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Mensaje por dianna agron 16 Mar Ago 27, 2013 11:26 pm

Ok chicas me presento antes que nada, me llamo Luisa y soy de México, debo de confesar que empecé con esta adaptación, primero, porque estoy de vacaciones y segundo porque la saga de Crepúsculo, es realmente una de mis favoritas, aunque se que puede sonar un poco ñoño pero me encanta y además amo Brittana y dije, podría unir las dos cosas que me gustan y hacer una adaptación, imaginan a Brittany siendo torpe para bailar siendo esa una de sus mas claras habilidades en la vida? Bueno aquí aparecerá como la que no sabe bailar, adaptaré el primer libro, si veo, que les gusta y es de su agrado, seguiré con el segundo y quizás haga la saga completa. Un secreto, también amo Faberry, entonces también habrá algo de esta pareja, ya lo verán, sin mas, les dejo los 4 primeros capítulos, lo se, son muchos jaja, pero esta adaptación ya la venia haciendo desde hace tiempo así que no me culpen jaja, procurare, subir dos por día o quizás tres, y así veré que tal si les gusto o no. Saludos desde México :).


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Mensaje por Jane0_o Mar Ago 27, 2013 11:35 pm

Que bien yo tambien soy de mexico
Twilight casi no me gusta pero con brittana todo mejora
Asi que aqui tendras a una fiel lectora

Saludos!
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Mensaje por caariitooj Mar Ago 27, 2013 11:47 pm

YAY!! creo que sera genial esta adaptacion... Ya quiero leerla :D
Soy de Argentina :)
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Mensaje por dianna agron 16 Mar Ago 27, 2013 11:50 pm

PREFACIO

Nunca me había detenido a pensar en cómo iba a morir, aunque me habían sobrado los motivos en los últimos meses, pero no hubiera imaginado algo parecido a esta situación incluso de haberlo intentado.

Con la respiración contenida, contemplé fijamente los ojos oscuros del cazador al otro lado de la gran habitación. Éste me devolvió la mirada complacido.

Seguramente, morir en lugar de otra persona, alguien a quien se ama, era una buena forma de acabar. Incluso noble. Eso debería contar algo.

Sabía que no afrontaría la muerte ahora de no haber ido a Forks, pero, aterrada como estaba, no me arrepentía de esta decisión. Cuando la vida te ofrece un sueño que supera con creces cualquiera de tus expectativas, no es razonable lamentarse de su conclusión.

El cazador sonrió de forma amistosa cuando avanzó con aire despreocupado para matarme.


PRIMER ENCUENTRO


Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.

En la península de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.

Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.

Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
Britt —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué hacerlo.

Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara perdida, pero aun así...

Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso de mentir, pero había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos meses que ahora casi sonaba convincente.
Saluda a Charlie de mi parte —dijo con resignación.
Sí, lo haré.
Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volveré tan pronto como me necesites.

Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.

No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente. Te quiero, mamá.

Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y ella se marchó.

Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas de Phoenix a Seattle, y desde allí a Port Angeles una hora más en avioneta y otra más en coche. No me desagrada volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.

Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente.

Ya me había matriculado en el instituto y me iba a ayudar a comprar un coche.

Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi aversión hacia Forks.

Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en Port Angeles. No lo consideré un presagio, simplemente era inevitable. Ya me había despedido del sol.

Charlie me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me extrañó. Para las buenas gentes de Forks, Charlie es el jefe de policía Pierce. La principal razón de querer comprarme un coche, a pesar de lo escaso de mis ahorros, era que me negaba en redondo a que me llevara por todo el pueblo en un coche con luces rojas y azules en el techo. No hay nada que ralentice más la velocidad del tráfico que un poli.

Charlie me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la escalerilla del avión.

Me alegro de verte, Britt —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me sostenía firmemente—. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Susan?
—Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá
—no le podía llamar Charlie a la cara.

Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Arizona era demasiado ligera para llevarla en Washington. Mi madre y yo habíamos hecho un fondo común con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno, pero, a pesar de todo, era escaso. Todas cupieron fácilmente en el maletero del coche patrulla.

He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato —anunció una vez que nos abrochamos los cinturones de seguridad. -¿Qué tipo de coche?

Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto para ti» en lugar de simplemente «un coche perfecto».

—Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
— ¿Dónde lo encontraste?
— ¿Te acuerdas de Billy Evans, el que vivía en La Push?


La Push es una pequeña reserva india situada en la costa.

—No.
—Solía venir de pesca con nosotros durante el verano
—me explicó.

Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar las cosas dolorosas e innecesarias.

Ahora está en una silla de ruedas —continuó Charlie cuando no respondí—, por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camión por una ganga.
— ¿De qué año es?
Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la pregunta que no deseaba oír.
Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En realidad, tampoco tiene tantos años.

Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer que iba a dejar pasar el tema así como así.

— ¿Cuándo lo compró?
—En 1984... Creo.
— ¿Y era nuevo entonces?
—En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta
—confesó con timidez.
— ¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría arreglarlo si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
—Nada de eso, Britt, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy en día no los fabrican tan buenos.

El trasto, repetí en mi fuero interno. Al menos tenía posibilidades como apodo.

— ¿Y qué entiendes por barato?

Después de todo, ése era el punto en el que yo no iba a ceder.

—Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de bienvenida.

Charlie me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.

—No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
—No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.

Charlie mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Yo lo había heredado de él, de ahí que también mirara hacia la carretera cuando le respondí:

—Es estupendo, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.

Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le mires el diente, ni el motor.

—Bueno, de nada. Eres bienvenida —masculló, avergonzado por mis palabras de agradecimiento.

Intercambiamos unos pocos comentarios más sobre el tiempo, que era húmedo, y básicamente ésa fue toda la conversación. Miramos a través de las ventanillas en silencio.

El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era de color verde: los árboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que colgaba de los mismos, el suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenía un matiz de verdor.

Era demasiado verde, un planeta alienígena.

Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivía en una casa pequeña de dos dormitorios que compró con mi madre durante los primeros días de su matrimonio. Ésos fueron los únicos días de su matrimonio, los primeros. Allí, aparcado en la calle delante de una casa que nunca cambiaba, estaba mi nuevo monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un rojo desvaído, con guardabarros grandes y redondos y una cabina de aspecto bulboso. Para mi enorme sorpresa, me encantó. No sabía si funcionaría, pero podía imaginarme al volante. Además, era uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren daños, la clase de coches que ves en un accidente de tráfico con la pintura intacta y rodeado de los trozos del coche extranjero que acaba de destrozar.

— ¡Caramba, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!

Ahora, el día de mañana parecía bastante menos terrorífico. No me vería en la tesitura de elegir entre andar tres kilómetros bajo la lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de policía me llevara en el coche patrulla.

—Me alegra que te guste —dijo Charlie con voz áspera, nuevamente avergonzado.

Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo viaje escaleras arriba. Tenía el dormitorio de la cara oeste, el que daba al patio delantero. Conocía bien la habitación; había sido la mía desde que nací. El suelo de madera, las paredes pintadas de azul claro, el techo a dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas... Todo aquello formaba parte de mi infancia. Los únicos cambios que había introducido Charlie se limitaron a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando crecí. Encima de éste había ahora un ordenador de segunda mano con el cable del módem grapado al suelo hasta la toma de teléfono más próxima. Mi madre lo había estipulado de ese modo para que estuviéramos en contacto con facilidad. La mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón.

Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras que debería compartir con Charlie. Intenté no darle muchas vueltas al asunto.

Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al día siguiente.

El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Forks era de tan sólo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho. Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro.

Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Phoenix, debería ser una jugadora de voleibol o quizá una animadora, esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol. Por el contrario, no era una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.

Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos saludable. Puede que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi traslúcida, por lo que su apariencia depende del color del lugar y en Forks no había color alguno.

Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría, si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí?

No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, estaba en armonía conmigo; no íbamos por el mismo carril. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido.

Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri.

A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.

El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hacía dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, que colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era de la boda de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.

Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir incómoda.

No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.

Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El ruido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se agarraba al pelo por debajo de la capucha.

Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba.

Fue fácil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela, sólo me detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban las alambradas y los detectores de metales?

Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de piedra flanqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.

En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.

Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos. Llevaba una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba demasiado elegante.

La mujer pelirroja alzó la vista.

— ¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Brittany Pierce
—le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex mujer del jefe de policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.

Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.

—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.

Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le devolví la sonrisa más convincente posible.

Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los demás sobre mí.

Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.

Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.

Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme a la puerta. Para paliarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo unisex.

El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.

Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Masón. Se quedó mirándome embobado al ver mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica: Bronté, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo... y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba con su perorata.

Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.

Tú eres Brittany Pierce, ¿verdad?

Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de ajedrez.

—Britt —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh... Historia, con Jefferson, en el edificio seis.

Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.

—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado amable, sin duda—. Me llamo Mike —añadió.

Sonreí con timidez.

Gracias.

Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba no estar volviéndome paranoica.

—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol
—le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.


Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo.

Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del gimnasio. Mike me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.

—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra clase.

Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.

El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.

Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no necesité el plano.

Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de español, y me acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.

Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Mike, me saludó desde el otro lado de la sala.

Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.

Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde yo me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.

No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. El único chico era fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. De las chicas una era alta y delgada, musculosa y tenía el cabello del color de la miel. Las otras dos chicas chicas eran dos polos opuestos. La rubia alta era escultural. Tenía una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima sólo por estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo era rebelde, con cada punta señalando en una dirección, y de un negro intenso. La última era desgarbada, menos corpulenta, y llevaba despeinado el pelo. Tenía un aspecto más juvenil que los otros, que podrían estar en la universidad o incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.

Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.

Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.

Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como el semblante de un ángel.

Resultaba difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia perfecta o la joven de pelo despeinado.

Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del resto de los estudiantes y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja —el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría considerado posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.

— ¿Quiénes son ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me había olvidado.

Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, la más delgada y de aspecto más juvenil, la miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos oscuros se posaron sobre los míos.

Ella desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera pronunciado su nombre y ella, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera levantado los ojos en una involuntaria respuesta.

Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa, igual que yo.

—Son Santana y Puck Cullen, y Kitty y Quinn Hale. La que se acaba de marchar se llama Rachel Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un hilo de voz.

Miré de soslayo a la chica linda, que ahora contemplaba su bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí que hablaba en voz baja con ellos.

¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la clase de nombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, quizá fueran los nombres propios de un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Sugar, un nombre perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de Historia en Phoenix.

—Son... guapos.

Me costó encontrar un término mesurado.

— ¡Ya te digo! — Sugar asintió mientras soltaba otra risita tonta—. Pero están juntos. Me refiero a Puck y Kitty, y a Quinn y Rachel, y viven juntos.

Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello daría pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.

— ¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen parientes...
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Las Hale, las rubias, son hermanas, y los Cullen son su familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de acogida.
—Ahora sí, Quinn y Kitty tienen dieciocho años, pero han vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos niños siendo tan jóvenes.
—Supongo que sí
—admitió Sugar muy a su pesar. Me dio la impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer no le caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección a sus hijos adoptivos, supuse que eran celos; luego, como si con eso disminuyera la bondad del matrimonio, agregó—: Aunque tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.

Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas furtivas una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña familia. Continuaban mirando las paredes y no habían probado bocado.

— ¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así, seguro que los habría visto en alguna de mis visitas durante las vacaciones de verano.
—No —dijo con una voz que daba a entender que tenía que ser obvio, incluso para una recién llegada como yo—. Se mudaron aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de Alaska.

Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión porque, a pesar de su belleza, eran extranjeros y resultaba evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única recién llegada y, desde luego, no la más interesante.

Uno de los Cullen, la más joven, levantó la vista mientras yo los estudiaba y nuestras miradas se encontraron, en esta ocasión con una manifiesta curiosidad. Cuando desvié los ojos, me pareció que en los suyos brillaba una expectación insatisfecha.

— ¿Quién es la chica del cabello obscuro? —pregunté.

La miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca abierta, a diferencia del resto de los estudiantes. Su rostro reflejó una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.

—Se llama Santana. Es guapísima, por supuesto, pero no pierdas el tiempo con ella. No sale con nadie. Quizá ninguna de las chicas del instituto le parece lo bastante guapa —dijo con desdén, en una muestra clara de despecho. Me pregunté cuándo la habría rechazado.

Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré de nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la piel de sus mejillas, como si también estuviera sonriendo.

Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos minutos después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso el forzudo. Me desconcertó verlos. La que respondía al nombre de Santana no me miró de nuevo.

Permanecí en la mesa con Sugar y sus amigas más tiempo del que me hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas amigas, que tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Tinna, tenía, como yo, clase de segundo de Biología a la hora siguiente. Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.

Nada más entrar en clase, Tinna fue a sentarse a una mesa con dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior de color negro, exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía la mesa con otro estudiante. De hecho, todas las mesas estaban ocupadas, salvo una. Reconocí a Santana Cullen, que estaba sentado cerca del pasillo central junto a la única silla vacante, por lo poco común de su cabello.

La miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante de asistencia. Entonces, justo cuando yo pasaba, se puso rígida en la silla. Volvió a mirarme fijamente y nuestras miradas se encontraron. La expresión de su rostro era de lo más extraña, hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé otra vez. Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve que aferrar al borde de una mesa. La chica que se sentaba allí soltó una risita.

Me había dado cuenta de que tenía los ojos negros, negros como carbón.

El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un libro, ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe que íbamos a caernos bien.

Por supuesto, no le quedaba otro remedio que mandarme a la única silla vacante en el centro del aula. Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba a sentarme junto a ella, ya que la hostilidad de su mirada aún me tenía aturdida.

No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me senté, pero la vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó en la dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó el rostro como si algo apestara. Olí mi pelo con disimulo. Olía a fresas, el aroma de mi champú favorito. Me pareció un aroma bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el hombro derecho para crear una pantalla oscura entre nosotros e intenté prestar atención al profesor.

Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con cuidado, sin apartar la vista del cuaderno.

No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo través del pelo al la extraña chica que tenía a mi lado. Ésta no relajó aquella postura envarada —sentada al borde de la silla, lo más lejos posible de mí— durante toda la clase. La mano izquierda, crispada en un puño, descansaba sobre el muslo. Se había arremangado la camisa hasta los codos. Debajo de su piel clara podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro y musculoso. No era de complexión tan liviana como parecía al lado del más fornido de sus hermanos.

La lección parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se debía a que las clases estaban a punto de acabar o porque estaba esperando a que abriera el puño que cerraba con tanta fuerza? No lo abrió. Continuó sentado, tan inmóvil que parecía no respirar.

¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa forma habitualmente? Cuestioné mi opinión sobre la acritud de Sugar durante el almuerzo. Quizá no era tan resentida como había pensado.

No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de nada.

Me atreví a mirarle a hurtadillas una vez más y lo lamenté. Me estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos de repugnancia. Mientras me apartaba de ella, cruzó por mi mente una frase: «Si las miradas matasen...».

El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírla y Santana Cullen abandonó su asiento. Se levantó con garbo de espaldas a mí —era más alta de lo que pensaba— y cruzó la puerta del aula antes de que nadie se hubiera levantado de su silla.

Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada perdida cómo se iba. Era realmente mezquina. No había derecho. Empecé a recoger los bártulos muy despacio mientras intentaba reprimir la ira que me embargaba, con miedo a que se me llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me enfadaba, una costumbre humillante.

—Eres Brittany Pierce, ¿no? —me preguntó una voz masculina.

Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro aniñado y el pelo castaño en punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no parecía creer que yo oliera mal.

—Britt —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Artie.
—Hola, Artie.
— ¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—Es también mi siguiente clase.


Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una escuela tan pequeña.

Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en California hasta los diez años, por eso entendía cómo me sentía ante la ausencia del sol. Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel día.

Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:

—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Santana Cullen, o qué? Jamás la había visto comportarse de ese modo.

Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Santana Cullen. Decidí hacerme la tonta.

— ¿Te refieres a la chica que se sentaba a mi lado en Biología? - pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido.
—No lo sé
—le respondí—. No he hablado con ella.
—Es una chica rara
— Artie se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.

Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.

El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.

Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había dado, y recibido, cuando jugaba al voleibol.

Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para protegerme.

Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina. Santana Cullen se encontraba de pie, enfrente del escritorio. La reconocí de nuevo por el desgreñado pelo obscuro. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.

Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.

No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. La causa de su aspecto contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquella desconocida sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.

La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero Santana Cullen se envaró y se giró —su agraciado rostro parecía ridículo— para traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:

—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda.

Giró sobre sí misma sin mirarme y desapareció por la puerta.

Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el rostro lívido en lugar de colorado— y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.

— ¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de de forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.

No pareció muy convencida.

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Primer capitulo espero les guste, en verdad :)
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Miér Ago 28, 2013 12:20 am


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LIBRO ABIERTO


El día siguiente fue mejor... y peor.

Fue mejor porque no llovió, aunque persistió la nubosidad densa y oscura; y más fácil, porque sabía qué podía esperar del día. Artie se acercó para sentarse a mi lado durante la clase de Lengua y me acompañó hasta la clase siguiente mientras Mike, el que parecía miembro de un club de ajedrez, lo fulminaba con la mirada. Me sentí halagada. Nadie me observaba tanto como el día anterior. Durante el almuerzo me senté con un gran grupo que incluía a Artie, Mike, Sugar y otros cuantos cuyos nombres y caras ya recordaba. Empecé a sentirme como si flotara en el agua en vez de ahogarme.

Fue peor porque estaba agotada. El ulular del viento alrededor de la casa no me había dejado dormir. También fue peor porque el Sr. Varner me llamó en la clase de Trigonometría, aun cuando no había levantado la mano, y di una respuesta equivocada. Rayó en lo espantoso porque tuve que jugar al voleibol y la única vez que no me aparté de la trayectoria de la pelota y la golpeé, ésta impactó en la cabeza de un compañero de equipo. Y fue peor porque Santana no apareció por la escuela, ni por la mañana ni por la tarde.

Que llegara la hora del almuerzo —y con ella las coléricas miradas de Cullen— me estuvo aterrorizando durante toda la mañana. Por un lado, deseaba plantarle cara y exigirle una explicación. Mientras permanecía insomne en la cama llegué a imaginar incluso lo que le diría, pero me conocía demasiado bien para creer que de verdad tendría el coraje de hacerlo. En comparación conmigo, el león cobardica de El mago de Oz era Terminator.

Sin embargo, cuando entré en la cafetería junto a Sugar —intenté contenerme y no recorrer la sala con la mirada para buscarle, aunque fracasé estrepitosamente— vi a sus cuatro hermanos, por llamarlos de alguna manera, sentados en la misma mesa, pero ella no los acompañaba.

Artie nos interceptó en el camino y nos desvió hacia su mesa. Sugar parecía eufórica por la atención, y sus amigas pronto se reunieron con nosotros. Pero estaba incomodísima mientras escuchaba su despreocupada conversación, a la espera de que ella acudiese. Deseaba que se limitara a ignorarme cuando llegara, y demostrar de ese modo que mis suposiciones eran infundadas.

Pero no llegó, y me fui poniendo más y más tensa conforme pasaba el tiempo.

Cuando al final del almuerzo no se presentó, me dirigí hacia la clase de Biología con más confianza. Artie, que empezaba a asumir todas las características de los perros golden retriever, me siguió fielmente de camino a clase. Contuve el aliento en la puerta, pero Santana tampoco estaba en el aula. Suspiré y me dirigí a mi asiento. Artie me siguió sin dejar de hablarme de un próximo viaje a la playa y se quedó junto a mi mesa hasta que sonó el timbre. Entonces me sonrió apesadumbrado y se fue a sentar al lado de una chica con un aparato ortopédico en los dientes y una horrenda permanente. Al parecer, iba a tener que hacer algo con Artie, y no iba a ser fácil. La diplomacia resultaba vital en un pueblecito como éste, donde todos vivían pegados los unos a los otros. Tener tacto no era lo mío, y carecía de experiencia a la hora de tratar con chicos que fueran más amables de la cuenta.

El tener la mesa para mí sola y la ausencia de Santana supuso un gran alivio. Me lo repetí hasta la saciedad, pero no lograba quitarme de la cabeza la sospecha de que yo era el motivo de su ausencia. Resultaba ridículo y egotista creer que yo fuera capaz de afectar tanto a alguien. Era imposible. Y aun así la posibilidad de que fuera cierto no dejaba de inquietarme.

Cuando al fin concluyeron las clases y hubo desaparecido mi sonrojo por el incidente del partido de voleibol, me enfundé los vaqueros y un jersey azul marino y me apresuré a salir del vestuario, feliz de esquivar por el momento a mi amigo, el golden retriever. Me dirigí a toda prisa al aparcamiento, ahora atestado de estudiantes que salían a la carrera. Me subí al coche y busqué en mi bolsa para cerciorarme de que tenía todo lo necesario.

La noche pasada había descubierto que Charlie era incapaz de cocinar otra cosa que huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. El se mostró dispuesto a cederme las llaves de la sala de banquetes. También me percaté de que no había comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra, tomé el dinero de un jarrón del aparador que llevaba la etiqueta «dinero para la comida» y ahora iba de camino hacia el supermercado Thriftway.

Puse en marcha aquel motor ensordecedor, hice caso omiso a los rostros que se volvieron en mi dirección y di marcha atrás con mucho cuidado al ponerme en la cola de coches que aguardaban para salir del aparcamiento. Mientras esperaba, intenté fingir que era otro coche el que producía tan ensordecedor estruendo. Vi que los dos Cullen y las hermanas Hale se subían a su coche. El flamante Volvo, por supuesto. Me habían fascinado tanto sus rostros que no había reparado antes en el atuendo; pero ahora que me fijaba, era obvio que todos iban magníficamente vestidos, de forma sencilla, pero con una ropa que parecía hecha por modistos. Con aquella hermosura y gracia de movimientos, podrían llevar harapos y parecer guapos. El tener tanto belleza como dinero era pasarse de la raya, pero hasta donde alcanzaba a comprender, la vida, por lo general, solía ser así. No parecía que la posesión de ambas cosas les hubiera dado cierta aceptación en el pueblo.

No, no creía que fuera de ese modo. En absoluto. Ese aislamiento debía de ser voluntario, no lograba imaginar ninguna puerta cerrada ante tanta belleza.

Contemplaron mi ruidoso monovolumen cuando les pasé, como el resto, pero continué mirando al frente y experimenté un gran alivio cuando estuve fuera del campus.

El Thriftway no estaba muy lejos de la escuela, unas pocas calles más al sur, junto a la carretera. Me sentí muy a gusto dentro del supermercado, me pareció normal. En Phoenix era yo quien hacía la compra, por lo que asumí con gusto el hábito de ocuparme de las tareas familiares. El mercado era lo bastante grande como para que no oyera el tamborileo de la lluvia sobre el tejado y me recordara dónde me encontraba.

Al llegar a casa, saqué los comestibles y los metí allí donde encontré un hueco libre. Esperaba que a Charlie no le importara. Envolví las patatas en papel de aluminio y las puse en el horno para hacer patatas asadas, dejé en adobo un filete y lo coloqué sobre una caja de huevos en el frigorífico.

Subí a mi habitación con la mochila después de hacer todo eso. Antes de ponerme con los deberes, me puse un chándal seco, me recogí la melena en una coleta y abrí el mail por vez primera. Tenía tres mensajes. Mi madre me había escrito.

Britt:
Escríbeme en cuanto llegues y cuéntame cómo te ha ido el vuelo. ¿Llueve? Ya te echo de menos. Casi he terminado de hacer las maletas para ir a Florida, pero no encuentro mi blusa rosa. ¿Sabes dónde la puse? Phil te manda saludos.
Mamá

Suspiré y leí el siguiente mensaje. Lo había enviado ocho horas después del primero. Decía:

¿Por qué no me has contestado? ¿A qué esperas? Mamá.

El último era de esa mañana.

Brittany:
Si no me has contestado a las 17:30, voy a llamar a Charlie


Miré el reloj. Aún quedaba una hora, pero mi madre solía adelantarse a los acontecimientos.

Mamá:
Tranquila. Ahora te escribo. No cometas ninguna imprudencia.
Britt.

Envié el mail empecé a escribir otra vez.

Mamá:
Todo va fenomenal. Llueve, por supuesto. He esperado a escribirte cuando tuviera algo que contarte. La escuela no es mala, sólo un poco repetitiva. He conocido a unos cuantos compañeros muy amables que se sientan conmigo durante el almuerzo.
Tu blusa está en la tintorería. Se supone que la ibas a recoger el viernes.
Charlie me ha comprado un monovolumen. ¿Te lo puedes creer? Me encanta. Es un poco antiguo, pero muy sólido, y eso me conviene, ya me conoces.
Yo también te echo de menos. Pronto volveré a escribir, pero no voy a estar revisando el correo electrónico cada cinco minutos. Respira hondo y relájate. Te quiero.
Britt.


Había decidido volver a leer Cumbres borrascosas por placer —era la novela que estábamos estudiando en clase de Literatura—, y en ello estaba cuando Charlie llegó a casa. Había perdido la noción del tiempo, por lo que me apresuré a bajar las escaleras, sacar del horno las patatas y meter el filete para asarlo.

— ¿Britt? —gritó mi padre al oírme en la escalera.

¿Quién iba a ser si no?, me pregunté.

—Hola, papá, bienvenido a casa.
—Gracias.


Colgó el cinturón con la pistola y se quitó las botas mientras yo trajinaba en la cocina. Que yo supiera, jamás había disparado en acto de servicio. Pero siempre la mantenía preparada. De niña, cuando yo venía, le quitaba las balas al llegar a casa. Imagino que ahora me consideraba lo bastante madura como para no matarme por accidente, y no lo bastante deprimida como para suicidarme.

— ¿Qué vamos a comer? —preguntó con recelo.

Mi madre solía practicar la cocina creativa, y sus experimentos culinarios no siempre resultaban comestibles. Me sorprendió, y entristeció, que todavía se acordara.

—Filete con patatas —contesté para tranquilizarlo.

Parecía encontrarse fuera de lugar en la cocina, de pie y sin hacer nada, por lo que se marchó con pasos torpes al cuarto de estar para ver la tele mientras yo cocinaba. Preparé una ensalada al mismo tiempo que se hacía el filete y puse la mesa.
Lo llamé cuando estuvo lista la cena y olfateó en señal de apreciación al entrar en la cocina.

—Huele bien, Britt.
—Gracias.

Comimos en silencio durante varios minutos, lo cual no resultaba nada incómodo. A ninguno de los dos nos disgustaba el silencio. En cierto modo, teníamos caracteres compatibles para vivir juntos.

—Y bien, ¿qué tal el instituto? ¿Has hecho alguna amiga? —me preguntó mientras se echaba más.
—Tengo unas cuantas clases con una chica que se llama Sugar y me siento con sus amigas durante el almuerzo. Y hay un chico, Artie, que es muy amable. Todos parecen buena gente.

