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Mensaje por Lorena_Glee Vie Ago 30, 2013 3:55 am

Ooo me a encantado siguelo pliss
Lorena_Glee
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por Jane0_o Vie Ago 30, 2013 11:08 am

Excelente capitulo
Hasta la siguiente actualizacion
Saludos!
Jane0_o
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Mensajes : 1160
Fecha de inscripción : 16/08/2013

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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Vie Ago 30, 2013 2:03 pm



------


TEORIA


— ¿Puedo hacerte sólo una pregunta más? —imploré mientras aceleraba a toda velocidad por la calle desierta. No parecía prestar atención alguna a la carretera.

Suspiró.

—Una —aceptó. Frunció los labios, que se convirtieron en una línea llena de recelo.
—Bueno... Dijiste que sabías que no había entrado en la librería y que me había dirigido hacia el sur. Sólo me preguntaba cómo lo sabías.

Desvió la vista a propósito.

—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —refunfuñé.

Casi sonrió.

—De acuerdo. Seguí tu olor —miraba a la carretera, lo cual me dio tiempo para recobrar la compostura. No podía admitir que ésa fuera una respuesta aceptable, pero la clasifiqué cuidadosamente para estudiarla más adelante. Intenté retomar el hilo de la conversación. Tampoco estaba dispuesta a dejarle terminar ahí, no ahora que al fin me estaba explicando cosas.
—Aún no has respondido a la primera de mis preguntas —dije para ganar tiempo.

Me miró con desaprobación.

— ¿Cuál?
— ¿Cómo funciona lo de leer mentes? ¿Puedes leer la mente de cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el resto de tu familia...?


Me sentí estúpida al pedir una aclaración sobre una fantasía.

—Has hecho más de una pregunta —puntualizó. Me limité a entrecruzar los dedos y esperar—. Sólo yo tengo esa facultad, y no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy capaz de oírla, pero aun así, no más de unos pocos kilómetros —hizo una pausa con gesto meditabundo—. Se parece un poco a un enorme hall repleto de personas que hablan todas a la vez. Sólo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que localizo una voz, y entonces está claro lo que piensan... La mayor parte del tiempo no los escucho, ya que puede llegar a distraer demasiado y así es más fácil parecer normal—frunció el ceño al pronunciar la palabra—, y no responder a los pensamientos de alguien antes de que los haya expresado con palabras

Me miró con ojos enigmáticos.

— ¿Por qué crees que no puedes «oírme»? —pregunté con curiosidad.
—No lo sé —murmuró—. Mi única suposición es que tal vez tu mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si tus pensamientos fluyeran en onda media y yo sólo captase los de frecuencia modulada.

Me sonrió, repentinamente divertida.

— ¿Mi mente no funciona bien? ¿Soy un bicho raro?

Esas palabras me preocuparon más de lo previsto, probablemente porque había dado en la diana. Siempre lo había sospechado, y me avergonzaba tener la confirmación.

—Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro —se rió— No te inquietes, es sólo una teoría. .. —su rostro se tensó—. Y eso nos trae de vuelta a ti.

Suspiré. ¿Cómo empezar?

—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —me recordó con dulzura.

Aparté la vista del rostro de Santana por primera vez en un intento de hallar las palabras y vi el indicador de velocidad.

— ¡Dios santo! —grité—. ¡Ve más despacio!
— ¿Qué pasa?
—se sobresaltó, pero el automóvil no desaceleró.
— ¡Vas a ciento sesenta! —seguí chillando.

Heche una ojeada de pánico por la ventana, pero estaba demasiado oscuro para distinguir mucho. La carretera sólo era visible hasta donde alcanzaba la luz de los faros delanteros. El bosque que flanqueaba ambos lados de la carretera parecía un muro negro, tan duro como un muro de hierro si nos salíamos de la carretera a esa velocidad.

—Tranquilízate, Britt.

Puso los ojos en blanco sin reducir aún la velocidad.

— ¿Pretendes que nos matemos? —quise saber.
—No vamos a chocar.

Intenté modular el volumen de mi voz al preguntar:

— ¿Por qué vamos tan deprisa?
—Siempre conduzco así
—se volvió y me sonrió torciendo la boca.
— ¡No apartes la vista de la carretera!
—Nunca he tenido un accidente, Britt, ni siquiera me han puesto una multa
—sonrió y se acarició varias veces la frente—. A prueba de radares detectores de velocidad.
—Muy divertida
—estaba que echaba chispas—. Charlie es policía, ¿recuerdas? He crecido respetando las leyes de tráfico. Además, si nos la pegamos contra el tronco de un árbol y nos convertimos en una galleta de Volvo, tendrás que regresar a pie.
—Probablemente
—admitió con una fuerte aunque breve carcajada—, pero tú no —suspiró y vi con alivio que la aguja descendía gradualmente hasta los ciento veinte.
— ¿Satisfecha?
—Casi.
—Odio conducir despacio
—musitó.
— ¿A esto le llamas despacio?
—Basta de criticar mi conducción
—dijo bruscamente—, sigo esperando tu última teoría.

Me mordí el labio. Me miró con ojos inesperadamente amarillos—No me voy a reír —prometió.

—Temo más que te enfades conmigo.
— ¿Tan mala es?
—Bastante, sí.


Esperó. Tenía la vista clavada en mis manos, por lo que no le pude ver la expresión.

—Adelante —me animó con voz tranquila.
—No sé cómo empezar —admití.
— ¿Por qué no empiezas por el principio? Dijiste que no era de tu invención.
—No.
— ¿Cómo empezaste? ¿Con un libro? ¿Con una película?
—me sondeó.
—No. Fue el sábado, en la playa —me arriesgué a alzar los ojos y contemplar su rostro. Pareció confundida—. Me encontré con un viejo amigo de la familia... Sam Evans—proseguí—. Su padre y Charlie han sido amigos desde que yo era niña.

Aún parecía perpleja.

—Su padre es uno de los ancianos de los quileute —la examiné con atención. Una expresión helada sustituyó al desconcierto anterior—. Fuimos a dar un paseo... —evité explicarle todas mis maquinaciones para sonsacar la historia—, y él me estuvo contando viejas leyendas para asustarme —vacilé—. Me contó una...
—Continúa.
—... sobre vampiros.


En ese instante me di cuenta de que hablaba en susurros. Ahora no le podía ver la cara, pero sí los nudillos tensos, convulsos, de las manos en el volante.

— ¿E inmediatamente te acordaste de mí?

Seguía tranquila.

—No. Sam mencionó a tu familia.

Permaneció en silencio, sin perder de vista la carretera. De repente, me alarmé, preocupada por proteger a Sam.

—Sólo creía que era una superstición estúpida —añadí rápidamente—. No esperaba que yo me creyera ni una palabra —mi comentario no parecía suficiente, por lo que tuve que confesar—: Fue culpa mía. Le obligué a contármelo.
— ¿Por qué?
—Lauren dijo algo sobre ti... Intentaba provocarme. Un joven mayor de la tribu mencionó que tu familia no acudía a la reserva, sólo que sonó como si aquello tuviera un significado especial, por lo que me llevé a Sam a solas y le engañé para que me lo contara
—admití con la cabeza gacha.
— ¿Cómo le engañaste?
—Intenté flirtear un poco... Funcionó mejor de lo que había pensado
—la incredulidad llenó mi voz cuando lo mencione.
—Me gustaría haberlo visto —se rió entre dientes de forma sombría—. Y tú me acusas de confundir a la gente... ¡Pobre Sam Evans!

Me puse colorada como un tomate y contemplé la noche a través de la ventanilla.

— ¿Qué hiciste entonces? —preguntó un minuto después.
—Busqué en Internet.
— ¿Y eso te convenció?
—su voz apenas parecía interesada, pero sus manos aferraban con fuerza el volante.
—No. Nada encajaba. La mayoría eran tonterías, y entonces... —me detuve.
— ¿Qué?
—Decidí que no importaba
—susurré.
— ¡¿Que no importaba?! —el tono de su voz me hizo alzar los ojos. La máscara tan cuidadosamente urdida se había roto finalmente. Tenía cara de incredulidad, con un leve atisbo de la rabia que yo temía.
—No —dije suavemente—. No me importa lo que seas.
— ¿No te importa que sea un monstruo? —su voz reflejó una nota severa y burlona— ¿Que no sea humana?
—No.


Se calló y volvió a mirar al frente. Su rostro era oscuro y gélido.

—Te has enfadado —suspiré—. No debería haberte dicho nada.
—No
—dijo con un tono tan severo como la expresión de su cara—. Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que pienses sea una locura.
—Así que, ¿me equivoco otra vez?
—le desafié.
—No me refiero a eso. «No importaba» —me citó, apretando los dientes.
— ¿Estoy en lo cierto? —contesté con un respingo.
— ¿Importa?

Respiré hondo.

—En realidad, no —hice una pausa—. Siento curiosidad.

Al menos, mi voz sonaba tranquila. De repente, se resignó.

— ¿Sobre qué sientes curiosidad?
— ¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete
—respondió de inmediato.
— ¿Y cuánto hace que tienes diecisiete años?

Frunció los labios mientras miraba la carretera.

—Bastante —admitió, al fin.
—De acuerdo.

Sonreí, complacida de que al fin fuera sincera conmigo. Sus vigilantes ojos me miraban con más frecuencia que antes, cuando le preocupaba que entrara en estado de Shock. Esbocé una sonrisa más amplia de estímulo y ella frunció el ceño.

—No te rías, pero ¿cómo es que puedes salir durante el día?

En cualquier caso, se rió.

—Un mito.
— ¿No te quema el sol?
—Un mito.
— ¿Y lo de dormir en ataúdes?
—Un mito
—vaciló durante un momento y un tono peculiar se filtró en su voz—. No puedo dormir.

Necesité un minuto para comprenderla.

— ¿Nada?
—Jamás
—contestó con voz apenas audible.

Se volvió para mirarme con expresión de nostalgia. Sus ojos dorados sostuvieron mi mirada y perdí la oportunidad de pensar. Me quedé mirándola hasta que ella apartó la vista.

—Aún no me has formulado la pregunta más importante.

Ahora su voz sonaba severa y cuando me miró otra vez lo hizo con ojos gélidos. Parpadeé, todavía confusa.

— ¿Cuál?
— ¿No te preocupa mi dieta?
—preguntó con sarcasmo.
—Ah —musité—, ésa.
—Sí, ésa —remarcó con voz átona—. ¿No quieres saber si bebo sangre?

Retrocedí.

—Bueno, Sam me dijo algo al respecto.
— ¿Qué dijo Sam?
—preguntó cansinamente.
—Que no cazabais personas. Dijo que se suponía que vuestra familia no era peligrosa porque sólo dabais caza a animales.
— ¿Dijo que no éramos peligrosos?


Su voz fue profundamente escéptica.

—No exactamente. Dijo que se suponía que no lo erais, pero los quileutes siguen sin quereros en sus tierras, sólo por si acaso.

Miró hacia delante, pero no sabía si observaba o no la carretera.

—Entonces, ¿tiene razón en lo de que no cazáis personas? —pregunté, intentando alterar la voz lo menos posible.
—La memoria de los quileutes llega lejos... —susurró.

Lo acepté como una confirmación.

—Aunque no dejes que eso te satisfaga —me advirtió—. Tienen razón al mantener la distancia con nosotros.
—No comprendo.
—Intentamos...
—explicó lentamente—, solemos ser buenos en todo lo que hacemos, pero a veces cometemos errores. Yo, por ejemplo, al permitirme estar sola contigo.
— ¿Esto es un error?


Oí la tristeza de mi voz, pero no supe si ella también lo había advertido.

—Uno muy peligroso —murmuró.

A continuación, ambas permanecimos en silencio. Observé cómo giraban las luces del coche con las curvas de la carretera. Se movían con demasiada rapidez, no parecían reales, sino un videojuego. Era consciente de que el tiempo se me escapaba rápidamente, se me acababa como la carretera que recorríamos, y tuve un miedo espantoso a no disponer de otra oportunidad para estar con ella de nuevo como en este momento, abiertamente, sin muros entre nosotros. Sus palabras apuntaban hacia un fin y retrocedí ante esa idea. No podía perder ninguno de los minutos que tenía a su lado.

—Cuéntame más —pedí con desesperación, sin preocuparme de lo que dijera, sólo para oír su voz de nuevo.

Me miró rápidamente, sobresaltada por el cambio que se había operado en mi voz.

— ¿Qué más quieres saber?
—Dime por qué cazáis animales en lugar de personas
—sugerí con voz aún alterada por la desesperación. Tomé conciencia de que tenía los ojos llorosos y luché contra el pesar que intentaba apoderarse de mí.
—No quiero ser un monstruo —explicó en voz muy baja.
—Pero ¿no bastan los animales?

Hizo una pausa.

—No puedo estar segura, por supuesto, pero yo lo compararía con vivir a base de queso y leche de soja. Nos llamamos a nosotros mismos vegetarianos, es nuestro pequeño chiste privado. No sacia el apetito por completo, bueno, más bien la sed, pero nos mantiene lo bastante fuertes para resistir... la mayoría de las veces —su voz sonaba a presagio—. Unas veces es más difícil que otras.
— ¿Te resulta muy difícil ahora?


Suspiró.

—Pero ahora no tienes hambre —aseveré con confianza, afirmando, no preguntando.
— ¿Qué te hace pensar eso?
—Tus ojos. Te dije que tenía una teoría. Me he dado cuenta de que la gente, se enfada cuando tiene hambre.


Se rió entre dientes.

—Eres muy observadora, ¿verdad?

No respondí, sólo escuché el sonido de su risa y lo grabé en la memoria.

—Este fin de semana estuvisteis cazando, ¿verdad? —quise saber cuando todo se hubo calmado.
—Sí —calló durante un segundo, como si estuviera decidiendo decir algo o no—. No quería salir, pero era necesario. Es un poco más fácil estar cerca de ti cuando no tengo sed.
— ¿Por qué no querías marcharte?
—El estar lejos de ti me pone... ansiosa
—su mirada era amable e intensa; y me estremecí hasta la médula—. No bromeaba cuando te pedí que no te cayeras al mar o te dejaras atropellar el jueves pasado. Estuve abstraída todo el fin de semana, preocupándome por ti, y después de lo acaecido esta noche, me sorprende que hayas salido indemne del fin de semana —movió la cabeza; entonces recordó algo—. Bueno, no del todo.
— ¿Qué?
—Tus manos
—me recordó.

Observé las palmas de mis manos y las rasgaduras casi curadas de los pulpejos. A Santana no se le escapaba nada.

—Me caí —reconocí con un suspiro.
—Eso es lo que pensé —las comisuras de sus labios se curvaron—. Supongo que, siendo tú, podía haber sido mucho peor, y esa posibilidad me atormentó mientras duró mi ausencia. Fueron tres días realmente largos y la verdad es que puse a Puck de los nervios.

Me sonrió compungida.

— ¿Tres días? ¿No acabas de regresar hoy?
—No, volvimos el domingo.
—Entonces, ¿por qué no fuisteis ninguno de vosotros al instituto?


Estaba frustrada, casi enfadada, al pensar el gran chasco que me había llevado a causa de su ausencia.

—Bueno, me has preguntado si el sol me daña, y no lo hace, pero no puedo salir a la luz del día... Al menos, no donde me pueda ver alguien.
— ¿Por qué?
—Alguna vez te lo mostraré
—me prometió.

Pensé en ello durante un momento.

—Me podías haber llamado —decidí.

Se quedó confusa.

—Pero sabía que estabas a salvo.
—Pero yo no sabía dónde estabas. Yo...
—vacilé y entorné los ojos.
— ¿Qué? —me impelió con voz arrulladora.
—Me disgusta no verte. También me pone ansiosa.

Me sonrojé al decirlo en voz alta. Se quedó quieta y alzó la vista con aprensión. Observé su expresión apenada.

—Ay —gimió en voz baja—, eso no está bien.

No comprendí esa respuesta. ¿Qué he dicho?

— ¿No lo ves, Britt? De todas las cosas en que te has visto involucrada, es una de las que me hace sentir peor —fijó los ojos en la carretera abruptamente; habló a borbotones, a tal velocidad que casi no lo comprendí—. No quiero oír que te sientas así —dijo con voz baja, pero apremiante—. Es un error. No es seguro. Britt, soy peligrosa. Grábatelo, por favor.
—No.


Me esforcé por no parecer una niña enfurruñada.

—Hablo en serio —gruñó.
—También yo. Te lo dije, no me importa qué seas. Es demasiado tarde.
—Jamás digas eso
—espetó con dureza y en voz baja.

Me mordí el labio, contenta de que no supiera cuánto dolía aquello. Contemplé la carretera. Ya debíamos de estar cerca. Conducía mucho más deprisa.

— ¿En qué piensas? —inquirió con voz aún ruda.

Me limité á negar con la cabeza, no muy segura de que fuera capaz de hablar.

— ¿Estás llorando?

No me había dado cuenta de que la humedad de mis ojos se había desbordado. Rápidamente, me froté la mejilla con la mano y, efectivamente, allí estaban las lágrimas delatoras, traicionándome.

—No —negué, pero mi voz se quebró.

La vi extender hacia mí la diestra con vacilación, pero luego se contuvo y lentamente la volvió a poner en el volante.

—Lo siento —se disculpó con voz pesarosa.

Supe que no sólo se estaba disculpando por las palabras que me habían perturbado. La oscuridad se deslizaba a nuestro lado en silencio.

—Dime una cosa —pidió después de que hubiera transcurrido otro minuto, y la oí controlarse para que su tono fuera ligero.
— ¿Sí?
—Esta noche, justo antes de que yo doblara la esquina, ¿en qué pensabas? No comprendí tu expresión... No parecías asustada, sino más bien concentrada al máximo en algo.
—Intentaba recordar cómo incapacitar a un atacante, ya sabes. .. autodefensa. Le iba a meter la nariz en el cerebro a ese...
—pensé en el tipo moreno con una oleada de odio.
— ¿Ibas a luchar contra ellos? —eso la perturbó—. ¿No pensaste en correr?
—Me caigo mucho cuando corro
—admití.
— ¿Y en chillar?
—Estaba a punto de hacerlo.


Sacudió la cabeza.

—Tienes razón. Definitivamente, estoy luchando contra el destino al intentar mantenerte con vida.

Suspiré. Al traspasar los límites de Forks fuimos más despacio. El viaje le había llevado menos de veinte minutos.

— ¿Te veré mañana? —quise saber.
—Sí. También he de entregar un trabajo —me sonrió—. Te reservaré un asiento para almorzar.

Después de todo lo que habíamos pasado aquella noche, era una tontería que esa pequeña promesa me causara tal excitación y me impidiera articular palabra.

Estábamos enfrente de la casa de Charlie. Las luces estaban encendidas y mi coche en su sitio. Todo parecía absolutamente normal. Era como despertar de un sueño. Detuvo el vehículo, pero no me moví.

— ¿Me prometes estar ahí mañana?
—Lo prometo.


Sopesé la respuesta durante unos instantes y luego asentí con la cabeza. Me quité la cazadora después de olería por última vez.

—Te la puedes quedar... No tienes una para mañana —me recordó.

Se la devolví.

—No quiero tener que explicárselo a Charlie.
—Ah, de acuerdo.


Esbozó una amplia sonrisa. Con la mano en la manivela, vacilé mientras intentaba prolongar el momento.

— ¿Britt? —dijo en tono diferente, serio y dubitativo.
— ¿Sí? —me volví hacia ella con demasiada avidez.
— ¿Vas a prometerme algo?
—Sí
—respondí, y al momento me arrepentí de mi incondicional aceptación. ¿Qué ocurría si me pedía que me alejara de ella? No podía mantener esa promesa.
—No vayas sola al bosque.

Le miré fijamente, totalmente confusa.

— ¿Por qué?

Frunció el ceño y miró con severidad por la ventana.

—No soy la criatura más peligrosa que ronda por ahí fuera. Dejémoslo así.

Me estremecí levemente ante su repentino tono sombrío, pero estaba aliviada. Al menos, ésta era una promesa fácil de cumplir.

—Lo que tú digas.
—Nos vemos mañana
—suspiró, y supe que deseaba que saliera del coche.
—Entonces, hasta mañana.

Abrí la puerta a regañadientes.

— ¿Britt?

Me di la vuelta mientras se inclinaba hacía mí, por lo que tuve su espléndido rostro a unos centímetros del mío. Mi corazón se detuvo.

—Que duermas bien —dijo.

Su aliento rozó mi cara, aturdiéndome. Era el mismo exquisito aroma que emanaba de la cazadora, pero de una forma más concentrada. Parpadeé, totalmente deslumbrada. Santana se alejó.

Fui incapaz de moverme hasta que se me despejó un poco la mente. Entonces salí del coche con torpeza, teniendo que apoyarme en el marco de la puerta. Creí oírle soltar una risita, pero el sonido fue demasiado bajo para confirmar que fuera cierto.

Aguardó hasta que llegué a trancas y barrancas a la puerta y entonces oí el sonido del motor del coche. Me volví a tiempo de contemplar el vehículo plateado desapareciendo detrás de la esquina. Me di cuenta de que hacía mucho frío.

Tomé la llave de forma maquinal, abrí la puerta y entré. Charlie me llamó desde el cuarto de estar.

— ¿Britt?
—Sí, papá, soy yo.


Fui hasta allí. Estaba viendo un partido de baloncesto.

—Has vuelto pronto.
— ¿Sí?
—estaba sorprendida.
—Aún no son ni las ocho —me dijo—. ¿Os habéis divertido?
—Sí, la he pasado muy bien
—la cabeza me dio vueltas al intentar recordar todo el asunto de la salida de chicas que había planeado—. Sugar y Tinna encontraron vestidos.
— ¿Te encuentras bien?
—Sólo cansada. He caminado mucho.
—Bueno, quizás deberías acostarte ya.


Parecía preocupado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara.

—Antes debo llamar a Sugar.
—Pero ¿no acabas de estar con ella?
—preguntó sorprendido.
—Sí, pero me dejé la cazadora en su coche. Quiero asegurarme de que mañana me la trae.
—Bueno, al menos dale tiempo de llegar a casa.
—Cierto
—acepté.

Fui a la cocina y caí exhausta en una silla. Entonces empecé a marearme de verdad. Me pregunté si, después de todo, no iba a entrar en estado de sbock. ¡Contrólate!, me dije.

El teléfono me sobresaltó cuando sonó de repente. Levanté el auricular de un tirón.

— ¿Diga? —pregunté entrecortadamente.
— ¿Britt?
—Hola, Su. Ahora te iba a llamar.
— ¿Estás en casa?
—su voz reflejaba sorpresa y alivio.
—Sí. Me dejé la cazadora en tu coche. ¿Me la puedes traer mañana?
—Claro, pero ¡dime qué ha pasado!
—exigió.
—Eh, mañana, en Trigonometría, ¿vale?

Lo pilló al vuelo.

—Ah, tu padre está ahí, ¿no?
—Sí, exacto.
—De acuerdo. En ese caso, mañana hablamos
—percibí la impaciencia en su voz—. ¡Adiós!
—Adiós, Su.


Subí lentamente las escaleras mientras un profundo sopor me nublaba la mente. Me preparé para irme a la cama sin prestar atención a lo que hacía. No me percaté de que estaba helada hasta que estuve en la ducha, con el agua —demasiado caliente— quemándome la piel. Tirité violentamente durante varios minutos; después, el chorro de agua relajó mis músculos agarrotados. Luego, sumamente cansada para moverme, permanecí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente.

Salí a trompicones y envolví mi cuerpo con una toalla en un intento de conservar el calor del agua para que no regresaran las dolorosas tiritonas. Rápidamente me puse el pijama. Me acurruqué debajo de la colcha, avovillándome como una pelota, abrazándome, para conservar el calor. Me estremecí varias veces.

La cabeza me seguía dando vueltas, llena de imágenes que no lograba comprender y algunas otras que intentaba reprimir. Al principio, no tenía nada claro, pero cuando gradualmente me fui acercando al sueño, se me hicieron evidentes algunas certezas.

Estaba totalmente segura de tres cosas:

La primera, Santana era una vampiro. Segunda, una parte de ella, y no sabía lo potente que podía ser esa parte, tenía sed de mi sangre. Y tercera, estaba incondicional e irrevocablemente enamorada de ella.


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Amo este capítulo, espero que les guste. Las amo! :)
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Mensaje por Lorena_Glee Vie Ago 30, 2013 2:46 pm

Awws me ha encantado actualiza pronto ya quiero beso brittana!
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Mensaje por libe Vie Ago 30, 2013 9:04 pm

increíble síguelo esta súper desde hace mucho tiempo esperaba un fanfic brittana así Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL. - Página 2 2013958314 
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Mensaje por Invitado Vie Ago 30, 2013 9:36 pm

Me gusta mucho la adaptación :)
Actualiza pronto. ;cc
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Mensaje por micky morales Sáb Ago 31, 2013 12:21 am

que conversacion tan profunda! a britt parecia que le estaban hablando del clima!
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Mensaje por dianna agron 16 Sáb Ago 31, 2013 1:50 am



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INTERROGATORIOS



A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte de mí que estaba convencida de que la noche pasada había sido un sueño. Ni la lógica ni el sentido común estaban de mi lado. Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención, como el olor de Santana. Estaba segura de que algo así jamás hubiera sido producto de mis propios sueños.

En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Santana no tenía razón alguna para no asistir a clase hoy. Me vestí con ropa de mucho abrigo al recordar que no tenía la cazadora, otra prueba de que mis recuerdos eran reales.

Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era más tarde de lo que creía. Devoré en tres bocados una barra de muesli acompañada de leche, que bebí a morro del cartón, y salí a toda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a llover hasta que hubiera encontrado a Sugar.

Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado de humo. Su contacto era gélido cuando se enroscaba a la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el momento de llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan densa que hasta que no estuve a pocos metros de la carretera no me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda velocidad.

No vi de dónde había llegado, pero de repente estaba ahí, con la puerta abierta para mí.

— ¿Quieres dar una vuelta conmigo hoy? —preguntó, divertida por mi expresión, sorprendiéndome aún desprevenida.

Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era libre de rehusar y una parte de ella lo esperaba. Era una esperanza vana.

—Sí, gracias —acepté e intenté hablar con voz tranquila.

Al entrar en el caluroso interior del coche me di cuenta de que su cazadora color canela colgaba del reposacabezas del asiento del pasajero. Cerró la puerta detrás de mí y, antes de lo que era posible imaginar, se sentó a mi lado y arrancó el motor.

—He traído la cazadora para ti. No quiero que vayas a enfermar ni nada por el estilo.

Hablaba con cautela. Me di cuenta de que ella misma no llevaba cazadora, sólo una camiseta gris de manga larga con cuello V. De nuevo, el tejido se adhería a su pecho. El que apartara la mirada de aquel cuerpo fue un colosal tributo a su rostro.

—No soy tan delicada —dije, pero me puse la cazadora sobre el vientre e introduje los brazos en las mangas, demasiado largas, con la curiosidad de comprobar si el aroma podía ser tan bueno como lo recordaba. Era mejor.
— ¿Ah, no? —me contradijo en voz tan baja que no estuve segura de si quería que lo oyera.

El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por los jirones de niebla. Me sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La noche pasada todas las defensas estaban bajas... casi todas. No sabía si seguíamos siendo tan cándidas hoy. Me mordí la lengua y esperé a que hablara ella.

Se volvió y me sonrió burlona.

— ¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
— ¿Te molestan mis preguntas?
—pregunté, aliviada.
—No tanto como tus reacciones.

Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.

— ¿Reaccioné mal?
—No. Ese es el problema. Te lo tomaste todo demasiado bien, no es natural. Eso me hace preguntarme qué piensas en realidad.
—Siempre te digo lo que pienso de verdad.
—Lo censuras
—me acusó.
—No demasiado.
—Lo suficiente para volverme loca.
—No quieres oírlo
—mascullé casi en un susurro.

En cuanto pronuncié esas palabras, me arrepentí de haberlo hecho. El dolor de mi voz era muy débil. Sólo podía esperar que ella no lo hubiera notado.

No me respondió, por lo que me pregunté si la había hecho enfadar. Su rostro era inescrutable mientras entrábamos en el aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió algo.

— ¿Dónde están tus hermanos? —pregunté, muy contenta de estar a solas con ella, pero recordando que habitualmente ese coche iba lleno.
—Han ido en el coche de Kitty —se encogió de hombros mientras aparcaba junto a un reluciente descapotable rojo con la capota levantada—. Ostentoso, ¿verdad?
—Eh... ¡Caramba!
—musité—. Si ella tiene esto, ¿por qué viene contigo?
—Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
—No tenéis éxito.
—Me reí y sacudí la cabeza mientras salíamos del coche. Ya no llegábamos tarde; su alocada conducción me había traído a la escuela con tiempo de sobra—. Entonces, ¿por qué ha conducido Kitty hoy si es más ostentoso?
— ¿No lo has notado? Ahora, estoy rompiendo todas las reglas.


Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de mí mientras caminábamos hacia el campus. Quería acortar esa pequeña distancia, extender la mano y tocarla, pero temía que no fuera de su agrado.

— ¿Por qué todos vosotros tenéis coches como ésos si queréis pasar desapercibidos? —me pregunté en voz alta.
—Un lujo —admitió con una sonrisa traviesa—. A todos nos gusta conducir deprisa.
—Me cuadra
—musité.

Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Sugar estaba esperando debajo del saliente del tejado de la cafetería. Sobre su brazo, bendita sea, estaba mi cazadora.

—Eh, Sugar —dije cuando estuvimos a pocos pasos—. Gracias por acordarte.

Me la entregó sin decir nada.

—Buenos días, Sugar —la saludó amablemente Santana. No tenía la culpa de que su voz fuera tan irresistible ni de lo que sus ojos eran capaces de obrar.
—Eh... Hola —posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus pensamientos dispersos—. Supongo que te veré en Trigonometría.

Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué demonios iba a decirle?

—Sí, allí nos vemos.

Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima del hombro.

— ¿Qué le vas a contar? —murmuró Santana.
— ¡Eh! ¡Creía que no podías leerme la mente! —susurré.
—No puedo —dijo, sobresaltado. La comprensión relució en los ojos de Santana—, pero puedo leer la suya. Te va a tender una emboscada en clase.

Gemí mientras me quitaba su cazadora y se la entregaba para reemplazarla por la mía. La dobló sobre su brazo.

—Bueno, ¿qué le vas a decir?
—Una ayudita
—supliqué—, ¿qué quiere saber?

Santana negó con la cabeza y esbozó una sonrisa malévola.

—Eso no es elegante.
—No, lo que no es elegante es que no compartas lo que sabes.


Lo estuvo reflexionando mientras andábamos. Nos detuvimos en la puerta de la primera clase.

—Quiere saber si nos estamos viendo a escondidas, y también qué sientes por mí —dijo al final.

— ¡Oh, no! ¿Qué debo decirle?

Intenté mantener la expresión más inocente. La gente pasaba a nuestro lado de camino a clase, probablemente mirando, pero apenas era consciente de su presencia.

—Humm —hizo una pausa para atrapar un mechón suelto que se había escapado del nudo de mi coleta y lo colocó en su lugar. Mi corazón resopló de hiperactividad—. Supongo que, si no te importa, le puedes decir que sí a lo primero... Es más fácil que cualquier otra explicación.
—No me importa
—dije con un hilo de voz.
—En cuanto a la pregunta restante... Bueno, estaré a la escucha para conocer la respuesta.

Curvó una de las comisuras de la boca al esbozar mi sonrisa picara predilecta. Se dio la vuelta y se alejó.

—Te veré en el almuerzo —gritó por encima del hombro. Las tres personas que traspasaban la puerta se detuvieron para mirarme.

Colorada e irritada, me apresuré a entrar en clase. ¡Menuda tramposa! Ahora estaba incluso más preocupada sobre lo que le iba a decir a Sugar. Me senté en mi sitio de siempre al tiempo que lanzaba la cartera contra el suelo con fastidio.

—Buenos días, Britt —me saludó Artie desde el asiento contiguo. Alcé la vista para ver el aspecto extraño y resignado de su rostro. - ¿Cómo te fue en Port Angeles?
—Fue...
—no había una forma sincera de resumirlo—. Estuvo genial —concluí sin convicción— Sugar consiguió un vestido estupendo.
— ¿Dijo algo de la noche del lunes?
—preguntó con los ojos relucientes. Sonreí ante el giro que había tomado la conversación.
—Dijo que se lo había pasado realmente bien —le confirmé.
— ¿Segura? —dijo con avidez.
—Segurísima.

Entonces, el señor Masón llamó al orden a la clase y nos pidió que entregásemos nuestros trabajos. Lengua e Historia se pasaron de forma borrosa, mientras yo seguía preocupada sobre la forma en que iba a explicarle las cosas a Sugar. Me iba costar muchísimo si Santana estaba escuchando lo que decía a través de los pensamientos de Sugar. ¡Qué inoportuno podía llegar a ser su pequeño don cuando no servía para salvarme la vida!

La niebla se había disuelto hacia el final de la segunda hora, pero el día seguía oscuro, con nubes bajas y opresivas. Le sonreí al cielo.

Santana estaba en lo cierto, por supuesto. Sugar se sentaba en la fila de atrás cuando entré en clase de Trigonometría, casi botando fuera del asiento de pura agitación. Me senté a su lado con renuencia mientras me intentaba convencer a mí misma de que sería mejor zanjar el asunto lo antes posible.

— ¡Cuéntamelo todo! —me ordenó antes de que me sentara.
— ¿Qué quieres saber? —intenté salirme por la tangente.
— ¿Qué ocurrió anoche?
—Me llevó a cenar y luego me trajo a casa.


Me miró con una forzada expresión de escepticismo.

— ¿Cómo llegaste a casa tan pronto?
—Conduce como loca
—esperaba que oyera eso—. Fue aterrador.
— ¿Fue como una cita? ¿Le habías dicho que os reunierais allí?


No había pensado en eso.

—No... Me sorprendió mucho verla en Forks.

Contrajo los labios contrariada ante la manifiesta sinceridad de mi voz.

—Pero ella te ha recogido hoy para traerte a clase... —me sondeó.
—Sí, eso también ha sido una sorpresa. Se dio cuenta de que la noche pasada no tenía la cazadora —le expliqué.
—Así que... ¿van a salir otra vez?
—Se ofreció a llevarme a Seattle el sábado, ya que cree que mi coche no es demasiado fiable. ¿Eso cuenta?
—Sí
—asintió.
—Bueno, entonces, sí.
—V—a—y—a —magnificó la palabra hasta hacerla de cuatro sílabas
—. Santana Cullen.
—Lo sé —admití. «Vaya» ni siquiera se acercaba.
— ¡Aguarda! —alzó las manos con las palmas hacia mí como si estuviera deteniendo el tráfico—. ¿Te ha besado?
—No
—farfullé—. No es de ésas.

Pareció decepcionada, y estoy segura de que yo también.

— ¿Crees que el sábado...? —alzó las cejas.
—Lo dudo, de verdad.

Oculté muy mal el descontento de mi voz.

— ¿Sobre qué hablasteis? —me susurró, presionándome en busca de más información. La clase había comenzado, pero el señor Varner no prestaba demasiada atención y no éramos las únicas que seguíamos hablando.
—No sé, de un montón de cosas —le respondí en susurros—. Hablamos un poco del trabajo de Literatura.

Muy, muy poco, creo que ella lo mencionó de pasada.

—Por favor, Britt —imploró—. Dame algunos detalles.
—Bueno... De acuerdo. Tengo uno. Deberías haber visto a la camarera flirteando con ella. Fue una pasada, pero ella no le prestó ninguna atención.


A ver qué puede hacer Santana con eso.

—Eso es buena señal —asintió—. ¿Era guapa?
—Mucho, y probablemente tendría diecinueve o veinte años.
—Mejor aún. Debes de gustarle.
—Eso creo, pero resulta difícil de saber
—suspirando, añadí en beneficio de Santana—. Es siempre tan crítica...
—No sé cómo has tenido suficiente valor para estar a solas con ella
—musitó.
— ¿Por qué?

Me sorprendí, pero ella no comprendió mi reacción.

—Intimida tanto... Yo no sabría qué decirle.

Hizo una mueca, probablemente al recordar esta mañana o la pasada noche, cuando ella empleó la aplastante fuerza de sus ojos sobre ella.

—Cometo algunas incoherencias cuando estoy cerca de ella —admití.
—Oh, bueno. Es increíblemente guapa.

Sugar se encogió de hombros, como si eso excusara cualquier fallo, lo cual, en su opinión, probablemente fuera así.

—Ella es mucho más que eso.
— ¿De verdad? ¿Como qué?


Quise haberlo dejado correr casi tanto como esperaba que se lo tomara a broma cuando se enterara.

—No te lo puedo explicar ahora, pero es incluso más increíble detrás del rostro.

La vampiro que quería ser buena, que corría a salvar vidas, ya que así no sería un monstruo... Miré hacia la parte delantera de la clase.

— ¿Es eso posible?—dijo entre risitas.

La ignoré, intentando aparentar que prestaba atención al señor Varner.

—Entonces, ¿te gusta?

No se iba a dar por vencida.

—Sí —respondí de forma cortante.
—Me refiero a que si te gusta de verdad —me apremió.
—Sí —dije de nuevo, sonrojándome.

Esperaba que ese detalle no se registrara en los pensamientos de Sugar. Las respuestas monosilábicas le iban a tener que bastar.

— ¿Cuánto te gusta?
—Demasiado
—le repliqué en un susurro—, más de lo que yo le gusto a ella, pero no veo la forma de evitarlo.

Solté un suspiro. Un sonrojo enmascaró el siguiente. Entonces, por fortuna, el señor Varner le hizo a Sugar una pregunta.

No tuvo oportunidad de continuar con el tema durante la clase y en cuanto sonó el timbre inicié una maniobra de evasión.

—En Lengua, Artie me ha preguntado si me habías dicho algo sobre la noche del lunes —le dije.
— ¡Estás de guasa! ¡¿Qué le dijiste?! —exclamó con voz entrecortada, desviada por completo su atención del asunto. — ¡Dime exactamente qué dijo y cuál fue tu respuesta palabra por palabra!

Nos pasamos el resto del camino diseccionando la estructura de las frases y la mayor parte de la clase de español con una minuciosa descripción de las expresiones faciales de Artie. No hubiera estirado tanto el tema de no ser porque me preocupaba convertirme de nuevo en el tema de la conversación.

Entonces sonó el timbre del almuerzo. El hecho de que me levantara de un salto de la silla y guardase precipitadamente los libros en la mochila con expresión animada, debió de suponer un indicio claro para Sugar, que comentó:

—Hoy no te vas a sentar con nosotros, ¿verdad?
—Creo que no.


No estaba segura de que no fuera a desaparecer inoportunamente otra vez. Pero Santana me esperaba a la salida de nuestra clase de Español, apoyada contra la pared; se parecía a una diosa griega más de lo que nadie debería tener derecho. Sugar nos dirigió una mirada, puso los ojos en blanco y se marchó.

—Te veo luego, Britt —se despidió, con una voz llena de implicaciones. Tal vez debería desconectar el timbre del teléfono.
—Hola —dijo Santana con voz divertida e irritada al mismo tiempo. Era obvio que había estado escuchando.
—Hola.

No se me ocurrió nada más que decir y ella no habló —a la espera del momento adecuado— por lo que el trayecto a la cafetería fue un paseo en silencio. El entrar con Santana en el abigarrado flujo de gente a la hora del almuerzo se pareció mucho a mi primer día: todos me miraban.

Encabezó el camino hacia la cola, aún sin despegar los labios, a pesar de que sus ojos me miraban cada pocos segundos con expresión especulativa. Me parecía que la irritación iba venciendo a la diversión como emoción predominante en su rostro. Inquieta, jugueteé con la cremallera de la cazadora.

Se dirigió al mostrador y llenó de comida una bandeja.

— ¿Qué haces? —objeté—. ¿No irás a llevarte todo eso para mí?

Negó con la cabeza y se adelantó para pagar la comida.

—La mitad es para mí, por supuesto.

Enarqué una ceja.

Me condujo al mismo lugar en el que nos habíamos sentado la vez anterior. En el extremo opuesto de la larga mesa, un grupo de chicos del último curso nos miraron anonadados cuando nos sentamos una frente a la otra. Santana parecía ajena a este hecho.

—Toma lo que quieras —dijo, empujando la bandeja hacia mí.
—Siento curiosidad —comenté mientras elegía una manzana y la hacía girar entre las manos—, ¿qué harías si alguien te desafiara a comer?
—Tú siempre sientes curiosidad.


Hizo una mueca y sacudió la cabeza. Me observó fijamente, atrapando mi mirada, mientras alzaba un pedazo de pizza de la bandeja, se la metía en la boca de una sola vez, la masticaba rápidamente y se la tragaba. La miré con los ojos abiertos como platos.

—Si alguien te desafía a tragar tierra, puedes, ¿verdad? —preguntó con condescendencia.

Arrugué la nariz.

—Una vez lo hice... en una apuesta —admití—. No fue tan malo.

Se echó a reír.

—Supongo que no me sorprende.

Algo por encima de mi hombro pareció atraer su atención.

—Sugar está analizando todo lo que hago. Luego, lo montará y desmontará para ti.

Empujó hacia mí el resto de la pizza. La mención de Sugar devolvió a su semblante una parte de su antigua irritación. Dejé la manzana y mordí la pizza, apartando la vista, ya que sabía que Santana estaba a punto de comenzar.

— ¿De modo que la camarera era guapa? —preguntó de forma casual.
— ¿De verdad que no te diste cuenta?
—No. No prestaba atención. Tenía muchas cosas en la cabeza.
—Pobre chica.


Ahora podía permitirme ser generosa.

—Algo de lo que le has dicho a Sugar..., bueno..., me molesta.

Se negó a que la distrajera y habló con voz ronca mientras me miraba con ojos de preocupación a través de sus largas pestañas.

—No me sorprende que oyeras algo que te disgustara. Ya sabes lo que se dice de los cotillas —le recordé.
—Te previne de que estaría a la escucha.
—Y yo de que tú no querrías saber todo lo que pienso.
—Lo hiciste
—concedió, todavía con voz ronca—, aunque no tienes razón exactamente. Quiero saber todo lo que piensas... Todo. Sólo que desearía que no pensaras algunas cosas.

Fruncí el ceño.

—Esa es una distinción importante.
—Pero, en realidad, ése no es el tema por ahora.
—Entonces, ¿cuál es?


En ese momento, nos inclinábamos la una hacia la otra sobre la mesa. Su barbilla descansaba sobre sus manos; me incliné hacia delante apoyada en el hueco de mi mano. Tuve que recordarme a mí misma que estábamos en un comedor abarrotado, probablemente con muchos ojos curiosos fijos en nosotras. Resultaba demasiado fácil dejarse envolver por nuestra propia burbuja privada, pequeña y tensa.

—¿De verdad crees que te interesas por mí más que yo por ti? —murmuró, inclinándose más cerca mientras hablaba traspasándome con sus relucientes ojos negros.

Intenté acordarme de respirar. Tuve que desviar la mirada para recuperarme.

—Lo has vuelto a hacer —murmuré.

Abrió los ojos sorprendida.

— ¿El qué?
—Aturdirme
—confesé. Intenté concentrarme cuando volví a mirarla.
—Ah —frunció el ceño.
—No es culpa tuya —suspiré—. No lo puedes evitar.
— ¿Vas a responderme a la pregunta?
—Si.
— ¿Sí me vas a responder o sí lo piensas de verdad?


Se irritó de nuevo.

—Sí, lo pienso de verdad.

Fijé los ojos en la mesa, recorriendo la superficie de falso veteado. El silencio se prolongó.

Con obstinación, me negué a ser la primera en romperlo, luchando con todas mis fuerzas contra la tentación de atisbar su expresión.

—Te equivocas —dijo al fin con suave voz aterciopelada. Alcé la mirada y vi que sus ojos eran amables.
—Eso no lo puedes saber —discrepé en un cuchicheo. Negué con la cabeza en señal de duda; aunque mi corazón se agitó al oír esas palabras, pero no las quise creer con tanta facilidad.
—¿Qué te hace pensarlo?

Sus ojos de topacio líquido eran penetrantes, se suponía que intentaban, sin éxito, obtener directamente la verdad de mi mente.

Le devolví la mirada al tiempo que me esforzaba por pensar con claridad, a pesar de su rostro, para hallar alguna forma de explicarme. Mientras buscaba las palabras, la vi impacientarse. Empezó a fruncir el ceño, frustrada por mi silencio. Quité la mano de mi cuello y alcé un dedo.

—Déjame pensar —insistí.

Su expresión se suavizó, ahora satisfecha de que estuviera pensando una respuesta. Dejé caer la mano en la mesa y moví la mano izquierda para juntar ambas. Las contemplé mientras entrelazaba y liberaba los dedos hasta que al final hablé:

—Bueno, dejando a un lado lo obvio, en algunas ocasiones... —vacilé—. No estoy segura, yo no puedo leer mentes, pero algunas veces parece que intentas despedirte cuando estás diciendo otra cosa.

No supe resumir mejor la sensación de angustia que a veces me provocaban sus palabras.

—Muy perceptiva —susurró. Y mi angustia surgió de nuevo cuando confirmó mis temores—, aunque por eso es por lo que te equivocas —comenzó a explicar, pero entonces entrecerró los ojos—. ¿A qué te refieres con «lo obvio»?
—Bueno, mírame
—dije, algo innecesario puesto que ya lo estaba haciendo—. Soy absolutamente normal; bueno, salvo por todas las situaciones en que la muerte me ha pasado rozando y por ser una inútil de puro torpe. Y mírate a ti.

La señalé con un gesto de la mano, a ella y su asombrosa perfección. La frente de Santana se crispó de rabia durante un momento para suavizarse luego, cuando su mirada adoptó un brillo de comprensión.

—Nadie se ve a sí mismo con claridad, ya sabes. Voy a admitir que has dado en el clavo con los defectos —se rió entre dientes de forma sombría—, pero no has oído lo que pensaban todos los chicos de esta escuela el día de tu llegada.
—No me lo creo...
—murmuré para mí y parpadeé, atónita.
—Confía en mí por esta vez, eres lo opuesto a lo normal.

Mi vergüenza fue mucho más intensa que el placer ante la mirada procedente de sus ojos mientras pronunciaba esas palabras. Le recordé mi argumento original rápidamente:

—Pero yo no estoy diciendo adiós —puntualicé.
— ¿No lo ves? Eso demuestra que tengo razón. Soy quien más se preocupa, porque si he de hacerlo, si dejarte es lo correcto —enfatizó mientras sacudía la cabeza, como si luchara contra esa idea—, sufriré para evitar que resultes herida, para mantenerte a salvo.

La miré fijamente.

— ¿Acaso piensas que yo no haría lo mismo?
—Nunca vas a tener que efectuar la elección.


Su impredecible estado de ánimo volvió a cambiar bruscamente y una sonrisa traviesa e irresistible le cambió las facciones.

—Por supuesto, mantenerte a salvo se empieza a parecer a un trabajo a tiempo completo que requiere de mi constante presencia.
—Nadie me ha intentado matar hoy
—le recordé, agradecida por abordar un tema más liviano.

No quería que hablara más de despedidas. Si tenía que hacerlo, me suponía capaz de ponerme en peligro a propósito para retenerla cerca de mí. Desterré ese pensamiento antes de que sus rápidos ojos lo leyeran en mi cara. Esa idea me metería en un buen lío.

—Aún —agregó.
—Aún —admití. Se lo hubiera discutido, pero ahora quería que estuviera a la espera de desastres.
—Tengo otra pregunta para ti —dijo con rostro todavía despreocupado.
—Dispara.
— ¿Tienes que ir a Seattle este sábado de verdad o es sólo una excusa para no tener que dar una negativa a tus admiradores?


Hice una mueca ante ese recuerdo.

—Todavía no te he perdonado por el asunto de Matt, ya sabes —le previne—. Es culpa tuya que se haya engañado hasta creer que le voy a acompañar al baile de gala.
—Oh, hubiera encontrado la ocasión para pedírtelo sin mi ayuda. En realidad, sólo quería ver tu cara
—se rió entre dientes. Me hubiera enfadado si su risa no hubiera sido tan fascinante. Sin dejar de hacerlo, me preguntó—: Si te lo hubiera pedido, ¿me hubieras rechazado?
—Probablemente, no
—admití—, pero lo hubiera cancelado después, alegando una enfermedad o un tobillo torcido.

Se quedó extrañada.

— ¿Por qué?

Moví la cabeza con tristeza.

—Supongo que nunca me has visto en gimnasia, pero creía que tú lo entenderías.
— ¿Te refieres al hecho de que eres incapaz de caminar por una superficie plana y estable sin encontrar algo con lo que tropezar?
—Obviamente.
—Eso no sería un problema
—estaba muy segura—. Todo depende de quién te lleve al bailar —vio que estaba a punto de protestar y me cortó—. Pero aún no me has contestado... ¿Estás decidida a ir a Seattle o te importaría que fuéramos a un lugar diferente?

En cuanto utilizó el plural, no me preocupé de nada más.

—Estoy abierta a sugerencias —concedí—, pero he de pedirte un favor.

Me miró con precaución, como hacía siempre que formulaba una pregunta abierta.

— ¿Cuál?
— ¿Puedo conducir?


Frunció el ceño.

— ¿Por qué?
—Bueno, sobre todo porque cuando le dije a Charlie que me iba a Seattle, me preguntó concretamente si viajaba sola, como así era en ese momento. Probablemente, no le mentiría si me lo volviera a preguntar, pero dudo que lo haga de nuevo, y dejar el coche enfrente de la casa sólo sacaría el tema a colación de forma innecesaria. Y además, porque tu manera de conducir me asusta.


Puso los ojos en blanco.

—De todas las cosas por las que te tendría que asustar, a ti te preocupa mi conducción —movió la cabeza con desagrado, pero luego volvió a ponerse seria—. ¿No le quieres decir a tu padre que vas a pasar el día conmigo?

En su pregunta había un trasfondo que no comprendí.

—Con Charlie, menos es siempre más —en eso me mostré firme—. De todos modos, ¿adonde vamos a ir?
—Va a hacer buen tiempo, por lo que estaré fuera de la atención pública y podrás estar conmigo si así lo quieres.


Otra vez me dejaba la alternativa de elegir.

— ¿Y me enseñarás a qué te referías con lo del sol? —pregunté, entusiasmada por la idea de desentrañar otra de las incógnitas.
—Sí —sonrió y se tomó un tiempo—. Pero si no quieres estar a solas conmigo, seguiría prefiriendo que no fueras a Seattle tú sola. Me estremezco al pensar con qué problemas te podrías encontrar en una ciudad de ese tamaño.

Me ofendí.

—Sólo en población, Phoenix es tres veces mayor que Seattle. En tamaño físico...
—Pero al parecer
—me interrumpió— en Phoenix no te había llegado la hora, por lo que preferiría que permanecieras cerca de mí.

Sus ojos adquirieron de nuevo ese toque de desleal seducción. No conseguí debatir ni con la vista ni con los argumentos lo que, de todos modos, era un punto discutible.

—No me importa estar a solas contigo cuando suceda.
—Lo sé
—suspiró con gesto inquietante—. Pero se lo deberías contar a Charlie.
— ¿Por qué diablos iba a hacer eso?


Sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.

—Para darme algún pequeño incentivo para que te traiga de vuelta.

Tragué saliva, pero, después de pensármelo un momento, estuve segura:

—Creo que me arriesgaré.

Resopló con enojo y desvió la mirada.

—Hablemos de cualquier otra cosa —sugerí.
— ¿De qué quieres hablar? —preguntó, todavía sorprendida.

Miré a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos podía oír. Mientras paseaba la mirada por el comedor, observé los ojos de la hermana de Santana, Rachel, que me miraba fijamente, mientras que el resto le miraba a ella. Desvié la mirada rápidamente, miré a Santana, y le pregunté lo primero que se me pasó por la cabeza.

— ¿Por qué te fuiste a ese lugar, Gota Rocas, el último fin de semana? ¿Para cazar? Charlie dijo que no era un buen lugar para ir de acampada a causa de los osos.

Me miró fijamente, como si estuviera pasando por alto lo evidente.

— ¿Osos? —pregunté entonces de forma entrecortada; ella esbozó una sonrisa burlona—. Ya sabes, no estamos en temporada de osos —añadí con severidad para ocultar mi sorpresa.
—Si lees con cuidado, verás que las leyes recogen sólo la caza con armas—me informó.

Me contempló con regocijo mientras lo asimilaba lentamente.

— ¿Osos? —repetí con dificultad.
—El favorito de Puck es el oso pardo —dijo a la ligera, pero sus ojos escrutaban mi reacción. Intenté recobrar la compostura.
— ¡Humm! —musité mientras tomaba otra porción de pizza como pretexto para bajar los ojos. La mastiqué muy despacio, y luego bebí un largo trago de refresco sin alzar la mirada.
—Bueno —dije después de un rato, mis ojos se encontraron con los suyos, ansiosos.
— ¿Cuál es tu favorito?

Enarcó una ceja y sus labios se curvaron con desaprobación.

—El puma.
—Ah
—comenté con un tono de amable desinterés mientras volvía a tomar CocaCola.
—Por supuesto —dijo imitando mi tono—, debemos tener cuidado para no causar un impacto medioambiental desfavorable con una caza imprudente. Intentamos concentrarnos en zonas con superpoblación de depredadores... Y nos alejamos tanto como sea necesario. Aquí siempre hay ciervos y alces —sonrió con socarronería—. Nos servirían, pero ¿qué diversión puede haber en eso?
—Claro, qué diversión
—murmuré mientras daba otro mordisco a la pizza.
—El comienzo de la primavera es la estación favorita de Puck para cazar al oso —sonrió como si recordara alguna broma—. Acaban de salir de la hibernación y se muestran mucho más irritables.
—No hay nada más divertido que un oso pardo irritado
—admití, asintiendo.

Se rió con disimulo y movió la cabeza.

—Dime lo que realmente estás pensando, por favor.
—Me lo intento imaginar, pero no puedo
—admití—. ¿Cómo cazáis un oso sin armas?
—Oh, las tenemos
—exhibió sus relucientes dientes con una sonrisa breve y amenazadora. Luché para reprimir un escalofrío que me delatara—, sólo que no de la clase que se contempló al legislar las leyes de caza. Si has visto atacar a un oso en la televisión, tendrías que poder visualizar cómo caza Puck.

No pude evitar el siguiente escalofrío que bajó por mi espalda. Miré a hurtadillas a Puck, al otro extremo de la cafetería, agradecida de que no estuviera mirando en mi dirección. De alguna manera, los prominentes músculos que envolvían sus brazos y su torso ahora resultaban más amenazantes.

Santana siguió la dirección de mi mirada y soltó una suave risa.

La miré, enervada.

— ¿También tú te pareces a un oso? —pregunté con un hilo de voz.
—Más al puma, o eso me han dicho —respondió a la ligera—. Tal vez nuestras preferencias sean significativas.

Intenté sonreír.

—Tal vez —repetí, pero tenía la mente rebosante de imágenes contrapuestas que no conseguía unir—, ¿es algo que podría llegar a ver?
— ¡Absolutamente no!


Su cara se tornó aún más lívida de lo habitual y de repente su mirada era furiosa. Me eché hacia atrás, sorprendida —y asustada, aunque jamás lo admitiría— por su reacción. Ella hizo lo mismo y cruzó los brazos a la altura del pecho.

— ¿Demasiado aterrador para mí? —le pregunté cuando recuperé el control de mi voz.
—Si fuera eso, te sacaría fuera esta noche —dijo con voz tajante—. Necesitas una saludable dosis de miedo. Nada te podría sentar mejor.
—Entonces, ¿por qué?
—le insité, ignorando su expresión enojada.

Me miró fijamente durante más de un minuto y al final dijo:

—Más tarde —se incorporó ágilmente—. Vamos a llegar con retraso.

Miré a mí alrededor, sorprendida de ver que tenía razón: la cafetería estaba casi vacía.

Cuando estaba a su lado, el tiempo y el espacio se desdibujaban de tal manera que perdía la noción de ambos. Me incorporé de un salto mientras recogía la mochila, colgada del respaldo de la silla.

—En tal caso, más tarde —admití.

No lo iba a olvidar.


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Bonita noche. Descansen, espero les guste este capítulo. Las amo! :)
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Mensaje por Lorena_Glee Sáb Ago 31, 2013 2:23 am

Bueno el capitulo!
Actualiza pronto.
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Mensaje por micky morales Sáb Ago 31, 2013 11:24 am

me encanta como britt y santana se relacionan, sin importarles nadie a su alrededor!
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Mensaje por libe Sáb Ago 31, 2013 8:09 pm

me encanto síguelo espero con ansias el siguiente cap. Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL. - Página 2 1163780127 
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Mensaje por naty_LOVE_GLEE Dom Sep 01, 2013 12:04 am

YO TE AMO!!!!!


POR DIOS!! 


QUE CAPS!!!


ESTUVIERON INCREIBLES!!!!


GRACIAS POR SUBIRLOS!!!


