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Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO Primer15
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Mensaje por dianna agron 16 Dom Oct 27, 2013 10:59 pm

He vuelto chicas, sigo con la saga de Crepúsculo, intentare actualizar tan rápido como pueda pero no me maten si de repente dejo de actualizar unos días, bueno sin más les dejo el primer capítulo.

----

PREFACIO


Me sentía atrapada en una de esas pesadillas aterradoras en las que tienes que correr, correr hasta que te arden los pulmones, sin lograr desplazarte nunca a la velocidad necesaria. Las piernas parecían moverse cada vez más despacio mientras me esforzaba por avanzar entre la multitud indiferente, pero aun así, las manecillas del gran reloj de la torre seguían avanzando, no se detenían; inexorables e insensibles se aproximaban hacia el final, hacia el final de todo.

Pero esto no era un sueño y, a diferencia de las pesadillas, no corría para salvar mi vida; corría para salvar algo infinitamente más valioso. En ese momento, incluso mi propia vida parecía tener poco significado para mí.

Rachel había predicho que existían muchas posibilidades de que las dos muriéramos allí. Tal vez el resultado habría sido bien diferente si aquel sol deslumbrante no la hubiera retenido, de modo que sólo yo era libre de cruzar aquella plaza iluminada y atestada de gente.

Y no podía correr lo bastante rápido...
... por lo que no me importaba demasiado que estuviéramos rodeados por nuestros enemigos, extraordinariamente poderosos. Supe que era demasiado tarde cuando el reloj comenzó a dar la hora y sus campanadas hicieron vibrar el enlosado que pisaban mis pies —demasiado lentos—. Entonces me alegré de que más de un vampiro ávido de sangre me estuviera esperando por los alrededores. Si esto salía mal, a mí ya no me quedarían deseos de seguir viviendo.

El reloj siguió dando la hora mientras el sol caía a plomo en la plaza desde el centro exacto del cielo.




LA FIESTA



Estaba segura de que era un sueño en un noventa y nueve por ciento.

Las razones de esa certeza casi absoluta eran, en primer lugar, que permanecía en pie recibiendo de pleno un brillante rayo de sol, la clase de sol intenso y cegador que nunca brillaba en mi actual hogar de Forks, Washington, donde siempre lloviznaba; y en segundo lugar, porque estaba viendo a mi abuelita Marie, que había muerto hacía seis años. Esto, sin duda, ofrecía una seria evidencia a favor de la teoría del sueño.

La abuela no había cambiado mucho. Su rostro era tal y como lo recordaba; la piel suave tenía un aspecto marchito y se plegaba en un millar de finas arrugas debajo de las cuales se traslucía con delicadeza el hueso, como un melocotón seco, pero aureolado con una mata de espeso pelo blanco de aspecto similar al de una nube.

Nuestros labios —los suyos fruncidos en una miríada de arrugas— se curvaron a la vez con una media sonrisa de sorpresa. Al parecer, tampoco ella esperaba verme.

Estaba a punto de preguntarle algo, era tanto lo que quería saber... ¿Qué hacía en mi sueño? ¿Dónde había permanecido los últimos seis años? ¿Estaba bien el abuelo? ¿Se habían encontrado dondequiera que estuvieran? Pero ella abrió la boca al mismo tiempo que yo y me detuve para dejarla hablar primero. Ella hizo lo mismo y ambas sonreímos, ligeramente incómodas.

—¿Britt?

No era ella la que había pronunciado mi nombre, por lo que ambas nos volvimos para ver quién se unía a nuestra pequeña reunión. En realidad, yo no necesitaba mirar para saberlo. Era una voz que habría reconocido en cualquier lugar, y a la que también hubiera respondido, ya estuviera dormida o despierta. .. o incluso muerta, estoy casi segura. La voz por la que habría caminado sobre el fuego o, con menos dramatismo, por la que chapotearía todos los días de mi vida entre el frío y la lluvia incesante.

Santana.

Aunque me moría de ganas por verla —consciente o no— y estaba casi segura de que se trataba de un sueño, me entró el pánico a medida que Santana se acercaba a nosotras caminando bajo la deslumbrante luz del sol.

Me asusté porque la abuela ignoraba que yo estaba enamorada de una vampira —nadie lo sabía— y no se me ocurría la forma de explicarle el hecho de que los brillantes rayos del sol se quebraran sobre su piel en miles de fragmentos de arco iris, como si estuviera hecha de cristal o de diamante.

Bien, abuelita, quizás te hayas dado cuenta de que mi novia resplandece. Es algo que le pasa cuando se expone al sol, pero no te preocupes...

Pero ¿qué hacía ella aquí? La única razón de que viviera en Forks, el lugar más lluvioso del mundo, era poder salir a la luz del día sin que quedara expuesto el secreto de su familia. Sin embargo, ahí estaba; se acercaba, como si yo estuviera sola, con ese andar suyo tan grácil y despreocupado y esa hermosísima sonrisa en su angelical rostro.

En ese momento deseé no ser la excepción de su misterioso don. En general, agradecía ser la única persona cuyos pensamientos no podía oír con la misma claridad que si los expresara en voz alta, pero ahora hubiera deseado que oyera el aviso que le gritaba en mi fuero interno.

Lancé una mirada aterrada a la abuela y me percaté de que era demasiado tarde. En ese instante, ella se volvió para mirarme y sus ojos expresaron la misma alarma que los míos.

Santana continuó sonriendo de esa forma tan arrebatadora que hacía que mi corazón se desbocase y pareciera a punto de estallar dentro de mi pecho. Me pasó el brazo por los hombros y se volvió para mirar a mi abuela.

Su expresión me sorprendió. Me miraba avergonzada, como si esperara una reprimenda, en vez de horrorizarse. Mantuvo aquel extraño gesto y separó torpemente un brazo del cuerpo; luego, lo alargó y curvó en el aire como si abrazara a alguien a quien no podía ver, alguien invisible...

Sólo me percaté del marco que rodeaba su figura al contemplar la imagen desde una perspectiva más amplia. Sin comprender aún, alcé la mano que no rodeaba la cintura de Santana y la acerqué para tocar a mi abuela. Ella repitió el movimiento de forma exacta, como en un espejo. Pero donde nuestros dedos hubieran debido encontrarse, sólo había frío cristal...

El sueño se convirtió en una pesadilla de forma brusca y vertiginosa.

Ésa no era la abuela.

Era mi imagen reflejada en un espejo. Era yo, anciana, arrugada y marchita.

Santana permanecía a mi lado sin reflejarse en el espejo, insoportablemente hermosa a sus diecisiete años eternos.

Apretó sus labios fríos y perfectos contra mi mejilla decrépita.

—Feliz cumpleaños —susurró.

Me desperté sobresaltada, jadeante y con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Una mortecina luz gris, la luz propia de una mañana nublada, sustituyó al sol cegador de mi pesadilla.

Sólo ha sido un sueño, me dije. Sólo ha sido un sueño. Tomé aire y salté de la cama cuando se me pasó el susto. El pequeño calendario de la esquina del reloj me mostró que todavía estábamos a trece de septiembre.

Era sólo un sueño pero, sin duda, profético, al menos en un sentido. Era el día de mi cumpleaños. Acababa de cumplir oficialmente dieciocho años.

Había estado temiendo este día durante meses.

Durante el perfecto verano —el verano más feliz que he tenido jamás, el más feliz que nadie nunca haya podido tener y el más lluvioso de la historia de la península Olympic— esta fecha funesta había estado acechándome, preparada para saltar.

Y ahora que por fin había llegado, resultaba aún peor de lo que temía. Casi podía sentirlo: era mayor. Cada día envejecía un poco más, pero hoy era diferente y notablemente peor. Tenía dieciocho años.

Los que Santana nunca llegaría a cumplir.

Cuando fui a lavarme los dientes, casi me sorprendió que el rostro del espejo no hubiera cambiado. Examiné a conciencia la piel marfileña de mi rostro en busca de algún indicio inminente de arrugas. Sin embargo, no había otras que las de mi frente, y comprendí que desaparecerían si me relajaba, pero no podía. La desazón se había aposentado en mi ceño hasta formar una línea de preocupación encima de los ansiosos ojos marrones.

Sólo ha sido un sueño, me recordé una vez más. Sólo un sueño, y también mi peor pesadilla.

Con las prisas por salir de casa lo antes posible, me salté el desayuno. No me encontraba con ánimo de enfrentarme a mi padre y tener que pasar unos minutos fingiendo estar contenta. Intentaba sentirme sinceramente entusiasmada con los regalos que le había pedido que no me hiciera, pero notaba que estaba a punto de llorar cada vez que debía sonreír.

Hice un esfuerzo para sosegarme mientras conducía camino del instituto. Resultaba difícil olvidar la visión de la abuelita —no podía pensar en ella como si fuera yo— y sólo pude sentir desesperación cuando entré en el conocido aparcamiento que se extendía detrás del instituto de Forks y descubrí a Santana inmóvil, recostado contra su pulido Volvo plateado como un tributo de marfil consagrado a alguna olvidada diosa pagana de la belleza. El sueño no le hacía justicia. Y estaba allí esperándome sólo a mí, igual que cualquier otro día.

La desesperación se disipó momentáneamente y la sustituyó el embeleso. Después del casi medio año que llevábamos juntas, todavía no podía creerme que mereciera tener tanta suerte.

Su hermana Rachel estaba a su lado, esperándome también.

Santana y Rachel no estaban emparentadas de verdad, por supuesto —la historia que corría por Forks era que los retoños de los Cullen habían sido adoptados por el doctor William Cullen y su esposa Emma, ya que ambos tenían un aspecto excesivamente joven como para tener hijos adolescentes—, aunque su piel tenía el mismo tono de palidez, sus ojos el mismo extraño matiz dorado y las mismas ojeras marcadas y amoratadas. El rostro de Rachel, al igual que el de Santana, era de una hermosura asombrosa, y estas similitudes los delataban a los ojos de alguien que, como yo, sabía qué eran.

Puse cara de pocos amigos al ver a Rachel esperándome allí, con sus ojos de color tostado brillando de excitación y una pequeña caja cuadrada envuelta en papel plateado en las manos. Le había dicho que no quería nada, nada, ni regalos ni ningún otro tipo de atención por mi cumpleaños. Evidentemente, había ignorado mis deseos.

Cerré de un golpe la puerta de mi Chevrolet del 53 y una lluvia de motas de óxido revoloteó hasta la cubierta de color negro. Después me dirigí lentamente hacia donde me aguardaban. Rachel saltó hacia delante para encontrarse conmigo; su cara de duende resplandecía bajo su pelo.

—¡Feliz cumpleaños, Britt!
—¡Shhh! —bisbiseé mientras miraba alrededor del aparcamiento para cerciorarme de que nadie la había oído. Lo último que me apetecía era cualquier clase de celebración del luctuoso evento.

Ella me ignoró.

—¿Cuándo quieres abrir tu regalo? ¿Ahora o luego? —me preguntó entusiasmada mientras caminábamos hacia donde nos esperaba Santana.
—No quiero regalos —protesté con un hilo de voz.

Al fin, pareció darse cuenta de cuál era mi estado de ánimo.

—Vale..., tal vez luego. ¿Te ha gustado el álbum de fotografías que te ha enviado tu madre? ¿Y la cámara de William?

Suspiré. Por descontado, ella debía de saber cuáles iban a ser mis regalos de cumpleaños. Santana no era el único miembro de la familia dotado de extrañas cualidades. Seguramente Rachel habría «visto» lo que mis padres planeaban regalarme en cuanto lo hubieran decidido.

—Sí, son maravillosos.
—A mí me parece una idea estupenda. Sólo te haces mayor de edad una vez en la vida, así que lo mejor es documentar bien la experiencia.
—¿Cuántas veces te has hecho tú mayor de edad?
—Eso es distinto.

Entonces llegamos a donde estaba Santana, que me tendió la mano. La tomé con ganas, olvidando por un momento mi pesadumbre. Su piel era suave, dura y helada, como siempre. Le dio a mis dedos un apretón cariñoso. Me sumergí en sus líquidos ojos de topacio y mi corazón sufrió otro apretón aunque bastante menos dulce.

Ella sonrió al escuchar el tartamudeo de los latidos de mi corazón. Levantó la mano libre y recorrió el contorno de mis labios con el gélido extremo de uno de sus dedos mientras hablaba.

—Así que, tal y como me impusiste en su momento, no me permites que te felicite por tu cumpleaños, ¿correcto?
—Sí, correcto —nunca conseguiría imitar, ni siquiera de lejos, su perfecta y formal facilidad de expresión. Eso era algo que solamente podía adquirirse en un siglo pretérito.
—Sólo me estaba asegurando —se pasó la mano por su perfecto cabello—. Podrías haber cambiado de idea. La mayoría de la gente disfruta con cosas como los cumpleaños y los regalos.

Rachel rompió a reír y su risa se alzó como un sonido plateado, similar al repique del viento.

—Pues claro que lo disfruta. Se supone que hoy todo el mundo se va a portar bien contigo y te dejará hacer lo que quieras, Britt. ¿Qué podría ocurrir de malo? —lanzó la frase como una pregunta retórica.
—Pues hacerme mayor —contesté de todos modos, y mi voz no fue tan firme como me hubiera gustado.

A mi lado, la sonrisa de Santana se tensó hasta convertirse en una línea dura.

—Tener dieciocho años no es ser muy mayor —dijo Rachel—. Tenía entendido que, por lo general, las mujeres no se sentían mal por cumplir años hasta llegar a los veintinueve.
—Es ser mayor que Santana —mascullé.

Ella suspiró.

—Técnicamente —dijo ella sin perder su tono desenfadado—, ya que sólo la adelantas en un año de nada.

Se suponía que... si estaba segura del futuro que deseaba, segura de pasarlo para siempre con Santana, Rachel y el resto de los Cullen (mejor si no era como una menuda anciana arrugada) ... uno o dos años arriba o abajo no me importarían demasiado. Pero Santana se había cerrado en banda respecto a cualquier clase de futuro que incluyera mi transformación. Cualquier futuro que me hiciera como ella, inmortal igual que ella.

Un impasse, lo llamaría Santana.

Para ser sinceros, la verdad es que no entendía su punto de vista. ¿Qué tenía de bueno la mortalidad? Convertirse en vampiro no parecía una cosa tan horrible, al menos no a la manera de los Cullen.

—¿A qué hora vendrás a casa? —continuó Rachel, cambiando de tema. A juzgar por su expresión, ya se había dado cuenta de qué era lo que yo estaba intentando evitar.
—No sabía que tuviera que ir allí.
—¡Oh, por favor, Britt, no te pongas difícil! —se quejó ella—. No nos irás a arruinar toda la diversión poniendo esa cara, ¿verdad?
—Creía que mi cumpleaños era para tener lo que yo deseara.
—La llevaré desde casa de Charlie justo después de que terminemos las clases —le dijo Santana, ignorándome sin esfuerzo.
—Tengo que trabajar —protesté.
—En realidad, no —repuso Rachel con aire de suficiencia—, ya he hablado con la señora Abrams sobre eso. Te cambiará el turno en la tienda. Me dijo que te deseara un feliz cumpleaños.
—Pero... pero es que no puedo dejarlo —tartamudeé mientras buscaba desesperadamente una excusa—. Lo cierto es que, bueno, todavía no he visto Romeo y Julieta para la clase de Literatura.

Rachel resopló con impaciencia.

—Te sabes Romeo y Julieta de memoria.
—Pero el señor Berty dice que necesitamos verlo representado para ser capaces de apreciarlo en su integridad, ya que ésa era la forma en que Shakespeare quiso que se hiciera.

Santana puso los ojos en blanco.

—Pero si ya has visto la película —me acusó Rachel.
—No en la versión de los sesenta. El señor Berty aseguró que era la mejor.

Finalmente, Rachel perdió su sonrisa satisfecha y me miró fijamente.

—Mira, puedes ponértelo difícil o fácil, tú verás, pero de un modo u otro...

Santana interrumpió su amenaza.

—Tranquilízate, Rachel. Si Britt quiere ver una película, que la vea. Es su cumpleaños.
—Así es —añadí.
—La llevaré sobre las siete —continuó ella—. Os dará más tiempo para organizado todo.

La risa de Rachel resonó de nuevo.

—Eso suena bien. ¡Te veré esta noche, Britt! Verás como te lo pasas bien —esbozó una gran sonrisa, una sonrisa amplia que expuso sus perfectos y deslumbrantes dientes; luego me pellizcó una mejilla y salió disparada hacia su clase antes de que pudiera contestarle.
—Santy, por favor... —comencé a suplicar, pero ella puso uno de sus dedos fríos sobre mis labios.
—Ya lo discutiremos luego. Vamos a llegar tarde a clase.

Nadie se molestó en mirarnos mientras nos acomodábamos al final del aula en nuestros asientos de costumbre. Ahora estábamos juntas en casi todas las clases —era sorprendente los favores que Santana conseguía de las mujeres de la administración—. Santana y yo llevábamos saliendo juntas demasiado tiempo como para ser objeto de habladurías. Ni siquiera Artie Abrams se molestó en dirigirme la mirada apesadumbrada con la que solía hacerme sentir culpable; en vez de eso, ahora me sonreía y yo estaba contenta de que, al parecer, hubiera aceptado que sólo podíamos ser amigos. Artie había cambiado ese verano; los pómulos resaltaban más ahora que su rostro se había estirado, y era distinta la forma en que peinaba su cabello: se lo había dejado más largo y modelado con gel en una especie de desaliño casual. Era fácil ver dónde se había inspirado.

Conforme avanzaba el día, consideré todas las formas de eludir lo que se estuviera preparando en la casa de los Cullen aquella noche. El hecho en sí ya era lo bastante malo como para celebrarlo; máxime cuando, en realidad, no estaba de humor para fiestas, y peor aún, cuando lo más probable es que éstas incluyeran convertirme en el centro de atención y hacerme regalos.

Nunca es bueno que te presten atención —seguramente, cualquier patoso tan proclive como yo a los accidentes pensará lo mismo—. Nadie desea convertirse en foco de nada si tiene tendencia a que se le caiga todo encima.

Además, había pedido con toda claridad (en realidad, había ordenado expresamente) que nadie me regalara nada ese año. Y parecía que Charlie y Susan no habían sido los únicos que habían decidido pasarlo por alto.

Nunca tuve mucho dinero, pero eso no me había preocupado jamás. Susan me había criado con el sueldo de una maestra de guardería, y tampoco Charlie se estaba forrando con el suyo, precisamente, siendo jefe de policía de una localidad pequeña como Forks. Mi único ingreso personal procedía de los tres días a la semana que trabajaba en la tienda local de productos deportivos. Era afortunada al tener un trabajo en un lugar tan minúsculo como aquél. Destinaba cada centavo que ganaba a mi microscópico fondo para la universidad. En realidad, la universidad era el plan B, porque aún no había perdido las esperanzas depositadas en el plan A, aunque Santana se había puesto tan inflexible con lo de que yo continuara siendo humana que...
...Santana tenía un montón de dinero, ni siquiera quería pensar en la cantidad total. El dinero casi carecía de significado para ella y el resto de los Cullen. Según ellos, solamente era algo que se acumula cuando tienes tiempo ilimitado y una hermana con la asombrosa habilidad de predecir pautas en el mercado de valores. Santana no parecía entender por qué le ponía objeciones a que gastara su dinero conmigo, es decir, por qué me incomodaba que me llevara a un restaurante caro de Seattle y no podía regalarme un coche que alcanzara velocidades superiores a los ochenta kilómetros por hora, o incluso por qué no podía pagarme la matrícula de la universidad. Tenía un entusiasmo realmente ridículo por el plan B. Santana creía que yo estaba poniendo trabas sin necesidad.

Pero ¿cómo le iba a dejar que me diera nada cuando yo no tenía con qué corresponderle Ella, por alguna razón incomprensible, quería estar conmigo. Cualquier cosa que me diera, además de su compañía, aumentaba aún más el desequilibrio entre nosotras.

Conforme fue avanzando el día, ni Santana ni Rachel volvieron a sacar el tema de mi cumpleaños, y comencé a relajarme un poco.

Nos sentamos en nuestro lugar de siempre a la hora del almuerzo.

Existía alguna extraña clase de tregua en esa mesa. Nosotras tres —Santana, Rachel y yo— nos sentábamos en el extremo sur de la misma. Ahora que los hermanos Cullen más mayores y amedrentadores —por lo menos en el caso de Puck— se habían graduado, Rachel y Santana ya no intimidaban demasiado y no nos sentábamos solas. Mis otros amigos, Artie y Sugar —que estaban en la incómoda fase de amistad posterior a la ruptura—, Tina y Mike —cuya relación había sobrevivido al verano—, Chris, Harry, Matt y Lauren —aunque esta última no entraba realmente en la categoría de amiga— se sentaban todos en la misma mesa, pero al otro lado de una línea invisible. Esa línea se disolvía en los días soleados, cuando Santana y Rachel evitaban acudir a clase; entonces la conversación se generalizaba sin esfuerzo hasta hacerme partícipe.

Ni Santana ni Rachel encontraban este ligero ostracismo ofensivo ni molesto, como le hubiera ocurrido a cualquiera. De hecho, apenas lo notaban. La gente siempre se sentía extrañamente mal e incómoda con los Cullen, casi atemorizada por alguna razón que no era capaz de explicar. Yo era una rara excepción a esa regla. Algunas veces Santana se molestaba por lo cómoda que me sentía en su cercanía. Pensaba que eso no le convenía a mi salud, una opinión que yo rechazaba de plano en cuanto ella la formulaba con palabras. La sobremesa pasó deprisa. Terminaron las clases y Santana me acompañó al coche, como de costumbre, pero esta vez me abrió la puerta del copiloto. Rachel debía de haberse llevado su coche a casa para que ella pudiera evitar que yo consiguiera escabullirme.

Crucé los brazos y no hice ademán de guarecerme de la lluvia.

—¿Es mi cumpleaños y ni siquiera puedo conducir?
—Me comporto como si no fuera tu cumpleaños, tal y como tú querías.
—Pues si no es mi cumpleaños, no tengo que ir a tu casa esta noche...
—Muy bien —cerró la puerta del copiloto y pasó a mi lado para abrir la puerta del conductor—. Feliz cumpleaños.
—Calla —mascullé con poco entusiasmo. Entré por la puerta abierta, deseando que ella hubiera optado por la otra posibilidad.

Mientras yo conducía, Santana jugueteó con la radio sin dejar de sacudir la cabeza con abierto descontento.

—Tu radio se oye fatal.

Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que empezara a criticar el coche. Estaba muy bien y además tenía personalidad.

—¿Quieres un estéreo que funcione bien? Pues conduce tu propio coche —los planes de Rachel me ponían tan nerviosa que empeoraban mi estado de ánimo, ya de por sí sombrío, y las palabras me salieron con más brusquedad de la pretendida. Nunca exponía a Santana a mi mal genio, y el tono de mi voz le hizo apretar los labios para que no se le escapara una sonrisa.

Se volvió para tomar mi rostro entre sus manos cuando aparqué frente a la casa de Charlie. Me tocó con mucho cuidado, paseando las puntas de sus dedos por mis sienes, mis pómulos y la línea de la mandíbula. Como si yo fuera algo que pudiera romperse con facilidad. Lo cual era exactamente el caso, al menos en comparación con ella.

—Deberías estar de un humor estupendo, hoy más que nunca —susurró. Su dulce aliento se deslizó por mi rostro.
—¿Y si no quiero estar de buen humor? —pregunté con la respiración entrecortada.

Sus ojos dorados ardieron con pasión.

—Pues muy mal.

Empezaba a sentirme confusa cuando se inclinó sobre mí y apretó sus labios helados contra los míos. Tal como ella pretendía, sin duda, olvidé todas mis preocupaciones, y me concentré en recordar cómo se inspiraba y espiraba.

Su boca se detuvo sobre la mía, fría, suave y dulce, hasta que deslicé mis brazos en torno a su cuello y me lancé a besarle con algo más que simple entusiasmo. Sentí cómo sus labios se curvaban hacia arriba cuando se apartó de mi cara y se alzó para deshacer mi abrazo.

Santana había establecido con cuidado los límites exactos de nuestro contacto físico a fin de mantenerme viva. Aunque yo respetaba la necesidad de guardar una distancia segura entre mi piel y sus dientes ponzoñosos y afilados como navajas, tendía a olvidar esas trivialidades cuando me besaba.

—Pórtate bien, por favor —suspiró contra mi mejilla. Presionó sus labios contra los míos una vez más y se apartó definitivamente de mí, obligándome a cruzar los brazos sobre mi estómago.

El pulso me atronaba los oídos. Me puse una mano en el corazón. Palpitaba enloquecido.

—¿Crees que esto mejorará algún día? —me pregunté, más a mí misma que a ella—. ¿Alguna vez conseguiré que el corazón deje de intentar saltar fuera de mi pecho cuando me tocas?
—La verdad, espero que no —respondió, un poco pagada de sí misma.

Puse los ojos en blanco.

—Anda, vamos a ver cómo los Capuletos y los Montescos se destrozan unos a otros, ¿vale?
—Tus deseos son órdenes para mí.

Santana se repatingó en el sofá mientras yo ponía la película, pasando rápido los créditos del principio. Me envolvió la cintura con sus brazos y me reclinó contra su pecho cuando me senté junto a ella en el borde del sofá. No era exactamente tan cómoda como un cojín, pero yo lo prefería con diferencia. Su pecho era frío, aunque perfecto, como una escultura de hielo. Tomó la manta de punto que descansaba, doblada, sobre el respaldo del sofá y me envolvió con ella para que no me congelara al contacto de su cuerpo.

—¿Sabes?, Romeo no me cae nada bien —comentó cuando empezó la película.
—¿Y qué le pasa a Romeo? —le pregunté, un poco molesta. Era uno de mis personajes de ficción favoritos. Creo que hasta estaba un poco enamorada de él hasta que conocí a Santana.
—Bien, en primer lugar, está enamorado de esa Rosalinda, ¿no te parece que es un poco voluble? Y luego, unos pocos minutos después de su boda, mata al primo de Julieta. No es precisamente un rasgo de brillantez. Acumula un error tras otro. ¿Habría alguna otra manera más completa de destruir su felicidad?

Suspiré.

—¿Quieres que la vea yo sola?
—No, de todos modos, yo estaré mirándote a ti la mayor parte del rato —sus dedos se deslizaron por mi piel trazando formas, poniéndome la carne de gallina—. ¿Te vas a poner a llorar?
—Probablemente —admití—. Si estás pendiente de mí todo el rato.
—Entonces no te distraeré —pero sentí sus labios contra mi pelo y eso me distrajo bastante.

La película captó mi interés a ratos, gracias en buena parte a que Santana me susurraba los versos de Romeo al oído, con su irresistible voz aterciopelada, que convertía la del actor en un sonido débil y basto en comparación. Y claro que lloré, para su diversión, cuando Julieta se despierta y encuentra a su reciente esposo muerto.

—He de admitir que le tengo una especie de envidia —dijo Santana secándome las lágrimas con un mechón de mi propio pelo.
—Ella es muy guapa.

Ella hizo un sonido de disgusto.

—No le envidio la chica, sino la facilidad para suicidarse —aclaró con tono de burla—. ¡Para vosotros, los humanos, es tan sencillo! Todo lo que tenéis que hacer es tragaros un pequeño vial de extractos de plantas...
—¿Qué? —inquirí con un grito ahogado.
—Es algo que tuve que plantearme una vez, y sé por la experiencia de William que no es nada sencillo. Ni siquiera estoy seguro de cuántas maneras de matarse probó Will al principio, cuando se dio cuenta de en qué se había convertido... —su voz, que se había tornado mucho más seria, se volvió ligera otra vez—. Y no cabe duda de que sigue con una salud excelente.

Me retorcí para poder leer su expresión.

—¿De qué estás hablando? —quise saber—. ¿Qué quieres decir con eso de que tuviste que planteártelo una vez?
—La primavera pasada, cuando tú casi... casi te mataron... —hizo una pausa para inspirar profundamente, luchando por volver al tono socarrón de antes—. Claro que estaba concentrada en encontrarte con vida, pero una parte de mi mente estaba elaborando un plan de emergencia por si las cosas no salían bien. Y como te decía, no es tan fácil para mí como para un humano.

Los recuerdos de mi último viaje a Phoenix me embargaron y durante un segundo sentí cierto vértigo. Aún conservaba en mi memoria, con total nitidez, el sol cegador y las oleadas de calor procedentes del asfalto mientras corría a toda prisa y con ansiedad al encuentro del sádico vampiro que quería torturarme hasta la muerte. Blaine me esperaba en la habitación de los espejos con mi madre como rehén, o eso suponía yo. No supe hasta más tarde que todo era una treta. Lo que tampoco sabía Blaine es que Santana se apresuraba a salvarme. Lo consiguió a tiempo, pero por muy poco. De manera inconsciente, mis dedos se deslizaron por la cicatriz en forma de media luna de mi mano, siempre a varios grados por debajo de la temperatura del resto de mi piel.

Sacudí la cabeza, como si con eso pudiera deshacerme de todos los malos recuerdos e intenté comprender lo que Santana quería decir, mientras sentía un incómodo peso en el estómago.

—¿Un plan de emergencia? —repetí.
—Bueno, no estaba dispuesta a vivir sin ti —puso los ojos en blanco como si eso resultara algo evidente hasta para un niño—. Aunque no estaba segura sobre cómo hacerlo. Tenía claro que ni Puck ni Quinn me ayudarían..., así que pensé que lo mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis.

No quería creer que hablara en serio, pero sus ojos dorados brillaban de forma inquietante, fijos en algo lejano en la distancia, como si contemplara las formas de terminar con su propia vida. De pronto, me puse furiosa.

—¿Qué es un Vulturis? —inquirí.
—Son una familia —contestó con la mirada ausente—, una familia muy antigua y muy poderosa de nuestra clase. Es lo más cercano que hay en nuestro mundo a la realeza, supongo. William vivió con ellos algún tiempo durante sus primeros años, en Italia, antes de venir a América. ¿No recuerdas la historia?
—Claro que me acuerdo.

Nunca podría olvidar la primera vez que visité su casa, la enorme mansión blanca escondida en el bosque al lado del río, o la habitación donde William —el padre de Santana en tantos sentidos reales— tenía una pared llena de pinturas que contaban su historia personal. El lienzo más vívido, el de colores más luminosos y también el más grande, procedía de la época que William había pasado en Italia. Naturalmente que me acordaba del sereno cuarteto de hombres, cada uno con el rostro exquisito de un serafín, pintados en la más alta de las balconadas, observando la espiral caótica de colores. Aunque la pintura se había realizado hacía siglos, William, el ángel rubio, permanecía inalterable. Y recuerdo a los otros tres, los primeros conocidos de William. Santana nunca había utilizado la palabra Vulturis para referirse al hermoso trío, dos con el pelo negro y uno con el cabello blanco como la nieve. Los llamó Aro, Cayo y Marco, los mecenas nocturnos de las artes.

—De cualquier modo, lo mejor es no irritar a los Vulturis —continuó Santana, interrumpiendo mi ensoñación—. No a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos —su voz sonaba tan tranquila que parecía casi aburrido con la perspectiva.

Mi ira se transformó en terror. Tomé su rostro entre mis manos y se lo apreté fuerte.

—¡Nunca, nunca vuelvas a pensar en eso otra vez! ¡No importa lo que me ocurra, no te permito que te hagas daño a ti misma!
—No te volveré a poner en peligro jamás, así que eso es un punto indiscutible.
—¡Ponerme en peligro! ¿Pero no estábamos de acuerdo en que toda la mala suerte es cosa mía? —estaba enfadándome cada vez más—. ¿Cómo te atreves a pensar en esas cosas? —la idea de que Santana dejara de existir, incluso aunque yo estuviera muerta, me producía un dolor insoportable.
—¿Qué harías tú si las cosas sucedieran a la inversa? —preguntó.
—No es lo mismo.  

Ella no parecía comprender la diferencia y se rió entre dientes.

—¿Y qué pasa si te ocurre algo? —me puse pálida sólo de pensarlo—. ¿Querrías que me suicidara?

Un rastro de dolor surcó sus rasgos perfectos.

—Creo que veo un poco por dónde vas... sólo un poco —admitió—. Pero ¿qué haría sin ti?
—Cualquier cosa de las que hicieras antes de que yo apareciera para complicarte la vida.

Suspiró.

—Tal como lo dices, suena fácil.
—Seguro que lo es. No soy tan interesante, la verdad.

Parecía a punto de rebatirlo, pero lo dejó pasar.

—Eso es discutible —me recordó.

Repentinamente, se incorporó adoptando una postura más formal, colocándome a su lado de modo que no nos tocáramos.

—¿Charlie? —aventuré.

Santana sonrió. Poco después escuché el sonido del coche de policía al entrar por el camino. Busqué y tomé su mano con firmeza, ya que mi padre bien podría tolerar eso.

Charlie entró con una caja de pizza en las manos.

—Hola, chicas —me sonrió—. Supuse que querrías tomarte un respiro de cocinar y fregar platos el día de tu cumpleaños. ¿Hay hambre?
—Está bien. Gracias, papá.

Charlie no hizo ningún comentario sobre la aparente falta de apetito de Santana. Estaba acostumbrado a que no cenara con nosotros.

—¿Le importaría si me llevo a Britt esta tarde? —preguntó Santana cuando Charlie y yo terminamos.

Miré a Charlie con rostro esperanzado. Quizás él tuviera ese tipo de concepto de cumpleaños que consiste en «quedarse en casa», en plan familiar. Éste era mi primer cumpleaños con él, el primer cumpleaños desde que mi madre, Susan, volviera a casarse y se hubiera ido a vivir a Florida, de modo que no sabía qué expectativas tendría él.

—Eso es estupendo, los Mariner juegan con los Fox esta noche —explicó Charlie, y mi esperanza desapareció—, así que seguramente seré una mala compañía... Toma —sacó la cámara que me había comprado por sugerencia de Susan (ya que necesitaría fotos para llenar mi álbum) y me la lanzó.

Él debería haber sabido mejor que nadie que yo no era ninguna maravilla de coordinación de movimientos. La cámara saltó de entre mis dedos y cayó dando vueltas hacia el suelo. Santana la atrapó en el aire antes de que se estampara contra el linóleo.

—Buena parada —remarcó Charlie—. Si han organizado algo divertido esta noche en casa de los Cullen, Britt, toma algunas fotos. Ya sabes cómo es tu madre, estará esperando verlas casi al mismo tiempo que las vayas haciendo.
—Buena idea, Charlie —dijo Santana mientras me devolvía la cámara.

Volví la cámara hacia ella y le hice la primera foto.

—Va bien.
—Estupendo. Oye, saluda a Rach de mi parte. Lleva tiempo sin pasarse por aquí —Charlie torció el gesto.
—Sólo han pasado tres días, papá —le recordé. Charlie estaba loco por Rachel. Se encariñó con ella la última primavera, cuando me estuvo ayudando en mi difícil convalecencia; Charlie siempre le estaría agradecido por salvarle del horror de ayudar a ducharse a una hija ya casi adulta—. Se lo diré.
—Que os divirtáis esta noche, chicas —eso era claramente una despedida. Charlie ya se iba camino del salón y de la televisión.

Santana sonrió triunfante y me tomó de la mano para dirigirnos hacia la cocina.

Cuando fuimos a buscar mi coche, me abrió la puerta del copiloto y esta vez no protesté. Todavía me costaba mucho trabajo encontrar el camino oculto que llevaba a su casa en la oscuridad.

Santana condujo hacia el norte, hacia las afueras de Forks, visiblemente irritada por la escasa velocidad a la que le permitía conducir mi prehistórico Chevrolet. El motor rugía incluso más fuerte de lo habitual mientras intentaba ponerlo a más de ochenta.

—Tómatelo con calma —le advertí.
—¿Sabes qué te gustaría un montón? Un precioso y pequeño Audi Coupé. Apenas hace ruido y tiene mucha potencia...
—No hay nada en mi coche que me desagrade. Y hablando de caprichos caros, si supieras lo que te conviene, no te gastarías nada en regalos de cumpleaños.
—Ni un centavo —dijo con aspecto recatado.
—Muy bien.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Depende de lo que sea.

Suspiró y su dulce rostro se puso serio.

—Britt, el último cumpleaños real que tuvimos nosotros fue el de Puck en 1935. Déjanos disfrutar un poco y no te pongas demasiado difícil esta noche. Todos están muy emocionados.

Siempre me sorprendía un poco cuando se refería a ese tipo de cosas.

—Vale, me comportaré.
—Probablemente debería avisarte de que...
—Bien, hazlo.
—Cuando digo que todos están emocionados... me refiero a todos ellos.
—¿Todos? —me sofoqué—. Pensé que Puck y Kitty estaban en África.

El resto de Forks tenía la sensación de que los retoños mayores de los Cullen se habían marchado ese año a la universidad, a Dartmouth, pero yo tenía más información.

—Puck quería estar aquí.
—Pero... ¿y Kitty?
—Ya lo sé, Britt. No te preocupes, ella se comportará lo mejor posible.

No contesté. Como si yo simplemente pudiera no preocuparme, así de fácil. A diferencia de Rachel, la otra hermana «adoptada» de Santana, la exquisita Kitty con su cabello rubio dorado, no me estimaba mucho. En realidad, lo que sentía era algo un poco más fuerte que el simple desagrado. Por lo que a Kitty se refería, yo era una intrusa indeseada en la vida secreta de su familia.

Me sentía terriblemente culpable por la situación. Ya me había dado cuenta de que la prolongada ausencia de Puck y Kitty era por mi causa, a pesar de que, sin reconocerlo abiertamente, estaba encantada de no tener que verla. A Puck, el travieso hermano de Santana, sí que le echaba de menos. En muchos sentidos, se parecía a ese hermano mayor que yo siempre había querido tener..., sólo que era mucho, mucho más amedrentador.

Santana decidió cambiar de tema.

—Así que, si no me dejas regalarte el Audi, ¿no hay nada que quieras por tu cumpleaños?

Mis palabras salieron en un susurro.

—Ya sabes lo que quiero.

Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente de mármol. Era evidente que hubiera preferido continuar con el tema de Kitty.

Parecía que aquel día no hiciéramos nada más que discutir.

—Esta noche, no, Britt. Por favor.
—Bueno, quizás Rachel pueda darme lo que quiero.

Santana gruñó; era un sonido profundo y amenazante.

—Este no va a ser tu último cumpleaños, Britt —juró.
—¡Eso no es justo!

Creo que pude oír cómo le rechinaban los dientes.

Estábamos a punto de llegar a la casa. Las luces brillaban con fuerza en las ventanas de los dos primeros pisos. Una larga línea de relucientes farolillos de papel colgaba de los aleros del porche, irradiando un sutil resplandor sobre los enormes cedros que rodeaban la casa. Grandes maceteros de flores —rosas de color rosáceo— se alineaban en las amplias escaleras que conducían a la puerta principal.

Gemí.

Santana inspiró profundamente varias veces para calmarse.

—Esto es una fiesta —me recordó—. Intenta ser comprensiva.
—Seguro —murmuré.

Ella dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y me ofreció su mano.

—Tengo una pregunta.

Esperó con cautela.

—Si revelo esta película —dije mientras jugaba con la cámara entre mis manos—, ¿aparecerás en las fotos?

Santana se echó a reír. Me ayudó a salir del coche, me arrastró casi por las escaleras y todavía estaba riéndose cuando me abrió la puerta.

Todos nos esperaban en el enorme salón de color blanco. Me saludaron con un «¡Feliz cumpleaños, Britt!», a coro y en voz alta, cuando atravesé la puerta. Enrojecí y clavé la mirada en el suelo. Rachel, supuse que había sido ella, había cubierto cada superficie plana con velas rosadas y había docenas de jarrones de cristal llenos con cientos de rosas. Cerca del gran piano de Santana había una mesa con un mantel blanco, sobre el cual estaba el pastel rosa de cumpleaños, más rosas, una pila de platos de cristal y un pequeño montón de regalos envueltos en papel plateado.

Era cien veces peor de lo que había imaginado.

Santana, al notar mi incomodidad, me pasó un brazo alentador por la cintura y me besó en lo alto de la cabeza.

Los padres de Santana, Emma y William —jóvenes hasta lo inverosímil y tan encantadores como siempre— eran los que estaban más cerca de la puerta. Emma me abrazó con cuidado y su pelo suave del color del caramelo me rozó la mejilla cuando me besó en la frente. Entonces, William me pasó el brazo por los hombros.

—Siento todo esto, Britt —me susurró en un aparte—. No hemos podido contener a Rachel.

Kitty y Puck estaban detrás de ellos. Ella no sonreía, pero al menos no me miraba con hostilidad. El rostro de Puck se ensanchó en una gran sonrisa. Habían pasado meses desde la última vez que los vi; había olvidado lo gloriosamente bella que era Kitty, tanto, que casi dolía mirarla. Y Puck siempre había sido tan... ¿grande?

—No has cambiado en nada —soltó Puck con un tono burlón de desaprobación—. Esperaba alguna diferencia perceptible, pero aquí estás, con la cara colorada como siempre.
—Muchísimas gracias, Puck —le agradecí mientras enrojecía aún más.

Él se rió.

—He de salir un minuto —hizo una pausa para guiñar teatralmente un ojo a Rachel—. No hagas nada divertido en mi ausencia.
—Lo intentaré.

Rachel soltó la mano de Quinn y saltó hacia mí, con todos sus dientes brillando en la viva luz. Quinn también sonreía, pero se mantenía a distancia. Se apoyó, alta y rubia, contra la columna, al pie de las escaleras. Durante los días que habíamos pasado encerradas juntas en Phoenix, pensé que había conseguido superar su aversión por mí, pero volvía a comportarse conmigo exactamente del mismo modo que antes, evitándome todo lo que podía, en el momento en que se vio libre de su obligación de protegerme. Sabía que no era nada personal, sólo una precaución y yo intentaba no mostrarme susceptible con el tema. Quinn tenía más problemas que los demás a la hora de someterse a la dieta de los Cullen; el olor de la sangre humana le resultaba mucho más irresistible a ella que a los demás, a pesar de que llevaba mucho tiempo intentándolo.

—Es la hora de abrir los regalos —declaró Rachel. Pasó su mano fría bajo mi codo y me llevó hacia la mesa donde estaban la tarta y los envoltorios plateados.

Puse mi mejor cara de mártir.

—Rach, ya sabes que te dije que no quería nada...
—Pero no te escuché —me interrumpió petulante—. Ábrelos.

Me quitó la cámara de las manos y en su lugar puso una gran caja cuadrada y plateada. Era tan ligera que parecía vacía. La tarjeta de la parte superior decía que era de Puck, Kitty y Quinn. Casi sin saber lo que hacía, rompí el papel y miré por debajo, intentando ver lo que el envoltorio ocultaba.

Era algún instrumento electrónico, con un montón de números en el nombre. Abrí la caja, esperando descubrir lo que había dentro, pero en realidad, la caja estaba vacía.

—Mmm... gracias.

A Kitty se le escapó una sonrisa. Quinn se rió.

—Es un estéreo para tu coche —explicó—. Puck lo está instalando ahora mismo para que no puedas devolverlo.

Rachel siempre iba un paso por delante de mí.

—Gracias, Quinn, Kitty —les dije mientras sonreía al recordar las quejas de Santana sobre mi radio esa misma tarde; al parecer, todo era una puesta en escena—. Gracias, Puck —añadí en voz más alta.

Escuché su risa explosiva desde mi coche y no pude evitar reírme también.

—Abre ahora el de Santy y el mío —dijo Rachel, con una voz tan excitada que había adquirido un tono agudo. Tenía en la mano un paquete pequeño, cuadrado y plano.

Me volví y le lancé a Santana una mirada de basilisco.

—Lo prometiste.

Antes de que pudiera contestar, Puck apareció en la puerta.

—¡Justo a tiempo! —alardeó y se colocó detrás de Quinn, que se había acercado más de lo habitual para poder ver mejor.
—No me he gastado un centavo —me aseguró. Me apartó un mechón de pelo de la cara, dejándome en la piel un leve cosquilleo con su contacto.

Aspiré profundamente y me volví hacia Rachel.

—Dámelo —suspiré.

Puck rió entre dientes con placer.

Tomé el pequeño paquete, dirigiendo los ojos a Santana mientras deslizaba el dedo bajo el filo del papel y tiraba de la tapa.

—¡Maldita sea! —murmuré, cuando el papel me cortó el dedo. Lo alcé para examinar el daño. Sólo salía una gota de sangre del pequeño corte.

Entonces, todo pasó muy rápido.

—¡No! —rugió Santana.

Se arrojó sobre mí, lanzándome contra la mesa. Las dos nos caímos, tirando al suelo el pastel y los regalos, las flores y los platos. Aterricé en un montón de cristales hechos añicos.

Quinn chocó contra Santana y el sonido pareció el golpear de dos rocas.

También hubo otro ruido, un gruñido animal que parecía proceder de la profundidad del pecho de Quinn. Ésta intentó empujar a Santana a un lado y sus dientes chasquearon a pocos centímetros de su rostro.

Al segundo siguiente, Puck agarraba a Quinn desde detrás, sujetándola con su abrazo de hierro, pero Quinn se debatía desesperadamente, con sus ojos salvajes, de expresión vacía fijos exclusivamente en mí.

No sólo estaba en estado de shock, sino que también sentía pena. Caí al suelo cerca del piano, con los brazos extendidos de forma instintiva para parar mi caída entre los trozos irregulares de cristal. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y punzante que me subió desde la muñeca hasta el pliegue del codo.

Aturdida y desorientada, miré la brillante sangre roja que salía de mi brazo y después a los ojos enfebrecidos de seis vampiros repentinamente hambrientos.

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Chicas espero que les guste este primer capitulo, mañana comienzo exámenes así que no prometo actualizar esta semana pero si tengo tiempo con mucho gusto subire algún capítulo (:.


Última edición por dianna agron 16 el Vie Dic 20, 2013 2:23 am, editado 13 veces
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por libe Lun Oct 28, 2013 9:23 pm

gracias por regresar síguelo esta súper Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO 2414267551 
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Mensaje por NayaPerfectRivera Lun Oct 28, 2013 10:18 pm

Gracias por seguir la saga. Eres buena adaptando la historia.