Con una notable excepción.

—Debe de ser Artie Abrams. Un buen chico y una buena familia. Su padre es el dueño de una tienda de artículos deportivos a las afueras del pueblo. Se gana bien la vida gracias a los excursionistas que pasan por aquí.
— ¿Conoces a la familia Cullen?
—pregunté vacilante.
— ¿La familia del doctor Cullen? Claro. El doctor Cullen es un gran hombre.
—Los hijos... son un poco diferentes. No parece que en el instituto caigan demasiado bien.


El aspecto enojado de Charlie me sorprendió.

¡Cómo es la gente de este pueblo! —murmuró—. El doctor Cullen es un eminente cirujano que podría trabajar en cualquier hospital del mundo y ganaría diez veces más que aquí —continuó en voz más alta—. Tenemos suerte de que vivan acá, de que su mujer quiera quedarse en un pueblecito. Es muy valioso para la comunidad, y esos chicos se comportan bien y son muy educados. Albergué ciertas dudas cuando llegaron con tantos hijos adoptivos. Pensé que habría problemas, pero son muy maduros y no me han dado el más mínimo problema. Y no puedo decir lo mismo de los hijos de algunas familias que han vivido en este pueblo desde hace generaciones. Se mantienen unidos, como debe hacer una familia, se van de camping cada tres fines de semana... La gente tiene que hablar sólo porque son recién llegados.

Era el discurso más largo que había oído pronunciar a Charlie. Debía de molestarle mucho lo que decía la gente.
Di marcha atrás.

—Me parecen bastante agradables, aunque he notado que son muy reservados. Y todos son muy guapos —añadí para hacerles un cumplido.
—Tendrías que ver al doctor —dijo Charlie, y se rió—. Por fortuna, está felizmente casado. A muchas de las enfermeras del hospital les cuesta concentrarse en su tarea cuando él anda cerca.

Nos quedamos callados y terminamos de cenar. Recogió la mesa mientras me ponía a fregar los platos. Regresó al cuarto de estar para ver la tele. Cuando terminé de fregar —no había lavavajillas—, subí con desgana a hacer los deberes de Matemáticas. Sentí que lo hacía por hábito. Esa noche fue silenciosa, por fin. Agotada, me dormí enseguida.

El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Me acostumbré a la rutina de las clases. Aunque no recordaba todos los nombres, el viernes era capaz de reconocer los rostros de la práctica totalidad de los estudiantes del instituto. En clase de gimnasia los miembros de mi equipo aprendieron a no pasarme el balón y a interponerse delante de mí si el equipo contrario intentaba aprovecharse de mis carencias. Los dejé con sumo gusto.

Santana Cullen no volvió a la escuela.

Todos los días vigilaba la puerta con ansiedad hasta que los Cullen entraban en la cafetería sin ella. Entonces podía relajarme y participar en la conversación que, por lo general, versaba sobre una excursión a La Push Ocean Park para dentro de dos semanas, un viaje que organizaba Artie. Me invitaron y accedí a ir, más por ser cortés que por placer. Las playas deben ser calientes y secas.

Cuando llegó el viernes, yo ya entraba con total tranquilidad en clase de Biología sin preocuparme de si Santana estaría allí. Hasta donde sabía, había abandonado la escuela. Intentaba no pensar en ello, pero no conseguía reprimir del todo la preocupación de que fuera la culpable de su ausencia, por muy ridículo que pudiera parecer.

Mi primer fin de semana en Forks pasó sin acontecimientos dignos de mención. Charlie no estaba acostumbrado a quedarse en una casa habitualmente vacía, y lo pasaba en el trabajo. Limpié la casa, avancé en mis deberes y escribí a mi madre varios correos electrónicos de fingida jovialidad. El sábado fui a la biblioteca, pero tenía pocos libros, por lo que no me molesté en hacerme la tarjeta de socio. Pronto tendría que visitar Olympia o Seattle y buscar una buena librería. Me puse a calcular con despreocupación cuánta gasolina consumiría el monovolumen y el resultado me produjo escalofríos.

Durante todo el fin de semana cayó una lluvia fina, silenciosa, por lo que pude dormir bien.

Mucha gente me saludó en el aparcamiento el lunes por la mañana, no recordaba los nombres de todos, pero agité la mano y sonreí a todo el mundo. En clase de Literatura, fiel a su costumbre, Artie se sentó a mi lado. El profesor nos puso un examen sorpresa sobre Cumbres borrascosas. Era fácil, sin complicaciones.

En general, a aquellas alturas me sentía mucho más cómoda de lo que había creído. Más satisfecha de lo que hubiera esperado jamás.

Al salir de la clase, el aire estaba lleno de remolinos blancos. Oí a los compañeros dar gritos de júbilo. El viento me cortó la nariz y las mejillas.

— ¡Vaya! —Exclamó Artie—. Nieva.

Estudié las pelusas de algodón que se amontaban al lado de la acera y, arremolinándose erráticamente, pasaban junto a mi cara.

— ¡Uf!

Nieve. Mi gozo en un pozo. Artie se sorprendió.

— ¿No te gusta la nieve?
—No. Significa que hace demasiado frío incluso para que llueva
—obviamente—. Además, pensaba que caía en forma de copos, ya sabes, que cada uno era único y todo eso. Éstos se parecen a los extremos de los bastoncillos de algodón.
— ¿Es que nunca has visto nevar?
—me preguntó con incredulidad.
— ¡Sí, por supuesto! —Hice una pausa y añadí—: En la tele.

Artie se rió. Entonces una gran bola húmeda y blanda impactó en su nuca. Nos volvimos para ver de dónde provenía. Sospeché de Mike, que andaba en dirección contraria, en la dirección equivocada para ir a la siguiente clase. Era evidente que Artie pensó lo mismo, ya que se acuclilló y empezó a amontonar aquella papilla blancuzca.

—Te veo en el almuerzo, ¿vale? —continué andando sin dejar de hablar—. Me refugio dentro cuando la gente se empieza a lanzar bolas de nieve.

Artie asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la figura de Mike, que emprendía la retirada.

Se pasaron toda la mañana charlando alegremente sobre la nieve. Al parecer era la primera nevada del nuevo año. Mantuve el pico cerrado. Sí, era más seca que la lluvia... hasta que se descongelaba en los calcetines.

Sugar y yo nos dirigimos a la cafetería con mucho cuidado después de la clase de español. Las bolas de nieve volaban por doquier. Por si acaso, llevaba la carpeta en las manos, lista para emplearla como escudo si era menester. Sugar se rió de mí, pero había algo en la expresión de mi rostro que le desaconsejó lanzarme una bola de nieve.

Artie nos alcanzó cuando entramos en la sala; se reía mientras la nieve que tenía en las puntas del su pelo se fundía. Él y Sugar conversaban animadamente sobre la pelea de bolas de nieve; hicimos cola para comprar la comida. Por puro hábito, eché una ojeada hacia la mesa del rincón. Entonces, me quedé petrificada. La ocupaban cinco personas.

Sugar me tomó por el brazo.

— ¡Eh! ¿Britt? ¿Qué quieres?

Bajé la vista, me ardían las orejas. Me recordé a mí misma que no había motivo alguno para sentirme cohibida. No había hecho nada malo.

— ¿Qué le pasa a Britt? —le preguntó Artie a Sugar.
—Nada —contesté—. Hoy sólo quiero un refresco.

Me puse al final de la cola.

— ¿Es que no tienes hambre? —preguntó Sugar.
La verdad es que estoy un poco mareada —dije, con la vista aún clavada en el suelo.

Aguardé a que tomaran la comida y los seguí a una mesa sin apartar los ojos de mis pies.

Bebí el refresco a pequeños sorbos. Tenía un nudo en el estómago. Artie me preguntó dos veces, con una preocupación innecesaria, cómo me encontraba. Le respondí que no era nada, pero especulé con la posibilidad de fingir un poco y escaparme a la enfermería durante la próxima clase.

Ridículo. No tenía por qué huir.

Decidí permitirme una única miradita a la mesa de la familia Cullen. Si me observaba con furia, pasaría de la clase de Biología, ya que era una cobarde.

Mantuve el rostro inclinado hacia el suelo y miré de reojo a través de las pestañas. Alcé levemente la cabeza.

Se reían. Santana, Quinn y Puck tenían el pelo totalmente empapado por la nieve. Rachel y Kitty retrocedieron cuando Puck se sacudió el pelo chorreante para salpicarlas. Disfrutaban del día nevado como los demás, aunque ellos parecían salidos de la escena de una película, y los demás no.

Pero, aparte de la alegría y los juegos, algo era diferente, y no lograba identificar qué. Estudié a Santana con cuidado. Decidí que su tez estaba menos pálida, tal vez un poco colorada por la pelea con bolas de nieve, y que las ojeras eran menos acusadas, pero había algo más. La examinaba, intentando aislar ese cambio, sin apartar la vista de ella.

—Britt, ¿a quién miras? —interrumpió Sugar, siguiendo la trayectoria de mi mirada.

En ese preciso momento, los ojos de Santana centellearon al encontrarse con los míos.

Ladeé la cabeza para que el pelo me ocultara el rostro, aunque estuve segura de que, cuando nuestras miradas se cruzaron, sus ojos no parecían tan duros ni hostiles como la última vez que le vi. Simplemente tenían un punto de curiosidad y, de nuevo, cierta insatisfacción.

—Santana Cullen te está mirando —me murmuró Sugar al oído, y se rió.
No parece enojada, ¿verdad? —tuve que preguntar.
—No —dijo, confusa por la pregunta—. ¿Debería estarlo?
—Creo que no soy de su agrado
—le confesé. Aún me sentía mareada, por lo que apoyé la cabeza sobre el brazo.
A los Cullen no les gusta nadie... Bueno, tampoco se fijan en nadie lo bastante para les guste, pero te sigue mirando.
—No la mires
—susurré.

Sugar se rió con disimulo, pero desvió la vista. Alcé la cabeza lo suficiente para cerciorarme de que lo había hecho. Estaba dispuesta a emplear la fuerza si era necesario.

Artie nos interrumpió en ese momento; estaba planificando una épica batalla de nieve en el aparcamiento y nos preguntó si deseábamos participar. Sugar asintió con entusiasmo. La forma en que miraba a Artie dejaba pocas dudas, asentiría a cualquier cosa que él sugiriera. Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento estuviera vacío.

Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de Biología, ya que no parecía enfadada. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve unos leves retortijones de estómago.

No me apetecía nada que Artie me acompañara a clase como de costumbre, ya que parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase de gimnasia.

Artie no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.

Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.

Hola —dijo una voz tranquila y musical.

Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.

—Me llamo Santana Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la semana pasada. Tú debes de ser Britt Pierce.

Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me ocurría nada convencional que contestar.

¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.

Se rió de forma suave y encantadora.

—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.

Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.

No, no, me refería a que me llamaste Britt.

Pareció confusa.

¿Prefieres Brittany?
—No, me gusta Britt
—dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de llamarme Brittany a mis espaldas, porque todos me llaman Brittany —intenté explicar, y me sentí como una completa idiota.
—Oh.

No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.

Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente. No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para verificar quiénes habían aprobado.

—Empezad —ordenó.

¿Las damas primero, compañera? —preguntó Santana.

Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude contemplarle como una tonta.

—Puedo empezar yo si lo deseas.

La sonrisa de Santana se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era mentalmente capaz.

No —dije, sonrojada— yo lo hago.

Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.

—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva. Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.

Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la mano me ardió igual que si entre nosotras pasara una corriente eléctrica.

—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. La miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había necesitado.

—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.

Procuré que mi voz sonara indiferente.

— ¿Puedo?

Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.

Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.

— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.

Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más fugaz posible al decir:

—Interfase.

Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo apuntó. Lo hubiera escrito mientras ella miraba por el microscopio, pero me acobardó su caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.

Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Artie y su compañera comparaban dos diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.

Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Santana... sin éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.

— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.

Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.

—No.
—Vaya
—musité—. Te veo los ojos distintos.

Se encogió de hombros y desvió la mirada.

De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso color negro de sus ojos la última vez que me miró colérica. Un negro que destacaba sobre la tez pálida y el pelo obscuro. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.

Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.

—En fin, Santana, ¿no crees que deberías dejar que Brittany también mirase por el microscopio?
—Britt
—le corrigió ella automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las cinco diapositivas.

El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.

— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.

Sonreí con timidez.

—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.


El señor Banner asintió con la cabeza.

¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno
—dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambas seáis compañeras de laboratorio.

Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de nuevo en mi cuaderno.

—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Santana.

Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Sugar durante el almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.

—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha, y no lograba concentrarme.

—A ti no te gusta el frío.

No era una pregunta.

—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.

Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinada con lo que acababa de decir. Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena educación.

—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?

Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como ella.

—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte
—me instó.

Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos obscuros que me confundían y le respondí sin pensar.

—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado
—discrepó, pero de repente se mostraba simpática—. ¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre
—mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Santana, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?


No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él
—fue de nuevo una afirmación, no una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.

Frunció el ceño.

—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrada.

Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una manifiesta curiosidad.

—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.

Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.

— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes
—admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto interés.

Me evaluó con la mirada.

—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo que aparentas.

Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco años, y desvié la vista.

— ¿Me equivoco?

Traté de ignorarla.

—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que iba a obtener.

Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.

— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertida.

Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.

—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre me dice que soy un libro abierto.

Fruncí el ceño.

—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.

A pesar de todo lo que yo había dicho y ella había intuido, parecía sincera.

—Ah, será que eres una buena lectora de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.

El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquella chica linda y estrafalaria que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorta, pero ahora, al mirarla de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia entre nosotras y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con transparencias del retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el microscopio, pero era incapaz de controlar mis pensamientos.

Cuando al fin el timbre sonó, Santana se apresuró a salir del aula con la misma rapidez y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré fijamente.

Artie acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé meneando el rabo.

— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran exactamente iguales. ¡Qué suerte tener a Cullen como compañera!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición, pero me arrepentí inmediatamente y antes de que se molestara añadí—: Es que ya he hecho esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos poníamos los impermeables. No parecía demasiado complacido.

Intenté mostrar indiferencia y dije:

—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.

No presté ninguna atención a la cháchara de Artie mientras nos encaminábamos hacia el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación física. Artie formaba parte de mi equipo ese día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la suya, por lo que pude pasar el tiempo pensando en las musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis compañeros de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.

La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento, pero me sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la cremallera del impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo mojado para que se secara mientras volvía a casa.

Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me percaté de una figura blanca e inmóvil, la de Santana, que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo a unos tres coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás tan deprisa que estuve a punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi monovolumen podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro lado de mi coche, y volví a meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando pasé junto al Volvo, pero juraría que la vi reírse cuando le miré de soslayo.


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Chicas el segundo capitulo, recuerden los primeros 4 aun faltan dos jaja. :)
dianna agron 16
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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por Sra Snixx Rivera Miér Ago 28, 2013 12:35 am

Me encanta amo a esta britt.
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Miér Ago 28, 2013 12:46 am


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PRODIGIO

Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.

Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.

Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.

Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.

Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad en lugar de sentirme sola.

Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a Santana, lo cual era una soberana tontería.

Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo, debería evitarla a toda costa. Además, desconfiaba de ella por haberme mentido sobre sus ojos. Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.

Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba claro, el día iba a ser una pesadilla.

Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor a sucumbir, a entregarme a especulaciones no deseadas sobre Santana Cullen, pensé en Artie y en Mike, y en la evidente diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y los de Phoenix. Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me habían visto pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar donde escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me encasillaban en el papel de damisela en apuros. Fuera cual fuera la razón, me desconcertaba que Artie se comportara como un perrito faldero y que Mike se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar desapercibida.

El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena de caos en Main Street.

Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera del monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos del coche. Se me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.

Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido extraño.

Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltada, alcé la vista.

Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas, sino que el flujo de adrenalina hizo que mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.

Santana Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me miraba con rostro de espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro que patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y que dio un brutal trompo sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del monovolumen, y yo estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.

Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba, inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.

Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición en voz baja, y era imposible no reconocerla. Dos manos se extendieron delante de mí para protegerme y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la furgoneta.

Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba. Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó exactamente donde hacía un segundo estaban mis piernas.

Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes de que todo el mundo se pusiera a chillar. Oí a más de un persona que me llamaba en la repentina locura que se desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz suave y desesperada de Santana Cullen que me hablaba al oído.

— ¿Britt? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.


Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de que me apretaba contra su costado con mano de acero.

—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen golpe en la cabeza.

Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.

— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...

Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que intentaba contener la risa.

— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Britt —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.

Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro, lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa de preguntarle?

Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose entre sí, y gritándonos a nosotros.

—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Matt de la furgoneta! —chilló otra persona.

El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Santana me detuvo.

—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío
—me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas al lado de tu coche.

Su rostro se endureció.

—No, no es cierto.
—Te vi.


A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y ella iba a reconocerlo.

—Britt, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.

Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo crucial.

—No —dije con firmeza.

El dorado de sus ojos centelleó.

—Por favor, Britt.
— ¿Por qué?
—inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien
—dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.

Se necesitaron seis EMT y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Santana la rechazó con vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín. Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Santana fuera delante. Eso me enfureció.

Para empeorar las cosas, el jefe de policía Pierce llegó antes de que me pusieran a salvo.

— ¡Britt! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.

Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente. Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de Santana, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el bastidor metálico.

Y luego estaba la familia de Santana, que nos miraba a lo lejos con una gama de expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de preocupación por la integridad de su hermana.

Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.

La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Santana cruzar majestuosamente las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.

Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré debajo de la cama.

Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Matt Rutherford, de mi clase de Historia, debajo de los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que el mío, pero me miró con ansiedad.

— ¡Britt, lo siento mucho!
—Estoy bien, Matt, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?


Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla izquierda.

Matt no prestó atención a mis palabras.

— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...

Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.

—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Santana me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.


Parecía confuso.

— ¿Quién?
—Santana Cullen. Estaba a mi lado.


Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.

— ¿Cullen? No la vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?

—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a ella no le obligaron a utilizar una camilla.

Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de encontrar una explicación convincente para lo que había visto.

Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la sala de urgencias mientras Matt me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.

— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.

Santana se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérsela con los ojos.

—Oye, Santana, lo siento mucho... —empezó Matt.

La interpelada alzó la mano para hacerle callar.

—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó entrever sus dientes deslumbrantes. Se sentó en el borde de la cama de Matt, me miró y volvió a sonreír con suficiencia.

— ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme
—me quejé—. ¿Por qué no te han atado a una camilla como a nosotros?
—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a liberarte.

Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven, rubio y más guapo que cualquier estrella de cine, aunque estaba pálido y ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo que me había dicho Charlie, ése debía de ser el padre de Santana.

—Bueno, señorita Pierce —dijo el doctor Cullen con una voz marcadamente seductora—, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien —repetí, ojala fuera por última vez.

Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.

—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza? Santana me ha dicho que se dio un golpe bastante fuerte.
—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba una rápida mirada de enojo a Santana.

El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató cuando esbocé un gesto de dolor.

— ¿Le duele? —preguntó.
—No mucho.

Había tenido jaquecas peores.

Oí una risita, busqué a Santana con la mirada y vi su sonrisa condescendiente. Entrecerré los ojos con rabia.

—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede ir a casa con él, pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno de visión.
— ¿No puedo ir a la escuela?
—inquirí al imaginarme los intentos de Charlie por ser atento.
—Hoy debería tomarse las cosas con calma.

Fulminé a Santana con la mirada.

— ¿Puede ella ir a la escuela?
—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido
—dijo con suficiencia.
—En realidad —le corrigió el doctor Cullen— parece que la mayoría de los estudiantes están en la sala de espera.
— ¡Oh, no! —gemí, cubriéndome el rostro con las manos.

El doctor Cullen enarcó las cejas.

— ¿Quiere quedarse aquí?
— ¡No, no!
—insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde de la camilla y me levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me tambaleé y el doctor Cullen me sostuvo. Parecía preocupado.
—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena explicarle que mi falta de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la cabeza.
—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió mientras me sujetaba.
—No me duele mucho —insistí.
—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa mientras firmaba mi informe con una fioritura.
—La suerte fue que Santana estuviera a mi lado —le corregí mirando con dureza al objeto de mi declaración.
—Ah, sí, bueno —musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado con los papeles que tenía delante. Después, miró a Matt y se marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que el doctor estaba al tanto de todo.
—Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros un poquito más —le dijo a Matt, y empezó a examinar sus heridas.

Me acerqué a Santana en cuanto el doctor me dio la espalda.

— ¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se apartó un paso de mí, con la mandíbula tensa.
—Tu padre te espera —dijo entre dientes.

Miré al doctor Cullen y a Matt, e insistí:

—Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.

Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la gran sala. Casi tuve que correr para seguirla, pero se volvió para hacerme frente tan pronto como nos metimos en un pequeño corredor.

— ¿Qué quieres? —preguntó molesta.

Su mirada era glacial y su hostilidad me intimidó, hablé con más severidad de la que pretendía.

—Me debes una explicación —le recordé.
—Te salvé la vida. No te debo nada.

Retrocedí ante el resentimiento de su tono.

—Me lo prometiste.
—Britt, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué hablas.


Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto desafiante.

—No me pasaba nada en la cabeza.

Me devolvió la mirada de desafío.

— ¿Qué quieres de mí, Britt?
—Quiero saber la verdad
—dije—. Quiero saber por qué miento por ti.
— ¿Qué crees que pasó? —preguntó bruscamente.
—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada— es que no estabas cerca de mí, en absoluto, y Matt tampoco te vio, de modo que no me vengas con eso de que me he dado un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has salido ilesa. Y luego la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas...

Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de continuar. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas de pura rabia. Rechiné los dientes para intentar contenerlas.

Santana me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y permanecía a la defensiva.

— ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?

Su voz cuestionaba mi cordura, pero sólo sirvió para alimentar más mis sospechas, ya que parecía la típica frase perfecta que pronuncia un actor consumado. Apreté la mandíbula y me limité a asentir con la cabeza.

—Nadie te va a creer, ya lo sabes.

Su voz contenía una nota de burla y desdén.

—No se lo voy a decir a nadie.

Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra, controlando mi enfado con cuidado. La sorpresa recorrió su rostro.

—Entonces, ¿qué importa?
—Me importa a mí
—insistí—. No me gusta mentir, por eso quiero tener un buen motivo para hacerlo.
— ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
—Gracias.


Esperé, furiosa, echando chispas.

—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No.
—En tal caso... espero que disfrutes de la decepción.


Enfadadas, nos miramos la una a la otra, hasta que al final rompí el silencio intentando concentrarme. Corría el peligro de que su rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como intentar apartar la vista de un ángel destructor.

— ¿Por qué te molestaste en salvarme? —pregunté con toda la frialdad que pude.

Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro bellísimo fue inesperadamente vulnerable.

—No lo sé —susurró.

Entonces me dio la espalda y se marchó.

Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder moverme. Cuando pude andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al fondo del corredor.

La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a quienes conocía en Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban fijamente. Charlie se acercó a toda prisa. Levanté las manos.

—Estoy perfectamente —le aseguré, hosca. Seguía exasperada y no estaba de humor para charlar.
— ¿Qué dijo el médico?
—El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y puedo irme a casa.


Suspiré. Artie, Sugar y Mike me esperaban y ahora se estaban acercando.

—Vamonos —le urgí.

Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y me condujo a las puertas de cristal de la salida. Saludé tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza de que comprendieran que no había de qué preocuparse. Fue un gran alivio subirme al coche patrulla, era la primera vez que experimentaba esa sensación.

Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que apenas era consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura de que esa actitud a la defensiva de Santana en el pasillo no era sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis propios ojos.

Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:

—Eh... Esto... Tienes que llamar a Susan.

Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.

— ¡Se lo has dicho a mamá!
—Lo siento.


Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más fuerte de lo necesario.

Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que asegurarle que estaba bien por lo menos treinta veces antes de que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando que en aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me resultó mucho más fácil de lo que pensaba. El misterio que Santana representaba me consumía; aún más, ella me obsesionaba. Tonta. Tonta. Tonta. No tenía tantas ganas de huir de Forks como debiera, como hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.

Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no dejaba de mirarme con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el cuarto de baño al subir y me tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando éste remitió.

Esa fue la primera noche que soñé con Santana Cullen.

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OK chicas el tercero. Gracias por sus comentarios :)

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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Miér Ago 28, 2013 1:08 am

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LAS INVITACIONES.


En mi sueño reinaba una oscuridad muy densa, y aquella luz mortecina parecía proceder de la piel de Santana. No podía verle el rostro, sólo la espalda, mientras se alejaba de mi lado, dejándome sumida en la negrura. No lograba alcanzarla por más que corriera; no se volvía por muy fuertemente que le llamara. Apenada, me desperté en medio de la noche y no pude volver a conciliar el sueño durante un tiempo que se me hizo eterno. Después de aquello, estuvo en mis sueños casi todas las noches, pero siempre en la distancia, nunca a mi alcance.

El mes siguiente al accidente fue violento, tenso y, al menos al principio, embarazoso.

Para mi desgracia, me convertí en el centro de atención durante el resto de la semana. Matt Rutherford se puso insoportable, me seguía a todas partes, obsesionado con compensarme de algún modo. Intenté convencerle de que lo único que quería era que olvidara lo ocurrido, sobre todo porque no me había sucedido nada, pero continuó insistiendo. Me seguía entre clase y clase y en el almuerzo se sentaba a nuestra mesa, ahora muy concurrida. Artie y Mike se comportaban con él de forma bastante más hostil que entre ellos mismos, lo cual me llevó a considerar la posibilidad de que hubiera conseguido otro admirador no deseado.

Nadie pareció preocuparse de Santana, aunque expliqué una y otra vez que la heroína era ella, que me había apartado de la trayectoria de la furgoneta y que había estado a punto de resultar aplastada. Intenté ser convincente. Sugar, Artie, Mike y todos los demás comentaban siempre que no le habían visto hasta que apartaron la furgoneta.

Me preguntaba por qué nadie más había visto lo lejos que estaba antes de que me salvara la vida de un modo tan repentino como imposible. Con disgusto, comprendí que la causa más probable era que nadie estaba tan pendiente de Santana como yo. Nadie más le miraba de la forma en que yo lo hacía. ¡Lamentable!

Santana jamás se vio rodeada de espectadores curiosos que desearan oír la historia de primera mano. La gente la evitaba como de costumbre. Los Cullen y las Hale se sentaban en la misma mesa, como siempre, sin comer, hablando sólo entre sí. Ninguno de ellos, y ella menos, me miró ni una sola vez.