GRACIAS POR ESTA ADAPTACIÓN!!


y GRACIAS POR LLENARME DE EMOCIONES CUANDO LO LEO!!!


IDOLA!!!!


ESPERO LA ACTU!!


SALUDOS!! NAT!
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Mensaje por dianna agron 16 Lun Sep 02, 2013 12:22 am



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COMPLICACIONES



Todo el mundo nos miró cuando nos dirigimos juntas a nuestra mesa del laboratorio. Me di cuenta de que ya no orientaba la silla para sentarse todo lo lejos que le permitía la mesa. En lugar de eso, se sentaba bastante cerca de mí, nuestros brazos casi se tocaban.

El señor Banner — ¡qué hombre tan puntual!— entró a clase de espaldas llevando una gran mesa metálica de ruedas con un vídeo y un televisor tosco y anticuado. Una clase con película. El relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.

El profesor introdujo la cinta en el terco vídeo y se dirigió hacia la pared para apagar las luces.

Entonces, cuando el aula quedó a oscuras, adquirí conciencia plena de que Santana se sentaba a menos de tres centímetros de mí. La inesperada electricidad que fluyó por mi cuerpo me dejó aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más pendiente de ella de lo que ya lo estaba. Estuve a punto de no poder controlar el loco impulso de extender la mano y tocarla, acariciar aquel rostro perfecto en medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre mi pecho con fuerza, con los puños crispados. Estaba perdiendo el juicio.

Comenzaron los créditos de inicio, que iluminaron la sala de forma simbólica. Por iniciativa propia, mis ojos se precipitaron sobre ella. Sonreí tímidamente al comprender que su postura era idéntica a la mía, con los puños cerrados debajo de los brazos. Correspondió a mi sonrisa. De algún modo, sus ojos conseguían brillar incluso en la oscuridad. Desvié la mirada antes de que empezara a hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me sintiera aturdida.

La hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película, ni siquiera supe de qué tema trataba. Intenté relajarme en vano, ya que la corriente eléctrica que parecía emanar de algún lugar de su cuerpo no cesaba nunca. De forma esporádica, me permitía alguna breve ojeada en su dirección, pero ella tampoco parecía relajarse en ningún momento. El abrumador anhelo de tocarla también se negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las costillas hasta que me dolieron del esfuerzo.

Exhalé un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la clase y estiré los brazos, flexionando los dedos agarrotados. A mi lado, Santana se rió entre dientes.

—Vaya, ha sido interesante —murmuró. Su voz tenía un toque siniestro y en sus ojos brillaba la cautela.
—Humm —fue todo lo que fui capaz de responder.
— ¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba ágilmente.

Casi gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alcé con cuidado, preocupada por la posibilidad de que esa nueva y extraña intensidad establecida entre nosotros hubiera afectado a mi sentido del equilibrio.

Caminó silenciosa a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo en la puerta. Me volví para despedirme. Me sorprendió la expresión desgarrada, casi dolorida, y terriblemente hermosa de su rostro, y el anhelo de tocarla se inflamó con la misma intensidad que antes. Enmudecí, mi despedida se quedó en la garganta.

Vacilante y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la mano y recorrió rápidamente mi pómulo con las yemas de los dedos. Su piel estaba tan fría como de costumbre, pero su roce quemaba.

Se volvió sin decir nada y se alejó rápidamente a grandes pasos.

Entré en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me dejé ir hasta el vestuario, donde me cambié como en estado de trance, vagamente consciente de que había otras personas en torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñé una raqueta. No pesaba mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi a algunos chicos de clase mirarme a hurtadillas. El entrenador Clapp nos ordenó jugar por parejas.

Gracias a Dios, aún quedaban algunos rescoldos de caballerosidad en Artie, que acudió a mi lado.

— ¿Quieres formar pareja conmigo?
—Gracias, Artie...
—hice un gesto de disculpa—. No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.
—No te preocupes, me mantendré lejos de tu camino
— dijo con una amplia sonrisa.

Algunas veces, era muy fácil que Artie me gustara.

La clase no transcurrió sin incidentes. No sé cómo, con el mismo golpe me las arreglé para dar a Artie en el hombro y golpearme la cabeza con la raqueta. Pasé el resto de la hora en el rincón de atrás de la pista, con la raqueta sujeta bien segura detrás de la espalda. A pesar de estar en desventaja por mi causa, Artie era muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro partidos. Gracias a él, conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador silbó dando por finalizada la clase.

—Así... —dijo cuando nos alejábamos de la pista.
—Así... ¿qué?
—Tú y Cullen, ¿eh?
—preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior sentimiento de afecto se disipó.
—No es de tu incumbencia, Artie —le avisé mientras en mi fuero interno maldecía a Sugar, enviándola al infierno.
—No me gusta —musitó en cualquier caso.
—No tiene por qué —le repliqué bruscamente.
—Te mira como si... —me ignoró y prosiguió—: Te mira como si fueras algo comestible.

Contuve la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de mis esfuerzos se me escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me despedí con la mano y huí al vestuario.

Me vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las mariposas golpeteaba incansablemente las paredes de mi estómago al tiempo que mi discusión con Artie se convertía en un recuerdo lejano. Me preguntaba si Santana me estaría esperando o si me reuniría con ella en su coche. ¿Qué iba a ocurrir si su familia estaba ahí? Me invadió una oleada de pánico. ¿Sabían que lo sabía? ¿Se suponía que sabían que lo sabía, o no?

Salí del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta casa sin mirar siquiera al aparcamiento, pero todas mis preocupaciones fueron innecesarias. Santana me esperaba, apoyada con indolencia contra la pared del gimnasio. Su arrebatador rostro estaba calmado. Sentí peculiar sensación de alivio mientras caminaba a su lado.

—Hola —musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
—Hola —me correspondió con otra deslumbrante—. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?

Mi rostro se enfrió un poco.

—Bien —mentí.
— ¿De verdad?

No estaba muy convencida. Desvió levemente la vista y miró por encima del hombro. Entrecerró los ojos. Miré hacia atrás para ver la espalda de Artie al alejarse.

— ¿Qué pasa? —exigí saber.

Aún tensa, volvió a mirarme.

—Abrams me saca de mis casillas.
— ¿No habrás estado escuchando otra vez?


Me aterré. Todo atisbo de mi repentino buen humor se desvaneció.

— ¿Cómo va esa cabeza? —preguntó con inocencia.
— ¡Eres increíble!

Me di la vuelta y me alejé caminando con paso firme hacia el aparcamiento a pesar de que había descartado dirigirme hacia ese lugar.

Me dio alcance con facilidad.

—Fuiste tú quien mencionaste que nunca te había visto en clase de gimnasia. Eso despertó mi curiosidad.

No parecía arrepentida, de modo que le ignoré.

Caminamos en silencio —un silencio lleno de vergüenza y furia por mi parte— hacia su coche, pero tuve que detenerme unos cuantos pasos después, ya que un gentío, todos chicos, lo rodeaban. Luego, me di cuenta de que no rodeaban al Volvo, sino al descapotable rojo de Kitty con un inconfundible deseo en los ojos. Ninguno alzó la vista hacia Santana cuando se deslizó entre ellos para abrir la puerta. Me encaramé rápidamente al asiento del copiloto, pasando también inadvertida.

—Ostentoso —murmuró.
— ¿Qué tipo de coche es?
—Un M3.
—No hablo el idioma de Car and Driver.
—Es un BMW


Entornó los ojos sin mirarme mientras intentaba salir hacia atrás y no atropellar a ninguno de los fanáticos del automóvil.

Asentí. Había oído hablar del modelo.

— ¿Sigues enfadada? —preguntó mientras maniobraba con cuidado para salir.
—Muchísimo.

Suspiró.

— ¿Me perdonarás si te pido disculpas?
—Puede... si te disculpas de corazón
—insistí—, y prometes no hacerlo otra vez.

Sus ojos brillaron con una repentina astucia.

— ¿Qué te parece si me disculpo sinceramente y accedo a dejarte conducir el sábado? —me propuso como contraoferta.

Lo sopesé y decidí que probablemente era la mejor oferta que podría conseguir, por lo que la acepté:

—Hecho.
—Entonces, lamento haberte molestado
—durante un prolongado periodo de tiempo, sus ojos relucieron con sinceridad, causando estragos en mi ritmo cardiaco. Luego, se volvieron picaros—. A primera hora de la mañana del sábado estaré en el umbral de tu puerta.
—Humm... Que, sin explicación alguna, un Volvo se quede en la carretera no me va a ser de mucha ayuda con Charlie.


Esbozó una sonrisa condescendiente.

—No tengo intención de llevar el coche.
— ¿Cómo...?
—No te preocupes
—me cortó—. Estaré ahí sin coche.

Lo dejé correr. Tenía una pregunta más acuciante.

— ¿Ya es «más tarde»? —pregunté de forma elocuente. Ella frunció el ceño.
—Supongo que sí.

Mantuve la expresión amable mientras esperaba.

Paró el motor del coche después de aparcarlo detrás del mío. Alcé la vista sorprendida: habíamos llegado a casa de Charlie, por supuesto. Resultaba más fácil montar con Santana si sólo la miraba a ella hasta concluir el viaje. Cuando volví a levantar la vista, ella me contemplaba, evaluándome con la mirada.

—Y aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? —parecía solemne, pero creí atisbar un rescoldo de humor en el fondo de sus ojos.
—Bueno —aclaré—, sobre todo me preguntaba el motivo de tu reacción.
— ¿Te asusté?


Sí. Sin duda, estaba de buen humor.

—No —le mentí, pero no picó.
—Lamento haberte asustado —persistió con una leve sonrisa, pero entonces desapareció la evidencia de toda broma—. Fue sólo la simple idea de que estuvieras allí mientras cazábamos.

Se le tensó la mandíbula.

— ¿Estaría mal?
—En grado sumo
—respondió apretando los dientes.
— ¿Por...?

Respiró hondo y contempló a través del parabrisas las espesas nubes en movimiento que descendían hasta quedarse casi al alcance de la mano.

—Nos entregamos por completo a nuestros sentidos cuando cazamos —habló despacio, a regañadientes—, nos regimos menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el sentido del olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el control de esa manera... —sacudió la cabeza mientras se demoraba contemplando malhumorada las densas nubes.

Mantuve mi expresión firmemente controlada mientras esperaba que sus ojos me mirasen para evaluar la reacción subsiguiente. Mi rostro no reveló nada.

Pero nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más profundo... y todo cambió. Descargas de la electricidad que había sentido aquella tarde comenzaron a cargar el ambiente mientras Santana contemplaba mis ojos de forma implacable. No me di cuenta de que no respiraba hasta que empezó a darme vueltas la cabeza. Cuando rompí a respirar agitadamente, quebrando la quietud, cerró los ojos.

—Britt, creo que ahora deberías entrar en casa —dijo con voz ronca sin apartar la vista de las nubes.

Abrí la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche me ayudó a despejar la cabeza. Como estaba medio ida, tuve miedo de tropezar, por lo que salí del coche con sumo cuidado y cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás. El zumbido de la ventanilla automática al bajar me hizo darme la vuelta.

— ¿Britt? —me llamó con voz más sosegada.

Se inclinó hacia la ventana abierta con una leve sonrisa en los labios.

— ¿Sí?
—Mañana me toca a mí
—afirmó.
— ¿Qué te toca?

Ensanchó la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.

—Hacer las preguntas.

Luego se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y desapareció al doblar la esquina antes de que ni siquiera hubiera podido poner en orden mis ideas. Sonreí mientras caminaba hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que planeaba verme mañana.

Santana protagonizó mis sueños aquella noche, como de costumbre. Pero el clima de mi inconsciencia había cambiado. Me estremecía con la misma electricidad que había presidido la tarde, me agitaba y daba vueltas sin cesar, despertándome a menudo. Hasta bien entrada la noche no me sumí en un sueño agotado y sin sueños.

Al despertar no sólo estaba cansada, sino con los nervios a flor de piel. Me enfundé el suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans mientras soñaba despierta con camisetas de tirantes y shorts. El desayuno fue el tranquilo y esperado suceso de siempre. Charlie se preparó unos huevos fritos y yo mi cuenco de cereales. Me preguntaba si se había olvidado de lo de este sábado, pero respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para dejar su plato en el fregadero.

—Respecto a este sábado... —comenzó mientras cruzaba la cocina y abría el grifo.

Me encogí.

— ¿Sí, papá?
— ¿Sigues empeñada en ir a Seattle?
—Ese era el plan.


Hice una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado para no tener que componer cuidadosas medias verdades.

Esparció un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el cepillo.

— ¿Estás segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para el baile?
—No voy a ir al baile, papá.


Le fulminé con la mirada.

— ¿No te lo ha pedido nadie? —preguntó al tiempo que ocultaba su consternación concentrándose en enjuagar el plato.

Esquivé el campo de minas.

—Es la chica quien elige.
—Ah.


Frunció el ceño mientras secaba el plato.

Sentía simpatía hacia él. Debe de ser duro ser padre y vivir con el miedo a que tu hija encuentre al chico, o en mi caso chica que le gusta, pero aún más duro el estar preocupado de que no sea así. Qué horrible sería, pensé con estremecimiento, si Charlie tuviera la más remota idea de qué era exactamente lo que me gustaba.

Entonces, Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de la mano y yo subí las escaleras para cepillarme los dientes y recoger mis libros. Cuando oí alejarse el coche patrulla, sólo fui capaz de esperar unos segundos antes de echar un vistazo por la ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de coches de la casa.

Bajé las escaleras y salí por la puerta delantera, preguntándome cuánto tiempo duraría aquella extraña rutina. No quería que acabara jamás.

Me aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa sin molestarme en echar el pestillo. Me encaminé hacia el coche, me detuve con timidez antes de abrir la puerta y entré. Estaba sonriente, relajada y, como siempre, perfecta e insoportablemente hermosa.

—Buenos días —me saludó con voz aterciopelada—. ¿Cómo estás hoy?

Me recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una mera cortesía.

—Bien, gracias.

Siempre estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de ella. Su mirada se detuvo en mis ojeras.

—Pareces cansada.
—No pude dormir
—confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro preparando alguna medida para ganar tiempo.
—Yo tampoco —bromeó mientras encendía el motor.

Me estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.

—Eso es cierto —me reí—. Supongo que he dormido un poquito más que tú.
—Apostaría a que sí.
— ¿Qué hiciste la noche pasada?
—No te escapes
—rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
—Ah, es cierto. ¿Qué quieres saber?


Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida que le pudiera resultar interesante.

— ¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.

Puse los ojos en blanco.

—Depende del día.
— ¿Cuál es tu color favorito hoy?
—seguía muy solemne.
—El marrón, probablemente.

Solía vestirme en función de mi estado de ánimo. Santana resopló y abandonó su expresión seria.

— ¿El marrón? —inquirió con escepticismo.
—Seguro. El marrón significa calor. Echo de menos el marrón. Aquí —me quejé—, una sustancia verde, blanda y mullida cubre todo lo que se suponía que debía ser marrón, los troncos de los árboles, las rocas, la tierra.

Mi pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un momento sin dejar de mirarme a los ojos.

—Tienes razón —decidió, seria de nuevo—. El marrón significa calor.

Rápidamente, aunque con cierta vacilación, extendió la mano y me apartó el pelo del hombro.

Para ese momento ya estábamos en el instituto. Se volvió de espaldas a mí mientras aparcaba.

— ¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro tan sombrío como si me exigiera una confesión de asesinato.

Me di cuenta de que no había quitado el CD que me había regalado Phil. Esbozó una sonrisa traviesa y un brillo peculiar iluminó sus ojos cuando le dije el nombre del grupo. Tiró de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del reproductor de CD del coche, extrajo uno de los treinta discos que guardaba apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó.

— ¿De Debussy a esto? —enarcó una ceja. Era el mismo CD. Examiné la familiar carátula con la mirada gacha.

El resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada insignificante detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin descanso.

No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentía cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La mayoría eran fáciles, sólo unas pocas provocaron queme sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una nueva ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que tienes que contestar con la primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura de que habría seguido con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la cabeza de no ser porque se percató de mi repentino rubor.

Cuando me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me precipité a contestarle que el topacio. Enrojecí porque, hasta hacía poco, mi favorita era el granate. Era imposible olvidar la razón del cambio mientras sus ojos me devolvían la mirada y, naturalmente, no descansaría hasta que admitiera la razón de mi sonrojo.

—Dímelo —ordenó al final, una vez que la persuasión había fracasado, porque yo había hurtado los ojos a su mirada.

—Es el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y mirándome las manos mientras jugueteaba con un mechón de mi cabello—. Supongo que te diría el ónice si me lo preguntaras dentro de dos semanas.

Le había dado más información de la necesaria en mi involuntaria honestidad, y me preocupaba haber provocado esa extraña ira que estallaba cada vez que cedía y revelaba con demasiada claridad lo obsesionada que estaba.

Pero su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:

— ¿Cuáles son tus flores favoritas?

Suspiré aliviada y proseguí con el psicoanálisis.

Biología volvió a ser un engorro. Santana había continuado con su cuestionario hasta que el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando el profesor se aproximó al interruptor, me percaté de que Santana alejaba levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarla, como el día anterior, en cuanto la habitación se quedó a oscuras.

Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos ocultos aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido deseo que me desquiciaba.

No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si ella me miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando el señor Banner encendió las luces y por fin miré a Santana, que me estaba contemplando con unos ojos que no supe interpretar.

Se levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la palma de su gélida mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios... antes de darse la vuelta y alejarse.

La clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo del equipo unipersonal de bádminton de Artie, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él en ese momento.

Después, me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me moviera, más pronto estaría con Santana. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual, pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verla esperándome ahí y una amplia sonrisa se extendió por mi rostro. Respondió con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.

Ahora eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder. Quería saber qué echaba de menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que desconociera. Nos sentamos frente a la casa de Charlie durante horas mientras el cielo oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.

Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota —amargo, ligeramente resinoso, pero aun así agradable—, el canto fuerte y lastimero de las cigarras en julio, la liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas rocas volcánicas.

Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y también justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo parecía muerta, sino que tenía más que ver con la silueta de la tierra, las cuencas poco profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma en que conservaban la luz del sol. Me encontré gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.

Sus preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a gusto y olvidar a la lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al final, cuando hube acabado dé detallar mi desordenada habitación en Phoenix, hizo una pausa en lugar de responder con otra cuestión.

— ¿Has terminado? —pregunté con alivio.
—Ni por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
— ¡Charlie!
—de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudié el cielo oscurecido por la lluvia, pero no me reveló nada—. ¿Es muy tarde? —me pregunté en voz alta al tiempo que miraba el reloj. La hora me había pillado por sorpresa. Charlie ya debería de estar conduciendo de vuelta a casa.
—Es la hora del crepúsculo —murmuró Santana al mirar el horizonte de poniente, oscurecido como estaba por las nubes.

Habló de forma pensativa, como si su mente estuviera en otro lugar lejano. Le contemplé mientras miraba fijamente a través del parabrisas. Seguía observándola cuando de repente sus ojos se volvieron hacia los míos.

—Es la hora más segura para nosotros —me explicó en respuesta a la pregunta no formulada de mi mirada—. El momento más fácil, pero también el más triste, en cierto modo... el fin de otro día, el regreso de la noche —sonrió con añoranza—. La oscuridad es demasiado predecible, ¿no crees?
—Me gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad
—fruncí el entrecejo—. No es que aquí se vean mucho.

Se rió, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.

—Charlie estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle que vas a pasar conmigo el sábado...

Enarcó una ceja.

—Gracias, pero no —reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había quedado entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo—. Entonces, ¿mañana me toca a mí?
— ¡Desde luego que no!
—Exclamó con fingida indignación—. No te he dicho que haya terminado, ¿verdad?
— ¿Qué más queda?
—Lo averiguarás mañana.


Extendió una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar alocadamente mi corazón.

Pero su mano se paralizó en la manija.

—Mal asunto —murmuró.
— ¿Qué ocurre?

Me sorprendió verla con la mandíbula apretada y los ojos turbados. Me miró por un instante y me dijo con desánimo:

—Otra complicación.

Abrió la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogido, se apartó de mí con igual velocidad.

El destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a escasos metros un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotros.

—Charlie ha doblado la esquina —me avisó mientras vigilaba atentamente al otro vehículo a través del aguacero.

A pesar de la confusión y la curiosidad, bajé de un salto. El estrépito de la lluvia era mayor al rebotarme sobre la cazadora.

Quise identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba demasiado oscuro. Pude ver a Santana a la luz de los faros del otro coche. Aún miraba al frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien yo no podía ver. Su expresión era una extraña mezcla de frustración y desafío.

Aceleró el motor en punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo pavimento. El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.

—Hola, Britt —llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del pequeño coche negro.
— ¿Sam? —pregunté, parpadeando bajo la lluvia.

Sólo entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las luces del mismo alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.

Sam ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el asiento del copiloto se sentaba un hombre mucho mayor, corpulento y de rostro memorable..., un rostro que se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los hombros, las arrugas surcaban la piel como las de una vieja chaqueta de cuero. Los ojos, sorprendentemente familiares, parecían al mismo tiempo demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho rostro. Era el padre de Sam, Billy Evans. Lo supe inmediatamente a pesar de que en los cinco años transcurridos desde que lo había visto por última vez me las había arreglado para olvidar su nombre hasta que Charlie lo mencionó el día de mi llegada. Me miraba fijamente, escrutando mi cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la sorpresa o el pánico y resoplaba por la ancha nariz. Mi sonrisa se desvaneció.

«Otra complicación», había dicho Santana.

Billy seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno. ¿Había reconocido Billy a Santana con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas inverosímiles de las que se había mofado su hijo?

La respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.



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Lo sé, lo sé ayer no actualicé lo compensaré lo prometo....aquí esta el capítulo disfrutenlo. Las amo! :)
dianna agron 16
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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Lun Sep 02, 2013 12:53 am



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JUEGOS MALABARES


— ¡Billy! —le llamó Charlie tan pronto como se bajó del coche.

Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del porche, hice señales a Sam para que entrase. Oí a Charlie saludarlos efusivamente a mis espaldas.

—Sam, voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo con desaprobación.
—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir —replicó Sam mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.
—Seguro que sí —se rió Charlie.
—De alguna manera he de dar una vuelta.

A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la voz retumbante de Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, una niña.

Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Sam ayudaban a Billy a salir del coche y a sentarse en la silla de ruedas.

Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.

—Menuda sorpresa —estaba diciendo Charlie.
—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal momento —respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.
—No, es magnífico. Espero que os podáis quedar para el partido.

Sam mostró una gran sonrisa.

—Creo que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.

Billy le dirigió una mueca a su hijo y añadió:

—Y, por supuesto, Sam deseaba volver a ver a Britt.

Sam frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente en la playa.

— ¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.
—No, cenamos antes de venir —respondió Sam.
— ¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina a toda prisa para escabullirme.
—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de en frente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.

Los sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.

—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Sam.
—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?
—No
—arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ése —comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.
—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que estáis buscando?
—Un cilindro maestro
—sonrió de oreja a oreja y de repente añadió—: ¿Hay algo que no funcione en el monovolumen? Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.

Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.

—Di un paseo con una amiga.
—Un buen coche
—comentó con admiración—, aunque no reconocí a la conductora. Creía conocer a la mayoría de las personas de por aquí.

Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la vuelta a los sandwiches.

—Papá parecía conocerle de alguna parte.
—Sam, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.
—Claro.


Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.

— ¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de mí. Suspiré derrotada.
—Santana Cullen.

Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que parecía un poco avergonzado.

—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan extraño.
—Es cierto
—simulé una expresión inocente—. No le gustan los Cullen.
—Viejo supersticioso
—murmuró en un susurro.
—No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no pude evitar el preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja, salieron precipitadamente de mis labios.
—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.
—Ah
—dije, intentando parecer indiferente.

Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la cena, fingiendo ver el partido mientras Sam charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.

Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Billy a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.

— ¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó Sam mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.
—No estoy segura —contesté con evasivas.
—Ha sido divertido, Charlie —dijo Billy.
—Acércate a ver el próximo partido —le animó Charlie.
—Seguro, seguro —dijo Billy—. Aquí estaremos. Que paséis una buena noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio—: Cuídate, Britt.
—Gracias
—musité desviando la mirada.

Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la mano desde la entrada.

—Aguarda, Britt —me pidió.

Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera con ellos en el cuarto de estar?

Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.

—No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien
—vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de bádminton ganó los cuatro partidos.
— ¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
—Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente bueno
—admití.
— ¿Quién es? —inquirió en señal de interés.
—Eh... Artie Abrams —le revelé a regañadientes.
—Ah, sí. Me comentaste que eras amiga del chico de los Abrams —se animó—. Una buena familia —musitó para sí durante un minuto—. ¿Por qué no le pides que te lleve al baile este fin de semana?
— ¡Papá!
—gemí—. Está saliendo con mi amiga Sugar. Además, sabes que no sé bailar.
—Ah, sí
—murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de disculpa—. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el sábado. .. Había planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo.
—Papá, lo estás haciendo fenomenal
—le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me parezco mucho a ti.

Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de los ojos.

Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada para soñar de nuevo. Estaba de buen humor cuando el gris perla de la mañana me despertó. La tensa velada con Billy y Sam ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:

—Estás muy alegre esta mañana.

Me encogí de hombros.

—Es viernes.

Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Santana fue más rápida a pesar de que salí disparada por la puerta en cuanto me aseguré de que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.

Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más rápidamente posible para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa traviesa y abierta que me hacía contener el aliento y me paralizaba el corazón. No podía concebir que un ángel fuera más espléndido. No había nada en Santana que se pudiera mejorar.

— ¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que resultaba su voz?
—Bien. ¿Qué tal tu noche?
—Placentera.


Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba perdiendo una broma privada.

— ¿Puedo preguntarte qué hiciste?
—No
—volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.

Quería saber cosas sobre la gente, sobre Susan, sus aficiones, qué hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio y... me puse colorada cuando me preguntó por los chicos y chicas con los/las que había tenido citas. Me aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguno/a, por lo que la conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan sorprendida como Sugar y Tinna por mi escasa vida romántica.

— ¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me preguntó con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.

De mala gana, fui sincera:

—En Phoenix, no.

Frunció los labios con fuerza.

Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se estaba convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi rosquilla.

—Hoy debería haberte dejado que condujeras —anunció sin venir a cuento mientras masticaba.
— ¿Por qué? —quise saber.
—Me voy a ir con Rachel después del almuerzo.
—Vaya
—parpadeé, confusa y desencantada—. Está bien, no está demasiado lejos para un paseo.

Me miró con impaciencia.

—No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para ti.
—No llevo la llave encima
—musité—. No me importa caminar, de verdad.

Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su compañía.

Negó con la cabeza.

—Tu monovolumen estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que alguien te lo pueda robar.

Se rió sólo de pensarlo.

—De acuerdo —acepté con los labios apretados.

Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero.

Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación, pero sonrió burlona, demasiado segura de sí misma.

— ¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui capaz.
—De caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro se hizo más taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.

Bajé la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.

—No —susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.
—Tal vez tengas razón
—murmuró sombríamente.

El color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.

Cambié de tema.

— ¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimida por la idea de tener que dejarle ahora.
—Eso depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —me ofreció.
—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
—Entonces, a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará Charlie ahí?
—No, mañana se va a pescar.


Sonreí abiertamente ante el recuerdo de la forma tan conveniente con que se habían solucionado las cosas.

— ¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz cortante.
—No tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo intención de hacer la colada. Tal vez crea que me he caído dentro de la lavadora.

Me miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia fue mucho más impresionante que la mía.

— ¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve segura de haber perdido el concurso de ceños.
—Cualquier cosa que encontremos en el parque —parecía divertida por mi informal referencia a sus actividades secretas—. No vamos a ir lejos.
— ¿Por qué vas con Rachel?
—me extrañé.
—Rachel es la más... compasiva.

Frunció el ceño al hablar.

— ¿Y los demás? —Pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?

Arrugó la frente durante unos momentos.

—La mayoría con incredulidad.

Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia. Permanecían sentados con la mirada perdida en diferentes direcciones, del mismo modo que la primera vez que los vi. Sólo que ahora eran cuatro, su hermosa hermana con pelo de bronce se sentaba frente a mí con los dorados ojos turbados.

—No les gusto —supuse.
—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir—. No comprenden por qué no te puedo dejar sola.

Sonreí de oreja a oreja.

—Yo tampoco, si vamos al caso.

Santana movió la cabeza lentamente y luego miró al techo antes de que nuestras miradas volvieran a encontrarse.

—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.

Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma. Santana sonrió al descifrar mi expresión.

—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente con discreción—, disfruto de una superior comprensión de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenida.

Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa.

