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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Ago 01, 2016 11:54 pm

LA JEFA




Brittany Pierce es enfermera por vocación y no duda en anteponer sus deseos y enfrentarse a sus familiares y amigos, escogiendo la prisión de Caños de Sal como destino voluntario donde ejercer su profesión. 
Santana López no es una presa común. Apodada por sus compañeras de encierro como «LA JEFA», incluso los alguaciles parecen ponerse tensos ante su presencia. Esta misteriosa rea enseguida despierta la curiosidad de Brittany, a la que le cuesta mucho relacionar a la mujer atrayente, atractiva y reservada que se presenta ante ella como la peligrosa convicta que todos le recuerdan continuamente que es. Decidida a desentrañar el enigma que se oculta tras «LA JEFA», Brittany pasará por encima de las normas del centro penitenciario que le prohíben confraternizar con las presas .¿Podrán ambas ahondar en sus sentimientos teniendo como telón de fondo las rejas de la cárcel?.


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Mensaje por mayre94 Mar Ago 02, 2016 12:01 am

Holaaaa!! no soy muy dada a comentar, pero eh leído de principio a fin tus adaptaciones!! me encantan!! sin embargo me anime en esta ocasión por que el titulo me llamo la atención demasiado y la intro me atrapo!! me atraen las historias de relaciones un tanto prohibidas!! jajaja :P espero pronto tu actu!! saludos :P
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Mensaje por JVM Mar Ago 02, 2016 1:31 am

Pues a romper las reglas todo con tal de conocer realmente a "la jefa".
Suena muy interesante por el lugar y por el hecho de que una es presa y la otra no, y pues para tener una relación va a estar un poco complicado.... Pero las brittana todo lo pueden !!!
Mil gracias por traernos una historia nueva!!!
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Mensaje por 3:) Mar Ago 02, 2016 6:14 am

Se ve interesante la historia....
A ver hasta donde llega britt. Por la jefa...
Ya quiero leer el primer cap....
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Mar Ago 02, 2016 7:08 pm

Cap. 1


Cerré el coche con el mando electrónico y levanté la vista para vislumbrar por entre los rayos del sol la torre más alta del módulo de máxima seguridad, erigida como una antigua fortificación. Parecía impenetrable y daban escalofríos solo de mirarla. Respiré hondo, sosteniendo mi maletín con fuerza, y a paso ligero crucé el pequeño pasillo acristalado que separaba el garaje de la entrada principal. A simple vista, la primera imagen de la Prisión Caños de Sal era austera, fría, atemorizante y, probablemente, esta era la realidad que se escondía tras aquellos impenetrables muros. Recordé las palabras de mi padre un segundo antes de cruzar la puerta giratoria que daba a la entrada enrejada. Él creía que yo estaba loca. Lo mismo que pensó mi madre. Lo mismo que dijeron mis amigos. Lo que le pasaba a todo el mundo por la cabeza. No tenía que demostrar nada, decían. Podía ejercer mi profesión en cualquier otro lugar más acorde con el tipo de vida que había tenido, con las expectativas que debía haberme hecho conforme estudiaba la carrera. Ser enfermera del centro de salud de un pueblo o de una ciudad acomodada, donde lo más grave que debiera hacer durante mi turno fuera cogerle unos puntos a algún niño travieso que se hubiera hecho daño jugando al fútbol. Sin sobresaltos. Sin estrés. Sin emoción. Sin prestar una ayuda significativa. No obstante, yo estaba más que decidida. No había estudiado enfermería para quedarme sentada en una silla acolchada del área de urgencias de cualquier hospital. No. Lo había hecho para ayudar a la gente, para sanarla. Para ejercer donde realmente pudiera ser útil y se me necesitara. Por ese motivo me había ofrecido voluntaria para prestar mis servicios médicos en la prisión. Por vocación, y porque nadie más quería hacerlo. Me retoqué la chaqueta azul oscura que llevaba a juego con unos vaqueros pitillo y miré por el rabillo del ojo que las manoletinas negras estuvieran limpias. Me eché la coleta hacia atrás y anduve los pasos que me separaban de la puerta. No habría vuelta atrás en cuanto la cruzara, y lo hice con convicción. El alguacil de la entrada me cacheó con profesionalidad, sin apenas dirigirme la palabra. Comprobó mi identificación con mirada crítica y, pese a mi temblorosa sonrisa, él no expresó ningún tipo de emoción.
—Debe ser muy valiente para estar aquí —me dijo, seco—, o muy tonta. Ignoré su comentario y le seguí por el pasillo en total mutismo. Los rayos polvorientos de sol, que se colaban por los pequeños ventanucos enrejados, dibujaban sombras fantasmagóricas en el suelo gris y sucio. El encargado metió una llave grande y desgastada en una cerradura y pasó delante de mí, dejándome ver el inicio de un pasillo estrecho compuesto, a ambos lados, por un conjunto de celdas desde las que se oían voces, algún que otro grito y demás sonidos que poco tenían de agradables. Se me hizo un nudo en el estómago cuando empecé a recorrerlo. De inmediato me llegaron todo tipo de «piropos» e improperios que me esforcé por no escuchar. Lo había previsto. Estaba preparada para ello. No en vano, estaba en una prisión  colmada de mujeres que llevaban meses, años quizá, sin tener contacto físico sea con un hombre o con una mujer que no fuese una reclusa tambien. Pero yo no era una mujer, recordé qué me había dicho el encargado que me había hecho la entrevista al presentarme para el puesto. Era la enfermera de la prisión, estaría allí para hacer mi trabajo y asistir al doctor, nada más. No habría simpatías, trato cercano ni conversaciones con las presas. Mi trabajo era puramente médico, no social. Con tales ideas en la cabeza, yo trataba de concentrarme en proseguir mi camino. El alguacil me repetía incansablemente las normas que ya me habían dejado claras en cada paso dado desde la firma del contrato y hasta ese momento.
 —No les mire a la cara. No les dirija la palabra. No les haga preguntas. No se interese por nada que tenga que ver con ellas. Limítese a hacer su trabajo —decía, como si nada de todo aquello le importara lo más mínimo—, de todo lo demás se encargará el doctor. Asentí con la cabeza cuando aquel hombre frío y cansado me miró, aguardando una respuesta. Pareció gustarle mi expresión, pues volvió su vista al frente. Sin embargo, yo no pensaba cumplir semejantes premisas. Esa no era mi forma de ser. Yo no podía limitarme a ofrecer mis conocimientos médicos de forma autómata y robótica sin más, ignorando a las personas que tenía a mi cuidado. Porque eso es lo que eran: personas. Mujeres. Erradas en su camino, tal vez, pero humanas al fin y al cabo. Sonreí, yo siempre había logrado ver luz donde solo se atisbaba oscuridad. Siempre conseguía encontrar algo bueno en todo el mundo, fuese quién fuese. ¿Por qué ahora tendría que ser diferente? Tras unos pocos pasos más, llegamos frente a una puerta blanca en la que podía leerse la palabra «Enfermería». La crucé tras el alguacil, desilusionándome un poco ante la primera visión que tuve de mi nuevo lugar de trabajo. Las camas estaban deshechas y amontonadas, los estantes desordenados, los cristales y el suelo sucios; reinaba la oscuridad y el caos por todas partes y podía respirarse un extraño hedor que, con toda seguridad, sería cualquier cosa menos algo higiénico. Lo primero que se me vino a la cabeza es que me aguardaban muchísimas horas de trabajo por delante: limpieza, inventario, reorganización… Todo ello sin contar con el hecho de que trabajaría casi bajo tierra, con escasas opciones de ver el sol y respirar aire puro, alejada y ajena al mundo real, casi como si yo también estuviera presa. Tendría que encontrar momentos en los que pudiera salir al menos al patio, estirar las piernas, recordarme a mí misma que mi estado era de libertad y que no estaba cumpliendo condena, sino ofreciendo un servicio. Hacerme a la idea de la situación física en que iba a encontrarme requeriría trabajo y esfuerzo por mi parte. Y grandes dosis de calma y control mental. Pero eso podía esperar al menos un día más. Lo primordial, teniendo en cuenta la exagerada cantidad de tiempo que llevaban las reclusas  en ese penal sin atención médica, era asegurarse de que todas y cada una de las reclusas quedaban vacunadas contra el virus de gripe que amenazaba con azotar la ciudad. Era algo de primera necesidad, pues de contar con un brote grave, dadas las circunstancias de aquella sala médica, las consecuencias podrían ser catastróficas. Dejé el maletín sobre una mesa con cuidado. En él estaban guardadas las jeringas, las agujas y las vacunas, separadas en una pequeña neverita portátil. Ese era mi primer cometido como enfermera de prisión.
—Estará sola como mucho un par de horas hasta que llegue el médico —informó el alguacil.
