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[Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo Primer15
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Mensaje por Emma.snix Sáb Ago 03, 2013 11:41 am

Hola que tal, me presento soy Emma alexa, me pueden llamar alex o em, bueno les vengo a dejar la sinopsis de una adaptación de una novela que leí hace tiempo y se llama Halo, espero y les guste, pueden comentar si les gusta o no, para que al rato suba el primer capitulo. sip ok

Halo

Sinopsis

La llegada inesperada de los hermanos, Pierce. Samuel, Quinn y Brittany, supone un revuelo en la pequeña población de Venus Cove. Son extremadamente bellos, inteligentes y misteriosos. ¿De dónde vienen? ¿Dónde están sus padres y por qué sobresalen sea la que sea la actividad que emprenden? Los tres son en realidad ángeles con la misión de salvar al mundo de su inminente destrucción. Tiene instrucciones claras: no deben formar vínculos demasiado fuertes con ningún humano y deben esforzarse en ocultar sus cualidades sobrehumanas. Pero Britt, la más inexperta, rompe una de las reglas sagradas: se enamora de Santana López, la chica más guapa del colegio e incluso llega a revelarle su secreto. Y será entonces cuando deba tomar una decisión definitiva: desafiar la voluntad del Cielo y entregarse a ella completamente o no, además de enfrentarse a las fuerzas oscuras que pretenden tomar Venus Cove como primer pasó para su plan de destruir a la humanidad. Quinn, Samuel, y Santana deberán unir sus fuerzas para salvarla y utilizar sus poderes para hacer el bien para contrarrestar a las poderosas fuerzas del mal.


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cerrado Re: [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo

Mensaje por brittana-bitches!!! Sáb Ago 03, 2013 3:41 pm

me gusto mucho su sinopsis , ademas vi un video de el libro y me encanto, espero poder leerte pronto .


saludossss :D
brittana-bitches!!!
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cerrado Fanfic [Brittana] Halo. capitulo 1

Mensaje por Emma.snix Sáb Ago 03, 2013 7:06 pm

Aquí les dejo el primer capitulo, espero y le guste
no se les olvide comentar que les pareció.

« ¡Habla otra vez, oh, ángel luminoso!
En la altura esta noche te apareces
Como un celeste mensajero alado
Que, en éxtasis, echando atrás la frente,
Contemplan hacia arriba los mortales.»
William Shakespeare, Romeo y Julieta

«Allí donde miro ahora
Me veo rodeada de tu abrazo,
Mi amor, y vislumbro tu halo,
Tú eres mi gracia y salvación.»
Beyoncé, Halo


Capitulo 1:
Descenso


Nuestra llegada no salió del todo según lo planeado. Recuerdo que aterrizamos casi al alba, porque las farolas todavía estaban encendidas. Teníamos la esperanza de que nuestro descenso pasara inadvertido y así fue en gran parte, con una sola excepción: un chico de trece años que hacía su ronda de reparto justo en aquel momento.
Circulaba en su bicicleta con los periódicos enrollados como bastones en su envoltorio de plástico. Había niebla y el chico llevaba una chaqueta con capucha. Parecía jugar consigo mismo un juego mental consistente en calcular el punto exacto a donde iría a parar cada lanzamiento. Los periódicos aterrizaban en las terrazas y los senderos de acceso con un golpe sordo y el chico esbozaba una sonrisa engreída cada vez que acertaba. Los ladridos de un perro desde detrás de una cerca hicieron que levantara la vista y advirtiera nuestra llegada.
Miró hacia arriba justo a tiempo para ver una columna de luz blanca que se retiraba ya entre las nubes, dejando en mitad de la calle a tres forasteros con aire de espectros. Pese a nuestra apariencia humana, algo vio en nosotros que le sobresaltó: tal vez porque nuestra piel era luminosa como la luna o porque nuestras holgadas prendas estaban desgarradas por el turbulento descenso. O tal vez fue nuestro modo de mirarnos los miembros, como si no supiéramos qué hacer con ellos, o el vapor que nos humedecía el pelo. Fuera cual fuese la razón, el chico perdió el equilibrio, se desvió de golpe y cayó con su bicicleta en la zanja de la cuneta.
Se incorporó trabajosamente y permaneció paralizado unos segundos, como vacilando entre la alarma y la curiosidad. Extendimos las manos hacia él los tres a la vez, creyendo que sería un gesto tranquilizador, pero se nos olvidó sonreír. Cuando recordamos cómo se hacía, ya era demasiado tarde. Mientras hacíamos contorsiones con la boca intentando sonreír como es debido, el chico giró sobre sus talones y salió corriendo. Tener un cuerpo físico nos resultaba extraño aún: había demasiadas partes que controlar al mismo tiempo, como en una máquina muy compleja. Yo me notaba rígidos los músculos de la cara y de todo el cuerpo; las piernas me temblaban como a un bebé dando sus primeros pasos, y los ojos no se me habían acostumbrado a la amortiguada luz terrenal. Viniendo como veníamos de un lugar deslumbrante, las sombras nos resultaban desconocidas.
Samuel se aproximó a la bicicleta, cuya rueda delantera seguía girando, la enderezó y la dejó apoyada en una valla, convencido de que el chico volvería a recogerla luego.
Me lo imaginé entrando bruscamente por la puerta de su casa y relatándoles la historia a trompicones a sus padres atónitos. Su madre le despejaría el pelo de la frente y comprobaría si tenía fiebre. Su padre, aún con legañas, haría un comentario sobre la capacidad para confundirte que tiene la mente ociosa.
Encontramos la calle Byron y recorrimos su acera, irregular y desnivelada, buscando el número quince. Nuestros sentidos se veían asaltados desde todas direcciones. Los colores del mundo nos resultaban vívidos y muy variados. Habíamos pasado directamente de un mundo de pura blancura a una calle que parecía la paleta de un pintor. Aparte del colorido, todo tenía su propia forma y textura. Sentí el viento en los dedos y me pareció tan vivo que me pregunté si podría alargar la mano y atraparlo; abrí la boca y saboreé el aire fresco y limpio. Noté un olor a gasolina y a tostadas chamuscadas, combinado con el aroma de los pinos y la intensa fragancia del océano. Lo peor de todo era el ruido: el viento parecía aullar y el fragor de las olas estrellándose contra las rocas me resonaba en la cabeza como una estampida. Oía todo lo que ocurría en la calle: un motor arrancando, el golpeteo de una puerta mosquitera, el llanto de un niño y un viejo columpio chirriando al viento. —Ya aprenderás a borrártelo de la mente —dijo Samuel, casi sobresaltándome con su voz. En casa nosotros nos comunicábamos sin lenguaje. La voz humana de Samuel, según acababa de descubrir, era grave y suave al mismo tiempo.
—¿Cuánto tiempo hará falta? —percibí con una mueca el estridente chillido de una gaviota. Mi propia voz era tan melódica como el sonido de una flauta.
—No mucho —respondió Samuel—. Es más fácil si no te empeñas en combatirlo.
La calle Byron se iba empinando y alcanzaba su punto más alto hacia la mitad de su trazado. Y justo allá arriba se alzaba nuestro nuevo hogar. Quinn se quedó encantada en cuanto lo vio.
—¡Mirad! —gritó—. Hasta tiene nombre.
La casa había sido bautizada igual que la calle y las letras de BYRON aparecían con elegante caligrafía en una placa de cobre. Más tarde descubriríamos que todas las calles colindantes llevaban nombres de poetas románticos ingleses: Keats Grove, calle Coleridge, avenida Blake… Byron iba a ser nuestro hogar y nuestro santuario durante nuestra existencia terrestre. Era una casa de piedra arenisca cubierta de hiedra que quedaba bastante apartada de la calle, tras una verja de hierro forjado y un portón de doble hoja. Tenía una hermosa fachada simétrica de estilo georgiano y un sendero de grava que iba hasta la puerta principal, cuya pintura se veía desconchada. El patio estaba dominado por un olmo majestuoso, y alrededor crecía una enmarañada masa de hiedra. Junto a la verja había una auténtica profusión de hortensias y sus corolas de color pastel temblaban bajo la escarcha de la mañana. Me gustó aquella casa: parecía construida para resistir todas las adversidades.
—Brittany, pásame la llave —dijo Samuel.
Guardar la llave había sido la única misión que me habían encomendado. Tanteé los hondos bolsillos de mi vestido.
—Tiene que estar por aquí —aseguré.
—No me digas que ya la has perdido, por favor. —Hemos caído del cielo, ¿sabes? —le dije, indignada—. Es muy fácil que se te pierdan las cosas. Quinn se echó a reír de repente.
—Las llevas colgadas del cuello.
Di un suspiro de alivio mientras me quitaba la cadenita y se la tendía a Gabriel. Cuando entramos en el vestíbulo vimos que la casa había sido preparada concienzudamente para nuestra llegada. Los Agentes Divinos que nos habían precedido habían cuidado de todos los detalles sin reparar en gastos.
Allí todo resultaba luminoso. Los techos eran altos, las habitaciones espaciosas. Junto al pasillo central había una sala de música a mano izquierda y un salón a la derecha. Más al fondo, un estudio daba a un patio pavimentado. La parte trasera era un anexo modernizado del edificio original y contenía una amplia cocina de mármol y acero inoxidable que daba paso a un enorme cuarto de estar con alfombras persas y mullidos sofás. Unas puertas plegables se abrían a una gran terraza de madera roja. Arriba estaban los dormitorios y el baño principal, con lavabos de mármol y bañera hundida. Mientras nos movíamos por la casa, el suelo de madera crujía como dándonos la bienvenida. Empezó a caer una lluvia ligera y las gotas en el tejado de pizarra sonaban como los dedos de una mano delicada tocando una melodía al piano. Esas primeras semanas las dedicamos a hibernar y a orientarnos un poco. Evaluamos la situación, aguardamos con paciencia mientras nos adaptábamos a aquella forma corporal y nos fuimos sumergiendo en los rituales de la vida diaria. Había mucho que aprender y, desde luego, no era nada fácil. Al principio, dábamos un paso y nos sorprendía encontrar suelo firme bajo nuestros pies. Ya sabíamos que en la Tierra todo estaba hecho de materia entrelazada con un código molecular que producía las distintas sustancias —el aire, la piedra, la madera, los animales—, pero una cosa era saberlo y otra experimentarlo por ti misma. Estábamos rodeados de barreras físicas. Teníamos que movernos sorteándolas y tratar de evitar al mismo tiempo la sensación de claustrofobia. Cada vez que tomaba un objeto, me detenía maravillada a considerar su función. La vida humana era muy complicada; había máquinas para hervir el agua, enchufes que conducían la corriente eléctrica y toda clase de utensilios en la cocina y el baño pensados para ahorrar tiempo y proporcionar comodidad. Cada cosa tenía una textura distinta, un olor diferente: era como una fiesta para los sentidos. Saltaba a la vista que Quinn y Samuel habrían deseado librarse de todo aquello y regresar al gozoso silencio, pero yo disfrutaba de cada detalle y de cada momento por mucho que a veces me resultara un poco abrumador.
Algunas noches recibíamos la visita de un mentor sin rostro y con túnica blanca, que aparecía sin más sentado en una butaca del salón. Ignorábamos su identidad, pero sabíamos que actuaba como mensajero entre los ángeles de la tierra y los poderes superiores. Iniciábamos entonces una sesión informativa durante la cual exponíamos los problemas de la encarnación física y obteníamos respuesta a nuestras preguntas.
—El casero nos ha pedido documentos de nuestra residencia anterior —dijo Quinn durante el primer encuentro.
—Nos disculpamos por el descuido. Nos ocuparemos de ello, dalo por hecho —respondió el mentor. Todo su rostro se hallaba velado, pero al hablar desprendía nubecillas de niebla blanca.
— ¿Cuánto tiempo se supone que ha de pasar para que entendamos nuestros cuerpos del todo? —quiso saber Samuel.
—Eso depende —dijo el mentor—. No tendrían que ser más que unas pocas semanas, a menos que se resistan al cambio.
— ¿Qué tal les va a los demás emisarios? —Quinn parecía inquieta. —Algunos, como ustedes, se están adaptando todavía a la vida humana, y otros ya se han lanzado directamente a la batalla —contestó el mentor—. Hay algunos rincones de la Tierra plagados de Agentes de la Oscuridad.
— ¿Por qué me da dolor de cabeza el dentífrico? —pregunté yo. Mi hermano y mi hermana me echaron un vistazo con aire severo, pero el mentor permaneció imperturbable.
—Contiene una serie de ingredientes químicos muy potentes para matar las bacterias —dijo—. En una semana esos dolores de cabeza deberían haber desaparecido.
Cuando terminaban las consultas, Samuel y Quinn se quedaban siempre a charlar aparte y yo no dejaba de preguntarme qué sería lo que yo no podía escuchar. El primer y principal desafío era cuidar de nuestros cuerpos. Eran frágiles. Precisaban alimentos y también protección frente a los elementos externos; el mío más que el de mis hermanos porque yo era joven. Aquella era mi primera visita y no había tenido tiempo de desarrollar ninguna resistencia. Samuel había sido un guerrero desde el albor de los tiempos
Y Quinn había recibido una bendición especial y poseía poderes curativos. Yo era mucho más vulnerable. Las primeras veces que me aventuré a dar un paseo, regresé tiritando porque no había caído en la cuenta de que no llevaba ropa adecuada. Samuel y Quinn no sentían el frío, aunque sus cuerpos también requerían mantenimiento. Al principio nos preguntábamos por qué nos sentíamos desfallecidos a mediodía; sólo luego comprendimos que nuestros cuerpos precisaban comidas regulares. Preparar la comida era aburridísimo y, al final, nuestro hermano Samuel se ofreció gentilmente a encargarse de ello. Había una buena colección de libros de cocina en la biblioteca y tomó la costumbre de estudiarlos detenidamente por las noches. Reducíamos nuestros contactos humanos al mínimo. Hacíamos la compra a horas intempestivas en Kingston, un pueblo más grande que quedaba al lado, y no le abríamos la puerta a nadie ni descolgábamos el teléfono si llegaba a sonar. Dábamos largos paseos cuando los humanos estaban encerrados tras las puertas de sus casas. A veces íbamos al pueblo y nos sentábamos en la terraza de un café para observar a los transeúntes, aunque fingíamos estar absortos en nuestra propia charla para no llamar la atención. La única persona a la que nos presentamos fue el padre Will, el sacerdote de Saint Mark‘s, una pequeña capilla de piedra caliza situada junto al mar.
—Cielos —dijo al vernos—. Así que habéis venido al final.
Nos gustó el padre Will porque no nos hacía preguntas ni nos pedía nada; simplemente se sumaba a nuestras oraciones. Confiábamos en que, poco a poco, nuestra sutil influencia en el pueblo hiciera que la gente volviera a conectarse con su espiritualidad. No esperábamos que se volvieran fieles practicantes y que acudieran a la iglesia todos los domingos, pero queríamos devolverles la fe y enseñarles a creer en los milagros. Con que se limitaran a entrar en la iglesia, de camino al supermercado, para encender un cirio, ya nos contentaríamos. Venus Cove era una soñolienta población costera: el tipo de lugar donde todo sigue siempre igual. Nosotros disfrutábamos su tranquilidad y nos aficionamos a pasear por la orilla, normalmente a la hora de la cena, cuando la playa estaba casi desierta. Una noche fuimos hasta el embarcadero para contemplar los barcos amarrados allí, pintados con colores tan llamativos que parecían sacados de una postal. Hasta que llegamos al final del embarcadero no vimos ala chica solitaria que había allí sentada. No podía tener más de diecisiete años, aunque ya era posible distinguir en ella a la mujer en el que habría de convertirse con el tiempo. Llevaba unos pantalones cortos de camuflaje y una camiseta blanca holgada y sin mangas. Sus piernas delgadas y bien torneadas  colgaban del borde del embarcadero; estaba pescando y tenía al lado una bolsa de arpillera lleno de cebos y sedales. Nos detuvimos en seco al verla, y habríamos dado media vuelta en el acto si ella no hubiera advertido nuestra presencia.
—Hola —dijo con una franca sonrisa—. Una noche agradable para caminar.
Mis hermanos se limitaron a asentir sin moverse del sitio. A mí me pareció que era muy poco educado no responder y di unos pasos hacia ella.
—Sí, es cierto —dije.
Supongo que aquél fue el primer indicio de mi debilidad: me dejé llevar por mi curiosidad humana. Se presumía que debíamos relacionarnos con los humanos, pero sin entablar amistad con ellos ni dejar que entraran en nuestras vidas. Y yo ya estaba en aquel momento saltándome las normas de la misión. Sabía que debía quedarme callada y alejarme sin más, pero lo que hice, por el contrario, fue señalar con un gesto los sedales.
— ¿Has tenido suerte?
—Bueno, lo hago para divertirme —dijo, ladeando el cubo para mostrarme que estaba vacío—. Si pesco algo, lo vuelvo a tirar al agua.
Di otro paso hacia delante para verla más de cerca. Su pelo, negro azabache, tenía un brillo lustroso a la media luz y le oscilaba con gracia sobre la frente. Sus ojos, claros luminosos, eran de un llamativo negro marrón. Pero lo que resultaba del todo fascinante era su sonrisa. O sea que era así como se tenía que sonreír, me dije: sin esfuerzo, de modo espontáneo y decididamente humano. Mientras seguía observándola, me sentí atraída hacia ella por una fuerza casi magnética. Sin hacer caso de la mirada admonitoria de Quinn, di un paso más.
— ¿Quieres probar? —me dijo, percibiendo mi curiosidad, y me tendió la caña.
Estaba devanándome los sesos para encontrar una respuesta adecuada cuando Samuel respondió por mí:
—Vamos, Brittany. Hemos de volver a casa.
Sólo entonces advertí el modo formal que tenía Samuel de hablar, comparado con el  de la chica. Las palabras de Samuel parecían ensayadas, como si estuviera representando la escena de una obra de teatro. Eso era probablemente lo que él sentía. Sonaba igual que los personajes de esas viejas películas de Hollywood que había visto en la investigación previa.
—Quizás otro día —dijo la chica, captando el tono de Samuel. Yo me fijé en los hoyitos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Algo en su expresión me hizo pensar que se estaba riendo de nosotros. Me alejé a regañadientes...—Eso ha sido muy grosero —le dije a mi hermano cuando la chica ya no podía oírnos. Me sorprendí a mí misma al decirlo. ¿Desde cuándo nos preocupaba a los ángeles dar una impresión de frialdad? ¿Desde cuándo había confundido yo los modales distantes de Samuel con la pura y simple grosería? Él estaba hecho así: no se sentía a sus anchas con los humanos, no entendía su modo de ser. Y no obstante, yo le estaba reprochando precisamente su falta de rasgos humanos.
—Hemos de andarnos con cuidado, Brittany —me explicó, como si le hablara a una cría desobediente.
—Samuel tiene razón —añadió Quinn, que siempre se aliaba con nuestro hermano—. Todavía no estamos preparadas para mantener contactos humanos.
—Yo sí —dije.
Me volví para echarle un último vistazo a la chica. Aún seguía mirándonos y sonriendo.
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Mensaje por DafygleeK Sáb Ago 03, 2013 8:32 pm

