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BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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micky morales
libe
dianna agron 16
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Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
Linda23 escribió:Hola
No he comentado antes pero me encanta este fic aunque tengo que confesar que me gusta el primer libro y el último, los otros dos no xq la protagonista parece más enamorada del lobo que de mi vampira hermosa en este caso, en el libro original siempre odie a ese lobo entrometido y ahora que es Sam mi odio es doble. El resto de los personajes me encanta sobretodo mis Brittana estás haciendo un trabajo excelente con está adaptación.
Aunque no comete te leo siempre desde que comenzaste, actualiza pronto nunca tengo demasiado de está historia.
Hola muchas gracias, tengo que confesar que Sam tampoco me gusta mucho jaja. Gracias por tu buen comentario y gracias por leer, espero te siga gustando, ahora actualizo mas por las vaciones y creo que podre de terminar de adaptar este libro y tal vez el comienzo del otro, de nuevo muchisimas gracias por tu lindo comentario. Besos.
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Pacto
—¿Britt?
La suave voz de Santana sonó a mis espaldas. Me volví a tiempo de verle subir la escalera del porche con su habitual fluidez de movimientos. La carrera le alborotó los cabellos. Me rodeó entre sus brazos de inmediato, tal y como había hecho en el aparcamiento, y volvió a besarme.
Aquel beso me asustó. Había demasiada tensión, una enorme desesperación en la forma en que sus labios aplastaron los míos..., como si temiera que no nos quedara demasiado tiempo.
No podía permitirme pensar eso, no si iba a tener que comportarme como una persona durante las próximas horas. Me aparté de ella.
—Vamos a quitarnos de encima esta estúpida fiesta —farfullé, rehuyendo su mirada.
Puso las manos sobre mis mejillas y esperó hasta que alcé la vista.
—No voy a dejar que te suceda nada.
Le toqué los labios con la mano buena.
—Mi persona no me preocupa demasiado.
—¿Por qué eso no me sorprende? —murmuró para sus adentros. Respiró hondo y esbozó una leve sonrisa—. ¿Lista para la celebración? —preguntó.
Gemí.
Me abrió la puerta, teniéndome bien sujeta por la cintura. Entonces, me quedé petrificada durante un minuto antes de sacudir la cabeza.
—Increíble.
—Rachel es así.
Había transformado el interior de la casa de los Cullen en un night club, de ese estilo de locales que no sueles encontrar en la vida real, sólo en la televisión.
—Santy —llamó Rachel desde su posición junto a un altavoz—, necesito tu consejo —señaló con un gesto la imponente pila de CDs—. ¿Deberíamos poner melodías conocidas y agradables o educar los paladares de los invitados con la buena música? —concluyó, señalando otra pila diferente.
—No te salgas de la agradable —le recomendó Santana—. «Treinta monjes y un abad no pueden hacer beber a un asno contra su voluntad».
Rachel asintió con seriedad y comenzó a lanzar los CDs «educativos» en una bolsa. Noté que se había cambiado y llevaba una camiseta sin mangas cubierta de lentejuelas y unos pantalones de cuero rojo. Su piel desnuda relucía de un modo extraño bajo el parpadeo de las intermitentes luces rojas y púrpuras.
—Me parece que no voy vestida con la elegancia apropiada para la ocasión.
—Estás perfecta —discrepó Santana.
—Más que eso —rectificó Rachel.
—Gracias —suspiré—. ¿De verdad creéis que va a venir alguien?
—No va a faltar nadie —aseguró Santana—. Todos se mueren de ganas por ver el interior de la misteriosa casa de los huraños Cullen.
—Genial —protesté.
No había nada en lo que pudiera echar una mano. Albergaba serias dudas de que alguna vez fuese capaz de hacer las cosas que hacía Rachel, ni siquiera cuando no tuviera necesidad de dormir y me moviera mucho más deprisa.
Santana se negó a apartarse de mi lado ni un segundo y me llevó consigo cuando fue en busca de Quinn primero y luego de William para contarles mi descubrimiento. Horrorizada, escuché en silencio sus planes para atacar a la tropa de Seattle. Estaba segura de que la desventaja numérica no complacía a Quinn, pero no habían sido capaces de hacer cambiar de idea a la familia de Tanya, que no estaba dispuesta a colaborar. Quinn no intentaba ocultar su angustia del modo en que lo hacía Santana. Resultaba obvio que no le gustaba jugar con apuestas tan fuertes.
No podría quedarme en la retaguardia esperando a que aparecieran por casa. No lo haría o me volvería loca.
Sonó el timbre.
De pronto, de forma casi delirante, todo fue normal. Una sonrisa perfecta, genuina y cálida reemplazó la tensión en el rostro de William. Rachel subió el volumen de la música y luego se acercó bailando hasta la puerta.
El Suburban había venido cargado con mis amigos, demasiado nerviosos o intimidados para acudir cada uno por su cuenta. Sugar fue la primera en traspasar la puerta con Artie pisándole los talones. Los siguieron Matt, Conner, Austin, Lee, Samantha y por último incluso Lauren, cuyos ojos críticos relucían de curiosidad. Todos se mostraban expectantes y luego, cuando entraron en la enorme estancia engalanada con aquella elegancia delirante, parecieron abrumados. La habitación no estaba vacía, los Cullen ocupaban su lugar, listos para escenificar su perfecta representación de una familia humana. Esa noche yo tenía la sensación de estar actuando un poquito más que ellos.
Acudí para saludar a Sugar y a Artie, con la esperanza de que el tono nervioso de mi voz pudiera pasar por puro entusiasmo. La campana sonó antes de que pudiera acercarme a nadie. Dejé entrar a Tina y a Mike y mantuve la puerta abierta al ver que Katie acababa de llegar al pie de las escaleras.
No hubo ninguna otra ocasión para sentir pánico. Tuve que hablar con todo el mundo y continuar ofreciendo la nota jovial propia de la anfitriona. Aunque se había presentado como una fiesta ofrecida por Santana, Rachel y yo, era inútil negar que yo me había convertido en el objetivo más popular de agradecimientos y felicitaciones. Quizá debido a que los Cullen tenían un aspecto extraño bajo las luces festivas elegidas por Rachel. Quizá porque aquella iluminación sumía la estancia en las sombras y el misterio, y no propiciaba una atmósfera para que las personas normales se relajaran cuando estaban cerca de alguien como Puck. En una ocasión vi cómo Puck sonreía a Artie por encima de la mesa de la comida. Este dio un paso atrás, asustado por los centelleos que las luces rojas arrancaban a los dientes del vampiro.
Lo más probable era que Rachel hubiera hecho esto a propósito para obligarme a ser el centro de atención, una posición con la que, en su opinión, yo debería disfrutar. Ella me obligaba a seguir los usos y costumbres de los hombres para hacerme sentir humana.
La fiesta fue un éxito rotundo a pesar del estado de tensión nerviosa provocado por la presencia de los Cullen, aunque tal vez eso sólo añadiera una nota de emoción al ambiente del local. El ritmo de la música era contagioso; las luces, casi hipnóticas; la comida debía de estar buena a juzgar por la velocidad con que desaparecía. La estancia pronto estuvo abarrotada, aunque no hasta el punto de provocar claustrofobia. Parecía haber acudido la clase entera del último curso al completo, además de algunos alumnos de cursos inferiores. Los asistentes movían los cuerpos al ritmo del compás marcado con los pies y todos estaban a punto de ponerse a bailar.
No estaba siendo tan terrible como había temido. Seguí el ejemplo de Rachel y me mezclé y charlé con todos, que parecían bastante fáciles de complacer. Estaba segura de que aquella fiesta era con diferencia la mejor de cuantas se habían celebrado en Forks desde hacía mucho tiempo. Rachel casi ronroneaba de placer. Nadie iba a olvidar aquella noche.
Di otra vuelta alrededor de la sala y volví a encontrarme con Sugar, que balbuceaba de excitación, pero no era preciso prestarle demasiada atención al ser poco probable que ella necesitara de una respuesta por mi parte. Santana permanecía a mi lado, negándose a apartarse de mí. Mantenía una mano bien sujeta en mi cintura y de vez en cuando me acercaba a ella, probablemente como reacción a pensamientos que no quería oír.
Por eso, enseguida me puse en estado de alerta cuando dejó colgar el brazo a un costado y empezó a separarse de mí.
—Quédate aquí —me susurró al oído—. Vuelvo ahora.
Cruzó entre el gentío con gracilidad. Dio la impresión de que no había rozado ninguno de los cuerpos apretados. Se marchó demasiado deprisa como para darme la oportunidad de preguntarle por qué se iba. Entorné los ojos y no le perdí de vista mientras Sugar gritaba con entusiasmo por encima de la música y se colgaba de mi codo, haciendo caso omiso a mi falta de atención.
Le observé cuando llegó a la oscura puerta situada junto a la entrada de la cocina, donde las luces sólo brillaban de forma intermitente. Se inclinó sobre alguien, cuya identificación resultó imposible por culpa de las cabezas de los invitados, que me tapaban el campo de visión.
Me puse de puntillas y estiré el cuello. En ese preciso momento, una luz roja iluminó su espalda e hizo destellar las lentejuelas de la camisa de Rachel, cuyo rostro quedó iluminado una fracción de segundo. Fue suficiente.
—Discúlpame un momento, Sugar —farfullé mientras retiraba su brazo de mi codo.
No me detuve a esperar su reacción ni a verificar si mi brusquedad le había molestado. Eludí los cuerpos que se interponían en mi camino y de vez en cuando propiné algún que otro empujón, pocos, por fortuna, ya que no había mucha gente bailando. Me apresuré a cruzar la puerta de la cocina.
Santana se había ido, pero Rachel seguía allí, inmóvil en la penumbra, con el rostro desconcertado y la mirada ausente propios de quien acaba de presenciar un terrible accidente. Se sujetaba al marco de la puerta con una de sus manos, como si necesitara ese apoyo.
—¿Qué pasa, Rach? ¿Qué? ¿Qué has visto? —le imploré ensortijando los dedos de las manos con gesto suplicante.
Ella no me miró, siguió con los ojos clavados a lo lejos. Seguí la dirección de su mirada y me percaté de cómo Rachel captaba la atención de Santana a través de la habitación. El rostro de Santana era tan inexpresivo como una piedra. Se volvió y desapareció en las sombras de debajo de la escalera.
El timbre sonó en ese momento, cuando habían transcurrido varias horas desde la última llamada. Rachel alzó la vista con expresión perpleja que pronto se convirtió en una mueca de disgusto.
—¿Quién ha invitado al licántropo?
Le puse mala cara cuando me agarró.
—Culpable —admití.
Se me había pasado por la cabeza la posibilidad de anular la invitación, pero ¿quién iba a pensar que Sam fuera capaz de aparecer allí, como si tal cosa? Ni en el más descabellado de los sueños...
—Bueno, en tal caso, hazte cargo de él. He de hablar con William.
—¡No, Rachel, aguarda!
Intenté agarrarla por el brazo, pero ella ya se había marchado y mi mano se cerró en el vacío.
—¡Maldita sea! —rezongué.
Adiviné lo que ocurría. Rachel había tenido la visión que había esperado desde hacía tanto tiempo y, francamente, no me sentía con ánimos para soportar el suspense mientras atendía la puerta. El timbre volvió a sonar un buen rato. Alguien mantenía pulsado el botón. Actué con resolución. Di la espalda a la puerta de la cocina y registré la sala a oscuras con la mirada en busca de Rachel.
No logré ver nada. Comencé a abrirme paso hacia las escaleras.
—¡Hola, Britt!
La voz gutural de Sam resonó en un momento durante el que no sonaba la música. Muy a mi pesar, alcé los ojos al oír mi nombre.
Puse cara de pocos amigos.
En vez de un hombre lobo habían venido tres. Sam había entrado por su cuenta, flanqueado por Jake y Ryder, que parecían muy tensos mientras miraban a un lado y otro de la estancia como si estuvieran adentrándose en una cripta embrujada. La mano temblorosa de Ryder todavía sostenía la puerta y tenía la mitad del cuerpo fuera, preparado para echar a correr.
Sam me saludó con la mano. Estaba más calmado que sus compañeros, pero arrugaba la nariz con gesto de repulsión. También le saludé con la mano, pero en señal de despedida. Luego, me volví en busca de Rachel. Me colé por un hueco que había entre las espaldas de Conner y Lauren...
...pero él apareció de la nada, me puso la mano en el hombro y me llevó hasta las sombras imperantes en los aledaños de la cocina.
—¡Qué bienvenida tan cordial! —apuntó.
Agité mi mano libre y le fulminé con la mirada.
—¿Qué rayos haces aquí?
—Me invitaste tú, ¿lo recuerdas?
—Por si el gancho de derecha fue demasiado sutil para ti, permíteme que te lo traduzca: era una cancelación de la invitación.
—No tengas tan poco espíritu deportivo. Encima de que te traigo un regalo de graduación y todo.
Me crucé de brazos. No me apetecía nada pelearme con Sam en ese momento. Ardía en deseos de saber en qué consistía la visión de Rachel y qué decían al respecto Santana y William. Estiré el cuello para buscarlos con la mirada por un costado de Sam.
—Devuélvelo a la tienda, Sam. Tengo asuntos que atender.
Él obstaculizó mi línea de visión para requerir mi atención.
—No puedo devolverlo a ninguna tienda porque no lo he comprado. Lo hice con mis propias manos, y me costó bastante tiempo.
Volví a echar mi cuerpo a un lado, pero no conseguí ver a ningún miembro de la familia Cullen. ¿Dónde se habían metido? Escruté la penumbra una vez más.
—Venga, vamos, Britt. ¡No hagas como que no estoy aquí!
—No lo hago —no los veía por ninguna parte—. Mira, Sam, ahora tengo la cabeza en otra parte...
Puso la mano debajo de mi barbilla y me obligó a alzar el rostro.
—¿Podría recabar el privilegio de unos segundos de toda su atención, señorita Pierce?
Me alejé para evitar el contacto con él.
—No seas sobón, Sam —mascullé.
—Disculpa —contestó de inmediato, mientras alzaba los brazos simulando que se rendía—. Lo siento de veras, me refiero a lo del otro día. No debí besarte de ese modo. Estuvo mal. Supongo que me hice falsas ilusiones al pensar que me querías.
—Falsas ilusiones... ¡Qué descripción tan certera!
—Sé amable, ya sabes, al menos podrías aceptar mis disculpas.
—Vale, disculpas aceptadas, y ahora, si me perdonas un momento…
—Vale —repuso entre dientes.
Lo dijo con una voz tan diferente que dejé de buscar a Rachel y estudié su rostro. Tenía la vista clavada en el suelo para ocultar los ojos. El labio inferior sobresalía levemente.
—Supongo que preferirás estar con tus amigos «de verdad» —dijo con el mismo tono abatido—. Ya lo pillo.
—¡Eh, Sam! —me quejé—. Sabes que eso no es justo.
—¿Ah, no?
—Deberías saberlo —me incliné hacia delante y alcé la vista en un intento de establecer contacto visual. Entonces, él levantó los ojos por encima de mi cabeza, para evitar mi mirada—. ¿Sam?
El rehusó mirarme.
—Eh, dijiste que me habías hecho algo, ¿no? —pregunté—. ¿Era pura palabrería? ¿Dónde está mi regalo?
Mi intento de simular entusiasmo fue patético, pero funcionó. Puso los ojos en blanco y me hizo un mohín. Proseguí con la patética farsa de la petición y mantuve abierta la mano delante de mí:
—Sigo esperando.
—Bueno —refunfuñó con sarcasmo, pero metió la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros del que sacó una bolsita de holgada tela multicolor fuertemente atada con cintas de cuero. La depositó en mi mano.
—Vaya, qué cucada, Sam. ¡Gracias!
Suspiró.
—El regalo está dentro, Britt.
—Ah.
Me enredé con las cintas. Él resopló y me quitó la bolsita para abrirla con un sencillo tirón de la cinta adecuada. Mantuve la mano extendida, pero él agitó la bolsa y dejó caer algo plateado en mi mano. Los eslabones de metal tintinearon levemente.
—No hice la pulsera —admitió—, sólo el dije.
Sujeto a uno de los eslabones de plata había un pequeño adorno tallado en madera. Lo sostuve entre los dedos para examinarlo de cerca. Sorprendía la cantidad de detalles enrevesados de la figurita, un lobo en miniatura de extremado realismo.
—Es precioso —susurré—. ¿Lo has hecho tú? ¿Cómo?
El se encogió de hombros.
—Es una habilidad que aprendí de Billy... Se le da mejor que a mí.
—Resulta difícil de creer —murmuré mientras daba vueltas y más vueltas al lobito de madera entre los dedos.
—¿Te gusta de verdad?
—¡Sí! Es increíble, Sam.
Sam esbozó una sonrisa que al principio fue de felicidad, pero luego la expresión se llenó de amargura.
—Bueno, supuse que esto quizás hiciera que te acordaras de mí de vez en cuando. Ya sabes cómo son estas cosas, ojos que no ven, corazón que no siente.
Ignoré su actitud.
—Ten, ayúdame a ponérmelo.
Le ofrecí la muñeca izquierda, dado que el cabestrillo me impedía mover la mano derecha. Abrochó el cierre con facilidad a pesar de que parecía demasiado delicado para sus dedazos.
—¿Te lo pondrás? —preguntó.
—Por supuesto que sí.
Me sonrió. Era la sonrisa feliz que tanto me gustaba ver en su cara.
Le correspondí con otra, pero mis ojos volvieron por instinto a la habitación y busqué entre la gente algún indicio de Santana o Rachel.
—¿Por qué estás tan trastornada? —preguntó Sam.
—No es nada —le mentí mientras intentaba concentrarme—. Gracias por el regalo, de veras, me encanta.
—¿Britt? —frunció el ceño hasta que su sombra le oscureció los ojos—. Está a punto de pasar algo, ¿a que sí?
—Sam, yo... No, no es nada.
—No me mientas, se te da fatal. Deberías decirme de qué se trata. Queremos enterarnos de este tipo de cosas —dijo, utilizando al fin el plural.
Lo más probable es que tuviera razón. Los lobos eran parte interesada en lo que estaba pasando, sólo que yo no estaba segura de qué estaba ocurriendo.
—Te lo contaré, Sam, pero déjame averiguar antes qué pasa, ¿vale? Tengo que hablar con Rachel.
Una chispa de comprensión le iluminó el semblante.
—La médium ha tenido una visión.
—Sí, en el momento de aparecer tú.
—¿Es sobre el chupasangres que entró en tu cuarto? —murmuró, manteniendo el tono de voz por debajo del soniquete de la música.
—Guarda relación —admití.
Estuvo cavilando durante un minuto antes de inclinar la cabeza hacia delante para estudiar mis facciones.
—Te estás callando algo que sabes, algo grande.
¿Qué sentido tenía mentirle de nuevo? Me conocía demasiado bien.
—Sí.
Sam me observó fijamente durante una fracción de segundo y luego se volvió para atraer la atención de sus hermanos de camada, que seguían en la entrada, incómodos y violentos. Se movieron en cuanto se percataron de su expresión y se abrieron paso con agilidad entre los fiesteros; ellos se movían también con una flexibilidad propia de bailarines. Flanquearon a Sam en cuestión de medio minuto, descollando muy por encima de mí.
—Ahora, explícate —exigió Sam.
Ryder y Jake miraron de manera alternativa el rostro de mi amigo y el mío, confusos y precavidos.
—No sé prácticamente nada, Sam.
Continué buscando en la sala, pero ahora para que me rescataran. Los licántropos me arrinconaron en una esquina en el sentido más literal del término.
—Entonces, cuéntanos lo que sepas.
Los tres cruzaron los brazos sobre el pecho a la vez. La escena tenía una pizca de gracia, aunque sobre todo resultaba amenazadora.
Entonces vi a Rachel bajar por las escaleras. Su piel nivea refulgía bajo la luz púrpura.
—¡Rachel! —chillé con alivio.
Ella me miró en cuanto grité su nombre a pesar de que el sonido de los altavoces tendría que haber ahogado mi voz. Moví el brazo libre con energía y observé su rostro cuando ella se fijó en los tres hombres lobo que se inclinaban sobre mí. Entornó los ojos.
Sin embargo, antes de que se produjera esa reacción, la tensión y el miedo dominaron su rostro. Me mordí el labio mientras se acercaba con sus andares saltarines.
Sam, Jake y Ryder se alejaron de ella con expresiones de preocupación. Rachel rodeó mi cintura con el brazo.
—He de hablar contigo —me susurró al oído.
—Esto, Sam, te veré luego... —farfullé cuando se calmó la situación.
El alargó su enorme brazo para bloquearnos el paso, apoyando la mano contra la pared.
—Eh, no tan deprisa.
Rachel alzó la vista para clavarle sus ojos desorbitados de incredulidad.
—¿Disculpa?
—Dinos qué está pasando —exigió él con un gruñido.
Quinn se materializó literalmente de la nada. Rachel y yo estábamos contra la pared y al segundo siguiente Quinn estaba junto a Sam, en el costado opuesto al del brazo extendido, con expresión aterradora.
Sam retiró el brazo con lentitud. Parecía el mejor movimiento posible, partiendo de la base de que quería conservar ese miembro.
—Tenemos derecho a enterarnos —murmuró Sam, lanzando una mirada desafiante a Rachel.
Quinn se interpuso entre ellos. Los licántropos se aprestaron a la lucha.
—Eh, eh —intervine, añadiendo una risilla ligeramente histérica—. Esto es una fiesta, ¿os acordáis?
Nadie me hizo el menor caso. Sam fulminó a Rachel con la mirada mientras Quinn hacía lo propio con Sam. De pronto, Rachel se quedó pensativa.
—Está bien, Quinny. En realidad, tiene razón.
Quinn no relajó la posición ni un ápice.
Me embargaba una tensión tan fuerte que estaba convencida de que me iba a estallar la cabeza de un momento a otro.
—¿Qué has visto, Rach?
Ella miró a Sam durante unos instantes y luego se volvió hacia mí. Era evidente que había decidido dejar que se enteraran.
—La decisión está tomada.
—¿Os vais a Seattle?
—No.
Sentí cómo el color huía de mi rostro y noté un retortijón en el estómago.
—Vienen hacia aquí —aventuré con voz ahogada.
Los muchachos quileute observaban en silencio, leyendo el involuntario juego de emociones de nuestros rostros. Se habían quedado clavados donde estaban, pero aun así no permanecían del todo quietos. Las manos no dejaban de temblarles.
—Sí.
—Vienen a Forks —susurré.
—Sí.
—¿Con qué fin?
Ella comprendió mi pregunta y asintió.
—Uno de ellos lleva tu blusa roja.
Intenté tragar saliva.
La expresión de Quinn era de desaprobación. No le gustaba debatir aquello delante de los hombres lobo, pero le urgía decir algo.
—No podemos dejarles llegar tan lejos. No somos bastantes para proteger el pueblo.
—Lo sé —repuso Rachel con el rostro súbitamente desolado—, pero no importa dónde les plantemos cara, porque vamos a seguir siendo pocos, y siempre quedará alguno que vendrá a registrar el pueblo.
—¡No! —murmuré.
El estruendo de la fiesta sofocó mi grito de rechazo. A nuestro alrededor, mis amigos, vecinos e insignificantes rivales comían, reían y se movían al ritmo de la música, ajenos al hecho de que estaban a punto de enfrentarse al peligro, el terror y quizá la muerte. Por mi causa.
—Rachel, debo irme, he de alejarme de aquí —le dije articulando para que me leyera los labios.
—Eso no sirve de nada. No es como si nos las viéramos con un rastreador. Ellos seguirían viniendo primero aquí.
—En tal caso, he de salir a su encuentro —si no hubiera tenido la voz tan ronca y forzada, la frase habría sido un grito—. Quizá se vayan sin hacer daño a nadie si encuentran lo que vienen a buscar.
—¡Britt! —protestó Rachel.
—Espera —ordenó Sam con voz enérgica—. ¿Quién viene?
Rachel le dirigió una mirada gélida.
—Son de los nuestros. Un montón.
—¿Por qué?
—Vienen a por Britt. Es cuanto sabemos.
—¿Os superan en número? ¿Son demasiados para vosotros? —preguntó.
Quinn se molestó.
—Contamos con algunas ventajas, perro. Será una lucha igualada.
—No —le contradijo Sam; una media sonrisa, fiera y extraña, se extendió por su rostro—, no va a ser igualada.
—¡Excelente! —exclamó Rachel, cuya nueva expresión miré fijamente, paralizada por el pánico. Su rostro estaba exultante y la desesperación había desaparecido de sus rasgos perfectos.
Dedicó a Sam una ancha sonrisa que él le devolvió.
—No tendré visiones si intervenís vosotros, por supuesto —comentó, muy pagada de sí misma—. Es un problema, pero, tal y como están las cosas, lo asumo.
—Debemos coordinarnos —dijo Sam—. No nos va a ser fácil. Éste sigue siendo más un trabajo para nosotros que para vosotros.
—Yo no iría tan lejos, pero necesitamos la ayuda, así que no nos vamos a poner tiquismiquis.
—Espera, espera, espera —los interrumpí.
Rachel estaba de puntillas y Sam se inclinaba hacia ella, ambos con los rostros relucientes de entusiasmo a pesar de tener la nariz arrugada a causa de sus respectivos olores. Me miraron con impaciencia.
—¿Coordinaros? —repetí entre dientes.
—¿De veras crees que nos vamos a quedar fuera de esto? —preguntó Sam.
—¡Estáis fuera de esto!
—No es eso lo que piensa vuestra médium.
—Rachel, niégate —insistí—. Los matarán a todos.
Sam, Jake y Ryder se echaron a reír a mandíbula batiente.
—Britt —contestó Rachel con voz suave y apaciguadora—, todos moriremos si actuamos por separado, juntos...
—...no habrá problema —Sam concluyó la frase.
Jake volvió a reírse y preguntó con entusiasmo.
—¿Cuántos son?
—¡No! —grité.
Rachel ni siquiera me miró.
—Su número varía... Ahora son veintiuno, pero la cifra va a bajar.
—¿Por qué? —preguntó Sam con curiosidad.
—Es una larga historia —contestó Rachel, mirando de repente a su alrededor—, y éste no es el lugar adecuado para contarla.
—¿Y qué tal esta noche, más tarde? —presionó Sam.
—De acuerdo —le contestó Quinn—. Si vais a luchar con nosotros, vais a necesitar algo de instrucción.
Todos los lobos pusieron cara de contrariedad en cuanto oyeron la segunda parte de la frase.
—¡No! —protesté.
—Esto va a resultar un poco raro —comentó Quinn pensativamente—. Nunca había sopesado la posibilidad de trabajar en equipo. Ésa debe ser nuestra prioridad.
—Sin ninguna duda —coincidió Sam, a quien le entraron las prisas—. Tenemos que volver a por Finn. ¿A qué hora?
—¿A partir de qué hora es demasiado tarde para vosotros?
Los tres quileute pusieron los ojos en blanco.
—¿A qué hora? —repitió Sam.
—¿A las tres?
—¿Dónde?
—A quince kilómetros al norte del puesto del guarda forestal de Hoh Forest. Venid por el oeste y podréis seguir nuestro rastro.
—Allí estaremos.
Se dieron media vuelta para marcharse.
—¡Espera, Sam! —grité detrás de él—. ¡No lo hagas, por favor!
El interpelado se detuvo y se dio la vuelta para sonreírme mientras Jake y Ryder se encaminaban hacia la puerta con impaciencia.
—No seas ridicula, Britt. Acabas de hacerme un regalo mucho mejor que el mío.
—¡No! —chillé de nuevo.
El sonido de una guitarra eléctrica ahogó mi grito.
Sam no me respondió. Se apresuró a alcanzar a sus amigos, que ya se habían marchado. Le vi desaparecer sin poder hacer nada.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
El fic me encanta pero pq no cambias la historia y de una vez casas a britt con sam y matas a los Cullen y listo, Esto parece la historia de amor de sam y britt y ya no lo soporto mas, santana parece un personaje de relleno y britt no se preocupa por ella tanto como por ese perro metiche! yo vi la saga completa y recuerdo el amor y el compromiso entre los personajes principales. Lo siento pero DETESTO A ESE PERRO BOCON!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
micky morales escribió:El fic me encanta pero pq no cambias la historia y de una vez casas a britt con sam y matas a los Cullen y listo, Esto parece la historia de amor de sam y britt y ya no lo soporto mas, santana parece un personaje de relleno y britt no se preocupa por ella tanto como por ese perro metiche! yo vi la saga completa y recuerdo el amor y el compromiso entre los personajes principales. Lo siento pero DETESTO A ESE PERRO BOCON!
Jajajaja lo se, es desesperante la historia ennarrada porque tienes toda la razon parece que Britt esta mas enamorada de Sam que de Santana, pero todo a su tiempo, no desperemos. Espero que sigas disfrutando de esta historia y muchas gracias por tus comentarios. Besos
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Instrucción
—Ha debido de ser la fiesta más larga de la historia universal —me quejé de camino a casa.
Santana no parecía estar en desacuerdo.
—Venga, ya ha terminado —me animó mientras me acariciaba el brazo con dulzura...
...ya que ahora era la única que necesitaba mimos. Santana estaba bien, así como toda su familia.
Todos me habían tranquilizado. Rachel se había acercado para darme unas palmadas de afecto mientras lanzaba una mirada elocuente a Quinn, y éste no paró hasta que sentí un flujo de paz a mi alrededor, Emma me besó en la frente y me prometió que todo iba a ir bien, Puck se echó a reír escandalosamente y se quejó de que yo fuera la única a la que me permitieran pelear con hombres lobo... La solución de Sam los había dejado a todos relajados, casi eufóricos después de las interminables semanas de tensión. La confianza había reemplazado a la duda y la fiesta había concluido con un toque de verdadera celebración...
...salvo para mí.
Ya era bastante malo que los Cullen pelearan por mi causa. Me costaba mucho aceptarlo. Era más de lo que podía soportar, pero...
...¿también Sam? No, ni él ni los tontorrones de sus hermanos, la mayoría más jóvenes que yo. No eran más que descomunales niños muy cachas que se metían en líos como quien va de excursión a la playa. Mi seguridad no podía ponerles en peligro también a ellos. Estaba desquiciada de los nervios y se notaba. No sabía cuánto tiempo iba a resistir la tentación de empezar a gritar.
—Esta noche vas a llevarme contigo —susurré para mantener mi voz bajo control.
—Estás agotada, Britt.
—¿Crees que seré capaz de dormir?
Frunció el ceño.
—Esto va a ser una prueba. No estoy segura de que la cooperación... sea posible. No quiero que te pongas en medio.
Como si eso no me fuera a preocupar aún más...
—Recurriré a Sam si tú no me llevas.
Entrecerró los ojos. Aquello era un golpe bajo y yo lo sabía, pero no iba a aceptar de modo alguno que me dejara atrás.
Siguió sin responder cuando llegamos a mi casa. Las luces del cuarto de estar estaban encendidas.
—Te veo arriba —murmuré.
Entré de puntillas por la puerta principal y me fui al cuarto de estar, donde dormía Charlie, despatarrado encima del sofá demasiado pequeño. Roncaba con una intensidad equiparable a la de una motosierra.
Le sacudí el hombro enérgicamente.
—¡Papá! ¡Charlie! —él refunfuñó sin abrir los ojos todavía—. Ya he vuelto. Te vas a hacer daño en la espalda como sigas durmiendo en esa postura. Vamos, es hora de moverse.
Mi padre siguió sin despegar los párpados aun después de que le sacudiera varias veces, pero al fin me las arreglé para que se levantara. Le ayudé a llegar a su cama, donde se derrumbó encima de las mantas y, sin desvestirse, comenzó a roncar otra vez.
En esas condiciones, no era probable que se pusiera a buscarme demasiado pronto.
Santana esperó en mi habitación a que me lavara la cara y cambiara la ropa de la fiesta por unos vaqueros y una blusa de franela. Me observó con gesto mohíno desde la mecedora mientras colgaba en una percha del armario el jersey que me había regalado Rachel.
Tomé su mano y le dije:
—Ven aquí.
Luego, le atraje a la cama y le empujé encima de ella antes de acurrucarme junto a su pecho. Quizás ella estaba en lo cierto y yo estaba tan hecha polvo que me dormiría enseguida, pero no permitiría que se escabullera sin mí.
Me arropó con el edredón y me sujetó con fuerza.
—Relájate, por favor.
—Claro.
—Esto va a salir bien, Britt, lo presiento.
Apreté los dientes con fuerza.
Santana seguía irradiando alivio. A nadie, salvo a mí, le preocupaba que resultaran heridos Sam y sus amigos, y menos aún a los Cullen.
El sabía que estaba a punto de dormirme.
—Escúchame, Britt, esto va a ser fácil. Vamos a pillar por sorpresa a los neófitos, que no tienen ni idea de la presencia de los licántropos. He visto cómo actúan en grupo, según recuerda Quinn, y de veras creo que las técnicas de caza de los lobos van a funcionar con mucha limpieza. Una vez que estén divididos y sorprendidos, ya no van a ser rival para el resto de nosotros. Alguno, incluso, podría quedarse fuera. No sería necesario que participáramos todos —añadió para quitarle hierro.
—Claro, va a ser coser y cantar —murmuré en tono apagado.
—Calla, ya verás como sí —me acarició la mejilla—. No te preocupes ahora.
Comenzó a tararear mi nana pero, por una vez, no me calmó.
Iban a resultar heridas personas a quienes yo quería, bueno, en realidad, eran vampiros y licántropos, pero aun así los quería. Y aquello sería por mi causa. Otra vez. Deseé poder fijar mi mala suerte con algo más de precisión. Sentía ganas de salir y gritar al cielo: «Soy yo a quien queréis, aquí, aquí. Sólo a mí».
Me devané los sesos para hallar un camino en el que pudiera hacer eso: obligar a que mi mala suerte se centrara exclusivamente en mi persona. No iba a ser fácil y tendría que aguardar el momento oportuno.
No logré conciliar el sueño. Los minutos transcurrieron con rapidez y, para mi sorpresa, seguía en tensión y despierta cuando Santana nos incorporó a las dos para que estuviéramos sentadas.
—¿Estás segura de que no prefieres quedarte a dormir?
Le dirigí una mirada envenenada.
Suspiró y me alzó en brazos antes de salir por la ventana de un salto.
Echó a trotar por el silencioso bosque en sombras conmigo a su espalda y enseguida sentí su júbilo. Corría igual que cuando lo hacía sólo para nuestra propia diversión, nada más que para sentir el soplo del viento en el pelo. Era el tipo de actividad que me hubiera hecho feliz en tiempos menos angustiosos.
Su familia ya le aguardaba cuando llegamos al gran claro. Hablaban con despreocupación y tranquilidad. El retumbo de la risa de Puck resonaba de forma ocasional por el espacio abierto. Santana me dejó en el suelo y caminamos hacia ellos cogidos de la mano.
Era una oscura noche sin luna, oculta detrás de las nubes, por lo que pasó más de un minuto antes de que me diera cuenta de que estábamos en el claro donde los Cullen jugaban al béisbol. Fue en aquel mismo paraje donde hacía más de un año Blaine y su aquelarre habían interrumpido la primera de aquellas desenfadadas veladas. Se me hacía raro volver allí, como si aquella reunión estuviera incompleta hasta que estuvieran con nosotros Blaine, Sebastian y Kurt. Aquella secuencia de acontecimientos no iba a repetirse. Quizá todo se había alterado ahora que Blaine y Sebastian no iban a volver. Sí, alguien había cambiado su forma de actuar. ¿Era posible que los Vulturis hubieran alterado sus tradicionales procedimientos de intervención?
Yo albergaba serias dudas.
Kurt siempre me había parecido una fuerza de la naturaleza. Se asemejaba a un huracán que avanzaba hacia la costa en línea recta, implacable e inevitable, pero predecible. Quizá fuera un error considerarla una criatura tan limitada; lo más probable es que fuera capaz de adaptarse.
—¿Sabes lo que pienso? —le pregunté a Santana.
Ella se rió.
—No —contestó. Estuve a punto de sonreír—. ¿Qué piensas?
—Todos los cabos están anudados entre sí, no sólo dos, sino los tres.
—No te sigo.
—Han pasado tres cosas malas desde tu regreso —las enfaticé enumerándolas con los dedos—. Los neófitos de Seattle, el desconocido de mi cuarto y la primera de todas: Kurt vino a por mí.
Entrecerró los ojos. Daba la impresión de haber pensado en ello.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Porque estoy de acuerdo con Quinn, los Vulturis adoran sus reglas y, además, de todos modos, habrían hecho un trabajo más fino —y porque ya habría muerto si ése hubiera sido su deseo, añadi en mi fuero interno—. ¿Recuerdas cuando rastreaste a Kurt el año pasado?
—Sí —frunció el ceño—. No se me dio demasiado bien.
—Rachel me dijo que estuviste en Seattle. ¿La seguiste hasta allí?
Frunció las cejas hasta el punto de que ambas se rozaron.
—Sí. Um...
—Ahí lo tienes. Se le pudo ocurrir la idea en esa ciudad, pero ella no sabe realmente cómo hacerlo de modo correcto, por eso los neófitos están fuera de control.
Santana sacudió la cabeza.
—Sólo Aro conoce con exactitud el funcionamiento de la presciencia de Rachel.
—Aro es quien mejor lo sabe, pero ¿acaso no la conocen bastante bien Tanya, Irina y el resto de vuestros amigos de Denali? Sebastian vivió con ellas durante mucho tiempo, y si mantuvo con Kurt una relación en términos lo bastante cordiales como para hacerle favores, ¿por qué no le iba a contar cuanto sabía?
Santana mantuvo el ceño fruncido.
—No fue el quien entró en tu cuarto.
—¿Y no ha podido trabar nuevas amistades? Piensa en ello, si es Kurt quien se encuentra detrás del asunto de Seattle, está haciendo un montón de nuevos amigos, los está creando.
Su frente se pobló de arrugas que delataban la concentración con que sopesaba mis palabras.
—Um... Es posible —contestó al fin—. Sigo creyendo más viable la hipótesis de los Vulturis, pero tu teoría tiene un punto a su favor: la personalidad de Kurt. Tu conjetura encaja a la perfección con su forma de ser. Ha demostrado un notable instinto de supervivencia desde el principio. Quizá sea un talento natural. En cualquier caso, con este plan, ella no tendría que arriesgarse ante ninguno de nosotros, permanecería en la retaguardia y dejaría que los neófitos causaran estragos aquí. Tampoco correría grave peligro frente a los Vulturis. Es posible incluso que cuente con nuestra participación. Aunque su tropa ganase, no lo haría sin sufrir graves pérdidas, con lo cual sobrevivirían pocos neófitos en condiciones de testificar contra el. De hecho —continuó pensando para sí misma—, apuesto a que ella ha planeado eliminar a los posibles supervivientes... Aun así, ha de tener algún amiguito un poco más maduro, no un converso reciente, capaz de dejar con vida a tu padre...
Examinó el lugar con el ceño torcido y luego, de pronto, salió de su ensueño y me sonrió.
—No hay duda de que es perfectamente posible, pero hemos de estar preparados para cualquier contingencia hasta estar seguros. Hoy estás de lo más perspicaz —añadió—. Es impresionante.
Suspiró.
—Quizá sea una simple reacción refleja a este lugar. Tengo la sensación de tenerlo tan cerca que creo que me está mirando en este mismo momento.
La idea le hizo apretar los dientes.
—Jamás te tocará, Britt.
A pesar de sus palabras, recorrió atentamente con la mirada los oscuros árboles del bosque. Una extraña expresión pobló su rostro mientras escrutaba las sombras. Retiró los labios hasta dejar los dientes al descubierto y en sus ojos ardió una luz extraña, algo similar a una fiera e indómita esperanza.
—Aun así, no les daré ocasión de estar tan cerca —murmuró— ni a Kurt ni a quienquiera que pretenda hacerte daño. Tendrán que pasar por encima de mi cadáver. Esta vez acabaré con el personalmente.
La vehemente ferocidad de su voz me hizo estremecer y estreché sus dedos con los míos aún con más energía deseando tener suficiente fuerza para mantener enlazadas nuestras manos para siempre.
Nos encontrábamos muy cerca de su familia ya, y fue entonces cuando me percaté por vez primera de que Rachel no parecía compartir el optimismo de los demás. Permanecía en un aparte, mirando a Quinn, que la estrechaba entre sus brazos, como si le necesitara para entrar en calor. Fruncía los labios en un mohín de contrariedad.
—¿Qué le pasa a Rach? —pregunté con un hilo de voz.
Santana volvió a reír para sí entre dientes.
—No puede ver nada ahora que los licántropos están de camino. Esa «ceguera» le produce malestar.
A pesar de ser el miembro de los Cullen más alejado de nosotros, ella oyó su cuchicheo, alzó los ojos y le sacó la lengua. Santana se rió otra vez.
—Hola, Santy —le saludó Puck—; hola, Britt, ¿te va a dejar participar en las prácticas?
Mi novia regañó a su hermano.
—Puck, por favor, no le des ideas.
—¿Cuándo llegan nuestros invitados? —le preguntó William a Santana.
Ésta se concentró durante unos instantes y suspiró.
—Estarán aquí dentro de minuto y medio, pero voy a tener que oficiar de traductoa, ya que no confían en nosotros lo bastante como para usar su forma humana.
William asintió.
—Resulta duro para ellos. Les agradezco que vengan.
Miré a Santana con ojos entrecerrados.
—¿Vienen como lobos?
Ella, mostrándose cauta ante mi reacción. Tragué saliva al recordar las dos veces en que había visto a Sam en su forma lobuna. La primera fue en el prado, con Sebastian, y la segunda en el sendero del bosque cuando Brody se había enfadado conmigo... Ambos recuerdos eran aterradores.
Los ojos de Santana centellearon de un modo anómalo, como si se le acabara de ocurrir algo que tampoco fuera placentero. No tuve tiempo de estudiarlo a fondo, ya que se volvió a toda prisa hacia William y los demás.
—Preparaos, estarán a la que salta.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Rachel.
—Silencio —le advirtió; luego, la miró de pasada cuando dirigía la vista en dirección a la oscuridad.
De pronto, el círculo informal de los Cullen se estiró hasta forma una línea flexible en cuya punta estaban Quinn y Puck. Supe que a Santana le habría gustado acompañarlos por la forma en que permanecía inclinada a mi lado. Estreché su mano con más íuerza.
Entrecerré los ojos para estudiar el bosque, pero no vi nada.
—Maldita sea —masculló Puck en voz baja—, ¿habíais visto algo así?
Emma y Kitty intercambiaron una mirada. Ambas tenían los ojos desorbitados por la sorpresa.
—¿Qué pasa? —susurré lo más bajito posible—. No veo nada.
—La manada ha crecido —me susurró Santana al oído.
¿Por qué se sorprendían? ¿Acaso no les había dicho yo que Jake se había unido al grupo? Agucé la vista para distinguir a los seis lobos en la penumbra. Finalmente, algo titiló en la oscuridad, y eran sus ojos, aunque a mayor altura de lo esperado. Había olvidado su talla. Eran altos como caballos, sin un gramo de grasa, todo pelaje y músculo, y unos dientes como cuchillas, imposibles de pasar por alto.
Sólo lograba verles los ojos. Mientras escrutaba las sombras en un intento de distinguirlos mejor, caí en la cuenta de que había más de seis pares de ojos delante de nosotros. Uno, dos, tres... Conté mentalmente los pares de pupilas a toda prisa. Dos veces.
Eran diez.
—Fascinante —murmuró Santana en un susurro apenas audible.
William avanzó un paso con deliberada lentitud. Fue un gesto lleno de cautela, destinado a insuflar tranquilidad.
—Bienvenidos —saludó a los lobos, aún invisibles.
—Gracias —contestó Santana con un tono extraño y sin gracia. Entonces, comprendí de inmediato que las palabras procedían de Finn.
Estudié los ojos relucientes situados en el centro de la línea de pupilas; brillaban a mayor altura que el resto. Seguía siendo imposible distinguir la figura negra del lobo gigante en la oscuridad.
Santana volvió a hablar con la misma voz distante, reproduciendo las palabras de Finn.
—Venimos a oír y escuchar, pero nada más. Nuestro autodominio no nos permite rebasar ese límite.
—Es más que suficiente —respondió William—. Mi hija Quinn goza de experiencia en este asunto —prosiguió, haciendo un gesto hacia la posición de Quinn, que estaba tensa y alerta—. Ella nos va a enseñar cómo luchar, cómo derrotarlos. Estoy seguro de que podréis aplicar esos conocimientos a vuestro propio estilo de caza.
—Los atacantes... ¿son diferentes a vosotros? —preguntó Finn por mediación de Santana.
William asintió.
—Todos ellos han sido transformados hace poco, apenas llevan unos meses en esta nueva vida. En cierto modo, son niños. Carecen de habilidad y estrategia, sólo tienen fuerza bruta. Esta noche son veinte, diez para vosotros y otros diez para nosotros. No debería ser difícil. Quizá disminuya su número. Los neófitos suelen luchar entre ellos.
Un ruido sordo recorrió la imprecisa línea lobuna. Era un gruñido bajo, un refunfuño, pero lograba transmitir una sensación de euforia.
—Estamos dispuestos a encargarnos de más de los que nos corresponden si fuera necesario —tradujo Santana, en esta ocasión habló con tono menos indiferente.
William sonrió.
—Ya veremos cómo se da la cosa.
—¿Sabéis el lugar y el momento de su llegada?
—Cruzarán las montañas dentro de cuatro días, a última hora de la mañana. Rachel nos ayudará a interceptarlos cuando se aproximen.
—Gracias por la información. Estaremos atentos.
Resonó un suspiro antes de que los ojos de la línea descendieran hasta el nivel del suelo casi al mismo tiempo.
Se hizo el silencio durante dos latidos de corazón, y luego Quinn se adentró un paso en el espacio vacío entre los vampiros y los lobos. No me resultó difícil verle, ya que su piel refulgía en la oscuridad como los ojos de los licántropos. Quinn lanzó una mirada de desconfianza a Santana, quien asintió. Entonces, les dio la espalda y suspiró con manifiesta incomodidad.
—William tiene razón —empezó Quinn, dirigiéndose sólo a nosotros. Daba la impresión de que intentaba ignorar a la audiencia ubicada a sus espaldas—. Van a luchar como niños. Las dos cosas básicas que jamás debéis olvidar son: primera, no dejéis que os atrapen entre sus brazos, y segunda, no busquéis matarlos de frente, pues eso es algo para lo que todos están preparados. En cuanto vayáis a por ellos de costado y en continuo movimiento, van a quedar demasiado confusos para dar una réplica efectiva. ¿Puck?
El interpelado se adelantó un paso de la línea formada por los Cullen con una ancha sonrisa.
Quinn retrocedió hacia el extremo norte de la brecha entre los enemigos, ahora aliados. Hizo una señal a su hermano para que se adelantara.
—De acuerdo, que sea Puck el primero. Es el mejor ejemplo de ataque de un neófito.
Puck entornó los ojos y murmuró:
—Procuraré no romper nada. ¿Lista niña?
Quinn esbozó una ancha sonrisa.
—Lista! — respondió Quinn — Con ello quiero decir que Puck confía en su fuerza. Su ataque es muy directo. Los neófitos tampoco van a intentar ninguna sutileza. Procuran matar por la vía rápida.
Quinn retrocedió otros pocos pasos con el cuerpo en tensión.
—Vale, Puck... Intenta atraparme.
No conseguí ver a Quinn. Se convirtió en un borrón cuando Puck cargó contra ella como un oso, sonriente y sin dejar de gruñir. Era también muy rápido, por supuesto, pero no tanto como Quinn, que parecía tener menos sustancia que un fantasma y se escurría de entre los dedos de su hermano cada vez que las manazas de Puck estaban a punto de atraparle. A mi lado, Santana se inclinaba hacia delante con la mirada fija en ellos y en el desarrollo de la pelea.
Entonces, Puck se quedó helado. Quinn le había atrapado por detrás y tenía los colmillos a una pulgada de su garganta.
Puck empezó a maldecir.
Se levantó un apagado murmullo de reconocimiento entre los lobos, que no perdían detalle.
—Otra vez —insistió Puck, que había perdido su sonrisa.
—Eh, ahora me toca a mí —protestó Santana. Le agarré con más fuerza.
—Aguarda un minuto —Quinn sonrió mientras retrocedía—. Antes quiero demostrarle algo a Britt —le observé con ansiedad cuando le pidió por señas a Rachel que se adelantara—. Sé que te preocupas por ella —me explicó mientras Rachel entraba en el círculo con sus despreocupados andares de bailarina—. Deseo mostrarte por qué no es necesario.
Aunque sabía que Quinn jamás permitiría que le sucediera nada malo a su compañera, seguía siendo duro mirar mientras Quinn retrocedía antes de acuclillarse delante de ella. Rachel permaneció inmóvil. Parecía minúscula como una muñeca en comparación con Puck. Sonrió para sí misma. Quinn se adelantó primero para luego deslizarse con sigilo hacia la izquierda.
Ella cerró los ojos.
El corazón me latió desbocado cuando vi a Quinn acechar la posición de Rachel.
Quinn saltó y desapareció. De pronto, apareció junto a Rachel, que parecía no haberse movido.
Quinn dio media vuelta y se lanzó de nuevo contra ella, sólo para caer en un ovillo detrás de Rachel, igual que la primera vez. Ella permaneció con los ojos cerrados y sin perder la sonrisa.
Entonces, la observé con mayor cuidado.
Rachel sí que se movía. Los ataques de Quinn me habían despistado y yo lo había pasado por alto. Ella se adelantaba un pasito en el momento exacto en que el cuerpo de Quinn salía disparado hacia la anterior posición de Rachel, que daba otro paso más mientras las manos engarriadas del atacante silbaban al pasar por donde antes había estado su cintura.
Quinn la acosaba de cerca y ella comenzó a moverse más deprisa. ¡Estaba bailando! Se movía en espiral, se retorcía y se curvaba sobre sí misma. Mientras arremetía y la buscaba entre sus gráciles acrobacias, sin llegar a tocarla nunca, Quinn se convertía en su pareja de baile, en una danza donde cada movimiento estaba coreografiado. Al final, Rachel se rió...
...apareció de la nada y se subió a la espalda de su compañera, con los labios pegados a su cuello.
—Te pillé —dijo ella antes de besar a Quinn en la garganta.
Quinn rió entre dientes al tiempo que meneaba la cabeza.
—Eres un monstruito aterrador, de veras.
Los lobos farfullaron de nuevo. Esta vez el sonido reflejaba cautela.
—Les vendrá muy bien aprender un poco de respeto —murmuró Santana, divertida. Luego, en voz más alta, dijo—: Mi turno.
Me apretó la mano antes de marcharse. Rachel acudió para ocupar su lugar a mi lado.
—Hace frío, ¿eh? —me preguntó con una expresión engreída después de su exhibición.
—Mucho —admití sin apartar la vista de Santana, que se deslizaba sin hacer ruido hacia Quinn con movimientos felinos y atentos, como los de un gato de los pantanos.
—No te quito el ojo de encima, Britt —me susurró de repente tan bajito que la oí a duras penas a pesar de tener los labios pegados a mi oído. Mi mirada osciló de su rostro a Santana, que estaba absorta contemplando a Quinn. Ambas estaban haciendo amagos a medida que se acortaba la distancia entre ellas. Las facciones de Rachel tenían un tono de reproche—. Avisaré a Santana si decides llevar a la práctica tus planes —me amenazó—. Que te pongas en peligro no va a ayudar a nadie. ¿Acaso crees que algún neófito daría media vuelta si murieras? La lucha no cesaría ni por su parte ni por la nuestra. No puedes cambiar nada, así que pórtate bien, ¿vale?
Hice una mueca e intenté ignorarla.
—Te tengo vigilada —insistió.
Para ese momento, las dos contendientes se habían acercado la una a la otra y la lucha parecía ser más reñida que las anteriores. Quinn contaba a su favor con la referencia de un siglo de combate y aunque intentaba actuar ciñéndose sólo a los distados del instinto, el aprendizaje le guiaba una fracción antes de actuar. Santana era ligeramente más rápida, pero no estaba familiarizada con los movimientos de Quinn. Proferían de modo constante instintivos gruñidos y se acercaban una y otra vez sin que ninguna fuera capaz de obtener una posición ventajosa. Como se movían demasiado deprisa para comprender lo que estaban haciendo, resultaba difícil de ver e imposible apartar la mirada. Los penetrantes ojos de los lobos atraían mi atención de vez en cuando. Tenía el presentimiento de que ellos se pispaban de todo aquello bastante más que yo, quizá más de lo conveniente.
Al final, William se aclaró la garganta. Quinn se echó a reír y Santana se irguió, sonriéndole.
—Dejémoslo en empate —admitió Quinn— y volvamos al trabajo.
Todos actuaron por turnos ‑William, Kitty, Emma y luego Puck de nuevo‑. Entrecerré los ojos y me mantuve encogida cuando Quinn atacó a Emma, cuyo enfrentamiento resultó ser el más difícil de ver. Después de cada una, Quinn ralentizaba sus movimientos, aunque no lo bastante para que yo los comprendiera, y daba nuevas instrucciones.
—¿Veis lo que estoy haciendo aquí? —preguntaba—. Eso es, justo así —los animaba—. Los costados, concentraos en los costados. No olvidéis cuál va a ser su objetivo. No dejéis de moveros.
Santana no se descuidaba ni un segundo en la vigilancia y escucha de aquello que los demás no podían ver.
Se me hizo difícil seguir la instrucción conforme los párpados me empezaron a pesar más y más. Las últimas noches no había dormido bien y, de todos modos, casi llevaba veinticuatro horas seguidas sin pegar ojo. Me apoyé sobre el costado de Santana y cerré los ojos.
—Estamos a punto de acabar —me avisó en un susurro.
Quinn lo confirmó cuando se volvió hacia los lobos, por vez primera, con una expresión llena de incomodidad.
—Mañana seguiremos con la instrucción. Por favor, os invitamos a volver a venir para observar.
—Sí—respondió Santana con la fría voz de Finn—, aquí estaremos.
Entonces, Santana suspiró, me palmeó el brazo y se alejó de mí para volverse hacia su familia.
—La manada considera que les ayudaría el familiarizarse con nuestros efluvios para no cometer errores luego. Les sería más fácil si nos quedáramos quietos.
—No faltaría más —contestó William a Finn—. Lo que necesitéis.
Los lobos emitieron un gañido gutural y fúnebre mientras se incorporaban.
Olvidé la fatiga y abrí unos ojos como platos.
La intensa negrura de la noche empezaba a aclararse. El sol se escondía al otro lado de las montañas y todavía no alumbraba la línea del horizonte, pero ya iluminaba las nubes. Y de pronto, gracias a esa luminosidad, fue posible distinguir las formas y el color de las pelambreras cuando se acercaron los lobos.
Finn iba a la cabeza, por supuesto. Era increíblemente grande y negro como el carbón, un monstruo surgido de mis pesadillas en su sentido más literal. Después de que le viera a él y a los demás lobos en el prado, la camada había protagonizado algunos de mis peores delirios.
Era posible cuadrar aquella enormidad física con sus ojos ahora que podía verlos a todos, y parecían más de diez. La manada ofrecía un aspecto sobrecogedor.
Vi por el rabillo del ojo a Santana, que no me perdía de vista y evaluaba con atención mi reacción.
Finn se acercó a la posición de William, al frente de su familia, con el resto del grupo pegado a su cola. Quinn se envaró, pero Puck, que estaba al otro lado de William, permanecía sonriente y relajado.
Finn olfateó a William. Me dio la impresión de que arrugaba el morro al hacerlo. Luego, se dirigió hacia Quinn.
Recorrí las dos hileras de lobos con la mirada, convencida de poder identificar a los nuevos miembros de la manada. Había uno de color gris claro, mucho más pequeño que el resto, que tenía el pelaje del lomo erizado como muestra de disgusto. La pelambrera de otro era del color de la arena del desierto, tenía aspecto desgarbado y andares torpes en comparación con los del resto. Gimoteó por lo bajo cuando el avance de Finn le dejó solo entre William y Quinn.
Posé los ojos en el lobo que iba detrás del líder. Tenía un pelaje dorado rojizo y era más grande que los demás, y en comparación, también más peludo. Era casi tan alto como Finn, el segundo de mayor tamaño del grupo. Su posición era despreocupada, con un descuido manifiesto, a diferencia del resto, que consideraban aquella experiencia toda una prueba.
El gran lobo de pelaje dorado se percató de mi mirada y alzó los ojos para observarme con sus conocidos ojos negros.
Le devolví la mirada mientras intentaba asumir lo que ya sabía. Noté que mi rostro dejaba traslucir los sentimientos de fascinación y maravilla.
El hocico de la criatura se abrió, dejando entrever los dientes. Habría sido una expresión aterradora de no ser por la lengua que colgaba a un lado, esbozando una sonrisa lobuna.
Solté una risilla.
La sonrisa de Sam se ensanchó, mostrando sus dientes afilados. Abandonó su lugar en la fila sin prestar atención a las miradas de la manada y pasó trotando junto a Santana y Rachel para detenerse a poco más de medio metro de mi posición. Permaneció allí quieto y lanzó una rápida mirada a Santana, que se mantenía inmóvil como una estatua y evaluaba mi reacción.
La criatura bajó las patas delanteras y agachó la cabeza a fin de que su cara no estuviera a mayor altura que la mía y poder mirarme a los ojos, sopesando mi respuesta de un modo muy similar al de Santana.
—¿Sam? —pregunté, sin aliento.
La réplica fue un sonido sordo y profundo, muy parecido a una risa desvergonzada.
Los dedos me temblaron levemente cuando extendí la mano para tocar el pelaje de un lado de su cara. Sam cerró los ojos e inclinó su enorme cabeza en mi mano. Emitió un zumbido monocorde desde el fondo de la garganta.
La pelambrera era suave y áspera al mismo tiempo, y cálida al tacto. Me picó la curiosidad y hundí en ella los dedos para saber cómo era la textura, acariciando el cuello allí donde se oscurecía el color. No reparé en lo mucho que me había acercado hasta que de pronto, y sin aviso previo, me pasó la lengua por toda la cara, desde la barbilla hasta el nacimiento del cabello.
—¡Eh, Sam, bruto! —me quejé al tiempo que retrocedía de un salto y le propinaba un manotazo, tal y como hubiera hecho si hubiera estado en su forma humana.
Mientras se alejaba, soltó entre dientes un aullido ahogado; se estaba riendo de nuevo.
Fue en ese momento cuando me percaté de que nos estaban mirando todos, los licántropos y los vampiros. Los Cullen parecían perplejos y en algunos casos incluso disgustados. Resultaba difícil descifrar los rostros de los lobos, pero me dio la impresión de que el de Finn reflejaba descontento.
Y cuestión aparte era Santana, que estaba con los nervios de punta y claramente decepcionada. Advertí que ella había esperado una reacción diferente por mi parte, como que saliera huyendo o que me pusiera a chillar.
Sam profirió otra vez esa risa descarada.
El resto de la manada había empezado a retroceder sin perder de vista a los Cullen. Sam remoloneó a mi lado mientras observaba cómo se iban sus compañeros, hasta que los perdimos de vista en las profundidades del bosque. Sólo dos de ellos se rezagaron junto a los árboles, mirando a Sam. Adoptaron una postura que irradiaba ansiedad.
Santana suspiró, ignoró a Sam y se acercó a mí para tomarme de la mano.
—¿Estás lista? —me preguntó.
Antes de que yo pudiera contestar, Santana se volvió hacia Sam y le habló.
—Todavía no he averiguado todos los detalles —respondió a la pregunta que el lobo le había formulado en su mente.
Sam refunfuñó con resentimiento.
—Es más complicado que todo eso —contestó Santana—. No te preocupes, me encargaré de que esté a salvo.
—¿De qué estáis hablando? —exigí saber.
