se abrió la puerta y entró Sabina.
—Hola, Santana, Britt —los saludó—. Papá ya está listo —les dijo—, mamá está histérica, y yo... —se interrumpió nerviosa—, yo quería venir a saludarte y a desearte suerte.
—Gracias —contestó ella, sintiéndolo de verdad. Le gustaba ver que su hermana era coherente con su nueva personalidad.
—Bueno, os dejaré solos. —Dio un paso hacia ella y, algo incómoda e insegura, la abrazó—. Suerte, San.
Ella le devolvió el abrazo.
—No te preocupes, Sabina. Te prometo que estas navidades mi sobrino recibirá un montón de juguetes de su tía preferida.
Su hermana asintió y salió de la habitación con lágrimas en los ojos. Apenas medio segundo después de que se fuera, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un par de enfermeros con una camilla.
—¿Nos dan un minuto? —dijo Anthony con voz firme—. Por favor.
Los dos hombres retrocedieron y cerraron la puerta con un discreto clic. Santana vio que Brittany tenía la mirada fija en el reloj y que se mordía nerviosa el labio inferior. Se acercó a la butaca en la que estaba sentada y se agachó delante de ella.
—Hola —susurró ella, tocándole la mejilla.
—Hola —respondió Brittany, atrapando su mano.
—No estés nerviosa, no me pasará nada.
—Lo sé —le dijo, mirándola ahora a los ojos—. Te esperaré aquí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ambas se quedaron en silencio unos segundos; ella acariciándole el pómulo con el pulgar, Brittany tocándole un mechón de pelo.
—Me tengo que ir —dijo Santana, levantándose.
Brittany también se puso de pie y se abrazó a ella para darle un beso. Ella sabía en qué consistían todos y cada uno de los pasos de la intervención, y también sabía que el equipo del doctor Ross era excelente, pero tenía un miedo atroz a que sucediera cualquier cosa. No le estaba resultando nada fácil quedarse allí sentada mientras a la mujer a la que amaba la sometían a una operación de trasplante de médula. La amaba. Y no se lo había dicho, pensó en medio del beso. Trató de apartarse, pero ella la abrazó por la cintura y la besó otra vez. Brittany se perdió en sus labios y su corazón le susurró al oído que aquél no era el momento adecuado. No quería que Santana creyera que se lo decía porque tenía miedo de que fuera a sucederle algo malo. Se apretó contra ella y respiró hondo, para así llenarse del aroma a sándalo que ella siempre desprendía.
Oyeron unos golpes en la puerta y se separaron. Santana abrió y entraron los dos enfermeros de antes. Se tumbó en la camilla y miró a Brittany una vez más.
—Me gusta cómo te queda el reloj —le dijo—, quizá deberías pensar en quedártelo.
—¿Y tú? —preguntó ella, acompañándolos hasta la puerta.
—Yo voy con el reloj. —Le guiñó un ojo, y la camilla entró en zona restringida.
Brittany se quedó allí de pie, mirando las puertas de acero como una idiota hasta que oyó una voz horrible a su espalda.
—Espero que, por una vez, en su vida esa chica haga algo bien.
Era Maribel, la madre de Santana. Brittany se habría vuelto y le habría tirado de los pelos por atreverse a decir tal tontería, pero se limitó a respirar hondo y a regresar a la habitación que el hospital le había asignado.
La primera hora se le hizo eterna, así que cuando empezó a temer por la integridad física del mobiliario, optó por llamar a su madre y contarle todo lo que había sucedido. Ésta, Susan, insistió en que si quería cogía el primer avión a Londres para estar con ellas, pero Brittany volvió a negarse. Colgó con la promesa de llamar de nuevo tan pronto como Santana saliera del quirófano.
Estuvo sentada diez minutos, quizá veinte, mirando uno de los cuadernos de dibujo de ella que, a última hora, se había metido en el bolso. Le encantaba mirarlos, pues en ellos creía descubrir pequeños detalles de su autora, claves que le permitían comprender mejor a una mujer tan compleja como aquella. A Santana sus padres no la habían ayudado, se habían avergonzado abiertamente de ella y, a pesar de todo, estaba dispuesta a correr el riesgo de perder la movilidad para que su padre pudiera curarse. Sus hermanos nunca se habían puesto de su parte, y ella no había dudado un instante en ayudar a su hermana con su hijo, que al parecer era disléxico, igual que ella, a pesar de que no se trataba de una anomalía genética.
Santana estaba convencida de que no era lista, pero era capaz de dibujar los edificios más increíbles del mundo, de recitar de memoria diálogos de todas las películas de cine clásico, y de aprender caligrafía china, recordó sonrojándose. Sí, Santana era una mujer muy compleja, con muchos más recovecos de los que uno podía apreciar a simple vista, y Brittany no iba a parar hasta descubrirlos todos y hasta hacerla tan feliz que le resultara imposible recordar una época en la que no lo hubiera sido. Sabía que todavía no le había contado muchas cosas; no sabía qué había sucedido para que se fuera de casa, ni tampoco cómo había conseguido mantenerse en la universidad, ni cómo era posible que llevara tantos años sin hablar con nadie de su familia. Pero bueno, se dijo, tenía toda la vida para averiguarlo.
Pasó una hora más sin noticias y cogió de nuevo el móvil. En esta ocasión, llamó a Rachel, convencida de que si hablaba con alguien que también conocía a Santana y se preocupaba por ella se sentiría más acompañada. Su hermana no le falló y, tras preguntar por ella y exigir que la llamara cuando tuviera noticias, se pasó treinta minutos contándole las tonterías de María. Rachel no era en absoluto una de esas madres novatas que sólo hablan de sus retoños, y Brittany sabía perfectamente que únicamente le contaba todo aquello para distraerla, pero como la táctica funcionó no se lo tuvo en cuenta. Quinn, su cuñada, también charló un rato con ella, y al final le ordenó que tratara de relajarse un poco. Se despidieron con besos y Brittany volvió a quedarse sola con sus pensamientos.
Ya ni sabía cuánto rato hacía que se habían llevado a Santana, y no quería salir de la habitación por miedo a que la devolvieran y ella no estuviera. Podría llamar a Miriam Potts pensó, pero descartó la idea porque apenas había hablado con la mujer cinco minutos y no quería asustarla, ni que creyera que Santana estaba saliendo con una histérica. Aunque bueno, tampoco era de histérica preocuparse por ella; al fin y al cabo, ser donante de médula no era como ir al dentista.
—Genial —farfulló en voz alta—, estoy discutiendo conmigo misma.
Se acercó a la ventana, que daba a un patio trasero, y tocó el reloj que ella le había colocado en la muñeca, y al pensar en lo último que le había dicho antes de irse no pudo evitar sonreír. Volvió a sentarse en aquella butaca salida del infierno un poco más calmada, y poco a poco se le fueron cerrando los párpados; el cansancio y los nervios hicieron por fin mella en ella y se quedó dormida. Una hora más tarde, el ruido de una camilla deslizándose por el pasillo la sobresaltó y se despertó. No era Santana, pero por suerte para Brittany, unos cuarenta minutos después otra camilla chirrió y se abrió la puerta de la habituación.