Me encanto!! Ya tienes una nueva lectora por aqui! Espero la actu! ;) xoxo
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Mensaje por micky morales Dom Ago 04, 2013 9:11 am

bueno, me encanto este fic, es diferente! espero la actualización!
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cerrado Fanfic [Brittana] Halo. capitulo 2

Mensaje por Emma.snix Lun Ago 05, 2013 4:21 pm

HOLA que tal, gracias por las que comentaron y pues aqui les dejo el capitulo dos, espero y comenten saludos ;)

Capitulo 2:
Carne

Cuando me desperté por la mañana, el sol entraba a raudales por las ventanas y se derramaba sobre el suelo de pino de mi habitación. Las motas de polvo bailaban frenéticamente en las franjas de luz. Me llegaba el olor a salitre; reconocía los chillidos de las gaviotas y el rumor de las olas rompiendo contra las rocas.
Contemplaba los objetos de la habitación, que había acabado haciendo míos y ya me resultaban familiares. Quien se hubiera encargado de decorarla lo había hecho con una idea bastante definida de su futura ocupante. Había cierto encanto adolescente en los muebles blancos, en la cama de hierro con dosel y en el papel de la pared, con su estampado de capullos de rosa. El tocador, también blanco, tenía dibujos florales en los cajones. Había una mecedora de mimbre en un rincón y, junto a la cama, pegado a la pared, un delicado escritorio de patas torneadas.
Me estiré y sentí el tacto de las sábanas arrugadas contra mi piel; su textura era todavía una novedad para mí. En el lugar de donde veníamos no había objetos ni texturas. No necesitábamos nada físico para vivir y, por lo tanto, no había nada.
El Cielo no era fácil de describir. Algunos humanos podían tener a veces un atisbo, surgido de los rincones más recónditos de su inconsciente, pero era muy difícil definirlo. Había que imaginarse una extensión blanca, una ciudad invisible sin nada material que pudiera captarse con los ojos, pero que aun así constituyera la visión más hermosa que se pudiera concebir.
Un cielo como de oro líquido y cuarzo rosa, con una sensación permanente de ingravidez y ligereza: aparentemente vacío, pero más majestuoso que el palacio más espléndido de la tierra. No se me ocurría nada mejor para intentar describir algo tan inefable como mi anterior hogar. El lenguaje humano, la verdad, no me tenía muy impresionada; me parecía absurdamente limitado. Había demasiadas cosas que no podían decirse con palabras. Y ése era uno de los aspectos más tristes de la vida de la gente: que sus ideas y sentimientos más importantes no llegaban a expresarse ni a entenderse casi. Una de las palabras más frustrantes del lenguaje humano, al menos por lo que yo sabía, era «amor». Tantos significados distintos vinculados a esa palabra diminuta.
La gente la manejaba alegremente tanto para referirse a sus posesiones y a sus mascotas como a sus lugares de vacaciones o su comida favorita. Y acto seguido aplicaban la misma palabra a la persona que consideraban más importante de sus vidas. ¿No resultaba insultante? ¿No debería existir otro término para definir una emoción más profunda? Los humanos estaban obsesionados con el amor: desesperados por establecer un vínculo con una persona a la que pudieran referirse como su «media naranja». Por la literatura que yo había leído, daba la impresión de que estar enamorado significaba convertirse prácticamente en el mundo entero para la persona amada.
El resto del universo palidecía y se volvía insignificante en comparación. Cuando los amantes se hallaban separados, caían en un estado de honda melancolía y, al volver a reunirse, sus corazones empezaban a palpitar de nuevo. Sólo cuando estaban juntos podían apreciar de verdad los colores del mundo.
De lo contrario, todo se desteñía y se volvía borroso y gris. Permanecí en la cama preguntándome por la intensidad de aquella emoción tan irracional y tan indiscutiblemente humana. ¿Y si el rostro de una persona se volvía tan sagrado para ti que quedaba grabado de modo indeleble en tu memoria? ¿Y si su olor y su tacto te llegaban a resultar más preciosos que tu propia vida? Desde luego, yo no sabía nada del amor humano, pero la idea misma me había resultado siempre intrigante. Los seres celestiales fingían entender la intensidad de las relaciones humanas; pero a mí me parecía asombroso que los humanos permitieran que otra persona se adueñara de sus mentes y de sus corazones. No dejaba de resultar irónico que el amor pudiera avivar en ellos la percepción de las maravillas del universo, cuando al mismo tiempo restringía toda su atención a la persona amada.
Los ruidos de mis hermanos trajinando abajo, en la cocina, interrumpieron mi ensueño y me arrancaron de la cama.
¿Qué sentido tenían mis divagaciones, a fin de cuentas, cuando el amor humano les estaba vedado a los ángeles?
Me envolví en un suéter de cachemir para abrigarme y bajé descalza las escaleras. En la cocina me recibió un aroma tentador a tostadas y café.
Me complacía descubrir que me estaba adaptando a la vida humana: sólo unas semanas atrás esos olores me habrían dado dolor de cabeza e incluso náuseas. Pero ahora había empezado a disfrutar la experiencia.
Flexioné los dedos de los pies, recreándome en el suave tacto del suelo de madera. Ni siquiera me importó demasiado tropezarme —medio dormida como estaba— con la esquina de la nevera y darme un golpe en el dedo gordo. La punzada de dolor sólo sirvió para recordarme que era real y que podía sentir.
—Buenas tardes, Brittany —dijo mi hermano en plan de guasa, tendiéndome una taza de té humeante. La sostuve una fracción de segundo más de la cuenta antes de dejarla y me quemé los dedos. Samuel notó cómo me estremecía y frunció el ceño. Eso me recordó que, a diferencia de mis dos hermanos, yo no era inmune al dolor.
Mi forma física era tan endeble como cualquier otro cuerpo humano, aunque yo era capaz de curarme las heridas menores, como cortes y fracturas. Ésa había sido una de las cosas que habían preocupado a Samuel en primer lugar cuando fui escogida. Sabía que él me consideraba vulnerable y que pensaba que toda la misión podía resultar demasiado peligrosa para mí.
Yo había sido elegido porque estaba más en sintonía con la condición humana que otros ángeles, velaba por los seres humanos, simpatizaba con ellos, y trataba de entenderlos.
Tal vez era porque yo era joven, había sido creada hace tan sólo diecisiete años mortales, lo que equivale a la infancia en años celestiales. Samuel y Quinn  han existido desde hace siglos, han librado batallas y han sido testigo de las atrocidades humanas más allá de mi imaginación. Han tenido mucho el tiempo para adquirir fuerza y poder para protegerse en la tierra. Ambos han visitado la Tierra en una serie de misiones para las que habían tenido tiempo de adaptarse a ello y eran conscientes de sus peligros y trampas. Pero yo era un ángel de lo más pura, de la forma más vulnerable. Era ingenua y confiada, joven y frágil. Y podía sentir el dolor, porque años de sabiduría y experiencia no me protegían de ello. Era por esta razón por la que deseaba que Samuel ojalá no hubiera sido elegido, y era por esta razón que yo tenía que serlo.
Pero la decisión final no había sido él, sino que correspondía a otra persona, incluso alguien tan supremo como Samuel no se atrevió a discutir. Tuvo que resignarse al hecho de que debe haber alguna razón divina detrás de mi selección, que incluso iba más allá de su comprensión.
Bebí provisionalmente mi té y sonreí a mi hermano. Su expresión se despejó, y él recogió una caja de cereales y escrutaba su etiqueta.
―¿Qué quieres, una tostada o algo que se llama Copos de Trigo con Miel?
―No, los copos ―dije, arrugando mi nariz en el cereal.
Quinn se sentó a la mesa y untó con mantequilla un pedazo de tostada ociosamente.
Mi hermana aún estaba tratando de desarrollar su gusto por la comida, y yo miraba su tostada cortada en cuadritos, mezcló los pedazos alrededor de su plato y los volvió a poner juntos como un rompecabezas. Fui a sentarme junto a ella, aspirando el aroma embriagador de fresias que siempre parecía invadir el aire a su alrededor.
―Estás un poco pálida ―observó con su calma habitual, alzando un mechón de pelo rubio platino que había caído sobre sus ojos grises de lluvia. Quinn había autoproclamado convirtiéndose en la mama-gallina de nuestra pequeña familia.
―No es nada, ―contesté casualmente y vacilé antes de añadir, ―sólo un mal sueño. Los vi a ambos tensarse ligeramente e intercambiarse las miradas.
―Yo no llamaría a eso nada―, Quinn dijo.
―Ya sabes que nosotros no estamos destinados a soñar.
Samuel regresó de su posición en la ventana para estudiar mi rostro más de cerca. Levantó la barbilla con la punta de su dedo. Me di cuenta de su ceño había regresado, sombreando la grave belleza de su cara.
De inmediato vi que los dos se ponían en guardia y cruzaban una mirada inquieta.
—Vete con cuidado, Brittany —me dijo con aquel tono de hermano mayor al que ya me había acostumbrado—. Procura no apegarte demasiado a las experiencias físicas. Por excitantes que parezcan, recuerda que nosotros sólo estamos de visita. Todo esto es transitorio y tarde o temprano habremos de regresar… —Al ver mi expresión desolada se detuvo en seco. Luego prosiguió con un tono más ligero—: Bueno, todavía queda un montón de tiempo antes de que eso suceda, así que podemos hablar de ello más adelante.
Era raro visitar la Tierra con Quinn y Samuel. Los dos llamaban mucho la atención allí donde iban. Por su aspecto físico, Samuel parecía una estatua clásica que hubiera cobrado vida. Tenía un cuerpo perfectamente proporcionado, y daba la impresión de que cada uno de sus músculos hubiera sido esculpido en un mármol purísimo. Su pelo, medio largo hasta los hombros, era de color arena y lo llevaba recogido con frecuencia en una cola de caballo. Tenía la frente enérgica y la nariz completamente recta. Hoy llevaba unos tejanos azules desteñidos, rajados en las rodillas, y una camisa de lino arrugada, prendas que le conferían un desaliñado atractivo. Samuel era un arcángel y miembro de los Sagrados Siete. Aunque los arcángeles sólo ocupaban el segundo lugar en la divina jerarquía, eran muy selectos y tenían más relación que nadie con los seres humanos. De hecho, habían sido creados para servir de puente entre el Señor y los mortales. Pero Samuel, en el fondo, era sobre todo un guerrero, había sido él quien había visto arder Sodoma y Gomorra.
Quinn, por su parte, era una de las más sabias y antiguas de nuestra estirpe, aunque no aparentase más de veinte años. Era un serafín, la orden angélica más cercana al Señor. En el Reino, los serafines tenían seis alas que venían a indicar los seis días de la creación. Quinn llevaba tatuada en la muñeca una serpiente dorada, signo de su alto rango. Decían que los serafines intervenían en la batalla para arrojar fuego sobre la Tierra, pero la verdad es que era una de las criaturas más gentiles que he conocido. En su envoltura física, Quinn se parecía a una Madonna del Renacimiento con aquel cuello de cisne y aquella cara perfectamente torneada y pálida. Igual que Samuel, tenía unos ojos verdes y penetrantes. Esa mañana llevaba un vestido blanco y vaporoso y unas sandalias doradas.
En cuanto a mí, yo no tenía nada de especial; era sólo un ángel vulgar y corriente, uno del montón, situado en el escalón más bajo de la jerarquía. A mí no me importaba. Eso implicaba que podía relacionarme con los espíritus humanos que ingresaban en el Reino. Físicamente tenía, como toda mi familia, un aspecto etéreo, salvo por mis ojos, de un azul intenso, y por la melena rubia que me caía en suaves ondas por la espalda. Yo había creído que, una vez que te habían asignado un destino terrenal, podías escoger tu propia apariencia física, pero la cosa no iba así. Había sido creada más bien menuda y con rasgos delicados, no demasiado alta, pero tampoco baja, con la cara más común que puede ver, orejas de duendecillo y una piel pálida como la leche. Cada vez que me veía reflejada en un espejo, percibía un entusiasmo que no encontraba en los rostros de mis hermanos. Aunque lo intentara, no lograba adoptar la pose distante de Sam y Quinn. Ellos raramente perdían la compostura o la seriedad, por dramático que fuese lo que sucediera a su alrededor. A mí, en cambio, aunque me esforzara en darme aires de suficiencia, siempre se me veía una expresión de curiosidad insaciable.
Quinn se levantó y se acercó al fregadero con su plato. Más que caminar, parecía bailar cuando se movía. Tanto ella como Samuel poseían una gracia natural que yo era incapaz de imitar.
Más de una vez me habían acusado de ser una torpe y de andar dando tumbos por la casa.
Después de tirar la tostada que se había limitado a mordisquear, se repantigó en el asiento de la ventana con el periódico desplegado.
— ¿Qué noticias hay? —pregunté.
Por respuesta me mostró la primera página. Ojeé los titulares —bombardeos, desastres naturales, crisis económica— y me di por vencida en el acto.
—No es de extrañar que la gente no se sienta segura aquí —dijo Quinn con un suspiro—. Es imposible, si no se fían unos de otros.
—Siendo así, ¿qué podemos hacer por ellos? —pregunté, vacilante.
—Será mejor no hacerse demasiadas ilusiones por ahora —contestó Samuel—. Los cambios llevan su tiempo, según dicen.
—Además, no nos corresponde a nosotros salvar al mundo —añadió Quinn—. Nosotros hemos de concentrarnos en nuestra pequeña parcela.
— ¿Te refieres a este pueblo?
—Claro —asintió—. Este pueblo estaba entre los objetivos de las Fuerzas Oscuras. Es extraño, ¿no?, quiero decir, los sitios que eligen.
—Me imagino que empiezan por abajo para ir cada vez a más —comentó Samuel con una mueca de repugnancia—. Si pueden conquistar un pueblo, podrán conquistar una ciudad, luego un estado y finalmente un país entero.
— ¿Cómo podemos saber los daños que ya han provocado? —pregunté.
—Eso se aclarará a su debido tiempo —dijo Samuel.
Pero con la ayuda del Cielo, nosotros pondremos fin a su obra de destrucción. No fallaremos en nuestra misión y, cuando nos vayamos, este sitio volverá a estar en manos del Señor.
—Entre tanto, intentemos adaptarnos y mezclarnos con la gente —dijo Quinn, quizás haciendo un esfuerzo para aligerar el tono de la conversación. Poco me faltó para soltar una carcajada. Me dieron ganas de decirle que se mirase al espejo. Quinn podría tener siglos a sus espaldas, pero a veces parecía muy ingenua. Incluso yo sabía que «mezclarse» iba a resultar muy difícil.
Saltaba a la vista que éramos diferentes, y no como pueda serlo un estudiante de Bellas Artes que lleve el pelo teñido y medias estrafalarias. No, nosotros éramos diferentes de verdad: diferentes como de otro mundo. Cosa nada sorprendente teniendo en cuenta quiénes éramos… o mejor, qué éramos. Había muchas cosas que nos volvían llamativos. De entrada, los humanos tenían defectos y nosotros no. Si nos veías entre una multitud, lo primero que te llamaba la atención era nuestra piel, tan translúcida que habrías llegado a creer que contenía partículas de luz, lo cual se hacía aún más evidente al oscurecer, cuando toda la piel que quedaba a la vista emitía un resplandor, como si tuviera una fuente interior de energía. Nosotros, además, no dejábamos huellas, ni siquiera cuando caminábamos por una superficie muy blanda como la hierba o la arena. Y nunca nos pillarías con una camiseta demasiado escotada por detrás: siempre las usábamos cerradas para disimular un pequeño problema cosmético.
A medida que nos introducíamos en la vida del pueblo, la gente no dejaba de preguntarse qué hacíamos en un rincón tan apartado como Venus Cove. Unas veces nos tomaban por turistas que habían decidido prolongar su estancia; otras, nos confundían con personajes famosos y nos preguntaban por programas de televisión de los que ni siquiera habíamos oído hablar. Nadie adivinaba que estábamos trabajando; que habíamos sido reclutados para socorrer a un mundo que se encontraba al borde de la destrucción. Sólo hacía falta abrir un periódico o poner la televisión para entender por qué habíamos sido enviados: asesinatos, secuestros, ataques terroristas, guerras, atracos a los ancianos… La lista era espantosa e interminable. Había tantas almas en peligro que los Agentes de la Oscuridad habían aprovechado la ocasión para agruparse.
Samuel, Quinn y yo, estábamos allí para contrarrestar su influencia. Habían enviado a otros Agentes de la Luz a distintos lugares de todo el planeta y, al final, nos reunirían a todos para evaluar lo que habíamos descubierto. Yo sabía que la situación era alarmante, pero estaba convencida de que no fallaríamos. De hecho, creía que nos resultaría fácil: nuestra sola presencia constituiría una solución divina. Eso pensaba. Estaba a punto de descubrir que me equivocaba de medio a medio. Era una suerte que nos hubieran destinado a Venus Cove, un lugar impresionante y lleno de llamativos contrastes. Había zonas de la costa muy escarpadas que el viento azotaba sin cesar. Desde nuestra casa veíamos los imponentes acantilados que se asomaban al océano oscuro y revuelto, y oíamos aullar al viento entre los árboles. Pero si te desplazabas un poco tierra adentro había pasajes bucólicos, y colinas onduladas llenas de vacas pastando, y molinos preciosos.
La mayoría de las casas de Venus Cove eran modestas viviendas de madera, pero más cerca de la costa había una serie de calles arboladas con edificios más grandes y espectaculares. Nuestra propia casa, «Byron», era una de ellas. A Samuel no le entusiasmaba demasiado, que digamos: el clérigo que había en él la encontraba excesiva. Sin duda se habría sentido más cómodo en una vivienda menos lujosa. A Quinn y a mí, en cambio, nos encantaba. Y si los poderes superiores no creían que nos fuese a hacer ningún daño disfrutar nuestra estancia en la Tierra, ¿quiénes éramos nosotros para pensar lo contrario? Yo me temía que aquella casa no iba a ayudarnos a conseguir nuestro objetivo de mezclarnos con la gente, pero mantuve la boca cerrada. No quería quejarme ni poner objeciones porque ya me sentía de por sí como una carga para la buena marcha de la misión.
Venus Cove tenía una población de unos tres mil habitantes, aunque la cifra se doblaba durante el verano, cuando todo el pueblo se transformaba en un abarrotado centro de vacaciones. La gente, en cualquier época del año, era abierta y simpática. Me gustaba la atmósfera que reinaba allí. No había tipos trajeados trotando hacia sus oficinas de altos vuelos. Allí nadie tenía prisa. A la gente le daba igual cenar en el restaurante más selecto del pueblo o en un bar de la playa. Eran demasiado tranquilos para preocuparse por esas cosas.
— ¿Tú estás de acuerdo, Brittany? —El sonoro timbre de voz de Samuel me devolvió a la realidad. Traté de retomar el hilo de la conversación, pero me había quedado en blanco.
—Perdona —dije—. Estaba a miles de kilómetros. ¿Qué decías? —Sólo estaba fijando algunas normas básicas. Todo va a ser distinto a partir de ahora.
Se le veía otra vez ceñudo y algo irritado por mi falta de atención. Esa misma mañana empezábamos los dos en el colegio Bryce Hamilton: yo como alumna y Samuel como el nuevo profesor de música. Un colegio podía resultar un lugar útil para empezar a contrarrestar a los emisarios de la oscuridad, ya que estaba lleno de gente joven cuyos valores se encontraban en plena evolución. Como Quinn era un ser demasiado sobrenatural para ingresar entre una manada de alumnos de secundaria, se había decidido que ella actuaría como consejera nuestra y que se ocuparía de nuestra seguridad, o mejor dicho, de la mía, porque Samuel sabía cuidarse de sí mismo
—Lo importante es que no perdamos de vista para qué estamos aquí —dijo Quinn—. Nuestra misión es bien clara: realizar buenas obras y actos de caridad, tener gestos bondadosos y predicar con el ejemplo. No nos convienen los milagros por ahora, al menos mientras no podamos prever cómo serán acogidos. Al mismo tiempo, nos interesa observar y descubrir todo lo que podamos sobre la gente. La cultura humana es muy compleja, no hay nada parecido en todo el universo.
Me daba la sensación de que aquellas normas iban dirigidas sobre todo a mí. Samuel nunca tenía problemas para arreglárselas en cualquier situación.
—Esto va a ser divertido —dije, quizá con más entusiasmo de la cuenta.
—No se trata de divertirse —me soltó Samuel—. ¿Es que no has oído lo que acabamos de decir?
—Lo que pretendemos básicamente es alejar las influencias maléficas y restablecer la confianza entre las personas —dijo Quinn en tono conciliador—. No te preocupes por ella, Sam lo va a hacer muy bien.
—Resumiendo, estamos aquí para impartir nuestra bendición entre la comunidad —prosiguió mi hermano—. Pero no debemos llamar demasiado la atención. Nuestra prioridad es que no sea detectada nuestra presencia. Procura, por favor, Brittany, no decir nada que pueda… inquietar a los alumnos. Ahora me tocaba a mí ofenderme.
— ¿Como qué? —dije—. Vamos, cualquiera diría que doy miedo.
—Ya sabes a qué se refiere —intervino Quinn—. Lo único que sugiere es que pienses bien lo que dices antes de hablar. Nada de comentarios personales sobre nuestro hogar, nada de «Dios piensa» o «Dios me ha dicho»… Podrían pensar que andas tramando algo.
—Vale —dije, malhumorada—. Espero que al menos se me permita revolotear por los pasillos a la hora del almuerzo.
Samuel me lanzó una mirada severa. Yo tenía la esperanza de que captara el chiste, pero su expresión se mantuvo inalterable. Suspiré. Lo quería mucho, pero no podía negarse que no tenía ningún sentido del humor.
—No te preocupes. Me portaré bien, te lo prometo. —El autocontrol es de máxima importancia —dijo Quinn.
Volví a suspirar. Sabía muy bien que yo era la única que debía aprender a controlarse. Quinn y Samuel tenían experiencia de sobra y para ellos se había convertido casi en su segunda naturaleza. Se sabían las normas al derecho y al revés. Además, ambos tenían una personalidad más estable que la mía. Podrían haberse llamado perfectamente el Rey y la Reina de Hielo. Nada los perturbaba, nada los inquietaba. Y lo más importante: nada parecía disgustarlos. Eran como dos actores bien entrenados y el texto les salía en apariencia sin ningún esfuerzo. Para mí era distinto; yo había tenido que esforzarme desde el primer momento. Volverme humana me había resultado profundamente desconcertante por algún motivo. No estaba preparada para aquella intensidad; era como pasar de un vacío dichoso a una montaña rusa de sensaciones acumuladas todas de golpe. A veces se me entrecruzaban unas con otras y el resultado era una confusión total. Sabía que debía distanciarme de todos los elementos emocionales, pero aún no había descubierto cómo hacerlo. Me maravillaba la facilidad de los humanos normales y corrientes para convivir con aquel torbellino de emociones que bullían sin parar bajo la superficie: era agotador. Yo procuraba ocultarle esas dificultades a Samuel; no quería confirmar sus temores ni que tuviera peor concepto de mí a causa de mis apuros. Si mis hermanos sentían en algún momento algo parecido, lo disimulaban muy bien.
Quinn fue a preparar mi uniforme y a buscar una camisa y unos pantalones limpios para Sam como miembro del personal docente, él tenía que ir con camisa y corbata, y la verdad es que la idea no le hacía mucha gracia. Normalmente llevaba tejanos y suéteres holgados. Cualquier prenda demasiado ajustada nos resultaba agobiante. En general, la ropa nos producía la extraña impresión de estar atrapados, así que compadecí a Samuel cuando lo vi bajar retorciéndose de pura incomodidad bajo aquella impecable camisa blanca que aprisionaba su torso y dando tirones a la corbata hasta que logró aflojar el nudo.
La ropa no era la única diferencia; también habíamos tenido que aprender a practicar los rituales de higiene y cuidado personal, como ducharnos, cepillarnos los dientes y peinarnos.
En el Reino, donde la existencia no requería tareas de mantenimiento, no teníamos que pensar en nada parecido. Vivir como ente físico te obligaba a recordar muchas más cosas.
— ¿Estás segura de que hay una indumentaria establecida para los profesores? —preguntó Sam
—Me temo que sí —contestó Quinn—, pero aun suponiendo que me equivoque, ¿de veras quieres correr el riesgo el primer día?
— ¿Qué tenía de malo lo que llevaba puesto? —gruñó él, enrollándose las mangas para tener los brazos libres—. Al menos era más cómodo.
Quinn chasqueó la lengua y se volvió para comprobar que me había puesto correctamente el uniforme. Tenía que reconocer que era bastante elegante para lo que solían ser los uniformes. El vestido era de un azul pálido muy favorecedor, con la parte delantera plisada y cuello blanco estilo Peter Pan. Había que llevar también calcetines de algodón hasta las rodillas, zapatos marrones con hebilla y una chaqueta azul marino con el escudo del colegio bordado en el bolsillo delantero con hilo dorado. Quinn me había comprado unas cintas blancas y azul pálido que ahora entretejió hábilmente con mi cabello ajustado.
—Ya está —dijo, con una sonrisa satisfecha—. De embajadora celestial a colegiala del pueblo.
Habría preferido que no utilizara la palabra «embajadora»: me ponía nerviosa. Tenía mucho peso, suscitaba demasiadas expectativas, pero no la clase de expectativas corrientes que los humanos solían albergar, en el sentido de que sus hijos ordenaran su habitación, cuidaran de sus hermanos e hicieran los deberes. Aquéllas debían cumplirse. De lo contrario… bueno, no sabía lo que pasaría en ese caso. Ahora sentía que las piernas me flaqueaban y que se me iban a doblar en cualquier momento.
—No estoy segura, Sam —dije, aun siendo consciente de lo voluble que sonaba—. ¿Y si no estoy preparada?
—La decisión no está en nuestras manos —respondió Samuel sin perder la compostura—. Nosotros tenemos un único propósito: cumplir nuestros deberes con el Creador.
—Y yo quiero hacerlo, pero es que… es una escuela de secundaria. Una cosa es observar la vida a distancia; pero nosotros vamos a zambullirnos en el meollo mismo.
—Ésa es la cuestión —dijo Samuel—. No se puede esperar que ejerzamos ninguna influencia a distancia.
— ¿Y si algo sale mal?
—Yo me encargaré de arreglarlo.
—La Tierra parece un lugar peligroso para los ángeles.
—Por eso estoy aquí.
Los peligros que imaginaba no eran meramente físicos. Para esa clase de problemas teníamos recursos y sabíamos cómo manejarlos. Lo que a mí me inquietaba era la seducción de las cosas humanas. Dudaba de mí misma e intuía que eso podía hacerme perder de vista mis propósitos más elevados. Al fin y al cabo, había sucedido otras veces con consecuencias nefastas… Todos habíamos oído espantosas leyendas sobre ángeles caídos que habían sido seducidos por los placeres humanos, y sabíamos muy bien cómo habían acabado. Quinn y Samuel observaban el mundo que los rodeaba con una mirada experta y consciente de los escollos, pero para una novata como yo el peligro era enorme.
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Mensaje por micky morales Sáb Ago 10, 2013 9:36 am