—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras...

Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras ella hablaba. De repente, Kitty, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros. Hasta que Santana se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo.

Kitty giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Santana, y supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba:

—Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo no es sólo peligroso para mí si... —bajó la vista.
— ¿Si...?
—Si las cosas van mal.


Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port Angeles. Su angustia era evidente. Anhelaba confortarla, pero estaba muy perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano hacia ella involuntariamente, aunque rápidamente la dejé caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.

Y frustración... Frustración porque Kitty hubiera interrumpido fuera lo que fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía cómo sacarlo a colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz normal:

— ¿Tienes que irte ahora?
—Sí
—alzó el rostro, por un momento estuvo seria, pero luego cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.

Me llevé un susto. De repente, Rachel se encontraba en pie detrás del hombro de Santana. Su pelo largo, negro como la tinta, rodeaba su exquisita y delicada faz como un halo impreciso. Su delgada figura era esbelta y grácil incluso en aquella absoluta inmovilidad. Santana la saludó sin desviar la mirada de mí.

—Rach.
—Santy
—respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi tan atrayente como la de su hermana.
—Rach, te presento a Britt… Britt, ésta es Rachel —nos presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro.
—Hola, Britt —sus brillantes ojos de color obsidiana eran inescrutables, pero la sonrisa era cordial—. Es un placer conocerte al fin.

Santana le dirigió una mirada sombría.

—Hola, Rach, ¿Puedo llamarte así? —musité con timidez.
— Claro — sonrío de nuevo — ¿Estás preparada? —preguntó dirigiendose a Santana
—Casi —replicó Santana con voz distante—. Me reuniré contigo en el coche.

Rachel se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y sinuoso que sentí una aguda punzada de celos.

—Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento equivocado? —le pregunté volviéndome hacia ella.
—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.

Esbozó una amplia sonrisa.

—En tal caso, que te diviertas.

Me esforcé en parecer sincera, pero, por supuesto, no la engañé.

—Lo intentaré —seguía sonriendo—. Y tú, intenta mantenerte a salvo, por favor.
—A salvo en Forks... ¡Menudo reto!
—Para ti lo es
—el rostro se endureció—. Prométemelo.
—Prometo que intentaré mantenerme ilesa
—declamé—. Esta noche haré la colada... Una tarea que no debería entrañar demasiado peligro.
—No te caigas dentro de la lavadora
—se mofó.
—Haré lo que pueda.

Se puso en pie y yo también me levanté.

—Te veré mañana —musité.
—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.

Asentí con desánimo.

—Por la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su sonrisa picara.

Extendió la mano a través de la mesa para acariciarme la cara, me rozó levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó. Clavé mis ojos en ella hasta que se marchó.

Sentí la enorme tentación de hacer novillos el resto del día, faltar al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo. Sabía que Artie y los demás darían por supuesto que estaba con Santana si desaparecía ahora, y a ella le preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en público por si las cosas no salían bien. Me negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de eso, concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más seguras para ella.

Intuitivamente, sabía —y me daba cuenta de que ella también lo creía así— que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra relación no podía continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso antes de haber sido consciente de la misma y me comprometí a llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más terrible e insoportable que la idea de separarme de ella. Me resultaba imposible.

Resignada, me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió en Biología, estaba demasiado preocupada con los pensamientos de lo que sucedería al día siguiente. En la clase de gimnasia, Artie volvía a dirigirme la palabra otra vez. Me deseó que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupada por el coche, había cancelado mi viaje.

— ¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente mohíno.
—No, no voy a ir con nadie.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—inquirió con demasiado interés.

Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse, pero en lugar de eso le mentí alegremente.

—La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o voy a suspender.
— ¿Te está ayudando Cullen con los estudios?
—Santana
—enfaticé— no me va ayudar con los estudios. Se va a no sé dónde durante el fin de semana.

Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre.

—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con nuestro grupo. Estaría bien. Todos bailaríamos contigo —prometió.

La imagen mental del rostro de Sugar hizo que el tono de mi voz fuera más cortante de lo necesario.

—Artie, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
—Vale
—se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.

Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al aparcamiento sin entusiasmo. No me apetecía especialmente ir a casa a pie, pero no veía la forma de recuperar el monovolumen. Entonces, comencé a creer una vez más que no había nada imposible para ella. Este último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en la misma plaza en la que ella había aparcado el Volvo por la mañana. Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta —no estaba echado el pestillo— y vi las llaves en el bombín de la puesta en marcha.

Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elegante letra: «Sé prudente».

El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí misma.

El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.

Siguiendo el mismo instinto que me había movido a mentir a Artie, telefoneé a Sugar con el pretexto de desearle suerte en el baile. Cuando ella me deseó lo mismo para mi día con Santana, le hablé de la cancelación. Parecía más desencantada de lo realmente necesario para ser una observadora imparcial. Después de eso, me despedí rápidamente.

Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.

— ¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.
— ¿Qué pasa, Britt?
—Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que voy a esperar hasta que Sugar o algún otro me puedan acompañar.
—Ah
—dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?
—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve y diviértete.
— ¿Estás segura?
—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente... Hemos descendido hasta tener reservas sólo para dos o tres años.


Me sonrió.

—Resulta muy fácil vivir contigo, Britt.
—Podría decir lo mismo de ti
—contesté entre risas demasiado apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Santana y decirle dónde iba a estar. A punto.

Después de la cena, doblé la ropa y puse otra colada en la secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el control. Fluctuaba entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Santana dedicando mucho más esfuerzo del necesario para embeberme con las dos simples palabras que había escrito. Ella quería que estuviera a salvo, me dije una y otra vez. Sólo podía aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida? Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida girase en torno a ella desde que vine a Forks.

Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.

Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para dormir, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que estuviera atolondrada por no haber pegado ojo. Me sequé el pelo hasta que estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.

Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al fin en la cama. Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar una recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y, por suerte, me quedé dormida.

Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aun así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido vistazo por la ventana para verificar que Charlie se había marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.

Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba ella. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.

Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.

—Buenos días.
— ¿Qué ocurre?


Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.

—Vamos a juego.

Se volvió a reír. Me di cuenta de que ella llevaba un gran suéter ligero del mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la blusa blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada de arrepentimiento... ¿Por qué tenía ella que parecer una modelo de pasarela y yo no?

Cerré la puerta al salir mientras ella se dirigía al monovolumen. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.

—Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.
— ¿Adonde? —le pregunté.
—Ponte el cinturón... Ya estoy nerviosa.

Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.

— ¿Adonde? —repetí suspirando.
—Toma la 101 hacia el norte —ordenó.

Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo.

— ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
—Un poco de respeto
—le recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche.

A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.

—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.
—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.

Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo cierto.

— ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?
—Una senda.
— ¿Vamos de caminata?
—pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las zapatillas de tenis.
— ¿Supone algún problema?

Lo dijo como si esperara que fuera así.

—No.

Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que el monovolumen era lento, tenía que esperar a verme a mí...

—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.

¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante.

Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía pavor ante la perspectiva de nuestra llegada.

— ¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.
—Sólo me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.
—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo.

Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.

—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo.
— ¿Le dijiste lo que te proponías?
—No.
—Pero Sugar cree que vamos a Seattle juntas…
—la idea parecía de su agrado— ¿No?
—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.
— ¿Nadie sabe que estás conmigo?
—inquirió, ahora con enfado.
—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Rachel?
—Eso es de mucha ayuda, Britt
—dijo bruscamente.

Fingí no haberla oído, pero volvió a la carga y preguntó:

— ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotras podría ocasionarte problemas
—le recordé.
— ¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas? —El tono de su voz era de enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si no regresas?

Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró algo en voz baja, pero habló tan deprisa que no la comprendí.

Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir.

Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en ella puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.

Le oí dar un portazo y pude comprobar que también ella se había desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí, encarándose con el bosque primigenio.

—Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.
— ¿Y la senda?

El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.

—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.
— ¡¿No iremos por la senda?!
—pregunté con desesperación.
—No voy a dejar que te pierdas.

Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un gemido. Llevaba desabotonada la blusa blanca sin mangas, por lo que la suave superficie de su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de sus pechos, sin que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado perfecta. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí.

Desconcertada por mi expresión torturada, Santana me miró fijamente.

— ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.

Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.

— ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.
—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener paciencia conmigo.
—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.


Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro.

—Te llevaré de vuelta a casa —prometió.

No supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Sabía que ella creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.

—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.

Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.

No resultó tan duro como me había temido. El camino era plano la mayor parte del tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por los húmedos heléchos y los mosaicos de musgo. Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos, me ayudaba, levantándome por el codo y soltándome en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, ella oía mis latidos.

Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.

Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Santana formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que me tenía acostumbrada... De los bosques desiertos se levantó un eco similar al tañido de las campanas.

La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero ella no mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Santana se encontraba muy a gusto y cómoda en aquel lugar color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.

Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.

— ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el ceño.
—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves ese fulgor de ahí delante?
—Humm
—miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?

Esbozó una sonrisa burlona.

—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
—Tendré que pedir hora para visitar al oculista
—murmuré.

Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.

Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba. Santana me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.

Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi vida. La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina colina luminosa. Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta para compartir con ella todo aquello, pero Santana no estaba detrás de mí, como creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su busca. Finalmente, la localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos. Sólo entonces recordé lo que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de Santana y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.

Di un paso hacia ella, con los ojos relucientes de curiosidad. Los suyos en cambio se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y le hice señas para que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó una mano en señal de aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.

Santana pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante resplandor del mediodía.



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El siguiente capitulo chicas espero que les guste. Las amo! :)






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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por dianna agron 16 Lun Sep 02, 2013 2:11 am



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CONFESIONES


A la luz del sol, Santana resultaba chocante. No me hubiera acostumbrado ni aunque la hubiera estado mirando toda la tarde. A pesar de un tenue rubor, producido a raíz de su salida de caza durante la tarde del día anterior, su piel centelleaba literalmente como si tuviera miles de nimios diamantes incrustados en ella. Yacía completamente inmóvil en la hierba, con la blusa abierta sobre su escultural pecho incandescente y los brazos desnudos centelleando al sol. Mantenía cerrados los deslumbrantes párpados de suave azul lavanda, aunque no dormía, por supuesto. Parecía una estatua perfecta, tallada en algún tipo de piedra ignota, lisa como el mármol, reluciente como el cristal.

Movía los labios de vez en cuando con tal rapidez que parecían temblar, pero me dijo que estaba cantando para sí misma cuando le pregunté al respecto. Lo hacía en voz demasiado baja para que la oyera.

También yo disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante seco para mi gusto. Me hubiera gustado recostarme como ella y dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí avovillada, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesta a apartar la vista de ella. Soplaba una brisa suave que enredaba mis cabellos y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su figura inmóvil.

La pradera, que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la magnificencia de Santana.

Siempre con miedo, incluso ahora, a que desapareciera como un espejismo demasiado hermoso para ser real, extendí un dedo con indecisión y acaricié el dorso de su mano reluciente, que descansaba sobre el césped al alcance de la mía. Otra vez me maravillé de la textura perfecta de suave satén, fría como la piedra. Cuando alcé la vista, había abierto los ojos y me miraba. Una rápida sonrisa curvó las comisuras de sus labios sin mácula.

— ¿No te asusto? —preguntó con despreocupación, aunque identifiqué una curiosidad real en el tono de su suave voz.
—No más que de costumbre.

Su sonrisa se hizo más amplia y sus dientes refulgieron al sol.

Poco a poco, me acerqué más y extendí toda la mano para trazar los contornos de su antebrazo con las yemas de los dedos. Contemplé el temblor de mis dedos y supe que el detalle no le pasaría desapercibido.

— ¿Te molesta? —pregunté, ya que había vuelto a cerrar los ojos.
—No—respondió sin abrirlos—, no te puedes ni imaginar cómo se siente eso.

Suspiró.

Siguiendo el suave trazado de las venas azules del pliegue de su codo, mi mano avanzó con suavidad sobre los perfectos músculos de su brazo. Estiré la otra mano para darle la vuelta a la de Santana. Al comprender mi pretensión, dio la vuelta a su mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Esto me sobresaltó; mis dedos se paralizaron en su brazo por un breve segundo.

—Lo siento —murmuró. La busqué con la vista a tiempo de verla cerrar los ojos de nuevo—. Contigo, resulta demasiado fácil ser yo misma.

Alcé su mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba el brillo del sol sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las facetas ocultas de su piel.

—Dime qué piensas —susurró. Al mirarle descubrí que me estaba observando con repentina atención—. Me sigue resultando extraño no saberlo.
—Bueno, ya sabes, el resto nos sentimos así todo el tiempo.
—Es una vida dura
— ¿me imaginé el matiz de pesar en su voz?—. Aún no me has contestado.
—Deseaba poder saber qué pensabas tú
—vacilé— y...
— ¿Y?
—Quería poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
—No quiero que estés asustada.


La voz de Santana era apenas un murmullo suave. Escuché lo que en realidad no podía decir sinceramente, que no debía tener miedo, que no había nada de qué asustarse.

—Bueno, no me refería exactamente a esa clase de miedo, aunque, sin duda, es algo sobre lo que debo pensar.

Se movió tan deprisa que ni la vi. Se sentó en el suelo, apoyada sobre el brazo derecho, y con la mano izquierda aún en las mías. Su rostro angelical estaba a escasos centímetros del mío. Podría haber retrocedido, debería haberlo hecho, ante esa inesperada proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me habían hipnotizado.

—Entonces, ¿de qué tienes miedo? —murmuró mirándome con atención.

Pero no pude contestarle. Olí su gélida respiración en mi cara como sólo lo había hecho una vez. Me derretía ante ese aroma dulce y delicioso. De forma instintiva y sin pensar, me incliné más cerca para aspirarlo.

Entonces, Santana desapareció. Su mano se distancio de la mía y se colocó a seis metros de distancia en el tiempo que me llevó enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña pradera, a la oscura sombra de un abeto enorme. Me miraba fijamente con expresión inescrutable y los ojos oscuros ocultos por las sombras.

Sentí la herida y la conmoción en mi rostro. Me picaban las manos vacías.

—Lo... lo siento, Santana —susurré. Sabía que podía escucharme.
—Concédeme un momento —replicó al volumen justo para que mis pocos sensitivos oídos la oyeran. Me senté totalmente inmóvil.

Después de diez segundos, increíblemente largos, regresó, lentamente tratándose de ella. Se detuvo a pocos metros y se dejó caer ágilmente al suelo para luego entrecruzar las piernas, sin apartar sus ojos de los míos ni un segundo. Suspiró profundamente dos veces y luego me sonrió disculpándose.

—Lo siento mucho —vaciló—. ¿Comprenderías a qué me refiero si te dijera que sólo soy una mujer?

Asentí una sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina corrió por mis venas conforme fui comprendiendo poco a poco el peligro. Desde su posición, ella lo olió y su sonrisa se hizo burlona.

—Mi especie y yo somos los mejores depredadores del mundo, ¿no es cierto? Todo cuanto me rodea te invita a venir a mí: la voz, el rostro, incluso mi olor. ¡Como si los necesitase!

Se incorporó de forma inesperada, alejándose hasta perderse de vista para reaparecer detrás del mismo abeto de antes después de haber circunvalado la pradera en medio segundo.

— ¡Como si pudieras huir de mí!

Rió con amargura, extendió una mano y arrancó del tronco del abeto una rama de un poco más de medio metro de grosor sin esfuerzo alguno en medio de un chasquido estremecedor. Con la misma mano, la hizo girar en el aire durante unos instantes y la arrojó a una velocidad de vértigo para estrellarla contra otro árbol enorme, que se agitó y tembló ante el golpe.

Y estuvo otra vez en frente de mí, a medio metro, inmóvil como una estatua.

— ¡Como si pudieras derrotarme! —dijo en voz baja.

Permanecí sentada sin moverme, temiéndole como no le había temido nunca. Nunca la había visto tan completamente libre de esa fachada edificada con tanto cuidado. Nunca había sido menos humana ni más hermosa. Con el rostro ceniciento y los ojos abiertos como platos, estaba sentada como un pájaro atrapado por los ojos de la serpiente.

Un arrebato frenético parecía relucir en los adorables ojos de Santana. Luego, conforme pasaron los segundos, se apagaron y lentamente su expresión volvió a su antigua máscara de dolor.

—No temas —murmuró con voz aterciopelada e involuntariamente seductora—. Te prometo... —vaciló—, te. juro que no te haré daño.

Parecía más preocupada de convencerse a sí misma que a mí.

—No temas —repitió en un susurro mientras se acercaba con exagerada lentitud. Serpenteó con movimientos deliberadamente lentos para sentarse hasta que nuestros rostros se encontraron a la misma altura, a treinta centímetros. —Perdóname, por favor —pidió ceremoniosamente—. Puedo controlarme. Me has pillado desprevenida, pero ahora me comportaré mejor.

Esperó, pero yo todavía era incapaz de hablar.

—Hoy no tengo sed —me guiñó el ojo—. De verdad.

Ante eso, no me quedó otro remedio que reírme, aunque el sonido fue tembloroso y jadeante.

— ¿Estás bien? —preguntó tiernamente, extendiendo el brazo lenta y cuidadosamente para volver a poner su mano de mármol en la mía.

Miré primero su fría y lisa mano, luego, sus ojos, laxos, arrepentidos; y después, otra vez la mano. Entonces, pausadamente volví a seguir las líneas de su mano con las yemas de los dedos. Alcé la vista y sonreí con timidez.

—Bueno, ¿por dónde íbamos antes de que me comportara con tanta rudeza? —preguntó con las amables cadencias de principios del siglo pasado.
—La verdad es que no lo recuerdo.

Sonrió, pero estaba avergonzada.

—Creo que estábamos hablando de por qué estabas asustada, además del motivo obvio.
—Ah, sí.
— ¿Y bien?


Miré su mano y recorrí sin rumbo fijo la lisa e iridiscente palma. Los segundos pasaban.

— ¡Con qué facilidad me frustro! —musitó.

Estudié sus ojos y de repente comprendí que todo aquello era casi tan nuevo para ella como para mí. A ella también le resultaba difícil a pesar de los muchos años de inconmensurable experiencia. Ese pensamiento me infundió coraje.

—Tengo miedo, además de por los motivos evidentes, porque no puedo estar contigo, y porque me gustaría estarlo más de lo que debería.

Mantuve los ojos fijos en sus manos mientras decía aquello en voz baja porque me resultaba difícil confesarlo.

—Sí —admitió lentamente—, es un motivo para estar asustada, desde luego. ¡Querer estar conmigo! En verdad, no te conviene nada.
—Lo sé. Supongo que podría intentar no desearlo, pero dudo que funcionara.
—Deseo ayudarte, de verdad que sí
—no había el menor rastro de falsedad en sus ojos límpidos—. Debería haberme alejado hace mucho, debería hacerlo ahora, pero no sé si soy capaz.
—No quiero que te vayas
—farfullé patéticamente, mirándola fijamente hasta lograr que apartara la vista.
—Irme, eso es exactamente lo que debería hacer, pero no temas, soy una criatura esencialmente egoísta. Ansió demasiado tu compañía para hacer lo correcto.
—Me alegro.
— ¡No lo hagas!
—retiró su mano, esta vez con mayor delicadeza. La voz de Santana era más áspera de lo habitual. Áspera para ella, aunque más hermosa que cualquier voz humana. Resultaba difícil tratar con ella, ya que sus continuos y repentinos cambios de humor siempre me producían desconcierto.
— ¡No es sólo tu compañía lo que anhelo! Nunca lo olvides. Nunca olvides que soy más peligrosa para ti de lo que soy para cualquier otra persona.

Enmudeció y la vi contemplar con ojos ausentes el bosque.

Medité sus palabras durante unos instantes.

—Creo que no comprendo exactamente a qué te refieres... Al menos la última parte.

Santana me miró de nuevo y sonrió con picardía. Su humor volvía a cambiar.

— ¿Cómo te explicaría? —musitó—. Y sin aterrorizarte de nuevo...

Volvió a poner su mano sobre la mía, al parecer de forma inconsciente, y la sujeté con fuerza entre las mías. Miró nuestras manos y suspiró.

—Esto es asombrosamente placentero... el calor.

Transcurrió un momento hasta que puso en orden sus ideas y continuó:

—Sabes que todos disfrutamos de diferentes sabores. Algunos prefieren el helado de chocolate y otros el de fresa.

Asentí.

—Lamento emplear la analogía de la comida, pero no se me ocurre otra forma de explicártelo.

Le dediqué una sonrisa y ella me la devolvió con pesar.

—Verás, cada persona huele diferente, tiene una esencia distinta. Si encierras a un alcohólico en una habitación repleta de cerveza rancia, se la beberá alegremente, pero si ha superado el alcoholismo y lo desea, podría resistirse. Supongamos ahora que ponemos en esa habitación una botella de brandy añejo, de cien años, el coñac más raro y exquisito y llenamos la habitación de su cálido aroma... En tal caso, ¿cómo crees que le iría?

Permanecimos sentadas en silencio, mirándonos a los ojos la una a la otra en un intento de descifrarnos mutuamente el pensamiento.

Santana fue la primera en romper el silencio.

—Tal vez no sea la comparación adecuada. Puede que sea muy fácil rehusar el brandy. Quizás debería haber empleado un heroinómano en vez de un alcohólico para el ejemplo.
—Bueno, ¿estás diciendo que soy tu marca de heroína?
—le pregunté para tomarle el pelo y animarle.

Sonrió de inmediato, pareciendo apreciar mi esfuerzo.

—Sí, tú eres exactamente mi marca de heroína.
— ¿Sucede eso con frecuencia?


Miró hacia las copas de los árboles mientras pensaba la respuesta.

—He hablado con mis hermanos al respecto —prosiguió con la vista fija en la lejanía—. Para Quinn, todos los humanos sois más de lo mismo. Ella es la miembro más reciente de nuestra familia y ha de esforzarse mucho para conseguir una abstinencia completa. No ha dispuesto de tiempo para hacerse más sensible a las diferencias de olor, de sabor —súbitamente me miró con gesto de disculpa—. Lo siento.
—No me molesta. Por favor, no te preocupes por ofenderme o asustarme o lo que sea... Es así como piensas. Te entiendo, o al menos puedo intentarlo. Explícate como mejor puedas.
—De modo que Quinn no está segura de si alguna vez se ha cruzado con alguien tan...
—Santana titubeó, en busca de la palabra adecuada—, tan apetecible como tú me resultas a mí. Eso me hizo reflexionar mucho. Puck es el que hace más tiempo que ha dejado de beber, por decirlo de alguna manera, y comprende lo que quiero decir. Dice que le sucedió dos veces, una con más intensidad que otra.
— ¿Y a ti?

—Jamás.

La palabra quedó flotando en la cálida brisa durante unos momentos.

— ¿Qué hizo Puck? —le pregunté para romper el silencio.

Era la pregunta equivocada. Su rostro se ensombreció y sus manos se crisparon entre las mías. Aguardé, pero no me iba a contestar.

—Creo saberlo —dije al fin.

Alzó la vista. Tenía una expresión melancólica, suplicante.

—Hasta el más fuerte de nosotros recae en la bebida, ¿verdad?
— ¿Qué me pides? ¿Mi permiso?
—mi voz sonó más mordaz de lo que pretendía. Intenté modular un tono más amable. Suponía que aquella sinceridad le estaba costando mucho esfuerzo—. Quiero decir, entonces, ¿no hay esperanza?

¡Con cuánta calma podía discutir sobre mi propia muerte!

— ¡No, no! —Se compungió casi al momento—. ¡Por supuesto que hay esperanza! Me refiero a que..., por supuesto que no voy a... —dejó la frase en el aire. Mis ojos inflamaban las llamaradas de los suyos—. Es diferente para nosotros. En cuanto a Puck y esos dos desconocidos con los que se cruzó... Eso sucedió hace mucho tiempo y él no era tan experto y cuidadoso como lo es ahora.

Se sumió en el silencio y me miró intensamente.

—De modo que si nos hubiéramos encontrado... en... un callejón oscuro o algo parecido... —mi voz se fue apagando.
—Necesité todo mi autocontrol para no abalanzarme sobre ti en medio de esa clase llena de niños y... —enmudeció bruscamente y desvió la mirada—. Cuando pasaste a mi lado, podía haber arruinado en el acto todo lo que William ha construido para nosotros. No hubiera sido capaz de refrenarme si no hubiera estado controlando mi sed durante los últimos... bueno, demasiados años.

Se detuvo a contemplar los árboles. Me lanzó una mirada sombría mientras las dos lo recordábamos.

—Debiste de pensar que estaba loca.
—No comprendí el motivo. ¿Cómo podías odiarme con tanta rapidez...?
—Para mí, parecías una especie de demonio convocado directamente desde mi infierno particular para arruinarme. La fragancia procedente de tu piel... El primer día creí que me iba a trastornar. En esa única hora, ideé cien formas diferentes de engatusarte para que salieras de clase conmigo y tenerte a solas. Las rechacé todas al pensar en mi familia, en lo que podía hacerles. Tenía que huir, alejarme antes de pronunciar las palabras que te harían seguirme...


Entonces, buscó con la mirada mi rostro asombrado mientras yo intentaba asimilar sus amargos recuerdos. Debajo de sus pestañas, sus ojos dorados ardían, hipnóticos, letales.

—Y tú hubieras acudido —me aseguró.

Intenté hablar con serenidad.

—Sin duda.

Torció el gesto y me miró las manos, liberándome así de la fuerza de su mirada.

—Luego intenté cambiar la hora de mi programa en un estéril intento de evitarte y de repente ahí estabas tú, en esa oficina pequeña y caliente, y el aroma resultaba enloquecedor. Estuve a punto de tomarte en ese momento. Sólo había otra frágil humana... cuya muerte era fácil de arreglar.

Temblé a pesar de estar al sol cuando de nuevo reaparecieron mis recuerdos desde su punto de vista, sólo ahora me percataba del peligro. ¡Pobre señora Cope! Me estremecí al pensar lo cerca que había estado de ser la responsable de su muerte sin saberlo.

—No sé cómo, pero resistí. Me obligué a no esperarte ni a seguirte desde el instituto. Fuera, donde ya no te podía oler, resultó más fácil pensar con claridad y adoptar la decisión correcta. Dejé a mis hermanos cerca de casa. Estaba demasiado avergonzada para confesarles mi debilidad, sólo sabían que algo iba mal... Entonces me fui directo al hospital para ver a William y decirle que me marchaba.

La miré fijamente, sorprendida.

—Intercambiamos nuestros coches, ya que el suyo tenía el depósito lleno y yo no quería detenerme. No me atrevía a ir a casa y enfrentarme a Emma. Ella no me hubiera dejado ir sin montarme una escenita, hubiera intentado convencerme de que no era necesario... A la mañana siguiente estaba en Alaska —parecía avergonzada, como si estuviera admitiendo una gran cobardía—. Pasé allí dos días con unos viejos conocidos, pero sentí nostalgia de mi hogar. Detestaba saber que había defraudado a Emma y a los demás, mi familia adoptiva. Resultaba difícil creer que eras tan irresistible respirando el aire puro de las montañas. Me convencí de que había sido débil al escapar. Me había enfrentado antes a la tentación, pero no de aquella magnitud, no se acercaba ni por asomo, pero yo era fuerte, ¿y quién eras tú? ¡Una chiquilla insignificante! —de repente sonrió de oreja a oreja—. ¿Quién eras tú para echarme del lugar donde quería estar? De modo que regresé...

Miró al infinito. Yo no podía hablar.

—Tomé precauciones, cacé y me alimenté más de lo acostumbrado antes de volver a verte. Estaba decidida a ser lo bastante fuerte para tratarte como a cualquier otro humano. Fui muy arrogante en ese punto. Existía la incuestionable complicación de que no podía leerte los pensamientos para saber cuál era tu reacción hacia mí. No estaba acostumbrada a tener que dar tantos rodeos. Tuve que escuchar tus palabras en la mente de Sugar, que, por cierto, no es muy original, y resultaba un fastidio tener que detenerme ahí, sin saber si realmente querías decir lo que decías. Todo era extremadamente irritante.

Torció el gesto al recordarlo.

—Quise que, de ser posible, olvidaras mi conducta del primer día, por lo que intenté hablar contigo como con cualquier otra persona. De hecho, estaba ilusionada con la esperanza de descifrar algunos de tus pensamientos. Pero tú resultaste demasiado interesante, y me vi atrapada por tus expresiones... Y de vez en cuando alargabas la mano o movías el pelo..., y el aroma me aturdía otra vez. Entonces estuviste a punto de morir aplastada ante mis propios ojos. Más tarde pensé en una excusa excelente para justificar por qué había actuado así en ese momento, ya que tu sangre se hubiera derramado delante de mí de no haberte salvado y no hubiera sido capaz de contenerme y revelar a todos lo que éramos. Pero me inventé esa excusa más tarde. En ese momento, todo lo que pensé fue: «Ella, no».

