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[Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
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Tat-Tat
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Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
Capítulo 6
JUDAS, BRUTO, BENEDICT Arnold y yo.
Y lo peor es que cada vez que cierro los ojos vuelvo a ver la cara de Noah, veo sus labios a un suspiro de los míos y me estremezco de pies a cabeza, pero no de culpabilidad como debería, sino de deseo y entonces, en cuanto me atrevo a pensar en los dos besándonos, veo la cara de Bailey, escandalizada y traicionada, que nos mira desde arriba: su novio, su prometido besando a la traidora de su hermana pequeña en su propia cama.
Puaj. La vergüenza me vigila como un perro.
Me he impuesto un exilio voluntario, en mi árbol favorito del bosque que hay detrás del colegio, mecida entre dos ramas. Todos los días, a la hora de comer, vengo aquí, me escondo hasta que suena la campana, tallando palabras en las ramas con mi bolígrafo, dejando que mi corazón se rompa en privado. No puedo esconder nada: toda la gente del colegio me tiene ya demasiado calada.
Estoy metiendo la mano en la bolsa de papel donde Abu me ha preparado la comida, cuando oigo unas ramas que se quiebran por debajo de mí. Oh, no. Bajo la vista y veo a Brittany Pierce. Me quedo helada. No quiero que me vea: Santana López, Paciente Mental, Comiendo en lo Alto de un Árbol (porque nada más apropiado que esconderse en un árbol, para alguien que está como una regadera). Ella camina en círculos por debajo de mí, desconcertada, como si estuviera buscando a alguien. Yo apenas respiro pero no se va, se ha quedado quieta justo a la derecha de mi árbol. Entonces, sin querer, hago crujir la bolsa y ella levanta la vista y me ve.
—Hola —digo, como si fuera el sitio más normal del mundo para comer.
—Vaya, conque ahí estás —se queda callada, intenta disimular—. Me estaba preguntando qué había por aquí detrás. .. —mira a su alrededor—. Es un sitio perfecto para una casita de pan de jengibre o quizá para un fumadero de opio.
—No te hagas la loca —digo, sorprendida ante mi propio descaro.
—Bueno, lo confieso. Te he seguido —me sonríe... La misma sonrisa... guau, no me extraña que me entraran ganas...
El continúa:
—Y supongo que querrás estar sola. Seguro que no vienes hasta aquí a trepar a un árbol porque te mueres de ganas de charlar —me mira llena de esperanza. Me está hechizando, a pesar de mi lamentable estado de ánimo, a pesar del lío con Noah, a pesar de que Cruella de Vil ya se lo haya adjudicado.
—¿Quieres subir? —le ofrezco una rama y ella se sube al árbol de un salto, en algo así como tres segundos, busca un buen sitio justo a mi lado, después pestañea, mirándome. Había olvidado lo bien dotada de pestañas que está.
Guau al cuadrado.
—¿Qué hay de comer? —señala a la bolsa de papel.
—¿Lo dices en serio? Primero invades mi soledad, y ahora pretendes gorronear. ¿Pero tú dónde te has criado?
—En París —dice ella—. Así que soy un gorrón raffiné.
Vaya, cuánto me alegro de j'étudie le français. Y Dios, no me extraña que todo el colegio esté revolucionado con ella, no me extraña que me entraran ganas de besarle. Incluso le perdono a Hanna, por un momento, esa idiotez de presentarse hoy con una baguette asomando de la mochila. Ella continúa:
—Pero nací en California, viví en San Francisco hasta los nueve años. Hace más o menos un año que nos mudamos allí otra vez y ahora estamos aquí.
Sigo queriendo saber lo que hay en la bolsa.
—jamás lo adivinarías —digo—. La verdad es que yo tampoco. A mi abuela le parece de lo más divertido meter toda clase de cosas en nuestra... en mi comida. Nunca sé lo que me voy a encontrar dentro: e.e. cummings, pétalos de flor, un puñado de botones. Parece haber olvidado para qué está la bolsa de la comida.
—O a lo mejor piensa que hay maneras más importantes de alimentarse.
—Eso es exactamente lo que piensa —digo, sorprendida—. Vale, ¿quieres hacer los honores? —levanto la bolsa.
—De pronto me da miedo. ¿Alguna vez te has encontrado algo vivo dentro?
Zas. Zas. Las pestañas. Vale, puede que tarde algún tiempo en inmunizarme contra su pestañeo.
—Nunca se sabe... —digo, procurando que no se note que me derrito.
Y voy a fingir que no se me ha pasado por la mente lo de besarle. Ella mira la bolsa, entonces mete la mano con un gesto grandilocuente y saca... una manzana.
—¿Una manzana? ¡Qué desilusión! —Me la lanza—. A todo el mundo le ponen manzanas.
Le invito a continuar. Mete la mano, saca una copia de Cumbres Borrascosas.
—Es mi libro preferido —digo—. Es como un chupete para mí. Ya me lo he leído veintitrés veces. Siempre me lo está poniendo.
—Cumbres Borrascosas... ¡Veintitrés veces! Es el libro más triste del mundo. ¿Cómo puedes tenerte en pie siquiera?
—¿Acaso tengo que recordártelo? Me has encontrado subida a un árbol a la hora de comer.
—También es verdad —vuelve a meter la mano, saca una peonía morada sin tallo. Su profundo aroma nos envuelve inmediatamente—. Guau —dice, inhalando—. Me hace sentir como si fuera a levitar —me la pone debajo de la nariz.
Yo cierro los ojos, imagino que la fragancia también me hace flotar. No lo consigo. Pero se me ocurre otra cosa.
—Mi santo preferido de todos los tiempos es un José —le digo—. José de Cupertino, que levitó. Cada vez que pensaba en Dios, empezaba a flotar por los aires en un ataque de éxtasis.
Ella ladea la cabeza, me mira escéptico, levantando las cejas:
—No me lo creo.
Yo asiento:
—Mogollón de testigos. Le pasaba todo el rato. En plena misa.