sospecho que brittany va a meterse en algunos poblemas!
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Mensaje por Elisika-sama Sáb Ago 10, 2013 10:16 am

hola! muy buena tu historia.

espero que brittany no se meta en muchs follones.

besos
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Mensaje por Tat-Tat Sáb Ago 10, 2013 2:10 pm

Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiigue!!!!
Britt debe ser empática, por eso la escogieron! Ahora... pq escogieron ese pueblo?? Santana tiene algo que ver! Estoy segura xD
(no he leído el libro o lo que sea, así que no tengo idea de lo que se trata la historia)
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cerrado Fanfic [Brittana] Halo. capitulo 3. Venus Cove

Mensaje por Emma.snix Dom Ago 11, 2013 2:29 pm

Hola que tal, me da mucho gusto que le este gustando esta historia y gracias por sus comentarios...
Aquí les dejo el siguiente capitulo


Capitulo 3:
Venus Cove

La escuela Bryce Hamilton estaba en las afueras del pueblo, encaramada en lo alto de una cuesta. Desde cualquier punto del edificio disfrutabas de una espléndida vista, ya fuese de viñedos y verdes colinas, con alguna que otra vaca pastando, y de los abruptos acantilados de la Costa de los Naufragios, así llamada por el gran número de buques hundidos en sus aguas traicioneras a lo largo del siglo XIX. La escuela, una mansión de piedra caliza con ventanas en arco, magníficos prados y un campanario, era uno de los edificios más originales del pueblo. Había servido una vez como convento antes de que se convirtiera en colegio en los años sesenta.
Una escalinata de piedra conducía a la doble puerta de la entrada principal, que se hallaba bajo la sombra de un gran arco cubierto por una enredadera. Adosada al colegio había una pequeña capilla de piedra donde se celebraban en ocasiones servicios religiosos; aunque, según nos dijeron, se había convertido para los alumnos en un lugar donde refugiarse cuando sentían necesidad de ello. Había un alto muro de piedra rodeando los jardines y unas verjas de hierro rematadas con puntas de lanza por las que se accedía con el coche al sendero de grava.
A pesar de su aire arcaico, Bryce Hamilton tenía fama de ser un colegio adaptado a los nuevos tiempos. Era conocido por su atención a los problemas sociales y frecuentado por familias progresistas que no deseaban someter a sus hijos a ningún tipo de despotismo. Para la mayoría de los alumnos, el colegio formaba parte de una larga tradición familiar, pues sus padres e incluso sus abuelos habían asistido a sus clases.
Quinn, Samuel y yo nos quedamos frente a la verja observando cómo llegaba poco a poco la gente. Me concentré para tratar de apaciguar a las mariposas que me bailaban en el estómago. Era una sensación incómoda y, a la vez, extrañamente emocionante. Aún me estaba acostumbrando a los efectos que las emociones tenían en el cuerpo humano. Curiosamente, el hecho de ser un ángel no me ayudaba ni poco ni mucho a superar los nervios del primer día cuando empezaba cualquier cosa. Aunque no fuera humana, sabía que las primeras impresiones podían ser decisivas a la hora de ser aceptada o quedar marginada. Había oído más de una vez las oraciones de las adolescentes y la mayoría se centraban en dos únicos deseos: ser admitidas en el grupo más «popular» y encontrar un novio o una novia que jugase en el equipo de rugby. Por mi parte, me conformaba con hacer alguna amistad.
Los alumnos iban llegando en grupitos de tres o cuatro: las chicas vestidas igual que yo; los chicos con pantalones grises, camisa blanca y corbata a rayas verdes y azules. A pesar del uniforme, de todos modos, no era difícil distinguir a los grupos característicos que ya había observado en el Reino. En la pandilla de los aficionados a la música se veían chicos con el pelo hasta los hombros y greñas que casi les tapaban los ojos. Llevaban a cuestas estuches de instrumentos y lucían acordes musicales garabateados en los brazos. Caminaban arrastrando los pies y se dejaban la camisa por fuera de los pantalones. Había una pequeña minoría de góticos que se distinguían por el maquillaje exagerado alrededor de los ojos y por sus peinados en punta. Me pregunté cómo se las arreglarían para salirse con la suya, porque seguro que todo aquello contravenía las normas de la escuela. Los que se consideraban «artísticos» habían completado el uniforme con boinas, gorras y bufandas de colores. Algunas de las chicas se movían en manada, como un grupito de rubias platino que cruzaron la calle tomadas del brazo. Los tipos más estudiosos eran fáciles de identificar: iban con el uniforme impecable, sin aditamentos de ninguna clase, y llevaban a la espalda la mochila oficial del colegio. Caminaban como misioneros llenos de fervor, deprisa y con la cabeza gacha, como si estuvieran ansiosos por llegar al recinto sagrado de la biblioteca. Un grupo de chicos, todos con la camisa por fuera, la corbata floja y zapatillas de deporte, se entretenían bajo la sombra de unas palmeras, echando tragos a sus latas de refrescos y a sus cartones de leche con chocolate.
No parecían tener ninguna prisa por cruzar la verja; se daban puñetazos, se abalanzaban unos sobre otros e incluso rodaban por el suelo entre risotadas y gemidos. Vi cómo uno de ellos le tiraba a su amigo una lata vacía a la cabeza. Le rebotó en la frente y cayó tintineando por la acera. El chico pareció aturdido por un momento y enseguida estalló en carcajadas. Seguimos observando, cada vez más consternados y sin decidirnos a entrar. Un chico pasó tranquilamente por nuestro lado y se volvió a mirarnos con curiosidad. Llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás y los pantalones del uniforme se le escurrían por las caderas de tal manera que se veía perfectamente la marca de su ropa interior de diseño.
—He de reconocer que me cuesta aceptar estas modas modernas —dijo Samuel, frunciendo los labios. Quinn se echó a reír.
—Estamos en el siglo XXI. Procura no parecer tan crítico.
— ¿No es eso lo que hacen los profesores?
—Supongo. Pero entonces no esperes ser demasiado popular.
Quinn se volvió hacia la entrada y se irguió un poco más, aunque ya tenía una postura impecable. Le dio a Samuel un apretón en el hombro y me entregó una carpeta de papel manila que contenía mis horarios, un plano del colegio y otros documentos que había reunido unos días antes.
— ¿Lista? —me dijo.
—Más que nunca —respondí, tratando de dominar mis nervios. Me sentía como si estuviera a punto de lanzarme a la batalla—. Vamos allá.
Quinn se quedó junto a la verja, agitando la mano, como una madre que despide a sus hijos el primer día de colegio.
—Todo irá bien, Brittany —me aseguró Sam —. Recuerda de dónde venimos.
Ya habíamos previsto que nuestra llegada produciría cierta impresión, pero no esperábamos que la gente se detuviera con todo descaro a mirarnos boquiabierta, ni que se hicieran a un lado para abrirnos paso como si recibieran una visita de la realeza. Evité cruzar la mirada con nadie y seguí a Sam a la oficina de administración.
En el interior, la alfombra era de color verde oscuro y había una hilera de sillas tapizadas. A través de un panel de cristal se veía una oficina con un ventilador de pie y estanterías prácticamente hasta el techo. Una mujer rechoncha con una chaqueta rosa y un elevado sentido de su propia importancia se nos acercó con aire ajetreado. Justo en ese momento sonó el teléfono del escritorio de al lado y ella le lanzó una mirada altanera a la subalterna, como indicándole que el teléfono era cosa suya. Su expresión, de todos modos, se suavizó un poco cuando nos vio más de cerca.
— ¿Qué tal? —dijo jovialmente, repasándonos de arriba abajo—. Soy la señora Jordan, la secretaria. Tú debes de ser Brittany y usted… —bajó un poquito la voz mientras contemplaba admirada el rostro inmaculado de Sam—. Usted debe de ser el señor Pierce, nuestro nuevo profesor de música.
Salió de detrás del panel y se metió bajo el brazo la carpeta que llevaba para estrecharnos la mano con entusiasmo.
— ¡Bienvenidos a Bryce Hamilton! Le he asignado a Brittany una taquilla en la tercera planta; podemos subir ahora. Luego, señor Pierce, yo misma lo acompañaré a la sala de profesores. Las reuniones se celebran los martes y los jueves. Espero que disfruten de su estancia entre nosotros. Ya verán que es un lugar muy animado. Puedo afirmar con toda sinceridad que en mis veinte años aquí no me he aburrido ni un solo día.
Samuel y yo nos miramos, preguntándonos si no sería aquello una forma sutil de advertirnos sobre lo que podía esperarse de la escuela. Nos arrastró fuera de la oficina con sus movimientos apresurados y pasamos junto a las pistas de baloncesto, donde un grupo de chicos y chicas botaban un balón con furia sobre el asfalto y lanzaban canastas.
—Hay un gran partido esta tarde —nos explicó la señora Jordan con un guiño, como si fuera un secreto. Luego alzó la vista con los ojos entornados hacia las nubes que se estaban acumulando y frunció el ceño—. Espero que el tiempo aguante. Nuestros chicos se llevarían una decepción si hubiera que aplazarlo.
Mientras ella seguía charlando, vi que Samu miraba el cielo. Luego extendió disimuladamente la mano con la palma hacia arriba y cerró los ojos. Los anillos de plata que llevaba en los dedos destellaron. De inmediato, como respondiendo a su orden silenciosa, los rayos del sol se abrieron paso entre las nubes, cubriendo las pistas de una pátina dorada.
— ¡Habrase visto! —Exclamó la señora Jordan—. Un cambio de tiempo… ¡ustedes dos nos han traído suerte!