Cerró los ojos, ensimismada en su agónica confesión. Yo la escuchaba con más deseo de lo racional. El sentido común me decía que debería estar aterrada. En lugar de eso, me sentía aliviada al comprenderlo todo por fin. Y me sentía llena de compasión por lo que Santana había sufrido, incluso ahora, cuando había confesado el ansia de tomar mi vida.

Finalmente, fui capaz de hablar, aunque mi voz era débil:

— ¿Y en el hospital?

Sus ojos se clavaron en los míos.

—Estaba horrorizada. Después de todo, no podía creer que hubiera puesto a toda la familia en peligro y yo misma hubiera quedado a tu merced... De entre todas las personas, tenías que ser tú. Como si necesitara otro motivo para matarte —ambas nos acobardamos cuando se le escapó esa frase—. Pero tuvo el efecto contrario —continuó apresuradamente—, y me enfrenté con Kitty, Puck y Quinn cuando sugirieron que te había llegado la hora... Fue la peor discusión que hemos tenido nunca. William se puso de mi lado, y Rach también lo hizo—hizo una mueca cuando pronunció su nombre, no imaginé la razón—. Emma dijo que hiciera lo que tuviera que hacer para quedarme.

Santana sacudió la cabeza con indulgencia.

—Me pasé todo el día siguiente fisgando en las mentes de todos con quienes habías hablado, sorprendida de que hubieras cumplido tu palabra. No te comprendí en absoluto, pero sabía que no me podía implicar más contigo. Hice todo lo que estuvo en mi mano para permanecer lo más lejos de ti. Y todos los días el aroma de tu piel, tu respiración, tu pelo... me golpeaba con la misma fuerza del primer día.

Nuestras miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Santana eran sorprendentemente tiernos.

—Y por todo eso —prosiguió—, hubiera preferido delatarnos en aquel primer momento que herirte aquí, ahora, sin testigos ni nada que me detenga.

Era lo bastante humana como para tener preguntar:

— ¿Por qué?
—Brittany
—pronunció mi nombre completo con cuidado al tiempo que me despeinaba el pelo con la mano libre; un estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito—. No podría vivir en paz conmigo misma si te causara daño alguno —fijó su mirada en el suelo, nuevamente avergonzada—. La idea de verte inmóvil, pálida, helada... No volver a ver cómo te ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los ojos cuando sospechas mis intenciones... Sería insoportable —clavó sus hermosos y torturados ojos en los míos—. Ahora eres lo más importante para mí, lo más importante que he tenido nunca.

La cabeza empezó a darme vueltas ante el rápido giro que había dado nuestra conversación. Desde el alegre tema de mi inminente muerte de repente nos estábamos declarando. Aguardó, y supe que sus ojos no se apartaban de mí a pesar de fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:

—Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido, significa que preferiría morir antes que alejarme de ti —hice una mueca—. Soy idiota.
—Eres idiota
—aceptó con una risa.

Nuestras miradas se encontraron y también me reí. Nos reímos juntas de lo absurdo y estúpido de la situación.

—Y de ese modo el león se enamoró de la oveja... —murmuró. Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la palabra.
— ¡Qué oveja tan estúpida! —musité.
— ¡Qué león tan morboso y masoquista!

Su mirada se perdió en el bosque y me pregunté dónde estarían ahora sus pensamientos.

— ¿Por qué...? —comencé, pero luego me detuve al no estar segura de cómo proseguir.

Santana me miró y sonrió. El sol arrancó un destello a su cara, a sus dientes.

— ¿Sí?
—Dime por qué huiste antes.


Su sonrisa se desvaneció.

—Sabes el porqué.
—No, lo que quería decir exactamente es ¿qué hice mal? Ya sabes, voy a tener que estar en guardia, por lo que será mejor aprender qué es lo que no debería hacer. Esto, por ejemplo
—le acaricié la base de la mano—, parece que no te hace mal.

Volvió a sonreír.

—Britt, no hiciste nada mal. Fue culpa mía.
—Pero quiero ayudar si está en mi mano, hacértelo más llevadero.
—Bueno...
—meditó durante unos instantes—. Sólo fue lo cerca que estuviste. Por instinto, la mayoría de las personas nos rehuyen repelidos por nuestra diferenciación... No esperaba que te acercaras tanto, y el olor de tu garganta...

Se calló ipso facto mirándome para ver si me había asustado.

—De acuerdo, entonces —respondí con displicencia en un intento de aliviar la atmósfera, repentinamente tensa, y me tapé el cuello—, nada de exponer la garganta.

Funcionó. Rompió a reír.

—No, en realidad, fue más la sorpresa que cualquier otra cosa.

Alzó la mano libre y la depositó con suavidad en un lado de mi garganta. Me quedé inmóvil. El frío de su tacto era un aviso natural, un indicio de que debería estar aterrada, pero no era miedo lo que sentía, aunque, sin embargo, había otros sentimientos...

—Ya lo ves. Todo está en orden.

Se me aceleró el pulso, y deseé poder refrenarlo al presentir que eso, los latidos en mis venas, lo iba a dificultar todo un poco más. Lo más seguro es que ella pudiera oírlo.

—El rubor de tus mejillas es adorable —murmuró.

Liberó con suavidad la otra mano. Mis manos cayeron flácidas sobre mi vientre. Me acarició la mejilla con suavidad para luego sostener mi rostro entre sus manos de mármol.

—Quédate muy quieta —susurró. ¡Como si no estuviera ya petrificada!

Lentamente, sin apartar sus ojos de los míos, se inclinó hacia mí. Luego, de forma sorprendente pero suave, apoyó su mejilla contra la base de mi garganta. Apenas era capaz de moverme, incluso aunque hubiera querido. Oí el sonido de su acompasada respiración mientras contemplaba cómo el sol y la brisa jugaban con su cabello, la parte más humana de Santana.

Me estremecí cuando sus manos se deslizaron cuello abajo con deliberada lentitud. Le oí contener el aliento, pero las manos no se detuvieron y suavemente siguieron su descenso hasta llegar a mis hombros, y entonces se detuvieron.

Dejó resbalar el rostro por un lado de mi cuello, con la nariz rozando mi clavícula. A continuación, reclinó la cara y apretó la cabeza tiernamente contra mi pecho...... escuchando los latidos de mi corazón.

—Ah.

Suspiró.

No sé cuánto tiempo estuvimos sentadas sin movernos. Pudieron ser horas. Al final, mi pulso se sosegó, pero Santana no se movió ni me dirigió la palabra mientras me sostuvo. Sabía que en cualquier momento ella podría no contenerse y mi vida terminaría tan deprisa que ni siquiera me daría cuenta, aunque eso no me asustó. No podía pensar en nada, excepto en que ella me tocaba.

Luego, demasiado pronto, me liberó.

Sus ojos estaban llenos de paz cuando dijo con satisfacción:

—No volverá a ser tan arduo.
— ¿Te ha resultado difícil?
—No ha sido tan difícil como había supuesto. ¿Y a ti?
—No, para mí no lo ha sido en absoluto.


Sonrió ante mi entonación.

—Sabes a qué me refiero.

Le sonreí.

—Toca —tomó mi mano y la situó sobre su mejilla—. ¿Notas qué caliente está?

Su piel habitualmente gélida estaba casi caliente, pero apenas lo noté, ya que estaba tocando su rostro, algo con lo que llevaba soñando desde el primer día que la vi.

—No te muevas —susurré.

Nadie podía permanecer tan inmóvil como Santana. Cerró los ojos y se quedó tan quieta como una piedra, una estatua debajo de mi mano.

Me moví incluso más lentamente que ella, teniendo cuidado de no hacer ningún movimiento inesperado. Rocé su mejilla, acaricié con delicadeza sus párpados y la sombra púrpura de las ojeras. Tuve sus labios entreabiertos debajo de mi mano y sentí su fría respiración en las yemas de los dedos. Quise inclinarme para inhalar su aroma, pero dejé caer la mano y me alejé, sin querer llevarle demasiado lejos.

Abrió los ojos, y había hambre en ellos. No la suficiente para atemorizarme, pero lo bastante para que se me hiciera un nudo en el estómago y el pulso se me acelerara mientras la sangre de mis venas no cesaba de martillar.

—Querría —susurró—, querría que pudieras sentir la complejidad... la confusión que yo siento, que pudieras entenderlo.

Llevó la mano a mi pelo y luego recorrió mi rostro.

—Dímelo —musité.
—Dudo que sea capaz. Por una parte, ya te he hablado del hambre..., la sed, y te he dicho la criatura deplorable que soy y lo que siento por ti. Creo que, por extensión, lo puedes comprender, aunque —prosiguió con una media sonrisa— probablemente no puedas identificarte por completo al no ser adicta a ninguna droga. Pero hay otros apetitos... —me hizo estremecer de nuevo al tocarme los labios con sus dedos—, apetitos que ni siquiera entiendo, que me son ajenos.
—Puede que lo entienda mejor de lo que crees.
—No estoy acostumbrada a tener apetitos tan humanos. ¿Siempre es así?
—No lo sé
—me detuve—. Para mí también es la primera vez.

Sostuvo mis manos entre las suyas, tan débiles en su hercúlea fortaleza.

—No sé lo cerca que puedo estar de ti —admitió—. No sé si podré...

Me incliné hacia delante muy despacio, avisándole con la mirada. Apoyé la mejilla contra su pecho de piedra. Sólo podía oír su respiración, nada más.

—Esto basta.

Cerré los ojos y suspiré. En un gesto muy humano, me rodeó con los brazos y hundió el rostro en mi pelo.

—Se te da mejor de lo que tú misma crees —apunté.
—Tengo instintos humanos. Puede que estén enterrados muy hondo, pero están ahí.

Permanecimos sentadas durante otro periodo de tiempo inmensurable. Me preguntaba si le apetecería moverse tan poco como a mí, pero podía ver declinar la luz y la sombra del bosque comenzaba a alcanzarnos. Suspiré.

—Tienes que irte.
—Creía que no podías leer mi mente
—le acusé.
—Cada vez resulta más fácil.

Noté un atisbo de humor en el tono de su voz. Me tomó por los hombros y la miré a la cara. En un arranque de repentino entusiasmo, me preguntó:

— ¿Te puedo enseñar algo?
— ¿El qué?
—Te voy a enseñar cómo viajo por el bosque
—vio mi expresión aterrada—. No te preocupes, vas a estar a salvo, y llegaremos al coche mucho antes.

Sus labios se curvaron en una de esas sonrisas traviesas tan hermosas que casi detenían el latir de mi corazón.

— ¿Te vas a convertir en murciélago? —pregunté con recelo.

Rompió a reír con más fuerza de la que le había oído jamás.

— ¡Como si no hubiera oído eso antes!
—Vale, ya veo que no voy a conseguir quedarme contigo.
—Vamos, pequeña cobarde, súbete a mi espalda.


Aguardé a ver si bromeaba, pero al parecer lo decía en serio. Me dirigió una sonrisa al leer mi vacilación y extendió los brazos hacia mí. Mi corazón reaccionó. Aunque Santana no pudiera leer mi mente, el pulso siempre me delataba. Procedió a ponerme sobre su espalda, con poco esfuerzo por mi parte, aunque, cuando ya estuve acomodada, la rodeé con brazos y piernas con tal fuerza que hubiera estrangulado a una persona normal. Era como agarrarse a una roca.

—Peso un poco más de la media de las mochilas que sueles llevar —le avisé.
— ¡Bahh.! —resopló. Casi pude imaginarle poniendo los ojos en blanco. Nunca antes la había visto tan animada.

Me sobrecogió cuando de forma inesperada me aferró la mano y presionó la palma sobre el rostro para inhalar profundamente.

—Cada vez más fácil —musitó.

Y entonces echó a correr.

Si en alguna ocasión había tenido miedo en su presencia, aquello no era nada en comparación con cómo me sentí en ese momento.

Cruzó como una bala, como un espectro, la oscura y densa masa de maleza del bosque sin hacer ruido, sin evidencia alguna de que sus pies rozaran el suelo. Su respiración no se alteró en ningún momento, jamás dio muestras de esforzarse, pero los árboles pasaban volando a mi lado a una velocidad vertiginosa, no golpeándonos por centímetros.

Estaba demasiado aterrada para cerrar los ojos, aunque el frío aire del bosque me azotaba el rostro hasta escocerme. Me sentí como si en un acto de estupidez hubiera sacado la cabeza por la ventanilla de un avión en pleno vuelo, y experimenté el acelerado desfallecimiento del mareo.

Entonces, terminó. Aquella mañana habíamos caminado durante horas para alcanzar el prado de Santana, y ahora, en cuestión de minutos, estábamos de regreso junto al monovolumen.

—Estimulante, ¿verdad? —dijo entusiasmada y con voz aguda.

Se quedó inmóvil, a la espera de que me bajara. Lo intenté, pero no me respondían los músculos. Me mantuve aferrada a ella con brazos y piernas mientras la cabeza no dejaba de darme vueltas.

— ¿Britt? —preguntó, ahora inquieta.
—Creo que necesito tumbarme —respondí jadeante.
—Ah, perdona —me esperó, pero aun así no me pude mover.
—Creo que necesito ayuda —admití.

Se rió quedamente y deshizo suavemente mi presa alrededor de su cuello. No había forma de resistir la fuerza de hierro de sus manos. Luego, me dio la vuelta y quedé frente a ella, y me acunó en sus brazos como si fuera una niña pequeña. Me sostuvo en vilo un momento para luego depositarme sobre los mullidos helechos.

— ¿Qué tal te encuentras?

No estaba muy segura de cómo me sentía, ya que la cabeza me daba vueltas de forma enloquecida.

—Mareada, creo.
—Pon la cabeza entre las rodillas.


Intenté lo que me indicaba, y ayudó un poco. Inspiré y espiré lentamente sin mover la cabeza. Me percaté de que se sentaba a mi lado. Pasado el mal trago, pude alzar la cabeza. Me pitaban los oídos.

—Supongo que no fue una buena idea —musitó.

Intenté mostrarme positiva, pero mi voz sonó débil cuando respondí:

—No, ha sido muy interesante.
— ¡Vaya! Estás blanca como un fantasma.
—Creo que debería haber cerrado los ojos.
—Recuérdalo la próxima vez.
— ¡¿La próxima vez?!
—gemí.

Santana se rió, seguía de un humor excelente.

—Presumida —musité.
—Britt, abre los ojos —rogó con voz suave.

Y ahí estaba ella, con el rostro demasiado cerca del mío. Su belleza aturdió mi mente... Era demasiada, un exceso al que no conseguía acostumbrarme.

—Mientras corría, he estado pensando...
— En no estrellarnos contra los árboles, espero.
—Tonta
—rió entre dientes—. Correr es mi segunda naturaleza, no es algo en lo que tenga que pensar.
—Presumida
—repetí. Santana sonrió.
—No. He pensado que había algo que quería intentar.

Y volvió a tomar mi cabeza entre sus manos. No pude respirar.

Vaciló... No de la forma habitual, no de una forma humana, no de la manera en que una persona podría vacilar antes de besar a otra para calibrar su reacción e intuir cómo le recibiría. Tal vez vacilaría para prolongar el momento, ese momento ideal previo, muchas veces mejor que el beso mismo.

Santana se detuvo vacilante para probarse a sí misma y ver si era seguro, para cerciorarse de que aún mantenía bajo control su necesidad.

Entonces sus fríos labios de mármol presionaron muy suavemente los míos.

Para lo que ninguna de las das estaba preparada era para mi respuesta.

La sangre me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi respiración se convirtió en un violento jadeo. Aferré su pelo con los dedos, atrayéndola hacia mí, con los labios entreabiertos para respirar su aliento embriagador. Inmediatamente, sentí que sus labios se convertían en piedra. Sus manos gentilmente pero con fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión vigilante.

— ¡Huy! —musité.
—Eso se queda corto.

Sus ojos eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse, sin que todavía se descompusiera su perfecta expresión. Sostuvo mi rostro a escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.

— ¿Debería...?

Intenté desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos no me permitieron alejarme más de un centímetro.

—No. Es soportable. Aguarda un momento, por favor —pidió con voz amable, controlada.

Mantuve la vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación que lucía en ellos se sosegaba. Entonces, me dedicó una sonrisa sorprendentemente traviesa.

— ¡Listo! —exclamó, complacida consigo misma.
— ¿Soportable? —pregunté.
—Soy más fuerte de lo que pensaba —rió con fuerza—. Bueno es saberlo.
—Desearía poder decir lo mismo. Lo siento.
—Después de todo, sólo eres humana.
—Muchas gracias
—repliqué mordazmente.

Se puso de pie con uno de sus movimientos ágiles, rápidos, casi invisibles. Me tendió su mano, un gesto inesperado, ya que estaba demasiado acostumbrada a nuestro habitual comportamiento de nulo contacto. Tomé su mano helada, ya que necesitaba ese apoyo más de lo que creía. Aún no había recuperado el equilibrio.

— ¿Sigues estando débil a causa de la carrera? ¿O ha sido mi pericia al besar?

¡Qué desenfadado y humano parecía su angelical y apacible rostro cuando se reía! Era una Santana diferente a la que yo conocía, y estaba loca por ella. Ahora, separarme me iba a causar un dolor físico.

—No puedo estar segura, aún sigo grogui —conseguí responderle—. Creo que es un poco de ambas cosas.
—Tal vez deberías dejarme conducir.
— ¿Estás loca?
—protesté.
—Conduzco mejor que tú en tu mejor día —se burló—. Tus reflejos son mucho más lentos.
—Estoy segura de eso, pero creo que ni mis nervios ni mi coche seríamos capaces de soportarlo.
—Un poco de confianza, Britt, por favor.


Tenía la mano en el bolsillo, crispada sobre las llaves. Fruncí los labios con gesto pensativo y sacudí la cabeza firmemente.

—No. Ni en broma.

Arqueó las cejas con incredulidad.

Comencé a dar un rodeo a su lado para dirigirme al asiento del conductor. Puede que me hubiera dejado pasar si no me hubiese tambaleado ligeramente. Puede que no.

—Britt, llegadas a este punto, ya he invertido un enorme esfuerzo personal en mantenerte viva. No voy a dejar que te pongas detrás del volante de un coche cuando ni siquiera puedes caminar en línea recta. Además, no hay que dejar que las amigas conduzcan borrachas —citó con una risita mientras su brazo creaba una trampa ineludible alrededor de mi cintura.
—No puedo debatirlo —dije con un suspiro. No había forma de sortearla ni podía resistirme a ella. Alcé las llaves y las dejé caer, observando que su mano, veloz como el rayo, las atrapaba sin hacer ruido—. Con calma... Mi monovolumen es un señor mayor.
—Muy sensata
—aprobó.
— ¿Y tú no estás afectada por mi presencia? —pregunté con enojo.

Sus facciones sufrieron otra transformación, su expresión se hizo suave y cálida. Al principio, no me respondió; se limitó a inclinar su rostro sobre el mío y deslizar sus labios lentamente a lo largo de mi mandíbula, desde la oreja al mentón, de un lado a otro. Me estremecí.

—Pase lo que pase —murmuró finalmente—, tengo mejores reflejos.



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Solo puedo decir ¡o por dios! jajaja. Bonita noche, hasta el siguiente capítulo. Las amo! :)
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por micky morales Lun Sep 02, 2013 10:03 am

estuvo espectacular, es como un aprendizaje para ambas! me encanto, te leo en unos dias pq no tengo internet!
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Mensaje por libe Lun Sep 02, 2013 10:02 pm

increíble estoy tan desesperada por la próxima actualización que me as hecho jajajjajaja
genial hasta el próximo capitulo
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Mensaje por dianna agron 16 Mar Sep 03, 2013 1:38 am




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MENTE VERSUS CUERPO


Tuve que admitir que Santana conducía bien cuando iba a una velocidad razonable. Como tantas otras cosas, la conducción no parecía requerirle ningún esfuerzo. Aunque apenas miraba a la carretera, los neumáticos nunca se desviaban más de un centímetro del centro de la senda. Conducía con una mano, sosteniendo la mía con la otra. A veces fijaba la vista en el sol poniente, otras en mí, en mi rostro, en mi pelo expuesto al viento que entraba por la ventana abierta, en nuestras manos unidas.

Había cambiado el dial de la radio para sintonizar una emisora de viejos éxitos y cantaba una canción que no había oído en mi vida. Se sabía la letra entera.

— ¿Te gusta la música de los cincuenta?
—En los cincuenta, la música era buena, mucho mejor que la de los sesenta, y los setenta... ¡Buaj!
—se estremeció—. Los ochenta fueron soportables.
— ¿Vas a decirme alguna vez cuántos años tienes?
—pregunté, indecisa, sin querer arruinar su optimismo.
— ¿Importa mucho?

Para mi gran alivio, su sonrisa se mantuvo clara.

—No, pero me lo sigo preguntando... —hice una mueca—. No hay nada como un misterio sin resolver para mantenerte en vela toda la noche.
—Me pregunto si te perturbaría...
—comentó para sí.

Fijó la mirada en el sol, pasaron los minutos y al final dije:

—Ponme a prueba.

Suspiró. Luego me miró a los ojos, olvidándose al parecer, y por completo, del camino durante un buen rato. Fuera lo que fuese lo que viera en ellos, debió de animarle. Clavó la vista en el sol —la luz del astro rey al ponerse arrancaba de su piel un centelleo similar al de los rubíes— y comenzó a hablar.

—Nací en Chicago en 1901 —hizo una pausa y me miró por el rabillo del ojo. Puse mucho cuidado en que mi rostro no mostrara sorpresa alguna, esperando el resto de la historia con paciencia. Esbozó una leve sonrisa y prosiguió—: William me encontró en un hospital en el verano de 1918. Tenía diecisiete años y me estaba muriendo de gripe española.

Me oyó inhalar bruscamente, aunque apenas era audible para mí misma. Volvió a mirar mis ojos.

—No me acuerdo muy bien. Sucedió hace mucho tiempo y los recuerdos humanos se desvanecen —se sumió en sus propios pensamientos durante un breve lapso de tiempo antes de continuar—. Recuerdo cómo me sentía cuando William me salvó. No es nada fácil ni algo que se pueda olvidar.
— ¿Y tus padres?
—Ya habían muerto a causa de la gripe. Estaba solo. Me eligió por ese motivo. Con todo el caos de la epidemia, nadie iba a darse cuenta de que yo había desaparecido.
— ¿Cómo...? ¿Cómo te salvó?


Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera. Parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado.

—Fue difícil. No muchos de nosotros tenemos el necesario autocontrol para conseguirlo, pero William siempre ha sido el más humano y compasivo de todos. Dudo que se pueda hallar uno igual a él en toda la historia —hizo una pausa—. Para mí, sólo fue muy, muy doloroso.

Supe que no iba a revelar más de ese tema por la forma en que fruncía los labios. Reprimí mi curiosidad, aunque estaba lejos de estar satisfecha. Había muchas cosas sobre las que necesitaba pensar respecto a ese tema en particular, cosas que surgían sobre la marcha. Sin duda alguna, su mente rápida ya había previsto todos los aspectos en los que me iba a eludir.

Su voz suave interrumpió el hilo de mis pensamientos:

—Actuó desde la soledad. Ésa es, por lo general, la razón que hay detrás de cada elección. Fui la primera de la familia de William, aunque poco después encontró a Emma. Se cayó de un risco. La llevaron directamente a la morgue del hospital, aunque, nadie sabe cómo, su corazón seguía latiendo.
—Así pues, tienes que estar a punto de morir para convertirte en...


Nunca pronunciábamos esa palabra, y no lo iba a hacer ahora.

—No, eso es sólo en el caso de William. El jamás hubiera convertido a alguien que hubiera tenido otra alternativa —siempre que hablaba de su padre lo hacía con un profundo respeto—. Aunque, según él —continuó—, es más fácil si la sangre es débil.

Contempló la carretera, ahora a oscuras, y sentí que estaba a punto de zanjar el tema.

— ¿Y Puck y Kitty?
—La siguiente a quien William trajo a la familia fue Kitty. Hasta mucho después no comprendí que albergaba la esperanza de que ella fuera para mí lo mismo que Emma para él. Se mostró muy cuidadoso en sus pensamientos sobre mí
—puso los ojos en blanco—. Pero ella nunca fue más que una hermana y sólo dos años después encontró a Puck. Kitty iba de caza, en aquel tiempo íbamos a los Apalaches, y se topó con un oso que estaba a punto de acabar con él. Lo llevó hasta William durante ciento cincuenta kilómetros al temer que no fuera capaz de hacerlo por sí sola. Sólo ahora comienzo a intuir qué difícil fue ese viaje para ella.

Me dirigió una mirada elocuente y alzó nuestras manos, todavía entrelazadas, para acariciarme la mejilla con la base de la mano.

—Pero lo consiguió —le animé mientras desviaba la vista de la irresistible belleza de sus ojos.
—Sí —murmuró—. Kitty vio algo en sus facciones que le dio la suficiente entereza, y llevan juntos desde entonces. A veces, viven separados de nosotros, como una pareja casada: cuanto más joven fingimos ser, más tiempo podemos permanecer en un lugar determinado. Forks parecía perfecto, de ahí que nos inscribiéramos en el instituto —se echó a reír—. Supongo que dentro de unos años vamos a tener que ir a su boda otra vez.
— ¿Y Rachel y Quinn?
—Son dos criaturas muy extrañas. Ambas desarrollaron una conciencia, como nosotros la llamamos, sin ninguna guía o influencia externa. Quinn perteneció a otra familia... Una familia bien diferente. Se había deprimido y vagaba por su cuenta. Rachel la encontró. Al igual que yo, está dotada de ciertos dones superiores que están más allá de los propios de nuestra especie.
— ¿De verdad?
—le interrumpí fascinada—. Pero tú dijiste que eras la única que podía oír el pensamiento de la gente.
—Eso es verdad. Rach sabe otras cosas, las ve... Ve cosas que podrían suceder, hechos venideros, pero todo es muy subjetivo. El futuro no está grabado en piedra. Las cosas cambian.


La mandíbula de Santana se tensó y me lanzó una mirada, pero la apartó tan deprisa que no quedé muy segura de si no lo habría imaginado.

— ¿Qué tipo de cosas ve?
—Vio a Quinn y supo que la estaba buscando antes de que ella la conociera. Vio a William y a nuestra familia, y ellas acudieron a nuestro encuentro. Es más sensible hacia quienes no son humanos. Por ejemplo, siempre ve cuando se acerca otro clan de nuestra especie y la posible amenaza que pudiera suponer.
— ¿Hay muchos... de los tuyos?


Estaba sorprendida. ¿Cuántos podían estar entre nosotros sin ser detectados?

—No, no demasiados, pero la mayoría no se asienta en ningún lugar. Sólo pueden vivir entre los humanos por mucho tiempo los que, como nosotros, renuncian a dar caza a tu gente —me dirigió una tímida mirada—. Sólo hemos encontrado otra familia como la nuestra en un pueblecito de Alaska. Vivimos juntos durante un tiempo, pero éramos tantos que empezamos a hacernos notar. Los que vivimos de forma diferente tendemos a agruparnos.
— ¿Y el resto?
—Son nómadas en su mayoría. Todos hemos llevado esa vida alguna vez. Se vuelve tediosa, como casi todo, pero de vez en cuando nos cruzamos con los otros, ya que la mayoría preferimos el norte.
— ¿Por qué razón?


En aquel momento ya nos habíamos detenido en frente de mi casa y ella había apagado el motor. Todo estaba oscuro y en calma. No había luna. Las luces del porche estaban apagadas, de ahí que supiera que mi padre aún no estaba en casa.

— ¿Has abierto los ojos esta tarde? —bromeó—. ¿Crees que podríamos caminar por las calles sin provocar accidentes de tráfico? Hay una razón por la que escogimos la Península de Olympic: es uno de los lugares menos soleados del mundo. Resultaba agradable poder salir durante el día. Ni te imaginas lo fatigoso que puede ser vivir de noche durante ochenta y tantos años.
—Entonces, ¿de ahí viene la leyenda?
—Probablemente.
— ¿Procedía Rachel de otra familia, como Quinn?

—No, y es un misterio, ya que no recuerda nada de su vida humana ni sabe quién la convirtió. Despertó sola. Quienquiera que lo hiciese, se marchó, y ninguno de nosotros comprende por qué o cómo pudo hacerlo. Si Rach no hubiera tenido ese otro sentido, si no hubiera visto a Quinn y William y no hubiera sabido que un día se convertiría en una de nosotros, probablemente se hubiera vuelto una criatura totalmente salvaje.