Cuando se sentaba a mi lado en clase, tan lejos de mí como se lo permitía la mesa, no parecía ser consciente de mi presencia. Sólo de forma ocasional, cuando cerraba los puños de repente, con la piel, tensa sobre los nudillos, aún más blanca, me preguntaba si realmente me ignoraba tanto como aparentaba.

Deseaba no haberme apartado del camino de la furgoneta de Matt. Esa era la única conclusión a la que podía llegar.

Tenía mucho interés en hablar con ella, y lo intenté al día siguiente del accidente. La última vez que le vi, fuera de la sala de urgencias, las dos estábamos demasiado furiosos. Yo seguía enfadada porque no me confiaba la verdad a pesar de que había cumplido al pie de la letra mi parte del trato. Pero lo cierto es que me había salvado la vida, sin importar cómo lo hiciera, y de noche, el calor de mi ira se desvaneció para convertirse en una respetuosa gratitud.

Ya estaba sentada cuando entré en Biología, mirando al frente. Me senté, esperando que se girara hacia mí. No dio señales de haberse percatado de mi presencia.

—Hola, Sanata —dije en tono agradable para demostrarle que iba a comportarme.

Ladeó la cabeza levemente hacia mí sin mirarme, asintió una vez y miró en la dirección opuesta.

Y ése fue el último contacto que había tenido con ella, aunque todos los días estuviera ahí, a treinta centímetros. A veces, incapaz de contenerme, le miraba a cierta distancia, en la cafetería o en el aparcamiento. Contemplaba cómo sus ojos dorados se oscurecían de forma evidente día a día, pero en clase no daba más muestras de saber de su existencia que las que ella me mostraba a mí. Me sentía miserable. Y los sueños continuaron.

A pesar de mis mentiras descaradas, el tono de mis correos electrónicos alertó a Susan de mi tristeza y telefoneó unas cuantas veces, preocupada. Intenté convencerla de que sólo era el clima, que me aplanaba.

Al menos, a Artie le complacía la obvia frialdad existente entre mi compañera de laboratorio y yo. Noté que le preocupaba que me hubiera impresionado el atrevido rescate de Santana. Quedó muy aliviado cuando se dio cuenta de que parecía haber tenido el efecto opuesto. Su confianza aumentó hasta sentarse al borde de mi mesa para conversar antes de que empezara la clase de Biología, ignorando a Santana de forma tan absoluta como ella a nosotros.

Por fortuna, la nieve se fundió después de aquel peligroso día. Artie quedó desencantado por no haber podido organizar su pelea de bolas de nieve, pero le complacía que pronto pudiéramos hacer la excursión a la playa. No obstante, continuó lloviendo a cántaros y pasaron las semanas.

Sugar me hizo tomar conciencia de que se fraguaba otro acontecimiento. El primer martes de marzo me telefoneó y me pidió permiso para invitar a Artie en la elección de las chicas para el baile de primavera que tendría lugar en dos semanas.

— ¿Seguro que no te importa? ¿No pensabas pedírselo? —insistió cuando le dije que no me importaba lo más mínimo.
—No, Su, no voy a ir —le aseguré.

Bailar se encontraba claramente fuera del abanico de mis habilidades.

—Va a ser realmente divertido.

Su esfuerzo por convencerme fue poco entusiasta. Sospechaba que Sugar disfrutaba más con mi inexplicable popularidad que con mi compañía.

—Diviértete con Artie —la animé.

Me sorprendió que al día siguiente no mostrara su efusivo ego de costumbre en clase de Trigonometría y español. Permaneció callada mientras caminaba a mi lado entre una clase y otra, y me dio miedo preguntarle la razón. Si Artie la había rechazado yo era la última persona a la que se lo querría contar.

Mis temores se acrecentaron durante el almuerzo, cuando Sugar se sentó lo más lejos que pudo de Artie y charló animadamente con Mike. Artie estuvo inusualmente callado.

Artie continuó en silencio mientras me acompañaba a clase. El aspecto violento de su rostro era una mala señal, pero no abordó el tema hasta que estuve sentada en mi pupitre y él se encaramó sobre la mesa. Como siempre, era consciente de que Santana se sentaba lo bastante cerca para tocarla, y tan distante como si fuera una mera invención de mi imaginación.

—Bueno —dijo Artie, mirando al suelo—, Sugar me ha pedido que la acompañe al baile de primavera.
—Eso es estupendo —conferí a mi voz un tono de entusiasmo manifiesto—. Te vas a divertir un montón con ella.
—Eh, bueno... —se quedó sin saber qué decir mientras estudiaba mi sonrisa; era obvio que mi respuesta no le satisfacía—. Le dije que tenía que pensármelo.
— ¿Por qué lo hiciste?


Dejé que mi voz reflejara cierta desaprobación, aunque me aliviaba saber que no le había dado a Sugar una negativa definitiva. Se puso colorado como un tomate y bajó la vista. La lástima hizo vacilar mi resolución.

—Me preguntaba si... Bueno..., si tal vez tenías intención de pedírmelo tú.

Me tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la oleada de culpabilidad que recorría todo mi ser, pero con el rabillo del ojo vi que Santana inclinaba la cabeza hacia mí con gesto de reflexión.

—Artie, creo que deberías aceptar la propuesta de Su —le dije.
— ¿Se lo has pedido ya a alguien?

¿Se había percatado Santana de que Artie posaba los ojos en ella?

—No —le aseguré—. No tengo intención de acudir al baile.
— ¿Por qué? —quiso saber Artie.

No deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía para mi integridad, por lo que improvisé nuevos planes sobre la marcha.

—Ese sábado voy a ir a Seattle —le expliqué. De todos modos, necesitaba salir del pueblo y era el momento perfecto para hacerlo.
— ¿No puedes ir otro fin de semana?
—Lo siento, pero no
—respondí—. No deberías hacer esperar a Sugar más tiempo. Es de mala educación.
—Sí, tienes razón —masculló y, abatido, se dio la vuelta para volver a su asiento.

Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de desterrar de mi mente los sentimientos de culpa y lástima. El señor Banner comenzó a hablar. Suspiré y abrí los ojos.

Santana me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de frustración de sus ojos negros era ahora aún más perceptible.

Le devolví la mirada, esperando que ella apartara la suya, pero en lugar de eso, continuó estudiando mis ojos a fondo y con gran intensidad. Me comenzaron a temblar las manos.

— ¿Señorita Cullen? —le llamó el profesor, que aguardaba la respuesta a una pregunta que yo no había escuchado.
—El ciclo de Krebs —respondió Santana; parecía reticente mientras se volvía para mirar al señor Banner.

Clavé la vista en el libro en cuanto los ojos de Santana me liberaron, intentando centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé caer el pelo sobre el hombro derecho para ocultar el rostro. No era capaz de creer el torrente de emociones que palpitaba en mi interior, y sólo porque había tenido a bien mirarme por primera vez en seis semanas. No podía permitirle tener ese grado de influencia sobre mí. Era patético; más que patético, era enfermizo.

Intenté ignorarle con todas mis fuerzas durante el resto de la hora y, dado que era imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de ella. Me volví de espaldas a ella cuando al fin sonó la campana, esperando que, como de costumbre, se marchara de inmediato.

— ¿Britt?

Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera conocido toda la vida en vez de tan sólo unas pocas semanas antes. Sin querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía que iba a sentir cuando contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una expresión cauta cuando al fin me giré hacia ella. La suya era inescrutable. No dijo nada.

— ¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? —le pregunté finalmente con una involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus labios se curvaron, escondiendo una sonrisa.
—No, en realidad no —admitió.

Cerré los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que me rechinaban los dientes. Ella aguardó.

—Entonces, ¿qué quieres, Santana? —le pregunté sin abrir los ojos; era más fácil hablarle con coherencia de esa manera.
—Lo siento —parecía sincera—. Estoy siendo muy grosera, lo sé, pero de verdad que es mejor así.

Abrí los ojos. Su rostro estaba muy serio.

—No sé qué quieres decir —le dije con prevención.
—Es mejor que no seamos amigas —me explicó—, confía en mí.

Entrecerré los ojos. Había oído eso antes.

—Es una lástima que no lo descubrieras antes —murmuré entre dientes—. Te podías haber ahorrado todo ese pesar.
— ¿Pesar? —La palabra y el tono de mi voz le pillaron con la guardia baja, sin duda—. ¿Pesar por qué?
—Por no dejar que esa estúpida furgoneta me hiciera puré.


Estaba atónita. Me miró fijamente sin dar crédito a lo que oía. Casi parecía enfadadoa cuando al fin habló:

— ¿Crees que me arrepiento de haberte salvado la vida?
—Sé que es así
—repliqué con brusquedad.
—No sabes nada.

Definitivamente, se había enfadado. Alejé bruscamente mi rostro del suyo, mordiéndome la lengua para callarme todas las fuertes acusaciones que quería decirle a la cara. Recogí los libros y luego me puse en pie para dirigirme hacia la puerta. Pretendí hacer una salida dramática de la clase, pero, cómo no, se me enganchó una bota con la jamba de la puerta y se me cayeron los libros. Me quedé allí un momento, sopesando la posibilidad de dejarlos en el suelo. Entonces suspiré y me agaché para recogerlos. Pero ella ya estaba ahí, los había apilado. Me los entregó con rostro severo.

—Gracias —dije con frialdad.

Entrecerró los ojos.

— ¡No hay de qué! —replicó.

Me enderecé rápidamente, volví a apartarme de ella y me alejé caminando a clase de Educación física sin volver la vista atrás.

La hora de gimnasia fue brutal. Cambiamos de deporte, jugamos a baloncesto. Mi equipo jamás me pasaba la pelota, lo cual era estupendo, pero me caí un montón de veces, y en ocasiones arrastraba a gente conmigo. Ese día me movía peor de lo habitual porque Santana ocupaba toda mi mente. Intentaba concentrarme en mis pies, pero ella seguía deslizándose en mis pensamientos justo cuando más necesitaba mantener el equilibrio.

Como siempre, salir fue un alivio. Casi corrí hacia el monovolumen, ya que había demasiada gente a la que quería evitar. El vehículo había sufrido unos daños mínimos a raíz del accidente. Había tenido que sustituir las luces traseras y hubiera realizado algún retoque en la chapa de haber dispuesto de un equipo de pintura de verdad. Los padres de Matt habían tenido que vender la furgoneta por piezas.

Estuvo a punto de darme un patatús cuando, al doblar la esquina, vi una figura alta y oscura reclinada contra un lateral del coche. Luego comprendí que sólo se trataba de Mike. Comencé a andar de nuevo.

—Hola, Mike —le saludé.
—Hola, Britt.
— ¿Qué hay?
—pregunté mientras abría la puerta. No presté atención al tono incómodo de su voz, por lo que sus siguientes palabras me pillaron desprevenida.
—Me preguntaba... si querrías venir al baile conmigo.

La voz se le quebró al pronunciar la última palabra.

—Creí que era la chica quien elegía —respondí, demasiado sorprendida para ser diplomática.
—Bueno, sí —admitió avergonzado.

Recobré la compostura e intenté ofrecerle mi sonrisa más cálida.

—Te agradezco que me lo pidas, pero ese día voy a estar en Seattle.
—Oh. Bueno, quizás la próxima vez.
—Claro
—acepté, y entonces me mordí la lengua. No quería que se lo tomara al pie de la letra.

Se marchó de vuelta al instituto arrastrando los pies. Oí una débil risita.

Santana pasó andando delante de mi coche, con la vista al frente y los labios fruncidos. Abrí la puerta con un brusco tirón, entré de un salto y la cerré con un sonoro golpe detrás de mí. Aceleré el motor en punto muerto de forma ensordecedora y salí marcha atrás hacia el pasillo. Santana ya estaba en su automóvil, a dos coches de distancia, deslizándose con suavidad delante de mí, cortándome el paso. Se detuvo ahí para esperar a su familia. Pude ver a los cuatro tomar aquella dirección, aunque todavía estaban cerca de la cafetería. Consideré seriamente la posibilidad de embestir por detrás a su flamante Volvo, pero había demasiados testigos. Miré por el espejo retrovisor. Comenzaba a formarse una cola. Inmediatamente detrás de mí, Matt Rutherford me saludaba con la mano desde su recién adquirido Sentra de segunda mano. Estaba demasiado fuera de mis casillas para saludarlo.

Oí a alguien llamar con los nudillos en el cristal de la ventana del copiloto mientras permanecía allí sentada, mirando a cualquier parte excepto al coche que tenía delante. Al girarme, vi a Matt. Confusa, volví a mirar por el retrovisor. Su coche seguía en marcha con la puerta izquierda abierta. Me incliné dentro de la cabina para bajar la ventanilla. Estaba helado hasta el tuétano. Abrí el cristal hasta la mitad y me detuve.

—Lo siento, Matt —seguía sorprendida, ya que resultaba evidente que no era culpa mía—. El coche de los Cullen me tiene atrapada.
—Oh, lo sé. Sólo quería preguntarte algo mientras estábamos aquí bloqueados.


Esbozó una amplia sonrisa. No podía ser cierto.

— ¿Me vas a pedir que te acompañe al baile de primavera? —continuó.
—No voy a estar en el pueblo, Matt.

Mi voz sonó un poquito cortante. Intenté recordar que no era culpa suya que Artie y Mike ya hubieran colmado el vaso de mi paciencia por aquel día.

—Ya, eso me dijo Artie —admitió.
—Entonces, ¿por qué...?

Se encogió de hombros.

—Tenía la esperanza de que fuera una forma de suavizarle las cosas.

Vale, eso era totalmente culpa suya.

—Lo siento, Matt —repliqué mientras intentaba esconder mi irritación—, pero me voy de verdad.
—Está bien. Aún nos queda el baile de fin de curso.


Caminó de vuelta a su coche antes de que pudiera responderle. Supe que mi rostro reflejaba la sorpresa. Miré hacia delante y observé a Rachel, Kitty, Puck y Quinn dirigiéndose al Volvo. Santana no me quitaba el ojo de encima por el espejo retrovisor. Resultaba evidente que se estaba partiendo de risa, como si lo hubiera escuchado todo. Estiré el pie hacia el acelerador, un golpecito no heriría a nadie, sólo rayaría el reluciente esmalte de la carrocería. Aceleré el motor en punto muerto.

Pero ya habían entrado los cuatro y Santana se alejaba a toda velocidad. Regresé a casa conduciendo despacio y con precaución, sin dejar de hablar para mí misma todo el camino.

Al llegar, decidí hacer enchiladas de pollo para cenar. Era un plato laborioso que me mantendría ocupada. El teléfono sonó mientras cocía a fuego lento las cebollas y los chiles. Casi no me atrevía a contestar, pero podían ser mamá o Charlie.

Era Sugar, que estaba exultante. Artie la había alcanzado después de clase para aceptar la invitación. Lo celebré con ella durante unos instantes mientras removía la comida. Sugar debía colgar, ya que quería telefonear a Tinna y a Lauren para decírselo. Le sugerí por «casualidad» que quizás Tinna, la chica tímida que iba a Biología conmigo, se lo podía pedir a Mike. Y Lauren, una estirada que me ignoraba durante el almuerzo, se lo podía pedir a Matt; tenía entendido que estaba disponible. Sugar pensó que era una gran idea. De hecho, ahora que tenía seguro a Artie, sonó sincera cuando dijo que deseaba que fuera al baile. Le mencioné el pretexto del viaje a Seattle.

Después de colgar, intenté concentrarme en la cocina, sobre todo al cortar el pollo. No me apetecía hacer otro viaje a urgencias. Pero la cabeza me daba vueltas de tanto analizar cada palabra que hoy había pronunciado Santana. ¿A qué se refería con que era mejor que no fuéramos amigas?

Sentí un retortijón en el estómago cuando comprendí el significado. Debía de haber visto cuánto me obsesionaba y no quería darme esperanzas, por lo que no podíamos siquiera ser amigas. ...porque ella no estaba nada interesada en mí.

Naturalmente que no le interesaba, pensé con enfado mientras me lloraban los ojos —reacción provocada por las cebollas—. Yo no era interesante y ella sí. Interesante... y brillante, misteriosa, perfecta..., y guapa, y posiblemente capaz de levantar una furgoneta con una sola mano.

Vale, de acuerdo. Podía dejarle tranquila. La dejaría sola. Soportaría la sentencia que me había impuesto a mí misma aquí, en el purgatorio; luego, si Dios quería, alguna universidad del sudeste, o tal vez Hawai, me ofrecería una beca. Concentré la mente en playas soleadas y palmeras mientras terminaba las enchiladas y las metía en el horno.

Charlie parecía receloso cuando percibió el aroma a pimientos verdes al llegar a casa. No le podía culpar, la comida mexicana comestible más cercana se encontraba probablemente al sur de California. Pero era un poli, aunque fuera en aquel pequeño pueblecito, de modo que tuvo suficientes redaños para tomar el primer bocado. Pareció gustarle. Resultaba divertido comprobar lo despacio que empezaba a confiar en mí en los asuntos culinarios. Cuando estaba a punto de acabar, le pregunté:

— ¿Papá?
— ¿Sí?
—Esto... Quería que supieras que voy a ir a Seattle el sábado de la semana que viene..., si te parece bien.


No le pedí permiso, era sentar un mal precedente, pero me sentí maleducada. Intenté arreglarlo con ese fin de frase.

— ¿Por qué?

Parecía sorprendido, como si fuera incapaz de imaginar algo que Forks no pudiera ofrecer.

—Bueno, quiero conseguir algunos libros porque la librería local es bastante pequeña, y tal vez mire algo de ropa.

Tenía más dinero del habitual, ya que no había tenido que pagar el coche gracias a Charlie, aunque me dejaba un buen pellizco en las gasolineras.

—Lo más probable es que el monovolumen consuma mucha gasolina —apuntó, haciéndose eco de mis pensamientos.
—Lo sé. Pararé en Montessano y Olympia, y en Tacorna si fuera necesario.
— ¿Vas a ir tú sola?
—preguntó. No sabía si sospechaba que tenía un novio secreto o si se preocupaba por el tema del coche.
—Sí.
—Seattle es una ciudad muy grande, te podrías perder
—señaló preocupado.
—Papá, Phoenix es cinco veces más grande que Seattle y sé leer un mapa, no te preocupes.
— ¿No quieres que te acompañe?


Intenté ser astuta al tiempo que ocultaba mi pánico.

—No te preocupes, papá. Voy a ir de tiendas y me pasaré el día en los probadores... Será aburrido.
—Oh, vale.


La sola de idea de sentarse en tiendas de ropa femenina por un periodo de tiempo indeterminado le hizo desistir de inmediato.

—Gracias —le sonreí.
— ¿Estarás de vuelta a tiempo para el baile?

Maldición. Sólo en un pueblo tan pequeño, un padre sabe cuándo tienen lugar los bailes del instituto.

—No, yo no bailo, papá.

Él por encima de todos los demás debería entenderlo. No había heredado de mi madre mis problemas de equilibrio. Lo comprendió.

—Ah, vale —había caído en la cuenta.

A la mañana siguiente, cuando me detuve en el aparcamiento, dejé mi coche lo más lejos posible del Volvo plateado. Quise apartarme del camino de la tentación para no acabar debiéndole a Santana un coche nuevo. Al salir del coche jugueteé con las llaves, que cayeron en un charco cercano. Mientras me agachaba para recogerlas, surgió de repente una mano nivea y las tomó antes que yo. Me erguí bruscamente. Santana Cullen estaba a mi lado, recostada como por casualidad contra mi automóvil.

— ¿Cómo lo haces? —pregunté, asombrada e irritada.
— ¿Hacer qué?

Me tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la palma de mi mano cuando las fui a coger.

—Aparecer del aire.
—Britt, no es culpa mía que seas excepcionalmente despistada.


Como de costumbre, hablaba en calma, con voz pausada y aterciopelada. Fruncí el ceño ante aquel rostro perfecto. Hoy sus ojos volvían a relucir con un tono profundo y dorado como la miel. Entonces tuve que bajar los míos para reordenar mis ideas, ahora confusas.

— ¿A qué vino taponarme el paso ayer noche? —Quise saber, aún rehuyendo su mirada—. Se suponía que fingías que yo no existía ni te dabas cuenta de que echaba chispas.
—Eso fue culpa de Matt, no mía
—se rió con disimulo—. Tenía que darle su oportunidad.
—Tú...
—dije entrecortadamente.

No se me ocurría ningún insulto lo bastante malo. Pensé que la fuerza de mi rabia la achantaría, pero sólo parecía divertirse aún más.

—No finjo que no existas —continuó.
— ¿Quieres matarme a rabietas dado que la furgoneta de Matt no lo consiguió?

La ira destelló en sus ojos castaños. Frunció los labios y desaparecieron todas las señales de alegría.

—Britt, eres totalmente absurda —murmuró con frialdad.

Sentí un hormigueo en las palmas de las manos y me entró un ansia de pegar a alguien. Estaba sorprendida. Por lo general, no era una persona violenta. Le di la espalda y comencé a alejarme.

—Espera —gritó. Seguí andando, chapoteando enojada bajo la lluvia, pero se puso a mi altura y mantuvo mi paso con facilidad.
—Lo siento. He sido descortés —dijo mientras caminaba. Le ignoré—. No estoy diciendo que no sea cierto —prosiguió—, pero, de todos modos, no ha sido de buena educación.
— ¿Por qué no me dejas sola?
—refunfuñé.
—Quería pedirte algo, pero me desviaste del tema —volvió a reír entre dientes.

Parecía haber recuperado el buen humor.

— ¿Tienes un trastorno de personalidad múltiple? —le pregunté con acritud.
—Y lo vuelves a hacer.

Suspiré.

—Vale, entonces, ¿qué me querías pedir?
—Me preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el día del baile de primavera...
— ¿Intentas ser graciosa?
—la interrumpí, girándome hacia ella.

Mi rostro se empapó cuando alcé la cabeza para mirarle. En sus ojos había una perversa diversión.

—Por favor, ¿vas a dejarme terminar?

Me mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, para no cometer ninguna imprudencia.

—Te he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me preguntaba si querrías dar un paseo.

Aquello fue totalmente inesperado.

— ¿Qué? —no estaba segura de adonde quería llegar.
— ¿Quieres dar un paseo hasta Seattle?
— ¿Con quién?
—pregunté, desconcertada.
—Conmigo, obviamente —articuló cada sílaba como si se estuviera dirigiendo a un discapacitado.

Seguía sin salir de mi asombro.

— ¿Por qué?
—Planeaba ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser honesta, no estoy segura de que tu monovolumen lo pueda conseguir.
—Mi coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu preocupación.


Hice ademán de seguir andando, pero estaba demasiado sorprendida para mantener el mismo nivel de ira.

— ¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?

Volvió a mantener el ritmo de mis pasos.

—No veo que sea de tu incumbencia.

Estúpida propietaria de un flamante Volvo.

—El despilfarro de recursos limitados es asunto de todos.
—De verdad, Santana, no te sigo
—me recorrió un escalofrío al pronunciar su nombre; odié la sensación—. Creía que no querías ser amiga mía.
—Dije que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
—Vaya, gracias, eso lo aclara todo
—le repliqué con feroz sarcasmo.

Me di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Ahora estábamos al abrigo del tejado de la cafetería, por lo que podía contemplarle el rostro con mayor comodidad, lo cual, desde luego, no me ayudaba a aclarar las ideas.

—Sería más... prudente para ti que no fueras mi amiga —explicó—, pero me he cansado de alejarme de ti, Britt.

Sus ojos eran de una intensidad deliciosa cuando pronunció con voz seductora aquella última frase. Me olvidé hasta de respirar.

— ¿Me acompañarás a Seattle? —preguntó con voz todavía vehemente.

Aún era incapaz de hablar, por lo que sólo asentí con la cabeza. Sonrió levemente y luego su rostro se volvió serio.

—Deberías alejarte de mí, de veras —me previno—. Te veré en clase.

Se dio la vuelta de forma brusca y desanduvo el camino que habíamos recorrido.


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Chicas el cuarto y último capitulo de hoy, en verdad, espero les halla gustado, nos vemos mañana con otro par de capítulos. Por favor comenten, quiero saber si les gusto :)
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Mensaje por Sra Snixx Rivera Miér Ago 28, 2013 3:46 am

Me encantoo:')
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Mensaje por Lorena_Glee Miér Ago 28, 2013 4:31 am

hola fiel lectora aki presente!!!!!!
siguelo plisss!!!!!11
aunque no haygan muchos comentarios siguelo!!!!!
me ha encantado y mas que actulizes seguidos!!!!!!
muchas lectoras no comentan pero si leen!!!!!
ntp por que no haygan comentarios porfavor no vayas a
abandonar la historia mis dos historias preferidas unidas para crear
lo que estas aciendo encerio que me ha gustado!!!!!!
saludos xD
Lorena_Glee
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Mensaje por vika Miér Ago 28, 2013 3:00 pm

me gusta tu adaptacion!!!!! nunca he leido el libro asi que me fascino tu fic. me lei los 4 capitulos de un tiron asi que estoy impaciente por mas tienes otra fiel lectora

siguelo XD saludos
vika
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Mensaje por dianna agron 16 Miér Ago 28, 2013 3:08 pm



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GRUPO SANGUINEO



Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.

—Gracias por venir, señorita Pierce —saludó despectivamente el señor Masón.

Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.

No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se sentaba Artie hasta el final de la clase. Sentí una punzada de culpabilidad, pero tanto él como Mike se reunieron conmigo en la puerta como de costumbre, por lo que supuse que me habían perdonado del todo. Artie parecía volver a ser el mismo mientras caminábamos, hablaba entusiasmado sobre el informe del tiempo para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más corta, pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés para maquillar el rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como fuera, con suerte, sólo se suavizaría a los cuarenta y muchos años. . Pasé el resto de la mañana pensando en las musarañas. Resultaba difícil creer que las palabras de Santana y la forma en que me miraba no fueran fruto de mi imaginación. Tal vez sólo fuese un sueño muy convincente que confundía con la realidad. Eso parecía más probable que el que yo le atrajera de veras a cualquier nivel.

Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la cafetería con Sugar. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser la persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas semanas o, si por algún milagro, de verdad había oído lo que creía haber oído esa mañana. Sugar cotorreaba sin cesar sobre sus planes para el baile —Lauren y Tinna ya se lo habían pedido a los otros chicos e iban a acudir todos juntos—, completamente indiferente a mi desinterés.

Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaban ahí, pero ella se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me puse a la cola detrás de la parlanchina Sugar. Había perdido el apetito y sólo compré un botellín de limonada. Únicamente quería sentarme y enfurruñarme.

—Santana Cullen te vuelve a mirar —dijo Sugar; interrumpió mi distracción al pronunciar su nombre—. Me pregunto por qué se sienta sola hoy.

Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada para ver a Santana, con su sonrisa picara, que me observaba desde una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al que solía sentarse. Una vez atraída mi atención, alzó la mano y movió el dedo índice para indicarme que la acompañara. Me guiñó el ojo cuando la miré incrédula.