Los pasillos del ala principal estaban enmoquetados de color borgoña y las puertas —de roble macizo con paneles de cristal— mostraban aulas de aspecto anticuado. Los techos eran altos y todavía quedaban algunas lámparas recargadas de otra época que ofrecían un brusco contraste con las taquillas cubiertas de grafitis alineadas a lo largo del pasillo. Había un olor algo mareante a desodorante y productos de limpieza, mezclado con el tufo grasiento a hamburguesa que venía de la cafetería. La señora Jordan nos hizo un tour acelerado mientras nos iba señalando las principales dependencias (el claustro, guarecido bajo una lona; el departamento de arte y multimedia; el bloque de ciencias; el salón de sesiones; el gimnasio; las pistas de atletismo, los campos de deporte y el centro de artes escénicas, conocido bajo las siglas CAE). Obviamente, la mujer andaba mal de tiempo, porque, después de mostrarme la taquilla, me indicó vagamente cómo se llegaba a la enfermería, me dijo que no vacilara en preguntarle cualquier cosa y, tomando a Sam del brazo, se lo llevó a toda prisa. Él se volvió mientras se alejaban y me lanzó una mirada inquieta.
¿Te las arreglarás?, me dijo sólo con los labios.
Le respondí con una sonrisa tranquilizadora y confié en que se me viera más segura de lo que me sentía. No quería que Samuel se preocupara por mí cuando él ya tenía sus propios asuntos que resolver. Justo entonces sonó una campana cuyos ecos se propagaron por todo el edificio, marcando el inicio de la primera clase. Y de repente me encontré sola en mitad de un pasillo lleno de desconocidos. Se abrían paso a empujones y pasaban por mi lado con indiferencia para dirigirse a sus aulas respectivas. Por un momento me sentí invisible, como si yo no tuviera nada que hacer allí. Eché un vistazo a mis horarios y me encontré con un jaleo de números y letras que muy bien podrían haber figurado en un idioma desconocido, porque para mí no tenían el menor sentido: V.QS11.
¿Cómo se suponía que iba a descifrar aquello? Llegué a considerar la posibilidad de deslizarme entre la gente y regresar a la calle Byron.
—Perdona —le dije a una chica con una melena de cabellos lacios que pasaba por mi lado. Ella se detuvo y me examinó con interés—. Soy nueva —le expliqué, mostrándole con un gesto de impotencia la hoja de mis horarios—. ¿Podrías decirme qué significa esto?
—Significa que tienes química con el Señor Velt en la S11 —me explicó—. Es al fondo del pasillo. Ven conmigo, si quieres. Estoy en la misma clase.
—Gracias —le dije con evidente alivio.
— ¿Tienes un respiro después? Si quieres puedo enseñarte un poco todo esto.
— ¿Un qué? —pregunté, perpleja.
—Un respiro, una hora libre—. Me lanzó una mirada divertida—. ¿Cómo les decían en tu escuela? —Su expresión se transformó, mientras consideraba una posibilidad más inquietante—. ¿O es que no tenías?
—No —respondí con una risita nerviosa—. No teníamos ninguna.
—Vaya rollo. Me llamo Rachel por cierto.
Era una chica muy guapa. Tenía la piel clara, una nariz prominente y unos ojos luminosos. Por el color de su tez, me recordaba a la chica de un cuadro que había visto: una pastora en un paisaje bucólico.
—Soy, Brittany —le dije sonriendo—. Encantada de conocerte.
Rachel aguardó con paciencia junto a mi taquilla mientras yo revolvía en mi bolsa y sacaba el libro de texto, un cuaderno de espiral y varios lápices. Sentía en parte el imperioso deseo de llamar a Samuel y pedirle que me llevara a casa. Ya casi notaba el contacto de sus brazos musculosos, protegiéndome de todo y conduciéndome de vuelta a Byron. Sam tenía la facultad de hacerme sentir segura, fueran cuales fuesen las circunstancias. Pero ahora no sabía cómo encontrarlo en aquel colegio inmenso; podía estar detrás de cualquiera de las puertas innumerables de todos aquellos pasillos idénticos. No tenía ni idea de dónde quedaba el ala de música. Me reprendí para mis adentros por depender tanto de Sam. Tenía que aprender a sobrevivir sin contar con su protección y estaba decidida a demostrarle que era capaz de hacerlo. Rachel abrió la puerta del aula y entramos. Por supuesto, llegábamos tarde.
El señor Velt era un hombre bajito y calvo con la frente muy brillante. Llevaba un suéter con un estampado geométrico que parecía medio desteñido de tanto lavarlo. Cuando entramos, estaba tratando de explicar una fórmula escrita en la pizarra a un montón de alumnos que lo miraban con aire ausente. Obviamente, habrían deseado estar en cualquier parte menos allí.
—Me alegro de verla entre nosotros, señorita Berry —le dijo a Rachel, que se deslizó rápidamente hacia el fondo del aula.
Luego el señor Velt me miró a mí. Había pasado lista y sabía quién era yo.
—Llega tarde en su primer día, señorita Pierce —dijo, chasqueando la lengua y arqueando una ceja—. Un principio no muy bueno, que digamos. Vamos, siéntese.
De repente cayó en la cuenta de que había olvidado presentarme. Dejó de escribir en la pizarra el tiempo justo para hacer una somera presentación.
—Atención, todos ustedes. Ésta es Brittany Pierce. Acaba de entrar en Bryce Hamilton, así que les ruego que hagan todo lo posible para que se sienta bien acogida en el colegio.
Sentí todos los ojos clavados en mí mientras me apresuraba a ocupar el último asiento disponible. Era en la última fila, al lado de Rachel, y cuando el señor Velt acabó su discursito y nos dijo que estudiáramos la siguiente serie de problemas, aproveché para observarla más de cerca. Me fijé en que llevaba el botón superior del uniforme desabrochado y también unos aros enormes de plata en las orejas. Había sacado del bolsillo una lima y se estaba haciendo las uñas por debajo del pupitre, pasando con todo descaro las instrucciones del profesor.
—No te preocupes por Velt —me susurró al ver mi expresión de sorpresa—. Es un estirado, un tipo amargado y retorcido. Sobre todo desde que su mujer presentó los papeles de divorcio. Lo único que lo pone en marcha en estos días es su nuevo descapotable. Tendrías que verlo manejar, ¡Es todo un perdedor!
Sonrió ampliamente. Tenía los dientes muy blancos y llevaba un montón de maquillaje, pero el rosado de su piel era natural.
—Brittany es un nombre muy mono —prosiguió—. Algo anticuado, eso sí. Pero, en fin, yo he de conformarme con Rachel, como el personaje de una serie televisiva. Le dirigí una torpe sonrisa. No sabía muy bien cómo responderle a una persona tan directa y segura de sí misma.
—Supongo que todos tenemos que conformarnos con el nombre que nos pusieron nuestros padres —dije, consciente de que era un comentario más bien pobre para seguir la conversación.
Pensé que en realidad ni siquiera debería hablar, dado que estábamos en clase y que el pobre señor Velt necesitaba toda la ayuda posible para imponer un poco de orden.
Además, aquella frase me hacía sentir como una impostora, porque los ángeles no tienen padres. Por un instante, tuve la sensación de que Rachel descubriría sin más mi mentira.
Pero no.
—Bueno, ¿y tú de dónde eres? —me preguntó, soplándoselas uñas de una mano y agitando con la otra un frasco de esmalte rosa fluorescente.
—Nosotros hemos vivido en el extranjero —le dije, mientras me preguntaba qué cara habría puesto si le hubiera dicho que era del Reino de los Cielos—. Nuestros padres siguen fuera todavía.
— ¿De veras? —Rachel parecía impresionada—. ¿Dónde?
Titubeé.
—En diferentes sitios. Viajan un montón.
Ella se lo tragó como si aquello fuese de lo más normal.
— ¿A qué se dedican?
Me devané los sesos buscando la respuesta. Nos habíamos preparado para todo aquello, pero me había quedado en blanco. Sería muy típico de mí cometer un error crucial en mi primera hora como estudiante. Al fin lo recordé.
—Son diplomáticos —le dije—. Ahora vivimos con mi hermano mayor, que acaba de empezar aquí como profesor de música. Nuestros padres se reunirán con nosotros en cuanto puedan.
Intentaba atiborrarla con toda la información posible para satisfacer su curiosidad y evitarme más preguntas. Los ángeles somos malos mentirosos por naturaleza. Esperaba que Rachel no desconfiara de mi historia. Estrictamente hablando, nada de lo que le había dicho era mentira.
—Genial —fue lo único que dijo—. Yo nunca he estado en el extranjero, pero he ido varias veces a la ciudad. Ya puedes prepararte para un cambio total de vida en Venus Cove. Esto suele ser muy tranquilo, aunque las cosas se han puesto un poco raras últimamente.
— ¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Yo llevo toda la vida aquí. Y también mis abuelos, que tenían una tienda. Y nunca en todo ese tiempo había pasado nada malo. Bueno, sí: un incendio en una fábrica o algún accidente en barca. Pero es que ahora… —Rachel bajó la voz—. Ha habido robos y accidentes muy extraños en todo el pueblo. El año pasado hubo una epidemia de gripe y murieron seis niños.
— ¡Qué espanto! —dije débilmente. Empezaba a hacerme una idea del alcance de los daños causados por los Agentes de la Oscuridad. Y la cosa no tenía buena pinta—. ¿Algo más?
—Pasó otra cosa —dijo Rachel—. Pero ni se te ocurra sacar el tema en el colegio. Hay un montón de chicos que aún están muy afectados.
—Descuida, mediré mis palabras —le aseguré.
—Bueno, resulta que hace unos seis meses, uno de los chicos mayores, Hunter Clarington, se subió al tejado del colegio para recoger una pelota de baloncesto que había ido a parar allí. No se estaba haciendo el idiota ni nada; sólo pretendía recogerla y ya está. Nadie sabe cómo sucedió la cosa, pero parece que resbaló y se cayó abajo. Fue a caer justo en mitad del patio, delante de todos sus amigos y amigas. No consiguieron borrar del todo la mancha de sangre, y ahora ya nadie juega allí.
Antes de que yo pudiera decir nada, el señor Velt carraspeó y lanzó una mirada fulminante en nuestra dirección.
—Señorita Berry, entiendo que está explicándole a nuestra nueva alumna el concepto de enlace covalente.
—Hmm, pues no exactamente, señor Velt —contestó Rachel—. No quiero matarla de aburrimiento el primer día.
Al señor Velt se le hinchó una vena en la frente y a mí me pareció que debía intervenir. Canalicé una corriente de energía sedante hacia él y vi con satisfacción que se le empezaba a pasar el berrinche. Sus hombros se relajaron y su rostro perdió aquel matiz lívido de ira para recuperar su coloración normal. Mirando a Rachel, soltó una risita tolerante, casi paternal.
—No puede negarse que tiene usted un inagotable sentido del humor, señorita Berry.
Ella se quedó desconcertada, pero tuvo el buen juicio de reprimir cualquier otro comentario.
—Mi teoría es que está pasando la crisis de los cincuenta —me susurró por lo bajo.
El señor Velt dejó de prestarnos atención y empezó a preparar el proyector de diapositivas. Gemí para mis adentros y procuré controlar un acceso de pánico. Los ángeles ya éramos bastante radiantes a la luz del día. En la oscuridad todavía era peor, aunque se podía disimular, pero bajo la luz halógena de un proyector, ¿quién sabía lo que ocurriría? Decidí que no valía la pena correr el riesgo. Pedí permiso para ir al baño y me escabullí del aula. Me entretuve en el pasillo, esperando a que el señor Velt acabara su presentación y encendiera otra vez las luces. A través del panel de cristal veía las diapositivas que iba mostrando a la clase: una descripción simplificada de la teoría del enlace de valencia. Me aliviaba pensar que sólo habría de estudiar aquellas cosas tan básicas durante una temporada.