Había tanto en qué pensar y quedaba tanto por preguntar... Pero, para gran vergüenza mía, me sonaron las tripas. Estaba tan intrigada que ni siquiera había notado el apetito que tenía. Ahora me daba cuenta de que tenía un hambre feroz.

—Lo siento, te estoy impidiendo cenar.
—Me encuentro bien, de veras.
—Jamás había pasado tanto tiempo en compañía de alguien que se alimentara de comida. Lo olvidé.
—Quiero estar contigo.


Era más fácil decirlo en la oscuridad al saber que la voz delataba mi irremediable atracción por ella cada vez que hablaba.

— ¿No puedo entrar?
— ¿Te gustaría?


No me imaginaba a esa criatura divina sentándose en la zarrapastrosa silla de mi padre en la cocina.

—Sí, si no es un problema.

La oí cerrar la puerta con cuidado y casi al instante ya estaba frente a la mía para abrirla.

—Que humana —le felicité.
—Esa parte está emergiendo a la superficie, no cabe duda.


Caminó detrás de mí en la noche cerrada con tal sigilo que debía mirarla a hurtadillas para asegurarme de que continuaba ahí. Desentonaba menos en la oscuridad. Seguía tan hermosa como un sueño, pero ya no era la fantástica criatura centelleante de nuestra tarde al sol.

Se me adelantó y me abrió la puerta. Me detuve en medio del umbral.

— ¿Estaba abierta?
—No, he usado la llave de debajo del alero.

Entré, encendí las luces del porche y la miré enarcando las cejas. Estaba segura de no haber usado nunca esa llave delante de ella.

—Sentía curiosidad por ti.
— ¿Me has espiado?

Sin saber por qué, no pude infundir a mi voz el adecuado tono de ultraje. Me sentía halagada y ella no parecía arrepentida.

— ¿Qué otra cosa iba a hacer de noche?

Lo dejé correr por el momento y pasé del vestíbulo a la cocina. Ahí seguía, a mis espaldas, sin necesitar que la guiara. Se sentó en la misma silla en la que había intentado imaginármela. Su belleza iluminó la cocina. Transcurrieron unos instantes antes de que pudiera apartar los ojos de ella.

Me concentré en prepararme la cena, tomando del frigorífico la lasaña de la noche anterior, poniendo una parte sobre un plato y calentándola en el microondas. Este empezó a girar, llenando la cocina de olor a tomate y orégano. No aparté los ojos de la comida mientras decía con indiferencia:

— ¿Con cuánta frecuencia?
— ¿Eh?


Parecía haberle cortado algún otro hilo de su pensamiento. Seguí sin girarme.

— ¿Con qué frecuencia has venido aquí?
—Casi todas las noches.


Aturdida, me di la vuelta.

— ¿Por qué?
—Eres interesante cuando duermes
—explicó con total naturalidad—. Hablas en sueños.
— ¡No!
—exclamé sofocada mientras una oleada de calor recorría todo mi rostro hasta llegar al cabello. Me agarré a la encimera de la cocina para sostenerme. Sabía que hablaba en sueños, por supuesto, mi madre siempre bromeaba al respecto, pero no había creído que fuera algo de lo que tuviera que preocuparme.

Su expresión pasó a ser de disgusto inmediatamente.

— ¿Estás muy enfadada conmigo?
— ¡Eso depende!
—me senté, parecía como si me hubiera quedado sin aire.

Esperó y luego me urgió:

— ¿De qué?
— ¡De lo que hayas escuchado!
—gemí.

Un momento después, sin hacer ruido, estaba a mi lado para tomarme las manos delicadamente entre las suyas.

— ¡No te disgustes! —suplicó.

Agachó el rostro hasta el nivel de mis ojos y sostuvo mi mirada. Estaba avergonzada, por lo que intenté apartarla.

—Echas de menos a tu madre —susurró—. Te preocupas por ella, y cuando llueve, el sonido hace que te revuelvas inquieta. Solías hablar mucho de Phoenix, pero ahora lo haces con menos frecuencia. En una ocasión dijiste: «Todo es demasiado verde».

Se rió con suavidad, a la espera, y pude ver que era para no ofenderme aún más.

— ¿Alguna otra cosa? —exigí saber.

Supuso lo que yo quería descubrir y admitió:

—Pronunciaste mi nombre.

Frustrada, suspiré.

— ¿Mucho?
—Exactamente, ¿cuántas veces entiendes por mucho?
—Oh, no.


Bajé la cabeza, pero ella la atrajo contra su pecho con suave naturalidad.

—No te acomplejes —me susurró al oído—. Si pudiera soñar, sería contigo. Y no me avergonzaría de ello.

En ese momento, ambas oímos el sonido de unas llantas sobre los ladrillos del camino de entrada a la casa y vimos las luces—delanteras que nos llegaban desde el vestíbulo a través de las ventanas frontales. Me envaré en sus brazos.

— ¿Debería saber tu padre que estoy aquí? —preguntó.
—Yo... —intenté pensar con rapidez—. No estoy segura...
—En otra ocasión, entonces.


Y me quedé sola.

— ¡Santana! —le llamé, intentando no gritar.

Escuché una risita espectral y luego, nada más.

Mi padre hizo girar la llave de la puerta.

— ¿Britt? —me llamó. Eso me hubiera molestado antes. ¿Quién más podía haber? De repente, Charlie me parecía totalmente fuera de lugar.
—Estoy aquí.

Esperaba que no apreciara la nota histérica de mi voz. Tomé mi cena del microondas y me senté a la mesa mientras él entraba. Después de pasar el día con Santana, sus pasos parecían estrepitosos.

— ¿Me puedes preparar un poco de eso? Estoy hecho polvo.

Charlie se detuvo para quitarse las botas, apoyándose sobre el respaldo de la silla para ayudarse.

Puse mi cena en mi sitio para zampármela en cuanto le hubiera preparado la suya. Me escocía la lengua. Mientras se calentaba la lasaña de Charlie, llené dos vasos de leche y bebí un trago del mío para mitigar la quemazón. Advertí que me temblaba el pulso cuando vi que la leche se agitaba al dejar el vaso. Mi padre se sentó en la silla. El contraste entre él y su antigua ocupante resultaba cómico.

—Gracias —dijo mientras le servía la comida en la mesa.
— ¿Qué tal te ha ido el día? —pregunté con precipitación. Me moría de ganas de escaparme a mi habitación.
—Bien. Los peces picaron... ¿Qué tal tú? ¿Hiciste todo lo que querías hacer?
—En realidad, no
—mordí otro gran pedazo de lasaña—. Se estaba demasiado bien fuera como para quedarse en casa.
—Ha sido un gran día —coincidió.

Eso es quedarse corto, pensé en mi fuero interno.

Di buena cuenta del último trozo de lasaña, alcé el vaso y me bebí de un trago lo que quedaba de leche. Charlie me sorprendió al ser tan observador cuando preguntó:

— ¿Tienes prisa?
—Sí, estoy cansada. Me voy a acostar pronto.
—Pareces nerviosa
—comentó.

¡Ay! ¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ser justamente esta noche la que ha elegido para fijarse en mí?

— ¿De verdad? —fue todo lo que conseguí contestar.

Fregué rápidamente los platos en la pila y para que se secaran los puse bocabajo sobre un trapo de cocina.

—Es sábado —musitó.

No le respondí, pero de repente preguntó:

— ¿No tienes planes para esta noche?
—No, papá, sólo quiero dormir un poco.
—Ninguna de las chicos del pueblo es tu tipo, ¿verdad?


Charlie recelaba, pero intentaba actuar con frialdad.

—No. Ninguno de los chicos me ha llamado aún la atención.

Me cuidé mucho de enfatizar la palabra chico, sin dejarme llevar por mi deseo de ser sincera con Charlie.

—Y que hay de las chicas? — hizo una mueca que no logre comprender — Pensé que tal vez el tal Artie Abrams… Dijiste que era simpático.
—Sólo es un amigo, papá.
—Bueno, de todos modos, eres demasiado buena para todos ellos. Aguarda a que estés en la universidad para empezar a mirar.


El sueño de cada padre es que su hija esté ya fuera de casa antes de que se le disparen las hormonas.

—Me parece una buena idea —admití mientras me dirigía escaleras arriba.
—Buenas noches, cielo —se despidió. Sin duda, iba a estar con el oído atento toda la noche, a la espera de atraparme intentando salir a hurtadillas.
—Te veo mañana, papá.

Te veo esta noche cuando te deslices a medianoche para comprobar si sigo ahí.

Me esforcé en que el ruido de mis pasos pareciera lento y cansado cuando subí las escaleras hacia mi dormitorio. Cerré la puerta con la suficiente fuerza para que mi padre lo oyera y luego me precipité hacia la ventana andando de puntillas. La abrí de un tirón y me asomé, escrutando las oscuras e impenetrables sombras de los árboles.

— ¿Santana? —susurré, sintiéndome completamente idiota.

La tranquila risa de respuesta procedía de detrás de mí.

— ¿Sí?

Me giré bruscamente al tiempo que, como reacción a la sorpresa, me llevaba una mano a la garganta.

Sonriendo de oreja a oreja, yacía tendida en mi cama con las manos detrás de la nuca y los pies colgando por el otro extremo. Era la viva imagen de la despreocupación.

— ¡Oh! —musité insegura, sintiendo que me desplomaba sobre el suelo.
—Lo siento.

Frunció los labios en un intento de ocultar su regocijo.

—Dame un minuto para que me vuelva a latir el corazón.

Se incorporó despacio para no asustarme de nuevo. Luego, ya sentada, se inclinó hacia delante y extendió sus brazos para recogerme, sujetándome por los brazos como a una niña pequeña que empieza a andar. Me sentó en la cama junto a ella.

— ¿Por qué no te sientas conmigo? —sugirió, poniendo su fría mano sobre la mía—. ¿Cómo va el corazón?
—Dímelo tú... Estoy segura de que lo escuchas mejor que yo.


Noté que su risa sofocada sacudía la cama.

Nos sentamos ahí durante un momento, escuchando ambos los lentos latidos de mi corazón. Se me ocurrió pensar en el hecho de tener a Santana en mi habitación estando mi padre en casa.

— ¿Me concedes un minuto para ser humana?
—Desde luego.


Me indicó con un gesto de la mano que procediera.

—No te muevas —le dije, intentando parecer severa.
—Sí, señorita.

Y me hizo una demostración de cómo convertirse en una estatua sobre el borde de mi cama.

Me incorporé de un salto, recogí mi pijama del suelo y mi neceser de aseo del escritorio. Dejé la luz apagada y me deslicé fuera, cerrando la puerta al salir.

Oí subir por las escaleras el sonido del televisor. Cerré con fuerza la puerta del baño para que Charlie no subiera a molestarme.

Tenía la intención de apresurarme. Me cepillé los dientes casi con violencia en un intento de ser minuciosa y rápida a la hora de eliminar todos los restos de lasaña. Pero no podía urgir al agua caliente de la ducha, que me relajó los músculos de la espalda y me calmó el pulso. El olor familiar de mi champú me hizo sentirme la misma persona de esta mañana. Intenté no pensar en Santana, que me esperaba sentada en mi habitación, porque entonces tendría que empezar otra vez con todo el proceso de relajamiento. Al final, no pude dilatarlo más. Cerré el grifo del agua y me sequé con la toalla apresuradamente, acelerándome otra vez. Me puse el pijama: una camiseta llena de agujeros y un pantalón gris de chándal. Era demasiado tarde para arrepentirse de no haber traído conmigo el pijama de seda Victorias Secret que, dos años atrás, me regaló mi madre para mi cumpleaños, y que aún se encontraría en algún cajón en la casa de Phoenix con la etiqueta del precio puesta.

Volví a frotarme el pelo con la toalla y luego me pasé el cepillo a toda prisa. Arrojé la toalla a la cesta de la ropa sucia y lancé el cepillo y la pasta de dientes al neceser. Bajé escopetada las escaleras para que Charlie pudiera verme en pijama y con el pelo mojado.

—Buenas noches, papá.
—Buenas noches, Britt.


Pareció sorprendido de verme. Tal vez hubiera desechado la idea de asegurarse de que estaba en casa esta noche.

Subí las escaleras de dos en dos, intentando no hacer ruido, entré zumbando en mi habitación, y me aseguré de cerrar bien la puerta detrás de mí.

Santana no se había movido ni un milímetro, parecía la estatua de Afrodita encaramada a mi descolorido edredón. Sus labios se curvaron cuando sonreí, y la estatua cobró vida.

Me evaluó con la mirada, tomando nota del pelo húmedo y la zarrapastrosa camiseta. Enarcó una ceja.

—Bonita ropa.

Le dediqué una mueca.

—No, te sienta bien.
—Gracias
—susurré.

Regresé a su lado y me senté con las piernas cruzadas. Miré las líneas del suelo de madera.

— ¿A qué venía todo eso?
—Charlie cree que me voy a escapar a hurtadillas.
—Ah
—lo consideró—. ¿Por qué? —preguntó como si fuera incapaz de comprender la mente de Charlie con la claridad que yo le suponía.
—Al parecer, me ve un poco acalorada.

Me levantó el mentón para examinar mi rostro.

—De hecho, pareces bastante sofocada.

Resultaba muy difícil formular una pregunta coherente mientras me acariciaba. Comenzar me llevó un minuto de concentración.

—Parece que te resulta mucho más fácil estar cerca de mí.
— ¿Eso te parece?
—murmuró Santana mientras deslizaba la nariz hacia la curva de mi mandíbula. Sentí su mano, más ligera que el ala de una polilla, apartar mi pelo húmedo para que sus labios pudieran tocar la hondonada de debajo de mi oreja.
—Sí. Mucho, mucho más fácil —contesté mientras intentaba espirar.
—Humm.
—Por eso me preguntaba... —comencé de nuevo, pero sus dedos seguían la línea de mi clavícula y me hicieron perder el hilo de lo que estaba diciendo.
— ¿Sí? —musitó.
— ¿Por qué será? —inquirí con voz temblorosa, lo cual me avergonzó—. ¿Qué crees?

Noté el temblor de su respiración sobre mi cuello cuando se rió.

—El triunfo de la mente sobre la materia.

Retrocedí. Se quedó inmóvil cuando me moví, por lo que ya no pude oírla respirar.

Durante un instante nos miramos la una a la otra con prevención; luego, la tensión de su mandíbula se relajó gradualmente y su expresión se llenó de confusión.

— ¿Hice algo mal?
—No, lo opuesto. Me estás volviendo loca
—le expliqué.

Lo pensó brevemente y pareció complacida cuando preguntó:

— ¿De veras?

Una sonrisa triunfal iluminó lentamente su rostro.

— ¿Querrías una salva de aplausos? —le pregunté con sarcasmo.

Sonrió de oreja a oreja.

—Sólo estoy gratamente sorprendida —me aclaró—. En los últimos cien años, o casi —comentó con tono bromista— nunca me imaginé algo parecido. No creía encontrar a nadie con quien quisiera estar de forma distinta a la que estoy con mis hermanos y hermanas. Y entonces descubro que estar contigo se me da bien, aunque todo sea nuevo para mí.
—Tú eres buena en todo
—observé.

Se encogió de hombros, dejándolo correr, y las dos nos reímos en voz baja.

—Pero ¿cómo puede ser tan fácil ahora? —le presioné—. Esta tarde...
—No es fácil
—suspiró—. Pero esta tarde estaba todavía... indecisa. Lo lamento, es imperdonable que me haya comportado de esa forma.
—No es imperdonable —discrepé.
—Gracias —sonrió—. Ya ves —prosiguió, ahora mirando al suelo—, no estaba convencida de ser lo bastante fuerte... —me tomó una mano y la presionó suavemente contra su rostro—. Estuve susceptible mientras existía la posibilidad de que me viera sobrepasada... —exhaló su aroma sobre mi muñeca—. Hasta que me convencí de que mi mente era lo bastante fuerte, que no existía peligro de ningún tipo de que yo... de que pudiera...

Jamás le había visto trabarse de esa forma con las palabras. Resultaba tan... humana.

— ¿Ahora ya no existe esa posibilidad?
—La mente domina la materia
—repitió con una sonrisa que dejó entrever unos dientes que relucían incluso en la oscuridad.
—Vaya, pues sí que era fácil.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, imperceptible como un suspiro, pero exuberante de todos modos.

— ¡Fácil para ti! —me corrigió al tiempo que me acariciaba la nariz con la yema de los dedos.

En ese momento se puso seria.

—Lo estoy intentando —susurró con voz dolida—. Si resultara..... insoportable, estoy bastante segura de ser capaz de irme.

Torcí el gesto. No me gustaba hablar de despedidas.

—Mañana va a ser más duro —prosiguió—. He tenido tu aroma en la cabeza todo el día y me he insensibilizado de forma increíble. Si me alejo de ti por cualquier lapso de tiempo, tendré que comenzar de nuevo. Aunque no desde cero, creo.
—Entonces, no te vayas —le respondí, incapaz de esconder mí anhelo.
—Eso me satisface
—replicó mientras su rostro se relajaba al esbozar una sonrisa amable—. Saca los grilletes... Soy tu prisionera.

Pero mientras hablaba, eran sus manos las que se convertían en esposas alrededor de mis muñecas. Volvió a reír con esa risa suya, sosegada, musical. La había oído reírse más esta noche que en todo el tiempo que había pasado con ella.

—Pareces más optimista que de costumbre —observé—. No te había visto así antes.
— ¿No se supone que debe ser así? El esplendor del primer amor, y todo eso. ¿No es increíble la diferencia existente entre leer sobre una materia o verla en las películas y experimentarla?
—Muy diferente
—admití—. Y más fuerte de lo que había imaginado.
—Por ejemplo —comenzó a hablar más deprisa, por lo que tuve que concentrarme para no perderme nada—, la emoción de los celos. He leído sobre los celos un millón de veces, he visto actores representarlos en mil películas y obras teatrales diferentes. Creía haberlos comprendido con bastante claridad, pero me asustaron... —hizo una mueca—. ¿Recuerdas el día en que Artie te pidió que fueras con él al baile?

Asentí, aunque recordaba ese día por un motivo diferente.

—Fue el día en que empezaste a dirigirme la palabra otra vez.
—Me sorprendió la llamarada de resentimiento, casi de furia, que experimenté... Al principio no supe qué era. No poder saber qué pensabas, por qué le rechazabas, me exasperaba más que de costumbre. ¿Lo hacías en beneficio de tu amiga? ¿O había alguna otra persona? En cualquier caso, sabía que no tenía derecho alguno a que me importara, e intenté que fuera así. Entonces, todo empezó a estar claro —rió entre dientes y yo torcí el gesto en las sombras—. Esperé, irracionalmente ansiosa de oír qué les decías, de vigilar vuestras expresiones. No niego el alivio que sentí al ver el fastidio en tu rostro, pero no podía estar segura. Ésa fue la primera noche que vine aquí. Me debatí toda la noche, mientras vigilaba tu sueño, por el abismo que mediaba entre lo que sabía que era correcto, moral, ético, y lo que realmente quería. Supe que si continuaba ignorándote como hasta ese momento, o si dejaba transcurrir unos pocos años, hasta que te fueras, llegaría un día en que le dirías sí a Artie o a alguien como él. Eso me enfurecía. Y en ese momento —susurró—, pronunciaste mi nombre en sueños. Lo dijiste con tal claridad que por un momento creí que te habías despertado, pero te diste la vuelta, inquieta, musitaste mi nombre otra vez y suspiraste. Un sentimiento desconcertante y asombroso recorrió mi cuerpo. Y supe que no te podía ignorar por más tiempo.

Enmudeció durante un momento, probablemente al escuchar el repentinamente irregular latido de mi corazón.

—Pero los celos son algo extraño y mucho más poderoso de lo que hubiera pensado. ¡E irracional! Justo ahora, cuando Charlie te ha preguntado por ese vil de Artie Abrams…

Movió la cabeza con enojo.

—Debería haber sabido que estarías escuchando —gemí.
—Por supuesto.
— ¿De veras que eso te hace sentir celosa?
—Soy nueva en esto. Has resucitado a la mujer que hay en mí, y lo siento todo con más fuerza porque es reciente.
—Pero sinceramente
—bromeé—, que eso te moleste después de lo que he oído de esa Kitty… Kitty, la encarnación de la pura belleza... Eso es lo que Kitty significa para ti, con o sin Puck, ¿cómo voy a competir con eso?
—No hay competencia.


Sus dientes centellearon. Arrastró mis manos atrapadas alrededor de su espalda, apretándome contra su pecho. Me mantuve tan quieta como pude, incluso respiré con precaución.

—Sé que no hay competencia —murmuré sobre su fría piel—. Ese es el problema.
—Kitty es hermosa a su manera, por supuesto, pero incluso si no fuera como una hermana para mí, incluso si Puck no le perteneciera, jamás podría ejercer la décima, no, qué digo, la centésima parte de la atracción que tú tienes sobre mí
—estaba seria, meditabunda—. He caminado entre los míos y los hombres durante casi noventa años... Todo ese tiempo me he considerado completa sin comprender que estaba buscando, sin encontrar nada porque tú aún no existías.
—No parece demasiado justo —susurré con el rostro todavía recostado sobre su pecho, escuchando la cadencia de su respiración—. En cambio, yo no he tenido que esperar para nada. ¿Por qué debería dejarte escapar tan fácilmente?
—Tienes razón
—admitió divertida—. Debería ponértelo más difícil, sin duda —al liberar una de sus manos, me soltó la muñeca sólo para atraparla cuidadosamente con la otra mano. Me acarició suavemente la melena mojada de la coronilla hasta la cintura—. Sólo te juegas la vida cada segundo que pasas conmigo, lo cual, seguramente, no es mucho. Sólo tienes que regresar a la naturaleza, a la humanidad... ¿Merece la pena?
—Arriesgo muy poco... No me siento privada de nada.
—Aún no.


Al hablar su voz se llenó abruptamente de la antigua tristeza. Intenté echarme hacia atrás para verle la cara, pero su mano me sujetaba las muñecas con una presión de la que no me podía zafar.

— ¿Qué...? —empecé a preguntar cuando su cuerpo se tensó, alerta. Me quedé inmóvil, pero inopinadamente me soltó las manos y desapareció. Estuve a punto de caer de bruces.
— ¡Túmbate! —murmuró. No sabría decir desde qué lugar de la negrura me hablaba.

Me di la vuelta para meterme debajo de la colcha y me acurruqué sobre un costado, de la forma en que solía dormir. Oí el crujido de la puerta cuando Charlie entró para echar un vistazo a hurtadillas y asegurarse de que estaba donde se suponía que debía estar. Respiré acompasadamente, exagerando el movimiento.

Transcurrió un largo minuto. Estuve atenta, sin estar segura de haber escuchado cerrarse la puerta. En ese momento, el frío brazo de Santana me rodeó debajo de las mantas y me besó en la oreja.

—Eres una actriz pésima... Diría que ése no es tu camino.
— ¡Caray!


Mi corazón estaba a punto de salirse del pecho. Tarareó una melodía que no identifiqué. Parecía una nana. Hizo una pausa.

— ¿Debería cantarte para que te durmieras?
—Cierto
—me reí—. ¡Cómo me podría dormir estando tú aquí!
—Lo has hecho todo el tiempo —me recordó.
—Pero no sabía que estabas aquí —repliqué con frialdad.
—Bueno, si no quieres dormir... —sugirió, ignorando mi tono. Se me cortó la respiración.
—Si no quiero dormir..., ¿qué?

Rió entre dientes.

—En ese caso, ¿qué quieres hacer?

Al principio no supe qué responder, y finalmente admití:

—No estoy segura.
—Dímelo cuando lo hayas decidido.


Sentí su frío aliento sobre mi cuello y el deslizar de su nariz a lo largo de mi mandíbula, inhalando.

—Pensé que te habías insensibilizado.
—Que haya renunciado a beber el vino no significa que no pueda apreciar el buqué
—susurró—. Hueles a flores, como a lavanda y a fresa —señaló—. Se me hace la boca agua.
—Sí, tengo un mal día siempre que no encuentre a alguien que me diga qué apetitoso es mi aroma.


Rió entre dientes, y luego suspiró.

—He decidido qué quiero hacer —le dije—. Quiero saber más de ti.
—Pregunta lo que quieras.


Cribé todas mis preguntas para elegir la más importante y entonces dije:

— ¿Por qué lo haces? Sigo sin comprender cómo te esfuerzas tanto para resistirte a lo que... eres. Por favor, no me malinterpretes, me alegra que lo hagas. Sólo que no veo la razón por la que te preocupó al principio.

Vaciló antes de responderme:

—Es una buena pregunta, y no eres la primera en hacerla. El resto, la mayoría de nuestra especie, está bastante satisfecho... Ellos también se preguntan cómo vivimos. Pero, ya ves, sólo porque nos hayan repartido ciertas cartas no significa que no podamos elegir el sobreponernos, dominar las ataduras de un destino que ninguno de nosotros deseaba e intentar retener toda la esencia de humanidad que nos resulte posible.

Yací inmóvil, atrapada por un silencio sobrecogedor.

— ¿Te has dormido? —cuchicheó después de unos minutos.
—No.
— ¿Eso es todo lo que te inspira curiosidad?
—En realidad, no.
— ¿Qué más deseas saber?
— ¿Por qué puedes leer mentes? ¿Por qué sólo tú? ¿Y por qué Rachel lee el porvenir? ¿Por qué sucede?


En la penumbra, sentí cómo se encogía de hombros.

—En realidad, lo ignoramos. William tiene una teoría. Cree que todos traemos algunos de nuestros rasgos humanos más fuertes a la siguiente vida, donde se ven intensificados, como nuestras mentes o nuestros sentidos. Piensa que yo debía de tener ya una enorme sensibilidad para intuir los pensamientos de quienes me rodeaban y que Rachel tuvo el don de la precognición, donde quiera que estuviese.
— ¿Qué es lo que se trajo él a la siguiente vida? ¿Y el resto?
—William trajo su compasión y Emma, la capacidad para amar con pasión. Puck trajo su fuerza, y Kitty la... tenacidad, o la obstinación, si así lo prefieres
—se rió—. Quinn es muy interesante. Fue bastante carismática en su primera vida, capaz de influir en todos cuantos tenía alrededor para que vieran las cosas a su manera. Ahora es capaz de manipular las emociones de cuantos le rodean para apaciguar una habitación de gente airada, por ejemplo, o a la inversa, exaltar a una multitud aletargada. Es un don muy sutil.

Estuve considerando lo inverosímil de cuanto me describía en un intento de aceptarlo. Aguardó pacientemente mientras yo pensaba.

— ¿Dónde comenzó todo? Quiero decir, William te cambió a ti, luego alguien antes tuvo que convertirlo a él, y así sucesivamente...
— ¿De dónde procedemos? ¿Evolución? ¿Creación? ¿No podríamos haber evolucionado igual que el resto de las especies, presas y depredadores? O, si no crees que el universo surgió por su cuenta, lo cual me resulta difícil de aceptar, ¿tan difícil es admitir que la misma fuerza que creó al delicado chiribico y al tiburón, a la cría de foca y a la ballena asesina, hizo a nuestras respectivas especies?
—A ver si lo he entendido... Yo soy la cría de foca, ¿verdad?
—Exacto.


Santana se echó a reír. Algo me tocó el pelo... ¿Sus labios?

Quise volverme hacia ella para comprobar si de verdad eran sus labios los que rozaban mi pelo, pero tenía que portarme bien. No quería hacérselo más difícil de lo que ya era.

— ¿Estás preparada para dormir o tienes alguna pregunta más? —inquirió, rompiendo el breve silencio.
—Sólo uno o dos millones.
—Tenemos mañana, y pasado, y pasado mañana...
—me recordó. Sonreí eufórica ante la perspectiva.
— ¿Estás segura de que no te vas a desvanecer por la mañana? —quise asegurarme—. Después de todo, eres un mito.
—No te voy a dejar
—su voz llevaba la impronta de una promesa.
—Entonces, una más por esta noche...

Pero me puse colorada y me callé. La oscuridad no iba a servir de mucho. Estaba segura de que ella había notado el repentino calor debajo de mi piel.

— ¿Cuál?
—No, olvídalo. He cambiado de idea.

—Britt, puedes preguntarme lo quieras.

No le respondí y ella gimió.

—Intento pensar que no leerte la mente será menos frustrante cada vez, pero no deja de empeorar y empeorar.
—Me alegra que no puedas leerme la mente, ya es bastante malo que espíes lo que digo en sueños.
—Por favor.


Su voz era extremadamente persuasiva, casi imposible de resistir. Negué con la cabeza.