Santana seguía dormida por la anestesia, y los enfermeros la colocaron con tanto cuidado en la cama que a Brittany le dio un vuelco el corazón. El doctor Ross apareció enseguida y le relató con brevedad y eficiencia los pormenores de la intervención.
Brittany apenas escuchó un un par de palabras, pero no apartó ni un segundo la mirada de la del médico; en la facultad de medicina había aprendido que muchos de estos profesionales evitan mirar a los ojos de los familiares cuando mienten. El doctor Ross estaba diciendo la verdad y, lo que era más importante, todo había ido bien y Santana no tardaría en despertarse. Sentiría las molestias propias de la anestesia y de la intervención en sí, pero si tras pasar un día en observación no veían nada extraño, podría irse a casa y terminar de recuperarse allí. En una semana podría volver a hacer vida completamente normal.
Brittany se sintió tan aliviada que tuvo que sentarse, y entonces hubo de reconocer ante sí misma que había estado aterrorizada. El doctor Ross se le acercó de nuevo, le dio unas hojas con las instrucciones para los primeros días y le tendió la mano.
—Esté tranquila, Brittany. Todo ha salido bien —le dijo, cuando ella se la estrechó—. Santana es muy fuerte.
—Lo sé —respondió ella—. Gracias, doctor.
El hombre asintió y salió de la habitación, y Brittany se acercó a la cama para tocar a Santana, como había querido hacer desde que la trajeron los enfermeros. La parte racional de su mente que seguía activa le decía que el hecho de estar tan quieto era completamente normal, consecuencia de la anestesia. Pero la parte emocional, que al parecer era el timón que la guiaba últimamente, no pudo evitar volver a preocuparse. Se sentó en la butaca que había junto a la cama y entrelazó los dedos con los de ella. La besó en la frente y en los labios, y se quedó allí esperando, tal como le había dicho que haría.
Santana tardó más de lo que a Brittany le habría gustado en abrir de nuevo los ojos, pero cuando lo hizo le bastó con media sonrisa para que ella la perdonara por haber remoloneado tanto. Se quedó en el hospital dos días, durante los cuales ni su madre ni su hermano fueron a verlo.
El doctor Ross les confirmó que la intervención había sido un éxito y que el paciente Harrison López parecía estar reaccionando bien al trasplante de médula, aunque todavía era pronto para decir nada más optimista. Santana se dio cuenta de que el oncólogo había dejado de referirse a Harrison como «su padre» y supuso que el buen doctor había terminado por comprender que la suya no era una familia normal.
Sabina sí que fue a visitarla y le prometió que antes de que regresara a España, ella y Harry irían a verla al apartamento, o a donde ella quisiera. Le contó también que su padre parecía mejorar, pero que, tal como había dicho el médico, todavía no sabían el alcance de la mejora.
La noche antes de salir del hospital, Santana vio que Brittany estaba pensativa, con la mirada fija en la pantalla del móvil.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó ella con voz algo cansada.
—¿Qué? Ah, uno de los mensajes que te han mandado Rachel y Quinn —contestó.
—¿Y eso es lo que te tiene tan preocupada?
Ella apartó la vista del teléfono y la miró a los ojos.
—No lo entiendo —dijo de repente.
—¿Qué es lo que no entiendes? —le preguntó Santana, convencida de que pasarse tantas horas tumbada en aquella cama empezaba a atrofiarle el cerebro.
—Lo de tus padres. No lo entiendo —repitió.
Ella levantó una mano para indicarle que se acercara. Brittany estaba de pie junto a la ventana, pero se apresuró a sentarse en la butaca que había junto a la cama y le cogió la mano. Santana tardó unos segundos en hablar, como si en su mente también estuviera tratando de encontrarle sentido al comportamiento de sus progenitores.
—Los López son perfectos —fue lo primero que se le ocurrió, recordando una de las frases que solía repetir su padre cuando eran pequeños—. O lo eran hasta que llegué yo. —Vio que Brittany iba a defenderla y, aunque la quiso más por ello, se lo impidió—: Déjame terminar. Supongo que podría decirse que de pequeña fui feliz. Sí, no me mires así, hasta que la dislexia no se hizo evidente, yo también encajé maravillosamente en el perfecto y frívolo mundo de los López, pero cuando empecé a tener problemas... —notó que ella le apretaba la mano y continuó—, bueno, ya sabes lo que sucedió entonces. Gracias a Miriam conseguí terminar el colegio. —Sonrió—. Créeme, nunca he conocido a una mujer tan terca y tenaz como ella. Y supongo que jamás podré agradecérselo lo suficiente.
—Miriam te quiere —dijo Brittany, que, después de hablar varias veces con la antigua niñera de Santana, sabía que ésta era lo más parecido a una madre que había tenido—. Y eso es lo que hace la gente cuando quiere a alguien; cuidarlo y hacer todo lo que haga falta para ayudarlo. —Las dos seguían sin confesarse sus sentimientos, pero Brittany aprovechaba cualquier oportunidad para insinuárselo.
—Y yo a ella —dijo Santana, y tragó saliva—. Desde que aprendí a dibujar, soñaba con convertirme en arquitecta, en poder traspasar alguno de mis edificios de papel al mundo real. De pequeña, no sabía siquiera qué había que estudiar para conseguirlo, pero sabía que estaba dispuesta a todo para lograrlo. Durante años deseché la idea por imposible, pero cuando gracias a la ayuda de Miriam...
—Y a tu fuerza de voluntad —añadió Brittany.
—Y a mi fuerza de voluntad —admitió ella, sonrojándose un poco— conseguí aprender a leer y empecé a aprobar las asignaturas en el colegio, volví a soñar con ir a la universidad. Y entonces cumplí dieciocho años y mi padre me llamó a su despacho. A esa edad yo ya era tan alta como ahora, pero recuerdo perfectamente que me temblaron las rodillas al llamar a la puerta. No había vuelto allí desde el día en que el director de la escuela le dijo que tenía una hija tonta, yo, para ser exactos. En fin, al principio pensé que todo iba bien; mi padre me pidió que me sentara e incluso me preguntó cómo estaba, pero luego su discurso se volvió de lo más extraño, o eso me pareció a mí, pues empezó a divagar acerca del honor de la familia y de la intachable reputación que tenían los López. Yo, como comprenderás, me limité a asentir, convencida de que aquello era un ritual paterno-filial de lo más común, pero entonces el magnánimo Harrison López llegó a lo que de verdad quería decirme: «No hace falta que alguien como tú pierda el tiempo en la universidad —me dijo—, sólo serviría para que tanto tú como nosotros quedemos en ridículo», añadió. —Brittany volvió a apretarle la mano—. «Tú nunca conseguirías licenciarte en nada, sería una pérdida de tiempo y de dinero, y, siendo como eres, seguro que terminarías rodeada de malas compañías.»
—Dios —susurró ella en voz baja.
—Tardé unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hice no me enfadé, sino que traté de explicarle a mi padre lo mucho que había mejorado en los últimos años, el montón de técnicas que había aprendido para poder seguir las clases y aprobar los exámenes.
—¿Y qué te dijo él?