— ¿Se refiere a ti? —preguntó Sugar con un tono de insultante incredulidad en la voz.
—Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología —musité para contentarla—. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.

Pude sentir cómo me miraba al alejarme.

Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente de Santana al llegar a su mesa.

— ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? —me preguntó con una sonrisa.

Lo hice de inmediato, contemplándola con precaución. Seguía sonriendo. Resultaba difícil concebir que existiera alguien tan guapa. Temía que desapareciera en medio de una repentina nube de humo y que yo me despertara. Ella debía de esperar que yo comentara algo y por fin conseguí decir:

—Esto es diferente.
—Bueno
—hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de forma precipitada—. Decidí que, ya puesta a ir al infierno, lo podía hacer del todo.

Esperé a que dijera algo coherente. Transcurrieron los segundos y después le indiqué:

—Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.
—Cierto
—volvió a sonreír y cambió de tema—. Creo que tus amigos se han enojado conmigo por haberte raptado.
—Sobrevivirán.


Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.

—Aunque es posible que no quiera liberarte —dijo con un brillo pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió. —Pareces preocupada.
—No
—respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula—. Más bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?
—Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo que me he rendido.- Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre estaban serios.
— ¿Rendido? —repetí confusa.
—Sí, he dejado de intentar ser buena. Ahora voy a hacer lo que quiero, y que sea lo que tenga que ser.

Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su voz se endureció.

—Me he vuelto a perder.

La arrebatadora sonrisa reapareció.

—Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de los problemas.
—No te preocupes... No me entero de nada
—le repliqué secamente.
—Cuento con ello.
—Ya. En cristiano, ¿somos amigas ahora?
—Amigas…
—meditó dubitativa.
—O no? —musité.

Esbozó una amplia sonrisa.

—Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te prevengo que no voy a ser una buena amiga para ti.

El aviso oculto detrás de su sonrisa era real.

—Lo repites un montón —recalqué al tiempo que intentaba ignorar el repentino temblor de mi vientre y mantenía serena la voz.
—Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si eres lista, me evitarás.
—Me parece que tú también te has formado tu propia opinión sobre mi mente preclara.


Entrecerré los ojos y ella sonrió disculpándose.

—En ese caso —me esforcé por resumir aquel confuso intercambio de frases—, hasta que yo sea lista... ¿Vamos a intentar ser amigas?
—Eso parece casi exacto.


Busqué con la mirada mis manos, en torno a la botella de limonada, sin saber qué hacer.

— ¿Qué piensas? —preguntó con curiosidad.

Alcé la vista hasta esos profundos ojos dorados que me turbaban los sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:

—Intentaba averiguar qué eres.

Su rostro se crispó, pero consiguió mantener la sonrisa, no sin cierto esfuerzo.

— ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? —inquirió con desenvoltura.
—No demasiada —admití.

Se rió entre dientes.

— ¿Qué teorías barajas?

Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre Batman y Spiderman. No había forma de admitir aquello.

— ¿No me lo quieres decir? —preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa terriblemente tentadora.

Negué con la cabeza.

—Resulta demasiado embarazoso.
—Eso es realmente frustrante, ya lo sabes
—se quejó.
—No —disentí rápidamente con una dura mirada—. No concibo por qué ha de resultar frustrante, en absoluto, sólo porque alguien rehusé revelar sus pensamientos, sobre todo después de haber efectuado unos cuantos comentarios crípticos, especialmente ideados para mantenerme en vela toda la noche, pensando en su posible significado... Bueno, ¿por qué iba a resultar frustrante?

Hizo una mueca.

—O mejor —continué, ahora el enfado acumulado fluía libremente—, digamos que una persona realiza un montón de cosas raras, como salvarte la vida bajo circunstancias imposibles un día y al siguiente tratarte como si fueras un paria, y jamás te explica ninguna de las dos, incluso después de haberlo prometido. Eso tampoco debería resultar demasiado frustrante.
—Tienes un poquito de genio, ¿verdad?
—No me gusta aplicar un doble rasero.


Nos contemplamos la una a la otra sin sonreír.

Miró por encima de mi hombro y luego, de forma inesperada, rió por lo bajo.

— ¿Qué?
—Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo. Se debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.


Volvió a reírse.

—No sé de quién me hablas —dije con frialdad— pero, de todos modos, estoy segura de que te equivocas.
—Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la mayoría de las personas.
—Excepto yo, por supuesto.
—Sí, excepto tú
—su humor cambió de repente. Sus ojos se hicieron más inquietantes—. Me pregunto por qué será.

La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la vista. Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.

— ¿No tienes hambre? —preguntó distraída.
—No —no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba lleno de... mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de ella—. ¿Y tú?
—No. No estoy hambrienta.


No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste privado.

— ¿Me puedes hacer un favor? —le pedí después de un segundo de vacilación.

De repente, se puso en guardia.

—Eso depende de lo que quieras.
—No es mucho
—le aseguré. Ella esperó con cautela y curiosidad.
—Sólo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para estar preparada.

Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras hablaba, recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.

—Me parece justo.

Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.

—Gracias.
—En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio?
—pidió.
—Una.
—Cuéntame una teoría.

¡Ahí va!

—Esa, no.
—No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta —
me recordó.
—Claro, y tú no has roto ninguna promesa —le recordé a mi vez.
—Sólo una teoría... No me reiré.
—Sí lo harás.


Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con aquellos ardientes ojos ocres a través de sus largas pestañas negras.

—Por favor —respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.

Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo conseguía?

—Eh... ¿Qué?—pregunté, deslumbrada.
—Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.


Su mirada aún me abrasaba. ¿También era una hipnotizadora? ¿O era yo una incauta irremediable?

—Pues... Eh... ¿Te mordió una araña radiactiva?
—Eso no es muy imaginativo.
—Lo siento, es todo lo que tengo
—contesté, ofendida.
—Ni siquiera te has acercado —dijo con fastidio.
— ¿Nada de arañas?
—No.
— ¿Ni un poquito de radiactividad?
—Nada.
—Maldición
—suspiré.
—Tampoco me afecta la kriptonita —se rió entre dientes.
—Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?

Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.

—Con el tiempo, lo voy a averiguar —le advertí.
—Desearía que no lo intentaras —dijo, de nuevo con gesto serio.
— ¿Por...?
— ¿Qué pasaría si no fuera una súper heroína? ¿Y si fuera la chica mala?
—sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.
—Oh, ya veo —dije. Algunas de las cosas que había dicho encajaron de repente.
— ¿Sí?

De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera haber revelado demasiado sin querer.

— ¿Eres peligrosa?

Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo era. Me lo había intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme, con los ojos rebosantes de alguna emoción que no lograba comprender.

—Pero no mala —susurré al tiempo que movía la cabeza—. No, no creo que seas mala.
—Te equivocas.


Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos. Lo contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en serio, eso era evidente, pero sólo me sentía ansiosa, con los nervios a flor de piel... y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de costumbre siempre que me encontraba cerca de ella.

El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.

—Vamos a llegar tarde.
—Hoy no voy a ir a clase
—dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas podía verse.
— ¿Por qué no?
—Es saludable hacer novillos de vez en cuando
—dijo mientras me sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.
—Bueno, yo sí voy.

Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el tapón.

—En ese caso, te veré luego.

Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.

Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.

Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Artie como Tinna no dejaban de mirarme. Artie parecía resentido y Tinna sorprendida, y un poco intimidada.

Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de Artie y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.

—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.

El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal augurio.

—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo —continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo similar a un peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se me revolvió estómago.
Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Artie, depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.

Tomó la mano de Artie y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.

—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración. Apretó el dedo de Artie hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.

Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.

—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.

Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran chillidos, quejas y risitas cuando se ensartaban los dedos con la lanceta. Inspiré y expiré de forma acompasada por la boca.

—Britt, ¿te encuentras bien? —preguntó el señor Banner. Su voz sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.
—Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner —dije con voz débil. No me atrevía a levantar la cabeza.
— ¿Te sientes débil?
—Sí, señor
—murmuré mientras en mi fuero interno me daba de bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.
—Por favor, ¿alguien puede llevar a Britt a la enfermería? —pidió en voz alta.

No tuve que alzar la vista para saber que Artie se ofrecería voluntario.

— ¿Puedes caminar? —preguntó el señor Banner.
—Sí —susurré. Limítate a dejarme salir de aquí, pensé. Me arrastraré.

Artie parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él mientras salía de clase.

Muy despacio, crucé el campus a remolque de Artie. Cuando doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo de visión del edificio cuatro —en el caso de que el profesor Banner estuviera mirando—, me detuve.

— ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? —supliqué.

Me ayudó a sentarme al borde del paseo.

—Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos —le avisé.

Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la mejilla sobre el cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los ojos. Eso pareció ayudar un poco.

—Vaya, te has puesto verde —comentó Artie, bastante nervioso.
— ¿Britt? —me llamó otra voz a lo lejos.

¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo una imaginación.

— ¿Qué le sucede? ¿Está herida?

Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo estaba imaginando. Apreté los párpados con fuerza, me quería morir o, como mínimo, no vomitar.

Artie parecía tenso.

—Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha movido ni un dedo.
—Britt
—la voz de Edward sonó a mi lado. Ahora parecía aliviado—. ¿Me oyes?
—No
—gemí—. Vete.

Se rió por lo bajo.

—La llevaba a la enfermería —explicó Artie a la defensiva—, pero no quiso avanzar más.
—Yo me encargo de ella —dijo Santana. Intuí su sonrisa en el tono de su voz—. Puedes volver a clase.
—No
—protestó Artie—. Se supone que he de hacerlo yo.

De repente, la acera se desvaneció debajo de mi cuerpo. Abrí los ojos, sorprendida. Estaba en brazos de Santana, que me había levantado en vilo, y me llevaba con la misma facilidad que si pesara cinco kilos en lugar de cincuenta.

— ¡Bájame!

Por favor, por favor, que no le vomite encima. Empezó a caminar antes de que terminara de hablar.

— ¡Eh! —gritó Artie, que ya se hallaba a diez pasos detrás de nosotros.

Santana lo ignoró.

—Tienes un aspecto espantoso —me dijo al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.
— ¡Déjame otra vez en la acera! —protesté.

El bamboleo de su caminar no ayudaba. Me sostenía con cuidado lejos de su cuerpo, soportando todo mi peso sólo con los brazos, sin que eso pareciera afectarle.

— ¿De modo que te desmayas al ver sangre? —preguntó. Aquello parecía divertirle.

No le contesté. Cerré los ojos, apreté los labios y luché contra las náuseas con todas mis fuerzas.

—Y ni siquiera era la visión de tu propia sangre —continuó regodeándose.

No sé cómo abrió la puerta mientras me llevaba en brazos, pero de repente hacía calor, por lo que supe que habíamos entrado.

—Oh, Dios mío —dijo de forma entrecortada una voz de mujer.
—Se desmayó en Biología —le explicó Santana.

Abrí los ojos. Estaba en la oficina. Santana me llevaba dando zancadas delante del mostrador frontal en dirección a la puerta de la enfermería. La señora Cope, la recepcionista de rostro rubicundo, corrió delante de él para mantener la puerta abierta. La atónita enfermera, una dulce abuelita, levantó los ojos de la novela que leía mientras Santana me llevaba en volandas dentro de la habitación y me depositaba con suavidad encima del crujiente papel que cubría el colchón de vinilo marrón del único catre. Luego se colocó contra la pared, tan lejos como lo permitía la angosta habitación, con los ojos brillantes, excitados.

—Ha sufrido un leve desmayo —tranquilizó a la sobresaltada enfermera—. En Biología están haciendo la prueba del Rh.

La enfermera asintió sabiamente.

—Siempre le ocurre a alguien.

Santana se rió con disimulo.

—Quédate tendida un minutito, cielo. Se pasará.
—Lo sé
—dije con un suspiro. Las náuseas ya empezaban a remitir.
— ¿Te sucede muy a menudo? —preguntó ella.
—A veces —admití. Santana tosió para ocultar otra carcajada.
—Puedes regresar a clase —le dijo la enfermera.
—Se supone que me tengo que quedar con ella —le contestó con aquel tono suyo tan autoritario que la enfermera, aunque frunció los labios, no discutió más.
—Voy a traerte un poco de hielo para la frente, cariño —me dijo, y luego salió bulliciosamente de la habitación.
—Tenías razón —me quejé, dejando que mis ojos se cerraran.
—Suelo tenerla, ¿sobre qué tema en particular en esta ocasión?
—Hacer novillos es saludable.


Respiré de forma acompasada.

—Ahí fuera hubo un momento en que me asustaste —admitió después de hacer una pausa. La voz sonaba como si confesara una humillante debilidad—. Creí que Abrams arrastraba tu cadáver para enterrarlo en los bosques.

—Ja, ja.


Continué con los ojos cerrados, pero cada vez me encontraba más entonada.

—Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato.
—Pobre Artie. Apuesto a que se ha enfadado.
—Me aborrece por completo
—dijo Santana jovialmente.
—No lo puedes saber —disentí, pero de repente me pregunté si a lo mejor sí que podía.
—Vi su rostro... Te lo aseguro.
— ¿Cómo es que me viste? Creí que te habías ido.


Ya me encontraba prácticamente recuperada. Las náuseas se hubieran pasado con mayor rapidez de haber comido algo durante el almuerzo, aunque, por otra parte, tal vez era afortunada por haber tenido el estómago vacío.

—Estaba en mi coche escuchando un CD.

Aquella respuesta tan sencilla me sorprendió. Oí la puerta y abrí los ojos para ver a la enfermera con una compresa fría en la mano.

—Aquí tienes, cariño —la colocó sobre mi frente y añadió—: Tienes mejor aspecto.
—Creo que ya estoy bien
—dije mientras me incorporaba lentamente.

Me pitaban un poco los oídos, pero no tenía mareos. Las paredes de color menta no daban vueltas.

Pude ver que me iba a obligar a acostarme de nuevo, pero en ese preciso momento la puerta se abrió y la señora Cope se golpeó la cabeza contra la misma.

—Ahí viene otro —avisó.

Me bajé de un salto para dejar libre el camastro para el siguiente inválido. Devolví la compresa a la enfermera.

—Tome, ya no la necesito.

Entonces, Artie cruzó la puerta tambaleándose. Ahora sostenía a Lee Stephens, otro chico de nuestra clase de Biología, que tenía el rostro amarillento. Santana y yo retrocedimos hacia la pared para hacerles sitio.

—Oh, no —murmuró Santana—. Vamonos fuera de aquí, Britt

Aturdida, le busqué con la mirada.

—Confía en mí... Vamos.

Di media vuelta y me aferré a la puerta antes de que se cerrara para salir disparada de la enfermería. Sentí que Santana me seguía.

—Por una vez me has hecho caso.

Estaba sorprendida.

—Olí la sangre —le dije, arrugando la nariz. Lee no se ha puesto malo por ver la sangre de otros, como yo.
—La gente no puede oler la sangre —me contradijo.
—Bueno, yo sí. Eso es lo que me pone mala. Huele a óxido... y a sal.

Se me quedó mirando con una expresión insondable.

— ¿Qué? —le pregunté.
—No es nada.

Entonces, Artie cruzó la puerta, sus ojos iban de Santana a mí. La mirada que le dedicó a Santana me confirmó lo que ella me había dicho, que Artie la aborrecía. Volvió a mirarme con gesto malhumorado.

—Tienes mejor aspecto —me acusó.
—Ocúpate de tus asuntos —volví a avisarle.
—Ya no sangra nadie más —murmuró—. ¿Vas a volver a clase?
— ¿Bromeas? Tendría que dar media vuelta y volver aquí.
—Sí, supongo que sí. ¿Vas a venir este fin de semana a la playa?


Mientras hablaba, lanzó otra mirada fugaz hacia Santana, que se apoyaba con gesto ausente contra el desordenado mostrador, inmóvil como una estatua. Intenté que pareciera lo más amigable posible:

—Claro. Te dije que iría.
—Nos reuniremos en la tienda de mi padre a las diez.


Su mirada se posó en Santana otra vez, preguntándose si no estaría dando demasiada información. Su lenguaje corporal evidenciaba que no era una invitación abierta.

—Allí estaré —prometí.
—Entonces, te veré en clase de gimnasia —dijo, dirigiéndose con inseguridad hacia la puerta.
—Hasta la vista —repliqué.

Me miró una vez más con la contrariedad escrita en su rostro redondeado y se encorvó mientras cruzaba lentamente la puerta. Me invadió una oleada de compasión. Sopesé el hecho de ver su rostro desencantado otra vez en clase de Educación física.

—Gimnasia —gemí.
—Puedo hacerme cargo de eso —no me había percatado de que Santana se había acercado, pero me habló al oído—. Ve a sentarte e intenta parecer paliducha —murmuró.

Esto no suponía un gran cambio. Siempre estaba pálida, y mi reciente desmayo había dejado una ligera capa de sudor sobre mi rostro. Me senté en una de las crujientes sillas plegables acolchadas y descansé la cabeza contra la pared con los ojos cerrados. Los desmayos siempre me dejaban agotada.

Oí a Santana hablar con voz suave en el mostrador.

— ¿Señora Cope?
— ¿Sí?


No la había oído regresar a su mesa.

—Britt tiene gimnasia la próxima hora y creo que no se encuentra del todo bien. ¿Cree que podría dispensarla de asistir a esa clase? —su voz era aterciopelada. Pude imaginar lo convincentes que estaban resultando sus ojos.
—Santana —dijo la señora Cope sin dejar de ir y venir. ¿Por qué no era yo capaz de hacer lo mismo?—, ¿necesitas también que te disculpe a ti?
—No. Tengo clase con la señora Goff. A ella no le importará.
—De acuerdo, no te preocupes de nada. Que te mejores, Britt
—me deseó en voz alta. Asentí débilmente con la cabeza, sobreactuando un poquito.
— ¿Puedes caminar o quieres que te lleve en brazos otra vez?

De espaldas a la recepcionista, su expresión se tornó sarcástica.

—Caminaré.

Me levanté con cuidado, seguía sintiéndome bien. Mantuvo la puerta abierta para mí, con la amabilidad en los labios y la burla en los ojos. Salí hacia la fría llovizna que empezaba a caer. Agradecí que se llevara el sudor pegajoso de mi rostro. Era la primera vez que disfrutaba de la perenne humedad que emanaba del cielo.

—Gracias —le dije cuando me siguió—. Merecía la pena seguir enferma para perderse la clase de gimnasia.
—Sin duda.


Me miró directamente, con los ojos entornados bajo la lluvia.

—De modo que vas a ir... Este sábado, quiero decir.

Esperaba que ella viniera, aunque parecía improbable. No me la imaginaba poniéndose de acuerdo con el resto de los chicos del instituto para ir en coche a algún sitio. No pertenecía al mismo mundo, pero la sola esperanza de que pudiera suceder me dio la primera punzada de entusiasmo que había sentido por ir a la excursión.

— ¿Adonde vais a ir exactamente? —seguía mirando al frente, inexpresiva.
—A La Push, al puerto.

Estudié su rostro, intentando leer en el mismo. Sus ojos parecieron entrecerrarse un poco más. Me lanzó una mirada con el rabillo del ojo y sonrió secamente.

—En verdad, no creo que me hayan invitado.

Suspiré.

—Acabo de invitarte.
—No avasallemos más entre los dos al pobre Artie esta semana, no sea que se vaya a romper.


Sus ojos centellearon. Disfrutaba de la idea más de lo normal.

—El blandengue de Artie… —murmuré, preocupada por la forma en que había dicho «entre las dos». Me gustaba más de lo conveniente.

Ahora estábamos cerca del aparcamiento. Me desvié a la izquierda, hacia el monovolumen. Algo me agarró de la cazadora y me hizo retroceder.

— ¿Adonde te crees que vas? —preguntó ofendida.

Santana me aferraba de la misma con una sola mano. Estaba perpleja.

—Me voy a casa.
— ¿Acaso no me has oído decir que te iba a dejar a salvo en casa? ¿Crees que te voy a permitir que conduzcas en tu estado?
— ¿En qué estado? ¿Y qué va a pasar con mi coche?
—me quejé.
—Se lo tendré que dejar a Rach después de la escuela.

Me arrastró de la ropa hacia su coche. Todo lo que podía hacer era intentar no caerme, aunque, de todos modos, lo más probable es que me sujetara si perdía el equilibrio.

— ¡Déjame! —insistí.

Me ignoró. Anduve haciendo eses sobre las aceras empapadas hasta llegar a su Volvo. Entonces, me soltó al fin. Me tropecé contra la puerta del copiloto.

— ¡Eres tan insistente!—refunfuñé.
—Está abierto —se limitó a responder. Entró en el coche por el lado del conductor.
—Soy perfectamente capaz de conducir hasta casa.

Permanecí junto al Volvo echando chispas. Ahora llovía con más fuerza y el pelo goteaba sobre mi espalda al no haberme puesto la capucha. Bajó el cristal de la ventanilla automática y se inclinó sobre el asiento del copiloto:

—Entra, Britt.

No le respondí. Estaba calculando las oportunidades que tenía de alcanzar el monovolumen antes de que ella me atrapara, y tenía que admitir que no eran demasiadas.

—Te arrastraría de vuelta aquí —me amenazó, adivinando mi plan.

Intenté mantener toda la dignidad que me fue posible al entrar en el Volvo. No tuve mucho éxito. Parecía un gato empapado y las botas crujían continuamente.

—Esto es totalmente innecesario —dije secamente.

No me respondió. Manipuló los mandos, subió la calefacción y bajó la música. Cuando salió del aparcamiento, me preparaba para castigarle con mi silencio —poniendo un mohín de total enfado—, pero entonces reconocí la música que sonaba y la curiosidad prevaleció sobre la intención.

— ¿Claro de luna?—pregunté sorprendida.
— ¿Conoces a Debussy? —ella también parecía estar sorprendida.
—No mucho —admití—. Mi madre pone mucha música clásica en casa, pero sólo conozco a mis favoritos.
—También es uno de mis favoritos.


Siguió mirando al frente, a través de la lluvia, sumido en sus pensamientos.

Escuché la música mientras me relajaba contra la suave tapicería de cuero gris. Era imposible no reaccionar ante la conocida y relajante melodía. La lluvia emborronaba todo el paisaje más allá de la ventanilla hasta convertirlo en una mancha de tonalidades grises y verdes. Comencé a darme cuenta de lo rápido que íbamos, pero, no obstante, el coche se movía con tal firmeza y estabilidad que no notaba la velocidad, salvo por lo deprisa que dejábamos atrás el pueblo.

— ¿Cómo es tu madre? —me preguntó de repente.

La miré de refilón, con curiosidad.

—Se parece mucho a mí, pero es más guapa —respondí. Alzó las cejas—; he heredado muchos rasgos de Charlie. Es más sociable y atrevida que yo. También es irresponsable y un poco excéntrica, y una cocinera impredecible. Es mi mejor amiga —me callé. Hablar de ella me había deprimido.
—Britt, ¿cuántos años tienes?

Por alguna razón que no conseguía comprender, la voz de Santana contenía un tono de frustración. Detuvo el coche y entonces comprendí que habíamos llegado ya a la casa de Charlie. Llovía con tanta fuerza que apenas conseguía ver la vivienda. Parecía que el coche estuviera en el lecho de un río.

—Diecisiete —respondí un poco confusa.
—No los aparentas —dijo con un tono de reproche que me hizo reír.
— ¿Qué pasa? —inquirió, curiosa de nuevo.
—Mi madre siempre dice que nací con treinta y cinco años y que cada año me vuelvo más madura —me reí y luego suspiré—. En fin, una de las dos debía ser adulta —me callé durante un segundo—. Tampoco tú te pareces mucho a un adolescente de instituto.

Torció el gesto y cambió de tema.

—En ese caso, ¿por qué se casó tu madre con Phil?

Me sorprendió que recordara el nombre. Sólo lo había mencionado una vez hacía dos meses. Necesité unos momentos para responder.

—Mi madre tiene... un espíritu muy joven para su edad. Creo que Phil hace que se sienta aún más joven. En cualquier caso, ella está loca por él —sacudí la cabeza. Aquella atracción suponía un misterio para mí.
— ¿Lo apruebas?
— ¿Importa? —
le repliqué—. Quiero que sea feliz, y Phil es lo que ella quiere.
—Eso es muy generoso por tu parte... Me pregunto... —murmuró, reflexiva.
— ¿El qué?
— ¿Tendría ella esa misma cortesía contigo, sin importarle tu elección?


De repente, prestaba una gran atención. Nuestras miradas se encontraron.

—E—eso c—creo —tartamudeé—, pero, después de todo, ella es la madre. Es un poquito diferente.
—Entonces, nadie que asuste demasiado
—se burló.

Le respondí con una gran sonrisa.

— ¿A qué te refieres con que asuste demasiado? ¿Múltiples piercings en el rostro y grandes tatuajes?
—Supongo que ésa es una posible definición.
— ¿Cuál es la tuya?


Pero ignoró mi pregunta y respondió con otra.

— ¿Crees que puedo asustar?

Enarcó una ceja. El tenue rastro de una sonrisa iluminó su rostro.

—Eh... Creo que puedes hacerlo si te lo propones.
— ¿Te doy miedo ahora?


La sonrisa desapareció del rostro de Santana y su rostro divino se puso repentinamente serio, pero yo respondí rápidamente

—No.

La sonrisa reapareció.

—Bueno, ¿vas a contarme algo de tu familia? —pregunté para distraerle—. Debe de ser una historia mucho más interesante que la mía.

Se puso en guardia de inmediato.

— ¿Qué es lo que quieres saber?
— ¿Te adoptaron los Cullen?
—pregunté para comprobar el hecho.
—Sí.
Vacilé unos momentos. — ¿Qué les ocurrió a tu padres?
—Murieron hace muchos años
—contestó con toda naturalidad.
—Lo siento —murmuré.
—En realidad, los recuerdo de forma confusa. William y Emma llevan siendo mis padres desde hace mucho tiempo.
—Y tú los quieres
—no era una pregunta. Resultaba obvio por el modo en que hablaba de ellos.
—Sí —sonrió—. No puedo concebir a dos personas mejores que ellos.
—Eres muy afortunada.
—Sé que lo soy.
— ¿Y tu hermano y tu hermana?
- Lanzó una mirada al reloj del salpicadero.
—A propósito, mi hermano, mi hermana, así como Quinn y Kitty se van a disgustar bastante si tienen que esperarme bajo la lluvia.
—Oh, lo siento. Supongo que debes irte.


Yo no quería salir del coche.

—Y tú probablemente quieres recuperar el coche antes de que el jefe de policía Pierce vuelva a casa para no tener que contarle el incidente de Biología.

Me sonrió.