—Vale. Me comen los celos. Supongo que no soy más que una simple aspirante a levitador.
—Qué pena —digo yo—. Ya me gustaría verte planeando por encima de Lima, tocando la guitarra.
—Joder, pues sí —exclama—. Podrías venir conmigo, agarrada a un pie o algo así.
Nos miramos con gesto inquisitivo, intrigados la una por la otra, sorprendidos de haber conectado tan bien... No es más que un instante, apenas perceptible, como cuando una mariquita se posa en tu brazo.
Ella coloca la flor sobre mi pierna y siento el roce de sus dedos a través de los vaqueros. La bolsa de papel ya está vacía. Me la entrega y, después, nos quedamos callados, escuchando el viento que sopla a nuestro alrededor y contemplando el sol que se filtra entre las secuoyas rojas en forma de rayos increíblemente espesos, como en los dibujos de los niños.
¿Quién es esta tipa? He hablado con ella en este árbol más que con nadie del colegio desde que volví. Pero... ¿cómo es posible que se haya leído Cumbres Borrascosas y aun así esté pillado por Hanna Puti-zilla? A lo mejor es porque ella ha estado en Froncia. O porque finge que le gusta una música de la que nadie más ha oído hablar, como esos mundialmente famosos cantantes de guitarra.
—Te vi el otro día —dice, jugando con la manzana. La lanza con una mano, la recoge con la otra—. Junto al Prado Grande. Estaba tocando la guitarra en la finca. Tú estabas al otro lado. Me pareció que escribías una nota o algo apoyada en un coche, pero después simplemente dejaste caer el trozo de papel...
—¿Es que me estás espiando? —pregunto, intentando que no se me note en la voz que estoy encantada.
—Puede que un poco —deja de lanzar la manzana—. Y puede que sienta curiosidad por una cosa.
—¿Curiosidad? —pregunto—. ¿Curiosidad por qué?
No me responde, comienza a rascar el musgo de una rama. Me fijo en sus manos, en sus largos dedos llenos de callos de tocar la guitarra.
—¿Por qué? —pregunto otra vez, muriéndome por saber qué fue lo que le hizo sentir suficiente curiosidad como pura subirse a un árbol conmigo.
—Por tu forma de tocar el clarinete.
La emoción se evapora. -¿Sí?
—Bueno, de hecho es tu forma de no tocarlo.
—¿A qué te refieres? —pregunto, sabiendo exactamente a qué se refiere.
—Me refiero a que tienes mucha técnica. Tu digitación es muy ágil, tu aleteo rápido, tu rango de tonos alucinante... pero es como que la cosa se queda ahí. No lo entiendo —se ríe, por lo visto ajeno a la bomba que acaba de soltar—. Es como si tocaras sonámbula o algo así.
Se me sonrojan las mejillas. ¡Tocar sonámbula! Me siento atrapada, como un pescado en la red. Ojalá hubiera dejado la banda y ya está, como me habría gustado hacer. Aparto la mirada hacia las secuoyas rojas, cada una elevándose hacia el cielo rodeada únicamente por su soledad. Ella se queda mirándome, esperando una respuesta, lo noto, pero no le ofrezco ninguna: se trata de un coto vedado.
—Mira —dice cautelosa, cuando por fin comprende que sus encantos no le van a servir de nada—. Te seguí hasta aquí para ver si podíamos tocar juntos.
—¿Por qué?
Mi tono de voz es más fuerte y más irritado de lo que quisiera dejar ver.
Un lento pánico que me resulta familiar se va apoderando de mi cuerpo.
—Me gustaría oír a Santana Lopez tocar de verdad. Y a quién no, ¿verdad?
Su broma se estrella y empieza a incendiarse entre los dos.
—No me apetece nada —digo, mientras suena el timbre.
—Mira... —empieza ella, pero no le dejo terminar.
—No quiero tocar contigo, ¿vale?
—Vale —lanza la manzana al aire. Antes de toque el suelo y antes de saltar del árbol, añade—: De todas formas, la idea no ha sido mía.
Yourethestar* - Mensajes : 30
Fecha de inscripción : 10/03/2014
Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
No ha sido idea de Britt?? sera de will??
Aún así, hay algo raro en hecho de que np toque con.maestría, y que no tenga el solo ella, apuesta, pánico?
Por otro lado agradezco la explicación de las notas.
nos leemos :)
Aún así, hay algo raro en hecho de que np toque con.maestría, y que no tenga el solo ella, apuesta, pánico?
Por otro lado agradezco la explicación de las notas.
nos leemos :)
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
Fecha de inscripción : 06/07/2013
Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
Gracias por leer :) dejo dos capítulos ya que no he tenido tiempo de nada esta semana. Saludos<3
Capítulo 7
DESPIERTO AL OÍR A Ennui, el Jeep de Quinn, que pita al bajar la calle: se trata de una emboscada. Me doy la vuelta, miro por la ventana, veo que se baja de un salto con su vestido vintage negro favorito y botas militares de plataforma, el pelo rubio-otra-vez retorcido en un moño, un cigarrillo colgando de los labios rojo sangre en medio de una torta de un blanco fantasmagórico. Miro el reloj: 7:05 a.m. Ella levanta la vista y me ve en la ventana, agita los brazos como un molino de viento en un huracán.
Me tapo la cabeza con las sábanas, esperando lo inevitable.
—He venido a chuparte la sangre —oigo al cabo de un instante.
Me asomo por debajo de las sábanas.
—La verdad es que como vampiro estás espectacular.
—Ya lo sé —se mira en el espejo que hay encima de mi tocador, mientras se limpia un rastro de barra de labios de los dientes con el dedo, la uña pintada de negro—. Me va bien esta imagen... tipo Heidi se vuelve gótica.
Sin los accesorios, Quinn podría pasar por Ricitos de Oro. Es una chica playera de piel tostada por el sol, convertida en chica góticagrungepunkhippierockeremocoremetalfreakfashionistabriangeekboycrazyhiphoprastagirl, de incógnito. Cruza la habitación, se inclina sobre mí, después abre las sábanas por una esquina y se mete en la cama conmigo, con botas y todo.