—Que no estaba mal como truco de circo —sentenció Santana, que jamás olvidaría esa frase—, pero que no me bastaría para engañar a los profesores de la universidad. Y la verdad es que tenía razón, yo ya sabía que allí no me bastaría con las fichas o las cintas de la señora Potts, pero Miriam había averiguado que había centros especializados para gente con mi problema. Fue la primera vez que oí hablar del término «dislexia». Y yo estaba seguro de que con los consejos adecuados y trabajando mucho conseguiría salir adelante.
—Por supuesto que sí —dijo Brittany, igual que si estuviera animando a la Santana de hacía casi veinte años.
—Mi padre ni siquiera me escuchó, y me repitió eso de que el apellido de los López no podía convertirse en el hazmerreír del mundo académico. Recuerdo que se levantó de su silla y se acercó a mí, y después de darme una palmadita en la espalda me dijo que no me preocupara, que ya lo tenía todo pensado.
Brittany tembló sólo de pensar qué le habría ofrecido Harrison López a su hijo.
—«No te preocupes por nada, Santana. En el despacho siempre hace falta gente que pase escritos a máquina, que haga recados», me dijo. ¿Te lo imaginas? El muy... —no dijo nada—. Mi padre sabía tan poco acerca de mí que creía que pasar a máquina un documento iba a resultarme fácil. Tuve ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero no lo hice.
—¿No?
—No, y la verdad es que todavía a día de hoy no sé cómo me contuve. Ya te he dicho que tenía claro que quería ser arquitecta, así que en ese instante me di cuenta de dos cosas: la primera, nunca iba a contar con el apoyo de mi padre, y el de mi madre dependía del de él, así que también estaba fuera de cuestión hablar con ella, y dos, si de verdad quería ir a la universidad iba a necesitar dinero. Y la única persona que podía dármelo la tenía de pie a mi lado y se avergonzaba de llamarme hija.
Santana cerró los ojos un instante y tragó saliva.
—No hace falta que me lo cuentes si no quieres —le dijo Brittany en voz baja antes de darle un beso en los nudillos.
—En un último intento, le conté a mi padre que quería estudiar arquitectura —prosiguió ella como si no la hubiera oído—, incluso llegué a explicarle que nunca había tenido problemas para dibujar ni para comprender conceptos espaciales como el volumen o el punto de fuga. No me escuchó, sino que regresó a su lado del escritorio y empezó a hablarme de lo bien que me iría en su despacho y del sueldo tan increíble que iban a pagarme por tenerme allí entretenido. Y entonces... —Se quedó callada de nuevo.
—¿Y entonces?
—Entonces me acordé del caso de lady Fairchild.
—¿Lady Fairchild? Parece sacada de una novela de época. —Brittany trató de aligerar algo el tono de la conversación.
—Lady Fairchild es una mujer que ahora tendrá unos cuarenta años, con unos padres muy ricos y, al parecer, excesivamente longevos para su gusto. Cuando lady Fairchild tenía veinte años se hartó de esperar a que dichos padres murieran y poder recibir así la fortuna familiar y, como no estaba dispuesta a trabajar, contrató a un abogado: mi padre —le aclaró Santana, aunque no habría hecho falta—. Yo tendría entonces unos dieciséis años, pero me acuerdo perfectamente de lo mucho que me impactó su historia y de la estratagema legal que utilizó Harrison para conseguirle a su cuenta lo que ésta quería. Lady Fairchild les reclamó a sus padres la herencia en vida, no sé cuáles fueron exactamente los detalles, pero creo que en España existe una figura similar, algo que dice que un hijo tiene derecho a no sé qué parte del patrimonio de los padres.
—La legítima —dijo Brittany, que tenía la sensación de que en el mundo había mucha gente que estaba mal de la cabeza.
—Sí, la legítima. En resumen, la historia de lady Fairchild me impresionó porque, a diferencia de su malcriada hija, el matrimonio Fairchild parecía de lo más normal, y cada vez que veía su fotografía en algunos de los periódicos sensacionalistas del momento me daban pena. Y supongo que también me impactó porque la tal lady fue la amante de mi padre durante unos meses. Al parecer, quería celebrar con alguien su recién adquirida fortuna, ¿y quién mejor que el hombre que lo había hecho posible? Aunque tuviera familia y veinte años más que ella.
Brittany no sabía qué decir, su familia no era ni mucho menos perfecta, pero no podía imaginarse a su padre teniendo un lío con una chica de la misma edad que una de sus hijas.
—Me acuerdo perfectamente de que miré a mi padre a los ojos y le dije que tenía toda la intención del mundo de entrar en la universidad y matricularme en la facultad de arquitectura, y que él iba a pagármelo.
—¿Y qué te dijo?
—Se rió de mí, y cuando vi que iba a recordarme por enésima vez lo tonta que era, le paré los pies. —Cerró los ojos—. Le dije que si no me pagaba los estudios haría lo mismo que lady Fairchild. —Una leve sonrisa apareció en los labios de Santana—. Tendrías que haberle visto la cara cuando oyó ese nombre, pero siguió negándose. Entonces le dije que si no me ayudaba con los gastos de la carrera me dedicaría a destrozar su preciosa reputación, que iría a ver a sus antiguas amantes, a los socios a los que había engañado a lo largo de los años, al fiscal si era necesario. No sé qué vio en mis ojos, pero fuera lo que fuese supo que iba en serio y abrió el cajón del escritorio, sacó el talonario y me extendió un cheque.
—Un cheque. —No era ninguna pregunta, sencillamente, no pudo evitar repetirlo en voz alta.
—Un cheque por un importe suficiente como para pagar una carrera universitaria y subvencionar la vida de una persona en Londres durante varios años. Recuerdo que cuando lo sujeté entre los dedos pensé en romperlo y lanzárselo a la cara, y gritarle que cómo era posible que estuviera tan dispuesto a deshacerse de mí. Pero no lo hice, y me guardé el cheque el bolsillo.
—¿De verdad lo habrías hecho? ¿De verdad sabías tantas cosas como para echar por tierra la reputación de tu familia?
Santana sonrió con amargura y Brittany pensó que quizá fuera porque llevaba un pijama azul claro, o porque estaba tumbada en aquella cama de hospital, pero se la veía triste, y resignada. E, igual que el día en que hicieron el amor por primera vez, decidió que haría todo lo posible para hacerla feliz.
—No te imaginas la cantidad de cosas de las que habla la gente delante de ti cuando creen que eres tonta. —Respiró hondo—. Me gusta creer que no habría sido capaz, pero supongo que sí. Supongo que me parezco más a mi padre de lo que creo.
—Tú no te pareces en nada a ese hombre, Santana. Tú nunca te habrías avergonzado de un hijo tuyo, y nunca te habrías deshecho de él dándole como quien dice un cheque en blanco.
Santana se quedó pensando y luego volvió a hablar:
—Ahora no, pero nunca sabremos cómo habría sido de no haber tenido dislexia. Quizá ahora sería un energúmeno como Frey, incapaz de ir a ver a mi hermano después de una operación.
—Estoy convencida de que no —le aseguró ella, tocándole la mejilla con ternura.