—Estoy segura de que ya se ha enterado. En Forks no existen los secretos —suspiré.

Rompió a reír.

—Diviértete en la playa... Que tengáis buen tiempo para tomar el sol —me deseó mientras miraba las cortinas de lluvia.
— ¿No te voy a ver mañana?
—No. Puck y yo vamos a adelantar el fin de semana.
— ¿Qué es lo que vais a hacer?


Una amiga puede preguntar ese tipo de cosas, ¿no? Esperaba que mi voz no dejara traslucir el desencanto.

—Nos vamos de excursión al bosque de Goat Rocks, al sur del monte Rainier.
—Ah, vaya, diviértete
—intenté simular entusiasmo, aunque dudo que lo lograse. Una sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Se giró para mirarme de frente, empleando todo el poder de sus ardientes ojos dorados.
— ¿Querrías hacer algo por mí este fin de semana?

Asentí desvalida.

—No te ofendas, pero pareces ser una de esas personas que atraen los accidentes como un imán. Así que..., intenta no caerte al océano, dejar que te atropellen, ni nada por el estilo... ¿De acuerdo?

Esbozó una sonrisa malévola. Mi desvalimiento desapareció mientras hablaba. Le miré fijamente.

—Veré qué puedo hacer —contesté bruscamente, mientras salía del volvo bajo la lluvia de un salto. Cerré la puerta de un portazo. Santana aún seguía sonriendo cuando se alejó al volante de su coche.



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Bueno chicas el siguiente capitulo nos leemos en la noche espero les guste :)










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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por Elisika-sama Miér Ago 28, 2013 4:11 pm

Muy bien, me ha gustado mucho. Eres muy fiel al libro pero también lo has resumido, cosa que se agradece, así no se alargan tanto las cosas. Sin embargo, me pica la curiosidad, porque has puesto de apellidos Cullen y Hale, y no López y Fabray, por ejemplo?

Por lo demás, genial, excepto algunos errores, como que alguna frase que dice Santana sale en masculino, te lo digo para que lo sepas. Y por lo demás genial, aunque me gustaría que fueras más fiel adaptando a Santana, por ejemplo, remarcando su pelo negro, largo y ondulado o su piel con cierto color pero pálida... O Mike, que es asiático. Una adaptación más real, pero tu eres la que escribes, así que es solo una sugerencia.

Realmente me ha gustado mucho. Espero la conti pronto y aquí tienes otra fiel lectora :)
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Mensaje por naty_LOVE_GLEE Miér Ago 28, 2013 7:46 pm

POR DIOS!!!!


MI SAGA FAVORITA!!!!!!! 


YO TE AGRADEZCO POR SUBIRLA!!! POR ADAPTARLA!!!!!!


POR DIOS!! NO PUEDO CRITICARTE POR NADA!!COMO PODRÍA?! ESTOY REALMENTE AGRADECIDA!!! PORQUE LO SUBAS y YO PODER LEERLO EN MIS BRITTANA QUE SON WOOOOOW!!!!!!!!!


EN SERIO!!! ME SACO EL SOMBRERO!!!! MIL GRACIAS!!!!


COMO DECIRTE ALGO MALO!! NO HAY NADA!!! YO FELIZ DE LEERLO!!!!


ESO SI!!! LO ÚNICO QUE TE PIDO!! ES QUE NO NOS ABANDONES!!! O NOS DEJES CON LARGOS LAPSOS DE TIEMPO DE ESPERA!!! PORFA!!!!! ES LO ÚNICO QUE TE PIDO!!!!!


HE LEIDO FICS EN DONDE LAS ESCRITORAS SE HAN ESFUMANDO :(!!!!


PORFA!!! NO LO HAGAS!! YO SERÉ FIEL A LA HISTORIA y HASTA ENTIENDO LO DEL TIEMPO!!! TODOS ANDAMOS OCUPADOS!! :(


SIN EMBARGO QUE LO DEJES.............ESO SÍ QUE NO ME GUSTARÍA!!!!


SEP!!! A VECES SOY UN POCO DRAMÁTICA y HASTA EXAGERADA!! PERO NO PUEDO CONMIGO MISMA!!!!


JAJAJJAJJA!!!!!


ESPERO LA ACTU!!!! y MIL GRACIAS POR LOS CAPS!!!! ESTO ES GENIAL!!!!


SALUDOS!! NAT!
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Mensaje por Lorena_Glee Miér Ago 28, 2013 8:06 pm

Actualiza.. XD
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Mensaje por dianna agron 16 Miér Ago 28, 2013 9:22 pm

Muy bien, me ha gustado mucho. Eres muy fiel al libro pero también lo has resumido, cosa que se agradece, así no se alargan tanto las cosas. Sin embargo, me pica la curiosidad, porque has puesto de apellidos Cullen y Hale, y no López y Fabray, por ejemplo?

Por lo demás, genial, excepto algunos errores, como que alguna frase que dice Santana sale en masculino, te lo digo para que lo sepas. Y por lo demás genial, aunque me gustaría que fueras más fiel adaptando a Santana, por ejemplo, remarcando su pelo negro, largo y ondulado o su piel con cierto color pero pálida... O Mike, que es asiático. Una adaptación más real, pero tu eres la que escribes, así que es solo una sugerencia.

Realmente me ha gustado mucho. Espero la conti pronto y aquí tienes otra fiel lectora :)

Hola!!! Respondiendo a tus preguntas, bueno inquietudes jaja, lo que pasa es que no quise alterar estos apellidos que a mi parecer son los mas importantes de esta historia y de los otros personajes , si los cambie, para que fuera mas fácil su identificación :).
Sobre los rasgos, tienes razón, seré mas detallista con respecto a eso, no lo había tenido en cuenta pero tienes razón jaja. Y con respecto al masculino, en la oración, en donde dice Santana, no lo note pero pondré mas atención en esos detalles :)
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Mensaje por micky morales Miér Ago 28, 2013 11:33 pm

me encanto, tiene un toque diferente y desde hoy nueva lectora!
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Mensaje por dianna agron 16 Jue Ago 29, 2013 12:33 am

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CUENTOS DE MIEDO


En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura del tercer acto de Macbeth, estaba atenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría escuchar el rugido del motor por encima del tamborileo de la lluvia, pero, cuando aparté la cortina para mirar de nuevo, apareció allí de repente.
No esperaba el viernes con especial interés, sólo consistía en reasumir mi vida sin expectativas. Hubo unos pocos comentarios, por supuesto. Sugar parecía tener un interés especial por comentar el tema, pero, por fortuna, Artie había mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la participación de Santana. No obstante, Sugar me formuló un montón de preguntas acerca de mi almuerzo y en clase de Trigonometría me dijo:

— ¿Qué quería ayer Santana Cullen?
—No lo sé
—respondí con sinceridad—. En realidad, no fue al grano.
—Parecías como enfadada
—comentó a ver si me sonsacaba algo.
— ¿Sí? — mantuve el rostro inexpresivo.
—Ya sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no fuera su familia. Era extraña.
—Extraña en verdad
—coincidí.

Parecía asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia. Supuse que esperaba escuchar cualquier cosa que le pareciera una buena historia que contar.

Lo peor del viernes fue que, a pesar de saber que ella no iba a estar presente, aún albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería en compañía de Sugar y Artie, no pude evitar mirar la mesa en la que Kitty, Rachel y Quinn se sentaban a hablar con las cabezas juntas. No pude contener la melancolía que me abrumó al comprender que no sabía cuánto tiempo tendría que esperar antes de volverla a ver.

En mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes para el día siguiente. Artie volvía a estar animado, depositaba mucha fe en el hombre del tiempo, que vaticinaba sol para el sábado. Tenía que verlo para creerlo, pero hoy hacía más calor, casi doce grados. Puede que la excursión no fuera del todo espantosa.

Intercepté unas cuantas miradas poco amistosas por parte de Lauren durante el almuerzo, hecho que no comprendí hasta que salimos juntas del comedor. Estaba justo detrás de ella, a un solo pie de su pelo rubio, lacio y brillante, y no se dio cuenta, desde luego, cuando oí que le murmuraba a Artie:

—No sé por qué Britt —sonrió con desprecio al pronunciar mi nombre— no se sienta con los Cullen de ahora en adelante
.
Hasta ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y estridente que tenía, y me sorprendió la malicia que destilaba. En realidad, no la conocía muy bien; sin duda, no lo suficiente para que me detestara..., o eso había pensado.

—Es mi amiga, se sienta con nosotros —le replicó en susurros Artie, con mucha lealtad, pero también de forma un poquito posesiva. Me detuve para permitir que Sugar y Tinna me adelantaran. No quería oír nada más.

Durante la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado por mi viaje a La Push del día siguiente. Sospecho que se sentía culpable por dejarme sola en casa los fines de semana, pero había pasado demasiados años forjando unos hábitos para romperlos ahora. Conocía los nombres de todos los chicos que iban, por supuesto, y los de sus padres y, probablemente, también los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excursión. Me pregunté si aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Santana Cullen. Tampoco se lo iba a decir.

—Papá —pregunté como por casualidad—, ¿conoces un lugar llamado Goat Rocks, o algo parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.
—Sí... ¿Por qué?


Me encogí de hombros.

—Algunos chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
—No es buen lugar para acampar
—parecía sorprendido—. Hay demasiados osos. La mayoría de la gente acude allí durante la temporada de caza.
—Oh
—murmuré—, tal vez haya entendido mal el nombre.

Pretendía dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me despertó. Abrí los ojos y vi entrar a chorros por la ventana una límpida luz amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a ir a la ventana para comprobarlo, y efectivamente, allí estaba el sol. Ocupaba un lugar equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan cercano como de costumbre, pero era el sol, sin duda. Las nubes se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa de que el azul del cielo volviera a desaparecer en cuanto me fuera.

La tienda de artículos deportivos olímpicos de Abrams se situaba al extremo norte del pueblo. La había visto con anterioridad, pero nunca me había detenido allí al no necesitar ningún artículo para estar al aire libre durante mucho tiempo. En el aparcamiento reconocí el Suburban de Artie y el Sentra de Matt. Vi al grupo alrededor de la parte delantera del Suburban mientras aparcaba junto a ambos vehículos. Mike estaba allí en compañía de otros dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que se llamaban Ben y Conner. Sugar también estaba, flanqueada por Tinna y Lauren. Las acompañaban otras tres chicas, incluyendo una a la que recordaba haberle caído encima durante la clase de gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando bajé del coche, y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la dorada melena y me miró con desdén.

De modo que aquél iba a ser uno de esos días.

Al menos Artie se alegraba de verme.

— ¡Has venido! —gritó encantado—. ¿No te dije que hoy iba a ser un día soleado?
—Y yo te dije que iba a venir
—le recordé.
—Sólo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas invitado a alguien —agregó.
—No —mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me descubriera y deseando al mismo tiempo que ocurriese un milagro y apareciera Santana.

Artie pareció satisfecho.

— ¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre de Lee.
—Claro.


Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Artie!

—Podrás sentarte junto a la ventanilla —me prometió. Oculté mi mortificación. No resultaba tan sencillo hacer felices a Artie y a Sugar al mismo tiempo. Ya la veía mirándonos ceñuda.

No obstante, el número jugaba a mi favor. Lee trajo a otras dos personas más y de repente se necesitaron todos los asientos. Me las arreglé para situar a Sugar en el asiento delantero del Suburban, entre Artie y yo. Artie podía haberse comportado con más elegancia, pero al menos Sugar parecía aplacada.

Entre La Push y Forks había menos de veinticinco kilómetros de densos y vistosos bosques verdes que bordeaban la carretera. Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso río Quillaute. Me alegré de tener el asiento de la ventanilla. Giré la manivela para bajar el cristal —el Suburban resultaba un poco claustrofóbico con nueve personas dentro— e intenté absorber tanta luz solar como me fue posible.

Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces durante mis vacaciones en Forks con Charlie, por lo que ya me había familiarizado con la playa en forma de media luna de más de kilómetro y medio de First Beach. Seguía siendo impresionante. El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la bañaba la luz del sol, aparecería coronada de espuma blanca mientras se mecía pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se elevaban hacia el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda, celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa estaba sembrada de árboles de color ahuesado —a causa de la salinidad marina— arrojados a la costa por las olas.

Una fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los pelícanos flotaban sobre las ondulaciones de la marea mientras las gaviotas y un águila solitaria las sobrevolaban en círculos. Las nubes seguían trazando un círculo en el firmamento, amenazando con invadirlo de un momento a otro, pero, por ahora, el sol seguía brillando espléndido con su halo luminoso en el azul del cielo.

Elegimos un camino para bajar a la playa. Artie nos condujo hacia un círculo de lefios arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los habían utilizado antes para acampadas como la nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una fogata cubierto con cenizas negras. Mike y el chico que, según creía, se llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se apilaban al borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi encima de los viejos rescoldos.

— ¿Has visto alguna vez una fogata de madera varada en la playa? —me preguntó Artie.

Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo se congregaban las demás chicas, que chismorreaban animadamente. Artie se arrodilló junto a la hoguera y encendió una rama pequeña con un mechero.

—No —reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en llamas contra el tipi.
—Entonces, te va a gustar... Observa los colores.

Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas comenzaron a lamer con rapidez la lefia seca.

— ¡Es azul! —exclamé sorprendida.
—Es a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?

Encendió otra más y la colocó allí donde el fuego no había prendido y luego vino a sentarse a mi lado. Por fortuna, Sugar estaba junto a él, al otro lado. Se volvió hacia Artie y reclamó su atención. Contemplé las fascinantes llamas verdes y azules que chisporroteaban hacia el cielo.

Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar una caminata hasta las marismas cercanas. Era un dilema. Por una parte, me encantan las pozas que se forman durante la bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas cosas que me hacían ilusión cuando debía venir a Forks, pero, por otra, también me caía dentro un montón de veces. No es un buen trago cuando se tiene siete años y estás con tu padre. Eso me recordó la petición de Santana, de que no me cayera al mar.

Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que calzaba unos zapatos nada adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras chicas, incluidas Sugar y Tinna, decidieron quedarse también en la playa. Esperé a que Matt y Mike se hubieran comprometido a acompañarlas antes de levantarme con sigilo para unirme al grupo de caminantes. Artie me dedicó una enorme sonrisa cuando vio que también iba.

La caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba perder de vista el cielo al entrar en el bosque. La luz verde de éste difícilmente podía encajar con las risas juveniles, era demasiado oscuro y aterrador para estar en armonía con las pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar cada paso que daba con sumo cuidado para evitar las raíces del suelo y las ramas que había sobre mi cabeza, por lo que no tardé en rezagarme. Al final me adentré en los confines esmeraldas de la foresta y encontré de nuevo la rocosa orilla. Había bajado la marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el mar. A lo largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco profundas que jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de vida.

Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas lagunas naturales. Los otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y se encaramaron a los bordes de forma precaria. Localicé una piedra de apariencia bastante estable en los aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies. Ramilletes de brillantes anémonas se ondulaban sin cesar al compás de la corriente invisible. Conchas en espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre los relucientes juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi mente, que se preguntaba qué estaría haciendo ahora Santana e intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.

Finalmente, los muchachos sintieron apetito y me levanté con rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles el ritmo a través del bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, cómo no. Me hice algunos rasguños poco profundos en las palmas de las manos, y las rodillas de mis vaqueros se riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.

Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro y la piel cobriza de los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían acudido para hacer un poco de vida social, aunque de ellos destacaba uno, el más joven y con la piel más blanca que los demás y el cabello mas claro aunque largo y lacio también.

La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron para pedir que la compartieran mientras Mike nos presentaba al entrar en el círculo de la fogata. Tinna y yo fuimos las últimas en llegar y me di cuenta de que el más joven de los recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego, alzó la vista para mirarme con interés cuando Mike pronunció nuestros nombres. Me senté junto a Tinna, y Artie nos trajo unos sandwiches y una selección de refrescos para que eligiéramos mientras el chico que tenía aspecto de ser el mayor de los visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de las chicas se llamaba Jessica y que el muchacho cuya atención había despertado respondía al nombre de Sam.

Resultaba relajante sentarse con Tinna, era una de esas personas sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los silencios con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos. Pensaba de qué forma tan deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces pasaba como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era relevante y se grababa en mi mente. Sabía con exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.

Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol, proyectando sombras alargadas sobre la playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse en duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla lanzando piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se congregaron para efectuar una segunda expedición a las pozas. Artie, con Sugar convertida en su sombra, encabezó otra a la tienda de la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado todos, me había quedado sentada sola sobre un leño, con Lauren y Matt muy ocupados con un reproductor de CD que alguien había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la reserva situados alrededor del fuego, incluyendo al jovencito llamado Sam y al más adulto, el que había actuado de portavoz.

A los pocos minutos, Tinna se fue con los paseantes y Sam acudió andando despacio para sentarse en el sitio libre que aquélla había dejado a mi lado. A juzgar por su aspecto debería tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el brillante pelo largo recogido con una goma elástica en la nuca. Tenía una preciosa piel sedosa de color blanco pero bronceado y ojos azules sobre los pómulos pronunciados. Aún quedaba un ápice de la redondez de la infancia alrededor de su mentón. En suma, tenía un rostro muy bonito. Sin embargo, sus primeras palabras estropearon aquella impresión positiva.

—Tú eres Brittany Pierce, ¿verdad?

Aquello era como empezar otra vez el primer día del instituto.

—Britt —dije con un suspiro.
—Me llamo Sam Evans —me tendió la mano con gesto amistoso—. Tú compraste el coche de mi papá.
—Oh—
dije aliviada mientras le estrechaba la suave mano—. Eres el hijo de Billy. Probablemente debería acordarme de ti.
—No, soy el mas chico... Deberías acordarte de mis hermanas mayores.
—Marian y Rebecca
—recordé de pronto.

Charlie y Billy nos habían abandonado juntas muchas veces para mantenernos ocupadas mientras pescaban. Todas éramos demasiado tímidas para hacer muchos progresos como amigas. Por supuesto, había montado las suficientes rabietas para terminar con las excursiones de pesca cuando tuve once años.

— ¿Han venido? —inquirí mientras examinaba a las chicas que estaban al borde del mar preguntándome si sería capaz;  de reconocerlas ahora.
—No —Sam negó con la cabeza—. Marian tiene una beca del Estado de Washington y Rebecca se casó con un surfista samoano. Ahora vive en Hawai.
— ¿Está casada? Vaya
—estaba atónita. Las gemelas apenas tenían un año más que yo.
— ¿Qué tal te funciona el monovolumen? —preguntó.
—Me encanta, y va muy bien.
—Sí, pero es muy lento
—se rió—. Respiré aliviado cuando Charlie lo compró. Papá no me hubiera dejado ponerme a trabajar en la construcción de otro coche mientras tuviéramos uno en perfectas condiciones.
—No es tan lento
—objeté.
— ¿Has intentado pasar de sesenta?
—No.
—Bien. No lo hagas.

Esbozó una amplia sonrisa y no pude evitar devolvérsela.

—Eso lo mejora en caso de accidente —alegué en defensa de mi automóvil.
—Dudo que un tanque pudiera con ese viejo dinosaurio —admitió entre risas.
—Así que fabricas coches... —comenté, impresionada.
—Cuando dispongo de tiempo libre y de piezas. ¿No sabrás por un casual dónde puedo adquirir un cilindro maestro para un Volkswagen Rabbit del ochenta y seis? —añadió jocosamente. Tenía una voz amable y ronca.
—Lo siento —me eché a reír—. No he visto ninguno últimamente, pero estaré ojo avizor para avisarte.

Como si yo supiera qué era eso. Era muy fácil conversar con él. Exhibió una sonrisa radiante y me contempló en señal de apreciación, de una forma que había aprendido a reconocer. No fui la única que se dio cuenta.

— ¿Conoces a Britt, Sam? —preguntó Lauren desde el otro lado del fuego con un tono que yo imaginé como insolente.
—En cierto modo, hemos sabido el uno del otro desde que nací —contestó entre risas, y volvió a sonreírme.
— ¡Qué bien!

No parecía que fuera eso lo que pensara, y entrecerró sus pálidos ojos de besugo.

—Britt —me llamó de nuevo mientras estudiaba con atención mi rostro—, le estaba diciendo a Matt que es una pena que ninguno de los Cullen haya venido hoy. ¿Nadie se ha acordado de invitarlos?

Su expresión preocupada no era demasiado convincente.

— ¿Te refieres a la familia del doctor William Cullen? —preguntó el mayor de los chicos de la reserva antes de que yo pudiera responder, para gran irritación de Lauren. En realidad, tenía más de hombre que de niño y su voz era muy grave.
—Sí, ¿los conoces? —preguntó con gesto condescendiente, volviéndose en parte hacia él.
—Los Cullen no vienen aquí —respondió en un tono que daba el tema por zanjado e ignorando la pregunta de Lauren.

Matt le preguntó a Lauren qué le parecía el CD que sostenía en un intento de recuperar su atención. Ella se distrajo.

Contemplé al desconcertante joven de voz profunda, pero él miraba a lo lejos, hacia el bosque umbrío que teníamos detrás de nosotros. Había dicho que los Cullen no venían aquí, pero el tono empleado dejaba entrever algo más, que no se les permitía, que lo tenían prohibido. Su actitud me causó una extraña impresión que intenté ignorar sin éxito. Sam interrumpió el hilo de mis cavilaciones.

— ¿Aún te sigue volviendo loca Forks?
—Bueno, yo diría que eso es un eufemismo
—hice una mueca y él sonrió con comprensión.

Le seguía dando vueltas al breve comentario sobre los Cullen y de repente tuve una inspiración. Era un plan estúpido, pero no se me ocurría nada mejor. Albergaba la esperanza de que el joven Sam aún fuera inexperto con las chicas, por lo que no vería lo penoso de mis intentos de flirteo.

— ¿Quieres bajar a dar un paseo por la playa conmigo? —le pregunté mientras intentaba imitar la forma en que Santana me miraba a través de los párpados. No iba a causar el mismo efecto, estaba segura, pero Sam se incorporó de un salto con bastante predisposición.

Las nubes terminaron por cerrar filas en el cielo, oscureciendo las aguas del océano y haciendo descender la temperatura, mientras nos dirigíamos hacia el norte entre rocas de múltiples tonalidades, en dirección al espigón de madera. Metí las manos en los bolsillos de mi chaquetón.

—De modo que tienes... ¿dieciséis años? —le pregunté al tiempo que intentaba no parecer una idiota cuando parpadeé como había visto hacer a las chicas en la televisión.
—Acabo de cumplir quince —confesó adulado.
— ¿De verdad? —mi rostro se llenó de una falsa expresión de sorpresa—. Hubiera jurado que eras mayor.
—Soy alto para mi edad
—explicó.
— ¿Subes mucho a Forks? —pregunté con malicia, simulando esperar un sí por respuesta. Me vi como una tonta y temí que, disgustado, se diera la vuelta tras acusarme de ser una farsante, pero aún parecía adulado.
—No demasiado —admitió con gesto de disgusto—, pero podré ir las veces que quiera en cuanto haya terminado el coche. .. y tenga el carné —añadió.
— ¿Quién era ese otro chico con el que hablaba Lauren? Parecía un poco viejo para andar con nosotros —me incluí a propósito entre los más jóvenes en un intento de dejarle claro que le prefería a él.
—Es Finn y tiene diecinueve años —me informó Sam.
— ¿Qué era lo que decía sobre la familia del doctor? —pregunté con toda inocencia.
— ¿Los Cullen? Se supone que no se acercan a la reserva.

Desvió la mirada hacia la Isla de James mientras confirmaba lo que creía haber oído de labios de Finn.

— ¿Por qué no?

Me devolvió la mirada y se mordió el labio.

—Vaya. Se supone que no debo decir nada.
—Oh, no se lo voy a contar a nadie. Sólo siento curiosidad.


Probé a esbozar una sonrisa tentadora al tiempo que me preguntaba si no me estaba pasando un poco, aunque él me devolvió la sonrisa y pareció tentado. Luego enarcó una ceja y su voz fue más ronca cuando me preguntó con tono agorero:

—¿Te gustan las historias de miedo?
—Me encantan
—repliqué con entusiasmo, esforzándome para engatusarlo.

Sam paseó hasta un árbol cercano varado en la playa cuyas raíces sobresalían como las patas de una gran araña blancuzca. Se apoyó levemente sobre una de las raíces retorcidas mientras me sentaba a sus pies, apoyándome sobre el tronco. Contempló las rocas. Una sonrisa pendía de las comisuras de sus labios carnosos y supe que iba a intentar hacerlo lo mejor que pudiera. Me esforcé para que se notara en mis ojos el vivo interés que yo sentía.

—¿Conoces alguna de nuestras leyendas ancestrales? —comenzó—. Me refiero a nuestro origen, el de los quileutes.
—En realidad, no
—admití.
—Bueno, existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se remontan al Diluvio. Supuestamente, los antiguos quileutes amarraron sus canoas a lo alto de los árboles más grandes de las montañas para sobrevivir, igual que Noé y el arca —me sonrió para demostrarme el poco crédito que daba a esas historias—. Otra leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que éstos siguen siendo nuestros hermanos. La ley de la tribu prohíbe matarlos. Y luego están las historias sobre los fríos.
— ¿Los fríos?
—pregunté sin esconder mi curiosidad.
—Sí. Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los lobos, y algunas son mucho más recientes. De acuerdo con la leyenda, mi propio tatarabuelo conoció a algunos de ellos. Fue él quien selló el trato que los mantiene alejados de nuestras tierras.

Entornó los ojos.

— ¿Tu tatarabuelo? —le animé.
—Era el jefe de la tribu, como mi padre. Ya sabes, los fríos son los enemigos naturales de los lobos, bueno, no de los lobos en realidad, sino de los lobos que se convierten en hombres, como nuestros ancestros. Tú los llamarías licántropos.
— ¿Tienen enemigos los hombres lobo?
—Sólo uno.


Lo miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por admiración. Sam prosiguió:

—Ya sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos nuestros, pero el grupo que llegó a nuestro territorio en la época de mi tatarabuelo era diferente. No cazaban como lo hacían los demás y no debían de ser un peligro para la tribu, por lo que mi antepasado llegó a un acuerdo con ellos. No los delataríamos a los rostros pálidos si prometían mantenerse lejos de nuestras tierras.

Me guiñó un ojo.

—Si no eran peligrosos, ¿por qué...? —intenté comprender al tiempo que me esforzaba por ocultarle lo seriamente que me estaba tomando esta historia de fantasmas.
—Siempre existe un riesgo para los humanos que están cerca de los fríos, incluso si son civilizados como ocurría con este clan—instiló un evidente tono de amenaza en su voz de forma deliberada—. Nunca se sabe cuándo van a tener demasiada sed como para soportarla.
— ¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?
—Sostienen que no cazan hombres. Supuestamente son capaces de sustituir a los animales como presas en lugar de hombres.