—Sólo estamos discutiendo sobre estrategias.
Sam hizo oscilar su cabeza para mirarnos a Santana y a mí antes de saltar de repente en dirección al bosque. Mientras corría, veloz como una flecha, me percaté por vez primera del trozo de tela negra que llevaba en la pata trasera.
—¡Espera! —le llamé a voz en grito.
Extendí una mano para alcanzarle sin pensar, pero él se perdió entre los árboles en cuestión de segundos seguido por los otros dos lobos.
—¿Por qué se va? —le pregunté, molesta.
—Va a volver —repuso Santana, resignada—. Desea poder hablar por sí mismo.
Observé la linde del bosque por la que había desaparecido el lobo mientras me apoyaba en el costado de Sanana. Estaba al borde del colapso, pero seguí luchando por mantenerme en pie.
Sam acudió al trote, pero esta vez no a cuatro patas, sino a dos piernas. Iba con el pecho desnudo y llevaba la melena enmarañada y alborotada. No vestía más atuendo que los pantalones cortos de color negro. Corría sobre el suelo helado con los pies descalzos y ahora acudía solo, aunque sospeché que sus amigos se mantenían ocultos entre los árboles.
Los Cullen se habían situado en corrillo y hablaban en cuchicheos entre ellos. Aunque rehuyó a los vampiros, no tardó mucho en cruzar el campo.
—Vale, chupasangres —dijo Sam cuando se plantó a un metro escaso de nosotras; era obvio que retomaba la conversación que yo me había perdido—. ¿Por qué es tan complicado?
—He de sopesar todas las posibilidades —replicó Santana, sin inmutarse—. ¿Qué ocurre si te atrapan?
Sam resopló ante esa idea.
—Vale, entonces, ¿por qué no la dejamos a cubierto? De todos modos, Collin y Brady van a quedarse en retaguardia; estará a salvo con ellos.
Torcí el gesto.
—¿Habláis de mí?
—Sólo quiero saber qué planea hacer contigo durante la lucha —explicó Sam.
—¿Hacer conmigo?
—No puedes quedarte en Forks, Britt —me explicó Santana con voz apaciguadora—. Conocen tu paradero. ¿Qué ocurriría si .alguno llegara a escabullirse?
Sentí un retortijón en el estómago y la sangre me huyó del rostro.
—¿Charlie? —dije casi sin aliento.
—Estará con Billy —me aseguró Sam enseguida—. Si mi padre ha de cometer un asesinato para conseguir que vaya a la reserva, lo hará. Probablemente, no tendrá que llegar a eso. Será el sábado, ¿no? Hay partido.
—¿Este sábado? —pregunté mientras la cabeza me daba vueltas. Me hallaba demasiado aturdida para controlar mis pensamientos desbocados. Miré a Santana y le dediqué un mohín—. ¡Mierda! Acabas de perderte tu regalo de graduación.
Ella se rió.
—Lo que vale es la intención —me recordó—. Puedes darle las entradas a quien quieras.
Enseguida se me ocurrió la solución.
—Tina y Mike —decidí de inmediato—. De ese modo, al menos estarán fuera del pueblo.
Santana me acarició la mejilla.
—No puedes evacuar a todos —repuso con voz gentil—. Ocultarte es una simple precaución, te lo aseguro. Ahora ya no tenemos problema. No son suficientes para mantenernos ocupados.
—¿Y qué ocurre con el plan de protegerla en La Push? —le interrumpió Sam con impaciencia.
—Ha ido y venido de allí demasiadas veces —explicó Santana—. El lugar está lleno de su rastro. Mi hermana sólo ha visto venir de caza a neófitos muy recientes, pero alguien más experimentado ha tenido que crearlos. Todo esto podría ser una maniobra de distracción por parte de quienquiera que sea, él... —Santana hizo una pausa para mirarme— o ella. Y aunque Rachel lo verá si decide venir a echar un vistazo por sí mismo, quizás en ese momento estemos demasiado ocupados. No puedo dejarla en ningún lugar que haya frecuentado. Ha de ser difícil de localizar, aunque sólo sea por si acaso. La posibilidad es remota, pero no voy a correr riesgos.
No aparté los ojos de Santana mientras se explicaba. Fruncí el ceño cada vez más. Me dio unas palmadas en el brazo.
—Me estoy pasando de precavida —me prometió.
Sam señaló al fondo del bosque, al este de nuestra posición, a la vasta extensión de las montañas Olympic.
—Bueno, ocúltala ahí —sugirió—. Hay un millón de escondrijos posibles y cualquiera de nosotros puede acudir en cuestión de minutos si fuera necesario.
Santana negó con la cabeza.
—El aroma de Britt es demasiado fuerte y el de nosotras dos juntas deja una pista inconfundible, y sería así incluso aunque yo la llevara en volandas. Nuestro rastro ya destaca entre los demás efluvios, y en conjunción con el de Britt, siempre llamaría la atención de los neófitos. No estamos seguras del camino exacto que van a seguir, ya que ni ellos mismos lo saben aún. Si hallan su olor antes de que nos encontremos con ellos...
Ambos hicieron una mueca de disgusto y fruncieron el ceño al mismo tiempo.
—Ya ves las dificultades.
—Tiene que haber una forma eficaz —murmuró Sam, que apretó los labios mientras contemplaba el bosque.
Di una cabezada y me incliné hacia delante. Santana rodeó mi cintura con un brazo y me acercó a ella para soportar mi peso.
—He de llevarte a casa... Estás agotada, y Charlie va a despertarse enseguida
—Espera un momento —pidió Sam mientras se volvía hacia nosotras—. Mi olor os disgusta, ¿no?
Le relucían los ojos.
—No es mala idea —Santana se adelantó dos pasos—. Es factible —se volvió hacia su familia y dijo a voz en grito—: ¿Qué te parece, Quinn?
La interpelada alzó los ojos con curiosidad y retrocedió medio paso junto a Rachel, que volvía a estar descontenta.
—De acuerdo, Sam —Sam hizo un asentimiento de cabeza.
Sam se volvió hacia mí con una extraña mezcolanza de emociones en el rostro. Estaba claro que le entusiasmaba su nuevo plan, con independencia de en qué consistiera, pero seguía incómodo por la cercanía de sus aliados y al mismo tiempo enemigos. Luego, cuando él extendió los brazos hacia mí, me llegó el momento de preocuparme.
Santana respiró hondo.
—Vamos a ver si mi efluvio basta para ocultar tu aroma —explicó Sam.
Observé sus brazos extendidos con gesto de sospecha.
—Vas a tener que dejar que te lleve, Britt —me dijo Santana. Habló con calma, pero había una inconfundible nota soterrada de malestar en su voz.
Puse cara de pocos amigos.
Sam puso los ojos en blanco, se impacientó y se acercó para tomarme en brazos.
—No seas niña —murmuró mientras lo hacía.
Espero, y al igual que yo, lanzó una mirada a Santana, que permanecía serena y segura de sí misma. Entonces, le habló a su hermana Quinn.
—El olor de Britt es mucho más fuerte que el mío... Se me ha ocurrido que tendríamos más posibilidades sí lo intentaba alguien más.
Sam se alejó de ellos y se encaminó con paso veloz hacia el interior del bosque. Me mantuve en silencio cuando nos envolvió la oscuridad. Hice una mueca, pues me sentía incómoda en los brazos de Sam. Había demasiada intimidad entre nosotros. Seguramente, no era necesario que me sujetara con tanta fuerza, y no podía dejar de preguntarme qué significado tenía para él un abrazo que me hacía recordar mi última tarde en La Push, algo en lo que prefería no pensar. Me crucé de brazos, enfadada, cuando el cabestrillo de mi mano acentuó aquel recuerdo.
No nos alejamos demasiado. Describió un amplio círculo desde nuestro punto de partida, quizá la mitad de la longitud de un campo de fútbol, antes de regresar al claro desde una dirección diferente. Sam se dirigió hacia la posición donde nos esperaba Santana, que ahora estaba sola.
—Bájame.
—No quiero darte la ocasión de estropear el experimento —aminoró el paso y me sujetó con más fuerza.
—Eres un verdadero fastidio —me quejé entre dientes.
—Gracias.
Quinn y Rachel surgieron de la nada y se situaron junto a Santana. Sam dio un paso más y me dejó en el suelo a dos metros escasos de mi novia. Caminé hacia ella y le tomé de la mano sin volver la vista hacia Sam.
—¿Y bien? —quise saber.
—Siempre y cuando no toques nada, Britt, no imagino a nadie husmeando lo bastante cerca de esta pista como para distinguir tu aroma —respondió Quinn, con una mueca—, que queda manifiestamente oculto.
—Un éxito concluyente —admitió Rachel sin dejar de arrugar la nariz.
—Eso me ha dado una idea...
—...que va a funcionar —apostilló Rachel con confianza.
—Bien pensado —coincidió Santana.
—¿Cómo soportas esto? —me preguntó Sam con un hilo de voz.
Santana ignoró al licántropo y me miró mientras me explicaba la idea.
—Vamos a dejar, bueno, tú vas a dejar una pista falsa hacia el claro. Los neófitos vienen de caza. Se entusiasmarán al captar tu esencia y haremos que vayan exactamente a donde nos interesa a nosotros. De ese modo, no tendremos que preocuparnos del tema. Rachel ya ha visto que el truco funciona. Se dividirán en dos grupos en cuanto descubran nuestro aroma en un intento de atraparnos entre dos fuegos. La mitad cruzará el bosque, allí es donde la visión cesa de pronto...
—¡Sí! —siseó Sam.
Santana le dedicó una sonrisa de sincera camaradería.
Me sentí fatal. ¿Cómo podían estar tan ansiosos? ¿Cómo iba a soportar que los dos se pusieran en peligro?
No podía...
...y no lo iba a hacer.
—Eso, ni se te ocurra —repuso de pronto Santana, disgustada.
Di un brinco, preocupada porque, de algún modo, hubiera conseguido enterarse de mi resolución, pero Santana no apartaba la vista de Quinn.
—Lo sé, lo sé —se apresuró a responder ésta—. En realidad, ni siquiera lo había considerado de verdad —Rachel le pisó el pie—. Britt los haría enloquecer si se quedara en el claro como cebo —le explicó a su compañera—. No serían capaces de concentrarse en otra cosa que no fuera ella, y eso nos daría la ocasión de barrerlos del mapa... —Santana le lanzó una mirada envenenada que le hizo desdecirse—. No podemos hacerlo, claro, es una de esas ideas peregrinas que se me ocurren: resultaría demasiado peligroso para ella —añadió enseguida, pero me miró por el rabillo del ojo, y su expresión era de lástima por la oportunidad desperdiciada.
—No podemos —zanjó Santana de modo terminante.
—Tienes razón —admitió Quinn. Tomó la mano de Rachel y se volvió hacia los demás—. ¿Al mejor de tres? —oí cómo le preguntaba a ella cuando se iban para continuar practicando.
Sam le contempló irse con gesto de repugnancia.
—Quinn considera cada movimiento desde una perspectiva puramente militar —dijo Santana en voz baja, saliendo en defensa de su hermana—. Sopesa todas las opciones... Es perfeccionismo, no crueldad.
El hombre lobo bufó.
Se había ensimismado tanto en urdir el plan que no se había percatado de lo mucho que se había acercado a Santana, situada ahora a un metro de él. Yo estaba entre ambos y era capaz de sentir en el aire la tensión, similar a la estática; una carga muy incómoda.
Santana retomó el hilo del asunto.
—La traeré aquí el viernes por la tarde para dejar la pista falsa. Después, puedes reunirte con nosotros y conducirla a un lugar que conozco. Está totalmente apartado y es fácil de defender, da igual quién ataque. Yo llegaré allí siguiendo otra ruta alternativa.
—¿Y entonces, qué? ¿La dejamos allí con un móvil? —saltó Sam con tono de desaprobación.
—¿Se te ocurre algo mejor?
De pronto, Sam adoptó un gesto petulante.
—Lo cierto es que sí.
—Vaya... Bueno, perro, la verdad es que tu idea no está nada mal.
Sam se volvió hacia mí enseguida, como si estuviera dispuesto a representar el papel de chico bueno y mantenerme al tanto de la conversación.
—Estamos intentando convencer a Joe a fin de que se quede con los dos más jóvenes. Él también lo es, pero se muestra tozudo. Se me ha ocurrido una nueva tarea para él: hacerse cargo del móvil.
Intenté aparentar que le entendía, pero no engañé a nadie.
—Joe estará en contacto con la manada mientras permanezca en forma lobuna, pero ¿no será la distancia un problema? —preguntó Santana, volviéndose hacia Sam.
—En absoluto.
—¿Cuatrocientos ochenta kilómetros? —inquirió Santana, tras leerle la mente—. Es impresionante.
Sam volvió a desempeñar su papel de chico bueno.
—Es lo más lejos que hemos llegado a probar —me explicó—.
Asentí distraídamente, ocupada en digerir que el joven Joe ya se había convertido también en hombre lobo, una perspectiva que me impedía concentrarme. Aún veía su deslumbrante sonrisa, tan parecida a la de un Sam más joven. Tendría quince años a lo sumo, si es que los había cumplido. Su entusiasmo ante la fogata en la sesión del Consejo adquiría ahora un nuevo significado...
—Es una buena idea —Santana parecía reacia a admitir las bondades de la misma—. Me sentiría mucho más tranquila con Joe allí, aun cuando no fuera posible la comunicación inmediata. No sé si hubiera sido capaz de dejar sola a Britt, aunque pensar que hemos tenido que llegar a esto... ¡Confiar en licántropos!
—...o luchar con vampiros en vez de contra ellos —replicó Sam, remedando el mismo tono de repulsión.
—Bueno, al menos vas a luchar contra algunos —repuso Santana.
Sam sonrió.
—¿Por qué te crees que estamos aquí?
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
ya saben lo que pienso asi que feliz año nuevo!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Egoísmo
Santana me llevó a casa en brazos, ya que supuso que no iba a ser capaz de aguantar el viaje de vuelta agarrada a su espalda. Debí de quedarme dormida por el camino.
Al despertar, me encontraba en mi cama. Una luz mortecina entraba por las ventanas en un extraño ángulo, casi como si estuviera atardeciendo.
Bostecé y me estiré. Le busqué a tientas en la cama, pero mis dedos sólo encontraron las sábanas vacías.
—¿Santy? —musité.
Seguí palpando y esta vez encontré algo frío y suave. Era su mano.
—¿Ahora sí estás despierta de verdad? —murmuró.
—Aja —asentí con un suspiro—. ¿He dado muchas falsas alarmas?
—Has estado muy inquieta, y no has parado de hablar en todo el día.
—¿En todo el día?—pestañeé y volví a mirar hacia las ventanas.
—Ha sido una noche muy larga —repuso en tono tranquilizador—. Te has ganado un día entero en la cama.
Me incorporé. La cabeza me daba vueltas. La luz que entraba por la ventana venía del oeste.
-—¡Guau!
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. ¿Quieres desayunar en la cama?
—Me voy a levantar —dije con un gruñido, y volví a desperezarme—. Necesito ponerme en pie y moverme un poco.
Me llevó a la cocina de la mano sin quitarme el ojo de encima, como si temiera que fuera a caerme. O a lo mejor creía que andaba como una sonámbula.
No me compliqué, y metí un par de rebanadas en la tostadora. Al hacerlo, me vi reflejada en la superficie cromada del aparato.
—¡Buf! Vaya pinta que tengo.
—Ha sido una noche muy larga —volvió a decirme—. Deberías haberte quedado aquí durmiendo.
—Sí, claro. Y perdérmelo todo. Tienes que empezar a aceptar el hecho de que ahora formo parte de la familia.
Santana sonrió.
—Puede que me acostumbre a la idea.
Me senté a desayunar y ella se puso a mi lado. Al levantar la tostada para darle el primer bocado, me di cuenta de que Santana estaba observando mi mano. Al mirarla, vi que todavía llevaba puesto el regalo que Sam me había dado en la fiesta.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el pequeño lobo de madera.
Engullí haciendo bastante ruido.
—Claro.
Puso la mano bajo la pulsera y sostuvo el dije sobre la pálida piel de su palma abierta. Por un instante me dio miedo, ya que la menor presión de sus dedos podía convertirla en astillas.
No, ella no haría algo así. Me sentí avergonzada sólo de pensarlo. Santana sopesó el lobo en la mano unos segundos y luego lo dejó caer. La figurilla se quedó colgando de mi muñeca con un leve balanceo.
Traté de leer su mirada. Su expresión era seria y pensativa; todo lo demás lo mantenía oculto, si es que había algo más.
—Así que Sam puede hacerte regalos.
No era una pregunta ni una acusación, sólo la constatación de un hecho. Pero sabía que se refería a mi último cumpleaños y a cómo me había empeñado en que no quería regalos, y menos aún de Santana. No era un comportamiento del todo lógico, y además nadie me había hecho caso.
—Tú me has hecho regalos —le recordé—. Sabes que me gustan los objetos hechos a mano.
Santana frunció los labios.
—¿Y qué pasa con los objetos usados? ¿Puedes aceptarlos?
—¿A qué te refieres?
—Este brazalete... —trazó un círculo con el dedo alrededor de mi muñeca—. ¿Piensas llevarlo puesto mucho tiempo?
Me encogí de hombros.
—Es porque no quieres herir sus sentimientos, ¿no? —insinuó con perspicacia.
—Supongo que no.
—Entonces —me preguntó, observando mi mano mientras hablaba; me la puso boca arriba y recorrió con el dedo las venas de mi muñeca—, ¿no crees que sería justo que yo también tuviera una pequeña representación?
—¿Una representación?
—Un amuleto, algo que te recuerde a mí.
—Tú estás siempre en mis pensamientos. No necesito recordatorios.
—Si yo te diera algo, ¿lo llevarías? —insistió.
—¿Algo usado? —aventuré.
—Sí, algo que yo haya llevado puesto una temporada —dijo, poniendo su sonrisa angelical.
Pensé que si ésa era su única reacción al regalo de Sam, la aceptaba de buen grado.
—Lo que tú quieras.
—¿Te has dado cuenta de la injusticia? —me preguntó, cambiando a un tono acusador—. Porque yo sí, desde luego.
—¿Qué injusticia?
Santana entrecerró los ojos.
—Todo el mundo puede regalarte cosas, menos yo. Me habría encantado hacerte un regalo de graduación, pero no lo hice, porque sabía que te molestaría más que si te lo hacía cualquier otra persona. Es injusto. ¿Cómo me explicas eso?
—Es fácil —dije, encogiéndome de hombros—. Para mí, tú eres más importante que nadie en el mundo, y el regalo que me has entregado eres tú misma. Eso es mucho más de lo que merezco, y cualquier cosa que me des desequilibra aún más la balanza entre nosotras.
Santana procesó esta información un instante y después puso los ojos en blanco.
—Es ridículo. Me estimas en mucho más de lo que valgo.
Mastiqué con calma. Sabía que si le decía que se pasaba de modesta no me haría caso.
Su móvil sonó. Antes de abrirlo, miró el número.
—¿Qué pasa, Rach?
Mientras ella escuchaba, yo esperé su reacción. De pronto me sentí muy nerviosa, pero a Santana no pareció sorprenderle lo que le contaba Rachel, fuese lo que fuese, y se limitó a resoplar unas cuantas veces.
—Yo también lo creo —le dijo a su hermana mientras me miraba a los ojos enarcando una ceja en gesto de desaprobación—. Ha estado hablando en sueños.
Me sonrojé. ¿Qué se me había escapado ahora?
Santana me lanzó una mirada furiosa al cerrar el teléfono.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo?
Reflexioné unos instantes. Dada la advertencia de Rachel la noche anterior, era fácil suponer la razón de la llamada. Luego, recordé los sueños que había tenido durante el día, unos sueños agitados en los que corría detrás de Quinn, intentando seguirle entre el laberinto de árboles para llegar al claro donde sabía que encontraría a Santana. También a los monstruos que querían matarme, cierto, pero no me importaba porque ya había tomado mi dicisión.
También era fácil suponer que Santana me había oído mientras hablaba dormida.
Fruncí los labios por un momento, incapaz de aguantarle la mirada. Esperé.
—Me gusta la idea de Quinn —dije por fin.
Santana emitió un gruñido.
—Quiero ayudar. Tengo que hacer algo —insistí.
—Ponerte en peligro no es ninguna ayuda.
—Quinn cree que sí. Y en esta área ella es la experta.
Santana me dirigió una mirada furibunda.
—No puedes impedírmelo —le amenacé—. No pienso esconderme en el bosque mientras todos vosotros os arriesgáis por mí.
Casi se le escapó una sonrisa.
—Rach no te ve dentro del claro, Britt. Te ve extraviada y dando tumbos por la espesura. No serás capaz de encontrarnos. Sólo vas a conseguir que pierda más tiempo buscándote luego.
Traté de mantenerme tan fría como ella.
—Eso es porque Rachel no ha tenido en cuenta a Joe —dije sin levantar la voz—. Y en todo caso, de haberlo hecho, no habría podido ver nada en absoluto, pero parece que Joe quiere estar allí tanto como yo. No será muy difícil convencerle para que me enseñe el camino.
Un relámpago de ira recorrió su cara, pero enseguida respiró hondo y recuperó la compostura.
—Eso podría haber funcionado... si no me lo hubieras dicho. Ahora tendré que pedirle a Finn que le dé a Joe ciertas instrucciones. Aunque no quiera, Joe no puede negarse a acatar ese tipo de órdenes.
Sin perder mi sonrisa apacible, le pregunté:
—¿Y por qué tendría que darle esas instrucciones? ¿Y si le digo a Finn que me conviene ir al claro? Apuesto a que prefiere hacerme un favor a mí que a ti.
Santana tuvo que controlarse de nuevo para no perder la compostura.
—Tal vez tengas razón, pero seguro que Sam está más que dispuesto a dar esas mismas instrucciones.
Fruncí el ceño.
—¿Sam?
—Sam es el segundo al mando. ¿No te lo ha dicho nunca? Sus órdenes también han de ser obedecidas.
Me tenía pillada, y su sonrisa indicaba que lo sabía. Arrugué la frente. No dudaba de que Sam se pondría de su parte, aunque sólo fuera por esta vez. Y además, Sam nunca me había contado eso.
Santana se aprovechó de mi momento de vacilación, y prosiguió en un tono suave y conciliador:
—Anoche me asomé a la mente de la manada. Fue mucho mejor que un culebrón. No tenía ni idea de lo compleja que es la dinámica de una manada tan numerosa. Cada individuo tratando de resistirse a la psique colectiva... Es absolutamente fascinante.
Le miré furiosa: era obvio que intentaba distraerme.
—Sam te ha ocultado un montón de secretos —me dijo con una sonrisa sarcástica.
No le contesté, y me limité a mirarle con fijeza, aferrada a mi argumento y esperando un resquicio para utilizarlo.
—Por ejemplo, ¿te fijaste anoche en el pequeño lobo gris?
Asentí con la barbilla rígida. Santana soltó una carcajada.
—Se toman muy en serio todas sus leyendas. Pero resulta que hay cosas que no aparecen en ellas y para las que no están preparados.
Suspiré.
—Está bien, picaré el anzuelo. ¿A qué te refieres?
—Siempre han aceptado, sin cuestionarlo, que sólo los nietos directos del lobo original tienen el poder de transformarse.
—¿Así que alguien que no es descendiente directo de ese lobo se ha transformado?
—No. Ella es descendiente directa, hasta ahí va bien.
Pestañeé y abrí unos ojos como platos.
—¡¿Ella?!
Santana asintió.
—Ella te conoce. Se llama Marley.
—¿Marley es una mujer lobo? —exclamé—. ¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo ha dicho Sam?
—Hay cosas que no le está permitido compartir con nadie. Por ejemplo, cuántos son en realidad. Como te he dicho hace un momento, cuando Finn da una orden la manada no puede ignorarla. Sam procura pensar en otras cosas cuando está cerca de mí, pero después de lo de anoche ya no tiene remedio.
—No puedo creerlo. ¡Marley!
De pronto recordé a Sam hablando de Marley y de Finn. Había reaccionado como si se hubiese ido de la lengua cuando mencionó que Finn tenía que mirar a Marley a la cara «todos los días» sabiendo que había roto sus promesas. También me acordé de Marley sobre el barranco, y de la lágrima que le brillaba en la mejilla cuando el Viejo Jake habló de la carga y el sacrificio que compartían los hijos de los quíleute. Pensé en Billy, que pasaba tanto tiempo con Sue porque ella tenía problemas con sus hijos. ¡Y el verdadero problema era que los dos se habían convertido en licántropos!
Nunca había pensado demasiado en Marley; sólo para compadecer su pérdida cuando Harry murió. Más tarde, había vuelto a sentir lástima por ella cuando Sam me contó su historia y me explicó cómo la extraña imprimación entre Finn y su prima Emily le había roto el corazón.
Y ahora Marley formaba parte de la manada de Finn, compartía los pensamientos de él... y era incapaz de ocultar los suyos.
«Es algo que todos odiamos —me había dicho Sam—. No tener privacidad ni secretos es atroz. Todo lo que te avergüenza queda expuesto para que todos lo vean».
—Pobre Marley —susurré.
Santana resopló.
—Les está haciendo la vida imposible a los demás. No estoy segura de que merezca tu compasión.
—¿Qué quieres decir?
—Es bastante duro para ellos tener que compartir todos sus pensamientos. La mayoría intenta cooperar y hacer las cosas más fáciles. Pero basta con que un solo miembro sea malévolo de forma deliberada para que todos sufran.
—Ella tiene razones de sobra —murmuré, aún de parte de Marley.
—Lo sé —me dijo—. El impulso de imprimación es de lo más extraño que he visto en mi vida, y mira que he visto cosas raras —sacudió la cabeza, perpleja—. Resulta imposible describir la forma en que FInn está ligado a Emily. O mejor debería decir «su Finn». En realidad, él no tenía otra opción. Me recuerda a El sueño de una noche de verano y al caos que desatan los hechizos de amor de las hadas. Es una especie de magia —sonrió—. Casi tan fuerte como lo que yo siento por ti.
—Pobre Marley —dije de nuevo—. Pero ¿a qué te refieres con “malévolo”?
—Marley les recuerda constantemente cosas en las que ellos preferirían no pensar —me explicó—. Por ejemplo, a Ryder.
—¿Qué pasa con Ryder? —le pregunté, sorprendida.
—Su madre se fue de la reserva de los makah hace diecisiete años, cuando estaba embarazada de él. Ella no es una quileute, y todo el mundo dio por hecho que había dejado a su padre con los makah. Pero después él se unió a la manada.
—¿Y?
—Que los principales candidatos a ser el padre de Ryder son el padre de Jake, el padre de Finn y el padre de Sam. Y todos ellos estaban casados en aquella época, por supuesto.
—¡No! —dije, boquiabierta. Santana tenía razón: era igual que un culebrón.
—Ahora Finn, Sam y Jake se preguntan cuál de ellos tiene un hermanastro. Todos quieren pensar que es Finn, ya que su viejo nunca fue un buen padre, pero ahí está la duda. Sam nunca se ha atrevido a preguntarle a Billy sobre el asunto.
—¡Guau! ¿Cómo has averiguado tanto en una sola noche?
—La mente de la manada es algo hipnótico. Todos piensan juntos y por separado al mismo tiempo. ¡Hay tanto que leer...!
Santana sonaba casi compungida, como quien ha tenido que soltar una buena novela justo antes del momento culminante. Me eché a reír.
—Sí, la manada resulta fascinante —coincidí—. Casi tanto como tú cuando intentas cambiar de tema.
Su expresión volvió a ser cortés: una perfecta cara de póquer.
—Tengo que ir a ese claro, Santy.
—No —dijo en tono concluyente.
Entonces se me ocurrió otro rumbo distinto.
No era tanto que yo tuviese que ir al claro como que tenía, que estar en el mismo lugar que Santana.
Eres cruel, me dije a mí misma. ¡Egoísta, egoísta, más que egoísta! ¡No se te ocurra hacer eso!
Ignoré mis impulsos bondadosos, pero aun así fui incapaz de mirarle mientras hablaba. La culpa mantenía mis ojos clavados a la mesa.
—Mira, Santy —susurré—, la cuestión es ésta: ya me he vuelto loca una vez. Sé cuáles son mis límites. Y si me vuelves a dejar, no podré soportarlo.
Ni siquiera levanté la mirada para ver su reacción, temiendo comprobar el dolor que le estaba infligiendo. Oí que tomaba aire de repente, y luego siguió un silencio. Seguí mirando la madera oscura de la mesa, deseando ser capaz de retractarme de mis palabras. Pero sabía que probablemente no lo haría. Y menos si aquello funcionaba.
De pronto sus brazos me rodearon, y sus manos me acariciaron la cara y los brazos, Ella me estaba consolando a mí. Mi culpa pasó a modo de torbellino, pero mi instinto de supervivencia era más fuerte, y no cabía duda de que Santana resultaba imprescindible para que yo sobreviviera.
—Sabes que no es así, Britt —murmuró—. No estaré lejos, y pronto habrá acabado todo.
—No puedo —insistí, con la mirada aún fija en la mesa—. No soporto la idea de no saber si volverás o no. Por muy pronto que se acabe, no puedo vivir con eso.
Santana suspiró.
—Es un asunto sencillo, Britt. No hay razón para que tengas miedo.
—¿Segura?
—Ninguna razón.
—¿A nadie le va a pasar nada?
—A nadie —me prometió.
—¿Así que no hay ninguna razón para que yo esté en ese claro?
—Desde luego que no. Rachel me ha dicho que tienen menos de diecinueve años. Los manejaremos sin problemas.
—Está bien. Me dijiste que era tan fácil que alguien podía quedarse fuera —repetí sus palabras de la noche anterior—. ¿Hablabas en serio?
—Sí.
Estaba tan claro que no sé cómo no lo vio venir.
—Si es tan fácil —añadí—, ¿por qué no puedes quedarte fuera tú?
Tras un largo rato en silencio, me decidí a levantar la mirada para observar su expresión.
Había vuelto a poner cara de póquer.
Respiré hondo.
—Así que, una de dos: o es más peligroso de lo que quieres reconocerme, en cuyo caso será mejor que yo esté allí para ayudaros, o bien va a ser tan fácil que se las pueden arreglar sin ti. ¿Cuál de las dos opciones es la correcta?
No respondió.
Sabía en qué estaba pensando. En lo mismo que yo: William, Emma, Puck, Kitty, Quinn. Y... me obligué a pensar en el último nombre. Rachel.
¿Soy un monstruo?, me pregunté. No del tipo que la propia Santana creía ser, sino un monstruo de verdad, de los que dañan a la gente. Esa clase de monstruos que no conocen límites para conseguir lo que quieren.
Lo que yo quería era que ella estuviese a salvo conmigo. ¿Existía algún límite a lo que estaba dispuesta a hacer o a sacrificar por ese propósito? No estaba segura.
—¿Me estás pidiendo que deje que luchen sin mi ayuda? —me preguntó en voz baja.
—Sí —me sorprendía hablar en un tono tan ecuánime cuando en el fondo me sentía una miserable—. Eso, o que me dejes ir. Me da igual, siempre que estemos juntas.
Respiró hondo, y luego espiró el aire muy despacio. Me puso las manos a ambos lados de la cara, obligándome a aguantarle la mirada, y clavó sus ojos en los míos durante largo rato. Me pregunté qué buscaba en ellos y qué estaba encontrando, y si la culpa era tan palpable en mi rostro como en mi estómago, que se me había revuelto.
Sus ojos lucharon por contener alguna emoción que no pude leer. Después apartó una mano de mi cara para sacar de nuevo el móvil.
—Rach —dijo, con un suspiro—. ¿Puedes venir un rato para hacer de canguro con Britt? —enarcó una ceja, desafiándome a ponerle pegas a lo de «canguro»—. Necesito hablar con Quinn.
No oí nada, pero era evidente que Rachel aceptaba. Santana soltó el teléfono y volvió a mirarme a la cara.
—¿Qué vas a decirle a Quinn? —le pregunté.
—Voy a discutir... la posibilidad de que yo me quede fuera.
Me fue fácil leer en su rostro lo difícil que le resultaba pronunciar aquellas palabras.
—Lo lamento.
Y era cierto. Odiaba obligarle a hacer esto, pero no tanto como para fingir una sonrisa y decirle que siguiera adelante sin mí. No; me sentía mal, pero no hasta tal punto.
—No te disculpes —me dijo, esbozando apenas una sonrisa—. Nunca temas decirme lo que sientes, Britt. Si eso es lo que necesitas... —se encogió de hombros—. Tú eres mi prioridad número uno.
—No me refería a eso. No se trata de que elijas entre tu familia o yo.
—Ya lo sé. Además, no es eso lo que me has pedido. Me has ofrecido las dos opciones que puedes soportar tú, y he escogido la que puedo soportar yo. Así es como se supone que funciona el compromiso.
Me incliné hacia delante y apoyé la frente contra su pecho.
—Gracias —le susurré.
—En cualquier momento —me respondió, dándome un beso en el pelo—. Cualquier cosa.
Nos quedamos un buen rato sin movernos. Mientras mantenía mi cara escondida contra su pecho, dos vocecillas luchaban en mi interior: la buena me decía que fuera valiente, y la mala le decía a la buena que cerrara el pico.
—¿Quién es la tercera esposa? —me preguntó de repente.
—¿Cómo? —me hice la tonta. No recordaba haber vuelto a tener ese sueño.
—Anoche murmuraste algo sobre «la tercera esposa». Lo demás tenía algo de sentido, pero con eso me perdí del todo.
—Ah, ya. Es una de las leyendas que escuché junto al fuego, la otra noche —me encogí de hombros—. Se me debió de quedar grabada.
Santana se apartó un poco de mí y ladeó la cabeza, tal vez confundida por el matiz ominoso de mi voz. Antes de que pudiera preguntar nada, Rachel apareció en la puerta de la cocina con cara de pocos amigos.
—Te vas a perder la diversión —gruñó.
—Hola, Rach —la saludó Santana.
Después me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la cara para darme un beso de despedida.
—Volveré esta misma noche —me prometió—. He de reunirme con los demás para solucionar este asunto y reorganizarlo todo.
—Vale.
—No hay mucho que reorganizar —dijo Rachel—. Ya se lo he contado. Puck está encantado.
Santana exhaló un suspiro.
—Ya me lo imagino.
Salió por la puerta y me dejó a solas con Rachel.
Ella me miró echando chispas por los ojos.
—Lo siento —volví a disculparme—. ¿Crees que esto lo hará más peligroso para vosotros?
Rachel soltó un bufido.
—Te preocupas demasiado, Britt. Te van a salir canas antes de tiempo.
—Entonces, ¿por qué estás enfadada?
—Santana es una cascarrabias cuando no se sale con la suya. Me estoy imaginando cómo va a ser aguantarle durante los próximos meses —hizo una mueca—. Supongo que, si sirve para que mantengas la cordura, merece la pena, pero me gustaría que no fueras tan pesimista, Britt. Resulta innecesario.
—¿Dejarías que Quinn fuera sin ti? —le pregunté.
Rachel hizo otro mohín.
—Eso es diferente.
—Sí, claro.
—Ve a ducharte —me ordenó—. Charlie llegará a casa en quince minutos, y si te ve con esa pinta no creo que te deje salir otra vez.
Había perdido el día entero. ¡Qué desperdicio! Me alegraba saber que no siempre tendría que seguir malgastando mi tiempo de vida con horas de sueño.
Cuando Charlie llegó a casa yo estaba perfectamente presentable: me había vestido, me había arreglado el pelo y le estaba sirviendo la cena en la mesa de la cocina. Rachel se sentó en el sitio habitual de Santana, lo cual pareció terminar de alegrarle el día.
—¡Hola, Rachie! ¿Cómo estás, cariño?
—Muy bien, Charlie, gracias.
—Veo que por fin has decidido salir de la cama, dormilona —me dijo mientras me sentaba a su lado. Después se dirigió de nuevo a Rachel—. Todo el mundo habla de la fiesta que dieron tus padres anoche. Supongo que aún no habréis terminado de recoger todo el lío.
Rachel se encogió de hombros. Conociéndola, seguro que ya lo había hecho todo.
—Mereció la pena —repuso ella—. Fue una fiesta genial.
—¿Dónde está Santana? —preguntó Charlie, casi a regañadientes—. ¿Ayudando con la limpieza?
Ella suspiró con gesto trágico. Probablemente estaba fingiendo, pero lo hacía tan bien que no supe qué pensar.
—No. Está con Kitty y William, haciendo planes para el fin de semana.
—¿Otra excursión?
Rachel asintió, con rostro apesadumbrado.
—Sí, se van todos, menos yo. Siempre hacemos una marcha para celebrar el fin de curso, pero este año he decidido que me apetece más ir de compras que al campo. Ninguno de ellos quiere quedarse a acompañarme. Me han abandonado.
Rachel hizo un puchero. Al verla tan desconsolada, Charlie se inclinó hacia ella y le tendió la mano sin pensarlo, buscando alguna forma de ayudarla. La miré con recelo, sin saber qué pretendía.
—Rachie, cariño, ¿por qué no te quedas con nosotros? —le ofreció Charlie—. No me gusta pensar que te vas a quedar sola en esa casa tan grande.
Ella suspiró. Algo me aplastó el pie bajo la mesa.
—¡Ay! —protesté.
Charlie se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa?
Rachel me lanzó una mirada de frustración. Sin duda estaba pensando que esa noche yo andaba muy lenta de reflejos.
—Me he dado un golpe en un dedo —mascullé.
—Ah —Charlie volvió a mirar a Rachel—. Bueno, ¿qué te parece?
Ella volvió a pisarme, pero esta vez no tan fuerte.
—Esto... —dije—, la verdad es que no tenemos mucho sitio, papá. No creo que a Rachel le apetezca dormir en el suelo de mi habitación...
Charlie frunció los labios, y Rachel volvió a poner gesto de desconsuelo.
—A lo mejor Britt puede irse contigo —sugirió Charlie—. Sólo hasta que vuelvan tus hermanas.
—Oh, Britt, ¿no te importa? —me preguntó Rachel, con una sonrisa radiante—. No te importa venir de compras conmigo, ¿verdad?
—Claro —asentí—. De compras. Genial.
—¿Cuándo se van los demás? —preguntó Charlie.
Rachel hizo otra mueca.
—Mañana.
—¿Para cuándo me necesitas? —pregunté.
—Para después de cenar, supongo —respondió, y después se acarició la barbilla con gesto pensativo—. ¿Tienes algún plan para el sábado? Me apetece ir de compras a la ciudad, así que tendríamos que echar todo el día...
—A Seattle, no —dijo Charlie, frunciendo el ceño.
—No, claro que no —se apresuró a añadir Rachel, aunque ambas sabíamos que el sábado Seattle sería una ciudad de lo más segura—. Estaba pensando, por ejemplo, en Olympia...
—Eso te gustará, Britt —dijo Charlie, aliviado—. ¡Ve con ella y hártate de ciudad!
—Sí, papá. Será genial.
En unas cuantas frases, Rachel había conseguido despejar mi agenda para la batalla.
Santana volvió poco después. No le sorprendió que Charlie le deseara un buen viaje y le aclaró que saldrían por la mañana temprano. Dio las buenas noches antes de lo habitual y Rachel se marchó con ella.
Poco después de que se fueran, me excusé.
—Pero no puedes estar cansada... —protestó Charlie.
—Sí, un poco —mentí.
—No me extraña que te guste escaparte de las fiestas —me dijo—. Con lo que te cuesta recuperarte...
Cuando llegué arriba, Santana yacía atravesada encima de mi cama.
—¿Cuándo vamos a reunimos con los lobos? —susurré al acercarme a ella.
—Dentro de una hora.
—Eso está bien. Sam y sus amigos necesitan dormir un poco.
—No tanto como tú —señaló.
Cambié de tema, porque sospechaba que me iba a decir que me quedara en casa.
—¿Te ha dicho Rachel que va a secuestrarme otra vez?
Santana sonrió.
—En realidad no va a hacerlo.
Me quedé mirándole, y ella se rió en voz baja ante mi cara de desconcierto.
—Soy la única que tiene permiso para retenerte como rehén, lo recuerdas? —me dijo—. Rachel se va de caza con el resto —suspiró—. Supongo que yo ahora ya no tengo por qué hacerlo.
—¿Así que eres tú quien va a secuestrarme?
Santana asintió.
Me lo imaginé durante unos instantes. Nada de tener a Charlie en el piso de abajo escuchando o subiendo a asomarse cada poco rato a mi cuarto. Ni tampoco una casa llena de vampiros insomnes con su aguzado y entrometido sentido del oído. Solas ella y yo. Solas de verdad.
—¿Te parece bien? —me preguntó, preocupada por mi silencio.
—Bueno... sí, salvo por una cosa.
—¿Qué cosa? —me preguntó, nerviosa. Era increíble, pero por alguna razón aún parecía albergar dudas respecto a su control sobre mí. Quizá tenía que dejárselo más claro.
—¿Por qué no le ha dicho Rachel a Charlie que os ibais esta noche? —pregunté.
Santana se rió, aliviada.
Disfruté más del viaje al claro que la noche anterior. Seguía sintiéndome culpable y asustada, pero ya no estaba tan aterrorizada y podía desenvolverme. Era capaz de ver más allá de lo que iba a pasar, y casi podía creer que las cosas tal vez saldrían bien. Al parecer, Santana no llevaba demasiado mal la idea de perderse esta pelea... lo cual me hacía más fácil aceptar sus palabras cuando decía que iba a ser pan comido: si ella misma no se lo creyera, no abandonaría a su familia. Quizás Rachel tenía razón y yo me preocupaba demasiado.
Al fin, llegamos al claro.
Quinn y Puck ya estaban luchando; a juzgar por sus risas, era un simple calentamiento. Rachel y Kitty los observaban, repantigadas en el suelo. Mientras, a unos cuantos metros, Emma y William estaban charlando con las cabezas juntas y los dedos entrelazados, sin prestar atención a nada más.
Esa noche había mucha más luz. La luna brillaba a través de un fino velo de nubes, y pude ver sin problemas a los tres lobos sentados al borde del cuadrilátero de prácticas, separados entre sí para observar la lucha desde diferentes ángulos.
También me resultó fácil distinguir a Sam. Le habría reconocido de inmediato, aunque no hubiese levantado la cabeza al oír que nos acercábamos.
—¿Dónde están los demás lobos? —pregunté.
—No hace falta que vengan todos. Con uno bastaría para hacer el trabajo, pero Finn no se fiaba de nosotros tanto como para enviar sólo a Sam, aunque éste quería hacerlo así. Jake y Ryder son sus... Supongo que podrían llamarse sus copilotos habituales.
—Sam confía en ti.
Santana asintió.
—Confía en que no intentaremos matarle. Eso es todo.
—¿Vas a participar esta noche? —pregunté, indecisa. Sabía que esto iba a resultar casi tan duro para ella como lo habría sido para mí que me dejara atrás. Tal vez incluso más.
—Ayudaré a Quinn cuando lo necesite. Quiere ensayar con grupos desiguales y enseñarles cómo actuar contra múltiples atacantes.
Se encogió de hombros.
Y una nueva oleada de pánico hizo pedazos mi confianza, ya de por sí escasa.
Seguían siendo inferiores en número, y yo lo estaba empeorando aún más.
Me quedé mirando al campo de batalla, tratando de ocultar mis emociones.
No era el lugar más adecuado en el que posar la mirada, teniendo en cuenta que estaba intentando engañarme a mí misma y convencerme de que todo iba a salir bien y a la medida de mis necesidades. Porque cuando me obligué a apartar los ojos de los Cullen, de aquel combate de entrenamiento que en cuestión de días se convertiría en una batalla mortal, Sam captó mi mirada y me sonrió.
Era la misma sonrisa lobuna de la noche anterior, y entrecerraba los ojos igual que lo hacía cuando era humano.
Me resultaba difícil creer que poco tiempo atrás los hombres lobo me daban miedo, y que había llegado a tener pesadillas con ellos.
Supe, sin preguntarlo, quién de los otros dos era Ryder y quién era Jake. Sin duda, el lobo gris, más delgado y con manchas oscuras en el lomo, que estaba sentado observándolo todo con paciencia se trataba de Ryder; mientras que Jake, de pelaje color chocolate en el cuerpo y algo más claro en la cara, daba constantes respingos, como si estuviera deseando unirse a aquel combate amistoso. No eran monstruos, ni siquiera en esta situación. Eran mis amigos.
Unos amigos que no parecían ni mucho menos tan indestructibles como Puck y Quinn, quienes se movían rápidos como cobras mientras la luna bañaba su piel de granito. Unos amigos que, por lo visto, no entendían el peligro que estaban corriendo. Unos amigos que seguían siendo en cierto modo mortales, que podían sangrar, que podían morir...
La confianza de Santana me tranquilizaba, ya que era evidente que no estaba preocupada por su familia, pero me pregunté si también se sentiría afectada en el caso de que los lobos sufrieran algún daño. Si esa posibilidad no le preocupaba, ¿había alguna razón para que estuviera nerviosa? La confianza de Santana sólo servía para aplacar una parte de mis temores.
Intenté sonreír a Sam y tragué saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Pero no sirvió de mucho.
Sam se incorporó con una agilidad increíble en una criatura tan enorme y se acercó trotando hacia donde nos encontrábamos, al borde del claro.
—Hola, Sam —saludó Santana con cortesía.
Sam le ignoró y clavó sus ojos oscuros en mí. Bajó la cabeza hasta mi altura, como había hecho el día anterior, ladeó el hocico y dejó escapar un sordo gemido.
—Estoy bien —le respondí, sin esperar a la traducción de mi novia—. Sólo estoy preocupada.
Sam seguía mirándome.
—Quiere saber por qué estás preocupada —dijo Santana.
Sam emitió un gruñido. No fue un sonido amenazante, sino de irritación. Santana contrajo los labios.
—¿Qué? —pregunté.
—Cree que mis traducciones dejan bastante que desear. Lo que ha dicho en realidad es: «Eso es una estupidez. ¿Por qué hay que preocuparse?». Le he corregido un poco porque me parecía una grosería.
Sonreí, pero sólo a medias, porque estaba demasiado nerviosa para divertirme.
—Hay muchos motivos para estar preocupada —le dije a Sam—. Por ejemplo, que unos cuantos lobos estúpidos acaben malheridos.
Sam se rió con un áspero ladrido.
Santana suspiró.
—Quinn quiere ayuda. ¿Puedes prescindir de mis servicios como traductora?
—Me las apañaré.
Santana me dirigió una mirada melancólica, difícil de interpretar, y después me dio la espalda y se encaminó al lugar donde le esperaba Quinn.
Me senté en el mismo sitio en que me encontraba. El suelo estaba duro y frío.
Quinn también dio un paso hacia delante; después se volvió hacia mí y emitió un gemido bajo y gutural, mientras aventuraba otro paso.
—Adelante, ve tú —le dije—. No quiero verlo.
Sam volvió a ladear la cabeza y, con un ronco suspiro, se acurrucó en el suelo a mi lado.
—En serio, vete —le animé.
No respondió, y se limitó a apoyar la cabeza sobre las garras.
Me quedé mirando las nubes plateadas; no quería ver la pelea. Ya tenía material de sobra para alimentar mi imaginación. Una brisa atravesó el claro, y me dio un escalofrío.
Sam se acercó arrastrándose y apoyó su pelaje cálido contra mi costado izquierdo.
—Eh... Gracias —murmuré.
Pasado un rato, me recliné sobre su amplio hombro. Así estaba mucho más cómoda.
Las nubes desfilaban lentamente por el cielo, y sus gruesos jirones se iluminaban al pasar por delante de la luna y volvían a sumirse en sombras al dejarla atrás.
Distraída, me dediqué a pasar los dedos por el pelaje que recubría el cuello de Sam. Su garganta retumbó con el mismo canturreo extraño que había escuchado el día anterior. Era un sonido casi hogareño, más áspero y salvaje que el ronroneo de un gato, pero que transmitía la misma sensación de comodidad.
—Nunca he tenido perro —dije—. Siempre he querido tener uno, pero Susan les tiene repelús.
Sam se rió, y su cuerpo se estremeció bajo mis dedos.
—¿No te preocupa lo del sábado? —le pregunté.
Volvió su enorme cabeza hacia mí, y pude ver cómo ponía los ojos en blanco.
—Me gustaría sentirme tan optimista como tú.
Sam apoyó la cabeza en mi pierna y empezó a ronronear otra vez. Eso me hizo sentirme un poco mejor.
—Así que mañana nos espera una buena caminata, supongo.
Sam emitió un gruñido de entusiasmo.
—Puede ser un paseo largo —le advertí—. El concepto de distancia de Santana no es el mismo que el de una persona normal.
Sam emitió otro ladrido a modo de risa.
Hundí más los dedos en su pelaje y apoyé mi cabeza en su cuello.
Era extraño. Aunque ahora Sam tenía forma de lobo, sentía que entre nosotros volvía a haber una relación más parecida a la de antes (una amistad tan sencilla y natural como el hecho de respirar) que las últimas veces que habíamos estado juntos y Sam seguía siendo humano. Resultaba curioso descubrir de nuevo aquella sensación que creía haber perdido por culpa de su naturaleza de licántropo.
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En el claro seguían jugando a matarse, mientras yo me dedicaba a contemplar las nubes que pasaban sobre la luna.
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Compromiso
Todo estaba listo.
Mi equipaje para la visita de dos días «a Rachel» estaba preparado, y la bolsa me esperaba en el asiento del copiloto de mi coche. Les había regalado las entradas del concierto a Tina, Mike y Artie. Este último iba a llevar a Sugar, tal y como yo esperaba. Billy le había pedido prestado el bote al Viejo Jake, y había invitado a Charlie a pescar en mar abierto antes de que empezara el partido de la tarde. Collin y Brady, los dos licántropos más jóvenes, permanecerían en la retaguardia para proteger La Push, aunque eran tan sólo unos crios de trece años. Aun así, Charlie estaría más seguro que ninguno de los que se iban a quedar en Forks.
Yo había hecho cuanto estaba en mi mano. Traté de convencerme de ello, y también de apartar de mi cabeza la gran cantidad de factores que quedaban fuera de mi control. De un modo u otro, en cuarenta y ocho horas todo habría acabado. Era un pensamiento casi reconfortante.
Santana me había pedido que me relajara, y yo iba a intentarlo por todos los medios.
—¿Podemos olvidarnos de todo por una noche y pensar tan sólo en nosotras dos? —me había suplicado, desatando sobre mí todo el poder de su mirada—. Parece que nunca tenemos tiempo para nosotras. Necesito estar a solas contigo. Sólo contigo.
No era una solicitud difícil de aceptar, aunque una cosa era asegurar que iba a olvidar mis temores y otra hacerlo de verdad. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar, sabiendo que disponíamos de esta noche para nosotras dos solas, lo cual me ayudaba. Algunas cosas habían cambiado, por ejemplo, ya estaba preparada.
Preparada para unirme a su familia y a su mundo. Así me lo revelaban el miedo, la culpa y la angustia que experimentaba en ese momento. Había tenido ocasión de concentrarme en esas sensaciones ‑lo había hecho mientras contemplaba la luna entre las nubes, recostada contra el cuerpo de un hombre lobo‑, y sabia que ya no volvería a caer presa del pánico. La siguiente vez que nos ocurriera algo, yo estaría preparada. En el balance final, pensaba ser un activo, no un pasivo. Santana no tendría que volver a elegir nunca más entre su familia y yo. Íbamos a ser compañeras, igual que Rachel y Quinn. La próxima vez, yo cumpliría mi parte.
Esperaría a liberarme del juramento para que Santana se sintiera satisfecha, pero no hacía falta: estaba lista. Sólo faltaba un detalle.
Había cosas que aún no habían cambiado, y entre ellas el amor desesperado que sentía por mi novia. Había tenido mucho tiempo para analizar las consecuencias de la apuesta de Quinn y Puck, y para decidir a qué cosas estaba dispuesta a renunciar junto con mi naturaleza humana y a cuáles no. Sabía muy bien qué experiencia quería gozar antes de convertirme en un ser inhumano.
De modo que esa noche teníamos algunos asuntos pendientes que solucionar. Después de todo lo que había visto en los últimos dos años, yo ya no creía en el significado de la palabra «imposible». Santana tendría que recurrir a algo más que ese vocablo para detenerme.
Para ser sincera, sabía que no iba a ser tan fácil, pero pensaba intentarlo.
Teniendo en cuenta la decisión que había tomado, no me extrañó descubrir lo nerviosa que estaba mientras conducía el largo trecho hasta su casa. No sabía cómo hacer lo que quería hacer, y estaba muerta de miedo. Al ver lo despacio que conducía, Santana, que iba en el asiento del copiloto, trataba de contener una sonrisa. Me sorprendió que no insistiera en coger el volante, pero esa noche mi velocidad de tortuga no parecía molestarle.
Ya había oscurecido cuando llegamos a su casa. A pesar de ello, el prado se veía iluminado por la luz que brillaba en todas las ventanas.
En cuanto apagué el motor, Santana ya estaba abriendo la puerta de mi lado. Me sacó en volandas de la cabina con un brazo mientras que con el otro cogía mi bolsa del asiento trasero y se la colgaba del hombro. Sus labios se encontraron con los míos al mismo tiempo que le oía cerrar la puerta de la camioneta con el pie.
Sin dejar de besarme, me levantó en el aire para acomodarme mejor entre sus brazos y me llevó hasta la casa como si fuera un bebé.
¿Acaso estaba abierta la puerta? No lo sabía. El caso es que habíamos entrado y yo me sentía mareada. Me recordé a mí misma que debía respirar.
El beso no me asustó. No era como otras veces, cuando sentía el temor y el pánico agazapados por debajo de su estricto control. Ahora no sentí sus labios nerviosos, sino ardientes. Santana parecía tan emocionada como yo ante la perspectiva de una noche entera para concentrarnos en estar juntas. Siguió besándome durante un buen rato, de pie en la entrada. Parecía menos atrincherada de lo habitual, y su gélida boca mostraba una apremiante necesidad de la mía.
Empecé a albergar un cauteloso optimismo. Tal vez conseguir mis propósitos no iba a resultar tan difícil como me había esperado.
No, me dije, sin duda será bien difícil, y aún más.
Con una leve risita, Santana me apartó un poco y me sostuvo en el aire a casi un metro de su cuerpo.
—Bienvenida a casa —me dijo, con un brillo cálido en los ojos.
—Eso suena bien —le respondí sin aliento.
Me depositó con suavidad en el suelo. Yo le rodeé con los brazos; no estaba dispuesta a dejar el menor hueco entre las dos.
—Tengo algo para ti —anunció como de pasada.
—¿Qué?
—Un objeto usado. Dijiste que podías aceptar regalos de ese tipo, ¿te acuerdas?
—Ah, ya. Supongo que lo dije.
Mi renuencia hizo reír a Santana.
—Está en mi habitación. ¿Subo a cogerlo?
¿Su habitación?
—Claro —le contesté. Me sentí un poco tramposa cuando entrelacé mis dedos con los suyos—. Vamos.
Santana debía de estar impaciente por entregarme mi no regalo, porque no se conformó con la velocidad humana. Volvió a cogerme en brazos y subió las escaleras prácticamente volando. Cuando llegamos al dormitorio, me dejó en la puerta y salió como una bala hasta el armario.
Aún no había dado un solo paso y ya la tenía otra vez delante de mí. Pero le ignoré, entré al cuarto y me encaminé hacia el enorme lecho dorado. Después me senté en el borde, reculé hacia el centro de la cama y, una vez allí, me acurruqué abrazándome las rodillas.
—¿Y bien? —refunfuñé. Ahora que estaba donde quería, podía permitirme cierta resistencia—. Enséñamelo.
Santana soltó una carcajada.
Se subió a la cama y se sentó a mi lado. Mi corazón latía desbocado. Con un poco de suerte, ella lo interpretaría como una reacción ante su regalo.
—Es un objeto usado —me recordó en tono serio. Me apartó la muñeca izquierda de la pierna y acarició la pulsera de plata por un instante. Después volvió a ponerme el brazo donde lo tenía.
Examiné con atención el obsequio. De la cadena, en el lado opuesto al lobo, colgaba un cristal brillante en forma de corazón, tallado en innumerables caras que resplandecían a la tenue luz de la lámpara. Contuve el aliento.
—Era de mi madre —se encogió de hombros, al desgaire—. Heredé de ella un puñado de baratijas como ésta. Ya les he regalado unas cuantas a Emma y a Rachel, así que, como ves, no tiene tanta importancia.
Sonreí con tristeza al ver su aplomo. Santana prosiguió:
—Aun así, se me ha ocurrido que podría ser un buen símbolo. Duro y frío —se rió—. Y a la luz del sol se ve el arco iris.
—Olvidas que se te parece en algo mucho más importante —murmuré—. Es precioso.
—Mi corazón es igual de silencioso que éste —dijo—. Y también es tuyo.
Giré la muñeca para que el cristal brillara bajo la luz.
—Gracias. Por los dos.
—No. Gracias a ti. Me alivia que hayas aceptado un regalo sin rechistar. No te viene mal como práctica —sonrió, luciendo sus blancos dientes.
Me apoyé en ella, escondiendo la cabeza bajo su brazo y acurrucándome a su lado. Era como abrazarse al David de Miguel Ángel, salvo que esta perfecta criatura de mármol me rodeó con sus manos para apretarme más.
Parecía un buen punto de arranque.
—¿Podemos hablar de una cosa? De entrada, te agradecería que empezaras abriendo un poco tu mente.
Santana dudó un instante.
—Lo intentaré —me contestó a la defensiva, con cautela.
—No voy a romper ninguna regla —prometí—. Esto es estrictamenté entre tú y yo —me aclaré la garganta—. Esto... Verás, la otra noche me impresionó la facilidad con que fuimos capaces de llegar a un acuerdo. He pensado que me gustaría aplicar ese mismo principio a una situación diferente.
¿Por qué me estaba expresando de una forma tan rebuscada? Debían de ser los nervios.
—¿Qué quieres negociar? —me preguntó, insinuando una sonrisa en su voz.
Me esforcé por encontrar las palabras exactas para abordar el asunto.
—Escucha a qué velocidad te late el corazón —murmuró Santana—. Parece un colibrí batiendo las alas. ¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente.
—Entonces continúa, por favor —me animó.
—Bueno, supongo que primero quería hablar contigo sobre esa ridicula condición del matrimonio.
—Será ridicula para ti, no para mí. ¿Qué tiene de mala?
—Me preguntaba si... si se trata de una cuestión negociable.
Santana frunció el ceño.
—Ya he cedido en lo más importante, al aceptar cobrarme tu vida en contra de mi propio criterio. Lo cual me otorga el derecho a arrancarte a ti ciertos compromisos.
—No —negué con la cabeza y me concentré en mantener la compostura—. Ese trato ya está cerrado. Ahora no estamos discutiendo mi... transformación. Lo que quiero es arreglar algunos detalles.
Me miró con recelo.
—¿A qué detalles te refieres, exactamente?
Vacilé un instante.
—Primero, aclaremos cuáles son tus condiciones.
—Ya sabes lo que quiero.
—Matrimonio —hice que sonara como una palabrota.
—Sí —respondió con una amplia sonrisa—. Eso para empezar.
Esto me impresionó tanto que mi compostura se fue al traste.
—¿Es que hay más?
—Bueno —dijo con aire de estar calculando algo—, si te conviertes en mi esposa, entonces lo que es mío es tuyo... Por ejemplo, el dinero para tus estudios. Así que no debería haber problema con lo de Dartmouth.
—Puestos a ser absurdos, ¿se te ocurre algo más?
—No me importaría que me dieras algo más de tiempo.
—No. Nada de tiempo. Ahí sí que no hay trato.
Santana exhaló un largo suspiro.
—Sólo sería un año, como mucho dos...
Apreté los labios y meneé la cabeza.
—Prueba con lo siguiente.