—En fin, esa tarde, la tarde en que mi padre me dio el cheque, también me dijo que me fuera de casa y que no regresara. Recuerdo que dijo que, ya que tenía que pagar para que lo dejara tranquilo, tuviera la decencia de no volver a molestarlo, y añadió que no pensaba darme ni una libra más, y que no fuera a verlo cuando tuviera problemas. Llené una maleta y me marché a casa de Miriam. Fue ella quien me ayudó a superar los primeros días. Me acuerdo —tragó saliva—, me acuerdo que pensé que mi madre vendría a buscarme, o que llamaría a Miriam preguntando por mí... pero no lo hizo. —Santana miró a Brittany a los ojos—. ¿Te importa que duerma un rato? Estoy cansado.
—Por supuesto que no, cariño. —Se levantó y le dio un suave beso en los labios—. Descansa. Supongo que el médico te dará el alta mañana y podremos irnos a casa.
—A casa, me gusta cómo suena —dijo casi dormida.
Brittany le acarició el pelo hasta que escuchó que se le acompasaba la respiración. La historia que Santana le había contado era muy triste; estaba claro que en el mundo había muchísimos niños que pasaban por peores cosas que ella, pero no tenía que ser nada fácil ver que tus padres no te quieren, y sólo porque no quedas bien en su vida de revista.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
Fecha de inscripción : 14/07/2013
Edad : 24
Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
13. Hechizo de luna
A Santana le dieron el alta al día siguiente y el doctor Ross fue a despedirse de ella personalmente. El médico le dio instrucciones para el resto de la semana, y le dijo que si se lo tomaba con calma podía regresar al trabajo el lunes siguiente. Ross también le explicó que Harrison parecía evolucionar bien y que, por el momento, no mostraba signos de rechazo al trasplante, pero añadió que seguía siendo demasiado pronto como para asegurar nada. El hombre dejó caer sutilmente que no hacía falta que fuera a despedirse de sus padres, pues en aquel preciso instante Harrison estaba durmiendo y la señora López también había aprovechado para descansar un poco. Santana terminó de cerrar la bolsa de mano y le dirigió una sonrisa.
—No se preocupe, hace años que sé a qué atenerme. —Le tendió la mano—. Gracias por todo, doctor.
—No tienes que agradecerme nada, Santana —respondió éste sincero—. Espero no tener que volver a verte jamás —añadió, y tanto a Santana como a Brittany les sorprendió el chiste—. Ojalá las cosas se arreglen entre tú y tus padres. A veces, cuando uno se ve al borde de la muerte recapacita.
—No se haga ilusiones, doctor —dijo ella con una media sonrisa—. A mí también me habría gustado que todo esto terminara como una serie americana, pero en el mundo real nunca suceden esas cosas. O casi nunca —susurró al ver a Brittany.
—Tienes razón. Bueno, me despido, que tengáis un buen viaje de regreso a Barcelona.
—Gracias, doctor. —Brittany se despidió también del oncólogo y media hora después ella y Santana abandonaban el hospital.
Pasaron el resto de la semana en el apartamento de ella y Brittany la agasajó con mimos y cuidados. A lo largo de esos pocos días, Santana recibió la visita de Kurt y Mercedes, que aparecieron acompañados por Blaine y Sam, sus respectivas parejas, y los cuatro lo riñeron por no haberles contado antes lo que sucedía.
A Brittany le gustó ver que contaba con tan buenos amigos, y, a pesar de su habitual timidez, no tardó en conversar con ellos. Eran muy agradables, y era evidente que querían a Santana de verdad, así que Brittany se esforzó por abrirse un poco, y dicho esfuerzo tuvo su recompensa: los cuatro la recibieron con los brazos abiertos y amenazaron a Santana con romperle las piernas si la dejaba.
Durante los días que estuvieron en Londres, ella fue contándole poco a poco más cosas sobre su infancia y sobre todos los trucos que ideó la señora Potts para ayudarla a estudiar.
Miriam también fue a visitarlos, y se quedó a pasar con ellas una noche. Ahora que Brittany dormía con Santana, la habitación de invitados volvía a estar libre. El primer día, Brittany le dijo a Santana que se instalaría en la otra cama, o en el sofá, para así no molestarla mientras se recuperaba. Ella la miró fijamente a los ojos y le preguntó si se había vuelto loca, y le aseguró que no pasaba nada porque durmieran juntas, que lo pasaría peor lejos de ella que con ella en la cama. Brittany se derritió ante ese comentario y desechó la opción del sofá al instante.
Miriam Potts resultó ser tal como esperaba, excepto en el aspecto físico. Santana le había contado tantas cosas acerca de lo fuerte y valiente que era, que Brittany se la imaginaba casi como una giganta, cuando la mujer era en realidad de lo más menuda. Miriam la abrazó nada más verla y después de besar a Santana, y reñirla igual que habían hecho sus amigos, se sentó a su lado y las tres empezaron a hablar casi sin parar. Al llegar la noche, Miriam dijo que se iba, pero ni Brittany ni Santana le permitieron que cogiera un taxi a esas horas, y ella se quedó a dormir. Brittany se sonrojó un poco al ver cómo la antigua niñera de Santana la miraba antes de acostarse, pero se tranquilizó cuando ésta se le acercó y la abrazó, y le susurró al oído que se alegraba mucho de que ella y Santana se hubieran conocido. Miriam se fue a la mañana siguiente, después de prepararles un copioso desayuno y comida casi para tres días. Y les hizo prometer que regresarían pronto a verla.
Brittany hablaba a diario con su familia y llamó un par de veces a una compañera de clase para preguntarle si había sucedido algo excepcional. Sabía que a Santana le preocupaba que se estuviera perdiendo aquella semana de clases, a pesar de que ella le había repetido hasta la saciedad que no importaba, que ya lo recuperaría cuando regresaran. Así que, para no darle más motivos de insomnio no le dijo que se había perdido un examen y que seguramente tendría que volver a matricularse en esa asignatura. A Brittany nada de aquello le importaba en exceso; había superado un curso por año, algo excepcional en la facultad de medicina, así que podía permitirse tener algún retraso. Eso no iba a hacer que fuera mejor o peor médico, y lo que ahora de verdad importaba era que Santana se recuperara y pudieran volver juntos a Barcelona.
El domingo, el día antes de su regreso, Santana y Brittany volvieron a quedar con Sabina y Harry, y éste le contó a su tía lo útiles que le habían sido los pequeños trucos que le había explicado el día que se conocieron. Pasaron la mañana en el parque y luego fueron a comer a una cafetería, en la que se rieron muchísimo. A la hora de la despedida, Harry le regaló a Santana un dibujo que había hecho para ella; eran ellos cuatro frente al museo de cera, y Santana lo dobló y guardó con el mismo cuidado que si le hubiera regalado un Picasso. Abrazó a su sobrino y le prometió que la próxima vez que fuera a Londres lo llevaría al zoo, o a donde él quisiera. De Sabina también se despidió con un abrazo, que su hermana le devolvió emocionada.
Después de la comida, Santana y Brittany volvieron al apartamento dando un paseo. Ella estaba muy callada, pensativa incluso, y tenía motivos para estarlo, la última semana había sido muy importante; una especie de capítulo final a la envenenada relación entre ella y sus padres, había recuperado a su hermana, y había ganado un sobrino, y por fin se había atrevido a arriesgar su corazón... y la recompensa no podía ser mejor, pensó, mirando a Brittany, que caminaba a su lado sin decir nada. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella; nunca la presionaba para hablar, como si supiera que ella terminaría por contárselo todo cuando estuviera preparada para hacerlo.