— ¿Te has perdido?
Me sobresalté y me giré en redondo. Había una chica apoyada en las taquillas frente a la puerta. Aunque parecía más formal con la chaqueta del colegio, la camisa bien abrochada, era imposible no reconocer aquella cara y aquel pelo oscuro que aleteaba sobre unos vívidos ojos marrones. No esperaba volver a encontrármela, pero tenía otra vez delante a la chica del embarcadero y lucía la misma sonrisa irónica de aquella ocasión.
—Estoy bien, gracias —le dije, volviéndome de nuevo hacia la puerta. Si me había reconocido, no parecía demostrarlo. Aunque resultara una grosería por mi parte, pensé que dándole la espalda cortaría en seco la conversación. Me había pillado desprevenida y, además, había algo en ella que me hacía sentir insegura, como si de repente no supiera a dónde mirar ni qué hacer con las manos. Pero ella no parecía tener prisa.
— ¿Sabes?, lo normal es aprender dentro del salón de clase —comentó.
Ahora ya me vi obligada a volverme y a darme por enterada de su presencia. Intenté transmitirle mis pocas ganas de charla con una mirada gélida, pero cuando nuestros ojos se encontraron ocurrió algo totalmente distinto. Sentí de pronto una especie de tirón en las entrañas, como si el mundo se desplomara bajo mis pies y yo tuviera que sujetarme y encontrar un asidero para no venirme también abajo. Debí de dar la impresión de estar a punto de desmayarme porque ella extendió un brazo instintivamente para sostenerme.
Me fijé en el precioso cordón de cuero trenzado que llevaba en la muñeca: el único detalle que no encajaba en su apariencia tan atildada y formal.
El recuerdo que conservaba de ella no le hacía justicia. Tenía los rasgos llamativos de una actriz de cine, pero sin el menor rastro de presunción. Sus labios eran gruesos y se curvaba en una media sonrisa, sus ojos límpidos poseían una profundidad que no había percibido la primera vez. Era delgada, pero se adivinaban bajo su uniforme unos hombros de nadadora. Me miraba como si quisiera ayudarme pero no supiera muy bien cómo. Y mientras le devolvía la mirada, comprendí que su atractivo tenía tanto que ver con su aire tranquilo como con sus facciones regulares y su piel sedosa. Ojalá se me hubiera ocurrido alguna réplica ingeniosa a la altura de su aplomo y su seguridad, pero no encontraba ninguna adecuada.
—Sólo estoy un poco mareada, nada más —musité.
Dio otro paso hacia mí, todavía inquieta.
— ¿Quieres sentarte?
—No, ya estoy bien —respondí, meneando la cabeza con decisión.
Convencido de que no iba a desmayarme, me tendió la mano y me dirigió una sonrisa deslumbrante.
—No tuve la oportunidad de presentarme la otra vez que nos vimos. Me llamo Santana.
O sea que no lo había olvidado.
Tenía la mano muy cálida y delicada,  sostuvo la mía una fracción de segundo más de la cuenta. Recordé la advertencia de Sam de que nos mantuviéramos siempre alejados de interacciones humanas arriesgadas. Todas las alarmas se habían disparado en mi cabeza cuando fruncí el ceño y retiré la mano. No sería una jugada muy inteligente hacer amistad con una chica como aquélla, con un aspecto tan extraordinariamente atractiva y aquella sonrisa de mil quinientos vatios.
El hormigueo que sentía en el pecho cuando la miraba me decía que me estaba metiendo en un lío. Empezaba a saber descifrar las señales que emitía mi cuerpo y notaba que aquella chica me ponía nerviosa. Pero había otra sensación, un indicio apenas que no lograba identificar. Me aparté y retrocedí hacia la puerta de la clase, donde acababan de encenderse las luces. Sabía que me estaba portando como una maleducada, pero me sentía demasiado turbada para que me importase. Santana no pareció ofendida, sino sólo divertida por mi comportamiento.
—Yo me llamo Brittany—acerté a decir, abriendo ya la puerta.
—Nos vemos, Brittany —dijo.
Noté que tenía la cara como un tomate mientras entraba en la clase de Química y recibía una mirada de censura del señor Velt por haber tardado tanto en volver del baño.
Hacia la hora del almuerzo ya había descubierto que Bryce Hamilton era un campo minado lleno de proyectores de diapositivas y de otras trampas destinadas a desenmascarar a los ángeles en misión secreta como yo. En la clase de gimnasia tuve un ligero ataque de pánico cuando deduje que debía cambiarme delante de las demás chicas. Ellas empezaron a quitarse la ropa sin vacilar y a tirarla en las taquillas o por el suelo. A Rachel se le enredaron los tirantes del sujetador y me pidió que la ayudara, cosa que hice, apurada y nerviosa, confiando en que no reparase en la suavidad antinatural de mis manos.
—Guau, debes de hidratártelas como loca —me dijo.
—Cada noche —respondí en voz baja.
—Bueno, ¿qué me dices de la gente de Bryce Hamilton por ahora? Los chicos y chicas están que arden, ¿no?
—Bueno, no sé —respondí, desconcertada—. La mayoría parece tener una temperatura normal.
Rachel se me quedó mirando a punto de soltar una carcajada, pero mi expresión la convenció de que no bromeaba.
—Están que arden quiere decir que están buenos —murmuró—. ¿En serio que nunca habías oído esa expresión? ¿Dónde estaba tu último colegio?, ¿en Marte?
Me sonrojé al comprender el sentido de su pregunta inicial.
—No he conocido a ningún chico todavía —dije, encogiéndome de hombros—. Bueno, me he tropezado con una tal Santana.
Dejé caer su nombre como sin darle importancia, o al menos esperaba que sonara así.
— ¿Qué Santana? —me interrogó, ahora toda oídos—. ¿Es rubia? Santana Laro es rubia y juega en el equipo de Lacrosse. Es muy sexy. No te lo reprocharía si me dijeras que te gusta, aunque creo que ya tiene novio. ¿O ya han roto? No estoy segura, podría averiguártelo.
—La que yo digo tiene pelo negro —la interrumpí— y ojos marrones.
—Ah. —Su expresión cambió radicalmente—. Entonces tiene que ser Santana López. Es la delegada del colegio.
—Bueno, parece simpática.
—Yo de ti no iría por ella —me aconsejó. Lo dijo como preocupándose por mí, aunque me dio la sensación de que esperaba que aceptara su consejo sin rechistar. Tal vez fuera una de las normas en el mundo de las adolescentes: Las amigas siempre tienen razón.
—Yo no voy por nadie, Rachel —le dije, aunque no pude resistir la tentación de añadir—: Pero bueno, ¿qué tiene ella de malo? —No podía creer que aquella chica no fuera sencillamente perfecta.
—No, nada. Es bastante simpática —respondió—. Pero digamos que lleva demasiado lastre encima.
— ¿Y eso qué significa?
—Bueno, un montón de chicas y chicos han intentado que se interesen por ella, pero se ve que no está disponible en el sentido emocional.
— ¿Quieres decir que ya tiene novia? O ¿novio?
—Tenía. Se llamaba Emily. Pero nadie ha logrado consolarla desde que…
— ¿Rompieron? —apunté.
—No. —Rachel bajó la voz y se retorció los dedos—. Ella murió en un incendio hace poco más de un año. Eran inseparables antes de que sucediera aquello. La gente decía que se casarían y todo. Por lo visto, no ha aparecido nadie a la altura de Emily. No creo que ella lo haya superado de verdad.
—Qué espanto —murmuré—. Ella sólo debía de tener…
—Dieciséis —respondió Rachel—. También era bastante amiga de Hunter Clarington, quien incluso habló en el funeral. Estaba empezando a superar lo de Emily cuando Hunter se cayó del tejado. Todo el mundo creyó que iba a venirse abajo, pero se aisló emocionalmente y siguió adelante.
Me había quedado sin palabras. Mirando a Santana no habría adivinado la cantidad de dolor que había tenido que soportar, aunque, ahora que caía en ello, sí había una expresión precavida en su mirada.
—Ahora está bien —dijo Rachel—. Sigue siendo amiga de todo el mundo, continúa jugando en el equipo de rugby y entrena a las nadadoras de tercero. No es que no pueda ser simpática, pero es como si tuviera prohibida cualquier relación. No creo que quiera liarse otra vez después de la mala suerte que ha tenido.
—Supongo que no se le puede echar en cara.
Rachel reparó de golpe en que yo seguía aún con el uniforme y me dirigió una mirada severa.
—Date prisa, cámbiate —me apremió—. ¿Qué pasa?, ¿eres vergonzosa?
—Un poquito. —Le sonreí y me metí en el cubículo de la ducha.
Dejé de pensar repentinamente en Santana López al ver el uniforme de deporte que había de ponerme. Incluso contemplé la posibilidad de escabullirme por la ventana. Era de lo menos favorecedor que se pueda imaginar: pantalones cortos demasiado ceñidos y una camiseta tan exigua que apenas podría moverme sin enseñar la barriga. Esto iba a ser un problema durante los partidos, dado que los ángeles no teníamos ombligo: sólo una suave superficie blanca, sin marcas ni hendidura. Por suerte, las alas —con plumas, pero finas como el papel— se me doblaban del todo planas sobre la espalda, de manera que no debía preocuparme de que me las pudieran ver. Empezaban, eso sí, a darme calambres por la falta de ejercicio. No veía el momento de que saliéramos a volar por las montañas algún día, antes de amanecer, tal como Samuel nos había prometido.
Me estiré la camiseta hacia abajo todo lo que pude y me reuní con Rachel, que se había parado frente al espejo para aplicarse una generosa capa de brillo de labios. No acababa de entender para qué necesitaba brillo de labios durante la clase de gimnasia, pero acepté sin vacilar cuando me ofreció el pincel para no parecer descortés. No sabía cómo usar el aplicador, pero me las ingenié para ponerme una capa algo desigual. Supuse que hacía falta práctica. A diferencia de las demás chicas, yo no me había dedicado a experimentar con los cosméticos de mi madre desde los cinco años. De hecho, ni siquiera había sabido hasta hacía poco cómo era mi cara.
—Junta los labios y restriégatelos —dijo Rachel—. Así… Me apresuré a imitarla y descubrí que con esa maniobra se alisaba la capa de brillo y ya no tenía tanta pinta de payaso.
—Ahora está mejor —dijo, dándome su visto bueno.
—Gracias.
—Deduzco que no te pones maquillaje muy a menudo.
Meneé la cabeza.
—No es que lo necesites. Pero este color te queda de fábula.
—Huele de maravilla.
—Se llama Melon Sorbet.
Rachel parecía encantada consigo misma. Algo la distrajo, sin embargo, porque empezó a husmear el aire.
— ¿Hueles eso? —me preguntó.
Me quedé rígida, presa de un repentino ataque de inseguridad. ¿Sería yo? ¿Era posible que oliéramos de un modo repulsivo para los humanos? ¿Me habría rociado Quinn la ropa con algún perfume insoportable para el mundo de Rachel?
—Huele como… a lluvia o algo así —dijo. Me relajé en el acto. Lo que había captado era la fragancia característica que desprenden todos los ángeles: no exactamente a lluvia, aunque no dejaba de ser una descripción bastante aproximada.
—No seas cabeza de chorlito, Rachel —dijo una de sus amigas;  Taylah creía que se llamaba, aunque me las había presentado a todas apresuradamente—. Aquí no llueve.
Rachel se encogió de hombros y me arrastró fuera de los vestuarios. En el gimnasio, una rubia de unos cincuenta y pico con el cutis cuarteado por exceso de sol y unos shorts de licra se irguió de puntillas y nos gritó que nos tumbáramos e hiciéramos veinte flexiones.
— ¿No te parecen odiosos los profesores de gimnasia? —Dijo Rachel, poniendo los ojos en blanco—. Tan animosos y enérgicos… las veinticuatro horas del día.
No le respondí, aunque teniendo en cuenta el aire inflexible de aquella mujer y mi falta de entusiasmo atlético, seguramente no íbamos a llevarnos demasiado bien.
Media hora más tarde habíamos dado diez vueltas al patio y hecho cincuenta flexiones, cincuenta abdominales y un montón de ejercicios más. Y eso sólo para entrar en calor.
Me daban pena los demás, la verdad: todos tambaleándose, jadeando y con la camiseta empapada de sudor. Menos yo. Los ángeles no nos cansábamos; teníamos reservas ilimitadas de energía y no nos hacía falta administrarla. Tampoco transpirábamos; podíamos correr una maratón sin una sola gota de sudor. Rachel lo advirtió de pronto.
— ¡Ni siquiera resoplas! —Me dijo con aire acusador—. ¡Por Dios!, debes de estar en muy buena forma.
—O es que usa un desodorante increíble —añadió, Taylah tirándose por el escote todo el contenido de la botella de agua. Los chicos que estaban cerca la miraron boquiabiertos.
— ¡Empieza a hacer un calor aquí dentro! —les dijo para provocarlos, pavoneándose con la camiseta ahora semitransparente.
Al final, la profesora de gimnasia se dio cuenta del espectáculo y vino disparada como un toro furioso. El resto del día transcurrió sin mayores novedades, dejando aparte que yo estuve dando vueltas por los pasillos por si veía otra vez a la delegada del colegio, la tal Santana López. Después de lo que Rachel me había contado, me sentía halagada por el hecho de que me hubiera prestado atención siquiera. Pensé otra vez en nuestro encuentro en el embarcadero y recordé que me habían maravillado sus ojos: aquel marrón increíble y deslumbrante. Eran unos ojos que no podías mirar mucho tiempo sin que se te aflojaran las rodillas. Me pregunté qué habría pasado si hubiera aceptado su invitación y me hubiera sentado a su lado. ¿Habríamos charlado mientras yo probaba suerte con la caña de pescar? ¿Qué nos habríamos dicho? Me zarandeé a mí misma mentalmente. Yo no había sido enviada para eso a la Tierra. Me obligué a prometerme que no volvería a pensar en Santana López. Si me la encontraba por casualidad, no le haría caso. Y si ella trataba de hablar conmigo, le respondería con cuatro frases estereotipadas y me alejaría sin más. En resumen, no le permitiría que produjera el menor efecto en mí.
De más está decir que iba a fracasar espectacularmente.
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Mensaje por micky morales Dom Ago 11, 2013 4:34 pm

Pobre britt a parte de fingir que no es un angel tendra tambien que fingir que no la descoloca santana!
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Mensaje por Len104 Dom Ago 11, 2013 6:41 pm

Holaaa.. n.n.. Me le esa novela y me encanta.. Y tipo fue una re buena idea que lo hayas adaptado para un fic Brittana.. Fiel lectora.. n.n.. Espero que actualices pronto..

Besoooo.. n.n..
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Mensaje por aria Dom Ago 11, 2013 7:31 pm

Nueva lectora!!

Me encanta este fic, esta genial.. la historia es muy interesante..
Me gustan muchos los fic de como estos, ya le estoy agarrando amor los fic de angeles que se enamoran de humanos jejejej

Espero la actu...
aria
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Mensaje por Twinkle Dani Lun Ago 12, 2013 2:57 am

Hola!
Tu fic me atrapo *o* es demasiado bueno y que lo adaptes a las brittana lo hace mejor :D
por cierto, la obra original se llama tmb halo?
Bueno ya me has quitado el sueno pensando en el proximo encueentro de Britt con Santana e.e
No puedo esperar la actu ,saludos!
Twinkle Dani
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Mensaje por YoyoMay Lun Ago 12, 2013 3:50 am

—Quizás otro día —dijo la chica, captando el tono de Samuel. Yo me fijé en los hoyitos que se le formaban en las mejillas al sonreír.

Awwww. ¡Yo también me fijo en eso! <3


Bueno. Ahora, te diré que te has ganado una nueva y fiel lectora. ¡Esto está muy bonito, en verdad!
No puedo esperar a la próxima. Esto simplemente me fascina y me atrapa.
No sé qué más decirte. Gracias por esto, en verdad.

Bechotes! :D
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Mensaje por Emma.snix Mar Ago 13, 2013 6:57 pm

Hey que tal ... gracias por sus comentarios y estoy feliz por que le este gustando esta historia que ami parecer es muy maravillosa. esta es una novela original de Alexandra Adornetto para quien me pregunto y si se llama Halo ya verán por que ... son tres libros el primero se llaman Halo como ya saben, el segundo tiene el nombre de Hades y el tercero de Heaven. bueno no las aburro mas y aqui les dejo el cuarto capitulo. y muchas muchas gracias por comentar... xD





Capitulo 4:
Terrestre
Cuando sonó la última campana, recogí mis libros y traté literalmente de escapar, deseosa de evitarme los pasillos atestados de gente. Ya me habían dado bastantes empujones por un día; ya me habían interrogado y observado lo suficiente. A pesar de mis esfuerzos, no había tenido ni un momento de tranquilidad; durante las horas libres Rachel me había arrastrado de aquí para allá para presentarme a sus amigas, que me habían acribillado a preguntas como auténticas ametralladoras. A pesar de todo había llegado al final del día sin ningún contratiempo y eso ya me parecía un motivo de satisfacción.
Mientras esperaba a Sam me entretuve frente a la verja de la entrada, guarecida bajo la sombra de las palmeras. Me recliné contra una de ellas y apoyé la cabeza en su superficie fresca e irregular. Me maravillaba la variedad de la vegetación terrestre. Las palmeras, sin ir más lejos, me parecían una creación tan extraña como sorprendente. Tenían cierto aire de centinelas con aquellos troncos tan rectos y esbeltos, y la explosión de sus ramas en lo alto me recordaba los cascos con penacho de la guardia de un palacio. Mientras permanecía allí, observé a los alumnos que iban saliendo y se subían a los coches. Tiraban la mochila, se quitaban la chaqueta y enseguida se les veía mucho más relajado. Algunos se iban al pueblo, a reunirse en algún café o en sus locales favoritos. Yo no estaba nada relajada: me sentía sobrecargada de información; la cabeza me zumbaba mientras intentaba ordenar todo lo que había observado en aquellas horas. Ni siquiera la energía inagotable con la que habíamos sido creados podía impedir la sensación de agotamiento que me estaba entrando. Lo único que deseaba era volver a casa y ponerme cómoda.

Divisé a Sam bajando por la escalinata principal, seguido por un grupito de admiradores; la mayoría, chicas. Viendo el interés que había despertado, cualquiera habría dicho que era un personaje famoso. Las chicas siguieron tras él un buen trecho, aunque procurando que no se notara demasiado. A juzgar por su aspecto, Sam se las había arreglado para mantener la compostura y el aplomo durante todo el día, aunque su manera de apretar la mandíbula y el aire algo alborotado de su pelo me decían que ya debía de tener ganas de volver a casa. Las chicas se quedaron con la palabra en la boca cuando se volvió a mirarlas. Conocía a mi hermano y deducía que, a pesar de su serenidad aparente, a él no le hacía gracia aquel tipo de atención. Parecía más avergonzado que halagado.
Ya casi había llegado a la verja cuando una morenita de muy buena figura se tropezó delante de él, fingiendo con muy poca maña una caída accidental. Sam la sujetó en sus brazos antes de que se fuera al suelo. Se oyeron algunos grititos admirados entre las chicas que había alrededor, y me pareció que algunas rabiaban de celos simplemente porque a ellas no se les había ocurrido la idea. Pero tampoco había mucho que envidiar: Sam se limitó a sujetar a la chica para que no perdiera el equilibrio, recogió las cosas que se le habían caído de la mochila, volvió a tomar su propio maletín sin decir palabra y siguió caminando. No estaba haciéndose el antipático; sencillamente no veía la necesidad de decir nada. La chica se le quedó mirando afligida y sus amigas se apresuraron a apiñarse alrededor, quizá con la esperanza de que se les pegara algo del glamour del momento.
—Pobrecito, ya tienes un club de admiradoras —le dije, dándole unas palmaditas en el brazo, mientras echábamos a caminar hacia casa.
—No soy el único —respondió Samuel—. Tú tampoco has pasado inadvertida precisamente.
—Sí, pero nadie ha intentado hablar conmigo. —No quise contarle mi encuentro con Santana López. Algo me decía que Samuel no la vería con buenos ojos.
—Demos gracias, podría haber sido peor —añadió secamente.
Cuando llegamos a casa, le conté a Quinn nuestra jornada punto por punto. Samuel, que no había disfrutado ni mucho menos de cada detalle, permanecía en silencio. Quinn reprimió una sonrisa cuando le expliqué la historia de la chica que se había desplomado en sus brazos.
—Las adolescentes pueden ser poco sutiles en ocasiones —comentó, pensativa—. Los chicos no son tan transparentes. Es muy interesante, ¿no te parece?
—A mí me parece que están todos muy perdidos —dijo Sam—. Me pregunto si alguno de ellos sabe realmente de qué va la vida. No se me había ocurrido que tendríamos que empezar de cero. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.
Se quedó en silencio y los tres recordamos la tarea épica que teníamos por delante.
—Ya sabíamos que no iba a ser fácil —murmuró Quinn.
— ¿Sabéis lo que he descubierto? —dije—. Según parece, han pasado un montón de cosas en este pueblo en los últimos meses. Me han contado algunas historias espantosas.
— ¿Como qué? —preguntó Quinn.
—Dos estudiantes murieron en extraños accidentes el año pasado. Y ha habido brotes de enfermedades, incendios y un montón de cosas raras. La gente empieza a darse cuenta de que algo va mal.
—Por lo visto, hemos llegado justo a tiempo —comentó Quinn.
— ¿Pero cómo vamos a dar con los responsables? —pregunté.
—No podemos localizarlos por ahora —explicó Samuel.
Hemos de limitarnos a paliar las consecuencias y esperar a que hagan acto de presencia otra vez. Créeme, no se retirarán sin plantar batalla. Nos quedamos los tres callados, considerando la perspectiva de enfrentarnos a los seres causantes de tanta destrucción.
—Bueno, yo he hecho una amiga hoy —anuncié, más que nada para aligerar un poco el ánimo depresivo que se estaba adueñando de todos. Lo dije como si fuera un logro de gran importancia, pero ellos me miraron con aquella mezcla consabida de inquietud y censura.
— ¿Tiene algo de malo? —Añadí a la defensiva—. ¿Es que no puedo hacer amistades? Creía que la idea era justamente mezclarse con la gente.
—Una cosa es mezclarse y otra… ¿Te das cuenta de que las amigas requieren tiempo y energía? —Dijo Samuel—. Porque ellas querrán apegarse.
— ¿En el sentido de fundirse físicamente? —pregunté, perpleja.
—No. Me refiero a que querrán tener una relación más estrecha en el sentido emocional —me explicó mi hermano─. Las relaciones humanas pueden llegar a unos extremos de intimidad antinaturales. Eso nunca lo entenderé.
—También pueden representar una distracción —se sintió obligada a añadir Quinn—. Sin olvidar que la amistad siempre entraña ciertas expectativas. Procura elegir con cuidado.
— ¿Qué clase de expectativas?
—Las amistades humanas se basan en la confianza. Los amigos comparten sus problemas, intercambian confidencias y…
Fue perdiendo impulso a medida que hablaba hasta que se interrumpió. Sacudió su cabeza dorada y le pidió ayuda a Samuel con la mirada.
—Lo que Quinn quiere decir es que cualquiera que se haga amiga tuya empezará a hacer preguntas y a esperar respuestas —dijo Sam—. Querrá formar parte de tu vida, lo cual es peligroso.
—Bueno, muchas gracias por el voto de confianza —repliqué, indignada—. Sabéis que no haría nada que pudiera poner en peligro la misión. ¿Tan estúpida creen que soy?
Me gustó contemplar las miradas culpables que cruzaron. Yo quizás era más joven y menos experimentada que ellos, pero eso no les daba derecho a tratarme como a una idiota.
—No, no lo creemos —dijo Samuel, conciliador—. Y naturalmente que confiamos en ti. Sólo queremos evitar que las cosas se compliquen.
—Descuida —dije—. Pero aun así deseo experimentar lo que es la vida de una adolescente.
—Hemos de tener cuidado. —Alargó el brazo y me dio un apretón en la mano—. Nos han confiado una tarea que es mucho más importante que nuestros deseos individuales.
Dicho así, parecía que tuviese razón. ¿Por qué habría de ser siempre tan sabio y tan irritante? ¿Y por qué resultaba imposible seguir enfadada con él?
En la casa me sentía mucho más relajada. Habíamos conseguido hacerla nuestra en muy poco tiempo. Estábamos manifestando un rasgo típicamente humano —personalizar un espacio específico e identificarse con él—, y la verdad, después del día que habíamos pasado, aquel lugar me resultaba como un santuario. Incluso Sam, aunque se habría resistido a reconocerlo, empezaba a sentirse a gusto allí. Raramente no molestaba nadie llamando al timbre (la imponente fachada debía de amedrentar a los visitantes), así que, una vez en casa, teníamos toda la libertad para hacer lo que nos apeteciera.
Aunque a lo largo del día había tenido tantas ganas de volver, ahora no sabía qué hacer con mi tiempo. Para Samuel y Quinn no había problema. Ellos siempre estaban absortos leyendo un libro, o tocando el piano de media cola, o preparando algo en la cocina con los brazos hasta el codo de harina. Yo no tenía ninguna afición y no hacía más que deambular por la casa. Decidí concentrarme un rato en las tareas domésticas. Saqué un montón de ropa lavada y la doblé. El ambiente se notaba algo cargado porque la casa había estado cerrada todo el día, así que abrí algunas ventanas mientras me dedicaba a ordenar un poco la mesa del comedor. Recogí unas espigas muy aromáticas del patio y las coloqué en un esbelto jarrón. Advertí que había un montón de propaganda en el buzón y me hice una nota mental para comprar uno de esos adhesivos de «No se acepta correo comercial» que había visto en otros buzones de la calle. Eché una ojeada a un folleto antes de tirarlo todo a la basura y vi que habían abierto en el pueblo una nueva tienda de deportes. Se llamaba, con escasa originalidad, SportsMart, y el folleto anunciaba las ofertas de inauguración.
Me sentía extraña realizando todas aquellas tareas corrientes cuando toda mi existencia estaba muy lejos de serlo. Me pregunté qué andarían haciendo en ese momento las demás chicas de diecisiete años: quizás ordenando sus habitaciones ante el ultimátum exasperado de sus padres; o escuchando a sus grupos favoritos en un IPod; o enviándose mensajes de texto y haciendo planes para el fin de semana; o revisando su correo electrónico… Cualquier cosa, en lugar de estudiar.
Nos habían puestos deberes en tres materias al menos y yo me los había anotado con diligencia en mi diario escolar, a diferencia de la mayoría de mis compañeros, que parecían confiar alegremente en su memoria. Me dije que debería empezar ya para tenerlos al día siguiente, pero sabía que apenas me llevaría tiempo hacerlos y que difícilmente iban a plantearme un gran esfuerzo intelectual. Vamos, que estaban chupados. Seguro que me sabría la respuesta a todas las preguntas, así que la idea de ponerme maquinalmente a hacer los deberes me parecía una pérdida de tiempo. Aun así, arrastré con desgana la mochila a mi habitación.
A mí me había tocado la del desván, que quedaba en lo alto de la escalera y miraba al mar. Incluso con las ventanas cerradas se oía el rítmico sonido de las olas rompiendo contra las rocas. Había un estrecho balcón con una balaustrada de rejilla, una silla de mimbre y una mesita, desde donde se veían las barcas cabeceando en el agua. Me senté un rato allí con el rotulador en la mano y el libro de psicología delante, abierto por una página con el epígrafe Respuesta galvánica de la piel.