—Si no me lo dices, voy a asumir que es algo mucho peor que lo que es —me amenazó sombríamente—. Por favor —repitió con voz suplicante.
—Bueno... —empecé, contenta de que no pudiera verme el rostro.
— ¿Sí?
—Dijiste que Kitty y Puck van a casarse pronto... ¿Es ese matrimonio igual que para los humanos?


Ahora, al comprenderlo, se rió con ganas.

— ¿Era eso lo que querías preguntar?

Me inquieté, incapaz de responder.

—Sí, supongo que es prácticamente lo mismo. Ya te dije que la mayoría de esos deseos humanos están ahí, sólo que ocultos por instintos más poderosos.
—Ah
—fue todo lo que pude decir.
— ¿Había alguna intención detrás de esa curiosidad?
—Bueno, me preguntaba... si algún día tú y yo...


Se puso seria de inmediato. Sentí la repentina inmovilidad de su cuerpo. Yo también me quedé quieta, reaccionando automáticamente.

—No creo que eso... sea... posible para nosotras…
— ¿Porque sería demasiado arduo para ti si yo estuviera demasiado cerca?
—Es un problema, sin duda, pero no me refería a eso. Es sólo que eres demasiado suave, tan frágil. Tengo que controlar mis actos cada instante que estamos juntas para no dañarte. Podría matarte con bastante facilidad, Britt, y simplemente por accidente
—su voz se había convertido en un suave murmullo. Movió su palma helada hasta apoyarla sobre mi mejilla—. Si me apresurase, si no prestara la suficiente atención por un segundo, podría extender la mano para acariciar tu cara y aplastarte el cráneo por error. No comprendes lo increíblemente frágil que eres. No puedo perder el control mientras estoy a tu lado.

Aguardó mi respuesta. Su ansiedad fue creciendo cuando no lo hice.

— ¿Estás asustada? —preguntó.

Esperé otro minuto antes de responder para que mis palabras fueran verdad.

—No. Estoy bien.

Pareció pensativa durante un momento.

—Aunque ahora soy yo quien tiene una curiosidad —dijo con voz más suelta—. ¿Nunca has...? —dejó la frase sin concluir de modo insinuante.
—Naturalmente que no —me sonrojé—. Ya te he dicho que nunca antes he sentido esto por nadie, ni siquiera de cerca.
—Lo sé. Es sólo que conozco los pensamientos de otras personas, y sé que el amor y el deseo no siempre recorren el mismo camino.

—Para mí, sí. Al menos ahora que ambos existen para mí —musité.
—Eso está bien. Al menos tenemos una cosa en común —dijo complacida.
—Tus instintos humanos... —comencé. Ella esperó—. Bueno, ¿me encuentras atractiva en ese sentido?

Se echó a reír y me despeinó ligeramente la melena casi seca.

—Tal vez no sea humana, pero soy una mujer —me aseguró.

Bostecé involuntariamente.

—He respondido a tus preguntas, ahora deberías dormir —insistió.
—No estoy segura de poder.
— ¿Quieres que me marche?
— ¡No!
—dije con voz demasiado fuerte.

Rió, y entonces comenzó a tararear otra vez aquella nana desconocida con su suave voz de ángel al oído.

Más cansada de lo que creía, y más exhausta de lo que me había sentido nunca después de un largo día de tensión emocional y mental, me abandoné en sus fríos brazos hasta dormirme.


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No doy mas por hoy jaja. Acabo de llegar y actualice. Hasta la próxima. Las amo! :)
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por libe Mar Sep 03, 2013 8:52 pm

increíble síguelo me estoy asustando soy la primera en comentar siempre jajaajaja que obsesiva me e vuelto
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Mensaje por dianna agron 16 Mar Sep 03, 2013 11:17 pm

Antes que nada vieron las fotos de Naya para la revista LATINA dios santo, creo que sufri un infarto, pero que guapa es....
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Mensaje por LilianaM. Mar Sep 03, 2013 11:52 pm

I love it.

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Mensaje por dianna agron 16 Miér Sep 04, 2013 12:13 am



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LOS CULLEN


Finalmente, me despertó la tenue luz de otro día nublado. Yacía con el brazo sobre los ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de un sueño digno de recordar, pugnaba por abrirse paso en mi mente. Gemí y rodé sobre un costado esperando volver a dormirme. Y entonces lo acaecido el día anterior irrumpió en mi conciencia.

— ¡Oh!

Me senté tan deprisa que la cabeza me empezó a dar vueltas.

—Tu pelo es un desastre, pero me gusta.

La voz serena procedía de la mecedora de la esquina.

—¡Santana, te has quedado! —me regocijé y crucé el dormitorio para arrojarme irreflexivamente a su regazo. Me quedé helada, sorprendida por mi desenfrenado entusiasmo, en el instante en el que comprendí lo que había hecho. Alcé la vista, temerosa de haberme pasado de la raya, pero ella se reía.
—Por supuesto —contestó, sorprendida, pero complacida de mi reacción. Me frotó la espalda con las manos.

Recosté con cuidado la cabeza sobre su hombro, inspirando el olor de su piel.

—Estaba convencida de que era un sueño.
—No eres tan creativa
—se mofó.
—¡Charlie! —exclamé.

Volví a saltar de forma irreflexiva en cuanto me acordé de él y me dirigí hacia la puerta.

—Se marchó hace una hora... Después de volver a conectar los cables de la batería de tu coche, debería añadir. He de admitir cierta decepción. ¿Es todo lo que se le ocurre para detenerte si estuvieras decidida a irte?

Estuve reflexionando mientras me quedaba de pie, me moría de ganas de regresar junto a ella, pero temí tener mal aliento.

—No sueles estar tan confundida por la mañana —advirtió.

Me tendió los brazos para que volviera. Una invitación casi irresistible.

—Necesito otro minuto humano —admití.
—Esperaré.

Me precipité hacia el baño sin reconocer mis emociones. No me conocía a mí misma, ni por dentro ni por fuera. El rostro del espejo, con los ojos demasiado brillantes y unas manchas rojizas de fiebre en los pómulos, era prácticamente el de una desconocida. Después de cepillarme los dientes, me esforcé por alisar la caótica maraña que era mi pelo. Me eché agua fría sobre el rostro e intenté respirar con normalidad sin éxito evidente. Regresé a mi cuarto casi a la carrera.

Parecía un milagro que siguiera ahí, esperándome con los brazos tendidos para mí. Extendió la mano y mi corazón palpitó con inseguridad.

—Bienvenida otra vez —musitó, tomándome en brazos.

Me meció en silencio durante unos momentos, hasta que me percaté de que se había cambiado de ropa y llevaba el pelo liso.

—¡Te has ido! —le acusé mientras tocaba el cuello de su blusa nueva.
—Difícilmente podía salir con las ropas que entré. ¿Qué pensarían los vecinos?

Hice un mohín.

—Has dormido profundamente, no me he perdido nada —sus ojos centellearon—. Empezaste a hablar en sueños muy pronto.

Gemí.

—¿Qué oíste?

Los ojos dorados se suavizaron.

—Dijiste que me querías.
—Eso ya lo sabías
—le recordé, hundí mi cabeza en su hombro.
—Da lo mismo, es agradable oírlo.

Oculté la cara contra su hombro.

—Te quiero —susurré.
—Ahora tú eres mi vida —se limitó a contestar.

No había nada más que decir por el momento. Nos mecimos de un lado a otro mientras se iba iluminando el dormitorio.

—Hora de desayunar —dijo al fin de manera informal para demostrar, estaba segura, que se acordaba de todas mis debilidades humanas.

Me protegí la garganta con ambas manos y la miré fijamente con ojos abiertos de miedo. El pánico cruzó por su rostro.

—¡Era una broma! —me reí con disimulo—. ¡Y tú dijiste que no sabía actuar!

Frunció el ceño de disgusto.

—Eso no ha sido divertido.
—Lo ha sido, y lo sabes.


No obstante, estudié sus ojos dorados con cuidado para asegurarme de que me había perdonado. Al parecer, así era.

—¿Puedo reformular la frase? —preguntó—. Hora de desayunar para los humanos.
—Ah, de acuerdo.


Me echó sobre sus hombros de piedra, con suavidad, pero con tal rapidez que me dejó sin aliento. Protesté mientras me llevaba con facilidad escaleras abajo, pero me ignoró. Me sentó con delicadeza, derecha sobre la silla.

La cocina estaba brillante, alegre, parecía absorber mi estado de ánimo.

—¿Qué hay para desayunar? —pregunté con tono agradable.

Aquello la descolocó durante un minuto.

—Eh... No estoy segura. ¿Qué te gustaría?

Arrugó su frente de mármol. Esbocé una amplia sonrisa y me levanté de un salto.

—Vale, sola me defiendo bastante bien. Obsérvame cazar.

Encontré un cuenco y una caja de cereales. Pude sentir sus ojos fijos en mí mientras echaba la leche y tomaba una cuchara. Puse el desayuno sobre la mesa, y luego me detuve para, sin querer ser irónica, preguntarle:

—¿Quieres algo?

Puso los ojos en blanco.

—Limítate a comer, Britt.

Me senté y la observé mientras comía. Santana me contemplaba fijamente, estudiando cada uno de mis movimientos, por lo que me sentí cohibida. Me aclaré la garganta para hablar y distraerla.
—¿Qué planes tenemos para hoy?
—Eh...
—le observé elegir con cuidado la respuesta—. ¿Qué te parecería conocer a mi familia?

Tragué saliva.

—¿Ahora tienes miedo?

Parecía esperanzada.

—Sí —admití, pero cómo negarlo si lo podía advertir en mis ojos.
—No te preocupes —esbozó una sonrisa de suficiencia—. Té protegeré.
—No les temo a ellos —me expliqué—, sino a que no les guste. ¿No les va a sorprender que lleves a casa para conocerlos a alguien, bueno, a alguien como yo?
—Oh, están al corriente de todo. Ayer cruzaron apuestas, ya sabes
—sonrió, pero su voz era severa—, sobre si te traería de vuelta, aunque no consigo imaginar la razón por la que alguien apostaría contra Rachel. De todos modos, no tenemos secretos en la familia. No es viable con mi don para leer las mentes, la precognición de Rachel y todo eso.
—Y Quinn haciéndote sentir todo el cariño con que te arrancaría las tripas.

—Prestaste atención —comentó con una sonrisa de aprobación.
—Sé hacerlo de vez en cuando —hice una mueca—. ¿Así que Rachel me vio regresar?

Su reacción fue extraña.

—Algo por el estilo —comentó con incomodidad mientras se daba la vuelta para que no le pudiera ver los ojos. La miré con curiosidad.
—¿Tiene buen sabor? —preguntó al volverse de repente y contemplar mi desayuno con un gesto burlón—. La verdad es que no parece muy apetitoso.
—Bueno, no es un oso gris irritado...
—murmuré, ignorándola cuando frunció el ceño.

Aún me seguía preguntando por qué me había respondido de esa manera cuando mencioné a Rachel. Mientras especulaba, me apresuré a terminar los cereales.

Permaneció plantada en medio de la cocina, de nuevo convertida en la estatua de Afrodita, mirando con expresión ausente por las ventanas traseras. Luego, volvió a posar los ojos en mí y esbozó esa arrebatadora sonrisa suya.

—Creo que también tú deberías presentarme a tu padre.
—Ya te conoce
—le recordé.
—Como tu novia, quiero decir.

La miré con gesto de sospecha.

—¿Por qué?
—¿No es ésa la costumbre?
—preguntó inocentemente.
—Lo ignoro —admití. Mi historial de novios, en este caso novias me ofrecía pocas referencias con las que trabajar, y ninguna de las reglas normales sobre salir con chicos o chicas venía al caso—. No es necesario, ya sabes. No espero que tú... Quiero decir, no tienes que fingir por mí.

Su sonrisa fue paciente.

—No estoy fingiendo.

Empujé el resto de los cereales a una esquina del cuenco mientras me mordía el labio.

—¿Vas a decirle a Charlie que soy tu novia o no? —quiso saber.
—¿Es eso lo que eres?

En mi fuero interno, me encogí ante la perspectiva de unir a Santana, Charlie y la palabra novia en la misma habitación y al mismo tiempo.

—Admito que es una interpretación libre, dada la connotación humana de la palabra.
—De hecho, tengo la impresión de que eres algo más
—confesé clavando los ojos en la mesa.
—Bueno, no creo necesario darle todos los detalles morbosos —se estiró sobre la mesa y me levantó el mentón con un dedo frío y suave—. Pero vamos a necesitar una explicación de por qué merodeo tanto por aquí. No quiero que el jefe de policía Pierce me imponga una orden de alejamiento.
—¿Estarás?
—pregunté, repentinamente ansiosa—. ¿De veras vas a estar aquí?
—Tanto tiempo como tú me quieras
—me aseguró.
—Te querré siempre —le avisé—. Para siempre.

Caminó alrededor de la mesa muy despacio y se detuvo muy cerca, extendió la mano para acariciarme la mejilla con las yemas de los dedos. Su expresión era inescrutable.

—¿Eso te entristece?

No contestó y me miró fijamente a los ojos por un periodo de tiempo inmensurable.

—¿Has terminado? — preguntó finalmente.

Me incorporé de un salto.

—Sí.
—Vístete... Te esperaré aquí.


Resultó difícil decidir qué ponerme. Dudaba que hubiera libros de etiqueta en los que se detallara cómo vestirte cuando tu novia vampira te lleva a su casa para que conozcas a su familia vampiro. Era un alivio emplear la palabra en mi fuero interno. Sabía que yo misma la eludía de forma intencionada.

Terminé poniéndome mi única falda, larga y de color caqui, pero aun así informal. Me vestí con la blusa de color azul oscuro de la que Santana había hablado favorablemente en una ocasión. Un rápido vistazo en el espejo me convenció de que mi pelo era una causa perdida, por lo que me lo recogí en una coleta.

—De acuerdo —bajé a saltos las escaleras—. Estoy presentable.

Me esperaba al pie de las mismas, más cerca de lo que pensaba, por lo que salté encima de ella. Santana me sostuvo, durante unos segundos me retuvo con cautela a cierta distancia antes de atraerme súbitamente.

—Te has vuelto a equivocar —me murmuró al oído—. Vas totalmente indecente. No está bien que alguien tenga un aspecto tan apetecible.
—¿Cómo de apetecible? Puedo cambiar...


Suspiró al tiempo que sacudía la cabeza.

—Eres tan ridícula...

Presionó con suavidad sus labios helados en mi frente y la habitación empezó a dar vueltas. El olor de su respiración me impedía pensar.

—¿Debo explicarte por qué me resultas apetecible?

Era claramente una pregunta retórica. Sus dedos descendieron lentamente por mi espalda y su aliento rozó con más fuerza mi piel. Mis manos descansaban flácidas sobre su pecho y otra vez me sentí aturdida. Inclinó la cabeza lentamente y por segunda vez sus fríos labios tocaron los míos con mucho cuidado, separándolos levemente.

Entonces sufrí un colapso.

—¿Britt? —dijo alarmada mientras me recogía y me alzaba en vilo.
—Has hecho que me desmaye... —la acusé en mi aturdimiento.
—¿Qué voy a hacer contigo? —Gimió con desesperación—. Ayer te beso, ¡y me atacas! ¡Y hoy te desmayas!

Me reí débilmente, dejando que sus brazos me sostuvieran mientras la cabeza seguía dándome vueltas.

—Eso te pasa por ser buena en todo.

Suspiró.

—Ése es el problema —yo aún seguía grogui—. Eres demasiado buena. Muy, muy buena.
—¿Estás mareada? —preguntó. Me había visto así con anterioridad.
—No... No fue la misma clase de desfallecimiento de siempre. No sé qué ha sucedido —agité la cabeza con gesto de disculpa—. Creo que me olvidé de respirar.
—No te puedo llevar así a ningún sitio.
—Estoy bien
—insistí—. Tu familia va a pensar que estoy loca de todos modos, así que... ¿Cuál es la diferencia?

Evaluó mi expresión durante unos instantes.

—No soy imparcial con el color de esa blusa —comentó inesperadamente. Enrojecí de placer y desvié la mirada.
—Mira, intento con todas mis fuerzas no pensar en lo que estoy a punto de hacer, así que ¿podemos irnos ya?
—A ti no te preocupa dirigirte al encuentro de una casa llena de vampiros, lo que te preocupa es conseguir su aprobación, ¿me equivoco?
—No
—contesté de inmediato, ocultando mi sorpresa ante el tono informal con el que utilizaba la palabra.

Sacudió la cabeza.

—Eres increíble.

Cuando condujo fuera del centro del pueblo comprendí que no tenía ni idea de dónde vivía. Cruzamos el puente sobre el río Calwah, donde la carretera se desviaba hacia el Norte. Las casas que aparecían de forma intermitente al pasar se encontraban cada vez más alejadas de la carretera, y eran de mayor tamaño. Luego sobrepasamos otro núcleo de edificios antes de dirigirnos al bosque neblinoso. Intentaba decidir entre preguntar o tener paciencia y mantenerme callada cuando giró bruscamente para tomar un camino sin pavimentar. No estaba señalizado y apenas era visible entre los helechos. El bosque, serpenteante entre los centenarios árboles, invadía a ambos lados el sendero hasta tal punto que sólo era distinguible a pocos metros de distancia.

Luego, a escasos kilómetros, los árboles ralearon y de repente nos encontramos en una pequeña pradera, ¿o era un jardín? Sin embargo, se mantenía la penumbra del bosque; no remitió debido a que las inmensas ramas de seis cedros primigenios daban sombra a todo un acre de tierra. La sombra de los árboles protegía los muros de la casa que se erguía entre ellos, dejando sin justificación alguna el profundo porche que rodeaba el primer piso.

No sé lo que en realidad pensaba encontrarme, pero definitivamente no era aquello. La casa, de unos cien años de antigüedad, era atemporal y elegante. Estaba pintada de un blanco suave y desvaído. Tenía tres pisos de altura y era rectangular y bien proporcionada. El monovolumen era el único coche a la vista. Podía escuchar fluir el río cerca de allí, oculto en la penumbra del bosque.

—¡Guau!
—¿Te gusta?
—preguntó con una sonrisa.
—Tiene... cierto encanto.

Me tiró de la coleta y rió entre dientes. Luego, cuando me abrió la puerta, me preguntó.

—¿Lista?
—Ni un poquito... ¡Vamos!


Intenté reírme, pero la risa se me quedó pegada a la garganta. Me alisé el peso con gesto nervioso.

—Tienes un aspecto adorable.

Me tomó de la mano de forma casual, sin pensarlo.

Caminamos hacia el porche a la densa sombra de los árboles. Sabía que notaba mi tensión. Me frotaba el dorso de la mano, describiendo círculos con el dedo pulgar.

Me abrió la puerta.

El interior era aún más sorprendente y menos predecible que el exterior. Era muy luminoso, muy espacioso y muy grande. Lo más posible es que originariamente hubiera estado dividido en varias habitaciones, pero habían hecho desaparecer los tabiques para conseguir un espacio más amplio. El muro trasero, orientado hacia el sur, había sido totalmente reemplazado por una vidriera y más allá de los cedros, el jardín, desprovisto de árboles, se estiraba hasta alcanzar el ancho río. Una maciza escalera de caracol dominaba la parte oriental de la estancia. Las paredes, el alto techo de vigas, los suelos de madera y las gruesas alfombras eran todos de diferentes tonalidades de blanco.

Los padres de Santana nos aguardaban para recibirnos a la izquierda de la entrada, sobre un altillo del suelo, en el que descansaba un espectacular piano de cola.

Había visto antes al doctor Cullen, por supuesto, pero eso no evitó que su joven y ultrajante perfección me sorprendieran de nuevo. Presumí que quien estaba a su lado era Emma, la única a la que no había visto con anterioridad. Tenía los mismos rasgos pálidos y hermosos que el resto. Había algo en su rostro en forma de corazón y en las ondas de su suave pelo de color zanahoria que recordaba a la ingenuidad de la época de las películas de cine mudo. Era pequeña y delgada, pero, aun así, de facciones menos pronunciadas, más redondeadas que las de los otros. Ambos vestían de manera informal, con colores claros que encajaban con el interior de la casa. Me sonrieron en señal de bienvenida, pero ninguno hizo ademán de acercarse a nosotros en lo que supuse era un intento de no asustarme. La voz de Santana rompió el breve lapso de silencio.

—William, Emma, les presento a Britt.
—Bienvenida, Britt.


El paso de William fue acomedido y cuidadoso cuando se acercó a mí. Alzó una mano con timidez y me adelanté un paso para estrechársela.

—Me alegro de volver a verle, doctor Cullen.
—Llámame William, por favor.


Le sonreí de oreja a oreja con una repentina confianza que me sorprendió. Noté el alivio de Santana, que seguía a mi lado.

Emma sonrió y avanzó un paso para alcanzar mi mano. El apretón de su fría mano, dura como la piedra, era tal y como yo esperaba.

—Me alegro mucho de conocerte —dijo con sinceridad.
—Gracias. Yo también me alegro.

Y ahí estaba yo. Era como encontrarse formando parte de un cuento de hadas... Blancanieves en carne y hueso.

—¿Dónde están Rach y Quinn? —preguntó Santana, pero nadie tuvo ocasión de responder, ya que ambas aparecieron en ese momento en lo alto de las amplias escaleras.
—¡Hola, Santy! —le saludó Rachel con entusiasmo.

Echó a correr escaleras abajo, una centella de pelo oscuro, que llegó para detenerse delante de mí repentinamente y con elegancia. Emma y William le lanzaron sendas miradas de aviso, pero a mí me agradó. Después de todo, eso era natural para ella.

—Hola, Britt —dijo Rachel y se adelantó para darme un beso en la mejilla.

Si William y Emma habían parecido antes muy cautos, ahora se mostraron estupefactos. Mis ojos también reflejaban esa sorpresa, pero al mismo tiempo me complacía mucho que ella pareciera aceptarme por completo. Me sorprendió percatarme de que Santana, a mi lado, se ponía rígida. La miré, pero su expresión era inescrutable.

—Hueles bien —me alabó, para mi enorme vergüenza—, hasta ahora no me había dado cuenta.

Nadie más parecía saber qué decir cuando Quinn se presentó allí, alta y con un aspecto felino. Sentí una sensación de alivio y de repente me encontré muy a gusto a pesar del sitio en que me hallaba. Santana miró fijamente a Quinn y enarcó una ceja. Entonces recordé lo que ésta era capaz de hacer.

—Hola, Britt —me saludó Quinn.

Mantuvo la distancia y no me ofreció la mano para que la estrechara, pero era imposible sentirse incómoda cerca de ella.

—Hola, Quinn —le sonreí con timidez, y luego a los demás, antes de añadir como fórmula de cortesía—Me alegro de conocerlos a todos... Tenéis una casa preciosa.

—Gracias
—contestó Emma—. Estamos encantados de que hayas venido.

Me habló con sentimiento, y me di cuenta de que pensaba que yo era valiente.

También caí en la cuenta de que no se veía por ninguna parte a Kitty y a Puck. Recordé entonces la negativa demasiado inocente de Santana cuando le pregunté si no les agradaba a todos.

La expresión de William me distrajo del hilo de mis pensamientos. Miraba a Santana de forma significativa con gran intensidad. Vi a Santana asentir una vez con el rabillo del ojo.

Miré hacia otro lado, intentando ser amable, y mis ojos vagaron de nuevo hacia el hermoso instrumento que había sobre la tarima al lado de la puerta. Súbitamente recordé una fantasía de mi niñez, según la cual, compraría un gran piano de cola a mi madre si alguna vez me tocaba la lotería. No era una buena pianista, sólo tocaba para sí misma en nuestro piano de segunda mano, pero a mí me encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta, entonces me parecía un ser nuevo y misterioso, alguien diferente a la persona a quien daba por hecho que conocía. Me hizo tomar clases, por supuesto, pero, como la mayoría de los niños, lloriqueé hasta conseguir que dejara de llevarme.

Emma se percató de mi atención y, señalando el piano con un movimiento de cabeza, me preguntó:

—¿Tocas?

Negué con la cabeza.

—No, en absoluto. Pero es tan hermoso... ¿Es tuyo?
—No
—se rió—. ¿No te ha dicho Santana que es música?
—No —entrecerré los ojos antes de mirarla—. Supongo que debería de haberlo sabido.

Emma arqueó las cejas como muestra de su confusión.

—Santana puede hacerlo todo, ¿no? —le expliqué.

Quinn se rió con disimulo y Emma le dirigió una mirada de reprobación.

—Espero que no hayas estado alardeando... Es de mala educación —le riñó.
—Sólo un poco —Santana rió de buen grado, el rostro de Emma se suavizó al oírlo y ambas intercambiaron una rápida mirada cuyo significado no comprendí, aunque la faz de ella parecía casi petulante.
—De hecho —rectifiqué—, se ha mostrado demasiado modesta.
—Bueno, toca para ella
—le animó Emma.
—Acabas de decir que alardear es de mala educación —objetó Santana.
—Cada regla tiene su excepción —le replicó.
—Me gustaría oírte tocar —dije, sin que nadie me hubiera pedido mi opinión.
—Entonces, decidido.

Emma empujó hacia el piano a Santana, que tiró de mí y me hizo sentarme a su lado en el banco. Me dedicó una prolongada y exasperada mirada antes de volverse hacia las teclas.

Luego sus dedos revolotearon rápidamente sobre las teclas de marfil y una composición, tan compleja y exuberante que resultaba imposible creer que la interpretara un único par de manos, llenó la habitación. Me quedé boquiabierta del asombro y a mis espaldas oí risas en voz baja ante mi reacción.

Santana me miró con indiferencia mientras la música seguía surgiendo a nuestro alrededor sin descanso. Me guiñó un ojo:

—¿Te gusta?
—¿Tú has escrito esto?
—dije entrecortadamente.

Asintió.

—Es la favorita de Emma.

Cerré los ojos al tiempo que sacudía la cabeza.

—¿Qué ocurre?
—Me siento extremadamente insignificante.


El ritmo de la música se hizo más pausado hasta transformarse en algo más suave y, para mi sorpresa, entre la profusa maraña de notas, distinguí la melodía de la nana que me tarareaba.

—Tú inspiraste ésta —dijo en voz baja. La música se convirtió en algo de desbordante dulzura.

No me salieron las palabras.

—Les gustas, ya lo sabes —dijo con tono coloquial—. Sobre todo a Emma.

Eché un fugaz vistazo a mis espaldas, pero la enorme estancia se había quedado vacía.

— ¿Adonde han ido?
—Supongo que, muy sutilmente, nos han concedido un poco de intimidad.


Suspiré.

—Les gusto, pero Kitty y Puck... —dejé la frase sin concluir porque no estaba muy segura de cómo expresar mis dudas.

Santana torció el gesto.

—No te preocupes por Kitty —insistió con su persuasiva mirada—. Cambiará de opinión.

Fruncí los labios con escepticismo.

—¿Y Puck?
—Bueno, opina que soy una loca, lo cual es cierto, pero no tienen ningún problema contigo. Está intentando razonar con Kitty.
—¿Qué le perturba?
—inquirí, no muy segura de querer conocer la respuesta.

Suspiró profundamente.

—Kitty es la que más se debate contra... contra lo que somos. Le resulta duro que alguien de fuera de la familia sepa la verdad, y está un poco celosa.
—¿Kitty tiene celos de mí?
—pregunté con incredulidad.

Intenté imaginarme un universo en el que alguien tan impresionante como Kitty tuviera alguna posible razón para sentir celos de alguien como yo.

—Eres humana —Santana se encogió de hombros—. Es lo que ella también desearía ser.
—Vaya
—musité, aún aturdida—. En cuanto a Quinn...
—En realidad, eso es culpa mía
—me explicó—. Ya te dije que era la que hace menos tiempo que está probando nuestra forma de vida. La previne para que se mantuviera a distancia.

Pensé en la razón de esa instrucción y me estremecí.

—¿Y Emma y William...? —continué rápidamente para evitar que se diera cuenta.
—Son felices de verme feliz. De hecho, a Emma no le preocuparía que tuvieras un tercer ojo y dedos palmeados. Durante todo este tiempo se ha preocupado por mí, temiendo que se hubiera perdido alguna parte esencial de mi carácter, ya que era muy joven cuando William me convirtió... Está entusiasmada. Se ahoga de satisfacción cada vez que te toco.
—Rach parece muy... entusiasta.
—Rach tiene su propia forma de ver las cosas
—murmuró con los labios repentinamente contraídos.
—Y no me la vas a explicar, ¿verdad?

Se produjo un momento de comunicación sin palabras entre nosotras. Santana comprendió que yo sabía que me ocultaba algo y yo que no me lo iba a revelar. Ahora, no.

—¿Qué te estaba diciendo antes William?