Sólo llevaban una semana como amantes, a Santana siempre le había gustado esa palabra, aunque sabía que en español no tenía una connotación tan romántica como en inglés. Tener un amante significa que alguien te ama, pensó, y sus labios esbozaron una sonrisa. No habían vuelto a hacer el amor desde el trasplante; ella seguía preocupada por su recuperación, y Santana había aprovechado aquellos días para tratar de encontrar el modo de recobrar aquella calma que creía poseer con las mujeres.
—¿De qué te sonríes? —le preguntó Brittany, tirando un poco de las manos que tenían entrelazadas.
—Estoy feliz —respondió Santana sin pensarlo, y vio que estaba diciendo la verdad—. Sí, soy feliz —repitió, esta vez mirándola a los ojos para que ella supiera que era principalmente mérito suyo.
—Me alegro —dijo Brittany a media voz, y siguieron caminando otra vez en silencio.
Llegaron al apartamento de Santana cuando todavía entraba el sol por las ventanas, y ella la sujetó por la cintura tan pronto como cruzaron el umbral. Le besó la nuca y le mordió el cuello.
—Llevo días queriendo hacer esto —susurró, pegada a su piel.
Brittany tembló.
—Ven conmigo. —Tiró de ella y la llevó al dormitorio. Santana nunca se había considerado una mujer con demasiadas fantasías, pero al parecer nada de lo que le sucedía con Brittany podía compararse con su vida anterior. Sí, eso era, en su vida había dos etapas, antes de Brittany y después de Brittany. Esas noches en que habían dormido juntas sin hacer el amor, su mente parecía empeñada en mostrarle todas las posibilidades que tenía su cama, y su cocina, y su mesa de dibujo, y su sofá, y su... Cerró los ojos y respiró hondo, si seguía esa línea de pensamiento, le pasaría lo mismo que las otras veces y volvería a comportarse como un animal en celo.
Se detuvo delante de la cama y, colocada otra vez detrás de Brittany, le habló al oído:
—Cierra los ojos —le dijo.
Ella estaba convencida de que su hada madrina había decidido compensarla por una primera vez horrible con un guiri y le había mandado a Santana, o, lo que era lo mismo, a la mejor amante del mundo. Lo que le sucedía con Santana no era normal; bastaba con que le susurrara algo al oído, con que respirase su olor, o sintiera sus labios mínimamente cerca de su piel para que ya no se acordara ni de su propio nombre. Una vocecita en su mente no dejaba de gritarle que no fuera tonta y que aprovechara el momento, pero otra, seguramente menos insistente, le recordó que a ella la habían operado unos pocos días antes.
—San, ¿estás segura...? —Ella la besó entre el hombro y la oreja y se le olvidó lo que iba a decirle. «¡La operación!», le recordó aquella voz—. ¿Estás segura? El trasplante, tú...
Santana se colocó frente a Brittany y la estrechó contra su pecho, besándola con una pasión que seguro que terminaría por consumirlas a ambos, y no se apartó hasta que sintió que sus cuerpos empezaban a fundirse.
—Estoy bien —le dijo—. Y me muero por hacerte el amor. Necesito hacerte el amor. —Y al decirlo comprendió cuánto—. Necesito hacerte el amor aquí, ahora, antes de que regresemos a Barcelona. —Le habría gustado añadir «en nuestra cama», pero no lo dijo. Ella sabía que Brittany tenía que hacer el MIR en España, y estaba dispuesta a esperarla, a seguirla donde hiciera falta, si ella le dejaba, por supuesto. Pero aquella cama, que hasta entonces sólo había sido un mueble carísimo, les pertenecía a las dos, y no quería irse de Londres sin recordárselo a ambas.
Ella la miró a los ojos y levantó una mano para acariciarle la mejilla, un gesto tierno que Brittany repetía con mucha frecuencia, y que a ella la hacía enloquecer. «Ya estoy otra vez desesperada por tumbarla en la cama y perderme dentro de ella», pensó Santana.
—Cierra los ojos —volvió a pedirle con un susurro cuando se apartaron. Aunque pareciera un milagro, había conseguido recuperar algo de calma y estaba más que decidida a sacarle el máximo provecho posible a la situación.
Brittany los cerró y se quedó quieta. Era evidente que estaba nerviosa, tenía las mejillas sonrosadas y la respiración entrecortada, pero esperó a que Santana dijera o hiciese algo.
—No te muevas —dijo ella.
—¿Vas a buscar el tintero? —se atrevió a preguntarle ella. Era la primera vez que volvía a sacar el tema, y Santana todavía no le había dicho lo que le había escrito en la espalda aquel amanecer.
—No.
Brittany sintió la seda cubriéndole los ojos y notó que ella le anudaba el pañuelo en la nuca, apartándole el pelo con cuidado para darle otro beso. Brittany era muy vergonzosa y, aunque se sentía cómoda estando desnuda con Santana en la cama, no sabía si estaba preparada para aquel juego. Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que estaba excitada, pero le costaba desprenderse de las inseguridades. Pero entonces Santana habló y ella se olvidó de todos sus miedos:
—Eres la única mujer que me ha llegado al corazón —dijo emocionada, desabrochándole el primer botón de la camisa—, hasta que te conocí no sabía que fuera capaz de sentir todo esto. —Le dio un beso en los labios, pero se apartó antes de que ella pudiera devolvérselo—. Eres la única en la que no puedo dejar de pensar. —El segundo botón—. Cuando estoy contigo, ni siquiera me acuerdo de que no soy como los demás. —El tercer botón y, de paso, le recorrió el esternón con la lengua—. Cuando estoy contigo ni siquiera me importa no ser como los demás. —Le quitó la camisa y se arrodilló, besándole el ombligo. Le rodeó la cintura con los brazos y respiró profundamente. Brittany tembló, de emoción, de excitación, y, con dedos inseguros, le acarició el pelo. Santana se quedó quieta unos largos y lentos segundos—. Tengo miedo de regresar a Barcelona y perderte. Tengo miedo de que te des cuenta de que soy diez años mayor que tú. —Ella le tocó la mejilla y le deslizó dos dedos hasta la mandíbula, buscándole los labios para hacerla callar, y ella le atrapó la mano y le besó la palma—. Tengo miedo de que no quieras estar con una mujer que tiene que concentrarse para leer una sencilla nota.
Brittany no pudo más y la apartó lo suficiente como para agacharse, poniéndose a su altura. Seguía teniendo los ojos tapados por el pañuelo de seda, y en su fuero interno sabía que Santana necesitaba aquella protección. Levantó ambas manos y le atrapó el rostro. No la veía, pero conocía de memoria el brillo de sus ojos, la forma de sus labios, el puente de su nariz, aquellos pómulos tan marcados que la hacían única. Sintió cómo le palpitaba la vena que tenía en el cuello, y notó que tomaba aire.
—Tengo miedo —dijo Santana despacio—, de que no sientas por mí lo mismo que yo siento por ti... —Pronunciar esa frase, tuvo el mismo efecto en ella que una cerilla en un polvorín.
La pegó a su cuerpo y, tras devorarle los labios y hacerla enloquecer besándole el cuello, la tumbó en el suelo y terminó de desnudarla.