Saludos.
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Mensaje por naty_LOVE_GLEE Lun Oct 28, 2013 10:25 pm

Hola!!


Volviste!! Si!!!!  Me encanto!!!


Esta genial la adaptación, me encanta el amor que se tienen mis Brittana, aunque se vienen los problemas?!


Espero la actu!!


Saludos!! Nat!
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Mensaje por dianna agron 16 Dom Nov 03, 2013 1:18 pm

Volví, después de una semana horriblemente agitada y con mucho trabajo les dejo otro capitulo, espero les guste (:


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LOS PUNTOS


William fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.

—Puck, Kitty, llevaos de aquí a Quinn.

Puck, que estaba serio por vez primera, asintió.

—Vamos, Quinn.

La interpelada tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose contra la presa implacable de Puck. Se debatió e intentó alcanzar a su hermano con los colmillos desnudos.

El rostro de Santana estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con su cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no respiraba.
Kitty, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Quinn, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Puck en su forcejeo para sacarla por la puerta de cristal que Emma sostenía abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.

El rostro en forma de corazón de Emma parecía avergonzado.

—Lo siento tanto, Britt —se disculpó antes de seguir a los demás hasta el patio.
—Deja que me acerque, Santana —murmuró William.

Transcurrió un segundo antes de que Sanatana asintiera lentamente y relajara la postura.

William se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi rostro aún mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un poco.

—Toma, William —dijo Rachel mientras le tendía una toalla.

Él sacudió la cabeza.

—Hay demasiados cristales dentro de la herida.

Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El olor de la sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.

—Britt —me dijo William con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al hospital, o te curo aquí mismo?
—Aquí, por favor —susurré. No habría forma de evitar que Charlie se enterara si me llevaba al hospital.
—Te traeré el maletín —se ofreció Rachel.
—Vamos a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió William a Santana.

Santana me levantó sin esfuerzo; William mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Britt?
—Estoy bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.

El rostro de Santana parecía tallado en piedra.

Rachel ya se encontraba allí. El maletín negro de William descansaba encima de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la pared. Santana me sentó con dulzura en una silla. William acercó otra y se puso a trabajar sin hacer pausa alguna.

Santana permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin respirar.

—Sal, Santy —suspiré.
—Puedo soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían con la intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la de los demás.
—No tienes por qué comportarte como una heroína. William puede curarme sin tu ayuda. Sal a tomar un poco el aire.

Hice un gesto de malestar cuando William me hizo algo en el brazo que dolió.

—Me quedaré —decidió ella.
—¿Por qué eres tan masoquista? —mascullé.

William decidió interceder.

—Santana, quizás deberías ir en busca de Quinn antes de que la cosa vaya a más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesta a escuchar a nadie más que no seas tú en estos momentos.
—Sí —añadí con impaciencia—. Ve a buscar a Quinn.
—De ese modo, harías algo útil —apostilló Rachel.

Santana entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra ella, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me corté el dedo.
Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué a mirar el rostro de William con gran atención para distraerme de lo que hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.

Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Rachel se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió por la puerta de la cocina.

—Bien, ya no queda nadie —suspiré—. Está claro que soy capaz de desalojar una habitación.
—No es culpa tuya —me consoló William sonriendo entre dientes—. Podría pasarle a cualquiera.
—Podría —repetí—, pero casualmente sólo me pasa a mí.

Él volvió a reírse.

Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al caer una tras otra sobre la mesa.

—¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté—. Incluso Rach y Emma... —mi voz se extinguió y sacudí la cabeza maravillada. Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo tan radical como William, él era el único capaz de soportar el olor de mi sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.
—Son años y años de práctica —me explicó—, ya casi no noto el olor.
—¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?
—Quizás —se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—. Aunque... nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —me dirigió una brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.

Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era, pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en mi propósito de no vomitar.

—¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta. No comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.

Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:

—Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido del olfato.

Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.

Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no imaginar la aguja y el hilo.

—Intentas compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es culpa tuya —sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en los bordes de la herida—. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a ti mismo.
—No creo que intente compensar a nadie —me contradijo con dulzura—. Como todo el mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.
—Haces que suene demasiado fácil.

Examinó de nuevo mi brazo.

—Muy bien —dijo mientras cortaba el hilo—. Terminado.

Sacó un gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.

—Sin embargo, al principio —insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa para proteger la herida y la pegaba a la piel—, ¿cómo se te ocurrió probar un camino diferente al habitual?

Una sonrisa enigmática curvó sus labios.

—¿No te ha contado la historia Santana?
—Sí, pero pretendo comprender cómo se te ocurrió...

Su rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura cuando —me negaba a formular la frase como si fuera una condicional— me tocara a mí.
—Ya sabes que mi padre era clérigo —musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado; lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz—, y tenía una visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes de mi transformación —William depositó todas las gasas sucias y las esquirlas de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó—. Lo siento —se disculpó—. He de hacerlo... Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni siquiera el reflejo en el espejo.

Fingí examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo misma carecía de fe. Charlie se consideraba luterano, pero eso era porque sus padres lo habían sido; el único tipo de servicio religioso al que asistía los domingos era con una caña de pescar en las manos. Susan probaba con unas iglesias y otras, igual que hacía con sus súbitas aficiones al tenis, la alfarería, el yoga y las clases de francés, y para cuando yo me daba cuenta de su nuevo hobby, ya había comenzado con otro.

—Estoy seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro —sonrió al percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con tanta naturalidad—, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito —continuó con voz brusca—. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero, quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.
—No creo que sea una estupidez —murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por William. Además, la única clase de cielo que yo podía tener en cuenta debía ser uno que incluyera a Santana—. Y tampoco creo que nadie lo vea así.
—Pues, tú eres la única que está de acuerdo conmigo.
—¿Los demás no lo ven igual? —pregunté sorprendida; en realidad, sólo pensaba en una persona.

William nuevamente adivinó la dirección de mis pensamientos.

—Santana sólo comparte mi opinión hasta cierto punto. Para ella, Dios y el cielo existen... al igual que el infierno. Pero no cree que haya vida tras la muerte para nosotros —William hablaba en voz muy baja. Su mirada se perdía a través de la ventana en el vacío, en la oscuridad—. Ya ves, ella cree que hemos perdido el alma.

Pensé inmediatamente en las palabras de Santana esa misma tarde: ...a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos. Una pequeña bombilla se encendió en mi mente.

—Ése es el problema, ¿no? —intenté adivinar—. Por eso resulta tan difícil persuadirle en lo que a mí respecta.

William respondió pausadamente.

—Miro a mi... hija, veo la fuerza, la bondad, la luz que emana, y eso todavía da más fuerzas a mi esperanza, a mi fe, más que nunca. ¿Cómo podría ser de otra manera con una persona como Santana?

Asentí con la misma confianza.

—Pero si yo creyera lo mismo que ella... —me miró con sus ojos insondables—. Si tú creyeras lo mismo que ella, ¿le quitarías su alma?

La forma en que enunció la pregunta desbarató mi respuesta. Si él me hubiera preguntado si arriesgaría mi alma por Santana, la respuesta sería obvia. Pero ¿habría arriesgado su alma? Fruncí los labios con tristeza. Esto no era cualquier cosa.

—Supongo que ves el problema.

Negué con la cabeza, consciente de la posición terca de mi barbilla.

William suspiró.

—Es mi elección —insistí.
—También es la suya —levantó la mano cuando vio que me disponía a discutir—, desde el momento en que ella es el responsable de hacerlo.
—No es la única capaz de hacerlo —fijé una mirada especulativa en él, que se echó a reír, aligerando repentinamente su humor.
—¡Oh, no, me parece que has de solucionarlo con ella! —entonces suspiró—. Ésta es la parte de la que nunca puedo estar seguro. En muchos otros sentidos, creo que he hecho lo mejor que he podido con lo que me ha tocado. Pero ¿es correcto maldecir a otros con esta clase de vida? No podría tomar esa decisión.

No pude contestar. Imaginé lo que podría haber sido mi vida si William hubiera resistido la tentación de cambiar su vida solitaria... y me estremecí.

—Fue la madre de Santana la que me decidió —la voz de William era casi un susurro. Su mirada ausente se perdió más allá de las ventanas oscuras.
—¿Su madre? —siempre que le había preguntado a Santana por sus padres, ella sólo me había dicho que habían muerto hacía mucho, y que conservaba recuerdos vagos de ellos. Comprendí que los recuerdos de William, a pesar de lo breve de su contacto con ellos, eran perfectamente claros.
—Sí. Su nombre era Maribel. Maribel Lopez. Su padre, que se llamaba Santiago, no llegó a recobrar el conocimiento en el hospital. Murió en la primera oleada de gripe.

Pero Maribel estuvo consciente casi hasta el final. Santana se le parece mucho, tenía el mismo tono de cabello y sus ojos eran del mismo color chocolate.

—¿Santana también tenía los ojos chocolate? —murmuré mientras intentaba imaginarla.
—Sí... —los ojos de color ocre de William habían retrocedido cien años en el tiempo—. Maribel se preocupaba de forma obsesiva por su hija. Perdió sus propias oportunidades de sobrevivir por cuidarla en su lecho de muerte. Yo esperaba que ella muriera primero, ya que estaba mucho peor que su madre. Cuando le llegó su final, fue muy rápido. Ocurrió justo después del crepúsculo, cuando yo llegaba para relevar a los doctores que habían estado trabajando todo el día. Eran tiempos muy duros como para andar disimulando, había mucho trabajo por hacer y yo no necesitaba descansar. ¡Cuánto odiaba regresar a casa para esconderme cuando había tanta gente muriendo!

»En primer lugar me fui a comprobar el estado de Maribel y su hija, con quienes me sentía emocionalmente ligado, algo siempre peligroso para nosotros si se tiene en cuenta la fragilidad de la naturaleza humana. Me di cuenta a primera vista de que ella tenía muy mal aspecto. La fiebre campaba a sus anchas y su cuerpo estaba demasiado débil para seguir luchando. Sin embargo, no parecía tan débil cuando me clavó los ojos desde la cama.
—¡Sálvela! —me ordenó con voz ronca, la única que su garganta podía emitir ya.
—Haré cuanto me sea posible —le prometí al tiempo que le tomaba la mano. Tenía tanta fiebre que ella probablemente no sintió la gelidez antinatural de la mía. Su piel ardía, por lo que todo debía de parecerle frío al tacto.
—Ha de hacerlo —insistió mientras me aferraba con tanta fuerza que me pregunté si, después de todo, conseguiría sobrevivir a la crisis. Sus ojos eran duros como piedras—. Debe hacer cuanto esté en su mano. Incluso lo que los demás no pueden, eso es lo que debe hacer por mi Santana.
Esas palabras me amedrentaron. Me miraba con aquellos ojos penetrantes y por un momento estuve seguro de que ella conocía mi secreto. Entonces, la fiebre la venció y nunca recobró el conocimiento. Murió una hora después de haberme hecho esa petición.«

Había sopesado durante décadas la posibilidad de crear un compañero, alguien que pudiera conocerme de verdad, más allá de lo que fingía ser, pero no podía justificarme a mí mismo el hacer a otros lo que me habían hecho a mí.

»Era obvio que a la agonizante Santana le quedaban unas pocas horas de vida, y junto a ella yacía su madre, cuyo rostro no conocía la paz ni siquiera en la muerte, al menos no del todo...«

William rememoró la escena completa; conservaba muy nítidos los recuerdos a pesar del siglo transcurrido. Yo lo veía con idéntica claridad a medida que él hablaba: la atmósfera desesperada del hospital, la omnipresencia de la muerte, la fiebre que consumía a Santana mientras se le escapaba la vida con cada tictac del reloj... Volví a estremecerme y me esforcé en desechar la imagen de mi mente.

—Las palabras de Maribel aún resonaban en mi cabeza. ¿Cómo podía adivinar lo que yo podía hacer? ¿Querría alguien realmente una cosa así para su hija?

»Miré a Santana, que conservaba la hermosura a pesar de la gravedad de su enfermedad. Había algo puro y bondadoso en su rostro. Era la clase de rostro que me hubiera gustado que tuviera mi hija...
Después de todos aquellos años de indecisión, actué por puro impulso. Llevé primero el cuerpo de la madre a la morgue; luego, volví a recogerle a ella. Nadie se dio cuenta de que aún respiraba. No había manos ni ojos suficientes para estar ni la mitad de pendientes de lo que necesitaban los pacientes. La morgue estaba vacía, de vivos, al menos. Le saqué por la puerta trasera y le llevé por los tejados hasta mi casa.
No estaba seguro de qué debía hacer. Opté por imitar las mismas heridas que yo había recibido hacía ya tantos siglos en Londres. Después, me sentí mal por eso. Resultó más doloroso y prolongado de lo necesario.«

A pesar de todo, no me sentí culpable. Nunca me he arrepentido de haber salvado a Santana —volvió al presente. Sacudió la cabeza y me sonrió—. Supongo que ahora debo llevarte a casa.

—Yo lo haré —intervino Santana, que entró en el salón en penumbra y se acercó despacio hacia mí. Su rostro estaba en calma, impasible, pero había algo raro en sus ojos, algo que intentaba esconder con todo su empeño. Sentí un incómodo espasmo en el estómago.
—William me puede llevar —contesté. Me miré la blusa; la tela de algodón azul claro estaba moteada con manchas de sangre. El hombro derecho lo tenía cubierto con una capa espesa de una especie de glaseado rosa.
—Estoy bien —repuso con voz inexpresiva—. En cualquier caso, debes cambiarte de ropa si no quieres que a Charlie le dé un ataque al verte con esas pintas. Iré por algo de ropa para que te cambies.

Salió a grandes zancadas otra vez por la puerta de la cocina.

Miré a William con ansiedad.

—Está muy disgustada.
—Sí —coincidió William—. Esta noche ha ocurrido precisamente lo que más teme, que te veas en peligro debido a lo que somos.
—No es culpa suya.
—Tampoco tuya.

Desvié la mirada de sus ojos sabios y hermosos. No podía estar de acuerdo con eso.

William me ofreció la mano para ayudarme a levantar de la mesa. Le seguí hacia la habitación principal. Emma había regresado y se había puesto a limpiar con lejía la parte del suelo donde yo me había caído para eliminar el olor.

—Emma, déjame que lo haga —pude sentir que enrojecía otra vez.
—Ya casi he terminado —me sonrió—. ¿Qué tal estás?
—Estoy bien —le aseguré—. William cose mucho más deprisa que cualquier otro doctor de los que conozco.

Ambas reímos entre dientes.

Rachel y Santana entraron por la puerta trasera. Rachel se apresuró a acudir a mi lado, pero Santana se rezagó, con una expresión indescifrable.

Encontró una blusa de Emma de un color muy parecido a la mía. Estaba segura de que Charlie no se daría cuenta. El largo vendaje blanco del brazo no parecía ni la mitad de serio una vez que dejé de estar salpicada de sangre. Charlie ya nunca se sorprendía de verme vendada.

—Rach —susurré cuando ella se dirigió hacia la puerta.
—¿Sí?

Ella mantuvo el tono de voz bajo también y me miró con curiosidad, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—¿Hasta qué punto ha sido malo?

No podía estar segura de que mis susurros fueran un esfuerzo baldío, ya que aunque estábamos en la parte de arriba de las escaleras, con la puerta cerrada, a lo mejor Santana podía oírlo igualmente.

Su rostro se tensó.

—Aún no estoy segura.
—¿Cómo está Quinn?

Ella suspiró.

—No se siente muy orgullosa de sí misma. Todo esto supone un gran reto para ella, y odia sentirse débil.
—No es culpa suya. Dile que no estoy enfadada con ella, en absoluto, ¿se lo dirás?
—Claro.

Santana me esperaba en la puerta principal. La abrió —sin despegar los labios— en cuanto llegué al pie de la escalera.

—¡No te dejes olvidados los regalos! —gritó Rachel mientras me acercaba a ella con cautela. Ella recogió los dos paquetes, uno a medio abrir, y la cámara de debajo del piano, y los empujó todos contra mi brazo bueno—. Ya me darás las gracias luego, cuando los abras.

Emma y William se despidieron con un tranquilo «buenas noches». Advertí las miradas furtivas que dirigían a la expresión impasible de su hija, igual que las mías.

Fue un alivio salir afuera. Me apresuré a dejar atrás los farolillos y las rosas, ahora recuerdos incómodos. Santana se adaptó a mi ritmo sin decir ni una palabra. Me abrió la puerta del copiloto y subí sin quejarme.

Había un gran lazo rojo en torno al nuevo aparato estéreo del salpicadero. Quité el lazo y lo arrojé al suelo. Santana se sentó al volante mientras lo escondía debajo de mi asiento.

No me miró ni a mí ni al estéreo. Ninguno de las dos lo encendimos, y el silencio se vio intensificado por el repentino estruendo del motor. Condujo con demasiada rapidez por el sinuoso camino.

El silencio me estaba volviendo loca.

—Di algo —supliqué al fin, cuando enfilaba hacia la carretera.
—¿Qué quieres que diga? —preguntó con indiferencia.

Me acobardé ante su tono distante.

—Dime que me perdonas.

Esto hizo que su rostro se agitara con una chispa de vida, una chispa de ira.

—¿Perdonarte? ¿Por qué?
—Nada de esto hubiera ocurrido si hubiera tenido más cuidado.
—Britt, te has cortado con un papel. No es como para merecer la pena de muerte.
—Sigue siendo culpa mía.

Mis palabras demolieron la barrera que contenía sus emociones.

—¿Culpa tuya? ¿Qué hubiera sido lo peor que te hubiera podido pasar de haberte cortado en la casa de Artie Abrams, con tus amigas humanas, Tina y Sugar? Si hubieras tropezado y te hubieras caído sobre una pila de platos de cristal sin que nadie te hubiera empujado, ¿qué es lo peor que te hubiera podido pasar? ¿Manchar de sangre los asientos del coche mientras te llevaban a urgencias? Artie Abrams te hubiera tomado la mano mientras te cosían sin tener que combatir contra el ansia de matarte todo el tiempo que hubieras permanecido allí. No intentes culparte por nada de esto, Britt. Sólo conseguirás que todavía me sienta más disgustada.
—¿Cómo es que ha entrado Artie Abrams en esta conversación? —inquirí.
—Artie Abrams ha aparecido en esta conversación porque, maldita sea, él te hubiera convenido mucho más que yo —gruñó.
—Preferiría morir antes que terminar con Artie Abrams —protesté—. Preferiría morir antes que estar con otra persona que no fueras tú.
—No te pongas melodramática, por favor.
—Vale; entonces, no seas ridícula.

No me contestó. Miró a través del cristal delantero con una expresión furibunda.

Me estrujé las meninges en busca de alguna forma de salvar la noche, pero todavía no se me había ocurrido nada cuando aparcamos delante de mi casa.

Apagó el motor, sin apartar las manos que apretaban de forma crispada el volante.

—¿Te quedarás esta noche? —le pregunté.
—Debería irme a casa.

Lo último que quería era que se marchara para seguir regodeándose en el remordimiento.

—Sólo por mi cumpleaños —le presioné.
—No puedes tener las dos cosas, o quieres que la gente ignore tu cumpleaños o no lo quieres. Una cosa u otra.

Su voz sonaba severa, pero no tan seria como antes. Para mis adentros, suspiré con alivio.

—De acuerdo. Acabo de decidir que no quiero que ignores mi cumpleaños. Te veré arriba.

Me volví un momento para recoger mis paquetes. Ella frunció el ceño.

—No estás obligada a llevártelos.
—Quiero hacerlo —le respondí a bote pronto; luego, me pregunté si no estaría usando conmigo la táctica de llevarme la contraria para que hiciera lo que ella quería.
—No, no estás obligada. William y Emma sólo han gastado dinero.
—Los acepto —coloqué los paquetes de cualquier modo debajo del brazo bueno y cerré la puerta de un portazo al salir. Ella se bajó del coche y estuvo a mi lado en menos de un segundo.
—En tal caso, déjame que te los lleve —dijo mientras me los quitaba—. Estaré en tu habitación.

Yo sonreí.

—Gracias.
—Feliz cumpleaños —suspiró y se inclinó para rozar mis labios con los suyos.

Prolongue el beso tanto como pude, pero ella se retiró, sonrió con esa sonrisa traviesa que tanto me gustaba y desapareció en la oscuridad.

El juego no se había acabado. Tan pronto como traspasé la puerta principal, sonó el timbre que anunciaba mi llegada por encima del parloteo del gentío en la televisión.

—¿Britt? —me llamó Charlie.
—Hola, papá —contesté al doblar la esquina que daba al salón. Acerqué el brazo al costado. La ligera presión me quemaba y arrugué la nariz. Al parecer, se estaba yendo el efecto de la anestesia.
—¿Cómo te lo has pasado? —Charlie estaba tumbado con los pies descalzos apoyados en el brazo del sofá. Tenía aplastado contra la cabeza lo que le quedaba de su cabello marrón rizado.
—Rachel se pasó. Pastel, flores, velas, regalos... Vamos, el lote completo.
—¿Qué te han regalado?
—Un estéreo para el coche —y varias cosas que aún no había visto.
—Guau.
—Vaya —asentí—. En fin, menuda nochecita.
—Te veré por la mañana.

Me despedí con la mano.

—Hasta mañana.
—¿Qué le ha pasado a tu brazo?

Enrojecí y maldije en mi fuero interno.

—Resbalé, pero no ha sido nada.
—Ay, Britt —suspiró él al tiempo que sacudía la cabeza.
—Buenas noches, papá.

Me apresuré hacia el baño, donde guardaba mi pijama para noches como éstas. Me puse el top y los pantalones de algodón a juego que tenía allí para reemplazar la sudadera llena de agujeros que solía usar para irme a la cama. Hacía gestos de dolor con cada movimiento que me tiraba de los puntos. Me lavé la cara con una mano, los dientes, y me precipité a mi habitación.

Estaba sentada en el centro de mi cama sin dejar de juguetear ociosamente con una de las cajas plateadas.

—Hola —dijo con voz apenada; parecía regodearse en la tristeza.

Me fui a la cama, le quité los regalos de las manos y me senté en su regazo.

—Hola —me acurruqué contra su pecho—. ¿Puedo abrir mis regalos ahora?
—¿A qué viene tanto entusiasmo repentino? —me preguntó.
—Has despertado mi curiosidad.

Tomé en primer lugar el paquete plano y alargado; suponía que era el regalo de William y Emma.

—Déjame —sugirió ella. Me lo quitó de las manos, rompió el papel con un movimiento fluido y me devolvió una caja blanca rectangular.
—¿Estás segura de que podré apañarme para abrir la tapa? —murmuré, pero me ignoró.

Dentro de la caja había una larga pieza de papel grueso con una agobiante cantidad de letra impresa de gran calidad. Me llevó un minuto comprender lo fundamental de la información.

—¿Vamos a ir a Jacksonville? —me emocioné a mi pesar. Era un vale para billetes de avión, para ambas.
—Esa es la idea.
—No puedo creerlo. ¡Susan se va poner loca de contenta! ¿Segura que no te importa? Es un lugar soleado y tendrás que estar dentro todo el día.
—Creo que me las apañaré —contestó, pero luego frunció el ceño—. Te habría obligado a abrirlo delante de William y Emma de haberme imaginado que corresponderías con tanto entusiasmo a un regalo como éste. Pensé que protestarías.
—Bueno, es cierto que es excesivo. Pero ¡lo aceptaría sólo por llevarte conmigo!

Se rió entre dientes.

—Ahora desearía haberme gastado dinero en tu regalo. No me había dado cuenta de que pudieras ser tan razonable.

Dejé los billetes a un lado y tomé su regalo, ya que mi curiosidad se había reavivado. Me lo quitó de las manos y lo desenvolvió como el primero.

Me devolvió un estuche de regalo para CD con un disco virgen plateado en el interior.

—¿Qué es? —pregunté, perpleja.

No dijo nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que había en la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio. Entonces, empezó a sonar la música.

Escuché con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que ella esperaba mi reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.

—¿Te duele el brazo? —me preguntó con ansiedad.
—No, no es mi brazo. Es precioso, Santana. No me podías haber regalado nada que me gustara más. No puedo creerlo.

Me callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había compuesto ella. La primera pista del CD era mi nana.

—Supuse que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla —me explicó.
—Tienes razón.
—¿Te duele el brazo?
—Está bastante bien —en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje. Quería ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero eso me hubiera delatado.
—Te traeré un Tylenol.
—No necesito nada —protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la puerta.
—Charlie —susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Santana se quedaba a menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no me sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo que ella no quisiera que hiciese. Santana tenía sus reglas...
—No me verá —prometió Santana mientras desaparecía silenciosamente por la puerta. Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a tocar el marco. Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.

Tomé las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.

Mi nana continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.

—Es tarde —señaló Santana. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con el otro abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me quedara congelada y me pasó el brazo por encima.

Apoyé la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.

—Gracias otra vez —susurré.
—No hay de qué.

Nos quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana llegó a su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Emma.

—¿En qué estás pensando? —le pregunté con un murmullo.

Dudó un segundo antes de contestarme.

—Estaba pensando en el bien y el mal.

Un escalofrío me recorrió la columna.

—¿Te acuerdas de cuando decidí que no quería que ignoraras mi cumpleaños? —le pregunté enseguida con la esperanza de que mi intento de distraerla no pareciera demasiado evidente.
—Sí —admitió con cautela.
—Bien, estaba pensando... que ya que todavía es mi cumpleaños, quería que me besaras otra vez.
—Pues sí que estás antojadiza esta noche.
—Pues sí, pero claro, no tienes que hacer nada que no quieras —añadí, picada.

Rió y después suspiró.

—Que el cielo me impida hacer aquello que no quiera —repuso con una extraña desesperación en la voz mientras ponía el dedo bajo mi barbilla y alzaba mi rostro hacia el suyo.

El beso empezó del modo habitual, Santana procuraba tener el mismo cuidado de siempre y mi corazón reaccionaba de forma tan desaforada como de costumbre. Entonces, algo pareció cambiar. De pronto, sus labios se volvieron más insistentes y su mano libre se enredó en mi pelo aferrando mi cabeza firmemente contra la suya. Agarré su pelo con mis manos; estaba cruzando los límites impuestos por su cautela, sin duda, pero esta vez no me detuvo. Sentí su frío cuerpo a través de la fina colcha, y me apreté con deseo contra ella.

Cuando se apartó, lo hizo con brusquedad; me empujó hacia atrás con manos amables, pero firmes.

Me desplomé en la almohada jadeando, con la cabeza dándome vueltas. Algo intentaba asomar en los límites de mi memoria, pero se me escapaba...

—Lo siento —dijo ella, también sin aliento—. Esto es pasarse de la raya.
—A mí no me importa en absoluto —resollé.

Frunció el ceño en la oscuridad.

—Intenta dormir, Britt.
—No, quiero que me beses otra vez.
—Sobrestimas mi autocontrol.
—¿Qué te tienta más, mi sangre o mi cuerpo? —le desafié.
—Hay un empate —sonrió ampliamente a pesar de sí misma y pronto se puso seria otra vez—. Y ahora, ¿por qué no dejas de tentar a la suerte y te duermes?
—Vale —asentí mientras me acurrucaba junto a ella. Me sentía realmente exhausta. Había sido un día muy largo y tampoco en ese momento me notaba aliviada. Más bien me parecía como si estuviera a punto de suceder algo aún peor. Era una premonición tonta, ya que, ¿qué podía ser peor? No había nada que pudiera estar al nivel del susto de aquella tarde, sin duda.

Intentando actuar con astucia, apreté mi brazo herido contra su hombro, de modo que su piel fría me consolara del ardor de la herida. Pronto me sentí mucho mejor.

Estaba medio dormida, más bien casi del todo, cuando me di cuenta de qué era lo que me había recordado su beso: la pasada primavera, cuando tuvo que dejarme para intentar apartar a Blaine de mi pista, Santana me había besado como despedida, sin saber cuándo o si nos veríamos de nuevo. Este beso había tenido el mismo sabor doloroso por alguna razón que no acertaba a imaginar. Me sumí en una inconsciencia inquieta, como si ya tuviera una pesadilla.


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Chicas espero les guste si recibo por lo menos dos comentarios prometo a las 3pm tienen el nuevo capítulo besos (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por naty_LOVE_GLEE Lun Nov 04, 2013 11:06 am

Hola!!


Me encanto!! Amo la Saga!!!


Espero la actu!! 


Saludos!! Nat!
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Mar Nov 05, 2013 12:20 am

Traigo el siguiente capítulo espero les guste (:

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El final


A la mañana siguiente me sentía fatal: no había dormido bien, el brazo me ardía y tenía una jaqueca de aúpa. El hecho de que Santana se mostrara dulce pero distante cuando me besó la frente a toda prisa antes de escabullirse por la ventana no mejoró en nada mis perspectivas. Le tenía pavor a lo que pudiera haber pensado sobre el bien y el mal mientras yo dormía. La ansiedad parecía aumentar la intensidad del dolor que me martilleaba las sienes.

Santana me esperaba en el instituto, como siempre, pero su rostro evidenciaba que algo no iba bien. En sus ojos había un no sé qué oculto que me hacía sentir insegura y me asustaba. No quería volver a hablar sobre la noche pasada, pero estaba convencida de empeorar aún más las cosas si rehuía el asunto.

Me abrió la puerta del coche.

—¿Qué tal te sientes?
—Muy bien —mentí. Me estremecí cuando el sonido del golpe de la puerta al cerrarse resonó en mi cabeza.

Anduvimos en silencio; acortó su paso para acompasarlo al mío. Me hubiera gustado formular un montón de preguntas, pero la mayoría tendrían que esperar, ya que quería hacérselas a Rachel. ¿Cómo estaba Quinn esa mañana? ¿De qué habían hablado cuando yo me fui? ¿Qué habla dicho Kitty? Y lo más importante de todo, según esas extrañas e imperfectas visiones del futuro que solía tener, ¿qué iba a ocurrir a partir de ahora? ¿Podía adivinar lo que rondaba por la mente de Santana y el motivo de que estuviera tan sombrío? ¿Había una justificación para esos tenues temores instintivos de los que no lograba desembarazarme?

La mañana transcurrió muy despacio. Me moría de ganas de ver a Rachel, aunque, en realidad, no podría hablar con ella en presencia de Santana, que continuaba mostrándose distante. Me preguntaba por el brazo de vez en cuando y yo le mentía.

A menudo, Rachel se nos anticipaba en el almuerzo para no verse obligada a caminar a mi torpe ritmo, pero hoy no nos esperaba sentada a la mesa delante de una bandeja de comida que no iba a probar.

Santana no explicó su ausencia, por lo que me pregunté si su clase se habría prolongado. Hasta que vi a Conner y Ben, compañeros suyos en la cuarta hora, en clase de Francés.

—¿Dónde está Rach? —le pregunté a Santana con nerviosismo.

Ella no apartó la vista de la barra de cereales que desmenuzaba lentamente entre los dedos mientras contestaba:

—Está con Quinn.
—¿Y ella se encuentra bien?
—Se han marchado una temporada.
—¡¿Qué?! ¿Adonde?

Santana se encogió de hombros.

—A ningún lado en especial.
—Y Rachel también —dije con una desesperación resignada. Lógico, si Quinn la necesitaba, ella se iría con ella.
—Sí, también se ha ido por un tiempo. Intentaba convencerle de que fueran a Denali.

Denali era el lugar donde vivía la otra comunidad de vampiros formada por gente buena como los Cullen, Tanya y su familia. Había oído hablar de ellos en un par de ocasiones. El pasado invierno Santana se había ido con ellos cuando mi llegada hizo que Forks le resultara insoportable. Sebastian, el miembro más civilizado del pequeño aquelarre de Blaine, había preferido irse antes que alinearse con Blaine contra los Cullen. Tenía sentido que Rachel animara a Quinn a acudir allí.

Tragué para deshacer el repentino nudo que se me había formado en la garganta. Incliné la cabeza y la espalda, abrumada por la culpa. Había conseguido que se tuvieran que ir de casa, igual que Kitty y Puck. Era una plaga.

—¿Te molesta el brazo? —me preguntó.
—¿A quién le importa mi estúpido brazo? —murmuré disgustada.

No contestó y yo dejé caer la cabeza sobre la mesa.

Al final del día, el silencio había convertido la situación en algo ridículo. Yo no quería ser quien lo rompiera, pero aparentemente no habría más remedio si quería que ella volviera a hablarme otra vez.

—¿Vendrás luego, por la noche? —le pregunté mientras caminábamos, en silencio, hasta mi coche. Ella siempre venía.
—¿Por la noche?

Me agradó que pareciera sorprendida.

—Tengo que trabajar. Cambié mi turno con la señora Abrams para poder librar ayer.
—Ah —murmuró ella.
—Vendrás luego, cuando esté en casa, ¿no? —odiaba sentirme repentinamente insegura de su respuesta.
—Si quieres que vaya...
—Siempre quiero que vengas —le recordé, con quizás un poco más de intensidad de lo que requería la conversación.

Esperaba que ella se riera, sonriera o reaccionara de algún modo a mis palabras, pero me contestó con indiferencia:

—De acuerdo, está bien.

Me besó en la frente otra vez antes de cerrar la puerta. Entonces, se volvió y anduvo a grandes pasos hasta su coche con su elegancia habitual.

Conseguí salir del aparcamiento antes de que el pánico me dominara, y estaba ya hiperventilando cuando llegué al local de los Abrams.

Me dije que ella sólo necesitaba tiempo y que conseguiría sobreponerse a esto. Quizás estaba triste por la dispersión de su familia, pero Quinn y Rachel volverían pronto, y también Kitty y Puck. Si servía de algo, me mantendría lejos de la gran casa blanca cerca del río y nunca más volvería a poner un pie allí. Eso no importaba. Seguiría viendo a Rachel en el instituto, porque... tendría que regresar al instituto, ¿no?

Además, ella siempre estaba en mi casa. No querría herir los sentimientos de Charlie alejándose.

Sin duda también vería a William con regularidad en la sala de urgencias.

Después de todo, lo sucedido la noche anterior carecía de importancia. En realidad, no había ocurrido nada. Sólo me había caído una vez más, la historia de mi vida. No tenía importancia alguna, sobre todo si se comparaba con lo de la primavera del curso pasado, cuando Blaine me hirió y estuve a punto de morir por la pérdida de sangre; y aun entonces Santana había sobrellevado las interminables semanas del hospital mucho mejor que ahora. ¿Era porque esta vez no había ningún enemigo del cual protegerme? ¿O porque era su hermana?

Quizás sería preferible que ella me llevara lejos, mejor que terminar dispersando a toda su familia. Se me pasó un poco el abatimiento cuando lo consideré todo en su conjunto. Charlie no podría objetar nada si conseguía mantener la situación todo el año escolar. Nos podríamos ir lejos a la universidad, o simular que lo hacíamos, al igual que Kitty y Puck. Lo más probable es que Santana pudiera esperar un año más. ¿Qué era un año para un inmortal? Ni siquiera a mí me parecía mucho.

Me sentí lo bastante dueña de mí misma para poder salir del coche y caminar hacia la tienda. Artie Abrams se me había adelantado; sonrió y me saludó cuando entré. Tomé mi chaleco mientras le dedicaba un leve asentimiento. Todavía estaba imaginando agradables situaciones en las que Santana y yo huíamos a varios enclaves exóticos.

Artie interrumpió mi fantasía.

—¿Qué tal fue tu cumpleaños?
—Ay —murmuré—. Me alegro de que haya pasado.

Artie me miró por el rabillo del ojo como si me hubiera vuelto loca.

El trabajo me absorbió. Quería ver a Santana otra vez. Imploré que hubiera superado lo peor de aquel trago —fuera lo que fuera— para cuando nos volviéramos a encontrar. No es nada, me dije una y otra vez, todo volverá a la normalidad.

Experimenté un alivio abrumador cuando llegué a mi calle y vi el coche plateado de Santana aparcado frente a mi casa. Me molestó profundamente sentirme así.

Me encaminé deprisa hacia la puerta principal y empecé a llamar antes de haber traspasado del todo el umbral.

—¿Papá? ¿Santy?

Mientras hablaba, escuché la sintonía característica del Sports-Center procedente de la televisión.

—¡Estoy aquí! —contestó Charlie a voz en grito.

Colgué el impermeable en la percha y me apresuré a doblar la esquina que daba al salón. Santana estaba en el sillón y mi padre en el sofá. Ambos mantenían la vista fija en la televisión. Eso era normal en mi padre, pero no en Santana.

—Hola —dije débilmente.
—Hola, Britt —contestó mi padre sin apartar los ojos de la pantalla—. Queda pizza fría. Creo que está todavía en la mesa.
—De acuerdo.

Esperé en el vestíbulo. Finalmente, Santana me miró y me dedicó una sonrisa educada.

—Ahora voy contigo —me prometió. Sus ojos volvieron a la televisión.

Permanecí allí, muda de asombro, casi un minuto sin que nadie se diera cuenta. Experimenté una sensación, tal vez de pánico, creciendo en mi pecho. Me escapé hacia la cocina.

No me apetecía nada la pizza. Me senté en la silla, alcé las rodillas y las rodeé con los brazos. Algo iba muy mal, quizás mucho peor de lo que pensaba. Los sonidos típicos de las bromas continuaban llegando desde la habitación presidida por la televisión.

Intenté controlarme y razonar. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Me estremecí. Ésa era la pregunta equivocada, sin duda. Me costaba mucho trabajo respirar bien.

De acuerdo, me dije otra vez, ¿qué es lo más grave a lo que podría enfrentarme? Tampoco me gustaba mucho esa pregunta. Pero pensé en todas las posibilidades que había considerado antes.

Mantenerme lejos de la familia de Santana. Claro que no podía esperar que Rachel estuviera de acuerdo con esto, pero si Quinn no estaba bajo control, disminuiría el tiempo que podríamos compartir las dos. Asentí; podía vivir con eso.

O marcharnos. Quizás ella no podría esperar hasta el final del año escolar.

Tal vez tendría que ser ahora.

Frente a mí, en la mesa, los regalos de Charlie y Susan estaban donde los había dejado, la cámara que no había tenido oportunidad de usar en casa de los Cullen descansaba junto al álbum que me había enviado mi madre. Rocé con las yemas de los dedos la preciosa cubierta del álbum de fotos y suspiré al pensar en ella. En cierto modo, el estar viviendo sin mi madre durante tanto tiempo me hacía más difícil la idea de una separación permanente. Y Charlie se quedaría totalmente solo, abandonado. Ambos se sentirían tan heridos...

Pero regresaríamos, ¿verdad? Vendríamos de visita, claro, ¿a que sí?

No estaba muy segura de cuál sería la respuesta a esa pregunta.

Apoyé la mejilla en la rodilla mientras contemplaba los testimonios físicos del amor de mis padres. Sabía que el camino elegido iba a ser difícil. Y, después de todo, estaba pensando en el peor escenario posible, el peor con el que podría vivir...

Acaricié el álbum con la mano y abrí la primera página. Tenía unas pequeñas esquinas metálicas ya dispuestas para sujetar la primera foto. No sería una mala idea dejar allí algún testimonio de mi vida. Sentí una extraña urgencia por comenzar. Tal vez no transcurriera mucho tiempo antes de que tuviera que abandonar Forks.

Jugueteé con la correa de la cámara mientras me preguntaba si la primera fotografía del carrete recogería algo que se acercara al original. Lo dudaba, pero Santana no parecía inquieta porque estuviera en blanco. Me reí entre dientes, pensando en su carcajada despreocupada de la noche anterior. La risa desapareció. ¡Había cambiado todo tanto y con tanta rapidez...!

Me hacía sentir un poco mareada, como si me encontrara al borde de un precipicio en algún lugar muy alto.

No quería pensar más en ello. Tomé la cámara y subí las escaleras.

Mi habitación no había cambiado mucho en los diecisiete años transcurridos desde la marcha de mi madre. Las paredes seguían pintadas de azul claro y delante de la ventana colgaban las mismas amarillentas cortinas de encaje. Había una cama en vez de una cuna, pero, sin duda, ella reconocería la colcha colocada de forma descuidada, ya que había sido un regalo de la abuela.

A pesar de todo, saqué una instantánea de la habitación. No había mucho más que fotografiar, afuera la noche era cerrada; sin embargo, el sentimiento cada vez crecía más fuerte, era ya casi una compulsión. Tendría que reflejar todo lo que pudiera de Forks antes de que tuviera que dejarlo.

Podía sentir el cambio que se avecinaba. No era una perspectiva agradable, no cuando la vida ya era perfecta tal y como estaba.

Me tomé mi tiempo para bajar las escaleras con la cámara en la mano, intentando ignorar las mariposas que revoloteaban por mi estómago cuando pensaba en la extraña distancia que rehusaba ver en los ojos de Santana. Ella lo superaría. Probablemente estaba preocupada porque me disgustaría si me pedía que nos marcháramos. Le dejaría arreglarlo todo sin entrometerme y estaría lista para cuando me lo pidiera.

Ya tenía la cámara preparada cuando me asomé por la esquina del salón, intentando sorprenderle. Estaba segura de que era imposible pillarle desprevenida, pero, sin embargo, ella no alzó la vista. Me recorrió un gran estremecimiento, como si algo helado se hubiera deslizado por mi estómago. No hice caso a esta sensación y le tomé una foto.

Entonces, ambos me miraron. Charlie frunció el ceño y el rostro de Santana continuó vacío, sin expresión.

—¿Qué haces, Britt? —se quejó Charlie.
—Venga, vamos —intenté sonreír mientras me sentaba en el suelo frente al sofá donde se había echado Charlie—. Ya sabes que mamá pronto estará llamando para saber si estoy usando los regalos. Tengo que ponerme a la tarea antes de herir sus sentimientos.
—Pero ¿por qué me haces fotos a mí? —refunfuñó.
—Es que eres tan guapo... —repliqué mientras intentaba mantener un tono desenfadado—. Y además, como has sido tú quien me ha comprado la cámara, estás obligado a servirme de tema para las fotos.

Él murmuró algo ininteligible.

—Eh, Santana —dije con una indiferencia admirable—. Anda, haznos una a mi padre y a mí, juntos.

Le lancé la cámara, evitando cuidadosamente mirarle a los ojos y me arrodillé al lado del brazo del sofá donde Charlie apoyaba la cabeza. Charlie suspiró.

—Tienes que sonreír, Britt —murmuró Santana.

Lo hice lo mejor que pude y la cámara disparó una foto.

—Dejadme que os tome una, chicas —sugirió Charlie. Yo sabía que lo único que quería era apartar el foco de la cámara de sí mismo.

Santana se puso de pie y le lanzó la cámara con agilidad.

Yo me coloqué a su lado y la composición me pareció formal y fría. Me puso una mano desganada sobre el hombro y yo le pasé un brazo por la cintura con más firmeza. Me hubiera gustado mirarle a la cara, pero no me atreví.

—Sonríe, Britt —me volvió a recordar Charlie.

Inspiré profundamente y sonreí. El flash me cegó.

—Ya está bien de fotos por esta noche —dijo Charlie entonces; introdujo la cámara en una hendidura que había entre los cojines y luego la tapó con ellos—. No hay que acabar hoy todo el carrete.

Santana dejó caer la mano desde mi hombro y se zafó con indiferencia de mi abrazo para sentarse de nuevo en la butaca.

Vacilé, pero luego opté por sentarme otra vez al lado del sofá. De pronto me sentí tan asustada que me temblaron las manos. Las apoyé con fuerza contra el estómago para disimular, puse la barbilla sobre las rodillas y miré hacia la pantalla del aparato de la televisión, sin estar viendo nada en realidad.

Cuando el programa terminó, aún no me había movido ni un centímetro. Por el rabillo del ojo, vi cómo Santana se ponía en pie.

—Será mejor que me marche a casa —dijo.

Charlie no apartó los ojos del anuncio que emitía la televisión.

—Vale, nos vemos.

Me levanté del suelo con torpeza, ya que me había quedado rígida de estar sentada tan quieta y seguí a Santana hasta la puerta de la calle. Ella se dirigió directamente hacia su coche.

—¿Te quedarás? —le pregunté, sin esperanza en la voz.

Ya me esperaba su respuesta, así que no me dolió tanto.

—Esta noche, no.

No le pregunté el motivo.

Se metió en su coche y se fue mientras yo me quedaba allí de pie, inmóvil. Apenas me di cuenta de que llovía. Esperé sin saber lo que esperaba, hasta que la puerta se abrió a mis espaldas.

—Britt, ¿qué haces? —me preguntó Charlie, sorprendido de verme allí de pie, sola y empapada.
—Nada —me volví y caminé lentamente hacia la casa.

Fue una noche muy larga, en la que no pegué ojo.

Me levanté en cuanto vi un poco de claridad abrirse paso por la ventana. Me vestí mecánicamente para ir a la escuela, esperando que se aclararan algo las nubes. Después de desayunar un cuenco de cereales, decidí que había luz suficiente para hacer fotos. Tomé una de mi coche y otra de la fachada de la casa de Charlie. Me volví y saqué unas cuantas del bosque que había al lado. Con lo siniestro que se me había antojado antes, qué encantador me parecía ahora. Me di cuenta de que echaría de menos el verdor, la sensación de que el tiempo no pasaba, el misterio de los bosques... Todo.

Puse la cámara en la mochila del colegio antes de irme. Intenté concentrarme en mi nuevo proyecto más que en el hecho de que Santana aparentemente no había querido arreglar las cosas aquella noche.

Además de miedo, empezaba a sentir impaciencia. ¿Cuánto iba a durar aquello?

Continuó así toda la mañana. Caminó silenciosamente a mi lado, sin que pareciera mirarme en ningún momento. Intenté concentrarme en las clases, pero ni siquiera la de Lengua logró captar mi atención. El señor Berty tuvo que repetirme una pregunta sobre la señora Capuleto al menos dos veces antes de que me diera cuenta de que se estaba dirigiendo a mí. Santana me susurró la respuesta correcta entre dientes y después volvió a ignorarme.

A la hora del almuerzo, el silencio persistía. Estaba a punto de ponerme a chillar por lo que —para distraerme— me incliné sobre la línea invisible que separaba las dos zonas de la mesa y me dirigí a Sugar.