Intenté conferir a mi voz un tono lo más casual posible.

— ¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Se parecen a los fríos que conoció tu tatarabuelo?
—No
—hizo una pausa dramática—. Son los mismos.

Debió de creer que la expresión de mi rostro estaba provocada por el pánico causado por su historia. Sonrió complacido y continuó:

—Ahora son más, dos embras nuevas, pero el resto son los mismos. La tribu ya conocía a su líder, William, en tiempos de mi antepasado. Iba y venía por estas tierras incluso antes de que llegara tu gente.

Reprimió una sonrisa.

— ¿Y qué son? ¿Qué son los fríos?

Sonrió sombríamente.

—Bebedores de sangre —replicó con voz estremecedora—. Tu gente los llama vampiros.

Permanecí contemplando el mar encrespado, no muy segura de lo que reflejaba mi rostro.

—Se te ha puesto la carne de gallina —rió encantado.
—Eres un estupendo narrador de historias —le felicité sin apartar la vista del oleaje.
—El tema es un poco fantasioso, ¿no? Me pregunto por qué papá no quiere que hablemos con nadie del asunto.

Aún no lograba controlar la expresión del rostro lo suficiente como para mirarle.

—No te preocupes. No te voy a delatar.
—Supongo que acabo de violar el tratado
—se rió.
—Me llevaré el secreto a la tumba —le prometí, y entonces me estremecí.
—En serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia con mi padre cuando descubrió que algunos de nosotros no íbamos al hospital desde que el doctor Cullen comenzó a trabajar allí.
—No lo haré, por supuesto que no.
— ¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos supersticiosos?
—preguntó con voz juguetona, pero con un deje de precaución. Yo aún no había apartado los ojos del mar, por lo que me giré y le sonreí con la mayor normalidad posible.
—No. Creo que eres muy bueno contando historias de miedo. Aún tengo los pelos de punta.
—Genial.


Sonrió. Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de que alguien se acercaba. Giramos las cabezas al mismo tiempo para ver a Artie y a Sugar caminando en nuestra dirección a unos cuarenta y cinco metros.

—Ah, estás ahí, Britt —gritó Artie aliviado mientras movía el brazo por encima de su cabeza.
— ¿Es ése tu novio? —preguntó Sam, alertado por los celos de la voz de Artie. Me sorprendió que resultase tan obvio.
—No, definitivamente no —susurré.

Le estaba tremendamente agradecida a Sam y deseosa de hacerle lo más feliz posible. Le guiñé el ojo, girándome de espaldas con cuidado antes de hacerlo. El sonrió, alborozado por mi torpe flirteo.

—Cuando tenga el carné... —comenzó.
—Tienes que venir a verme a Forks. Podríamos salir alguna vez —me sentí culpable al decir esto, sabiendo que lo había utilizado, pero Sam me gustaba de verdad. Era alguien de quien podía ser amiga con facilidad.

Artie llegó a nuestra altura, con Sugar aún a pocos pasos detrás. Vi cómo evaluaba a Sam con la mirada y pareció satisfecho ante su evidente juventud.

— ¿Dónde has estado? —me preguntó pese a tener la respuesta delante de él.
—Sam me acaba de contar algunas historias locales —le dije voluntariamente—. Ha sido muy interesante.

Sonreí a Sam con afecto y él me devolvió la sonrisa.

—Bueno —Artie hizo una pausa, reevaluando la situación al comprobar nuestra complicidad—. Estamos recogiendo. Parece que pronto va a empezar a llover.

Todos alzamos la mirada al cielo encapotado. Sin duda, estaba a punto de llover.

—De acuerdo —me levanté de un salto—, voy.
—Ha sido un placer volver a verte
—dijo Sam, mofándose un poco de Artie.
—La verdad es que sí. La próxima vez que Charlie baje a ver a Billy, yo también vendré —prometí.

Su sonrisa se ensanchó.

—Eso sería estupendo.
—Y gracias
—añadí de corazón.

Me calé la capucha en cuanto empezamos a andar con paso firme entre las rocas hacia el aparcamiento. Habían comenzado a caer unas cuantas gotas, formando marcas oscuras sobre las rocas en las que impactaban. Cuando llegamos al coche de Artie, los otros ya regresaban de vuelta, cargando con todo. Me deslicé al asiento trasero junto a Tinna y Matt, anunciando que ya había gozado de mi turno junto a la ventanilla. Tinna se limitó a mirar por la ventana a la creciente tormenta y Lauren se removió en el asiento del centro para copar la atención de Matt, por lo que sólo pude reclinar la cabeza sobre el asiento, cerrar los ojos e intentar no pensar con todas mis fuerzas.


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Chicas espero les agrade este capitulo :)
Por cierto! MIL GRACIAS POR SUS COMENTARIOS! LAS AMO! jaja aunque no las conozca, enserio gracias, me dan ganas de seguir, sabiendo que por lo menos a algunas les ha gustado, de nuevo mil gracias :)


Última edición por dianna agron 16 el Jue Ago 29, 2013 1:51 am, editado 1 vez
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Mensaje por dianna agron 16 Jue Ago 29, 2013 12:51 am

Por cierto,los dos capítulos siguientes, los publicaré en la noche, ya que en la mañana no estaré disponible debido a que cumplo 1 año con mi hermosa novia, GRACIAS DE ANTE MANO POR SUS FELICITACIONES jaja. De nuevo enserio, las amo! :)
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Mensaje por LoveyouHemo Jue Ago 29, 2013 1:33 pm

Hola :)
Me encanta que adaptes la pelicula con Brittana :3
Tienes una nueva lectora.
Sigue actualizando Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL. 2145353087 
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Mensaje por Jane0_o Jue Ago 29, 2013 4:23 pm

Genail el fic me gusta mas que la pelicula
Mmm no eh leeido el libro pero me dicen que es muy diferente y hasta mejor que le pelicula
La verdad no lo se!

Mmm volviendo al fic genial el capitulo
Y esperando la actuaizacion!

Saludos!

Pd:(felicidades a ti y a tu novia)
Besos!
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Mensaje por micky morales Jue Ago 29, 2013 8:27 pm

felicidades a ti y a tu novia, y gracias por el capitulo estuvo cool! hasta pronto!
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Mensaje por rocaxis Jue Ago 29, 2013 9:50 pm

HOLA, MM SOY FIEL SEGUIDORA DE ESTA SAGA ME E LEIDO LOS LIBROS AL DERECHO Y ALREVES Y CADA VEZ ME ENCANTA MAS LOS LIBROS, PUES LO DE ADAPTARLA ME PARECE BIENNNN PERO ME GUSTARIA QUE LE CAMBIARAS ALGUNAS COSAS NO TAN AL PIE DE LA LETRAAAA, ALGO MAS ORIGINAL SOLO PUES OPINO PERO IGUAL ES UN LUGAR DE LIBRE EXPRESION ;)
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Mensaje por dianna agron 16 Jue Ago 29, 2013 10:04 pm


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PESADILLA


Le dije a Charlie que tenía un montón de deberes pendientes y ningún apetito. Había un partido de baloncesto que lo tenía entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía ni idea de por qué era especial, así que no se percató de nada inusual en mi rostro o en mi voz.

Una vez en mi habitación, cerré la puerta. Registré el escritorio hasta encontrar mis viejos cascos y los conecté a mi pequeño reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había regalado por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi gusto, gritaban demasiado y abusaba un poco del bajo. Lo introduje en el reproductor y me tendí en la cama. Me puse los auriculares, pulsé el botón play y subí el volumen hasta que me dolieron los oídos. Cerré los ojos, pero la luz aún me molestaba, por lo que me puse una almohada encima del rostro. Me concentré con mucha atención en la música, intentando comprender las letras, desenredarlas entre el complicado golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché el CD entero, me sabía al menos la letra entera de los estribillos. Me sorprendió descubrir que, después de todo, una vez que conseguí superar el ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía que volver a darle las gracias a Phil.

Y funcionó. Los demoledores golpes me impedían pensar, que era el objetivo final del asunto. Escuché el CD una y otra vez hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al fin me dormí.

Abrí los ojos en un lugar conocido. En un rincón de mi conciencia sabía que estaba soñando. Reconocí el verde fulgor del bosque y oí las olas batiendo las rocas en algún lugar cercano. Sabía que podría ver el sol si encontraba el océano. Intenté seguir el sonido del mar, pero entonces Sam Evans estaba allí, tiraba de mi mano, haciéndome retroceder hacia la parte más sombría del bosque.

— ¿Sam? ¿Qué pasa? —pregunté. Había pánico en su rostro mientras tiraba de mí con todas sus fuerzas para vencer mi resistencia, pero yo no quería entrar en la negrura.
— ¡Corre, Britt, tienes que correr! —susurró aterrado.
— ¡Por aquí, Britt! —reconocí la voz que me llamaba desde el lúgubre corazón del bosque; era la de Artie, aunque no podía verlo.
— ¿Por qué? —pregunté mientras seguía resistiéndome a la sujeción de Sam, desesperada por encontrar el sol.

Pero Sam, que de repente se convulsionó, soltó mi mano y profirió un grito para luego caer sobre el suelo del bosque oscuro. Se retorció bruscamente sobre la tierra mientras yo lo contemplaba aterrada.

— ¡Sam! —chillé.

Pero él había desaparecido y lo había sustituido un gran lobo de ojos azules y pelaje de color castaño claro. El lobo me dio la espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el pelo del dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.

— ¡Corre, Britt! —volvió a gritar Artie a mis espaldas, pero no me di la vuelta. Estaba contemplando una luz que venía hacia mí desde la playa.

Y en ese momento Santana apareció caminando muy deprisa de entre los árboles, con la piel brillando tenuemente y los ojos negros, peligrosos. Alzó una mano y me hizo señas para que me acercara a ella. El lobo gruñó a mis pies.

Di un paso adelante, hacia Santana. Entonces, ella sonrió. Tenía dientes afilados y puntiagudos.

—Confía en mí —ronroneó.

Avancé un paso más.

El lobo recorrió de un salto el espacio que mediaba entre la vampira y yo, buscando la yugular con los colmillos.

— ¡No! —grité, levantando de un empujón la ropa de la cama.

El repentino movimiento hizo que los cascos tiraran el reproductor de CD de encima de la mesilla. Resonó sobre el suelo de madera.

La luz seguía encendida. Totalmente vestida y con los zapatos puestos, me senté sobre la cama. Desorientada, eché un vistazo al reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la madrugada.

Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé de frente. Me quité las botas a puntapiés, aunque me sentía demasiado incómoda para conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné los vaqueros, sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer en posición horizontal. Sentía la trenza del pelo en la parte posterior de la cabeza, por lo que me ladeé, solté la goma y la deshice rápidamente con los dedos. Me puse la almohada encima de los ojos.

No sirvió de nada, por supuesto. Mi subconsciente había sacado a relucir exactamente las imágenes que había intentado evitar con tanta desesperación. Ahora iba a tener que enfrentarme a ellas.

Me incorporé, la cabeza me dio vueltas durante un minuto mientras la circulación fluía hacia abajo. Lo primero es lo primero, me dije a mí misma, feliz de retrasar el asunto lo máximo posible. Tomé mi neceser.

Sin embargo, la ducha no duró tanto como yo esperaba. Pronto no tuve nada que hacer en el cuarto de baño, incluso a pesar de haberme tomado mi tiempo para secarme el pelo con el secador. Crucé las escaleras de vuelta a mi habitación envuelta en una toalla. No sabía si Charlie aún dormía o si se había marchado ya. Fui a la ventana a echar un vistazo y vi que el coche patrulla no estaba. Se había ido a pescar otra vez.

Me puse lentamente el chándal más cómodo que tenía y luego arreglé la cama, algo que no hacía jamás. Ya no podía aplazarlo más, por lo que me dirigí al escritorio y encendí el viejo ordenador.

Odiaba utilizar Internet en Forks. El módem estaba muy anticuado, tenía un servicio gratuito muy inferior al de Phoenix, de modo que, viendo que tardaba tanto en conectarse, decidí servirme un cuenco de cereales entretanto.

Comí despacio, masticando cada bocado con lentitud. Al terminar, lavé el cuenco y la cuchara, los sequé y los guardé. Arrastré los pies escaleras arriba y lo primero de todo recogí del suelo el reproductor de CD y lo situé en el mismo centro de la mesa. Desconecté los cascos y los guardé en un cajón del escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un volumen lo bastante bajo para que sólo fuera música de fondo.

Me volví hacia el ordenador con otro suspiro. La pantalla estaba llena de popups de anuncios y comencé a cerrar todas las ventanitas. Al final me fui a mi buscador favorito, cerré unos cuantos popups más, y tecleé una única palabra.

Vampiro.

Fue de una lentitud que me sacó de quicio, por supuesto. Había mucho que cribar cuando aparecieron los resultados. Todo cuanto concernía a películas, series televisivas, juegos de rol, música undergroundy compañías de productos cosméticos góticos. Entonces encontré un sitio prometedor: «Vampiros, de la A a la Z». Esperé con impaciencia a que el navegador cargara la página, haciendo clic rápidamente en cada anuncio que surgía en la pantalla para cerrarlo. Finalmente, la pantalla estuvo completa: era una página simple con fondo blanco y texto negro, de aspecto académico. La página de inicio me recibió con dos citas.

<>
Reverendo Montague Summers

<>
Rousseau


El resto del sitio consistía en un listado alfabético de los diferentes mitos de los vampiros por todo el mundo. El primero en el que hice clic fue el danag, un vampiro filipino a quien se suponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho tiempo atrás. El mito aseguraba que los danag trabajaron con los hombres durante muchos años, pero la colaboración finalizó el día en que una mujer se cortó el dedo y un danag lamió la herida, ya que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la desangró por completo.

Leí con atención las descripciones en busca de algo que me resultara familiar, dejando sólo lo verosímil. Parecía que la mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en reflejar a hermosas mujeres como demonios y a los niños como víctimas. También parecían estructuras creadas para explicar la alta tasa de mortalidad infantil y proporcionar a los hombres una coartada para la infidelidad. En muchas de las historias se mezclaban espíritus incorpóreos y admoniciones contra los entierros realizados incorrectamente. No había mucho que guardara parecido con las películas que había visto, y sólo a unos pocos, como el estrie hebreo y el upier polaco, les preocupaba el beber sangre.

Sólo tres entradas atrajeron de verdad mi atención: el rumano varacolaci, un poderoso no muerto que podía aparecerse como un hermoso humano de piel pálida, el eslovaco nelapsi, una criatura de tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea en una sola hora después de la medianoche, y otro más, el stregoni benefici.

Sobre este último había una única afirmación.

Stregoni benefici: vampiro italiano que afirmaba estar del lado del bien; era enemigo mortal de todos los vampiros diabólicos.

Aquella pequeña entrada constituía un alivio, era el único entre cientos de mitos que aseguraba la existencia de vampiros buenos.

Sin embargo, en conjunto, había pocos que coincidieran con la historia de Sam o mis propias observaciones. Había realizado mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba cuidadosamente con cada mito mientras iba leyendo. Velocidad, fuerza, belleza, tez pálida, ojos que cambiaban de color, y luego los criterios de Sam: bebedores de sangre, enemigos de los hombres lobo, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en los que encajara al menos un factor.

Y había otro problema adicional a raíz de lo que recordaba de las pocas películas de terror que había visto y que se reforzaba con aquellas lecturas: los vampiros no podían salir durante el día porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en ataúdes todo el día y sólo salían de noche.

Exasperada, apagué el botón de encendido del ordenador sin esperar a cerrar el sistema operativo correctamente. Sentí una turbación aplastante a pesar de toda mi irritación. ¡Todo aquello era tan estúpido! Estaba sentada en mi cuarto rastreando información sobre vampiros. ¿Qué era lo que me sucedía? Decidí que la mayor parte de la culpa estaba fuera del umbral de mi puerta, en el pueblo de Forks y, por extensión, en la húmeda península de Olympic.

Tenía que salir de la casa, pero no había ningún lugar al que quisiera ir que no implicara conducir durante tres días. Volví a calzarme las botas, sin tener muy claro adonde dirigirme, y bajé las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué tiempo hacía y salí por la puerta pisando fuerte.

Estaba nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este, cruzando el patio de la casa de Charlie en dirección al bosque.

No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera adentrado en él lo suficiente para que la casa y la carretera desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la tierra húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los arrendajos.

La estrecha franja de un sendero discurría a lo largo del bosque; de lo contrario no me hubiera arriesgado a vagabundear de aquella manera por mis propios medios, ya que carecía de sentido de la orientación y era perfectamente capaz de perderme en parajes mucho menos alambicados. El sendero se adentraba más y más en el corazón del bosque, incluso puedo aventurar que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto sabía se lo debía a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los identificaba y de otros no estaba del todo segura porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.

Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no estaba segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de la lluvia del día anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un árbol caído recientemente —sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de musgo— descansaba sobre el tronco de uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación de una especie de banco no muy alto a pocos —y seguros— pasos del sendero. Llegué hasta él saltando con precaución por encima de los heléchos y me senté colocando la chaqueta de modo que estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la capucha, contra el árbol vivo.

Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿a qué otro sitio podía ir? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del sueño de la última noche para alcanzar la paz de espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo, estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los heléchos sobrepasaba la de mi cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de distancia sin verme.

Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho más verosímiles en medio de aquel clima verde que en mi despejado dormitorio.

Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice a regañadientes.

Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Sam me había dicho sobre los Cullen.

Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa. Resultaba estúpido y mórbido entretenerse con unas ideas tan ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había una explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban mejor con el estilo de una novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Había hecho novillos el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir de camping a la playa hasta que supo adonde íbamos a ir, y parecía saber lo que pensaban cuantos le rodeaban, salvo yo. Me había dicho que ella era la mala de la película, peligrosa...

¿Podían ser vampiros los Cullen?

Bueno, eran algo. Y lo que empezaba a tomar forma delante de mis ojos incrédulos excedía la posibilidad de una explicación racional. Ya fuera una de los fríos o se cumpliera mi teoría de la súper heroína, Santana Cullen no era... humana. Era algo más.

Así pues... tal vez. Ésa iba a ser mi respuesta por el momento.

Y luego estaba la pregunta más importante. ¿Qué iba a hacer si resultaba ser cierto?

¿Qué haría si Santana fuera... una vampira? Apenas podía obligarme a pensar esas palabras. Involucrar a nadie más estaba fuera de lugar. Ni siquiera yo misma me lo creía, quedaría en ridículo ante cualquiera a quien se lo dijera.

Sólo dos alternativas parecían prácticas. La primera era aceptar su aviso: ser lista y evitarle todo lo posible, cancelar nuestros planes y volver a ignorarla tanto como fuera capaz, fingir que entre nosotros existía un grueso e impenetrable muro de cristal en la única clase que estábamos obligadas a compartir, decirle que se alejara de mí... y esta vez en serio.

Me invadió de repente una desesperación tan agónica cuando consideré esa opción que el mecanismo de mi mente de rechazar el dolor provocó que pasara rápidamente a la siguiente alternativa.

No hacer nada diferente. Después de todo, hasta la fecha, no me había causado daño alguno aunque fuera algo... siniestro. De hecho, sería poco más que una abolladura en el guardabarros de Matt si ella no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a mí misma, que podría haber sido puro reflejo: ¿Cómo puede ser mala si tiene reflejos para salvar vidas?, pensé. No hacía más que darle vueltas sin obtener respuestas.

Había una cosa de la que estaba segura, si es que estaba segura de algo: la obscura Santana del sueño de la pasada noche sólo era una reacción de mi miedo ante el mundo del que había hablado Sam, no de la propia Santana. Aun así, cuando chillé de pánico ante el ataque del hombre lobo, no fue el miedo al licántropo lo que arrancó de mis labios ese grito de « ¡no!», sino a que ella resultara herida. A pesar de que me había llamado con los colmillos afilados, temía por ella.

Y supe que tenía mi respuesta. Ignoraba si en realidad había tenido elección alguna vez. Ya me había involucrado demasiado en el asunto. Ahora que lo sabía, si es que lo sabía, no podía hacer nada con mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en ella, en su voz, sus ojos hipnóticos y la magnética fuerza de su personalidad, no quería otra cosa que estar con ella de inmediato, incluso si... Pero no podía pensar en ello, no aquí, sola en la penumbra del bosque, no mientras la lluvia lo hiciera tan sombrío como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y disperso como huellas en un suelo enmarañado de tierra. Me estremecí y me levanté deprisa de mi escondite, preocupada porque la lluvia hubiera borrado la senda.

Pero ésta permanecía allí, nítida y sinuosa, para que saliera del goteante laberinto verde. La seguí de forma apresurada, con la capucha bien calada sobre la cabeza, sin dejar de sorprenderme, mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos que había llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna salida o si la senda llevaría hasta más allá de los confines del bosque. Atisbé algunos claros a través de la maraña de ramas antes de que me entrara demasiado pánico, y luego oí un coche pasar por la carretera, y allí estaba el jardín de Charlie que se extendía delante de mí, y la casa, que me llamaba y me prometía calor y calcetines secos.

Apenas era mediodía cuando entré. Subí las escaleras y me puse ropa de estar por casa, unos vaqueros y una camiseta, ya que no iba a salir. No me costó mucho esfuerzo concentrarme en la tarea para ese día, un trabajo sobre Macbeth que debía entregar el miércoles. Hice un primer borrador del trabajo con una satisfacción y serenidad que no sentía desde... Bueno, para ser sincera, desde el jueves.

Esa había sido siempre mi forma de ser. Adoptar decisiones era la parte que más me dolía, la que me llevaba por la calle de la amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me limitaba a seguirla... Por lo general, con el alivio que daba el haberla tomado. A veces, el alivio se teñía de desesperación, como cuando resolví venir a Forks, pero seguía siendo mejor que pelear con las alternativas.

Era ridículamente fácil vivir con esta decisión. Peligrosamente fácil.

De ese modo, el día fue tranquilo y productivo. Terminé mi trabajo antes de las ocho. Charlie volvió a casa con abundante pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de recetas para pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente. Los escalofríos que corrían por mi espalda cada vez que pensaba en ese viaje no diferían de los que sentía antes de mi paseo con Sam Evans. Creía que serían distintos. Deberían serlo, ¡deberían serlo! Sabía que debería estar asustada, pero lo que sentía no era miedo exactamente.

Dormí sin sueños aquella noche, rendida como estaba por haberme levantado el domingo tan temprano y haber descansando tan poco la noche anterior. Por segunda vez desde mi llegada a Forks, me despertó la brillante luz de un día soleado.

Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con asombro que apenas había nubes en el cielo, y las pocas que había sólo eran pequeños jirones algodonosos de color blanco que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y me sorprendió que se abriera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de que no se había abierto en quién sabe cuántos años, y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba viento. Por mis venas corría la adrenalina.

Charlie estaba terminando de desayunar cuando bajé las escaleras y de inmediato se apercibió de mi estado de ánimo.

—Ahí fuera hace un día estupendo —comentó.
—Sí —coincidí con una gran sonrisa.

Me devolvió la sonrisa. La piel se arrugó alrededor de sus ojos. Resultaba fácil ver por qué mi madre y él se habían lanzado alegremente a un matrimonio tan prematuro cuando Charlie sonreía. Gran parte del joven romántico que fue en aquellos días se había desvanecido antes de que yo le conociera, cuando su rizado pelo —del mismo color que el mío, aunque de diferente textura— comenzaba a escasear y revelaba lentamente cada vez más y más la piel brillante de la frente. Pero cuando sonreía, podía atisbar un poco del hombre que se había fugado con Susan cuando ésta sólo tenía dos años más que yo ahora.

Desayuné animadamente mientras contemplaba revolotear las motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz alta y luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de casa, impermeable en mano. No llevarlo equivaldría a tentar al destino. Lo doblé sobre el brazo con un suspiro y salí caminando bajo la luz más brillante que había visto en meses.

A fuerza de emplear a fondo los codos, fui capaz de bajar del todo los dos cristales de las ventanillas del monovolumen. Fui una de las primeras en llegar al instituto. No había comprobado la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí hacia los bancos del lado sur de la cafetería, que de vez en cuando se usaban para algún picnic. Los bancos estaban todavía un poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable, contenta de poder darle un uso. Había terminado los deberes, fruto de una escasa vida social, pero había unos cuantos problemas de Trigonometría que no estaba segura de haber resuelto bien. Abrí el libro aplicadamente, pero me puse a soñar despierta a la mitad de la revisión del primer problema. Garabateé distraídamente unos bocetos en los márgenes de los deberes. Después de algunos minutos, de repente me percaté de que había dibujado cinco pares de ojos negros que me miraban fijamente desde el folio. Los borré con la goma.

— ¡Britt! —oí gritar a alguien, y parecía la voz de Artie.

Al mirar a mi alrededor comprendí que la escuela se había ido llenando de gente mientras estaba allí sentada, distraída. Todo el mundo llevaba camisetas, algunos incluso vestían shorts a pesar de que la temperatura no debería sobrepasar los doce grados. Artie se acercaba saludando con el brazo, lucía unos shorts de color caqui y una camiseta a rayas de rugby.

Se sentó a mi lado con una sonrisa de oreja a oreja y las cuidadas puntas del pelo reluciendo a la luz del sol. Estaba tan encantado de verme que no pude evitar sentirme satisfecha.

—No me había dado cuenta antes de que tu pelo tiene reflejos—comentó mientras atrapaba entre los dedos un mechón que flotaba con la ligera brisa.
—Sólo al sol.

Me sentí incómoda cuando colocó el mechón detrás de mi oreja.

—Hace un día estupendo, ¿eh?
—La clase de días que me gustan
—dije mostrando mi acuerdo.
— ¿Qué hiciste ayer?

El tono de su voz era demasiado posesivo.

—Me dediqué sobre todo al trabajo de Literatura.

No añadí que lo había terminado, no era necesario parecer pagada de mí misma. Se golpeó la frente con la base de la mano.

—Ah, sí... Hay que entregarlo el jueves, ¿verdad?
—Esto... Creo que el miércoles.
— ¿El miércoles?
—Frunció el ceño—. Mal asunto. ¿Sobre qué has escrito el tuyo?
—Acerca de la posible misoginia de Shakespeare en el tratamiento de los personajes femeninos.


Me contempló como si le hubiera hablado en chino.

—Supongo que voy a tener que ponerme a trabajar en eso esta noche —dijo desanimado—. Te iba a preguntar si querías salir.
—Ah.


Me había pillado con la guardia bajada. ¿Por qué ya no podía mantener una conversación agradable con Artie sin que acabara volviéndose incómoda?