—Te echo de menos, Sann —sus enormes ojos verdes brillan al mirarme, tan sinceros e incongruentes con la pinta que lleva—. Vamos a desayunar antes de clase. Es el último día del primer ciclo de secundaria, y todo ese rollo. Manda la tradición.
—Vale —digo, y después añado—: Siento haber estado tan mal.
—No digas eso, lo que pasa es que no sé qué hacer por ti. No me puedo ni imaginar... —se interrumpe, recorre El Santuario con la mirada. Veo que el pavor se apodera de ella—. Es tan insoportable... —se queda mirando fijamente la cama de Bailey—. Todo está tal y como lo dejó. Dios, San.
—Ya —se me atraganta la vida—. Voy a vestirme.
Ella se muerde el labio inferior, intentando aguantar las lágrimas:
—Te espero abajo. Le prometí a Abu que hablaría con ella —se levanta de la cama y sale por la puerta, el ánimo que se veía en su paso hace un momento transformado en un arrastrar de pies.
Vuelvo a taparme la cabeza con las sábanas. Sé que el cuarto es un mausoleo. Sé que pone triste a todo el mundo (menos a Puck, que no pareció ni darse cuenta), pero lo quiero así. Me hace sentir que Bailey sigue aquí o que puede regresar.
De camino al pueblo, Quinn me cuenta su más reciente plan para ligarse a algún chico que sepa hablar de su existencialista favorito, Jean-Paul Sartre. El problema es su insensata atracción por los surfistas necios, que normalmente no son los más versados en literatura francesa y filosofía (sin ánimo de ofender) y por tanto deben ser constantemente excluidos de la regla impuesta por la propia Quinn y que consiste en que-sepan-quién-es-Sartre-o-al-menos-se-hayan-leído-algo-de-D. H.-Lawrence-o-comomínimo-uno-de-alguna-Brontë-preferiblemente de-Emiliy, para poder salir con ella.
—Este verano hay un simposio por las tardes, en la Estatal, sobre feminismo francés —me cuenta—. Me voy a apuntar. ¿Quieres venir?
Me echo a reír:
—Parece el sitio perfecto para conocer chicos.
—Ya lo verás —dice—. Los tíos más increíbles no tienen miedo de ser feministas, San.
La miro. Está intentando hacer anillos de humo, pero en vez de eso le salen pegotes de humo.
Me da pánico contarle lo de Puck, pero tengo que hacerlo, ¿no? Solo que soy demasiado cobarde, así que me decido por una noticia menos concluyente.
—El otro día a la hora de comer pasé un rato con Brittany.
-—¡Qué dices!
—Que sí.
—Ni hablar.
—Qué sí.
—Que no.
—Te lo digo.
—Imposible.
—Muy posible.
Tenemos un aguante increíble en esto del que sí-que no.
—¡Serás pava! ¡Pero qué pava desplumada! ¿Cómo has tardado tanto en contármelo? —cuando Quinn se emociona, las frases se le van llenando de animales como si padeciera una versión en plan granja del síndrome de Tourette—. Bueno, y... ¿qué tal es?
—No está mal —digo distraída, mirando por la ventanilla.
No consigo imaginar a quién se le ha ocurrido eso de que toquemos juntos. ¿Al señor Schue, quizá? ¿Pero por qué? Y buf, qué corte.
—Aquí Tierra llamando a Santana. ¿Acabas de decir que Brittany Pierce no está mal? ¡Ostras, si la tía es increíblemente alucinante! Y me he enterado de que tiene dos hermanos mayores: ostras al cubo, ¿no crees?
—Ostras, di que sí, Batgirl —digo yo, y Quinn suelta una carcajada, un sonido que no termina de encajar con su cara de murciélago gótico.
Quinn le pega una última calada de su cigarrillo y lo tira dentro de una lata de refresco. Yo añado:
—Le gusta Hanna. ¿Qué te puedes esperar de ella?
—Que tenga uno de esos cromosomas Y —dice Quinn, metiéndose un chicle en esa boca suya que padece fijación oral—. Pero la verdad es que a mí no me lo parece. He oído decir que solo le importa la música, y ella suena como un gato maullando. Puede que sea por lo de esos estúpidos cantantes de garganta de los que no para de hablar, que Brittany se crea que ella tiene alguna idea de música o algo por el estilo —mentes privilegiadas... De pronto, Quinn empieza a dar botes en su asiento como si tuviera un muelle debajo—: ¡ Ay, Santana, hazlo! Dispútale el puesto de clarinete solista. ¡Hoy mismo! Venga. Será tan emocionante... ¡Seguro que jamás ha sucedido en toda la historia de la banda de música. ¡Que se dispute un puesto en el último día de clase!
Yo sacudo la cabeza:
—Ni lo sueñes.
—¿Por qué?
No respondo, no sé cómo responder.
Me viene a la cabeza una tarde del verano pasado. Acababa de dejar las clases con Marguerite y estaba pasando el rato con Bailey y Puck en la cañada. Él nos estaba contando que los purasangres tienen unos ponys acompañantes que siempre van a su lado, y recuerdo haber pensado: «Esa soy yo». Yo soy un pony acompañante, y los ponys acompañantes no son solistas. No tocan como primeros clarinetes ni se presentan a las pruebas para la Banda Estatal ni compiten a nivel nacional ni consideran en serio la idea de estudiar en cierto conservatorio de música de la ciudad de Nueva York, como Marguerite había empezado a insistir.
No lo hacen, así de simple.
Quinn suspira mientras gira hacia un sitio para aparcar.
—Bueno, vale, supongo que tendré que entretenerme de alguna otra manera en mi último día de colegio.
—Supongo que sí.
Nos bajamos de Ennui de un salto, nos metemos en Breadstix y pedimos una cantidad vergonzosa de pasteles que Cecilia nos sirve gratis con la misma mirada de pena que ahora me sigue adondequiera que voy. Creo que me regalaría hasta la última pasta de la tienda si yo se lo pidiera.