—Eh... ¿Sugar?
—¿Qué hay, Britt?
—¿Podrías hacerme un favor? —le pedí mientras rebuscaba en mi bolso—. Mi madre quiere tener algunas fotografías de mis amigos para ponerlas en el álbum. ¿No te importa hacernos algunas a todos?

Le tendí la cámara.

—De acuerdo —aceptó ella con una sonrisa.

Se volvió de repente para sorprender a Artie con la boca llena y hacerle una foto.

A continuación se desató una más que previsible guerra de fotografías. Observé cómo la cámara iba de un lado para otro. Al pasarla, reían, tonteaban y se quejaban de lo mal que habían salido. Parecía extrañamente infantil, o tal vez fuera que ese día no estaba en un estado de ánimo apropiado para el trato humano.

—Oh, oh —dijo Sugar en tono de disculpa al devolverme la cámara—. Me parece que te hemos gastado el carrete.
—Estupendo. Creo que ya tengo fotos de todo lo que me apetecía.

Después de las clases, Santana me acompañó al aparcamiento del instituto en silencio. Tenía que irme a trabajar de nuevo y, por una vez, estaba contenta por ello. Pasar tiempo juntas no ayudaba en nada a arreglar las cosas. Quizá si estuviéramos más tiempo solas fuera mejor.

Dejé el carrete de fotos en Thriftway de camino al local de los Abrams y recogí las fotos reveladas a la salida del trabajo. En casa, después de saludar con un escueto «hola» a Charlie, tomé una barrita de cereales de la cocina y corrí a mi habitación con el sobre de las fotos bien apretado debajo del brazo.

Me senté en mitad de la cama y lo abrí con curiosidad y cierta renuencia. Era ridículo, pero casi esperaba que la primera fotografía estuviera en blanco.

Se me escapó un grito ahogado cuando la saqué del sobre y vi a Santana tan hermosa como en la vida real. Me miraba desde la foto con esos ojos cálidos que tanto echaba de menos en los últimos días. Era realmente asombroso que pudiera verse a alguien tan... tan indescriptible. Ni con mil palabras hubiera podido expresar lo que había en esa imagen.

Repasé por encima las restantes fotos del montón una sola vez y luego coloqué sobre la cama tres de ellas, una junto a otra.

En la primera imagen se veía a Santana en la cocina; sus ojos dulces chispeaban a causa de la diversión contenida. La segunda mostraba a Santana y Charlie viendo la ESPN. En ella se evidenciaba el cambio que se había producido en los ojos de Santana, siempre hermosos hasta dejarte sin aliento, pero cuya expresión confería ahora frialdad a su rostro, como el de una escultura, con menos vida.

La última era una imagen que nos recogía a Santana y a mí de pie, juntas y manifiestamente incómodas. Su rostro emanaba la misma sensación que la foto anterior: frialdad y ese aspecto de estatua, pero probablemente lo más preocupante de todo no era eso, sino el doloroso contraste existente entre las dos. Ella parecía una deidad, y yo, mediocre, incluso en los cánones humanos, y, para mi vergüenza, bien poco agraciada. La foto me disgustó y la aparté.

Tomé todas las fotografías y las coloqué en el álbum en vez de ponerme a hacer los deberes. Garabateé unos pies de foto bajo todas ellas con un bolígrafo, indicando los nombres y las fechas. Levanté aquella en la que se nos veía a Santana y a mí y la doblé por la mitad sin mirarla demasiado. La situé debajo del borde metálico de la mesa, dejando visible la mitad de Santana.

Cuando terminé, reuní el otro montón de fotos en un nuevo sobre y escribí una larga carta de agradecimiento para Susan.

Santana seguía sin venir. No quería admitir que ella era el motivo de que estuviera despierta tan tarde, pero evidentemente así era. Intenté recordar la última vez que no hubiera aparecido, como hoy, sin una excusa o una llamada de teléfono... Nunca lo había hecho.

Pasé otra noche sin dormir bien.

En la escuela continuó el programa de silencio, frustración y pavor de los últimos dos días. Me sentí aliviada al encontrar a Santana esperándome en el aparcamiento del instituto, pero ese consuelo desapareció pronto. No había cambios en su comportamiento, si acaso, aún se mostraba algo más distante.

Me costaba incluso recordar el motivo de aquel desastre. Me parecía que mi cumpleaños pertenecía al pasado más lejano. Ojalá Rachel regresara pronto, antes de que todo esto se me fuera aún más de las manos.

Pero no podía contar con ello. Decidí que si no lograba hablar con ella ese día, hablar de verdad, entonces iría al día siguiente a comentar el asunto con Carlisle. Debía hacer algo.

Me prometí a mí misma que iba a sacar a colación el tema después de clase. No iba a concederme más excusas.

Me acompañó hasta mi coche y me armé de valor para plantearle las cosas.

—¿Te importaría si voy a verte hoy? —me preguntó antes de que llegáramos, dejándome casi fuera de combate.
—Claro que no.
—¿Ahora? —preguntó de nuevo mientras me abría la puerta delantera.
—Sí, claro —me disgustó la urgencia que se detectaba en su voz, pero no dejé que eso se notara en la mía—. Sólo iba a echar una carta para Susan en el buzón de correos que hay de camino. Nos vemos allí.

Miró el grueso sobre del asiento del copiloto. De pronto, se inclinó hacia mí y lo recogió.

—Yo lo haré —repuso con calma—, y aun así llegaré antes que tú.

Esbozó esa sonrisa torcida suya, mi favorita, pero algo iba mal, porque la alegría de los labios no subía hasta los ojos.

—De acuerdo —asentí, aunque era incapaz de devolverle la sonrisa. Cerró la puerta y se dirigió a su coche.

Y en verdad se me adelantó. Estaba aparcado en el sitio de Charlie cuando llegué a la puerta de la casa. Esto era un mal indicio. En tal caso, no pensaba quedarse mucho rato. Sacudí la cabeza e inspiré hondo mientras intentaba hacer acopio de algo de valor.

Salió de su coche a la vez que yo del mío, se acercó y me recogió la mochila. Hasta aquí todo era normal. Pero la puso otra vez en el asiento, y eso se salía de lo habitual.

—Vamos a dar un paseo —propuso con una voz indiferente al tiempo que me tomaba de la mano.

No contesté. No se me ocurrió la forma de protestar, aunque rápidamente supe que quería hacerlo. Esto no me gusta, va mal, pero que muy mal, repetía de continuo una voz dentro de mi mente.

Ella no esperó una respuesta. Me condujo hacia el lado este del patio, donde lindaba con el bosque. Le seguí a regañadientes mientras intentaba superar el pavor y pensar algo, pero entonces me obligué a recordar que aquello era lo que pretendía: una oportunidad para aclarar las cosas. En ese caso, ¿por qué me inundaba el pánico?

Sólo habíamos caminado unos cuantos pasos por el espeso bosque cuando se detuvo. Apenas habíamos llegado al sendero, ya que todavía podía ver la casa. Era un simple paseo.

Santana se recostó en un árbol y me miró con expresión impasible.

—Está bien, hablemos —dije y sonó más valiente de lo que yo me sentía.

Inspiró profundamente.

—Britt, nos vamos.

Yo también inspiré profundamente. Era una opción aceptable, y pensé que ya estaba preparada, pero debía preguntarlo:

—¿Por qué ahora? Otro año...
—Britt, ha llegado el momento. De todos modos, ¿cuánto tiempo más podemos quedarnos en Forks? William apenas puede pasar por un treintañero y actualmente dice que tiene treinta y tres. Por mucho que queramos, pronto tendremos que empezar en otro lugar.

Su respuesta me confundió. Había pensado que el asunto de la marcha tenía que ver con dejar a su familia vivir en paz. ¿Por qué debíamos irnos nosotros si ellos se marchaban también? Le miré en un intento de entender lo que me quería decir.

Me devolvió la mirada con frialdad.

Con un acceso de náuseas, comprendí que le había malinterpretado.

—Cuando dices nosotros... —susurré.
—Me refiero a mí y a mi familia.

Cada palabra sonó separada y clara.

Sacudí la cabeza de un lado a otro mecánicamente, intentando aclararme. Esperó sin mostrar ningún signo de impaciencia. Me llevó unos minutos volver a estar en condiciones de hablar.

—Vale —dije—. Voy contigo.
—No puedes, Britt. El lugar adonde vamos... no es apropiado para ti.
—El sitio apropiado para mí es aquel en el que tú estés.
—No te convengo, Britt.
—No seas ridícula —quise sonar enfadada, pero sólo conseguí parecer suplicante—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Mi mundo no es para ti —repuso con tristeza.
—¡Lo que ha ocurrido con Quinn no ha sido nada, Santy, nada!
—Tienes razón —concedió ella—. Era exactamente lo que se podía esperar.
—¡Lo prometiste! Me prometiste en Phoenix que siempre permanecerías...
—Siempre que fuera bueno para ti —me interrumpió para rectificarme.
—¡No! ¿Esto tiene que ver con mi alma, no? —grité, furiosa, mientras las palabras explotaban dentro de mí, aunque a pesar de todo seguían sonando como una súplica—. William me habló de eso y a mí no me importa, Santy. ¡No me importa! Puedes llevarte mi alma, porque no la quiero sin ti, ¡ya es tuya!

Respiró hondo una vez más y clavó la mirada ausente en el suelo durante un buen rato. Torció levemente los labios. Cuando levantó los ojos, me parecieron diferentes, mucho más duros, como si el oro líquido se hubiese congelado y vuelto sólido.

—Britt, no quiero que me acompañes —pronunció las palabras de forma concisa y precisa sin apartar los ojos fríos de mi rostro, observándome mientras yo comprendía lo que me decía en realidad.

Hubo una pausa durante la cual repetí esas palabras en mi fuero interno varias veces, tamizándolas para encontrar la verdad oculta detrás de ellas.

—¿Tú... no... me quieres? —intenté expulsar las palabras, confundida por el modo como sonaban, colocadas en ese orden.
—No.

La miré, sin comprenderla aún. Me devolvió la mirada sin remordimiento. Sus ojos brillaban como topacios, duros, claros y muy profundos. Me sentí como si cayera dentro de ellos y no pude encontrar nada, en sus honduras sin fondo, que contrarrestara la palabra que había pronunciado.

—Bien, eso cambia las cosas —me sorprendió lo tranquila y razonable que sonaba mi voz. Quizás se debía al aturdimiento. En realidad, no entendía lo que me había dicho. Seguía sin tener sentido.

Miró a lo lejos, entre los árboles, cuando volvió a hablar.

—En cierto modo, te he querido, por supuesto, pero lo que pasó la otra noche me hizo darme cuenta de que necesito un cambio. Porque me he cansado de intentar ser lo que no soy. No soy humana —me miró de nuevo; ahora, sin duda, las facciones heladas de su rostro no eran humanas—. He permitido que esto llegara demasiado lejos y lo lamento mucho.
—No —contesté con un hilo de voz; empezaba a tomar conciencia de lo que ocurría y la comprensión fluía como ácido por mis venas—. No lo hagas.

Se limitó a observarme durante un instante, pero pude ver en sus ojos que mis palabras habían ido demasiado lejos. Sin embargo, ella también lo había hecho.

—No me convienes, Britt.

Invirtió el sentido de sus primeras palabras, y no tenía réplica para eso. Bien sabía yo que no estaba a su altura, que no le convenía.

Abrí la boca para decir algo, pero volví a cerrarla. Aguardó con paciencia. Su rostro estaba desprovisto de cualquier tipo de emoción. Lo intenté de nuevo.

—Si... es eso lo que quieres.

Se limitó a asentir una sola vez.

Se me entumeció todo el cuerpo. No notaba nada por debajo del cuello.

—Me gustaría pedirte un favor, a pesar de todo, si no es demasiado —dijo.

Me pregunté qué vería en mi rostro para que el suyo se descompusiera al mirarme, pero logró controlar las facciones y recuperar la máscara de serenidad antes de que yo fuera capaz de descubrirla.

—Lo que quieras —prometí, con la voz ligeramente más fuerte.

Sus ojos helados se derritieron mientras le miraba y el oro se convirtió una vez más en líquido fundido que se derramaba en los míos y me quemaba con una intensidad sobrecogedora.

—No hagas nada desesperado o estúpido —me ordenó, ahora sin mostrarse distante—. ¿Entiendes lo que te digo?

Asentí sin fuerzas.

Sus ojos se enfriaron y volvió a mostrarse distante.

—Me refiero a Charlie, por supuesto, te necesita y has de cuidarte por él.

Asentí de nuevo.

—Lo haré —murmuré.

Ella pareció relajarse, pero sólo un poco.

—Te haré una promesa a cambio —dijo—. Te garantizo que no volverás a verme. No regresaré ni volveré a hacerte pasar por todo esto. Podrás retomar tu vida sin que yo interfiera para nada. Será como si nunca hubiese existido.

Las rodillas debieron de empezar a temblarme en ese momento porque de repente los árboles comenzaron a bambolearse. Oí el golpeteo de mi sangre más rápido de lo habitual detrás de las orejas. Su voz sonaba cada vez más lejana.

Sonrió con amabilidad.

—No te preocupes. Eres humana y tu memoria es un auténtico colador. A vosotros, el tiempo os cura todas las heridas.
—¿Y tus recuerdos? —le pregunté. Mi voz sonó como si me hubiera atragantado, como si me estuviera asfixiando.
—Bueno —apenas dudó un segundo—. Yo no olvidaré, pero los de mi clase... nos distraemos con suma facilidad.

Sonrió una vez más, pero a pesar del aplomo exhibido, la alegría de los labios no le llegó a los ojos. Se alejó de mí un paso.

—Supongo que eso es todo. No te molestaremos más.

El plural captó mi atención, lo cual me sorprendió incluso a mí, ya que a juzgar por mi estado cualquiera hubiera creído que no me daba cuenta de nada.

Alice no va a volver, comprendí. No sé cómo me oyó, porque no llegué a pronunciar las palabras, pero pareció interpretarlas y negó lentamente con la cabeza sin perder de vista mi rostro.

—No. Los demás se han ido. Yo me he quedado para decirte adiós.
—¿Rachel se ha ido? —mi voz mostraba incredulidad.
—Ella quería despedirse, pero la convencí de que una ruptura limpia sería mejor para ti.

Me sentía mareada y me costaba concentrarme. Sus palabras daban vueltas y más vueltas en mi cabeza. Pude oír la voz del médico del hospital de Phoenix, la pasada primavera, que decía mientras me enseñaba las placas de rayos X: Es una fractura limpia, como bien puedes ver. Recorrió la imagen de mi hueso roto con el dedo. Eso es bueno, así sanará antes y con más facilidad.

Procuré acompasar la respiración. Necesitaba concentrarme y hallar la forma de salir de aquella pesadilla.

—Adiós, Britt —dijo entonces con la misma voz suave, llena de calma.
—¡Espera! —espeté mientras intentaba alcanzarle, deseando que mis piernas adormecidas me permitieran avanzar.

Durante un momento creí que ella también se acercaba, pero sus manos heladas se cerraron alrededor de mis muñecas y las inmovilizaron a mis costados. Se inclinó para acariciar ligeramente mi frente con los labios durante un segundo apenas perceptible. Se me cerraron los ojos.

—Cuídate mucho —sentí su frío hálito sobre la piel.

Abrí los ojos de golpe cuando se levantó una ligera brisa artificial. Las hojas de una pequeña enredadera de arce temblaron con la tenue agitación del aire que produjo su partida.

Se había ido.

La seguí, adentrándome en el corazón del bosque, con las piernas temblorosas, ignorando el hecho de que era un sinsentido. El rastro de su paso había desaparecido ipso facto. No había huellas y las hojas estaban en calma otra vez, pero seguí caminando sin pensar en nada. No podía hacer otra cosa. Debía mantenerme en movimiento, porque si dejaba de buscarla, todo habría acabado.

El amor, la vida, su sentido... todo se habría terminado.

Caminé y caminé. Perdí la noción del tiempo mientras me abría paso lentamente por la espesa maleza. Debieron de transcurrir horas, pero para mí apenas eran segundos. Era como si el tiempo se hubiera detenido, porque el bosque me parecía el mismo sin importar cuan lejos fuera. Empecé a temer que estuviera andando en círculos —después de todo, sería uno muy pequeño—, pero continué caminando. Tropezaba a menudo y también me caí varias veces conforme oscurecía cada vez más.

Al final, tropecé con algo, pero no supe dónde se me había trabado el pie al ser noche cerrada. Me caí y me quedé allí tendida. Rodé sobre un costado de forma que pudiera respirar y me acurruqué sobre los helechos húmedos.

Allí tumbada, tuve la sensación de que el tiempo transcurría más deprisa de lo que podía percibir. No recordaba cuántas horas habían pasado desde el anochecer. ¿Siempre reinaba semejante oscuridad de noche? Lo más normal sería que algún débil rayo de luna cruzara el manto de nubes y se filtrara entre las rendijas que dejaba el dosel de árboles hasta alcanzar el suelo...

Pero no esa noche. Esa noche el cielo estaba oscuro como boca de lobo. Es posible que fuera una noche sin luna al haber un eclipse, por ser luna nueva.

Luna nueva. Temblé, aunque no tenía frío.

Reinó la oscuridad durante mucho tiempo, hasta que oí que me llamaban.

Alguien gritaba mi nombre. Sonaba sordo, sofocado por la maleza mojada que me envolvía, pero no había duda de que era mi nombre. No identifiqué la voz. Pensé en responder, pero estaba aturdida y tardé mucho rato en llegar a la conclusión de que debía contestar. Para entonces, habían cesado las llamadas.

La lluvia me despertó poco después. No creía que hubiera llegado a dormirme de verdad. Simplemente, me había sumido en un sopor que me impedía pensar, y me aferraba a ese aturdimiento con todas mis fuerzas; gracias a él era incapaz de ser consciente de aquello que prefería ignorar.

La llovizna me molestaba un poco. Estaba helada. Dejé de abrazarme las piernas para cubrirme el rostro con los brazos.

Fue entonces cuando oí de nuevo la llamada. Esta vez sonaba más lejos y algunas veces parecía como si fueran muchas las voces que gritaban. Intenté respirar profundamente. Recordé que tenía que contestar, aunque dudaba que pudieran oírme. ¿Sería capaz de gritar lo bastante alto?

De pronto, percibí otro sonido, sorprendentemente cercano. Era una especie de olisqueo, un sonido animal, como de un animal grande. Me pregunté si debía sentir miedo. Claro que no, sólo aturdimiento. Nada importaba. Y el olisqueo desapareció.

No dejaba de llover y senda cómo el agua se deslizaba por mi mejilla. Intentaba reunir fuerzas para volver la cabeza cuando vi la luz.

Al principio sólo fue un tenue resplandor reflejado a lo lejos en los arbustos, pero se volvió más y más brillante hasta abarcar un espacio amplio, mucho más que el haz de luz de una linterna. La luminosidad impactó sobre el arbusto más cercano y me permitió atisbar que era un farol de propano, pero no vi nada más, porque el destello fue tan intenso que me deslumbró por un momento.

—Britt.

La voz grave denotaba que me había reconocido a pesar de que yo no la identificaba. No había pronunciado mi nombre con la incertidumbre de la búsqueda, sino con la certeza del hallazgo.

Alcé los ojos hacia el rostro sombrío que se hallaba sobre mí a una altura que se me antojó imposible. Era vagamente consciente de que el extraño me parecía tan alto porque mi cabeza aún estaba en el suelo.

—¿Te han herido?

Supe que las palabras tenían un significado, pero sólo podía mirar fijamente, desconcertada. Una vez que había llegado a ese punto, ¿qué importancia tenían los significados?

—Britt, me llamo Finn Hudson.

El nombre no me resultaba nada familiar.

—Charlie me ha enviado a buscarte.

¿Charlie? Esto tocó una fibra en mi interior e intenté prestar atención a sus palabras. Charlie importaba, aunque nada más tuviera valor.

El hombre alto me tendió una mano. La miré, sin estar segura de qué se suponía que debía hacer.

Aquellos ojos negros me examinaron durante un momento y después se encogió de hombros. Me alzó del suelo y me tomó en brazos con un movimiento rápido y ágil.

Pendía de sus brazos desmadejada, sin vida, mientras él trotaba velozmente a través del bosque húmedo. En mi fuero interno sabía que debía estar asustada por el hecho de que un extraño me llevara a algún sitio, pero no quedaba en mi interior partícula alguna capaz de sentir miedo.

No me pareció que pasara mucho tiempo antes de que surgieran las luces y el profundo murmullo de muchas voces masculinas. Finn Hudson frenó la marcha conforme nos acercábamos al jaleo.

—¡La tengo! —gritó con voz resonante.

El murmullo cesó y después volvió a elevarse con más intensidad. Un confuso remolino de rostros empezó a moverse a mi alrededor. La voz de Finn era la única que tenía algún sentido para mí entre todo ese caos, quizás porque mantenía el oído pegado contra su pecho.

—No, no creo que esté herida —le estaba diciendo a alguien—, pero no cesa de repetir: «Se ha ido».

¿De veras decía eso en voz alta? Me mordí el labio.

—Britt, cariño, ¿estás bien?

Esa era la única voz que reconocería en cualquier sitio, incluso distorsionada por la preocupación, como sonaba ahora.

—¿Charlie? —me oí extraña y débil.
—Estoy aquí, pequeña.

Sentí algo que cambiaba debajo de mí, seguido del olor a cuero de la chaqueta de comisario de mi padre. Charlie se tambaleó bajo mi peso.

—Quizás debería seguir sosteniéndola —sugirió Finn.
—Ya la tengo —replicó Charlie, un poco sin aliento.

Caminó despacio y con dificultad. Deseaba decirle que me pusiera en el suelo y me dejara andar, pero no tenía aliento para hablar.

La gente que nos rodeaba llevaba luces por todas partes. Parecía como una procesión. O como un funeral. Cerré los ojos.

—Ya casi estamos en casa, cielo —murmuraba Charlie una y otra vez.

Abrí los ojos otra vez cuando sentí que se abría la puerta. Nos hallábamos en el porche de nuestra casa. El tal Finn, un hombre alto, sostenía la puerta abierta para que Charlie pudiera pasar al tiempo que mantenía un brazo extendido hacia nosotros, en previsión de que a Charlie le fallaran las fuerzas. Pero consiguió entrar en la casa y llevarme hasta el sofá del salón.

—Papá, estoy mojada de la cabeza a los pies —protesté sin energía.
—Eso no importa —su voz sonaba ronca y entonces empezó a hablar con alguien más—. Las mantas están en el armario que hay al final de las escaleras.
—¿Britt? —me llamó otra voz diferente. Miré al hombre de pelo gris que se inclinaba sobre mí y lo reconocí después de unos cuantos segundos.

—¿Doctor Gerandy? —murmuré.
—Así es, preciosa —contestó—. ¿Estás herida, Britt?

Me llevó un minuto pensar en ello. Me sentía confusa, ya que ésa era la misma pregunta que Finn Hudson me había hecho en el bosque. Sólo que Finn me la había formulado de otra manera: ¿Te han herido? La diferencia parecía implicar algún significado.

El doctor Gerandy permaneció a la espera. Alzó una de sus cejas entrecanas y se profundizaron las arrugas de su frente.

—No estoy herida —le mentí. Sin embargo, le había respondido la verdad si se tenía en cuenta lo que en apariencia quería preguntar.

Colocó su cálida mano sobre mi frente y sus dedos presionaron el interior de mi muñeca. Le vi mover los labios mientras contaba las pulsaciones sin apartar la vista del reloj.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó como quien no quiere la cosa.

Me quedé helada bajo su mano, sintiendo el pánico al fondo de mi garganta.

—¿Te perdiste en el bosque? —insistió.

Yo era consciente de que había más gente escuchando. Allí había tres hombres altos —muy cerca unos de otros— que no me perdían de vista; supuse que venían de La Push, la reserva india de los quileute en la costa. Finn Hudson estaba entre ellos. El señor Abrams se encontraba allí con Artie y el señor Chang, el padre de Tinna. Se habían reunido todos allí, y me miraban más subrepticiamente que los mismos extraños. Otras voces profundas retumbaban en la cocina y fuera, en la puerta principal. La mitad de la ciudad debía de haber salido en mi busca.

Charlie era el que estaba más cerca y se inclinó para escuchar mi respuesta.

—Sí —susurré—. Me perdí.

El doctor asintió con gesto pensativo mientras sus dedos tanteaban cuidadosamente las glándulas debajo de mi mandíbula. El rostro de Charlie se endureció.

—¿Te sientes cansada? —preguntó el doctor Gerandy.

Asentí y cerré los ojos obedientemente. Poco después, oí cómo el doctor le decía a mi padre entre cuchicheos:

—No creo que le pase nada malo. Sólo está exhausta. Déjala dormir y vendré a verla mañana —hizo una pausa y debió de consultar su reloj, porque añadió—: Bueno, en realidad, hoy.

Hubo unos crujidos cuando ambos se levantaron del sofá y se pusieron de pie.

—¿Es verdad? —susurró Charlie. Sus voces se oían ahora más lejanas. Yo intenté escuchar—. ¿Se han ido?
—El doctor Cullen nos pidió que no dijéramos nada —explicó el doctor Gerandy—. La oferta fue muy repentina, y tenían que tomar la decisión de forma inmediata. William no quería convertir su marcha en un espectáculo.
—Pues hubiera estado bien que me hubiera dado algún tipo de aviso —gruñó Charlie.

La voz del doctor Gerandy sonaba incómoda cuando replicó:

—Sí, bueno, en estas circunstancias hubiera sido apropiado cualquier clase de aviso.

No quise escuchar más. Tomé el borde del edredón con el que alguien me había tapado y me lo pasé por encima de la cabeza.
A ratos me hundía en la inconsciencia, a ratos salía de ella. Alcancé a oír cómo Charlie daba las gracias a los voluntarios en voz baja. Éstos se marcharon uno por uno. Sentí sus dedos en mi frente y después el peso de otra manta. El teléfono repiqueteó varias veces y él se apresuró a atenderlo antes de que pudiera despertarme. Murmuró palabras tranquilizadoras en voz baja a quienes telefoneaban.

—Sí, la hemos hallado y se encuentra bien. Se perdió, pero ya está bien —decía una y otra vez.

Oí el chirrido de los muelles de la butaca cuando se instaló en ella para pasar la noche.

El teléfono sonó de nuevo a los pocos minutos.

Charlie refunfuñó mientras se incorporaba con dificultad una vez más y después se apresuró, trastabillando, hacia la cocina. Hundí la cabeza más profundamente dentro de las mantas, no quería escuchar otra vez la misma conversación.

—Diga —dijo Charlie y bostezó.

Le cambió la voz y sonó mucho más espabilada cuando volvió a hablar.

—¿Dónde? —hubo una pausa—. ¿Estás segura de que es fuera de la reserva? —otra pausa corta—. Pero ¿qué puede arder allí fuera? —parecía preocupado y desconcertado a la vez—. Vale, telefonearé a ver qué pasa.

Escuché con más interés cuando marcó otro número.

—Hola Billy, soy Charlie. Siento llamarte tan temprano... No, ella está bien. Está durmiendo... Gracias. No, no te llamo por eso. Me acaba de telefonear la señora Stanley, dice que desde la ventana de su segundo piso ve llamas en los acantilados, no sé si realmente... ¡Oh! —de pronto, su voz adoptó un tono cortante, de irritación o... ira—. ¿Y por qué rayos hacen eso? Ah, ah, ¿no me digas? —eso sonó sarcástico—. De acuerdo, no te disculpes conmigo. Vale, vale. Sólo asegúrate de que las hogueras no prendan un fuego... Lo sé, lo sé, lo que me sorprende es que consigan mantenerlas encendidas con el tiempo que hace.

Charlie dudó y luego añadió a regañadientes:

—Gracias por mandarme a Finn y a los demás chicos. Tenías razón, conocen el bosque mejor que nosotros. Fue él quien la encontró, así que te debo una... Vale, hablaremos más tarde —decidió, todavía con ese tono amargo y luego colgó.

Charlie murmuró varias incoherencias mientras regresaba al salón.

—¿Ha pasado algo malo? —pregunté.

Se apresuró a acercarse a mi lado.

—Siento haberte despertado, cariño.
—¿Se quema algo?
—No es nada —me aseguró—, unas simples hogueras en los acantilados.
—¿Hogueras? —pregunté. Mi voz no sonaba curiosa, sino muerta.

Charlie frunció el ceño.

—Algunos de los chicos de la reserva andan revoltosos —me explicó.
—¿Por qué? —pregunté con desgana.

Parecía reacio a contestarme. Su mirada pasó entre sus rodillas entreabiertas y se clavó en el suelo. Luego, respondió con amargura:

—Están celebrando la noticia.

Había sólo una noticia que atrajera mi atención, aunque me resistiera a pensar en ello. De pronto, todo encajó.

—Festejan la marcha de los Cullen —murmuré—. Había olvidado que en La Push nunca los han querido.

Los quileutes tenían una serie de supersticiones sobre los «fríos», los bebedores de sangre enemigos de la tribu, del mismo modo que tenían leyendas sobre la gran inundación y sus ancestros licántropos. La mayoría de ellos las consideraban simple folclore, sin embargo, unos cuantos aún las creían. Billy Evans, el mejor amigo de Charlie, era uno de ellos, aunque incluso Sam, su propio hijo, pensaba que su cabeza estaba llena de estúpidas supersticiones. Billy me había advertido que me apartara de los Cullen...

El nombre removió algo en mi interior, algo que comenzó a abrirse camino hacia la superficie, algo a lo que sabía que no me quería enfrentar.

—Es ridículo —resopló Charlie.

Nos quedamos sentados en silencio durante unos momentos. El cielo ya no estaba oscuro al otro lado de la ventana. El sol había comenzado a salir en algún lugar detrás de las nubes.

—¿Britt? —me preguntó Charlie.

Le miré con inquietud.

—¿Te dejó sola en el bosque? —tanteó Charlie.

Eludí la pregunta.

—¿Cómo supisteis dónde encontrarme? —mi mente rehuía asumir el carácter inevitable de lo que había sucedido, que se me hacía presente con gran rapidez.
—Gracias a tu nota —contestó Charlie, sorprendido. Buscó en el bolsillo trasero de los vaqueros y sacó un trozo de papel muy sobado. Estaba sucio y húmedo, con muchas arrugas producidas al haberlo abierto y cerrado varias veces. Lo desdobló de nuevo y me lo mostró como prueba. Las letras desordenadas se parecían mucho a las mías.

«Voy a dar un paseo con Santana por el sendero. Volveré pronto, B.»

—Telefoneé a los Cullen al ver que no volvías, pero no contestó nadie —continuó Charlie en voz baja—. Entonces llamé al hospital y el doctor Gerandy me informó de que William se había trasladado.
—¿Adónde han ido? —murmuré.

Charlie me miró fijamente.

—¿No te lo dijo Santana?

Sacudí la cabeza, y me encogí, asustada. El sonido de su nombre dio rienda suelta a aquello que me mordía por dentro, un dolor que me golpeó hasta dejarme sin aliento; me quedé atónita ante su fuerza.

Me observó dubitativo, mientras contestaba:

—A William le han ofrecido trabajo en un gran hospital de Los Ángeles. Supongo que le prometieron montones de dinero.

La soleada Los Ángeles. Justo el último lugar al que ellos irían de verdad. Recordé mi pesadilla del espejo... La brillante luz del sol rompiéndose en mil reflejos sobre su piel...

Una auténtica agonía me recorrió al recordar su rostro.

—Quiero saber si Santana te dejó sola en mitad del bosque —insistió Charlie.

La mención de su nombre provocó otra oleada de dolor lacerante que me removió entera. Sacudí la cabeza frenética, desesperada por escapar de ese dolor.

—Fue culpa mía. Me dejó justo aquí, en el sendero, a la vista de la casa, pero yo intenté seguirla.

Charlie comenzó a decir algo, pero me tapé los oídos como una niña pequeña.

—No puedo hablar más de esto, papá. Quiero irme a mi cuarto.

Antes de que él pudiera contestar, salí a trompicones del sofá y me deslicé como pude hasta las escaleras.

Alguien había pasado por la casa de Charlie para dejarle una nota que le permitiera encontrarme. Una terrible sospecha empezó a crecer en mi interior en cuanto a lo que eso significaba. Corrí hacia mi habitación, cerré la puerta de un portazo y eché el cerrojo antes de correr hacia el reproductor de CD cercano a la cama.

Todo estaba exactamente igual que cuando lo dejé. Presioné la parte superior de la tapa del CD. Se accionó el pestillo y se abrió la tapa lentamente.

Estaba vacío.

El álbum que Susan me había regalado estaba en el suelo al lado de la cama, justo donde lo dejé por última vez. Levanté la cubierta con la mano temblorosa.

No tuve que pasar ninguna página, porque podía verlo en la primera. Las pequeñas esquinas metálicas ya no sujetaban las fotos en su sitio. La página estaba vacía salvo el texto que yo había garabateado a mano debajo de ella: «Santana Cullen, cocina de Charlie, 13 de septiembre».

No continué. Estaba segura de que había sido concienzudo.

«Será como si nunca hubiese existido», me había prometido.

Noté el suave suelo de madera en las rodillas y luego en las palmas de mis manos, y al fin, apretado contra la piel de mi mejilla. Esperaba poder desmayarme pero, para mi desgracia, no perdí la conciencia. Las oleadas de dolor, que apenas me habían rozado hasta ese momento, se alzaron y barrieron mi mente, hundiéndome con su fuerza.

Y no salí a la superficie.

Octubre.....


Noviembre....


Diciembre.....


Enero.....


Espero que les guste chicas hasta la proxima actualizacion que prometo sera mañana (:
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Mensaje por naty_LOVE_GLEE Miér Nov 06, 2013 1:55 pm

HOLA!!


GRACIAS POR LA ACTU!!


POBRE BRITT!!!! ESTO ES MUY DEPRIMENTE!!!!


ESPERO LA ACTU!!


SALUDOS!! NAT!
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Mensaje por iFannyGleek Vie Nov 08, 2013 7:21 am

Este capítulo es demasiado triste, pobre Brittany, ya esperaba esta parte XD porque me gusta en la película pero es más triste aquí.

Espele tu actualización. (:
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Mensaje por micky morales Dom Nov 10, 2013 12:40 pm

vaya, que amor tan grande el de santana, como no vi la saga de esta serie pq detesto a la traidora de Kristen Steward no se que va a pasar, asi que tal vez sea mas emocionante, hasta pronto!
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Mensaje por dianna agron 16 Dom Nov 10, 2013 8:29 pm

micky morales escribió:vaya, que amor tan grande el de santana, como no vi la saga de esta serie pq detesto a la traidora de Kristen Steward no se que va a pasar, asi que tal vez sea mas emocionante, hasta pronto!

Antes de comenzar quisiera saber porque traidora? jajaja
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Mensaje por dianna agron 16 Dom Nov 10, 2013 9:38 pm

Chicas les dejo el siguiente capitulo espero les guste! (:


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El despertar



El tiempo pasa incluso aunque parezca imposible, incluso a pesar de que cada movimiento de la manecilla del reloj duela como el latido de la sangre al palpitar detrás de un cardenal. El tiempo transcurre de forma desigual, con saltos extraños y treguas insoportables, pero pasar, pasa. Incluso para mí.

Charlie pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Ya vale, Britt! Te voy a enviar a casa.

Levanté la vista del bol de cereales —encima del cual cavilaba más que comía— y contemplé horrorizada a Charlie. No había atendido a la conversación, más bien, ni siquiera era consciente de que estuviéramos teniendo una, y no estaba muy segura de lo que me decía.

—Ya estoy en casa —murmuré, confusa.
—Voy a enviarte con Susan —aclaró él.

Charlie me miró, exasperado, mientras yo intentaba comprender el sentido de sus palabras, con lentitud.

—¿Qué quieres que haga? —vi cómo se crispaba su rostro.

Me sentí fatal. Mi comportamiento había sido irreprochable durante los últimos cuatro meses. Después de aquella primera semana, que ninguno de los dos mencionaba jamás, no había faltado un solo día a la escuela ni al trabajo. Mis notas eran magníficas. Nunca había roto el toque de queda, aunque no había ningún toque de queda que romper si se tenía en cuenta que no salía a ninguna parte y eran raras las ocasiones en que trabajaba en la tienda fuera de mi horario.

Charlie me contempló con cara de pocos amigos.

—Es que no haces nada. Ése es el problema. Que nunca haces nada.
—¿Acaso quieres que me meta en problemas? —le pregunté al tiempo que alzaba las cejas con perplejidad. Hice un esfuerzo para prestar atención, pero no era fácil. Estaba tan acostumbrada a mantenerme aparte de todo que mis oídos se aturullaban.
—¡Tener problemas sería mejor que... que este arrastrarse de un lado para otro todo el tiempo!

El comentario me dolió un poco. Me había esforzado en evitar cualquier manifestación de taciturnidad, y eso incluía lo de no arrastrarse.

—No me arrastro.
—Palabra equivocada —concedió de mala gana—. Arrastrarse sería mucho mejor, porque ya sería hacer algo... Es sólo que estás... sin vida, Britt. Quizá ésa sea la expresión adecuada.

Esta vez la acusación dio en el blanco. Suspiré e intenté imprimir una cierta animación a mi respuesta.

—Lo siento, papá —mi disculpa sonó algo inexpresiva, incluso para mí. Pensaba que estaba consiguiendo engañarle. El único motivo de aquel intento era evitar que Charlie sufriera. Era deprimente descubrir que el esfuerzo había sido en vano.

—No quiero que te disculpes.

Suspiré.

—Entonces, dime qué quieres que haga.
—Britt, cariño... —vaciló antes de seguir hablando mientras evaluaba mi reacción ante sus próximas palabras—. No eres la única persona que ha pasado por esto, ya sabes.
—Lo sé —la mueca que acompañó mi respuesta fue desganada e inexpresiva.
—Escucha, cielo. Creo que... que quizás necesites algún tipo de ayuda.
—¿Ayuda?

Hizo una pausa para volver a elegir las palabras adecuadas.

—Cuando tu madre se fue —comenzó al tiempo que torcía el gesto— y te llevó con ella... Bueno, realmente fue una mala época para mí —respiró hondo.
—Lo sé, papá —musité.
—Sin embargo, me sobrepuse —señaló—. Cariño, tú no lo estás haciendo. He esperado pensando que mejorarías con el tiempo —me miró fijamente y luego bajó los ojos con rapidez—. Pero creo que los dos sabemos que esto no está yendo a mejor.
—Estoy bien.

Me ignoró.

—Quizás... Bueno, tal vez si hablaras del tema con alguien..., con un profesional...
—¿Quieres que me vea un loquero? —mi voz se iba volviendo más aguda conforme veía hacia dónde quería ir.
—Podría ayudar.
—Y también podría no servir para nada.

No sabía mucho sobre psicoanálisis, pero estaba bastante segura de que no funcionaba a menos que el paciente fuera relativamente sincero, y estaba segura de que me iba a pasar el resto de la vida en una celda acolchada si contaba la verdad.

Examinó mi expresión obstinada y eligió otra línea de ataque.

—No está en mis manos, Britt. Quizás tu madre...
—Mira —le dije con voz inexpresiva—. Saldré esta noche si quieres. Llamaré a Sugar o a Tina.
—Eso no es lo que yo quiero —protestó, frustrado—. No creo que pueda soportar ver cómo intentas esforzarte aún más. No he visto a nadie intentarlo tanto. Duele verlo.

Fingí no haberle entendido y clavé la vista en la mesa.

—No te entiendo, papá. Primero te enfadas porque no hago nada y luego me dices que no quieres que salga.
—Quiero que seas feliz. No, ni siquiera eso. Sólo quiero que no te sientas tan desgraciada, y creo que te resultará más fácil lejos de Forks.

Mis ojos llamearon con la primera pequeña chispa de sentimiento que él había contemplado en mucho tiempo.

—No pienso irme —dije.
—¿Por qué no? —inquirió.
—Es mi último semestre en la escuela, lo fastidiaría todo.
—Eres una buena estudiante, lo resolverás de alguna manera.
—No quiero agobiar a mamá y a Phil.
—Tu madre se muere por tenerte de vuelta.
—En Florida hace demasiado calor.

Volvió a golpear la mesa con el puño.

—Los dos sabemos lo que está pasando aquí, Britt, y no es bueno para ti —tomó una gran bocanada de aire—. Han pasado meses. No ha habido llamadas ni cartas ni ningún tipo de contacto. No puedes seguir esperándola.

Le fulminé con la mirada. El arrebol estuvo a punto de llegar hasta mi rostro, pero sólo a punto. Había pasado mucho tiempo desde que había enrojecido a consecuencia de alguna emoción.

Ese asunto estaba terminantemente prohibido, como él sabía muy bien.

—No estoy esperando nada ni a nadie —musité con un tono monocorde.
—Britt... —comenzó Charlie con voz sorda.
—Tengo que ir al instituto —le atajé. Me incorporé, retiré mi desayuno intacto de la mesa y metí el bol en el fregadero sin detenerme a lavarlo. No podía soportar más aquella conversación.
—Haré planes con Sugar —dije sin volverme para evitar su mirada mientras me ponía el bolso en bandolera—. Quizás no vuelva para cenar. Me gustaría ir a Port Angeles a ver una película.

Salí por la puerta principal antes de que tuviera tiempo para reaccionar.

Impelida por la urgencia de huir de Charlie, acabé llegando al instituto la primera de todos. Eso tenía una parte buena, podía conseguir la mejor plaza de aparcamiento, y otra mala, disponía de tiempo libre en abundancia, y yo intentaba no tener tiempo libre a toda costa.

Rápidamente, antes de que pudiera empezar a pensar en las acusaciones de Charlie, saqué el libro de Cálculo. Lo hojeé hasta la parte que íbamos a empezar ese día e intenté comprender el sentido de lo que leía. Leer matemáticas es todavía peor que escucharlas en clase, pero había conseguido mejorar en esto. En los últimos meses, había necesitado dedicar a la asignatura diez veces más tiempo de lo que era habitual en mí. Como resultado, había conseguido mantenerme en el nivel de un sobresaliente raspado. Sabía que el señor Varner consideraba que mi mejoría se debía a sus superiores métodos de enseñanza. Si esto le hacía sentirse feliz, no iba a reventarle la burbuja.

Me esforcé al máximo hasta que se llenó el aparcamiento, y al final tuve que apresurarme con los deberes de Lengua y Literatura. Estábamos leyendo Rebelión en la granja. No me importaba analizar el tema del comunismo, era bastante fácil y un cambio bienvenido después de las agotadoras novelas románticas que habían formado parte del plan de estudios. Me acomodé en mi asiento, satisfecha por esta agradable novedad en las lecturas del señor Berty.

El tiempo pasó demasiado rápido hasta que llegó la hora de entrar en clase. El timbre sonó y empecé a recoger, una a una, las cosas en mi bolso.

—¿Britt?

Reconocí la voz de Artie y adiviné sus palabras antes de que las pronunciara:

—¿Trabajas mañana?

Levanté la mirada. Se había inclinado sobre el pasillo que separaba los pupitres con expresión ansiosa. Me preguntaba lo mismo todos los viernes sin tener en consideración que no había faltado ni un solo día. Bueno, con una excepción, hacía algunos meses, pero no tenía motivos para mostrarse tan preocupado. Era una empleada modelo.

—Mañana es sábado, ¿no? —repuse. Tal como Charlie me acababa de señalar, me di cuenta de que mi voz sonaba realmente apagada, sin vida.
—Sí, así es —asintió—. Te veré en Español.

Se despidió con la mano antes de darme la espalda. No volvería a molestarme otra vez acompañándome a clase.

Recorrí cansinamente y con gesto sombrío el camino que me llevaba al aula de Matemáticas. Ésa era la clase en la que me sentaba al lado de Sugar.

Habían pasado semanas, quizá meses, desde que Sugar había dejado de saludarme cuando nos encontrábamos en el pasillo. Sabía que la había ofendido con mi comportamiento antisocial, y estaba enfurruñada conmigo. No iba a ser fácil hablar con ella ahora, sobre todo para pedirle que me hiciera un favor. Sopesé cuidadosamente mis opciones mientras holgazaneaba delante de la puerta, pensando en dejarlo para otro día.

Sin embargo, no quería enfrentarme de nuevo con Charlie sin poder contarle que había emprendido algún tipo de contacto social. Sabía que no podría mentirle, aunque resultaba muy tentadora la posibilidad de conducir sola hasta Port Angeles, ida y vuelta, asegurándome de que el cuentakilómetros reflejara los kilómetros exactos por si lo comprobaba. Pero la madre de Sugar era la cotilla más grande del pueblo y teniendo en cuenta que Charlie iría al establecimiento de la señora Motta antes o después, no podía arriesgarme a que mencionara el viaje en ese momento. La mentira era un lujo que no podía permitirme.

Suspiré antes de abrir la puerta de un empujón.

El señor Varner me miró con mala cara, ya que había empezado la clase. Me apresuré a sentarme en mi pupitre. Sugar no levantó la vista cuando me senté a su lado y yo estaba contenta de contar con al menos cincuenta y cinco minutos para prepararme mentalmente.

La clase se me pasó aún más deprisa que la de Lengua y Literatura. Buena parte de esa sensación se debió a que esa mañana había realizado en el coche una preparación modélica de la clase, aunque en su mayor parte tenía que ver con el hecho de que el tiempo siempre se me pasaba rapidísimo cuando me aguardaba algo desagradable.

Hice una mueca cuando el señor Varner finalizó la clase cinco minutos antes. Sonrió además como si tuviéramos que estar contentos por ello.

—¿Sugar? —se me arrugó la nariz de puro agobio mientras esperaba que se diera la vuelta hacia mí.

Ella se giró en su asiento para enfrentarse conmigo y me miró con incredulidad.