Brittany quería decirle que sentía exactamente lo mismo que ella, incluso más, pero cada vez que trataba de hablar, Santana la besaba hasta dejarla sin aliento, como si no quisiera que pudiera responder a su declaración. Lo intentó tres veces, pero al final, aquellos besos, aquellas caricias y aquella desesperación que parecía impregnarla cada vez que hacían el amor, terminaron por hacerle imposible hablar. Lo único que podía hacer era sentir, y responder a la pasión de aquella mujer tan maravillosa.
La imagen de Brittany desnuda, con el pañuelo de seda verde tapándole los ojos, y confiando tanto en ella que ni siquiera había tratado de cubrirse, fue más de lo que el tenue control de Santana pudo soportar. Se apartó de ella lo imprescindible para desnudarse, sin importarle si arrancaba uno o todos los botones de la camisa, y al terminar la cogió en brazos y la tumbó en la cama. Consciente de que jamás olvidaría aquella visión, y de que, pasara lo que pasase, ninguna mujer ocuparía nunca el lugar de Brittany, Santana le hizo el amor. Se perdió en su interior y, cada vez que creía morir, ella le acariciaba la espalda, o le daba un trémulo beso en el cuello, o sencillamente suspiraba, ella perdía otro centímetro de su corazón y de su alma, hasta que no le quedó nada y se lo hubo entregado todo a ella.
«Díselo», le susurró una voz en su interior, cuando estaba a punto de alcanzar el que sería el orgasmo más demoledor de toda su vida, y lo habría hecho, pero el deseo y la pasión tomaron las riendas y al sentir que Brittany empezaba a temblar debajo de ella, a envolverla con aquel calor que la hacía enloquecer, no pudo. Sus labios se buscaron y se fundieron en un beso que era el eco de lo que estaban haciendo otras partes de su cuerpo. Santana tiró del pañuelo verde, desesperado por ver sus ojos, asustado por si no brillaban con el mismo sentimiento que seguro que reflejaban los suyos.
Brittany interrumpió el beso y con la mano que tenía en la nuca de Santana la apartó un poco; quería que supiera que comprendía perfectamente lo que estaba sucediendo... y que no le importaba esperar el tiempo que fuera necesario para poder decírselo con palabras.
Se detuvieron; sus miradas se encontraron, sus cuerpos temblaron embargados de deseo, y sin moverse ni un milímetro más, sin besarse, sin hacer nada, sólo sintiendo la piel, Santana se rompió por dentro y la besó. Brittany le devolvió el beso y, con él, su corazón y todo su ser.
A pesar de la intensidad de la noche anterior, y quizá debido a ella, por la mañana, Santana y Brittany se despertaron relajadas y terminaron de preparar su equipaje. Mientras ella llamaba a su hermana Kitty para confirmarle que llegaría a media tarde y que no hacía falta que fuera a buscarla al aeropuerto, Santana aprovechó para telefonear a sus amigos y despedirse de ellos, y cuando Mercedes le preguntó cuándo regresaría a Londres, se dio cuenta de que no sabía qué responder. El proyecto Marítim no iba a retenerlo en Barcelona para siempre, y ella y Brittany todavía no habían hablado de lo que estaba sucediendo entre las dos. Por suerte, Mercedes comprendió las dudas de su amiga antes de que ésta se las confesara y le dijo que no se preocupara, que ya encontraría el modo de solucionarlo.
Tanto en el aeropuerto como durante el vuelo, Santana comprobó que le gustaba mucho estar con Brittany, pero no sólo eso, era como si llevaran años, y no apenas unos cuantos días, como pareja. Ella era la primera persona, aparte de la señora Potts, que sabía comportarse con naturalidad respecto a su dislexia. Ahora que por fin se lo había contado, Santana no veía la necesidad de recurrir a sus habituales técnicas de disimulo, y Brittany leía en voz alta los paneles del aeropuerto o la información de las tarjetas de embarque sin darle la más mínima importancia. Como si llevaran toda la vida juntas. Ella no era condescendiente, ni la trataba como si fuera tonto, se comportaba como de costumbre. Eso sí, besándola siempre que podía.
Santana estaba convencida de que tenía cara de idiota, pero la verdad era que no podía dejar de sonreír. El único pequeño detalle que enturbió su alegría fue que en el trayecto de regreso, Brittany le dijo que tendría que ponerse a estudiar en seguida para recuperar las clases que había perdido esa semana y, aunque en ningún instante le recriminó nada, Santana no pudo evitar sentirse culpable. Ella sabía lo mucho que significaba para Brittany su carrera de medicina y no quería que saliera perjudicada por su culpa, así que, a pesar de todo lo que había estado pensando y sintiendo en aquellas últimas horas, que lo habían llevado a decidir que le pediría que se fuera a vivir con ella, llegó a la conclusión de que quizá no era lo mejor para Brittany y optó por no decirle nada. Se quedó mirándola mientras ella le contaba que uno de los profesores más estrictos que tenía era el padre de Emma, su futura cuñada, pero Santana apenas la escuchaba. Estaba enamorada de ella, y ella de Santana, lo sabía por cómo la besaba, por cómo la tocaba, y no pasaría nada por esperar un poco, seguro que cuando Brittany terminara con los exámenes y ella concluyera el proyecto encontrarían el modo de estar juntas y no volver a separarse.
El avión aterrizó sin problemas y, por suerte, sus maletas fueron las últimas en salir. Por suerte porque así pudieron darse un montón de besos mientras las esperaban. Brittany era muy cariñosa, y Santana, que nunca se hubiera definido a sí misma como romántica, parecía incapaz de dejar de tocarla, como si su cuerpo quisiera dejarle claro al de ella que le pertenecía y que, aunque a partir de ese día fueran a distanciarse durante unos días, seguían siendo la una de la otra.
—¿Segura que no quieres subir? —le preguntó Brittany cuando ambas estuvieron de pie frente al portal del piso que compartía con Kitty.
—Segura —respondió Santana peleándose consigo misma—. Pero no vuelvas a preguntármelo, mi fuerza de voluntad tiene un límite. —Se apartó un poco de ella, que pudo ver que los nudillos de la mano con que sujetaba el asa de la maleta se le habían puesto blancos.
—Está bien —dijo Brittany, feliz al ver que ella sí quería quedarse un rato más, pero que creía estar haciendo lo correcto—. Supongo que podré esperar hasta mañana. Porque te veré mañana, ¿no?
—Trata de impedírmelo. —Se inclinó y la abrazó, inhalando profundamente su aroma—. Vamos, entra.
Ella se dio media vuelta, abrió la puerta y colocó la maleta como tope.
—Deberías haberle dicho al taxista que esperara —le dijo, al ver que ella tenía intención de ir andando hasta su apartamento.
—No, qué va. Así he podido despedirme de ti, además, me irá bien caminar un rato. —Levantó la vista hacia el cielo y vio que estaba nublado—. Será mejor que me vaya. Te llamo luego. —Le dio un beso.
—De acuerdo —susurró Brittany, y entró en el portal—. Santana, ¿de verdad estás bien? —le preguntó, tras mirarla unos segundos.
Había adelgazado un poco y, aunque sonreía mucho más que antes, parecía cansada y preocupada.