Nos plantamos en nuestro banco favorito junto a Maria's, la delicatesen italiana, donde todos los veranos, desde que cumplí los catorce años, soy la principal fabricante de lasaña. Mañana empiezo otra vez. El sol ha estallado en millones de pedazos esparcidos por toda la calle principal. Hace un día maravilloso. Todo brilla menos mi corazón culpable.
—Fabray, tengo que contarte una cosa.
Se cierne sobre ella un gesto de preocupación:
—Claro.
—La otra noche pasó algo con Puck.
Su gesto de preocupación se ha transformado en otra cosa, que es lo que me daba miedo. Quinn se ciñe a un incontestable código de conducta con respecto a los chicos. La política es de hermandad ante todo.
—¿Algo en plan algo? ¿O algo en plan algo? —levanta una ceja hasta Marte.
Se me revuelven las tripas:
-En plan algo... Nos besamos.
Ella abre mucho los ojos y su cara se retuerce en una mueca de incredulidad, o quizá de horror. «Es el rostro de mi vergüenza», pienso, mirándola. «¿Cómo he podido besar a Puck?» me pregunto por milésima vez.
—Guau —dice ella, y esa palabra golpea contra el suelo como una roca.
Quinn no hace ningún esfuerzo por ocultar su desdén. Entierro la cabeza entre las manos, me encojo... No debería habérselo contado.
—En ese momento tenía sentido, los dos echamos tanto de menos a Bails, él lo entiende, me entiende, es el único que lo entiende... y estaba borracha
—todo esto lo digo con la cara enterrada en los vaqueros.
—¿Borracha? —no logra disimular su asombro. Casi nunca tomo ni siquiera una cerveza en las fiestas a las que ella me arrastra. Después, en un tono más suave, escucho—: ¿Puck es el único que te entiende?
Oh, no.
—No quería decir eso —digo, levantando la cabeza para encontrarme con su mirada, pero no es cierto, sí quería decirlo y por su expresión sé que ella lo sabe—. Quinn.
Traga saliva, aparta la vista, después rápidamente cambia de tema para volver a mi deshonra.
—Supongo que son cosas que pasan. El sexo en momentos de dolor no es nada raro. Salía en uno de los libros que me leí —todavía noto por su voz que me está juzgando, y ahora además noto también otra cosa.
—No nos acostamos —digo—. Sigo siendo la última virgen en pie.
Ella lanza un suspiro, después me rodea con el brazo, con un gesto incómodo, casi como si se sintiera obligada a hacerlo. Es como si me estuvieran haciendo una llave de kárate. Ninguna de las dos tiene ni idea de cómo enfrentarse a lo que no nos atrevemos a decir, ni tampoco a lo que sí nos atrevemos a decir.
—Tranquila, San. Bailey lo comprendería —no suena nada convincente—. Tampoco es que vaya a volver a pasar nunca más, ¿verdad?
—Pues claro que no —digo, y espero que no sea mentira.
Y espero que lo sea.
Me tapo la cabeza con las sábanas, esperando lo inevitable.
—He venido a chuparte la sangre —oigo al cabo de un instante.
Me asomo por debajo de las sábanas.
—La verdad es que como vampiro estás espectacular.
—Ya lo sé —se mira en el espejo que hay encima de mi tocador, mientras se limpia un rastro de barra de labios de los dientes con el dedo, la uña pintada de negro—. Me va bien esta imagen... tipo Heidi se vuelve gótica.
Sin los accesorios, Quinn podría pasar por Ricitos de Oro. Es una chica playera de piel tostada por el sol, convertida en chica góticagrungepunkhippierockeremocoremetalfreakfashionistabriangeekboycrazyhiphoprastagirl, de incógnito. Cruza la habitación, se inclina sobre mí, después abre las sábanas por una esquina y se mete en la cama conmigo, con botas y todo.
—Te echo de menos, Sann —sus enormes ojos verdes brillan al mirarme, tan sinceros e incongruentes con la pinta que lleva—. Vamos a desayunar antes de clase. Es el último día del primer ciclo de secundaria, y todo ese rollo. Manda la tradición.
—Vale —digo, y después añado—: Siento haber estado tan mal.
—No digas eso, lo que pasa es que no sé qué hacer por ti. No me puedo ni imaginar... —se interrumpe, recorre El Santuario con la mirada. Veo que el pavor se apodera de ella—. Es tan insoportable... —se queda mirando fijamente la cama de Bailey—. Todo está tal y como lo dejó. Dios, San.
—Ya —se me atraganta la vida—. Voy a vestirme.
Ella se muerde el labio inferior, intentando aguantar las lágrimas:
—Te espero abajo. Le prometí a Abu que hablaría con ella —se levanta de la cama y sale por la puerta, el ánimo que se veía en su paso hace un momento transformado en un arrastrar de pies.
Vuelvo a taparme la cabeza con las sábanas. Sé que el cuarto es un mausoleo. Sé que pone triste a todo el mundo (menos a Puck, que no pareció ni darse cuenta), pero lo quiero así. Me hace sentir que Bailey sigue aquí o que puede regresar.
De camino al pueblo, Quinn me cuenta su más reciente plan para ligarse a algún chico que sepa hablar de su existencialista favorito, Jean-Paul Sartre. El problema es su insensata atracción por los surfistas necios, que normalmente no son los más versados en literatura francesa y filosofía (sin ánimo de ofender) y por tanto deben ser constantemente excluidos de la regla impuesta por la propia Quinn y que consiste en que-sepan-quién-es-Sartre-o-al-menos-se-hayan-leído-algo-de-D. H.-Lawrence-o-comomínimo-uno-de-alguna-Brontë-preferiblemente de-Emiliy, para poder salir con ella.
—Este verano hay un simposio por las tardes, en la Estatal, sobre feminismo francés —me cuenta—. Me voy a apuntar. ¿Quieres venir?