—¿Me estás hablando a mí, Britt?
—Claro —abrí mucho los ojos intentando mostrar un aspecto inocente.
—¿Qué pasa? ¿Necesitas ayuda con las mates? —el tono de su voz era bastante amargo.
—No —sacudí la cabeza—. En realidad, quería saber si te apetecería ir a ver una película conmigo esta noche... Ya sabes, una salida sólo de chicas —el discurso sonó acartonado, como si fueran unas líneas recitadas por una mala actriz, y ella me miró con suspicacia.
—¿Por qué me lo pides? —me preguntó, todavía con desagrado.
—Eres la primera persona en la que siempre pienso cuando me apetece una salida de chicas —sonreí con la esperanza de parecer sincera. En realidad, tal vez fuera cierto. Al menos, ella era la primera persona en la que se me ocurría pensar cuando quería evitar a Charlie. Lo cual era algo parecido.

Pareció aplacarse un poco.

—Bueno, no sé.
—¿Has hecho algún plan?
—No... Creo que podré ir contigo. ¿Qué quieres ver?
—No estoy segura de qué ponen —intenté evadir la cuestión porque ésa era la parte difícil. Me devané los sesos en busca de una pista, ¿había oído a alguien hablar hacía poco de alguna película? ¿Había visto algún cartel?—. ¿Qué tal esa de una mujer presidenta?

Me miró de una forma rara.

—Britt, hace siglos que quitaron esa película del cine.
—Vaya —fruncí el ceño—. ¿Hay algo que quieras ver?

La exuberancia natural de Sugar comenzó a mostrarse a pesar de sí misma, conforme pensaba en voz alta.

—Bueno, hay una nueva comedia romántica que está teniendo muy buenas críticas. Me apetece verla. Y mi padre acaba de ver Dead End y dice que le ha gustado de verdad.

Yo me aferré a ese título por parecer de lo más prometedor.

—¿Y de que va ésa?
—De zombis o algo así. Dice que es la cosa que más miedo le ha dado desde hace años.
—Eso suena perfecto —prefería tratar con auténticos zombis antes que ver un filme romántico.
—De acuerdo —había un tono de sorpresa en su respuesta. Intenté recordar si me gustaban las películas de terror, pero no estaba segura—. ¿Quieres que te recoja después de la escuela? —me ofreció.
—De acuerdo.

Sugar me dedicó una sonrisa vacilante antes de irse. Se la devolví con cierto retraso, pero pensé que la había visto.

El resto del día transcurrió rápidamente y mis pensamientos se concentraron en planear la salida de esa noche. Sabía por experiencia que una vez que Sugar comenzara a hablar, yo podría evadirme con unas pocas respuestas murmuradas en los momentos oportunos. Sólo haría falta una mínima interacción. A veces, me confundía la espesa neblina que emborronaba mis días. Me sorprendía al encontrarme en mi habitación, sin recordar con claridad haber conducido desde la escuela a casa o incluso haber abierto la puerta de la calle. Pero eso no importaba. Lo más elemental que le pedía a la vida era precisamente perder la noción del tiempo.

No luché contra esa neblina mientras me volvía hacia el armario. El aturdimiento era más necesario en algunos sitios que en otros. Apenas me di cuenta de lo que miraba al abrir la puerta y dejar al descubierto la pila de basura del lado izquierdo del armario, debajo de unas ropas que nunca me ponía.

Mis ojos no se dirigieron hacia la bolsa negra de basura con los regalos de mi último cumpleaños ni vieron la forma del estéreo que se transparentaba en el plástico negro; tampoco pensé en la masa sanguinolenta en que se convirtieron mis uñas cuando terminé de sacarlo del salpicadero...

Tiré del viejo bolsito que usaba muy de vez en cuando hasta descolgarlo del gancho donde solía ponerlo y empujé la puerta hasta cerrarla.

En ese preciso momento oí unos bocinazos de claxon. En un santiamén pasé el billetero de la mochila del instituto al bolso. Tenía prisa, y deseé que eso hiciera que la noche pasara más rápido.

Me miré en el espejo del vestíbulo antes de abrir la puerta y compuse con cuidado la mejor cara posible. Esbocé una sonrisa e intenté conservarla a toda costa.

—Gracias por venir conmigo esta noche —le dije a Suagr mientras me aupaba para entrar por la puerta del copiloto; procuré infundir el adecuado agradecimiento al tono de mi voz.

Había pasado mucho tiempo sin detenerme a pensar sobre lo que le podía decir a cualquiera que no fuera Charlie. Sugar era más difícil. No estaba segura de cuáles serían las emociones apropiadas que tendría que fingir.

—Claro, pero ¿a qué viene esto? —se preguntó Sugar mientras conducía calle abajo.
—¿A qué viene qué?
—¿Por qué has decidido tan repentinamente... que salgamos? —parecía haber cambiado la pregunta conforme la formulaba.

Me encogí de hombros.

—Simplemente necesitaba un cambio.

Entonces reconocí la canción de la radio y busqué el dial rápidamente.

—¿Te importa? —pregunté.
—No, cámbiala.

Busqué las distintas emisoras hasta localizar una que fuera inofensiva. Espié la expresión de Sugar a hurtadillas mientras la nueva música llenaba el coche.

Parpadeó.

—¿Desde cuando te gusta el rap?
—No sé —contesté—. Algunas veces lo oigo.
—Pero... ¿te gusta de verdad? —preguntó dubitativa.
—Claro que sí.

Iba a ser demasiado difícil mantener una conversación normal con Sugar si además debía controlar la música. Asentí con la cabeza, deseando que estuviera llevando bien el ritmo.

—De acuerdo... —miró hacia fuera del parabrisas con los ojos como platos.
—¿Qué tal te va con Artie ahora? —le pregunté con rapidez.
—Tú le ves más que yo.

No había empezado a cotorrear ante mi pregunta, tal y como yo esperaba, por lo que lo intenté de nuevo.

—Es difícil hablar de nada cuando estás trabajando —mascullé—. ¿Has salido con alguien últimamente?
—En realidad, no. Salgo algunas veces con Conner, y también salí con Matt hace dos semanas —puso los ojos en blanco y sospeché que detrás había una larga historia, así que aproveché la oportunidad.

—¿Matt Rutherford? ¿Quién se lo pidió a quién?

Ella refunfuñó, más animada ya.

—Pues él, ¡claro! Y yo no encontré una manera amable de negarme.
—¿Adonde te llevó? —le pregunté. Sabía que ella interpretaría mi entusiasmo como interés—. Cuéntamelo todo.

Se embarcó en la narración de su historia y yo me acomodé en mi asiento, más relajada ahora. Le presté la atención justa, murmurando palabras de simpatía cuando era oportuno y conteniendo el aliento horrorizada cuando correspondía. Cuando acabó con su historia sobre Matt, continuó comparándolo con Conner sin necesidad de más estímulos.

La película empezaba pronto, por lo que a Sugar se le ocurrió que podíamos aprovechar la tarde viendo primero la película y yéndonos a cenar luego. Yo estaba feliz con cualquier cosa que me propusiera; después de todo, había conseguido lo que quería: sacarme de encima a Charlie.

Mantuve a Sugar charlando continuamente mientras ponían los tráilers, y así pude ignorarlos más fácilmente, pero me puse nerviosa cuando comenzó la película. Dos jóvenes caminaban de la mano por una playa mientras hablaban de sus sentimientos mutuos con una falsedad empalagosa. Resistí la necesidad de cubrirme las orejas y empezar a tararear. No había contado con que hubiera un idilio en el largometraje.

—Creí que habíamos escogido la película de zombis —susurré a Sugar.
—Ésta es la película de los zombis.
—¿Y cómo es que no se comen a nadie? —pregunté con desesperación.

Me miró con los ojos dilatados, casi diría que alarmados.

—Estoy segura de que pronto vendrá esa parte —murmuró.
—Voy a buscar palomitas. ¿Quieres?
—No, gracias.

Alguien nos mandó callar desde las filas de atrás.

Me tomé el tiempo que quise en el mostrador del puesto de palomitas; miré el reloj y le estuve dando vueltas a qué porcentaje de una película de noventa minutos se llevaría la parte romántica. Decidí que bastaría con diez minutos, pero me detuve justo delante de las puertas del cine para asegurarme. Llegué a oír gritos terroríficos retumbando por los altavoces, así que me di cuenta de que había esperado lo suficiente.

—Te lo has perdido todo —murmuró Sugar cuando me deslicé en mi asiento—. Casi todos son zombis ya.
—Pues sí que ha ido rápido —le ofrecí las palomitas. Tomó un puñado.

El resto de la película consistió en truculentos ataques de zombis y chillidos interminables por parte de los pocos humanos que quedaban vivos, aunque su número se reducía con rapidez. No se me había ocurrido que nada de eso me alterase, pero me sentí incómoda, sin que al principio supiera la razón.

No me di cuenta de dónde estaba el problema hasta casi al final, cuando salió un zombi demacrado que caminaba arrastrando los pies en pos del último superviviente tembloroso. La escena alternaba el rostro horrorizado de la heroína con la cara muerta e inexpresiva de su perseguidor, e iba de uno a otro mientras se acortaba la distancia entre ellos.

Me di cuenta de a cuál de los dos me parecía más.

Me levanté.

—¿Dónde vas? —susurró Sugar—. Quedan por los menos dos minutos.
—Necesito una bebida —mascullé mientras me lanzaba hacia la salida.

Me senté en el banco que había junto a la puerta del cine y con todas mis fuerzas intenté no pensar en lo irónico de la situación, pues era una pura ironía que, al final, hubiera terminado convirtiéndome en una zombi. Eso no me lo hubiera imaginado jamás.

No es que no me hubiera imaginado alguna vez a mí misma convirtiéndome en un monstruo mitológico, pero desde luego, nunca en un grotesco cadáver animado. Sacudí la cabeza para desechar esa línea de pensamiento, porque empezaba a inundarme el pánico. No soportaba recordar lo que había llegado a soñar una vez.

Era deprimente comprobar que ya no sería nunca más la heroína, que mi historia había terminado.

Sugar salió por las puertas del cine y dudó. Debía de estar pensando cuál sería el sitio más probable para encontrarme. Pareció aliviada al verme, pero sólo durante un momento. Luego se mostró más bien irritada.

—¿Tanto miedo te ha dado la película? —me preguntó.
—Sí —le di la razón—. Me da la sensación de que soy bastante cobarde.
—Esto sí que es divertido —torció el gesto—. No me pareció que estuvieras asustada. La que ha gritado todo el rato he sido yo, y a ti no te he oído ni un solo chillido. Así que no sé por qué te has marchado.

Me encogí de hombros.

—Me he asustado.

Ella se relajó un poco.

—Creo que ésta ha sido la película que más miedo me ha dado de cuantas he visto. Te apuesto a que esta noche vamos a tener pesadillas.
—Eso ni lo dudes —repuse al tiempo que intentaba controlar la voz para que sonara normal. Era inevitable que yo tuviera pesadillas, aunque no fueran sobre zombis. Sus ojos se paseaban nerviosos por mi cara, así que supuse que después de todo, quizás no se me había dado tan mal lo de simular una voz normal.
—¿Dónde quieres cenar? —preguntó Sugar.
—Me da igual.
—De acuerdo.

Sugar comenzó a hablar sobre el protagonista masculino de la película mientras caminábamos. Asentí cuando ella se deshacía en elogios sobre lo buenísimo que estaba, aunque era incapaz de recordar ninguna otra cosa que no fueran zombis por todos lados.

No me di cuenta de hacia dónde me llevaba Sugar. Sólo era vagamente consciente de que todo estaba más oscuro y más tranquilo. Me llevó más rato de lo debido el darme cuenta del porqué de esa tranquilidad. Sugar había parado de charlotear. La miré con ganas de disculparme, con la esperanza de no haber herido sus sentimientos.

No obstante, Sugar no me miraba a mí, sino delante de ella. Su rostro estaba tenso y caminaba a buen paso. Cuando me giré para observarla, vi que sus ojos se desplazaban rápidamente a la derecha, a través de la calle, y luego volvían con la misma rapidez.

Eché una ojeada a mi alrededor por primera vez.

Estábamos atravesando un corto tramo poco iluminado de una acera. Las tiendas pequeñas alineadas a ambos lados de la calle cerraban de noche y los escaparates estaban a oscuras. Las luces de la calle volvían a alumbrar medio bloque más adelante y pude ver, allí, a lo lejos, los brillantes arcos dorados del McDonald's hacia el que se dirigía Sugar.

Sólo había un negocio abierto en la otra acera. Las ventanas tenían las cortinas echadas por dentro y justo encima brillaba un rótulo con luces de neón que anunciaba distintos tipos de cerveza. El letrero más grande, uno de un brillante color verde, era el nombre del bar: Pete el Tuerto. Me pregunté si sería una cervecería temática de piratas, aunque no se veía nada desde el exterior. La puerta de la calle se abrió de pronto; había poca luz en el interior, y un prolongado murmullo de muchas voces y el sonido del tintineo de los hielos en los vasos invadieron la calle. Había cuatro hombres apoyados contra la pared de al lado.

Me volví a mirar a Sugar. Tenía los ojos fijos en el camino de delante y se movía con brusquedad. No parecía asustada, sólo cautelosa, y procuraba no atraer la atención de esos tipos sobre ella.

Me detuve y volví la vista atrás para mirar a aquellos hombres sin pensarlo dos veces. Experimenté una fuerte sensación de déjà vu. Ésta era una calle diferente, una noche distinta, pero la escena se parecía mucho. También uno de ellos había sido bajo y moreno. Cuando me paré y me volví, fue el que me observó con interés.

Le devolví la mirada con fijeza, paralizada en la acera.

—¿Britt? —me susurró Sugar—. ¿Qué haces?

Sacudí la cabeza, sin saber qué decir.

—Creo que los conozco... —murmuré.

¿Qué estaba haciendo? Debería rehuir ese recuerdo lo más deprisa posible, apartar de mi mente la imagen de aquellos hombres recostados contra la pared y usar el aturdimiento —sin el cual era incapaz de funcionar— para protegerme. ¿Por qué estaba dando un paso hacia la calle, como alelada?

Sin embargo, parecía una coincidencia demasiado evidente que estuviera en una calle oscura de Port Angeles con Sugar. Fijé la mirada en el tipo bajo y comparé sus facciones con las de aquel que me había amenazado aquella noche, hacía casi un año. Me pregunté si había alguna manera de que pudiera reconocerle, de saber si era él. Tenía un recuerdo muy vago precisamente de esa parte de la noche en particular. Mi cuerpo lo recordaba mejor que mi mente; las mismas piernas en tensión mientras intentaba decidir si correr o permanecer quieta, la misma sequedad en la garganta mientras luchaba por producir un grito lo suficientemente fuerte, la tirantez de mis nudillos mientras cerraba las manos en un puño, los escalofríos que me bajaban por la nuca mientras aquel hombre de pelo negro me llamaba «nena»...

Había una especie de amenaza implícita e indefinida en esos tipos, que no guardaba relación alguna con aquella otra noche. Tenía más que ver con el hecho de que eran desconocidos, la zona estaba a oscuras y nos superaban en número, aunque sólo en eso. Pero bastó para que la voz de Sugar sonara llena de pánico cuando me llamó.

—¡Britt, vuelve aquí!

La ignoré y eché a andar hacia delante despacio, sin haber tomado la decisión consciente de mover los pies. No entendía por qué, pero la nebulosa amenaza que suponían esos hombres me empujaba hacia ellos. Era un impulso sin sentido, mas yo no había sentido ningún tipo de impulso durante mucho tiempo... así que lo seguí.

Algo poco familiar estalló en mis venas. La adrenalina, ausente tanto tiempo de mi cuerpo, aceleró mi pulso con rapidez y me obligó a luchar contra la ausencia de sensaciones. Era extraño, ¿a qué se debía esa explosión de adrenalina si no tenía miedo? Aquello parecía un eco de la última vez que me había encontrado en esa situación, en una calle oscura de Port Angeles, rodeada de extraños.

No veía ninguna razón para sentir miedo. No podía imaginar que quedara nada en el mundo que pudiera darme miedo, al menos, no físicamente. Esa era una de las ventajas de haberlo perdido todo.

Ya estaba en la mitad de la calle cuando Sugar me alcanzó y me agarró del brazo.

—¡Britt! ¡No puedes entrar en un bar! —masculló.
—No voy a entrar —dije como ausente, sacudiéndome su mano de encima—. Sólo quiero ver algo...
—¿Estás loca? —susurró ella—. ¿Quieres suicidarte?

Esa pregunta me llamó la atención, y mis ojos la enfocaron.

—No, no quiero.

Mi voz sonó a la defensiva, pero era verdad. No quería suicidarme. No lo consideré ni siquiera al principio a pesar de que la muerte hubiese supuesto un alivio para mí, sin duda alguna. Le debía mucho a Charlie. Sentía también mucha responsabilidad respecto a Susan, y tenía que pensar en ellos.

Además, había hecho la promesa de no hacer nada que fuera estúpido o temerario. Si respiraba aún, era por todas esas razones.

Precisamente al recordar esa promesa, sentí un respingo de culpa, pero lo cierto es que lo que estaba haciendo no era exactamente eso. No era como tomar una cuchilla y abrirme las venas.

Sugar se había quedado boquiabierta y abría desmesuradamente los ojos. Comprendí demasiado tarde que su pregunta sobre el suicidio había sido meramente retórica.

—Vete a comer —la empujé hacia la hamburguesería, despidiéndola con la mano. No me gustaba cómo me miraba—. Te alcanzo en un minuto.

Le di la espalda y me volví hacia los hombres que nos observaban con ojos curiosos y divertidos.

¡Britt, deja esto ahora mismo!

Se me agarrotaron los músculos, paralizándome donde estaba, ya que no era la voz de Sugar la que me reñía ahora. Conocía esa voz furiosa, una voz hermosa, suave como el terciopelo incluso aunque sonara airada.

Era su voz. Evité pensar en su nombre, pero me sorprendió que su sonido no me hiciera caer de rodillas y acurrucarme en el pavimento por la tortura de la pérdida. No sentí ninguna pena, ninguna en absoluto.

Todo se me aclaró por completo en el momento en que escuché su voz. Como si mi cabeza hubiera emergido repentinamente de algún pozo oscuro. Era más consciente de todo, la vista, el sonido, la sensación del aire frío que no había notado que estuviera soplando cortándome la cara, los olores que procedían de la puerta abierta del bar.

Miré a mi alrededor en estado de shock.

Vete con Sugar, ordenó la misma voz adorada, todavía furiosa. Me prometiste no hacer nada estúpido.

Estaba sola. Sugar permanecía quieta a unos pasos de mí, mirándome con ojos atemorizados. Los extraños me observaban, confundidos, apoyados contra la pared, al tiempo que se preguntaban qué hacía yo parada en mitad de la calle.

Sacudí la cabeza en un intento de comprender la situación. Sabía que ella no estaba allí, pero a pesar de eso, la sentía imposiblemente cerca, cerca por primera vez desde... desde el final. La ira de su voz expresaba interés, la misma ira que antes me fue tan familiar, algo que no había vuelto a oír en lo que parecía toda una vida.

Mantén tu promesa. La voz se iba desvaneciendo como si alguien bajara el volumen de la radio.

Empecé a sospechar que había sufrido alguna especie de alucinación. Seguramente propiciada por el recuerdo, por la sensación del déjà vu, por la extraña familiaridad que me había producido la situación.

Analicé rápidamente todas las posibilidades en mi mente.

Primera opción: me había vuelto loca. Al menos ésa es la palabra que vulgarmente se aplica a aquellos que oyen voces en sus cabezas.

Entraba dentro de lo posible.

Opción dos: Mi subconsciente me proporcionaba aquello que yo quería oír. Era la satisfacción de un deseo, es decir, un alivio momentáneo de la pena al aferrarme a la idea incorrecta de que a Santana le preocupaba que yo viviera o muriera. Una proyección de lo que ella habría dicho si a) estuviera aquí, b) le afectara de alguna manera que me pasara algo malo.

Era probable.

No imaginaba una tercera opción, de modo que sólo me cabía la esperanza de que fuera la segunda opción la correcta, que se tratara de un desvarío del subconsciente en vez de algo que exigiera mi hospitalización.

Quizás mi reacción no fue demasiado cuerda, pero lo cierto es que me sentí... agradecida. Lo que más temía perder era precisamente el sonido de su voz y aplaudí a mi subconsciente el que hubiera sido capaz de recuperar aquel sonido mucho mejor que mi mente consciente.

No me permitía casi nunca pensar en ella, e intentaba mostrarme estricta a ese respecto. Era humana, y a veces fallaba, desde luego, pero había mejorado tanto que en aquel momento ya podía eludir la pena varios días, pero la consecuencia era ese aturdimiento infinito. Entre la pena y la nada, había decidido escoger la nada.

Y ahora, al salir de mi embotamiento, el dolor resurgiría de un momento a otro. Después de morar tantos meses en la niebla, mis sensaciones eran sorprendentemente intensas. Sin embargo, el dolor normal no apareció. Lo único que sí podía sentir era la decepción que me causaba el desvanecimiento de su voz.

Hubo un segundo de vacilación.

Lo más inteligente, sin duda, sería huir de ese camino potencialmente destructivo, además de que me llevaría hacia una segura inestabilidad mental. Era una estupidez estimular las alucinaciones.

Pero su voz se desvanecía.

Avancé otro paso para probar.

Brott, da media vuelta, gruñó.

Suspiré aliviada. Era su ira lo que yo quería oír, aunque fuera falsa y un dudoso regalo de mi subconsciente, que me hacía creer que yo le importaba.

Mientras yo llegaba a todas estas conclusiones, habían pasado apenas unos cuantos segundos. Mi pequeño público observaba, curioso. Probablemente parecía como si yo vacilara entre acercarme a ellos o no. ¿Cómo podrían ellos saber que yo estaba allí disfrutando de un inesperado momento de locura?

—¡Eh! —me saludó uno de aquellos hombres, con un tono confiado y un poco sarcástico. Era rubio y de tez blanca, y estaba allí de pie con la suficiencia de alguien que se sabe bastante bien parecido. Realmente no podría decir si lo era o no. Tenía demasiados prejuicios.

La voz en mi mente respondió con un exquisito rugido. Yo sonreí, y el hombre, confiado, lo tomó como un estímulo por mi parte.

—¿Te puedo ayudar en algo? Parece que te has perdido —sonrió y me guiñó un ojo.

Puse un pie con cuidado sobre la alcantarilla, que corría en la oscuridad con agua que parecía negra.

—No, no me he perdido.

Ahora que estaba más cerca y mis ojos volvieron a enfocar con detenimiento, analicé el rostro del hombre bajo y moreno. No me resultó nada familiar. Sufrí una cierta desilusión porque no era aquel hombre terrible que había intentado hacerme daño hacía ya casi un año.

La voz de mi mente se había quedado callada.

El hombre bajo advirtió mi mirada.

—¿Puedo invitarte a beber algo? —me ofreció, nervioso, un poco halagado porque hubiera sido a él a quien hubiera distinguido con mi atención.
—Soy demasiado joven —le contesté de inmediato.

Se quedó desconcertado, preguntándose por qué me había acercado a ellos. Sentí la necesidad de explicarme.

—Desde el otro lado de la calle, me había parecido que era usted alguien a quien conocía. Lo siento, me he equivocado.

La amenaza que me había impulsado a cruzar la calle se había evaporado. Éstos no eran aquellos hombres peligrosos que yo recordaba. Incluso posiblemente fueran buenos chicos. Estaba a salvo, así que perdí interés.

—Bueno —repuso el rubio, tan seguro de sí mismo—, quédate a pasar el rato con nosotros.
—Gracias, pero no puedo —Sugar estaba dudando en mitad de la calle, con los ojos dilatados por la ira y la situación en la que la había metido.
—Venga, sólo unos minutos.

Negué con la cabeza y me volví para reunirme con Sugar.

—Vámonos a comer —sugerí sin mirarla apenas. Aunque por el momento, pareciera haberme liberado de la abducción zombi, continuaba igual de distante. Mi mente seguía preocupada. El aturdimiento falto de vida donde me sentía segura no terminaba de volver y me encontraba más llena de ansiedad con cada minuto que se retrasaba su llegada.
—¿En qué estabas pensando? —me reprochó Sugar—. ¡No los conocías, podían haber sido unos psicópatas!

Me encogí de hombros, deseando que ella dejara pasar el asunto.

—Es sólo que creí conocer a uno de los chicos.
—Estás muy rara, Brittany Pierce. Me da la impresión de no saber quién eres.
—Lo siento.

No sabía qué otra cosa responder a eso.

Anduvimos en silencio hasta el McDonald's. En mi fuero interno, aposté que Sugar se arrepentía de no haber ido en el coche en vez de recorrer a pie aquel corto trecho desde el cine. Ahora era ella quien tenía unas ganas locas de que terminara aquella noche, tantas como había tenido yo en un principio.

Intenté iniciar una conversación varias veces durante la cena, pero Sugar no estaba por la labor. Debía de haberla ofendido de verdad.

Cuando regresamos al coche, conectó la radio en su emisora favorita y puso el volumen lo bastante alto como para impedir cualquier intento de conversación.

Ahora no tuve que luchar con la intensidad habitual para ignorar la música. Tenía demasiadas cosas en qué pensar —ya que, al fin, mi mente no estaba tan cuidadosamente vacía y aturdida— como para fijarme en las letras.

Esperé a ver si regresaban el aturdimiento o el dolor, sabedora de que este último volvería antes o después. Había roto mis propias reglas. Me había acercado a los recuerdos, había ido a su encuentro, en vez de rehuirlos. Había oído la voz de Santana con una total nitidez y, por tanto, estaba segura de que lo iba a pagar caro, en especial si no era capaz de que regresar a la neblina para protegerme. Me sentía demasiado viva, y eso me asustaba.

Pero la emoción más fuerte que en estos momentos recorría mi cuerpo era el alivio, un alivio que surgía de lo más profundo de mi ser.

A pesar de lo mucho que pugnaba por no pensar en ella, sin embargo, tampoco intentaba olvidarle. De noche, a última hora, cuando el agotamiento por la falta de sueño derribaba mis defensas, me preocupaba el hecho de que todo pareciera estar desvaneciéndose, que mi mente fuera al final un colador incapaz de recordar el tono exacto del color de sus ojos, la sensación de su piel fría o la textura de su voz. No podía pensar en todo esto, pero debía recordarlo.

Bastaba con que creyera que ella existía para que yo pudiera vivir. Podría soportar todo lo demás mientras supiera que existía Santana.

Ésa era la razón por la que me hallaba más atrapada en Forks de lo que lo había estado nunca con anterioridad, y ése era el motivo de que me opusiera a Charlie cuando sugería cualquier cambio. En realidad, no importaba, sabía que él nunca iba a regresar a este lugar.

Mas en caso de irme a Jacksonville o a cualquier otro sitio igual de soleado y poco familiar, ¿cómo podría estar segura de que ella había sido real? Mi certeza flaquearía en un lugar donde no fuera capaz de concebirlo, y no iba a poder vivir con eso.

Era una forma muy dura de vivir: prohibiéndome recordar y aterrorizada por el olvido.

Me sorprendí cuando Sugar aparcó el coche enfrente de mi casa. El viaje no había sido muy largo, pero aun así, nunca hubiera pensado que Sugar fuera capaz de pasarlo entero sin hablar.

—Gracias por haber salido conmigo, Sugar —dije mientras abría la puerta—. Ha sido... divertido —esperaba que la palabra «divertido» le pareciera apropiada.
—Seguro —masculló.
—Siento mucho lo de... después de la película.
—Da igual, Britt —clavó la vista en el parabrisas en vez de mirarme a mí. Parecía que su enfado iba en aumento en lugar de disminuir.
—¿Nos vemos el lunes?
—Sí, claro. Adiós.

Entré y cerré la puerta a mi espalda. Ella se marchó sin mirarme siquiera.

La había olvidado del todo en cuanto estuve dentro de casa.

Charlie me esperaba plantado en el centro del vestíbulo, con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho y los puños apretados.

—Hola, papá —dije con la mente en otra cosa mientras pasaba por su lado de camino hacia las escaleras. Había estado pensando en Santana durante demasiado tiempo y quería estar en el piso de arriba cuando aquello se me cayese encima.
—¿Dónde has estado? —me preguntó Charlie.

Miré a mi padre, sorprendida.

—Fui al cine con Sugar, a Port Angeles, tal como te dije esta mañana.
—Mmm —gruñó él.
—¿No te parece bien?

Estudió mi rostro mientras abría los ojos, sorprendido de haber encontrado algo inesperado.

—Vale, de acuerdo. ¿Te lo pasaste bien?
—Sí, claro —contesté—. Estuvimos viendo a unos zombis comerse a la gente. Estuvo muy bien.

Entrecerró los ojos.

—Buenas noches, papá.

Me dejó pasar y yo me apresuré hacia mi habitación.

Poco después me tumbé en la cama, resignada a que el dolor finalmente hiciera acto de presencia.

Resultó algo atroz. Tenía la sensación de que me habían practicado una gran abertura en el pecho a través de la cual me habían extirpado los principales órganos vitales y me habían dejado allí, rajada, con los profundos cortes sin curar y sangrando y palpitando a pesar del tiempo transcurrido. Racionalmente, sabía que mis pulmones tenían que estar intactos, ya que jadeaba en busca de aire y la cabeza me daba vueltas como si todos esos esfuerzos no sirvieran para nada. Mi corazón también debía seguir latiendo, aunque no podía oír el sonido de mi pulso en los oídos e imaginaba mis manos azules del frío que sentía. Me acurrucaba y me abrazaba las costillas para sujetármelas. Luché por recuperar el aturdimiento, la negación, pero me eludía.

Y sin embargo, me di cuenta de que iba a sobrevivir. Estaba alerta, sentía el sufrimiento, aquel vacío doloroso que irradiaba de mi pecho y enviaba incontrolables flujos de angustia hacia la cabeza y las extremidades. Pero podía soportarlo. Podría vivir con él. No me parecía que el dolor se hubiera debilitado con el transcurso del tiempo, sino que, por el contrario, más bien era yo quien me había fortalecido lo suficiente para soportarlo.

Fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido esa noche, tanto si la responsabilidad era de los zombis, de la adrenalina o de las alucinaciones, lo cierto es que me había despertado.

Por primera vez en mucho tiempo, no sabía lo que me depararía la mañana siguiente.


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Si soy yo por fin actualice jajaja. Prometo no tadarme tanto la proxima vez! (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por micky morales Dom Nov 10, 2013 10:05 pm

estuvo muy bueno, aunque mientras esten separadas nada sera bueno, en cuanto a tu pregunta, traidora pq siendo novia de alguien se enredo con otro.
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Mensaje por dianna agron 16 Lun Nov 11, 2013 1:22 am

Les traigo otro capitulo porque se que las abandone esta semana jaja besos (:


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El engaño


—Britt, ¿por qué no lo dejas ya? —sugirió Artie al tiempo que desviaba su mirada para evitar la mía. Me pregunté cuánto llevaría comportándose de ese modo sin que yo lo hubiera notado.

Era una tarde sin mucha actividad en el local de los Abrams. En ese momento sólo había dos clientes en la tienda, unos excursionistas verdaderamente aficionados a juzgar por su conversación. Artie había pasado con ellos la última hora examinando los pros y los contras de dos marcas de mochilas ligeras, pero se habían tomado un respiro mientras examinaban los precios y comentaban las últimas historias de sus viajes con cierto afán competitivo. Artie aprovechó la distracción para escapar.

—No me importa quedarme solo —me dijo. Aún no había conseguido hundirme en la concha protectora del aturdimiento y todo me resultaba extrañamente cercano y ruidoso, como si me hubiera quitado un algodón de los oídos. Intenté dejar de escuchar a los risueños mochileros sin éxito.
—Como te iba diciendo —relataba uno de ellos, un hombre fornido de barba pelirroja que contrastaba mucho con su pelo castaño oscuro—, he visto osos pardos bastante cerca de Yellowstone, pero no eran nada en comparación con esta bestia.

Tenía el cabello enmarañado y apelmazado, y parecía llevar puesta la misma ropa desde hacía varios días. Posiblemente acababa de llegar de las montañas.

—Imposible. Los osos negros no alcanzan ese tamaño. Lo más probable es que esos osos pardos que viste fueran oseznos.

El segundo tipo era alto y enjuto, con el rostro curtido y gastado por el viento hasta el punto de parecer una impresionante costra de cuero.

—De verdad, Britt, tan pronto como se vayan ésos, echo el cierre —murmuró Artie.
—Si quieres que me vaya... —me encogí de hombros.
—Pero si a gatas es más alto que tú —insistió el hombre con barba, mientras yo recogía mis cosas—. Grande como una casa y negro como la tinta. Voy a ver si se lo digo al guarda forestal. Se debería avisar a la gente, porque no estaba arriba en la montaña, ¿sabes?, sino a unos pocos kilómetros de donde arranca la senda.

El hombre de rostro de color cuero puso los ojos en blanco.

—Déjame adivinar, ¿estabas allí de camino? No has tomado comida de verdad o has dormido en el suelo más de una semana, ¿a que sí?
—Eh, Artie —el barbudo miró hacia nuestra posición y le llamó—. ¿Ya?
—Te veré el lunes —murmuré.
—Sí, señor —replicó Artie al tiempo que se volvía.
—Dime, ¿habéis avistado recientemente por aquí osos negros?
—No, señor, pero es buena idea mantener las distancias y almacenar la comida correctamente. ¿Ha visto los nuevos botes a prueba de osos? Sólo pesan un kilo...

Las puertas se deslizaron hasta abrirse del todo y dejarme fuera, expuesta al chaparrón. Me acurruqué bajo la chaqueta mientras salía disparada hacia el coche. La lluvia que martilleaba sobre el capó sonaba inusualmente fuerte también, pero el rugido del motor no tardó en ahogar todo lo demás.

No quería volver a la casa vacía de Charlie. La última noche había sido particularmente espantosa y no me apetecía hallarme de nuevo en el escenario de tanto sufrimiento, ya que aquello no terminaba ni siquiera cuando la pena aminoraba lo suficiente para dejarme dormir. Entonces venían las pesadillas, tal como le había dicho a Sugar después de la película.

Siempre había tenido pesadillas, pero ahora las sufría cada noche. No eran pesadillas en general —en plural—; en realidad, era siempre la misma pesadilla. Cualquiera hubiera pensado que habría terminado aburriéndome después de tantos meses, que me habría inmunizado, pero el sueño me aterraba siempre y sólo terminaba cuando me despertaba entre gritos. Charlie ya no venía para ver qué iba mal o para asegurarse de que no había ningún intruso estrangulándome ni nada similar; se había acostumbrado.

Es probable que mi pesadilla no hubiera asustado a nadie más. No había nada que saltara y gritase «¡buuu!». No había zombis ni fantasmas ni psicópatas. En realidad, no había nada, sólo un vacío, un interminable laberinto de árboles cubiertos de musgo, tan calmo, que el silencio se convertía en una presión incómoda sobre mis oídos. Estaba oscuro, como en el crepúsculo de un día nublado, con la luz justa para distinguir que no había nada a la vista. Siempre estoy corriendo a través de la penumbra sin una dirección definida, busca que te busca. Me pongo más y más frenética a medida que pasa el tiempo e intento moverme más deprisa. Parezco torpe a pesar de la velocidad. .. Entonces, llegaba a aquel punto de mi sueño. Sabía con antelación que iba a llegar a él, pero, a pesar de ello, no era capaz de despertarme antes. Era ese momento en el que me daba cuenta de que no había nada que buscar, nada que encontrar, que nunca había habido otra cosa que no fuera ese bosque vacío y lóbrego y que nunca habría ninguna otra cosa para mí... nada de nada.

Por lo general, empezaba a gritar en ese momento.

No me fijaba por dónde iba, me limitaba a vagar por las calles vacías y mojadas. Evitaba cualquier camino que pudiera llevarme a casa al no tener ningún otro lugar adonde dirigirme.

Me hubiera gustado volver a sentirme aturdida, pero no recordaba cómo me las había arreglado para lograrlo antes. Seguía sin olvidar la pesadilla ni todo aquello que me dañaba. No quería acordarme del bosque. Los ojos se me llenaban de lágrimas incluso aunque diera cabezazos hasta sacarme esas imágenes de la cabeza, y el dolor daba comienzo en los bordes del agujero de mi pecho. Retiré una mano del volante y rodeé mi torso con el brazo libre para intentar mantenerlo todo de una pieza.

Será como si nunca hubiese existido. Las palabras atravesaban mi mente, pero sin la claridad perfecta que había tenido la alucinación del día anterior. Sólo eran palabras, sin sonido, como las letras impresas en una página. Sólo palabras, aunque rasgaran y mantuvieran el hueco del pecho bien abierto. Me salí de la vía principal de forma brusca, en una zona ancha que se abría a mi derecha. Era consciente de que no podría conducir en aquel estado de incapacitación.

Me encogí, presioné el rostro contra el volante e intenté respirar a pesar de mis pulmones.

Me pregunté cuánto más podría durar esto. Quizás algún día, dentro de unos años, si el dolor disminuía hasta el punto de ser soportable, me sentiría capaz de volver la vista atrás hacia esos pocos meses que siempre consideraría los mejores de mi vida.

Y ese día, estaba segura de que me sentiría agradecida por todo aquel tiempo que me había dado, más de lo que yo había pedido y más de lo que merecía. Quizá algún día fuera capaz de verlo de este modo.

Pero ¿y qué ocurriría si este agujero no llegaba a cerrarse nunca? ¿Y si las heridas en carne viva jamás se curaban? ¿Y si el daño era permanente, irreversible?

Me rodeé el cuerpo con los brazos y apreté con fuerza. Como si nunca hubiese existido, pensé con desesperación. ¡Cómo había sido capaz de hacer una afirmación tan estúpida y tan absurda! Podía haber robado mis fotos y haberse llevado sus regalos, pero aun así, nunca podría devolver las cosas al mismo lugar donde habían estado antes de que la conociera. La evidencia física era la parte más significativa de la ecuación. Yo había cambiado, mi interior se había alterado hasta el punto de no ser reconocible. Incluso mi exterior parecía distinto, tenía el rostro cetrino, a excepción de las ojeras malvas que las pesadillas habían dejado bajo mis ojos, unos ojos que contrastaban bastante con mi piel pálida; tanto, que si yo hubiera sido hermosa y si se me miraba desde una cierta distancia, podría pasar ahora por un vampiro. Pero yo no era hermosa, y probablemente guardaba más parecido con un zombi.

Como si nunca hubiese existido. Menuda locura. Aquélla fue una promesa que ella no podía mantener, una promesa que se rompió tan pronto como la hizo.

Golpeé la cabeza contra el volante mientras intentaba apartar la mente de ese dolor tan intenso.

Pensar en todo esto me hizo sentir bastante tonta por haberme preocupado de mantener mi promesa. ¿Dónde estaba la lógica de querer mantener un acuerdo que la otra parte ya había violado? ¿A quién le importaba si yo era estúpida y temeraria? No había razón para evitar la temeridad, ninguna razón por la que yo no debería ser estúpida.

Me reí sin ganas para mis adentros, todavía luchando por inhalar aire. La idea de buscar el peligro en Forks me parecía algo con bastante poco futuro.

Sin embargo ese estado de ánimo negativo me distrajo y la distracción disminuyó el dolor. Mejoró mi respiración y pude reclinarme contra el respaldo del asiento. Aunque hacía un día frío, tenía la frente perlada de sudor.

Me pareció más oportuno concentrarme en el sentimiento de desesperanza en vez de sumergirme en unos recuerdos que eran aún más horribles. Había que ser muy creativo para poner en peligro la vida en una comunidad como Forks, más de lo que yo lo era, pero me habría gustado hallar alguna vía... Lo más probable es que me sintiera mejor si no respetara un pacto incumplido de forma unilateral. Si al menos yo también fuera capaz de romper la promesa... Pero ¿cómo podría hacerlo en esta pequeña ciudad sin peligros aparentes? Forks nunca había estado tan segura como lo estaba ahora, cuando realmente era lo que siempre había parecido ser. Segura y aburrida.

Miré fijamente a través del parabrisas durante un buen rato, y mis pensamientos se mecieron con lentitud; parecía que no conseguiría hacerles ir a ninguna parte. Paré el motor, que gruñía de manera penosa después de haber estado al ralentí tanto rato, y salté afuera, hacia la llovizna.

El agua fría se entremezcló con mi pelo y desde allí se deslizó por mis mejillas como lágrimas de agua dulce. Esto me ayudó a aclarar la mente. Me restañé el agua de los ojos y continué mirando de forma inexpresiva hacia la carretera.

Reconocí el lugar donde me encontraba al cabo de un minuto de observación. Había aparcado en mitad de la calle que estaba al norte de la avenida Russell. Estaba enfrente de la casa de los Cheney, y mi coche bloqueaba el acceso a su vivienda. Al otro lado vivían los Marks. Sabía que debía mover el coche y después marcharme a casa. No estaba bien andar vagabundeando como lo estaba haciendo, absorta y herida, convertida en una amenaza suelta por las calles de Forks. Además, pronto alguien se daría cuenta y se lo contaría a Charlie.

Inspiré profundamente mientras me preparaba para ponerme en movimiento cuando un cartel en el patio de los Marks captó mi atención. Era sólo un gran trozo de cartulina inclinado contra su buzón, con unas letras mayúsculas negras garabateadas.

A veces, la voluntad divina se cumple.

¿Era una coincidencia? ¿Era lo que parecía ser? Lo ignoraba, pero me parecía una sandez creer que las motocicletas desechadas de los Marks —que se herrumbraban en el patio delantero tras un cartel escrito a mano que rezaba «SE VENDEN TAL COMO ESTÁN»— estuvieran predestinadas a servir a algún propósito superior simplemente por el hecho de estar allí, justo donde yo necesitaba que estuvieran.

Aunque tal vez no fuera la voluntad divina, sino simplemente que había montones de maneras de arriesgarse y lo único que tenía que hacer era abrir los ojos para verlas.

Temerarias y estúpidas. Esas eran las dos palabras favoritas de Charlie para referirse a las motocicletas.

El trabajo de Charlie no conllevaba una gran cantidad de acción comparado con el de los policías de ciudades más grandes, pero los accidentes de tráfico le ocupaban mucho tiempo. Este tipo de eventos no escaseaban en un lugar donde se sucedían largos tramos mojados de autopista que se retorcían y daban vueltas a través de un bosque continuo, acumulando ángulos muertos uno tras otro. La gente solía evitar esos lugares, con todos aquellos enormes camiones que transportaban troncos escondidos entre las curvas. Las excepciones a la regla eran las motos y Charlie había visto demasiadas víctimas —jóvenes en su mayoría—, tiradas por la autopista. Antes de cumplir los diez años me hizo prometerle que nunca me montaría en una moto. Incluso a esa edad, no tuve que pensármelo dos veces para prometérselo. ¿A quién le iba a apetecer montar en moto en Forks? Sería como darse un baño a noventa por hora.

Había mantenido tantas promesas...

Ambas ideas prendieron en mi mente. Quería convertirme en alguien estúpida y osada y también quería romper promesas. ¿Por qué pararme en una?

Esto fue todo lo que tardé en pensármelo. Chapoteé a través de la lluvia hacia la puerta principal de los Marks y toqué el timbre.

Me abrió uno de los chicos, el más joven, el estudiante novato. Su pelo arenoso apenas me llegaba al hombro. No me acordaba de su nombre.

Él no tuvo problema alguno para recordar el mío.

—¿Brittany Pierce? —preguntó sorprendido.
—¿Cuánto queréis por una moto? —jadeé, agitando el pulgar sobre mi hombro en dirección a la exhibición en venta.
—¿Hablas en serio? —me preguntó.
—Pues claro.
—No funcionan.

Suspiré impaciente, ya que eso era algo que podía deducirse del cartel.

—¿Cuánto valen?
—Si de verdad quieres una, llévatela. Mi madre ha hecho que mi padre las saque a la calle para que las recojan con la basura.

Miré las motos de nuevo y vi que estaban al lado de una pila de hierba cortada y ramas rotas.

—¿Estás seguro?
—Seguro, ¿quieres preguntarle a ella?

Probablemente sería mejor no implicar a adultos que podrían mencionárselo a Charlie.

—No, te creo.
—¿Quieres que te ayude? —me ofreció—. Pesan bastante.
—Gracias. De todas formas sólo necesito una.
—Mejor si te llevas las dos —dijo el niño—. Quizá puedas aprovechar las piezas de la que no uses.

Me siguió bajo el aguacero y me ayudó a cargar las dos pesadas motos en la parte trasera del vehículo. Parecía deseoso de desprenderse de ellas, así que no discutí.

—De todas formas, ¿qué vas a hacer con ellas? —me preguntó—. No han funcionado en años.
—Eso me había parecido —repuse al tiempo que me encogía de hombros. Mi capricho, fruto de la inspiración del momento, no había llegado a convertirse aún en un plan completo—. Tal vez deba llevarlas a Dowling.

Él resopló.

—Dowling te cobrará más por ponerlas en marcha de lo que realmente valen.

No podía rebatir eso. John Dowling se había granjeado una mala reputación a causa de sus altos precios, tanto que nadie acudía a él salvo en caso de una auténtica emergencia. La mayoría de la gente, si su coche lo permitía, prefería conducir hasta Port Angeles. Había tenido mucha suerte en ese sentido, aunque al principio me preocupé cuando Charlie me regaló mi coche, porque, al ser tan antiguo, pensaba que no me sería posible mantenerlo en funcionamiento. Pero jamás me había dado ningún problema, salvo por el ruido insoportable del motor y por el hecho de que tenía el límite de velocidad en ochenta kilómetros por hora. Sam Evans lo había mantenido en buena forma mientras había pertenecido a su padre, Billy...

La repentina inspiración me alcanzó como un rayo, lo cual no era un absurdo si se tenía en cuenta la tormenta reinante.

—¿Sabes qué? No hay problema. Conozco a alguien que reconstruye coches.
—Ah, vale. Eso es estupendo —sonrió aliviado.

Se despidió con la mano sin borrar la sonrisa de los labios mientras yo me marchaba. Era un chico agradable.

Regresé deprisa y con determinación, a fin de evitar la remota posibilidad de que Charlie apareciera antes que yo si, por alguna casualidad altamente improbable, le diera por salir más temprano del trabajo. Me apresuré a atravesar la casa hasta llegar al teléfono, con las llaves aún en la mano.