—Bueno, podíamos ir a cenar o algo así... Puedo trabajar más tarde.

Me sonrió lleno de esperanza.

—Artie... —odiaba que me pusieran en un aprieto—. Creo que no es una buena idea.

Se le descompuso el rostro.

— ¿Por qué? —preguntó con mirada cautelosa. Mis pensamientos volaron hacia Santana, preguntándome si también Artie pensaba lo mismo.
—Creo, y te voy dar una buena tunda sin remordimiento alguno como repitas una sola palabra de lo que voy a decir —le amenacé—, que eso heriría los sentimientos de Sugar.

Se quedó aturdido. Era obvio que no pensaba en esa dirección de ningún modo.

—Sugar?
—De verdad, Artie, ¿estás ciego?
—Vaya
—exhaló claramente confuso.

Aproveché la ventaja para escabullirme.

—Es hora de entrar en clase, y no puedo llegar tarde.

Recogí los libros y los introduje en mi mochila.

Caminamos en silencio hacia el edificio tres. Artie iba con expresión distraída. Esperaba que, cualesquiera que fueran los pensamientos en los que estuviera inmerso, éstos le condujeran en la dirección correcta.

Cuando vi a Sugar en Trigonometría, desbordaba entusiasmo. Ella, Tinna y Lauren iban a ir de compras a Port Angeles esa tarde para buscar vestidos para el baile y quería que yo también fuera, a pesar de que no necesitaba ninguno. Estaba indecisa. Sería agradable salir del pueblo con algunas amigas, pero Lauren estaría allí y quién sabía qué podía hacer esa tarde... Pero ése era definitivamente el camino erróneo para dejar correr mi imaginación...

De modo que le respondí que tal vez, explicándole que primero tenía que hablar con Charlie.

No habló de otra cosa que del baile durante todo el trayecto hasta clase de Español y continuó, como si no hubiera habido interrupción alguna, cuando la clase terminó al fin, cinco minutos más tarde de la hora, y mientras nos dirigíamos a almorzar. Estaba demasiado perdida en el propio frenesí de mis expectativas como para comprender casi nada de lo que decía. Estaba dolorosamente ávida de ver no sólo a Santana sino a todos los Cullen, con el fin de poder contrastar en ellos las nuevas sospechas que llenaban mi mente. Al cruzar el umbral de la cafetería, sentí deslizarse por la espalda y anidar en mi estómago el primer ramalazo de pánico. ¿Serían capaces de saber lo que pensaba? Luego me sobresaltó un sentimiento distinto. ¿Estaría esperándome Santana para sentarse conmigo otra vez?

Fiel a mi costumbre, miré primero hacia la mesa de los Cullen. Un estremecimiento de pánico sacudió mi vientre al percatarme de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la cafetería con la mirada, esperando encontrarle solo, esperándome. El lugar estaba casi lleno —la clase de Español nos había retrasado—, pero no había rastro de Santana ni de su familia. El desconsuelo hizo mella en mí con una fuerza agobiante.

Anduve vacilante detrás de Sugar, sin molestarme en fingir por más tiempo que la escuchaba.

Habíamos llegado lo bastante tarde para que todo el mundo se hubiera sentado ya en nuestra mesa. Esquivé la silla vacía junto a Artie a favor de otra al lado de Tinna. Fui vagamente consciente de que Artie ofrecía amablemente la silla a Sugar, y de que el rostro de ésta se iluminaba como respuesta.

Tinna me hizo unas cuantas preguntas en voz baja sobre el trabajo de Macbeth, a las que respondí con la mayor naturalidad posible mientras me hundía en las espirales de la miseria. También ella me invitó a acompañarlas por la tarde, y ahora acepté, agarrándome a cualquier cosa que me distrajera.

Comprendí que me había aferrado al último jirón de esperanza cuando vi el asiento contiguo vacío al entrar en Biología, y sentí una nueva oleada de desencanto.

El resto del día transcurrió lentamente, con desconsuelo. En Educación física tuvimos una clase teórica sobre las reglas del bádminton, la siguiente tortura que ponían en mi camino, pero al menos eso significó que pude estar sentada escuchando en lugar de ir dando tumbos por la pista. Lo mejor de todo es que el entrenador no terminó, por lo que tendría otra jornada sin ejercicio al día siguiente. No importaba que me entregaran una raqueta antes de dejarme libre el resto de la clase.

Me alegré de abandonar el campus. De esa forma podría poner mala cara y deprimirme antes de salir con Sugar y compañía, pero apenas había traspasado el umbral de la casa de Charlie, Sugar me telefoneó para cancelar nuestros planes. Intenté mostrarme encantada de que Artie la hubiera invitado a cenar, aunque lo que en realidad me aliviaba era que al fin él parecía que iba a tener éxito, pero ese entusiasmo me sonó falso hasta a mí. Ella reprogramó nuestro viaje de compras a la tarde noche del día siguiente.

Aquello me dejaba con poco que hacer para distraerme. Había pescado en adobo, con una ensalada y pan que había sobrado la noche anterior, por lo que no quedaba nada que preparar. Me mantuve concentrada en los deberes, pero los terminé a la media hora. Revisé el correo electrónico y leí los mails atrasados de mi madre, que eran cada vez más apremiantes conforme se acercaban a la actualidad. Suspiré y tecleé una rápida respuesta.

Mamá:
Lo siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y luego tuve que escribir un trabajo para el instituto.


Mis excusas eran patéticas, por lo que renuncié a intentar justificarme.

Hoy hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendida, por lo que me voy a ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D que pueda. Te quiero.
Britt.


Decidí matar una hora con alguna lectura que no estuviera relacionada con las clases. Tenía una pequeña colección de libros que me había traído a Forks. El más gastado por el uso era una recopilación de obras de Jane Austen. Lo seleccioné y me dirigí al patio trasero. Al bajar las escaleras tomé un viejo edredón roto del armario de la ropa blanca.

Ya fuera, en el pequeño patio cuadrado de Charlie, doblé el edredón por la mitad, lejos del alcance de la sombra de los árboles, sobre el césped, que iba a permanecer húmedo sin importar durante cuánto tiempo brillara el sol. Me tumbé bocabajo, con los tobillos entrecruzados al aire, hojeando las diferentes novelas del libro mientras intentaba decidir cuál ocuparía mi mente a fondo. Mis favoritas eran Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad. Había leído la primera recientemente, por lo que comencé Sentido y sensibilidad, sólo para recordar al comienzo del capítulo tres que la protagonista de la historia se llamaba Santana. Enfadada, me puse a leer Mansfield Park, pero la heroína del texto se llamaba Samanthe, y se parecía demasiado. ¿No había a finales del siglo XVIII más nombres? Aturdida, cerré el libro de golpe y me di la vuelta para tumbarme de espaldas. Me arremangué la blusa lo máximo posible y cerré los ojos. No quería pensar en otra cosa que no fuera el calor del sol sobre mi piel, me dije a mí misma. La brisa seguía siendo suave, pero su soplo lanzaba mechones de pelo sobre mi rostro, haciéndome cosquillas. Me recogí el pelo detrás de la cabeza, dejándolo extendido en forma de abanico sobre el edredón, y me concentré de nuevo en el calor que me acariciaba los párpados, los pómulos, la nariz, los labios, los antebrazos, el cuello y calentaba mi blusa ligera.

Lo próximo de lo que fui consciente fue el sonido del coche patrulla de Charlie al girar sobre las losas de la acera. Me incorporé sorprendida al comprender que la luz ya se había ocultado detrás de los árboles y que me había dormido. Miré a mi alrededor, hecha un lío, con la repentina sensación de no estar sola.

— ¿Charlie? —pregunté, pero sólo oí cerrarse de un portazo la puerta de su coche frente a la casa.

Me incorporé de un salto, con los nervios a flor de piel sin ningún motivo, para recoger el edredón, ahora empapado, y el libro. Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al tiempo que me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba colgando el cinto con la pistola y quitándose las botas cuando entré.

—Lo siento, papá, la cena aún no está preparada. Me quedé dormida ahí fuera —dije reprimiendo un bostezo.
—No te preocupes —contestó—. De todos modos, quería enterarme del resultado del partido.

Vi la televisión con Charlie después de la cena, por hacer algo. No había ningún programa que quisiera ver, pero él sabía que no me gustaba el baloncesto, por lo que puso una estúpida comedia de situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante, parecía feliz de que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi tristeza, me sentí bien por complacerle.

—Papá —dije durante los anuncios—, Sugar y Tinna van a ir a mirar vestidos para el baile mañana por la tarde a Port Angeles y quieren que las ayude a elegir. ¿Te importa que las acompañe?
—Sugar Motta?
—preguntó.
—Y Tinna Cohen-Chang .

Suspiré mientras le daba todos los detalles.

—Pero tú no vas a asistir al baile, ¿no? —comentó. No lo entendía.
—No, papá, pero las voy a ayudar a elegir los vestidos —no tendría que explicarle esto a una mujer—. Ya sabes, aportar una crítica constructiva.
[b]—Bueno, de acuerdo
—pareció comprender que aquellos temas de chicas se le escapaban—. Aunque, ¿no hay colegio por la tarde?
—Saldremos en cuanto acabe el instituto, por lo que podremos regresar temprano. Te dejaré lista la cena, ¿vale?
—Britt, me he alimentado durante diecisiete años antes de que tú vinieras
—me recordó.
—Y no sé cómo has sobrevivido —dije entre dientes para luego añadir con mayor claridad—: Te voy a dejar algo de comida fría en el frigorífico para que te prepares un par de sandwiches, ¿de acuerdo? En la parte de arriba.

Me dedicó una divertida mirada de tolerancia.

Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. Me desperté con esperanzas renovadas que intenté suprimir con denuedo. Como el día era más templado, me puse una blusa escotada de color azul oscuro, una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante lo más crudo del invierno.

Había planeado llegar al colegio justo para no tener que esperar a entrar en clase. Desmoralizada, di una vuelta completa al aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que buscaba también el Volvo plateado, que, claramente, no estaba allí. Aparqué en la última fila y me apresuré a clase de Lengua, llegando sin aliento ni brío, pero antes de que sonara el timbre.

Ocurrió lo mismo que el día anterior. No pude evitar tener ciertas esperanzas que se disiparon dolorosamente cuando en vano recorrí con la mirada el comedor y comprobé que seguía vacío el asiento contiguo al mío de la mesa de Biología.

El plan de ir a Port Angeles por la tarde regresó con mayor atractivo al tener Lauren otros compromisos. Estaba ansiosa por salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima del hombro, con la esperanza de verla aparecer de la nada como siempre hacía. Me prometí a mí misma que iba a estar de buen humor para no arruinar a Tinna ni a Sugar el placer de la caza de vestidos. Puede que también yo hiciera algunas pequeñas compras. Me negaba a creer que esta semana podría ir de compras sola en Seattle porque Santana ya no estuviera interesada en nuestro plan. Seguramente no lo cancelaría sin decírmelo al menos.

Sugar me siguió hasta casa en su viejo Mercury blanco después de clase para que pudiera dejar los libros y mi coche. Me cepillé el pelo a toda prisa mientras estaba dentro, sintiendo resurgir una leve excitación ante la expectativa de salir de Forks. Sobre la mesa, dejé una nota para Charlie en la que le volvía a explicar dónde encontrar la cena, cambié mi desaliñada mochila escolar por un bolso que utilizaba muy de tarde en tarde y corrí a reunirme con Sugar. A continuación fuimos a casa de Tinna, que nos estaba esperando. Mi excitación crecía exponencialmente conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.




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Gracias por sus felicitaciones, en realidad, se los agradezco, las amo jaja. Es que estoy muy feliz :)




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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Vie Ago 30, 2013 1:31 am



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PORT ANGELES


Sugar conducía aún más deprisa que Charlie, por lo que estuvimos en Port Angeles a eso de las cuatro. Hacía bastante tiempo que no había tenido una salida nocturna sólo de chicas; el subidón del estrógeno resultó vigorizante. Escuchamos canciones de rock mientras Sugar hablaba sobre los chicos con los que solíamos estar. Su cena con Artie había ido muy bien y esperaba que el sábado por la noche hubieran progresado hasta llegar a la etapa del primer beso. Sonreí para mis adentros, complacida. Tinna estaba feliz de asistir al baile con Mike.

Port Angeles era una hermosa trampa para turistas, mucho más elegante y encantadora que Forks, pero Sugar y Tinna la conocían bien, por lo que no planeaban desperdiciar el tiempo en el pintoresco paseo marítimo cerca de la bahía. Sugar condujo directamente hasta una de las grandes tiendas de la ciudad, situada a unas pocas calles del área turística de la bahía.

Se había anunciado que el baile sería de media etiqueta y ninguna de nosotras sabía con exactitud qué significaba aquello. Sugar y Tinna parecieron sorprendidas y casi no se lo creyeron cuando les dije que nunca había ido a ningún baile en Phoenix.

— ¿Ni siquiera has tenido un novio o novia ni nada por el estilo? —me preguntó Sugar dubitativa mientras cruzábamos las puertas frontales de la tienda.
—De verdad —intentaba convencerla sin querer confesar mis problemas con el baile—. Nunca he tenido un novio o novia ni nada que se le parezca. No salía mucho en Phoenix.
— ¿Por qué no?
—quiso saber Sugar.
—Nadie me lo pidió —respondí con franqueza.

Parecía escéptica.

—Aquí te lo han pedido —me recordó—, y te has negado.

En ese momento estábamos en la sección de ropa juvenil, examinando las perchas con vestidos de gala.

—Bueno, excepto con Matt — corrigió Tinna con voz suave.
— ¿Perdón? —me quedé boquiabierta—. ¿Qué dices?
—Matt le ha dicho a todo el mundo que te va a llevar al baile de la promoción
—me informó Sugar con suspicacia.
— ¿Que dice el qué?

Parecía que me estaba ahogando.

—Te dije que no era cierto —susurró Tinna a Sugar.

Permanecí callada, aún en estado de shock, que rápidamente se convirtió en irritación. Pero ya habíamos encontrado la sección de vestidos y ahora teníamos trabajo por delante.

—Por eso no le caes bien a Lauren —comentó entre risitas Sugar mientras toqueteábamos la ropa.

Me rechinaron los dientes.

— ¿Crees que Matt dejaría de sentirse culpable si lo atropellara con el monovolumen, que eso le haría perder el interés en disculparse y quedaríamos en paz?
—Puede
—Sugar se rió con disimulo—, si es que lo está haciendo por ese motivo.

La elección de los vestidos no fue larga, pero ambas encontraron unos cuantos que probarse. Me senté en una silla baja dentro del probador, junto a los tres paneles del espejo, intentando controlar mi rabia.

Sugar se mostraba indecisa entre dos. Uno era un modelo sencillo, largo y sin tirantes; el otro, un vestido de color azul, con tirantes finos, que le llegaba hasta la rodilla. Tinna eligió un vestido color rosa claro cuyos pliegues realzaban su figura y resaltaban los tonos dorados de su pelo castaño claro. Las felicité a ambas con profusión y las ayudé a colocar en las perchas los modelos descartados.

Nos dirigimos a por los zapatos y otros complementos. Me limité a observar y criticar mientras ellas se probaban varios pares, porque, aunque necesitaba unos zapatos nuevos, no estaba de humor para comprarme nada. La tarde noche de chicas siguió a la estela de mi enfado con Matt, que poco a poco fue dejando espacio a la melancolía.

— ¿Tinna? —comencé titubeante mientras ella intentaba calzarse un par de zapatos rosas con tacones y tiras. Estaba alborozada de tener una cita con un chico lo bastante alto como para poder llevar tacones. Sugar se había dirigido hacia el mostrador de la joyería y estábamos las dos solas.

Extendió la pierna y torció el tobillo para conseguir la mejor vista posible del zapato.

Me acobardé y dije:

—Me gustan.
—Creo que me los voy a llevar, aunque sólo van a hacer juego con este vestido
—musitó.
—Venga, adelante. Están en venta —la animé.

Ella sonrió mientras volvía a colocar la tapa de una caja que contenía unos zapatos de color blanco y aspecto más práctico. Lo intenté otra vez.

—Esto…Tinna... —la aludida alzó los ojos con curiosidad.
— ¿Es normal que los Cullen falten mucho a clase?

Mantuvo los ojos fijos en los zapatos. Fracasé miserablemente en mi intento de parecer indiferente.

—Sí, cuando el tiempo es bueno agarran las mochilas y se van de excursión varios días, incluso el doctor —me contestó en voz baja y sin dejar de mirar a los zapatos—. Les encanta vivir al aire libre.

No me formuló ni una pregunta en lugar de las miles que hubiera provocado la mía en los labios de Sugar. Tinna estaba empezando a caerme realmente bien.

—Vaya.

Zanjé el tema cuando Sugar regresó para mostrarnos un diamante de imitación que había encontrado en la joyería a juego con sus zapatos plateados.

Habíamos planeado ir a cenar a un pequeño restaurante italiano junto al paseo marítimo, pero la compra de la ropa nos había llevado menos tiempo del esperado. Sugar y Tinna fueron a dejar las compras en el coche y entonces bajamos dando un paseo hacia la bahía. Les dije que me reuniría con ellas en el restaurante en una hora, ya que quería buscar una librería. Ambas se mostraron deseosas de acompañarme, pero las animé a que se divirtieran. Ignoraban lo mucho que me podía abstraer cuando estaba rodeada de libros, era algo que prefería hacer sola. Se alejaron del coche charlando animadamente y yo me encaminé en la dirección indicada por Sugar.

No hubo problema en encontrar la librería, pero no tenían lo que buscaba. Los escaparates estaban llenos de vasos de cristal, dreamcatchers y libros sobre sanación espiritual. Ni siquiera entré. Desde fuera vi a una mujer de cincuenta años con una melena gris que le caía sobre la espalda. Lucía un vestido de los años sesenta y sonreía cordialmente detrás de un mostrador. Decidí que era una conversación que me podía evitar. Tenía que haber una librería normal en la ciudad.

Anduve entre las calles, llenas por el tráfico propio del final de la jornada laboral, con la esperanza de dirigirme hacia el centro. Caminaba sin saber adonde iba porque luchaba contra la desesperación, intentaba no pensar en ella con todas mis fuerzas y, por encima de todo, pretendía acabar con mis esperanzas para el viaje del sábado, temiendo una decepción aún más dolorosa que el resto. Cuando alcé los ojos y vi un Volvo plateado aparcado en la calle todo se me vino encima. Vampira estúpida y voluble, pensé.

Avancé pisando fuerte en dirección sur, hacia algunas tiendas de escaparates de apariencia prometedora, pero cuando llegué al lugar, sólo se trataba de un establecimiento de reparaciones y otro que estaba desocupado. Aún me quedaba mucho tiempo para ir en busca de Sugar y Tinna, y necesitaba recuperar el ánimo antes de reunirme con ellas. Después de mesarme los cabellos un par de veces al tiempo que suspiraba profundamente, continué para doblar la esquina.

Al cruzar otra calle comencé a darme cuenta de que iba en la dirección equivocada. Los pocos viandantes que había visto se dirigían hacia el norte y la mayoría de los edificios de la zona parecían almacenes. Decidí dirigirme al este en la siguiente esquina y luego dar la vuelta detrás de unos bloques de edificios para probar suerte en otra calle y regresar al paseo marítimo.

Un grupo de cuatro hombres doblaron la esquina a la que me dirigía. Yo vestía de manera demasiado informal para ser alguien que volvía a casa después de la oficina, pero ellos iban demasiado sucios para ser turistas. Me percaté de que no debían de tener muchos más años que yo conforme se fueron aproximando. Iban bromeando entre ellos en voz alta, riéndose escandalosamente y dándose codazos unos a otros. Salí pitando lo más lejos posible de la parte interior de la acera para dejarles vía libre, caminé rápidamente mirando hacia la esquina, detrás de ellos.

— ¡Eh, ahí! —dijo uno al pasar.

Debía de estar refiriéndose a mí, ya que no había nadie más por los alrededores. Alcé la vista de inmediato. Dos de ellos se habían detenido y los otros habían disminuido el paso. El más próximo, un tipo corpulento, de cabello oscuro y poco más de veinte años, era el que parecía haber hablado. Llevaba una camisa de franela abierta sobre una camiseta sucia, unos vaqueros con desgarrones y sandalias. Avanzó medio paso hacia mí.

— ¡Pero bueno! —murmuré de forma instintiva.

Entonces desvié la vista y caminé más rápido hacia la esquina. Les podía oír reírse estrepitosamente detrás de mí.

— ¡Eh, espera! —gritó uno de ellos a mis espaldas, pero mantuve la cabeza gacha y doblé la esquina con un suspiro de alivio. Aún les oía reírse ahogadamente a mis espaldas.

Me encontré andando sobre una acera que pasaba junto a la parte posterior de varios almacenes de colores sombríos, cada uno con grandes puertas en saliente para descargar camiones, cerradas con candados durante la noche. La parte sur de la calle carecía de acera, consistía en una cerca de malla metálica rematada en alambre de púas por la parte superior con el fin de proteger algún tipo de piezas mecánicas en un patio de almacenaje. En mi vagabundeo había pasado de largo por la parte de Port Angeles que tenía intención de ver como turista. Descubrí que anochecía cuando las nubes regresaron, arracimándose en el horizonte de poniente, creando un ocaso prematuro. Al oeste, el cielo seguía siendo claro, pero, rasgado por rayas naranjas y rosáceas, comenzaba a agrisarse. Me había dejado la cazadora en el coche y un repentino escalofrío hizo que me abrazara con fuerza el torso. Una única furgoneta pasó a mi lado y luego la carretera se quedó vacía.

De repente, el cielo se oscureció más y al mirar por encima del hombro para localizar a la nube causante de esa penumbra, me asusté al darme cuenta de que dos hombres me seguían sigilosamente a seis metros.

Formaban parte del mismo grupo que había dejado atrás en la esquina, aunque ninguno de los dos era el moreno que se había dirigido a mí. De inmediato, miré hacia delante y aceleré el paso. Un escalofrío que nada tenía que ver con el tiempo me recorrió la espalda. Llevaba el bolso en el hombro, colgando de la correa cruzada alrededor del pecho, como se suponía que tenía que llevarlo para evitar que me lo quitaran de un tirón. Sabía exactamente dónde estaba mi aerosol de autodefensa, debajo de la cama. No llevaba mucho dinero encima, sólo veintitantos dólares, pero pensé en arrojar «accidentalmente» el bolso y alejarme andando. Mas una vocecita asustada en el fondo de mi mente me previno que podrían ser algo peor que ladrones.

Escuché con atención los silenciosos pasos, mucho más si se los comparaba con el bullicio que estaban armando antes. No parecía que estuvieran apretando el paso ni que se encontraran más cerca. Respira, tuve que recordarme. No sabes si te están siguiendo. Continué andando lo más deprisa posible sin llegar a correr, concentrándome en el giro que había a mano derecha, a pocos metros. Podía oírlos a la misma distancia a la que se encontraban antes. Procedente de la parte sur de la ciudad, un coche azul giró en la calle y pasó velozmente a mi lado. Pensé en plantarme de un salto delante de él, pero dudé, inhibida al no saber si realmente me seguían, y entonces fue demasiado tarde.

Llegué a la esquina, pero una rápida ojeada me mostró un callejón sin salida que daba a la parte posterior de otro edificio. En previsión, ya me había dado media vuelta. Debía rectificar a toda prisa, cruzar como un bólido el estrecho paseo y volver a la acera. La calle finalizaba en la próxima esquina, donde había una señal de stop. Me concentré en los débiles pasos que me seguían mientras decidía si echar a correr o no. Sonaban un poco más lejanos, aunque sabía que, en cualquier caso, me podían alcanzar si corrían. Estaba segura de que tropezaría y me caería de ir más deprisa. Las pisadas sonaban más lejos, sin duda, y por eso me arriesgué a echar una ojeada rápida por encima del hombro. Vi con alivio que ahora estaban a doce metros de mí, pero ambos me miraban fijamente.

El tiempo que me costó llegar a la esquina se me antojó una eternidad. Mantuve un ritmo vivo, hasta el punto de rezagarlos un poco más con cada paso que daba. Quizás hubieran comprendido que me habían asustado y lo lamentaban. Vi cruzar la intersección a dos automóviles que se dirigieron hacia el norte. Estaba a punto de llegar, y suspiré aliviada. En cuanto hubiera dejado aquella calle desierta habría más personas a mí alrededor. En un momento doblé la esquina con un suspiro de agradecimiento.

Y me deslicé hasta el stop.

A ambos lados de la calle se alineaban unos muros blancos sin ventanas. A lo lejos podía ver dos intersecciones, farolas, automóviles y más peatones, pero todos ellos estaban demasiado lejos, ya que los otros dos hombres del grupo estaban en mitad de la calle, apoyados contra un edificio situado al oeste, mirándome con unas sonrisas de excitación que me dejaron petrificada en la acera. Súbitamente comprendí que no me habían estado siguiendo.

Me habían estado conduciendo como al ganado.

Me detuve por unos breves instantes, aunque me pareció mucho tiempo. Di media vuelta y me lancé como una flecha hacia el otro lado dé la acera. Tuve la funesta premonición de que era un intento estéril. Las pisadas que me seguían se oían más fuertes.

— ¡Ahí está!

La voz atronadora del tipo rechoncho de pelo negro rompió la intensa quietud y me hizo saltar. En la creciente oscuridad parecía que iba a pasar de largo.

— ¡Sí! —Gritó una voz a mis espaldas, haciéndome dar otro salto mientras intentaba correr calle abajo—. Apenas nos hemos desviado.

Ahora debía andar despacio. Estaba acortando con demasiada rapidez la distancia respecto a los dos que esperaban apoyados en la pared. Era capaz de chillar con mucha potencia e inspiré aire, preparándome para proferir un grito, pero tenía la garganta demasiado seca para estar segura del volumen que podría generar. Con un rápido movimiento deslicé el bolso por encima de la cabeza y aferré la correa con una mano, lista para dárselo o usarlo como arma, según lo dictasen las circunstancias.

El gordo, ya lejos del muro, se encogió de hombros cuando me detuve con cautela y caminó lentamente por la calle.

—Apártese de mí —le previne con voz que se suponía debía sonar fuerte y sin miedo, pero tenía razón en lo de la garganta seca, y salió... sin volumen.
—No seas así, ricura —gritó, y una risa ronca estalló detrás de mí.

Separé los pies, me aseguré en el suelo e intenté recordar, a pesar del pánico, lo poco de autodefensa que sabía. La base de la mano hacia arriba para romperle la nariz, con suerte, o incrustándosela en el cerebro. Introducir los dedos en la cuenca del ojo, intentando engancharlos alrededor del hueso para sacarle el ojo. Y el habitual rodillazo a la ingle, por supuesto. Esa misma vocecita pesimista habló de nuevo para recordarme que probablemente no tendría ninguna oportunidad contra uno, y eran cuatro. « ¡Cállate!», le ordené a la voz antes de que el pánico me incapacitara. No iba a caer sin llevarme a alguno conmigo. Intenté tragar saliva para ser capaz de proferir un grito aceptable.