Me echo a reír:
—Parece el sitio perfecto para conocer chicos.
—Ya lo verás —dice—. Los tíos más increíbles no tienen miedo de ser feministas, San.
La miro. Está intentando hacer anillos de humo, pero en vez de eso le salen pegotes de humo.
Me da pánico contarle lo de Puck, pero tengo que hacerlo, ¿no? Solo que soy demasiado cobarde, así que me decido por una noticia menos concluyente.
—El otro día a la hora de comer pasé un rato con Brittany.
-—¡Qué dices!
—Que sí.
—Ni hablar.
—Qué sí.
—Que no.
—Te lo digo.
—Imposible.
—Muy posible.
Tenemos un aguante increíble en esto del que sí-que no.
—¡Serás pava! ¡Pero qué pava desplumada! ¿Cómo has tardado tanto en contármelo? —cuando Quinn se emociona, las frases se le van llenando de animales como si padeciera una versión en plan granja del síndrome de Tourette—. Bueno, y... ¿qué tal es?
—No está mal —digo distraída, mirando por la ventanilla.
No consigo imaginar a quién se le ha ocurrido eso de que toquemos juntos. ¿Al señor Schue, quizá? ¿Pero por qué? Y buf, qué corte.
—Aquí Tierra llamando a Santana. ¿Acabas de decir que Brittany Pierce no está mal? ¡Ostras, si la tía es increíblemente alucinante! Y me he enterado de que tiene dos hermanos mayores: ostras al cubo, ¿no crees?
—Ostras, di que sí, Batgirl —digo yo, y Quinn suelta una carcajada, un sonido que no termina de encajar con su cara de murciélago gótico.
Quinn le pega una última calada de su cigarrillo y lo tira dentro de una lata de refresco. Yo añado:
—Le gusta Hanna. ¿Qué te puedes esperar de ella?
—Que tenga uno de esos cromosomas Y —dice Quinn, metiéndose un chicle en esa boca suya que padece fijación oral—. Pero la verdad es que a mí no me lo parece. He oído decir que solo le importa la música, y ella suena como un gato maullando. Puede que sea por lo de esos estúpidos cantantes de garganta de los que no para de hablar, que Brittany se crea que ella tiene alguna idea de música o algo por el estilo —mentes privilegiadas... De pronto, Quinn empieza a dar botes en su asiento como si tuviera un muelle debajo—: ¡ Ay, Santana, hazlo! Dispútale el puesto de clarinete solista. ¡Hoy mismo! Venga. Será tan emocionante... ¡Seguro que jamás ha sucedido en toda la historia de la banda de música. ¡Que se dispute un puesto en el último día de clase!
Yo sacudo la cabeza:
—Ni lo sueñes.
—¿Por qué?
No respondo, no sé cómo responder.
Me viene a la cabeza una tarde del verano pasado. Acababa de dejar las clases con Marguerite y estaba pasando el rato con Bailey y Puck en la cañada. Él nos estaba contando que los purasangres tienen unos ponys acompañantes que siempre van a su lado, y recuerdo haber pensado: «Esa soy yo». Yo soy un pony acompañante, y los ponys acompañantes no son solistas. No tocan como primeros clarinetes ni se presentan a las pruebas para la Banda Estatal ni compiten a nivel nacional ni consideran en serio la idea de estudiar en cierto conservatorio de música de la ciudad de Nueva York, como Marguerite había empezado a insistir.
No lo hacen, así de simple.
Quinn suspira mientras gira hacia un sitio para aparcar.
—Bueno, vale, supongo que tendré que entretenerme de alguna otra manera en mi último día de colegio.
—Supongo que sí.
Nos bajamos de Ennui de un salto, nos metemos en Breadstix y pedimos una cantidad vergonzosa de pasteles que Cecilia nos sirve gratis con la misma mirada de pena que ahora me sigue adondequiera que voy. Creo que me regalaría hasta la última pasta de la tienda si yo se lo pidiera.
Nos plantamos en nuestro banco favorito junto a Maria's, la delicatesen italiana, donde todos los veranos, desde que cumplí los catorce años, soy la principal fabricante de lasaña. Mañana empiezo otra vez. El sol ha estallado en millones de pedazos esparcidos por toda la calle principal. Hace un día maravilloso. Todo brilla menos mi corazón culpable.
—Fabray, tengo que contarte una cosa.
Se cierne sobre ella un gesto de preocupación:
—Claro.
—La otra noche pasó algo con Puck.
Su gesto de preocupación se ha transformado en otra cosa, que es lo que me daba miedo. Quinn se ciñe a un incontestable código de conducta con respecto a los chicos. La política es de hermandad ante todo.
—¿Algo en plan algo? ¿O algo en plan algo? —levanta una ceja hasta Marte.
Se me revuelven las tripas:
-En plan algo... Nos besamos.
Ella abre mucho los ojos y su cara se retuerce en una mueca de incredulidad, o quizá de horror. «Es el rostro de mi vergüenza», pienso, mirándola. «¿Cómo he podido besar a Puck?» me pregunto por milésima vez.
—Guau —dice ella, y esa palabra golpea contra el suelo como una roca.
Quinn no hace ningún esfuerzo por ocultar su desdén. Entierro la cabeza entre las manos, me encojo... No debería habérselo contado.
—En ese momento tenía sentido, los dos echamos tanto de menos a Bails, él lo entiende, me entiende, es el único que lo entiende... y estaba borracha
—todo esto lo digo con la cara enterrada en los vaqueros.
—¿Borracha? —no logra disimular su asombro. Casi nunca tomo ni siquiera una cerveza en las fiestas a las que ella me arrastra. Después, en un tono más suave, escucho—: ¿Puck es el único que te entiende?
Oh, no.
—No quería decir eso —digo, levantando la cabeza para encontrarme con su mirada, pero no es cierto, sí quería decirlo y por su expresión sé que ella lo sabe—. Quinn.