—Con el jefe Pierce, por favor —dije cuando me contestó al teléfono su ayudante—. Soy Britt.
—Ah, hola, Britt —me respondió el ayudante Steve afablemente—. Voy en su busca.

Esperé.

—¿Pasa algo, Britt? —inquirió Charlie tan pronto como sostuvo el auricular.
—¿Es que no puedo llamarte al trabajo sin que haya una emergencia?

Se quedó callado un momento.

—Nunca lo has hecho antes. ¿Es que hay alguna emergencia?
—No, sólo quería que me indicaras cómo llegar a la casa de los Evans. No estoy segura de recordar el lugar exacto. Quiero visitar a Sam, hace meses que no le veo.

Cuando volví a escuchar la voz de Charlie, sonaba mucho más feliz.

—Es una gran idea, Britt. ¿Tienes un bolígrafo?

Las indicaciones que me dio eran muy simples. Le aseguré que estaría de vuelta para la hora de la cena, aunque me insistió en que no me diera prisa en regresar. Quería reunirse conmigo en La Push aunque eso a mí no me venía nada bien.

Así que atravesé a gran velocidad las calles de la ciudad oscurecidas por la tormenta, teniendo en cuenta que tenía una hora límite. Esperaba poder encontrar solo a Sam. Billy seguramente le iría con el cuento a Charlie si sospechaba lo que me proponía.

Mientras conducía, pensé que, además, me preocupaba un poco cuál sería la reacción de Billy al verme, si se mostraría excesivamente complacido. En la mente de aquel hombre, sin duda, todo había funcionado mucho mejor de lo que se hubiera atrevido a desear. Su placer y su alivio sólo servirían para recordarme a esa persona a la que él no soportaba. Por favor, otra vez hoy no, rogué mentalmente. Estaba reventada.

La casa de los Evans me resultaba vagamente familiar; era pequeña, de madera, con ventanas estrechas y pintada un color rojo mate que la asemejaba a un granero diminuto. La cabeza de Sam asomó por una ventana antes incluso de que yo saliera del coche. No cabía duda de que el peculiar rugido del motor le había alertado de mi proximidad. Sam le estaba muy agradecido a Charlie por haberme comprado el coche, ya que de este modo le había salvado a él de tener que conducirlo cuando cumpliera la edad legal para sacarse el carné. A mi padre le gustaba mucho mi coche, pero al parecer, para Sam, la restricción en la velocidad era un serio inconveniente.

Nos encontramos a mitad de camino de la casa.

—¡Britt! —una sonrisa entusiasta se extendió veloz por su rostro, y sus dientes brillantes hicieron juego con su piel. Nunca había visto antes su pelo fuera de la habitual cola de caballo, pero ahora caía a ambos lados de su cara como dos cortinas de satén.

Sam había desarrollado durante los últimos ocho meses buena parte de su potencial físico. Había superado ya ese punto en que los blandos músculos de la infancia se endurecen hasta alcanzar la complexión sólida, pero desgarbada, de un adolescente. Las venas y los tendones sobresalían de su piel en sus brazos y sus manos. Su rostro no había perdido la dulzura que yo recordaba, aunque también se había endurecido: los pómulos y la mandíbula estaban más cuadrados. Había perdido toda la suavidad restante de la infancia.

—¡Hola, Sam! —sentí una desconocida oleada de entusiasmo ante su sonrisa. Fui consciente de lo mucho que me alegraba de volver a verle y esta idea me sorprendió.

Le devolví la sonrisa y algo se encajó silenciosamente en su lugar con un clic, como si fueran dos piezas que se acoplan en un puzzle. Había olvidado cuánto me gustaba Sam Evans.

Se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y le miré sorprendida, inclinando mi cabeza hacia atrás a través de la lluvia que caía a mares por mi rostro.

—¡Has vuelto a crecer! —le acusé asombrada.

Se echó a reír y su sonrisa se ensanchó hasta lo inverosímil.

—Uno noventa —proclamó con gran satisfacción. Su voz se había vuelto más grave, aunque conservaba el tono ronco que yo recordaba.
—¿Es que no vas a parar nunca? —sacudí la cabeza con incredulidad—. Te has puesto enorme.
—La verdad es que estoy hecho un espárrago —hizo una mueca—. ¡Entra! Te estás poniendo perdida.

Me indicó el camino y, mientras lo hacía, retorcía su pelo entre sus enormes manos. Sacó una goma del bolsillo de la cadera y se hizo una coleta.
—Hola, papá —llamó al traspasar la puerta frontal—. Mira quién se ha pasado por aquí.

Billy estaba en la pequeña sala de estar cuadrada, con un libro en sus manos. Lo dejó en su regazo e impulsó su silla de ruedas hacia nosotros cuando me vio.

—¡Vaya, pero esto qué es! Cuánto me alegro de verte, Britt.

Nos dimos la mano y la mía se perdió en su apretón.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Todo va bien con Charlie?
—Sí, fenomenal. Sólo quería saludar a Sam, hacía mucho que no le veía.

Los ojos de Sam relumbraron al oír mis palabras. Sonreía tanto que parecía que terminaría rompiéndose las mejillas con el esfuerzo.

—¿Podrás quedarte a cenar? —Billy también se mostraba entusiasmado.
—No, he de hacer la cena para Charlie, ya sabes.
—Puedo llamarle —sugirió Billy—. Él siempre está invitado.

Sonreí para esconder mi incomodidad.

—No es que no nos vayamos a volver a ver. Te prometo que estaré pronto de vuelta, tanto que terminarás harto de mí —después de todo, si Sam conseguía arreglarme la moto, alguien tendría que enseñarme a montarla.

Billy rió entre dientes en respuesta.

—Vale, quizás la próxima vez.
—Bueno, Britt, ¿qué quieres que hagamos? —me preguntó Sam.
—Lo que quieras. ¿Qué hacías antes de que te interrumpiera? —me sorprendió sentirme tan cómoda allí. Era un lugar cercano, aunque de una forma distante. No había recuerdos dolorosos del pasado reciente.

Sam dudó.

—Me dirigía justo ahora a trabajar en mi coche, pero podemos hacer cualquier otra cosa...
—¡No, eso es perfecto! —le interrumpí—. Me encantaría ver tu coche.
—De acuerdo —contestó él, aunque no muy convencido—. Está allí fuera, atrás, en el garaje.

Mucho mejor, dije para mis adentros. Saludé a Billy con la mano.

—Luego te veo.

Un grupo espeso de árboles y malezas ocultaba el garaje a la vista de la casa. El recinto en sí estaba formado por un par de grandes cobertizos prefabricados que habían sido adosados, tirando al suelo las paredes interiores. Bajo esta cubierta, alzado sobre unos bloques de hormigón ligero, se encontraba lo que a mí me pareció un automóvil completo. Al menos, reconocí el símbolo de la parrilla delantera.

—¿Qué clase de Volkswagen es éste? —pregunté.
—Es un viejo Golf de 1986, un clásico.
—¿Y cómo van los arreglos?
—Está casi terminado —dijo él alegremente, y luego su voz descendió a un tono más bajo—. Mi padre mantuvo su promesa de la primavera pasada.
—Ah —contesté.

Pareció comprender mi resistencia a tratar el asunto. Intenté no recordar el baile de graduación del último mayo. El padre de Sam le había sobornado con dinero y las piezas faltantes del coche para que me diera un mensaje durante el baile. Billy quería que yo guardara una distancia de seguridad con la persona que más me importaba en la vida. Al final, todo su interés fue innecesario. Ahora no cabía duda de que estaba totalmente a salvo.

Pero yo iba a ver qué podía hacer para cambiar eso.

—Sam, ¿sabes algo de motos? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Algo. Mi amigo Jake tiene una porquería de moto; a veces trabajamos juntos en ella. ¿Por qué?
—Bien... —fruncí los labios mientras lo consideraba. No estaba segura de que mantuviera el pico cerrado, pero lo cierto es que tampoco tenía muchas otras opciones—. Hace poco adquirí un par de motos, y no están en muy buenas condiciones. Me preguntaba si serías capaz de ponerlas en marcha.
—Guay —pareció sentirse realmente halagado por el reto. Su rostro resplandecía—. Les echaré una ojeada.

Levanté un dedo, avisándole.

—La cosa es —le expliqué— que a Charlie no le gustan las motos. Francamente, le dará un ataque si se entera de esto. Así que no se lo puedes decir a Billy.
—De acuerdo, vale —sonrió Sam—. Me hago cargo.
—Te pagaré —continué.

Eso le ofendió.

—No. Quiero ayudarte. No admitiré que me pagues.
—Bien... ¿y qué tal si hacemos un trato? —iba improvisando sobre la marcha, aunque me parecía razonable—. Yo solamente necesito una moto, y también me hará falta recibir lecciones. ¿Qué podemos hacer al respecto? Podría darte la otra moto a cambio de que me enseñes.
—Ge-nial —dividió la palabra en dos sílabas.
—Espera un minuto, ¿tienes ya la edad legal? ¿Cuándo es tu cumpleaños?
—Te lo perdiste —se burló él, estrechando sus ojos con un cierto resentimiento burlón—. Tengo ya dieciséis.
—No es que la edad te lo haya impedido antes —murmuré—. Siento lo de tu cumpleaños.
—No te preocupes por eso. También yo olvidé el tuyo. ¿Cuántos has cumplido, cuarenta?

Resoplé con desdén.

—Cerca.
—Podríamos hacer una fiesta compartida para celebrarlo.
—Suena como una cita.

Sus ojos chispearon ante la palabra.

Necesitaba controlar mi entusiasmo a fin de no infundirle una idea equivocada, pero lo cierto es que me resultaba difícil ya que hacía mucho tiempo que no me sentía tan ligera y optimista.

—Quizás cuando terminemos las motos, que serán una especie de autorregalo —añadí.
—Trato hecho. ¿Cuándo me las traerás?

Me mordí el labio, avergonzada.

—Las tengo en mi coche —admití.
—Genial —parecía decirlo sinceramente.
—¿Las verá Billy si las traemos aquí?

Me guiñó el ojo.

—Seremos astutos.

Nos acercamos desde el este y caminamos pegados a los árboles cuando nos quedamos a la vista de la casa, simulando un paso casual, como de ir de paseo, sólo por si acaso. Sam descargó las motos con rapidez desde la plataforma trasera del coche y las llevó una por una a la maleza, donde nos escondimos.

Le resultó muy fácil, y yo pensé que las motos pesaban mucho más de lo que parecía, viéndole actuar.

—No están tan mal —dictaminó Sam mientras las empujaba hasta ponerlas a cubierto bajo los árboles—. Esta de aquí tal vez llegue a valer algo cuando acabe con ella. Es una Harley Sprint.
—Ésa entonces para ti.
—¿Estás segura?
—Totalmente.
—Esta otra, sin embargo, va a costar algo de pasta —sentenció mientras torcía el gesto al examinar el metal oxidado y ennegrecido—. Tendremos que ahorrar para comprar algunos componentes primero.
—Nosotros, no —disentí—. Compraré todo lo necesario si tú haces esto sin cobrar.
—No lo sé... —murmuró.
—Tengo algún dinero ahorrado. Ya sabes, mi fondo para la universidad.

A la porra la universidad, dije para mis adentros. No había ahorrado lo bastante para ir a un lugar realmente bueno, y además, de todos modos, no tenía intención de marcharme de Forks. ¿Qué diferencia habría si lo descargaba un poco?

Sam se limitó a asentir. Aquello le parecía perfectamente coherente.

Me regodeé en mi suerte mientras avanzábamos disimuladamente hacia el garaje prefabricado. Sólo un adolescente hubiera estado de acuerdo en engañar a nuestros respectivos padres para reparar unos vehículos peligrosos con el dinero destinado para mi educación universitaria. Él no había encontrado nada malo en esto. Sam era un regalo de los dioses.



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Espero que les guste y espero buenos comentarios heeeeeeeeee! jaja Hasta la prox. Besos (;
dianna agron 16
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por naty_LOVE_GLEE Mar Nov 12, 2013 9:00 pm

Hola!!


Que decir me encanto el cap!!


Ya esta la amistad Bram!! La verdad me encantaban como amigos!!!! Eran lo maximo en la serie!!! Despues arruinaron todo, pero eso es más largo de explicar así que ahi lo dejo!!


Ahora dejame decirte que yo había visto la saga completa, no leí los libros completos pero si ví las pelis!!! y yo Amaba a Bella y Jacob juntos!!!! Era super fan de ellos!!! Eran perfectos para mí!!!!!! Aunque alla terminado como termino yo amé en partes todas sus escenas juntos!!! 


Pero sinceramente odio Bram, así que como esto es una adaptación es como si odiara de alguna manera lo que eran Bella y Jacob pero nada que ver, son cosas distintas!!


Siempre odiare Bram y la verdad que leía los libros solamente en las partes de Jacob y Bella, por lo tanto sé como era eso! Así que ahora odio una parte que desearía no la pongas tal cual porque ahora si que lo odiaría!!!!! No se si sabes a cual me refiero, pero creo que no esta en esta parte de la saga tal vez en Eclipse! Asi que no me hago drama!!!


Perdon por el enredo, es que tenía que separar los tantos!! Y aclarar que amo tanto a Jacob y Bella juntos como tmb odio a los Bram!!! y por más que sean adaptaciones maso se tratan de la misma relación por lo tanto queria aclararme en ese asunto!!!


Bien ya delire demasiado........


Espero la actu!! 


Saludos!! NaT!
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Dom Nov 24, 2013 4:25 pm

Vale no me maten estoy de vuelta, tuve unas semanas un poco dificiles y no pude actualizar pero aqui esto de regreso, les dejo el siguiente capitulo.


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Amigos



No fue necesario esconder las motos, simplemente bastó con colocarlas en el cobertizo de Sam. La silla de ruedas de Billy no tenía posibilidades de maniobrar por el terreno desigual que se extendía hasta la casa.

Sam comenzó de inmediato a desmontar en piezas la moto roja, la que sería mía. Abrió la puerta del copiloto del Golf de modo que pudiera acomodarme en el asiento en vez de tener que hacerlo en el suelo. Mientras trabajaba, Sam parloteó felizmente sin que yo tuviera que esforzarme mucho para mantener viva la conversación. Me puso al corriente sobre cómo le iban las cosas en su segundo año de instituto, y me contó todo sobre sus clases y sus dos mejores amigos.

—¿Ryder y Jake? —le interrumpí—.

Sam rió entre dientes.

En ese momento, se escuchó una llamada en la distancia.

—¿Sam? —gritó una voz.
—¿Ése es Billy? —pregunté.
—No —Sam dejó caer la cabeza y se sonrojo—. Mienta al diablo —masculló—, y el diablo aparecerá.
—¿Sam? ¿Estás ahí?

La voz se oyó más cerca.

—¡Sí! —Sam devolvió el grito y luego suspiró.

Esperamos durante un breve lapso de tiempo hasta que dos chicos altos uno de piel oscura y el otro de piel mas clara dieron la vuelta a la esquina y llegaron al cobertizo.

Uno era enjuto y casi tan alto como Sam. El pelo castaño le llegaba hasta la barbilla y tenía la raya en medio. Un mechón le caía suelto a un lado de la cara y el otro lo llevaba remetido detrás de la oreja. El más bajo también era más corpulento. Su camiseta blanca se ceñía a su pecho bien desarrollado y desde luego se le notaba lo feliz que eso le hacía. Llevaba el pelo corto, a la moda.

Ambos se detuvieron de golpe en cuanto me vieron. El chico delgado deslizó la mirada rápidamente de Sam a mí, y el más musculoso no dejó de observarme mientras una sonrisa se extendía lentamente por su rostro.

—Hola, chicos —Sam los saludó con pocas ganas.
—Hola, Sam —contestó el más bajo, sin apartar la vista de mí. Tuve que corresponderle con otra sonrisa, a pesar de su mueca picara. Cuando lo hice, me guiñó el ojo—. Hola a todos.
—Ryder, Jake, os presento a mi amiga, Britt.

Todavía no sabía quién era quién, pero Ryder y Jake intercambiaron una mirada intencionada entre los dos.

—La hija de Charlie, ¿no? —me preguntó el chico musculoso al tiempo que me tendía la mano.
—Cierto —le confirmé, al estrechársela. Su apretón era firme, parecía que estaba flexionando sus bíceps.
—Yo soy Jake —me anunció presuntuosamente, antes de soltarme la mano.
—Encantada de conocerte, Jake.
—Hola, Britt. Soy Ryder, aunque imagino que ya lo suponías —Ryder sonrió con timidez y me saludó con una mano, que introdujo rápidamente en el bolsillo de los vaqueros.

Yo asentí.

—Encantada de conocerte, también.
—Y bien, ¿qué estáis haciendo, chicos? —preguntó Jake, sin dejar de mirarme.
—Britt y yo vamos a reparar estas motos —la explicación de Sam era poco exacta, pero motos parecía ser una palabra mágica. Ambos se acercaron para examinar el trabajo de Sam, asaeteándole con multitud de preguntas. La mayor parte de las palabras que usaron eran incomprensibles para mí, y supuse que había que tener el cromosoma Y para entender realmente todo aquel entusiasmo.

Estaban todavía inmersos en aquella charla sobre componentes y piezas cuando decidí que necesitaba regresar a casa antes de que Charlie apareciera por allí. Con un suspiro, me deslicé fuera del Golf.

Sam me lanzó una mirada de disculpa.

—Te estamos aburriendo, ¿no?
—Qué va —no era una mentira. Estaba disfrutando—. Lo que pasa es que tengo que hacerle la cena a Charlie.
—Oh... Bien, terminaré de desmontar las piezas esta noche y averiguaré qué más necesito para poder reconstruirlas. ¿Cuándo quieres que volvamos a trabajar en ellas de nuevo?
—¿Puedo volver mañana? —los domingos eran la pesadilla de mi existencia. Nunca había trabajo suficiente para mantenerme ocupada.

Jake le dio un codazo a Ryder e intercambiaron muecas.

Sam sonrió encantado.

—¡Eso es genial!
—Podemos ir a comprar los componentes si haces una lista —sugerí.

El rostro de Sam mostró una ligera decepción.

—Todavía no estoy seguro de que te vaya a dejar pagarlo todo.

Sacudí la cabeza.

—Nada de nada. Yo pondré los fondos para esto. Tú sólo tienes que aportar el trabajo y la maña.

Ryder puso los ojos en blanco dirigiéndose a Jake.

—No me parece bien —Sam sacudió la cabeza.
—Sam, si las llevo a un mecánico, ¿cuánto me costaría? —le señalé.

Él sonrió.

—Vale.
—Y eso sin mencionar las lecciones para aprender a montar —añadí.

Jake sonrió ampliamente a Ryder y le susurró algo que no capté. La mano de Sam salió disparada y golpeó la nuca de Jake.

—Ya está bien, largaos —masculló.
—No, de verdad, tengo que irme —protesté, dirigiéndome hacia la puerta—. Te veré mañana, Sam.

Tan pronto como estuve fuera de su vista, escuché aullar a Jake y Ryder, a coro:

—¡Uauuuuu...!

A lo que siguió el sonido de una buena refriega, salpicada con unos cuantos quejidos y gritos de dolor.

—Como a alguno de vosotros se le ocurra poner el pie por estos lares mañana... —escuché cómo les amenazaba Sam.

Su voz se fue perdiendo conforme me alejaba entre los árboles.

Reí bajito y en silencio. Oírme a mí misma hizo que se me dilataran las pupilas, maravillada. Estaba riéndome, riéndome de verdad y allí no había nadie mirándome. Me sentía ligera, sin peso, tanto que volví a reírme, y esto hizo que la sensación durara un poco más.

Conseguí llegar a casa antes que Charlie. Cuando él entró, estaba sacando el pollo frito de la sartén y apilándolo sobre unas servilletas de papel.

—Hola, papá —le devolví una sonrisa rápida.

Antes de que pudiera recomponer su expresión, pude percibir la sorpresa que revoloteó por su rostro.

—Hola, cielo —dijo, con la voz insegura—. ¿Te lo pasaste bien con Sam?

Empecé a llevar la comida a la mesa.

—Sí, claro.
—Bueno, eso está bien —todavía parecía cauteloso—. ¿Qué hicisteis?

Ahora era el momento de mostrarme prudente.

—Estuve allí, por el garaje, y le acompañé mientras trabajaba. ¿Sabes que está remodelando un Volkswagen?
—Ah, sí, creo que Billy mencionó algo.

Charlie tuvo que interrumpir el interrogatorio cuando empezó a masticar, pero no dejó de estudiar mi rostro durante la cena.

Cuando terminamos, anduve dando vueltas por allí, limpiando la cocina hasta dos veces y después hice los deberes despacito en la habitación de la entrada, mientras él veía un partido de hockey. Esperé tanto como pude, pero al final Charlie me recordó lo tarde que era. Como no le respondí, se levantó, se estiró y después se marchó, apagando la luz al salir. Le seguí sin muchas ganas.

Mientras subía las escaleras, esa sensación anormal de bienestar que había experimentado desde el final de la tarde se fue escurriendo de mi cuerpo, al tiempo que me iba invadiendo un miedo sordo ante lo que me tocaba pasar a partir de ahora.

Ya no me sentía aturdida. Esa noche volvería a ser, sin duda, tan terrorífica como la anterior. Me tumbé en la cama y me acurruqué en una bola, preparándome para el ataque. Apreté los ojos, bien cerrados y... la siguiente cosa que recuerdo es que ya era por la mañana.

Miré, sin podérmelo creer, la pálida luz plateada que se derramaba a través de mi ventana.

Había dormido sin soñar ni gritar por primera vez en más de cuatro meses. No podía decir qué emoción era más fuerte, si el alivio o el estupor.

Me quedé quieta en la cama unos minutos, esperando a que todo regresara de nuevo. Porque, sin duda, tenía que ocurrir algo. Si no el dolor, al menos el aturdimiento. Esperé, pero no pasó nada, y entonces me sentí más relajada de lo que me había sentido en mucho tiempo.

No confiaba en que aquello durara mucho. Me balanceaba en un equilibrio precario, resbaladizo, y no tardaría mucho en caerme. Sólo el hecho de estar mirando mi habitación con esos ojos súbitamente despejados, notando lo extraña que parecía, tan ordenada, como si nadie viviera allí, ya era peligroso de por sí.

Deseché aquel pensamiento y me concentré, mientras me vestía, en el hecho de que ese día vería a Sam otra vez. La idea me hizo sentirme casi... esperanzada. Quizás todo sería como el día anterior. Quizás no tendría que volver a recordarme a mí misma cómo parecer interesada en las cosas o cómo asentir y sonreír en los momentos adecuados, del mismo modo que había estado haciendo durante todo este tiempo. Quizás... Aunque, de todos modos, no confiaba en que esto durara mucho. Tampoco podía confiar en que las cosas se desarrollaran como el día anterior, que fuera tan fácil. No me iba a permitir una decepción así.

Durante el desayuno, Charlie siguió mostrándose cauteloso e intentó ocultar el examen al que me sometía. Mantenía la vista fija en sus huevos revueltos mientras creía que no le miraba.

—¿Qué tienes previsto para hoy? —me preguntó, observando con insistencia un hilo suelto del borde de su manga e intentando simular que no prestaba atención a mi respuesta.
—Creo que saldré a dar una vuelta con Sam otra vez.

Asintió sin levantar la mirada.
—Ah —comentó.
—¿Te importa? —fingí preocuparme—. Podría quedarme...

Alzó la mirada rápidamente, con una chispa de pánico en los ojos.

—No, no. Sigue con tus planes. De todas formas Harry se vendrá a ver conmigo el partido.
—Quizás Harry podría traerse a Billy —sugerí. Cuantos menos testigos, mejor.
—Es una gran idea.

No estaba segura de si el partido era la excusa para empujarme a salir, pero desde luego se le veía bastante entusiasmado. Se encaminó hacia el teléfono mientras yo recogía mi impermeable. Era perfectamente consciente del peso del talonario de cheques en el bolsillo de mi chaqueta. Jamás lo había usado hasta ahora.

Fuera, el agua caía como si se derramara de un cubo. Tuve que conducir a menos velocidad de la deseada —apenas veía lo que tenía delante de mí—, pero finalmente conseguí salir de las calles cenagosas en dirección a casa de Sam. La puerta principal se abrió antes de que apagara el motor y él salió corriendo bajo un enorme paraguas negro.

Se asomó por encima de mi puerta cuando la abrí.

—Ha llamado Charlie diciendo que estabas en camino —explicó con una sonrisa.

Sin tener que hacer ningún esfuerzo y sin ninguna orden consciente, los músculos que rodeaban mis labios se contrajeron y respondieron a su sonrisa con otra que se extendió por mi rostro. Un extraño sentimiento de calidez me inundó la garganta, a pesar de la lluvia helada que se estrellaba contra mis mejillas.

—Hola, Sam.
—Buena idea, hacer que invitaran a Billy.

Alzó su mano para chocar los cinco. Tuve que estirarme tanto para alcanzar su mano que se rió.

Harry apareció para llevarse a Billy sólo unos minutos después. Sam me dio una vuelta por su pequeña habitación para enseñármela, mientras hacíamos tiempo para quedarnos a salvo de posibles supervisores.

—Bueno, ¿y adonde vamos, señor Buena Pieza? —inquirí, tan pronto como la puerta se cerró detrás de Billy.

Sam sacó un papel doblado de su bolsillo y lo alisó.

—Empezaremos primero por el vertedero, a ver si tenemos suerte. Esto puede ser un poco caro —me avisó—. Esas motos van a necesitar un montón de piezas antes de que podamos ponerlas en marcha otra vez.

Como mi rostro no le pareció suficientemente preocupado, continuó:

—Estoy hablando quizás de más de cien dólares.

Saqué mi chequera, me abaniqué con ella y puse los ojos en blanco ante su rostro preocupado.

—Creo que nos alcanzará.

Resultó ser un día bastante extraño, ya que lo pasé realmente bien, incluso en el vertedero, bajo la lluvia y el fango que me llegaba hasta los tobillos. Me pregunté al principio si sólo era resultado de la desaparición del aturdimiento, pero no me satisfizo del todo la explicación.

Empezaba a pensar que se debía principalmente a Sam. No era sólo que siempre estuviese tan contento de verme o que no me mirara de reojo, a la espera de que hiciera algo que me hiciese parecer loca o deprimida. No tenía que ver conmigo en absoluto.

Era el mismo Sam. Simplemente, Sam era esa clase de persona que siempre se muestra feliz, y que acarrea esa felicidad como un aura, llevándola a toda la gente que le rodea. Igual que un sol ceñido a la Tierra, sea quien sea el que entre en su órbita gravitacional, es irremediablemente atraído por su calidez. Para él, era algo natural, formaba parte de sí mismo. No resultaba tan extraño que estuviera deseando verle.

Incluso cuando se refirió al enorme agujero abierto en mi salpicadero, no me inundó el pánico como tendría que haber sucedido.

—¿Se te rompió el estéreo? —me preguntó.
—Así es —le mentí.

Hurgó un poco en la cavidad.

—¿Quién se lo llevó? Ha hecho un buen destrozo...
—Fui yo —admití.

Se echó a reír.

—Pues quizá sea mejor que no toques mucho las motos.
—Sin problemas.

Tal y como había dicho Sam, probamos suerte en el vertedero. Se extasió al encontrar en ese lugar diversas piezas de metal retorcido ennegrecidas por la grasa. Me impresionó de veras que pudiera identificarlas.

Desde allí fuimos al Checker Auto Parts que había más abajo, en Hoquiam. Teniendo en cuenta la velocidad de mi coche, eso suponía más de dos horas de conducción en dirección sur por la sinuosa autopista, pero el tiempo pasaba cómodamente al lado de Jacob. Charloteaba sobre sus amigos y el instituto y me sorprendí a mí misma haciendo preguntas, pero no para disimular, sino realmente curiosa por saber las respuestas.

—Estoy llevando yo toda la conversación —se quejó, después de haberme contado una larga historia acerca de Quil y el problema en el que se habla metido al pedirle salir a la novia de un chico del último curso—. ¿Por qué no hablas ahora tú? ¿Qué tal va todo en Forks? Seguro que es más excitante que La Push.
—Qué va —suspiré—. En realidad, no pasa nada. Tus amigos son mucho más interesantes que los míos. Me gustan. Jake es muy divertido.

Frunció el ceño.

—A Jake también le gustas tú.

Yo me reí.

—Pues es un poco joven para mí.

El ceño de Sam se acentuó.

—No es mucho más joven que tú. Sólo un año y unos meses.

Me dio la sensación de que ya no estábamos hablando de Jake. Mantuve la voz en un tono ligero, bromista.

—Seguro que sí. Pero considerando la diferencia de madurez entre chicos y chicas ¿no tendrías que contarlo en años similares a los de los perros? ¿Y eso qué me hace, unos doce años mayor?

Se rió al tiempo que levantaba los ojos al cielo.

—Vale, pero si te vas a poner picajosa con eso, también tendremos que considerar el tamaño. Eres tan pequeña que vamos a tener que descontarte diez años del total.
—. No es culpa mía que seas un fenómeno.

Bromeamos de esta guisa hasta Hoquiam, todavía discutiendo sobre la fórmula correcta para discernir la edad —perdí dos años más porque no sabía cambiar una rueda, pero gané uno por ocuparme de las cuentas de la casa— hasta que llegamos al Checker y Sam tuvo que concentrarse en nuestro asunto otra vez. Encontró todo lo que quedaba en la lista y se mostró confiado en hacer grandes progresos con nuestro botín.

Cuando llegamos a La Push, yo estaba en los veintitrés y él en los treinta, porque, desde luego, no paraba de acumular habilidades.

Se me había olvidado incluso el motivo por el que estábamos haciendo esto. Pero, aunque me estaba divirtiendo más de lo concebible, no había dejado de ser fiel a mi deseo original. Todavía quería romper el trato. No tenía sentido, pero en realidad, no me importaba. Iba a intentar desafiar el peligro todo lo que pudiera sin salir de Forks. No estaba dispuesta a ser la única que sostuviera su parte del contrato, un contrato vacío. Aunque sin duda, pasar el tiempo en compañía de Sam era un beneficio extra que no había previsto.

Billy aún no había regresado, así que no tuve que andar mintiendo sobre lo que habíamos estado haciendo durante el día. Tan pronto como colocamos todo en la lona de plástico que había al lado de la caja de herramientas, Sam se puso a trabajar, sin dejar de charlar y reír mientras sus dedos rastreaban expertamente entre las distintas piezas que tenía delante.

La habilidad de Sam con las manos era fascinante. Parecían demasiado grandes para lo delicado de las tareas que llevaban a cabo con soltura y precisión. Cuando trabajaba, tenía un aspecto grácil. No era así cuando lo veías de pie; entonces, su altura y sus pies enormes le convertían en un ser casi tan patoso como yo.

Jake y Ryder no aparecieron, quizás porque se habían tomado en serio la amenaza de Sam.

El día pasó con excesiva rapidez. Oscureció en los aledaños del garaje antes de lo que yo esperaba; entonces, escuché cómo nos llamaba Billy.

Salté para ayudar a Sam a recoger las cosas, aunque dudaba de qué era lo que podía tocar.

—Déjalo ahí —dijo—. Volveré a trabajar con eso más tarde, esta noche.
—No vayas a dejar de hacer los deberes o cualquier otra cosa que tengas pendiente —le comenté, sintiéndome algo culpable. No quería que se metiera en problemas, ya que este plan sólo debía afectarme a mí.
—¿Britt?

Alzamos bruscamente la cabeza cuando la voz familiar de Charlie nos llegó de entre los árboles, cerca de nosotros.

—Corre —murmuré—. ¡Ya vamos! —grité en dirección a la casa.
—Vámonos —Sam sonrió, disfrutando con excitación del complot.

Apagó la luz y por un momento me quedé ciega. Sam me tomó de la mano y me sacó del garaje dirigiéndose hacia la casa entre los árboles. Sus pies encontraron con facilidad el camino. Sentí su mano rugosa, pero muy cálida.

Tropezamos a menudo en la oscuridad a pesar de caminar por el sendero. Aún nos reíamos cuando la casa apareció a la vista. No era una risa profunda, sino más bien ligera y superficial, pero no por eso menos agradable. Estaba segura de que él no había notado el matiz de histeria que teñía la mía. No estaba acostumbrada a reír, y me hacía sentir bien y al mismo tiempo muy mal.

Charlie nos esperaba de pie en el pequeño porche trasero y Billy estaba detrás, sentado en el umbral.

—Hola, papá —dijimos los dos a la vez y eso nos hizo romper a reír de nuevo.

Charlie me miraba con los ojos abiertos de par en par, unos ojos que relampaguearon al darse cuenta de cómo la mano de Sam se cerraba sobre la mía.

—Billy nos ha invitado a cenar —dijo Charlie, en tono distraído.
—Mi receta ultra secreta para los espaguetis con carne, transmitida de generación en generación —dijo Billy en tono solemne.

Sam bufó.

—La verdad, dudo que esa receta exista desde hace tanto.

La casa estaba atestada. También se hallaba allí Harry con su familia: su mujer, Sue, a la que yo recordaba vagamente de mis vacaciones infantiles en Forks y sus dos hijos. Marley era un año mayor que yo. Hermosa al estilo exótico, con su piel perfecta, su cabello centelleante y las pestañas como plumeros; parecía preocupada. Cuando llegamos estaba colgada al teléfono de Billy y no lo soltó en ningún momento. Joe tenía catorce años y absorbía cada palabra que dijera Sam, lo idolatraba con la mirada.

Éramos demasiados para la mesa de la cocina, así que Charlie y Harry trajeron sillas del patio y comimos los espaguetis con los platos apoyados en nuestro regazo, a la luz tenue que salía por la puerta abierta del cuarto de estar de Billy. Los hombres hablaron del partido; Harry y Charlie hicieron planes para ir a pescar. Sue le tomó el pelo a su marido con lo del colesterol e intentó, sin éxito, que consintiera en comer algo de color verde y con hojas. Sam habló conmigo sobre todo y Joe le interrumpía rápidamente cada vez que se sentía en peligro de verse relegado al olvido. Charlie me observaba, intentando que no se le notara, con ojos complacidos, pero cautos a la vez.

Aquello era una caótico guirigay en el que todos hablábamos en voz alta a la vez, donde las carcajadas producidas por cada chiste interrumpían la historia de los demás. No tuve que hablar con frecuencia, pero sonreí mucho y sólo cuando me apeteció hacerlo.

No quería irme.

Sin embargo, estábamos en el estado de Washington y la inevitable lluvia terminó con la fiesta. La sala de estar de Billy era demasiado pequeña para permitir que continuara allí la reunión. Harry había traído a Charlie, por lo que nos volvimos juntos a casa, en mi coche. Él me preguntó cómo me había ido el día y le conté casi toda la verdad, que había acompañado a Sam a comprar unas piezas y que después le había visto trabajar en su garaje.

—¿Crees que volverás a visitarle pronto? —me preguntó; intentó que no me diera cuenta de su interés.
—Mañana después de clase —admití—. Me llevaré los deberes, no te preocupes.
—Asegúrate de que sea así —me ordenó, aunque tratando de disimular su satisfacción.

Cuando nos acercamos a la casa, me puse nerviosa. No quería subir al primer piso. La calidez de la presencia de Sam se estaba desvaneciendo y, en su ausencia, la ansiedad se incrementaba. Estaba segura de que no me iría de rositas con dos tranquilas noches de sueño seguidas.

Para retrasar un poco más la hora de acostarme, abrí el correo electrónico; había un nuevo mensaje de Susan.

Me contaba cosas sobre su día a día, el nuevo club de lectura que llenaba el hueco de las clases de meditación que acababa de abandonar, cómo le iba con la sustitución que estaba haciendo en segundo grado y cuánto echaba de menos a sus chicos de infantil. También me escribía sobre lo mucho que disfrutaba Phil de su nuevo trabajo de entrenador y que estaban planeando una segunda luna de miel en Disney World.

Me di cuenta de que estaba leyéndolo como si fuera el reportaje de un periódico, más que como el mensaje que alguien te dirige personalmente. Me inundó el remordimiento, dejándome un regusto desagradable después. Menuda hija estaba hecha.

Le contesté con rapidez, haciendo comentarios de cada una de las partes de su carta y añadiendo información de mi propia cosecha; le describí la fiesta de los espaguetis en casa de Billy y cómo me sentí mientras observaba a Sam hacer algo útil con unas pequeñas piezas de metal, sobrecogida y algo envidiosa. No hice mención al cambio que supondría para ella esta carta respecto a las que había recibido en los últimos meses. Apenas podía recordar lo que le había escrito, ni siquiera la semana pasada, pero estaba segura de que no había sido muy comunicativa. Cuanto más pensaba en ello, me sentía más culpable. Seguramente la había preocupado mucho.

Me quedé mucho rato esa noche después de escribir, haciendo más tareas de la casa de las estrictamente necesarias, al suponer que ni la falta de sueño ni el tiempo pasado con Sam —siendo casi feliz de una manera superficial— podrían apartarme de los sueños durante más de dos noches seguidas.

Me desperté chillando, con el grito sofocado contra la almohada.

Mientras la tenue luz de la mañana se filtraba a través de la niebla que había en el exterior de mi ventana, yací en la cama e intenté sacudirme los restos del sueño. Había una pequeña diferencia en la pesadilla de aquella noche y me concentré en ella.

No había estado sola en el bosque. Finn Hudson, el hombre que me había recogido del suelo del bosque aquella noche en la que no podía pensar conscientemente, estaba allí. Era un cambio extraño, insospechado. Sus ojos oscuros me parecieron sorprendentemente hostiles, como si contuvieran algún secreto que no deseara compartir. Le miré tanto como mi frenética búsqueda me permitía, pero me hizo sentir incómoda el tenerle allí, añadido a todo el pánico que ya me era habitual. Quizás se debía a que cuando no le miraba directamente, mi visión periférica percibía la forma en que su silueta parecía temblar y cambiar. A pesar de todo, no hacía nada más que estar allí de pie y observar. No me ofreció ayuda, a diferencia del momento en que nos conocimos en la realidad.

Charlie me examinó durante el desayuno y yo intenté ignorarle. Suponía que me lo había merecido. No podía esperar que él no se preocupara. Probablemente tendrían que pasar semanas antes de que él dejara de aguardar a que regresara la zombi y yo simplemente debería intentar que no me molestara este hecho. Después de todo, también yo estaba vigilando el regreso de la zombi. Dos días no bastaban ni de lejos para proclamar mi curación.

En el instituto era justo lo opuesto. Ahora que yo sí estaba prestando atención, estaba claro que nadie me observaba.

Recuerdo el primer día que entré en el instituto de Forks, lo desesperadamente que deseé volverme de color gris, disolverme en el cemento mojado de la acera como un camaleón de gran tamaño. Parecía que sólo un año después había conseguido ver cumplido mi deseo.

Era como si no estuviera allí. Incluso mis profesores paseaban la vista por mi asiento como si se encontrara vacío.

Escuché mucho durante toda la mañana, pendiente una y otra vez de las voces que me rodeaban. Intenté captar de qué iban las cosas, pero las conversaciones me llegaban tan deslavazadas que lo dejé.

Sugar ni siquiera levantó la vista cuando me senté a su lado en mates.

—Hola, Sugar —le dije, con una despreocupación que era puro cuento—. ¿Qué tal te fue el resto del fin de semana?

Ella me miró con ojos cargados de sospecha. ¿Estaría todavía enfadada? ¿O simplemente se sentía demasiado impaciente para tratar con una chalada?

—Divino —me contestó, volviéndose a su libro.
—Eso está bien —murmuré.

La expresión figurada «hacerle el vacío a alguien» parecía tener algo de literal en sí misma. Podía sentir el aire cálido circular desde los respiraderos, pero yo seguía teniendo mucho frío. Tomé la chaqueta del respaldo de la silla y me la puse otra vez.

Salimos tarde de la cuarta hora de clase y la mesa del almuerzo donde solía sentarme estaba llena en el momento de mi llegada. Artie estaba allí; también Sugar y Tinna, Conner, Matt, Ben y Lauren. Katie Webber, la chica pelirroja de tercer año que vivía al volver la esquina de mi casa, estaba sentada con Mike, y Austin Marks, el hermano mayor del chico del que obtuve las motos, estaba a su lado. Me pregunté cuánto tiempo llevaba sentado allí, incapaz de recordar si hoy era el primer día o algo que se había convertido en una costumbre habitual.

Empezaba a estar molesta conmigo misma. Parecía que me había pasado todo el último semestre empaquetada en bolitas de espuma de poliéster.

Nadie levantó la cabeza cuando me senté al lado de Artie, ni siquiera cuando la silla chirrió estridentemente contra el suelo de linóleo al apartarla para sentarme.

Intenté captar el hilo de la conversación.

Artie y Conner hablaban de deportes, así que rápidamente dejé de escucharles.

—¿Dónde está Mike hoy? —le estaba preguntando Lauren a Tinna. Esto parecía mejor, por lo que presté atención. Me pregunté si aquello significaría que Tinna y Mike todavía seguían juntos.

Apenas reconocí a Lauren. Se había cortado todo su sedoso pelo rubio maíz al estilo paje, tan corto que tenía la nuca afeitada como la de un chico. ¡Qué cosa tan horrible! Me pregunté el porqué. ¿Le habían pegado chicle en el pelo? ¿Lo había vendido? ¿Se habían puesto de acuerdo todas las personas con las que ella se había portado mal para atraparla en la parte de atrás del gimnasio y afeitarla? Decidí que no estaba bien juzgarla ahora, en base a mi opinión previa sobre ella. Por lo que a mí me constaba, podía haberse convertido en una persona estupenda.

—Mike ha pillado una gripe estomacal —contestó Tinna, con su voz tranquila, calma—. Con suerte, se le pasará en cosa de veinticuatro horas. Anoche estaba realmente enfermo.

Tinna también se había cambiado el peinado, porque las capas le habían crecido.

—¿Qué hicisteis vosotras este fin de semana? —preguntó Sugar, sin que por su tono de voz pareciera muy interesada en la respuesta. Hubiera apostado que no era más que un modo de abrir la conversación con el fin de que ella pudiera contar sus propias historias. Me pregunté si se atrevería a hablar de Port Angeles estando yo sentada a dos asientos de distancia. ¿Es que me había vuelto tan invisible que nadie se iba a sentir incómodo hablando de mí estando yo presente?

—Nosotros íbamos a ir de excursión el sábado, pero... cambiamos de idea —dijo Tinna. Hubo un matiz peculiar en su voz que captó mi interés.

A Sugar, no tanto.

—Pues qué pena —dijo, dispuesta a embarcarse en su propia historia. Pero yo no era la única que estaba prestando atención.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Lauren con curiosidad.
—Bien —continuó Tinna, que parecía dudar más de lo habitual, aunque ella solía ser reservada por lo general—. Condujimos en dirección norte, hacia las fuentes termales. Hay un sitio ideal justo a un kilómetro del comienzo del sendero, pero vimos algo cuando estábamos más o menos a mitad de camino.
—¿Que visteis algo? ¿El qué? —las pálidas cejas de Lauren se alzaron a la vez. Incluso Sugar parecía estar escuchando ahora.
—No lo sé —repuso Tinna—. Creímos que era un oso. Era negro, pero parecía demasiado... grande.

Lauren bufó.

—¡Oh no, tú también! —sus ojos se volvieron burlones y decidí que no había que concederle el beneficio de la duda. Obviamente, su personalidad no había cambiado tanto como su cabello—. Matt intentó colarme esa historia la semana pasada.
—Es imposible ver a un oso tan cerca de un centro turístico —coincidió Sugar, alineándose con Lauren.
—Pero es que lo vimos de verdad —protestó Tinna con la voz baja y la mirada fija en la mesa.

Lauren se rió de ella. Artie aún estaba hablando con Conner, sin prestar atención a las chicas.

—No, tiene razón —intervine impaciente—. Precisamente el sábado pasado apareció un mochilero que también había visto el oso, Tinna. Aseguró que era enorme y de color negro, y que se lo encontró justo en las afueras de la ciudad, ¿a que sí, Artie?

Hubo un momento de silencio. Cada par de ojos de los presentes en la mesa se volvió a mirarme, impresionado. Kate, la chica nueva, Katie, se quedó boquiabierta, como si hubiese sido testigo de una explosión. Nadie se movió.

—¿Artie? —murmuré, mortificada—. ¿Te acuerdas del tipo aquel que contó la historia del oso?
—Se-seguro —titubeó Artie después de un segundo. No sé por qué me miraba tan extrañado. Yo hablaba con él en el trabajo, ¿no? ¿O no lo hacía? Yo creía que sí...

Artie se recobró.

—Eh, sí, vino un tío que dijo que había visto un gran oso negro justo al comienzo del sendero, más grande que un oso pardo —confirmó.
—Bah —Lauren se volvió a Sugar, con los hombros rígidos y, para cambiar el tema de la conversación, preguntó—: ¿Os han contestado de la USC?

Todos menos Artie y Tinna miraron para otro lado. Ella me sonrió para tantear el terreno y yo le devolví la sonrisa.

—Así que, ¿qué hiciste el fin de semana, Britt? —preguntó Artie, curioso, aunque extrañamente precavido.

Todo el mundo, salvo Lauren, miró hacia atrás, esperando mi respuesta.

—El viernes por la noche Sugar y yo fuimos al cine en Port Angeles, y después yo pasé la tarde del sábado y la mayoría del domingo allí abajo, en La Push.

Las miradas iban de Suagr a mí y de mí a Sugar. Sugar parecía irritada. Me pregunté si es que no quería que supieran que había salido conmigo o si es que deseaba ser ella quien contara la historia.

—¿Qué película visteis? —preguntó Artie, comenzando a sonreír.
—Dead End, aquella de los zombis —sonreí para infundirle valor. Quizás todavía podía arreglarse algo del daño que había hecho en los últimos meses, cuando yo misma me había comportado como un zombi.
—He oído que da mucho miedo, ¿es así? —Artie parecía deseoso de continuar la conversación.
—Britt se asustó tanto que tuvo que salirse al final —intercaló Sugar con una sonrisa maliciosa.

Yo asentí, intentando parecer avergonzada.