—¿Estará usted presente mientras vacune a las presas? —le pregunté. El hombre asintió parcamente. Su gesto logró tranquilizarme, debo admitirlo. No es que les tuviera miedo, pero tampoco podía confiarme en exceso. Después de deambular un rato de un lado para otro viéndome pasar un trapo por la mesa que había escogido para dejar mis cosas, abrir un par de ventanucos y reconocer los medios con los que contaba, el alguacil se marchó sin ceremonia. Me quedé sola una media hora, quizá cuarenta minutos, los cuales aproveché para ventilar la enfermería y pasar un trapo por las camillas que luego utilizaría en mi labor. Saqué del maletín mi bata blanca, la alisé con la mano y me la coloqué, sintiéndome de inmediato más cómoda y relajada que minutos antes. Bien. Ya estaba ahí. El primer paso estaba dado, ahora solo quedaba esperar que todo fuera a mejor. El alguacil volvió a reunirse conmigo un poco más tarde, trayendo consigo un dossier amarillento donde figuraban los nombres de las reclusas a las que yo debía atender. Aquel documento tenía pinta de ser una de las pocas cosas que estaban actualizadas en aquel lugar. Todavía no sabía mucho sobre la distribución carcelaria pero, al parecer, las más conflictivas se encontraban aisladas en el módulo de máxima seguridad cuyo acceso estaba permitido, en contadas ocasiones, exclusivamente al médico. Revisé la lista con esmero intentando ver algo que me llamase la atención, tratando quizá de reconciliar los nombres de aquellas mujeres con personas de la calle, de carne y hueso que, pese a estar privadas de libertad, no dejaban de ser individuas que contaban con seres queridos que les aguardaban. Me sentía concentrada hasta el momento en que el funcionario me interrumpió.
—No se confíe por el hecho de que no estén aquí las asesinas —dijo con voz vacilante—. La mayoría son fáciles de llevar, pero no todas. Alcé la vista mirando con atención a aquel hombre que asintió con la cabeza para corroborar sus palabras. Sentí que quería advertirme de algo pero, o bien no se atrevía a ello o no consideraba que yo lo mereciera. —¿Sucede algo con alguna de las mujeres de las que me tendré que hacer cargo? —le pregunté con tacto.—. ¿Algo que yo deba saber? El alguacil miró a su espalda, hacia la puerta cerrada de la enfermería, como verificando que nos hallábamos solos, después dirigió sus ojos de nuevo hacia mí.
—Incluso aquí hay rangos, ¿entiende? —me explicó—. Estas alimañas son la escoria de la sociedad. Son perras. Pero hasta entre perras, siempre hay una que es más fiera que las otros.
—¿Se refiere a una especie de… líder? —tanteé, con más curiosidad que nerviosismo. El funcionario asintió con la cabeza una sola vez.
—Corren rumores. Se oyen cosas. Se dicen comentarios —continuó, bajando el tono—. Yo no lo sé con seguridad, no paso tanto tiempo cerca de ellas. Solo puedo decirle que vigile su espalda. Esto es muy diferente a cualquier otro trabajo que haya hecho. Asentí con la cabeza, confundida. ¿Estaba intentando asustarme o tenían aquellas palabras algo de veracidad? ¿Cómo esperaban conseguir ayuda si trataban de espantar a la única persona que se había presentado voluntaria para el puesto?
—¿Quién es? —le pregunté. El alguacil dio un paso hacia mí, escrutando mi mirada, quizá sorprendido de mi osadía. Negó con la cabeza. No iba a darme esa información.
—Aquí se refieren a ella como… LA JEFA. La conversación cesó en ese punto. Con su actitud, el funcionario dejó claro que no pensaba abrir de nuevo la boca para tratar ese asunto ni cualquier otro. Me dejó colocar la enfermería adecentando la camilla central donde debían sentarse las reclusas  en espera de su dosis contra la gripe, sin hacerme ningún comentario más. La información pululó por mi mente apenas unos minutos antes de centrarme en mis labores con los cinco sentidos. Cuando todo estuvo listo, di el aviso y otro de los encargados procedió a abrir las celdas en orden, dejando que las reclusas accedieran a la improvisada sala de espera antes de entrar a la consulta. Estiré la bata con gestos mecánicos, aparté la coleta hacia atrás y carraspeé. Comencé a llamar por sus nombres y apellidos a todas las reclusas. Sorprendiéndome en muchas de las ocasiones. Los nombres podrían haber pertenecido a cualquiera, pero los aspectos de aquellas mujeres a menudo, no les hacían justicia. Muchos imponían respeto, otros temor, lástima o preocupación. Los estados en que se encontraban variaban mucho, yendo desde la práctica desnutrición, a consecuencia del sufrimiento o el arrepentimiento por su estado actual, a la vigorexia como fruto de fuertes y duros entrenamientos. Algunos estaban aseados, en tanto que otros parecían provenir de un basurero. Había dientes carcomidos, brazos tatuados y caras con cicatrices. Lo único que parecían tener en común era que, al entrar a la enfermería, sonreían y lanzaban comentarios mordaces que pretendían ser sarcásticos o simpáticos. Como aquella era una actitud que esperaba, yo me limitaba a dar los buenos días y a explicar el procedimiento a seguir en cuanto a la inyección. El funcionario no se separaba de mi lado, haciéndome señas cada vez que yo hablaba más de lo necesario. Por lo visto, mis instrucciones debían ser clavar las agujas con la mirada puesta en el suelo y luego darles la espalda a la espera de que se marcharan. Aunque en alguna ocasión me sentí tentada a hacerlo, seguí adelante con las explicaciones y los tratos correctos, a pesar de la incomodidad que algunas groserías me provocaban. Cuando cruzaban la puerta saliendo al pasillo y con toda probabilidad rumbo a sus celdas, yo podía oírlas hacer comentarios a sus compañeras, entre risotadas y bromas fuera de tono. «Joder con la enfermerita, por esa me dejaba yo poner hasta la inyección letal.» «Me quedan tres años y doce días, ¿crees que me esperará?» «Yo sí que se la clavaba a ella, pero sin que se quite la bata.» Aunque el alguacil hizo sonar su porra contra la puerta abierta para llamar al orden, yo decidí hacer oídos sordos a los comentarios. Me habían entrevistado en las dependencias carcelarias tres veces antes de confirmarme que tenía el trabajo, y en dos de las ocasiones tuve que cruzar un pasillo con celdas a ambos lados. Había oído cosas mucho peores, y no solo insultos, también lamentos y ruegos. Las voces de las mujeres siguieron como telón de fondo mientras yo tiraba el último par de guantes usado y consultaba la cantidad de dosis que me quedaba en la nevera portátil. No obstante, en un momento determinado, la última celda quedó abierta, y pronto, los murmullos de la salita contigua se extinguieron por completo.
—¿Ya ha terminado, verdad? —me preguntó el alguacil con brusquedad.
 —No, aún queda una —contesté, haciendo memoria y recordando mis notas.
—Es tarde. Puede dejarlo para otro momento. Dé el aviso y que vuelvan todos a sus catres —insistió, con un extraño nerviosismo—. Si han aguantado tanto tiempo sin morirse de un catarro, no va a pasarles nada por una noche más. Con mirada serena, preparé la dosis pertinente y sostuve en mis manos el algodón impregnado en alcohol. Ya me había puesto el par de guantes limpios y miraba alternativamente al alguacil, la silla vacía y la puerta que daba a la silenciosa sala de espera. Si pensaba que en mi primer día iba a caer en mala praxis ignorando a una de los reclusas cuando mis órdenes claras habían sido vacunarlas a todas, es que aquel hombre no sabía con quién estaba tratando.
 —No lo puedo dar por terminado, le he dicho que falta una. En vista de que el hombre parecía petrificado, dejé el instrumental sobre la bandeja plateada y volví a la mesa, recogiendo la lista y consultándola. Leí el nombre y lo memoricé durante unos segundos, antes de levantar la voz y mirar hacia fuera, esperando que del otro lado se me oyese con claridad. —Santana López —anuncié. Sorprendida, fui consciente de que el alguacil había dado varios pasos atrás hasta caer sentado sobre la silla que había usado para inyectar a las reclusas, como si de pronto las fuerzas le hubieran abandonado. Me miró como si acabara de decidir que yo era un caso perdido. De la sala contigua no llegó el mínimo sonido, ¿pero qué demonios pasaba? Si aquello era algún tipo de broma o novatada no estaba dispuesta a caer en el juego. Mi trabajo era serio, y de llevarlo a cabo de forma correcta dependía la salud de unas personas cuyas circunstancias eran ya lo bastante precarias como para además añadir alguna enfermedad contagiosa, por leve que esta pudiera ser. Con voz clara, repetí la llamada. El silencio de fuera se hizo aún más denso a medida que unas pisadas se aproximaron a la puerta. Me giré de espaldas, cogiendo la última jeringa y el botecito con la dosis, midiéndola con pulcritud. Una vez la inyección estuvo lista para ser usada, cogí el algodón humedecido en alcohol y me puse de frente. Entonces, ella entró.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Mar Ago 02, 2016 7:09 pm