Necesitaba mantener ocupada mi mente, aunque sólo fuera para dejar de pensar en mis encuentros con la delegada de Bryce Hamilton. Era como si la tuviese presente todo el rato: sus ojos penetrantes, su camisa un poco desbotonada. Las palabras de Rachel no dejaban de resonar en mi interior: Yo, que tú, no iría  por ella… Lleva demasiado lastre encima. Me preguntaba por qué me sentía tan intrigada, y por mucho que trataba de quitármela de la cabeza, no lo conseguía. Me obligaba a pensar en otras cosas, pero pasaba un rato y allí la tenía otra vez: su rostro flotaba en la página que trataba de leer; la imagen de su muñeca con aquel cordón de cuero trenzado interrumpía mis pensamientos. Me habría gustado saber cómo era Emily; y cómo te sentías al perder a una persona que amabas.
Fingí que ordenaba un poco la habitación antes de bajar a la cocina y ofrecerle mi ayuda a Sam para preparar la cena. Él seguía sorprendiéndonos a Quinn y a mí con aquella dedicación abnegada a la tarea de cocinar para todos. En parte lo hacía para mimarnos, pero también porque le parecía fascinante manipular y cocinar los alimentos. Como la música, aquello le proporcionaba un desahogo creativo. Cuando entré, estaba de pie junto a la mesa de mármol blanco, limpiando un surtido de setas con un trapo a cuadros. De vez en cuando fruncía el ceño y consultaba un libro de cocina apoyado en un atril metálico. Había puesto en remojo, en un cuenco pequeño, unos trozos de una cosa que parecía corteza oscura. Leí por encima de su hombro el nombre de la receta: Risotto de setas. Parecía algo ambicioso para un principiante, pero enseguida tuve que recordarme a mí misma que él era Samuel, el arcángel, y que siempre destacaba en todo aunque no tuviera práctica.
—Espero que te gusten las setas —dijo, viendo mi expresión de curiosidad.
—Me figuro que estamos a punto de descubrirlo —respondí, sentándome a la mesa. Me gustaba mirarlo trabajar y siempre me asombraba la destreza y la precisión de sus movimientos. En sus manos, las cosas más corrientes parecían transformarse. La transición de ángel a humano había sido mucho menos brusca para Sam y Quinn; ellos parecían ajenos a las trivialidades cotidianas, pero al mismo tiempo daban la impresión de saber muy bien lo que se hacían. Además, se habían acostumbrado en el Reino a percibirse mutuamente y habían conservado esa facultad durante nuestra misión. Yo les resultaba mucho más difícil de descifrar, y eso les preocupaba.
— ¿Te apetece un té? —le dije, deseosa de colaborar—. ¿Dónde está Quinn?
Justo en ese momento entró ella en la cocina, con unos pantalones de lino, una camiseta sin mangas y el pelo todavía húmedo de la ducha. Había algo diferente en su aspecto: ya no tenía el mismo aire soñador de antes y me pareció ver una expresión decidida en su rostro. Daba la impresión de tener otras cosas en la cabeza, porque en cuanto le serví el té, se excusó y salió de nuevo. La había visto aquella tarde, además, escribiendo una página tras otra en su cuaderno.
— ¿Le pasa algo? —le pregunté a Sam.
—Sólo pretende que las cosas sigan avanzando —respondió.
No tenía ni idea de cómo pensaba Quinn lograr una cosa así, pero envidiaba su manera de marcarse objetivos. ¿Cuándo descubriría yo la mía? ¿Cuándo tendría la satisfacción de saber que había hecho algo que valiera la pena?
— ¿Y cómo va a conseguirlo?
—Ya sabes que a tu hermana nunca le faltan ideas. Seguro que se le ocurrirá algo.
¿Se estaría haciendo el misterioso? ¿No se daba cuenta de que me sentía totalmente perdida?
— ¿Y yo qué debería hacer? —pregunté, aunque me salió un tonillo irascible que yo misma aborrecía.
—Ya se te ocurrirá —dijo—. Date tiempo.
— ¿Y mientras?
— ¿No decías que querías experimentar lo que es ser un adolescente? —Me dirigió una sonrisa animosa, disolviendo como de costumbre todo mi malestar.
Eché un vistazo al cuenco donde había aquellas tiras negras flotando en un líquido turbio.
— ¿Esta corteza forma parte de la receta?
—Son setas Porcini. Hay que ponerlas en remojo antes de cocinarlas.
—Mmm… parecen deliciosas —mentí.
—Se consideran un manjar. No te preocupes, te encantarán.
Le pasé una taza de té y seguí observándolo para entretenerme. Sofoqué un grito cuando el afilado cuchillo que estaba usando se le escapó y le hizo un corte en la punta del dedo índice. La visión de la sangre me sobresaltó, como un recordatorio alarmante de la vulnerable naturaleza de nuestros cuerpos. Aquella sangre cálida y escarlata era tan humana que resultaba muy extraño verla brotar de la piel de mi hermano. Pero Sam ni siquiera se había estremecido. Simplemente se llevó el dedo a los labios y, cuando lo retiró, ya no quedaba ni rastro de la herida. Se lavó las manos con el dispensador de jabón del fregadero y continuó cortando meticulosamente.
Tomé un trozo del apio que iba a formar parte de la ensalada y lo mastiqué, abstraída. La gracia del apio, pensé, debía de estar en la textura más que en el sabor, porque a decir verdad no tenía mucho gusto, aunque resultaba crujiente. Por qué lo comía la gente voluntariamente no me cabía en la cabeza, dejando aparte su valor nutritivo. Una buena nutrición implicaba un cuerpo más sano y también una vida más larga. Los humanos le tenían un miedo exagerado a la muerte, aunque no podía esperarse otra cosa dada su ignorancia sobre lo que venía después. Ya descubrirían a su debido tiempo que no había nada que temer.

La cena de Samuel resultó, como siempre, un éxito. Incluso Quinn, que no disfrutaba realmente de la comida, se quedó impresionada.
—Otro gran triunfo culinario —dijo después del primer bocado.
—Un sabor increíble —añadí por mi parte.
La comida era otra de las maravillas que ofrecía la vida terrenal. No dejaba de asombrarme que cada alimento pudiera tener una textura y un sabor tan distinto —amargo, agrio, salado, cremoso, ácido, dulce, picante—, e incluso a veces más de uno al mismo tiempo. Algunos alimentos me gustaban y otros me daban ganas de enjuagarme la boca, pero todos resultaban una experiencia única.
Samuel despachó con modestia nuestros elogios y la conversación versó una vez más sobre las novedades de la jornada.
—Bueno, un día menos. Creo que ha ido bastante bien, aunque no me esperaba encontrar tantos estudiantes de música.
—No te sorprendas si muchas experimentan un repentino interés por la música después de verte —dijo Quinn, sonriendo.
—Bueno, al menos eso me proporciona un material con el que trabajar —respondió Sam—. Si son capaces de ver la belleza de la música, también serán capaces de descubrirla en los demás e incluso en el mundo.
— ¿Pero no te aburres en clase? —le pregunté—. Quiero decir, tú ya tienes acceso a todo el conocimiento humano.
—Supongo que él no se concentra en el contenido —dijo Quinn—. Más bien trata de captar otras cosas.
A veces mi hermana tenía una manera irritante de hablar con acertijos, como si esperase que todo el mundo la entendiera.
—Bueno, yo sí me he aburrido —insistí—. Sobre todo en química. He llegado a la conclusión de que no es lo mío. Mi manera de decirlo le arrancó a Samuel una risita gutural.
—Bueno, habrá que descubrir qué es lo tuyo. Ve probando, a ver cuál te gusta más.
—Me gusta la literatura —dije—. Hemos empezado a ver la adaptación al cine de Romeo y Julieta.
No se lo expliqué a ellos, pero la verdad era que aquella historia de amor me fascinaba. El hecho de que los dos protagonistas quedaran tan profunda e irrevocablemente enamorados después de su primer encuentro me había provocado una gran curiosidad por saber lo que debía de sentirse en el amor humano.
— ¿Qué te ha parecido? —preguntó Quinn.
—Es impresionante. Aunque la profesora se ha puesto furiosa cuando uno de los chicos ha hecho un comentario sobre la señora Capuleto.
— ¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que era una MQMF, cosa que debe de ser ofensiva, porque la señorita Castle lo ha llamado gamberro y lo ha sacado de clase. Sam, ¿qué es una MQMF?─. Quinn sofocó la risa tapándose la boca con una servilleta, mientras Samuel reaccionaba de un modo que nunca le había visto. Se puso como la grana y se removió incómodo en su silla.
—Son las siglas de una obscenidad de adolescentes, me imagino —musitó.
—Ya, pero ¿qué significa?
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas.
—Es un término que usan los adolescentes varones para describir a una mujer que es madre y, al mismo tiempo, atractiva.
Carraspeó y se levantó a toda prisa para rellenar la jarra de agua.
—Seguro que esas iniciales significan algo —insistí.
—Sí —respondió Samuel—. ¿Tú te acuerdas, Quinn?
—Creo que significa madre que me… fascina —dijo mi hermana.
— ¿Sólo eso? —exclamé—. Tanto alboroto por nada. La verdad, creo que la señorita Castle debería relajarse un poquito.
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cerrado Re: [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo

Mensaje por imperio0720 Miér Ago 14, 2013 10:59 am

nunca había escuchado eso de MQMF de verdad significa eso? bueno lo único q t quería decir es q m gusta muchísimo tu fan fic m gustaría q fuera un libro y leerlo y leerlo porq siempre me quedo con deseo de mas bueno espero el siguiente cdt
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cerrado Re: [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo

Mensaje por Twinkle Dani Miér Ago 14, 2013 1:12 pm

Oh el capitulo me quedo muy corto! Me quede con ganas de mas pero lo bueno es que es algo que leo con un gusto *-*
Ya quiero ver mas de Brittany y como va pasando por todo lo de ser una adolescente, la pobre esta abrumada y lo genial son sus sentimientos por Santana *O*

Y muchas gracias por contestarme :D Eso significa que aun hay mucho que leer y me iré a ver una idea del libro ahora que tengo bien el titulo. Gracias! Un beso!
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cerrado Fanfic [Brittana] Halo. capitulo 5.Pequeños Milagros