—Es que daba miedo de verdad.

Artie no paró de hacerme preguntas hasta que se terminó el almuerzo. Poco a poco, los otros volvieron a continuar sus propias conversaciones, aunque todavía me miraban mucho. Tinna pasó la mayor parte del rato hablando con Artie y conmigo y, cuando me levanté para tirar los restos de mi bandeja, ella se incorporó también y me siguió.

—Gracias —me dijo en voz baja cuando ya estábamos lejos de la mesa.
—¿Por qué?
—Por intervenir, por apoyarme.
—No hay de qué.

Ella me miró con interés, pero no de forma ofensiva, en plan «se le ha ido la olla».

—¿Estás bien?

Éste era el motivo por el que había escogido a Sugar en vez de a Tinna para ir al cine, aunque esta última me gustaba más. Era demasiado perceptiva.

—No del todo —admití—, pero me encuentro un poco mejor.
—Me alegro —contestó ella—. Te echaba de menos.

Lauren y Sugar nos alcanzaron en ese momento y escuché a Lauren susurrar de forma audible:

—Ay, qué alegría. Britt ha vuelto.

Tinna puso los ojos en blanco cuando pasaron y me sonrió para darme ánimos.

Suspiré. Era como si todo volviera a empezar de nuevo.

—¿Qué día es hoy? —pregunté súbitamente.
—Diecinueve de enero.
—Mmm.
—¿Qué pasa? —inquirió Tinna.
—Ayer hizo un año de mi primer día aquí —musité.
—Nada ha cambiado demasiado —murmuró Tinna, mirando en dirección a Lauren y Sugar.
—Ya lo sé —asentí—. Eso mismo estaba pensando.



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Espero les guste en un rato mas les subo el siguiente capitulo. Besos (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por Girl On Fire Dom Nov 24, 2013 5:03 pm

Hola.

Me encanta tu adaptación. Ayer me la he leido en un tiempo record. Soy fanatica de la saga (#^_^#) Sigue así que esperaré ansiosa la actualizacion


Saludos (^ _ ^)/
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Dom Nov 24, 2013 5:21 pm

Les dejo el siguiente capitulo.


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Repetición


No estaba segura de qué demonios estaba haciendo allí.

¿Es que estaba intentando empujarme de nuevo hacia el estado de estupor zombi? ¿Me había vuelto masoquista, había desarrollado una afición a la tortura? Debería haberme ido directamente a La Push. Me sentía mucho, mucho mejor cerca de Sam. Comportarme de esa manera no era precisamente lo más cuerdo por mi parte.

No obstante, seguí conduciendo lentamente a través del camino zigzagueante lleno de maleza, entre los árboles que se arqueaban sobre mí como un verde túnel vivo. Tanto me temblaban las manos que las apreté con fuerza en torno al volante.

Era consciente de que parte de mi motivación para hacer esto era la pesadilla; ahora que estaba realmente despierta, la vaciedad del sueño me carcomía los nervios, como si fuera un perro jugueteando con un hueso. Había algo que tenía que buscar. Algo imposible e inalcanzable, atemorizador y enajenador, pero estaba allí fuera, en alguna parte. Debía creer que era así.

Por otro lado, estaba esa extraña sensación de repetición que había sentido hoy en el colegio, la coincidencia de fechas. El sentimiento de que estaba empezando de nuevo, de que todo transcurría como si realmente fuera mi primer día en el instituto y yo fuera la persona más rara que había aquella tarde en la cafetería.

Las palabras se precipitaban por mi mente, monótonas, como si las estuviera leyendo y no como si se las estuviera oyendo decir:

Será como si nunca hubiese existido.

Me mentía cuando dividía en dos partes mi argumentación para venir aquí. No quería admitir la motivación más fuerte porque sonaba a perturbación mental.

La verdad es que quería volver a oírle, como le había oído en el extraño delirio del viernes por la noche. Durante aquellos escasos momentos, cuando su voz llegó desde alguna parte de mi inconsciente, cuando sonó perfecta, tan dulce como la miel, mucho mejor que en ese pálido eco que mi memoria era capaz de evocar, pude recordarle sin dolor. Pero no había durado; la pena me había superado, como yo sabía que ocurriría con certeza, y como demostraba esta misión de locos. Sin embargo, los preciosos instantes en los que pudiera volver a oírle eran un señuelo irresistible. Tenía que encontrar el modo de poder repetir la experiencia... o quizás sería más preciso decir «el episodio».

Tenía la esperanza de que esa sensación de déjà vu fuera la clave. Por eso iba a su casa, un lugar donde no había estado desde el día fatídico de mi fiesta de cumpleaños, hacía ya tantos meses.

La densa maleza, casi como una jungla, se deslizaba lentamente por las ventanillas del coche. El camino seguía adelante. Comencé a ir más deprisa, ya que me estaba poniendo nerviosa. ¿Cuánto tiempo llevaba conduciendo? ¿No debería haber llegado ya a la casa? El sendero estaba tan invadido por la espesura que no me parecía familiar.

¿Qué pasaría si no lograba encontrarlo? Me eché a temblar. ¿Y qué ocurriría si no quedaba ninguna prueba tangible en absoluto...?

Entonces apareció el hueco entre los árboles que yo estaba buscando, sólo que no se percibía con tanta facilidad como antes. La vegetación en Forks no tardaba mucho en reclamar cualquier terreno que se quedara baldío. Los altos helechos habían invadido el prado que rodeaba la casa, apretándose en torno a los troncos de los cedros, llegando incluso al amplio porche. Era como si el césped hubiera sido inundado, hasta la altura de la cintura, por verdes olas como plumas.

La casa estaba allí, pero no era la misma. Aunque no creía que nada hubiera cambiado en el exterior, el vacío gritaba desde las ventanas cerradas. Resultaba espeluznante. Por primera vez desde que había visto aquella hermosa casa, me pareció que era una guarida apropiada para vampiros.

Frené en seco mientras miraba alrededor. Tuve miedo de continuar.

Pero no ocurrió nada. No se oía ninguna voz en mi cabeza...

... de modo que dejé el motor en marcha y salté al mar de helechos. Quizás, si avanzaba hacia la casa, como había ocurrido el viernes por la noche...

Me acerqué lentamente hacia la fachada vacía y desnuda mientras sentía el reconfortante rugido del motor de mi coche a mi espalda. Me paré al llegar a las escaleras del porche, porque allí no había nada. Ni el más ligero testimonio de su presencia... de la presencia de ella. La casa estaba allá, como un cuerpo sólido, pero eso no significaba nada. Su realidad concreta no llenaría el vacío de mis pesadillas.

Me quedé allí, a unos pasos de la casa. No quería mirar por las ventanas. No estaba segura de qué sería más duro de ver. Si las habitaciones estuvieran vacías, sonando a eco desde el suelo hasta el techo, seguramente me resultaría doloroso. Como ocurrió en el funeral de la abuelita, cuando mi madre insistió en que no entrara a verla y permaneciera fuera. Me dijo que no necesitaba verla en ese estado, que sería mejor recordarla viva y no de esa manera.

Pero ¿no sería aún peor que no hubiera ningún cambio? ¿Que los sofás se encontraran colocados exactamente igual que la última vez, las pinturas en su sitio, y lo más horrible, el piano encima de la pequeña tarima? Eso sería casi tan malo como que la casa entera desapareciera de un golpe. La demostración clara de que no había ninguna posesión física que los atara de ningún modo. Que todo quedaba, intacto y olvidado, tras su paso.

Al igual que yo.

Le volví la espalda a ese enorme vacío y me apresuré hacia mi coche. Iba casi corriendo. Ansiaba alejarme, volver al mundo humano. Me sentía horriblemente vacía y quería ver a Sam. Quizás estaba desarrollando una nueva clase de enfermedad, otro tipo de adicción, como lo había sido el aturdimiento antes, pero eso no me preocupaba. Conduje el coche lo más rápidamente que pude hasta salir disparada en dirección a mi dosis.

Sam estaba esperándome. Se me empezó a relajar el pecho conforme lo vi, facilitándome la respiración.

—¡Hola, Britt! —me llamó.

Sonreí aliviada.

—Hola, Sam —saludé con la mano a Billy, que estaba mirando por la ventana.
—Vamos a ponernos a trabajar —dijo Sam con una voz baja pero entusiasta.

Yo pude reír sin saber cómo.

—Pero ¿de verdad no estás harto de mí ya? —le pregunté. Seguramente estaría empezando a preguntarse cuán desesperada tenía que estar yo por conseguir compañía.

Sam encabezó el camino alrededor de la casa en dirección a su garaje.

—Qué va. Todavía no.
—Por favor, hazme saber cuándo empiezo a ponerte de los nervios. No quiero ser una pesada.
—Vale —se rió, y sonó como un gorgoteo—. Aunque, bueno, yo de ti no me preocuparía por eso.

Cuando llegamos al garaje, me quedé de una pieza al encontrarme la motocicleta roja en pie, con aspecto de moto real, más que de una pila de hierros retorcidos.

—Sam, eres sorprendente —jadeé.

Rompió a reír de nuevo.

—Me obsesiono cuando tengo cualquier proyecto entre manos —se encogió de hombros—. Aunque lo habría alargado un poco más si tuviera algo de cerebro.
—¿Por qué?

Miró hacia el suelo, parándose tanto rato que me pregunté si habría escuchado mi pregunta. Finalmente, inquirió:

—Britt, ¿que habrías hecho si te hubiera dicho que no podía arreglar las motos?

Yo tampoco respondí con rapidez, y él levantó la mirada para comprobar mi expresión.

—Te hubiera respondido que... tampoco era para tanto, que seguro que seríamos capaces de encontrar a alguien que pudiera hacerlo. Y si realmente nos hubiéramos sentido desesperados, incluso podríamos haber hecho alguna de las tareas del colegio.

Sam sonrió y sus hombros se relajaron. Se sentó al lado de la moto y tomó una llave inglesa.

—Entonces, ¿me estás diciendo que seguirás viniendo cuando haya terminado?
—¿A eso es a lo que te referías? —sacudí la cabeza—. Y yo que suponía que me estaba aprovechando de tus poco reconocidas habilidades mecánicas. Estaré aquí tanto tiempo como me dejes seguir viniendo.
—¿Esperando a encontrarte con Jake de nuevo? —bromeó Sam.
—Me has pillado.

Se rió entre dientes.

—¿De verdad que te gusta pasar el tiempo conmigo? —me preguntó, maravillado.
—Mucho. Muchísimo. Y te lo demostraré. Mañana tengo trabajo, pero el miércoles haremos algo que no tenga que ver con la mecánica.
—¿Como qué?
—No tengo ni idea. Podemos ir a mi casa, así no tendrás la tentación de continuar con tu obsesión. Puedes traerte los deberes del instituto, ya que debes de estar retrasándote, igual que yo.
—Lo de hacer las tareas es una buena idea —hizo una mueca y me pregunté cuántas cosas estaba dejando sin hacer por estar conmigo.
—Sí —asentí—. Tenemos que empezar a comportarnos de una forma responsable, o Billy y Charlie no se lo van a tomar tan bien como hasta ahora —hice un gesto refiriéndome a los dos como una sola entidad, cosa que le gustó porque sonrió abiertamente.
—¿Tareas una vez a la semana? —propuso.
—Mejor que sean dos —sugerí al pensar en la pila de trabajos que acababan de ponerme ese mismo día.

Suspiró pesadamente. Apartó su caja de herramientas y tomó una bolsa de papel de supermercado de donde sacó dos latas de soda. Abrió una y me la pasó. Luego abrió la segunda y la elevó ceremoniosamente.

—De aquí a la responsabilidad —brindó—. Dos veces por semana.
—Y a la imprudencia todos los días que queden —añadí yo con énfasis.

Sonrió e hizo chocar su lata con la mía.

Llegué a casa más tarde de lo planeado y me encontré con que Charlie había preferido encargar una pizza antes que esperarme. No me dejó que me disculpara.

—No importa —me aseguró—. De todos modos te mereces un descanso de la cocina.

Me di cuenta de que lo que realmente ocurría es que se sentía aliviado de que yo siguiera todavía comportándome como una persona normal, y desde luego, él no lo iba a echar a perder.

Comprobé el correo antes de comenzar con mis tareas caseras. Recibí un mensaje bastante largo de Susan. Se había regodeado en cada detalle de lo que le había contado, por lo que le devolví otra descripción exhaustiva de lo que había hecho en el día. Todo, salvo lo de las motos. Incluso la despreocupada Susan se alarmaría por una cosa como ésa.

El martes, en el instituto, tuvo sus momentos buenos y malos. Tinna y Artie estaban dispuestos a recibirme de vuelta con los brazos abiertos, haciendo la vista gorda amablemente ante esos meses en los que yo había mostrado un comportamiento aberrante. Sugar parecía más reacia. Me pregunté si es que necesitaba una disculpa formal, por escrito, por el incidente de Port Angeles.

Artie estuvo animado y charlatán en el trabajo. Parecía como si hubiera almacenado un semestre de temas de conversación y ahora los estuviera soltando todos. Descubrí que volvía a ser capaz de sonreír y reír con él, aunque no me salía con tanta naturalidad como con Sam. Lo consideraba bastante inofensivo y una manera de pasar el tiempo.

Artie puso el cartel de cerrado en la ventana mientras yo doblaba mi chaleco y lo ponía bajo el mostrador.

—Lo he pasado muy bien esta noche —dijo Artie contento.
—Cierto —asentí, aunque la verdad es que habría preferido pasar la tarde en el garaje.
—Qué pena que la otra noche tuvieses que salirte de la película.

No entendí bien el camino que seguían sus pensamientos. Me encogí de hombros.

—Es que soy una rajada, me temo.
—Lo que quiero decir es que deberías ir a ver una película mejor, alguna que realmente pudieras disfrutar —me explicó.
—Oh —murmuré, todavía desorientada.
—Podría ser este viernes. Conmigo. Ya sabes, ir a ver algo que no te diera miedo bajo ningún concepto.

Me mordí el labio.

No quería cagarla con Artie, no cuando era una de las pocas personas que estaba dispuesta a perdonarme después de haber perdido la cabeza, pero esto también me pareció muy familiar. Como si el último año nunca hubiera existido. Me habría gustado que Sugar me sirviera de excusa esta vez.

—¿Como si fuera una cita? —le pregunté. La honradez era quizás la mejor política llegados a este punto. Mejor enfrentarse a ello.

Él reconoció mi tono de voz.

—Si así lo quieres, pero no tiene por qué ser así.
—No quiero citas —repuse lentamente, dándome cuenta de cuánta verdad encerraba esa afirmación. Todo ese mundo me parecía increíblemente lejano.
—¿Sólo como amigos? —sugirió él. Sus ojos ya no mostraban entusiasmo. Deseé que él realmente creyera que podríamos ser amigos de alguna manera.
—Suena divertido, pero lo cierto es que tengo ya planes para este viernes, ¿qué tal la semana próxima?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, seguramente con más intención de la que quería mostrar.
—Tareas. Tengo que... estudiar con un amigo.
—Ah, vale. Quizás la semana que viene.

Me acompañó hasta mi coche, menos eufórico que antes. Aquello me trajo recuerdos muy nítidos de mis primeros meses en Forks. Había completado el ciclo y ahora lo sentía todo como un eco vacío, desprovisto del interés que solía tener.

La noche siguiente, Charlie no pareció para nada sorprendido de encontrarnos a Sam y a mí tirados por el suelo del salón con nuestros libros desparramados alrededor, de modo que deduje que Billy y él habían estado hablando a nuestras espaldas.

—Hola, chicos —dijo mientras desviaba la mirada hacia la cocina donde me había pasado toda la tarde haciendo una lasaña, mientras Sam miraba y la probaba de vez en cuando. El olor se extendía por el vestíbulo. La había hecho a conciencia, para expiar todas las pizzas que había tenido que pedir.

Sam se quedó a cenar y se llevó un plato a casa para Billy. Consintió de mala gana en añadirme otro año en nuestras negociaciones sobre la edad por ser una buena cocinera.

El viernes estuvimos en el garaje, y el sábado, después de mi turno en el negocio de los Abrams, tocó hacer las tareas en casa otra vez. Charlie confiaba tanto en mi nueva cordura que se pasó el día pescando con Harry. Cuando regresó, ya habíamos terminado todo, lo que, por cierto, nos hizo sentirnos muy maduros y responsables, y estábamos viendo un episodio de Monster Garage en el canal Discovery.

—Quizás debería irme ya —suspiró Sam—. Es más tarde de lo que pensaba.
—Vale, de acuerdo —rezongué—. Te llevaré a casa.

Pareció agradarle lo reacio de mi expresión, y lanzó una carcajada.

—Mañana, de vuelta al trabajo —le dije, tan pronto como estuvimos a salvo en el coche—. ¿A qué hora quieres que vaya?

Sonrió al responderme con un entusiasmo contenido.

—Te llamaré antes, ¿de acuerdo?
—Bueno.

Torcí el gesto sin dejar de preguntarme qué se traía entre manos. Su sonrisa se ensanchó.

La mañana siguiente me dediqué a limpiar la casa mientras esperaba la llamada de Sam, a la vez que intentaba sacarme de encima la última pesadilla. El escenario había cambiado. La última noche había estado vagando por un mar de helechos entre los cuales crecían enormes árboles de cicuta. No había allí nada más, y yo me había perdido, vagabundeando sola y sin dirección, sin saber lo que buscaba. Hubiera querido darme de patadas por la estúpida excursión de la última semana. Intenté sacar el sueño de mi mente consciente, esperando que se quedara metido en alguna otra parte y no volviera a escapar de allí.

Charlie estaba fuera lavando el coche patrulla así que, cuando sonó el teléfono, solté la escobilla del baño y corrí escaleras abajo para responder.

—¿Diga? —contesté casi sin aliento.
—Britt —dijo Sam, con un extraño tono formal de voz.
—Hola, Samy.
—Creo que... tenemos una «cita» —entonó la palabra con segundas intenciones.

Me llevó más de un segundo pillar la indirecta.

—¿Están terminadas? —justo a tiempo. Necesitaba algo que me distrajera de pesadillas y vacíos.
—Sí, andan y todo.
—Sam eres, sin ningún género de duda, la persona de mayor talento y más maravillosa que conozco. Te concedo diez años sólo por esto.
—¡Guay! Ya soy una persona madura.

Me reí.

—¡Y yo pronto lo conseguiré!

Dejé las cosas del baño en el armarito y tomé la chaqueta.

—Vas a ver a Sam —dijo Charlie al verme pasar a toda velocidad. En realidad, no me lo estaba preguntando.
—Sí —repliqué mientras saltaba al interior de mi coche.
—Luego, me iré a la comisaría —me gritó Charlie cuando ya estaba dentro.
—¡Vale! —grité de vuelta, girando la llave de contacto.

Charlie añadió algo más, pero el rugido del motor impidió que le escuchara con claridad. Me sonó a algo así como: «¿Dónde está el fuego?».

Aparqué el coche en un costado de la casa de los Evans, cerca de los árboles, para que resultara más fácil sacar las motos a hurtadillas. Una mancha de colores captó mi atención nada más echar pie a tierra; eran las dos relucientes motos —una roja y otra negra— escondidas debajo de una pícea, lo que las hacía invisibles desde la casa. Sam se había preparado bien.

Le había puesto un pequeño lazo azul a cada uno de los manillares. Esto me hizo reír mucho y aún seguía riéndome cuando Sam salió de la casa.

—¿Preparada? —me preguntó en voz baja, con los ojos chispeantes.

Miré por encima de su hombro y no vi ni rastro de Billy.

—De acuerdo —contesté, pero ya no estaba tan entusiasmada como antes; estaba intentando imaginarme a mí misma montada de verdad encima de la moto.

Sam las metió con facilidad en la parte posterior del coche, y las tumbó de lado de modo que no se vieran.

—Vámonos —me animó, con la voz algo más aguda de lo habitual por la excitación—. Conozco un sitio perfecto; nadie nos verá allí.

Salimos fuera de la ciudad y condujimos en dirección sur. La carretera polvorienta salía y entraba del bosque y algunas veces sólo veíamos árboles. Y de repente, surgió una espectacular panorámica del océano Pacífico que llegaba hasta el horizonte, de color gris oscuro bajo las nubes. Estábamos por encima de la playa, sobre los acantilados que bordeaban la costa y la vista parecía perderse hacia el infinito.

Conduje despacio para poder echar una ojeada de vez en cuando al mar sin correr peligro, especialmente cuando la carretera se ceñía a los acantilados. Sam hablaba sobre cómo había terminado las motos, pero su descripción era muy técnica para mí, así que no presté demasiada atención.

Fue entonces cuando descubrí cuatro figuras de pie en un saliente rocoso, demasiado cercanas al precipicio. No podía calcular sus edades a semejante distancia, pero supuse que eran varones. A pesar de que el aire era helado, me pareció que únicamente llevaban pantalones cortos.

Mientras los observaba, el más alto dio unos pasos hacia el borde. Disminuí la velocidad automáticamente, con el pie aún dubitativo sobre el pedal de freno.

Entonces, se arrojó por el precipicio.

—¡No! —grité, golpeando el freno con una pisotón.
—¿Qué pasa? —gritó Sam a su vez, alarmado.
—¡Ese chico... acaba de saltar por el borde del acantilado! ¿Por qué no se lo han impedido? ¡Tenemos que llamar a una ambulancia! —abrí mi puerta de un golpe y salté fuera, aunque eso no tenía ningún sentido. La manera más rápida de llegar a un teléfono consistía en conducir de vuelta a casa de Billy. Pero todavía no me podía creer lo que había visto. Quizás, de modo subconsciente, esperaba ver algo distinto sin tener por medio el cristal del parabrisas.

Sam se rió y yo me giré con rapidez para mirarle furiosa. ¿Cómo podía demostrar esa insensibilidad y esa crueldad?

—Sólo están haciendo salto de acantilado, Britt. Es un pasatiempo. Ya sabes, La Push no tiene centro comercial —aunque bromeaba, había una extraña entonación irritada en su voz.
—¿Salto de acantilado? —repetí, atónita. Sin podérmelo creer todavía, vi que otra figura se subía al borde, hacía una pausa, y entonces saltaba al espacio vacío de forma airosa. Cayó durante lo que me pareció una eternidad y al final se introdujo con suavidad entre las oscuras olas grises de allá abajo.
—¡Guau! ¡Con lo alto que está...! —volví a deslizarme en mi asiento, aún mirando con los ojos abiertos como platos a los dos saltadores que quedaban—. Deben de ser lo menos treinta metros.
—Bueno, vale, la mayoría saltamos de más abajo, desde esa roca que sobresale del acantilado a mitad de camino entre donde están ellos y el mar —señaló un punto a través de su ventanilla que desde luego parecía una altura mucho más razonable—. Esos chicos están mal de la cabeza. Probablemente lo único que pretenden demostrar es lo duros que son. Lo que quiero decir es que hoy hace mucho frío y el agua no debe de ser ninguna delicia —hizo una mueca de desagrado, como si la proeza le disgustara personalmente. Me sorprendió un poco. Jamás hubiera pensado que habría algo que le enfadara.
—¿Tú también has saltado desde el acantilado? —no se me había escapado ese «nosotros».
—Claro, claro —se encogió de hombros y mostró una amplia sonrisa—. Es divertido. Da un poco de miedo y algo de agobio.

Volví a fijar la mirada en los acantilados, mientras la tercera figura se acercaba al borde. Nunca había sido testigo de algo tan temerario en mi vida. Se me abrieron los ojos de admiración, y sonreí.

—Samy, tienes que llevarme a hacer salto de acantilado.

Volvió el rostro hacia mí, con el ceño fruncido y una expresión de clara desaprobación.

—Britt, te recuerdo que has estado a punto de llamar una ambulancia para Finn —señaló. Me sorprendió que hubiera reconocido quién era a esa distancia.
—Quiero intentarlo —insistí, y me volví para salir de nuevo del coche.

Sam me agarró de la muñeca.

—Pero no hoy, ¿vale? ¿No podríamos esperar por lo menos a un día más cálido?
—Vale, de acuerdo —asentí, ya que estaba de acuerdo en eso. Al abrir la puerta, la brisa helada me estaba poniendo la carne de gallina—. Pero quiero ir pronto.
—Pronto —puso los ojos en blanco—. Algunas veces te comportas de una manera muy rara, Britt. ¿Lo sabes, no?

Suspiré.

—Sí.
—No saltaremos desde lo más alto.

Miré fascinada la forma en que el tercer chico tomaba carrerilla y se alzaba en el aire a más distancia que los otros dos. Giró sobre sí mismo y dio una voltereta lateral mientras caía, como si estuviera haciendo paracaidismo acrobático. Parecía disfrutar de una libertad absoluta, irreflexiva y completamente irresponsable.

—Vale —acordé—. Al menos, no la primera vez.

Ahora fue Sam el que suspiró.

—¿Vamos a probar ahora las motos o no? —inquirió.
—Vale, venga —contesté, apartando con dificultad la mirada de la última persona que aguardaba en el acantilado. Me abroché otra vez el cinturón y cerré la puerta. El motor seguía encendido, rugiendo, a pesar de estar al ralentí. Volvimos a la carretera otra vez.

—Bueno, ¿y quiénes eran esos chicos, los locos? —le pregunté.

Él hizo un sonido de disgusto que salió de lo más hondo de su garganta.

—La banda de La Push.
—¿Tenéis una banda? —pregunté. Me di cuenta de que sonaba como si estuviese impresionada por ello.

Mi reacción le dio risa.

—Bueno, no tanto como eso. Te lo juro, son como vigilantes jurados que se hubieran vuelto locos. No arman peleas, se dedican a mantener la paz —bufó—. Por ejemplo, mira lo que pasó con aquel chico que vino de algún sitio cerca de la reserva de Makah, uno bien grande, con una pinta que daba miedo. Bueno, se corrió el rumor de que vendía alcohol a los críos y Finn Hudson y sus discípulos le echaron de nuestras tierras. Se pasan todo el día hablando de nuestra tierra, el orgullo de la tribu... Es algo ridículo. Lo peor del asunto es que el consejo los toma en serio. Ryder me dijo que el consejo suele mantener reuniones con Finn —sacudió la cabeza con el rostro lleno de resentimiento—. Ryder también oyó, porque se lo contó Marley, que se llaman a sí mismos «protectores» o algo parecido.

Las manos de Sam se habían convertido en puños, como si deseara golpear a alguien. Nunca había visto este otro lado suyo.

Me sorprendió escuchar el nombre de Finn Hudson. No quería volver a evocar las imágenes de mi pesadilla, así que hice una observación rápida para distraerme.

—A ti no te gustan demasiado.
—¿Se nota mucho? —preguntó sarcásticamente.
—Bueno... no parece que estén haciendo nada malo —intenté suavizárselo, para que volviera a poner buena cara—. Más que una banda, parecen un grupo de irritantes niñatos resabiados.
—Sí, lo de irritantes es una palabra que les va como anillo al dedo. Se pasan todo el día fanfarroneando por ahí, como con lo del salto de acantilado. Ellos actúan... bueno, no sé, como tipos duros. Un día del pasado semestre Jake, Ryder y yo estábamos dando una vuelta por la tienda, y Finn se pasó por allí con sus seguidores, David y Brody. Jake dijo algo, ya sabes que es un bocazas, y Brody se cabreó. Los ojos se le oscurecieron, y mostró una especie de sonrisa, aunque más que sonreír, lo que hizo fue enseñar los dientes como un poseso, y empezó a temblar o algo parecido. Entonces, Finn le puso la mano en el pecho y sacudió la cabeza. Brody le miró un minuto o así y se calmó. Lo cierto es que era como si Finn le estuviera sujetando, como si Brody hubiera estado dispuesto a hacernos pedazos si Finn no lo hubiera parado —gruñó—, como en las películas malas del oeste. Ya sabes, Finn es un tío muy grande, tiene los veinte bien cumplidos mientras que Brody sólo tiene dieciséis años, como nosotros, es más bajo que Finn y no está tan cachas como Jake. Creo que cualquiera de nosotros podría con él sin problemas.
—Chicos duros —asentí, mostrándome de acuerdo. Podía reconstruirlo en mi cabeza tal como él lo había contado y me recordó algo... un trío de hombres altos, morenos, de pie, juntos y muy quietos en el salón de mi padre. Sólo me acordaba de la imagen de refilón, porque mi cabeza estaba apoyada en el sofá mientras el doctor Gerandy y Charlie se inclinaban sobre mí... ¿Eran ellos, la banda de Finn?

Volví a hablar con rapidez para esquivar esos recuerdos tan deprimentes.

—¿Y no es Finn un poco mayor ya para este tipo de cosas?
—Claro. Se suponía que iba a ir a la universidad, pero se ha quedado aquí sin que nadie haya dicho una mierda sobre el tema. Todo el consejo se le echó encima a mi hermana cuando dejó perder una beca parcial y se casó, pero, claro, Finn Hudson no mete nunca la pata.

Su rostro mostraba ahora una expresión indignada y además había algo más que no reconocí al principio.

—Realmente todo esto suena irritante y extraño, pero no entiendo por qué te lo tomas de una manera tan personal —le eché una ojeada a la cara, esperando no haberle molestado. Se había tranquilizado de pronto, mirando por la ventanilla lateral.
—Te acabas de pasar la desviación —dijo con voz serena.

Realicé una vuelta en herradura y estuve a punto de chocar contra un árbol, ya que me vi obligada a salirme un buen trozo fuera de la carretera.

—Gracias por el aviso —murmuré al tomar de nuevo el carril correspondiente.
—Perdona, no he prestado atención.

Se quedó inmóvil durante un minuto escaso.

—Puedes pararte por aquí, donde tú quieras —dijo en voz baja y sin mirarme.

Aparqué y apagué el motor. Los oídos me zumbaban en el silencio que siguió. Salimos ambos del coche y Sam se dirigió a la parte trasera del coche para sacar las motos. Intenté leer su expresión. Había algo más que le molestaba. Había tocado alguna fibra sensible.

Sonrió sin muchas ganas mientras empujaba la moto roja hasta ponerla a mi lado.

—Feliz cumpleaños tardío. ¿Te sientes preparada?
—Eso creo —de repente la moto me intimidaba y me asustaba. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que tendría que montarla.
—Nos lo tomaremos con calma —me prometió. Apoyé la moto con cuidado contra el guardabarros del coche, mientras él iba a recoger la suya.
—Samy... —dudé al hablarle, mientras él caminaba tranquilamente bordeando el coche.
—¿Sí?
—¿Qué es lo que realmente te molesta? Me refiero a lo de Finn... ¿Hay algo más? —observé su rostro. Hizo una mueca, pero no parecía enfadado. Miró hacia el suelo y frotó su zapato contra la rueda delantera de su moto una y otra vez, como si se estuviera tomando tiempo para algo. Suspiró.
—Es sólo... el modo en que me tratan. Me enferma —ahora las palabras se atropellaban unas a otras para salir—. Ya sabes, se supone que el consejo se compone de iguales, pero si hubiera un líder, ése tendría que ser mi padre. Nunca he conseguido averiguar por qué la gente lo trata de la manera en que lo hace ni tampoco por qué su opinión es la que más cuenta. Creo que tiene algo que ver con su padre y su abuelo. Mi bisabuelo, Ephraim Evans, fue algo así como el último jefe que tuvimos, y si aún escuchan a Billy, quizás se deba a eso. Pero yo soy como otro cualquiera. Nadie me trata de forma especial..., al menos hasta ahora.

Esto me pilló con la guardia baja.

—¿Finn te trata de forma especial?
—Algo así —asintió, mirándome con ojos preocupados—. Me mira como si estuviese esperando algo..., como si algún día yo fuera a unirme a su estúpida banda. Me presta más atención que a los otros chicos. Le odio.
—Tú no tienes que unirte a nada —mi voz sonó enfadada. Este asunto le estaba molestando de verdad y me enfureció—. ¿Quiénes se creen que son esos «protectores»?
—Eso es —su pie continuó golpeando rítmicamente la rueda.
—¿Qué? —hubiera jurado que había más.

Frunció el ceño y sus cejas se arquearon de un modo que le hacían parecer más triste y preocupado que enfadado.

—Es Ryder. Últimamente me evita.

Aunque los pensamientos no parecían guardar conexión alguna entre sí, me pregunté si yo no tendría alguna culpa en los problemas con su amigo.

—Has estado saliendo mucho conmigo —le recordé, sintiéndome egoísta. Le había estado monopolizando.
—No, no es eso. No es sólo a mí. También evita a Jake y a todos. Faltó toda una semana al colegio, pero nunca estaba en casa cuando iba a verle. Y cuando regresó, parecía... parecía flipado. Aterrorizado. Jake y yo intentamos que nos contara qué iba mal, pero no ha querido hablar con ninguno de nosotros.

Miré fijamente a Sam, mordiéndome el labio inferior con ansiedad, ya que él parecía realmente asustado, pero no me correspondió la mirada. Se limitó a observar su pie golpeando el caucho como si perteneciera a otra persona. El ritmo se incrementó.

—Y entonces esta semana, como si nada, Ryder apareció con Finn y los demás. Hoy también estaba en los acantilados —su voz se había atenuado y sonaba tensa.

Finalmente me miró.

—Britt, ellos le han estado rondado todo el tiempo, incluso más que a mí. Ryder no quería tener nada que ver con ellos y ahora, de repente, sigue a Finn como si se hubiera unido a una secta.

»Y así es como ocurrió con Brody. Exactamente igual. No era amigo de Finn en absoluto. Después, dejó de venir a la escuela un par de semanas y, cuando volvió, súbitamente pertenecía a Finn. No sé lo que esto significa. No tengo la menor idea y siento que debería hacer algo, ya que Ryder es mi amigo y Finn pone cara de burla cuando me mira y... —dejó inacabada la frase.

—¿Has hablado de esto con Billy? —le pregunté. Su miedo se estaba extendiendo hasta alcanzarme. Sentía cómo me recorrían la nuca los escalofríos.

Ahora, la ira afloró a su rostro.

—Sí —bufó—, y sirvió de gran ayuda.
—¿Qué te dijo?

La expresión de Sam fue sarcástica y, cuando habló, su voz parodió burlonamente la entonación profunda de la voz de su padre.

—No es nada de lo que tengas que preocuparte ahora, Sam. Dentro de unos años, si tú no... bueno, te lo explicaré más adelante —ahora su voz volvió a ser la suya—. ¿Qué se supone que tengo que entender de esa explicación? ¿Está intentando decirme que es alguna estúpida cosa relativa a la pubertad o algún rito de paso a la edad adulta? Parece algo más. Algo chungo.

Se mordió el labio inferior y se retorció las manos. Parecía a punto de echarse a llorar.

Le abracé de forma instintiva, envolviendo su cintura con mis brazos y presionando mi rostro contra su pecho. Era tan grande que me sentía como una niña abrazando a un adulto.

—¡Oh, Samy, todo va a ir bien! —le prometí—. Si las cosas se ponen peor, puedes venirte a vivir conmigo y con Charlie. ¡No tengas miedo, ya pensaremos en algo!

Se quedó rígido durante un segundo y luego sus largos brazos me envolvieron titubeantes.

—Gracias, Britt —su voz era más hosca de que costumbre.

Estuvimos así un momento y no me molestó; de hecho, el contacto me sirvió de consuelo. No había sentido nada parecido desde la última vez que alguien me habla abrazado así. Esto era amistad. Y Sam era una persona muy cálida.

Me resultaba extraña esa cercanía a otro ser humano, más desde el punto de vista emocional que del físico, aunque también lo físico me pareciera raro. No era mi estilo habitual. Normalmente no me relacionaba con la gente con tanta facilidad, a un nivel tan básico.

Desde luego, no con seres humanos.

—Si es así como vas a reaccionar siempre, creo que se me va a ir la olla más a menudo —su voz sonó ahora ligera, otra vez normal, y su risa retumbó en mi oído. Me exploró el pelo con los dedos, con suavidad y de forma vacilante.

Bueno, era amistad al menos para mí.

Me retiré con rapidez, riéndome con él, pero decidida a poner las cosas en su sitio de una vez.

—Es difícil de creer que soy dos años mayor que tú —dije, enfatizando la palabra «mayor»—. Me haces sentir como una enana —estando tan cerca de él, realmente tenía que estirar el cuello para verle la cara.
—Se te ha olvidado que ando ya por los cuarenta, claro.
—Oh, claro.

Me dio unos golpecitos en la cabeza.

—Eres como una muñequita —bromeó—. Una muñeca de porcelana.

Puse los ojos en blanco y di un paso hacia atrás.

—Espero que no me salgan grietas blancas.
—En serio, Britt, ¿estás segura de que no las tienes? —apretó su brazo contra el mío. La diferencia era estremecedora—. Incluso eres más pálida que yo... Bueno, a excepción de... —se interrumpió y yo miré hacia otro lado intentando no dar paso en mi mente a lo que él había estado a punto de decir—. Pero bueno, ¿vamos a montar en las motos, o qué?
—Vamos allá —acordé, con más entusiasmo del que había sentido hacía medio minuto. Su frase inacabada me había recordado el motivo por el que estábamos allí.


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Que les parece la manada de lobos comandada por Finn? (:
dianna agron 16
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Lun Nov 25, 2013 9:52 pm

Hooooola! Les dejo el siguiente capitulo (:


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Adrenalina


—Bien, ¿dónde está el embrague?

Señalé una palanca en el manillar izquierdo. Era un misterio cómo iba a poder pulsarlo sin soltar el manillar. La pesada motocicleta temblaba debajo de mí, amenazando con tumbarme a un lado. Agarré otra vez el manillar, intentando mantenerla derecha.

—Sam, esto no se queda de pie —me quejé.
—Verás cómo va bien cuando esté en movimiento —me prometió él—. Ahora, ¿dónde tienes los frenos?
—Detrás de mi pie derecho.
—Error.

Me tomó la mano derecha y me dobló los dedos alrededor de la palanca de aceleración.

—Pero tú me dijiste...
—Éste es el freno que estás buscando. No uses ahora el freno de atrás, eso lo dejaremos para más tarde, cuando sepas lo que estás haciendo.
—Eso no suena nada bien —repliqué con cierta suspicacia—. ¿No son los dos frenos igual de importantes?
—Olvídate del freno de atrás, ¿vale? Aquí... —envolvió mi mano con la suya y me hizo apretar la palanca hacia abajo—. Así es como se frena. No lo olvides —me apretó la mano otra vez.
—De acuerdo —asentí.
—¿El acelerador?

Giré el manillar derecho.

—¿La palanca de cambios?

La empujé ligeramente con mi pantorrilla izquierda.

—Muy bien. Creo que ya has pillado el manejo de todas las partes. Ahora sólo te queda arrancar la moto.
—Oh, oh —murmuré, asustada, por decirlo con suavidad. Notaba unos extraños retortijones en el estómago y sentí que me iba a fallar la voz.

Estaba aterrorizada. Intenté decirme a mí misma que el miedo no tenía sentido. Ya había pasado por lo peor que podía ocurrirme. En comparación, ¿cómo me iba a asustar por esto? Supuse que debería poner cara de no importarme nada y reírme.

Pero mi estómago no estaba por colaborar.

Miré fijamente el largo tramo de camino polvoriento, flanqueado por una densa maleza envuelta en niebla. La senda era arenosa y húmeda, desde luego, mejor que el fango.

—Quiero que mantengas el embrague hacia abajo —me instruyó Sam.

Se me agarrotaron los dedos en torno a la palanca.

—Ahora, esto es crucial, Britt —insistió—. No dejes que la moto se te vaya, ¿vale? Quiero que pienses que te he dado una granada explosiva. Le has quitado el seguro y estás sujetando el detonador.

Lo apreté con más fuerza.

—¿Crees que podrás arrancar el pedal?
—Si muevo el pie, me caigo —le expliqué con los dientes apretados y los dedos tensos sobre mi supuesta granada explosiva.
—Vale, yo te tengo. No sueltes el embrague.

Dio un paso atrás y súbitamente golpeó con fuerza el pedal. La moto hizo un sonido brusco como de tableteo y la fuerza del tirón la hizo balancearse. Empecé a caerme de lado, pero Sam agarró la moto antes de que me estampara contra el suelo.

—Mantén el equilibrio —me animó—. ¿Tienes bien sujeto el embrague?
—Sí —respiré entrecortadamente.
—Planta bien el pie, voy a intentarlo otra vez.

No obstante, en esta ocasión puso una mano en la parte trasera del asiento, con el fin de asegurarse.

Necesitó al menos cuatro intentos antes de que arrancara y la moto rugiera entre mis piernas como un animal agresivo. Aferré con fuerza el embrague hasta que me dolieron los dedos.

—Aprieta el acelerador —me sugirió—, muy suavemente. Y sobre todo, no sueltes el embrague.

Giré de forma vacilante el manillar derecho. Aunque se movió muy poco, la moto gruñó. Sonaba enfadada y casi hambrienta. Sam sonrió con gran satisfacción.

—¿Recuerdas cómo se pone en primera? —me preguntó.
—Sí.
—Bien, venga, vamos.
—Vale.

Esperó unos segundos.

—Suelta el pie —me urgió.
—Ya lo sé —dije, aspirando aire profundamente.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —me preguntó Sam—. Pareces asustada.
—Estoy bien —repliqué con brusquedad. Cambié la marcha rápidamente.
—Muy bien —me alabó—. Ahora, con mucha suavidad, suelta el embrague.

Se apartó un paso de la moto.

—¿Quieres que deje caer la granada? —pregunté sin podérmelo creer. Con razón había empezado a retirarse.
—A ver qué tal la llevas, Britt. Procura ir poco a poco.

En el momento en que abrí ligeramente la mano para soltar el embrague, me paralizó una voz que no pertenecía al chico que tenía al lado.

Esto es temerario, infantil y estúpido, Britt, bufó aquella voz aterciopelada.

—¡Oh! —comencé a jadear y solté el embrague de forma repentina.

La moto cabeceó debajo de mí, lanzándome hacia delante, y después se me cayó encima, medio aplastándome. El motor rugiente se caló y luego se paró definitivamente.

—¿Britt? —Sam me sacó la moto de encima con premura—. ¿Estás herida?

Pero yo no le escuchaba.

Ya te lo había dicho, murmuró la voz perfecta, nítida como el cristal.

—¿Britt? —Sam me sacudió el hombro.
—Estoy bien —murmuré aturdida.

Mejor que bien, en realidad. Había regresado la voz a mi cabeza. Todavía sonaba en mis oídos, con ecos suaves, aterciopelados.

Mi mente analizó con rapidez todas las posibilidades. Aquí no había nada que pudiera resultarme familiar: era una carretera en la que nunca había estado, haciendo algo que jamás había hecho, así que no podía tratarse de ningún déjà vu. Esto me hizo suponer que las alucinaciones eran provocadas por algo más... Sentí la adrenalina fluir por mis venas y pensé que aquí estaba la respuesta. Debía de ser alguna combinación de adrenalina y peligro, o quizás de simple estupidez...

Sam me estaba poniendo en pie.

—¿Te has dado un golpe en la cabeza? —me preguntó.
—No lo creo —la moví arriba y abajo para comprobarlo—. ¿No habré estropeado la moto, verdad?

Este pensamiento me preocupaba. Estaba ansiosa por probarlo de nuevo, enseguida. El comportamiento temerario me estaba yendo mejor de lo que había pensado. Tenía que dejar de pensar en engaños. Quizás había encontrado la forma de provocar las alucinaciones, y esto sin duda era mucho más importante.

—No, sólo has calado el motor —dijo Sam, interrumpiendo mis diligentes especulaciones—. Soltaste el embrague demasiado deprisa.

Asentí.

—Probaré de nuevo.
—¿Estás segura? —inquirió Sam.
—Afirmativo.

Esta vez intenté arrancarla yo. Era complicado; tenía que saltar un poco para dar el golpe seco sobre el pedal con fuerza suficiente, y cada vez que lo hacía, la moto intentaba tirarme. La fuerte mano de Sam flotaba sobre los manillares, preparada para agarrarme si lo necesitaba.

Fueron necesarios unos cuantos buenos intentos y bastantes más de los malos antes de que el motor arrancara y comenzara a rugir entre mis muslos. Me acordé de sujetarlo como si fuera una granada y aceleré con la palanca de forma vacilante. Respondió con un gruñido al toque más ligero. Mi sonrisa se correspondía ahora con la de Sam.

—Suelta despacio el embrague —me recordó.

¿Entonces, eso es lo que quieres, matarte? ¿Es eso de lo que va todo esto?, intervino de nuevo la otra voz, con severidad.

Sonreí con los labios apretados —todavía funcionaba— e ignoré las preguntas. Sam no iba a dejar que me pasara nada malo.

Vete a casa con Charlie, ordenó la voz. Su pura belleza me asombró. No podía permitir que este recuerdo se perdiera, no importaba al precio que fuera.

—Suéltalo lentamente —me animó Sam.
—Lo haré —contesté. Me molestó un poco la idea de que pareciera que les contestaba a los dos a la vez.

La voz de mi mente gruñó por encima del rugido de la moto.

Intenté concentrarme esta vez, para que la voz no volviera a sorprenderme y relajé la mano muy poco a poco. De pronto, la marcha entró y me arrastró hacia delante.

Y de repente, volaba.

Apareció un viento que no había soplado hasta ese momento, azotó mi piel y la aplastó contra el hueso del cráneo con tal fuerza que parecía que alguien tiraba de ella. Me había dejado el estómago en el punto de partida; la adrenalina fluía por mi cuerpo, haciéndome cosquillas en las venas. Los árboles parecían correr a mi lado, difuminándose en una pared verde.

Y eso que iba sólo en primera. Mi pie volvió a empujar la palanca de cambios, mientras giraba el manillar para dar más gas.

¡No, Britt!, la voz dulce como la miel tronó enfadada en mi oído. ¡Mira por dónde vas!

Esto me distrajo lo suficiente de la velocidad como para darme cuenta de que la carretera cambiaba lentamente en una curva hacia la izquierda y yo aún no había empezado la maniobra de giro. Sam no me había explicado cómo hacerlo.

—Frenos, frenos —murmuré para mis adentros, y de forma instintiva hundí el pie derecho, de la misma manera que lo hacía en el coche.