Cap. 2


La mujer  que cruzó la puerta era la más hermosa que había visto en mi vida hasta ese preciso momento. Sentí como si el aire hubiese abandonado mis pulmones y tuve la sensación de que la habitación se hacía cada vez más pequeña ante su imponente presencia. Era más alta que las demás y estaba mejor formada. Sus desgastados pantalones vaqueros azules no disminuían el largo de sus piernas. Llevaba el negro pelo. Mostraba la cabeza alta en una clara posición dominante. Salí de detrás del biombo justo a tiempo para apreciar algo insólito: el alguacil que se había dejado caer en el asiento minutos antes, se puso en pie en cuanto vio entrar a aquella misteriosa mujer, dejándole libre la silla en la que yo les había estado pinchando. Sin mediar palabra, la reclusa giró sobre sus talones y se aproximó en silencio. Un tanto nerviosa, pues el alguacil había enmudecido, me acerqué hasta mi nueva paciente, que clavó sus negros ojos en mí. Su mirada desprendía tanto poder que sentí calor de inmediato. Se sentó en la silla, con las piernas abiertas, y se desabrochó la chaqueta mostrándome uno de sus bíceps.
 —Hola —saludé con torpeza—, soy… la nueva… la nueva enfermera.
 —Hola —respondió—, yo soy Santana. Su sonrisa socarrona se borró cuando apreció el tamaño de la jeringuilla. Le temblaron un poco los labios. Respiró hondo, evitando mirar el objeto directamente.
—No te preocupes, solo será un pinchacito de nada, como un pequeño pellizco —expliqué. Dejé la inyección sobre una bandejita plateada que tenía a mi lado y tomé entre mis manos un algodón empapado en alcohol para desinfectar la parte donde pensaba vacunar. Lo pasé despacio por el brazo de Santana que no cesaba de mirarme.
—No te dolerá —insistí.
—Estoy segura —concedió con su fuerte voz  —. Con esas manos tan suaves, será la mejor inyección que me han puesto nunca. Me sonrojé, lo que hizo que su sonrisa se incrementara. No obstante, el funcionario, que se había mantenido en un discreto segundo plano hasta ese momento, dio un paso al frente.
—Mantén la boca cerrada, López —escupió, intentando alzar la voz. Santana giró la cabeza hacia él, regalándole una mirada que incluso a mí, que no tenía sus ojos enfrente, logró escandalizarme. El alguacil tragó saliva, volviendo a apartarse en silencio.
 —¿Y qué hace una princesa como tú en un infierno como este? —preguntó Santana.
—Pues… sanar heridas —expliqué, destapando la jeringuilla.
—. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? Santana echó un poco la cabeza hacia atrás, haciéndose la interesante. Se lo pensó un momento antes de responder, con chulería. —Colmenar me parecía demasiado frío. Esto es más acogedor. Con un aire… familiar. Me reí sin poderlo evitar, negando con la cabeza. Bueno, sería una reclusa con aspecto serio y peligroso, pero nadie podía acusarle de no tener sentido del humor. Llevé mi mano a su brazo, buscando un músculo en el que poder inyectar la vacuna. Noté en las yemas de los dedos lo suave que era su piel y también advertí cómo su vello se erizaba. Tenía los brazos fuertes y duros como rocas.
—Relaja los músculos o no podré pincharte —pedí, un tanto avergonzada.
—Aquí no resulta fácil relajarse, ¿sabes?
—Ya… sí, bueno… mucha medicina alrededor. Santana mostró de nuevo su sonrisa, dejándome claro que no era eso a lo que se refería. Aun así, respiró hondo y pareció quedarse más tranquila, momento que yo aproveché para clavar la aguja. Apenas hizo ningún gesto de dolor, prosiguió ahí, firme y callada, con sus ojos fijos en todos y cada uno de los movimientos que yo hacía, alterándome los nervios.
—Bien, ya está. Has sido muy valiente —me permití bromear.
—¿Ya? —se quejó ella—. ¿Tan rápido me vas a echar? ¡Vaya! Y yo que pensaba que estaba en mi día de suerte. Le sonreí, anotando en mi planilla que todos las reclusas ya habían sido tratadas. Ella se levantó, sosteniendo la chaqueta con la mano libre. Le observé de reojo, me parecía aún más alta que hacía unos instantes.
 —Bueno, será cuestión de romperse algún hueso para tener un segundo encuentro, ¿no? La miré atónita. Ella tan solo se encogió de hombros, no aclarándome si sería o no capaz de semejante barbaridad, aunque yo suponía que sí. Se dirigió hacia la puerta de la enfermería, ante la atenta mirada del alguacil, que parecía esperar su marcha con desazón y nerviosismo. Pero antes de salir, Santana volvió a mirarme de arriba abajo y con una consistente dosis de descaro.
 —Muchas gracias por todo —dijo—. Han sido unos minutos de gloria. Y sin más, se fue. De nuevo me sentí enrojecer, por lo que bajé la cabeza simulando centrarme en mis anotaciones. Los pasos apresurados del alguacil me sacaron de mi ensimismamiento. Se posicionó ante mí, fuera de sí.
—¡No está en sus cabales! —me espetó.
—¿Disculpe? —¡No durará ni un asalto aquí! —continuó increpándome.
 —¿Puede saberse a qué viene todo eso? —le pregunté, molesta con su actitud.
 —No podía hacer caso a lo que se le había dicho, ¿verdad? No podía acatar las órdenes y limitarse a ponerles el veneno ese en el cuerpo a estas animales, no, claro que no. La señorita tiene sus propias ideas.
 —Perdone, pero en primer lugar no es veneno lo que les he inyectado, sino una sustancia vitamínica utilizada para prevenir el virus de la gripe y segundo…
—Tenía que hacerse amiga de la peor de esta cárcel, ¿verdad? —prosiguió, logrando confundirme—. ¡Menudo ojo clínico el suyo, doctora!
 —Es enfermera —corregí.
 —¡Como sea! —Respiró hondo—. Escúcheme con atención por su propio bien, porque no pienso repetírselo. No se acerque a esa mujer. ¿Lo entiende? Es peligrosa. Muy peligrosa. Evítela y no se busque problemas. El funcionario caminó nervioso hacia la puerta, pasándose la mano por el cuello, como si le doliese una contractura muscular. Abrió la puerta antes de dedicarme una sola frase más.
—Seguramente el médico llegará esta tarde. No se le ocurra moverse de aquí hasta entonces. Cierre la puerta y no salga. 
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Mensaje por micky morales Mar Ago 02, 2016 7:45 pm

vaya, el monstruo santana, sera que va a convertirse en un alien o algo pq que manera de infundir panico, en fin.... gracias por una nueva historia!!!!!
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Mensaje por 3:) Mar Ago 02, 2016 8:01 pm

el primer cruse párese productivo,...
a ver si san cumple con lo que dijo para estar serca de bitt jajaja
bueno el poli le dijo a britt que no se acerque que lo haga es otra,...
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Mensaje por JVM Miér Ago 03, 2016 2:55 am

Jajajajajajaj.... Todos muriendo de miedo por San, sin embargo la primera impresión que dio San a Britt creo que fue muyyyyy buena jajajaja.
Ojala que pronto se vuelvan a ver, aunque espero que sin el hueso roto :P jajajaja.
Saludos, que estés bien y gracias! :D
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:15 pm

micky morales escribió:vaya, el monstruo santana, sera que va a convertirse en un alien o algo pq que manera de infundir panico, en fin.... gracias por una nueva historia!!!!!

Hola bueno podemos decir que seria Snixx tomando posesion de Santana,  ademas por que le temen tanto aun no lo sabemos, y tampoco sabemos por que Santana esta en el penal, que habra hecho??????????
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:18 pm

3:) escribió:el primer cruse párese productivo,...
a ver si san cumple con lo que dijo para estar serca de bitt jajaja
bueno el poli le dijo a britt que no se acerque que lo haga es otra,...

Hola, ha sido un encuentro un tanto raro alguien peligroso que le teme a una vacuna jajajjajaja.
y pues por lo pronto mientras mas prohibida pongan a Santana creo que llamara  mucho mas la atencion de Britt.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:20 pm

JVM escribió:Jajajajajajaj.... Todos muriendo de miedo por San, sin embargo la primera impresión que dio San a Britt creo que fue muyyyyy buena jajajaja.
Ojala que pronto se vuelvan a ver, aunque espero que sin el hueso roto :P jajajaja.
Saludos, que estés bien y gracias! :D

Creo que Santana representa la manzana prohibida, y pues como la historia ya lo marco  Britt pecara.  jajajajaajja  los polos opuestos se atraen, lo prohibido atrae y pues aqui es como quimica y formula previamente creada a la perfeccion.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:22 pm