Mensaje por Emma.snix Jue Ago 15, 2013 9:18 pm

Hey aquí vengo rápido a colgarle otro cap. mas
gracias por sus comentarios




Capitulo 5:
Pequeños Milagros

Con la cena acabada y los platos lavados, Sam tomó un libro de la estantería aunque la luz era tenue, mientras que Quinn continuaba limpiando, frotando las paredes aunque parecían inmaculadas. Ella estaba empezando a cruzar un deseo obsesivo de limpieza, pero quizás esa era su manera de sentirse cerca de casa. Miré alrededor de la habitación, buscando algo que pudiera hacer. El tiempo en Kingdom no existe, y por lo tanto no es necesario llenarlo. Encontrar cosas que hacer en la Tierra era un propósito de vida.
Samuel debió darse cuenta de mi malestar porque cambió de opinión sobre la lectura y asomó la cabeza por la puerta.
— ¿Por qué no vamos a dar un paseo y a ver la puesta de sol? —sugirió.
—Gran idea —sentí como mi ánimo se levantaba de inmediato—. ¿Vienes Quinn?
—No hasta que suba y traiga algo de abrigo para llevar —dijo—. Hace frío de noche.
Rodé mis ojos por su precaución. Yo era la única que sentía frío, y tenía puesto mi abrigo. Quinn y Samuel habían entrenado su cuerpo para mantener la temperatura normal en visitas anteriores, pero yo todavía tenía un largo camino que recorrer.
—Tú ni siquiera sentirás frío —objeté.
—Ese no es el punto. Si ven que no sentimos frío, llamaremos la atención.
—Quinn tiene razón —dijo Sam—. Mejor jugar seguro
Desapareció escaleras arriba y regresó con dos chaquetas voluminosas. Nuestra casa estaba en lo alto de la colina, así que tuvimos que serpentear a partir de allí una serie de escalones de arenosa madera antes de llegar a la playa. El camino era tan estrecho que teníamos que caminar en una sola fila. Yo no podía dejar de pensar lo conveniente que sería si pudiéramos liberar nuestras alas y bajar de una vez a la arena de abajo. No les dije mi pensamiento ni a Samuel ni a Quinn, pensando en la conferencia que se produciría si lo hacía. Sabía lo peligroso del vuelo en estas circunstancias. Por lo tanto, teníamos que dar los mortales pasos, todos los ciento siete de ellos, antes de llegar a la orilla.
Me quité los zapatos para saborear la sensación de los granos de arena bajo mis pies. Había muchas cosas que notar en la tierra. Incluso la arena era compleja y cambia de color y textura en los lugares donde el sol la golpea. Aparte de arena, la playa cuenta con otros tesoros: conchas perladas, fragmentos de vidrio suavizados por el movimiento del agua, la ocasional sandalia media enterrada o la pala abandonada, y pequeños cangrejos blancos hundidos en los pequeños agujeros de las rocas. Estar tan cerca del océano traía un montón de sensaciones.
Fue emocionante para mis sentidos, que parecían hacer rugir a mi vida, llenando mi mente con el ruido, que cedió y se encabritó nuevamente de forma inesperada. El sonido dañó mis oídos, y el fuerte aire salado me arañó la garganta y la nariz. El viento se agitaba en mis mejillas, dejándolas rosadas. Amaba esto cada vez más. Cada parte de ser humana traía consigo una sensación nueva.
Caminamos por la playa, perseguidos por las espumosas olas de la marea que venía. A pesar de mi decisión de mantener un mayor auto-control, no pude resistir el impulso de mojar a Quinn empujando el agua con mi pie. Miré hacia atrás para ver si estaba molesta, pero ella sólo miraba si Samuel estaba lejos como para darse cuenta de nuestra represaría. Envió un arco de agua en el aire, que como joyas dispersas cayeron sobre mi cabeza. Nuestras risas llamaron la atención de Samuel, que movió la cabeza con asombro por nuestras payasadas. Quinn me guiñó un ojo e hizo un gesto en su dirección, sabía lo que tenía en mente y estaba más que feliz de cumplir. Samuel apenas notó el peso extra cuando salté hacía atrás y envolví mis brazos alrededor de su cuello. Soportó mi peso con facilidad y empezó a correr por la playa tan rápido que el viento hizo un silbido en mis oídos. En su espalda me sentí más como mi vieja yo de nuevo. Me sentía más cerca del Cielo y casi podía creer que estaba volando.
Samuel se detuvo bruscamente y me soltó. Aterricé de un golpe en la húmeda arena. Cogió unas tiras de viscosas algas y se las lanzó a Quinn, pegándole de lleno en la cara. Esta arrugó la nariz por el sabor salado, y amargos zarcillos llenaron su boca.
—Sólo espera —escupió—. ¡Pagarás por esto!
—No lo creo —bromeó Sam—. Tendrás que agarrarme primero.
Al ponerse el sol todavía quedaban algunas personas en la playa principal, capturando los últimos rayos antes de que la víspera del viento frío surgiera, como Quinn había predicho, o lentamente disfrutado del picnic. Una madre y su hija estaban empacando su comida. La niña, que no podía tener más de cinco o seis años, corrió llorando hacia su madre. Había una inflamación en su pequeño y regordete brazo, probablemente a causa de la picadura de un insecto. La niña lloró aún más fuerte mientras que su madre rebuscaba en su bolso alguna pomada. Sacó un tubo de gel de aloe pero no pudo calmar a su hija, que se retorcía porque su aplicación no fue suficiente.
La madre miró agradecida a Quinn cuando llegó para confortar a la niña.
—Es una picadura horrible —dijo en voz baja.
El sonido de su voz calmó al instante a la muchacha, que contempló a Quinn como si fuera alguien que conociera de toda su vida. Quinn abrió el tubo y puso un poco del ungüento en la inflamada piel. —Esto debe ayudar —dijo. La niña se la quedó mirando con asombro y vi que sus ojos parpadeaban por encima de su cabeza, donde estaba su halo. Generalmente sólo era visible para nosotros, ¿era posible que la niña tuviera conciencia para ver el aura de Quinn?
— ¿Te sientes mejor? —preguntó Quinn.
—Mucho mejor —asintió la niña—. ¿Has usado magia?
Quinn se echó a reír. —Tengo un toque mágico.
—Gracias por tu ayuda —dijo la joven madre, viendo confusa como el enrojecimiento y la hinchazón del brazo de su hija desaparecía ante sus ojos hasta que sólo quedó su suave e impecable piel—. Ese gel es realmente bueno.
—De nada —dijo Quinn—. Es increíble lo que hace la ciencia estos días.
Sin detenerse más, pasó por la playa hasta el municipio.
Cuando llegamos a la calle principal, eran las nueve, pero aún así había gente en las calles aunque fuera una noche de entre semana. El centro de la ciudad era pintoresco, lleno de tiendas y antigüedades, y cafés que servían té y pasteles helados no conocidos en China. Las tiendas habían cerrado, excepto los pubs y la heladería. Ni siquiera habíamos dado unos cuantos pasos cuando una voz me llamó, cargando unos acordes de los músicos a la esquina.
— ¡Britt!¡Por aquí!
Al principio no reconocí a la persona que me llamaba. Nadie me había llamado Britt antes. El nombre que me dieron en Kingdom nunca fue modificado, siempre fue Brittany. Había algo de intimidad en "Britt" que me gustó. Quinn y Samuel se congelaron al unísono. Cuando me volví, vi a Rachel y a un grupo de amigos sentados en un banco fuera de la heladería. Llevaba una blusa sin espalda que era completamente inadecuada considerando las condiciones meteorológicas. Estaba sentada en el regazo de un chico de pelo descolorido por el sol y pantalones tropicales. Sus manos acariciaban la amplia espalda desnuda de Rachel con movimientos rítmicos. Rachel se agitó frenéticamente y me hizo más señas. Miré insegura a Samuel y a Quinn, que no parecían muy contentos. Ese era exactamente el tipo de interacción que querían evitar, vi en la rigidez de Quinn la conmoción que Rachel causaba. Pero tanto ella como Samuel sabían que ignorarla descaradamente contravendría las leyes de cortesía.
— ¿Nos presentaras a tu amiga, Brittany? —preguntó Quinn.
Ella puso su mano en mi hombro, y me guío hasta donde Rachel y sus amigos que estaban sentados. El surfista me miró molesto cuando Rachel se desprendió de sus brazos, pero se distrajo pronto mirando embobado a Quinn, con sus ojos puestos en la simetría a su cuerpo. Cuando Rachel vio a mis hermanos, su rostro adquirió el mismo asombro que había visto en la escuela. Esperé que dijera algo, pero no dijo nada. Instantáneamente, abrió su boca y la cerró como un pez, antes de recuperar su compostura y dar una sonrisa vacilante.
—Rachel, esta es Quinn, mi hermana, y él es mi hermano Samuel —le dije rápidamente.
Los ojos de Rachel viajaron desde el rostro de Samuel hasta Quinn, y apenas balbuceó un tímido saludo antes de bajar sus ojos. Esto era una sorpresa. Todo el día había estado hablando libremente con los chicos de la escuela, atrayéndolos con sus bromas y su encanto, como si fuera una exótica mariposa.
Samuel saludó a Rachel de la misma forma en que saludó a todos los nuevos conocidos, con una cortesía implacable y una expresión amistosa pero distante.
—Mucho gusto —dijo con una leve inclinación que parecía absurdamente formal dado el entorno. Quinn fue más cálida y mostró una sonrisa amable a Rachel. La pobre muchacha lucía como si acabaran de lanzarle una tonelada de ladrillos.
Unos gritos estridentes desde el final de la calle pusieron fin a la incomodidad. El disturbio fue causado por un grupo de hombres jóvenes y fornidos saliendo del bar, tan ebrios que ninguno de ellos era consciente del ruido que estaban provocando o simplemente no les importaba. Ahora, dos de esos hombres estaban rondándose el uno al otro con los puños cerrados y los rostros contraídos, quedando claro que una pelea estaba por comenzar. Algunas de las personas que estaban disfrutando de un café nocturno fuera del local, se resguardaron dentro del bar. Samuel dio un paso adelante para que Rachel, Quinn y yo quedáramos en una posición segura detrás de él. Uno de los hombres, sin afeitar y con una masa de cabello negro desordenado, se balanceó hacia el otro. Hubo un 'crack' cuando un puño conectó con una mandíbula. El otro hombre exhaló, y tiró a su oponente al suelo, mientras los otros del círculo los animaban.
Una mirada de repulsión se posó en el rostro, normalmente pasivo, de Samuel. Dio una zancada alejándose de nosotras, hacia el centro de la riña. Los espectadores parecían confundidos, preguntándose qué hacia este tercero allí. Sam tomó al chico del cabello oscuro y lo empujó fácilmente hacia sus pies, a pesar del peso del hombre. Arrastró a su compañero, quien ya tenía el labio hinchado y ensangrentado, hacia otro lado y se paró entre los dos. Uno de ellos le lanzó un puñetazo a Samuel, pero lo interceptó en el aire. Enfurecidos por la interferencia, los dos hombres unieron sus fuerzas y las dirigieron contra Samuel. Le lanzaron golpes salvajemente, pero cada puñetazo falló para encontrar su objetivo, a pesar de que Samuel no se había movido. Eventualmente, los dos hombres, cansados y desplomados en el suelo, luchaban para respirar por el esfuerzo.
—Váyanse a casa —dijo Samuel, con su voz resonando como un trueno. Era la primera vez que les hablaba, y la autoridad en su voz tuvo efecto. Persistieron un momento o dos, como si estuvieran midiendo su decisión, pero luego se levantaron balanceándose, estabilizándose gracias a sus amigos, con la respiración entrecortada.
—Wow, eso ha sido impresionante —soltó Rachel cuando Samuel volvió hacia nosotras—. ¿Cómo has hecho eso? ¿Eres una especie de experto en karate o algo así?
Samuel trató de librarse de la atención. —Soy un pacifista —dijo—. No hay honor en la violencia.
Rachel trató de conseguir una respuesta adecuada.
—Bien... ¿Quieres quedarte aquí con nosotras? —dijo eventualmente—. El helado de menta y chocolate con chispas es para morirse. Toma, Britt, pruébalo...
Antes de que pudiese objetar, se acerco a mí y dirigió una cucharada de helado a mi boca. Inmediatamente, algo frio y resbaladizo comenzó a deshacerse en mi lengua. Parecía cambiar de forma, transformándose de sólido a líquido, dirigiéndose hacia el final de mi garganta. El frio hizo que me doliera la cabeza y tragué lo más rápido que pude.
—Es excelente —dije sinceramente.
—Te lo dije —dijo Rachel—. Toma, déjame conseguirte algo...
—Tenemos que irnos a casa —la cortó Samuel, algo brusco.
—Oh... bueno, está bien —dijo Rachel.
Me sentí mal por ella mientras trataba de ocultar su decepción.
—Quizás otro día —sugerí.
—Claro —dijo más esperanzada, volviéndose hacia sus amigos—. Te veo mañana, Britt. Hey, espera, casi lo olvido. Tengo algo para ti —buscó en su bolso y sacó un tubo de brillo de labios Melon Sorbet como el que había probado en la escuela—. Dijiste que te gustaba, y te conseguí uno.
—Gracias Rachel —tartamudeé. Acababa de recibir mi primer regalo en la tierra y agradecí su consideración—. Es muy dulce por tu parte.
—No es gran cosa. Espero que te guste.
No se hicieron comentarios sobre mi nueva amistad con Rachel en el camino a casa, a pesar de que vi a Quinn y a Samuel mirándose significativamente algunas veces. Estaba muy cansada como para tratar de descifrar lo que significaban.
Preparándome para ir a la cama esa noche, me miré en el espejo del baño, que se extendía por toda la pared. Me tomó tiempo acostumbrarme a poder ver como lucía. En Kingdom nos podíamos ver los unos a los otros, pero nunca nuestras propias imágenes. A veces podías conseguir un vistazo de ti mismo a través de los ojos de otra persona, pero no era mucho, como un boceto de un artista sin detalle ni color.
Tener forma humana significaba que el boceto había sido elaborado. Podía ver cada cabello, cada poro, con perfecta claridad. Comparada con las chicas de Venus Cove, sabía que seguramente era extraña. Mi piel era blanca y pálida, mientras que ellas todavía tenían rastros del bronceado del verano. Mis ojos eran grandes y marrones, y mis pupilas estaban muy dilatadas. Rachel y sus amigas lucían como si nunca se cansaran de experimentar con su cabello, pero el mío, partido en la mitad, caía ondulado y natural. Tenía una boca gruesa y colorada, que luego aprendí que daba la impresión de que estaba molesta.
Suspiré, me recogí el cabello en una cola, y me coloqué mi pijama estampado en blanco y negro con vacas bailarinas. Incluso con mi poca experiencia en la tierra, dude que alguna chica de Venus Cove pudiera ser encontrada tan poco glamorosa. Quinn me lo había traído y hasta entonces era la pieza más cómoda de ropa que poseía. Sam recibió uno similar, excepto que eran botes en vez de vacas, todavía no lo había visto usándolo.
Me dirigí a mi habitación, agradecida por su simple elegancia. Me gustaban, especialmente, las estrechas puertas francesas que daban al pequeño balcón. Me gusta abrirlas y luego tirarme debajo del dosel de muselina para escuchar el sonido del océano. Era tranquilo el olor del océano y el sonido de Samuel tocando el piano. Siempre me dormía escuchando a Mozart o las voces de mis hermanos.
En la cama, me estiré lujosamente, saboreando la textura de las sabanas. Me sorprendí al encontrar lo atrayente que era dormir, al ver que nosotros no necesitábamos mucho de ello. Supe que hasta tempranas horas de la mañana Samuel y Quinn no se irían a dormir. Pero a mí me había cansado este día tan lleno de nuevas y diferentes interacciones. Bostecé y me enrollé de lado, con mi mente todavía nadando en pensamientos y preguntas que mi cuerpo cansado eligió ignorar.
Mientras me dormía, imagine a una extraña entrando calladamente a mi habitación. Sentí su peso cuando se sentó a un lado de mi cama en silencio. Estaba segura de que ella estaba mirándome mientras dormía, pero no me atreví a abrir los ojos porque sabía que me probaría que era solo un fragmento de mi imaginación y quería que la ilusión continuara un poco más. La chica movió su mano para quitar un mechón de cabello de mis ojos y luego se acercó a mí para besar mi frente. Su beso fue como ser tocada por las alas de una mariposa. No me sentí alarmada, sabía que podía confiarle mi vida a esta extraña. La sentí levantarse para cerrar las puertas del balcón antes de voltearse para irse.
—Buenas noches, Brittany —susurró la voz de Santana López—. Dulces sueños.
—Buenas noches, Santana —dije medio dormida, pero cuando abrí los ojos descubrí que la habitación estaba vacía. Mis parpados pesaban mucho como para dejaros abiertos, y luego el brillo de la lámpara y el sonido del océano se desvanecieron mientras un profundo y tranquilo sueño me sobrellevaba.
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cerrado Re: [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo

Mensaje por libe Sáb Ago 17, 2013 9:57 pm

me pregunto que sentirá santana por britt?
esta Rachel tan rebelde me encanta síguelo [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo 1206646864 
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cerrado Fanfic [Brittana] Halo. Capitulo 6: Clase de Francés