—Claro —respondió ella—. No te preocupes por mí. —Tiró de la maleta y dio un par de pasos—. Luego te llamo —repitió.
—San. —Brittany la detuvo con la voz y, al ver que se volvía tan rápido se sonrojó un poco—. Yo... —Se quedó sin habla.
—Yo también —dijo ella y siguió andando, pero no antes de lanzarle un último beso con la mirada.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
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Re: Fanfic Brittana. Dulce Locura (Adaptación)- Epígolo.
14. Blade Runner
Santana se reincorporó al trabajo al día siguiente, y lo primero que vio fue que la relación entre Juan y Teresa había cambiado radicalmente para mejor. La recepcionista la saludó como siempre, pero era innegable que le sonreía de un modo distinto, y cuando en medio de la conversación le dijo: «Juan me dijo que la intervención había ido muy bien», y dicho comentario fue acompañado de un sonrojo, supo que tenía que felicitar a su amigo.
En los meses que Santana llevaba en España, Juan Alcázar había pasado de ser un profesional al que admiraba a un amigo al que también iba a echar de menos si regresaba a Londres. Regreso que cada vez ponía más en duda.
Minutos más tarde, entró en su despacho y conectó su ordenador, en el que tenía instalado un programa que le leía los correos y cualquier otro documento escrito. Lo había comprado hacía unos años, cuando la Universidad de York inició un programa especial de ayuda a las personas con dislexia que era sin duda uno de los mejores de Europa, y el más pionero. Se colocó los auriculares y se dispuso a repasar lo que fuera que le hubieran mandado durante su ausencia, pero no había empezado aún cuando Juan apareció por la puerta.
—¿Ibas a ponerte a trabajar sin pasar antes a saludarme? —le preguntó éste medio en broma.
—No sabía que estabas aquí. —Se levantó la manga y miró la hora—. Si no me falla la memoria, y no he estado tanto tiempo fuera como para ello, nunca llegas antes de las nueve.
—Ya, bueno. —Se frotó la nuca y se sonrojó un poco—. Teresa y yo hemos venido juntos, y como ella tiene que entrar a las ocho...
—¿Ah, sí? —Decidió no tomarle el pelo con la noticia, sino sencillamente felicitarlo—. Me alegro. Se te ve feliz.
—Lo estoy—respondió Juan—. Nos lo estamos tomando con calma, ninguno de los dos quiere precipitarse. ¿Y tú? ¿Cómo fue el trasplante? ¿Tu padre está bien?
Juan era de los pocos a los que Santana les había contado toda la historia, omitiendo el motivo por el que se había distanciado de su familia. Juan sabía únicamente que se había peleado con sus padres y sus hermanos años atrás y que unos meses antes éstos se habían vuelto a poner en contacto con ella. Su amigo la había escuchado con atención, sin juzgar a ninguna de las partes y sin preguntar nada, y cuando Santana terminó de contárselo, le dijo que se fuera a Londres tranquilo, que él ya se encargaría de dar los últimos toques al proyecto.
—Todavía es pronto para lanzar las campanas al vuelo, pero según el doctor Ross, por ahora todo parece ir bien —le explicó Santana.
—Y tú, ¿cómo estás? Y no me refiero sólo a la intervención.
—Aunque parezca increíble, creo que estoy casi tan feliz como tú. Brittany me acompañó a Londres —se limitó a añadir como explicación.
—¿Brittany? —Juan había oído el nombre en más de una ocasión y sabía que su joven amiga se animaba cada vez que lo decía.
—Sí, ahora tengo que ver si consigo convencerla de que siga conmigo a pesar de no estar ya convaleciente.
Sonó el teléfono de su despacho pero antes de que Santana lo cogiera, Juan dijo:
—Tengo la impresión de que encontrarás la manera. Nos vemos luego. —Se despidió cuando ella descolgó.
A partir de esa llamada, a Santana se le descontroló un poco la mañana y no pudo volver a coincidir con Juan hasta que faltaban pocas horas para terminar la jornada. Mantuvieron una reunión improvisada en una de las salas del despacho y Juan le contó los últimos avances que, en realidad, eran ya los últimos. El proyecto que lo había llevado a Barcelona estaba ya encarrilado y, si quisiera, Santana podría incluso regresar a Londres en unos días. Esta vez para quedarse. Y supuso que sus jefes no tardarían en pedírselo.
Ella nunca les había insinuado que quisiera quedarse en España, y, a decir verdad, aún no sabía si era eso lo que quería. No tenía ninguna duda de que quería ver si su relación con Brittany podía funcionar, pero no sabía si ella opinaba igual. Quizá ahora que habían regresado, las cosas entre ellas dos...
—¿Puede saberse en qué estás pensando? —le preguntó Juan dándose por vencido; llevaba cinco minutos hablando solo—. Acabo de decir una completa barbaridad y ni siquiera te has inmutado.
—Perdona, lo siento. —Carraspeó—. Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
Su amigo dobló unos planos que había desplegado.
—Me lo imagino. Mira, ¿por qué no lo dejamos para mañana? No sé tú, pero yo estoy cansado y tengo ganas de irme a casa.
—Claro. —Santana se levantó y lo ayudó a recoger—. Gracias, Juan.
—No hay de qué.
Santana regresó a su despacho con intención de revisar un par de correos e irse de allí cuanto antes. No había hablado con Brittany durante todo el día y se moría de ganas de preguntarle cómo le había ido en la facultad. Pero justo cuando salía por la puerta, la voz de uno de los socios lo detuvo:
—Santana, ¿podemos hablar un momento?
—Por supuesto —respondió, a pesar de que lo habría mandado a paseo. Dejó sus cosas de nuevo en la silla y lo siguió
Cuarenta y tres minutos más tarde, Santana abandonó el edificio de oficinas con un montón de felicitaciones sobre sus espaldas y la buena noticia de que, después de la presentación del edificio Marítim, podía regresar a Londres.
Brittany había tenido un día horrible. HORRIBLE. Tanto que incluso llegó a plantearse si el destino la estaba castigando por lo sucedido en Londres. Su día salido del infierno comenzó horas antes de que le sonara el despertador, cuando empezó a encontrarse mal. Seguro que después de tantos días fuera tenía el estómago revuelto, eso o un alien había decidido instalarse en su barriga. Le hubiera gustado quedarse en la cama diez horas más, o incluso veinte, pero como tenía que ir a la facultad a la caza y captura de los apuntes de los últimos días, se obligó a levantarse.
A la hora del almuerzo había vomitado ya dos veces, y todavía le faltaba recuperar un par de prácticas. Cuando dieron las seis, un sudor frío le empapaba la espalda, pero ya estaba al día de todo. Ahora sólo tenía que ponerse a estudiar como una posesa y todo saldría bien. Todavía no había hablado con Santana, pero supuso que ésta habría tenido un día igual de caótico que el suyo y no le dio mayor importancia, aunque se moría de ganas de oír su voz. Menos mal que esa noche habían quedado para cenar en el piso de ella.
Brittany fue a su casa a ducharse y cambiarse de ropa, y no sólo porque quería estar guapa, sino también para ver si así se espabilaba un poco. Se puso unos vaqueros y un jersey que según su hermana la favorecía mucho y se pintó discretamente. Estaba algo nerviosa, lo que era una tontería, pues se había pasado los últimos días viviendo con Santana en su apartamento de Londres, pero no lo podía evitar.