La moto volvió a dar sacudidas a un lado y a otro respectivamente. Me conducía hacia aquel muro verde a toda pastilla. Intenté voltear el manillar en otra dirección y el cambio repentino de mi peso empujó la moto contra el suelo, todavía girando hacia los árboles.

La moto me cayó encima otra vez —el motor siguió rugiendo con fuerza— y me arrastró por la arena mojada hasta impactar contra algo fijo. No podía ver nada. Tenía la cara enterrada en el musgo. Intenté levantar la cabeza, pero algo me lo impedía.

Me sentía mareada y confusa. Parecía como si hubiera tres cosas rugiendo a la vez: la moto que tenía encima, la voz que sonaba dentro de mi cabeza y algo más...

—¡Britt! —gritaba Sam. Escuché cómo se extinguía el rugido de la otra moto.

Mi motocicleta dejó de aplastarme y me revolví en el suelo, intentando recuperar la respiración. Todos los rugidos cesaron.

—Guau —murmuré. Estaba eufórica. Al fin había encontrado la suma idónea para provocar las alucinaciones: adrenalina más peligro más estupidez. O algo parecido.

—¡Britt! —Sam se había inclinado sobre mí con ansiedad—. Britt, ¿estás viva?
—¡Estoy genial! —grité con entusiasmo. Flexioné los brazos y las piernas y todo parecía funcionar correctamente—. ¡Vamos a hacerlo otra vez!
—No creo que sea una buena idea —la voz de Sam todavía sonaba preocupada—. Será mejor que te lleve primero al hospital.
—Estoy bien.
—¿Ah, sí, Britt? Tienes un corte bien grande en la frente y estás poniendo todo perdido de sangre —me informó.

Me llevé la mano a la cabeza, mojada y pegajosa, de eso no cabía duda. No podía oler nada, salvo el musgo húmedo adherido a mi rostro, y eso me había evitado las náuseas.

—Oh, lo siento tanto, Sam —me apreté fuerte la herida, como si de esa manera pudiera empujar de nuevo la sangre a mi cabeza.
—¿Por qué te disculpas por sangrar? —preguntó él, mientras me sujetaba la cintura con su largo brazo y me alzaba hasta ponerme de pie—. Vámonos. Conduzco yo —alzó la mano para tomar las llaves.
—¿Y qué hacemos con las motos? —le pregunté mientras se las daba.

Pensó durante un segundo.

—Espera aquí. Y toma esto —se quitó la camiseta, que ya se había manchado de sangre, y me la arrojó. Hice un lío con ella y me la apreté con fuerza contra la frente. Ya empezaba a sentir el olor de la sangre; inspiré profundamente a través de la boca e intenté pensar en otra cosa.

Sam saltó sobre la moto negra, la arrancó al primer intento y corrió de nuevo hacia la carretera, dejando a sus espaldas una estela de arena y piedras. Tenía un aspecto atlético y profesional cuando se inclinó sobre el manillar, con la cabeza baja, el rostro hacia delante y el cabello brillante golpeando sobre la piel de su espalda. Se me entrecerraron los ojos de la envidia. Estaba segura de que yo no mostraba el mismo aspecto subida en la moto.

Me sorprendió lo lejos que había ido. Apenas podía distinguir a Sam en la distancia cuando finalmente llegó al coche. Dejó la moto en la parte de atrás y saltó al asiento del conductor.

No me sentí mal en absoluto mientras él hacía que el motor de mi coche rugiera de forma ensordecedora en su prisa por volver a donde yo me encontraba. Me dolía un poco la cabeza y tenía el estómago algo revuelto, pero el corte no parecía serio. Las heridas de la cabeza son las que más sangran. Tanta urgencia me pareció innecesaria.

Sam dejó el coche en marcha mientras corría hacia mi lado, volviendo a poner su brazo en torno a mi cintura.

—Venga, vamos a subirte al coche.
—Estoy bien, de verdad —le aseguré mientras me ayudaba a incorporarme—. No te pongas como loco, que sólo es un poco de sangre.
—Más bien es un montón de sangre —le escuché murmurar mientras volvía a buscar mi moto.
—Bueno, ahora vamos a pensar esto un poco —comencé cuando volvió—. Si me llevas tal como estoy a urgencias, seguro que Charlie se va a enterar —miré hacia mis pantalones, manchados de arena y polvo.
—Britt, creo que necesitas puntos y no voy a dejar que te desangres viva.
—Eso no va a ocurrir —le prometí—. Sólo querría que lleváramos primero las motos y después paráramos un momento en mi casa, para arreglarme un poco antes de ir al hospital.
—¿Y qué pasa con Charlie?
—Me dijo que hoy tenía trabajo.
—¿Estás del todo segura?
—Confía en mí. No es tan grave como parece.

Sam no se quedó nada contento, como mostraba su boca torcida de un modo poco habitual en él, pero tampoco quería yo meterme en problemas. Miré por la ventana sin dejar de sujetar su camiseta contra la herida mientras él me llevaba a Forks.

Lo de la moto había funcionado mucho mejor de lo que había soñado. Había servido a su propósito original. Había conseguido incumplir lo prometido. Me había comportado de un modo innecesariamente temerario. Me sentía un poco menos patética ahora que las dos partes habíamos roto las promesas.

¡Y además había descubierto la clave de las alucinaciones! Al menos, así lo esperaba. Estaba dispuesta a comprobar mi teoría tan pronto como fuera posible. Quizás terminaran pronto conmigo en urgencias y pudiera intentarlo otra vez esa misma noche.

Correr de ese modo por la carretera había sido sorprendente. La sensación del viento en la cara, la velocidad, la libertad... me recordaron mi vida pasada, volando a través del bosque espeso, sin caminos, a cuestas mientras ella corría. Frené el pensamiento justo aquí, dejando que el recuerdo se disolviera en una repentina agonía. Me estremecí.

Sam se dio cuenta.

—¿Sigues encontrándote bien?
—Sí —intenté sonar tan convincente como antes.
—A propósito —añadió—. Voy a desconectarte el freno del pie esta noche.

Una vez en casa, lo primero que hice fue ir a mirarme al espejo; tenía una pinta horripilante. Al secarse, la sangre había formado gruesas costras en la mejilla y en el cuello, apelmazándose en mi pelo lleno de barro. Me examiné clínicamente, fingiendo que la sangre era pintura, de modo que no se me alterara el estómago. Respiré a través de la boca y todo fue bien.

Me lavé lo mejor que pude. Después, escondí mis ropas sucias y ensangrentadas en el fondo de la cesta de la ropa sucia, me puse unos vaqueros limpios y una camisa abotonada por delante —para no tener que sacármela por la cabeza— con el mayor cuidado. Me las arreglé para hacer todo esto con una sola mano para mantener la ropa lo mas limpia de sangre que fuera posible.

—Date prisa —me apremió Sam.
—Vale, vale —le grité de vuelta.

Después de asegurarme de que no había dejado a mi espalda ninguna evidencia que me delatara, bajé las escaleras.

—¿Qué aspecto tengo? —le pregunté.
—Mejor —reconoció él.
—Pero ¿tengo el aspecto de haber tropezado en tu garaje y haberme dado un golpe en la cabeza con un martillo?
—Sí, yo diría que sí.
—Entonces, vamos.

Sam se apresuró a sacarme de la casa e insistió en conducir de nuevo. Íbamos casi a mitad de camino del hospital cuando me di cuenta de que iba sin camiseta.

Fruncí el ceño, sintiéndome culpable.

—Debería haber tomado una chaqueta para ti.
—Eso nos habría descubierto —bromeó él—. Además, no hace frío.
—¿Estás de broma? —temblé y me incliné para encender la calefacción.

Le miré para comprobar si sólo se estaba haciendo el duro de modo que yo no me preocupara, pero parecía bastante cómodo. Había pasado un brazo por el respaldo de mi asiento, aunque yo iba acurrucada, para mantener el calor.

La verdad era que Sam parecía mayor de los dieciséis años que tenía. No aparentaba cuarenta, pero sí parecía mayor que yo. Jake no era mucho más musculoso que él, por mucho que Sam se quejara de ser un esqueleto. Sus músculos, de tipo enjuto y nervudo, destacaban con toda nitidez bajo su piel suave. Tenía un color tan bonito que me dio envidia.

Sam notó mi escrutinio.

—¿Qué? —preguntó, pensando de pronto en su aspecto.
—Nada. Que no me había dado cuenta antes. ¿Sabes que estás bastante bien?

Una vez que las palabras salieron de mis labios, me arrepentí por si él se tomaba mi observación impulsiva de manera errónea.

Pero Sam lo único que hizo fue poner los ojos en blanco.

—Te has dado un buen golpe en la cabeza, ¿a que sí?
—Lo digo en serio.
—Vale, pues entonces gracias. O lo que sea.

Sonreí de oreja a oreja.

—Pues de nada. O lo que sea.

Me tuvieron que dar siete puntos para cerrarme la herida de la frente. Después del pinchazo de la anestesia local, no volví a sentir dolor alguno a lo largo del proceso. Sam me sostuvo la mano mientras el doctor Snow me cosía, e intenté no pensar en la ironía del asunto.

Estuvimos en el hospital todo el rato. Para cuando terminaron conmigo, tuve que dejar a Sam en su casa y apresurarme de vuelta a la mía para hacerle la comida a Charlie. Este pareció tragarse la historia de mi caída en el garaje de Sam. Después de todo, ya en otras ocasiones había sido capaz de trasladarme yo sola a urgencias, sin más ayuda que la de mis propios pies.

Esa noche no fue tan mala como la primera, después de haber oído aquella voz perfecta en Port Angeles. El agujero en el pecho regresó como solía ocurrir cuando estaba lejos de Sam, pero sin ese dolor punzante en los bordes. Ya estaba planeando cosas, a la búsqueda de nuevos engaños, de modo que eso me distraía. También influía el hecho de saber que al día siguiente, cuando volviera a estar con Sam, me sentiría mejor. Esto hacía que el agujero vacío y el dolor familiar se me hicieran más fáciles de soportar, ya que el alivio estaba a la vista. La pesadilla, a su vez, había perdido algo de su poder. Seguía horrorizada por la nada, como siempre, pero también me sentía extrañamente impaciente mientras esperaba el momento que me enviaría gritando a la vigilia. Sabía que la pesadilla tenía que terminar.

El miércoles siguiente, antes de que llegara a casa desde urgencias, el doctor Gerandy llamó a mi padre para advertirle de que probablemente tuviera un poco de conmoción y que se acordara de despertarme cada dos horas durante la noche para asegurarse de que no era nada grave. Charlie entrecerró los ojos de forma suspicaz ante mi endeble explicación sobre otro tropiezo.

—Quizás deberías mantenerte alejada del garaje también, Britt —sugirió esa noche durante la cena.

Tuve un ataque de pánico, preocupada porque a Charlie le diera por emitir algún tipo de edicto contra mis visitas a La Push, y por tanto contra mi moto. No iba a dejarlo, ya que aquel día había tenido la más asombrosa de las alucinaciones. Mi ensoñación de la voz de terciopelo había estado gritándome casi cinco minutos antes de que presionara el freno demasiado bruscamente y me estampara contra un árbol. Sufriría cualquier dolor que me causara esa noche sin queja ninguna.

—Esto no me ha pasado en el garaje —protesté con rapidez—. Íbamos de excursión y me tropecé con una piedra.
—¿Desde cuándo te gusta ir de excursión? —me preguntó Charlie, escéptico.
—Desde que trabajo en la tienda Abrams creo que se me ha pegado algo —le señalé—. Si te pasas todo el día vendiendo las virtudes de salir al aire libre, te pica un poco la curiosidad.

Charlie me miró, nada convencido.

—Tendré más cuidado —le prometí al tiempo que a escondidas cruzaba los dedos debajo de la mesa.
—No me importa que vayas de excursión por aquí, en los alrededores de La Push, pero no te alejes de la ciudad, ¿vale?
—¿Por qué?
—Bueno, últimamente estamos recibiendo un montón de quejas sobre animales salvajes. El departamento forestal va a hacer unas comprobaciones, pero de momento...
—Ah claro, el gran oso —dije, cayendo de pronto en la cuenta—. Sí, alguno de los mochileros que vienen a Abrams lo ha visto. ¿Tú crees que realmente hay algún gran oso mutante por ahí?

Se le arrugó la frente.

—Algo hay. Tú mantente cerca de la ciudad, ¿vale?
—Vale, vale —repuse de inmediato. No obstante, él no parecía del todo convencido.


—Charlie se está mosqueando —me quejé a Sam cuando le recogí en la escuela el viernes.
—Quizás deberíamos tomarnos con más calma lo de las motos —observó mi expresión de claro desacuerdo y añadió—: Al menos durante una semana, aproximadamente. Así podrías estar siete días fuera del hospital, ¿no?
—¿Y qué vamos a hacer entonces? —refunfuñé.

Sonrió con alegría.

—Pues lo que quieras.

Pensé durante cerca de un minuto qué era lo que realmente quería.

Odiaba la idea de perder mis escasos segundos de cercanía a aquellos recuerdos que no eran dolorosos, aquellos que venían por sí mismos, sin que yo los evocara conscientemente. Tendría que buscarme algún otro atajo hacia el peligro y la adrenalina si me veía privada de las motos, y ello me iba a suponer un considerable esfuerzo de creatividad. Quedarme sin hacer nada entre medias no me hacía ninguna gracia. ¿Y qué pasaba si me deprimía otra vez, incluso con Sam cerca? Tenía que mantenerme ocupada...

Quizás podría encontrar algún otro camino, alguna otra receta... algún otro lugar.

Lo de la casa había sido un error, sin lugar a dudas. Pero su presencia tenía que estar impresa en alguna parte, en alguna otra parte además de en mi interior. Debía de haber algún lugar donde ella pareciera más real que todos los demás sitios familiares, llenos de otros recuerdos humanos.

Únicamente se me ocurría un lugar que pudiera servir para esto. Un lugar que sólo le pertenecía a ella y a nadie más. Un lugar mágico, lleno de luz. Aquel hermoso prado que solamente había visto una vez en mi vida, iluminado por la luz solar y el centelleo de su piel.

La idea tenía muchas posibilidades de convertirse en un fracaso, e incluso podía resultar peligrosamente dolorosa. ¡Me dolía el vacío en el pecho sólo de pensarlo! Estaba siendo muy duro mantenerme en pie, sin dejarme llevar, pero seguramente, de todos los lugares existentes, aquél sería el único donde podría escuchar su voz. Y como ya le había dicho a Charlie que salía de excursión...

—¿Qué es lo que estás pensando con tanta concentración? —me preguntó Sam.
—Bueno... —comencé lentamente—. En una ocasión encontré un lugar en el bosque... Me topé con él cuando iba... de excursión. Es un pequeño prado, el sitio más bonito que he visto. No sé si podría rastrearlo yo sola. Seguramente me llevaría varias intentonas...
—Podemos usar una brújula y un mapa de coordenadas —dijo Sam, con una amabilidad llena de confianza—. ¿Recuerdas cuál era el punto de partida?
—Sí, en la cabecera misma del sendero donde termina la 101. Creo que iba principalmente en dirección sur.
—Guay. Lo encontraremos.

Como siempre, Sam estaba dispuesto a lo que yo quisiera sin importar lo extraño que fuera, por lo que el sábado por la tarde me embutí mis nuevas botas de montaña, que me había comprado esa misma mañana aprovechando por primera vez el descuento del veinte por ciento, y luego agarré mi mapa topográfico de la península de Olympic y conduje hasta La Push.

No salimos inmediatamente; primero porque Sam estaba tirado en el suelo del salón, ocupando todo el espacio y, durante al menos veinte minutos, se dedicó a trazar una complicada red sobre la sección que nos interesaba del mapa mientras yo me sentaba en la silla de la cocina a hablar con Billy, que no mostró interés alguno en nuestra supuesta excursión. Me sorprendió que Sam le hubiera contado adónde íbamos, teniendo en cuenta el jaleo que estaba montando la gente con los avistamientos de osos. Me hubiera gustado decirle a Billy que no se lo comentase a Charlie, pero me temía que pedirlo hubiera tenido el efecto contrario.

—Ojalá veamos al súper oso —bromeó Sam, con los ojos fijos en su dibujo.

Lancé una mirada rápida a Billy, esperando que reaccionara al estilo de Charlie.

Pero Billy se limitó a sonreír a su hijo.

—Quizás deberías llevarte un tarro de miel, sólo por si las moscas.

Sam se rió entre dientes.

—Espero que tus botas nuevas sean rápidas, Britt. Un tarro pequeño no va a mantener ocupado a un oso hambriento durante mucho tiempo.
—Sólo tengo que ser más rápida que tú.
—¡Pues vas a necesitar suerte! —dijo Sam, levantando los ojos al cielo mientras doblaba el mapa—. Vamos.
—Pasáoslo bien —masculló Billy al tiempo que se impulsaba en dirección al frigorífico.

Charlie no era una persona complicada para convivir, pero me dio la impresión de que Sam incluso lo tenía aún más fácil.

Condujimos hasta el final de la carretera polvorienta y nos paramos justo donde estaba el cartel que indicaba el comienzo del sendero. Había pasado mucho tiempo desde que estuve allí y se me hizo un nudo en el estómago a causa de los nervios. Esto podría convertirse en algo realmente malo, pero quizás mereciera la pena, si conseguía volver a oírle.

Salimos y miré hacia la densa masa de verdor.

—Yo iré por este camino —murmuré, señalando justo hacia delante.
—Mmm —murmuró Sam.
—¿Qué?

Él miró en la dirección que yo había señalado, después volvió la vista hacia la pista claramente marcada y otra vez al camino.

—Debería haber supuesto que eres de la clase de chicas a las que les gustan los caminos.
—Pues no —sonreí débilmente—. Soy una rebelde.

Se rió y después desplegó el mapa.

—Concédeme un momento —sostuvo la brújula con pericia a la vez que giraba el mapa hasta tomar el ángulo deseado.
—De acuerdo, es la primera línea de las coordenadas. Vamos a seguirla.

No cabía duda de que demoraba el paso de Sam, pero éste no protestó. Intenté no pensar demasiado en mi última excursión a través de esa parte del bosque, con una compañía tan distinta. Los recuerdos normales todavía eran peligrosos para mí. Si me permitía sumergirme en ellos, terminaría con los brazos cruzados sobre el pecho, luchando por respirar y a ver cómo le iba a explicar eso a Sam.

No me costó tanto como pensaba el mantenerme concentrada en el presente. El bosque se parecía mucho a cualquier otra parte de la península y Sam le daba a todo un sello personal muy diferente.

Iba silbando alegremente una melodía que yo no conocía mientras movía los brazos de un lado para otro y se deslizaba con facilidad a través de la áspera maleza. Las sombras no me parecieron tan oscuras como siempre. No, acompañada por mi sol personal.

Sam miraba la brújula cada pocos minutos para comprobar que seguíamos la primera línea de sus coordenadas. Realmente parecía que sabía lo que se traía entre manos. Estuve a punto de felicitarle por ello, pero me contuve. Sin duda, hubiera sido una excusa perfecta para añadirse otros cuantos años a su edad, más que inflada.

Mi mente vagaba mientras caminaba y comencé a sentir curiosidad. No había olvidado la conversación que mantuvimos al lado de los acantilados y esperaba que él volviera a sacarla, aunque no parecía que eso fuera a suceder.

—Esto..., ¿Sam? —pregunté, vacilante.
—¿Sí?
—¿Qué tal van las cosas con Ryder? ¿Ha vuelto ya a la normalidad?

Sam permaneció en silencio durante un minuto, todavía andando a largas zancadas. Cuando ya iba casi tres metros por delante, se paró a esperarme.

—No, no ha vuelto a la normalidad —contestó mientras le alcanzaba, con las comisuras de la boca inclinadas hacia abajo. No echó a andar de nuevo, así que lamenté inmediatamente haber sacado el tema.
—Todavía sigue con Finn.
—Vaya.

Me pasó el brazo por los hombros y parecía tan preocupado que no intenté sacármelo de encima como quien no quiere la cosa, como hubiera hecho de ser otro el caso.

—¿Aún te siguen mirando con cara de burla? —medio susurré.

Sam miró fijamente a través de los árboles.

—Algunas veces.
—¿Y Billy?
—Tan útil como siempre —repuso con un tono de voz amargo y enfadado que me hizo sentirme mal.
—Nuestra casa está siempre abierta —le ofrecí.

Se rió, rompiendo así su extraño estado de ánimo.

—Pero piensa en la mala situación en la que pondríamos a Charlie... cuando Billy llamara a la policía para denunciar mi secuestro.

Me reí también, contenta de que Sam volviera a ser el de siempre.

Nos detuvimos cuando él dijo que habíamos andado nueve kilómetros y cortamos hacia el oeste durante un rato, para luego volver a tomar otra de las líneas de sus coordenadas. Todo parecía exactamente igual que lo que habíamos dejado atrás, y tuve la sensación de que mi tonta búsqueda no nos iba a llevar a ninguna parte. Me fui convenciendo cada vez más conforme comenzó a oscurecer y el día sin sol se fue transformando en una noche sin estrellas, aunque Sam parecía mantener la confianza.

—Siempre que estés segura de que salimos del lugar correcto... —me miró.
—Sí, estoy segura.
—Entonces lo encontraremos —me prometió, agarrándome la mano e impulsándome a través de una masa de helechos. Al otro lado apareció mi coche. Gesticuló hacia él con orgullo—. Confía en mí.
—Eres bueno —admití—, aunque la próxima vez traeremos linternas.
—Reservaremos los domingos para hacer excursiones, de aquí en adelante. No sabía que fueras tan lenta.

Tiré de mi bolso bruscamente y lo estampé contra el asiento del conductor mientras él se reía por mi reacción.

—¿Así que estás dispuesta a intentarlo de nuevo mañana? —me preguntó, mientras se deslizaba hacia el lado del copiloto.
—Seguro. A no ser que prefieras ir solo para que no te ralentice mi cojera.
—Sobreviviré —me aseguró—. Aunque si quieres seguir haciendo excursiones, mejor te traes unas cuantas tiritas. Te apuesto algo a que te acabas de dar cuenta de que llevas puestas esas botas nuevas.
—Un poco —confesé. Me parecía tener en los pies más ampollas que espacio para que salieran.
—Ojalá que veamos al oso mañana. Estoy un poco decepcionado por no haberlo divisado.
—Sí, yo también —le di la razón, aunque de forma sarcástica—. ¡Quizá tengamos suerte mañana y algo nos coma vivos!
—Los osos no se comen a la gente. No les sabemos tan bien —me sonrió en la cabina oscura del coche—. Claro, aunque tal vez tú seas la excepción. Me apuesto lo que quieras a que sabes estupendamente.
—Muchas gracias —contesté mientras miraba hacia otro lado. No era la primera persona que me había dicho eso.



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Espero les guste besos (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por micky morales Mar Nov 26, 2013 11:06 am

cuando va a volver santana, sin ella es un aburrimirnto, y como no soporto a sam,pues peor!, bueno, hasta pronto!
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Mensaje por dianna agron 16 Vie Nov 29, 2013 12:18 am

cuando va a volver santana, sin ella es un aburrimirnto, y como no soporto a sam,pues peor!, bueno, hasta pronto!


Pronto volvera no desesperes, lo hará y seguro odiaras a Sam (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Vie Nov 29, 2013 12:21 am

Espero les guste besos (:

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Tres son multitud


El tiempo comenzó a transcurrir mucho más deprisa de lo que lo había hecho hasta ese momento. El instituto, el trabajo y Sam —no necesariamente en ese orden— trazaron un camino a seguir nítido y sencillo, y Charlie vio cumplido su deseo: dejé de estar abatida. Por supuesto, no me engañaba del todo, no podía ignorar las consecuencias de mi comportamiento cuando me detenía a hacer un balance de mi vida, lo cual procuraba que no sucediera a menudo.

Yo era como una luna perdida —una luna cuyo planeta había resultado destruido, igual que en algún guión de una película de cataclismos y catástrofes— que, sin embargo, había ignorado las leyes de la gravedad para seguir orbitando alrededor del espacio vacío que había quedado tras el desastre.

Empecé a mejorar montando en moto, y eso significaba unos cuantos vendajes menos con los que preocupar a Charlie, pero también el debilitamiento de la voz que me hablaba, hasta que al fin ya no la oí. Me sumí en un silencioso pánico. Me lancé con frenética desesperación a la búsqueda del prado y me devané los sesos para encontrar otras actividades que produjeran adrenalina.

No me fijaba en los días transcurridos —no había motivo alguno para que lo hiciera—, sino que intentaba vivir el presente al máximo, sin olvidar el pasado ni dificultar la llegada del futuro, por eso me sorprendió la fecha cuando Sam la sacó a colación durante uno de nuestros sábados de estudio. Estaba delante de su casa esperando a que detuviera el coche.

—Feliz día de San Valentín —dijo Sam con una sonrisa pero, al mismo tiempo, agachando la cabeza.

Me tendió una pequeña caja rosa que se balanceó sobre la palma de su mano. Eran los típicos caramelos con forma de corazón.

—Jo, me siento como una gilipollas —farfullé—. ¿Hoy es San Valentín?

Sam asintió con la cabeza con fingida tristeza.

—Mira que a veces puedes estar en la inopia. Sí, hoy es catorce de febrero. Entonces, ¿vas a ser mi enamorada el día de hoy? Dado que no tienes una cajita de caramelos de cincuenta centavos, es lo menos que puedes hacer.

Comencé a sentirme incómoda. Estaba hablando de guasa, pero sólo en apariencia.

—¿Qué implica eso exactamente? —pregunté para intentar salirme por la tangente.
—Lo de siempre... Que seas mi esclava de por vida, y ese tipo de cosas.
—Ah, bueno, si es sólo eso...

Me tomé un dulce a la espera de idear la manera de dejar claros los límites. Una vez más. Parecían volverse muy, muy difusos con Sam.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer mañana? ¿Senderismo o una visita a urgencias?
—Senderismo —decidí—. No eres el único capaz de obsesionarse con algo. Empiezo a creer que me he imaginado ese prado... —torcí el gesto al mencionar el lugar.
—Lo encontraremos —me aseguró—. Motos el viernes, ¿hace?

Entonces vi la ocasión y me lancé a ella sin pensarlo dos veces.

—El viernes voy a ir al cine. Siempre se lo estoy prometiendo a mis compis de la cafetería.

A Artie le iba a encantar...

... pero a Sam se le descompuso el rostro y atisbé la decepción en sus ojos antes de que clavara la mirada en el suelo.

—Tú también vendrás, ¿no? —me apresuré a añadir—. ¿O será para ti un latazo soportar a un grupo de aburridos estudiantes de último año?

De ese modo, aproveché la ocasión para marcar una cierta distancia entre los dos. No soportaba la idea de hacer daño a Sam. Existía cierta conexión entre nosotros, aunque fuera de un modo peculiar, y su pena me dolía. Además, la idea de disfrutar de su compañía durante el calvario —le había prometido a Artie lo del cine, pero no me hacía demasiada gracia la idea de llevarlo a cabo— resultaba también una tentación.

—¿Te apetece que vaya yo... con tus amigos?
—Sí —admití con franqueza, y continué con unas palabras que eran como pegarme un tiro en el pie—: Me divertiré mucho más si vienes tú. Invita a Jake, haremos una fiesta.
—Jake va a flipar. ¡Chicas del último curso!

Soltó una carcajada y puso los ojos en blanco. Ninguno de los dos mencionamos a Ryder. Yo también me reí.

—Intentaré llevarle un grupo variado.

Le saqué a colación el tema a Artie cuando terminó la clase de Lengua y Literatura:

—Eh, Artie, ¿tienes libre este viernes por la noche?

Alzó los ojos en los que de inmediato relampagueó la esperanza.

—Sí, así es. ¿Quieres salir?

Formulé mi respuesta con sumo cuidado.

—Estaba pensado en formar un grupo para ir a ver Crosshairs —enfaticé la palabra «grupo». Esta vez había hecho los deberes e incluso me había leído los resúmenes de las películas para asegurarme de que no me iban a pillar desprevenida. Se suponía que dicho largometraje era un baño de sangre de principio a fin. No me había recuperado hasta el punto de poder aguantar sentada la visión de una película de amor—. ¿A que suena divertido?
—Sí —coincidió, visiblemente menos interesado.
—Guay.

Pareció recuperar su nivel de entusiasmo del principio al cabo de un momento y propuso:

—¿Qué te parece si invitamos a Tinna y a Mike? ¿O a Matt y Katie?

Al parecer, se proponía convertir aquello en una especie de doble cita.

—¿Y qué tal si vienen todos? —sugerí—, y Sugar también, por supuesto y tal vez Lauren —añadí a regañadientes. Le había prometido variedad a Jake.
—Vale —musitó Artie con frustración.
—Además —proseguí—, cuento con un par de amigos de La Push a los que voy a invitar, por lo que parece que vamos a necesitar tu Suburban si acude todo el mundo.

Artie entrecerró los ojos con recelo.

—¿Son ésos los amigos con los que ahora te pasas todo el tiempo estudiando?
—Sí, los mismos —respondí con desenfado—, aunque considéralo más bien unas clases particulares... Sólo son de segundo...
—Ah —repuso Artie, sorprendido, y sonrió después de considerarlo unos instantes.

Sin embargo, al final no se necesitó el Suburban de Artie.

Sugar y Lauren se disculparon alegando estar ocupadas en cuanto Artie dejó entrever que yo andaba de por medio. Matt y Katie ya tenían planes —celebraban el aniversario de sus tres semanas, o algo parecido—. Incluso Jake quedó descartado, castigado por pelearse en el instituto. Al final, sólo podían ir Tinna, Mike y, por supuesto, Sam.

Pese a todo, la escasa participación no disminuyó las expectativas de Artie. No sabía hablar de otra cosa que no fuera la salida del sábado.

—¿Estás segura de que no prefieres ir a ver Tomorrow and Forever?—preguntó durante el almuerzo, refiriéndose a la comedia romántica de moda que encabezaba la taquilla—. En la página web Rotten Tomatoes la ponen mejor.
—Prefiero ver Crosshairs —insistí—. Me apetece ver un poco de acción, busco algo de vísceras y sangre —Artie giró la cabeza en otra dirección, pero no antes de que pudiera ver su expresión, que decía: «Pues sí, está loca».

Un vehículo muy conocido estaba aparcado delante de mi casa cuando llegué después del instituto. Sam permanecía apoyado en el capó. Una enorme sonrisa le iluminaba el rostro.

—¡Increíble! —grité mientras salía del coche de un salto—. ¡Lo has acabado! ¡No me lo puedo creer! ¡Has terminado el Volkswagen Golf!

Esbozó una sonrisa radiante.

—Esta misma noche... Éste es el viaje inaugural.

Alcé la mano para que chocara esos cinco. Y lo hizo, pero dejó allí la suya y retorció sus dedos a través de los míos.

—Así pues..., ¿conduzco yo esta noche?
—Segurísimo —contesté, y luego suspiré.
—¿Qué ocurre?
—Me rindo... No puedo superar esto. Tú ganas. Eres el mayor.

Se encogió de hombros sin sorprenderse por mi capitulación y contestó:

—Naturalmente que lo soy.

El Suburban dobló la esquina dando resoplidos. Yo retiré mi mano de la de Sam, pero Artie nos vio y puso una cara que fingí no advertir.

—Recuerdo a ese tío —dijo Sam con un hilo de voz mientras Artie aparcaba al otro lado de la calle—. Es el que se creía que eras su novia. ¿Sigue confundido?

Enarqué una ceja.

—Hay gente inasequible al desaliento.
—Puede que no —repuso Sam con gesto pensativo—; a veces, la persistencia tiene su recompensa.
—Aunque la mayoría de las veces sólo es un fastidio.

Artie salió del coche y cruzó la calle.

—Hola, Britt —me saludó; luego, su mirada se llenó de cautela cuando alzó los ojos hacia Sam. También yo le miré, intentando mostrarme objetiva. En realidad, no parecía un chico de segundo para nada. Era tan grande que la cabeza de Artie apenas le llegaba al hombro. No quería ni imaginar adonde le llegaba yo cuando estaba a su lado. Además, su rostro tenía un aspecto más adulto incluso que el del mes pasado.
—Hola, Artie. ¿Recuerdas a Sam Evans?
—La verdad es que no —le tendió la mano.
—Soy un viejo amigo de la familia —se presentó Sam mientras le estrechaba la mano. Ambos apretaron con más fuerza de la necesaria. Artie dobló los dedos cuando cesó el saludo.

Oí sonar el teléfono de la cocina y antes de salir disparada hacia la casa les dije:

—Será mejor que conteste. Podría ser Charlie.

Era Mike. Tinna había contraído una gripe estomacal y a él no le parecía bien venir sin ella. Se disculpó por ponernos en un apuro.

Caminé de regreso junto a los chicos que me esperaban moviendo la cabeza. En realidad, esperaba que Tinna se recuperara pronto, pero debía admitir que este suceso me disgustaba por razones puramente egoístas. Aquella noche íbamos a estar sólo nosotros tres, Artie, Sam y yo. Esto va a ir sobre ruedas, pensé con macabro sarcasmo.

No parecía que Artie y Sam hubieran empezado a hacerse amigos en mi ausencia. Se miraban el uno al otro a varios metros de distancia mientras me esperaban. Artie tenía una expresión huraña mientras que la de Sam era tan jovial como siempre.

—Tinna está enferma —les dije con desánimo—, por lo que ni ella ni Mike van a venir.
—Parece que la gripe ataca de nuevo. Austin y Conner faltaron hoy a clase. Tal vez deberíamos dejarlo para otro momento —sugirió Artie.

Sam habló antes de que yo pudiera mostrarme de acuerdo.

—Yo todavía quiero ir, pero si prefieres retirarte, Artie...
—No, yo voy —le interrumpió Artie—. Sólo estaba pensando en Tinna y Mike. Vamos.

Comenzó a andar hacia su vehículo, pero yo le pregunté:

—¿Te importa que conduzca Sam, Artie? Se lo prometí porque acaba de terminar su coche. Lo ha hecho con sus propias manos partiendo de cero —alardeé, orgullosa como una mamá de la Asociación de Padres de Alumnos cuyo hijo figura en la lista del director.
—Estupendo —espetó Artie.
—En ese caso, vamos —dijo Sam, como si eso lo arreglara todo. Era el que parecía más cómodo de los tres.

Artie se subió al asiento trasero del Golf con cara de enfado.

Sam siguió con su alegría congénita y no dejó de parlotear hasta que no pude hacer otra cosa que olvidar a Artie, que se iba enfurruñando calladamente en el asiento de atrás.

Luego, cambió de estrategia. Se inclinó hacia delante hasta apoyar el mentón sobre el hombro del asiento, con su mejilla rozando la mía. Me giré hasta acabar de espaldas a la ventanilla para alejarme. Entonces, interrumpió a Sam a media frase para preguntar con tonillo petulante:

—¿No funciona la radio de este trasto?
—Sí —contestó Sam—, pero a Britt no le gusta la música.

Miró a Sam sorprendido. Yo nunca se lo había dicho.

—¿A Britt? —preguntó Artie atónito.
—Tiene razón —murmuré sin dejar de mirar el sereno semblante de Sam.
—¿Cómo no te va a gustar la música? —inquirió Artie.
—No sé —me encogí de hombros—. Es sólo que... me molesta.
—Bah.

Artie se echó hacia atrás.

Sam me entregó un billete de diez dólares cuando llegamos al cine.

—¿Y esto por qué? —objeté.
—No tengo la edad necesaria para entrar en este cine sin la compañía de un adulto.

Me reí con ganas.

—Y a propósito de los parientes adultos... ¿Va a matarme Billy si te meto de tapadillo a ver esta película?
—No, le dije que planeabas corromper la inocencia de mi juventud.

Me reí por lo bajo. En ese momento Artie apresuró el paso para darnos alcance.

Casi habría preferido que Artie hubiera optado por retirarse. Seguía de morros y sin participar en el grupo, pero tampoco quería que la noche terminara en una cita a solas con Sam. Y aquella actitud suya no ayudaba en nada.

La película era exactamente lo que decía ser. Cuatro personas salían despedidas por los aires y otra resultaba decapitada en los títulos. La chica del asiento de delante se cubrió en ese momento los ojos con la mano y hundió la cabeza en el pecho de su acompañante. Él le palmeaba el hombro y de vez en cuando también se estremecía. Artie no parecía estar viendo el largometraje. Tenía el rostro crispado mientras contemplaba los flecos de la cortina que había justo encima de la pantalla.

Me acomodé para soportar las dos horas de película. Al principio miraba más los colores y el movimiento, en general, que a la gente, los coches y las casas; pero entonces Sam comenzó a reírse por lo bajo.

—¿Qué ocurre? —susurré.
—¡Oh, vamos! —me contestó con un murmullo—. La sangre que chorrea ese tío llega a más de seis metros... ¡¿A quién pretenden engañar?!

Se rió entre dientes una vez más cuando el asta de una bandera dejó empalado a otro hombre en un muro de hormigón.

Después de eso, empecé a ver la película de verdad, y me reí con él a medida que las mutilaciones fueron más y más ridículas. ¿Cómo podía luchar por defender las borrosas fronteras de nuestra relación cuando me lo pasaba tan bien en su compañía?

Tanto Sam como Artie habían tomado posesión de los apoyabrazos de los dos lados. Las manos de ambos descansaban en una posición forzada, con las palmas hacia arriba, abiertas y preparadas, como el cepo de una trampa para osos. Sam tenía el hábito de tomarme la mano en cuanto se le presentaba la oportunidad, pero aquí, en la oscuridad del cine y bajo la mirada de Artie, iba a tener un significado diferente, y estaba convencida de que él lo sabía. No podía creer que Artie estuviera pensando lo mismo, pero su mano estaba situada exactamente igual que la de Sam.

Crucé los brazos con fuerza encima del pecho y esperé a que se les durmieran las manos por falta de riego.

Artie se rindió primero, pero hacia la mitad de la película volvió a apoyar el brazo y se inclinó hacia delante para sujetar la cabeza entre las manos. Al principio, pensé que reaccionaba ante algo que había visto en la pantalla, pero luego se quejó y le pregunté en un susurro:

—Artie, ¿estás bien?

La pareja de delante se volvió a mirarle cuando se quejó de nuevo.

—No —contestó entrecortadamente—, creo que estoy enfermo.

La luz de la pantalla me permitió verle el rostro, bañado en sudor.

Artie gimió una vez más y salió disparado hacia la puerta. Me alcé para seguirle y Sam me imitó de inmediato, pero yo le susurré:

—No, quédate. Voy a asegurarme de que está bien.

Vino conmigo de todos modos.

—No tenías que haber venido. Aprovecha tus ocho pavos de gore —insistí mientras subíamos hacia el pasillo.
—Ésa sí que es buena. Te los puedes quedar, Britt. Esa película es una mierda —contestó levantando la voz cuando salimos del cine.

Me alegré de que me hubiera acompañado al no ver señales de Artie en el pasillo. Sam se coló en los servicios de caballeros para buscarle y estuvo de vuelta al cabo de unos segundos:

—Está ahí dentro. Todo en orden —dijo poniendo los ojos en blanco—. ¡Qué blandengue! Deberías haber buscado a alguien con más estómago, alguien que se ría en las películas gore que hacen vomitar a otros.
—Abriré bien los ojos en busca de alguien así.

Estábamos los dos solos en el pasillo, ya que ambas salas estaban a mitad de proyección de la película, e imperaba tal silencio que oíamos remover las palomitas en la tienda de la entrada.

Sam fue a sentarse en un sillón tapizado de terciopelo pegado a la pared y dio unas palmaditas junto a él.

—Tenía pinta de que iba a estar ahí dentro durante un buen rato —dijo, estirando las largas piernas mientras se acomodaba para esperar.

Suspiré y me reuní con Sam, que tenía el aspecto de estar pensando cómo difuminar más las líneas. Y tanto. Se acercó a mí en cuanto me senté y me pasó el brazo por los hombros.

—Sam —protesté a la vez que me alejaba.

Dejó caer el brazo sin que pareciera haberse molestado ni un ápice por el pequeño rechazo. Extendió la mano y tomó la mía con firmeza, rodeó mi muñeca con la otra mano libre cuando la fui a retirar. ¿De dónde sacaba la confianza?

—Espera, espera un momento, Britt —dijo con voz calmada—. Dime una cosa.

Hice una mueca de disgusto. No me apetecía pasar por eso. No sólo en ese momento, nunca. En mi vida no quedaba nada más importante que Sam Evans, pero él parecía decidido a estropearlo todo.

—¿Qué? —murmuré con acritud.
—Te gusto, ¿vale?
—Sabes que sí.
—¿Más que ese vacilón que está vomitando hasta la primera papilla? —indicó la puerta del baño con un movimiento de cabeza.
—Sí —suspiré.
—¿Más que cualquiera de los chicos que conoces? —permanecía tranquilo y sereno, como si mi respuesta no le importase o ya supiera cuál iba a ser.
—Pero eso es todo —sentenció. No era una pregunta.

Era duro responderle, pronunciar esa palabra. ¿Se sentiría herido y me evitaría? ¿Cómo iba a poder soportarlo?

—Sí —susurré.

Me dedicó una gran sonrisa.

—Pues no hay problema, ya sabes, como tú eres la que más me gusta y crees que estoy bien... Estoy preparado para ser sorprendentemente persistente.
—No voy a cambiar —repuse; oí el tono triste de mi voz a pesar de que había intentado que sonara normal.

Permaneció pensativo, sin hacer bromas.

—Se trata aún de la chica, ¿verdad?

Me encogí. Resultaba extraño que supiera que no debía pronunciar su nombre, así como lo de la música en el coche. Me había calado en muchas cosas que yo no le había dicho jamás.

—No tienes por qué hablar de ello —me dijo.

Asentí, agradecida.

—Pero no te enfades porque te ronde, ¿vale? —Sam me palmeó el dorso de la mano—. No me voy a rendir. Tengo tiempo de sobra.

Suspiré.

—No deberías desperdiciarlo en mí —le respondí, aunque quería que lo hiciera, en especial si estaba dispuesta a aceptarme tal y como yo me encontraba, es decir, como algo muy parecido a un objeto estropeado.
—Es lo que quiero hacer, siempre y cuando que te guste estar en mi compañía.
—No logro imaginarme cómo no voy a querer estar contigo —le respondí sinceramente.

Sam esbozó una sonrisa radiante.

—Puedo vivir con eso.
—No esperes nada más —le previne mientras intentaba retirar mi mano. Él la retuvo con obstinación.
—En realidad, esto no te molesta, ¿verdad? —inquirió mientras me estrechaba los dedos.
—No.

Suspiré. Era agradable en verdad. Sentía su mano mucho más caliente que la mía, que últimamente estaba demasiado fría.

—Tampoco te preocupa lo que él piense —alzó el pulgar en dirección a los servicios.
—Supongo que no.
—En tal caso, ¿cuál es el problema?
—El problema —le dije— es que esto tiene un significado diferente para mí que para ti.
—Bueno —su presa en torno a mi mano se tensó más—. Ése es mi problema, ¿no?
—Perfecto —refunfuñé—, pero no lo olvides.
—No voy a hacerlo. Ahora soy yo quien sujeta la granada sin el seguro, ¿no? —espetó mientras me codeaba las costillas.

Puse los ojos en blanco. Supuse que si le apetecía hacer un chiste al respecto, tenía todo el derecho del mundo.

Rió entre dientes y sin hacer ruido mientras la yema de su dedo trazaba distraídamente diseños sobre el dorso de mi mano.

—¡Qué cicatriz tan rara tienes ahí! —dijo de pronto mientras me giraba la muñeca para examinarla—. ¿Cómo te la hiciste?

El índice de su mano libre recorrió la línea de la gran media luna plateada que apenas era visible en mi pálida piel. Torcí el gesto.

—¿De verdad esperas que recuerde dónde me hice todas las cicatrices?

Esperé a que los recuerdos se abatieran sobre mí y abrieran de nuevo el hueco del pecho, pero, como ocurría tan a menudo, la presencia de Sam me mantuvo de una pieza.

—Está fría —musitó mientras presionaba suavemente la zona donde Blaine me había cortado con sus colmillos.

Fue entonces cuando Artie salió del baño dando tumbos, con el rostro lívido y sudoroso. Tenía un aspecto horrible.

—¡Artie! —exclamé de forma entrecortada.
—¿Te importa que nos vayamos ya? —susurró.
—No, por supuesto que no —liberé mi mano de un tirón y me precipité para ayudarle a caminar, ya que su paso parecía poco firme.
—¿Era demasiado fuerte para ti la película? —preguntó Sam sin misericordia.

Artie le dirigió una mirada malévola y farfulló:

—En realidad, no he visto prácticamente nada. Sentí náuseas antes de que apagaran las luces.
—¿Por qué no lo dijiste? —le reprendí mientras nos tambaleábamos en dirección a la salida.
—Esperaba que se me pasase —respondió.
—Un segundito —dijo Sam cuando llegamos a la puerta. Se encaminó a toda prisa al puesto de venta de palomitas y le preguntó a la dependienta:
—¿Podría darme un cartucho vacío de palomitas?

La chica miró a Artie una sola vez y le entregó uno enseguida.

—Llévelo fuera cuanto antes, por favor —suplicó.

Obviamente, ella debía de ser la encargada de limpiar el suelo.

Arrastré a Artie hasta la fría humedad de la noche. Respiró hondo. Sam estaba detrás de nosotros y me ayudó a meter a Artie en la parte posterior del coche; le dedicó una mirada severa cuando le entregó el cartucho.

—Por favor —se limitó a decirle.

Bajamos los cristales de las ventanillas para dejar que el frío aire nocturno entrara en el coche, ya que albergábamos la esperanza de que eso ayudara a Artie. Enrosqué los brazos alrededor de mi cuerpo para mantenerme caliente.

—¿Tienes frío otra vez? —preguntó Sam, que me rodeó con el brazo antes de que pudiera responderle.
—¿Tú no?

Negó con la cabeza.

—Debes de tener fiebre o algo así —refunfuñé. Estaba helando. Le toqué la frente con los dedos y tenía la cabeza caliente.
—Vaya, Sam... ¡Estás ardiendo!
—Me siento bien —se encogió de hombros—. Estoy sano como un roble.