—Eso es todo. A menos que quieras hablar de coches...
Santana sonrió al verme hacer un rictus. Después me tomó la mano y se dedicó a juguetear con mis dedos.
—No me había dado cuenta de que quisieras algo más, aparte de transformarte en un monstruo como yo. Siento una enorme curiosidad por saber de qué se trata —habló con voz tan suave y baja que su leve tono de impaciencia me habría pasado desapercibido si no le hubiera conocido tan bien.
Hice una pausa y contemplé su mano sobre la mía. Aún no sabía por dónde empezar. Sentía sus ojos clavados en mí, y me daba miedo levantar la mirada. La sangre se me empezó a subir a la cara.
Sus dedos gélidos rozaron mi mejilla.
—¿Te estás ruborizando? —preguntó, sorprendida. Yo seguía mirando hacia abajo—. Por favor, Britt, no me gusta el suspenso.
Me mordí el labio.
—Britt…
Su tono de reproche me recordó que le dolía que me guardase mis pensamientos.
—Me preocupa un poco... lo que pasará después —reconocí, atreviéndome a levantar la mirada por fin.
Noté que su cuerpo se ponía tenso, pero su voz seguía siendo de terciopelo.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Todos parecéis convencidos de que mi único interés va a ser exterminar a todos los habitantes de la ciudad —respondí. Santana puso mala cara al oír las palabras que había elegido—. Me da miedo estar tan preocupada por contener mis impulsos violentos que no vuelva a ser yo misma... Y también me da... me da miedo no volver a desearte como te deseo ahora.
—Britt, esa fase no dura eternamente —me tranquilizó.
Era obvio que no me estaba entendiendo.
—Santy —le dije. Estaba tan nerviosa que me dediqué a estudiar con atención un lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría hacer antes de dejar de ser humana.
Ella esperó a que prosiguiera, pero no lo hice. Mi cara estaba roja como un tomate.
—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin tener ni idea de lo que le iba a pedir.
—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi plan de atraerle con sus propias palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme a preguntárselo.
—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus ojos una expresión ferviente y algo perpleja—. Dime lo que quieres, y lo tendrás.
No podía creer que me estuviera comportando de una forma tan torpe y tan estúpida. Era demasiado inocente; precisamente, mi inocencia era el punto central de la conversación. No tenía la menor idea de cómo mostrarme seductora. Tendría que conformarme con recurrir al rubor y la timidez.
—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi ininteligible.
—Sabes que soy tuya —sonrió, sin comprender aún, e intentó retener mi mirada cuando volví a desviarla.
Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la cama. Luego le rodeé el cuello con los brazos y le besé.
Me devolvió el beso, desconcertada, pero de buena gana. Sentí sus labios tiernos contra los míos, y me di cuenta de que tenía la cabeza en otra parte, de que estaba intentando adivinar qué pasaba por la mía. Decidí que necesitaba una pista.
Solté mis manos de su nuca y con dedos trémulos le recorrí el cuello hasta llegar al cuello de su blusa. Aquel temblor no me ayudaba demasiado, ya que tenía que darme prisa y desabrocharle los botones antes de que ella me detuviera.
Sus labios se congelaron, y casi pude escuchar el chasquido de un interruptor en su cabeza cuando por fin relacionó mis palabras con mis actos.
Me apartó de inmediato con un gesto de desaprobación.
—Sé razonable, Britt.
—Me lo has prometido. Lo que yo quiera —le recordé, sin ninguna esperanza.
—No vamos a discutir sobre eso.
Se quedó mirándome mientras se volvía a abrochar los dos botones que había conseguido soltarle.
Rechiné los dientes.
—Pues yo digo que sí vamos a discutirlo —repuse. Me llevé las manos a la blusa y de un tirón abrí el botón de arriba. Me agarró las muñecas y me las sujetó a ambos lados del cuerpo.
—Y yo te digo que no —refutó, tajante. Nos miramos con ira.
—Tú querías saber —le eché en cara.
—Creí que se trataba de un deseo vagamente realista.
—De modo que tú puedes pedir cualquier estupidez que te apetezca, por ejemplo, casarnos, pero yo no tengo derecho ni siquiera a discutir lo que...
Mientras lanzaba mi diatriba, Santana me sujetó ambas manos con una de las suyas para que dejara de gesticular, y utilizó la que le quedaba libre para taparme la boca.
—No —su gesto era pétreo.
Respiré hondo y traté de calmarme. Según se desvanecía la ira, empecé a sentir algo distinto.
Me llevó unos instantes admitir por qué había vuelto a agachar la mirada, por qué me había ruborizado otra vez, por qué se me había revuelto el estómago, por qué tenía los ojos húmedos y por qué de pronto quería salir corriendo de la habitación.
Era por aquella reacción tan poderosa e instintiva. Por su rechazo.
Sabía que me estaba comportando de forma irracional. Santana había dejado claro en otras ocasiones que el único motivo por el que se negaba a hacerlo era mi propia seguridad. Sin embargo, jamás me había sentido tan vulnerable. Me quedé mirando al edredón dorado que hacía juego con sus ojos e intenté desterrar la reacción refleja que me decía que no era deseada ni deseable.
Santana suspiró. Me quitó la mano de la boca y la puso bajo mi barbilla, levantándome la cara para que le mirase.
—¿Y ahora qué?
—Nada —musité.
Observó con atención mi rostro durante un buen rato mientras yo trataba en vano de apartarme de su mirada. Después arrugó la frente con gesto de horror.
—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó con consternación.
—No —mentí.
Ni siquiera supe cómo ocurrió: de pronto, me encontré entre sus brazos, y ella acunaba mi cabeza sujetándola entre el hombro y la mano, mientras que con el pulgar me acariciaba la mejilla una y otra vez.
—Sabes por qué tengo que decirte que no —susurró—, y también sabes que te deseo.
—¿Segura? —le pregunté con voz titubeante.
—Pues claro que sí, niña guapa, tonta e hipersensible —soltó una carcajada, y luego su voz se volvió neutra—. Todo el mundo te desea. Sé que hay una cola inmensa de candidatos detrás de mí, y cuando digo candidatos me refiero a chicos y chicas— su gesto se puso serio de nuevo— todos maniobrando para colocarse en primera posición, a la espera de que yo cometa un error... Eres demasiado deseable para tu propia seguridad.
—¿Quién es la tonta ahora? —tenía muy claro que los adjetivos «torpe», «vergonzosa» e «inepta» no aparecían en ningún diccionario bajo la definición de «deseable».
—¿Tengo que rellenar una instancia para que me creas? ¿Te digo los nombres que encabezan la lista? Ya conoces unos cuantos, pero otros te sorprenderían.
Moví la cabeza a los lados, sin apartarla de su pecho, e hice una mueca.
—Estás intentando cambiar de tema.
Santana volvió a suspirar.
—Dime si he hecho algo mal —intenté sonar objetiva—. Tus exigencias son éstas: que nos casemos —era incapaz de decirlo sin torcer el gesto—, que te deje pagar mis estudios y que te dé más tiempo. Además, no te importaría que mi vehículo fuera un poco más rápido —enarqué las cejas—. ¿Se me olvida algo? Es una lista considerable.
—La única exigencia es la primera —Santana estaba haciendo esfuerzos para no reírse—. Las demás son simples peticiones.
—A cambio, mi pequeña y solitaria exigencia es...
—¿Exigencia? —me interrumpió, de nuevo seria.
—Sí, he dicho exigencia.
Santana entornó los ojos.
—Casarme es como una condena para mí —dije—. No pienso aceptar a menos que reciba algo a cambio.
Se inclinó para susurrarme con voz tierna:
—No. Ahora es imposible. Más adelante, cuando seas menos frágil. Ten paciencia, Britt.
Intenté mantener una voz firme y ecuánime.
—Ahí está el problema. Cuando sea menos frágil, ya nada será igual. ¡Yo no seré la misma persona! Ni siquiera estoy segura de quién seré para entonces.
—Seguirás siendo tú, Britt —me prometió.
Fruncí el ceño.
—Si cambio lo bastante como para querer matar a Charlie, o chupar la sangre de Sam o de Tina si tengo ocasión, ¿cómo voy a seguir siendo la misma?
—Se te pasará. Además, dudo que te apetezca beber sangre de perro —fingió estremecerse ante tal idea—. Aunque seas una renacida, una neófita, seguro que tienes mejor gusto.
Ignoré su intento de desviar el tema.
—Pero eso será lo que más voy a desear siempre, ¿verdad? —dije en tono desafiante—. ¡Sangre, sangre y más sangre!
—El hecho de que sigas viva es una prueba de que eso no es cierto —argumentó.
—Porque para ti han pasado más de ochenta años —le recordé—. Estoy hablando de algo físico. De forma racional, sé que volveré a ser yo misma... cuando transcurra un tiempo. Pero en lo puramente físico, siempre tendré sed, por encima de cualquier otro deseo —Santana no contestó—. Así que seré distinta —concluí, sin oposición por su parte—. Porque ahora mismo lo que más deseo eres tú. Más que la comida o el agua o el oxígeno. Mi mente tiene una lista de prioridades ordenada de forma algo más racional, pero mi cuerpo...
Giré la cabeza para darle un beso en la palma de la mano.
Santana respiró hondo. Me sorprendió notar que titubeaba.
—Britt, podría matarte —se justificó.
—No creo que seas capaz.
Santana entrecerró los ojos. Después, apartó la mano de mi cara y tanteó detrás de ella, buscando algo que no pude ver. Se oyó un chasquido amortiguado y la cama tembló bajo nosotras.
Tenía en la mano algo oscuro, y me lo acercó para que lo examinara. Era una flor de metal, una de las rosas que adornaban los barrotes de hierro forjado del dosel de su cama. Cerró la mano un segundo, apretó los dedos con suavidad, y volvió a abrirla.
Sin decir una sola palabra, me extendió una masa triturada e informe de metal negro. Había adquirido el perfil del hueco de su mano, como un trozo de plastilina apretujado en el puño de un niño. Una fracción de segundo después, el bulto se desmenuzó y se convirtió en polvo negro sobre la palma de su mano.
Le lancé una mirada furiosa.
—No me refería a eso. Ya sé cuánta fuerza tienes, no hace falta que destroces los muebles.
—Entonces, ¿qué querías decir? —me preguntó con voz siniestra, arrojando a un rincón el puñado de virutas de hierro, que repiquetearon como lluvia al chocar contra la pared.
Traté de explicarme, con sus ojos clavados en mí.
—Obviamente, no me refiero a que no pudieras herirme si lo desearas... Es más importante que eso: se trata de que no quieres hacerme daño. Por eso creo que no serías capaz.
Empezó a decir que no con la cabeza antes de que yo terminara de hablar.
—Tal vez no funcione así, Britt.
—Tal vez —me burlé—. Tienes tanta idea de lo que estás diciendo como yo.
—Exacto. ¿Crees que me atrevería a correr un riesgo así contigo?
Le miré a los ojos durante un buen rato. No vi en ellos el menor atisbo de indecisión, y comprendí que no iba a ceder.
—Por favor —supliqué, desesperada—. Es lo único que quiero. Por favor... —cerré los ojos, derrotada, a la espera de un rápido y definitivo no.
Pero Santana no respondió de inmediato. Vacilé un momento, sorprendida al notar que su respiración volvía a acelerarse.
Abrí los ojos y vi que tenía la cara descompuesta.
—Por favor... —volví a susurrar. Los latidos de mi corazón se dispararon de nuevo. Me apresuré a aprovechar la duda que había asomado de repente a sus ojos, y las palabras me brotaron a borbotones—. No tienes que darme ninguna garantía. Si no funciona, vale, no pasa nada. Sólo te pido que lo intentemos. Únicamente intentarlo, ¿vale? A cambio te daré lo que quieras —le prometí de manera atolondrada—. Me casaré contigo. Dejaré que me pagues la matrícula en Dartmouth y no me quejaré cuando les sobornes para que me admitan. Hasta puedes comprarme un coche más potente, si eso te hace feliz. Pero sólo... Por favor...
Me rodeó con sus brazos helados y puso los labios al lado de mi oreja; su respiración gélida me hizo estremecer.
—Esta sensación es insoportable. Hay tantas cosas que he querido darte... Y tú decides pedirme precisamente esto. ¿Tienes idea de lo doloroso que me resulta negarme cuando me lo suplicas de esta forma?
—Entonces, no te niegues —le dije, sin aliento.
No me respondió.
—Por favor —lo intenté de nuevo.
—Britt…
Movió la cabeza a los lados, pero esta vez tuve la impresión de que el lento deslizar de su cara y sus labios sobre mi garganta no era una negación. Más bien parecía una rendición. Mi corazón, que ya latía deprisa, adquirió un ritmo frenético.
De nuevo aproveché la ventaja como pude. Cuando volvió su rostro hacia el mío en aquel ademán lento y vacilante, me retorcí entre sus brazos y busqué sus labios. Ella me agarró la cara entre las manos, y creí que me apartaría una vez más.
Pero me equivocaba.
Su boca ya no era tierna; el movimiento de sus labios transmitía una sensación por completo nueva, de conflicto y desesperación. Entrelacé los dedos detrás de su cuello y sentí su cuerpo más gélido que nunca contra mi piel, que de pronto parecía arder. Me estremecí, pero no era a causa del frío.
Santana no paraba de besarme. Fui yo quien tuvo que apartarse para respirar, pero ni siquiera entonces sus labios se separaron de mi piel, sino que se deslizaron hacia mi garganta. La emoción de la victoria fue un extraño climax que me hizo sentir poderosa y valiente. Mis manos ya no temblaban; mis dedos soltaron con facilidad los botones de su blusa y recorrieron la línea perfecta que lleva hacia su pecho de hielo. Santana era tan hermosa… ¿Qué palabra acaba de utilizar ella? Insoportable. Sí, su belleza era tan intensa que resultaba casi insoportable.
Dirigí su boca hacia la mía; parecía tan encendida como yo. Una de sus manos seguía acariciando mi cara, mientras la otra me aferraba la cintura y me apretaba contra ella. Eso me ponía un poco más difícil llegar a los botones de mi blusa, pero no imposible.
Unas frías esposas de acero apresaron mis muñecas y levantaron mis manos por encima de la cabeza, que de pronto estaba apoyada sobre una almohada.
Sus labios volvían a estar junto a mi oreja.
—Britt —murmuró, con voz cálida y aterciopelada—. Por favor, ¿te importaría dejar de desnudarte?
—¿Quieres hacerlo tú? —pregunté, confusa.
—Esta noche no —respondió con dulzura. Ahora sus labios recorrían más despacio mi mejilla y mi mandíbula. La urgencia se había desvanecido.
—Santy, no... —empecé a decir.
—No estoy diciendo que no —me dijo en tono tranquilizador—. Sólo digo que «esta noche no».
Me quedé pensando en ello durante unos instantes, mientras mi respiración empezaba a calmarse.
—Dame una razón convincente para que yo comprenda por qué esta noche no es tan buena como cualquier otra —aún me faltaba el aliento, lo que hacía que el timbre de frustración de mi voz sonara menos convincente.
—No nací ayer —Santana se rió quedamente junto a mi oreja—. ¿Cuál de nosotras dos se resiste más a dar a la otra lo que quiere? Acabas de prometer que te casarás conmigo, pero si cedo a tus deseos esta noche, ¿quién me garantiza que por la mañana no saldrás corriendo a los brazos de William? Está claro que yo soy mucho menos reacia a darte a ti lo que deseas. Por lo tanto... Tú primero.
Resoplé, y le pregunté con incredulidad:
—¿Tengo que casarme antes contigo?
—Ése es el trato: lo tomas o lo dejas. El compromiso, ¿recuerdas?
Me envolvió con sus brazos y me besó de un modo que debería ser ilegal. Demasiado persuasivo; era como una coacción, una intimidación. Traté de mantener la mente despejada... y fracasé de inmediato y por completo.
—Creo que no es buena idea —resollé cuando al fin me dejó respirar.
—No me sorprende que lo pienses —sonrió con gesto burlón—. Tienes una mente muy cuadriculada.
—Pero ¿se puede saber qué ha pasado? —dije—. Por una vez pensé que esta noche era yo quien tenía el control, y de repente...
—...estás comprometida —completó ella.
—¡Eh! Por favor, no digas eso en voz alta.
—¿Vas a romper tu promesa? —me preguntó.
Se apartó un poco para poder leer en mi cara. Se lo estaba pasando en grande.
Le miré con furia, intentando olvidar la forma en que su sonrisa me aceleraba el corazón.
—¿La vas a romper? —insistió.
—¡No! —gruñí—. No voy a romperla. ¿Ya estás contenta?
Su sonrisa era cegadora.
—Sumamente contenta.
Solté otro bufido.
—¿Es que tú no estás contenta?
Me besó de nuevo sin dejarme responder. Fue otro beso demasiado convincente.
—Un poco —reconocí cuando me dejó hablar—, pero no por lo de casarnos.
Volvió a besarme.
—¿No tienes la sensación de que todo está al revés? —dijo riéndose en mi oído—. Tú deberías querer casarte y yo no. Es lo convencional.
—En nuestra relación no hay nada convencional.
—Cierto.
Volvió a besarme, y siguió haciéndolo hasta que mi corazón palpitó como un tambor y la piel se me enrojeció.
—Escucha, Santy —le dije en tono zalamero cuando hizo una pausa para darme un beso en la palma de la mano—. He dicho que me casaría contigo, y lo haré. Te lo prometo. Te lo juro. Si quieres, te firmo un contrato con mi propia sangre.
—Eso no tiene gracia —murmuró, con la boca apoyada en el interior de mi muñeca.
—Lo que quiero decir es que no pienso engañarte. Me conoces muy bien. Así que no hay razón para esperar. Estamos completamente solas: ¿cuántas veces ocurre eso? Además, tenemos esta cama tan grande y tan cómoda...
—Esta noche, no —repitió.
—¿No confías en mí?
—Desde luego que sí.
Usando la mano que ella seguía besando, eché su cara un poco hacia atrás para poder estudiar su expresión.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Sabes de sobra que al final vas a ganar —fruncí el entrecejo y añadí—: Tú siempre ganas.
—Sólo cubro mis apuestas —respondió con calma.
—Hay algo más —dije, entornando los ojos. Su rostro estaba a la defensiva, señal de que bajo su aire despreocupado ocultaba algún motivo secreto—. ¿Acaso tienes tú la intención de faltar a tu palabra?
—No —prometió en tono solemne—. Te lo juro, intentaremos hacerlo. Después de que te cases conmigo.
Sacudí la cabeza y me reí sin ganas.
—Me haces sentir como la mala de la película, que se mofa mientras trata de arrebatarle la virginidad a la pobre protagonista.
Durante un segundo me dirigió una mirada suspicaz, y enseguida agachó la cabeza para apretar los labios contra mi clavícula.
—De eso se trata, ¿verdad? —se me escapó una carcajada más de asombro que de alegría—. ¡Estás intentando proteger tu virginidad! —me tapé la boca con la mano para sofocar la risotada que me salió a continuación. Aquellas palabras estaban tan pasadas de moda...
—No, niña boba —murmuró contra mi hombro—. Estoy intentando proteger la tuya. Y me lo estás poniendo muy difícil.
—De todas las cosas ridiculas que...
—Deja que te diga una cosa —me interrumpió—. Ya sé que hemos discutido esto antes, pero te pido que me sigas la corriente. ¿Cuántas personas en esta habitación tienen alma, y la oportunidad de ir al cielo, o lo que haya después de esta vida?
—Dos —respondí con decisión.
—Vale. Quizá sea cierto. Hay muchas opiniones a este respecto, pero la inmensa mayoría de la gente parece creer que hay ciertas normas que deben seguirse.
—¿No te basta con las normas vampíricas? ¿Es que tienes que preocuparte también de las humanas?
—No viene mal —dijo, encogiéndose de hombros—. Sólo por si acaso.
Le miré, entrecerrando los ojos.
—Por supuesto, aunque tengas razón con respecto a lo de mi alma, puede que ya sea demasiado tarde para mí.
—No, no es tarde —dije.
—«No matarás» es un precepto aceptado por la mayoría de las religiones. Y yo he matado a mucha gente, Britt.
—Sólo a los malos.
Se encogió de hombros.
—Tal vez eso influya, tal vez no, pero tú aún no has matado a nadie...
—Que tú sepas —le dije.
Sonrió, pero hizo caso omiso a mi interrupción.
—Y voy a hacer todo lo posible para mantenerte alejada del camino de la tentación.
—Vale, pero no estábamos hablando de cometer asesinatos —le recordé.
—Se aplica el mismo principio. La única diferencia es que ésta es la única área donde estoy tan inmaculada como tú. ¿No puedo dejar al menos una regla sin romper?
—¿Una?
—Bueno, ya sabes que he robado, he mentido, he codiciado bienes ajenos... Lo único que me queda es la castidad —sonrió con malicia.
—Yo miento constantemente.
—Sí, pero lo haces tan mal que no cuenta. Nadie se cree tus embustes.
—Espero que te equivoques. De lo contrario, Charlie debe de estar a punto de echar la puerta abajo con una pistola cargada en la mano.
—Charlie es más feliz cuando finge que se traga tus historias. Prefiere engañarse a sí mismo y no pensar demasiado en ello —me dijo sonriendo.
—Pero ¿qué bien ajeno has codiciado tú? —le pregunté—. Lo tienes todo.
—Te codicié a ti —su sonrisa se apagó—. No tenía derecho a poseerte, pero fui y te tomé de todos modos. Ahora, mira cómo has acabado: intentando seducir a una vampira —meneó la cabeza con horror fingido.
—Tienes derecho a codiciar lo que ya es tuyo —le contesté—. Además, creía que lo que te preocupaba era mi castidad.
—Y lo es. Si resulta demasiado tarde para mí... Prefiero arder en las llamas del infierno, y perdóname el juego de palabras, antes que dejar que te impidan entrar en el cielo.
—No puedes pretender que entre en un sitio donde tú no vayas a estar —le dije—. Esa es mi definición del infierno. De todas formas, tengo una solución muy fácil: no vamos a morirnos nunca, ¿de acuerdo?
—Suena bastante sencillo. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Siguió sonriéndome hasta que acabé soltando un airado «¡aja!».
—Así que te niegas a dormir conmigo hasta que no estemos casadas.
—Técnicamente, nunca podré dormir contigo.
Puse los ojos en blanco.
—Muy maduro, Santy. Me refería a acostarnos.
—Bueno, quitando ese detalle, tienes razón.
—Yo creo que escondes algún otro motivo más.
Abrió unos ojos como platos, con gesto inocente.
—¿Otro motivo?
—Sabes que eso aceleraría las cosas —le respondí.
Santana intentó contener la sonrisa.
—Sólo hay una cosa que quiero acelerar, y el resto puede esperar por siempre... Pero, la verdad, tus impacientes hormonas humanas son mi más poderoso aliado en este sentido.
—No puedo creer que me hagas pasar por el altar. Cuando pienso en Charlie... ¡O en Susan! ¿Te imaginas lo que van a decir Tina o Sugar? ¡Arg! Ya estoy viendo sus cotilleos.
Santana me miró enarcando una ceja, y enseguida supe por qué. ¿Qué más me daba lo que dijeran de mí si pronto me marcharía para no volver? ¿De verdad era tan hipersensible que no podía soportar unas cuantas semanas de indirectas y miraditas de soslayo? Lo que más me molestaba era que, si yo misma me hubiese enterado de que alguna se iba a casar ese mismo verano, me habría puesto a cotillear con tan mala idea como las demás. ¡Uf! Casarme este verano. Me dio un escalofrío. Sí, otra cosa que me molestaba era que me habían educado para que sintiera escalofríos sólo de pensar en el matrimonio. Santana interrumpió mis cavilaciones.
—No hace falta que sea un bodorrio. No necesito tanta fanfarria. No tienes que decírselo a nadie ni cambiar tus planes. ¿Por qué no vamos a Las Vegas? Puedes ponerte unos vaqueros. Hay una capilla que tiene una ventanilla por la que te casan sin que te bajes del coche. Lo único que quiero es hacerlo oficial, y que quede claro que me perteneces a mí y a nadie más.
—No puede ser más oficial de lo que ya lo es — refunfuñé, aunque su descripción no me había sonado tan mal. La única que se iba a sentir decepcionada era Rachel.
—Ya veremos —sonrió, complaciente—. Supongo que no querrás aún el anillo de compromiso.
Tuve que tragar saliva antes de responder.
—Supones bien.
Santana se rió al ver la expresión de mi cara.
—De acuerdo. De todos modos, no tardaré en rodear tu dedo con él. Me quedé mirándole.
—Hablas como si ya tuvieras un anillo.
—Y lo tengo —dijo sin avergonzarse—, listo para ponértelo al menor signo de debilidad.
—Eres increíble.
—¿Quieres verlo? —me preguntó. De pronto sus ojos topacio brillaron de emoción.
—¡No! —exclamé. Fue un acto reflejo del que me arrepentí de inmediato, ya que Santana se entristeció—. Bueno, si de verdad quieres enseñármelo, hazlo —intenté arreglarlo, apretando los dientes para no demostrar el pánico irracional que me poseía.
—No pasa nada —repuso mientras se encogía de hombros—. Puedo esperar.
Di un suspiro.
—Enséñame el maldito anillo, Santy.
Negó con la cabeza.
—No.
Estudié su expresión durante un buen rato.
—Por favor... —le pedí con voz tierna, experimentando con el arma que acababa de descubrir. Le acaricié la cara con la punta de los dedos—. Por favor, ¿puedo verlo?
Santana entornó los ojos.
—Eres la criatura más peligrosa que he conocido en mi vida —declaró. Pero se levantó y se arrodilló junto a la mesilla de noche con aquella elegancia inconsciente tan propia de ella. Apenas un instante después volvió a la cama, se sentó a mi lado y me rodeó el hombro con un brazo. En la otra mano tenía una pequeña caja negra, que depositó en precario equilibrio sobre mi rodilla izquierda.
—Adelante, échale un vistazo —me instó de repente.
Sostener aquella cajita de aspecto inofensivo me resultó más difícil de lo que esperaba, pero no quería volver a herir sus sentimientos, así que traté de dominar el temblor de mi mano. La caja estaba forrada de satén negro. Lo acaricié con los dedos, indecisa.
—¿No te habrás gastado mucho dinero? Si lo has hecho, miénteme.
—No me he gastado nada —me aseguró—. Se trata de otro objeto usado. Es el mismo anillo que mi padre le dio a mi madre.
—Oh —dije, sorprendida. Después pellizqué la tapa entre el pulgar y el índice, pero no la abrí.
—Supongo que es demasiado anticuado —se disculpó medio en broma—. Está tan pasado de moda como yo. Puedo comprarte otro más moderno. ¿Qué te parece uno de Tiffany's?
—Me gustan las cosas pasadas de moda —murmuré mientras levantaba la tapa con dedos vacilantes.
Rodeado por raso negro, el anillo de Elizabeth Masen brillaba a la tenue luz de la habitación. La piedra era un óvalo grande decorado con filas oblicuas de brillantes piedrecillas redondas. La banda era de oro, delicada y estrecha, y tejía una frágil red alrededor de los diamantes. Nunca había visto nada parecido.
Sin pensarlo, acaricié aquellas gemas resplandecientes.
—Es muy bonito—murmuré, sorprendida de mi propia reacción.
—¿Te gusta?
—Es precioso —me encogí de hombros, fingiendo que no me interesaba demasiado—. A cualquiera le gustaría.
Santana soltó una carcajada.
—Pruébatelo, a ver si te queda bien.
Cerré la mano izquierda instintivamente.
—Britt —dijo con un suspiro—, no voy a soldártelo al dedo. Sólo quiero que te lo pruebes para ver si tengo que llevarlo a que lo ajusten. Luego te lo puedes quitar.
—Vale —cedí.
Cuando iba a coger el anillo, Santana me detuvo, tomó mi mano izquierda en la suya y deslizó la alianza por mi dedo corazón. Después me sujetó la mano en alto para que ambos pudiéramos contemplar el efecto de los brillantes sobre mi piel. Tenerlo puesto no resultó tan horrible como había temido.
—Te queda perfecto —afirmó en tono flemático—. Eso está bien: así me ahorro un paseo a la joyería.
Al percibir la intensa emoción que se ocultaba bajo el tono despreocupado de su voz, le miré a la cara. A pesar de que intentaba fingir indiferencia, sus ojos también le delataban.
—Te gusta, ¿verdad? —le pregunté suspicaz, mientras movía los dedos en el aire y pensaba que era una pena no haberme roto la mano izquierda.
Santana se encogió de hombros.
—Claro —dijo, siempre en el mismo tono apático—. Te sienta muy bien.
Le miré a los ojos, tratando de descifrar la emoción que ardía bajo la superficie. Santana me devolvió la mirada, y todo disimulo se desvaneció. Su rostro de ángel resplandecía con la alegría de la victoria. Era una visión tan gloriosa que me cortaba la respiración.
Antes de que pudiera recobrar el aliento, Santana me besó con labios exultantes. Cuando retiró su boca para susurrarme al oído, la cabeza me daba vueltas; pero me di cuenta de que su respiración era tan entrecortada como la mía.
—Sí, me gusta. No sabes cuánto.
Me eché a reír.
—Te creo.
—¿Te importa que haga una cosa? —me preguntó mientras me abrazaba con fuerza.
—Lo que quieras.
Pero me soltó y se apartó de mí.
—Lo que quieras, excepto eso —me quejé.
Sin hacerme caso, Santana me cogió de la mano y me levantó de la cama. Después se plantó de pie frente a mí, con las manos sobre mis hombros y el gesto serio.
—Quiero hacer esto como Dios manda. Por favor, recuerda que has dicho que sí. No me estropees este momento.
—Oh, no —dije boquiabierta, mientras ella clavaba una rodilla en el suelo.
—Pórtate bien —murmuró.
Respiré hondo.
—Brittany Pierce —me miró a través de aquellas pestañas de una longitud imposible. Sus ojos dorados eran tiernos y, a la vez, abrasadores—. Prometo amarte para siempre, todos los días de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
Quise decirle muchas cosas. Algunas no eran nada agradables, mientras que otras resultaban más empalagosas y románticas de lo que la propia Santana habría soñado. Decidí no ponerme en evidencia a mí misma y me limité a susurrar:
—Sí.
—Gracias —respondió.
Después, tomó mi mano y me besó las yemas de los dedos antes de besar también el anillo, que ahora me pertenecía.
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Compromiso
Todo estaba listo.
Mi equipaje para la visita de dos días «a Rachel» estaba preparado, y la bolsa me esperaba en el asiento del copiloto de mi coche. Les había regalado las entradas del concierto a Tina, Mike y Artie. Este último iba a llevar a Sugar, tal y como yo esperaba. Billy le había pedido prestado el bote al Viejo Jake, y había invitado a Charlie a pescar en mar abierto antes de que empezara el partido de la tarde. Collin y Brady, los dos licántropos más jóvenes, permanecerían en la retaguardia para proteger La Push, aunque eran tan sólo unos crios de trece años. Aun así, Charlie estaría más seguro que ninguno de los que se iban a quedar en Forks.
Yo había hecho cuanto estaba en mi mano. Traté de convencerme de ello, y también de apartar de mi cabeza la gran cantidad de factores que quedaban fuera de mi control. De un modo u otro, en cuarenta y ocho horas todo habría acabado. Era un pensamiento casi reconfortante.
Santana me había pedido que me relajara, y yo iba a intentarlo por todos los medios.
—¿Podemos olvidarnos de todo por una noche y pensar tan sólo en nosotras dos? —me había suplicado, desatando sobre mí todo el poder de su mirada—. Parece que nunca tenemos tiempo para nosotras. Necesito estar a solas contigo. Sólo contigo.
No era una solicitud difícil de aceptar, aunque una cosa era asegurar que iba a olvidar mis temores y otra hacerlo de verdad. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar, sabiendo que disponíamos de esta noche para nosotras dos solas, lo cual me ayudaba. Algunas cosas habían cambiado, por ejemplo, ya estaba preparada.
Preparada para unirme a su familia y a su mundo. Así me lo revelaban el miedo, la culpa y la angustia que experimentaba en ese momento. Había tenido ocasión de concentrarme en esas sensaciones ‑lo había hecho mientras contemplaba la luna entre las nubes, recostada contra el cuerpo de un hombre lobo‑, y sabia que ya no volvería a caer presa del pánico. La siguiente vez que nos ocurriera algo, yo estaría preparada. En el balance final, pensaba ser un activo, no un pasivo. Santana no tendría que volver a elegir nunca más entre su familia y yo. Íbamos a ser compañeras, igual que Rachel y Quinn. La próxima vez, yo cumpliría mi parte.
Esperaría a liberarme del juramento para que Santana se sintiera satisfecha, pero no hacía falta: estaba lista. Sólo faltaba un detalle.
Había cosas que aún no habían cambiado, y entre ellas el amor desesperado que sentía por mi novia. Había tenido mucho tiempo para analizar las consecuencias de la apuesta de Quinn y Puck, y para decidir a qué cosas estaba dispuesta a renunciar junto con mi naturaleza humana y a cuáles no. Sabía muy bien qué experiencia quería gozar antes de convertirme en un ser inhumano.
De modo que esa noche teníamos algunos asuntos pendientes que solucionar. Después de todo lo que había visto en los últimos dos años, yo ya no creía en el significado de la palabra «imposible». Santana tendría que recurrir a algo más que ese vocablo para detenerme.
Para ser sincera, sabía que no iba a ser tan fácil, pero pensaba intentarlo.
Teniendo en cuenta la decisión que había tomado, no me extrañó descubrir lo nerviosa que estaba mientras conducía el largo trecho hasta su casa. No sabía cómo hacer lo que quería hacer, y estaba muerta de miedo. Al ver lo despacio que conducía, Santana, que iba en el asiento del copiloto, trataba de contener una sonrisa. Me sorprendió que no insistiera en coger el volante, pero esa noche mi velocidad de tortuga no parecía molestarle.
Ya había oscurecido cuando llegamos a su casa. A pesar de ello, el prado se veía iluminado por la luz que brillaba en todas las ventanas.
En cuanto apagué el motor, Santana ya estaba abriendo la puerta de mi lado. Me sacó en volandas de la cabina con un brazo mientras que con el otro cogía mi bolsa del asiento trasero y se la colgaba del hombro. Sus labios se encontraron con los míos al mismo tiempo que le oía cerrar la puerta de la camioneta con el pie.
Sin dejar de besarme, me levantó en el aire para acomodarme mejor entre sus brazos y me llevó hasta la casa como si fuera un bebé.
¿Acaso estaba abierta la puerta? No lo sabía. El caso es que habíamos entrado y yo me sentía mareada. Me recordé a mí misma que debía respirar.
El beso no me asustó. No era como otras veces, cuando sentía el temor y el pánico agazapados por debajo de su estricto control. Ahora no sentí sus labios nerviosos, sino ardientes. Santana parecía tan emocionada como yo ante la perspectiva de una noche entera para concentrarnos en estar juntas. Siguió besándome durante un buen rato, de pie en la entrada. Parecía menos atrincherada de lo habitual, y su gélida boca mostraba una apremiante necesidad de la mía.
Empecé a albergar un cauteloso optimismo. Tal vez conseguir mis propósitos no iba a resultar tan difícil como me había esperado.
No, me dije, sin duda será bien difícil, y aún más.
Con una leve risita, Santana me apartó un poco y me sostuvo en el aire a casi un metro de su cuerpo.
—Bienvenida a casa —me dijo, con un brillo cálido en los ojos.
—Eso suena bien —le respondí sin aliento.
Me depositó con suavidad en el suelo. Yo le rodeé con los brazos; no estaba dispuesta a dejar el menor hueco entre las dos.
—Tengo algo para ti —anunció como de pasada.
—¿Qué?
—Un objeto usado. Dijiste que podías aceptar regalos de ese tipo, ¿te acuerdas?
—Ah, ya. Supongo que lo dije.
Mi renuencia hizo reír a Santana.
—Está en mi habitación. ¿Subo a cogerlo?
¿Su habitación?
—Claro —le contesté. Me sentí un poco tramposa cuando entrelacé mis dedos con los suyos—. Vamos.
Santana debía de estar impaciente por entregarme mi no regalo, porque no se conformó con la velocidad humana. Volvió a cogerme en brazos y subió las escaleras prácticamente volando. Cuando llegamos al dormitorio, me dejó en la puerta y salió como una bala hasta el armario.
Aún no había dado un solo paso y ya la tenía otra vez delante de mí. Pero le ignoré, entré al cuarto y me encaminé hacia el enorme lecho dorado. Después me senté en el borde, reculé hacia el centro de la cama y, una vez allí, me acurruqué abrazándome las rodillas.
—¿Y bien? —refunfuñé. Ahora que estaba donde quería, podía permitirme cierta resistencia—. Enséñamelo.
Santana soltó una carcajada.
Se subió a la cama y se sentó a mi lado. Mi corazón latía desbocado. Con un poco de suerte, ella lo interpretaría como una reacción ante su regalo.
—Es un objeto usado —me recordó en tono serio. Me apartó la muñeca izquierda de la pierna y acarició la pulsera de plata por un instante. Después volvió a ponerme el brazo donde lo tenía.
Examiné con atención el obsequio. De la cadena, en el lado opuesto al lobo, colgaba un cristal brillante en forma de corazón, tallado en innumerables caras que resplandecían a la tenue luz de la lámpara. Contuve el aliento.
—Era de mi madre —se encogió de hombros, al desgaire—. Heredé de ella un puñado de baratijas como ésta. Ya les he regalado unas cuantas a Emma y a Rachel, así que, como ves, no tiene tanta importancia.
Sonreí con tristeza al ver su aplomo. Santana prosiguió:
—Aun así, se me ha ocurrido que podría ser un buen símbolo. Duro y frío —se rió—. Y a la luz del sol se ve el arco iris.
—Olvidas que se te parece en algo mucho más importante —murmuré—. Es precioso.
—Mi corazón es igual de silencioso que éste —dijo—. Y también es tuyo.
Giré la muñeca para que el cristal brillara bajo la luz.
—Gracias. Por los dos.
—No. Gracias a ti. Me alivia que hayas aceptado un regalo sin rechistar. No te viene mal como práctica —sonrió, luciendo sus blancos dientes.
Me apoyé en ella, escondiendo la cabeza bajo su brazo y acurrucándome a su lado. Era como abrazarse al David de Miguel Ángel, salvo que esta perfecta criatura de mármol me rodeó con sus manos para apretarme más.
Parecía un buen punto de arranque.
—¿Podemos hablar de una cosa? De entrada, te agradecería que empezaras abriendo un poco tu mente.
Santana dudó un instante.
—Lo intentaré —me contestó a la defensiva, con cautela.
—No voy a romper ninguna regla —prometí—. Esto es estrictamenté entre tú y yo —me aclaré la garganta—. Esto... Verás, la otra noche me impresionó la facilidad con que fuimos capaces de llegar a un acuerdo. He pensado que me gustaría aplicar ese mismo principio a una situación diferente.
¿Por qué me estaba expresando de una forma tan rebuscada? Debían de ser los nervios.
—¿Qué quieres negociar? —me preguntó, insinuando una sonrisa en su voz.
Me esforcé por encontrar las palabras exactas para abordar el asunto.
—Escucha a qué velocidad te late el corazón —murmuró Santana—. Parece un colibrí batiendo las alas. ¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente.
—Entonces continúa, por favor —me animó.
—Bueno, supongo que primero quería hablar contigo sobre esa ridicula condición del matrimonio.
—Será ridicula para ti, no para mí. ¿Qué tiene de mala?
—Me preguntaba si... si se trata de una cuestión negociable.
Santana frunció el ceño.
—Ya he cedido en lo más importante, al aceptar cobrarme tu vida en contra de mi propio criterio. Lo cual me otorga el derecho a arrancarte a ti ciertos compromisos.
—No —negué con la cabeza y me concentré en mantener la compostura—. Ese trato ya está cerrado. Ahora no estamos discutiendo mi... transformación. Lo que quiero es arreglar algunos detalles.
Me miró con recelo.
—¿A qué detalles te refieres, exactamente?
Vacilé un instante.
—Primero, aclaremos cuáles son tus condiciones.
—Ya sabes lo que quiero.
—Matrimonio —hice que sonara como una palabrota.
—Sí —respondió con una amplia sonrisa—. Eso para empezar.
Esto me impresionó tanto que mi compostura se fue al traste.
—¿Es que hay más?
—Bueno —dijo con aire de estar calculando algo—, si te conviertes en mi esposa, entonces lo que es mío es tuyo... Por ejemplo, el dinero para tus estudios. Así que no debería haber problema con lo de Dartmouth.
—Puestos a ser absurdos, ¿se te ocurre algo más?
—No me importaría que me dieras algo más de tiempo.
—No. Nada de tiempo. Ahí sí que no hay trato.
Santana exhaló un largo suspiro.
—Sólo sería un año, como mucho dos...
Apreté los labios y meneé la cabeza.
—Prueba con lo siguiente.
—Eso es todo. A menos que quieras hablar de coches...
Santana sonrió al verme hacer un rictus. Después me tomó la mano y se dedicó a juguetear con mis dedos.
—No me había dado cuenta de que quisieras algo más, aparte de transformarte en un monstruo como yo. Siento una enorme curiosidad por saber de qué se trata —habló con voz tan suave y baja que su leve tono de impaciencia me habría pasado desapercibido si no le hubiera conocido tan bien.
Hice una pausa y contemplé su mano sobre la mía. Aún no sabía por dónde empezar. Sentía sus ojos clavados en mí, y me daba miedo levantar la mirada. La sangre se me empezó a subir a la cara.
Sus dedos gélidos rozaron mi mejilla.
—¿Te estás ruborizando? —preguntó, sorprendida. Yo seguía mirando hacia abajo—. Por favor, Britt, no me gusta el suspenso.
Me mordí el labio.
—Britt…
Su tono de reproche me recordó que le dolía que me guardase mis pensamientos.
—Me preocupa un poco... lo que pasará después —reconocí, atreviéndome a levantar la mirada por fin.
Noté que su cuerpo se ponía tenso, pero su voz seguía siendo de terciopelo.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Todos parecéis convencidos de que mi único interés va a ser exterminar a todos los habitantes de la ciudad —respondí. Santana puso mala cara al oír las palabras que había elegido—. Me da miedo estar tan preocupada por contener mis impulsos violentos que no vuelva a ser yo misma... Y también me da... me da miedo no volver a desearte como te deseo ahora.
—Britt, esa fase no dura eternamente —me tranquilizó.
Era obvio que no me estaba entendiendo.
—Santy —le dije. Estaba tan nerviosa que me dediqué a estudiar con atención un lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría hacer antes de dejar de ser humana.
Ella esperó a que prosiguiera, pero no lo hice. Mi cara estaba roja como un tomate.
—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin tener ni idea de lo que le iba a pedir.
—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi plan de atraerle con sus propias palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme a preguntárselo.
—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus ojos una expresión ferviente y algo perpleja—. Dime lo que quieres, y lo tendrás.
No podía creer que me estuviera comportando de una forma tan torpe y tan estúpida. Era demasiado inocente; precisamente, mi inocencia era el punto central de la conversación. No tenía la menor idea de cómo mostrarme seductora. Tendría que conformarme con recurrir al rubor y la timidez.
—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi ininteligible.
—Sabes que soy tuya —sonrió, sin comprender aún, e intentó retener mi mirada cuando volví a desviarla.
Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la cama. Luego le rodeé el cuello con los brazos y le besé.
Me devolvió el beso, desconcertada, pero de buena gana. Sentí sus labios tiernos contra los míos, y me di cuenta de que tenía la cabeza en otra parte, de que estaba intentando adivinar qué pasaba por la mía. Decidí que necesitaba una pista.
Solté mis manos de su nuca y con dedos trémulos le recorrí el cuello hasta llegar al cuello de su blusa. Aquel temblor no me ayudaba demasiado, ya que tenía que darme prisa y desabrocharle los botones antes de que ella me detuviera.
Sus labios se congelaron, y casi pude escuchar el chasquido de un interruptor en su cabeza cuando por fin relacionó mis palabras con mis actos.
Me apartó de inmediato con un gesto de desaprobación.
—Sé razonable, Britt.
—Me lo has prometido. Lo que yo quiera —le recordé, sin ninguna esperanza.
—No vamos a discutir sobre eso.
Se quedó mirándome mientras se volvía a abrochar los dos botones que había conseguido soltarle.
Rechiné los dientes.
—Pues yo digo que sí vamos a discutirlo —repuse. Me llevé las manos a la blusa y de un tirón abrí el botón de arriba. Me agarró las muñecas y me las sujetó a ambos lados del cuerpo.
—Y yo te digo que no —refutó, tajante. Nos miramos con ira.
—Tú querías saber —le eché en cara.
—Creí que se trataba de un deseo vagamente realista.
—De modo que tú puedes pedir cualquier estupidez que te apetezca, por ejemplo, casarnos, pero yo no tengo derecho ni siquiera a discutir lo que...
Mientras lanzaba mi diatriba, Santana me sujetó ambas manos con una de las suyas para que dejara de gesticular, y utilizó la que le quedaba libre para taparme la boca.
—No —su gesto era pétreo.
Respiré hondo y traté de calmarme. Según se desvanecía la ira, empecé a sentir algo distinto.
Me llevó unos instantes admitir por qué había vuelto a agachar la mirada, por qué me había ruborizado otra vez, por qué se me había revuelto el estómago, por qué tenía los ojos húmedos y por qué de pronto quería salir corriendo de la habitación.
Era por aquella reacción tan poderosa e instintiva. Por su rechazo.
Sabía que me estaba comportando de forma irracional. Santana había dejado claro en otras ocasiones que el único motivo por el que se negaba a hacerlo era mi propia seguridad. Sin embargo, jamás me había sentido tan vulnerable. Me quedé mirando al edredón dorado que hacía juego con sus ojos e intenté desterrar la reacción refleja que me decía que no era deseada ni deseable.
Santana suspiró. Me quitó la mano de la boca y la puso bajo mi barbilla, levantándome la cara para que le mirase.
—¿Y ahora qué?
—Nada —musité.
Observó con atención mi rostro durante un buen rato mientras yo trataba en vano de apartarme de su mirada. Después arrugó la frente con gesto de horror.
—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó con consternación.
—No —mentí.
Ni siquiera supe cómo ocurrió: de pronto, me encontré entre sus brazos, y ella acunaba mi cabeza sujetándola entre el hombro y la mano, mientras que con el pulgar me acariciaba la mejilla una y otra vez.
—Sabes por qué tengo que decirte que no —susurró—, y también sabes que te deseo.
—¿Segura? —le pregunté con voz titubeante.
—Pues claro que sí, niña guapa, tonta e hipersensible —soltó una carcajada, y luego su voz se volvió neutra—. Todo el mundo te desea. Sé que hay una cola inmensa de candidatos detrás de mí, y cuando digo candidatos me refiero a chicos y chicas— su gesto se puso serio de nuevo— todos maniobrando para colocarse en primera posición, a la espera de que yo cometa un error... Eres demasiado deseable para tu propia seguridad.
—¿Quién es la tonta ahora? —tenía muy claro que los adjetivos «torpe», «vergonzosa» e «inepta» no aparecían en ningún diccionario bajo la definición de «deseable».
—¿Tengo que rellenar una instancia para que me creas? ¿Te digo los nombres que encabezan la lista? Ya conoces unos cuantos, pero otros te sorprenderían.
Moví la cabeza a los lados, sin apartarla de su pecho, e hice una mueca.
—Estás intentando cambiar de tema.
Santana volvió a suspirar.
—Dime si he hecho algo mal —intenté sonar objetiva—. Tus exigencias son éstas: que nos casemos —era incapaz de decirlo sin torcer el gesto—, que te deje pagar mis estudios y que te dé más tiempo. Además, no te importaría que mi vehículo fuera un poco más rápido —enarqué las cejas—. ¿Se me olvida algo? Es una lista considerable.
—La única exigencia es la primera —Santana estaba haciendo esfuerzos para no reírse—. Las demás son simples peticiones.
—A cambio, mi pequeña y solitaria exigencia es...
—¿Exigencia? —me interrumpió, de nuevo seria.
—Sí, he dicho exigencia.
Santana entornó los ojos.
—Casarme es como una condena para mí —dije—. No pienso aceptar a menos que reciba algo a cambio.
Se inclinó para susurrarme con voz tierna:
—No. Ahora es imposible. Más adelante, cuando seas menos frágil. Ten paciencia, Britt.
Intenté mantener una voz firme y ecuánime.
—Ahí está el problema. Cuando sea menos frágil, ya nada será igual. ¡Yo no seré la misma persona! Ni siquiera estoy segura de quién seré para entonces.
—Seguirás siendo tú, Britt —me prometió.
Fruncí el ceño.
—Si cambio lo bastante como para querer matar a Charlie, o chupar la sangre de Sam o de Tina si tengo ocasión, ¿cómo voy a seguir siendo la misma?
—Se te pasará. Además, dudo que te apetezca beber sangre de perro —fingió estremecerse ante tal idea—. Aunque seas una renacida, una neófita, seguro que tienes mejor gusto.
Ignoré su intento de desviar el tema.
—Pero eso será lo que más voy a desear siempre, ¿verdad? —dije en tono desafiante—. ¡Sangre, sangre y más sangre!
—El hecho de que sigas viva es una prueba de que eso no es cierto —argumentó.
—Porque para ti han pasado más de ochenta años —le recordé—. Estoy hablando de algo físico. De forma racional, sé que volveré a ser yo misma... cuando transcurra un tiempo. Pero en lo puramente físico, siempre tendré sed, por encima de cualquier otro deseo —Santana no contestó—. Así que seré distinta —concluí, sin oposición por su parte—. Porque ahora mismo lo que más deseo eres tú. Más que la comida o el agua o el oxígeno. Mi mente tiene una lista de prioridades ordenada de forma algo más racional, pero mi cuerpo...
Giré la cabeza para darle un beso en la palma de la mano.
Santana respiró hondo. Me sorprendió notar que titubeaba.
—Britt, podría matarte —se justificó.
—No creo que seas capaz.
Santana entrecerró los ojos. Después, apartó la mano de mi cara y tanteó detrás de ella, buscando algo que no pude ver. Se oyó un chasquido amortiguado y la cama tembló bajo nosotras.
Tenía en la mano algo oscuro, y me lo acercó para que lo examinara. Era una flor de metal, una de las rosas que adornaban los barrotes de hierro forjado del dosel de su cama. Cerró la mano un segundo, apretó los dedos con suavidad, y volvió a abrirla.
Sin decir una sola palabra, me extendió una masa triturada e informe de metal negro. Había adquirido el perfil del hueco de su mano, como un trozo de plastilina apretujado en el puño de un niño. Una fracción de segundo después, el bulto se desmenuzó y se convirtió en polvo negro sobre la palma de su mano.
Le lancé una mirada furiosa.
—No me refería a eso. Ya sé cuánta fuerza tienes, no hace falta que destroces los muebles.
—Entonces, ¿qué querías decir? —me preguntó con voz siniestra, arrojando a un rincón el puñado de virutas de hierro, que repiquetearon como lluvia al chocar contra la pared.
Traté de explicarme, con sus ojos clavados en mí.
—Obviamente, no me refiero a que no pudieras herirme si lo desearas... Es más importante que eso: se trata de que no quieres hacerme daño. Por eso creo que no serías capaz.
Empezó a decir que no con la cabeza antes de que yo terminara de hablar.
—Tal vez no funcione así, Britt.
—Tal vez —me burlé—. Tienes tanta idea de lo que estás diciendo como yo.
—Exacto. ¿Crees que me atrevería a correr un riesgo así contigo?
Le miré a los ojos durante un buen rato. No vi en ellos el menor atisbo de indecisión, y comprendí que no iba a ceder.
—Por favor —supliqué, desesperada—. Es lo único que quiero. Por favor... —cerré los ojos, derrotada, a la espera de un rápido y definitivo no.
Pero Santana no respondió de inmediato. Vacilé un momento, sorprendida al notar que su respiración volvía a acelerarse.
Abrí los ojos y vi que tenía la cara descompuesta.
—Por favor... —volví a susurrar. Los latidos de mi corazón se dispararon de nuevo. Me apresuré a aprovechar la duda que había asomado de repente a sus ojos, y las palabras me brotaron a borbotones—. No tienes que darme ninguna garantía. Si no funciona, vale, no pasa nada. Sólo te pido que lo intentemos. Únicamente intentarlo, ¿vale? A cambio te daré lo que quieras —le prometí de manera atolondrada—. Me casaré contigo. Dejaré que me pagues la matrícula en Dartmouth y no me quejaré cuando les sobornes para que me admitan. Hasta puedes comprarme un coche más potente, si eso te hace feliz. Pero sólo... Por favor...
Me rodeó con sus brazos helados y puso los labios al lado de mi oreja; su respiración gélida me hizo estremecer.
—Esta sensación es insoportable. Hay tantas cosas que he querido darte... Y tú decides pedirme precisamente esto. ¿Tienes idea de lo doloroso que me resulta negarme cuando me lo suplicas de esta forma?
—Entonces, no te niegues —le dije, sin aliento.
No me respondió.
—Por favor —lo intenté de nuevo.
—Britt…
Movió la cabeza a los lados, pero esta vez tuve la impresión de que el lento deslizar de su cara y sus labios sobre mi garganta no era una negación. Más bien parecía una rendición. Mi corazón, que ya latía deprisa, adquirió un ritmo frenético.
De nuevo aproveché la ventaja como pude. Cuando volvió su rostro hacia el mío en aquel ademán lento y vacilante, me retorcí entre sus brazos y busqué sus labios. Ella me agarró la cara entre las manos, y creí que me apartaría una vez más.
Pero me equivocaba.
Su boca ya no era tierna; el movimiento de sus labios transmitía una sensación por completo nueva, de conflicto y desesperación. Entrelacé los dedos detrás de su cuello y sentí su cuerpo más gélido que nunca contra mi piel, que de pronto parecía arder. Me estremecí, pero no era a causa del frío.
Santana no paraba de besarme. Fui yo quien tuvo que apartarse para respirar, pero ni siquiera entonces sus labios se separaron de mi piel, sino que se deslizaron hacia mi garganta. La emoción de la victoria fue un extraño climax que me hizo sentir poderosa y valiente. Mis manos ya no temblaban; mis dedos soltaron con facilidad los botones de su blusa y recorrieron la línea perfecta que lleva hacia su pecho de hielo. Santana era tan hermosa… ¿Qué palabra acaba de utilizar ella? Insoportable. Sí, su belleza era tan intensa que resultaba casi insoportable.
Dirigí su boca hacia la mía; parecía tan encendida como yo. Una de sus manos seguía acariciando mi cara, mientras la otra me aferraba la cintura y me apretaba contra ella. Eso me ponía un poco más difícil llegar a los botones de mi blusa, pero no imposible.
Unas frías esposas de acero apresaron mis muñecas y levantaron mis manos por encima de la cabeza, que de pronto estaba apoyada sobre una almohada.
Sus labios volvían a estar junto a mi oreja.
—Britt —murmuró, con voz cálida y aterciopelada—. Por favor, ¿te importaría dejar de desnudarte?
—¿Quieres hacerlo tú? —pregunté, confusa.
—Esta noche no —respondió con dulzura. Ahora sus labios recorrían más despacio mi mejilla y mi mandíbula. La urgencia se había desvanecido.
—Santy, no... —empecé a decir.
—No estoy diciendo que no —me dijo en tono tranquilizador—. Sólo digo que «esta noche no».
Me quedé pensando en ello durante unos instantes, mientras mi respiración empezaba a calmarse.
—Dame una razón convincente para que yo comprenda por qué esta noche no es tan buena como cualquier otra —aún me faltaba el aliento, lo que hacía que el timbre de frustración de mi voz sonara menos convincente.
—No nací ayer —Santana se rió quedamente junto a mi oreja—. ¿Cuál de nosotras dos se resiste más a dar a la otra lo que quiere? Acabas de prometer que te casarás conmigo, pero si cedo a tus deseos esta noche, ¿quién me garantiza que por la mañana no saldrás corriendo a los brazos de William? Está claro que yo soy mucho menos reacia a darte a ti lo que deseas. Por lo tanto... Tú primero.
Resoplé, y le pregunté con incredulidad:
—¿Tengo que casarme antes contigo?
—Ése es el trato: lo tomas o lo dejas. El compromiso, ¿recuerdas?
Me envolvió con sus brazos y me besó de un modo que debería ser ilegal. Demasiado persuasivo; era como una coacción, una intimidación. Traté de mantener la mente despejada... y fracasé de inmediato y por completo.
—Creo que no es buena idea —resollé cuando al fin me dejó respirar.
—No me sorprende que lo pienses —sonrió con gesto burlón—. Tienes una mente muy cuadriculada.
—Pero ¿se puede saber qué ha pasado? —dije—. Por una vez pensé que esta noche era yo quien tenía el control, y de repente...
—...estás comprometida —completó ella.
—¡Eh! Por favor, no digas eso en voz alta.
—¿Vas a romper tu promesa? —me preguntó.
Se apartó un poco para poder leer en mi cara. Se lo estaba pasando en grande.
Le miré con furia, intentando olvidar la forma en que su sonrisa me aceleraba el corazón.
—¿La vas a romper? —insistió.
—¡No! —gruñí—. No voy a romperla. ¿Ya estás contenta?
Su sonrisa era cegadora.
—Sumamente contenta.
Solté otro bufido.
—¿Es que tú no estás contenta?
Me besó de nuevo sin dejarme responder. Fue otro beso demasiado convincente.
—Un poco —reconocí cuando me dejó hablar—, pero no por lo de casarnos.
Volvió a besarme.
—¿No tienes la sensación de que todo está al revés? —dijo riéndose en mi oído—. Tú deberías querer casarte y yo no. Es lo convencional.
—En nuestra relación no hay nada convencional.
—Cierto.
Volvió a besarme, y siguió haciéndolo hasta que mi corazón palpitó como un tambor y la piel se me enrojeció.
—Escucha, Santy —le dije en tono zalamero cuando hizo una pausa para darme un beso en la palma de la mano—. He dicho que me casaría contigo, y lo haré. Te lo prometo. Te lo juro. Si quieres, te firmo un contrato con mi propia sangre.
—Eso no tiene gracia —murmuró, con la boca apoyada en el interior de mi muñeca.
—Lo que quiero decir es que no pienso engañarte. Me conoces muy bien. Así que no hay razón para esperar. Estamos completamente solas: ¿cuántas veces ocurre eso? Además, tenemos esta cama tan grande y tan cómoda...
—Esta noche, no —repitió.
—¿No confías en mí?
—Desde luego que sí.
Usando la mano que ella seguía besando, eché su cara un poco hacia atrás para poder estudiar su expresión.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Sabes de sobra que al final vas a ganar —fruncí el entrecejo y añadí—: Tú siempre ganas.
—Sólo cubro mis apuestas —respondió con calma.
—Hay algo más —dije, entornando los ojos. Su rostro estaba a la defensiva, señal de que bajo su aire despreocupado ocultaba algún motivo secreto—. ¿Acaso tienes tú la intención de faltar a tu palabra?
—No —prometió en tono solemne—. Te lo juro, intentaremos hacerlo. Después de que te cases conmigo.
Sacudí la cabeza y me reí sin ganas.
—Me haces sentir como la mala de la película, que se mofa mientras trata de arrebatarle la virginidad a la pobre protagonista.
Durante un segundo me dirigió una mirada suspicaz, y enseguida agachó la cabeza para apretar los labios contra mi clavícula.
—De eso se trata, ¿verdad? —se me escapó una carcajada más de asombro que de alegría—. ¡Estás intentando proteger tu virginidad! —me tapé la boca con la mano para sofocar la risotada que me salió a continuación. Aquellas palabras estaban tan pasadas de moda...
—No, niña boba —murmuró contra mi hombro—. Estoy intentando proteger la tuya. Y me lo estás poniendo muy difícil.