Sus cejas se juntaron hasta casi tocarse.

—Te has dado cuenta, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

—Naturalmente.

Me miró con gesto pensativo durante unos segundos antes de responder.

—Quería informarme de ciertas noticias... No sabía si era algo que yo debería compartir contigo.
—¿Lo harás?
—Tengo que hacerlo, porque durante los próximos días, tal vez semanas, voy a ser una protectora muy autoritaria y me disgustaría que pensaras que soy una tirana por naturaleza.
—¿Qué sucede?
—En sí mismo, nada malo. Rachel acaba de «ver» que pronto vamos a tener visita. Saben que estamos aquí y sienten curiosidad.
—¿Visita?
—Sí, bueno... Los visitantes se parecen a nosotros en sus hábitos de caza, por supuesto. Lo más probable es que no vayan a entrar al pueblo para nada, pero, desde luego, no voy a dejar que estés fuera de mi vista hasta que se hayan marchado.


Me estremecí.

—¡Por fin, una reacción racional! —murmuró—. Empezaba a creer que no tenías instinto de supervivencia alguno.

Dejé pasar el comentario y aparté la vista para que mis ojos recorrieran de nuevo la espaciosa estancia. Ella siguió la dirección de mi mirada.

—No es lo que esperabas, ¿verdad? —inquirió muy ufana.
—No —admití.
—No hay ataúdes ni cráneos apilados en los rincones. Ni siquiera creo que tengamos telarañas... ¡Qué decepción debe de ser para ti! —prosiguió con malicia.

Ignoré su broma.

—Es tan luminoso, tan despejado.

Se puso más seria al responder:

—Es el único lugar que tenemos para escondernos.

Santana seguía tocando la canción, mi canción, que siguió fluyendo libremente hasta su conclusión, las notas finales habían cambiado, eran más melancólicas y la última revoloteó en el silencio de forma conmovedora.

—Gracias —susurré.

Entonces me di cuenta de que tenía los ojos anegados en lágrimas. Me las enjugué, avergonzada.

Rozó la comisura de mis ojos para atrapar una lágrima que se me había escapado. Alzó el dedo y examinó la gota con ademán inquietante. Entonces, a una velocidad tal que no pude estar segura de que realmente lo hiciera, se llevó el dedo a la boca para saborearla.

Le miré de manera intuitiva, y Santana sostuvo mí mirada un prolongado momento antes de esbozar una sonrisa finalmente.

—¿Quieres ver el resto de la casa?
—¿Nada de ataúdes?
—me quise asegurar.

El sarcasmo de mi voz no logró ocultar del todo la leve pero genuina ansiedad que me embargaba. Se echó a reír, me tomó de la mano y me alejó del piano.

—Nada de ataúdes —me prometió.

Acaricié la suave y lisa barandilla con la mano mientras subíamos por la imponente escalera. En lo alto de la misma había un gran vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera color miel, el mismo que las tablas del suelo.

—La habitación de Kitty y Puck… El despacho de William. .. —Hacía gestos con la mano conforme íbamos pasando delante de las puertas—. La habitación de Rach...

Santana hubiera continuado, pero me detuve en seco al final del vestíbulo, contemplando con incredulidad el ornamento que pendía del muro por encima de mi cabeza. Se rió entre dientes de mi expresión de asombro.

—Puedes reírte, es una especie de ironía.

No lo hice. De forma automática, alcé la mano con un dedo extendido como si fuera a tocar la gran cruz de madera. Su oscura pátina contrastaba con el color suave de la pared. Pero no la toqué, aun cuando sentí curiosidad por saber si su madera antigua era tan suave al tacto como aparentaba.

—Debe de ser muy antigua —aventuré.

Se encogió de hombros.

—Es del siglo XVI, a principios de la década de los treinta, más o menos.

Aparté los ojos de la cruz para mirarla.

—¿Por qué conserváis esto aquí?
—Por nostalgia. Perteneció al padre de William.
—¿Coleccionaba antigüedades?
—sugerí dubitativamente.
—No. La talló él mismo para colgarla en la pared, encima del pulpito de la vicaría en la que predicaba.

No estaba segura de si la cara delataba mi sorpresa, pero, sólo por si acaso, continué mirando la sencilla y antigua cruz. Efectué el cálculo de memoria. La reliquia tendría unos trescientos setenta años. El silencio se prolongó mientras me esforzaba por asimilar la noción de tantísimos años.

—¿Te encuentras bien? —preguntó preocupada.
—¿Cuántos años tiene William? —inquirí en voz baja, sin apartar los ojos de la cruz e ignorando su pregunta.
—Acaba de celebrar su cumpleaños tricentésimo sexagésimo segundo —contestó Santana. La miré de nuevo, con un millón de preguntas en los ojos.

Me estudió atentamente mientras hablaba:

—William nació en Londres, él cree que hacia 1640. Aunque las fechas no se señalaban con demasiada precisión en aquella época, al menos, no para la gente común, sí se sabe que sucedió durante el gobierno de Cromwell.

No descompuse el gesto, consciente del escrutinio al que Santana me sometía al informarme:

—Fue el hijo único de un pastor anglicano. Su madre murió al alumbrarle a él. Su padre era un fanático. Cuando los protestantes subieron al poder, se unió con entusiasmo a la persecución desatada contra los católicos y personas de otros credos. También creía a pies juntillas en la realidad del mal. Encabezó partidas de caza contra brujos, licántropos... y vampiros.

Me quedé aún más quieta ante la mención de esa palabra. Estaba segura de que lo había notado, pero continuó hablando sin pausa.

—Quemaron a muchos inocentes, por supuesto, ya que las criaturas a las que realmente ellos perseguían no eran tan fáciles de atrapar. E1 pastor colocó a su obediente hijo al frente de las razias cuando se hizo mayor. Al principio, William fue una decepción. No se precipitaba en lanzar acusaciones ni veía demonios donde no los había, pero era persistente y mucho más inteligente que su padre. De hecho, localizó un aquelarre de auténticos vampiros que vivían ocultos en las cloacas de la ciudad y sólo salían de caza durante las noches. En aquellos días, cuando los monstruos no eran meros mitos y leyendas, ésa era la forma en que debían vivir. La gente reunió horcas y teas, por supuesto, y se apostó allí donde William había visto a los monstruos salir a la calle —ahora la risa de Santana fue más breve y sombría—. Al final, apareció uno. Debía de ser muy viejo y estar debilitado por el hambre. William le oyó cómo avisaba a los otros en latín cuando detectó el efluvio del gentío —Santana hablaba con un hilo de voz y tuve que aguzar el oído para comprender las palabras—. Luego, corrió por las calles y William, que tenía veintitrés años y era muy rápido, encabezó la persecución. La criatura podía haberlos dejado atrás con facilidad, pero se revolvió y, dándose la vuelta, los atacó. William piensa que debía estar sediento. Primero se abalanzó sobre él, pero le plantó cara para defenderse y había otros muy cerca a quienes atacar. El vampiro mató a dos hombres y se escabulló llevándose a un tercero y dejando a William sangrando en la calle.

Hizo una pausa. Intuí que estaba censurando una parte de la historia, que me ocultaba algo.

—William sabía lo que haría su padre: quemar los cuerpos y matar a cualquiera que hubiera resultado infectado por el monstruo. Willaim actuó por instinto para salvar su piel. Se alejó a rastras del callejón mientras la turba perseguía al monstruo y a su presa. Se ocultó en un sótano y se enterró entre patatas podridas durante tres días. Es un milagro que consiguiera mantenerse en silencio y pasar desapercibido. Se dio cuenta de que se había «convertido» cuando todo terminó.

No estaba muy segura de lo que reflejaba mi rostro, pero de repente enmudeció.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Estoy bien —le aseguré, y, aunque me mordí el labio dubitativa, debió de ver la curiosidad reluciendo en mis ojos.
—Espero —dijo con una sonrisa— que tengas algunas preguntas que hacerme.
—Unas cuantas.


Al sonreír, Santana dejó entrever su brillante dentadura. Se dirigió de vuelta al vestíbulo, me tomó de la mano y me arrastró.

—En ese caso, vamos —me animó—. Te lo voy a mostrar.


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Enserio estoy enamorada de Naya aunque mi novia se enoje, no lo puedo evitar, se ve hermosa!


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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

Mensaje por NamiGleek Miér Sep 04, 2013 12:20 pm

Seguilo por favor. Aca tenes a un nueva lectora que ama este saga y mas con Brittana.

Beso
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Mensaje por libe Miér Sep 04, 2013 6:19 pm

Brittana y vampiros nada mejor que eso jajajaja pero dentro de poco se vienen los problemas Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL. - Página 2 3718790499 .
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Mensaje por dianna agron 16 Miér Sep 04, 2013 10:45 pm

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WILLIAM


Me condujo de vuelta a la habitación que había identificado como el despacho de William. Se detuvo delante de la puerta durante unos instantes.

—Adelante —nos invitó la voz de William.

Santana abrió la puerta de acceso a una sala de techos altos con vigas de madera y de grandes ventanales orientados hacia el oeste. Las paredes también estaban revestidas con paneles de madera más oscura que la del vestíbulo, allí donde ésta se podía ver, ya que unas estanterías, que llegaban por encima de mi cabeza, ocupaban la mayor parte de la superficie. Contenían más libros de los que jamás había visto fuera de una biblioteca.

William se sentaba en un sillón de cuero detrás del enorme escritorio de caoba. Acababa de poner un marcador entre las páginas del libro que sostenía en las manos. El despacho era idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la facultad, sólo que William parecía demasiado joven para encajar en el papel.

— ¿Qué puedo hacer por ustedes? —nos preguntó con tono agradable mientras se levantaba del sillón.
—Quería enseñar a Britt un poco de nuestra historia —contestó Santana—. Bueno, en realidad, de tu historia.
—No pretendíamos molestarte
—me disculpé.
—En absoluto. ¿Por dónde van a comenzar?
—Por los cuadros
—contestó Santana mientras me ponía con suavidad la mano sobre el hombro y me hacía girar para mirar hacia la puerta por la que acabábamos de entrar.

Cada vez que me tocaba, incluso aunque fuera por casualidad, mi corazón reaccionaba de forma audible. Resultaba de lo más embarazoso en presencia de William.

La pared hacia la que nos habíamos vuelto era diferente de las demás, ya que estaba repleta de cuadros enmarcados de todos los tamaños y colores —unos muy vivos y otros de apagados monocromos— en lugar de estanterías. Busqué un motivo oculto común que diera coherencia a la colección, pero no encontré nada después de mi apresurado examen.

Santana me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, y me dejó delante de un pequeño óleo con un sencillo marco de madera. No figuraba entre los más grandes ni los más destacados. Pintado con diferentes tonos de sepia, representaba la miniatura de una ciudad de tejados muy inclinados con finas agujas en lo alto de algunas torres diseminadas. Un río muy caudaloso —lo cruzaba un puente cubierto por estructuras similares a minúsculas catedrales— dominaba el primer plano.

—Londres hacia 1650 —comentó.
—El Londres de mi juventud —añadió William a medio metro detrás de nosotros. Me estremecí. No le había oído aproximarse. Santana me apretó la mano.
— ¿Le vas a contar la historia? —inquirió Santana.

Me retorcí un poco para ver la reacción de William. Sus ojos se encontraron con los míos y me sonrió.

—Lo haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han telefoneado del hospital esta mañana. El doctor Snow se ha tomado un día de permiso. Además, te conoces la historia tan bien como yo —añadió, dirigiendo a Santana una gran sonrisa.

Resultaba difícil asimilar una combinación tan extraña: las preocupaciones del día a día de un médico de pueblo en mitad de una conversación sobre sus primeros días en el Londres del siglo XVII.

También desconcertaba saber que hablaba en voz alta sólo en deferencia hacia mí.

William abandonó la estancia después de destinarme otra cálida sonrisa. Me quedé mirando el pequeño cuadro de la ciudad natal de William durante un buen rato. Finalmente, volví los ojos hacia Santana, que estaba observándome, y le pregunté:

— ¿Qué sucedió luego? ¿Qué ocurrió cuando comprendió lo que le había pasado?

Volvió a estudiar las pinturas y miré para saber qué imagen atraía su interés ahora. Se trataba de un paisaje de mayor tamaño y colores apagados, una pradera despejada a la sombra de un bosque con un pico escarpado a lo lejos.

—Cuando supo que se había convertido —prosiguió en voz baja—, se rebeló contra su condición, intentó destruirse, pero eso no es fácil de conseguir.
— ¿Cómo?


No quería decirlo en voz alta, pero las palabras se abrieron paso a través de mi estupor.

—Se arrojó desde grandes alturas —me explicó Santana con voz impasible—, e intentó ahogarse en el océano, pero en esa nueva vida era joven y muy fuerte. Resulta sorprendente que fuera capaz de resistir el deseo... de alimentarse... cuando era aún tan inexperto. El instinto es más fuerte en ese momento y lo arrastra todo, pero sentía tal repulsión hacia lo que era que tuvo la fuerza para intentar matarse de hambre.
— ¿Es eso posible?
—inquirí con voz débil.
—No, hay muy pocas formas de matarnos.

Abrí la boca para formular otra pregunta, pero Santana comenzó a hablar antes de que lo pudiera hacer.

—De modo que su hambre crecía y al final se debilitó. Se alejó cuanto pudo de toda población humana al detectar que su fuerza de voluntad también se estaba debilitando. Durante meses, estuvo vagabundeando de noche en busca de los lugares más solitarios, maldiciéndose. Una noche, una manada de ciervos cruzó junto a su escondrijo. La sed le había vuelto tan salvaje que los atacó sin pensarlo. Recuperó las fuerzas y comprendió que había una alternativa a ser el vil monstruo que temía ser. ¿Acaso no había comido venado en su anterior vida? Podía vivir sin ser un demonio y de nuevo se halló a sí mismo. Comenzó a aprovechar mejor su tiempo. Siempre había sido inteligente y ávido de aprender. Ahora tenía un tiempo ilimitado por delante. Estudiaba de noche y trazaba planes durante el día. Se marchó a Francia a nado y...
— ¿Nadó hasta Francia?
—Britt, la gente siempre ha cruzado a nado el Canal
—me recordó con paciencia.
—Supongo que es cierto. Sólo que parecía divertido en ese contexto. Continúa.
—Nadar es fácil para nosotros...
—Todo es fácil para ti
—me quejé.

Me aguardó con expresión divertida.

—No volveré a interrumpirte otra vez, lo prometo.

Rió entre dientes con aire misterioso y terminó la frase:

—Es fácil porque, técnicamente, no necesitamos respirar.
—Tú...
—No, no, lo has prometido
—se rió y me puso con suavidad el helado dedo en los labios—. ¿Quieres oír la historia o no?
—No me puedes soltar algo así y esperar que no diga nada
—mascullé contra su dedo.

Levantó la mano hasta ponerla sobre mi cuello. Mi corazón se desbocó, pero perseveré.

— ¿No necesitas respirar? —exigí saber.
—No, no es una necesidad —se encogió de hombros—. Sólo un hábito.
— ¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?
—Supongo que indefinidamente, no lo sé. La privación del sentido del olfato resulta un poco incómoda.
—Un poco incómoda
—repetí.

No prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas que le ensombreció el ánimo. La mano le colgó a un costado y se quedó inmóvil, mirándome con gran intensidad. El silencio se prolongó y sus facciones siguieron tan inmóviles como una piedra.

— ¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.

Sus facciones se suavizaron ante mi roce y suspiró.

—Sigo a la espera de que pase.
— ¿A que pase el qué?
—Sé que en algún momento, habrá algo que te diga o que te haga ver que va a ser demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre alaridos
—esbozó una media sonrisa, pero sus ojos eran serios—. No voy a detenerte. Quiero que suceda, porque quiero que estés a salvo. Y aun así, quiero estar a tu lado. Ambos deseos son imposibles de conciliar...

Dejó la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro, a la espera.

—No voy a irme a ningún lado —le prometí.
—Ya lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.

Le fruncí el ceño.

—Bueno, continuemos... William se marchó a Francia a nado.

Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la historia. Con gesto pensativo, fijó la mirada en otra pintura, la de mayor colorido y de marco más lujoso, y también la más grande. Personajes llenos de vida, envueltos en túnicas onduladas y enroscadas en torno a grandes columnas en el exterior de balconadas marmóreas, llenaban el lienzo. No sabía si representaban figuras de la mitología griega o si los personajes que flotaban en las nubes de la parte superior tenían algún significado bíblico.

—William nadó hacia Francia y continuó por Europa y sus universidades. De noche estudió música, ciencias, medicina y encontró su vocación y su penitencia en salvar vidas —su expresión se tornó sobrecogida, casi reverente—. No sé describir su lucha de forma adecuada. William necesitó dos siglos de atormentadores esfuerzos para perfeccionar su autocontrol. Ahora es prácticamente inmune al olor de la sangre humana y es capaz de hacer el trabajo que adora sin sufrimiento. Obtiene una gran paz de espíritu allí, en el hospital...

Santana se quedó con la mirada ausente durante bastante tiempo. De repente, pareció recordar su intención. Dio unos golpecitos en la enorme pintura que teníamos delante con el dedo.

—Estudió en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran mucho más civilizados y cultos que los espectros de las alcantarillas londinenses.

Rozó a un cuarteto relativamente sereno de figuras pintadas en lo alto de un balcón que miraban con calma el caos reinante a sus pies. Estudié al grupo con cuidado y, con una risa de sorpresa, reconocí al hombre de cabellos dorados.

—Los amigos de William fueron una gran fuente de inspiración para Francesco Solimena. A menudo los representaba como dioses —rió entre dientes—. Aro, Marco, Cayo —dijo conforme iba señalando a los otros tres, dos de cabellos negros y uno de cabellos canos— los patrones nocturnos de las artes.
— ¿Qué fue de ellos?
—pregunté en voz alta, con la yema de los dedos inmóvil en el aire a un centímetro de las figuras de la tela.
—Siguen ahí, como llevan haciendo desde hace quién sabe cuántos milenios —se encogió de hombros—. William sólo estuvo entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas unas décadas. Admiraba profundamente su amabilidad y su refinamiento, pero persistieron en su intento de curarle de aquella aversión a su «fuente natural de alimentación». Ellos intentaron persuadirle y él a ellos, en vano. Llegados a ese punto, William decidió probar suerte en el Nuevo Mundo. Soñaba con hallar a otros como él. Ya sabes, estaba muy solo. Transcurrió mucho tiempo sin que encontrara a nadie, pero podía interactuar entre los confiados humanos como si fuera uno de ellos porque los monstruos se habían convertido en tema para los cuentos de hadas. Comenzó a practicar la medicina. Pero rehuía el ansiado compañerismo al no poderse arriesgar a un exceso de confianza. Trabajaba por las noches en un hospital de Chicago cuando golpeó la pandemia de gripe. Le había estado dando vueltas durante varios años y casi había decidido actuar. Ya que no encontraba un compañero, lo crearía; pero dudaba si hacerlo o no, ya que él mismo no estaba totalmente seguro de cómo se había convertido. Además, se había jurado no arrebatar la vida de nadie de la misma manera que se la habían robado a él. Estaba en ese estado de ánimo cuando me encontró. No había esperanza para mí. Me habían dejado en la sala de los moribundos. Había asistido a mis padres, por lo que sabía que estaba sola en el mundo, .y decidió intentarlo....

Ahora, cuando dejó la frase inacabada, su voz era apenas un susurro. Me pregunté qué imágenes ocuparían su mente en ese instante, ¿los recuerdos de William o los suyos? Esperé sin hacer ruido.

Una angelical sonrisa iluminaba su rostro cuando se volvió hacia mí.

—Y así es como se cerró el círculo —concluyó.
—Entonces, ¿siempre has estado con William?
—Casi siempre.


Me puso la mano en la cintura con suavidad y me arrastró con ella mientras cruzaba la puerta. Me volví a mirar los cuadros de la pared, preguntándome si alguna vez llegaría a oír el resto de las historias.

Santana no dijo nada mientras caminábamos hacia el vestíbulo, de modo que pregunté:

— ¿Casi?

Suspiró. Parecía renuente a responder.

—Bueno, tuve el típico brote de rebeldía adolescente unos diez años después de... nacer... o convertirme, como prefieras llamarlo. No me resignaba a llevar su vida de abstinencia y estaba resentida con él por refrenar mi sed, por lo que me marché a seguir mi camino durante un tiempo.
— ¿De verdad?


Estaba mucho más intrigada que asustada, que es como debería estar.

Y ella lo sabía. Vagamente me di cuenta de que nos dirigíamos al siguiente tramo de escaleras, pero no estaba prestando demasiada atención a cuanto me rodeaba.

— ¿No te causa repulsa?
—No.
— ¿Por qué no?
—Supongo que... suena razonable.


Soltó una carcajada más fuerte que las anteriores. Ahora nos encontrábamos en lo más alto de las escaleras, en otro vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera.

—Gocé de la ventaja de saber qué pensaban todos cuantos me rodeaban, fueran humanos o no, desde el momento de mi renacimiento —susurró—. Ésa fue la razón por la que tardé diez años en desafiar a William… Podía leer su absoluta sinceridad y comprender la razón de su forma de vida. Apenas tardé unos pocos años en volver a su lado y comprometerme de nuevo con su visión. Creí poderme librar de los remordimientos de conciencia, ya que podía dejar a los inocentes y perseguir sólo a los malvados al conocer los pensamientos de mis presas. Si seguía a un asesino hasta un callejón oscuro donde acosaba a una chica, si la salvaba, en ese caso no sería tan terrible.

Me estremecí al imaginar con claridad lo que describía: el callejón de noche, la chica atemorizada, el hombre siniestro detrás de ella y Santana de caza, terrible y gloriosa como una diosa, imparable. ¿Le estaría agradecida la chica o se asustaría más que antes?

—Pero con el paso del tiempo comencé a verme como un monstruo. No podía rehuir la deuda de haber tomado demasiadas vidas, sin importar cuánto se lo merecieran, y regresé con William y Emma. Me acogieron como a la hiato pródigo. Era más de lo que merecía.

Nos habíamos detenido frente a la última puerta del vestíbulo.

—Mi habitación —me informó al tiempo que abría la puerta y me hacía pasar.

Su habitación tenía vistas al sur y una ventana del tamaño de la pared, igual que en el gran recibidor del primer piso. Toda la parte posterior de la casa debía de ser de vidrio. La vista daba al meandro que describía el río Sol Duc antes de cruzar el bosque intacto que llegaba hasta la cordillera de Olympic Mountain. La pared de la cara oeste estaba totalmente cubierta por una sucesión de estantes repletos de CD. El cuarto de Santana estaba mejor surtido que una tienda de música. En el rincón había un sofisticado aparato de música, de un tipo que no me atrevía a tocar por miedo a romperlo. No había ninguna cama, sólo un espacioso y acogedor sofá de cuero negro. Una gruesa alfombra de roja cubría el suelo y las paredes estaban tapizadas de tela de un tono ligeramente más oscuro.

— ¿Para conseguir una buena acústica? —aventuré.

Santana rió entre dientes y asintió con la cabeza.

Tomó un mando a distancia y encendió el equipo, la suave música de jazz, pese a estar a un volumen bajo, sonaba como si el grupo estuviera con nosotros en la habitación. Me fui a mirar su alucinante colección de música.

— ¿Cómo los clasificas? —pregunté al sentirme incapaz de encontrar un criterio para el orden de los títulos.

No me estaba prestando atención.

—Esto... Por año, y luego por preferencia personal dentro de ese año —contestó con aire distraído.

Al darme la vuelta, la vi mirarme con un brillo muy peculiar en los ojos.

— ¿Qué ocurre?
—Contaba con sentirme aliviada después de habértelo explicado todo, de no tener secretos para ti, pero no esperaba sentir más que eso. Me gusta
—se encogió de hombros al tiempo que sonreía imperceptiblemente—. Me hace feliz.
—Me alegro.

Le devolví la sonrisa. Me preocuparía que se arrepintiera de haberme contado todo aquello. Era bueno saber que no era el caso.

Pero entonces, mientras sus ojos estudiaban mi expresión, su sonrisa se apagó y su frente se pobló de arrugas.

—Aún sigues esperando que salga huyendo —supuse—, gritando espantada, ¿verdad?

Una ligera sonrisa curvó sus labios y asintió.

—Lamento estropearte la ilusión, pero no inspiras tanto miedo, de veras —con toda naturalidad, le mentí—: De hecho, no me asustas nada en absoluto.

Se detuvo y arqueó las cejas con manifiesta incredulidad. Una sonrisa ancha y traviesa recorrió su rostro.

—No deberías haber dicho eso, de veras.

Santana emitió un sordo gruñido gutural y los labios mostraron unos dientes perfectos al curvarse hacia atrás. De repente, su cuerpo cambió, se había agachado, tenso como un león a punto de cazar.

Sin dejar de mirarla, me aparté de ella.

—No deberías haberlo dicho.

No la vi saltar hacia mí, fue demasiado rápido. De repente me encontré en el aire y luego caímos sobre el sofá, que golpeó contra la pared por el impacto. Sus brazos formaron una protectora jaula durante todo el tiempo, por lo que apenas sentí el zarandeo, pero seguía respirando agitadamente cuando intenté ponerme en pie.

— ¿Qué era lo que decías? —preguntó juguetonamente.
—Que eres realmente aterradora —repliqué. El jadeo de mi voz estropeó algo el sarcasmo de mi respuesta.
—Mucho mejor —aprobó.
—Esto... —forcejeé—. ¿Me puedes bajar ya?

Se limitó a reírse.

— ¿Se puede? —preguntó una voz que parecía proceder del vestíbulo.

Me debatí para liberarme, pero Santana se limitó a dejar que pudiera sentarme de forma más convencional sobre su regazo. Entonces vi en el vestíbulo a Rachel y a Quinn detrás de ella. Me puse colorada, pero Santana parecía a gusto.

—Adelante —contestó Santana, que aún seguía riéndose discretamente.

Rachel no pareció hallar nada inusual en nuestro abrazo. Caminó —casi bailó, tal era la gracia de sus movimientos— hacia el centro del cuarto y se dobló de forma sinuosa para sentarse sobre el suelo. Quinn, sin embargo, se detuvo en el umbral un poco sorprendida. Clavó los ojos en el rostro de Santana y me pregunté si estaba tanteando el clima reinante con su inusual sensibilidad.

—Parecía que te ibas a almorzar a Britt —anunció Rachel—, y veníamos a ver si la podíamos compartir.

Me puse rígida durante un instante, hasta que me percaté de la gran sonrisa de Santana. No sabría decir si se debía al comentario de Rachel o a mi reacción.

—Lo siento. No creo que haya bastante para compartir —replicó sin dejar de rodearme con los brazos.
—De hecho —dijo Quinn, sonriendo a su pesar cuando entró en la habitación—, Rach anuncia una gran tormenta para esta noche y Puck quiere jugar a la pelota. ¿Te apuntas?

Las palabras eran bastante comunes, pero me desconcertaba el contexto; aunque Rachel era más fiable que el hombre del tiempo.

Los ojos de Santana se iluminaron, pero aun así vaciló.

—Traerías a Britt, por supuesto —añadió Rachel jovialmente. - Había creído atisbar la rápida mirada que Quinn le lanzaba.
— ¿Quieres ir? —me preguntó Santana, animada y con expresión de entusiasmo.
—Claro —no podía decepcionar a un rostro como ése—. Eh, ¿adonde vamos?
—Hemos de esperar a que truene para jugar, ya verás la razón
—me prometió.
— ¿Necesitaré un paraguas?

Las tres rompieron a reír estrepitosamente.

— ¿Lo va a necesitar? —preguntó Quinn a Rachel.
—No; —estaba segura—. La tormenta va a descargar sobre el pueblo. El claro del bosque debería de estar bastante seco.
—En ese caso, perfecto.


El entusiasmo de la voz de Quinn fue contagioso, por descontado. Yo misma me descubrí más curiosa que aterrada.

—Vamos a ver si William quiere venir.

Rachel se levantó y cruzó la puerta de un modo que hubiera roto de envidia el corazón de una bailarina.

—Como si no lo supieras —la pinchó Quinn.

Ambas siguieron su camino con rapidez, pero Quinn se las arregló para dejar la puerta discretamente cerrada al salir.

— ¿A qué vamos a jugar? —quise saber.
—Tú vas a mirar —aclaró Santana—. Nosotros jugaremos al béisbol.

Levanté los ojos hacia el cielo

— ¿A los vampiros les gusta el béisbol?
—Es el pasatiempo americano
—me replicó con burlona solemnidad.


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Espero que les guste. Las amo. :)
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Finalizado Re: Brittana - Fanfic - Twilight - EPÍLOGO. UNA OCASIÓN ESPECIAL.

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