Traga saliva, aparta la vista, después rápidamente cambia de tema para volver a mi deshonra.
—Supongo que son cosas que pasan. El sexo en momentos de dolor no es nada raro. Salía en uno de los libros que me leí —todavía noto por su voz que me está juzgando, y ahora además noto también otra cosa.
—No nos acostamos —digo—. Sigo siendo la última virgen en pie.
Ella lanza un suspiro, después me rodea con el brazo, con un gesto incómodo, casi como si se sintiera obligada a hacerlo. Es como si me estuvieran haciendo una llave de kárate. Ninguna de las dos tiene ni idea de cómo enfrentarse a lo que no nos atrevemos a decir, ni tampoco a lo que sí nos atrevemos a decir.
—Tranquila, San. Bailey lo comprendería —no suena nada convincente—. Tampoco es que vaya a volver a pasar nunca más, ¿verdad?
—Pues claro que no —digo, y espero que no sea mentira.
Y espero que lo sea.
Yourethestar* - Mensajes : 30
Fecha de inscripción : 10/03/2014
Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
Capítulo 8
ESTOY SENTADA EN el escritorio de Bailey con San Antonio: Patrón de las cosas perdidas.
Este no es su sitio. Su sitio está en la repisa de la chimenea, delante de La Media Madre, donde siempre lo he guardado, pero Bailey debió de moverlo y no sé por qué. Lo encontré metido detrás del ordenador, delante de un viejo dibujo suyo que está clavado con chinchetas en la pared: el que hizo el día que Abu nos dijo que nuestra madre era exploradora (en plan Cristóbal Colón).
He corrido las cortinas y, aunque quiero hacerlo, no me permitiré el asomarme por la ventana para ver si Puck está bajo el ciruelo. Tampoco me permitiré imaginar sus labios perdidos y medio salvajes sobre los míos. No.
Me permito imaginar iglús, bonitos y frígidos iglús árticos. Le he prometido a Bailey que jamás volverá a suceder nada como lo que sucedió aquella noche.
Es el primer día de las vacaciones de verano y toda la gente del colegio está en el río. Acabo de recibir una llamada de Fabray, borracha, informándome de que se supone que de un momento a otro se van a presentar en Flying Man's no uno, ni dos, sino tres increíblemente alucinantes Pierce, que van a tocar fuera, que acaba de enterarse de que los dos Pierces mayores tienen un grupo de lo más alucinante en L.A., donde van a la universidad, y que será mejor que mueva el culo para asistir a esa maravilla. Le dije que me quedaba y que se deleitara en su maravilla Piercemanía por mí, cosa que resucitó la espina de ayer:
—No estarás con Puck, ¿verdad, Lopez?
Buf.
Miro a mi clarinete, abandonado en su estuche sobre la silla de tocar. Está en un ataúd, pienso, después enseguida intento dispensarlo. Me acerco, quito el cierre a la tapa. Nunca se planteó la cuestión de qué instrumento iba a tocar. Cuando todas las demás chicas echaron a correr hacia las flautas, en la clase de música de quinto, yo fui directa al clarinete. Me recordaba a mí.
Meto la mano en el bolsillo donde guardo la gamuza y las lengüetas y rebusco intentando encontrar el papel doblado. No sé porque lo he guardado (¡durante más de un año!), ni por qué aquella tarde lo saqué de la basura, después de que Bailey lo tirara con un despreocupado «Vaya, hombre, supongo que a esta familia no le quedará más remedio que seguir aguantándome», antes de lanzarse en brazos de Puck como si aquello no significara nada para ella.
Pero yo sabía que significaba algo. ¿Cómo no iba a significar? Se trataba de Juilliard.
Sin leerla por última vez, arrugo la carta de rechazo de Bailey para formar una pelota, la tiro al cubo de la basura y me vuelvo a sentar en su escritorio.
Estoy en el sitio exacto donde estaba aquella noche cuando sonó el teléfono por toda la casa, por todo el mundo entero que nada podía imaginarse. Yo había estado estudiando química, odiando cada minuto del tiempo, como siempre. El fuerte olor a orégano de la fricassee de pollo de Abu llegaba hasta nuestra habitación y yo solo quería que Bailey volviera corriendo a casa para poder comer porque tenía un hambre feroz y odiaba los isótopos. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que estuviera pensando en fricassee y en moléculas de carbono cuando al otro lado de la ciudad mi hermana acababa de exhalar su último aliento? ¿Qué clase de mundo es este?
¿Y qué podemos hacer nosotros? ¿Qué hace uno cuando de hecho sucede lo peor que podía suceder? ¿Cuándo uno recibe esa llamada? ¿Cuándo uno echa tanto de menos la montaña rusa de la voz de su hermana que le entran ganas de destrozar toda la casa con las uñas?
Esto es lo que hago yo: saco el teléfono y marco su número. El otro día tuve un lapsus y la llamé para ver cuándo volvía a casa y descubrí que todavía no habían dado de baja su número.
Hola, soy Bailey, Julieta durante este mes, así que ahí va, chicos... ¿Qué me dices? ¿No puedes alegrarme? Dame consuelo...
Cuelgo al oír la señal, después vuelvo a llamar, una y otra vez, y otra, y otra, solo quiero sacarla del teléfono. Después, una de las veces, no cuelgo.
—¿Por qué no me contaste que ibas a casarte? —susurro, para después cerrar el teléfono y dejarlo sobre su mesa.
Porque no lo entiendo. ¿Acaso no nos lo contábamos todo? «Si esto no nos cambia la vida, San, no sé qué nos la va a cambiar», dijo cuándo pintamos las paredes. ¿Es ese el cambio que quería? Miro el San Antonio de plástico tan hortera. ¿Y qué pasa con él? ¿Por qué subirlo aquí arriba? Me fijo mejor en el dibujo contra el que estaba apoyado. Lleva tanto tiempo ahí que el papel está amarillento y los bordes curvados, tanto tiempo que no me fijo en él desde hace años. Bailey lo dibujó cuando tenía unos once años, en la época en que empezó a preguntar a Abu sobre mamá con una ferocidad implacable.