—De todas las cosas ridiculas que...
—Deja que te diga una cosa —me interrumpió—. Ya sé que hemos discutido esto antes, pero te pido que me sigas la corriente. ¿Cuántas personas en esta habitación tienen alma, y la oportunidad de ir al cielo, o lo que haya después de esta vida?
—Dos —respondí con decisión.
—Vale. Quizá sea cierto. Hay muchas opiniones a este respecto, pero la inmensa mayoría de la gente parece creer que hay ciertas normas que deben seguirse.
—¿No te basta con las normas vampíricas? ¿Es que tienes que preocuparte también de las humanas?
—No viene mal —dijo, encogiéndose de hombros—. Sólo por si acaso.
Le miré, entrecerrando los ojos.
—Por supuesto, aunque tengas razón con respecto a lo de mi alma, puede que ya sea demasiado tarde para mí.
—No, no es tarde —dije.
—«No matarás» es un precepto aceptado por la mayoría de las religiones. Y yo he matado a mucha gente, Britt.
—Sólo a los malos.
Se encogió de hombros.
—Tal vez eso influya, tal vez no, pero tú aún no has matado a nadie...
—Que tú sepas —le dije.
Sonrió, pero hizo caso omiso a mi interrupción.
—Y voy a hacer todo lo posible para mantenerte alejada del camino de la tentación.
—Vale, pero no estábamos hablando de cometer asesinatos —le recordé.
—Se aplica el mismo principio. La única diferencia es que ésta es la única área donde estoy tan inmaculada como tú. ¿No puedo dejar al menos una regla sin romper?
—¿Una?
—Bueno, ya sabes que he robado, he mentido, he codiciado bienes ajenos... Lo único que me queda es la castidad —sonrió con malicia.
—Yo miento constantemente.
—Sí, pero lo haces tan mal que no cuenta. Nadie se cree tus embustes.
—Espero que te equivoques. De lo contrario, Charlie debe de estar a punto de echar la puerta abajo con una pistola cargada en la mano.
—Charlie es más feliz cuando finge que se traga tus historias. Prefiere engañarse a sí mismo y no pensar demasiado en ello —me dijo sonriendo.
—Pero ¿qué bien ajeno has codiciado tú? —le pregunté—. Lo tienes todo.
—Te codicié a ti —su sonrisa se apagó—. No tenía derecho a poseerte, pero fui y te tomé de todos modos. Ahora, mira cómo has acabado: intentando seducir a una vampira —meneó la cabeza con horror fingido.
—Tienes derecho a codiciar lo que ya es tuyo —le contesté—. Además, creía que lo que te preocupaba era mi castidad.
—Y lo es. Si resulta demasiado tarde para mí... Prefiero arder en las llamas del infierno, y perdóname el juego de palabras, antes que dejar que te impidan entrar en el cielo.
—No puedes pretender que entre en un sitio donde tú no vayas a estar —le dije—. Esa es mi definición del infierno. De todas formas, tengo una solución muy fácil: no vamos a morirnos nunca, ¿de acuerdo?
—Suena bastante sencillo. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Siguió sonriéndome hasta que acabé soltando un airado «¡aja!».
—Así que te niegas a dormir conmigo hasta que no estemos casadas.
—Técnicamente, nunca podré dormir contigo.
Puse los ojos en blanco.
—Muy maduro, Santy. Me refería a acostarnos.
—Bueno, quitando ese detalle, tienes razón.
—Yo creo que escondes algún otro motivo más.
Abrió unos ojos como platos, con gesto inocente.
—¿Otro motivo?
—Sabes que eso aceleraría las cosas —le respondí.
Santana intentó contener la sonrisa.
—Sólo hay una cosa que quiero acelerar, y el resto puede esperar por siempre... Pero, la verdad, tus impacientes hormonas humanas son mi más poderoso aliado en este sentido.
—No puedo creer que me hagas pasar por el altar. Cuando pienso en Charlie... ¡O en Susan! ¿Te imaginas lo que van a decir Tina o Sugar? ¡Arg! Ya estoy viendo sus cotilleos.
Santana me miró enarcando una ceja, y enseguida supe por qué. ¿Qué más me daba lo que dijeran de mí si pronto me marcharía para no volver? ¿De verdad era tan hipersensible que no podía soportar unas cuantas semanas de indirectas y miraditas de soslayo? Lo que más me molestaba era que, si yo misma me hubiese enterado de que alguna se iba a casar ese mismo verano, me habría puesto a cotillear con tan mala idea como las demás. ¡Uf! Casarme este verano. Me dio un escalofrío. Sí, otra cosa que me molestaba era que me habían educado para que sintiera escalofríos sólo de pensar en el matrimonio. Santana interrumpió mis cavilaciones.
—No hace falta que sea un bodorrio. No necesito tanta fanfarria. No tienes que decírselo a nadie ni cambiar tus planes. ¿Por qué no vamos a Las Vegas? Puedes ponerte unos vaqueros. Hay una capilla que tiene una ventanilla por la que te casan sin que te bajes del coche. Lo único que quiero es hacerlo oficial, y que quede claro que me perteneces a mí y a nadie más.
—No puede ser más oficial de lo que ya lo es — refunfuñé, aunque su descripción no me había sonado tan mal. La única que se iba a sentir decepcionada era Rachel.
—Ya veremos —sonrió, complaciente—. Supongo que no querrás aún el anillo de compromiso.
Tuve que tragar saliva antes de responder.
—Supones bien.
Santana se rió al ver la expresión de mi cara.
—De acuerdo. De todos modos, no tardaré en rodear tu dedo con él. Me quedé mirándole.
—Hablas como si ya tuvieras un anillo.
—Y lo tengo —dijo sin avergonzarse—, listo para ponértelo al menor signo de debilidad.
—Eres increíble.
—¿Quieres verlo? —me preguntó. De pronto sus ojos topacio brillaron de emoción.
—¡No! —exclamé. Fue un acto reflejo del que me arrepentí de inmediato, ya que Santana se entristeció—. Bueno, si de verdad quieres enseñármelo, hazlo —intenté arreglarlo, apretando los dientes para no demostrar el pánico irracional que me poseía.
—No pasa nada —repuso mientras se encogía de hombros—. Puedo esperar.
Di un suspiro.
—Enséñame el maldito anillo, Santy.
Negó con la cabeza.
—No.
Estudié su expresión durante un buen rato.
—Por favor... —le pedí con voz tierna, experimentando con el arma que acababa de descubrir. Le acaricié la cara con la punta de los dedos—. Por favor, ¿puedo verlo?
Santana entornó los ojos.
—Eres la criatura más peligrosa que he conocido en mi vida —declaró. Pero se levantó y se arrodilló junto a la mesilla de noche con aquella elegancia inconsciente tan propia de ella. Apenas un instante después volvió a la cama, se sentó a mi lado y me rodeó el hombro con un brazo. En la otra mano tenía una pequeña caja negra, que depositó en precario equilibrio sobre mi rodilla izquierda.
—Adelante, échale un vistazo —me instó de repente.
Sostener aquella cajita de aspecto inofensivo me resultó más difícil de lo que esperaba, pero no quería volver a herir sus sentimientos, así que traté de dominar el temblor de mi mano. La caja estaba forrada de satén negro. Lo acaricié con los dedos, indecisa.
—¿No te habrás gastado mucho dinero? Si lo has hecho, miénteme.
—No me he gastado nada —me aseguró—. Se trata de otro objeto usado. Es el mismo anillo que mi padre le dio a mi madre.
—Oh —dije, sorprendida. Después pellizqué la tapa entre el pulgar y el índice, pero no la abrí.
—Supongo que es demasiado anticuado —se disculpó medio en broma—. Está tan pasado de moda como yo. Puedo comprarte otro más moderno. ¿Qué te parece uno de Tiffany's?
—Me gustan las cosas pasadas de moda —murmuré mientras levantaba la tapa con dedos vacilantes.
Rodeado por raso negro, el anillo de Elizabeth Masen brillaba a la tenue luz de la habitación. La piedra era un óvalo grande decorado con filas oblicuas de brillantes piedrecillas redondas. La banda era de oro, delicada y estrecha, y tejía una frágil red alrededor de los diamantes. Nunca había visto nada parecido.
Sin pensarlo, acaricié aquellas gemas resplandecientes.
—Es muy bonito—murmuré, sorprendida de mi propia reacción.
—¿Te gusta?
—Es precioso —me encogí de hombros, fingiendo que no me interesaba demasiado—. A cualquiera le gustaría.
Santana soltó una carcajada.
—Pruébatelo, a ver si te queda bien.
Cerré la mano izquierda instintivamente.
—Britt —dijo con un suspiro—, no voy a soldártelo al dedo. Sólo quiero que te lo pruebes para ver si tengo que llevarlo a que lo ajusten. Luego te lo puedes quitar.
—Vale —cedí.
Cuando iba a coger el anillo, Santana me detuvo, tomó mi mano izquierda en la suya y deslizó la alianza por mi dedo corazón. Después me sujetó la mano en alto para que ambos pudiéramos contemplar el efecto de los brillantes sobre mi piel. Tenerlo puesto no resultó tan horrible como había temido.
—Te queda perfecto —afirmó en tono flemático—. Eso está bien: así me ahorro un paseo a la joyería.
Al percibir la intensa emoción que se ocultaba bajo el tono despreocupado de su voz, le miré a la cara. A pesar de que intentaba fingir indiferencia, sus ojos también le delataban.
—Te gusta, ¿verdad? —le pregunté suspicaz, mientras movía los dedos en el aire y pensaba que era una pena no haberme roto la mano izquierda.
Santana se encogió de hombros.
—Claro —dijo, siempre en el mismo tono apático—. Te sienta muy bien.
Le miré a los ojos, tratando de descifrar la emoción que ardía bajo la superficie. Santana me devolvió la mirada, y todo disimulo se desvaneció. Su rostro de ángel resplandecía con la alegría de la victoria. Era una visión tan gloriosa que me cortaba la respiración.
Antes de que pudiera recobrar el aliento, Santana me besó con labios exultantes. Cuando retiró su boca para susurrarme al oído, la cabeza me daba vueltas; pero me di cuenta de que su respiración era tan entrecortada como la mía.
—Sí, me gusta. No sabes cuánto.
Me eché a reír.
—Te creo.
—¿Te importa que haga una cosa? —me preguntó mientras me abrazaba con fuerza.
—Lo que quieras.
Pero me soltó y se apartó de mí.
—Lo que quieras, excepto eso —me quejé.
Sin hacerme caso, Santana me cogió de la mano y me levantó de la cama. Después se plantó de pie frente a mí, con las manos sobre mis hombros y el gesto serio.
—Quiero hacer esto como Dios manda. Por favor, recuerda que has dicho que sí. No me estropees este momento.
—Oh, no —dije boquiabierta, mientras ella clavaba una rodilla en el suelo.
—Pórtate bien —murmuró.
Respiré hondo.
—Brittany Pierce —me miró a través de aquellas pestañas de una longitud imposible. Sus ojos dorados eran tiernos y, a la vez, abrasadores—. Prometo amarte para siempre, todos los días de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
Quise decirle muchas cosas. Algunas no eran nada agradables, mientras que otras resultaban más empalagosas y románticas de lo que la propia Santana habría soñado. Decidí no ponerme en evidencia a mí misma y me limité a susurrar:
—Sí.
—Gracias —respondió.
Después, tomó mi mano y me besó las yemas de los dedos antes de besar también el anillo, que ahora me pertenecía.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
Me gustaria que alguien me explicara pq Brittany no se quiere casar, no se supone que muere por Santana?
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
micky morales escribió:ya saben lo que pienso asi que feliz año nuevo!
Holaaa!! Estoy segura que el capitulo 20 te va a encantar, gracias por comentar. Besos
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
me gusta esta adaptación y que la sigas rápido . Excelente.
Bye
Bye
Good Luck** - Mensajes : 83
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Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
Bueno, bueno, hoy termino la adaptación de esta parte de la historia y tal vez en un rato mas suba la primera parte de lo que sigue llamado AMANECER. Besos. Los dejo con los ultimos capitulos.
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Pistas
Me fastidiaba desperdiciar parte de la noche durmiendo, pero era inevitable. Cuando me desperté, el sol brillaba con fuerza al otro lado del ventanal, y unas pequeñas nubes recorrían el cielo a gran velocidad. El viento sacudía las copas de los árboles con tanta fuerza que parecía que todo el bosque fuera a desgajarse.
Santana me dejó sola para que me vistiera, y yo agradecí disponer de un momento para pensar. Por alguna razón, mi plan para la noche anterior había resultado un completo desastre, y ahora tenía que afrontar las consecuencias. Aunque le había devuelto la alianza en cuanto me pareció que podía hacerlo sin herir sus sentimientos, notaba un peso en la mano izquierda, como si aún la llevara puesta y fuese invisible.
Me dije a mí misma que no tenía que preocuparme tanto. No iba a hacer nada del otro jueves, sólo un viaje en coche a Las Vegas. Y se me estaba ocurriendo algo aún mejor que unos vaqueros: un chándal. La ceremonia no podía durar mucho; quince minutos como máximo, así que seguro que sería capaz de soportarlo.
Y después, una vez pasado el trance, Santana tendría que cumplir su parte del trato. Lo mejor era que me concentrase en eso y olvidara todo lo demás.
Me había asegurado que no tenía por qué contárselo a nadie, y yo tenía decidido tomarle la palabra. Desde luego, fue una solemne tontería por mi parte no haber pensado en Rachel.
Los Cullen llegaron a casa alrededor del mediodía. Parecían rodeados por un aura diferente, más seria y formal, que me recordó de golpe la enormidad de lo que iba a ocurrir.
Rachel parecía estar de un humor de perros, algo raro en ella. Pensé que estaba frustrada por sentirse «normal», ya que las primeras palabras que dirigió a Santana fueron para quejarse por trabajar con los lobos.
—Creo —dijo, poniendo una mueca al pronunciar el verbo que recalcaba su falta de certeza— que deberías meter ropa de abrigo en la maleta, Santana. No puedo ver dónde estás exactamente, ya que esta tarde sales con ese perro, pero parece que la tormenta que se avecina será aún más intensa en toda esa zona.
Santana asintió.
—Va a nevar en las montañas —le advirtió Rachel.
—¡Guau, nieve! —murmuré—. ¡Pero, por Dios, si estábamos en junio!
—Llévate una chaqueta —me dijo Rachel. Su tono era hostil, cosa que me sorprendió. Intenté interpretar su rostro, pero ella lo apartó.
Miré a Santana. Estaba sonriente; lo que molestaba a Rachel, a ella parecía divertirle.
Santana tenía equipo de acampada de sobra para elegir: los Cullen eran buenos clientes del almacén Newton, donde compraban artículos para mantener la farsa de que eran humanos. Cogió un saco de plumas, una tienda de campaña pequeña y varios botes de comida deshidratada ‑sonrió al reparar en la cara de asco que puse al verlas‑, y lo metió todo en una mochila.
Rachel entró en el garaje mientras estábamos allí y se dedicó a observar en silencio los preparativos de Santana. Ella la ignoró. Santana me dejó su móvil cuando terminó de hacer el equipaje.
—Llama a Sam y dile que pasaremos a recogerle en una hora, más o menos. Él ya conoce el lugar de la cita.
Sam no estaba en casa, pero Billy prometió buscar a algún otro licántropo para que le diera el mensaje.
—No te preocupes por Charlie, Britt —me aseguró Billy—. La parte que me atañe está controlada.
—Sí, ya sé que Charlie estará bien —no estaba tan convencida como él sobre la seguridad de su hijo, pero me abstuve de decir nada.
—Me encantaría estar con ellos mañana —Billy se rió con tristeza—. Qué duro es ser viejo, Britt.
El impulso de pelea debía de ser una característica propia del cromosoma Y. Eran todos iguales.
—Pásatelo bien con Charlie.
—Buena suerte, Britt —me deseó—. Y... díselo también a los Cullen, de mi parte.
—Lo haré —le prometí, sorprendida por el detalle.
Cuando fui a devolverle el teléfono a Santana, vi que ella y Rachel discutían en silencio. Rachel le miraba a Santana con ojos suplicantes, y Santana a Rachel con el ceño fruncido; no debía de gustarle lo que ella le estaba pidiendo.
—Billy os desea buena suerte.
—Muy amable por su parte —dijo Santana, apartándose de Rachel.
—Britt, ¿puedo hablar contigo a solas? —me dijo Rachel.
—Vas a complicarme la vida sin necesidad, Rachel —le advirtió mi novia—. Preferiría que no lo hicieras.
—Esto no va contigo, Santana —le contestó. Su hermana soltó una carcajada. Algo en la respuesta de Rachel, al parecer, le resultaba gracioso—. No es asunto tuyo —insistió Rachel
Santana arrugó el ceño.
—Deja que hable conmigo —le dije a Santana, que no ocultaba su curiosidad.
—Tú lo has querido —murmuró. Volvió a reírse, a medias enfadado, a medias divertido, y salió del garaje.
Me volví hacia Rachel, preocupada, pero ella no me miró a mí. Todavía no se le había pasado el mal humor.
Fue a sentarse sobre el capó de su Porsche, con gesto abatido. Yo la seguí y me puse a su lado, apoyada contra el parachoques.
—Britt... —me dijo en tono triste. De pronto se encogió y se acurrucó contra mi costado. Su voz sonaba tan afligida que la abracé para consolarla.
—¿Qué ocurre, Rach?
—¿Es que no me quieres? —me preguntó en el mismo tono lastimero.
—Pues claro que sí, y lo sabes.
—Entonces, ¿por qué veo que te vas a Las Vegas para casarte a escondidas y sin invitarme?
—Oh —murmuré, con las mejillas encendidas. Me di cuenta de que había herido sus sentimientos y me apresuré a defenderme—. Ya sabes que no soporto hacer las cosas con tanta pompa. Además, ha sido idea de Santy.
—No me importa de quién ha sido la idea. ¿Cómo puedes hacerme esto? Me habría esperado esto de Santy, pero no de ti. Yo te quiero como si fueras mi propia hermana.
—Rach, eres mi hermana.
—Bla, bla, bla —dijo con un gruñido.
—Vale, puedes venir. No habrá mucho que ver.
Rachel seguía poniendo caras raras.
—¿Qué? —le pregunté.
—¿Hasta qué punto me quieres, Britt?
—¿Por qué me preguntas eso?
Se me quedó mirando con ojos suplicantes. Tenía las cejas levantadas como un payaso triste y le temblaban las comisuras de los labios. Aquello podía partirle el corazón a cualquiera.
—Por favor, por favor, por favor —susurró—. Por favor, Britt, por favor, si de verdad me quieres, déjame organizar tu boda.
—Oh, Rach —le respondí, apartándome de ella—. No me hagas esto.
—Si me quieres de verdad, deja que lo haga.
Me crucé de brazos.
—Esto es injusto. Santy ya ha utilizado ese mismo argumento conmigo.
—Apuesto a que Santy prefiere que te cases con ella a la manera tradicional, aunque no te lo haya dicho. Y Emma... ¡Imagínate lo que significaría para ella!
Solté un bufido.
—Preferiría enfrentarme a los neófitos yo sola.
—Seré tu esclava diez años.
—¡Tendrás que ser mi esclava un siglo!
Los ojos de Rachel brillaron de alegría.
—¿Eso es un sí?
—¡No, es un no! ¡No quiero hacerlo!
—Lo único que tienes que hacer es andar unos cuantos metros y repetir lo que diga el sacerdote.
—¡Puaj!
—¡Por favor! —dijo, dando saltitos—. ¡Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor!
—Esto no te lo voy a perdonar en la vida, Rachel.
—¡Yupi! —gritó mientras aplaudía.
—No he dicho sí.
—Pero lo harás —respondió canturreando.
—¡Santana! —grité mientras asomaba la cabeza fuera del garaje—. Sé que nos estás escuchando. Ven aquí un momento.
Rachel seguía aplaudiendo detrás de mí.
—Muchas gracias, Rachel —repuso Santana en tono agrio, a mi espalda. Me di la vuelta para hablarle, pero vi en su semblante tal expresión de angustia y preocupación que fui incapaz de quejarme. Me abracé a ella y escondí el rostro, porque tenía los ojos humedecidos de ira y no quería que pensara que estaba llorando.
—Las Vegas —me prometió Santana al oído.
—Ni de broma —nos contradijo Rachel con regocijo—. Britt nunca me haría algo así. ¿Sabes, Santy? Como hermana, a veces me decepcionas.
—No seas mezquina —la regañé—. Ella intenta hacerme feliz, al contrario que tú.
—Yo también lo intento, Britt, sólo que sé mucho mejor qué es lo que te puede hacer feliz... a largo plazo. Ya me lo agradecerás. Quizá tardes cincuenta años, pero al final lo harás.
—Jamás pensé que apostaría alguna vez contra ti, Rach, pero ese día ha llegado.
Rachel dejó escapar su risa de plata.
—Bueno, ¿me vas a enseñar el anillo o no?
No pude contener un aspaviento de horror cuando Rachel me agarró la mano izquierda, para soltarla al instante.
—Um. Vi cómo te lo ponía. ¿Es que me he perdido algo? —se extrañó Rachel. Se concentró durante medio segundo, arrugando el entrecejo, antes de contestar a su propia pregunta—. No, la boda sigue en pie.
—Britt tiene prejuicios contra las joyas —le explicó Santana.
—¿Y qué pasa porque lleve un diamante más? Bueno, supongo que el anillo tiene muchos diamantes, pero me refiero a que lleva uno en...
—¡Ya basta, Rachel! —la interrumpió Santana, mirándola con tal furia que volvió a parecer una vampira—. Tenemos prisa.
—No lo entiendo. ¿Qué rollo es ése de los diamantes? —pregunté.
—Hablaremos de eso más adelante —respondió Rachel—. Santana tiene razón: será mejor que os vayáis. Tenéis que tender una trampa y acampar antes de que se desate la tormenta —frunció el ceño y su expresión se volvió seria, casi nerviosa—. No te olvides del abrigo, Britt. Presiento que va a hacer un frío impropio de esta estación.
—Ya he cogido su abrigo —la tranquilizó Santana.
—Que paséis una buena noche —nos dijo a modo de despedida.
El camino hasta el claro fue el doble de largo que otras veces. Santana tomó un desvío para asegurarse de que mi aroma no aparecía en ningún lugar cercano al rastro que Sam iba a disimular más tarde. Me llevó en brazos, y se echó la voluminosa mochila a la espalda donde, por lo general, cargaba mi peso.
Se detuvo en el extremo más lejano del claro y me puso en el suelo.
—Bien. Ahora camina un trecho hacia el norte tocando todas las cosas que puedas. Rachel me ha dado una imagen clara de su trayectoria, y no tardaremos mucho en cruzarnos con ella.
—¿Hacia el norte?
Santana me sonrió y señaló la dirección exacta que debía seguir.
Me adentré en el bosque, dejando atrás el claro y la luz amarilla y diáfana de aquel día extrañamente soleado. Tal vez la visión borrosa de Rachel le había hecho equivocarse con respecto a la nieve. Al menos, ésa era mi esperanza. El cielo estaba casi despejado, aunque el viento silbaba con furia en los espacios abiertos. Entre los árboles soplaba con más calma, pero aun así era demasiado frío para el mes de junio: a pesar de que llevaba un jersey grueso y debajo una camiseta de manga larga, tenía la piel de gallina en los brazos. Caminé despacio para dejar mi rastro con los dedos sobre todo lo que quedaba a mi alcance: la corteza rugosa de los árboles, los heléchos húmedos, las piedras cubiertas de musgo.
Santana me acompañaba, andando en paralelo a unos veinte metros de distancia.
—¿Lo estoy haciendo bien? —le grité.
—Perfecto.
De pronto, se me ocurrió una idea.
—¿Crees que esto ayudará? —le pregunté, pasándome los dedos por la cabeza y quitándome algunos pelos sueltos para dejarlos caer sobre los heléchos.
—Sí, eso hará el rastro más intenso, pero no hace falta que te arranques toda la melena, Britt. Con eso vale.
—Me sobran algunos más.
Bajo los árboles reinaba la oscuridad. Me habría gustado caminar más cerca de Santana para aferrarle la mano.
Coloqué otro cabello en una rama rota que me cortaba el paso.
—No tienes por qué dejar que Rachel se salga con la suya —me dijo Santana.
—No te preocupes por eso. Pase lo que pase, no pienso dejarte plantada en el altar —tenía el triste presentimiento de que Rachel iba a salirse con la suya; más que nada porque cuando quería conseguir algo no se andaba con escrúpulos, y además era experta en lograr que los demás nos sintiéramos culpables.
—Eso no es lo que me preocupa. Mi único deseo es que todo salga como tú quieres.
Contuve un suspiro. No quería herir sus sentimientos diciéndole la verdad: que en realidad lo de Rachel no me importaba, porque sólo suponía un punto más en el grado de horror que ya sentía.
—Aunque se salga con la suya, podemos hacer que sea una boda íntima. Únicamente nosotras. Puck puede conseguir una licencia de cura en Internet.
Me eché a reír.
—Eso suena mejor.
La boda ya no parecería tan oficial si Puck leía los votos, lo cual era un punto a favor, pero me iba a costar mucho no reírme.
—¿Ves? —me dijo con una sonrisa—. Siempre se puede llegar a un acuerdo intermedio.
Me llevó un rato llegar al lugar donde la tropa de neófitos iba a cruzarse con mi rastro, pero Santana no perdió la paciencia a pesar de la lentitud de mi paso.
Tuvo que guiarme un poco más por el camino de regreso para asegurarse de que volvía a seguir el mismo rastro. Todo me resultaba demasiado parecido.
Casi habíamos llegado al claro cuando tropecé. Ya alcanzaba a divisarlo, y quizá ésa fue la razón por la que me emocioné y olvidé vigilar mis pasos. Conseguí agarrarme antes de darme de cabeza contra un árbol, pero mi mano izquierda partió una ramita que me hizo un corte en la palma.
—¡Ay! Vaya, genial —mascullé.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Quédate donde estás. Estoy sangrando, pero cortaré la hemorragia en un minuto...
No me hizo caso y llegó a mi lado antes de que pudiera terminar la frase.
—Llevo un botiquín —me dijo mientras se descolgaba la mochila—. Tuve el presentimiento de que podía hacernos falta.
—No es nada. Puedo curarme yo sola, no tienes por qué pasar un mal rato.
—No te preocupes por eso —repuso con toda calma—. A ver, deja que te lo limpie.
—Espera un segundo. Acabo de tener otra idea.
Sin mirar la sangre y respirando por la boca para evitar que se me revolviera el estómago, apreté la mano contra una piedra.
—¿Qué estás haciendo?
—A Quinn le va a encantar —murmuré. Reanudé el camino de vuelta al claro, tocando todo lo que tenía a mi alcance con la palma de la mano—. Seguro que esto los atrae.
Santana suspiró.
—Conten la respiración —le pedí.
—Estoy bien, pero me parece que te estás pasando.
—Esta es mi única misión, así que quiero hacer un buen trabajo.
Mientras hablaba, pasamos junto al último árbol antes del claro. Dejé que mi mano herida rozara contra los heléchos.
—Pues lo has conseguido —dijo Santana—. Los neófitos se pondrán frenéticos, y Quinn se quedará impresionada por la dedicación que has puesto en ello. Ahora deja que te cure la mano. Te has ensuciado la herida.
—Deja que lo haga yo, por favor.
Santana me cogió la mano y sonrió al examinarla.
—Esto ya no me molesta como antes.
Le examiné atentamente, en busca de algún signo de inquietud mientras me limpiaba el corte. Ella seguía respirando de forma regular, con la misma sonrisa en los labios.
—¿Por qué no te molesta? —le pregunté por fin, mientras me vendaba la mano.
Ella se encogió de hombros.
—Lo he superado.
—¿Que lo has superado? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Traté de recordar la última vez que había tenido que contener la respiración cerca de mí. Lo único que se me ocurrió fue mi cumpleaños, en septiembre, aquella fiesta que acabó en desastre.
Santana apretó los labios; parecía estar buscando las palabras adecuadas.
—Durante veinticuatro horas creí que estabas muerta, Britt. Eso cambió mi modo de ver las cosas.
—¿Y también cambió la forma en que percibes mi olor?
—En absoluto. Pero... tras ver cuáles eran mis sentimientos al creer que te había perdido... mis reacciones han cambiado. Todo mi ser huye aterrorizado de cualquier acción que pueda inspirar de nuevo ese dolor.
No supe qué responder a eso. Santana se rió al ver mi expresión.
—Supongo que la experiencia puede calificarse como instructiva.
En ese momento atravesó el claro una ráfaga de viento que me echó el pelo sobre la cara y me hizo sentir un escalofrío.
—Bueno —dijo, cogiendo de nuevo la mochila—, ya has cumplido con tu parte —sacó mi chaquetón de invierno y me ayudó a ponérmelo—. Lo demás ya no está en nuestras manos. ¡Nos vamos de acampada!
Aquel entusiasmo fingido me hizo soltar una carcajada.
Santana me cogió la mano vendada ‑la otra estaba peor, aún en cabestrillo‑ y nos encaminamos hacia el otro lado del claro.
—¿Dónde hemos quedado con Sam?
—Aquí mismo —señaló hacia los árboles que teníamos frente a nosotras, al mismo tiempo que Sam salía con paso cauteloso de entre las sombras.
No debería haberme sorprendido el verle en su forma humana. No sé por qué estaba buscando un enorme lobo.
Sam volvió a parecerme más grande, sin duda por culpa de mis expectativas. De forma inconsciente, debí de creer que ante mí aparecería el Sam de mis recuerdos, que era más pequeño y apacible y no me ponía las cosas tan difíciles. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y llevaba una prenda de abrigo en la mano. Nos miró con gesto inexpresivo.
Santana curvó hacia abajo las comisuras de la boca.
—Tendría que haber otra forma mejor de hacer las cosas.
—Demasiado tarde —murmuré en tono pesimista.
Santana lanzó un suspiro.
—Hola, Sam —le saludé cuando estuvo más cerca.
—Hola, Britt.
—¿Qué tal estás, Sam? —le saludó Santana.
Sam se ahorró los cumplidos y fue al grano:
—¿Adonde la llevo?
Santana sacó un mapa de un bolsillo lateral de la mochila y se lo dio. Sam lo desplegó.
—Estamos aquí —informó Santana estirando el brazo para señalar el lugar exacto. El licántropo reculó instintivamente para apartarse de su mano, pero luego volvió a enderezarse. Mi novia fingió no darse cuenta.
—Y tú la llevarás hasta aquí —prosiguió Santana, trazando un camino sinuoso que seguía las líneas de relieve del mapa—. Apenas son quince kilómetros.
Sam asintió una sola vez.
—Cuando estés más o menos a un kilómetro y medio, vuestro sendero se cruzará con el mío. Sigúelo hasta el punto de destino. ¿Necesitas el mapa?
—No, gracias. Conozco la zona como la palma de mi mano. Creo que sé adonde voy.
Parecía que a Sam le costaba más trabajo que a Santana mantener un tono educado y cortés.
—Yo tomaré la ruta más larga. Os veré en unas horas.
Después me miró con gesto infeliz. Esa parte del plan no le gustaba.
—Hasta luego —murmuré.
Santana desapareció entre los árboles, en dirección contraria. En cuanto se esfumó, Sam volvió a estar contento.
—¿Qué ocurre, Britt? —me preguntó con una amplia sonrisa.
Puse los ojos en blanco.
—La historia de mi vida.
—Entiendo —me dijo—. Una pandilla de vampiros que intentan matarte. Lo de siempre.
—Lo de siempre.
—Bueno —añadió mientras se ponía el abrigo para tener las manos libres—. Nos vamos.
Hice una mueca y di un paso hacia él.
Sam se agachó y pasó el brazo por detrás de mis rodillas. Mis piernas se elevaron en el aire, pero antes de que mi cabeza se estampara contra el suelo me agarró con el otro brazo.
—Idiota —murmuré.
Él se echó a reír y arrancó a correr entre los árboles. Llevaba un ritmo constante, un trote que podría haber mantenido cualquier humano en forma... siempre que fuera por terreno llano y sin una carga extra de cincuenta kilos.
—No hace falta que corras. Te vas a cansar.
—Correr no me cansa —Sam respiraba con el ritmo regular de un corredor de maratón—. Además, pronto hará más frío. Espero que Santana termine de instalar el campamento antes de que lleguemos.
Toqué con el dedo el grueso relleno de su parka.
—Pensé que tú ya no pasabas frío.
—Y así es. Lo he traído para ti, por si acaso no venías equipada —miró mi chaqueta, casi decepcionado al ver que sí—. No me gusta cómo está el tiempo. Me pone nervioso. ¿Te has fijado en que no hemos visto ningún animal?
—La verdad es que no.
—Me imaginaba que no te darías cuenta. Tus sentidos están demasiado embotados.
Pasé por alto ese comentario.
—A Rach también le preocupa la tormenta.
—No es normal que el bosque esté tan silencioso. Habéis elegido la peor noche para ir de acampada.
—No ha sido del todo idea mía.
La trocha que había tomado era cada vez más empinada, pero eso no le hizo aminorar la marcha. Saltaba con agilidad de una roca a otra, sin necesitar la ayuda de las manos. Su equilibrio era tan perfecto que me recordaba a una cabra montes.
—¿Qué te has colgado del brazalete? —me preguntó.
Miré hacia abajo y me di cuenta de que llevaba el corazón de cristal boca arriba sobre la muñeca.
Me encogí de hombros, con cierto sentimiento de culpa.
—Otro regalo de graduación.
Sam soltó un bufido.
—Ya me lo olía yo. Una piedra preciosa.
¿Una piedra preciosa? De pronto recordé la frase que Rachel había dejado sin terminar en el garaje. Miré el cristal blanco y brillante e intenté acordarme de lo que había comentado sobre los diamantes. ¿Habría querido decir «ya llevas un diamante de Santana»? No, imposible. Si el corazón era un diamante, debía de pesar cinco quilates o alguna burrada parecida. Santana no habría...
—Hace ya tiempo que no bajas a La Push —me dijo Sam, interrumpiendo el inquietante rumbo de mis conjeturas.
—He estado muy liada —le respondí—. Y... de todos modos, creo que no habría ido.
Sam torció el gesto.
—Creí que tú eras la compasiva y yo el rencoroso.
Me encogí de hombros.
—He pensado mucho en la última vez que nos vimos. ¿Y tú?
—No —respondí.
Sam se echó a reír.
—O estás mintiendo, o eres la persona más testaruda sobre la faz de la tierra.
No me gustaba mantener una conversación de esa clase en las condiciones del momento, rodeada por aquellos brazos demasiado cálidos y sin poder evitarlo. Tenía su cara muy cerca para mi gusto, y me habría gustado poder dar un paso atrás.
—Una persona inteligente tiene en cuenta todos los aspectos de una decisión.
—Y yo los he tenido en cuenta —repliqué.
—Si no has vuelto a pensar en la... eh..., conversación que tuvimos la última vez que viniste a verme, es que no es cierto.
—Aquella conversación no es relevante para mi decisión.
—Hay gente que hace lo que sea para engañarse a sí misma.
—Me he dado cuenta de que los licántropos, en particular, tienen tendencia a cometer ese error. ¿Crees que es algo genético?
—¿Significa eso que ella besa mejor que yo? —preguntó Sam. De repente, se había puesto de mal humor.
—La verdad es que no sabría decirlo, Sam. La única persona a la que he besado en mi vida es Santana.
—Eso sin contarme a mí.
—Yo no cuento aquello como un beso, Sam. A mí me pareció más bien una agresión.
—Uf... Eso suena un poco frío.
Me encogí de hombros. No pensaba retirarlo.
—Ya te pedí disculpas —me recordó.
—Y yo te perdoné... casi del todo, pero eso no cambia la forma en que recuerdo lo que pasó.
Murmuró algo ininteligible.
Durante un rato guardamos silencio; sólo se escuchaba su rítmica respiración y el rugido del viento en las copas de los árboles. A nuestro lado se erguía un escarpado farallón de piedra gris. Seguimos por su base, que se alejaba del bosque dibujando una curva ascendente.
—Sigo creyendo que esto es una irresponsabilidad —dijo Sam de pronto.
—No sé de qué estás hablando, pero te equivocas.
—Piénsalo, Britt. Según tú, en toda tu vida sólo has besado a una persona, que ni siquiera es una persona de verdad, y dices que con eso te vale. ¿Cómo sabes que eso es lo que quieres? ¿No deberías salir con otra gente?
Mantuve la voz calmada.
—Sé perfectamente lo que quiero.
—Entonces no sería tan malo que lo confirmaras. Tal vez tendrías que intentar besar a alguien más. Sólo por comparar... ya que lo que ocurrió el otro día no cuenta. Podrías besarme a mí, por ejemplo. No me importa que me utilices para experimentar.
Me apretó contra el pecho, de modo que mi rostro quedó aún más cerca del suyo. Estaba sonriendo por su propio chiste, pero yo no pensaba correr ningún riesgo.
—No juegues conmigo, Sam, o juro que cuando Santana intente partirte la cara no le detendré.
En mi voz había un timbre de pánico que le hizo sonreír más.
—Si tú me pides que te bese, ella no tendrá razón para enfadarse. ¿No dijo que no pasaba nada?
—Si crees que voy a pedírtelo, aguarda sentado, Sam. Aunque seas un hombre lobo, te vas a cansar de esperar.
—Pues sí que estás hoy de mal humor.
—Me pregunto por qué será.
—A veces, pienso que te gusto más como lobo.
—Pues mira, sí, a veces yo también lo creo. Es posible que tenga que ver con que cuando eres lobo no puedes abrir el pico.
Frunció los labios con gesto pensativo.
—No, dudo que sea por eso. Me parece que te resulta más fácil estar cerca de mí cuando no soy humano porque así no tienes que fingir que no te atraigo.
Me quedé boquiabierta al oírle; pero, al darme cuenta, cerré la boca y rechiné los dientes.
El lo oyó, y sonrió de oreja a oreja en gesto de victoria.
Respiré hondo antes de hablar.
—No. Estoy bien segura de que es porque no puedes hablar.
Sam suspiró.
—¿Nunca te cansas de engañarte a ti misma? Sabes de sobra que siempre me tienes presente en tu cabeza. Físicamente, quiero decir.
—¿Cómo podría alguien no tenerte presente físicamente, Sam? —le pregunté—. Eres un monstruo gigante que se niega a respetar el espacio vital de los demás.
—Te pongo nerviosa, pero sólo cuando soy humano. Te sientes más cómoda cerca de mí cuando soy un lobo.
—El nerviosismo no es lo mismo que la irritación.
Sam se me quedó mirando por un instante. Aminoró la marcha, y su gesto de diversión desapareció. Entrecerró los ojos, que se volvieron negros bajo la sombra de sus cejas. Su respiración, tan regular mientras corría, empezó a acelerarse. Lentamente, agachó la cara y la arrimó a la mía.
Le miré a los ojos. Supe con exactitud lo que pretendía.
—Es tu cara —le recordé.
Soltó una carcajada y empezó a aligerar el ritmo de nuevo.
—Prefiero no pelearme con tu vampiro esta noche. En cualquier otro momento me daría igual, pero mañana los dos tenemos un trabajo que hacer, y no quiero dejar a los Cullen con una menos.
Un repentino ataque de vergüenza hizo que se me demudara el gesto.
—Lo sé, lo sé —me dijo, malinterpretando mi expresión—. Crees que podría conmigo.
Me sentía incapaz de hablar. Era yo, y no Sam, quien iba a dejarles con una menos. ¿Y si alguien resultaba herido por culpa de mi debilidad? ¿O si, por el contrario, me mostraba valiente y Santana...? No quería ni pensarlo.
—¿Qué te pasa, Britt? —su gesto dejó de ser jocoso y bravucón, y debajo apareció el Sam que yo conocía, como si se hubiese quitado una máscara—. Si he dicho algo que te ha molestado, quiero que sepas que sólo estaba bromeando. No era mi intención decir nada que... Oye, ¿estás bien? No llores, Britt —me pidió.
Intenté dominarme.
—No voy a llorar.
—¿Qué es lo que he dicho?
—No es nada que hayas dicho, es... Es por mi culpa. He hecho algo... terrible.
Me miró aturdido, con los ojos como platos.
—Santana no va a luchar mañana —le expliqué en susurros—. Le he obligado a quedarse conmigo. ¡Soy una cobarde asquerosa!
Sam arrugó el ceño.
—¿Y crees que no va a salir bien? ¿Piensas que te van a encontrar aquí? ¿Es que sabes algo que yo no sepa?
—No, no. Eso no me da miedo. Es que... no puedo dejarle ir. Si no regresara... —me estremecí, y tuve que cerrar los ojos para ahuyentar esa idea.
Sam se quedó callado. Yo seguí hablando, sin abrir los ojos y en voz baja.
—Si alguien resulta herido, la culpa siempre será mía. Y aunque ninguno... Me he portado fatal. Pero tenía que hacerlo, tenía que convencerle de que se quedara conmigo. Estoy segura de que Santana no me lo va a echar en cara, pero yo sabré siempre qué cosas soy capaz de hacer —me sentí un poco mejor al purgar todo eso de mi interior, aunque tan sólo se lo pudiera confesar a Sam.
Él resopló. Abrí los párpados despacio, y me entristeció ver que había vuelto a enfundarse aquella máscara de dureza.
—No puedo creer que haya dejado que le convenzas para que no participe. Yo no me perdería esto por nada del mundo.
—Lo sé —repuse con un suspiro.
—De todas formas, eso no quiere decir nada —empezó a recular—. No significa que te quiera más que yo.
—Pero tú no te habrías quedado conmigo, aunque te lo hubiese suplicado.
Arrugó los labios por un instante, y me pregunté si iba a intentar negarlo. Los dos sabíamos cuál era la verdad.
—Pero sólo porque yo te conozco mejor —respondió por fin—. Todo va a ir como la seda. Y aunque me lo pidieras y te dijera que no, sé que después no te enfadarías tanto conmigo.
—Quizá tengas razón. Si todo saliera bien, a lo mejor no me enfadaría contigo. Pero aun así, todo el tiempo que estés fuera voy a estar muerta de preocupación. Me voy a volver loca.
—¿Por qué? —me preguntó con brusquedad—. ¿Qué más te da si me ocurre algo?
—No digas eso. Sabes de sobra cuánto significas para mí. Lamento que no sea de la forma en que tú querrías, pero así son las cosas. Eres mi mejor amigo. Al menos, antes lo eras. Y aún sigues siéndolo... cuando bajas la guardia.
Sam puso aquella sonrisa de antaño, la que yo adoraba.
—Siempre lo seré —me prometió—. Incluso aunque no... aunque no me comporte tan bien como debería. Pero, en el fondo de mi ser, siempre estaré contigo.
—Lo sé. Si no, ¿por qué crees que aguanto todas tus chorradas?
Sam se rió conmigo, pero después su mirada se entristeció.
—¿Cuándo te vas a dar cuenta por fin de que también estás enamorada de mí?
—Siempre tienes que arruinar un buen momento.
—No digo que no le ames a ella, no soy tonto, pero se puede querer a más de una persona a la vez, Britt. Es algo que pasa a menudo.
—Yo no soy un lobo chiflado como tú, Sam.
Al ver que arrugaba la nariz, estuve a punto de pedir disculpas por lo que acababa de decir; pero él cambió de tema.
—No estamos muy lejos. Puedo olerle.
Suspiré aliviada.
Sam malinterpretó el significado de mi suspiro.
—Iría más despacio, Britt, pero supongo que querrás estar a cubierto antes de que eso se nos venga encima.
Los dos levantamos la mirada al cielo.
Por el oeste se acercaba un sólido muro de nubes púrpura, casi negras, y el bosque se sumía en sombras a su paso.
—¡Guau! —murmuré—. Será mejor que te des prisa, Sam. Querrás llegar a casa antes de que la tormenta descargue.
—No me voy a casa.
Me quedé mirándole, exasperada.
—No vas a acampar con nosotras.
—Si te refieres al pie de la letra, no, no pienso meterme en vuestra tienda. Prefiero la tormenta antes que ese olor. Pero seguro que tu chupasangres querrá mantenerse en contacto con la manada para coordinar las acciones, así que yo, amablemente, voy a facilitarle ese servicio.
—Creía que ése era el trabajo de Joe.
—El se hará cargo de ese cometido mañana, durante la batalla.
Cuando me la recordó, guardé silencio por un instante. Me quedé mirando a Sam; de repente, volvía a estar tan preocupada como antes.
—Supongo que, ya que estás aquí, no hay forma de convencerte de que te quedes... —le dije—. ¿Y si me pongo a suplicarte, o te ofrezco convertirme en tu esclava el resto de mi vida?
—Suena tentador, pero no. Aun así, debe de ser divertido verte suplicar. Si quieres, puedes intentarlo.
—¿Es que no hay nada que pueda decir para convencerte?
—No. A menos que puedas prometerme una batalla mejor. En cualquier caso, quien da las órdenes es Finn.
Eso me recordó algo.
—Santana me dijo algo el otro día... sobre ti.
Sam se alarmó.
—Seguro que era mentira.
—¿Ah, sí? ¿Entonces no eres el segundo al mando de la manada?
Sam parpadeó. Se quedó pálido por la sorpresa.
—Ah, ¿era eso?
—¿Por qué no me lo has dicho nunca?
—¿Por qué iba a hacerlo? No es gran cosa.
—No lo sé. ¿Por qué no? Es interesante. ¿Cómo funciona? ¿Cómo es que Finn ha acabado de macho Alfa y tú de... de macho Beta?
Sam se rió de los términos que se me acababan de ocurrir.
—Finn es el primero, el mayor. Es lógico que él tome el mando.
Arrugué la frente.
—Pero entonces, ¿el segundo no debería ser David o Brody? Fueron los siguientes en transformarse.
—Bueno, es complicado de explicar —se evadió.
—Inténtalo.
Sam exhaló un suspiro.
—Tiene más que ver con el linaje. Ya sé que está un poco pasado de moda. ¿Qué más da quién era tu abuelo? Pero es así.
Entonces recordé algo que Sam me había dicho mucho tiempo atrás, antes de que ninguno de los dos supiéramos nada sobre hombres lobo.
—¿No me dijiste que Ephraim fue el último jefe que habían tenido los quileute?
—Sí, es cierto. Él era el Alfa. ¿Sabías que teóricamente Finn es ahora el jefe de toda la tribu? —soltó una carcajada—. Qué tradiciones tan estúpidas.
Cavilé sobre ello durante un instante, tratando de encajar todas las piezas.
—Pero también me dijiste que la gente escuchaba a tu padre más que a ninguna otra persona del Consejo por ser nieto de Ephraim, ¿no?
—¿Adonde quieres ir a parar?
—Bueno, si tiene que ver con el linaje... ¿No deberías ser tú el jefe?
Sam no me respondió. Se quedó mirando al bosque, cada vez más tenebroso, como si de pronto necesitara concentrarse para saber por dónde iba.
—¿Sam?
—No, ése es el trabajo de Finn —mantuvo los ojos clavados en el agreste sendero que seguíamos.
—¿Por qué? Su bisabuelo era Levi Hudson, ¿no? ¿Levi no era también un Alfa?
—Sólo hay un Alfa —respondió de forma automática.
—Entonces, ¿qué era Levi?
—Un Beta, supongo —resopló al pronunciar el término con que le había bautizado—. Como yo.
—Eso no tiene sentido.
—Tampoco importa.
—Sólo quiero entenderlo.
Sam se decidió por fin a mirarme, y al verme confusa volvió a suspirar.
—Sí. Se supone que yo debería ser el Alfa.
Fruncí el ceño.
—¿Es que Finn no ha querido renunciar?
—No es eso. Es que yo no he querido ascender.
—¿Por qué no?
Sam puso un gesto de contrariedad ante mis preguntas. Que se aguante, pensé, ahora le toca a él sentirse incómodo.
—No quería nada de esto, Britt. No quería que las cosas cambiaran. No me apetecía ser un jefe legendario ni formar parte de una manada de hombres lobo, y mucho menos ser su líder. Cuando Finn me lo ofreció, lo rechacé.
Me quedé pensando en eso un buen rato. Sam, sin interrumpir mis cavilaciones, volvió a escrutar las tinieblas del bosque.
—Yo creí que eras feliz, que estabas contento con tu situación —le dije, por fin.
Sam sonrió para tranquilizarme.
—Sí, no está tan mal. A veces es emocionante, como lo de mañana. Pero al principio fue como si me hubieran reclutado para una guerra de cuya existencia no sabía nada. No me dejaron elegir. Fue algo irrevocable —se encogió de hombros—. De todos modos, supongo que ahora estoy contento. Tenía que ser así y, además, ¿en quién más podía confiar para tomar la decisión? No hay nadie mejor que uno mismo.
Me quedé mirando a mi amigo con una inesperada sensación de respeto. Era mucho más maduro de lo que había creído hasta entonces. Igual que me había pasado con Billy la otra noche junto a la hoguera, había una grandeza en él que nunca habría sospechado.
—El jefe Sam —murmuré, sonriendo ante el sonido de esas tres palabras juntas.
Él puso los ojos en blanco.
En ese momento, el viento sacudió con fuerza los árboles, tan gélido como si bajara soplando de un glaciar. Los fuertes crujidos de la madera resonaron en el monte. Aunque la luz se debilitaba a medida que aquella tenebrosa nube cubría el cielo, pude distinguir unos pequeños copos blancos que revoloteaban sobre nosotros.
Sam apretó el paso y concentró toda su atención en el suelo mientras corría a toda velocidad. Me acurruqué contra su pecho para protegerme de aquella molesta nevada.
Minutos después, Quinn llegó al lado de sotavento del farallón, y vimos la pequeña tienda montada contra la pared de roca, al abrigo de la tempestad. Los copos caían en remolinos sobre nosotros, pero el vendaval era de tal intensidad que no dejaba que se posaran en ningún sitio.
—¡Britt! —gritó Santana con alivio. Le sorprendimos dando paseos nerviosos por aquel reducido claro.
Apareció a mi lado como un rayo, tan rápido que apenas la vi como un borrón. Sam se encogió sobresaltado, y después me dejó en el suelo. Santana hizo caso omiso a su reacción y me abrazó con fuerza.
—Gracias —dijo Santana por encima de mi cabeza. Su tono era sincero—. Has sido más rápido de lo que me esperaba. Te lo agradezco de veras.
Me giré para observar la respuesta de Sam, que se limitó a encogerse de hombros; toda cordialidad se había esfumado de su rostro.
—Llévala dentro. Esto va a ir a peor: se me están poniendo de punta los pelos de la cabeza. ¿Esta tienda es segura?
—Sólo me ha faltado soldarla a la roca.
—Bien.
Sam alzó la mirada al cielo, que ahora estaba negro por la tormenta y salpicado de remolinos de nieve. Sus ollares se ensancharon.
—Voy a transformarme —anunció—. Quiero saber cómo va todo por casa.
Colgó el abrigo en una rama corta y ancha y se adentró en las tinieblas del bosque sin volver la vista atrás.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Hielo y fuego
La tienda de campaña se estremeció bajo el azote del viento, y yo con ella.
El termómetro caía en picado. Una gelidez punzante atravesaba el saco de dormir y la chaqueta, estaba helada a pesar de hallarme completamente vestida, incluso con las botas de montaña anudadas. ¿Cómo podía hacer tanto frío? ¿Cómo podía seguir bajando la temperatura? Tendría que parar alguna vez, ¿no?
—¿Qu-ué hooora es? —me esforcé en pronunciar las palabras, una tarea casi imposible con aquel castañeteo de dientes.
—Las dos —contestó Santana, sentada lo más lejos posible de mí...
...en aquel espacio tan exiguo, temeroso casi de respirar cerca, teniendo en cuenta lo helada que estaba. El interior de la tienda estaba demasiado oscuro para que distinguiera su rostro con claridad, pero su voz sonaba desesperada por la preocupación, la indecisión y el chasco.
—Quizá...
—No, estoy bbbien, la werdad. No qqquiero salir ffuera.
Ya había intentado convencerme al menos una docena de veces de que saliéramos pitando de allí, pero a mí me aterrorizaba la perspectiva de abandonar el refugio. Si ya hacía frío en la tienda, donde me encontraba a resguardo del viento rugiente, podía imaginarme lo horrible que sería si saliéramos corriendo al exterior.
Y además daría al traste con todos los esfuerzos hechos durante la tarde. ¿Tendríamos tiempo suficiente para recuperarnos cuando pasara la tormenta? ¿Y si no se acababa? Era ilógico moverse ahora. Podía sobrevivir a toda una noche de tiritona.
Me preocupaba que se hubiera perdido el rastro que había dejado, pero ella me prometió que los monstruos que venían lo encontrarían con facilidad.
—¿Qué puedo hacer yo? —me dijo, en tono de súplica.
Yo me limité a sacudir la cabeza.
En el exterior, bajo la nieve, Sam aullaba de frustración.
—Vwete dee aquí —le ordené de nuevo.
—Sólo está preocupado por ti —me tradujo Santana—. Se encuentra bien. Su cuerpo está preparado para capear esto.
—E-e-e-e-e.
Quise decirle que aun así debía marcharse, pero la idea se me quedó enganchada entre los dientes. Me esforcé, y estuve a punto de despellejarme la lengua en el intento. Al menos, Sam sí parecía estar bien equipado para la nieve, mejor incluso que el resto de su manada, ya que su piel era más gruesa y greñuda. Me pregunté a qué se debería eso.
Sam volvió a gimotear, en tonos muy agudos, un lamento que crispaba los nervios.
—¿Qué quieres que haga? —gruñó Santana, demasiado nerviosa ya para andarse con delicadezas—. ¿Que la saque con la que está cayendo? No sé en qué puedes ser tú útil. ¿Por qué no vas por ahí a buscarte un sitio más caliente o lo que sea?
—Estoy bbbieenn —protesté.
A juzgar por el gruñido de Santana y el enmudecimiento del aullido que sonaba fuera de la carpa no había conseguido convencer a nadie. El viento zarandeó la tienda con fuerza y yo me estremecí a su ritmo.
Un aullido repentino desgarró el rugido del viento y me cubrí los oídos para no escuchar el ruido. Santana puso mala cara.
—Eso apenas va a servir de nada —masculló—, y es la peor idea que he oído en mi vida —añadió en voz más alta.
—Mejor que cualquier cosa que se te haya ocurrido a ti, seguro —repuso Sam; me llevé una gran sorpresa al oír su voz humana—. «¿Por qué no vas por ahí a buscarte un sitio más caliente?» —remedó entre refunfuños—. ¿Qué te crees que soy? ¿Un san bernardo?
Oí el zumbido de la cremallera de la entrada de la carpa al abrirse.
Sam la descorrió lo menos que pudo, pero le fue imposible penetrar en la tienda sin que por la pequeña abertura se colara el aire glacial y unos cuantos copos de nieve, que cayeron al piso de lona. Me agité de una forma tan violenta que el temblor se transformó en una convulsión en toda regla.
—Esto no me gusta nada —masculló Santana mientras Sam volvía a cerrar la cremallera de la entrada—. Limítate a darle el abrigo y sal de aquí.
Mis ojos se habían adaptado lo suficiente para poder distinguir las formas. Vi que Sam traía el anorak que había estado colgado de un árbol al lado de la tienda.
Intenté preguntar que de qué estaban hablando, pero todo lo que salió de mis labios fue «qqquuqqquu», ya que el temblequeo me hacía tartamudear de forma descontrolada.
—El anorak es para mañana, ahora tiene demasiado frío para que pueda calentarse por sí misma. Está helada —se dejó caer al suelo junto a mí—. Dijiste que ella necesitaba un lugar más caliente y aquí estoy yo —Sam abrió los brazos todo lo que le permitió la anchura de la tienda. Como era habitual cuando corría en forma de lobo, sólo llevaba la ropa justa: unos pantalones, sin camiseta ni zapatos.
—Saaaammmm, ttteee vas a cccoonnggelar —intenté protestar.
—Lo dudo mucho —contestó él alegremente—. He conseguido alcanzar casi cuarenta y tres grados estos días, parezco una tostadora. Te voy a tener sudando en un pispas.
Santana rugió, pero Sam ni siquiera se volvió a mirarle. En lugar de eso, se acuclilló a mi lado y empezó a abrir la cremallera de mi saco de dormir.
La mano blanca de Santana aprisionó de repente el hombro de Sam, sujetándole, blanco niveo contra la piel dorada de Sam. La mandíbula de Sam se cerró con un golpe audible, se le dilataron las aletas de la nariz y su cuerpo rehuyó el frío contacto. Los largos músculos de sus brazos se flexionaron automáticamente en respuesta.
—Quítame las manos de encima —gruñó entre dientes.
—Pues quítaselas tú a ella —respondió Santana con tono de odio.
—Nnnnooo luuuchéis —supliqué. Me sacudió otro estremecimiento. Parecía que se me iban a partir los dientes de lo fuerte que chocaban unos contra otros.
—Estoy seguro de que ella te agradecerá esto cuando los dedos se le pongan negros y se le caigan —repuso Sam con brusquedad.
Santana dudó, pero al final soltó a su rival y regresó a su posición en la esquina.
—Cuida lo que haces —advirtió con voz fría y aterradora.
Sam se rió entre dientes.
—Hazme un sitio, Britt —dijo mientras bajaba un poco más la cremallera.
Le miré indignada. Ahora entendía la virulenta reacción de Santana.
—N-n-n-no —intenté protestar.
—No seas estúpida —repuso, exasperado—. ¿Es que quieres dejar de tener diez dedos?
Embutió su cuerpo a la fuerza en el pequeño espacio disponible, forzando la cremallera a cerrarse a su espalda.
Y entonces tuve que cejar en mis objeciones, no tenía ganas de soltar ni una más. Estaba muy calentito. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra su pecho desnudo de manera cómoda y acogedora. El calor era irresistible, como el aire cuando has pasado sumergido demasiado tiempo. Se encogió cuando apreté con avidez mis dedos helados contra su piel.
—Ay, Britt, me estás congelando —se quejó.
—Lo ssssienttoo —tartamudeé.
—Intenta relajarte —me sugirió mientras otro estremecimiento me atravesaba con violencia—. Te caldearás en un minuto. Aunque claro, te calentarías mucho antes si te quitaras la ropa.
Santana gruñó de pronto.
—Era sólo un hecho constatable —se defendió Sam—. Cuestión de mera supervivencia, nada más.
—-Ca-calla ya, Sssssss-aaam —repuse enfadada, aunque mi cuerpo no hizo amago de apartarse de él—. Nnnnadie nnnnecesssita to-todos los de-dedddos.
—No te preocupes por la chupasangres —sugirió Sam, pagado de sí mismo—. Únicamente está celosa.
—Claro que lo estoy —intervino Santana, cuya voz se había vuelto de nuevo de terciopelo, controlada, un murmullo musical en la oscuridad—. No tienes la más ligera idea de cuánto desearía hacer lo que estás haciendo por ella, chucho.
—Así son las cosas en la vida —comentó Sam en tono ligero, aunque después se tornó amargo—. Al menos sabes que ella querría que fueras tú.
—Cierto —admitió Santana.
Los temblores fueron amainando y se volvieron soportables mientras ellos discutían.
—Ya —exclamó Sam, encantado—. ¿Te sientes mejor?
Al fin pude articular con claridad.
—Sí.
—Todavía tienes los labios azules —reflexionó Sam—. ¿Quieres que te los caliente también? Sólo tienes que pedirlo.
Santana suspiró profundamente.
—Compórtate —le susurré, apretando la cara contra su hombro.
Se encogió de nuevo cuando mi piel fría entró en contacto con la suya y yo sonreía con una cierta satisfacción vengativa.
Ya me había templado y me hallaba cómoda dentro del saco de dormir. El cuerpo de Sam parecía irradiar calor desde todos lados, quizá también porque había metido en el interior del saco su enorme corpachón. Me quité las botas en dos tirones y presioné los dedos de los pies sobre sus piernas. Dio un respingo, pero después ladeó la cabeza para apretar su mejilla cálida contra mi oreja entumecida.