Mensaje por Emma.snix Sáb Ago 17, 2013 11:28 pm

A qui les dejo otro capitulo :) espero y les guste

Capitulo 6:
Clase de Francés
Alguien estaba diciendo mi nombre. A pesar de que traté de ignorarlo, la voz persistió y estuve obligada a salir de las cálidas y sombrías profundidades del sueño.
— ¡Despiértate, dormilona!
Abrí los ojos y vi la luz del día filtrándose dentro de la habitación como oro cálido y líquido. Parpadee, me senté, y sacudí el sueño de mis ojos. Quinn estaba sentada al pie de mi cama con una taza en sus manos.
—Prueba esto, es horrible pero te despierta.
— ¿Qué es?
—Café, un montón de humanos piensan que no pueden funcionar bien sino lo toman.
Me senté y absorbí el agrio y negro brebaje, resistiéndome a la urgencia de escupirlo. Me pregunté como las personas realmente podían pagar para beberlo, pero a la cafeína no le tomó mucho tiempo alcanzar mi circulación, y debo admitir que me sentí mas alerta.
— ¿Qué hora es? —pregunté.
—Hora de que te levantes.
— ¿Dónde está Sam?
—Creo que ha ido a trotar. Ya se había levantado a las 5 esta mañana.
— ¿Qué hay de mal en él? —gemí, apartando las mantas y sonando como una verdadera adolescente.
Solté mi cabello y pasé un cepillo por él antes de lavar mi rostro y bajar los escalones hacia la cocina. Samuel, de regreso de trotar, estaba haciendo el desayuno. Recién se había peinado su cabello mojado, quitándolo de su frente, lo que le daba un look leonino. Sólo vestía una toalla alrededor de sus caderas, y su cuerpo ceñido brillaba a la luz de la mañana. Sus alas estaban contraídas y no lucían más que como una fina línea entre sus hombros. Estaba parado al lado del horno, sosteniendo una espátula de acero inoxidable.
— ¿Panqueques o waffles? —me preguntó. No tenía que voltearse para saber quien había entrado a la habitación.
—Realmente no tengo mucha hambre —dije excusándome—. Creo que me saltare el desayuno y comeré algo después.
—Nadie saldrá de esta casa con el estomago vacio —sonaba decidido en el tema—. Entonces, ¿qué será?
— ¡Es demasiado temprano, Sam! ¡No me obligues, me enfermaré! —soné como un niño tratando de evitar comer espinacas.
Samuel parecía ofendido. — ¿Me estás diciendo que mi comida enferma a la gente?
Uups. Traté de rectificar mi error—. Claro que no. Yo solo...
Mi hermano colocó sus brazos sobre mis hombros y me miró atentamente—. Brittany —dijo—, ¿sabes que ocurre cuando el cuerpo humano no es alimentado adecuadamente?
Sacudí la cabeza irritada, sabiendo que estaba a punto de presentar unos hechos que no estaría dispuesta a negar.
—No puede funcionar. No serás capaz de concentrarte y hasta te podrías sentir mareada —hizo una pausa para darle espacio al impacto de sus palabras—. No creo que quieras desmayarte en tu segundo día de clases, ¿o sí?
Esto tuvo el efecto que él esperaba. Me lancé descuidadamente a la silla, visualizándome a mi misma cayendo por la falta de nutrición y una variedad de rostros mirándome preocupadamente. Quizás hasta la cara de Santana López, de repente no queriendo volver a tener nada que ver conmigo.
—Quiero los panqueques —dije con tristeza, y Samuel se volvió hacia la cocina con cara de satisfacción.
El desayuno fue interrumpido por el sonido del timbre, y me pregunté quién podría estar llamando a una hora tan poco común. Fuimos cuidadosos de alejarnos de los vecinos y desechar cualquier oferta de amistad. Debimos haber parecido poco amables para los locales.
Quinn y yo miramos a Samuel expectantes. Él era capaz de sentir los pensamientos de todos aquellos a su alrededor, un talento muy útil en muchas circunstancias. El don celestial de Quinn eran sus manos curadoras. Mi don estaba todavía por ser determinado, aparentemente saldrá a la luz cuando sea el momento.
— ¿Quién es? —preguntó Quinn.
—La señora de al lado —dijo Samuel—. Ignórenla, y quizás se vaya.
Nos sentamos bastante quietos y silenciosos, pero nuestra vecina no era de las que se dan por vencidas fácilmente. Samuel abandonó la cocina y volvió vistiendo un par de jeans recién lavados. Unos minutos después nos sorprendimos al escuchar el clic de la puerta de un lado, lo siguiente que supimos es que ella estaba en la ventana, saludándonos en un gesto entusiasta. Yo estaba sorprendida por la intrusión, pero mis hermanos mantuvieron su compostura.
Samuel fue a abrir la puerta y volvió seguido por una mujer de unos 50 años, con el cabello claro y una cara bronceada. Llevaba un montón de joyas de oro, labial brillante, y un chándal de terciopelo. Debajo de su brazo tenía una bolsa grande de papel. Parecía conmocionada cuando nos miro a los tres juntos. No la culpo; debe ser una vista desconcertante.
—Hola a todos —dijo en voz alegre con un acento sureño, adelantándose sobre la mesa para darnos la mano—. Yo le echaría un vistazo al timbre si fuera ustedes, no parece estar funcionando. Soy Dolores Henderson, su vecina.
Samuel se encargó de las presentaciones, y Quinn, siempre la anfitriona perfecta, le ofreció una taza de té o café y colocó un plato de panqués en la mesa. Vi a la Sra. Henderson mirando a Samuel al igual que lo hicieron las chicas de la escuela.
—Oh, no gracias —dijo en respuesta a la oferta de comida—. Estoy cuidando mi consumo de calorías. Sólo quería pasar y decirles hola ahora que veo que ya se establecieron —puso la bolsa de papel en la mesa—. Pensé que podrían disfrutar de jalea hecha en casa, he traído jalea de albaricoque, higo, y fresa, no estaba segura de qué les gustaría.
—Muy amable de su parte, Sra. Henderson —Quinn fue todo buenos modales, pero podía ver a Samuel impaciente.
—Oh, llámame Dolly —dijo—. Todos somos así por aquí, muy unidos.
—Es bueno saber eso —dijo Quinn.
Me maravilló que pudiese tener una respuesta lista para toda circunstancia. Mientras yo, unos momentos después, ya había olvidado el nombre de la mujer.
— ¿Eres el profesor de música de Bryce Hamilton, cierto? —persistió la Sra. Henderson—. Tengo una sobrina que quiere aprender a tocar violín. ¿Es ese tu instrumento, cierto?
—Uno de ellos —respondió Samuel distante.
—Samuel toca muchos instrumentos —dijo Quinn, mirándolo exasperadamente.
— ¡Muchos! Oh cielos, debes ser muy talentoso —exclamó la Sra. Henderson—. Te escucho tocar la mayoría de las noches desde mi porche. Chicas, ¿ustedes dos también son como él? Que buen hermano eres al cuidar a tus dos hermanas cuando sus padres están lejos.
Quinn suspiró, la noticia de nuestra llegada y nuestra historia personal, parecen haberse convertido en el chisme del lugar rápidamente.
— ¿Sus padres vendrán con ustedes pronto? —preguntó, mirando alrededor impacientemente, como si esperara que un par de padres salieran de los gabinetes o cayeran del techo.
—Esperamos verlos pronto —dijo Samuel, con sus ojos volteando al reloj.
Dolly esperó expectante a que dijera algo, y cuando no lo hizo, lanzó otro par de preguntas. — ¿Conocen a alguien del pueblo? —me divertía ver cómo mientras más información buscaba obtener de él, más impaciente se volvía Samuel.
—No hemos tenido mucho tiempo para socializar —dijo Quinn—. Hemos estado muy ocupados.
— ¡Sin tiempo para socializar! —chilló la Sra. Henderson—. ¡Tan guapos! Tendremos que hacer algo al respecto. Hay algunos clubs de ―onda en la ciudad; tendré que llevarlos.
—No puedo esperar —dijo Sam de mala gana.
—Escuche Sra. Henderson... —comenzó Quinn, descubriendo que la conversación no acabaría pronto.
—Dolly.
—Disculpe, Dolly, pero tenemos prisa para llegar a la escuela.
—Claro. Qué tontería por mi parte seguir hablando. Ahora, si necesitan algo, no duden en preguntar. Somos una comunidad muy unida.
Gracias a la ―intrusión de Dolly, me perdí de la mitad de la clase inglés, y Sam encontró a sus alumnos de séptimo entreteniéndose tirando papeles al ventilador de techo. Luego tuve el periodo libre, y me encontré con Rachel en los casilleros. Rozó su mejilla con la mía en un gesto de saludo y luego me hizo un resumen de sus aventuras en Facebook la noche anterior mientras yo arreglaba mis libros. Aparentemente, un chico llamado Finn había escrito más besos y abrazos de lo usual, y Rachel estaba sacando teorías sobre si era una nueva etapa en la relación o no. Los agentes de luz habían limpiado nuestra casa de toda tecnología, así que no sabía mucho sobre lo que ella estaba diciendo. Pero me las arreglé para asentir en intervalos regulares y no parecía notar mi ignorancia.
— ¿Cómo puedes saber lo que alguien realmente está sintiendo en línea? —pregunté.
—Por eso tenemos emoticones, tonta —explicó—. Pero, sin embargo, no querrás leer demasiado. ¿Sabes qué día es hoy? —estaba descubriendo que Rachel tenía el desconcertante hábito de cambiar de tema rápidamente y sin advertencia.
—Es seis de marzo —dije.
Rachel sacó un calendario de bolsillo rosa, y con un gesto de emoción tachó el día con un bolígrafo con plumas.
—Sólo setenta y dos días más —dijo, y su cara enrojeció de la emoción.
— ¿Para? —pregunté.
Me miró con incredulidad.
— ¡Para el baile de promoción, idiota! Nunca he esperado tanto por algo como esto —normalmente, me hubiese ofendido por el uso de la palabra idiota, pero no me tomo mucho tiempo descubrir que todas la chicas de alrededor usaban los insultos como gesto de cariño.
— ¿No es un poco pronto para estar pensando en eso? —sugerí—. Faltan más de dos meses.
—Sí, lo sé, pero es el evento social del año. Todos empiezan a planearlo temprano.
— ¿Por qué?
— ¿Hablas enserio? —los ojos de Rachel se expandieron—. Es el evento que recordaras toda tu vida, aparte, quizás de tu boda. Es todo el asunto de limosinas, trajes, parejas calientes, y baile. Es nuestra noche para actuar como princesas —pensé que alguna de ellas ya actuaba como princesa en el día a día, pero me abstuve de comentar.
—Suena divertido —dije. La verdad, todo el asunto me sonaba ridículo, y decidí que trataría de evitarlo a toda costa. No me podía imaginar lo mucho que desaprobaría Samuel tal evento, con su énfasis en la vanidad.
— ¿Alguna idea de con quién quieres ir? —Rachel me dio un codazo sugestivamente.
—No todavía —la esquivé—. ¿Qué hay de ti?
—Bueno —bajó la voz—. Casey le ha dicho a Taylah que escuchó a Josh Crosboy diciéndole a Aaron Whiteman que Finn Hudson estaba pensando en preguntarme.
— ¡Wow! —Dije, fingiendo que había entendido alguna palabra de lo que había dicho—. Suena genial.
— ¡Lo sé, cierto! —chilló—. Pero no se lo digas a nadie. No quiero que traiga mala suerte.
Ella sonrió, y encerró en un círculo una fecha a mediados de mayo en mi agenda escolar, dibujando un gran corazón rojo en él antes de que la pudiese detener. Me la devolvió, y buscó la de ella en el desastre de su casillero. Había libros apilados al azar, posters de bandas famosas pegados en el interior del casillero, envolturas de aperitivos, una botella de soda por la mitad, y una gran cantidad de labiales y mentas desordenadas en el fondo. En contraste, mis libros estaban apilados en una fila ordenada, mi chaqueta estaba colgada en el lugar adecuado, y mi horario con códigos en colores estaba pegado en la puerta del casillero. No sabía cómo ser desordenada como una humana; cada instinto me exigía orden. El proverbio que dice “La limpieza es lo más cercano a la bondad” no podría ser más apropiado.
Seguí a Rachel hasta la cafetería, donde dejamos pasar el tiempo hasta que ella tuvo que ir a matemáticas y yo a francés. Pero antes, tenía que ir a mi casillero y buscar mis libros de francés, lo cuales eran grandes y pesados. Los apilé sobre mi carpeta mientras buscaba mi diccionario Español-Francés, que estaba justo al final.
—Oye, extraña —dijo una voz detrás de mí. Me asusté y salté tan rápido que me golpeé la cabeza con el techo de mi casillero—. ¡Cuidado! —dijo la voz.
Me volteé para encontrar a Santana parada allí con la misma media sonrisa en su rostro de nuestro primer encuentro. Hoy estaba vestida en el uniforme de deportes; pantaloncillos para correr azul, una blusa, y una chaqueta con los colores del colegio sobre su hombro. Me pasé la mano por la cabeza mientras la miraba, preguntándome por qué estaría hablando conmigo.
—Siento mucho haberte asustado —dijo—. ¿Estás bien?
—Estoy perfectamente —repliqué, sorprendida por encontrarme a mi misma una vez más abrumada por lo bella que era. Sus ojos marrones estaban sobre mí, sus cejas medio subidas. Estaba tan cerca que fui capaz de notar que sus ojos estaban rayados en color oscuro y cobre.
Pasó una de sus manos por su frente para apartarse el cabello que enmarcaba su rostro.
— ¿Eres nueva en Bryce Hamilton, cierto? No tuvimos oportunidad de hablar ayer.
No pude pensar en algo que decir como respuesta, así que asentí y me concentré en mis zapatos. Mirar hacia arriba sería un grave error. Encontrar su mirada causaría la misma intensa reacción física que tuve la última vez. Sentía como si estuviese cayendo desde una gran altura.
—Escuché que has estado viviendo en el extranjero —continuó, sin inmutarse por mi silencio—. ¿Qué hace una chica que ha viajado tanto en un lugar como Venus Cove?
—Estoy aquí con mi hermano y mi hermana —murmuré.
—Sí, los he visto por ahí —dijo—. ¿Son difíciles de pasar por alto, cierto? —dudó por un momento—. Tú también lo eres.
Pude sentir como me sonrojaba y me aleje de ella. Me sentí tan febril que seguramente debía estar radiando calor.
—Voy tarde para francés —dije, tomando el libro más cercano que pude encontrar y medio tropezando por el corredor.
—El centro de lenguas es por el otro lado —me dijo, pero no volteé.
Cuando encontré el salón correcto, estaba aliviada de que nuestro profesor acabara de llegar. El Sr. Collins, quien no lucía ni sonaba muy francés para mí, era un hombre alto, larguirucho y con barba. Vestía una chaqueta de tweed y una corbata.
Era un salón pequeño y estaba casi lleno. Miré alrededor buscando la silla vacía más cercana, y solté un jadeo cuando vi a la persona que estaba sentada justo al lado de la silla vacía. Mi corazón se sobresaltó en mi pecho mientras caminaba hacia ella. Suspiré y calmé mis nervios. Era sólo una chica después de todo.
Santana parecía divertida mientras tomaba asiento a su lado. Traté de ignorarla lo mejor que pude y me concentré en abrir mi libro en la página que el Sr. Collins había marcado en el pizarrón.
—Vas a tener problemas para aprender francés con eso —murmuró Santana en mi oído. Avergonzada, me di cuenta de que por mi prisa, había tomado el libro incorrecto. En frente de mi no estaba el libro de gramática francesa, sino el de la revolución francesa. Sentí que mis mejillas se tornaban rojas por segunda vez en menos de cinco minutos, y me moví hacia adelante tratando de ocultarlas con mi cabello.
—Señorita Pierce —llamó el Sr. Collins—. Lea, por favor, en voz alta el primer párrafo en la página 96 titulado: À la bibliothèque.
Me congelé. No me podía creer que tendría que decir ante todos que traje los libros incorrectos a la primera clase. ¿Cómo de incompetente pareceré? Abrí la boca para comenzar una disculpa justo cuando Santana deslizó su libro disimuladamente sobre mi escritorio.
Le di una mirada de agradecimiento y empecé a leer el párrafo sin dificultad, a pesar de que nunca había leído o hablado la lengua antes. Esa era la manera en que funcionaban las cosas con nosotros, muy fluidas. Me di cuenta de que debía de haber pronunciado mal algunas palabras, o al menos dudar una o dos veces, pero no se me ocurrió hacerlo. Quizás una parte de mi trataba de presumir frente a Santana López para recompensar la torpeza que ya había mostrado.
—Habla tan fluido como un parlante nativo, Srita. Pierce. ¿Ha vivido en Francia?
—No señor.
— ¿Ido de visita, tal vez?
—Desafortunadamente, no.
Miré a Santana, la cual tenía las cejas levantadas, lo que significaba que estaba impresionada.
—Debemos dejarlo como habilidad natural entonces. Seguramente estarías más feliz en la clase avanzada —sugirió el profesor.
— ¡No! —dije, sin querer atraer más atención y deseando que el Sr. Collins no insistiera. Opté por ser menos perfecta la próxima vez—.
Todavía tengo mucho que aprender —le aseguré—. La pronunciación es mi punto fuerte, pero en la gramática soy un desastre.
El Sr. Collins parecía satisfecho con esa explicación. —López, continúe con la lectura desde donde la Señorita. Pierce la dejó —dijo, pero miró hasta el escritorio de Santana y frunció los labios—. ¿Dónde está su libro, López?
Rápidamente le pasé el libro, pero Santana no hizo nada para tomarlo.
—Lo siento señor, olvidé mis libros hoy; anoche me dormí tarde. Gracias por compartir, Britt.
Quería protestar, pero la mirada cálida de Santana me silencio. El Sr. Collins la miró, escribió algo en su cuaderno, y murmuró algo en todo el camino de vuelta a su escritorio.
—No estás dando un buen ejemplo como presidenta de la clase. Te espero después de clases.
Con la lección terminada, esperé afuera a que Santana terminara de hablar con el Sr. Collins. Sentí que al menos debía darle las gracias por salvarme de la vergüenza.
Cuando la puerta se abrió, Santana salió tan tranquila como alguien caminando por la playa. Me miró y me sonrió, agradecida porque la hubiese esperado. Debería estar encontrándome con Rachel para el receso, pero el pensamiento flotó por mi cabeza y luego desapareció. Cuando ella me miraba era fácil olvidar hasta respirar.
—De nada, y no hay problema —dijo antes de que pudiese abrir la boca.
— ¿Cómo sabes lo que iba a decir? —pregunté irritada—. ¿Y si quería regañarte por meterte a ti mismo en problemas?
Me miró con curiosidad. — ¿Estas molesta? —preguntó. Allí estaba esa media sonrisa de nuevo, jugando en sus labios, como decidiendo si la situación era lo suficientemente cómica como para dar una gran sonrisa.
Dos chicas pasaron por mi lado y me miraron agudamente. La más alta saludó a Santana.
—Hola, San —dijo ella con voz dulce.
—Hola, Lana —respondió ella en un tono amistoso pero desapasionado.
Parecía obvio para mí que ella no tenía interés en hablar, pero Lana no pareció notarlo.
— ¿Cómo te fue en el examen de matemáticas? —persistió ella—. A mí me pareció muuuuuuy difícil. Creo que voy a necesitar una tutora.
No podía evitar notar la manera en la que Santana la miraba, inexpresiva, como si alguien le hubiese quitado la pantalla a una computadora. Lana todavía está hablando y arqueando su espalda para que Santana pudiese notar el efecto de su curvilínea figura. Cualquier otro chico o chica en este caso, hubiese sido incapaz de no apreciar ese cuerpo, pero los ojos de Santana no se apartaban de su rostro.
—Creo que me fue bien —dijo—. Marcus Mitchell da tutorías; deberías preguntarle si crees que en realidad lo necesitas —los ojos de Lana se estrecharon, molesta por haber ofrecido tanto y recibido tan poco.
—Gracias —soltó antes de alejarse abruptamente.
Santana no pareció notar que la había ofendido, o si lo hizo, no estaba perturbada por ello. Luego, se giró hacia mí con una expresión diferente. Su cara estaba seria, como si estuviese tratando de resolver algún rompecabezas. Traté de no sentirme agradecida por ello; probablemente miraba a muchas chicas de la misma manera, y Lana era una excepción sin suerte. Recordé lo que me dijeron sobre Emily y me regañé a mi misma por ser tan engreída al pensar que ella estaba mostrando interés por mí.
Antes de que nuestra conversación acabara, Rachel nos vio con una mirada de sorpresa. Se acercó cautelosamente, pareciendo preocupada por interrumpir algo.
—Hola, Rachel —dijo Santana cuando pareció obvio que ella no iba a iniciar la conversación.
—Hola —respondió ella bruscamente, tiró de la manga de mi camisa disimuladamente. Cuando habló, lo hizo con la voz de una niña pequeña—. Britt, ven a la cafetería conmigo, me estoy muriendo de hambre. Y el viernes después de la escuela, quiero que vengas a mi casa. Todas nos haremos faciales con la hermana de Taylah, que es esteticista. Será muy divertido. Ella siempre lleva muchas cosas para que podamos hacérnoslo a nosotras mismas en nuestra casa.
—Suena muy divertido —dijo Santana, en un tono de entusiasmo fingido que me hizo reír—. ¿A qué hora debería ir?
Rachel la ignoró.
— ¿Irás Britt?
—Le tendré que preguntar a Samuel y luego te diré —dije. Vi una mirada de sorpresa cruzar por el rostro de Santana. ¿Sería la idea de pasar una noche teniendo faciales, o mi necesidad de pedirle permiso a mi hermano para hacerlo?
—Quinny Samuel también serán bienvenidos —dijo Rachel, subiendo su tono de voz.
—No creo que sea su idea de un buen té —vi el rostro de Rachel decaer y agregué rápidamente—. Pero les preguntaré de todas maneras.
Ella me sonrió.
—Gracias. Hey, ¿te puedo preguntar algo? —miró a Santana que todavía estaba parada allí—. ¿En privado? Ella levantó sus manos en señal de rendición y se retiró. Resistí la necesidad de llamarla para que volviera. La voz de Rachel se convirtió en un susurro. — ¿Te ha dicho Samuel...um...algo sobre mí?
Ni Samuel ni Quinn me habían dicho algo sobre Rachel desde que nos encontramos en el puesto de helados, excepto para repetir su sermón general sobre el peligro de hacer amigos. Pero supe por el tono de su voz que estaba cautivada por Samuel l, y no quería desilusionarla.
—Ahora que lo preguntas, sí —dije, esperando que hubiese sonado convincente. Sólo había una circunstancia en la que mentir no estaba prohibido: para evitar causarle dolor innecesario a alguien. Pero incluso en ese momento no me resultaba fácil.
— ¿En serio? —el rostro de Rachel se iluminó.
—Claro —dije, pensando que, técnicamente, realmente no había mentido. Samuel había mencionado a Rachel, sólo que no en el contexto que ella esperaba—. Dijo que se alegraba de que hubiese encontrado una amiga tan agradable.
— ¿Dijo eso? No puedo creer siquiera que me haya notado. ¡Es tan guapo! Britt, lo siento, sé que es tu hermano y todo, pero está tan bueno.
De un buen humor, Rachel tomó mi brazo y me guió en el camino hasta la cafetería. Santana estaba allí, sentada en la mesa de las porristas y atletas. Esta vez, cuando nuestros ojos se encontraron, sostuve su mirada. Mientras la miraba, sentí que mi mente se ponía en blanco y no podía pensar en nada excepto en su sonrisa, esa perfecta y simpática sonrisa que hacía que sus hoyitos de sus mejillas resaltaban y sus ojos se arrugaran un poco en las esquinas.
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cerrado Re: [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo

Mensaje por AndreaDaru Sáb Ago 17, 2013 11:44 pm

imperio0720 escribió:nunca había escuchado eso  de MQMF de verdad significa eso? bueno lo único q t quería decir es q m gusta muchísimo tu fan fic m gustaría q fuera un libro y leerlo y leerlo porq siempre me quedo con deseo de mas bueno espero el siguiente cdt  
sabras que no es fascinar no? si no otra cosa.. madre que me follaria jajaja [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo 1163780127 
Por la duda:$
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Mensaje por micky morales Sáb Ago 17, 2013 11:56 pm

bastante grosera rachel al ignorar asi a santana!
micky morales
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Mensaje por AndreaDaru Dom Ago 18, 2013 12:01 am

Muy interesante tu fic! Deseando ver que pasa con las brittana
Porque Rach ingora a Santana? no le parecia agradable?

Me encanta la trama :$
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Mensaje por imperio0720 Dom Ago 18, 2013 12:16 am

gracias AndreaDaru no sabia jaja ahora entiendo [Resuelto]Fanfic [Brittana] Halo.Tomo 2.Hades. Capitulo: 32 La espada de Miguel. Epílogo 2414267551 
sobre el capitulo bueno britt ya te perdimos jaja
rexvr espero el siguienteeeeeeeeeeee
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