Llevaba semanas haciéndolo.
—¿Cómo sabes que va a volver? —preguntó Bailey por millonésima vez.
Estábamos en el estudio de Abu, Bailey y yo tumbadas en el suelo dibujando con los pasteles mientras Abu pintaba a una de sus mujeres en un lienzo en el rincón, de espaldas a nosotras. Se había pasado todo el día eludiendo las preguntas de Bailey, cambiando de tema con mucha astucia, pero esta vez no funcionaba. Vi cómo Abu dejaba caer el brazo, el pincel goteando un verde esperanza al suelo lleno de salpicaduras. Lanzó un suspiro, un gran suspiro solitario, y se giró hacia nosotras:
—Supongo que mis niñas ya son suficientemente mayores como para saberlo —dijo. Nosotras nos incorporamos, inmediatamente dejamos los pasteles y le prestamos toda nuestra atención—: Mamá es... bueno... supongo que la mejor forma de describirlo es... a ver... —Bailey me miró asombrada: nunca habíamos visto a Abu quedarse sin palabras.
—¿Qué, Abu? —preguntó Bailey—. ¿Qué es?
—Bueno... —Abu se mordió el labio y por fin, dubitativa, dijo—: Supongo que la mejor forma de describirlo es que es... ya sabes que hay gente que tiene tendencias naturales, yo pinto y me dedico a la jardinería, Big es arborista, y tú, Bailey, quieres convertirte en actriz cuando seas mayor...
—Voy a ir a Juilliard —nos dijo.
Abu sonrió:
—Sí, lo sabemos, señorita Hollywood. O quizá debería decir señorita
Broadway.
—¿Nuestra madre? —les recordé antes de que acabáramos hablando de aquella estúpida escuela otra vez.
Yo solo esperaba que se pudiera llegar andando, si Bailey pensaba ir allí.
O, al menos, que estuviera lo suficientemente cerca como para poder ir a verla en bici un día sí y otro no. Pero me daba demasiado miedo preguntarlo.
Abu frunció los labios un instante:
—Bueno, vale, pues ella es algo diferente, es más bien una especie de... bueno, es como una exploradora.
—¿Como Colón, por ejemplo? —preguntó Bailey.
—Sí, así, solo que sin la Niña, la Pinta y la Santa María. Nada más que una mujer, un mapa y el mundo. Es una artista solitaria.
Luego salió de la habitación, su forma favorita y más eficaz de poner fin a una conversación.
Bailey y yo nos miramos. En todas nuestras recurrentes fantasías acerca de dónde estaba mamá y por qué se había marchado, jamás en la vida nos imaginamos nada ni siquiera remotamente tan bueno. Seguí a Abu intentando sacarle más información, pero Bailey se quedó en el suelo e hizo este dibujo. En el se ve a una mujer en lo alto de una montaña, mirando a lo lejos, de espaldas a nosotros. Abu, Big y yo, con nuestros nombres escritos debajo de los pies, estamos saludando a la figura solitaria desde el pie de la montaña.
En la parte de abajo del dibujo, pone Exploradora en verde. Por algún motivo,
Bailey no se incluyó en el dibujo.
Me llevo a San Antonio al pecho, le abrazo con fuerza. Ahora le necesito pero... ¿Por qué le necesitaba Bailey? ¿Qué había perdido?
¿Qué era lo que necesitaba encontrar?
Este no es su sitio. Su sitio está en la repisa de la chimenea, delante de La Media Madre, donde siempre lo he guardado, pero Bailey debió de moverlo y no sé por qué. Lo encontré metido detrás del ordenador, delante de un viejo dibujo suyo que está clavado con chinchetas en la pared: el que hizo el día que Abu nos dijo que nuestra madre era exploradora (en plan Cristóbal Colón).
He corrido las cortinas y, aunque quiero hacerlo, no me permitiré el asomarme por la ventana para ver si Puck está bajo el ciruelo. Tampoco me permitiré imaginar sus labios perdidos y medio salvajes sobre los míos. No.
Me permito imaginar iglús, bonitos y frígidos iglús árticos. Le he prometido a Bailey que jamás volverá a suceder nada como lo que sucedió aquella noche.
Es el primer día de las vacaciones de verano y toda la gente del colegio está en el río. Acabo de recibir una llamada de Fabray, borracha, informándome de que se supone que de un momento a otro se van a presentar en Flying Man's no uno, ni dos, sino tres increíblemente alucinantes Pierce, que van a tocar fuera, que acaba de enterarse de que los dos Pierces mayores tienen un grupo de lo más alucinante en L.A., donde van a la universidad, y que será mejor que mueva el culo para asistir a esa maravilla. Le dije que me quedaba y que se deleitara en su maravilla Piercemanía por mí, cosa que resucitó la espina de ayer:
—No estarás con Puck, ¿verdad, Lopez?
Buf.
Miro a mi clarinete, abandonado en su estuche sobre la silla de tocar. Está en un ataúd, pienso, después enseguida intento dispensarlo. Me acerco, quito el cierre a la tapa. Nunca se planteó la cuestión de qué instrumento iba a tocar. Cuando todas las demás chicas echaron a correr hacia las flautas, en la clase de música de quinto, yo fui directa al clarinete. Me recordaba a mí.
Meto la mano en el bolsillo donde guardo la gamuza y las lengüetas y rebusco intentando encontrar el papel doblado. No sé porque lo he guardado (¡durante más de un año!), ni por qué aquella tarde lo saqué de la basura, después de que Bailey lo tirara con un despreocupado «Vaya, hombre, supongo que a esta familia no le quedará más remedio que seguir aguantándome», antes de lanzarse en brazos de Puck como si aquello no significara nada para ella.
Pero yo sabía que significaba algo. ¿Cómo no iba a significar? Se trataba de Juilliard.
Sin leerla por última vez, arrugo la carta de rechazo de Bailey para formar una pelota, la tiro al cubo de la basura y me vuelvo a sentar en su escritorio.