Me di cuenta de que la piel de Sam tenía un olor a madera, almizcleño, que era muy apropiado para el lugar donde nos encontrábamos, en mitad de un bosque. Resultaba estupendo. Me pregunté si los Cullen y los quileute no estaban todo el día con esta monserga del olor simplemente por puro prejuicio, ya que para mí, todos ellos olían de forma magnífica.
La tormenta aullaba en el exterior como si fuera un animal atacando la tienda, pero ahora ya no me inquietaba. Sam estaba a salvo del frío, igual que yo. Además, estaba demasiado cansada para preocuparme por nada, fatigada de estar despierta hasta tan tarde y dolorida por los espasmos musculares. Mi cuerpo se relajó con lentitud mientras me descongelaba, parte por parte y después se quedó flojo.
—¿Sam? —musité medio dormida—. ¿Puedo preguntarte algo? No estoy de broma ni nada parecido. «Es sólo curiosidad, nada más» —eran las mismas palabras que él había usado en mi cocina. .. no podía recordar ya cuánto tiempo hacía de eso.
—Claro —rió entre dientes al darse cuenta y recordar.
—¿Por qué tienes más pelo que los demás? No me contestes si te parece una grosería —no conocía qué reglas de etiqueta regían en la cultura lupina.
—Porque mi pelo es más largo —contestó, divertido. Al menos mi pregunta no le había ofendido. Sacudió la cabeza de forma que su pelo sin recoger, que ahora ya le llegaba hasta la barbilla, me golpeó la mejilla.
—Ah —me sorprendió, pero la verdad es que tenía sentido. Así que ése era el motivo por el cual ellos se rapaban al principio, cuando se unían a la manada—. ¿Por qué no te lo cortas? ¿Te gusta ir lleno de greñas?
Esta vez no me respondió enseguida, y Santana se rió a la sordina.
—Lo siento —intervine, haciendo un alto para bostezar—. No pretendía ser indiscreta. No tienes por qué contestarme.
Sam profirió un sonido enfurruñado.
—Bah, ella te lo va a contar de todos modos, así que mejor te lo digo yo... Me estaba dejando crecer el pelo porque... me parecía que a ti te gustaba más largo.
—Oh —me sentí incómoda—. Esto... yo... me gusta de las dos maneras, Sam. No tienes por qué molestarte.
Él se encogió de hombros.
—De todas formas ha venido muy bien esta noche, así que no te preocupes por eso.
No tenía nada más que decir. Se hizo un silencio prolongado en medio del cual los párpados me pesaban cada vez más y al final, agotada, cerré los ojos. El ritmo de mi respiración disminuyó hasta alcanzar una cadencia regular.
—Eso está bien, cielo, duerme —susurró Sam.
Yo suspiré, satisfecha, ya casi inconsciente.
—Joe está aquí —informó Santana a Sam con un hilo de voz; de pronto, comprendí el asunto de los aullidos.
—Perfecto. Ahora ya puedes estar al tanto de lo que pasa mientras yo cuido a tu novia por ti.
Santana no replicó, pero yo gruñí medio grogui.
—Déjala ya —mascullé entre dientes.
Todo se quedó tranquilo entonces, al menos dentro de la tienda. Fuera, el viento aullaba de forma enloquecedora al pasar entre los árboles. La estructura metálica vibraba de tal modo que resultaba imposible pegar ojo. Una racha de viento y nieve soplaba cada vez que estaba a punto de sumirme en la inconsciencia, zarandeando de forma repentina las varillas de sujección. Me sentía fatal por el lobo, el chico que estaba allí fuera, quieto en la nieve.
Mi mente vagó mientras permanecía a la espera de conciliar el sueño. Aquel pequeño y cálido lugar me hacía recordar los primeros tiempos con Sam y cómo solían ser las cosas cuando él era mi sol de repuesto, la calidez que hacía que mereciera la pena vivir mi vida vacía. Ya había pasado mucho tiempo desde que pensara en Sam de ese modo, pero aquí estaba él de nuevo, proporcionándome su calor.
—¡Por favor! —masculló Santana—. ¡Si no te importa...!
—¿Qué? —respondió Sam entre susurros, sorprendido.
—¿No crees que deberías intentar controlar tus pensamientos? —el bajo murmullo de Santana sonaba furioso.
—Nadie te ha dicho que escuches —cuchicheó Sam desafiante, aunque algo avergonzado—. Sal de mi cabeza.
—Ya me gustaría, ya. No tienes idea de a qué volumen suenan tus pequeñas fantasías. Es como si me las estuvieras gritando.
—Intentaré bajarlas de tono —repuso Sam con sarcasmo.
Hubo una corta pausa en silencio.
—Sí —contestó Santana a un pensamiento no expresado en voz alta, con un murmullo tan bajo que casi no lo capté—. También estoy celosa de eso.
—Ya me lo imaginaba yo —susurró Sam, petulante—. Igualar las apuestas hace que el juego adquiera más interés, ¿no?
Santana se rió entre dientes.
—Sueña con ello si quieres.
—Ya sabes, Britt todavía podría cambiar de idea —le tentó Sam—. Eso, teniendo en cuenta todas las cosas que yo puedo hacer con ella y tú no. Al menos, claro, sin matarla.
—Duérmete, Sam —masculló Santana—. Estás empezando a ponerme de los nervios.
—Sí, creo que lo haré. Aquí se está la mar de a gusto.
Santana no contestó.
Yo estaba ya demasiado ida como para pedirles que dejaran de hablar de mí como si no estuviera presente. La conversación había adquirido una cualidad casi onírica y no estaba segura de si estaba o no despierta del todo.
—Ojalá pudiera —repuso Santana después de un momento, contestando una pregunta que yo no había oído.
—Pero ¿serías sincera?
—Siempre puedes curiosear a ver qué pasa —el tonillo zumbón de Santana me hizo preguntarme si me estaba perdiendo algún chiste.
—Bien, tú ves dentro de mi cabeza. Déjame echar una miradita dentro de la tuya esta noche; eso sería justo —repuso Sam.
—Tu mente está llena de preguntas. ¿Cuáles quieres que conteste?
—Los celos... deben de estar comiéndote. No puedes estar tan segura de ti misma como parece. A menos que no tengas ningún tipo de sentimientos.
—Claro que sí —admitió Santana, y ya no parecía divertida en absoluto—. Justo en estos momentos lo estoy pasando tan mal que apenas puedo controlar la voz, pero de todos modos es mucho peor cuando no la acompaño, las veces en que ella está contigo y no puedo verla.
—¿Piensas en esto todo el tiempo? —susurró Sam—. ¿No te resulta difícil concentrarte cuando ella no está?
—Sí y no —respondió Santana; parecía decidida a contestar con sinceridad—. Mi mente no funciona exactamente igual que la tuya. Puedo pensar en muchas cosas a la vez. Eso significa que puedo pensar siempre en ti y en si es contigo con quien está cuando parece tranquila y pensativa.
Ambos se quedaron callados durante un minuto.
—Sí, supongo que piensa en ti a menudo —murmuró Santana en respuesta a los pensamientos de Sam—, con más frecuencia de la que me gustaría. A Britt le preocupa que seas infeliz. Y no es que tú no lo sepas, ni tampoco que no lo uses de forma deliberada.
—Debo usar cuanto tenga a mano —contestó Sam en un bisbiseo—. Yo no cuento con tus ventajas, ventajas como la de saber que ella está enamorada de ti.
—Eso ayuda —comentó Santana con voz dulce.
Sam se puso desafiante.
—Pero Britt también me quiere a mí, ya lo sabes —Santana no contestó y Sam suspiró—. Aunque no lo sabe.
—No puedo decirte si llevas razón.
—¿Y eso te molesta? ¿Te gustaría ser capaz de saber también lo que ella piensa?
—Sí y no, otra vez. A ella le gusta más así, y aunque algunas veces me vuelve loca, prefiero que Britt sea feliz.
El viento intentaba arrancar la tienda, sacudiéndola como si hubiera un terremoto. Sam cerró sus brazos a mi alrededor, protegiéndome.
—Gracias —susurró Santana—. Aunque te suene raro, supongo que me alegro de que estés aquí, Sam.
—Si quieres decir que tanto como a mí me encantaría matarte, yo también estoy contento de que ella se haya calentado, ¿vale?
—Es una tregua algo incómoda, ¿no?
El murmullo de Sam se volvió repentinamente engreído.
—Ya sé que estás tan loca de celos como yo.
—Pero no soy tan estúpida como para hacer una bandera de ello, como tú. No ayuda mucho a tu caso, ya sabes.
—Tienes más paciencia que yo.
—Es posible. He tenido cien años de plazo para ejercitarla. Los cien años que llevo esperándola.
—Bueno, y... ¿en qué momento decidiste jugarte el punto de la buena chica lleno de paciencia?
—Cuando me di cuenta del daño que le hacía verse obligada a elegir. En general no me es difícil ejercer este tipo de control. La mayoría de las veces soy capaz de sofocar... los sentimientos poco civilizados que siento por ti con bastante facilidad. Algunas veces ella cree ver en mi interior, pero no puedo estar segura de eso.
—Pues yo creo, simplemente, que te preocupa el hecho de que si la obligaras a elegir de verdad, no te escogería a ti.
Santana no contestó con rapidez.
—Eso es verdad en parte —admitió al fin—, pero sólo una pequeña parte. Todos tenemos nuestros momentos de duda. Pero lo que de verdad me preocupaba era que ella se hiciera daño intentando escaparse para verte. Después de que acepté que, más o menos, estaba segura contigo, tan segura al menos como ella puede estar, me pareció mejor dejar de llevarla al límite.
Sam suspiró.
—Ya le he dicho a ella todo esto, pero no me cree.
—Lo sé —sonó como si Santana estuviera sonriendo.
—Tú te crees que lo sabes todo —masculló Sam entre dientes.
—Yo no conozco el futuro —dijo Santana, con la voz de repente insegura.
Se hizo una larga pausa.
—¿Qué harías si ella cambiara de idea? —le preguntó Sam.
—Tampoco lo sé.
Sam se rió bajito entre dientes.
—¿Intentarías matarme? —comentó sarcásticamente, como si dudara de la capacidad de Santana para hacerlo.
—No.
—¿Por qué no? —el tono de Sam era todavía de burla.
—¿De verdad crees que buscaría hacerle daño de esa manera?
Sam dudó durante unos momentos y después suspiró.
—Sí, tienes razón. Ya sé que la tienes, pero algunas veces...
—...te resulta una idea fascinante.
Sam apretó la cara contra el saco de dormir para sofocar sus risas.
—Exactamente —admitió al final.
Aquel sueño estaba resultando de lo más esperpéntico. Me pregunté si no sería el viento incesante el que me hacía imaginar todos estos murmullos, salvo que el viento parecía gritar más que susurrar.
—¿Y cómo sería?, me refiero a lo de perderla... —inquirió Sam después de un tranquilo interludio y sin que hubiera ni el más leve rastro de humor en su voz repentinamente ronca—. ¿Cómo fue cuando pensaste que la habías perdido para siempre? ¿Cómo te las... apañaste?
—Es muy difícil para mí hablar de ello —admitió la vampiro. El licántropo esperó—. Ha habido dos ocasiones en las que he pensado eso —Santana habló a un ritmo más lento de lo habitual—. Aquella vez en que creí que podía dejarla, fue casi... casi insoportable. Pensé que Britt me olvidaría y que sería como si no me hubiera cruzado con ella jamás. Durante unos seis meses fui capaz de estar lejos sin romper mi promesa de no interferir en su vida. Casi lo conseguí... Luchaba contra la idea, pero sabía que a la larga no vencería; tenía que regresar, aunque sólo fuera para saber cómo estaba. O al menos eso era lo que me decía a mí misma. Y si la encontraba razonablemente feliz... Me gustaría pensar que, en ese caso, habría sido capaz de marcharme otra vez.
»Pero ella no era feliz, así que me habría quedado. Y claro, este es el modo en que me ha convencido para quedarme con ella mañana. Hace un rato tú te estabas preguntando qué era lo que me motivaba... y por qué ella se sentía tan innecesariamente culpable. Me recuerda lo que le hice cuando me marché, lo que le seguiré haciendo si me marcho. Ella se siente fatal por sentirse así, pero lleva razón. Yo nunca podré compensarle por aquello, pero tampoco dejaré de intentarlo, de todos modos.
Sam no respondió durante unos momentos, bien porque estaba escuchando la tormenta o bien porque aún no había asimilado aquellas palabras, no supe el motivo.
—¿Y aquella otra vez, cuando pensaste que había muerto? ¿Qué sentiste? —susurró Sam con cierta rudeza.
—Sí —Santana contestó a esta pregunta de forma distinta—. Posiblemente tú te sentirás igual dentro de poco, ¿no? La manera en que nos percibes a nosotras no te permitirá verla sólo como «Britt» y nada más, pero eso es lo que ella será.
—Eso no es lo que te he preguntado.
La voz de Santana se volvió más rápida y dura.
—No puedo describir cómo me sentí. No tengo palabras.
Los brazos de Sam se ciñeron a mi alrededor.
—Pero tú te fuiste porque no querías que ella se convirtiera en una chupasangres. Deseabas que continuara siendo humana.
Santana repuso despacio.
—Sam, desde el momento en que me di cuenta de que la amaba, supe que había sólo cuatro posibilidades.
»La primera alternativa, la mejor para Britt, habría sido que no sintiera eso tan fuerte que siente por mí, que me hubiera dejado y se hubiera marchado. Yo lo habría aceptado, aunque eso no modificara mis sentimientos. Tú piensas que yo soy como... una piedra viviente, dura y fría. Y es verdad. Somos lo que somos y es muy raro que experimentemos ningún cambio real, pero cuando eso sucede, como cuando Britt entró en mi vida, es un cambio permanente. No hay forma de volver atrás...
»La segunda opción, la que yo escogí al principio, fue quedarme con ella a lo largo de toda su vida humana. A Britt no le convenía malgastar su tiempo con alguien que no podía ser humano como ella, pero era la alternativa que yo podía encarar con mayor facilidad. Sabiendo, por supuesto, que cuando ella muriera, yo también encontraría una forma de morir. Sesenta o setenta años seguramente me parecerían muy pocos años... Pero entonces se demostró lo peligroso que era para ella vivir tan cerca de mi mundo... Parecía que iba mal todo lo que podía ir mal. O bien pendía sobre nosotras… esperando para golpearnos. Me aterrorizaba pensar que ni siquiera tendría esos sesenta años si me quedaba cerca de Britt siendo ella humana.
»Así que escogí la tercera posibilidad, la que, sin duda, se ha convertido en el peor error de mi muy larga vida, como ya sabes: Salir de su vida, esperando que ella se viera forzada a aceptar la primera alternativa. No funcionó y casi nos mata a ambas en el camino.
»¿Qué es lo que me queda, sino la cuarta opción? Es lo que ella quiere, o al menos, lo que cree querer. Estoy intentando retrasarlo, darle tiempo para que encuentre una razón que le haga cambiar de idea, pero Britt es muy... terca. Eso ya lo sabes. Tendré suerte si consigo alargarlo unos cuantos meses más. Tiene pánico a hacerse mayor y su cumpleaños es en septiembre...
—Me gusta la primera alternativa —masculló Sam.
Santana no respondió.
—Ya sabes lo mucho que me cuesta aceptar esto —murmuró Sam lentamente—, pero veo cuánto la amas... a tu manera. No lo puedo negar.
»Teniendo eso en cuenta, no creo que debas abandonar todavía la primera opción. Pienso que hay grandes probabilidades de que ella estuviera bien. Una vez pasado el tiempo, claro. Ya sabes, si no hubiera saltado del acantilado en marzo y si tú hubieras esperado otros seis meses antes de venir a comprobar... Bueno, podrías haberla encontrado razonablemente feliz. Tenía un plan en marcha.
Santana rió entre dientes.
—Quizá hubiera funcionado. Era un plan muy bien pensado.
—Así es —suspiró Sam—, pero... —de repente comenzó a susurrar tan rápido que las palabras se le enredaron unas con otras—, dame un año chupasa..., Santana. Creo que puedo hacerla feliz, de verdad. Es cabezota, nadie lo sabe mejor que yo, pero tiene capacidad de sanar. De hecho, se hubiera curado antes. Y ella podría seguir siendo humana, en compañía de Charlie y Susan, y maduraría, tendría niños y... sería Britt.
»Tú la quieres tanto como para ver las ventajas de este plan. Ella cree que eres muy altruista, pero ¿lo eres de veras? ¿Puedes llegar a considerar la idea de que yo sea mejor para Britt que tú?
—Ya lo he hecho —contestó Santana serenamente—. En muchos sentidos, tú serías mucho más apropiado para ella que cualquier otro ser humano. Britt necesita alguien a quien cuidar y tú eres lo bastante fuerte para protegerla de sí misma y de cualquiera que intentara hacerle daño. Ya lo has hecho, razón por la que estoy en deuda contigo por el resto de mi vida, es decir, para siempre, sea lo que sea que venga antes...
«Incluso le he preguntado a Rachel si Britt estaría mejor contigo. Es imposible que lo sepa, claro: mi hermana no puede veros; así que Britt, de momento, está segura de su elección.
»Pero no voy a ser tan estúpida como para cometer el mismo error de la vez anterior, Sam. No voy a intentar obligarla a que escoja de nuevo la primera alternativa. Me quedaré mientras ella me quiera a su lado.
—¿Y si al final decidiera que me quiere a mí? —le desafió Sam—. De acuerdo, es una posibilidad muy remota, te concedo eso.
—La dejaría marchar.
—¿Sin más? ¿Simplemente así?
—En el sentido de que nunca le mostraría lo duro que eso sería para mí, sí, pero me mantendría vigilante. Mira, Sam, también tú podrías dejarla algún día. Como Finn y Emily, tampoco tú tendrías opción. Siempre estaría esperando para sustituirte y me moriría de ganas de que eso sucediera.
Sam resopló por lo bajo.
—Bueno, has sido mucho más sincera de lo que tenía derecho a esperar, Santana. Gracias por permitirme entrar en tu mente.
—Como te he dicho, me siento extrañamente agradecida por tu presencia en su vida esta noche. Es lo menos que podía hacer... ya sabes, Sam, si no fuera por el hecho de que somos enemigos naturales y que pretendes robarme la razón de mi existencia, en realidad, creo que me caerías muy bien.
—Quizá... si no fueras una asquerosa vampira que planea quitarle la vida a la chica que amo... Bueno, no, ni siquiera entonces.
Santana rió entre dientes.
—¿Puedo preguntarte algo? —empezó Santana después de un momento en silencio.
—¿Acaso necesitas preguntar?
—Sólo escucho tus pensamientos. Es sobre una historia que Britt no tenía interés alguno en contarme el otro día. Algo acerca de una tercera esposa...
—¿Qué pasa con eso?
Santana no contestó, escuchando la historia en la mente de Sam. Oí su lento siseo en la oscuridad.
—¿Qué? —inquirió Sam de nuevo.
—Claro. ¡Claro! —a Santana le hervía la sangre—. Hubiera preferido que tus mayores se hubieran callado esa historia para ellos mismos, Sam.
—¿No te gusta ver a las sanguijuelas en el papel de chicos malos? —se burló Sam—. Ya sabes que lo son. Entonces y ahora.
—Lo cierto es que esa parte me importa un rábano. ¿No adivinas con qué personaje podría sentirse identificada Britt?
A Sam le llevó un minuto caer en la cuenta.
—Oh, oh. Arg. La tercera esposa. Vale, ya veo por dónde vas.
—Por eso quiere estar en el claro. Para hacer lo que pueda, por poco que sea, tal como dijo... —Santana suspiró—. Ése es otro buen motivo para que mañana no me separe de ella. Tiene una gran inventiva cuando desea algo.
—Pues ya sabes, tu hermano de armas le dio esa misma idea tanto como la propia historia.
—Nadie pretendió hacer daño —cuchicheó Santana en un intento de serenar los ánimos.
—¿Y cuánto durará esta pequeña tregua? —preguntó Sam—. ¿Hasta las primeras luces? ¿O mejor esperamos hasta que termine la lucha?
Hubo una pausa mientras ambos pensaban.
—Cuando amanezca —susurraron a la vez, y después ambos se echaron a reír.
—Que duermas bien, Sam —masculló Santana—. Disfruta del momento.
Se hizo el silencio de nuevo, y la tienda se quedó quieta durante unos cuantos minutos. El viento parecía haber decidido que después de todo, no nos iba a aplastar y se estaba dando por vencido.
Santana gruñó por lo bajo.
—No quería decir eso de forma tan literal.
—Lo siento —cuchicheó Sam—. Podrías dejarme, ya sabes... dejarnos una cierta intimidad.
—¿Quieres que te ayude a dormir, Sam? —le ofreció Santana.
—Podrías intentarlo —le contestó Sam, indiferente—. Sería interesante ver quién saldría peor parado, ¿no?
—No me tientes mucho, lobo. Mi paciencia no es tan grande como para eso.
Sam rió entre dientes.
—Mejor no me muevo ahora, si no te importa.
Santana comenzó a canturrear para sí misma, aunque más alto de lo habitual, intentando ahogar los pensamientos de Sam, supuse. Pero era mi nana lo que tarareaba, y a pesar de la creciente inquietud que este sueño en susurros me había provocado, caí aún más profundo en la inconsciencia..., en otros sueños que tenían más sentido...
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Monstruo
A pesar de que me hallaba dentro de la tienda, había mucha luminosidad cuando me desperté por la mañana y la luz del sol me hirió en los ojos. Sudaba la gota gorda, tal y como había predicho Sam, que roncaba suavemente junto a mi oreja y mantenía los brazos enlazados alrededor de mi cuerpo.
Aparté la cabeza de su pecho caliente, casi enfebrecido, y sentí el aguijonazo de la mañana fría en mi mejilla bañada en sudor. El suspiró en sueños y apretó los brazos en torno a mí de forma inconsciente.
Incapaz de aflojar su abrazo, me retorcí en mi esfuerzo por elevar la cabeza lo suficiente para que mi mirada...
...se encontrase con la de santana, que me contempló con expresión serena, aunque el dolor en sus ojos era incuestionable.
—¿Se está caliente ahí fuera? —murmuré.
—Sí. Dudo que hoy necesitemos la estufa.
Intenté alcanzar la cremallera, pero no logré liberar los brazos. Me estiré, luchando contra el peso inerte de Sam, que susurró algo pese a estar por completo dormido, y me estrechó aún con más fuerza.
—¿Y si me ayudas? —le pregunté con calma.
Santana sonrió.
—¿Quieres que le aparte los brazos?
—No, gracias. Sólo libérame. Me va a dar un golpe de calor.
Santana abrió la cremallera del saco de dormir con un movimiento brusco y veloz. Sam cayó hacia atrás dándose con la espalda desnuda en el suelo helado de la tienda.
—¡Eh! —se quejó, abriendo los ojos de golpe.
Se retorció y saltó por instinto para apartarse del frío. Al rodar, terminó cayendo sobre mí. Jadeé cuando su peso me dejó sin respiración, pero de pronto dejó de aplastarme. Sentí el impacto cuando Sam salió volando contra uno de los palos de la tienda y ésta se sacudió.
Los gruñidos brotaron desde todas partes a mi alrededor. Santana se agazapaba delante de mí; no podía verle el rostro, pero los rugidos surgían enfurecidos de su pecho. Sam también se había encorvado, con todo el cuerpo sacudido por los estremecimientos, mientras gruñía entre los dientes apretados. Las rocas devolvieron el eco de los feroces sonidos que Joe emitía fuera de la tienda.
—¡Estaos quietos! ¡Parad! —grité, incorporándome con torpeza para interponerme entre los dos. El espacio era tan reducido que no necesité estirarme mucho para poner una mano en el pecho de cada uno de ellos. Santana enroscó un brazo alrededor de mi cintura preparado para apartarme del camino de un empujón—. ¡Deteneos ahora mismo! —les avisé.
Sam comenzó a calmarse cuando notó el contacto de mi mano. Disminuyó la frecuencia de sus convulsiones, pero no dejó de exhibir los dientes ni apartó los enfurecidos ojos de Santana. Joe no dejó de proferir su aullido interminable, un violento contrapunto para el repentino silencio que se hizo en la tienda.
—¿Sam? —le pregunté y me mantuve a la espera, hasta que finalmente bajó la mirada y la depositó en mí—. ¿Te has hecho daño?
—¡Claro que no! —masculló.
Me volví hacia Santana, que me miraba con una expresión dura y furiosa.
—Eso no ha estado bien. Deberías disculparte.
Sus ojos se dilataron de disgusto.
—Debes estar de broma. ¡Te estaba aplastando!
—¡Porque le tiraste al suelo! Ni lo hizo a propósito ni me ha hecho daño.
Santana refunfuñó y puso cara de asco, pero luego, con lentitud, elevó la mirada hacia Sam con ojos claramente hostiles.
—Mis excusas, perro.
—No ha pasado nada —replicó Sam, con un borde afilado y provocador en su voz.
Todavía hacía frío, aunque nada comparable a la helada nocturna. Crucé los brazos sobre el pecho.
—Ven —dijo Santana, tranquila de nuevo. Tomó el anorak del suelo y me lo envolvió alrededor del abrigo.
—Es de Sam —protesté.
—Él tiene un abrigo de pieles —insinuó Santana.
—Si no os importa, yo prefiero el saco de dormir —Sam ignoró a Santana, nos eludió y se metió dentro—. No me apetece levantarme aún. No pasará a la historia por ser la noche en que mejor he dormido, desde luego.
—Fue idea tuya —repuso Santana, impasible.
Sam se acurrucó, con los ojos ya cerrados, y bostezó.
—No he dicho que haya sido una mala noche, sino que he dormido poco. Pensé que Britt no iba a callarse nunca.
Me dio algo de vergüenza, preguntándome qué cosas habría podido decir en sueños. Las perspectivas eran horribles.
—Me alegro de que lo hayas disfrutado tanto —murmuró Santana.
Los ojos oscuros de Sam parpadearon y se abrieron.
—Entonces, ¿tú no has pasado una buena noche? —preguntó, muy pagado de sí mismo.
—No ha sido la peor noche de mi vida.
—Pero ¿entra al menos entre las diez peores? —inquirió Sam con un disfrute perverso.
—Posiblemente.
Sam sonrió y entornó los párpados.
—Ahora bien —continuó Santana—, no figuraría entre las diez mejores si hubiera podido ocupar tu lugar. Sueña con eso.
Los ojos de Sam se abrieron con una mirada hostil. Se sentó rígido y con los hombros tensos.
—¿Sabes qué? Creo que hay demasiada gente aquí dentro.
—No podría estar más de acuerdo.
Propiné un codazo a Santana en las costillas; probablemente iba a costarme un buen cardenal.
—En tal caso, supongo que ya me echaré luego una cabezada —Sam puso mala cara—. De todos modos, debo hablar con Finn.
Se arrodilló y echó mano al deslizador de la cremallera.
Un dolor repentino zigzagueó por mi columna vertebral y se alojó en mi vientre en cuanto me di cuenta de que quizá no volviera a verle. Regresaba con Finn para luchar contra una horda de vampiros neófitos sedientos de sangre.
—Sam, espera.
Estiré el brazo para retenerle, pero mi mano se escurrió por su brazo, y él lo agitó antes de que lograra aferrarlo.
—Sam, por favor, ¿no podrías quedarte?
—No.
La negativa sonó dura y fría. Supe que mi rostro denotaba pena porque él espiró y una media sonrisa endulzó su expresión.
—No te preocupes por mí, Britt. Estaré bien, como siempre —soltó una risa forzada—. Además, ¿crees que voy a dejar que Joe ocupe mi lugar, se quede con toda la diversión y me robe la gloria? ¡Seguro! —bufó.
—Ten cuidado...
Salió de la tienda antes de que pudiera terminar la frase.
—Dame un respiro, Britt —le oí murmurar mientras cerraba la cremallera.
Agucé el oído para percibir el sonido de sus pasos al alejarse, pero no se oía nada. Ni el viento. Sólo escuché el canto matutino de los pájaros en las lejanas montañas. Sam se movía ahora con sigilo.
Me acurruqué en mis ropas de abrigo y me dejé caer contra el hombro de Santana. Nos quedamos quietas un buen rato.
—¿Cuánto nos queda? —pregunté.
—Rachel le ha dicho a Finn que tardarían alrededor de una hora —repuso Santana con voz sombría.
—Quiero que estemos juntas. Pase lo que pase.
—Pase lo que pase —asintió ella, con los ojos fuertemente cerrados.
—Lo sé —comenté—. A mí también me aterroriza.
—Ellos saben cómo apañárselas —me aseguró Santana, haciendo que su voz sonara divertida a propósito —. Me fastidia perderme la diversión, eso es todo.
Otra vez con la diversión. Se me dilataron las ventanillas de la nariz.
Me pasó el brazo por los hombros.
—No te preocupes —me rogó; después, me besó en la frente.
Como si hubiera algo que pudiera impedirlo.
—Vale, vale.
—¿Quieres que te distraiga? —musitó ella mientras deslizaba los dedos helados por mi pómulo.
Sin querer, me estremecí al sentir el roce gélido de sus dedos en la mejilla. Con semejante temperatura, no era momento para caricias tan frías.
—Quizá no sea la mejor ocasión —le repliqué mientras retiraba su mano—. Hay otras formas de distraerme.
—¿Qué te gustaría?
—Podrías contarme cuáles han sido tus diez mejores noches —le sugerí—. Me pica la curiosidad.
Ella se echó a reír.
—Intenta adivinarlas.
Sacudí la cabeza.
—Has vivido demasiadas noches de las que no sé nada, todo un siglo...
—Acotaré la cuestión. Las mejores han ocurrido desde que nos conocemos.
—¿De verdad?
—Sí, sin duda, y por un amplio margen.
Me quedé pensativa un minuto.
—Sólo puedo pensar en las mías —admití.
—Lo más probable es que coincidan —me alentó.
—Bueno, hay que contar con la primera noche, la que te quedaste conmigo.
—Sí, ésa es una de las mías también; aunque claro, tú estuviste inconsciente durante mi parte favorita.
—Llevas razón —recordé—. Aquella noche también estuve hablando.
—Sí —asintió.
Enrojecí mientras me preguntaba otra vez qué es lo que podría haber dicho mientras dormía en los brazos de Sam. No podía recordar qué había estado soñando, o si en verdad había soñado, así que eso no me servía de ayuda.
—¿De qué hablé anoche? —murmuré en voz más baja que antes.
Se encogió de hombros en vez de contestar, y yo hice un gesto de dolor.
—¿Tan malo fue?
—No, no tanto —suspiró ella.
—Por favor, dímelo.
—Principalmente me llamaste, lo mismo que de costumbre.
—Eso no tiene nada de malo —admití con cautela.
—Pero al final, sin embargo, empezaste a murmurar algo sin sentido sobre «Sam, mi Sam» —constaté su dolor incluso en el susurro de su voz—. Tu Sam disfrutó lo suyo con esa parte.
Alargué el cuello hacia arriba, estirando los labios hasta alcanzar el borde de su mandíbula. Mantenía la vista clavada en la lona del techo, por lo que no pude verle los ojos.
—Lo siento —cuchicheé—. Ésa es la manera en que le distingo.
—¿Distingues?
—De ese modo, diferencio entre el doctor Jekyll y el señor Hyde, entre el Sam que me gusta y ese que me pone de un humor de perros —le expliqué.
—Eso tiene sentido —sonó ligeramente aplacada—. Hablame de otra de tus noches favoritas.
—La que volamos de regreso desde Italia —frunció el ceño—. ¿No es una de las tuyas? —le pregunté.
—Sí, lo cierto es que sí, pero me sorprende que figure en tu lista. ¿No tenías la absurda impresión de que yo actuaba impulsada por la culpabilidad y de que iba a salir disparada en cuanto se abrieran las puertas del avión?
—Sí —sonreí—, pero, sin embargo, te quedaste.
Me besó los cabellos.
—Me amas más de lo que merezco.
Me reí ante la imposibilidad de esa idea.
—La siguiente fue la noche posterior a Italia —continué.
—Sí, ésa está en la lista. Estuviste muy divertida.
—¿Divertida? —objeté.
—No tenía ni idea de que tus sueños fueran tan vividos. Me costó lo indecible convencerte de que estabas despierta.
—Todavía no estoy segura —musité—. Siempre me has parecido más un sueño que una realidad. Dime una de las tuyas, venga. ¿He adivinado tu mejor noche?
—No. La mía fue hace dos días, cuando por fin accediste a casarte conmigo.
Le puse morros.
—¿Esa no está en tu lista?
Pensé en la manera en que me había besado, la concesión que le había arrancado y cambié de idea.
—Sí, sí que está, pero con reservas. No entiendo por qué es tan importante para ti. Ya me tienes para siempre.
—Dentro de cien años, cuando dispongas de una perspectiva suficiente para apreciar realmente la respuesta, te lo explicaré.
—Te recordaré que me lo cuentes... dentro de cien años.
—¿Estás bien calentita? —me preguntó de forma inopinada.
—Estoy bien —le aseguré—. ¿Por qué?
Un ensordecedor aullido de dolor desgarró el silencio imperante en el exterior antes de que pudiera contestar. El sonido reverberó en la roca desnuda de la montaña y llenó el aire de tal modo que podía sentirse llegar desde cualquier dirección.
El aullido invadió mi mente como un tornado, tan extraño como familiar; extraño porque nunca antes había oído un lamento tan torturado, familiar porque reconocí la voz de modo instantáneo, identifiqué el sonido y comprendí el significado con la misma seguridad que si se hubiera producido en mi interior.
No cambiaba nada el hecho de que Sam no fuera humano cuando aullaba. No necesitaba traducción alguna.
Se hallaba muy cerca y había escuchado todas y cada una de mis palabras, y sentía un dolor agudo, como una agonía.
El aullido se quebró en un peculiar sollozo estrangulado y después se hizo el silencio de nuevo.
Esta vez tampoco fui capaz de escuchar su marcha, pero la sentí: reparé en la ausencia que antes había malinterpretado, noté el vacío que había dejado su partida.
—Parece que a tu estufa se le ha acabado el butano —respondió Santana con serenidad—. Se acabó la tregua —añadió, tan bajo que no podía estar realmente segura de lo que había dicho.
—Sam estaba escuchando —farfullé. No era una pregunta.
—Sí.
—Tú lo sabías.
—Sí.
Miré al vacío, sin ver nada.
—Nunca prometí que sería una pelea limpia —me recordó sin perder la calma—, y merece saber qué hay.
Dejé caer la cabeza entre las manos.
—¿Estás enfadada conmigo? —inquirió.
—No, contigo no —mascullé—. Me horrorizo de mí misma.
—No te atormentes —me suplicó.
—Sí —admití con amargura—. Debo ahorrar energías para atormentar a Sam un poco más, hasta que no deje un recoveco sano.
—El sabía lo que se traía entre manos.
—¿Y tú crees que eso importa? —la fragilidad de mi voz reflejaba con qué esfuerzo intentaba contener las lágrimas—. ¿Tú crees que a mí me preocupa si es o no juego limpio o si se le ha advertido de forma adecuada? Le he hecho daño, y cada vez que vuelvo al tema se lo sigo haciendo —fui elevando la voz, hasta la histeria—. Soy una persona odiosa.
Ella me estrechó con más fuerza entre sus brazos.
—No, no lo eres.
—¡Sí lo soy! ¿Qué tornillo anda suelto en mi cabeza? —luché contra sus brazos y ella me soltó—. Tengo que ir y encontrarle.
—Britt, él ya está a kilómetros de aquí y hace frío.
—No me importa. No me puedo quedar aquí sentada —me quité el anorak de Sam, sacudí los pies dentro de las botas y me arrastré rígidamente hacia la puerta; sentía las piernas entumecidas—. Tengo que... debo ir...
No sabía cómo terminar la frase ni tampoco qué iba a hacer, pero de todos modos abrí la cremallera de la tienda y salí de un salto al exterior, donde lucía una mañana brillante y helada.
Supuse que el viento se habría llevado la nevisca. Era lo más plausible, ya que parecía improbable que se hubiera derretido por efecto del sol naciente que, desde el sudeste, proyectaba sus rayos sobre la nieve que había quedado. El reflejo me zahería, los ojos, poco habituados a una luz tan intensa. El aire tenía un filo cortante, pero estaba totalmente en calma y conforme el astro rey ascendía en el horizonte, con lentitud, se volvía cada vez más acorde con la estación.
Joe se hallaba a la sombra de un abeto de copa ancha, con la cabeza entre las patas; se acurrucaba en un área alfombrada por pinaza, donde era casi invisible debido al parecido del color arena de su pelaje y el de las agujas de árbol secas. Le descubrí gracias al reflejo de la nieve en sus ojos abiertos, que me observaban con cierto aire acusatorio.
Me percaté de que Santana caminaba detrás de mí mientras avanzaba a trompicones entre los árboles. No le oía, pero la luz del sol incidía en su piel hasta crear un arco iris cuyo fulgor fluctuaba delante de mí. No hizo ademán de detenerme hasta que me interné varios metros en la zona sombreada del bosque.
Me tomó la muñeca izquierda con su mano. Yo le ignoré e intenté zafarme para quedarme libre.
—No puedes seguirle. Al menos, no hoy. Casi es la hora. Y el que te pierdas no ayudará a nadie, en cualquier caso.
Retorcí la muñeca, tirando inútilmente.
—Lo siento, Britt —susurró—. Lamento haberme comportado de ese modo.
—Tú no has hecho nada. Es culpa mía. He sido yo. Todo lo he hecho mal. Debería haber... cuando él... yo no tendría que... yo... —empecé a sollozar.
—Britt, Britt.
Deslizó sus brazos a mi alrededor y empapé su playera con mis lágrimas.
—Yo debería haberle contado... tendría que... haberle dicho... —¿qué?, ¿acaso había alguna manera de hacer bien aquello?—. Él no debería haberlo... sabido de esa forma.
—¿Quieres que intente traerle de vuelta para que puedas hablar con él? Todavía queda un poco de tiempo —susurró Santana, con la voz ahogada por la agonía.
Asentí contra su pecho, sin valor para mirarle a la cara.
—Quédate cerca de la tienda. Volveré pronto.
Sus brazos se desvanecieron, como ella. Se marchó tan rápido que, en el segundo que tardé en levantar la mirada, ya no pude verle. Estaba sola.
Un nuevo sollozo irrumpió en mi pecho. Hoy estaba haciendo daño a todo el mundo. ¿Acaso debía perjudicar a todo aquel que tocara?
No entendía por qué me sentía tan mal. Al fin y al cabo, siempre había sabido que aquello iba a acabar pasando tarde o temprano, pero Sam nunca había tenido una reacción como ésa, jamás se había venido abajo mostrando toda la intensidad de su angustia. El dolor de su aullido seguía hiriéndome en lo más hondo del pecho. Otra pena acompañaba al dolor. Pena por sentir lástima de Sam. Pena también por herir a Santana. Por no ser capaz de dejar marchar a Sam con serenidad, sabiendo que era lo correcto, que no quedaba otra salida.
Era una egoísta, hería a todo el mundo. Torturaba a aquellos a quienes amaba.
Me parecía a Cathy, el personaje de Cumbres borrascosas, sólo que mis opciones eran mucho mejores que las de ella, porque ni uno era tan malvado ni el otro tan débil. Y aquí estaba sentada, llorando por ello, sin hacer nada productivo para llevar las cosas por el buen camino. Exactamente igual que Cathy.
Lo que me hería no debía influir más en mis decisiones. No había de permitirlo. Esta decisión valía de poco, llegaba demasiado tarde, pero a partir de ahora tendría que hacer lo correcto.
Tal vez ya se había terminado todo. Quizás Santana no pudiera traérmelo de nuevo. En tal caso, yo debería aceptarlo y continuar con mi vida. Santana no me volvería a ver nunca derramar otra lágrima por Sam. Los sollozos tenían que terminarse. Me enjugué la última lágrima con los dedos, fríos de nuevo.
Ahora bien, si Santana lograba traer a Sam, habría de pedirle que se marchara de mi vida para nunca volver.
¿Por qué me resultaba tan difícil? Era muchísimo más arduo que decir adiós a mis otros amigos, a Tina, a Artie. ¿Por qué me hacía tanto daño? Eso no estaba bien. No debería hacerme sentir tan mal. Ya tenía lo que quería. No podía tenerles a los dos, porque Sam no se conformaba con ser sólo mi amigo. Ya era hora de que abandonara la idea. ¿Cómo podía ser tan ridiculamente avariciosa?
Debía desprenderme de ese sentimiento irracional de que Sam pertenecía a mi vida. El no podía ser para mí, no podía ser «mi» Sam cuando yo me había entregado a otra persona.
Caminé con lentitud hacia el pequeño claro, arrastrando los pies. Cuando llegué al espacio abierto, parpadeando por la claridad de la luz, lancé un rápido vistazo a Joe, que no se había movido de su lecho de agujas de pino, y después miré a lo lejos para evitar sus ojos.
Me daba cuenta de que tenía el pelo enmarañado, retorcido en manojos como las serpientes de Medusa. Intenté pasar los dedos entre los mechones, pero pronto lo dejé. De todos modos, ¿a quién le importaba mi aspecto?
Cogí la cantimplora que colgaba al lado de la puerta de la tienda y la sacudí. Sonó un chapoteo, por lo que desenrosqué la tapa y tomé un sorbo para enjuagarme la boca con el agua helada. Había comida en algún sitio de por allí, pero no tenía hambre suficiente como para ponerme a buscarla. Comencé a pasear nerviosamente de un lado para otro a través del pequeño espacio lleno de luz, sintiendo los ojos de Joe sobre mi persona todo el rato. Como no le miraba, en mi mente seguía viéndole más como un chico que como un lobo gigante. Más parecido al joven Sam.
Quise pedirle a Joe que ladrara o hiciera algún otro signo si Sam regresaba, pero me abstuve. No importaba si volvía o no, de hecho, sería mucho más fácil si no lo hacía. Deseaba que hubiera alguna manera de llamar a Santana.
Joe aulló en ese momento y se incorporó sobre sus patas.
—¿Qué pasa? —le pregunté estúpidamente.
Él me ignoró, correteó hasta la linde del bosque y apuntó hacia el oeste con la nariz. Comenzó a gimotear.
—¿Son los otros, Joe? —inquirí—. ¿En el claro?
Me miró y gañó con debilidad una sola vez; después, giró el hocico de nuevo en dirección oeste. Echó las orejas hacia atrás y volvió a aullar.
¿Por qué era tan idiota? ¿En qué estaba yo pensando cuando envié a Santana lejos de allí? ¿Cómo se suponía que iba yo a saber lo que estaba pasando? No hablaba el idioma de los lobos.
Un sudor frío comenzó a deslizarse por mi columna. ¿Y si se había agotado ya el tiempo? ¿Y si Santana y Sam se habían acercado demasiado a la zona de peligro? ¿Qué pasaría si Santana decidía unirse a la lucha?
Un pánico helado anidó en mi estómago. ¿Y si la inquietud de Joe no tenía nada que ver con el claro y su aullido era una negación? ¿Y si Sam y Santana estaban luchando el uno contra la otra en algún lugar lejano del bosque? No harían una cosa así, ¿verdad?
Me di cuenta, con una repentina y escalofriante certeza, de que eso es lo que ocurriría si cualquiera de los dos pronunciaba las palabras equivocadas. Pensé en el tenso enfrentamiento de la tienda esa mañana y me pregunté si no había subestimado lo cerca que había estado de estallar una lucha real.
No merecía menos si, de algún modo, perdía a los dos.
Mi corazón quedó apresado en el frío.
Antes de que me fuera a desmayar del susto, un gruñido ligero salió del interior del pecho de Joe; después, abandonó la vigilancia y volvió a su lugar de descanso. Eso me calmó, pero me irritó a la vez. ¿Es que no podía escribir un mensaje en el suelo con la pata o algo así?
La agitación de mi caminata me había hecho sudar debajo de todas las capas de ropa que llevaba. Arrojé la chaqueta dentro de la tienda y después volví a abrirme camino hacia el centro del pequeño calvero.
De pronto, Joe saltó sobre sus patas con el pelo de detrás del cuello completamente erizado. Miré alrededor sin ver nada. Iba a acabar tirándole una pina como continuara con ese comportamiento.
Gruñó, un sonido bajo de advertencia, mientras subía con sigilo hasta el extremo occidental. Me dominó otra vez la misma impaciencia.
—Somos nosotros, Joe —gritó Sam desde una cierta distancia.
Intenté explicarme a mí misma por qué mi corazón había metido la quinta en cuanto le escuché. Era sólo miedo a lo que debía hacer, eso era todo. No me iba a permitir a mí misma sentirme aliviada por el simple motivo de que hubiera regresado. Desde luego, aquello hubiera sido muy poco práctico por mi parte.
Santana apareció primero ante mi vista, con el rostro inexpresivo y tranquilo. Cuando salió de las sombras, el sol relumbró sobre su piel como lo había hecho antes en la nieve. Joe acudió a saludarle, mirándole intencionadamente a los ojos. Santana asintió con lentitud y la preocupación le llenó de arrugas la frente.
—Sí, eso es todo lo que necesitamos —murmuró para sus adentros antes de dirigirse al gran lobo—. Supongo que no debería sorprendernos, pero vamos a ir un poco apurados, le va a andar muy cerca. Por favor, dile a Finn que le pida a Rachel que intente concretar aún más el esquema.
Joe asintió bajando la cabeza una vez y yo deseé ser capaz de aullar. Vaya, ahora sí había podido asentir. Volví la cara, enfadada, y me di cuenta de que Sam estaba allí.
Me había dado la espalda, quedando de frente al lugar por el que había llegado. Esperé con cautela a que se diera la vuelta.
Santana apareció a mi lado de repente. Agachó la cabeza para mirarme sin que en sus ojos hubiera otra cosa que no fuera la más pura preocupación. Su generosidad era infinita. En esos momentos, me la merecía menos que nunca.
—Britt —susurró Santana—. Ha surgido una pequeña complicación. Me voy a llevar a Joe un poco más allá para intentar solventarla —me dijo con una voz estudiadamente desprovista de preocupación—. No me iré lejos, pero tampoco podré oírte. Ya sé que no quieres público y no me importa que escojas el camino que quieras.
El dolor no irrumpió en su voz hasta el final del todo.
No debía herirle nunca más. Ésa tenía que ser mi misión en la vida. Yo no debía volver a ser el motivo por el que esa mirada asomara a sus ojos. Estaba demasiado aturdida incluso para preguntarle en qué consistía el problema. Bastante era con lo que tenía encima en esos momentos.
—Apresúrate —le susurré.
Me dio un beso suave en los labios antes de desaparecer en el bosque con Joe a su lado.
Sam estaba quieto a la sombra de los árboles, lo cual me impedía ver su expresión con claridad.
—Tengo prisa, Britt —empezó con tono de aburrimiento en la voz—. ¿Por qué no acabas con esto de una vez?
Tragué saliva, con la garganta súbitamente tan seca que no estaba segura de poder articular sonido alguno.
—Limítate a soltarlo, y terminemos de una vez.
Inhalé un gran trago de aire.
—Siento ser tan mala persona —murmuré—. Lamento haber sido tan egoísta. Desearía no haberme encontrado nunca contigo para no herirte como lo he hecho. No lo haré más, te lo prometo. Me mantendré apartada de ti. Me mudaré fuera del estado. No tendrás que volver a verme nunca jamás.
—Eso no se parece en nada a una disculpa —replicó con amargura.
No pude elevar mi voz por encima del sonido de un susurro.
—Dime cómo se hace bien.
—¿Qué pasa si no quiero que te vayas? ¿Qué pasa si quiero que te quedes, seas egoísta o no? ¿Acaso no tengo opinión si lo único que haces es ponérmelo cada vez más difícil?
—Eso no serviría de nada, Sam. Es un error que sigamos viéndonos cuando ambos queremos cosas distintas por completo. La situación no va a mejorar. Seguiré haciéndote daño y odio hacerlo —se me quebró la voz.
Él suspiró.
—Detente. No tienes que decir nada más. Lo comprendo.
Quería decirle cuánto le echaría de menos, pero me mordí la lengua. Eso tampoco ayudaría en nada. Se quedó quieto un momento, con la vista clavada en el suelo, y luché contra la necesidad alucinante de ir a abrazarle para darle consuelo.
Y entonces su cabeza se irguió de manera repentina.
—Bien, tú no eres la única capaz de sacrificarse a sí misma —repuso, con la voz más fuerte—. A ese juego pueden jugar dos.
—¿Qué?
—Yo también me he portado bastante mal y te lo he puesto más difícil de lo necesario. Podía haberme retirado con elegancia al principio..., y también te he hecho daño.
—Ha sido culpa mía.
—No voy a dejar que cargues tú con todas las culpas, Britt, ni con toda la gloria. Sé cómo redimirme.
—¿De qué estás hablando? —inquirí.
Me asustaba el brillo fanático que de pronto había iluminado sus ojos. Alzó la vista al cielo; luego, me sonrió.
—Se cuece por ahí una lucha encarnizada de veras. No sería tan difícil que yo cayera en ella.
Sus palabras penetraron en mi cerebro lentamente, una por una, y no pude respirar. A pesar de todas mis intenciones respecto a sacar a Sam de forma definitiva de mi vida, no me di cuenta hasta ese preciso instante de cuánto tendría que hundir el cuchillo para conseguirlo.
—¡Oh no, Sam! No, no, no, no —grité horrorizada—. No, Sam, no. Por favor, no —empezaron a temblarme las rodillas.
—¿Cuál es la diferencia, Britt? Eso sería lo más conveniente para todos, sencillo, y ni siquiera tendrías que mudarte.
—¡No! —elevé la voz—. ¡No, Sam! ¡No lo permitiré!
—¿Y cómo me detendrás? —me tentó con acento ligero, sonriendo para quitarle hierro a su tono de voz.
—Sam, te lo suplico. Quédate conmigo —me habría arrodillado de haber sido capaz de moverme.
—¿Durante quince minutos, mientras me pierdo una buena pelea, para que luego me abandones en cuanto pienses que ya estoy a salvo? Debes de estar de guasa.
—No huiré. He cambiado de idea. Buscaremos alguna solución, Sam, siempre hay alguna manera de llegar a un arreglo. ¡No vayas!
—Mientes.
—No. Ya sabes qué mal se me da mentir. Mírame a los ojos. Me quedaré si tú también lo haces.
Su rostro se endureció.
—¿Para ser tu testigo en la boda?
Pasó un momento antes de que yo pudiera articular palabra y aun así la única respuesta que le pude dar fue:
—Por favor.
—Eso es lo que pensaba —repuso, serenando de nuevo su expresión, a pesar del brillo turbulento de sus ojos—. Te quiero, Britt —murmuró.
—Te quiero, Sam —respondí con voz rota.
Él sonrió.
—Eso lo sé mejor que tú.
Se volvió para marcharse.
—Haré cualquier cosa —le grité con voz estrangulada—, lo que quieras, Sam. ¡No vayas!
El se detuvo y se giró con lentitud.
—No creo que en realidad quieras decir eso.
—Quédate —le supliqué.
Sacudió la cabeza.
—No —se paró momentáneamente, como si estuviera tomando alguna decisión—. Me voy y dejaremos que decida el destino.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con voz ahogada.
—No haré nada con premeditación. Me limitaré a luchar lo mejor posible por mi manada y dejaré que ocurra lo que tenga que ocurrir —se encogió de hombros—. Salvo que tú quieras convencerme de que en verdad quieres que regrese, sin que te hagas la desinteresada.
—¿Cómo?
—Podrías pedírmelo —sugirió.
—Vuelve —murmuré. ¿Cómo podía él dudar de qué era lo que quería?
Sacudió la cabeza y volvió a sonreír.
—No es de eso de lo que estoy hablando.
Me llevó un segundo entender a qué se refería, y durante todo el rato él estuvo mirándome con su expresión suficiente, bien seguro de cuál sería mi reacción. Tan pronto como me di cuenta, sin embargo, solté las palabras sin pararme a contemplar el coste que acarrearían.
—¿Quieres besarme, Sam?
Abrió los ojos a causa de la sorpresa, pero luego los entornó, suspicaz.
—Me tomas el pelo.
—Bésame, Sam. Bésame y luego regresa.
Él vaciló entre las sombras mientras se debatía consigo mismo. Se volvió a medias hacia el oeste, con el torso dándome ligeramente la espalda, aunque sus pies continuaban plantados en el mismo sitio. Todavía mirando hacia lo lejos, dio un paso inseguro en mi dirección, y después otro. Volvió el rostro para mirarme, lleno de dudas.
Le devolví la mirada. No tenía ni idea de cuál era la expresión de mi rostro.
Sam vaciló sobre sus talones y después se tambaleó hacia delante, salvando la distancia que había entre nosotros en tres grandes zancadas.
Sabía que se aprovecharía de la situación. Lo esperaba. Me quedé muy quieta, con los puños cerrados a ambos costados, mientras él tomaba mi cabeza entre sus manos y sus labios se encontraban con los míos con un entusiasmo rayano en la violencia.
Pude sentir su ira conforme su boca descubría mi resistencia pasiva. Movió una mano hacia mi nuca, encerrando mi cabello desde las raíces en un puño retorcido. La otra mano me aferró con rudeza el hombro, sacudiéndome y después arrastrándome hacia su cuerpo. Su mano se deslizó por mi brazo, asiendo mi muñeca y poniendo mi brazo alrededor de su cuello. Lo dejé allí, con la mano todavía encerrada en un puño, insegura de cuan lejos estaba a dispuesta a llegar en mi desesperación por mantenerle vivo. Durante todo este tiempo, sus labios, desconcertantemente suaves y cálidos, intentaban forzar una respuesta en los míos.
Tan pronto como se aseguró de que no dejaría caer el brazo, me liberó la muñeca y buscó el camino hacia mi cintura. Su mano ardiente se asentó en la parte más baja de mi espalda y me aplastó contra su cuerpo, obligándome a arquearme contra él.
Sus labios liberaron los míos durante un momento, pero sabía que ni mucho menos había terminado. Siguió la línea de mi mandíbula con la boca y después exploró toda la extensión de mi cuello. Me soltó el pelo y buscó el otro brazo para colocarlo alrededor de su cuello como había hecho con el primero.
Y entonces sus brazos se cerraron en torno a mi cintura y sus la bios encontraron mi oreja.
—Puedes hacerlo mucho mejor, Britt —susurró hoscamente—. Te lo estás tomando con mucha calma.
Me estremecí cuando sentí cómo sus dientes se aferraban al lóbulo de mi oreja.
—Eso está bien —cuchicheó—. Por una vez, suéltate, disfruta lo que sientes.
Sacudí la cabeza de modo mecánico hasta que una de sus manos se deslizó otra vez por mi pelo y me detuvo.
Su voz se tornó acida.
—¿Estás segura de que quieres que regrese o lo que en realidad deseas es que muera?
La ira me inundó como un fuerte calambre después de un golpe duro. Esto ya era demasiado, no estaba jugando limpio.
Mis brazos estaban alrededor de su cuello, así que cogí dos puñados de pelo, ignorando el dolor lacerante de mi mano derecha y luché por soltarme, intentando apartar mi rostro del suyo.
Y Sam me malinterpretó.
Era demasiado fuerte para darse cuenta de que mis manos querían causarle daño, de que intentaba arrancarle el pelo desde la raíz. En vez de ira, creyó percibir pasión. Pensó que al fin le correspondía.
Con un jadeo salvaje, volvió su boca contra la mía, con los dedos clavados frenéticamente en la piel de mi cintura.
El ramalazo de ira desequilibró mi capacidad de autocontrol; su respuesta extática, inesperada, me sobrepasó por completo. Si sólo hubiera sido cuestión de orgullo habría sido capaz de resistirme, pero la profunda vulnerabilidad de su repentina alegría rompió mi determinación, me desarmó. Mi mente se desconectó de mi cuerpo y le devolví el beso. Contra toda razón, mis labios se movieron con los suyos de un modo extraño, confuso, como jamás se habían movido antes, porque no tenía que ser cuidadosa con Sam y desde luego, él no lo estaba siendo conmigo. Mis dedos se afianzaron en su pelo, pero ahora para acercarlo a mi.
Lo sentía por todas partes. La luz incisiva del sol había vuelto mis párpados rojos, y el calor iba bien con el calor. Había ardor por doquier. No podía ver ni sentir nada que no fuera Jacob.
La pequeñísima parte de mi cerebro que conservaba la cordura empezó a hacer preguntas.
¿Por qué no detenía aquello? Peor aún, ¿por qué ni siquiera encontraba en mí misma el deseo de detenerlo? ¿Qué significaba el que no quisiera que Sam parara? ¿Por qué mis manos, que colgaban de sus hombros, se deleitaban en lo amplios y fuertes que eran? ¿Por qué no sentía sus manos lo bastante cerca a pesar de que me aplastaban contra su cuerpo?
Las preguntas resultaban estúpidas, porque yo sabía la verdad: había estado mintiéndome a mí misma.
Sam tenía razón. Había tenido razón todo el tiempo. Era más que un amigo para mí. Ése era el motivo porque el que me resultaba tan difícil decirle adiós, porque estaba enamorada de él. También. Le amaba mucho más de lo que debía, pero a pesar de todo, no lo suficiente. Estaba enamorada, pero no tanto como para cambiar las cosas, sólo lo suficiente para hacernos aún más daño. Para hacerle mucho más daño del que ya le había hecho con anterioridad.
No me preocupé por nada más que no fuera su dolor. Yo me merecía cualquier pena que esto me causara. Esperaba además que fuera mucha. Esperaba sufrir de verdad.
En este momento, parecía como si nos hubiéramos convertido en una sola persona. Su dolor siempre había sido y siempre sería el mío y también su alegría ahora era mi alegría. Y sentía esa alegría, pero también que su felicidad era, de algún modo, dolor. Casi tangible, quemaba mi piel como si fuera ácido, una lenta tortura.
Por un larguísimo segundo, que parecía no acabarse nunca, un camino totalmente diferente se extendió ante los párpados de mis ojos colmados de lágrimas. Parecía que estuviera mirando a través del filtro de los pensamientos de Sam, vi con exactitud lo que iba a abandonar, lo que este nuevo descubrimiento no me salvaría de perder. Pude ver a Charlie y Susan mezclados en un extraño collage con Billy y Finn en La Push. Pude ver el paso de los años y su significado, ya que el tiempo me hacía cambiar. Pude ver al enorme lobo que amaba, siempre alzándose protector cuando lo necesitaba. En el más infinitesimal fragmento de ese segundo, vi las cabezas inclinadas de dos niños pequeños, de pelo rubio, huyendo de mí en el bosque que me era tan familiar. Cuando desaparecieron, se llevaron el resto de la visión con ellos.
Y entonces, con absoluta nitidez, sentí cómo se escindía esa pequeña parte de mí a lo largo de una fisura en mi corazón y se desprendía del todo.
Los labios de Sam todavía estaban donde antes habían estado los míos. Abrí los ojos y me estaba mirando, maravillado con cada detalle.
—Tengo que irme —susurró.
—No.
Sonrió, satisfecho por mi respuesta.
—No tardaré mucho —me prometió—, pero una cosa primero...
Se inclinó para besarme de nuevo y ya no había motivo para resistirse. ¿Qué sentido tenía?
Esta vez fue diferente. Sus manos se deslizaron con suavidad por mi rostro y sus labios cálidos fueron suaves, inesperadamente indecisos. Duró poco, y fue dulce, muy dulce.
Sus brazos se cerraron a mi alrededor y me abrazó con seguridad mientras me murmuraba al oído.
—Éste debería haber sido nuestro primer beso. Mejor tarde que nunca.