Capitulo. 3


 En efecto, tal y como había previsto el alguacil, sobre las seis de la tarde el médico hizo su incursión en la enfermería. Vistiendo pantalones beige, polo azulado y con la bata pulcramente abrochada, me sonrió mostrando sus blancos dientes y haciéndome una ligera inclinación de cabeza sin ni siquiera despeinarse.
 —Soy Mario Carvajal —anunció—. Médico de día y superhéroe de noche. Ante su tono serio y franco, no pude por menos que echarme a reír, asintiendo con la cabeza ante su inusual presentación.
—Encantada —le dije, estrechándole la mano. Dejando el maletín sobre la mesa, volvió a sonreírme. Me di cuenta de que observaba con cuidado todo lo que yo había hecho en apenas unas horas, la estancia lucía más limpia a simple vista. También noté que aquel hombre no debía tener muchos años más que yo.
—Por lo que veo, estoy de suerte. No solo me han traído una ayudante, sino que además es una florecilla — recalcó, con retintín—. ¿Te han dicho ya lo loca que estás por haber venido?
—Un par de veces —reconocí, no muy contenta con el término «florecilla».
 —No voy a decirte que es la mejor decisión que has tomado en tu vida, porque te mentiría. Pero no debes preocuparte en exceso, a nosotros las reclusas nos respetan bastante, saben que somos los únicos que pueden proveerles medicinas y recomponerles cuando se rompen alguna extremidad.
—Lo sé. Estoy tranquila, no se preocupe, doctor.
 —¡Por favor! Llámame Mario —declaró, sonriendo—. Después de todo vamos a pasar muchas horas juntos, ¿no? Debemos llevarnos bien. Afirmé, pensando que Mario tenía toda la razón. Me sentía un tanto más segura con su presencia, al menos ya no estaba sola o con el alguacil cuyas caras largas e inmensos ratos de mutismo empezaban a desesperarme seriamente.
 —Me han comentado que ya has vacunado a todas las reclusas —dijo.
—Así es. Esta misma mañana.
—¿Ha habido algún problema? ¿Ha ido todo bien?
—Todo muy bien, apenas se han quejado del dolor — comenté, risueña.
 —Lamento que tuvieras que hacerlo a solas con el alguacil. Debería haber estado también el encargado para evitar problemas.
—No hubo problema alguno —repetí. Mario asintió, dándome la razón.
 —Si hay algo que necesites saber o alguna pregunta que quieras hacerme… —ofreció, poco después. Me mordí la lengua forzando a todos mis músculos a callar, pero me fue imposible. La curiosidad no hacía más que bullir en mi interior, como si de una potente olla a presión se tratara.
—En realidad… sí hay algo que quiero saber —tanteé —. Algo sobre una de las reclusas.
 —Si necesitas sus historiales, alergias y demás, las tengo en este armario. Te haré una copia de la llave para que puedas acceder a él sin problema.
—No, quiero decir, sí, sí, naturalmente eso es algo que necesito, pero… mi cuestión era algo más… específica. Sobre una de las reclusas en… particular. Mario se cruzó de brazos, sentándose sobre la mesa y mirándome con el semblante relajado, aguardando la pregunta. Respiré hondo, decidida.
 —¿Qué puede decirme sobre Santana López? — solté. La media sonrisa del médico se borró de inmediato dando paso a una molesta mueca y una desagradable caída de ojos. Supuse que el tema en cuestión no era en absoluto de su agrado.
—¿López? —repitió—. ¿Y qué quieres saber sobre eso? Abrí mucho los ojos, sorprendida. ¿Había dicho «eso»? Teniendo en cuenta que hablábamos de una persona, ¿el término correcto no debería haber sido «esa»?
—El asunto es… —comencé—, que nadie me ha comentado nada al respecto y… la actitud del alguacil cuando le via fue… bastante… reservada.
—Una actitud bastante lógica, en mi opinión —cortó Mario. Le miré esperando una explicación. Resultaba notable que la relación entre Santana y Mario no era excesivamente cordial.
—Escucha… no sé mucho acerca de esa… delincuente. Ni tengo el menor interés. Trato de evitarla la mayor parte del tiempo y, por fortuna, ella hace lo mismo con esta área, así que no debes preocuparte.
—¿Qué es lo que ha hecho? ¿Por qué está aquí? — continué insistiendo.
—Bueno, como ya te he dicho, no estoy muy al corriente sobre su brillante trayectoria carcelaria pero, estando entre rejas, supongo que eres capaz de comprender que no le han encerrado por ser precisamente una buena cristiana. Mario parecía airado, gesticulaba con las manos, quizá confuso ante mi repentino interés, o sin comprender el motivo por el cual yo podría querer perder mi tiempo hablando de algo que él consideraba «escoria».
—¿Tan peligrosa es? —cuestioné, con un hilo de voz.
—Se oyen cosas, comentarios… —dijo Mario—. Dicen por ahí que una vez López le rompió los dos brazos a otra reclusa de un solo golpe y que después se puso a fumar a su lado, echándole la ceniza encima, mientras la pobre diabla, tirada en el suelo, aullaba de dolor. Me llevé las manos a la boca, ahogando un suspiro de incredulidad.
—¿Responde eso a tu pregunta? Mario se bajó de la mesa, abrió su maletín y comenzó a ordenar sus cosas, en apariencia ajeno al profundo estado de estupor en el que me había dejado con su relato. Sin embargo, volvió a mirarme algo más afable y se sintió animado para regalarme un último consejo. —Lo único que tienes que hacer es permanecer aquí, tratar de no quedarte sola y hacer tu trabajo sin mayor preocupación. No tiene por qué ocurrir nada. Pero por si acaso, evita todo lo que puedas cualquier roce o encuentro con esa mujer. Como si no existiera para ti. Asentí, sentándome en mi mesa y revisando los informes del cajón, tratando de concentrarme. Bien. Si lo que pretendían, tanto Mario como el alguacil, con sus comentarios y expresiones era asustarme o mantenerme distante, se habían equivocado de táctica. Lo único que habían conseguido con sus insidiosas frases era incrementar mi curiosidad. Había algo en esa mujer, Santana López, oculto y misteriosa que hacía que todo y todos quisieran mantenerla apartada. ¿Sería verdad todo eso que contaban de ella? ¿Qué crimen tan horrible podía haber cometido para ganarse semejante fama? No sabía por qué pero, cuánto más me ordenaban que ignorase su existencia, más crecía en mi interior la imperiosa necesidad de satisfacer mi ansiedad de conocimiento respecto a ella.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:23 pm

Capitulo  4


 Comprobé al día siguiente que el menú de la cantina de la cárcel distaba mucho de ser similar a cualquier otro que hubiese probado en mi vida. La comida no era mala, pero no podía disfrutar de ella con plena tranquilidad. En aquel lugar estaba prohibido bajar la guardia por cualquier circunstancia. La debilidad podría ser fatal. Mi segundo día laboral como enferma en el penal había empezado más o menos bien. Después de una noche en mi piso, en la que no había hecho otra cosa que no fuera dar vueltas en la cama, me había levantado con el alba para llegar a mi hora. Mario apareció al menos cincuenta minutos más tarde. No le importaba hacer esperar a las reclusas. Ahora me encontraba allí, en el reservado del comedor, con él, algunos alguaciles y encargados. Si estiraba un poco el cuello levantando bien la cabeza, podía vislumbrar las siluetas algo alejadas de las reclusas que comían y hablaban en el otro lado. Dejé el tenedor sobre el plato, que aún permanecía casi lleno, y me puse en pie alisándome las arrugas de la bata. De inmediato, me gané las miradas curiosas de mis compañeros de mesa.
—Tengo que hacer el reconocimiento posterior a la vacunación para asegurarme de que no ha habido efectos secundarios —expliqué de modo profesional—. Aprovechando que las reclusas están reunidas, me parece que este es un buen momento. Identifiqué la mirada sobrecogida del alguacil que me había acompañado el primer día, y cuyo nombre aún desconocía, así como las expresiones de burla y risa que mantenían los guardias.
 —No es necesario que hagas semejante cosa y mucho menos sola —determinó Mario.
—Es necesario —repliqué—. Si ha habido reacción, tendrá que ser tratada, o de lo contrario podría empeorar.
—¡Oh, sí! Las reclusas pueden tener escalofríos y dolor de barriga, ¡qué gran pérdida! —se burló uno de los guardias, estallando en desagradables carcajadas.
—Creí que se me había contratado para llevar a cabo mi trabajo, ¿no? Pues eso mismo es lo que estoy haciendo. Mario se puso en pie mirándome con mucha severidad pese a su juventud.
—Si insistes en que deben ser observadas, lo haré yo. Llevo más tiempo aquí y sabré cómo tratarlas.
—Te agradezco la oferta Mario, pero dado que fui yo la que les vacunó… debo ser yo la que les revise. Me di la vuelta y salí del reservado a grandes zancadas, sin mirar atrás, para evitar que de nuevo intentaran detenerme. No obstante, a mis oídos llegaron claros algunos improperios que las allí reunidas lanzaron contra mi persona tachándome de loca, malagradecida, inmadura y quién sabe cuántas tonterías más. Sujeté la planilla con fuerza y destapé un bolígrafo caminando rumbo al comedor de las reclusas. Solo debía pasear por entre las mesas sin acercarme mucho, asegurándome de que todas se encontraban en buen estado. Pero era más complicado de lo que podía parecer. En cuanto advirtieron mis pisadas, dirigieron sus ávidos ojos hacia mí haciéndose señas unas a otras, comentando en voz alta sus apreciaciones u opiniones, e incluso poniéndose en pie para verme mejor. «¿Qué haces tan solita, guapa? ¿Te has perdido?» «Ven aquí, que esta vez la inyección te la voy a poner yo.» Se rieron las gracias unas a otras alzando la voz y desviando sus comentarios a ámbitos cada vez más íntimos y personales. Sentí que empezaba a enrojecer y a sentirme mal, y cuando estaba a punto de darme la vuelta para salir corriendo, algo sucedió. En medio del alboroto causado por las voces, gritos, palmadas y silbidos de las reclusas, de repente, del lado opuesto del comedor, se oyó el fuerte choque que produce una mano abierta sobre la superficie plana de la mesa, retumbando en la estancia con poder. Al instante, las reclusas callaron. El silencio se hizo denso y profundo e incluso yo permanecí muda, tras haber dado un pequeño salto fruto de la impresión y el susto que me había causado el sonido. Giré la vista para comprobar qué o quién lo había producido y me encontré directamente con la imperturbable e imponente presencia de Santana. Estaba sentado sola, en la mesa más apartada de toda la cantina, con la mano extendida aún sobre el tablón de madera. Miraba a las reclusas, pero ninguna le devolvió el gesto. Caminé hacia ella sin ser apenas consciente del rumbo que tomaban mis piernas. Lo notó, pues alzó la mirada hasta dar con mis ojos. Sonrió suavemente, cruzándose de brazos y esperando a que me acercara más. Me paré a un par de metros, guardando una distancia prudencial.
—Buenos días —dije, mirando la planilla.
 —Hola, no esperaba tener la suerte de volver a verte tan pronto —contestó.
—Lamento molestar, solo quería saber si has notado algún tipo de efecto secundario por la vacuna: sudores fríos, malestar, décimas de fiebre… Santana se pasó una mano por la cara, meditándolo a conciencia.
 —Pues ahora que lo dices… sí, sí que me he notado un tanto… febril, justo en este momento, pero creo que tiene más que ver con tu presencia que con la inyección. Levanté la mirada y ella me guiñó un ojo, haciéndome enrojecer.
 —Bueno pues… si te encuentras sana… nada más. Hasta luego.
—¿Ya te vas? —preguntó con interés—. Esperaba que pudiésemos… charlar un rato. Aquí no abundan las conversaciones interesantes. Bueno, de hecho, apenas existe alguna conversación. La miré dubitativa y dirigí mis ojos a la entrada del reservado donde aún debían encontrarse los demás. Sin querer, las palabras de Mario volaron a mi memoria, alterando mi sistema nervioso aún más de lo que ya lo estaba. «Dicen por ahí que una vez López le rompió los dos brazos a otra reclusa de un solo golpe y que después se puso a fumar a su lado, echándole la ceniza encima, mientras la pobre diabla, tirada en el suelo, aullaba de dolor». Santana proseguía mirándome y supe que había notado que yo me estaba retrayendo. Incluso di unos pasos hacia atrás, pero no me hizo ningún comentario. —Lo siento, no… no puedo. No me permiten estar en esta zona, tengo que irme ya o podrían despedirme.
—Entiendo —respondió con una suave mueca.
Me di la vuelta y caminé rumbo a la salida, sintiéndome extraña. ¿Hacía lo correcto? Después de todo, apenas llevaba dos días ahí, y si todos creían que debía alejarme de Santana, quizá eso fuera lo más inteligente. Mis pensamientos se vieron turbados cuando advertí que frente a mí, e impidiéndome el paso, se encontraba una de las reclusas que me habían increpado antes con sus palabras. Sonrió de una forma tan desagradable que me heló la sangre.
—¿Por qué no te quedas a comer con nosotras, encanto? ¿Qué pasa? ¿Hoy no nos pones otra inyección? Porque yo estoy enferma, ¿sabes? Y estoy segura de que podrías curarme. Alzó su mano, grande y encallecida hasta mí, que me había quedado helada. Intenté esquivarle y proseguir mi camino, pero me lo impidió.
 —¿Qué? ¿Te crees muy buena para estar entre nosotras? ¿O piensas que deberíamos darte algo a cambio de tus… servicios? La mujer rio de forma grotesca durante apenas un segundo, después, abrió desmesuradamente los ojos y escondió la mano con la que había intentado tocarme. Me di la vuelta, advirtiendo a qué se debía el repentino retroceso de la reclusa. No pude evitar quedarme sorprendida. Santana se había levantado de su asiento y había andado hacia nosotras colocándose protectoramente a mi lado y mirando sin pestañear a la presa, que no se movía.
—Como no te quites de en medio y dejes a la señorita proseguir su camino, me van a condenar a perpetua, porque pienso romperte hasta el último hueso que tengas en el cuerpo. ¿Entendido? Le miré impresionada. Ni siquiera había subido el tono de voz ni cambiado de expresión. No le hacía falta. Nadie se atrevía a intervenir. Cuando Santana López hablaba, se acataba.
—Vale, vale, tranquila, jefa —dijo mi atacante, alzando las manos en son de paz.
—Ni jefa ni hostias, ¿está entendida o te lo tengo que repetir?
—Entendido —coincidió la tipa.
 Santana asintió y con un claro movimiento de su cabeza le indicó a la otra que se esfumase. Después, me agarró de la muñeca y, abriéndose paso entre las mesas, me sacó de allí rumbo a la enfermería. 
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 5:24 pm