Estoy en el sitio exacto donde estaba aquella noche cuando sonó el teléfono por toda la casa, por todo el mundo entero que nada podía imaginarse. Yo había estado estudiando química, odiando cada minuto del tiempo, como siempre. El fuerte olor a orégano de la fricassee de pollo de Abu llegaba hasta nuestra habitación y yo solo quería que Bailey volviera corriendo a casa para poder comer porque tenía un hambre feroz y odiaba los isótopos. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que estuviera pensando en fricassee y en moléculas de carbono cuando al otro lado de la ciudad mi hermana acababa de exhalar su último aliento? ¿Qué clase de mundo es este?
¿Y qué podemos hacer nosotros? ¿Qué hace uno cuando de hecho sucede lo peor que podía suceder? ¿Cuándo uno recibe esa llamada? ¿Cuándo uno echa tanto de menos la montaña rusa de la voz de su hermana que le entran ganas de destrozar toda la casa con las uñas?
Esto es lo que hago yo: saco el teléfono y marco su número. El otro día tuve un lapsus y la llamé para ver cuándo volvía a casa y descubrí que todavía no habían dado de baja su número.
Hola, soy Bailey, Julieta durante este mes, así que ahí va, chicos... ¿Qué me dices? ¿No puedes alegrarme? Dame consuelo...
Cuelgo al oír la señal, después vuelvo a llamar, una y otra vez, y otra, y otra, solo quiero sacarla del teléfono. Después, una de las veces, no cuelgo.
—¿Por qué no me contaste que ibas a casarte? —susurro, para después cerrar el teléfono y dejarlo sobre su mesa.
Porque no lo entiendo. ¿Acaso no nos lo contábamos todo? «Si esto no nos cambia la vida, San, no sé qué nos la va a cambiar», dijo cuándo pintamos las paredes. ¿Es ese el cambio que quería? Miro el San Antonio de plástico tan hortera. ¿Y qué pasa con él? ¿Por qué subirlo aquí arriba? Me fijo mejor en el dibujo contra el que estaba apoyado. Lleva tanto tiempo ahí que el papel está amarillento y los bordes curvados, tanto tiempo que no me fijo en él desde hace años. Bailey lo dibujó cuando tenía unos once años, en la época en que empezó a preguntar a Abu sobre mamá con una ferocidad implacable.
Llevaba semanas haciéndolo.
—¿Cómo sabes que va a volver? —preguntó Bailey por millonésima vez.
Estábamos en el estudio de Abu, Bailey y yo tumbadas en el suelo dibujando con los pasteles mientras Abu pintaba a una de sus mujeres en un lienzo en el rincón, de espaldas a nosotras. Se había pasado todo el día eludiendo las preguntas de Bailey, cambiando de tema con mucha astucia, pero esta vez no funcionaba. Vi cómo Abu dejaba caer el brazo, el pincel goteando un verde esperanza al suelo lleno de salpicaduras. Lanzó un suspiro, un gran suspiro solitario, y se giró hacia nosotras:
—Supongo que mis niñas ya son suficientemente mayores como para saberlo —dijo. Nosotras nos incorporamos, inmediatamente dejamos los pasteles y le prestamos toda nuestra atención—: Mamá es... bueno... supongo que la mejor forma de describirlo es... a ver... —Bailey me miró asombrada: nunca habíamos visto a Abu quedarse sin palabras.
—¿Qué, Abu? —preguntó Bailey—. ¿Qué es?
—Bueno... —Abu se mordió el labio y por fin, dubitativa, dijo—: Supongo que la mejor forma de describirlo es que es... ya sabes que hay gente que tiene tendencias naturales, yo pinto y me dedico a la jardinería, Big es arborista, y tú, Bailey, quieres convertirte en actriz cuando seas mayor...
—Voy a ir a Juilliard —nos dijo.
Abu sonrió:
—Sí, lo sabemos, señorita Hollywood. O quizá debería decir señorita
Broadway.
—¿Nuestra madre? —les recordé antes de que acabáramos hablando de aquella estúpida escuela otra vez.
Yo solo esperaba que se pudiera llegar andando, si Bailey pensaba ir allí.
O, al menos, que estuviera lo suficientemente cerca como para poder ir a verla en bici un día sí y otro no. Pero me daba demasiado miedo preguntarlo.
Abu frunció los labios un instante:
—Bueno, vale, pues ella es algo diferente, es más bien una especie de... bueno, es como una exploradora.
—¿Como Colón, por ejemplo? —preguntó Bailey.
—Sí, así, solo que sin la Niña, la Pinta y la Santa María. Nada más que una mujer, un mapa y el mundo. Es una artista solitaria.
Luego salió de la habitación, su forma favorita y más eficaz de poner fin a una conversación.
Bailey y yo nos miramos. En todas nuestras recurrentes fantasías acerca de dónde estaba mamá y por qué se había marchado, jamás en la vida nos imaginamos nada ni siquiera remotamente tan bueno. Seguí a Abu intentando sacarle más información, pero Bailey se quedó en el suelo e hizo este dibujo. En el se ve a una mujer en lo alto de una montaña, mirando a lo lejos, de espaldas a nosotros. Abu, Big y yo, con nuestros nombres escritos debajo de los pies, estamos saludando a la figura solitaria desde el pie de la montaña.
En la parte de abajo del dibujo, pone Exploradora en verde. Por algún motivo,
Bailey no se incluyó en el dibujo.
Me llevo a San Antonio al pecho, le abrazo con fuerza. Ahora le necesito pero... ¿Por qué le necesitaba Bailey? ¿Qué había perdido?
¿Qué era lo que necesitaba encontrar?
Disculpen si se me va algún error.
Yourethestar* - Mensajes : 30
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Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
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cvlbrittana-*- - Mensajes : 2510
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Re: [Resuelto]The sky is everywhere (adaptada) - Capítulo 7-8
cvlbrittana-*- - Mensajes : 2510
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