Contra su pecho, donde él no podía verme, mis lágrimas brotaron y se derramaron por mis mejillas.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Decisión precipitada
Me tumbé boca abajo sobre el saco de dormir a la espera de que me cayera el mundo encima. Ojalá me enterrara allí mismo una avalancha. Deseaba de todo corazón que sucediera. No quería volver a verme el rostro en un espejo en mi vida.
No me avisó ningún sonido. La mano fría de Santana salió de la nada y se deslizó entre mi pelo enmarañado. Me estremecí llena de culpabilidad ante su contacto.
—¿Te encuentras bien? —murmuró, con la voz plena de ansiedad.
—No. Quiero morirme.
—Eso no ocurrirá jamás. No lo permitiré.
Gruñí y luego susurré:
—Tal vez cambies de idea.
—¿Dónde está Sam?
—Se ha ido a luchar —mascullé contra el suelo.
Se había marchado del campamento con alegría, con un optimista «volveré» mientras echaba a correr. Iba encorvado cuando atravesó el claro, temblando ya mientras se preparaba para cambiar de forma. A esas alturas, la manada ya estaría al tanto de todo. Joe, yendo de un lado para otro fuera de la tienda, había sido un testigo íntimo de mi desgracia.
Santana se quedó en silencio un buen rato.
—Oh —exclamó al fin.
Cuando oí el tono de su voz, temí que la avalancha no cayera lo suficientemente deprisa. Le clavé la mirada y estuve bastante segura, debido a sus ojos desenfocados, de que estaba atento a algo que yo hubiera preferido morir antes de que llegara a sus oídos. Dejé caer la cabeza de nuevo contra el suelo.
Me quedé paralizada cuando Santana se echó a reír entre dientes, de mala gana.
—Y yo pensaba que estaba jugando sucio —comentó con renuente admiración—. Me ha hecho quedar como la santa patrona de la ética —su mano acarició la parte de mi mejilla que quedaba al descubierto—. No estoy enfadada contigo, amor. Sam es más astuto de lo que yo hubiera creído jamás, aunque hubiera deseado que no se lo hubieras pedido, claro.
—Santana —barboteé contra el áspero nailon—. Yo... yo... esto...
—Anda, calla —me silenció sin dejar de acariciarme la mejilla con los dedos—. No es eso lo que quería decir. Es sólo que él te habría besado de todos modos, incluso aunque tú no hubieras caído en sus redes, y ahora no tengo una buena excusa para partirle la cara. Y de verdad que lo hubiera disfrutado.
—¿Caído en sus redes? —mascullé de forma casi incomprensible.
—Britt, ¿realmente te has creído que él es así de noble, que habría desaparecido en el esplendor de la gloria sólo para dejarme el camino expedito?
Elevé el rostro con lentitud hasta encontrarme con su mirada paciente. Su expresión era amable y tenía los ojos llenos de comprensión, más que del rechazo que me merecía.
—Sí, claro que le creí —murmuré entre dientes y después miré hacia otro lado. A pesar de todo, no sentía ningún tipo de ira contra Sam por hacer trampas. No había espacio suficiente en mi cuerpo para contener nada aparte del odio que sentía por mí misma.
Santana rió de nuevo, con suavidad.
—Eres tan mala mentirosa, que te cuesta creer que los demás puedan tener ni una pizca de esa habilidad.
—¿Por qué no estás enfadada conmigo? —susurré—. ¿Por qué no me odias? ¿O es que no te has enterado de toda la historia todavía?
—Creo que ya tengo suficiente con una cierta comprensión general de los hechos —comentó restándole importancia, casi con humor—. Sam es capaz de crear imágenes mentales muy vividas. Apuesto a que ha conseguido que su manada se sienta tan mal, al menos, como yo. El pobre Joe tiene náuseas, pero Finn le está poniendo ya en vereda.
Cerré los ojos y sacudí la cabeza, experimentando una honda agonía. Las cortantes fibras de nailon del suelo de la tienda me arañaron la piel.
—Simplemente eres humana —me cuchicheó, pasando con lentitud su mano por mi pelo.
—Esa es la defensa más penosa que he oído en mi vida.
—Pero es la verdad, Britt, eres humana; y por mucho que yo desease que no fuese así, él también lo es... Hay huecos en tu vida que yo no puedo llenar y lo comprendo.
—No es verdad. Precisamente eso es lo que me convierte en un ser tan horrible. No es un problema de huecos.
—Tú le quieres —susurró con dulzura.
El intento de negarlo hacía que me doliera cada célula del cuerpo.
—Pero a ti te quiero más —le dije. No podía decir ninguna otra cosa.
—Sí, ya lo sé, claro, pero... cuando te abandoné, Britt, te dejé desangrándote. Sam fue la persona que te puso los puntos para curarte. Eso os ha dejado una huella a ambos. No estoy muy segura de que esta clase de puntos se disuelvan por sí mismos. Y no puedo culpar a ninguno de los dos por algo que yo convertí en una necesidad. Soy yo quien debe aspirar al perdón, pero aun así, eso no me eximirá de las consecuencias.
—Ya sabía yo que encontrarías alguna manera de culparte a ti misma. Por favor, déjalo ya. No lo puedo soportar.
—Entonces, ¿qué quieres que te diga?
—Quiero que me llames por todos los nombres malos que conozcas y en cada lenguaje que sepas. Quiero que me digas lo disgustada que estás conmigo y que me vas a dejar, de forma que yo pueda suplicar y arrastrarme de rodillas para que te quedes.
—Lo siento —suspiró—. No puedo hacer eso.
—Al menos deja de intentar que me sienta mejor. Déjame sufrir. Me lo merezco.
—No —insistió ella, en un murmullo bajo.
Asentí con lentitud.
—Vale, tienes razón. Continúa comportándote de ese modo tan comprensivo. Probablemente, eso sea mucho peor.
Se quedó en silencio unos momentos y sentí cómo la atmósfera se cargaba con una nueva sensación de urgencia.
—Es inminente —afirmé.
—Sí, dentro de unos cuantos minutos. Sólo me queda tiempo para decirte una cosa más...
Esperé. Cuando al fin comenzó a hablar, seguía haciéndolo en susurros.
—Yo sí puedo ser noble, Britt. Así que no voy a hacer que escojas entre los dos. Sólo sé feliz, y de ese modo toma lo que quieras de mí, o nada en absoluto, si eso te parece mejor. No dejes que ninguna deuda que creas tener conmigo influya en tu decisión.
Golpeé el suelo, alzándome sobre mis rodillas.
—¡Maldita sea, para esto de una vez! —le grité.
Sus ojos se dilataron sorprendidos.
—No, no lo entiendes. No estoy haciendo que te sientas mejor, Britt, es lo que pienso de verdad.
—Ya sé que lo piensas —rugí—. Pero ¿es que no vas a luchar? ¡No empieces ahora con lo del noble sacrificio! ¡Pelea!
—¿Cómo? —me preguntó y sus ojos de pronto parecieron muy antiguos, cargados de tristeza.
Salté sobre su regazo, arrojando mis brazos a su alrededor.
—No me importa si hace frío aquí. No me importa si huelo a perro. Hazme olvidar lo espantosa que soy, ayúdame a que le olvide. ¡Haz que olvide mi propio nombre! ¡Pelea de una vez!
No esperé a que se decidiera, ni a darle la oportunidad de decirme que ella no estaba interesada en un monstruo cruel y despiadado como yo. Me apreté contra ella y aplasté mi boca contra sus labios fríos como la nieve.
—Ten cuidado, amor —masculló bajo la urgencia de mi beso.
—No —gruñí.
Con dulzura, apartó mi rostro unos centímetros.
—No me tienes que probar nada.
—Ni lo pretendo. Dijiste que podría tener lo que quisiera de ti y esto es lo que deseo. Lo quiero todo —anudé mis brazos en torno a su cuello y alcancé sus labios. Ella inclinó la cabeza para devolverme el beso, pero su boca fría se volvió más indecisa cuanto más se intensificaba mi impaciencia. Mi cuerpo tenía sus propias intenciones, y me arrastraba con él. Como de costumbre, movió las manos para sujetarme.
—Quizá no es el mejor momento para esto —sugirió, demasiado tranquila para mi gusto.
—¿Por qué no? —refunfuñé. No había manera de luchar si ella iba a adoptar una actitud racional; dejé caer los brazos.
—En primer lugar porque hace frío —se inclinó para coger el saco de dormir del suelo y me envolvió en él como si fuera una manta.
—No es verdad —le interrumpí—. El primer motivo es que te muestras extrañamente moralista para ser una vampiro.
Ella se rió entre dientes.
—De acuerdo, te doy la razón en eso. Pongamos el frío en segundo lugar. Y en tercero..., bueno, porque la verdad, cariño, es que apestas.
Arrugó la nariz.
Yo suspiré.
—En cuarto lugar —murmuró, bajando la cabeza tanto que pudo susurrar cerca de mi oreja—. Lo haremos, Britt. Cumpliré mi promesa de corazón, pero preferiría que no fuera como respuesta a Sam.
Me encogí y enterré el rostro en su hombro.
—Y en quinto...
—Está siendo una lista muy pero que muy larga —cuchicheé.
Se echó a reír.
—Sí, pero ¿quieres escuchar lo de la lucha o no?
Mientras hablaba, Joe aulló de forma estridente fuera de la tienda.
El cuerpo se me puso rígido al oír el sonido. No me percaté de que había cerrado la mano izquierda en un puño, y se me habían clavado las uñas en la palma vendada, hasta que Santana la cogió y me abrió los dedos con ternura.
—Todo va a ir bien, Britt —me prometió—. Tenemos la habilidad, el entrenamiento y la sorpresa de nuestra parte. La lucha habrá acabado muy pronto. Si yo no lo pensara así de verdad, estaría ahora allí abajo y tú permanecerías aquí, encadenada a un árbol o adonde fuera que consiguiera tenerte a buen recaudo.
—Rachel es tan pequeña —me lamenté.
Ella se rió entre dientes.
—Eso podría ser un problema, claro... siempre que hubiera alguien capaz de atraparla.
Joe empezó a gimotear.
—¿Pasa algo malo? —le pregunté.
—Qué va, simplemente está enfadado por tener que quedarse con nosotras. Sabe que la manada lo ha confinado aquí para mantenerle apartado de la acción y protegerle. Está salivando de ganas de reunirse con ellos.
Puse cara de pocos amigos en la dirección adonde estaba Joe.
—Los neófitos han llegado al final de la pista, y todo funciona como si fuera resultado de un encantamiento, este Quinn es una genio. También han captado el rastro de los que están en el prado, así que ahora se están dividiendo en dos grupos, como predijo Rachel —murmuró Santana, con los ojos concentrados en algún lugar lejano—. Finn nos está convocando para encabezar la partida de la emboscada —estaba tan concentrada en lo que escuchaba que usó el plural empleado por la manada de forma habitual.
De repente, bajó la mirada hacia mí.
—Respira, Britt.
Luché para hacer lo que me pedía. Podía escuchar el pesado jadeo de Joe justo fuera de la pared de la tienda e intenté emparejar mis pulmones al mismo ritmo regular, de modo que no terminara hiperventilando.
—El primer grupo está en el claro. Podemos escuchar la pelea.
Los dientes se me cerraron de forma audible.
Se rió una vez.
—Podemos oír a Puck... Se lo está pasando genial.
Me obligué de nuevo a respirar a la vez que Joe.
Santana gruñó.
—Están hablando de ti —los dientes se le cerraron también de golpe—. Se supone que deben asegurarse de que no escapes… ¡Buen movimiento! Vaya, qué rápida murmuró con aprobación—. Uno de los neófitos ha descubierto nuestro olor y Marley le ha tumbado antes de que ni siquiera pudiera volverse. Finn le está ayudando a deshacerse de él. Brody y Sam han cogido a otro, pero los demás se han puesto a la defensiva. No tienen ni idea de qué hacer con nosotros. Ambos grupos están fintando. No, dejad que Finn lo lidere, apartaos del camino —masculló entre dientes—. Separadlos, no les dejéis que se protejan las espaldas unos a otros.
Joe gruño.
—Eso está mejor, llevadlos hacia el claro —asintió Santana.
Su cuerpo cambiaba inconscientemente de posición mientras observaba, poniéndose en tensión, anticipando los movimientos que habría hecho de hallarse presente. Sus manos todavía sostenían las mías y yo entrelacé mis dedos con los suyos. Al menos, ella no estaba allí abajo.
La única advertencia fue la súbita ausencia de sonidos.
El ritmo acelerado de la respiración de Joe se cortó y como yo había acompasado mi respiración a la suya, lo noté.
Dejé de respirar también, demasiado asustada incluso para poner mis pulmones en funcionamiento cuando me di cuenta de que Santana se había transformado en un bloque de hielo a mi lado.
Oh, no. No. No
¿Quién había perdido? ¿Ellos o nosotros? Míos, todos eran míos. Pero ¿en qué iba a consistir mi pérdida?
Tan rápido ocurrió que no supe con toda exactitud cuándo fue. De pronto se puso en pie y la tienda cayó hecha jirones a mi alrededor. ¿Era Santana la que lo había hecho? ¿Por qué?
Bizqueé, aturdida bajo la brillante luz del sol. Joe era todo lo que podía ver, justo a nuestro lado, con su rostro sólo a veinte centímetros del de Santana. Se miraron la una al otro con concentración absoluta durante un segundo que se me hizo eterno. El sol relumbraba sobre la piel de Santana y enviaba chispas de luz hacia la pelambre de Joe.
Y entonces, Santana susurró imperiosamente:
—¡Corre, Joe!
El gran lobo aceleró y desapareció entre las sombras del bosque.
¿Habían pasado dos segundos completos? Me habían parecido horas. Me sentí aterrorizada hasta el punto de las náuseas por la certeza de que la cosa se había torcido en el claro y había ocurrido algo horrible. Abrí la boca para pedirle a Santana que me llevara allí y que lo hiciera ya. Ellos la necesitaban y también a mí. Si tenía que sangrar para salvarlos, lo haría. Moriría por ello, como la tercera esposa. No tenía ninguna daga de plata en mis manos, mas seguro que encontraría una forma...
Pero antes de que pudiera decir ni una sílaba, sentí como si me hubiesen sacado el aire del cuerpo de un solo golpe. Como las manos de Santana nunca me habían soltado, simplemente quería decir que nos estábamos moviendo, tan rápido que la sensación era como de caerse de lado.
Me encontré de pronto con la espalda aplastada contra la escarpada falda del acantilado. Santana se puso delante de mí, en una postura que yo conocía muy bien.
El alivio me recorrió la mente al mismo tiempo que el estómago se me hundía hasta las plantas de los pies.
Le había malinterpretado.
Alivio: no había sucedido nada malo en el claro.
Horror: la crisis estaba teniendo lugar aquí.
Santana adoptó una posición defensiva, medio agachada, con los brazos adelantados ligeramente, una pose que me trajo un recuerdo tan duro que me sentí mareada. La roca a mi espalda igual hubiera podido ser aquella antigua pared de ladrillo de un callejón italiano, donde ella se había interpuesto entre los guerreros Vulturis, cubiertos con sus mantos negros, y yo.
Algo venía a por nosotras.
—¿Quién es? —murmuré.
Las palabras salieron entre sus dientes con un rugido más alto de lo que yo esperaba. Demasiado alto. Eso quería decir que ya no había posibilidad alguna de esconderse. Estábamos atrapados y daba igual quién escuchara su respuesta.
—Kurt —contestó, escupiendo la palabra como si fuera una maldición —. No está solo. Nunca tuvo intención de participar en la lucha, pero seguía a los neófitos para observar. Cuando percibió mi olor, tomó la decisión de seguirlo por pura intuición, adivinando que tú permanecerías donde yo estuviera. Y ha acertado. Tú llevabas razón, detrás de todo esto siempre estuvo el y nadie más que el.
Kurt estaba lo bastante cerca para que ella pudiera escuchar sus pensamientos.
Me sentí aliviada otra vez. Si hubieran sido los Vulturis, ambas estaríamos muertos. Pero con Kurt, no teníamos que ser las dos. Santana podría sobrevivir a esto. Era una buena luchadora, tan buena como Quinn. Si ella no traía a otros consigo, podría abrirse camino hasta volver con su familia. Santana era más rápida que nadie. Sería capaz de hacerlo.
Me alegraba mucho de que ella hubiera hecho marcharse a Joe, pero claro, no había nadie a quien el lobo pudiera acudir en busca de ayuda. Kurt había sincronizado perfectamente su actuación. Al menos, Joe estaba a salvo; no imaginaba al enorme lobo de color arena cuando pensaba en él: sólo veía al desgarbado chico de quince años.
El cuerpo de Santana se movió, de forma infinitesimal, pero me permitió saber hacia dónde mirar. Observé las sombras oscuras del bosque.
Era como si mis pesadillas caminaran a mi encuentro con la idea de saludarme.
Dos vampiros se deslizaron con lentitud dentro de la pequeña abertura de nuestro campamento, con los ojos atentos, sin perder nada de vista. Brillaban como diamantes bajo el sol.
Apenas pude echar una ojeada al chico; porque sí, era sólo un chico, a pesar de su altura y su físico, y quizá tenía mi edad cuando le convirtieron. Sus ojos, del color rojo más intenso que había visto nunca, no retuvieron mi atención, y pese a ser el que estaba más cerca de Santana, y el peligro más cercano, casi no le vi...
... porque a pocos metros y algo más atrás, Kurt clavó su mirada en la mía.
Su pelo era más brillante de lo que recordaba, parecido a una llama. No había viento.
Tenía los ojos negros por la sed. No sonreía, como siempre había hecho en mis pesadillas, sino que apretaba los labios en una línea tensa. Había una sorprendente cualidad felina en el modo en que acuclillaba el cuerpo, como un leon a la espera de la oportunidad para atacar. Su mirada salvaje e inquieta fluctuaba entre Santana y yo, pero nunca descansaba en ella más de medio segundo. No podía apartar sus ojos de mi rostro más de lo que yo podía apartar los míos.
Emanaba tensión de un modo que parecía casi visible en el aire. Podía sentir el deseo, la pasión arrolladura que la tenía bien aferrada en sus garras. Supe lo que estaba pensando, casi como si yo pudiera oír también sus pensamientos.
Estaba tan cerca de lo que quería, el centro de toda su existencia durante más de un año, ahora estaba tan cerca...
Mi muerte.
Su plan era tan obvio como práctico. El chico atacaría a Santana, y ella me liquidaría tan pronto como Santana estuviera suficientemente distraída.
Sería rápido, porque no le quedaba mucho tiempo para juegos, pero también definitivo. Algo de lo que no sería posible recobrarse. Algo que ni siquiera la ponzoña de un vampiro podría reparar.
Ella tendría que detener mi corazón. Quizá lanzando una mano contra mi pecho, hasta aplastarlo. O cualquier otra cosa parecida.
Mi corazón latió con furia, ruidosamente, como si quisiera ofrecer un objetivo más obvio.
A una inmensa distancia, lejos, más allá del bosque oscuro, el aullido de un lobo hizo eco en el aire sereno. Como Joe se había marchado, no había forma de interpretar el sonido.
El chico miró a Kurt por el rabillo del ojo, esperando una orden.
Era joven en más de un sentido. Lo supuse porque el brillante iris escarlata no duraba mucho tiempo en un vampiro, y esto quería decir que sería muy fuerte, pero poco ducho en las artes de la pelea. Santana sabría cómo deshacerse de él. Y sobreviviría.
Kurt proyectó su barbilla hacia Santana, ordenando al chico, sin palabras, que atacara.
—Adam —dijo Santana con voz dulce, suplicante. El joven se quedó helado, con los ojos dilatados por la sorpresa—. Te está mintiendo, Adam —continuó Santana—. Escúchame. Te miente del mismo modo que mintió a los otros que ahora están muriendo en el claro. Tú ya sabes que el los ha engañado, porque te ha utilizado para ello, ya que ninguno de vosotros pensó jamás en ir a socorrerlos. ¿Es tan difícil creer que su falsedad también te alcance a ti?
La confusión se expandió por el rostro de Adam.
Santana se movió unos cuantos centímetros hacia un lado y Adam compensó el movimiento de modo automático ajustando de nuevo su posición.
—El no te quiere, Adam —la voz de Santana era persuasiva, casi hipnótica—. Nunca te ha amado. Kurt amó una vez a alguien que se llamaba Blaine y tú no eres más que un instrumento para el.
Cuando dijo el nombre de Blaine, los labios de Kurt se retrajeron en una mueca que mostraba todos sus dientes. Sus ojos continuaron clavados en mí.
Adam lanzó una mirada frenética en su dirección.
—¿Adam? —insistió Santana.
Éste volvió a concentrarse en Santana de forma instintiva.
—El sabe que te mataré, Adam. Quiere que tú mueras, para no tener que mantener más su fachada. Sí, eso sí lo ves, ¿verdad? Ya has notado la renuencia en sus ojos, has sospechado de esa nota falsa que se percibe en sus promesas. Llevas razón. El nunca te ha querido. Todos los besos y todas las caricias no eran más que mentiras.
Santana trasladó su peso de nuevo unos cuantos centímetros más hacia el muchacho y se apartó otros tantos de mí.
La mirada de Kurt se ajustó al espacio que se había abierto entre nosotras. No le llevaría más de un segundo matarme, y sólo necesitaba el más pequeño atisbo de oportunidad para hacerlo.
Adam volvió a cambiar su posición esta vez con más lentitud.
—No tienes por qué morir —le prometió Santana, con los ojos fijos en los del muchacho—. Hay otras formas de vivir distintas a la que ella te ha enseñado. No todo son mentiras ni sangre, Adam. Puedes seguir un camino nuevo desde ahora. No debes morir por culpa de sus engaños.
Santana deslizó un pie hacia delante y hacia un lado. Ahora había medio metro entre ella y yo. Adam se retrasó algo más de lo necesario para compensar el avance de Santana. Kurt se inclinó hacia delante, sobre sus talones.
—Es tu última oportunidad, Adam —susurró Santana.
El rostro del joven vampiro mostraba verdadera desesperación mientras escrutaba a Kurt en busca de respuestas.
—Ella es la mentirosa, Adam —intervino Kurt y se me abrió la boca de puro asombro al escuchar el sonido de su voz—. Ya te advertí acerca de sus truquitos mentales. Tú sabes que te quiero.
Su voz no era el salvaje gruñido gatuno que parecía el más idóneo para su figura. Por el contrario, resultaba dulce, agudo, con un toque de soprano, casi como el de un bebé. El tipo de voz que va acorde con rizos rubios y chicle de color rosa. No tenía sentido que saliera de entre sus dientes desnudos y relucientes.
Adam apretó la mandíbula y cuadró los hombros. Sus ojos se vaciaron de todo tipo de confusión o de sospecha y de cualquier otra clase de pensamiento. Se tensó para atacar.
El cuerpo de Kurt parecía temblar de tan agazapada como estaba. Sus manos se habían convertido en garras a la espera de que Santana se separara sólo un centímetro más de mí.
El gruñido no procedió de ninguno de ellos.
Una forma similar a la de un mamut de color tostado cayó sobre el centro del claro, arrojando al suelo a Adam.
—¡No! —gritó Kurt, contrariada, con su voz de bebé aguda por la incredulidad.
A un metro y medio de mí el enorme lobo arrancó algo de cuajo y lo separó del cuerpo del vampiro. Un objeto blanco y duro chocó contra las rocas al lado de mis pies. Me deslicé a un lado para apartarme.
Kurt no desperdició ni una sola mirada en el chico al cual había jurado poco antes su amor. Tenía los ojos aún fijos en mí, llenos de una decepción tan feroz que le daba un aspecto desquiciado.
—No —repitió entre dientes, mientras Santana comenzaba a moverse hacia el, bloqueándole su acceso hasta mí.
Adam estaba de nuevo de pie, con una apariencia contrahecha y demacrada, pero aún capaz de lanzar un perverso golpe hacia el hombro de Joe. Oí cómo se partía el hueso. Joe se retiró y comenzó a girar sobre sí mismo, cojeando. Adam avanzó las manos de nuevo, preparado, aunque me parecía que le faltaba parte de una de ellas...
A pocos metros de esta pelea, Kurt y Santana fintaban.
En realidad no daban vueltas, porque Santana no iba a permitirle adquirir una posición más cercana a mí. El se deslizaba hacia atrás, moviéndose de un lado al otro, intentando encontrar un hueco en su defensa. Ella seguía su juego de piernas con agilidad, acechándolo con perfecta concentración. Comenzaba a moverse justo una fracción de segundo antes de que ella se moviera, leyendo sus intenciones en sus pensamientos.
Joe embistió a Adam de costado y volvió a arrancarle algo que provocó un horrísono y chirriante alarido de dolor. Otro gran trozo blanco y pesado cayó en el bosque con un golpe sordo. Adam rugió de furia y Joe saltó hacia atrás, extrañamente ligero para su tamaño, mientras el neófito lanzaba un golpe hacia él con la mano destrozada.
Kurt se abrió camino en zigzag hacia el extremo más lejano del pequeño claro. Estaba dividido: sus pies lo empujaban hacia la seguridad, pero sus ojos mostraban su ansia al clavarse en mí como si fueran imanes, atrayéndolo hacia mi lugar. Podía ver cómo luchaban en su interior el deseo ardiente de matar contra el instinto de supervivencia.
Santana también podía ver esto, claro.
—No te vayas, Kurt —murmuró en el mismo tono hipnótico de antes—. Nunca tendrás otra oportunidad como ésta.
El le mostró los dientes y siseó en su dirección, pero parecía incapaz de alejarse de mí.
—Siempre podrás huir luego —ronroneó Santana—. Tendrás mucho tiempo para eso. Es lo que haces siempre, ¿no? Ese es el motivo por el que te retenía Blaine. Le eras útil, pese a tu afición a los juegos mortales. Un compañero con un asombroso instinto para la huida. El no debería haberte dejado. Bien que le habrían venido tus habilidades cuando le cogimos en Phoenix.
Un rugido brotó entre los dientes de el.
—Sin embargo, eso fue todo lo que significaste para él. Es de tontos malgastar tanta energía vengando a alguien que sintió menos afecto por ti que un cazador por su perro. No fuiste para él nada más que alguien oportuno. Yo lo supe.
Santana esbozó una sonrisa torcida mientras se golpeaba la sien con un dedo.
Con un aullido estrangulado, Kurt se precipitó contra los árboles de nuevo, fintando hacia un lado. Santana respondió y el baile comenzó de nuevo.
Justo entonces, el puño de Adam alcanzó el flanco de Joe y un gemido bajo se ahogó en la garganta del lobo gigante. Joe retrocedió con los hombros encogidos, como si intentara sacudirse el dolor.
Por favor, quise rogarle a Adam, pero no me funcionaron los músculos para abrir la boca o para expulsar el aire de mis pulmones. Por favor, es sólo un niño.
¿Por qué no habría huido Joe? ¿Por qué no lo hacía ahora?
Adam estaba cerrando de nuevo la distancia entre ellos, empujando a Joe contra la pared de roca donde yo me encontraba. Kurt pareció de pronto interesado en el destino de su compañero. Podía verlo mirando de reojo, juzgando la distancia entre Adam y yo. Joe atacó de nuevo a Adam, que se vio obligado a retirarse y Kurt siseó.
Joe ya no cojeaba. Dando vueltas, se topó con la espalda de Santana, la cual rozó con la cola, y los ojos de Kurt casi se salieron de sus órbitas.
—No, no se volverá contra mí —le dijo Santana, contestando la pregunta que había surgido en su mente y usó su distracción para deslizarse más cerca de el—. Tú nos has suministrado un enemigo común, nos has convertido en aliados.
El apretó los dientes, intentando mantener concentrada su atención sólo en Santana.
—Míralo más de cerca, Kurt —murmuró ella, tirando de los hilos de su concentración—. ¿De verdad se parece tanto al monstruo cuyo rastro siguió Blaine desde Siberia?
Sus ojos se abrieron del todo, y después comenzaron a oscilar salvajemente entre Santana, Joe y yo, de uno en uno.
—¿No es el mismo? —gruñó con su voz de soprano, de niño pequeño—. ¡Es imposible!
—Nada es imposible —murmuró Santana, con la voz suave como el terciopelo mientras se acercaba a el centímetro a centímetro—, excepto lo que tú quieres. Jamás la tocarás.
El sacudió la cabeza de manera rápida y entrecortada, intentando evitar sus movimientos de distracción y evadirlo pero ella se colocó en el lugar apropiado para bloquearla tan pronto como el pensó el plan. Su rostro se contorsionó de pura frustración y después se agazapó aún más, como un leon de nuevo, y atacó de forma deliberada hacia delante.
Kurt no estaba precisamente falto de experiencia ni era un neófito dirigido por sus instintos, sino que resultaba letal. Como yo conocía la diferencia entre el y Adam, sabía que Joe no hubiera durado tanto si hubiera estado luchando contra ese vampiro.
Santana también cambió de posición, conforme se acercaron el uno a la otra, y aquello se convirtió en una lucha entre un león y una leona.
El baile aumentó de ritmo.
Una danza similar a la de Rachel y Quinn en el prado, una espiral borrosa de movimientos, sólo que esta danza no estaba coreografiada de modo tan perfecto. Agudos crujidos y chasquidos reverberaban de la pared del acantilado, conforme alguien era desalojado de su lugar. Pero se movían tan rápido que no podía decir quién cometía los errores...
Adam se distrajo con ese violento ballet, con los ojos llenos de ansiedad por su compañero. Joe atacó de nuevo, arrancando de otro bocado un pequeño trozo del vampiro. Adam bramó y lanzó un tremendo golpe de revés que acertó de lleno en el amplio pecho de Joe. Su cuerpo enorme se elevó más de tres metros y chocó contra la pared rocosa sobre mi cabeza con una fuerza que pareció sacudir todo el pico de la montaña. Oí cómo se escapaba el aire de mis pulmones y salté fuera de su camino cuando él rebotó contra la piedra y cayó sobre el suelo a pocos metros de donde yo me hallaba.
Un bajo gimoteo se escapó de entre sus dientes.
Empezaron a caerme fragmentos agudos de roca sobre la cabeza, arañándome la piel desnuda. Una astilla de roca afilada me cayó encima del brazo derecho y la aferré irreflexivamente. Mis dedos se cerraron a su alrededor cuando se activaron mis propios instintos de supervivencia. Mi cuerpo se preparaba para luchar, sin preocuparse de lo poco efectivo que fuera el gesto, al no haber ocasión alguna para la huida.
Se me disparó la adrenalina en las venas. Notaba que la abrazadera me cortaba la palma y sentía las protestas de la fisura de mi nudillo. Era consciente de todo esto, pero a pesar de ello no podía sentir dolor.
Detrás de Adam, todo lo que se podía ver era un borrón blanco. Los chasquidos metálicos y los desgarrones aumentaban de ritmo, lo mismo que los jadeos y los siseos horrorizados, lo cual dejaba claro que el baile se estaba volviendo mortal para alguien.
Pero ¿para quién?
Adam se deslizó hacia mí, con los ojos rojos brillantes de furia. Miró hacia la montaña renqueante de pelo color arena que se encontraba entre nosotros y sus manos, destrozadas y rotas, se cerraron como garras. Abrió la boca del todo, con los dientes brillantes, como si se estuviera preparando para desgarrar la garganta de Joe.
Un segundo latigazo de adrenalina me atravesó como un choque eléctrico y de pronto lo vi todo claro.
Ambas luchas se desarrollaban demasiado cerca. Joe estaba a punto de perder la suya y no tenía ni idea de si Santana ganaba o perdía. Ambos necesitaban ayuda. Una distracción. Algo que les diera una oportunidad.
Mi mano aferró la astilla de piedra tan fuerte que uno de los soportes de la abrazadera se rompió.
¿Tendría la suficiente fuerza? ¿Sería lo bastante valiente? ¿Cuánta energía haría falta para enterrar la piedra rugosa en mi cuerpo?
¿Le daría eso a Joe el tiempo necesario para volver a ponerse en pie? ¿Se curaría lo bastante rápido como para que mi sacrificio le diera alguna oportunidad?
Con la punta aguda del fragmento me subí el grueso jersey hacia arriba para exponer la piel y después presioné la parte más afilada contra la arruga de mi codo. Allí tenía la larga cicatriz que me hice la noche de mi último cumpleaños, cuando derramé suficiente sangre como para captar la atención de todos los vampiros y dejarlos helados en sus sitios por un momento. Recé para que volviera a funcionar. Me envaré y aspiré un gran trago de aire.
Kurt se distrajo con el sonido de mi jadeo. Sus ojos, detenidos durante la mínima fracción de un segundo, se encontraron con los míos. En su expresión se mezclaban la furia y la curiosidad de una forma extraña.
No sé cómo pude escuchar ese pequeño ruido con todos los otros que reverberaban en la pared de piedra y me martilleaban el cerebro. El sonido de los latidos de mi propio corazón podría haber sido suficiente para haberlo ahogado. Pero en el mismo segundo en que miré a Kurt a los ojos, creo que fui capaz de oír un familiar suspiro exasperado.
En ese mismo corto segundo, el baile se detuvo de manera violenta. Pasó tan deprisa que ya había terminado antes de que yo pudiera seguir la secuencia exacta de los hechos. Intenté captarlos como pude en mi mente.
Kurt había salido volando del borrón y había chocado contra un alto abeto, más o menos a la mitad del tronco. Cayó sobre la tierra ya agazapada para saltar.
De forma simultánea, Santana, del todo invisible por la velocidad, se volvió a sus espaldas y cogió al desprevenido Adam por el brazo. Me pareció como si Santana plantara su pie contra su espalda y tirara hacia arriba...
El pequeño campamento se llenó con el taladrante aullido de agonía de Adam.
Al mismo tiempo, Joe saltó sobre sus patas y me ocultó la mayor parte de la visión.
Pero aún podía ver a Kurt. Y aunque parecía extrañamente deformado, como si fuera incapaz de enderezarse por completo, pude distinguir la sonrisa que atravesaba su rostro salvaje, la misma que aparecía en mis sueños.
Se agachó y saltó.
Algo pequeño y blanco silbó por el aire y colisionó con el en pleno vuelo. El impacto sonó como una explosión, y la lanzó contra otro árbol, que esta vez se partió por la mitad. Volvió a aterrizar sobre sus pies, agazapado y preparado, pero Santana ya ocupaba su posición. Sentí cómo el alivio barría mi corazón cuando le vi de pie y en perfecto estado.
Kurt pateó algo a un lado con un golpe de su pie desnudo, el misil que había abortado su ataque. Vino dando vueltas hasta mí y me di cuenta de lo que era.
Se me encogió el estómago.
Los dedos todavía se retorcían. Aferrándose a las hojas de hierba, el brazo de Adam comenzó a moverse de forma convulsiva por el suelo.
Joe estaba de nuevo dando vueltas en torno a Adam, mientras éste se retiraba. Caminaba de espaldas ante el licántropo que avanzaba, con el rostro rígido por el dolor. Alzó su único brazo a la defensiva.
Joe cayó sobre Adam y el vampiro perdió el equilibrio. Vi al lobo hundir los dientes en el hombro de Adam y luego tirar, saltando hacia atrás de nuevo.
Con un chirrido metálico que taladraba los oídos, Adam perdió su otro brazo.
Joe sacudió la cabeza, lanzando la extremidad contra los árboles. El entrecortado ruido siseante que salió de entre sus dientes sonaba como una risita burlona.
Adam gritó con un lamento torturado.
—¡Kurt!
El ni siquiera se estremeció al oír el sonido de su nombre. Sus ojos ni siquiera hicieron el intento de moverse hacia su compañero.
Joe se lanzó hacia delante con la fuerza de una bola de demolición. El golpe les llevó a ambos entre los árboles, donde los chirridos metálicos eran acompañados por los gritos agónicos de Adam. Éstos cesaron de repente, mientras que continuaron los ruidos de trituración de la materia pétrea del cuerpo del vampiro.
Aunque no malgastó en Adam ni una mirada de despedida, Kurt pareció darse cuenta de que estaba solo. Comenzó a apartarse de Santana con una decepción infinita llameando en sus ojos. Me lanzó una corta mirada de anhelo y después empezó a retirarse más deprisa.
—No —canturreó suavemente Santana, con su voz seductora—. Quédate un poco más.
El aceleró y voló hacia el refugio del bosque como la flecha de un arco.
Pero Santana fue más rápida, como la bala de una pistola.
Lo agarró por la espalda desprotegida justo al borde de los árboles y el baile se acabó con un último y sencillo paso.
La boca de Santana se deslizó por su cuello como una caricia. El estruendo chirriante de los esfuerzos de Joe cubrió cualquier otro ruido, o no hubo ningún sonido distintivo que permitiera dar una imagen clara de violencia. Lo mismo podría haber estado besándola.
Y luego su pelo ya no siguió conectada al resto de su cuerpo. Las temblorosas olas de sus cabellos cayeron al suelo y dieron un salto antes de rodar hacia los árboles.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Espejo
Abrí unos ojos como platos a causa de la sorpresa, pero logré desviarlos para no examinar de cerca el objeto ovalado envuelto en zarcillos de cabellos revueltos.
Santana se puso en acción otra vez. Desmembró el cadáver decapitado con rapidez y fría eficacia.
No pude acercarme a ella… Los pies no me respondían, parecía que los tenía atornillados a la roca de debajo, pero escudriñé todos y cada uno de sus movimientos en busca de alguna posible herida. El pulso se redujo a un ritmo normal una vez que me aseguré de que no estaba herida. Se movía con la agilidad de costumbre. Ni siquiera vi un rasguño en sus ropas.
No dirigió la mirada hacia la pared del acantilado, donde todavía permanecía petrificada de espanto mientras apilaba los miembros aún temblorosos y palpitantes; luego, los cubrió con pinaza. Sus ojos rehusaron encontrarse con los míos, atónitos, cuando se lanzó como una flecha en pos de Joe.
No había dispuesto de tiempo para recobrarme cuando los dos estuvieron de vuelta. Santana regresó con los brazos llenos con restos de Adam mientras Joe llevaba en la boca un gran trozo —el torso—. Volcaron su carga en el montón. Santana extrajo un objeto rectangular del bolsillo. Abrió el encendedor plateado de butano y aplicó la llama a la yesca seca. Prendió de inmediato y enseguida grandes lenguas de fuego anaranjadas se extendieron por la pira.
Santana llevó a Joe a un aparte y en un murmullo le pidió:
—Reúne hasta el último trozo.
La vampiro y el hombre lobo peinaron todo el campamento. De vez en cuando lanzaban trocitos de roca blanca a las llamas. Joe manejaba los trozos con los dientes. La mente no me funcionaba muy allá y era incapaz de comprender por qué no se transformaba en hombre para usar las manos.
La vampira no apartó los ojos de su tarea.
Después de que terminaran, el fuego furioso envió al cielo una asfixiante fumarada púrpura. La densa columna de humo se enroscó despacio, aparentando una mayor consistencia. Al arder, olía como el incienso, pero luego dejaba un aroma desagradable, ya que era espeso y demasiado fuerte.
Joe volvió a proferir desde el fondo del pecho aquel sonido guasón.
Una sonrisa recorrió el tenso rostro de Santana, que estiró el brazo y cerró la mano en un puño. Joe sonrió, exhibiendo una larga hilera de dientes como cuchillas, y tocó el puño de Santana con el hocico.
—Ha sido un espléndido trabajo de equipo —murmuró Santana.
Joe soltó una risotada.
Luego, Santana respiró hondo y se volvió con lentitud para hacerme frente.
Yo no comprendía su expresión. Actuaba con la misma cautela que si yo fuera otro enemigo, más que cautela, en sus ojos leía el miedo. Ella no había mostrado miedo alguno cuando se había enfrentado a Kurt y a Adam... Tenía la mente tan embotada e inútil como mi cuerpo. Le miré desconcertada.
—Britt, cariño —dijo con su voz más suave mientras caminaba hacia mí exageradamente despacio. Llevaba las manos en alto y las palmas hacia delante. Atontada como me encontraba, me recordaba a la aproximación de un sospechoso a un policía para demostrarle que no iba armado—. Britt, ¿puedes soltar la piedra, por favor? Con cuidado. No vayas a hacerte daño.
Me había olvidado por completo del arma tan tosca que empuñaba. Entonces me percaté de que el dolor de los nudillos obedecía a la fuerza con que la aferraba. ¿Me los habría vuelto a romper? Esta vez, William me iba a enyesar la mano para asegurarse de que le obedecía.
Santana se quedó a medio metro de mí, con las manos en el aire y los ojos llenos de miedo.
Necesité de muy pocos segundos para acordarme de mover los dedos. Luego, solté la piedra, que hizo ruido al caer al suelo, y mantuve la mano inmóvil en esa misma posición.
Ella se relajó un poco cuando me vio con las palmas vacías, pero no se acercó más.
—No te asustes, Britt —murmuró—. Estás a salvo, no voy a hacerte daño.
La desconcertante promesa sólo consiguió confundirme aún más. Le miré con fijeza, como si fuera tonta, intentando comprenderle.
—Todo va a ir bien, Britt. Sé que tienes miedo, pero la lucha ha terminado. Nadie va a hacerte daño. No voy a tocarte. No voy a lastimarte —repitió.
Parpadeé con rabia y recuperé mi voz.
—¿Por qué repites eso como un loro? —di un paso hacia ella, que retrocedió ante mi avance—. ¿Qué pasa? —pregunté en voz baja—. ¿A qué te refieres?
—Tú no... —sus ojos dorados reflejaron una confusión similar a la mía—. ¿No me tienes miedo?
—¿A ti? ¿Por qué...?
Me tambaleé al dar otro paso y tropecé, lo más probable era que con mis propios pies, pero Santana me tomó en brazos. Hundí el rostro en su pecho y comencé a sollozar.
—Britt, Britt, cuánto lo lamento. Ha terminado, ha terminado.
—Estoy bien —respondí entre jadeos—. Me encuentro perfectamente, pero estoy alucinada. Dame un minuto.
Me sujetó con más fuerza.
—Cuánto lo siento —repetía una y otra vez.
Me aferré a ella hasta que fui capaz de respirar y luego le besé en el pecho, los hombros y el cuello, en cualquier parte de su anatomía a la que era capaz de llegar. Poco a poco, comencé a razonar de nuevo.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté entre uno y otro beso—. ¿Te hirió Kurt?
—Estoy muy bien —me prometió mientras enterraba el rostro entre mis cabellos.
—¿Y Joe?
Santana rió entre dientes.
—Está más que bien, de hecho, está muy orgulloso de sí mismo.
—¿Y los demás? ¿Y Rachel? ¿Y Emma? ¿Y los lobos?
—Todos están sanos y salvos. El asunto también ha terminado para ellos. Todo ha ido como la seda, tal y como te prometí. La peor parte la hemos soportado nosotros.
Me concedí un instante para asimilarlo, asumirlo y dejarlo asentado de forma definitiva. Mi familia y mis amigos estaban a salvo. Kurt jamás volvería a intentar darme caza.
Se había acabado.
Todos íbamos a estar bien, pero seguía tan confusa que no era capaz de aceptar las buenas noticias.
—Dime por qué pensabas que te iba a tener miedo —insistí.
—Lo siento —repitió, disculpándose una vez más. ¿A santo de qué pedía perdón? No tenía ni idea—. Lo lamento. No quería que fueras testigo de aquello ni que me vieras a mí de esa guisa. Seguro que te he asustado.
Dediqué un minuto a darle vueltas a todo aquello, a la vacilación con que se había acercado, las manos suspendidas en el aire, como si yo estuviera a punto de echar a correr si ella se movía demasiado deprisa...
—¿Lo dices en serio? —pregunté al fin—. Tú... ¿qué? ¿Te crees que me has asustado? —bufé. El bufido fue estupendo. Una voz no tiembla ni se quiebra cuando bufas. Sonó con una admirable brusquedad.
Tomó mi mentón entre los dedos y ladeó mi rostro para poderlo examinar a gusto.
—Britt... yo... acabo... —vaciló, pero luego hizo un esfuerzo para que le salieran las palabras— acabo de decapitar y desmembrar a una criatura a menos de veinte metros de ti. ¿Acaso no te ha «inquietado»?
Me puso mala cara.
Yo me encogí de hombros. El encogimiento de hombros también era algo estupendo. Muy... displicente.
—Lo cierto es que no. Sólo temía que Joe o tú resultarais heridos. Quería echar una mano, pero no había mucho que yo pudiera hacer...
Mi voz se apagó al ver sus facciones lívidas de repente.
—Sí —dijo con tono cortado—, el truquito de la piedra... ¿Sabes lo cerca que estuve de sufrir un patatús? No era precisamente una forma de facilitar las cosas.
Su mirada fulminante me dificultaba la respuesta.
—Quería ayudar, y Joe estaba herido...
—No lo estaba, Joe sólo fingía, Britt. Era una treta, y entonces tú... —sacudió la cabeza, incapaz de terminar la frase—. Joe no veía lo que hacías, por lo que tuve que tomar cartas en el asunto. Ahora está un poco contrariado por no poder reclamar una victoria en solitario.
—Joe… ¿fingía? —Santana asintió con severidad—. Vaya.
Ambas mirábamos a Joe, que nos ignoraba y contemplaba las llamas con una actitud de estudiada indiferencia. Rebosaba arrogancia en cada pelo de la pelambrera.
—¡Y yo qué sabía! —repuse, ahora a la defensiva—. No es fácil ser la única persona indefensa de por aquí. ¡Espera a que sea vampiro y verás! La próxima vez no me voy a quedar sentada para mirar desde la banda.
Una docena de sentimientos enfrentados revolotearon en su rostro antes de que mi ocurrencia le hiciera gracia.
—¿La próxima vez? ¿Prevés que va a haber otra guerra pronto?
—¿Con la suerte que yo tengo? ¿Quién sabe?
Puso los ojos en blanco, pero advertí que estaba un poco ida. Las dos nos sentíamos mareadas de puro alivio. Aquello había acabado.
¿O no?
—Espera, ¿no dijiste algo antes? —me estremecí al recordar exactamente lo que había sucedido «antes». ¿Qué iba a contarle ahora a Sam? Un dolor punzante traspasaba mi corazón, dividido con cada latido. Resultaba difícil de creer, casi imposible, pero todavía no había dejado atrás la parte más dura de ese día—. ¿A qué te referías cuando hablaste de «una pequeña complicación»? Y Rachel, que había de concretar el esquema para Finn... Dijiste que le iba a andar cerca. ¿El qué?
Los ojos de Santana volaron al encuentro de los de Joe. Los dos intercambiaron una mirada cargada de significado.
—¿Y bien? —exigí saber.
—No es nada, de veras —se apresuró a decir—, pero tenemos que ponernos en marcha...
Hizo ademán de ponerme sobre sus espaldas, pero me envaré y retrocedí.
—Define «nada».
Santana tomó mi rostro entre las manos.
—Sólo tenemos un minuto, así que no te asustes, ¿vale? Insisto, no hay razón para tener miedo. Confía en mí esta vez, por favor.
Asentí en un intento de ocultar el terror que me había entrado de pronto. ¿Cuánto más era capaz de soportar antes de desmoronarme?
—No hay razón para el miedo, lo pillo.
Frunció los labios durante unos instantes mientras decidía qué contestar y luego lanzó una repentina mirada a Joe, como si éste le hubiera llamado.
—¿Y qué hace ella? —inquirió.
El lobo profirió un aullido lleno de ansiedad y preocupación que me erizó el vello de la nuca. Reinó un silencio sepulcral durante un segundo interminable. Luego, Santana dio un grito ahogado:
—¡No...!
Una de sus manos salió volando en pos de algo invisible.
—¡No!
Un espasmo sacudió el cuerpo de Joe, que lanzó un desgarrador aullido de agonía con toda la potencia de los pulmones. Santana se arrodilló al momento y aferró la cabeza del animal con ambas manos. El dolor le crispaba el gesto.
Chillé una vez, desconcertada por el pánico, y me dejé caer de rodillas junto a ellos. Como una tonta, intenté retirarle las manos de la cabeza del animal. Mis manos sudorosas resbalaron sobre su piel marmórea.
—¡Santy, Santy!
Hizo un esfuerzo manifiesto para mirarme y dejar de apretar los dientes.
—Está bien. Vamos a estar perfectamente... —se calló y se estremeció una vez más.
—¿Qué ocurre? —chillé mientras Joe aullaba de angustia.
—Estamos bien. Vamos a estar perfectamente... —repitió jadeando—. Finn le… ayudó...
Comprendí que no hablaba de sí misma ni de Joe en cuanto mencionó el nombre de Finn. Ninguna fuerza invisible los atacaba. Esta vez, la crisis no estaba allí.
Estaba usando el plural propio de la manada.
Había agotado toda mi adrenalina. No me quedaba ni una gota. Se me doblaron las piernas y no me caí porque Santana saltó para sostenerme en sus brazos antes de que me golpeara contra las piedras.
—¡Joe! —bramó Santana.
El lobo estaba agazapado, tenso por el dolor, y parecía a punto de echar a correr al bosque.
—¡No! Ve directamente a casa ahora mismo —le ordenó—. ¡Lo más deprisa posible!
Joe gimoteó y sacudió su cabezota de un lado para otro.
—Confía en mí, Joe.
El enorme lobo contempló los torturados ojos de Santana durante un momento interminable antes de enderezarse y echar a correr entre los árboles del bosque, donde desapareció como un fantasma.
Santana me acunó con fuerza contra su pecho y luego avanzó como un bólido por la espesura en sombras, siguiendo un camino diferente al del lobo.
—¿Qué ha ocurrido, Santy? ¿Qué le ha pasado a Finn? —me esforcé para que las palabras pasaran por mi garganta inflamada—. ¿Adonde vamos? ¿Qué es lo que ocurre?
—Debemos volver al claro —me dijo en voz baja—. Sabíamos que existía la posibilidad de que esto ocurriera. Rach lo vio a primera hora de la mañana y se lo dijo a Finn para que se lo transmitiera a Joe. Los Vulturis han decidido que ha llegado la hora de intervenir.
Los Vulturis.
Eso era demasiado. Mi mente se negó a encontrarle sentido a las palabras y fingió no comprenderlas.
Pasamos dando tumbos junto a los árboles. Corríamos cuesta abajo tan deprisa que me daba la impresión de caer en picado, fuera de control.
—No te asustes. No vienen a por nosotros. Se trata sólo del contingente habitual de la guardia que se encarga de limpiar esta clase de líos, o sea, no es nada de capital importancia. Simplemente están haciendo su trabajo. Parecen haber medido de manera muy oportuna el momento de su llegada, por supuesto, lo cual me lleva a creer que nadie en Italia habría lamentado que los neófitos hubieran reducido las dimensiones del clan Cullen —habló entre dientes con voz triste y dura—. Sabré qué piensan a ciencia cierta en cuanto lleguen al claro.
—¿Ésa es la razón por la que regresamos? —susurré.
¿Sería yo capaz de manejar aquella situación? Imágenes de criaturas con ropajes negros se arrastraron a mi mente, poco proclive a aceptarlas, y logré echarlas, pero estaba al límite de mis fuerzas.
—Forma parte del motivo, pero sobre todo, es porque va a ser más seguro presentar un frente unido. No tienen ninguna razón para hostigarnos, pero Jane está con ellos, y podría tener tentaciones si sospecha que estamos solas en algún lugar alejado del resto. Lo más probable es que ella suponga que estoy contigo. Demetri la acompaña, por supuesto, y él es capaz de localizarme si ella se lo pide.
No quería pensar en ese nombre. No deseaba ver en mi mente aquel rostro infantil de cegadora belleza. Un extraño sonido de ahogo se escapó de mi garganta.
—Calla, Britt, calla. Todo va a salir bien. Rachel lo ha visto.
Si Rachel lo había visto, ¿dónde estaban los lobos? ¿Dónde se encontraba la manada?
—¿Y qué ocurre con el grupo de Finn?
—Han tenido que huir a toda prisa. Los Vulturis no respetan los tratos con los licántropos.
Oí cómo se aceleraba mi respiración. No podía controlarla y empecé a jadear.
—Te juro que van a estar bien —me prometió Santana—. Los Vulturis no van a reconocer el olor ni van a percatarse de la intervención de los lobos. No se hallan muy familiarizados con la especie. La manada estará a salvo.
Fui incapaz de asimilar esa explicación. Mis temores habían hecho jirones mi capacidad de concentración. «Vamos a estar perfectamente», había dicho hacía un momento, pero Joe había aullado de dolor. Santana había evitado mi primera pregunta, había distraído mi atención hablando de los Vulturis...
Estaba cerca, muy cerca, rozaba la verdad con la yema de los dedos.
Cuando pasábamos cerca de ellos a la carrera, los árboles eran un borrón y fluían a nuestro alrededor como agua de color jade.
—¿Qué ocurría antes, cuando Joe se puso a aullar? —insistí. Santana vaciló—. ¡Dímelo, Santana!
—Todo ha terminado —respondió tan bajito que apenas pude oírle por encima del viento generado por su velocidad—. Los lobos no se conformaron con su parte. Pensaron que los tenían a todos y, por supuesto, Rachel no pudo verlo.
—¿Qué ha pasado?
—Markey localizó a un neófito escondido y fue lo bastante estúpida y presuntuosa como para querer demostrar algo..., y se enzarzó en una lucha en solitario...
—Marley —repetí; estaba demasiado débil para avergonzarme de la sensación de alivio que me inundó—. ¿Va a recuperarse?
—Marley no ha resultado herida —farfulló ella.
Me quedé mirándole durante un segundo. «Finn le ayudó», había dicho Santana, que en ese instante se había quedado con la vista fija en el cielo. Seguí la dirección de su mirada. Una nube púrpura se enganchaba a las ramas de los árboles. La visión me extrañó, pues era un día desacostumbradamente soleado. No, no era una nube. Identifiqué la textura de la densa columna de humo por su similitud a la de nuestro campamento.
—Santana, alguien está herido, ¿verdad? —pregunté con voz casi inaudible.
—Sí —susurró.
—¿Quién? —pregunté, y lo hice a pesar de conocer la respuesta, por supuesto que sí.
Claro que la sabía. Por descontado.
Los árboles empezaron a pasar más despacio a nuestro alrededor a medida que llegábamos a nuestro destino.
Ella necesitó de un buen rato antes de contestarme.
—Sam —dijo.
Fui capaz de asentir una vez.
—Por supuesto —susurré.
Solté el borde de la consciencia al que me había aferrado con uñas y dientes hasta ese momento.
Todo se volvió negro.
El contacto de dos manos heladas en mi piel fue lo primero de lo que volví a ser consciente. Eran más de dos manos. Unos brazos me sostenían, alguien curvó la palma de la mano para acomodarla a mi mejilla, unos dedos acariciaban mi frente mientras que otros presionaban suavemente a la altura de la muñeca. Luego, tomé conciencia de las voces, al principio, era un simple zumbido, pero fueron creciendo en volumen y claridad como si alguien hubiera subido el botón de la radio.
—Lleva así cinco minutos, William.
La voz de Santana sonaba ansiosa.
—Recobrará el sentido cuando esté preparada, Santana —respondio el interpelado con la calma y aplomo habituales—. Hoy ha tenido que pasar las de Caín. Dejemos que la mente se proteja.
Pero no tenía el pensamiento a salvo del dolor, sino atrapado por éste, ya que formaba parte de la negrura de la inconsciencia.
Me sentía desconectada del cuerpo, como si estuviera confinada en un rincón de mi propia mente, pero sin estar ya al frente de los mandos, y no podía hacer nada al respecto, ni pensar. El tormento era demasiado fuerte para eso. No había escapatoria posble.
Sam.
Sam.
Sam.
No, no, no, no...
—¿Cuánto tiempo tenemos, Rach? —inquirió Santana con voz aún tensa, evidenciando el escaso efecto de las palabras tranquilizadoras de William.
—Otros cinco minutos —la voz chispeante y alegre de Rachel sonó aún más distante—. Britt abrirá los ojos dentro de treinta y siete segundos. No tengo duda alguna de que ya nos escucha.
—Britt, cielo, ¿me oyes? —ésa era la dulce y reconfortante voz de Emma—. Ya estás a salvo, cariño.
Sí, yo estaba a salvo. Pero ¿acaso eso importaba de verdad?
Noté en ese momento unos fríos labios en el oído y Santana pronunció las palabras que me permitieron escapar del padecimiento que me encerraba en mi propia mente.
—Vivirá, Britt. Sam Evans se está recuperando mientras hablo. Se va a poner bien.
Hallé el camino para volver a mi cuerpo en cuanto cesaron el dolor y el pánico. Pestañeé.
—Britt.
Santana suspiró de alivio y tocó mis labios con los suyos.
—Santy —susurré.
—Sí, estoy aquí.
Hice un esfuerzo por abrir los párpados y contemplar sus pupilas doradas.
—¿Está bien Sam?
—Sí —me prometió.
Estudié sus ojos con detenimiento en busca de algún indicio de que sólo pretendiera aplacarme, pero eran de una transparencia absoluta.
—Le examiné yo mismo —intervino entonces William. Me volví para ver su rostro a escasa distancia. La expresión de William era seria y tranquilizadora a un tiempo. Era imposible dudar de él—. Su vida no corre peligro. Sana a una velocidad increíble, aunque sus heridas eran lo bastante graves como para que hubiera necesitado varios días para volver a la normalidad, aun cuando se mantuviera constante el ritmo de sanación. Haré cuanto esté en mi mano por ayudarle en cuanto hayamos terminado aquí. Finn intenta hacerle volver a su forma humana para que resulte más fácil tratarle —William esbozó una leve sonrisa—. Nunca he ido a una facultad de Veterinaria.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté con un hilo de voz—. ¿Qué gravedad revisten las heridas de Sam?
El rostro de William volvió a ser serio.
—Había otro lobo en apuros...
—Marley —musité.
—Sí. La apartó del camino del neófito, pero no tuvo tiempo de defenderse y el converso le astilló la mitad de los huesos del cuerpo.
Me estremecí.
—Finn y Brody acudieron a tiempo. Ya estaba mucho mejor cuando le llevaban de regreso a La Push.
—Pero ¿se va a recuperar del todo?
—Sí, Britt. No sufrirá daños permanentes.
Respiré hondo.
—Tres minutos —dijo Rachel en voz baja.
Forcejeé para ponerme en pie. Santana comprendió mi intención y me ayudó a incorporarme.
Contemplé la escena que se ofrecía delante de mí.
Los Cullen permanecían en un holgado semicírculo alrededor de una hoguera donde, aunque se veían pocas llamas, la humareda púrpura era densa, casi negra, y flotaba encima de la reluciente hierba como si fuera una enfermedad. El más cercano a aquella neblina de apariencia casi sólida era Quinn, por lo que su piel relucía al sol con menor intensidad que la del resto. Estaba de espaldas a mí, con los hombros tensos y los brazos ligeramente extendidos. Cerca de ella había algo sobre lo que se agachaba con suma precaución.
Estaba demasiado aturdida como para sentir algo más que una leve sorpresa al comprender de qué se trataba.
En el claro había ocho vampiros.
La chica apretaba contra el cuerpo las piernas, enlazadas por los brazos, hasta aovillarse en una bola junto a las llamas. Era muy joven, más que yo. Tendría unos quince años, pelo oscuro y complexión menuda. No me quitaba la vista de encima. El iris de sus ojos era de un rojo sorprendente por lo intenso, mucho más que el de Adam, casi refulgía. Esos ojos daban vueltas, fuera de control.
Santana vio mi expresión de aturdimiento.
—Se rindió —me explicó en voz baja—. Nunca antes había visto algo parecido. Sólo a William se le ocurriría aceptar la oferta. Quinn no lo aprueba.
No fui capaz de separar la vista de la escena que se desarrollaba junto al fuego. Quinn se frotaba el antebrazo izquierdo con aire ausente.
—¿Le pasa algo a Quinn? —susurré.
—Está bien, pero le escuece el veneno.
—¿Le han mordido? —pregunté, horrorizada.