CAPITULO 5


Seguí las grandes zancadas de Santana con cierta dificultad, sintiendo el calor de sus dedos cerrados en el dorso de mi mano. Me condujo en total silencio por el pasillo anexo a la cafetería, hasta que la desgastada puerta de la enfermería apareció frente a nosotras. Me miró severamente a los ojos, con la barbilla muy alta. Observé que llevaba una camiseta negra bajo su jersey a rayas, y que su pelo, siempre pulcramente, estaba un tanto ahuecado por los lados como si acabase de levantarse después de echar la siesta. El análisis que estaba haciendo de su persona se vio truncado cuando la rudeza de su voz acabó con el molesto silencio que nos había estado envolviendo.
 —No sé qué te has pensado, pero esto no es una guardería, ni tampoco el hospital del pueblo. Es un penal. Y es peligroso. Esas tías te rajan la garganta con la misma navaja con la que luego pelan las naranjas, ¿lo comprendes? Asentí nerviosa, impactada ante su violenta forma de hacerme ver la realidad. Ella pareció notar que se había excedido, pues suspiró en voz alta y me soltó con cuidado la muñeca, sin cesar de mirarme, esta vez con más calma.
—No deberías tener tantas atenciones con las reclusas, esto no es ningún juego, podrías llevarte un buen susto.
—Ya… claro… gracias —titubeé con torpeza, dando un paso hacia atrás cuando me vi «liberada».
—No tienes que agradecerme nada —cortó Santana, apreciando mi gesto.
—. Escucha, por mí no tienes que preocuparte, ¿de acuerdo? Sé que suena muy típico decirlo, pero puedes confiar en mí. La miré, confusa y sobrecogida. ¿Acaso se estaba ofreciendo voluntaria para protegerme? Me extrañó, pero lo cierto es que en esos momentos la información que tenía de ella me parecía del todo fuera de lugar. ¿Realmente aquella mujer era tan malvada como pretendían hacerme creer?
—Parece que a ti… te respetan —tanteé.
—En un sitio como este, o te haces respetar, o te comen viva —respondió, cruzando los brazos a su espalda.
—Intentaré recordarlo —susurré, ahogando un suspiro.
Ella sonrió y me guiñó un ojo, logrando que enrojeciera otra vez.
—Bueno yo… tengo… tengo que volver al trabajo — balbuceé, girándome un poco hacia la puerta. Santana asintió, rascándose la cara como si no estuviera muy segura de lo que debía hacer ella en ese momento.
—Ve con cuidado, no lo olvides —me repitió. Asentí, agradeciéndole el gesto con una suave sonrisa que ella compartió. Sin embargo, el momento se vio roto por Mario que venía corriendo por el pasillo, con la bata ondeando por la corriente que él mismo creaba con sus prisas, hasta situarse justo frente a mí.
—¡Te lo advertí, te dije que no debías hacerlo! —me acusó, cogiéndome de las manos—. ¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? ¡Debiste haber hecho caso!
—Me encuentro perfectamente, Mario —le dije en voz alta, para acallar sus protestas—. Solo hubo un pequeño… intento de amotinamiento, pero como verás, no ocurrió nada. Me observó con cuidado las manos y la cara, quizá esperando encontrar algo que rebatiera mis palabras, intenté volver a hablar, pero entonces advertí que las atenciones del doctor Carvajal ya no estaban en mí. Me había soltado y, tras colocarse posesivamente frente a mí, miró a Santana con los brazos cruzados y una expresión de completa repulsión en el rostro.
—Debí suponerlo —escupió, con coraje—. Cuando huele a cloaca, siempre hay ratas merodeando.
—¡Mario! —me quejé, escandalizada ante semejante trato.
—Debí haber imaginado que en medio del conflicto estarías metida tú, López —acusó.
—. ¿Quién si no?
 —¡Eso no es cierto, ella solo…!
—No vuelvas a acercarte —ordenó Mario, cortando mi defensa—, o daré parte al alguacil para que des con tus huesos en la celda de castigo durante un buen tiempo. Abrí la boca, impresionada ante semejante acusación. Mario daba por hecho que Santana había tenido la culpa del desbarajuste en el que yo me había visto involucrada, cuando ella ni siquiera había estado presente para comprobar que Santana, en realidad, lo único que había hecho era prestarme su ayuda. Quise volver a decir algo, pero me impactó comprobar que Santana, lejos de sentirse humillada o vejada, se limitó a dar un paso al frente, intimidando a Mario con su espigada estatura y su moreno rostro curvado en una irónica sonrisa.
—Por lo menos yo estaba ahí para socorrer a la señorita, ¿dónde estabas tú? Los ojos de Mario brillaron de rabia tras recibir el último dardo envenenado de Santana, que incrementó su sonrisa cuando me miró, solo un instante antes de darse la vuelta y marcharse por el oscuro pasillo sin decir una sola palabra más. Cuando volvimos a la enfermería unos minutos después, el humor de mi compañero no parecía haber mejorado mucho, y el mío tampoco. No me había gustado la manera en la que había acusado a Santana de hechos que no había cometido, y lo cierto es que empezaba a sentirme culpable de ello, pues si yo hubiera obedecido y no hubiese acudido a revisar a las reclusas, tan desagradable incidente no habría ocurrido.
—Solo hacía mi trabajo —le dije poco después.
—Lo sé —concedió Mario—. No es culpa tuya que esa animal aproveche la mínima oportunidad para crear un problema.
—¡Ella no tuvo nada que ver! —contesté, más alto de lo que habría querido—. Las demás reclusas se pusieron un tanto alteradas y López se acercó para calmar los ánimos. Mario negó con la cabeza, con una sonrisa calmada en el rostro que ni siquiera yo comprendí a qué venía. Me había esforzado en explicar lo sucedido tal y como había pasado, pero al parecer, el buen doctor prefería seguir encerrado en su propia opinión.
—No te preocupes. Comprendo que quieras exculparla por temor a las represalias. Es normal que le tengas miedo, pero te aseguro que no te hará daño.
—Ya sé que no me hará daño —espeté con frialdad.
—Por supuesto que no. Mientras permanezcas aquí, cerca de mí, no te pasará nada malo. Sentándome en mi mesa y respirando hondo, negué con la cabeza incrédula ante todo lo que había pasado. ¿Esa era la visión que Mario tenía de mí? ¿Acaso pensaba que yo necesitaba un hombre que me cuidase? Bajé la vista a mi cuaderno de anotaciones y recordé cómo Santana se había enfrentado a todos aquellas malhechoras llevándome cogida de su mano hasta un lugar seguro, sin que ni siquiera le temblase la voz. ¿Por qué no me molestaba la actitud protectora de Santana pero sí la de Mario? Sacudí la cabeza. Mario había sido injusto y cruel. Me caía bien. Me había caído bien hasta el instante en que se había predispuesto a enjuiciar a la gente sin pruebas. Sí, eso era. Esa era la explicación. Me acerqué a la máquina que había en un lado de la sala y saqué un café. Aquella noche me esperaba guardia y pretendía mantenerme despierta. Me habían informado de que las guardias nocturnas en la enfermería resultaban tranquilas, ya que casi nunca había nada. Sin embargo, estaba a punto de comprobar cuán equivocada estaba esa información. 
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Mensaje por 3:) Miér Ago 03, 2016 5:56 pm

A britt si que le gusta jugar con el peligro jajaja
Me gusta que san "cuide" a britt!!!... Ahora Mario se da de galán no jodas, tambien va a querer con britt???
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Mensaje por micky morales Miér Ago 03, 2016 6:16 pm

Que le pasa a ese medico, pq tanto odio hacia Santana, le abra quitado alguna novia? Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348 Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348 Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348 sospecho que san no es tan mala como pretenden hacer creer!!!!
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 8:35 pm

3:) escribió:A britt si que le gusta jugar con el peligro jajaja
Me gusta que san "cuide" a britt!!!... Ahora Mario se da de galán no jodas, tambien va a querer con britt???

Sip parece que a Brittany le encanta el riesgo. A mi tambien, me ha gustado la actitud protectora de Santana hacia Brittany pero eso puede acarrearle problemas, esa sangre latina celosa puede ser peligrosa.

Mario es un idiota, el problema aqui es que  la unica que lo puede poner en su sitio es Britt, si lo hace San le dan perpetua.