Santana también se duchó al llegar a casa, también se cambió de ropa, y también estaba nerviosa, pero como ella tenía que cocinar, no tuvo demasiado tiempo para pensarlo. De camino a su apartamento, le compró a Brittany un pequeño ramo de flores. Todas eran de color malva, el preferido de ella, a juzgar por los pendientes que solía llevar. No preparó nada sofisticado para cenar; una sencilla receta de las que le había enseñado la señora Potts, y el timbre sonó justo a la par que el del horno. Lo apagó y fue a abrir. Brittany cruzó el umbral y Santana la cogió en brazos para besarla. La había echado tanto de menos que cualquiera diría que llevaban meses y no un solo día sin verse. Ella la besó con el mismo fervor, pero Santana notó que tenía la piel fría y se apartó ligeramente.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó preocupada, mirándola a los ojos.
—Sí. —La vio enarcar una ceja y optó por contarle la verdad—. Debo de estar incubando una gripe. Lo siento, quizá debería haberte llamado y anular la cena.
—No, bueno, sí. —La hizo entrar y cerró la puerta que, con la emoción de verla, se había dejado abierta—. Lo que quiero decir es que tendrías que haberme llamado para decirme que te encontrabas mal. Habríamos podido dejarlo para otro día.
—Tenía ganas de verte —dijo Brittany sin disimular—. Y tampoco estoy tan mal.
—Yo también tenía ganas de verte —contestó Santana—. Y si te hubieras quedado en tu casa, habría ido a cuidarte.
—Vaya, creo que empiezo a arrepentirme de no haberlo hecho. ¿Qué es lo que huele tan bien? —le preguntó con una sonrisa y cambiando de tema.
—El pollo de la señora Potts. ¿De verdad tienes hambre?
—De verdad. Vamos, no te preocupes. Seguro que después de comer me encontraré mejor.
Santana sirvió la cena y bastaron un par de minutos para que comprendiera que odiaba comer sola, y que quería pasar el resto de su vida compartiendo desayunos, almuerzos y cenas con Brittany. Le contó cómo le había ido el día y ella escuchó atenta, aportando sus comentarios sobre cualquier tema.
Antes de cenar, había decidido no contarle todavía lo de Londres. Si todo salía bien, ya se lo diría al cabo de unos días, cuando supiera exactamente cuándo iba a regresar allí. Por su parte, Brittany le contó los apuros por los que había pasado para ponerse al día de todo, pero le aseguró que ya lo tenía controlado y que ahora sólo era cuestión de estudiar. Santana aún se sentía culpable de que tuviera que hacer aquel sobreesfuerzo, pero justo cuando iba a decírselo, Brittany se levantó y fue corriendo al baño a vomitar. Santana corrió tras ella, y a pesar de que le insistió en que no hacía falta, se arrodilló a su lado y le mojó la nuca con una toalla. No sabía muy bien si servía para algo, pero recordaba que la señora Potts se lo había hecho una vez y la había reconfortado.
Cuando dejó de vomitar, la acompañó al sofá y la obligó a tumbarse allí, donde se quedó dormida, con la cabeza apoyada en el regazo de ella y con los dedos masajeándole el cráneo. Santana la habría llevado en brazos hasta su cama, pero se la veía tan bien que optó por dejarla allí y quedarse a su lado.
A las ocho de la mañana, el sol entró inesperadamente por las ventanas del comedor despertándolos a ambos, y Brittany abrió los ojos muerta de vergüenza. Al parecer, le daba más apuro haber vomitado delante de ella que el hecho de que la hubiera visto desnuda.
Santana la acompañó a casa e insistió en que no fuera a clase, pero cuando se despidieron con un beso, demoledor en ternura y pasión contenida, Santana supo sin lugar a dudas que Brittany no le haría ningún caso. Regresó a su apartamento y se duchó a toda velocidad para no llegar demasiado tarde al trabajo.
Brittany se quedó en casa toda la mañana, para ver si así se recuperaba de aquel dichoso virus que había dado al traste con su cena con Santana, por no mencionar la escena del cuarto de baño, con la cabeza casi metida en el retrete. Después de una ducha y un par de horas de sueño se sintió algo más recuperada y fue a la facultad. Mientras iba en el autobús, pensó que tenía que encontrar la manera de compensar a Santana por la pésima cita de la noche anterior, aunque le había encantado despertarse con la cabeza en su regazo.
Santana estaba tan preocupada por Brittany que cuando a las once le sonó el móvil, lo cogió sin mirar quién era. De haberlo hecho, habría visto el nombre del doctor Ross en la pantalla y quizá habría estado algo más preparada para escuchar su voz y la noticia que tenía que darle.
—Santana, buenos días, lamento tener que molestarte, pero necesitaría hablar contigo.
—¿Doctor Ross?
—Sí, soy yo. ¿Te pillo en mal momento? —preguntó el médico con educación.
—No, no. Dígame.
—Es Harrison —dijo el hombre, que siempre se había caracterizado por ser muy directo—. Su cuerpo está rechazando el trasplante.
—¿Y eso qué significa? —preguntó ella, que también era conocida por su franqueza.
El doctor tomó aire.
—Significa que su cuerpo no se adapta a tu médula, a pesar de la compatibilidad.
—¿Y?
—Y le queda muy poco tiempo de vida. Harrison ya sabía que lo del trasplante, aunque sin duda era la única opción, no era ninguna garantía.
—¿Se puede repetir el trasplante?
—En algunos casos sí. Pero en el de tu padre no serviría de nada. El cáncer está muy avanzado y volver a intervenirlo significaría causarle un dolor innecesario.
—Entonces, ¿qué se puede hacer?
—A estas alturas, no demasiado —contestó el doctor Ross—. Pero quizá pudiésemos intentar un nuevo tratamiento experimental procedente de Estados Unidos, y he creído que te gustaría estar al corriente —explicó.
Era obvio que el médico sabía que ni sus padres ni su hermano se habían molestado en mantenerlo al corriente, pero Santana no pudo evitar preguntarse por qué Sabina no la había llamado.
—Se lo agradezco, doctor. Veré si puedo ir a verlo. Ahora le tengo que dejar —dijo, aunque no tenía a nadie esperándola. Y colgó.
Apenas cinco minutos más tarde, el móvil volvió a sonar y el número de Sabina apareció en la pantalla.
—Santana —dijo su hermana—, el trasplante...
—El cuerpo de Harrison lo está rechazando. Lo sé, me ha llamado el doctor Ross —le explicó—. Al parecer, nuestro padre quiere saber tan poco de mí que incluso su cuerpo se niega a aceptarme.
—Santana —lo reprendió ella—. Mañana mismo empieza un tratamiento experimental.
—¿Mañana?
—Sí, primero dijeron que iban a esperar unos cuantos días, pero al parecer no hay tiempo. ¿Vendrás?
Ella se quedó pensándolo. No quería ir, pero por lo visto lo de estar enamorada le había ablandado el corazón y se estaba planteando la posibilidad de tratar de construir algún tipo de relación con su familia, así que contestó:
—Lo intentaré.
Maria Angeles** - Mensajes : 82
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