—Pretendía estar en todas partes al mismo tiempo, sobre todo para asegurarse de que Rachel no tenía nada que hacer —Santana meneó la cabeza—. Ella no necesita la ayuda de nadie.
Rachel dedicó un mohín a su amada.
—Tonta sobreprotectoa.
De pronto, la chica joven echó hacia atrás la cabeza, y aulló con estridencia.
Quinn le gruñó y ella retrocedió, pero hundió los dedos en el suelo como si fueran garras y giró la cabeza a derecha e izquierda con angustia. Quinn dio un paso hacia ella, que se acuclilló más. Santana se movió con exagerada tranquilidad mientras giraba nuestros cuerpos de tal modo que ella quedaba situada entre ella y yo. Me asomé por encima de su hombro para ver a la apaleada chica y a Quinn.
William apareció enseguida junto a Quinn y le puso una mano en el hombro.
—¿Has cambiado de idea, jovencita? —le preguntó William con su flema habitual—. No tenemos especial interés en acabar contigo, pero lo haremos si no eres capaz de controlarte.
—¿Cómo podéis soportarlo? —gimió la chica con voz alta y clara—. La quiero.
Concentró el encendido iris rojo en Santana, a quien traspasó con la mirada para llegar hasta mí. Volvió a hundir las uñas en el duro suelo.
—Has de refrenarte —insistió William con gravedad—. Debes ejercitar tu autocontrol. Es posible y es lo único que puede salvarte ahora.
La muchacha se aferró la cabeza con las manos, encostradas de suciedad, y se puso a gemir.
Sacudí el hombro de Santana para atraer su atención y pregunté:
—¿No deberíamos alejarnos de ella?
Al oír mi voz, la muchacha retiró los labios por encima de los dientes y adoptó una expresión atormentada.
—Tenemos que permanecer aquí —murmuró Santana—. Ellos están a punto de entrar en el claro por el lado norte.
Mi corazón se desbocó mientras examinaba la linde del claro, sin que viera otra cosa que la densa cortina de humo. Mis pupilas regresaron a la neófita después de unos segundos de búsqueda infructuosa; seguía mirándome con ojos enloquecidos.
Le sostuve la mirada durante un largo momento. Los cabellos negros cortados a la altura de la barbilla le realzaban el rostro de alabastro blanco. Era difícil definir como hermosas sus facciones, crispadas y deformadas por la rabia y la sed. Los salvajes ojos rojos eran dominantes, hasta el punto de que resultaba imposible apartar de ellos la mirada. Me contempló con despiadada obsesión. Se estremecía y se retorcía cada pocos segundos.
Me quedé observando a la muchacha, boquiabierta, preguntándome si no estaría contemplando mi futuro en un espejo.
Entonces, William y Quinn comenzaron a retroceder hacia nuestra posición. Puck, Kitty y Emma convergieron a toda prisa hacia la posición que ocupábamos Santana, Rachel y yo para presentar un frente unido, como había dicho Santana, conmigo en el centro, la posición más segura.
Dividí mi atención entre la neófita salvaje y la búsqueda de los monstruos, cuya llegada era inminente.
Aún no había nada que ver. Lancé una mirada a Santana, cuyos ojos se clavaban en el horizonte sin pestañear. Intenté seguir la dirección de sus pupilas, pero no hallé más que el denso humo de olor aceitoso que culebreaba sin prisa a poca altura, alzándose con pereza para ondular encima de la hierba.
La humareda se extendió por la parte delantera y se oscureció en el centro. Entonces, una voz apagada surgió del interior de la misma.
—Aja.
Reconocí esa nota de apatía de inmediato.
—Bienvenida, Jane —saludó Santana con un tono distante pero cortés.
Las siluetas oscuras se acercaron. Los contornos se hicieron más nítidos al salir del humazo. Sabía que Jane iba al frente gracias a la capa oscura, casi negra, y a que era la figura de menor talla por casi sesenta centímetros, aunque apenas podía distinguir sus rasgos angelicales bajo la sombra de la capucha.
También me resultaban familiares las cuatro enormes figuras envueltas en atavíos grises que marchaban detrás de ella. Estaba segura de conocer a la que avanzaba en primer lugar. Félix alzó los ojos mientras yo intentaba confirmar mi sospecha. Echó hacia atrás la capucha levemente para que pudiera ver cómo me sonreía y me guiñaba el ojo. Santana, inmóvil por completo, me mantenía a su lado y agarraba mi mano con fuerza.
La mirada de Jane recorrió poco a poco los luminosos rostros de los Cullen antes de caer sobre la neófita, que seguía junto al fuego con la cabeza entre las manos.
—No lo comprendo —la voz de Jane aún sonaba aburrida, pero no parecía tan desinteresada como antes.
—Se ha rendido —le explicó Santana para deshacer la posible confusión de la vampira, cuyos ojos volaron con rapidez a las facciones de Santana.
—¿Rendido?
Félix y otra de las sombras intercambiaron una fugaz mirada. Santana se encogió de hombros.
—William le dio esa opción.
—No hay opciones para quienes quebrantan las reglas —zanjó ella, tajante.
William habló entonces con voz suave.
—Está en vuestras manos. No vi necesario aniquilarla en tanto en cuanto se mostró voluntariamente dispuesta a dejar de atacarnos. Nadie le ha enseñado las reglas.
—Eso es irrelevante —insistió Jane.
—Como desees.
Jane clavó sus ojos en William con consternación. Sacudió la cabeza de forma imperceptible y luego recompuso las facciones.
—Aro deseaba que llegáramos tan al oeste para verte, William. Te envía saludos.
El aludido asintió.
—Os agradecería que le transmitierais a él los míos.
—Por supuesto —Jane sonrió. Su rostro era aún más adorable cuando se animaba. Volvió la vista atrás, hacia el humo—. Parece que hoy habéis hecho nuestro trabajo... —su mirada pasó a la cautiva—. Bueno, casi todo. Sólo por curiosidad profesional, ¿cuántos eran? Ocasionaron una buena oleada de destrucción en Seattle.
—Dieciocho, contándola a ella —contestó William.
Jane abrió unos ojos como platos y contempló las llamas una vez más; parecía evaluar el tamaño de la hoguera. Félix y la otra sombra intercambiaron una mirada más prolongada.
—¿Dieciocho? —repitió. La voz sonó insegura por vez primera.
—Todos recién salidos del horno —explicó William con desdén—. Ninguno estaba cualificado.
—¿Ninguno? —la voz de Jane se endureció—. Entonces, ¿quién los creó?
—Se llamaba Kurt —respondió Santana, sin rastro de emoción en la voz.
—¿Se llamaba?
Santana ladeó la cabeza hacia la zona este del bosque. La mirada de Jane se concentró enseguida en la lejanía, quizás en la otra columna de humo, pero no aparté la vista para verificarlo.
Jane se quedó observando ese lugar durante un buen rato y luego examinó la hoguera cercana una vez más.
—El tal Kurt... ¿Se cuenta aparte de estos dieciocho?
—Sí. Iba en compañía de otro vampiro, que no era tan joven como éstos, pero no tendría más de un año.
—Veinte —musitó Jane—. ¿Quién acabó con el creador?
—Yo —contestó Santana.
Jane entrecerró los ojos y se volvió hacia la neófita próxima a las llamas.
—Eh, tú —ordenó con voz más severa que antes—, ¿cómo te llamas?
La joven le lanzó una mirada torva a Jane al tiempo que fruncía con fuerza los labios.
Jane le devolvió una sonrisa angelical.
La neófita reaccionó con un aullido ensordecedor. Su cuerpo se arqueó con rigidez hasta quedar en una postura antinatural y forzada. Desvié la mirada y sentí la urgencia de taparme las orejas.
Apreté los dientes con la esperanza de contener las náuseas. El chillido se intensificó. Intenté concentrarme en el rostro de Santana, tranquilo e indiferente, pero eso me hizo recordar que ella mismo había sido sometida a la mirada atormentadora de Jane, y me puse fatal. Miré a Rachel, y a Emma, que estaba a su lado, pero tenían un rostro tan carente de expresión como el de Santana.
Al final, ella se calló.
—¿Cómo te llamas? —exigió Jane. Su voz no tenía la menor entonación.
—Johana —respondió ella entrecortadamente.
Jane esbozó una sonrisa y la chica volvió a gritar. Contuve el aliento hasta que cesó el grito de dolor.
—Ella va a contarte todo lo que quieras saber —le soltó Santana entre dientes—. No es necesario que hagas eso.
Jane alzó los ojos, chispeantes a pesar de que solían ser inexpresivos.
—Ya lo sé —le contestó a Santana, a quien sonrió antes de volverse hacia la joven neófita, Johana.
—¿Es cierto eso, Johana? —dijo Jane, otra vez con gran frialdad—. ¿Erais veinte?
La muchacha yacía jadeando con el rostro apoyado sobre el suelo. Se apresuró a responder.
—Diecinueve o veinte, quizá más, ¡no lo sé! —se encogió, aterrada de que su ignorancia le acarreara otra nueva sesión de tortura—. Sara y otra cuyo nombre no conozco se enzarzaron en una pelea durante el camino...
—Y ese tal Kurt… ¿Fue el quien os creó?
—Y yo qué sé —se estremeció de nuevo—. Adam nunca nos dijo su nombre y esa noche no vi nada... Estaba oscuro y dolía —Johana tembló—. Él no quería que pensáramos en ella. Nos dijo que nuestros pensamientos no eran seguros...
Jane se volvió para mirar a Santana y luego concentró su interés en Johana.
Kurt lo había planeado bien. Si no hubiera seguido a Santana, no habría habido forma de saber con certeza que estaba involucrado...
—Habíame de Adam —continuó Jane—. ¿Por qué os trajo aquí?
—Nos dijo que debíamos destruir a los raros esos de ojos amarillos —parloteó Johana de buen grado—. Según él, iba a ser pan comido. Nos explicó que la ciudad era suya y que los de los ojos amarillos iban a venir a por nosotros. Toda la sangre sería para nosotros en cuanto desaparecieran. Nos dio su olor —Johana alzó una mano y hendió el aire con el dedo en mi dirección—. Dijo que identificaríamos al aquelarre en cuestión gracias a ella, que estaría con ellos. Prometió que ella sería para el primero que la tomara.
A mi lado sonó el chasquido de mandíbulas de Santana.
—Parece que Adam se equivocó en lo relativo a la facilidad —observó Jane.
Johana asintió. Parecía aliviada de que la conversación discurriera por derroteros indoloros.
—No sé qué ocurrió. Nos dividimos, pero los otros no volvieron. Adam nos abandonó, y no volvió para ayudarnos como había prometido. Luego, la pelea fue muy confusa y todos acabaron hechos pedazos —se volvió a estremecer—. Tenía miedo y quería salir pitando. Ese de ahí —continuó mientras miraba a William— dijo que no me haría daño si dejaba de luchar.
—Aja, pero no estaba en sus manos ofrecer tal cosa, jovencita —murmuró Jane con voz extrañamente gentil—. Quebrantar las reglas tiene consecuencias.
Johana la miró con fijeza sin comprender.
Jane contempló a William.
—¿Estáis seguros de haber acabado con todos? ¿Dónde están los otros?
El rostro de William denotaba una gran seguridad cuando asintió.
—También nosotros nos dividimos.
Jane esbozó una media sonrisa.
—No he de ocultar que estoy impresionada —las grandes sombras situadas a su espalda asintieron para demostrar que estaban de acuerdo con ella—. Jamás había visto a un aquelarre escapar sin bajas de un ataque de semejante magnitud. ¿Sabéis qué hay detrás del mismo? Parece un comportamiento muy extremo, máxime si consideramos el modo en que vivís aquí. ¿Por qué la muchacha es la clave?
Sin querer, sus ojos descansaron en mí durante unos segundos. Tuve un escalofrío.
—Kurt guardaba rencor a Britt —le explicó Santana, imperturbable.
Jane se carcajeó. El sonido era áureo, como la burbujeante risa de una niña feliz.
—Esto parece provocar las reacciones más fuertes y desmedidas de nuestra especie —apuntó mientras me miraba directamente con una sonrisa en su angelical rostro.
Santana se envaró. Le miré a tiempo de verle girar el rostro hacia Jane.
—¿Tendrías la bondad de no hacer eso? —le pidió con voz tensa.
Jane se echó a reír con indulgencia.
—Sólo era una prueba. Al parecer, no sufre daño alguno.
Tuve otro temblor y agradecí que mi organismo no hubiera corregido el fallo técnico que me había protegido de Jane la última vez que nos vimos. Santana me aferró con más fuerza.
—Bueno, parece que no nos queda mucho por hacer. ¡Qué raro! —dijo Jane mientras la apatía se filtraba otra vez en su voz—. No estamos acostumbrados a desplazarnos sin necesidad. Ha sido un fastidio perdernos la pelea. Da la impresión de que habría sido un espectáculo entretenido.
—Sí —saltó Santana con acritud—, y eso que estabais muy cerca. Es una verdadera lástima que no llegarais media hora antes. Quizás entonces podríais haber realizado vuestro trabajo al completo.
La firme mirada de Jane se encontró con la de Santana.
—Sí. Qué pena que las cosas hayan salido así, ¿verdad?
Santana asintió una vez para sí misma, con sus sospechas confirmadas.
Jane se giró para contemplar a la neófita una vez más. Su rostro era de una apatía absoluta.
—¿Félix? —llamó arrastrando las palabras.
—Espera —intervino Santana.
Jane enarcó una ceja, pero Santana miraba a William mientras hablaba a toda prisa.
—Podemos explicarle las reglas a la joven. No parecía mal predispuesta a aprenderlas. No sabía lo que hacía.
—Por descontado —respondió William—. Estamos preparados para responsabilizarnos de Johana.
La vampiro se encontró dividida entre la incredulidad y la diversión.
—No hacemos excepciones ni damos segundas oportunidades —repuso—. Es malo para nuestra reputación, lo cual me recuerda... —de pronto, volvió a mirarme y su rostro de querubín se llenó de hoyuelos al sonreír—. Cayo estará muy interesado en saber que sigues siendo humana, Britt. Quizá decida hacerte una visita.
—Se ha fijado la fecha —le dijo Rachel, hablando por vez primera—. Quizá vayamos a visitaros dentro de unos pocos meses.
La sonrisa de Jane se desvaneció y se encogió de hombros con indeferencia sin mirar a Rachel. Se encaró con William:
—Ha estado bien conocerte, William... Siempre creí que Aro había exagerado. Bueno, hasta la próxima...
William asintió con expresión apenada.
—Encárgate de eso, Félix —ordenó Jane al tiempo que señalaba a Johana con la cabeza. Su voz sonaba cada vez más aburrida—. Quiero volver a casa.
—No mires —me susurró Santana al oído.
Era la única orden que tenía ganas de obedecer. Había visto más que de sobra para un solo día, y para toda una vida. Apreté los párpados con fuerza y giré el rostro hacia el pecho de Santana, pero...
...todavía oía.
Resonó un gruñido hondo y sordo y luego un aullido agudísimo que ya me empezaba a resultar horriblemente familiar. El grito se apagó enseguida, y luego sólo se oyeron los escalofriantes sonidos del aplastamiento y la desmembración.
Santana me acarició los hombros con ansiedad.
—Vamos —conminó Jane.
Alcé los ojos a tiempo de ver cómo las espaldas cubiertas por los grandes ropones grises se dirigían hacia los zarcillos de humo. El olor a incienso volvió a ser intenso...
...reciente.
Las sombrías vestiduras se desvanecieron en la espesa humareda.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Etíca
Mil productos diferentes abarrotaban la estantería del cuarto de baño de Rachel, todos ellos con la pretensión de embellecer la piel de una persona. Supuse que había adquirido la mayoría como deferencia a mí, ya que en aquella casa todos tenían una piel perfecta. Leí las etiquetas con asombro, hecha polvo ante semejante desperdicio.
Tuve la precaución de no mirar al gran espejo.
Rachel me peinaba el pelo con movimientos lentos y rítmicos.
—Ya basta, Rach —le insté en tono apagado—. Quiero volver a La Push.
¿Cuántas horas tendría que esperar a que Charlie abandonara la casa de Billy para poder ver a Sam? Cada minuto que había pasado sin saber si Sam seguía respirando o no, me había pesado como diez vidas completas. Y ahora, cuando por fin podía ir para verificar su estado por mí misma, el tiempo se me pasaba tan rápido... Sentí como si estuviera conteniendo el aliento antes de que Rachel llamara a Santana, insistiendo en que debía mantener esa ridicula farsa de que había dormido fuera de casa. Parecía algo tan insignificante...
—Sam continúa inconsciente —contestó Rachel—. William o Santana te llamarán en cuanto despierte. De cualquier modo, debes ir a ver a tu padre. Estaba en casa de Billy, ha visto que William y Santana han regresado de la excursión y va a recelar cuando llegues a casa.
Ya tenía mi historia memorizada y contrastada.
—No me preocupa. Quiero estar allí cuando Sam despierte.
—Sé que has tenido un día muy largo, y lo siento, pero ahora has de pensar en Charlie. Debe seguir en la ignorancia para estar a salvo, es más importante que nunca. Sé que aún no has empezado a enfrentarte a ello, pero eso no quiere decir que puedas rehuir tus compromisos. Interpreta tu papel primero, Britt, y después podrás hacer lo que quieras. Parte de ser un Cullen consiste en mostrarse meticulosamente responsable.
Era evidente que ella estaba en lo cierto, y si no fuera por esa misma razón, más poderosa que todo mi miedo, mi dolor y mi culpabilidad, William jamás habría sido capaz de instarme a abandonar a Sam, estuviera inconsciente o no.
—Vete a casa —me ordenó Rachel—. Habla con Charlie. Dale vida a tu coartada. Mámenle a salvo.
Me puse de pie, y la sangre se me bajó de golpe hasta los pies, pinchándome como las puntas de miles de agujas. Había estado allí sentada durante demasiado tiempo.
—Ese vestido te queda precioso —me arrulló Rachel.
—¿Eh? Ah. Esto... Gracias otra vez por la ropa —murmuré, más por cortesía que por gratitud real.
—Vas a necesitar una prueba —repuso Rachel, con sus ojos abiertos de forma inocente—. ¿Qué es una excursión de compras sin un conjunto nuevo? Es muy favorecedor, aunque esté mal que yo lo diga.
Parpadeé, incapaz de recordar qué ropa me había puesto Rachel. No podía controlar mis pensamientos ni evitar que se dispersaran cada pocos minutos, como insectos huyendo de la luz...
—Sam se encuentra bien, Britt —comentó Rachel, intuyendo con facilidad mi preocupación—. No hay prisa. Si piensas en la cantidad de morfina adicional que ha tenido que inyectarle William, viendo lo rápido que la quema con esa temperatura que tiene, ya te puedes hacer idea de que va a estar fuera de combate durante un rato.
Al menos no sentía dolor alguno. Todavía no.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar antes de irte? —me preguntó Rachel con simpatía—. Debes de estar más que traumatizada.
La vi venir e intuí qué atizaba su curiosidad, pero yo tenía otras preguntas.
—¿Seré como ella? —quise saber—. ¿Me pareceré a Johana, la neófita del claro?
Necesitaba reflexionar acerca de muchas cosas, pero no lograba olvidar a la neófita cuya vida había acabado de forma tan abrupta. Su rostro, crispado por el deseo de sangre, persistía detrás de mis párpados.
Rachel me acarició el brazo.
—Cada uno es distinto, pero guardará cierto parecido —permanecí quieta mientras intentaba imaginarlo—. Se pasa —me prometió.
—¿Cuánto tiempo necesitaré para superarlo?
Ella se encogió de hombros.
—Unos cuantos años, quizá menos. Podría ser diferente en tu caso. No he visto a nadie que lo haya pasado habiéndolo escogido de modo voluntario. Podría ser interesante observar cómo te afecta a ti.
—Interesante —repetí.
—Procuraremos apartarte de los problemas.
—Ya lo sé. Confío en ti —mi voz era mortecina.
Rachel arrugó la frente.
—Si te preocupan William o Santana, te aseguro que ellos estarán bien. Creo que Finn ha empezado a confiar en nosotros... Bueno, al menos en William. Eso es estupendo, por supuesto. Imagino que la escena se puso algo tensa cuando William tuvo que arreglar las fracturas...
—Por favor, Rach.
—Lo siento.
Inspiré profundamente para tranquilizarme. Sam había comenzado a curarse demasiado rápido y algunos de sus huesos se habían unido mal. Él se lo había tomado bastante bien, pero todavía me resultaba difícil pensar en ello.
—Rach, ¿puedo preguntarte una cosa sobre el futuro?
Ella adoptó de repente una actitud cautelosa.
—Ya sabes que no lo veo todo.
—No es eso..., verás, algunas veces tú sí que ves mi futuro. ¿Por qué crees que no surten efecto en mí los poderes de Santana, Jane o Aro?
Mi frase se desvaneció junto con mi nivel de interés. Mi curiosidad en este asunto se estaba debilitando, superada por completo por otras emociones más apremiantes. Rachel, sin embargo, encontró la cuestión muy interesante.
—En el caso de Quinn, su don actúa sobre tu cuerpo igual que sobre el de los demás. Ésa es la diferencia, ¿lo ves? La habilidad de Quinn afecta de un modo físico. Realmente te calma o te enerva, no es una ilusión. Y yo tengo visiones de los resultados de las cosas, pero no de las razones y pensamientos que las provocan. Están fuera de la mente, no son una ilusión, tampoco; es la realidad, o al menos una versión de la misma. Pero tanto Jane, como Santana, como Aro o Demetri, todos ellos trabajan dentro de la mente. Jane sólo crea una ilusión de dolor. En realidad, no le hace daño a tu cuerpo, es sólo que tú lo crees así. ¿Lo ves, Britt? Estás a salvo dentro de tu mente, nadie puede llegar hasta allí. No resulta nada raro que Aro sienta tanta curiosidad por tus habilidades futuras.
Observó mi rostro para ver si seguía su argumento lógico. Para ser sincera, me daba la sensación de que sus palabras habían empezado a atrepellarse, y las sílabas y los sonidos habían perdido su significado. No podía concentrarme en ellas. Aun así, asentí. Intenté hacer como si lo hubiera comprendido.
Ella no se dejó engañar. Me acarició la mejilla y murmuró:
—Todo va a salir bien, Britt. No necesito una visión para saber eso. ¿Estás preparada para irte ya?
—Una cosa más. ¿Puedo hacerte otra pregunta sobre el futuro? No quiero nada concreto, sólo un punto de vista general.
—Lo haré lo mejor que pueda —me dijo, vacilante de nuevo.
—¿Todavía me ves convirtiéndome en vampira?
—Ah, eso es fácil. Claro que sí.
Asentí con lentitud.
Examinó mi rostro, sus ojos eran insondables.
—¿No estás segura de tu propia decisión, Britt?
—Sí. Simplemente quería saber si tú lo estabas.
—Yo estoy segura en la medida en que tú lo estés. Ya lo sabes. Si tú cambias de opinión, cambiará lo que yo veo... o desaparecerá, en tu caso.
Suspiré.
—Pero eso no va a ocurrir.
Me abrazó.
—Lo siento. No puedo ponerme en tu lugar. Mi primer recuerdo es el de ver el rostro de Quinn en mi futuro; siempre supe que ella era el lugar hacia donde mi vida se dirigía, pero sí puedo intentar comprenderte. Siento muchísimo que tengas que elegir entre dos opciones igual de buenas.
Me sacudí sus brazos de encima.
—No te apenes por mí —había gente que merecía simpatía, pero yo no era una de ellas. Y no había ninguna elección que tomar, lo único que tenía que hacer era romperle a alguien el corazón—. Será mejor que me vaya a ver a Charlie.
Conduje el coche en dirección a casa, donde mi padre me esperaba con un aspecto tan suspicaz como había augurado Rachel.
—Hola, Britt. ¿Qué tal ha ido esa excursión de compras? —me saludó cuando entré en la cocina. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en mi rostro.
—Muy larga —contesté con aspecto aburrido—. Acabamos de regresar.
Charlie comprobó cuál era mi estado de ánimo.
—Supongo que ya te has enterado de lo de Sam...
—Sí. Los otros Cullen nos dieron la mala noticia. Emma nos dijo dónde estaban William y Santana.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy preocupada por Sam. Quiero ir a La Push en cuanto haga la cena.
—Ya te advertí que esas motos eran peligrosas. Espero que esto te haga comprender que no bromeaba con ese tema.
Asentí mientras empezaba a sacar cosas del frigorífico. Charlie se instaló en la mesa. Parecía de un humor más parlanchín de lo habitual.
—No creo que debas preocuparte mucho por Sam. Alguien que puede soltar esa cantidad de palabrotas con tanta energía, seguro que se recupera.
—¿Estaba despierto cuando le viste? —le pregunté, dándome la vuelta para mirarle.
—Oh, sí, y mucho. Tendrías que haberle escuchado..., bueno, en realidad, mejor que no. Me da la sensación de que le ha oído todo el mundo en La Push. No sé de dónde se ha sacado semejante vocabulario, pero espero que no lo haya empleado en tu presencia.
—Pero hoy su excusa es estupenda. ¿Qué pinta tiene?
—Descompuesto. Lo trajeron sus amigos. Menos mal que son chicos fuertes, porque ese chaval es como un armario. William le dijo que tenía la pierna derecha rota, y también el brazo derecho. Parece ser que se aplastó todo el lateral del cuerpo al caerse de esa maldita moto —Charlie sacudió la cabeza—. Como me entere yo de que has vuelto a montar en moto, Britt…
—No hay problema, papá, no lo haré. Entonces, ¿crees que Sam está bien?
—Seguro, Britt, no te preocupes. Estaba lo suficientemente dueño de sí mismo como para meterse conmigo.
—¿Meterse contigo? —repetí sobresaltada.
—Así es... entre un insulto a la madre de alguien y que estuvo nombrando a Dios en vano, dijo: «Apuesto a que hoy estás contento de que ella quiera a Cullen en vez de a mí, ¿a que sí, Charlie?».
Me volví hacia el frigorífico para impedir que me viera el rostro.
—Y no puedo discutir eso. Santana es mucho más madura que Sam en lo que respecta a tu seguridad, eso tengo que concedérselo.
—Sam es muy maduro —susurré a la defensiva—. Estoy segura de que no ha sido culpa suya.
—Vaya día más extraño el de hoy —reflexionó mi padre al cabo de un minuto—. Ya sabes, no presto muchos oídos a todas esas supersticiones, pero pasaba algo raro... Era como si Billy supiera que le iba a ocurrir algo malo a Sam. Estuvo nervioso como un pavo el día antes de Nochebuena durante toda la mañana. Me extrañaría que hubiera escuchado ni una palabra de lo que le dije.
»Y después, más sorprendente todavía, ¿te acuerdas cuando en febrero y marzo tuvimos todos aquellos problemas con los lobos?
Me incliné para sacar una sartén del mueble de la cocina y conseguir de ese modo un par de segundos de ventaja.
—Sí —mascullé.
—Pues espero que no volvamos a tener dificultades con eso. Esta mañana, cuando estábamos a bordo del barco, y Billy ni me prestaba atención a mí ni a la pesca, de repente, se escucharon aullidos de lobo en los bosques. Más de uno y, chica, sonaban bien fuerte, como si estuvieran junto al pueblo. Lo más raro de todo es que Billy le dio la vuelta al barco y se dirigió derechito al puerto como si le estuvieran llamando a él personalmente. Ni me escuchó siquiera cuando le pregunté qué estaba haciendo.
»Los sonidos cesaron apenas hubimos amarrado, pero esta vez le dio una perra a Billy con lo de no perderse el partido, aunque todavía quedaban horas... Estaba murmurando algo sin sentido de un pase previo... ¿Cómo iban a echar un pase en diferido de un partido en vivo? Ya te digo, Britt, de lo más extraño.
»Bueno, pues cuando llegamos estaban poniendo otro partido que según dijo deseaba ver... pero poco después pareció perder el interés y se pasó todo el rato colgado del teléfono, llamando a Sue, a Emily, y al abuelo de tu amigo Jake. Y no es que se interesara por algo en concreto, se limitó a mantener con ellos una charla de lo más banal.
»Y otra vez comenzaron los aullidos justo fuera de la casa. No había oído en mi vida nada igual... Se me puso la carne de gallina. Le pregunté a Billy, y tuve que gritarle por encima de todo ese ruido, si había puesto trampas en el patio, porque parecía como si el animal estuviera sufriendo mucho.
Hice un gesto de dolor, pero Charlie estaba tan metido en su historia que no se dio cuenta.
—Y claro, a mí se me había olvidado todo esto hasta ahora mismo, porque en ese momento fue cuando llegó Sam. Un minuto antes, los aullidos te ensordecían, hasta el punto de no poder oír ninguna otra cosa y, de pronto, sólo se oían las maldiciones de Sam que los ahogaron bien rápido. Menudo par de pulmones tiene ese chico —Charlie enmudeció un momento con gesto pensativo—. Lo divertido del asunto es que, después de todo, es posible que salga algo positivo de este jaleo. No creí que alguna vez superarían ese absurdo prejuicio que tienen allí contra los Cullen, pero a alguien se le ocurrió llamar a William y Billy se mostró de lo más agradecido cuando apareció. Pensé que habría que llevar a Sam al hospital, pero Billy prefería tenerlo en casa y William estuvo de acuerdo. Supongo que él sabe lo que es mejor. Muy generoso por su parte ofrecerse para hacer visitas domiciliarias a un sitio tan lejano.
»Y Santana estuvo realmente encantadora… —efectuó una pausa, como si no le apeteciera decir algo. Suspiró y después continuó—. Parecía tan preocupada por Sam como tú... Como si fuera uno de sus hermanos el que estuviera allí tirado. Tenía una mirada... —Charlie sacudió la cabeza—. Es una chica decente, Britt. Intentaré acordarme, aunque, de todos modos, tampoco te prometo nada —me sonrió.
—No te lo recordaré —susurré.
Charlie estiró las piernas y gruñó.
—Es estupendo volver al hogar. No te puedes hacer idea de lo atestada de gente que se puso la casita de Billy. Se presentaron allí los siete amigos de Sam, todos comprimidos en esa pequeña habitación de la entrada... Apenas se podía respirar. ¿Te has fijado alguna vez en lo grandes que son todos esos chicos quileute?
—Sí, claro.
Charlie me miró; de pronto, parecía más interesado.
—La verdad, Britt, es que William aseguró que Sam estará en pie y dando vueltas por ahí en poco tiempo. También dijo que parecía peor de lo que era en realidad. Va a ponerse bien.
Me limité a asentir.
Había visitado a Sam tan pronto como Charlie se marchó de casa de Billy. Tenía un aspecto de extraña indefensión. Había cabestrillos por todas partes, ya que William juzgaba innecesario enyesarle ante la rapidez con la que se estaba recuperando. Tenía el rostro pálido y demacrado, profundamente inconsciente como estaba en ese momento. Frágil. A pesar de lo grande que era, en ese momento me pareció muy frágil. Quizá había sido producto de mi imaginación, al sumarle la idea de que tenía que romper con él.
Ojalá me cayera un rayo y me partiera en dos, y a ser posible de forma dolorosa. Por primera vez, el dejar de ser humana se me presentaba como un verdadero sacrificio, como si fuera excesivo lo que iba a perder.
Deposité el plato junto al codo de mi padre y, tras servirle la cena, me dirigí hacia la puerta.
—Esto... Britt, ¿puedes esperar un segundo?
—¿Se me ha olvidado algo? —pregunté mirando su plato,
—No, no. Es sólo que quería pedirte un favor —Charlie frunció el ceño y miró al suelo—. Siéntate, aunque no me llevará mucho.
Me acomodé a su lado, algo confundida. Intenté concentrarme.
—¿Qué es lo que necesitas, papá?
—Pues, éste es el quid de la cuestión, Britt... —Charlie enrojeció—. Quizás es que hoy me siento un poco supersticioso después de haber andado por ahí con Billy, con lo raro que estaba..., pero tengo un presentimiento. Es como si... fuera a perderte pronto.
—No seas tonto, papá —musité con cierta culpabilidad—. Tú quieres que continúe los estudios, ¿no?
—Sólo prométeme una cosa.
Me mostré vacilante, preparada para echarme atrás.
—Bueno...
—¿Me avisarás antes de tomar alguna decisión definitiva? ¿Antes de que te escapes con ella o algo así?
—Papá... —me lamenté.
—Hablo en serio. No te montaré un número, pero avísame con alguna antelación. Dame la oportunidad de abrazarte y decirte adiós.
Me achanté en mi fuero interno, pero levanté la mano.
—Esto es una tontería, pero te lo prometo si eso te hace feliz.
—Gracias, Britt —me dijo—. Te quiero, chiquilla.
—Yo también te quiero, papá —le toqué el hombro y después me retiré de la mesa—. Si necesitas algo, estaré en casa de Billy.
No miré atrás cuando corrí hacia fuera. Esto era perfecto, justo lo que necesitaba en esos momentos. Fui refunfuñando para mis adentros todo el camino hasta La Push.
El Mercedes negro de William no estaba aparcado frente a la casa de Billy. Eso era bueno y malo. Obviamente, necesitaba hablar con Sam a solas, pero al mismo tiempo me hubiera gustado poder aferrarme a la mano de Santana, como había hecho antes, mientras Sam estaba inconsciente. Algo imposible. De todos modos, echaba de menos a Santana, y la tarde a solas con Rachel se me había hecho muy larga. Supongo que eso hacía que mi respuesta resultara evidente. Ya tenía claro que no podía vivir sin Santana, pero ese hecho no haría que lo que me esperaba fuera menos doloroso.
Llamé a la puerta principal con suavidad.
—Entra, Britt —contestó Billy. El rugido de mi coche era fácil de reconocer.
Entré.
—Hola, Billy. ¿Está despierto? —le pregunté.
—Recuperó el sentido hace una media hora, justo antes de que se fuera el doctor. Entra. Creo que te está esperando.
Me estremecí y después inspiré profundamente.
—Gracias.
Dudé ante la puerta de la habitación de Sam, ya que no estaba segura de si debía llamar. Decidí echar primero una ojeada, deseando, tan cobarde como era, que se hubiera vuelto a dormir. Me sentía como si nada más me quedaran unos cuantos minutos a mi disposición.
Abrí un resquicio la puerta y me apoyé en ella, vacilante.
Sam me esperaba con el rostro tranquilo y sereno. Ya no tenía ese aspecto ojeroso y demacrado, y en su lugar sólo mostraba una cierta palidez. No había el menor asomo de alegría en sus ojos sombríos.
Se me hacía duro mirarle a la cara sabiendo que le amaba. Era algo que cambiaba mucho las cosas, más de lo que yo pensaba. Me pregunté si también había sido así de duro para él durante todo el tiempo.
Por suerte, alguien le había cubierto con una colcha. Era un alivio no tener que contemplar la extensión de los daños.
Entré y cerré la puerta poco a poco a mis espaldas.
—Hola, Samy —murmuré.
No me contestó al principio. Me miró a la cara durante un buen rato. Entonces, haciendo un pequeño esfuerzo, transformó su expresión en una sonrisa ligera y burlona.
—Sí, había pensado que pasaría algo así —suspiró—. Hoy las cosas han ido decididamente a peor. Primero, me equivoco de sitio y me pierdo la mejor parte de la lucha, con lo que Joe se lleva toda la gloria. Luego, Marley se pone a hacer el idiota para demostrar que es tan dura como todos los demás y yo tengo que ser el imbécil que la salve. Y ahora esto —sacudió su mano izquierda hacia mí, que seguía al lado de la puerta, aún indecisa.
—¿Qué tal te sientes? —cuchicheé. Vaya pregunta estúpida.
—Un poquito espachurrado. El doctor Colmillos no estaba seguro de la dosis de sedante que iba a necesitar y ha seguido el método del ensayo y el error. Me da que se le ha ido la mano.
—Pero no te duele.
—No. Al menos no siento las heridas.
Sonrió, de forma burlona otra vez.
Me mordí el labio. En la vida iba a ser capaz de pasar por esto. ¿Por qué ahora que quería morirme nadie venía a matarme ni a intentarlo siquiera?
La ironía abandonó su rostro y sus ojos se llenaron de calidez. Arrugó la frente, como si estuviera preocupado.
—¿Y qué tal estás tú? —me preguntó, y sonó en verdad interesado—. ¿Te encuentras bien?
—¡¿Yo?! —le miré fijamente. Quizás era verdad que le habían administrado demasiadas drogas—. ¿Por qué?
—Bueno, suponía, o más bien tenía bastante claro que, en realidad, no te iba a hacer daño, pero no estaba muy seguro de si pasarías un mal trago. Me he estado volviendo loco de preocupación por ti desde que me desperté. No sabía siquiera si te dejaría o no visitarme. Era una incertidumbre terrible. ¿Qué tal fue? ¿Se ha portado mal contigo? Lo siento si ha ido muy mal. No quería que tuvieras que pasar por todo esto tú sola. Estaba pensando que si hubiera estado allí...
Me llevó un minuto entender adonde pretendía ir a parar. Continuó parloteando, y parecía cada vez más incómodo, hasta que me di cuenta de lo que estaba diciendo. Entonces, me apresuré a corregirle.
—¡No, no, Sam! Estoy bien; en realidad, más que bien. Claro que no se portó mal. ¡Ya me hubiera gustado!
Sus ojos se dilataron en lo que parecía algo cercano al horror.
—¿Qué?
—Ni siquiera se enfadó conmigo, ¡ni contigo! Es tan poco egoísta que incluso me hizo sentirme peor. Hubiera deseado que me gritara o algo así. Y no es que no me lo mereciera. En fin, que fue mucho peor que si me hubiera gritado, pero a ella no le importa. Sólo quiere que yo sea feliz.
—¿Y no se ha vuelto loca? —me preguntó Sam, incrédulo.
—No. Es... demasiado buena.
Sam me miró con fijeza durante otro minuto y entonces, de repente, torció el gesto.
—¡Bueno, maldita sea! —gruñó.
—¿Qué es lo que va mal, Sam? ¿Te duele algo? —mis manos se movieron de un lado a otro inútilmente, mientras buscaba su medicación.
—No —refunfuñó en tono disgustado—. ¡Es que no me lo puedo creer! ¿No te dio un ultimátum ni nada parecido?
—Nada de nada..., pero ¿qué es lo que te pasa?
Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Contaba con otra clase de reacción. Maldita sea. Es mejor de lo que pensaba.
La forma en que lo dijo, aunque sonara más enfadado, me recordó al modo en que Santana había hablado sobre la falta de ética de Sam, aquella misma mañana, en la tienda. Lo que significaba que Sam seguía conservando la esperanza, seguía luchando. Me estremecí cuando esa certeza se me clavó en lo más hondo.
—No está jugando a ningún juego, Sam —repuse con calma.
—Apuesto a que sí. Juega cada punto tan duro como yo, sólo que ella sabe lo que se trae entre manos, y yo no. No me culpes por ser peor manipulador que ella, no he tenido tanto tiempo para aprenderme todas las triquiñuelas.
—¡Ella no me está manipulando!
—¡Sí que lo hace! ¿Cuándo vas a abrir los ojos y te vas a dar cuenta de que no es tan perfecta como crees?
—Al menos, no me amenazó con hacerse matar para conseguir que le besara —le contesté con brusquedad. Tan pronto como se me escaparon las palabras, enrojecí disgustada—. Espera. Haz como si no hubiera dicho nada. Me juré a mí misma que no iba a mencionar ese tema.
Él inspiró con fuerza. Cuando habló, sonaba más tranquilo.
—¿Por qué no?
—Porque no he venido aquí para culparte de nada.
—Sin embargo, es verdad —comentó con indiferencia—. Eso fue lo que hice.
—No te preocupes, Sam. No me he enfadado.
Sonrió.
—En realidad, no me preocupa. Ya sabía que me perdonarías y estoy contento de haberlo hecho. Y lo haría otra vez. Al menos me quedará eso. Y al menos he conseguido que te des cuenta de que me amas. Eso ya tiene su importancia.
—¿Ah, sí? ¿Es mejor que si yo aún no lo supiera?
—¿No crees que deberías conocer tus sentimientos antes de que te sorprendan algún día, cuando sea demasiado tarde y te hayas convertido en una vampira casada?
Negué con la cabeza.
—No, no me refería a lo mejor para mí, sino a lo mejor para ti. ¿En qué te facilitaría las cosas saber que estoy enamorada de ti si de todos modos no iba a suponer diferencia alguna? ¿No te resultaría más fácil si no tuvieras ni idea?
Se tomó la pregunta con la seriedad que yo pretendía y sopesó con cuidado la contestación antes de responder.
—Es preferible saberlo —decidió finalmente—. Por si no te lo habías imaginado, siempre me pregunté si tu decisión hubiera sido diferente en el caso de que supieras que me querías. Ahora lo sé. Hice cuanto estuvo en mi mano.
Se sumió en una respiración agitada y cerró los ojos.
Esta vez, no supe ni quise resistirme al impulso de consolarle. Crucé la pequeña habitación y me arrodillé en el suelo a la altura de su cabeza, sin atreverme a tomar asiento en la cama por temor a moverla y provocarle algún dolor. Me incliné hasta tocarle la mejilla con mi frente.
Sam suspiró, me pasó la mano por los cabellos y me mantuvo allí.
—Cuánto lo siento, Sam.
—Siempre fui consciente de que había pocas posibilidades. No es culpa tuya, Britt.
—Tú también, no, por favor —gemí.
Se retrepó un poco para mirarme.
—¿Qué?
—Es culpa mía, y estoy hasta las narices de que todos me digáis lo contrario.
Esbozó una sonrisa, pero la alegría no le llegó a los ojos.
—¿Qué? ¿Me quieres echar a los leones?
—En este momento, creo que sí.
Frunció los labios, como si ponderase hasta qué punto era así. Una sonrisa recorrió su rostro durante unos instantes y luego crispó la expresión en un gesto de pocos amigos.
—Es imperdonable que me devolvieras el beso de esa manera —me echó en cara—. Si lo único que pretendías era que regresara, quizá no deberías haberte mostrado tan convincente.
—Lo siento tanto... —susurré mientras asentía con la cabeza y mostraba una mueca de dolor.
—Deberías haberme dicho que me largara, que muriera. Eso es lo que querías.
—No, Sam —gimoteé mientras intentaba reprimir las lágrimas—. ¡No! ¡Jamás!
—¿No te habrás puesto a llorar? —inquirió con una voz que había recuperado su tono habitual.
Se retorció con impaciencia en la cama.
—Sí —murmuré, y me eché a reír sin apenas fuerza, por lo que mis lágrimas se convirtieron en sollozos.
Osciló su peso sobre el lecho y bajó la pierna buena de la cama como si pretendiera ponerse en pie.
—¿Qué diablos haces? —pregunté mientras me sobreponía a los sollozos—. Túmbate, idiota, vas a hacerte daño.
Me levanté y empujé hacia abajo su hombro con ambas manos.
Tras rendirse, se reclinó con un jadeo de dolor, pero me agarró por la cintura y me atrajo hacia el lecho, junto a su costado sano. Me repantigué allí mientras intentaba sofocar aquel estúpido llanto sobre su piel caliente.
—No puedo creerme que estés llorando —farfulló—. Sabes que he dicho lo que he dicho porque tú querías, no es lo que pienso en realidad —me acarició los hombros con la mano.
—Lo sé —inspiré hondo de forma entrecortada mientras intentaba controlarme. ¿Cómo me las arreglaba para ser siempre yo la que llorara y él quien me consolara?—. Aun así, sigue siendo cierto. Gracias por decirlo en voz alta.
—¿Sumo puntos por hacerte llorar?
—Claro, Sam —intenté sonreír—. Los que quieras.
—No te preocupes, cielo. Todo va a solucionarse.
—Pues no veo cómo —musité.
Me dio unas palmadas en la coronilla.
—Me voy a rendir, y seré bueno.
—¿Qué? ¿Más jueguecitos? —le pregunté; ladeé la mejilla para verle el rostro.
—Quizá —necesitó de un pequeño esfuerzo para poder reírse, y luego hizo un gesto de dolor—. Pero lo voy a intentar.
Torcí el gesto.
—No seas tan pesimista —se quejó—. Dame un poco de crédito.
—¿A qué te refieres con «seré bueno»?
—Seré tu amigo, Britt —contestó en voz baja—. No voy a pedirte nada más.
—Creo que es demasiado tarde para eso, Sam. ¿Cómo vamos a ser amigos cuando nos amamos el uno al otro de este modo?
Miró al techo. Mantuvo la vista fija, como si estuviera leyendo algo en él.
—Quizá podamos mantener una amistad a cierta distancia.
Apreté los dientes, alegre de que no me estuviera mirando a la cara mientras intentaba controlar los sollozos que amenazaban con superarme. Debía ser fuerte y no tenía ni idea de cómo hacerlo...
—¿Conoces esa historia de la Biblia del rey y de las mujeres que se disputaban a un niño? —preguntó de pronto, como si continuara leyendo en el techo blanco.
—Claro, era el rey Salomón.
—Eso es, el rey Salomón —repitió—, y él habló de cortar en dos al bebé, pero era sólo una prueba para saber a quién debía confiar su custodia.
—Sí, me acuerdo.
Volvió a mirarme.
—No estoy dispuesto a dividirte en dos de nuevo, Britt.
Comprendí a qué se refería. Me estaba diciendo que él era quien más me amaba de los dos, y que su rendición lo demostraba. Quise defender a Santana y decirle que ella haría lo mismo si yo lo deseara, si yo se lo permitiera. Era yo quien no renunciaba a mi objetivo, pero no tenía sentido iniciar un debate que sólo iba a herirle más.
Cerré los ojos, dispuesta a controlar el dolor para que Sam no cargara con él.
Permanecimos callados durante un momento. El parecía esperar a que yo dijera algo y yo me devanaba los sesos para que se me ocurriera qué decir.
—¿Puedo decirte cuál es la peor parte? —preguntó, vacilante, al ver que yo no abría la boca—. ¿Te importa? Voy a ser bueno.
—¿Va a servir de algo? —susurré.
—Quizá, y no hará daño.
—En tal caso, ¿qué es lo peor?
—Lo peor de todo es saber que habría funcionado.
—Que quizá habría funcionado.
Suspiré.
—No —meneó la cabeza—. Estoy hecho a tu medida, Britt. Lo nuestro habría funcionado sin esfuerzo, hubiera sido tan fácil como respirar. Yo era el sendero natural por el que habría discurrido tu vida... —miró al vacío durante unos instantes y esperó—. Si el mundo fuera como debiera, si no hubiera monstruos ni magia...
Entendía su punto de vista y sabía que tenía razón. Sam y yo habríamos terminado juntos si el mundo fuera el lugar cuerdo que se suponía que debía ser. Habríamos sido felices. El era mi alma gemela en aquel mundo, y lo hubiera seguido siendo si no se hubiera visto ensombrecido por algo más fuerte, algo demasiado fuerte que jamás habría existido en un mundo racional.
¿Habría algo así también para Sam? ¿Algo que se impusiera a un alma gemela? Necesitaba creer que así era.
Dos futuros y dos almas gemelas, demasiado para una sola persona, y tan injusto que no iba a ser yo la única que pagara por ello.
El tormento de Sam parecía un alto precio. Me arrugué al pensar en ese precio. Me pregunté si no habría vacilado de no haber perdido ya a Santana en una ocasión y no haber sabido cómo era la vida sin ella. No estaba segura, pero parecía que ese conocimiento formaba ya parte de la esencia de mi ser, no podía imaginar cómo me sentiría sin ello.
—Ella es como una droga para ti —Sam habló con voz pausada y amable, sin atisbo de crítica—. Ahora veo que no eres capaz de vivir sin ella. Es demasiado tarde, pero yo hubiera sido más saludable para ti, nada de drogas, sino el aire, el sol.
Las comisuras de mis labios se alzaron cuando esbocé una media sonrisa.
—Acostumbraba a pensar en ti de ese modo, ya sabes, como el sol, mi propio sol. Tu luz compensaba sobradamente mis sombras.
El suspiró.
—Soy capaz de manejar las sombras, pero no de luchar contra un eclipse.
Le toqué el rostro. Extendí la mano sobre su mejilla. Suspiró al sentir mi roce y cerró los ojos. Permaneció muy quieto. Durante un minuto pude escuchar el golpeteo lento y rítmico de su corazón.
—Dime, ¿cuál es la peor parte para ti? —susurró.
—Dudo que mencionarlo sea una buena idea.
—Por favor.
—Creo que no haría más que daño.
—Por favor.
¿Cómo podía negarle algo llegados a aquel extremo?
—La peor parte... —vacilé, y dejé que las palabras brotaran en un torrente de verdad—. La peor parte es que lo vi todo, vi nuestras vidas, y las quise con desesperación, lo quise todo, Sam. Deseaba quedarme aquí y no moverme. Deseaba amarte y hacerte feliz, pero no puedo, y eso me está matando. Es como Finn y Emily, Sam, jamás tuve elección. Siempre supe que las cosas no iban a cambiar. Quizá sea por esa razón por lo que he luchado contra ti con tanto ahínco.
Sam parecía concentrado en seguir respirando con regularidad.
—Sabía que no debía decírtelo.
El sacudió la cabeza despacio.
—No, me alegra que lo hicieras. Gracias —me besó en la coronilla y suspiró—. Ahora, seré bueno.
Alcé los ojos. Sam sonreía.
—Así que ahora vas a casarte, ¿no?
—No tenemos por qué hablar de eso.
—Me gustaría conocer algunos detalles. No sé cuándo volveré a verte de nuevo.
Tuve que esperar casi un minuto antes de recuperar el habla. Respondí a su pregunta cuando estuve casi segura de que no iba a fallarme la voz.
—En realidad, no es idea mía, pero sí, me voy a casar. Supongo que significa mucho para ella. ¿Por qué no?
Sam asintió.
—Es cierto. No parece gran cosa... en comparación.
Su voz era tranquila, la voz de alguien realista. Le observé fijamente, sintiendo curiosidad por saber cómo se las estaba arreglando, y lo estropeé. Sus ojos se encontraron con los míos durante unos segundos y luego giró la cabeza para desviar la mirada. No hablé hasta que se sosegó su respiración.
—Sí. En comparación —admití.
—¿Cuánto tiempo te queda?
—Eso depende de cuánto le lleve a Rachel organizar la boda —contuve un gemido al imaginar lo que ella podría montar.
—¿Antes o después? —inquirió con voz suave.
Supe a qué se refería.
—Antes.
Él asintió. Debió de suponer un alivio para él. Me pregunté cuántas noches le habría dejado sin dormir la idea de mi graduación.
—¿Estás asustada? —musitó.
—Sí —repliqué, también en un susurro.
—¿De qué tienes miedo?
Ahora, apenas podía oír su voz. Mantuvo la vista fija en mis manos.
—A un porrón de cosas —me esforcé en que mi voz sonara más desenfadada, pero no me aparté de la verdad—. Nunca he tenido una vena masoquista, por lo que no voy en busca del dolor. Y me gustaría que hubiera alguna forma de evitar que Santana estuviera conmigo para que no sufriera, pero dudo que la haya. Hay que tener en cuenta también el tema de Charlie y Susan, y luego, mucho después, espero que sea capaz de controlarme pronto. Quizá sea una amenaza tal que la manada deba quitarme de la circulación.
El alzó los ojos con expresión de reproche.
—Le cortaré el tendón a cualquiera de mis hermanos que lo intente.
—Gracias.
Sonrió con poco entusiasmo y luego torció el gesto.
—Pero ¿no es más peligroso que eso? Todas las historias aseguran que resulta demasiado duro... Ellos podrían perder el control. .. Algunas personas mueren.
Tragó saliva.
—No, eso no me asusta, Sam, tontorrón. ¿Acaso no sabes muy bien que no hay que creer en las historias de vampiros? —obviamente, no le vio la gracia al chiste—. Bueno, de todos modos, hay un montón de cosas por las que preocuparse, pero casi todas están al final.
Asintió a regañadientes, y supe que en eso no había forma de que estuviéramos de acuerdo.
Estiré el cuello para susurrarle al oído mientras mi mejilla rozaba su piel ardiente.
—Sabes que te quiero.
—Lo sé —musitó él mientras me sujetaba al instante por la cintura—. Y tú sabes cuánto me gustaría que eso fuera suficiente.
—Sí.
—Siempre estaré esperándote entre bastidores, Britt —me prometió mientras alegraba el tono de voz y aflojaba su abrazo. Me alejé con una sorda y profunda sensación de pérdida, tuve la desgarradora certeza de que dejaba atrás una parte de mí, que se quedaba ahí, en la cama, a su lado—. Siempre vas a tener un recambio si algún día lo quieres.
Hice un esfuerzo por sonreír.
—Hasta que mi corazón deje de latir.
Me devolvió la sonrisa.
—Bueno, quizá luego pueda aceptarte... Quizá... Supongo que eso depende de lo mal que huelas.
—¿Regreso a verte o prefieres que no lo haga?
—Lo consideraré y te responderé —contestó—. Quizá necesite compañía para no perder la chaveta. El excepcional cirujano vampiro me dice que no debo cambiar de fase hasta que me dé el alta... De lo contrario podría alterar la forma en que me ha fijado los huesos.
Sam hizo una mueca.
—Pórtate bien y haz lo que te ordene William. Te recuperarás más deprisa.
—Vale, vale.
—Me pregunto cuándo sucederá —mencioné—, cuándo te fijarás en la chica adecuada.
—No te hagas ilusiones, Britt —de pronto, la voz de Sam se tornó acida—. Aunque estoy seguro de que sería un alivio para ti.
—Tal vez sí, tal vez no. Lo más probable es que no la considere lo bastante buena para ti. Me pregunto si me pondré muy celosa.
—Esa parte podría ser divertida —admitió. .
—Hazme saber si quieres que vuelva y aquí estaré —le prometí.
Volvió su mejilla hacia mí con un suspiro. Me incliné y le besé suavemente en el rostro.
—Te quiero, Samy.
El rió despreocupado.
—Y yo más.
Me observó salir de su habitación con una expresión inescrutable en sus ojos.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Necesidades
No llegué muy lejos antes de darme cuenta de que la conducción se había convertido en algo imposible.
Cuando ya no podía ver más, dejé que las ruedas se deslizaran sobre el arcén lleno de baches y reduje la velocidad hasta detenerme. Me derrumbé sobre el asiento y me dejé dominar por la debilidad que había controlado en la habitación de Sam. Había sido peor de lo que pensaba y tan fuerte que me tomó por sorpresa. Y sí, había hecho bien en ocultárselo a Sam. Nadie debía saber esto jamás.
Pero no estuve sola durante mucho tiempo, sólo el necesario para que Rachel me descubriera allí y los pocos minutos que tardó ella en llegar. La puerta chirrió al abrirse y Santana me abrazó con fuerza.
Al principio fue peor, porque había una pequeña parte en mí, muy pequeña, pero que iba creciendo y enfadándose a cada minuto y gritando por todo mi ser, que demandaba unos brazos distintos. Y esto fue una nueva fuente de culpa que sirvió para condimentar mi pena.
Ella no dijo nada y me dejó sollozar hasta que empecé a barbotar el nombre de Charlie.
—¿Estás preparada para volver a casa? ¿De veras? —me preguntó, dudosa.
Me las arreglé para convencerle, después de varios intentos, de que no me iba a sentir mejor a corto plazo. Necesitaba llegar a casa de Charlie antes de que se hiciera tan tarde como para que telefoneara a Billy.
Así que me llevó a casa, por una vez sin llegar al máximo de velocidad de mi coche, manteniendo el brazo firmemente apretado a mi alrededor. Intenté recobrar el control a lo largo de todo el camino. Pareció un esfuerzo inútil al principio, pero no me di por vencida. Me dije que era cuestión de unos pocos segundos ‑el tiempo justo para dar unas cuantas excusas o inventar unas cuantas mentiras‑ y entonces podría derrumbarme otra vez. Tenía que ser capaz de lograr al menos eso. Busqué a duras penas por todo mi cerebro, un desesperado intento de encontrar una reserva de fuerza en alguna parte.
Al final, hallé la suficiente para apagar los sollozos, o disminuir su fuerza al menos, aunque no pudiera acabar con ellos del todo. Las lágrimas no hubo forma. No había ninguna triquiñuela por ninguna parte capaz de ayudarme a controlarlas de ningún modo.
—Espérame arriba —murmuré cuando llegamos a la puerta de la casa.
Me abrazó con más fuerza aún durante un minuto y se marchó.
Una vez dentro, me dirigí en línea recta hacia las escaleras.
—¿Britt? —me llamó Charlie, desde su lugar habitual en el sofá, cuando pasé de largo.
Me volví para mirarle sin hablar. Se le salieron los ojos de las órbitas y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha pasado? ¿Está Sam...? —inquirió.
Sacudí la cabeza con furia mientras intentaba hallar la voz.
—Está bien, está bien —le prometí, en un tono bajo y hosco. Y en realidad, Sam estaba bien físicamente, que era todo lo que de verdad le preocupaba a Charlie.
—Pero ¿qué ha pasado? —me agarró por los hombros, con los ojos aún dilatados y llenos de angustia—. ¿Qué es lo que te ha pasado a ti?
Debía de tener un aspecto mucho peor de lo que imaginaba.
—Nada, papá. He... tenido que hablar con Sam sobre... algunas cosas un poco difíciles. Estoy bien.
Su ansiedad se calmó y fue sustituida por la desaprobación.
—¿Y éste era realmente el mejor momento? —me preguntó.
—Es probable que no, papá, pero no me ha dejado otra alternativa, simplemente había llegado el momento de tener que elegir... Algunas veces no hay forma de llegar a un punto intermedio.
Sacudió la cabeza con lentitud.
—¿Cómo se lo ha tomado? —no le contesté. Me miró a la cara durante un minuto y después asintió. Seguro que ésa era respuesta suficiente—. Espero que no hayas sido un inconveniente para su recuperación.
—Se cura rápido —mascullé.
Charlie suspiró.
Sentí cómo iba perdiendo el control.
—Estaré en mi cuarto —le dije, sacudiendo los hombros para desprenderme de sus manos.
—Vale —admitió Charlie. Se daba cuenta de cómo subía el nivel de las aguas. Nada le asustaba más que las lágrimas.
Hice todo el camino hasta mi habitación a ciegas y dando tumbos.
Una vez en el interior, luché con el cierre del cabestrillo, intentando soltarlo con los dedos temblorosos.
—No, Britt —susurró Santana mientras me cogía las manos—. Esto es parte de quien eres.
Me empujó dentro de la cuna de sus brazos cuando los sollozos se liberaron de nuevo.
Ese día, que se me había hecho el más largo de mi vida, no hacía más que estirarse y volverse a estirar y me preguntaba si alguna vez se acabaría.
Pero, aunque la noche, implacable, se me hizo larguísima también, no fue la peor de mi vida. Me consolé pensando en eso, y además... no estaba sola. Y también encontraba muchísimo consuelo en ello.
Los estallidos emocionales aterraban a mi padre. El pánico le mantuvo alejado de mi habitación y le coartó su deseo de ver cómo estaba, aunque no paré quieta y él, probablemente, no durmió mucho más que yo.
De una manera insoportable, esa noche vi con total claridad las cosas en perspectiva. Pude darme cuenta de todos los errores que había cometido y todos los detalles del daño infligido, tanto los grandes como los pequeños. Cada pena que le había causado a Sam, cada herida de las que había ocasionado a Santana, se apilaban en nítidos montones que no podía ignorar ni negar.
Y me di cuenta de que había estado equivocada todo el tiempo sobre los imanes. No era a Santana y a Sam a los que había tratado de reunir, sino que eran aquellas dos partes de mí misma, la Britt de Santana y la de Sam, pero juntas no podían coexistir y nunca debería haberlo intentado.
Con eso, sólo había conseguido causar mucho daño.