Estoy pensando hacer dos actualizaciones diarias, por que esta historia me gusta mucho. Que opinas??????????
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 8:38 pm

micky morales escribió:Que le pasa a ese medico, pq tanto odio hacia Santana, le abra quitado alguna novia? Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348  Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348  Brittana: <<LA JEFA>> (ADAPTACION)  4061796348  sospecho que san no es tan mala como pretenden hacer creer!!!!

Algo hay para  que ese supuesto medico odie a Santana, la tiene entre ojo y ojo.
En cuanto si le habra quitado novia no sabemos, solo supongo que Mario a puesto los ojos  donde ya Santana ha reclamado como suyo. 

 Pienso igual que tu , Santana no es tan mala como la pintan, quiero descrubrir cuales son sus delitos, con Brittany es tan tierna y la quiere proteger espero que no le cause eso problemas.

La historia me gusta mucho y espero que a ti tambien , estaba pensado hacer dos actualizaciones diarias , que piensas tu, que opinas si o no??????'
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 8:43 pm

Capitulo 6


 Eran apenas las once de la noche cuando me vi obligada a levantar la cabeza de las anotaciones que había estado llevando, sentada en mi despacho, al oír unas extrañas pisadas que se acercaban por el corredor contiguo. Agudicé el oído, sujetando el bolígrafo con fuerza entre mis dedos, a la expectativa de qué ocurriría cuando la puerta se abriese, lo cual sucedió apenas unos segundos después. Nada más ver la figura  que cruzó el umbral me puse de pie de un salto, con los ojos muy abiertos y dejando caer el bolígrafo sobre el escritorio mientras caminaba a trompicones hacia la entrada. Ante mí se encontraba Santana, bastante más pálida de lo habitual. Me miró durante un segundo, volviendo a bajar su vista un tanto mareada. Dirigí mis ojos hacia donde se encontraban los suyos y el corazón me dio un vuelco.
—¡Dios mío! ¿Pero qué te ha pasado? Llevaba la mano derecha envuelta en un trapo que en algún momento debía haber sido blanco, pero que ahora se encontraba cubierto de sangre, al igual que el jersey gris de Santana y buena parte del suelo de la enfermería. Corrí hacia ella sujetándole de la cintura para conducirle a la camilla, pues era posible que acabase desmayándose como resultado de la enorme pérdida de sangre. La dejé recostada y cogí gasas, hilo y aguja. Volví a su lado y con cuidado retiré el trapo, sorprendiéndome ante la magnitud del corte en la palma de su mano, y procediendo de inmediato a cortar la hemorragia.
—Parece que estoy predestinada a no salir de aquí, ¿eh? —susurró, forzando una sonrisa. —¿Cómo te has hecho esto? —pregunté—. No habrás intentado cometer ninguna locura, ¿verdad? Santana negó suavemente, curvando los labios al sentir el desinfectante escocer sobre su piel, pero sin emitir quejido alguno.
—Ha sido un accidente tonto en el gimnasio —explicó —, algo sin importancia.
 —Por algo sin importancia uno no está a punto de perder una mano —recalqué, presionando las gasas en el tajo—. Parece que ha sido un corte limpio. ¿Cómo ha sido? Santana giró la cara hacia mí mirándome durante unos segundos antes de decidirse a responder.
—Una tipa estaba jugando con la máquina de las pesas, toqueteando las piezas sin saber lo que hacía. El peso se soltó y yo intenté sujetarlo antes de que le cayera en la cabeza y se rompiera.
—Así que has salvado la vida a otra reclusa —deduje, maravillada, colocándole unos puntos de papel alrededor del corte.
—He salvado mi máquina de hacer pesas —insistió, haciéndose la dura. Asentí con la cabeza mientras acababa de limpiarle los restos de sangre y procedía a vendarle con cuidado la mano, asegurándome en todo momento de que los puntos que había dado permanecían sujetos haciendo su función. Examiné mi obra y su pálido rostro con aprensión, llegando a una importante determinación.
—Creo que deberías pasar la noche conmigo, quiero decir, aquí, aquí —balbuceé, sonrojándome—. Aquí en… la enfermería.
—¿Me estás invitando a dormir aquí? —cuestionó Santana, con un tono de voz ronco  que me puso nerviosa.
—Sí, digo no, digo… quiero decir… Ella sonrió ante mis titubeos, incorporándose un poco, apoyado en el codo del brazo bueno.
—¿En qué quedamos?
—Creo que sería conveniente que pasaras la noche aquí, has perdido mucha sangre, puedes sufrir mareclusas, bajadas de tensión, subidas de fiebre…
—Vale, vale, no hace falta que sigas insistiendo, me quedo, me quedo —declaró, con chulería. Ignoré su comentario, recogiendo el instrumental y guardándolo en el armario, mientras ella se sentaba en la camilla, con las piernas colgando, mirándose el vendaje con curiosidad.
—Aquí sí que podremos hablar, ¿no? Digo… nadie nos llamará la atención. Le miré, asintiendo, lo cual le hizo sonreír. Me acerqué otra vez, entregándole unas toallitas húmedas para que se limpiase los dedos y los restos de sangre de la camisa. Su oscuro flequillo se balanceaba en su frente y por un instante, sentí deseos de acariciarle.
—Es verdad que… ¿le rompiste los dos brazos a otra reclusa de un solo golpe y luego fumaste a su lado mientras ella se quejaba por el dolor?
—Cuando dije que podríamos hablar me refería a cosas más interesantes. Me sentí ruborizar ante el corte que ella había dado a mis palabras. Afirmé con la cabeza, comprendiendo que mi curiosidad podría haberle hecho sentir incómoda.
 —Lo siento, discúlpame —dije con torpeza.
—No, no tengo nada que perdonar, es solo que no me gusta hablar de eso.
 —Lo entiendo.
—Es que tenemos muy pocos momentos para estar así… a solas.
 —Le miré, confusa.
—. Y me gustaría que me contases algo más agradable.
—Bien, pues como algo agradable te diré, Santana, que he salvado tu mano.
—¿Recuerdas mi nombre? —cuestionó, impresionada.
 —Sí, bueno, yo… —titubeé, tocándome el pelo—, tengo muy buena memoria y además… he… estado intentado memorizar las fichas, para tener unos mínimos conocimientos sobre vosotras.
 —¿Memorizar las fichas? ¿Te piensas quedar aquí mucho tiempo? —preguntó Santana, llena de curiosidad.
—Esa es la idea, si no me despiden.
—Tranquila, yo me aseguraré de eso. Al menos el tiempo que esté aquí. Cuando salga provocaré que te echen, no me fío dejándote sola, rodeada de estas descerebradas. Me reí de buena gana, rebuscando entre los cajones uno de los pijamas de «ingreso» para ofrecérselo a Santana. Ella me lo agradeció, con una mirada intensa que me llegó al alma. —Aquí hay una televisión, por si te apetece —informé, acercándole también una manta y un par de sábanas limpias.
—Prefiero hablar, en serio. Hace mucho que no mantengo una buena conversación. Bueno, en realidad hace mucho que no mantengo muchas cosas. Volví a ruborizarme maldiciendo para mis adentros. ¿Cuándo había sufrido una regresión a mis quince años? ¿Es que no podía soportar ningún tipo de comentario levemente subido de tono antes de ponerme colorada?
—Deduzco que no hace mucho que eres enfermera — convino Santana—. Pareces bastante joven, así que tienes que haberte licenciado hace poco. ¿Para eso has estudiado? ¿Para trabajar en un penal? ¿Cómo demonios has acabado aquí?
—De hecho soy diplomada, no licenciada, y me ofrecí voluntaria —dije sin más.
 —¿Qué?, ¿qué? —enfatizó Santana, completamente incrédula.
Afirmé con orgullo. Aún no me arrepentía de esa decisión y esperaba no tener que hacerlo nunca.
—¿Por qué te sorprende? ¡Es un trabajo de ensueño! Estoy rodeada de mujeres grandes, fuertes y protectoras. Reí mi propia gracia, pero al parecer, Santana no le encontró el humor al chiste por ningún sitio.
—¿Eso te gusta? —cuestionó—. Te aseguro que no es nada bueno que sean grandes y fuertes, ni muchísimo menos creas que son protectoras. Aunque, bueno, algunas sí —especificó, guiñándome un ojo.
—Solo trataba de ser irónica —expliqué.
—¿Estás casada?
Abrí mucho los ojos ante semejante pregunta. Santana prosiguió mirándome sin achicarse ante mi estado de confusión. No comprendía por qué había soltado semejante cosa, y no supe cómo reaccionar.
—¿Perdón? —dije con torpeza.
 —Que si estás casada. No sé… si tú fueras mi mujer, nunca permitiría que trabajases en un sitio como este — concluyó.
—Entonces déjame decirte que serías una esposa muy posesiva.
 —Lo sería, no lo niego. No me gustaría compartir a mi mujer con tanta mala gente hombre o mujeres… ¿cómo has dicho antes? Grande y fuerte. Creo que conmigo tendría suficiente. Le miré de arriba debajo de la forma más disimulada que pude y tragué saliva. Si yo fuera su mujer… sí, probablemente tendría más que suficiente.
—Es tarde, Santana, debes dormir. Has tenido una fuerte hemorragia y las heridas cicatrizan mejor cuando uno está descansado —determiné, dando por finalizada la conversación de momento. Ella asintió, sin molestarse en cambiarse para ponerse el pijama, se tumbó en la camilla boca arriba, suspirando de forma sonora.
—¿Dónde vas a dormir tú? —preguntó.
 —Tengo una cama en el despacho —expliqué, señalando la puerta cerrada del reservado con la mano—, pero es mi noche de guardia, así que permaneceré despierta por si tenemos compañía de otra «salvadora de máquinas de hacer pesas».
 —Bueno, como quieras. Si necesitas echar una cabezadita, puedo hacerte un hueco.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 8:43 pm