Súbitamente, unos faros aparecieron a la vuelta de la esquina. El coche casi atropello al gordo, obligándole a retroceder hacia la acera de un salto. Me lancé al medio de la carretera. Ese auto iba a pararse o tendría que atropellarme, pero, de forma totalmente inesperada, el coche plateado derrapó hasta detenerse con la puerta del copiloto abierta a menos de un metro.

—Entra —ordenó una voz furiosa, pero melodiosa a la vez

Fue sorprendente cómo ese miedo asfixiante se desvaneció al momento, y sorprendente también la repentina sensación de seguridad que me invadió, incluso antes de abandonar la calle, en cuanto oí su voz. Salté al asiento y cerré la puerta de un portazo.

El interior del coche estaba a oscuras, la puerta abierta no había proyectado ninguna luz, por lo que a duras penas conseguí verle el rostro gracias a las luces del salpicadero. Los neumáticos chirriaron cuando rápidamente aceleró y dio un volantazo que hizo girar el vehículo hacia los atónitos hombres de la calle antes de dirigirse al norte de la ciudad. Los vi de refilón cuando se arrojaron al suelo mientras salíamos a toda velocidad en dirección al puerto.

—Ponte el cinturón de seguridad —me ordenó; entonces comprendí que me estaba aferrando al asiento con las dos manos.

Le obedecí rápidamente. El chasquido al enganchar el cinturón sonó con fuerza en la penumbra. Se desvió a la izquierda para avanzar a toda velocidad, saltándose varias señales de stop sin detenerse.

Pero me sentía totalmente segura y, por el momento, daba igual adonde fuéramos. La miré con profundo alivio, un alivio que iba más allá de mi repentina liberación. Estudié las facciones perfectas del rostro de Santana a la escasa luz del salpicadero, esperando a recuperar el aliento, hasta que me pareció que su expresión reflejaba una ira homicida.

— ¿Estás enfadada conmigo? —le pregunté, sorprendida de lo ronca que sonó mi voz.
—No —respondió tajante, pero su tono era de furia.

Me quedé en silencio, contemplando su cara mientras ella miraba al frente con unos ojos rojos como brasas, hasta que el coche se detuvo de repente. Miré alrededor, pero estaba demasiado oscuro para ver otra cosa que no fuera la vaga silueta de los árboles en la cuneta de la carretera. Ya no estábamos en la ciudad.

— ¿Britt? —preguntó con voz tensa y mesurada.
— ¿Sí?

Mi voz aún sonaba ronca. Intenté aclararme la garganta en silencio.

— ¿Estás bien?

Aún no me había mirado, pero la rabia de su cara era evidente.

—Sí —contesté con voz ronca.
—Distráeme, por favor —ordenó.
—Perdona, ¿qué?

Suspiró con acritud.

—Limítate a charlar de cualquier cosa insustancial hasta que me calme —aclaró mientras cerraba los ojos y se pellizcaba el puente de la nariz con los dedos pulgar e índice.
—Eh... —me estrujé los sesos en busca de alguna trivialidad—. Mañana antes de clase voy a atropellar a Matt Rutherford

Santana siguió con los ojos cerrados, pero curvó la comisura de los labios.

— ¿Por qué?
—Va diciendo por ahí que me va a llevar al baile de promoción... O está loco o intenta hacer olvidar que casi me mata cuando... Bueno, tú lo recuerdas, y cree que la promoción es la forma adecuada de hacerlo. Estaremos en paz si pongo en peligro su vida y ya no podrá seguir intentando enmendarlo. No necesito enemigos, y puede que Lauren se apacigüe si Matt me deja tranquila. Aunque también podría destrozarle el Sentra. No podrá llevar a nadie al baile de fin de curso si no tiene coche...
—proseguí.
—Estaba enterada —sonó algo más sosegada.
— ¿Sí? —pregunté incrédula; mi irritación previa se enardeció—. Si está paralítico del cuello para abajo, tampoco podrá ir al baile de fin de curso —musité, refinando mi plan.

Santana suspiró y al fin abrió los ojos.

— ¿Estás bien?
—En realidad, no.


Esperé, pero no volvió a hablar. Reclinó la cabeza contra el asiento y miró el techo del Volvo. Tenía el rostro rígido.

— ¿Qué es lo que pasa? —inquirí con un hilo de voz.
—A veces tengo problemas con mi genio, Britt.

También ella susurraba, y no dejaba de mirar por la ventana mientras lo hacía, con los ojos entrecerrados.

—Pero no me conviene dar media vuelta y matar a esos... —no terminó la frase, desvió la mirada y volvió a luchar por controlar la rabia. Luego, continuó—: Al menos, eso es de lo que me intento convencer.
—Ah.


La palabra parecía inadecuada, pero no se me ocurría una respuesta mejor. De nuevo permanecimos sentadas en silencio. Miré el reloj del salpicadero, que marcaba las seis y media pasadas.

—Sugar y Tinna se van a preocupar —murmuré—. Iba a reunirme con ellas.

Arrancó el motor sin decir nada más, girando con suavidad y regresando rápidamente hacia la ciudad. Siguió conduciendo a gran velocidad cuando estuvimos bajo las lámparas, sorteando con facilidad los vehículos más lentos que cruzaban el paseo marítimo. Aparcó en paralelo al bordillo en un espacio que yo habría considerado demasiado pequeño para el Volvo, pero ella lo encajó sin esfuerzo al primer intento. Miré por la ventana en busca de las luces de La Bella Italia. Sugar y Tinna acababan de salir y se alejaban caminando con rapidez.

— ¿Cómo sabías dónde...? —comencé, pero luego me limité a sacudir la cabeza. Oí abrirse la puerta y me giré para verla salir.
— ¿Qué haces?
—Llevarte a cenar.


Sonrió levemente, pero la mirada continuaba siendo severa. Se alejó del coche y cerró de un portazo. Me peleé con el cinturón de seguridad y me apresuré a salir también del coche. Me esperaba en la acera y habló antes de que pudiera despegar los labios.

—Detén a Sugar y Tinna antes de que también deba buscarlas a ellas. Dudo que pudiera volver a contenerme si me tropiezo otra vez con tus amigos.

Me estremecí ante el tono amenazador de su voz.

— ¡Sugar, Tinna! —les grité, saludando con el brazo cuando se volvieron. Se apresuraron a regresar. El manifiesto alivio de sus rostros se convirtió en sorpresa cuando vieron quién estaba a mi lado. A unos metros de nosotros, vacilaron.
— ¿Dónde has estado? —preguntó Sugar con suspicacia.
—Me perdí —admití con timidez—, y luego me encontré con Santana.

La señalé con un gesto.

— ¿Os importaría que me uniera a vosotras? —preguntó con voz sedosa e irresistible. Por sus rostros estupefactos supe que ella nunca antes había empleado a fondo sus talentos con ellas.
—Eh, sí, claro —musitó Sugar.
—De hecho —confesó Tinna—, Britt, lo cierto es que ya hemos cenado mientras te esperábamos... Perdona.
—No pasa nada
—me encogí de hombros—. No tengo hambre.
—Creo que deberías comer algo —intervino Santana en voz baja, pero autoritaria. Buscó a Sugar con la mirada y le habló un poco más alto—: ¿Os importa que lleve a Britt a casa esta noche? Así, no tendréis que esperar mientras cena.
—Eh, supongo que no... hay problema...


Sugar se mordió el labio en un intento de deducir por mi expresión si era eso lo que yo quería. Le guiñé un ojo. Nada deseaba más que estar a solas con mi perpetua salvadora. Había tantas preguntas con las que no le podía bombardear mientras no estuviéramos solas…

—De acuerdo —Tinna fue más rápida que Sugar—. Os vemos mañana, Britt, Santana…

Tomó la mano de Sugar y la arrastró hacia el coche, que pude ver un poco más lejos, aparcado en First Street. Cuando entraron, Sugarse volvió y me saludó con la mano. Por su rostro supe que se moría de curiosidad. Le devolví el saludo y esperé a que se alejaran antes de volverme hacia Santana.

—De verdad, no tengo hambre —insistí mientras alzaba la mirada para estudiar su rostro. Su expresión era inescrutable.
—Compláceme.

Se dirigió hasta la puerta del restaurante y la mantuvo abierta con gesto obstinado. Evidentemente, no había discusión posible. Pasé a su lado y entré con un suspiro de resignación.

Era temporada baja para el turismo en Port Angeles, por lo que el restaurante no estaba lleno. Comprendí el brillo de los ojos de nuestra anfitriona mientras evaluaba a Santana. Le dio la bienvenida con un poco más de entusiasmo del necesario. Me sorprendió lo mucho que me molestó. Me sacaba varios centímetros.

— ¿Tienen una mesa para dos? —preguntó Santana con voz tentadora, lo pretendiese o no.

Vi cómo los ojos de la camarera se posaban en mí y luego se desviaban, satisfecha por mi evidente normalidad y la falta de contacto entre Santana y yo. Nos condujo a una gran mesa para cuatro en el centro de la zona más concurrida del comedor.

Estaba a punto de sentarme cuando Santana me indicó lo contrario con la cabeza.

— ¿Tiene, tal vez, algo más privado? —insistió con voz suave a la anfitriona. No estaba segura, pero me pareció que le entregaba discretamente una propina. No había visto a nadie rechazar una mesa salvo en las viejas películas.
—Naturalmente —parecía tan sorprendida como yo. Se giró y nos condujo alrededor de una mampara hasta llegar a una sala de reservados—. ¿Algo como esto?
—Perfecto.


Le dedicó una centelleante sonrisa a la dueña, dejándola momentáneamente deslumbrada.

—Esto... —sacudió la cabeza, bizqueando—. Ahora mismo las atiendo.

Se alejó caminando con paso vacilante.

—De veras, no deberías hacerle eso a la gente —le critiqué—. Es muy poco cortés.
— ¿Hacer qué?
—Deslumbrarla... Probablemente, ahora está en la cocina hiperventilando.


Pareció confusa.

—Oh, venga —le dije un poco dubitativa—. Tienes que saber el efecto que produces en los demás.

Ladeó la cabeza con los ojos llenos de curiosidad.

— ¿Los deslumbro?
— ¿No te has dado cuenta? ¿Crees que todos ceden con tanta facilidad?


Ignoró mis preguntas.

— ¿Te deslumbro a ti?
—Con frecuencia
—admití.

Entonces llegó la camarera, con rostro expectante. La anfitriona había hecho mutis por el foro definitivamente, y la nueva chica no parecía decepcionada. Se echó un mechón de su cabello negro detrás de la oreja, y sonrió con innecesaria calidez.

—Hola. Me llamo Amber y voy a atenderles esta noche. ¿Qué les pongo de beber?

No pasé por alto que sólo se dirigía a ella. Santana me miró.

—Voy a tomar una CocaCola.

Pareció una pregunta.

—Dos —dijo ella.
—Enseguida las traigo —le aseguró con otra sonrisa innecesaria, pero ella no la vio, porque me miraba a mí.
— ¿Qué pasa? —le pregunté cuando se fue la camarera. Tenía la mirada fija en mi rostro.
— ¿Cómo te sientes?
—Estoy bien
—contesté, sorprendida por la intensidad.
— ¿No tienes mareos, ni frío, ni malestar...?
— ¿Debería?


Se rió entre dientes ante la perplejidad de mi respuesta.

—Bueno, de hecho esperaba que entraras en estado de shock.

Su rostro se contrajo al esbozar aquella perfecta sonrisa de picardía.

—Dudo que eso vaya a suceder —respondí después de tomar aliento—. Siempre se me ha dado muy bien reprimir las cosas desagradables.
—Da igual, me sentiré mejor cuando hayas tomado algo de glucosa y comida.

La camarera apareció con nuestras bebidas y una cesta de colines en ese preciso momento. Permaneció de espaldas a mí mientras las colocaba sobre la mesa.

— ¿Han decidido qué van a pedir? —preguntó a Santana.
— ¿Britt? —inquirió ella.

Ella se volvió hacia mí a regañadientes. Elegí lo primero que vi en el menú.

—Eh... Tomaré el ravioli de setas.
— ¿Señorita?


Se volvió hacia Santana con una sonrisa.

—Nada para mí —contestó.

No, por supuesto que no.

—Si cambia de opinión, hágamelo saber.

La sonrisa coqueta seguía ahí, pero ella no la miraba y la camarera se marchó descontenta.

—Bebe —me ordenó.

Al principio, di unos sorbitos a mi refresco obedientemente; luego, bebí a tragos más largos, sorprendida de la sed que tenía. Comprendí que me la había terminado toda cuando Santana empujó su vaso hacia mí.

—Gracias —murmuré, aún sedienta.

El frío del refresco se extendió por mi pecho y me estremecí.

— ¿Tienes frío?
—Es sólo la Coca Cola
—le expliqué mientras volvía a estremecerme.
— ¿No tienes una cazadora? —me reprochó.
—Sí —miré a la vacía silla contigua y caí en la cuenta—. Vaya, me la he dejado en el coche de Sugar.

Santana se quitó la suya. No podía apartar los ojos de su rostro, simplemente. Me concentré para obligarme a hacerlo en ese momento. Se estaba quitando su cazadora de cueto debajo de la cual llevaba una blusa de cuello V que se ajustaba muy bien, resaltando su pecho.

Me entregó su cazadora y me interrumpió mientras me la comía con los ojos.

—Gracias —dije nuevamente mientas deslizaba los brazos en su cazadora.

La prenda estaba helada, igual que cuando me ponía mi ropa a primera hora de la mañana, colgada en el vestíbulo, en el que hay mucha corriente de aire. Tirité otra vez. Tenía un olor asombroso. Lo olisqueé en un intento de identificar aquel delicioso aroma, que no se parecía a ningún perfume. Las mangas eran algo largas y las eché hacia atrás para tener libres las manos.

—Tu piel tiene un aspecto encantador con ese color azul —observó mientras me miraba. Me sorprendió y bajé la vista, sonrojada, por supuesto.

Empujó la cesta con los colines hacia mí.

—No voy a entrar en estado de shock, de verdad —protesté.
—Pues deberías, una persona normal lo haría, y tú ni siquiera pareces alterada.

Daba la impresión de estar desconcertada. Me miró a los ojos y vi que los suyos eran claros, más claros de lo que anteriormente los había visto, de ese tono dorado que tiene un dulce de caramelo.

—Me siento segura contigo —confesé, impelida a decir de nuevo la verdad.

Aquello le desagradó y frunció su frente de alabastro. Ceñuda, sacudió la cabeza y murmuró para sí:

—Esto es más complicado de lo que pensaba.

Tomé un colín y comencé a mordisquearlo por un extremo, evaluando su expresión. Me pregunté cuándo sería el momento oportuno para empezar a interrogarle.

—Normalmente estás de mejor humor cuando tus ojos brillan —comenté, intentando distraerle de cualquiera que fuera el pensamiento que le había dejado triste y sombrío. Atónita, me miró.
— ¿Qué?
—Estás de mal humor cuando tienes los ojos negros. Entonces, me lo veo venir
—continué—. Tengo una teoría al respecto.

Entrecerró los ojos y dijo:

— ¿Más teorías?
—Aja.


Mastiqué un colín al tiempo que intentaba parecer indiferente.

—Espero que esta vez seas más creativa, ¿o sigues tomando ideas de los cómics?

La imperceptible sonrisa era burlona, pero la mirada se mantuvo severa.

—Bueno, no. No la he sacado de un comic, pero tampoco me la he inventado—confesé.
— ¿Y? —me incitó a seguir, pero en ese momento la camarera apareció detrás de la mampara con mi comida.

Me di cuenta de que, inconscientemente, nos habíamos ido inclinando cada vez más cerca una de la otra, ya que ambas nos erguimos cuando se aproximó. Dejó el plato delante de mí —tenía buena pinta— y rápidamente se volvió hacia Santana para preguntarle:

— ¿Ha cambiado de idea? ¿No hay nada que le pueda ofrecer?

Capté el doble significado de sus palabras.

—No, gracias, pero estaría bien que nos trajera algo más de beber.

Ella señaló los vasos vacíos que yo tenía delante con su mano.

—Claro.

Quitó los vasos vacíos y se marchó.

— ¿Qué decías?
—Te lo diré en el coche. Si...
—hice una pausa.
— ¿Hay condiciones?

Su voz sonó ominosa. Enarcó una ceja.

—Tengo unas cuantas preguntas, por supuesto.
—Por supuesto.


La camarera regresó con dos vasos de CocaCola. Los dejó sobre la mesa sin decir nada y se marchó de nuevo. Tomé un sorbito.

—Bueno, adelante —me instó, aún con voz dura.

Comencé por la pregunta menos exigente. O eso creía.

— ¿Por qué estás en Port Angeles?

Bajó la vista y cruzó sus manos sobre la mesa muy despacio para luego mirarme a través de las pestañas mientras aparecía en su rostro el indicio de una sonrisa afectada.

—Siguiente pregunta.
—Pero ésa es la más fácil
—objeté.
—La siguiente —repitió.

Frustrada, bajé los ojos. Moví los platos, tomé el tenedor, pinché con cuidado un ravioli y me lo llevé a la boca con deliberada lentitud, pensando al tiempo que masticaba. Las setas estaban muy ricas. Tragué y bebí otro sorbo de mi refresco antes de levantar la vista.

—En tal caso, de acuerdo —le miré y proseguí lentamente—. Supongamos que, hipotéticamente, alguien es capaz de... saber qué piensa la gente, de leer sus mentes, ya sabes, salvo unas cuantas excepciones.
—Sólo una excepción
—me corrigió—, hipotéticamente.
—De acuerdo entonces, una sola excepción.


Me estremecí cuando me siguió el juego, pero intenté parecer despreocupada.

— ¿Cómo funciona? ¿Qué limitaciones tiene? ¿Cómo podría ese alguien... encontrar a otra persona en el momento adecuado? ¿Cómo sabría que ella está en un apuro?
— ¿Hipotéticamente?
—Bueno, si... ese alguien...
—Supongamos que se llama Jinn
—sugerí.

Esbozó una sonrisa seca.

—En ese caso, Jinn. Si Joe hubiera estado atento, la sincronización no tendría por qué haber sido tan exacta —negó con la cabeza y puso los ojos en blanco
—. Sólo tú podrías meterte en líos en un sitio tan pequeño. Destrozarías las estadísticas de delincuencia para una década, ya sabes.
—Estamos hablando de un caso hipotético
—le recordé con frialdad.

Se rió de mí con ojos tiernos.

—Sí, cierto —aceptó—. ¿Qué tal si la llamamos Jane?
—¿Cómo lo supiste?
—pregunté, incapaz de refrenar mi ansiedad. Comprendí que volvía a inclinarme hacia ella.

Pareció titubear, dividido por algún dilema interno. Nuestras miradas se encontraron e intuí que en ese preciso instante estaba tomando la decisión de si decir o no la verdad.

—Puedes confiar en mí, ya lo sabes —murmuré.

Sin pensarlo, estiré el brazo para tocarle las manos cruzadas, pero Santana las retiró levemente y yo hice lo propio con las mías.

—No sé si tengo otra alternativa —su voz era un susurro—. Me equivoqué. Eres mucho más observadora de lo que pensaba.
—Creí que siempre tenías razón.
—Así era
—sacudió la cabeza otra vez—. Hay otra cosa en la que también me equivoqué contigo. No eres un imán para los accidentes... Esa no es una clasificación lo suficientemente extensa. Eres un imán para los problemas. Si hay algo peligroso en un radio de quince kilómetros, inexorablemente te encontrará.
— ¿Te incluyes en esa categoría?
—Sin ninguna duda.


Su rostro se volvió frío e inexpresivo. Volví a estirar la mano por la mesa, ignorando cuando ella retiró levemente las suyas, para tocar tímidamente el dorso de sus manos con las yemas de los dedos. Tenía la piel fría y dura como una piedra.

—Gracias —musité con ferviente gratitud—. Es la segunda vez.

Su rostro se suavizó.

—No dejarás que haya una tercera, ¿de acuerdo?

Fruncí el ceño, pero asentí con la cabeza. Apartó su mano de debajo de la mía y puso ambas sobre la mesa, pero se inclinó hacia mí.

—Te seguí a Port Angeles —admitió, hablando muy deprisa—. Nunca antes había intentado mantener con vida a alguien en concreto, y es mucho más problemático de lo que creía, pero eso tal vez se deba a que se trata de ti. La gente normal parece capaz de pasar el día sin tantas catástrofes.

Hizo una pausa. Me pregunté si debía preocuparme el hecho de que me siguiera, pero en lugar de eso, sentí un extraño espasmo de satisfacción. Me miró fijamente, preguntándose tal vez por qué mis labios se curvaban en una involuntaria sonrisa.

— ¿Crees que me había llegado la hora la primera vez, cuando ocurrió lo de la furgoneta, y que has interferido en el destino? —especulé para distraerme.
—Esa no fue la primera vez —replicó con dureza. La miré sorprendida, pero ella miraba al suelo—. La primera fue cuando te conocí.

Sentí un escalofrío al oír sus palabras y recordar bruscamente la furibunda mirada de sus ojos negros aquel primer día, pero lo ahogó la abrumadora sensación de seguridad que sentía en presencia de Santana.

— ¿Lo recuerdas? —inquirió con su rostro de ángel muy serio.
—Sí —respondí con serenidad.
—Y aun así estás aquí sentada —comentó con un deje de incredulidad en su voz y enarcó una ceja.
—Sí, estoy aquí... gracias a ti —me callé y luego le incité—. Porque de alguna manera has sabido encontrarme hoy.

Frunció los labios y me miró con los ojos entrecerrados mientras volvía a cavilar. Lanzó una mirada a mi plato, casi intacto, y luego a mí.

—Tú comes y yo hablo —me propuso.

Rápidamente saqué del plato otro ravioli con el tenedor, lo hice estallar en mi boca y mastiqué de forma apresurada.

—Seguirte el rastro es más difícil de lo habitual. Normalmente puedo hallar a alguien con suma facilidad siempre que haya «oído» su mente antes —me miró con ansiedad y comprendí que me había quedado helada. Me obligué a tragar, pinché otro ravioli y me lo metí en la boca.

—Vigilaba a Sugar sin mucha atención... Como te dije, sólo tú puedes meterte en líos en Port Angeles. Al principio no me di cuenta de que te habías ido por tu cuenta y luego, cuando comprendí que ya no estabas con ellas, fui a buscarte a la librería que vislumbré en la mente de Sugar. Te puedo decir que sé que no llegaste a entrar y que te dirigiste al sur. Sabía que tendrías que dar la vuelta pronto, por lo que me limité a esperarte, investigando al azar en los pensamientos de los viandantes para saber si alguno se había fijado en ti, y saber de ese modo dónde estabas. No tenía razones para preocuparme, pero estaba extrañamente ansiosa...

Se sumió en sus pensamientos, mirando fijamente a la nada, viendo cosas que yo no conseguía imaginar.

—Comencé a conducir en círculos, seguía alerta. El sol se puso al fin y estaba a punto de salir y seguirte a pie cuando... —enmudeció, rechinando los dientes con súbita ira. Se esforzó en calmarse.
— ¿Qué pasó entonces? —susurré. Santana seguía mirando al vacío por encima de mi cabeza.
—Oí lo que pensaban —gruñó; al torcer el gesto, el labio superior se curvó mostrando sus dientes—, y vi tu rostro en sus mentes.

De repente, se inclinó hacia delante, con el codo apoyado en la mesa y la mano sobre los ojos. El movimiento fue tan rápido que me sobresaltó.

—Resultó duro, no sabes cuánto, dejarlos... vivos —el brazo amortiguaba la voz—. Te podía haber dejado ir con Sugar y Tinna, pero temía —admitió con un hilo de voz— que, si me dejabas sola, iría a por ellos.

Permanecí sentada en silencio, confusa, llena de pensamientos incoherentes, con las manos cruzadas sobre el vientre y recostada lánguidamente contra el respaldo de la silla. Santana seguía con la mano en el rostro, tan inmóvil que parecía una estatua tallada.

Finalmente alzó la vista y sus ojos buscaron los míos, rebosando sus propios interrogantes.

— ¿Estás lista para ir a casa? —preguntó.
—Lo estoy para salir de aquí —precisé, inmensamente agradecida de que nos quedara una hora larga de coche antes de llegar a casa juntas. No estaba preparada para despedirme de ella.

La camarera apareció como si la hubiera llamado, o estuviera observando.

— ¿Qué tal todo? —preguntó a Santana.
—Dispuestas para pagar la cuenta, gracias.

Su voz era contenida pero más ronca, aún reflejaba la tensión de nuestra conversación. Aquello pareció acallarla. Santana alzó la vista, aguardando.

—Claro —tartamudeó—. Aquí la tiene.

La camarera extrajo una carpetita de cuero del bolsillo delantero de su delantal negro y se la entregó.

Santana ya sostenía un billete en la mano. Lo deslizó dentro de la carpetita y se la devolvió de inmediato.

—Quédese con el cambio.

Sonrió, se puso de pie y le imité con torpeza. Ella volvió a dirigirle una sonrisa insinuante.

—Que tengan una buena noche.

Santana no apartó los ojos de mí mientras le daba las gracias. Reprimí una sonrisa.

Caminó muy cerca de mí hasta la puerta, pero siguió poniendo mucho cuidado en no tocarme. Recordé lo que Sugar había dicho de su relación con Artie, y cómo casi habían avanzado hasta la fase del primer beso. Suspiré. Santana me oyó, y me miró con curiosidad. Yo clavé la mirada en la acera, muy agradecida de que pareciera incapaz de saber lo que pensaba.

Abrió la puerta del copiloto y la sostuvo hasta que entré. Luego, la cerró detrás de mí con suavidad. Le contemplé dar la vuelta por la parte delantera del coche, de nuevo sorprendida por el garbo con que se movía. Probablemente debería haberme habituado a estas alturas, pero no era así. Tenía la sensación de que Santana no era la clase de chica a la que alguien pueda acostumbrarse.

Una vez dentro, arrancó y puso al máximo la calefacción. Había refrescado mucho y supuse que el buen tiempo se había terminado, aunque estaba bien caliente con su cazadora, oliendo su aroma cuando creía que no me veía.

Se metió entre el tráfico, aparentemente sin mirar, y fue esquivando coches en dirección a la autopista.

—Ahora —dijo de forma elocuente—, te toca a ti.


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Bonita noche chicas, hasta el siguiente capitulo. Las amo! :)
dianna agron 16
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