En algún momento de la noche recordé la promesa que me había hecho aquella mañana temprano, la de que nunca permitiría que Santana me volviera a ver derramar una lágrima más por Sam. El pensamiento me provocó un ataque de histeria que asustó a Santana mucho más que los sollozos, pero pasó también, como lo demás, y todo siguió su curso.
Santana habló muy poco; se limitó a abrazarse a mí en la cama y me dejó que le estropeara la camiseta con mis lágrimas.
Necesité más lágrimas y más tiempo del que pensaba para purgar esta pequeña ruptura en mi interior. A pesar de todo, sucedió que al final estaba lo suficientemente exhausta como para quedarme dormida. La inconsciencia no supuso el total alivio del dolor, sólo un torpe descanso parecido al sopor, como si fuera una medicina que lo hizo más soportable; pero las cosas quedaron como estaban, y seguí siendo consciente de ellas, incluso dormida, aunque me ayudó a hacerme a la idea de lo que necesitaba hacer.
La mañana trajo con ella, si no una visión más alegre, al menos un cierto control, y un poco de resignación. De forma instintiva, comprendí que esta nueva desgarradura en mi corazón me dolería siempre, convirtiéndose ahora en parte de mí misma. El tiempo lo curaría todo, o al menos eso es lo que la gente suele decir, pero a mí no me preocupaba si el tiempo me curaba o no. Lo que importaba era que Sam se recuperara y volviera a ser feliz.
No sentí ningún tipo de desorientación cuando me desperté. Abrí los ojos, secos por fin, y me topé con la mirada de Santana, llena de ansiedad.
—Hola —le dije. Tenía la voz ronca, así que me aclaré la garganta. Ella no contestó. Me observó, esperando que comenzara de nuevo—. No, estoy bien —le aseguré—. No voy a empezar otra vez —entrecerró los ojos ante mi afirmación—. Siento que hayas tenido que presenciar esto —comenté—. No me parece justo para ti.
Puso las manos a cada lado de mi rostro.
—Britt, ¿estás segura de haber efectuado la elección correcta? Nunca te he visto sufrir tanto... —se le quebró la voz en la última palabra.
Pero sí que había conocido una pena mayor.
Le toqué los labios.
—Sí.
—No sé... —arrugó el entrecejo—. Si te duele tanto, ¿cómo puede ser esto lo mejor para ti?
—Santy, tengo claro sin quién no puedo vivir.
—Pero...
Sacudí la cabeza.
—No lo entiendes. Puede que tú seas lo suficientemente valiente o fuerte para vivir sin mí, si eso fuera lo mejor, pero yo nunca podría hacer ese sacrificio. Tengo que estar contigo. Es la única manera en que puedo seguir viviendo.
Aún parecía poco convencida. No debería haberle dejado quedarse conmigo la noche anterior, pero le necesitaba tanto...
—Acércame ese libro, ¿quieres? —le pedí, señalando por encima de su hombro.
Frunció las cejas, confundida, pero me lo dio con rapidez.
—¿Otra vez el mismo? —preguntó.
—Sólo quería encontrar esa parte que recordaba... para ver con qué palabras lo expresa ella... —pasé las páginas deprisa, y encontré con facilidad la que buscaba. Había doblado la esquina superior, ya que eran muchas las veces que había repetido su lectura—. Cathy es un monstruo, pero hay algunas cosas en las que tiene razón —murmuré, y leí las líneas en voz queda, en buena parte para mis adentros—. «Si todo pereciera y él se salvara, yo podría seguir existiendo; y si todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el universo entero se convertiría en un desconocido totalmente extraño para mí» —asentí, otra vez para mí misma—. Comprendo a la perfección lo que ella quiere decir, y también sé sin la compañía de quién no puedo vivir.
Santana me arrebató el libro de las manos y lo lanzó limpiamente a través de la habitación, aterrizando con un suave golpe sordo sobre mi escritorio. Enrolló los brazos alrededor de mi cintura.
Una pequeña sonrisa iluminó su rostro perfecto, aunque la preocupación aún se notaba en la frente.
—Heathcliff también tiene sus aciertos —comentó. Ella no necesitaba el libro para saberse el texto a la perfección, me estrechó más aún entre sus brazos y me susurró al oído—. «¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!».
—Sí —le contesté en voz baja—. Ése es el tema.
—Britt, no puedo soportar que te sientas tan mal. Quizá...
—No, Santy. He convertido todo en un auténtico lío y voy a tener que vivir con ello, pero ya sé lo que quiero y lo que necesito... y lo que voy a hacer ahora.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora?
Sonreí un poco ante su corrección y después suspiré.
—Vamos a ver a Rachel.
Rachel estaba sentada en el primer escalón del porche, demasiado nerviosa para esperarnos dentro. Parecía a punto de comenzar un baile de celebración, y estaba muy excitada con las noticias que sabía que habíamos ido allí a comunicarle.
—¡Gracias, Britt! —gritó en cuanto bajamos del coche.
—Tranquila, Rach —le advertí, levantando una mano para contener su júbilo—. Te voy a poner unas cuantas condiciones.
—Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé. Tengo hasta el trece de agosto como fecha máxima, tienes poder de veto en la lista de invitados y no puedo pasarme en nada o no volverás a hablarme jamás.
—Oh, vale. Está bien. Entonces, ya tienes claras las reglas.
—No te preocupes, Britt, todo será perfecto. ¿Quieres ver tu vestido?
Tuve que respirar varias veces seguidas. Cualquier cosa que la haga feliz, me dije a mí misma.
—Seguro.
La sonrisa de Rachel estaba llena de suficiencia.
—Esto, Rach —comenté, intentando mostrar un tono de voz natural, sereno—, ¿cuándo me conseguiste el vestido?
Seguramente no valió mucho como actuación. Santana me apretó la mano.
Rachel encabezó la marcha hacia el interior, subiendo las escaleras.
—Estas cosas requieren su tiempo, Britt —-explicó, aunque su tono era algo... evasivo—. Quiero decir que no estaba segura de que las cosas fueran a tomar este rumbo, pero había una clara posibilidad...
—¿Cuándo? —volví a preguntarle.
—Perrine Bruyere tiene lista de espera, ya sabes —me contestó ya a la defensiva—. Las obras maestras artesanales no se hacen del día a la noche. Si no lo hubiera pensado con antelación, ¡llevarías puesta cualquier cosa!
No parecía que fuera capaz de dar una réplica en condiciones, ni siquiera por una vez.
—Per... ¿quién?
—No es un diseñador de los importantes, Britt, así que no es necesario que pilles una rabieta, pero él me prometió que lo haría y está especializado en lo que necesito.
—No estoy cogiendo una rabieta.
—No, tienes razón —miró con suspicacia mi rostro en calma. Así que mientras entraba en su habitación, se volvió hacia Santana—. Tú... fuera.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Britt —gruñó—. Ya conoces las reglas. Se supone que ella no puede ver el vestido hasta el día del evento.
Volví a respirar hondo.
—A mí eso no me importa, y sabes que ya lo ha visto en tu mente, pero si así es como lo quieres...
Empujó a Santana hacia la puerta. Ella ni siquiera le dedicó una mirada, ya que no me perdía a mí de vista, recelosa, preocupada por dejarme sola. Yo asentí, esperando que mi expresión fuera lo bastante tranquila como para insuflarle seguridad.
Rachel le cerró la puerta en las narices.
—¡Estupendo! —murmuró—. Vamos.
Me cogió de la muñeca y me arrastró hasta su armario, mayor que todo mi dormitorio, y después tiró de mí hasta la esquina más lejana, donde una gran bolsa blanca para ropa ocupaba ella sola todo un perchero.
Abrió la cremallera de la bolsa con un solo movimiento y después la retiró con cuidado de la percha. Dio un paso hacia atrás, alargando un brazo hacia ella como si fuera la presentadora de un programa concurso.
—¿Y bien? —me preguntó casi sin aliento.
Yo lo admiré durante un buen rato para hacerla rabiar un poco. Su expresión se volvió preocupada.
—Ah —comenté, y sonreí, dejando que se relajase—. Ya veo.
—¿Qué te parece? —me exigió.
Era otra vez como mi visión de Ana de las Tejas Verdes.
—Es perfecto, claro. El más apropiado. Eres un genio.
Ella sonrió abiertamente.
—Ya lo sé.
—¿Mil novecientos dieciocho? —intenté adivinar.
—Más o menos —admitió ella, asintiendo—. En parte es diseño mío, la cola, el velo... —acarició el satén blanco mientras hablaba—. El encaje es de época, ¿te gusta?
—Es precioso. A ella le va a gustar mucho.
—¿Y a ti también te parece bien? —insistió ella.
—Sí, Rach, eso creo. Me parece que es justo lo que necesito. Y sé que harás un magnífico trabajo con todo, pero si pudieras controlarte un poquito...
Sonrió encantada.
—¿Puedo ver tu vestido? —le pregunté.
Ella parpadeó, con el rostro blanco.
—¿No pediste tu traje al mismo tiempo? No quiero que mi dama de honor lleve puesto un trapajo cualquiera —hice como si me estremeciera de espanto.
Enlazó sus brazos en torno a mi cintura.
—¡Gracias, Britt!
—¿Cómo no has podido ver lo que se nos venía? —bromeé, besando su pelo—. ¡Pero qué clase de psíquica eres tú!
Rachel se retiró bailoteando, y su rostro se iluminó con entusiasmo renovado.
—¡Tengo tanto que hacer! Vete a jugar con Santana. He de ponerme a trabajar.
Salió disparada fuera de la habitación y gritó «¡¡Emma!!» antes de desaparecer.
Yo la seguí a mi propio paso. Santana estaba esperándome en el vestíbulo, apoyada contra la pared revestida con paneles de madera.
—Eso ha estado muy bien, pero que muy bien por tu parte —me felicitó.
—Ella parece feliz —admití.
Me tocó la cara; tenía los ojos muy sombríos, ya que había pasado mucho tiempo desde que me dejó, y escrutaron mi rostro minuciosamente.
—Salgamos de aquí —sugirió de súbito—. Vamonos a nuestro prado.
La idea sonaba bastante atractiva.
—Espero no tener que esconderme más, ¿o sí?
—No. El peligro lo dejamos aquí.
Mientras corría, mantuvo una expresión serena, pensativa. El viento me azotaba la cara, más cálido ahora que la tormenta había pasado del todo. Las nubes cubrían el cielo, según su costumbre habitual.
Ese día, el prado tenía un aspecto pacífico, el de un lugar feliz. Matojos de margaritas punteaban la hierba con una explosión de blanco y amarillo. Me tumbé, sin hacer caso a la ligera humedad del suelo y estuve intentando reconocer formas en las nubes. Parecían demasiado lisas, demasiado suaves. Sin figuras, sólo una manta suave y gris.
Santana se echó a mi lado y me cogió la mano.
—¿El trece de agosto? —me preguntó de forma casual después de un rato de silencio apacible.
—Eso es un mes antes de mi cumpleaños. No quiero que esté muy cerca.
Ella suspiró.
—Técnicamente, Emma es tres años mayor que William. ¿Lo sabías? —sacudí la cabeza—. Y eso no ha supuesto ninguna diferencia entre ellos.
Mi voz sonó serena, un contrapunto a su ansiedad.
—La edad no es lo que de verdad importa. Santy, estoy preparada. He escogido la vida que deseo y ahora quiero empezar a vivirla.
Me revolvió el pelo.
—¿Y el veto a la lista de invitados?
—La verdad es que no me importa, pero yo... —dudé, ya que no quería extenderme en la explicación, aunque era mejor terminar de una vez—. No estoy segura de si Rachel se va a sentir en la obligación de invitar a unos cuantos licántropos. No sé si... a Sam le daría por... por querer venir. Bien por pensar que sería lo correcto, o porque creyera que heriría mis sentimientos de no hacerlo. El no tiene por qué pasar por esto.
Santana se quedó quieto durante un minuto. Fijé la mirada en las puntas de las copas de los árboles, casi negras contra el gris claro del cielo.
De repente, Santana me cogió de la cintura y me colocó sobre su pecho.
—Dime por qué estás haciendo esto, Britt. ¿Por qué has decidido ahora darle carta blanca a Rachel?
Le repetí la conversación que había tenido con Charlie la pasada noche, antes de ir a ver a Sam.
—No sería correcto mantener a Charlie al margen de la boda —concluí—, y eso incluye a Susan y Phil. Por otro lado, también quería hacer feliz a Rachel. Quizá haría que todo fuera más fácil para Charlie si pudiera despedirme de él de una forma apropiada. Incluso aunque piense que es demasiado pronto, no quiero escatimarle la oportunidad de acompañarme «en el pasillo de la iglesia» —hice una mueca ante las palabras y después inhalé un gran trago de aire—. Al menos, papá, mamá y mis amigos conocerán el aspecto mejor de mi elección, lo máximo que puedo compartir con ellos. Sabrán que te he escogido a ti y sabrán que estamos juntas. Sabrán también que soy feliz, esté donde esté. Creo que es lo mejor que puedo hacer por ellos.
Santana me sujetó el rostro entre sus manos, observándolo atentamente durante un buen rato.
—No hay trato —comentó de forma abrupta.
—¿Qué? —jadeé—. ¿Te estás echando atrás? ¡No!
—No me estoy echando atrás, Britt. Mantendré mi lado del acuerdo, pero quiero librarte del atolladero. Haz lo que quieras, sin sentirte atada por nada.
—¿Por qué?
—Britt, ya veo lo que estás haciendo. Estás intentando hacer que todo el mundo sea feliz y no quiero que andes preocupada por los sentimientos de los demás. Necesito que tú seas feliz. No te inquietes por Rachel, ya me ocuparé yo de eso. Te prometo que no te hará sentir culpable.
—Pero yo...
—No. Vamos a hacer esto a tu manera. A la mía no ha funcionado. Te he llamado cabezota, pero mira cómo me he comportado yo. Me he apegado con una obstinación verdaderamente idiota a lo que consideraba mejor para ti, y sólo he conseguido herirte. Herirte muy hondo una y otra vez. Ya no confiaré más en mí. Sé feliz a tu manera, ya que yo siempre lo hago mal. Eso es lo que hay —cambió de posición debajo de mí, cuadrando los hombros—. Vamos a hacer esto a tu manera, Britt. Esta noche. Hoy. Cuanto antes mejor. Hablaré con William. He estado pensando que quizá si te damos suficiente morfina no lo pasarás tan mal. Merece la pena intentarlo —apretó los dientes.
—Santy, no...
Me puso un dedo en los labios para cerrarlos.
—No te preocupes, Britt, mi amor. No he olvidado el resto de tus peticiones.
Introdujo las manos en mi pelo y sus labios se movieron de modo lento, pero concienzudo, contra los míos, antes de que me diera cuenta de a qué se estaba refiriendo. De lo que estaba haciendo.
No me quedaba mucho tiempo para reaccionar. Si esperaba un poco, no sería capaz de recordar por qué tenía que detenerle. Ya empezaba a no poder respirar bien. Aferré sus brazos con las manos, apretándome más contra ella, mi boca pegada a la suya, contestando de este modo a cualquier pregunta inexpresada por su parte.
Intenté aclararme la mente, para encontrar un modo de hablar.
Se dio la vuelta lentamente, presionándome contra la hierba fría.
¡Oh, vamos, qué importa!, se alegraba mi parte menos noble. Tenía la mente llena de la dulzura de su aliento.
No, no, no, discutía en mi interior. Sacudí la cabeza y su boca se deslizó hasta mi cuello, dándome una oportunidad para recobrar la respiración.
—Para, Santy. Detente —mi voz era tan débil como mi voluntad.
—¿Por qué? —susurró en el hueco de mi garganta.
Intenté imprimir algún tipo de resolución en mi tono.
—No quiero que hagamos esto ahora.
—¿Ah, no? —preguntó, con una sonrisa transparentándose en su voz. Puso sus labios otra vez sobre los míos y se me hizo imposible volver a hablar. El fuego corría por mis venas, quemándome donde mi piel tocaba la suya.
Me obligué a concentrarme. Me costó un esfuerzo enorme el simple hecho de liberar mis manos de su pelo, y trasladarlas a sus hombros, pero lo hice. Y después le empujé, en un intento de apartarle. No podría haberlo conseguido sola, pero ella respondió como sabía que haría.
Se irguió unos centímetros para mirarme y sus ojos no ayudaron en nada a respaldar mi resolución, ardiendo de pasión con un fuego negro.
—¿Por qué? —me preguntó otra vez, su voz baja y ronca—. Te amo. Te deseo. Justo ahora.
Las mariposas de mi estómago me inundaron la garganta, y ella se aprovechó de mi incapacidad para hablar.
—Espera, espera —intenté musitar entre sus labios.
—No será por mí —murmuró despechada.
—¿Por favor? —jadeé.
Ella gruñó y se apartó dejándose caer sobre su espalda de nuevo.
Nos quedamos allí echadas durante un minuto, intentando frenar el ritmo de nuestras respiraciones.
—Dime por qué no ahora, Britt —exigió ella—. Y será mejor que no tenga nada que ver conmigo.
Todo en mi mundo tenía que ver con ella. Vaya tontería esperar lo contrario.
—Santy, esto es muy importante para mí. Y quiero hacerlo bien.
—¿Y cuál es tu definición de «bien»?
—La mía.
Se dio la vuelta apoyándose en el codo y me miró fijamente, con una expresión de desaprobación.
—¿Y cómo piensas hacer esto bien?
Inspiré en profundidad.
—De forma responsable. Todo a su tiempo. No voy a dejar a Charlie y a Susan sin lo mejor que les pueda ofrecer. No voy a privar a Rachel de su diversión, si de todas formas me voy a casar. Y me ataré a ti de todas las formas humanas que haya antes de pedirte que me hagas inmortal. Quiero cumplir todas las reglas, Santy. Tu alma para mí es muy importante, demasiado importante para tomármela a la ligera. Y no me vas a hacer cambiar de opinión en esto.
—Te apuesto a que sí podría —murmuró, con los ojos llenos de fuego.
—Pero no lo harás —le repliqué, intentando mantener mi voz bajo control—. No si sabes que esto es lo que quiero de verdad.
—Eso no es jugar limpio —me acusó.
Le sonreí abiertamente.
—Nunca dije que lo haría.
Ella me devolvió la sonrisa, con una cierta nostalgia.
—Si cambias de idea...
—Serás la primero en saberlo —le prometí.
Las nubes empezaron a dejar caer la lluvia justo en ese momento, unas cuantas gotas dispersas que sonaron con suaves golpes sordos cuando se estrellaron contra la hierba.
Fulminé al cielo con la mirada.
—Te llevaré a casa —me limpió las pequeñas gotitas de agua de las mejillas.
—La lluvia no es el problema —refunfuñé—. Esto sólo quiere decir que es el momento de hacer algo que va a ser muy desagradable e incluso peligroso de verdad —los ojos se le dilataron alarmados—. Es estupendo que estés hecha a prueba de balas —suspiré—. Voy a necesitar ese anillo. Ha llegado la hora de decírselo a Charlie.
Se rió ante la expresión dibujada en mi rostro.
—Peligroso de verdad —admitió. Se rió otra vez y luego rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros—. Pero al menos no hay necesidad de hacer una excursión.
Otra vez deslizó el anillo en su lugar, en el tercer dedo de mi mano izquierda.
Donde probablemente estaría... durante toda la eternidad.
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Necesidades
No llegué muy lejos antes de darme cuenta de que la conducción se había convertido en algo imposible.
Cuando ya no podía ver más, dejé que las ruedas se deslizaran sobre el arcén lleno de baches y reduje la velocidad hasta detenerme. Me derrumbé sobre el asiento y me dejé dominar por la debilidad que había controlado en la habitación de Sam. Había sido peor de lo que pensaba y tan fuerte que me tomó por sorpresa. Y sí, había hecho bien en ocultárselo a Sam. Nadie debía saber esto jamás.
Pero no estuve sola durante mucho tiempo, sólo el necesario para que Rachel me descubriera allí y los pocos minutos que tardó ella en llegar. La puerta chirrió al abrirse y Santana me abrazó con fuerza.
Al principio fue peor, porque había una pequeña parte en mí, muy pequeña, pero que iba creciendo y enfadándose a cada minuto y gritando por todo mi ser, que demandaba unos brazos distintos. Y esto fue una nueva fuente de culpa que sirvió para condimentar mi pena.
Ella no dijo nada y me dejó sollozar hasta que empecé a barbotar el nombre de Charlie.
—¿Estás preparada para volver a casa? ¿De veras? —me preguntó, dudosa.
Me las arreglé para convencerle, después de varios intentos, de que no me iba a sentir mejor a corto plazo. Necesitaba llegar a casa de Charlie antes de que se hiciera tan tarde como para que telefoneara a Billy.
Así que me llevó a casa, por una vez sin llegar al máximo de velocidad de mi coche, manteniendo el brazo firmemente apretado a mi alrededor. Intenté recobrar el control a lo largo de todo el camino. Pareció un esfuerzo inútil al principio, pero no me di por vencida. Me dije que era cuestión de unos pocos segundos ‑el tiempo justo para dar unas cuantas excusas o inventar unas cuantas mentiras‑ y entonces podría derrumbarme otra vez. Tenía que ser capaz de lograr al menos eso. Busqué a duras penas por todo mi cerebro, un desesperado intento de encontrar una reserva de fuerza en alguna parte.
Al final, hallé la suficiente para apagar los sollozos, o disminuir su fuerza al menos, aunque no pudiera acabar con ellos del todo. Las lágrimas no hubo forma. No había ninguna triquiñuela por ninguna parte capaz de ayudarme a controlarlas de ningún modo.
—Espérame arriba —murmuré cuando llegamos a la puerta de la casa.
Me abrazó con más fuerza aún durante un minuto y se marchó.
Una vez dentro, me dirigí en línea recta hacia las escaleras.
—¿Britt? —me llamó Charlie, desde su lugar habitual en el sofá, cuando pasé de largo.
Me volví para mirarle sin hablar. Se le salieron los ojos de las órbitas y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha pasado? ¿Está Sam...? —inquirió.
Sacudí la cabeza con furia mientras intentaba hallar la voz.
—Está bien, está bien —le prometí, en un tono bajo y hosco. Y en realidad, Sam estaba bien físicamente, que era todo lo que de verdad le preocupaba a Charlie.
—Pero ¿qué ha pasado? —me agarró por los hombros, con los ojos aún dilatados y llenos de angustia—. ¿Qué es lo que te ha pasado a ti?
Debía de tener un aspecto mucho peor de lo que imaginaba.
—Nada, papá. He... tenido que hablar con Sam sobre... algunas cosas un poco difíciles. Estoy bien.
Su ansiedad se calmó y fue sustituida por la desaprobación.
—¿Y éste era realmente el mejor momento? —me preguntó.
—Es probable que no, papá, pero no me ha dejado otra alternativa, simplemente había llegado el momento de tener que elegir... Algunas veces no hay forma de llegar a un punto intermedio.
Sacudió la cabeza con lentitud.
—¿Cómo se lo ha tomado? —no le contesté. Me miró a la cara durante un minuto y después asintió. Seguro que ésa era respuesta suficiente—. Espero que no hayas sido un inconveniente para su recuperación.
—Se cura rápido —mascullé.
Charlie suspiró.
Sentí cómo iba perdiendo el control.
—Estaré en mi cuarto —le dije, sacudiendo los hombros para desprenderme de sus manos.
—Vale —admitió Charlie. Se daba cuenta de cómo subía el nivel de las aguas. Nada le asustaba más que las lágrimas.
Hice todo el camino hasta mi habitación a ciegas y dando tumbos.
Una vez en el interior, luché con el cierre del cabestrillo, intentando soltarlo con los dedos temblorosos.
—No, Britt —susurró Santana mientras me cogía las manos—. Esto es parte de quien eres.
Me empujó dentro de la cuna de sus brazos cuando los sollozos se liberaron de nuevo.
Ese día, que se me había hecho el más largo de mi vida, no hacía más que estirarse y volverse a estirar y me preguntaba si alguna vez se acabaría.
Pero, aunque la noche, implacable, se me hizo larguísima también, no fue la peor de mi vida. Me consolé pensando en eso, y además... no estaba sola. Y también encontraba muchísimo consuelo en ello.
Los estallidos emocionales aterraban a mi padre. El pánico le mantuvo alejado de mi habitación y le coartó su deseo de ver cómo estaba, aunque no paré quieta y él, probablemente, no durmió mucho más que yo.
De una manera insoportable, esa noche vi con total claridad las cosas en perspectiva. Pude darme cuenta de todos los errores que había cometido y todos los detalles del daño infligido, tanto los grandes como los pequeños. Cada pena que le había causado a Sam, cada herida de las que había ocasionado a Santana, se apilaban en nítidos montones que no podía ignorar ni negar.
Y me di cuenta de que había estado equivocada todo el tiempo sobre los imanes. No era a Santana y a Sam a los que había tratado de reunir, sino que eran aquellas dos partes de mí misma, la Britt de Santana y la de Sam, pero juntas no podían coexistir y nunca debería haberlo intentado.
Con eso, sólo había conseguido causar mucho daño.
En algún momento de la noche recordé la promesa que me había hecho aquella mañana temprano, la de que nunca permitiría que Santana me volviera a ver derramar una lágrima más por Sam. El pensamiento me provocó un ataque de histeria que asustó a Santana mucho más que los sollozos, pero pasó también, como lo demás, y todo siguió su curso.
Santana habló muy poco; se limitó a abrazarse a mí en la cama y me dejó que le estropeara la camiseta con mis lágrimas.
Necesité más lágrimas y más tiempo del que pensaba para purgar esta pequeña ruptura en mi interior. A pesar de todo, sucedió que al final estaba lo suficientemente exhausta como para quedarme dormida. La inconsciencia no supuso el total alivio del dolor, sólo un torpe descanso parecido al sopor, como si fuera una medicina que lo hizo más soportable; pero las cosas quedaron como estaban, y seguí siendo consciente de ellas, incluso dormida, aunque me ayudó a hacerme a la idea de lo que necesitaba hacer.
La mañana trajo con ella, si no una visión más alegre, al menos un cierto control, y un poco de resignación. De forma instintiva, comprendí que esta nueva desgarradura en mi corazón me dolería siempre, convirtiéndose ahora en parte de mí misma. El tiempo lo curaría todo, o al menos eso es lo que la gente suele decir, pero a mí no me preocupaba si el tiempo me curaba o no. Lo que importaba era que Sam se recuperara y volviera a ser feliz.
No sentí ningún tipo de desorientación cuando me desperté. Abrí los ojos, secos por fin, y me topé con la mirada de Santana, llena de ansiedad.
—Hola —le dije. Tenía la voz ronca, así que me aclaré la garganta. Ella no contestó. Me observó, esperando que comenzara de nuevo—. No, estoy bien —le aseguré—. No voy a empezar otra vez —entrecerró los ojos ante mi afirmación—. Siento que hayas tenido que presenciar esto —comenté—. No me parece justo para ti.
Puso las manos a cada lado de mi rostro.
—Britt, ¿estás segura de haber efectuado la elección correcta? Nunca te he visto sufrir tanto... —se le quebró la voz en la última palabra.
Pero sí que había conocido una pena mayor.
Le toqué los labios.
—Sí.
—No sé... —arrugó el entrecejo—. Si te duele tanto, ¿cómo puede ser esto lo mejor para ti?
—Santy, tengo claro sin quién no puedo vivir.
—Pero...
Sacudí la cabeza.
—No lo entiendes. Puede que tú seas lo suficientemente valiente o fuerte para vivir sin mí, si eso fuera lo mejor, pero yo nunca podría hacer ese sacrificio. Tengo que estar contigo. Es la única manera en que puedo seguir viviendo.
Aún parecía poco convencida. No debería haberle dejado quedarse conmigo la noche anterior, pero le necesitaba tanto...
—Acércame ese libro, ¿quieres? —le pedí, señalando por encima de su hombro.
Frunció las cejas, confundida, pero me lo dio con rapidez.
—¿Otra vez el mismo? —preguntó.
—Sólo quería encontrar esa parte que recordaba... para ver con qué palabras lo expresa ella... —pasé las páginas deprisa, y encontré con facilidad la que buscaba. Había doblado la esquina superior, ya que eran muchas las veces que había repetido su lectura—. Cathy es un monstruo, pero hay algunas cosas en las que tiene razón —murmuré, y leí las líneas en voz queda, en buena parte para mis adentros—. «Si todo pereciera y él se salvara, yo podría seguir existiendo; y si todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el universo entero se convertiría en un desconocido totalmente extraño para mí» —asentí, otra vez para mí misma—. Comprendo a la perfección lo que ella quiere decir, y también sé sin la compañía de quién no puedo vivir.
Santana me arrebató el libro de las manos y lo lanzó limpiamente a través de la habitación, aterrizando con un suave golpe sordo sobre mi escritorio. Enrolló los brazos alrededor de mi cintura.
Una pequeña sonrisa iluminó su rostro perfecto, aunque la preocupación aún se notaba en la frente.
—Heathcliff también tiene sus aciertos —comentó. Ella no necesitaba el libro para saberse el texto a la perfección, me estrechó más aún entre sus brazos y me susurró al oído—. «¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!».
—Sí —le contesté en voz baja—. Ése es el tema.
—Britt, no puedo soportar que te sientas tan mal. Quizá...
—No, Santy. He convertido todo en un auténtico lío y voy a tener que vivir con ello, pero ya sé lo que quiero y lo que necesito... y lo que voy a hacer ahora.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora?
Sonreí un poco ante su corrección y después suspiré.
—Vamos a ver a Rachel.
Rachel estaba sentada en el primer escalón del porche, demasiado nerviosa para esperarnos dentro. Parecía a punto de comenzar un baile de celebración, y estaba muy excitada con las noticias que sabía que habíamos ido allí a comunicarle.
—¡Gracias, Britt! —gritó en cuanto bajamos del coche.
—Tranquila, Rach —le advertí, levantando una mano para contener su júbilo—. Te voy a poner unas cuantas condiciones.
—Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé. Tengo hasta el trece de agosto como fecha máxima, tienes poder de veto en la lista de invitados y no puedo pasarme en nada o no volverás a hablarme jamás.
—Oh, vale. Está bien. Entonces, ya tienes claras las reglas.
—No te preocupes, Britt, todo será perfecto. ¿Quieres ver tu vestido?
Tuve que respirar varias veces seguidas. Cualquier cosa que la haga feliz, me dije a mí misma.
—Seguro.
La sonrisa de Rachel estaba llena de suficiencia.
—Esto, Rach —comenté, intentando mostrar un tono de voz natural, sereno—, ¿cuándo me conseguiste el vestido?
Seguramente no valió mucho como actuación. Santana me apretó la mano.
Rachel encabezó la marcha hacia el interior, subiendo las escaleras.
—Estas cosas requieren su tiempo, Britt —-explicó, aunque su tono era algo... evasivo—. Quiero decir que no estaba segura de que las cosas fueran a tomar este rumbo, pero había una clara posibilidad...
—¿Cuándo? —volví a preguntarle.
—Perrine Bruyere tiene lista de espera, ya sabes —me contestó ya a la defensiva—. Las obras maestras artesanales no se hacen del día a la noche. Si no lo hubiera pensado con antelación, ¡llevarías puesta cualquier cosa!
No parecía que fuera capaz de dar una réplica en condiciones, ni siquiera por una vez.
—Per... ¿quién?
—No es un diseñador de los importantes, Britt, así que no es necesario que pilles una rabieta, pero él me prometió que lo haría y está especializado en lo que necesito.
—No estoy cogiendo una rabieta.
—No, tienes razón —miró con suspicacia mi rostro en calma. Así que mientras entraba en su habitación, se volvió hacia Santana—. Tú... fuera.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Britt —gruñó—. Ya conoces las reglas. Se supone que ella no puede ver el vestido hasta el día del evento.
Volví a respirar hondo.
—A mí eso no me importa, y sabes que ya lo ha visto en tu mente, pero si así es como lo quieres...
Empujó a Santana hacia la puerta. Ella ni siquiera le dedicó una mirada, ya que no me perdía a mí de vista, recelosa, preocupada por dejarme sola. Yo asentí, esperando que mi expresión fuera lo bastante tranquila como para insuflarle seguridad.
Rachel le cerró la puerta en las narices.
—¡Estupendo! —murmuró—. Vamos.
Me cogió de la muñeca y me arrastró hasta su armario, mayor que todo mi dormitorio, y después tiró de mí hasta la esquina más lejana, donde una gran bolsa blanca para ropa ocupaba ella sola todo un perchero.
Abrió la cremallera de la bolsa con un solo movimiento y después la retiró con cuidado de la percha. Dio un paso hacia atrás, alargando un brazo hacia ella como si fuera la presentadora de un programa concurso.
—¿Y bien? —me preguntó casi sin aliento.
Yo lo admiré durante un buen rato para hacerla rabiar un poco. Su expresión se volvió preocupada.
—Ah —comenté, y sonreí, dejando que se relajase—. Ya veo.
—¿Qué te parece? —me exigió.
Era otra vez como mi visión de Ana de las Tejas Verdes.
—Es perfecto, claro. El más apropiado. Eres un genio.
Ella sonrió abiertamente.
—Ya lo sé.
—¿Mil novecientos dieciocho? —intenté adivinar.
—Más o menos —admitió ella, asintiendo—. En parte es diseño mío, la cola, el velo... —acarició el satén blanco mientras hablaba—. El encaje es de época, ¿te gusta?
—Es precioso. A ella le va a gustar mucho.
—¿Y a ti también te parece bien? —insistió ella.
—Sí, Rach, eso creo. Me parece que es justo lo que necesito. Y sé que harás un magnífico trabajo con todo, pero si pudieras controlarte un poquito...
Sonrió encantada.
—¿Puedo ver tu vestido? —le pregunté.
Ella parpadeó, con el rostro blanco.
—¿No pediste tu traje al mismo tiempo? No quiero que mi dama de honor lleve puesto un trapajo cualquiera —hice como si me estremeciera de espanto.
Enlazó sus brazos en torno a mi cintura.
—¡Gracias, Britt!
—¿Cómo no has podido ver lo que se nos venía? —bromeé, besando su pelo—. ¡Pero qué clase de psíquica eres tú!
Rachel se retiró bailoteando, y su rostro se iluminó con entusiasmo renovado.
—¡Tengo tanto que hacer! Vete a jugar con Santana. He de ponerme a trabajar.
Salió disparada fuera de la habitación y gritó «¡¡Emma!!» antes de desaparecer.
Yo la seguí a mi propio paso. Santana estaba esperándome en el vestíbulo, apoyada contra la pared revestida con paneles de madera.
—Eso ha estado muy bien, pero que muy bien por tu parte —me felicitó.
—Ella parece feliz —admití.
Me tocó la cara; tenía los ojos muy sombríos, ya que había pasado mucho tiempo desde que me dejó, y escrutaron mi rostro minuciosamente.
—Salgamos de aquí —sugirió de súbito—. Vamonos a nuestro prado.
La idea sonaba bastante atractiva.
—Espero no tener que esconderme más, ¿o sí?
—No. El peligro lo dejamos aquí.
Mientras corría, mantuvo una expresión serena, pensativa. El viento me azotaba la cara, más cálido ahora que la tormenta había pasado del todo. Las nubes cubrían el cielo, según su costumbre habitual.
Ese día, el prado tenía un aspecto pacífico, el de un lugar feliz. Matojos de margaritas punteaban la hierba con una explosión de blanco y amarillo. Me tumbé, sin hacer caso a la ligera humedad del suelo y estuve intentando reconocer formas en las nubes. Parecían demasiado lisas, demasiado suaves. Sin figuras, sólo una manta suave y gris.
Santana se echó a mi lado y me cogió la mano.
—¿El trece de agosto? —me preguntó de forma casual después de un rato de silencio apacible.
—Eso es un mes antes de mi cumpleaños. No quiero que esté muy cerca.
Ella suspiró.
—Técnicamente, Emma es tres años mayor que William. ¿Lo sabías? —sacudí la cabeza—. Y eso no ha supuesto ninguna diferencia entre ellos.
Mi voz sonó serena, un contrapunto a su ansiedad.
—La edad no es lo que de verdad importa. Santy, estoy preparada. He escogido la vida que deseo y ahora quiero empezar a vivirla.
Me revolvió el pelo.
—¿Y el veto a la lista de invitados?
—La verdad es que no me importa, pero yo... —dudé, ya que no quería extenderme en la explicación, aunque era mejor terminar de una vez—. No estoy segura de si Rachel se va a sentir en la obligación de invitar a unos cuantos licántropos. No sé si... a Sam le daría por... por querer venir. Bien por pensar que sería lo correcto, o porque creyera que heriría mis sentimientos de no hacerlo. El no tiene por qué pasar por esto.
Santana se quedó quieto durante un minuto. Fijé la mirada en las puntas de las copas de los árboles, casi negras contra el gris claro del cielo.
De repente, Santana me cogió de la cintura y me colocó sobre su pecho.
—Dime por qué estás haciendo esto, Britt. ¿Por qué has decidido ahora darle carta blanca a Rachel?
Le repetí la conversación que había tenido con Charlie la pasada noche, antes de ir a ver a Sam.
—No sería correcto mantener a Charlie al margen de la boda —concluí—, y eso incluye a Susan y Phil. Por otro lado, también quería hacer feliz a Rachel. Quizá haría que todo fuera más fácil para Charlie si pudiera despedirme de él de una forma apropiada. Incluso aunque piense que es demasiado pronto, no quiero escatimarle la oportunidad de acompañarme «en el pasillo de la iglesia» —hice una mueca ante las palabras y después inhalé un gran trago de aire—. Al menos, papá, mamá y mis amigos conocerán el aspecto mejor de mi elección, lo máximo que puedo compartir con ellos. Sabrán que te he escogido a ti y sabrán que estamos juntas. Sabrán también que soy feliz, esté donde esté. Creo que es lo mejor que puedo hacer por ellos.
Santana me sujetó el rostro entre sus manos, observándolo atentamente durante un buen rato.
—No hay trato —comentó de forma abrupta.
—¿Qué? —jadeé—. ¿Te estás echando atrás? ¡No!
—No me estoy echando atrás, Britt. Mantendré mi lado del acuerdo, pero quiero librarte del atolladero. Haz lo que quieras, sin sentirte atada por nada.
—¿Por qué?
—Britt, ya veo lo que estás haciendo. Estás intentando hacer que todo el mundo sea feliz y no quiero que andes preocupada por los sentimientos de los demás. Necesito que tú seas feliz. No te inquietes por Rachel, ya me ocuparé yo de eso. Te prometo que no te hará sentir culpable.
—Pero yo...
—No. Vamos a hacer esto a tu manera. A la mía no ha funcionado. Te he llamado cabezota, pero mira cómo me he comportado yo. Me he apegado con una obstinación verdaderamente idiota a lo que consideraba mejor para ti, y sólo he conseguido herirte. Herirte muy hondo una y otra vez. Ya no confiaré más en mí. Sé feliz a tu manera, ya que yo siempre lo hago mal. Eso es lo que hay —cambió de posición debajo de mí, cuadrando los hombros—. Vamos a hacer esto a tu manera, Britt. Esta noche. Hoy. Cuanto antes mejor. Hablaré con William. He estado pensando que quizá si te damos suficiente morfina no lo pasarás tan mal. Merece la pena intentarlo —apretó los dientes.
—Santy, no...
Me puso un dedo en los labios para cerrarlos.
—No te preocupes, Britt, mi amor. No he olvidado el resto de tus peticiones.
Introdujo las manos en mi pelo y sus labios se movieron de modo lento, pero concienzudo, contra los míos, antes de que me diera cuenta de a qué se estaba refiriendo. De lo que estaba haciendo.
No me quedaba mucho tiempo para reaccionar. Si esperaba un poco, no sería capaz de recordar por qué tenía que detenerle. Ya empezaba a no poder respirar bien. Aferré sus brazos con las manos, apretándome más contra ella, mi boca pegada a la suya, contestando de este modo a cualquier pregunta inexpresada por su parte.
Intenté aclararme la mente, para encontrar un modo de hablar.
Se dio la vuelta lentamente, presionándome contra la hierba fría.
¡Oh, vamos, qué importa!, se alegraba mi parte menos noble. Tenía la mente llena de la dulzura de su aliento.
No, no, no, discutía en mi interior. Sacudí la cabeza y su boca se deslizó hasta mi cuello, dándome una oportunidad para recobrar la respiración.
—Para, Santy. Detente —mi voz era tan débil como mi voluntad.
—¿Por qué? —susurró en el hueco de mi garganta.
Intenté imprimir algún tipo de resolución en mi tono.
—No quiero que hagamos esto ahora.
—¿Ah, no? —preguntó, con una sonrisa transparentándose en su voz. Puso sus labios otra vez sobre los míos y se me hizo imposible volver a hablar. El fuego corría por mis venas, quemándome donde mi piel tocaba la suya.
Me obligué a concentrarme. Me costó un esfuerzo enorme el simple hecho de liberar mis manos de su pelo, y trasladarlas a sus hombros, pero lo hice. Y después le empujé, en un intento de apartarle. No podría haberlo conseguido sola, pero ella respondió como sabía que haría.
Se irguió unos centímetros para mirarme y sus ojos no ayudaron en nada a respaldar mi resolución, ardiendo de pasión con un fuego negro.
—¿Por qué? —me preguntó otra vez, su voz baja y ronca—. Te amo. Te deseo. Justo ahora.
Las mariposas de mi estómago me inundaron la garganta, y ella se aprovechó de mi incapacidad para hablar.
—Espera, espera —intenté musitar entre sus labios.
—No será por mí —murmuró despechada.
—¿Por favor? —jadeé.
Ella gruñó y se apartó dejándose caer sobre su espalda de nuevo.
Nos quedamos allí echadas durante un minuto, intentando frenar el ritmo de nuestras respiraciones.
—Dime por qué no ahora, Britt —exigió ella—. Y será mejor que no tenga nada que ver conmigo.
Todo en mi mundo tenía que ver con ella. Vaya tontería esperar lo contrario.
—Santy, esto es muy importante para mí. Y quiero hacerlo bien.
—¿Y cuál es tu definición de «bien»?
—La mía.
Se dio la vuelta apoyándose en el codo y me miró fijamente, con una expresión de desaprobación.
—¿Y cómo piensas hacer esto bien?
Inspiré en profundidad.
—De forma responsable. Todo a su tiempo. No voy a dejar a Charlie y a Susan sin lo mejor que les pueda ofrecer. No voy a privar a Rachel de su diversión, si de todas formas me voy a casar. Y me ataré a ti de todas las formas humanas que haya antes de pedirte que me hagas inmortal. Quiero cumplir todas las reglas, Santy. Tu alma para mí es muy importante, demasiado importante para tomármela a la ligera. Y no me vas a hacer cambiar de opinión en esto.
—Te apuesto a que sí podría —murmuró, con los ojos llenos de fuego.
—Pero no lo harás —le repliqué, intentando mantener mi voz bajo control—. No si sabes que esto es lo que quiero de verdad.
—Eso no es jugar limpio —me acusó.
Le sonreí abiertamente.
—Nunca dije que lo haría.
Ella me devolvió la sonrisa, con una cierta nostalgia.
—Si cambias de idea...
—Serás la primero en saberlo —le prometí.
Las nubes empezaron a dejar caer la lluvia justo en ese momento, unas cuantas gotas dispersas que sonaron con suaves golpes sordos cuando se estrellaron contra la hierba.
Fulminé al cielo con la mirada.
—Te llevaré a casa —me limpió las pequeñas gotitas de agua de las mejillas.
—La lluvia no es el problema —refunfuñé—. Esto sólo quiere decir que es el momento de hacer algo que va a ser muy desagradable e incluso peligroso de verdad —los ojos se le dilataron alarmados—. Es estupendo que estés hecha a prueba de balas —suspiré—. Voy a necesitar ese anillo. Ha llegado la hora de decírselo a Charlie.
Se rió ante la expresión dibujada en mi rostro.
—Peligroso de verdad —admitió. Se rió otra vez y luego rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros—. Pero al menos no hay necesidad de hacer una excursión.
Otra vez deslizó el anillo en su lugar, en el tercer dedo de mi mano izquierda.
Donde probablemente estaría... durante toda la eternidad.
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dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
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Epílogo
Elección
Sam Evans
—Sam, ¿cuánto crees que te va a llevar esto? —inquirió Marley, impaciente, quejosa.
Apreté los dientes con fuerza.
Como todo el mundo en la manada, Marley se sabía la historia al completo. Conocía la razón por la que había venido aquí, al fin del mundo, de la tierra, el cielo y el mar. Para estar solo. Y ella sabía que eso era lo que yo quería. Simplemente estar solo.
Pero Marley me iba a obligar a soportar su compañía, como fuera.
Aunque estaba de lo más enfadado, me sentí lleno de autocomplacencia durante un buen rato. Ya no tenía que pensar siquiera en controlar mi temperamento. Ahora era fácil, algo que me salía porque sí, con naturalidad. Ya no lo veía todo rojo ni sentía esa explosión de calor bajándome por la columna. Por eso le contesté con voz calmada.
—Tírate por el acantilado, Marley —y señalé el precipicio que se extendía a mis pies.
—Seguro, chaval —ella me ignoró y se despatarró en el suelo a mi lado—. No tienes ni idea de lo duro que me resulta esto.
—¿A ti? —necesité casi un minuto para aceptar que lo decía en serio—. Debes de ser la persona más ególatra del mundo, Marley. Odio tener que hacer pedazos ese mundo de ilusiones en el que vives, ese en el que el sol órbita alrededor del sitio donde estás, así que no te voy a contar lo poco que me preocupa tu problema. Pírate. Lejos.
—Sólo míralo desde mi punto de vista por un minuto, ¿vale? —continuó, como si no le hubiera dicho nada.
Si lo estaba haciendo para cambiarme el estado de ánimo, funcionaba. Empecé a reír, aunque el sonido se volvió extrañamente doloroso.
—Frena esas risotadas y presta atención —me interrumpió con brusquedad.
—Si finjo que te escucho, ¿te largarás? —pregunté, echando una ojeada a su permanente cara de pocos amigos. No estaba seguro de haberle visto alguna vez otra expresión.
Recordé cuando solía pensar que Marley era guapa, incluso hermosa. De eso hacía ya mucho tiempo. Ahora, nadie pensaba en ella de esa manera, excepto Finn. Él nunca se perdonaría a sí mismo, como si fuera culpa suya que se hubiera convertido en esa arpía avinagrada.
Su ceño se cerró más aún, como si adivinara lo que estaba pensando. Probablemente era así.
—Esto me está poniendo enferma, Sam. ¿Es que no te puedes imaginar por lo que estoy teniendo que pasar? Ni siquiera me gusta Britt Pierce. Y me has tenido lamentándome por esta amante de sanguijuelas como si yo también estuviera enamorada de ella. ¿No te das cuenta de que es algo que me hace sentir muy confusa? ¡Anoche soñé que la besaba! ¡Qué demonios se supone que he de hacer con eso!
—¿Tiene que importarme?
—¡No puedo soportar más el estar en tu cabeza! ¡Termina con esto de una vez! Ella se va a casar con esa «cosa». ¡Va a intentar convertirse en uno de ellos! Ya es hora de que te des cuenta, chaval.
—¡Cállate! —rugí.
Devolverle el golpe sería una equivocación. Eso lo sabía y por ello me mordía la lengua, pero lo lamentaría de veras si no se marchaba. Ahora.
—En cualquier caso, probablemente ella la matará —observó Marley, con aire despectivo—. Todas las historias insisten en que suele ocurrir. Quizás un funeral sería mejor final para esta historia que una boda. Ja.
Esta vez reaccioné. Cerré los ojos y luché contra el sabor cálido en mi lengua. Empujé y empujé contra el fuego que bajaba por mi espalda en un esfuerzo por mantener mi forma humana, mientras mi cuerpo intentaba justo lo contrario.
La fulminé con la mirada cuando conseguí controlarme de nuevo. Ella me miraba las manos mientras los temblores se iban apagando. Sonriente.
A saber dónde le vería el chiste.
—Si te agobia la confusión de sexos, Marley… —comenté, con lentitud, enfatizando cada palabra—. ¿Cómo crees que lo llevamos los demás mirando a Finn a través de tus ojos? Ya es lo bastante malo que Emily tenga que soportar tu fijación. Tampoco ella necesita que los chicos andemos jadeando detrás de ella.
Cabreado como estaba, sin embargo, sentí una cierta culpabilidad cuando observé el espasmo de dolor que cruzó su rostro.
Saltó sobre sus pies, parándose lo justo para escupir en mi dirección y corrió hacia los árboles, vibrando como un diapasón.
Me eché a reír de forma sombría.
—Te lo dije.
Finn me iba a liar una buena por esto, pero merecía la pena. Marley ya no me molestaría más. Y repetiría el corte si se me presentaba la oportunidad.
Porque sus palabras se habían quedado conmigo, grabadas en mi cerebro, y haciéndome sufrir tanto que apenas podía respirar.
No me importaba demasiado que Britt hubiera escogido a otra. Esta agonía no tenía nada que ver con eso. Podía vivir con ese dolor por el resto de mi estúpida vida, forzada a ser demasiado larga.
Lo que sí me importaba era que lo iba a abandonar todo, que iba a dejar que su corazón se parase y su piel se helara y que su mente se retorciera para cristalizarse en la cabeza de un predador. Un monstruo. Un extraño.
Había pensado que no había nada peor que eso, nada más doloroso en todo el mundo.
Pero, si ella la mataba...
Otra vez tuve que combatir la ira que me inundaba. Quizá, si no fuera por Marley, habría estado bien dejar que el calor me transformara en una criatura capaz de lidiar mejor con esto. Una criatura con instintos mucho más fuertes que las emociones humanas. Un animal que no sentiría la pena del mismo modo. Un dolor diferente. Al menos, habría algo de variedad, pero Marley estaba corriendo ahora y yo no quería compartir sus pensamientos. La maldije entre dientes por cerrarme también esa vía de escape.
Me temblaban las manos a pesar de mis esfuerzos. ¿Qué era lo que las hacía temblar? ¿La ira? ¿La agonía? No estaba seguro de contra qué estaba luchando ahora.
Tenía que creer que Britt sobreviviría, pero eso requería confianza, una confianza que yo no deseaba sentir, confianza en la habilidad de la chupasangres para mantenerla con vida.
Ella se convertiría en alguien distinto y me preguntaba cómo me afectaría eso. ¿Sentiría lo mismo que si muriera, cuando la viera allí, erguida como una piedra? ¿Como un trozo de hielo? ¿Y qué ocurriría cuando su olor me quemara la nariz y disparara mi instinto de romper y destruir...? ¿Cómo sería eso? ¿Querría matarla? ¿Podría llegar a desear no matar a uno de ellos?
Observé cómo las olas rodaban hacia la playa y desaparecían de mi vista bajo el borde del acantilado, pero allí las escuchaba batir contra la arena. Seguí contemplándolas hasta tarde, hasta mucho después del anochecer.
Seguro que sería mala idea volver a casa, pero tenía hambre y no se me ocurría ningún otro plan.
Puse mala cara cuando volví a ponerme el cabestrillo y agarré las muletas. Ojalá Charlie no me hubiera visto aquel día y difundido la historia de mi «accidente de moto». Estúpidos accesorios. Los odiaba.
El apetito empezó a parecerme estupendo en el momento en que entré en la casa y le eché una ojeada al rostro de mi padre. Algo le rondaba la cabeza. Lo tuve claro enseguida, ya que sobreactuaba, moviéndose con una naturalidad excesiva.
También se puso a hablar por los codos y estuvo charloteando sobre el día antes de que pudiera llegar a la mesa. Nunca parloteaba de este modo salvo que hubiera algo que no quisiera decir. Lo ignoré todo lo que pude, concentrándome en la comida. Cuanto más rápido me lo tragara todo...
—...y Sue se ha dejado caer hoy por aquí —su voz sonaba alta, difícil de ignorar, como de costumbre—. Es extraordinaria, esa mujer es más dura que los osos pardos. De todos modos, no sé cómo consigue apañarse con la chica que tiene. La pobre, ya hubiera tenido lo suyo con un simple lobo, pero es que Marley además, come como una loba.
Se rió de su propio chiste.
Esperó un buen rato a ver si yo respondía, pero no pareció darse cuenta de mi expresión indiferente, de mortal aburrimiento. La mayoría de los días esto le molestaba. Quería que se callase ya respecto a Marley, estaba intentando no pensar en ella.
—Joe es mucho más fácil de llevar. Claro, tú también resultabas mucho más sencillo que tus hermanas, hasta que... bueno, tú tienes que vértelas con algo más que ellas.
Suspiré, un suspiro largo y profundo y miré hacia la ventana.
Billy se quedó callado durante un segundo que se me hizo un poco largo.
—Hoy hemos tenido carta.
Seguramente éste era el tema que había estado evitando hasta el momento.
—¿Una carta?
—Una... invitación de boda.
Se me contrajeron todos los músculos del cuerpo y una pizca de calor me bajó por la espalda. Me aferré a la mesa para mantener las manos quietas.
Billy continuó como si no se hubiera dado cuenta.
—Hay una nota dentro que está dirigida a ti. No la he leído.
Sacó un grueso sobre de color marfil de donde lo tenía guardado, entre la pierna y el brazo de su silla de ruedas. Lo dejó en la mesa entre ambos.
—A lo mejor no deberías leerlo. En realidad, no importa lo que diga.
Estúpida psicología de pacotilla. Cogí el sobre de la mesa.
Era un papel grueso, rígido. Caro. Demasiado pijo para Forks. La tarjeta que iba dentro era demasiado prolija y formal. Britt no había intervenido en eso. No había ningún rastro de su gusto en las hojas de papel transparente, como pétalos impresos. Apostaría incluso a que a ella ni siquiera le gustaba. No leí las palabras, ni siquiera la fecha. No me importaba.
Había un trozo de grueso papel marfil doblado en dos con mi nombre escrito en tinta negra en la parte posterior. No reconocí la letra manuscrita, pero era tan pijo como todo lo demás. Durante medio segundo, me pregunté si la chupasangres lo hacía en plan de regodeo.
Lo abrí.
Sam.
Sé que rompo las reglas al enviarte esto. Ella tenía miedo de herirte, y no quería que te sintieras en modo alguno obligado, pro sé que si las cosas hubieran salido de otra manera, yo hubiera deseado tener la posibilidad de elgir.
Te prometo que cuidare de ella, Sam. Gracias, por ella y por todo.
Te prometo que cuidare de ella, Sam. Gracias, por ella y por todo.
Santana.
—Sam, sólo tenemos esta mesa —comentó Billy, mirando hacia mi mano izquierda.
Tenía los dedos tan apretados contra ella que comenzaba a estar en serio peligro. Los solté uno por uno, concentrándome en esa única acción y luego junté las manos para evitar el riesgo de romper algo más.
—Bueno, de todas formas no importa —masculló Billy.
Me levanté de la mesa, y empecé a sacarme la camiseta encogiendo los hombros. Esperaba que, a estas horas, Marley ya estuviera en casa.
—Aún no es demasiado tarde —murmuró Billy cuando abrí la puerta de un empujón.
Estaba corriendo antes de llegar a los árboles, dejando a mis espaldas una hilera de ropas como si fueran migas de pan, igual que las dejaría si quisiera volver a encontrar el camino de casa. Ahora era muy fácil entrar en fase. No tenía que pensar, porque mi cuerpo ya sabía lo que había y me daba lo que deseaba antes de pedírselo.
Ahora tenía cuatro patas y estaba volando.
Los árboles se desdibujaron en un mar oscuro que fluía a mi alrededor. Mis músculos se contraían y distendían casi sin esfuerzo aparente. Podría correr así durante días sin llegar a cansarme. Quizás esta vez no pararía.
Pero no estaba solo.
Cuánto lo siento, susurró Ryder en mi mente.
Podía ver a través de sus ojos. Se hallaba muy al norte, pero se había dado la vuelta y aceleraba para reunirse conmigo. Gruñí y alcancé más velocidad.
Espéranos, se quejó Jake. Él se encontraba más cerca, justo a la salida del pueblo.
Dejadme solo, les rugí a mi vez.
Podía sentir su preocupación en mi cabeza, pese a que intentaba sofocarla entre los sonidos del viento y el bosque. Esto era lo que más odiaba de todo, verme a mí mismo a través de sus ojos, peor aún ahora, que estaban llenos de compasión. Ellos también vieron mi rechazo, pero continuaron persiguiéndome.
Una voz nueva sonó en mi cabeza.
Dejad que se marche. El pensamiento de Fin era dulce, pero al fin y al cabo seguía siendo una orden. Ryder y Jake frenaron hasta alcanzar un ritmo de paseo.
Ojalá pudiera dejar de oírles, dejar de ver a través de sus ojos. Tenía la cabeza atestada de cosas, pero la única manera de evitarlo y volver a estar solo, era regresar a mi forma humana y entonces no podría soportar el dolor.
Salid de fase, les ordenó Sam. Ryder, voy a recogerte.
Primero una y luego otra, ambas conciencias se desvanecieron silenciosamente. Sólo quedó Finn.
Gracias, me forcé a pensar.
Vuelve cuando puedas. Las palabras sonaban débiles, desapareciendo en el vacío oscuro cuando él también se marchó. Ahora estaba solo.
Mucho mejor. Ahora podía oír el ligero crujido de las hojas húmedas bajo mis pezuñas, el susurro de las alas de un buho sobre mi cabeza, el océano, allá muy lejos, hacia el oeste, con su gemido al chocar contra la costa. Escuchaba esto, pero nada más. No sentía más que la velocidad, nada más que el empuje del músculo, los tendones y el hueso, trabajando juntos en armonía, mientras los kilómetros desaparecían bajo mis patas.
Si el silencio en mi mente permanecía, nunca volvería atrás. Sería el primero en escoger esta forma frente a la otra. Quizá no tendría que volver a escuchar jamás si corría lo suficiente.
Moví las patas con más rapidez, dejando que Sam Evans desapareciera a mis espaldas.
-----
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
Espero les halla gustado esta adaptación, y agradezco mucho que me lean, nos vemos en el siguiente capitulo de esta saga, nos vemos en AMANECER
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
me encantooo lei todos los capitulos de la saga eclipse es mi favorito :3
eh leido todas las adaptaciones que hiciste de crepusculo ya que me
encanta y con las brittanas es super tierno me muero de curiosidad
de saber como adaptaras amacer ten por seguro que lo estare leyendo
saludos cuidate nos vemos en el prox libro :D
PD: en la saga odiaba a jacob y por ende a sam anque mucho mas team edward/san XDD
eh leido todas las adaptaciones que hiciste de crepusculo ya que me
encanta y con las brittanas es super tierno me muero de curiosidad
de saber como adaptaras amacer ten por seguro que lo estare leyendo
saludos cuidate nos vemos en el prox libro :D
PD: en la saga odiaba a jacob y por ende a sam anque mucho mas team edward/san XDD
pauu** - Mensajes : 76
Fecha de inscripción : 27/10/2013
Edad : 30
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
Gracias por tu comentario, que bueno que te ha gustado, espero lo siga haciendo, gracias por leerme. Besospauu escribió:me encantooo lei todos los capitulos de la saga eclipse es mi favorito :3
eh leido todas las adaptaciones que hiciste de crepusculo ya que me
encanta y con las brittanas es super tierno me muero de curiosidad
de saber como adaptaras amacer ten por seguro que lo estare leyendo
saludos cuidate nos vemos en el prox libro :D
PD: en la saga odiaba a jacob y por ende a sam anque mucho mas team edward/san XDD
dianna agron 16*** - Mensajes : 138
Fecha de inscripción : 27/08/2013
Re: BRITTANA - CREPUSCULO - ECLIPSE - CAPITULO 28 EPÍLOGO (ELECCIÓN)
que bueno que hayas actualizado! :) y tantos capítulos! :) Espero ansiosa amanecer, y ver como vas a hacer con el embarazo y demas... Saludos! :)
macuca** - Mensajes : 90
Fecha de inscripción : 13/10/2012
Edad : 32
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