capitulo 7


 —Muy bien, esto me gusta mucho más. Tiene mejor aspecto, sin duda. Retiré el vendaje de la mano de Santana, cerciorándome de que el tajo estuviese cerrando como debía.
 —Voy a desinfectar la herida y a cambiar la venda. El corte está cicatrizando muy bien —expliqué.
 —Eso es gracias a ti —me alabó Santana—. Me has cuidado de lujo. Había resultado una noche de lo más tranquila. Ella había dormido durante horas mientras yo ponía en orden las fichas y revisaba su fiebre cada pocos minutos. En más de una ocasión me sorprendí mirándole llena de curiosidad, y es que sus facciones, tan femeninas y delicadas, parecían esculpidas en el mármol más exquisito del mundo. Recogí vendas y alcohol y lo coloqué todo sobre una pequeña bandeja plateada antes de volver a acercarme a ella, que aguardaba sentada en la camilla, pensativa.
 —Anoche me dijiste que no tenías marido —soltó sin más—, pero supongo que pretendientes no deben faltarte. Alcé las cejas sin tomar muy en serio sus comentarios, mientras me centraba en desprender la venda de su mano causándole el menor daño posible. —Aquí dentro todos hablan de ti. Te has vuelto famosa —me informó.
—¿En serio? No lo creo. No soy el tipo de mujer que vuelve locas a las mujeres  o a los hombres en su caso —resolví, con cierto rubor.
 —Aquí sí. Créeme.
—Bueno… soy la única mujer del exterior que han visto, y  que tenéis cerca. Supongo que las reclusas se sentirían atraídas por cualquier escoba con falda que les pasara por delante. Esperé que se riera o que diera la razón a mi alegato, pero no fue así. Se limitó a levantar la cabeza y mirarme hasta que mis ojos se encontraron con los suyos.
—No eres ninguna escoba con falda. Esa no es la visión que yo tengo de ti.
¿Y cuál es, entonces? ¿Cómo me veía ella? Me tragué las preguntas, diciéndome a mí misma que el asunto podía írsenos de las manos, lo cuál no sería correcto. Había muchas cosas en juego, entre ellas, un posible despido para mí y un castigo para Santana. El vendaje quedó retirado y el corte desinfectado. Mientras pasaba el algodón con alcohol por su mano, Santana permaneció callada, concentrándose en no emitir ningún quejido que le restase valentia. Yo podía sentir su respiración golpeándome en la cabeza, debido a su posición más alta. Logró que me temblase un poco el pulso.
—¿Y qué me dices del medicucho ese? Levanté la cabeza, con las gasas aún en las manos. —¿El doctor Carvajal?
—Santana asintió.
—. ¿Qué pasa con él?
—No sé. Te tira la caña, ¿no?
—¿Qué? ¿A mí? —Me abochorné.
—¡Vamos, no me jodas! Pero si se huele desde lejos. Todo el rato protegiéndote, aconsejándote, cuidándote… Va a tumba abierta.
—Mario solo… solo me ofrece recomendaciones desde su posición profesional. Lleva más tiempo aquí y sabe cómo funciona la prisión.
—Ya, recomendaciones… —se burló Santana—. ¿Y qué te recomienda, si puede saberse? —Pues, principalmente, que no me acerque a ti. Santana sonrió de medio lado, destilando encanto sexual por los cuatro costados. Sentí un extraño calor en el vientre que me apresuré a ignorar.
—¿Sí? ¿Tan peligrosa soy?
—Según él…
—Me importa una mierda el «según él». ¿Qué piensas tú? Le miré a la cara y no pude resistirme a seguir el coqueteo. Después de todo, no era nada malo, ¿verdad? Y entre nosotras, parecía surgir de alguna extraña manera natural y cómoda.
—Pienso que no es tan fiera la leona como la pintan. Santana alzó una ceja en una fingida pose de mujer con el orgullo herido que logró arrancarme una sonrisa y hacerme especificar mi apreciación.
—No pretendo quitarte méritos malévolos. Estoy segura de que eres muy conflictiva y peligrosa.
 —Gracias —aceptó ella, con un movimiento de cabeza. Nuestra distendida y juguetona charla quedó volatilizada cuando uno de los alguaciles, en concreto aquel al que no le importaba en absoluto la salud de las reclusas y con el que yo ya había tenido mis controversias, accedió a la enfermería sin siquiera llamar a la puerta.
—Andando, princesita, se te ha acabado el asueto. Tus aposentos reales te esperan. Santana se puso en pie, ofreciéndole al oficial una mirada intimidatoria que, como otras veces, le hizo callar. Ni siquiera le tocó para conducirle a la salida.
—Recuerda que mañana debes volver para que pueda cambiarte el vendaje —dije en voz alta, a propósito.
— Tráigale.
—Si quiere tener a esta cerca, es cosa suya, doctora.
—¡Enfermera! —repetí por enésima vez. El encargado abrió la puerta y, con un gesto de cabeza, indicó a Santana que saliera, lo cual ella cumplió sin rechistar, después de dedicarme un guiño de ojos que me ruborizó de nuevo. A media tarde Mario hizo su aparición en la enfermería.
—Buenas tardes —le dije.
 —¿Qué tienen de buenas? —espetó con dureza.
—¿Ha sucedido algo, Mario?
—Esta semana me toca revisión y medicación de las reclusas del módulo de máxima seguridad. Estaré allí los cinco días de la semana, son muchas celdas y no podré ocuparme de todo en un solo día.
—¿Eso quiere decir que estaré sola esta semana? — pregunté, obviando el ofrecerme para ayudarle, ya que aquel era un acceso restringido para mí.
 —De eso quería hablarte. —Se cruzó de brazos—. En esta penitenciaría, a algunas de las reclusas se les dan permisos por buen comportamiento para que realicen según qué tareas, como horas de servicio a la comunidad, que puedan reducirles las condenas. Asentí. Por supuesto, eso ya lo sabía. Algunos colaboraban para reducir las penas y otros, por obligación.
—Tendrás que asignar a una de ellas para que te eche una mano aquí —explicó Mario—. Ponle… no sé, a colocar las cajas en el altillo o a contar paquetes de tiritas. Lo que quieras. Pero es obligatorio. Abrí mucho los ojos, ¿colaborar con una presa?
 —Mario, no conozco a ninguna reclusa lo suficiente como para pedirle sin sentirme intimidada que venga a ayudarme.
—Ojalá pudiera impedir que te codearas con ellas, pero es una orden de arriba. Lo siento. Quise replicar, pero entonces, caí en la cuenta de algo. Mi anterior excusa había sido falsa. Sí que conocía a una de las internas. Y le conocía lo bastante como para pedirle su ayuda. La cuestión era, ¿sería capaz de convivir toda una semana con ella, encerradas en las cuatro paredes de la enfermería?
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Miér Ago 03, 2016 8:44 pm

CAPITULO 8


 Me alcé de puntillas sobre mis zuecos blancos, notando el molesto sonido de las desgastadas patas de madera de la silla bajo mi peso. Resoplé, estirando los brazos lo más que podía, sujetándome con una mano de la estantería y tratando de alcanzar con la otra una caja polvorienta que se hallaba pegada a la pared. Maldije en silencio, ¿quién demonios había sido el cerebrito que había dejado las ampolletas de penicilina tan escondidas? Era para demandarle por incompetente. La puerta chirrió al abrirse, lo que me hizo suspirar aliviada. Jamás me había alegrado tanto de que Mario apareciera de improviso.
—¿Podrías sujetarme de la cintura un segundo, por favor? —pedí, persistiendo en mi empeño por llegar a la superficie marrón de la caja. Advertí pasos que se acercaban y apenas unos segundos después, dos fuertes y grandes manos me asían de las caderas, con precisión y sutileza a la vez. El contacto me resultó tan agradable, que por un instante, deseé que no acabase.
—Vaya, qué fuerte estás —comenté, incrédula.
—Hago pesas. Y esa no era la voz de Mario.
—¿Santana? Ese tono rudo y ronco era fácilmente reconocible para mí. Sentí cómo el sudor me bajaba por la espina dorsal. Incrédula ante lo que estaba ocurriendo, quise girarme para comprobar si mis apreciaciones eran ciertas, con tan mala suerte que tropecé con mis propios pies, perdiendo el equilibrio de la silla, que se torció, cayendo al suelo con estrépito. Sin embargo, yo me vi envuelta por dos grandes brazos que me sujetaron, manteniéndome sana y salva, alejada del suelo. Respiré de forma entrecortada por el susto y alcé la vista para toparme, a escasos centímetros, con la penetrante y oscura mirada de Santana, que me observaba con los labios entreabiertos, dejándome notar su cálido aliento en la cara. Poco a poco me posó en el suelo con una impresionante delicadeza, desliando sus brazos de mí, al tiempo que yo soltaba los míos de su cuello, aunque ni siquiera sabía en qué momento me había sujetado.
—Gracias —susurré.
—Gracias a ti por… dejarte caer por aquí —respondió Santana, socarronamente.
Me fijé entonces en su mano vendada y el temor se adueñó de mí. De inmediato sostuve su brazo en alto buscando posibles heridas causadas por el sobreesfuerzo. Por fortuna, no encontré ninguna.
 —Ven aquí, tengo que cambiarte el vendaje. Santana obedeció y se sentó en una silla mientras yo iba por el instrumental.
—¿Se puede saber qué buscabas ahí arriba? Aparte de intentar matarte, claro.
 —Trataba de alcanzar la caja con la penicilina, pero al parecer no soy lo bastante alta como para eso —repuse, cortando su venda.
—¿Y dónde está el matasanos que no corre a socorrerte chorreando babas como los caracoles de río? Le miré con el entrecejo fruncido, al tiempo que ella se reía a carcajadas.
—Mario tiene trabajo en el módulo de alta seguridad. Estaré sola esta semana. Y fue en ese momento cuando supe que la conversación había dado el giro perfecto para hacer mi ofrecimiento. Más fácil no iba a tenerlo, desde luego, y sentía que era ahora o nunca. Pegué el esparadrapo para mantener sujeta la venda limpia de Santana y, aclarándome la garganta, procedí.
—Necesito contactar con alguna reclusa para que me ayude aquí, ya sabes, a trasladar el equipo, mantener esto en orden, hacerme compañía… Será una especie de servicio a la comunidad. Hará que se pase menos horas en la celda y quizá, reduzca la pena —expliqué—. Me preguntaba…
—¿Te preguntabas? —apremió ella.
—Si querrías hacerlo tú.
—Sí. La corta y concisa respuesta de Santana me hizo levantar la mirada hacia ella. Sus negros ojos, más o menos cubiertos por su rebelde flequillo, estaban parados en alguna parte de mi anatomía, ignorando a mi mirada y observándome casi sin parpadear.
—Puedes pensártelo, no hay prisa —le dije.
—No tengo nada que pensar. Me encantará ayudarte. Te lo debo, después de todo —señaló, alzando su mano vendada.
 —No me debes nada, es mi trabajo.
—Insisto. Además, creo que te vendrá bien mi compañía, no vaya a ser que intentes volver a subirte a esa silla y acabes con una brecha en la cabeza. Me reí, asintiendo. En lo más profundo de mi ser agradecía su motivación y me alegraba sobremanera que fuera ella quien estuviera a mi lado todo ese tiempo. Mi propio pensamiento hizo que me azorara. No obstante, mi turbación duro escasos segundos antes de que la puerta volviera a abrirse y otra de las reclusas entrase por ella, como si anduviese por su casa, sin llamar ni importarle el que yo estuviera dentro o no. Anduve hacia ella, con los brazos cruzados, haciéndome la valiente en una fingida pose que quizá me quedó exagerada.
—¿Se te ofrece algo? —pregunté solícita. Ella quiso contestarme, pues me percaté de la mueca burlona en su rostro, pero antes de hacerlo, desvió la mirada hacia mi derecha, quedándose lívida. —La Jefa —susurró. Me giré, topándome con el semblante serio de Santana, que ni siquiera se había movido del sitio, ni alzó la voz cuando dejó clara la orden a ejecutar. Una sola palabra. No hacía falta más.
—Fuera. La reclusa asintió con torpeza y se marchó por donde había venido. Abrí la boca de impresión, estupefacta. Cada vez estaba más convencida de que Santana López sería un excelente fichaje para la enfermería.
 —¿Qué dirá de esto el santurrón del medicucho? — cuestionó poco después, apoyándose en la pared con despreocupación.
 —Tal vez ponga el grito en el cielo —repuse, consciente de que había muchas posibilidades de que eso pasara.
—A lo mejor intenta hacerte cambiar de opinión — tanteó.
—Puede. Pero la decisión está tomada y no soy una persona que altere sus resoluciones por influencias externas —alardeé con seguridad. Santana sonrió de medio lado, atusándose el pelo con la mano buena, al tiempo que me miraba de una forma que no logré interpretar.
—Me vuelven loca las mujeres con carácter —dijo, guiñándome un ojo.
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Mensaje por micky morales Miér Ago 03, 2016 9:03 pm

que que pienso de 2 actualizaciones diarias????? claro que si, es una magnifica idea y gracias por eso!!!!!!!! me encantara que pasen ese tiempo juntas, brittany tiene su caracter!!!
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Mensaje por 3:) Miér Ago 03, 2016 10:16 pm

El matasanos no me gusta...
Mmm san no le importa perder un brazo para estar serca de britt jajaja
Va a ser interesante verlas trajar juntas??!

Pd... Obvio que quiero la doble actualización!!! Eso jamas se pregunta mas si la historia es buena??..
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Ago 04, 2016 12:38 am

Bueno que decir, que esta historia es muy especial realmente siento el Feeling Brittana.  me tiene super atrapada. Disfruten otra actualizacion. 

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CAPITULO 9


—Un poco más a la izquierda —indiqué—. Un poco más… más… ¡perfecto! Santana empujó hacia atrás la caja de medicamentos que había estado sosteniendo en sus manos, hasta dejarla guardada en su lugar correspondiente de la estantería. Estaba subida al pequeño alzador que yo usaba para acomodar las piernas tras un duro día de trabajo, y es que, gracias a su estatura, no necesitaba alzarse mucho más.
—¿Ahí va bien? —preguntó. Volví a mirarle, centrándome esta vez, de forma poco profesional y algo descarada, en cierta parte de su anatomía situada en los bajos de su espalda. Sacudí la cabeza, ¿estaba mirándole el trasero a una reclusa? ¿Estaba mirándole el duro y prieto trasero a una reclusa? ¿Pero en qué diablos estaba pensando?
—Sí, muy bien, gracias. Bajó de un salto, sacudiéndose las manos y sonriendo. Su corte había cicatrizado casi del todo y ahora apenas estaba cubierto por una pequeña gasa con esparadrapo. Aquel era el primer día oficial de Santana como mi ayudante y de momento parecía bastante dócil y colaboradora.
—¿Qué más tenemos que hacer? —cuestionó, mirándome con curiosidad.
 —Inventario —informé, ampliando mi sonrisa ante su extraña expresión.
 —¿Inventario? ¿Y eso qué es? ¿Nos vamos a inventar medicinas nuevas?
—No, no, claro que no —expliqué, riendo—. Inventario es… tomar nota de la cantidad de medicinas con las que contamos. Llevar un listado para saber qué necesitamos comprar. ¿Entiendes? Santana asintió rascándose la cabeza, y supuse que le parecía una labor aburrida, pero si así era, no se quejó. Dedicamos un par de horas a contabilizar cajas de gasas, tiritas, vendas, botellas de alcohol y demás enseres que yo precisaba para mi trabajo, en aparente calma, hasta que algo la enturbió. La puerta de la enfermería se abrió de improviso y, como casi siempre, no trajo nada bueno. Mario cruzó el umbral con su pulcra bata abrochada sobre la ropa, llevando consigo un maletín vacío que pretendía llenar de medicamentos para su periplo por el módulo de máxima seguridad. Nada más encontrarse cara a cara con Santana su semblante se ensombreció regalándome una mirada dura y antipática que me hizo sentir incómoda.
 —¿Qué hace esa aquí? —escupió, señalando a Santana con el dedo.
—Ayudarme —contesté con simpleza—. Tú mismo dijiste que debía solicitar la colaboración de una de las reclusas, ¿no? Pues… hecho está.
—¡De una de las reclusas! ¡De una cualquiera, salvo esta! —gritó—. ¡Es peligrosa!
—Precisamente por eso se ha ofrecido a espantar a todas las ratas que se crucen en mi camino. Es tan fiera que no se ha aparecido ni una en toda la mañana. Oí cómo Santana soltaba una carcajada que intentó disimular tapándose la cara con la mano, mientras los ojos de Mario echaban chispas en mi dirección, incrédulo de lo que oía.
—Es una delincuente —insistió.
—Tranquilo, Mario, estoy segura de que la señorita López es un criminal con clase y educación, y que en caso de que quisiera atacarme, tendría la bondad de comunicármelo primero. Sabía que estaba siendo insolente, pero no me importaba en absoluto. Aún no había olvidado cómo el buen e intachable doctor Carvajal había inculpado a mi «protegida» de los hechos de la cafetería, sin pruebas. Todavía esperaba que se disculpara.
—Claro que sí —añadió Santana, jugueteando distraídamente con los bisturís y mirando a Mario con intención—. Yo siempre doy dos avisos a mis víctimas, antes de asestar el golpe final. Los miré a ambos apenas unos segundos y Mario, negando con la cabeza y sin recoger las medicinas por las que había venido, se marchó. Cuando clavé mis ojos en Santana, esta soltó el bisturí como si le diese corriente, poniendo su mejor cara de niña buena. Chasqueé los labios, recogiéndolo y metiéndolo en su funda.
—No juegues con esto, podrías cortarte —le advertí.
—Gracias. —¿Por qué? —le pregunté, mirándola.
 —Por defenderme delante del Ken médico ese — explicó—. Nadie había sacado nunca la cara por mí.
 —Bueno, no hay de qué. Pero mi defensa no es gratis, señorita reclusa López. ¿Ve todos esos jarabes para la tos? Pues quiero saber exactamente cuántas botellas hay.
 —¿Por qué lo haces?
—Hay que acabar el inventario —respondí, haciéndome la tonta.
 —No, me refiero… ¿por qué haces todo esto por mí? Apenas me conoces, ella podría tener razón. —Ya te lo he dicho —le corté—, siempre consigo ver algo bueno en las personas. ¿Por qué ibas a ser una excepción? Me sonrió y se puso a trabajar de inmediato. Un par de horas después, estando casi todo el instrumental contabilizado, etiquetado y limpio, di a Santana unos minutos de sosiego para que se fumase un cigarrillo cerca de la ventana de la enfermería. Coló un par de dedos por el enrejado, suspirando con nostalgia, mientras sus ojos color chocolate eran iluminados por los brillantes rayos del sol de la tarde.
—Mira qué día hace —murmuró, llamando mi atención —. Si estuviéramos fuera te invitaría a dar un paseo. Sonreí, acercándome a ella con los brazos a mi espalda, mirando por encima de su hombro el tranquilo ambiente que se respiraba.
—Bueno, ¿quién dice que no puedes hacerlo? —Santana me miró, estática e incrédula a partes iguales—. Puede que no tengamos un campo florido, pero el patio es grande, y puede hacer un apaño, ¿no?
—¿Estás aceptando mi invitación?
—Depende —respondí haciéndome la interesante—. Pídemelo. Santana sonrió de medio lado, atusándose el pelo y girándose hacia mí para verme bien. Traté de mantenerme impasible, pero el caso es que sentía acaloradas mis mejillas.
 —¿Quieres salir a pasear al patio conmigo? — preguntó, con su tono de voz ronco  habitual.
 —Me encantaría.
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