Torcí el gesto y le volví a tocar la cabeza. La piel ardía al contacto con mis dedos.

—Tienes las manos heladas —se quejó.
—Tal vez sea yo —admití.

Artie gimió en el asiento de atrás y vomitó en el cubo. Hice una mueca de asco. Esperaba que mi estómago aguantara el sonido y el hedor. Sam miró con ansiedad a su espalda para cerciorarse de que Artie no había «mancillado» su coche.

El viaje de vuelta se hizo más largo.

Sam permaneció en silencio y pensativo. Su brazo me rodeaba y, con el viento que soplaba, lo agradecí, ya que así conservaba el calor.

Mantuve la mirada fija en el parabrisas, consumida por una inmensa culpa.

Era un gran error alentar a Sam. Puro egoísmo. No importaba lo mucho que intentara dejarle clara mi posición, no lo había hecho lo bastante bien si él guardaba alguna esperanza de que aquello pudiera acabar en otra cosa que no fuera una amistad.

¿Cómo se lo podía explicar para que lo entendiera? Yo era una cáscara vacía. Había estado completamente huera, como una casa desocupada —y declarada en ruinas—, durante meses. Ahora había mejorado un poco. El salón estaba en mejor estado, pero eso era todo, sólo una pequeña habitación. Él se merecía algo mejor que eso, mejor que una casa con una sola habitación, en ruinas y a precio de saldo.

De alguna manera, sabía que no le iba a alejar de mí. Le necesitaba demasiado, aunque fuera egoísta por mi parte. Tal vez podía mostrarle con mayor claridad mi postura para que me dejara en paz. La idea me hizo estremecer y Sam me estrechó con más fuerza.

Llevé a Artie a casa en su coche mientras Sam seguía al Suburban para acercarme después a la mía. Durante el trayecto de vuelta estuvo inusualmente callado, y me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo. Puede que estuviera cambiando de idea.

—Me autoinvitaría a entrar, en vista de que hemos llegado pronto —dijo en cuanto frenamos junto a mi vehículo—, pero creo que tal vez tengas razón sobre lo de la fiebre. Empiezo a sentirme un poco... extraño.
—Ay, no, ¡tú también! ¿Quieres que te lleve a casa?
—No —sacudió la cabeza con el ceño fruncido—. Aún no me siento enfermo, sólo... mal. Si tengo que acercarme al arcén y parar, lo haré.
—¿Me llamarás en cuanto llegues? —le pregunté con ansiedad.
—Claro que sí.

Arrugó la frente y miró fijamente la oscuridad sin dejar de morderse el labio.

Abrí la puerta para salir, pero me agarró suavemente por la muñeca y me retuvo. Volví a notar su piel candente sobre la mía.

—¿Qué ocurre, Sam?
—Hay algo que quiero decirte, Britt, pero me parece que va a sonar un tanto cursi.

Suspiré. Aquello iba a ser más de lo mismo, igual que en el cine.

—Adelante.
—Es sólo esto: sé lo infeliz que eres y que tal vez esto no te ayude en nada, pero quiero que sepas que siempre estaré aquí. No voy a dejarte caer, te prometo que siempre podrás contar conmigo. Guau, sí que suena cursi. Pero lo sabes, ¿no? ¿Sabes que nunca jamás te voy a hacer daño?
—Sí, Sam. Lo sé, y ya cuento contigo, probablemente más de lo que piensas.

La sonrisa rota se extendió por su rostro como un amanecer grabado a fuego en las nubes. Quise cortarme la lengua. No le había dicho ninguna mentira, pero debería haberlo hecho. La verdad era un error que le iba a hacer daño. Yo debería desanimarle.

Una expresión extraña cruzó por su rostro, y dijo:

—Creo que será mejor que me vaya a casa, de verdad.

Salí del coche a toda prisa.

—¡Llámame! —grité mientras se alejaba.

Observé cómo se iba. Al menos, parecía mantener el control del vehículo. Mantuve la vista fija en la calle vacía después de que se hubo marchado y me sentí un poco mal, pero no por una razón física.

¡Cuánto me hubiera gustado que Sam Evans hubiera sido mi hermano! Un hermano de carne y hueso, de modo que pudiera tener cierto derecho sobre él y verme libre de todo remordimiento. Dios sabía que nunca había pretendido aprovecharme de Sam, pero no pude evitar pensar que la culpa que sentía en ese momento quería decir que lo había hecho.

Más aún, jamás había tenido intención de quererle. Había una cosa que sabía a ciencia cierta, lo sabía en el fondo del estómago y en el tuétano de los huesos, lo sabía de la cabeza a los pies, lo sabía en la hondura de mi pecho vacío... El amor concede a los demás el poder para destruirte.

A mí me habían roto más allá de toda esperanza.

Pero yo necesitaba a Sam, le necesitaba como si fuera una droga. Le había usado como una muleta durante demasiado tiempo, y ahora estaba más enganchada de lo que había planeado volver a estar con nadie. No soportaba la idea de hacerle daño ni tampoco podía impedirlo. Él pensaba que el tiempo y la paciencia me cambiarían, y yo sabía que, a pesar de que era un error total, le iba a dejar intentarlo.

Era mi mejor amigo. Siempre iba quererle, pero eso nunca jamás iba a bastar.

Entré en la casa para sentarme junto al teléfono y morderme las uñas.

—¿Ya ha terminado la película? —preguntó Charlie, sorprendido al verme entrar. Estaba tumbado en el suelo, a treinta centímetros de la tele. Debía de ser un partido apasionante.
—Artie se puso enfermo —le expliqué—. Algún tipo de gripe estomacal.
—¿Y tú estás bien?
—Por ahora me siento bien —contesté con reservas. Había estado claramente expuesta.

Me apoyé sobre la encimera, con las manos a centímetros del teléfono, e intenté esperar pacientemente. Pensé en la extraña expresión del rostro de Sam antes de que se marchara y empecé a tamborilear con los dedos. Debía de haber insistido en llevarle a casa.

Observé cómo avanzaban las manecillas de los minutos en el reloj. Diez. Quince. No se tardaba más de un cuarto de hora en llegar incluso aunque hubiera estado yo al volante, y Sam conducía mucho más deprisa. Dieciocho minutos. Descolgué y marqué.

Sonó una y otra vez. Tal vez Billy estuviera durmiendo. Tal vez había marcado mal. Volví a intentarlo.

Billy respondió a la octava llamada, justo cuando estaba a punto de colgar.

—¿Diga? —contestó con voz cautelosa, como si esperase malas noticias.
—Billy, soy yo, Britt. ¿Aún no ha llegado Sam a casa? Se marchó hace casi veinte minutos.
—Está aquí —respondió con tono apagado.
—Se suponía que iba a llamarme —me enfadé un poco—. Se estaba poniendo malo cuando se fue, y me preocupaba.
—Estaba... demasiado enfermo para telefonear. Ahora mismo no se encuentra muy bien —Billy parecía frío. Comprendí que debía de querer estar con Sam.
—Si necesitáis cualquier cosa, dímelo —me ofrecí. Pensé en Billy, pegado a la silla, y en Sam teniendo que arreglárselas solo—. Podría bajar...
—No, no —repuso Billy rápidamente—. Estamos bien. Quédate en casa.

La forma en que lo dijo resultó bastante antipática.

—De acuerdo —acepté.
—Adiós, Britt.

La línea se cortó.

—Adiós —murmuré.

Bueno, al menos había llegado a casa. Por extraño que parezca, no me sentí menos preocupada. Subí con dificultad las escaleras, poniéndome neurótica perdida. Tal vez pudiera bajar a echarle un vistazo mañana antes del trabajo. Y llevarles sopa. Debíamos de tener una lata de Campbell por algún sitio.

Comprendí que todos aquellos planes habían quedado cancelados cuando me desperté de madrugada —el reloj marcaba las cuatro y media de la mañana— y tuve que echar a correr hacia el baño. Charlie me encontró allí media hora después, tumbada sobre el suelo, con la mejilla pegada al frío borde de la bañera.

Me miró durante un buen rato y al final dijo:

—Gripe estomacal.
—Sí —gemí.
—¿Necesitas algo? —preguntó.
—Telefonea a los Abrams por mí —le ordené con voz ronca—. Explícales que tengo lo mismo que Artie y que hoy no voy a poder ir. Diles que lo siento.
—Claro, sin problemas —me aseguró Charlie.

Pasé el resto del día en el suelo del baño. Dormí unas pocas horas con la cabeza apoyada sobre una toalla doblada. Charlie se quejó de que debía ir a trabajar, pero creo que sólo quería entrar en el baño. Dejó en el suelo, a mi alcance, un vaso de agua para que no me deshidratara.

Me desperté cuando volvió a casa. Pude ver que en mi habitación reinaba la oscuridad, ya había anochecido. Oí sus fuertes pisadas mientras él subía las escaleras para ver cómo estaba.

—¿Sigues viva?
—Algo parecido —contesté.
—¿Quieres algo?
—No, gracias.

Vaciló. Estaba fuera de su elemento de todas todas.

—Vale, pues —dijo antes de volver a bajar a la cocina.

Oí sonar el teléfono a los pocos minutos. Charlie habló con alguien en voz baja durante unos momentos y luego colgó. Gritó desde abajo para que le oyera:

—Artie se encuentra mejor.

Bueno, eso resultaba esperanzador. Sólo había enfermado unas ocho horas antes que yo. Ocho horas más. La idea me provocó un retortijón de estómago. Aparté la toalla y me incliné sobre el inodoro.

Volví a dormirme encima de la toalla, pero estaba en mi cama cuando me desperté, y la luz del exterior entraba en mi habitación por la ventana. No recordaba haberme movido, por lo que Charlie debía de haberme trasladado hasta allí. También había puesto el vaso de agua encima de la mesilla. Estaba muerta de sed. Lo vacié de un trago, aunque tenía ese sabor extraño del agua que lleva en el vaso toda la noche.

Me incorporé lentamente para no provocar otro ataque de náuseas. Estaba débil y tenía mal sabor de boca, pero mi estómago se encontraba bien. Miré el despertador.

Mis veinticuatro horas habían concluido.

No forcé las cosas y no desayuné nada más que galletas. Charlie parecía muy aliviado de verme recuperada.

Telefoneé a Sam en cuanto estuve segura de no tener que pasar otro día en el suelo del baño.

Fue el propio Sam quien me contestó, pero supe que aún no se había recobrado nada más oír su contestación.

—¿Diga?

Tenía la voz cascada, rota.

—Ay, Sam —rezongué con compasión—. ¡Qué mala voz...!
—Me encuentro fatal... —susurró.
—Cuánto siento haberte hecho salir conmigo. Te he fastidiado.
—Estoy contento de haber ido —su voz seguía siendo un susurro—. No te eches la culpa, no la tienes.
—Enseguida te vas a poner bien —le prometí—. Yo ya me sentía bien esta mañana, al despertar.
—¿Estabas enferma? —preguntó con voz débil.
—Sí, yo también la pillé, pero ahora me encuentro bien...
—Eso es estupendo —contestó con voz apagada.
—... así que probablemente estarás bien en cuestión de horas —le animé.

Su respuesta apenas fue audible.

—Dudo que tenga lo mismo que tú.
—¿No tienes una gripe estomacal? —le pregunté, confusa.
—No, esto es algo más.
—¿Qué es lo que te duele?
—Todo —susurró—, todo el cuerpo.

El dolor era casi tangible en su voz.

—¿Qué puedo hacer, Sam? ¿Qué te puedo llevar?
—Nada. No puedes venir —se mostró abrupto. Me recordó a Billy la otra noche.
—Ya he estado expuesta a lo que sea que tengas —puntualicé.

Me ignoró.

—Yo te llamaré en cuanto me sea posible. Te avisaré de cuándo puedes volver a venir.
—Sam...
—He de irme —dijo con repentino apremio.
—Llámame cuando te encuentres mejor.
—De acuerdo —aceptó con una voz que tenía un cierto deje de amargura.

Permaneció en silencio durante un momento. Esperé a que se despidiera, pero él también esperó.

—Te veré pronto —dije al fin.
—Espera a que te llame —repitió.
—Vale... Adiós, Sam.
—Britt…

Susurró mi nombre y luego colgó el teléfono.


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Espero les guste, actualizo en un rato o quizás mañana depende de como me valla con el sueño jaja. Besos (:
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por micky morales Sáb Nov 30, 2013 12:22 am

hasta que no aparesca santana no creo que me guste y mucho menos bocatrucha siempre estorbando en todas las historias!
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Dom Dic 01, 2013 2:28 am

Les dejo el prox capitulo ya pronto aparecera Santana

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El prado


Sam no llamó.

Billy contestó la primera vez que telefoneé y me dijo que Sam seguía en cama. Me entrometí al preguntarle —para asegurarme— si le había llevado al médico. Me contestó que sí, pero, por algún motivo, no obtuve una respuesta concreta y la verdad es que no le creí. Llamé a diario varias veces durante los dos días siguientes, pero no me contestó nadie.

El sábado decidí ir a verle sin la maldita invitación, pero la casita roja estaba vacía. Aquello me asustó... ¿Estaba Sam tan enfermo que había sido necesario ingresarlo? Me detuve en el hospital de camino a casa, pero la enfermera de recepción me dijo que no habían estado ni Sam ni Billy.

Hice que Charlie llamara al padre de Marley y Joe en cuanto volvió del trabajo. Esperé con ansiedad mientras charlaba con su viejo amigo. La conversación parecía prolongarse sin que se mencionara siquiera a Sam. Al parecer, era el propio Harry quien había estado en el hospital para someterse a unas pruebas cardiacas. La frente de Charlie se pobló de arrugas, pero Harry le restó importancia y se burló de él hasta que Charlie volvió a reír. Sólo entonces preguntó por Sam, y la conversación por su parte no me dio demasiadas pistas, únicamente un montón de síes y varios «hum». Tamborileé con los dedos sobre la encimera de la cocina hasta que puso su mano sobre la mía para detenerme.

Al final, colgó el auricular y se volvió hacia mí.

—Harry dice que ha habido más de un problema con las líneas telefónicas y por eso no has podido contactar. Billy le ha llevado al médico local y al parecer tiene una infección vírica, mononucleosis. Está realmente cansado y Billy ha dicho que nada de visitas —me informó.
—¿Nada de visitas? —inquirí atónita.

Charlie enarcó una ceja.

—No empieces a ponerte plasta, Britt. Billy sabe lo que le conviene a Sam. Muy pronto estará en pie y por aquí. Sé paciente.

No presioné más. Charlie estaba inquieto por Harry. Obviamente, aquello era lo importante, y no le iba a fastidiar con mis nimias preocupaciones. En vez de eso, me dirigí a mi habitación como una flecha, encendí el ordenador y me conecté. Navegué hasta encontrar un sitio web médico on line e introduje el término «mononucleosis» en el campo de búsqueda.

Todo lo que supe sobre ello es que se suponía que se transmitía con el beso, lo cual era a todas luces imposible en el caso de Sam. Leí rápidamente los síntomas... Tenía la fiebre, sin duda, pero ¿y el resto? No padecía una gran irritación de garganta ni estaba fatigado ni sufría jaquecas, al menos no antes de volver a casa después del cine. Él mismo había dicho que estaba «como un roble». ¿De verdad podía haber desarrollado los síntomas tan deprisa? El artículo parecía indicar que la irritación era lo primero en aparecer...

Miré fijamente la pantalla del ordenador y me pregunté cuál era la razón exacta por la que estaba haciendo aquello. ¿Por qué me mostraba tan... desconfiada? ¿Por qué iba a mentirle Billy a Harry?

Probablemente me estaba comportando como una tonta. Sólo estaba preocupada y, siendo sincera, también bastante asustada porque no me permitieran ver a Sam... Eso me ponía nerviosa.

Seguí leyendo en diagonal el resto del artículo en busca de más información, pero me detuve al llegar a la parte en que decía que la mononucleosis podía llegar a durar más de un mes.

¿Un mes? Me quedé boquiabierta.

Billy no podía imponer su voluntad a las visitas tanto tiempo. Por supuesto que no. Sam se iba a volver loco si estaba tanto tiempo tirado en la cama sin hablar con nadie.

De todos modos, ¿de qué tenía miedo Billy? El artículo especificaba que un enfermo de mononucleosis debía evitar la actividad física, pero no decía nada de visitas. La enfermedad no era muy infecciosa.

Resolví que iba a darle a Billy una semana antes de ponerme avasalladora. Una semana era un plazo bien generoso.

La semana se me hizo larga. El miércoles ya no estaba segura de conseguir mantenerme viva hasta el sábado.

Aunque había decidido dejar solos a Billy y Sam durante siete días, no había creído de verdad que Sam estuviera de acuerdo con la norma impuesta por Billy. Todos los días corría al teléfono para revisar los mensajes del contestador. No hubo ninguno.

Hice trampas en tres ocasiones e intenté llamarle, pero las líneas telefónicas seguían sin funcionar.

Me encontraba muy, muy, muy sola. Demasiado. Al estar privada de la compañía de Sam, de la adrenalina y de las distracciones, se me empezó a echar encima todo lo que había estado reprimiendo. Los sueños volvieron a castigarme con saña. No veía el final, sólo aquella horrible vacuidad, la mitad del tiempo en el bosque, la otra mitad en un mar de helechos donde la casa blanca ya no existía. En ocasiones, Finn Hudson estaba en el bosque y me vigilaba otra vez. No le presté atención, ya que no hallaba ningún consuelo en su presencia, no me hacía sentirme menos sola. Eso no impedía que me despertara gritando una noche tras otra.

La brecha de mi pecho estaba peor que nunca. Me había creído capaz de tenerla bajo control, pero me encorvaba sobre ella día tras día, apretando los bordes y jadeando en busca de aire.

Sola no me manejaba bien.

Sentí un alivio más allá de toda medida la mañana en que me desperté —entre gritos, por supuesto— y recordé que ya era sábado. Hoy iba a llamar a Sam e iría a La Push si no funcionaban las líneas de teléfono. De un modo u otro, sería un día mejor que cualquier otro de la última semana de soledad.

Marqué el número y aguardé sin grandes esperanzas. Estaba desprevenida cuando Billy contestó a la segunda llamada:

—¿Diga?
—Eh, oh, vaya. ¡El teléfono vuelve a funcionar! Hola, Billy. Soy Britt. Sólo llamaba para saber cómo se encuentra Sam. ¿Ha mejorado como para recibir visitas? Estaba pensando en dejarme caer por allí...
—Lo siento, Britt —me interrumpió Billy; me pregunté si estaba viendo la tele, ya que parecía distraído—. No está.
—Ah —necesité un segundo para asimilarlo—. Entonces, ¿se encuentra mejor?
—Sí —Billy vaciló durante un instante que se hizo eterno—. Resultó que al final, después de todo, no era mononucleosis, sino algún otro virus.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está... ?
—Se ha ido con los chicos a dar una vuelta en Port Angeles... Creo que iban a ver un programa doble o algo así. Se ha marchado para todo el día.
—Bueno, qué alivio. He estado tan preocupada... Me alegra mucho saber que se ha recuperado bastante como para salir.

Mi voz sonaba terriblemente falsa y empeoró hasta que terminé farfullando.

Sam se encontraba mejor, pero no lo bastante para llamarme. Se había ido con sus amigos y yo estaba sentada en casa, echándole más de menos a cada hora que pasaba. Me sentía sola, aburrida, preocupada, herida... Y ahora, también desolada al comprender que la semana que habíamos estado separados no había tenido el mismo efecto sobre él.

—¿Querías algo en particular? —preguntó Billy con amabilidad.
—No, en realidad, no.
—Bueno, le diré que has llamado —me prometió—. Adiós, Britt.
—Adiós —contesté, pero ya había colgado.

Permanecí durante un momento con el teléfono en la mano.

Sam debía de haber cambiado de idea, tal y como yo temía. Iba a aceptar mi consejo y no desperdiciar su tiempo con alguien que no podía corresponder a sus sentimientos. Noté que la sangre huía de mi rostro.

—¿Algo va mal? —me preguntó Charlie mientras bajaba las escaleras.
—No —mentí mientras colgaba el auricular—. Billy dice que Sam se encuentra mejor. No era mononucleosis. Eso es estupendo.
—¿Va a venir él aquí o vas a ir tú allí? —preguntó distraídamente mientras comenzaba a rebuscar por la nevera.
—Ninguna de las dos cosas —admití—. Se ha marchado con otros amigos.

Al final, el tono de mi voz le llamó la atención. Charlie alzó los ojos y me miró con repentina alarma. Se quedó inmóvil, con el paquete de lonchas de queso en la mano.

—¿No es un poco pronto para el almuerzo? —pregunté con toda la despreocupación de la que fui capaz en un intento de distraerle.
—No, sólo estoy guardando algo para llevarme al río...
—Ah, ¿te vas a pescar hoy?
—Bueno, me ha llamado Harry y no está lloviendo... —había apilado un montón de comida mientras hablaba. De repente, alzó los ojos de nuevo, como si hubiera comprendido algo—. Oye, ¿quieres que me quede contigo ahora que Sam está fuera?
—No importa, papá —le respondí, esforzándome por sonar indiferente—. Los peces pican más cuando hace buen tiempo.

Me miró fijamente con la indecisión grabada en el semblante. Sabía que se preocupaba, que temía dejarme sola en el caso de que volviera a ponerme depresiva otra vez.

—Lo digo de verdad, papá —rápidamente inventé una mentirijilla, ya que prefería estar sola a tenerle todo el día mirándome—: Creo que voy a llamar a Sugar. Tenemos que estudiar para un examen de Cálculo y su ayuda me vendría muy bien.

En parte era cierto, pero de todos modos iba a tener que resolverlo sin su ayuda.

—Es una gran idea. Has pasado mucho tiempo con Sam y tus otros amigos van a pensar que te has olvidado de ellos.

Sonreí y asentí como si me importara algo lo que pensara el resto de mis amigos.

Charlie comenzó a caminar, pero de pronto dio media vuelta con expresión preocupada.

—Pero vas a estudiar aquí, en casa, o en la de Sugar, ¿verdad?
—Claro, ¿dónde, si no?
—Bueno es sólo que, como ya te dije, quiero que te andes con cuidado y procures evitar los bosques.

Estaba tan distraída que me costó un minuto comprenderle.

—¿Más problemas con los osos?

Charlie asintió con cara de pocos amigos.

—Hay un montañero perdido... Los guardias forestales encontraron su campamento a primera hora de la mañana, pero no hay señales de él por ninguna parte. Hay algunas huellas realmente grandes de animales... Por supuesto, pudieron haber acudido después al olor de la comida... De todos modos, ahora están tendiendo trampas por allí.
—Ah —repuse distraídamente.

En realidad, no escuchaba sus advertencias. Me alteraba mucho más la situación con Sam que la posibilidad de que me mordiera un oso.

Me alegraba de que Charlie tuviera prisa. No iba a esperar a que llamara a Sugar, por lo que no tendría que seguir adelante con la charada. Realicé todos los movimientos apropiados, incluso recoger los libros del instituto sobre la mesa de la cocina para guardarlos en mi bolsa, y eso, probablemente, ya fue demasiado. Charlie hubiera sospechado de no haber estado deseando irse a pescar.

Estaba tan ocupada fingiendo hacer cosas que el cruel vacío del día que me aguardaba por delante se me vino encima una vez que se hubo ido. Decidí que no me iba a quedar en casa después de contemplar durante dos minutos el silencioso teléfono de la cocina. Consideré mis opciones.

No iba a llamar a Sugar. Hasta donde sabía, se había pasado al lado oscuro.

Podía ir en coche hasta La Push y recoger la moto, una idea atrayente de no ser por un problema insignificante: ¿quién me iba a llevar a urgencias luego, cuando lo necesitara?

O... ya tenía nuestro mapa y la brújula en el coche. Estaba casi segura de haber comprendido el método lo bastante bien como para no perderme. Tal vez hoy pudiera descartar un par de líneas y despejar el programa para cuando Sam decidiera volver a honrarme con su presencia. Me negaba a pensar cuánto tiempo podía pasar, o si iba a ser para siempre...

Sentí una punzada de culpabilidad al comprender cómo le iba a sentar aquello a Charlie, pero la ignoré. Hoy no me podía volver a quedar en casa.

A los pocos minutos me encontraba en el ya conocido y embarrado camino que llevaba a ningún sitio en particular. Conducía con las ventanillas bajadas todo lo deprisa que era razonable para mi vehículo mientras disfrutaba del viento sobre mi rostro. El día estaba nublado, pero casi seco, un tiempo realmente bueno en el caso de Forks.

Necesité más tiempo para ponerme en marcha del que hubiera invertido de haber estado con Sam. Después de aparcar en el lugar de costumbre, tuve que estudiar la aguja de la brújula y las marcas del mapa —ahora gastado— durante un cuarto de hora largo. Me adentré en los bosques una vez que estuve razonablemente segura de seguir la línea correcta de las coordenadas.

El bosque era un hervidero de vida ese día, ya que todas las pequeñas criaturas habían salido a disfrutar de la momentánea sequedad. No sabía la razón, pero el lugar tenía un aspecto más siniestro que otros días a pesar de los silbos y graznidos de los pájaros, el zumbido de los insectos alrededor de mi cabeza y el ocasional correteo de los ratones entre los arbustos. Me recordaba a mi más reciente pesadilla. Sabía que eso se debía únicamente al hecho de que estaba sola y echaba de menos el despreocupado silbido de Sam y el sonido de otro par de pies por el suelo húmedo.

Cuanto más me adentraba en el bosque, mayor era el desasosiego. Respirar comenzó a ser difícil, no a causa del ejercicio, sino porque volví a tener problemas con el estúpido agujero del pecho. Mantuve los brazos pegados al torso e intenté desterrar la pena de mi mente. Estuve a punto de volverme, pero me repateaba desperdiciar el esfuerzo ya realizado.

El ritmo de las pisadas anestesió el dolor y me insensibilizó frente a mis pensamientos mientras seguía caminando a duras penas. Al final, logré acompasar la respiración y me alegré de haber perseverado. Esto de andar campo a través se me empezaba a dar mejor. Podía jurar que iba más deprisa.

Hasta ese momento no me había dado verdadera cuenta de lo mucho que había avanzado. Debía de haber cubierto algo más de seis kilómetros sin que todavía hubiera empezado a buscar por los alrededores, y entonces, con una brusquedad que me desorientó, crucé bajo el arco formado por dos arces para —abriéndome paso entre los helechos, que me llegaban hasta el pecho— entrar en el prado.

Estuve segura de que se trataba del mismo lugar al primer golpe de vista. Jamás había visto un claro tan simétrico, con una redondez tan perfecta, como si alguien hubiera arrancado a propósito los árboles —sin dejar evidencia alguna de tal violencia en la ondeante hierba— para crear un círculo impecable. Por el este se oía el suave borboteo del arroyo.

El lugar no resultaba tan apabullante sin la luz del sol, pero seguía siendo sereno y muy hermoso. Era una mala estación para las flores silvestres y el suelo rebosaba una densa hierba muy alta que se balanceaba al soplo de la brisa como si fueran las olas de un lago.

Se trataba del mismo lugar... Pero no, allí no estaba lo que había ido a buscar.

El desencanto fue casi tan inmediato como el reconocimiento. Me dejé caer de rodillas allí mismo, al borde del claro, y empecé a respirar entrecortadamente.

¿Para qué ir más lejos? Nada me retenía allí, nada, salvo los recuerdos que podía invocar cuando quisiera —siempre que estuviera dispuesta a soportar el correspondiente dolor—, y la pena que ahora me embargaba me había dejado helada. Aquel sitio no tenía nada de especial sin ella. No estaba del todo segura de qué esperaba sentir allí, pero el prado carecía de atmósfera, estaba vacío, como todo lo demás. Sólo se parecía a mis pesadillas. La cabeza me empezó a dar vueltas vertiginosamente.

Al menos había acudido sola. Me invadió una oleada de alivio en cuanto me percaté de ello. Si hubiera descubierto el prado en compañía de Sam, bueno, no hubiera habido forma de disimular el abismo en el que ahora me hallaba sumida. ¿Cómo le hubiera podido explicar aquella forma de caerme en pedazos o el hecho de haberme aovillado en el suelo para evitar que el hueco del pecho me desgajara? Prefería no haber tenido público...
... y tampoco tener que explicar a nadie por qué me había entrado esa prisa por irme. Después de haber salvado tantos problemas para localizar aquel estúpido claro, Sam hubiera asumido que me apetecía pasar en él algo más que unos pocos segundos; pero yo ya estaba intentando hacer el acopio de fuerzas suficiente para ponerme en pie —después de que pudiera salir de la posición que había adoptado— y huir. Había demasiado dolor en aquel lugar vacío para poderlo soportar. Me iría a rastras si fuera preciso.

¡Cuánta suerte tenía de estar sola!

Sola. Repetí la palabra con macabra satisfacción hasta que conseguí ponerme en pie a pesar del dolor. En ese preciso momento salió de entre los árboles una figura en dirección al norte, a unos treinta pasos de distancia.

Un descomunal despliegue de emociones me traspasó en un segundo. La primera, la sorpresa; estaba lejos de cualquier sendero y no esperaba compañía. Además, me sacudió una ráfaga de desgarradora esperanza cuando fijé la vista en la silueta y vi la absoluta inmovilidad y la piel pálida. La suprimí con ferocidad mientras luchaba contra el igualmente despiadado azote de la agonía cuando mis ojos siguieron bajando: debajo del pelo castaño no estaba el único rostro que yo quería ver. Después vino el miedo. Ésas no eran las facciones que me hacían llorar, pero estaban lo bastante cerca como para saber que el hombre con el que me encaraba no era un excursionista perdido.

Y al final, por último, el reconocimiento.

—¡Sebastian! —grité con alegría y sorpresa.

Era una reacción irracional. Probablemente debía de haberme quedado en el miedo.

Sebastian formaba parte del aquelarre de Blaine la primera vez que nos encontramos. No se había involucrado en la caza que se desató —una caza en la que yo era la presa—, pero eso fue sólo por miedo, ya que me protegía otro aquelarre más numeroso que el suyo. De lo contrario, otro gallo hubiera cantado. En aquel entonces, no hubiera tenido reparo alguno en convertirme en su comida. Debía de haber cambiado, por supuesto, ya que se había ido a Alaska para vivir con el otro aquelarre civilizado que allí había, la otra familia que se negaba a beber sangre humana por razones éticas. Una familia como la de... No iba ni a permitirme pensar el nombre.

Sí, el miedo era lo que tenía más sentido, pero todo lo que experimenté fue una abrumadora satisfacción. El prado volvía a ser un lugar dominado por la magia, una magia oscura para ser sinceros, pero magia igualmente. Allí estaba la conexión que buscaba. La prueba, aunque bastante lejana, de que ella había existido en algún momento de mi vida.

Resultaba imposible creer lo poco que Sebastian había cambiado de aspecto. Supuse que era muy estúpido y humano esperar algún tipo de cambio en el último año, pero había algo en él... No lograba descubrir qué era.

—¿Britt? —preguntó; parecía más sorprendido que yo.
—Me recuerdas.

Le sonreí. Era ridículo que estuviera eufórica porque un vampiro supiera mi nombre.

Esbozó una gran sonrisa.

—No esperaba verte aquí.

Se acercó a mí dando un paseo y con expresión divertida.

—¿No debería ser al revés? Soy yo quien vive aquí. Pensé que te habías ido a Alaska.

Se detuvo a tres metros de distancia al tiempo que ladeaba la cabeza. Su rostro era el más hermoso que había visto en lo que me había parecido una eternidad. Estudié sus rasgos con avidez y experimenté un extraño sentimiento de liberación. Allí había alguien a quien no me esperaba encontrar ni por asomo, alguien que ya sabía todo lo que yo no era capaz de decir en voz alta.

—Tienes razón —admitió—. Me marché a Alaska. Aun así, no imaginaba... Al encontrar abandonado el hogar de los Cullen, creí que se habían trasladado.
—Ah —me mordí el labio cuando el apellido hizo vibrar los bordes en carne viva de mi herida. Me llevó unos segundos recuperar la compostura. Sebastian me contempló con ojos de extrañeza. Al final, conseguí decirle—: Se trasladaron.
—Mmm —murmuró—. Me sorprende que te dejaran atrás. ¿No eras su mascota o algo así?

Sus ojos reflejaban que no pretendía ser ofensivo. Le sonreí secamente.

—Algo así.
—Mmm —repuso, muy pensativo otra vez.

En ese preciso momento comprendí por qué parecía el mismo de forma tan idéntica. Después de que William nos dijera que Sebastian se había quedado con la familia de Tanya, las ocasionales veces en que pensaba en él comencé a imaginármelo con los mismos ojos dorados de los... Cullen —me obligué a soltar el apellido con un estremecimiento—, el de todos los vampiros buenos.

Retrocedí un paso de forma involuntaria. Sus curiosos ojos de color rojo oscuro siguieron el movimiento.

—¿Vienen de visita a menudo? —preguntó, aún con indiferencia, pero inclinó su figura hacia mí.

Miente, susurró con ansiedad, en mi memoria, la hermosa voz aterciopelada.

Me sobresalté ante el sonido de su voz, pero no debería haberme sorprendido. ¿Acaso no estaba en el peor de los peligros concebibles? La moto era segura al lado de esto.

Hice lo que me ordenaba la voz.

—De vez en cuando —intenté que mi voz sonara suave y relajada—. Imagino que a mí el tiempo se me hace más largo. Ya sabes cómo son de distraídos... —estaba empezando a balbucear. Tuve que esforzarme para callar.
—Mmm —volvió a decir—. Pues la casa olía como si llevara cerrada bastante tiempo...

Britt, debes mentir mejor que eso, me instó la voz.

Lo intenté.

—He de mencionarle a William que has estado allí. Lamentará mucho haberse perdido tu visita —fingí deliberar durante un segundo—. Pero... probablemente no debería mencionárselo. Supongo que Santana… —conseguí pronunciar su nombre a duras penas, y al hacerlo se me contrajo el rostro, arruinando el engaño—. Bueno, tiene mucho genio... Estoy segura de que te acuerdas de ella. Sigue un poco susceptible con todo el asunto de Blaine —puse los ojos en blanco e hice un gesto displicente con la mano, como si todo aquello fuera agua pasada, pero había un deje de histeria en mi voz. Me pregunté si él lo reconocería.
—Pero ¿está de verdad? —preguntó con amabilidad... e incredulidad.

Le di una réplica breve a fin de que la voz no delatara mi pánico.

—Ajá.

Sebastian dio un paso fortuito hacia un lado mientras miraba el pequeño prado. No se me pasó por alto que ese paso le acercaba más a mí. En mi cabeza, la voz respondió con un débil gruñido.

—Bueno, ¿y cómo van las cosas en Denali? —pregunté con voz demasiado aguda—. William me dijo que ahora estabas con Tanya.

Aquello le hizo detenerse y cavilar.

—Tanya me gusta mucho, y su hermana Irina aún más. Nunca antes había permanecido tanto tiempo en un sitio, pero aunque disfruto de las ventajas y de la novedad del asunto, las restricciones son difíciles. Me sorprende que cualquiera de ellos haya podido aguantar tanto tiempo —me sonrió con gesto de complicidad—. A veces, hago trampas.

No pude tragar saliva. Comencé a mover con cuidado un pie hacia atrás, pero me quedé petrificada cuando el parpadeo de sus ojos rojos le llevó a observar el movimiento.

—Ah —repuse con voz débil—, Quinn también ha tenido ese tipo de problemas.

No te muevas, susurró la voz. Intenté acatar la orden, pero resultaba difícil. El instinto de poner pies en polvorosa era casi incontrolable.

—¿De verdad? —Sebastian parecía interesado—. ¿Se fueron por ese motivo?
—No —respondí con sinceridad—. Quinn se muestra más cuidadosa en casa.
—Sí —Sebastian se mostró de acuerdo con eso—. También yo.

El paso hacia delante que dio en ese momento fue totalmente deliberado.

—Al final, ¿te encontró Kurt? —pregunté con voz entrecortada, a la desesperada, para distraerle.

Fue la primera pregunta que se me ocurrió, y me arrepentí de haberla hecho en cuanto la hube formulado. Kurt, que me había dado caza con Blaine para luego desaparecer, no era alguien en quien me apeteciera pensar en ese momento.

Pero la pregunta le detuvo.

—Sí —contestó mientras dudaba si dar otro paso—. De hecho, he venido aquí para hacerle un favor... —puso mala cara—. Esto no le va a hacer feliz.
—¿Esto? —repetí con entusiasmo, invitándole a continuar.

Mantenía la mirada fija en los árboles, lejos de mí, y aproveché su distracción para dar un paso atrás a escondidas.

Volvió a mirar y me sonrió. La expresión le hizo parecer un ángel de cabellos castaños.

—El que yo te mate —repuso en un seductor arrullo.

Tambaleándome, retrocedí otro paso. El frenético gruñido de mi cabeza dificultaba que pudiera oír.

—El querría reservarse esa parte —continuó con aire despreocupado—. Parece estar un poco molesto contigo, Britt.
—¿Conmigo? —grité.

Movió la cabeza y rió entre dientes.

—Lo sé, a mí también me parece ponerse la camisa del revés, pero Blaine era su compañero y tu Santana le mató.

Incluso allí, a punto de morir, su nombre rasgaba mis heridas abiertas como un arma de filo dentado.

Sebastian hizo caso omiso de mi reacción.

—Pensó que sería más apropiado matarte a ti que a Santana, un intercambio justo, pareja por pareja. Me pidió que le allanara el terreno, por así decirlo. No me imaginaba que iba a ser tan fácil. Quizás se debe a que su plan estaba lleno de imperfecciones... Por lo visto, no se va a producir la venganza que el había imaginado, ya que no debes significar mucho para ella si te abandona dejándote desprotegida.

Otro golpe, otro desgarrón en el pecho.

Sebastian se movió levemente, y yo retrocedí a trompicones un paso más.

Torció el gesto.

—Supongo que, de todos modos, se va a enfadar.
—Entonces, ¿por qué no lo esperas a el? —logré decir.

Una sonrisa maliciosa le cambió las facciones.

—Bueno, me has pillado en un mal momento, Britt. No vine a este lugar para cumplir una misión para Kurt. Estaba de caza. Tengo bastante sed y se me hace la boca agua sólo con olerte.

Me miró con aprobación, como si eso fuera un cumplido.

Amenázale, me ordenó el bello engaño de su voz, distorsionado por el pánico.

—Ella sabrá que has sido tú —susurré dócilmente—. No vas a irte de rositas.
—¿Y por qué no? —la sonrisa de Sebastian se hizo más amplia. Recorrió con la mirada el pequeño claro entre los árboles—. Las próximas lluvias borrarán mi olor y nadie va a encontrar tu cuerpo; habrás desaparecido, simplemente, como tantos y tantos humanos. No hay razón para que Santana piense en mí, si es que se toma la molestia de investigar. Puedes estar segura de que esto no es nada personal, Britt. Sólo tengo sed.

Implora, me rogó mi alucinación.

—Por favor —contesté jadeando.

Sebastian negó con la cabeza sin perder la expresión amable.

—Míralo de este modo, Britt: tienes suerte de que sea yo quien te haya encontrado.
—¿Ah, sí? —dije sin hablar, moviendo sólo los labios, mientras retrocedía otro vacilante paso.

Sebastian me siguió, ágil, grácil.

—Sí —me aseguró—. Seré rápido, no vas a sentirlo, te lo prometo. Luego le mentiré a Kurt, por supuesto, sólo para aplacarla, pero si supieras lo que había planeado para ti, Britt... —sacudió la cabeza con un movimiento lento, casi de disgusto—. De verdad, deberías estarme agradecida por esto.

Le miré horrorizada.

Olfateó la brisa que lanzaba mechones de mi cabello en su dirección.

—Se me hace la boca agua —repitió mientras inhalaba profundamente.

Me tensé para dar un salto. Bizqueé cuando me alejé arrastrando los pies mientras la voz de Santana bramaba con furia y resonaba en algún lugar de la parte posterior de mi cabeza. Su nombre derribó todos los muros que yo había erigido para contenerlo. Santana. Santana. Santana. Iba a morir, por lo que ahora no importaba si pensaba en ella. Santana, te amo.

Mis ojos entrecerrados contemplaron cómo Sebastian dejaba de inhalar y giraba bruscamente la cabeza hacia la izquierda. Me daba pánico quitarle los ojos de encima para seguir la trayectoria de su mirada, aunque difícilmente iba a necesitar una distracción u otro tipo de treta para dominarme. Estaba demasiado asombrada para sentir alivio alguno cuando comenzó a alejarse lentamente de mí.

No te fíes, me dijo la voz tan bajito que apenas la oí.

Entonces, tuve que mirar. Escudriñé el prado en busca de la interrupción que había prolongado mi vida durante unos segundos más. No vi nada en un primer momento, y mi mirada revoloteó de vuelta a Sebastian, que ahora se retiraba más deprisa sin dejar de horadar el bosque con la vista.

En ese momento vi una gran figura negra salir con calma de entre los árboles, silenciosa como una sombra, para luego acechar con parsimonia al vampiro. Era enorme; tenía la altura de un caballo, pero era más corpulento y mucho más musculoso. El gran hocico se contrajo con una mueca que reveló una hilera de incisivos afilados como cuchillas. Profirió entre dientes un gruñido espeluznante que retumbó por todo el claro como la prolongación del restallido de un trueno.

El oso. Sólo que no era un oso para nada. Aun así, aquella gigantesca criatura negra debía de ser la causante de toda la alarma. Visto de lejos, se le podía confundir con un oso. ¿Qué otro animal iba a tener una constitución tan descomunal y poderosa?

Me hubiera gustado tener la suerte de haberlo visto a lo lejos. En vez de eso, anduvo sin hacer ruido sobre la hierba a poco más de tres metros de mi posición.

No te muevas ni un centímetro, murmuró la voz de Santana.

Me quedé mirando fijamente a la monstruosa criatura, con la mente bloqueada en el intento de ponerle un nombre a aquel ser. Guardaba una cierta semejanza canina en cuanto al contorno y la forma de moverse. Atenazada por el pánico como estaba, sólo se me ocurría una posibilidad, pero aun así, jamás hubiera imaginado que un lobo podía ser tan grande.

Su garganta emitió un gruñido sordo que me hizo estremecer.

Sebastian estaba retrocediendo hacia la fila de árboles. Me azotó una oleada de confusión y helado pánico. ¿Por qué se retiraba Sebastian? El lobo era de un tamaño desmedido, sin duda, pero sólo era un animal. ¿Por qué iba a temer un vampiro a un animal? Y Sebastian estaba aterrado. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como los míos.

De repente, como una respuesta a mi pregunta, el colosal lobo recibió compañía. Le flanqueaban otros dos gigantescos compañeros que penetraron silenciosamente en el prado. Uno tenía un pelaje gris oscuro y el otro castaño, pero ninguno alcanzaba la altura del primero. El lobo gris salió de los árboles a escasos metros de mí, con la mirada fija en Sebastian.

Dos lobos más les siguieron adoptando una formación en uve —como la de los gansos cuando emigran hacia el sur— antes de que yo pudiera reaccionar. El monstruo de pelambrera color dorado-cobrizo que salió del sotobosque en último lugar estaba al alcance de mi mano.

Proferí un involuntario grito ahogado y salté hacia atrás, que era la mayor estupidez que podía cometer. Volví a quedarme petrificada a la espera de que los lobos se volvieran hacia mí, la presa más débil, la más fácil de cobrar. Durante unos fugaces instantes deseé que Sebastian se hiciera cargo del asunto y aplastara a la manada de lobos. Para él debía de ser algo muy sencillo. Intuía que, de las dos opciones posibles, ser devorada por los lobos era casi seguro la peor alternativa.

El lobo más cercano —el de pelambrera dorado-cobrizo— volvió levemente la cabeza al oír mi grito entrecortado.

Los ojos del lobo eran oscuros, casi negros. La criatura me miró durante una fracción de segundo. Aquellos profundos ojos parecían demasiado inteligentes para ser los de un animal salvaje.

De pronto, cuando me miraron, pensé en Sam, y volví a dar gracias por haber venido sola a aquella pradera de cuento de hadas repleta de monstruos siniestros. Al menos, él no iba a morir también. Al menos, no tendría su muerte sobre mi conciencia.

Entonces, un gruñido del jefe hizo que el lobo rojo girara la cabeza de nuevo hacia Sebastian, que contemplaba la manada de lobos gigantes con una sorpresa no disimulada, y con miedo. Eso podía entenderlo, pero me quedé pasmada cuando, sin previo aviso, se dio media vuelta y desapareció entre los espesos árboles.

Salió corriendo.

Los lobos fueron tras él un segundo después; cruzaron la hierba del claro a la carrera, con cuatro brincos, entre gruñidos y chasquidos de fauces tan fuertes que, por instinto, me llevé las manos a los oídos. El sonido desapareció con sorprendente rapidez una vez que se perdieron en el bosque.

Luego volví a estar sola.

Se me combaron las rodillas y caí al suelo sobre las manos mientras en mi garganta se agolpaban los sollozos.

Era consciente de que debía irme, e irme ya. ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de que los lobos que habían ido en pos de Laurent dieran media vuelta y vinieran a por mí? ¿O Sebastian se revolvería contra ellos? ¿Y si era él a quien buscaban?

Pese a todo, al principio no logré moverme. Me temblaban brazos y piernas y no sabía cómo arreglármelas para ponerme de pie una vez más.

Tenía la mente bloqueada por el miedo, el pavor y la confusión. No era capaz de comprender lo que acababa de presenciar.

Un vampiro no debería huir de unos perrazos como ésos. ¿Qué daño podían causar los colmillos de los lobos en su piel de granito?

Y los lobos deberían haber rehuido a Sebastian. No tenía sentido alguno que le persiguieran ni aun desconociendo el miedo debido a su tremendo tamaño. Dudaba de que el olor de la piel marmórea de Laurent se pareciera al de la comida. ¿Por qué habían ignorado a una presa débil y de sangre caliente como yo para perseguirle a él?

No me cuadraba.

Una fría brisa azotó el prado haciendo que la hierba se ondulara como si algo hubiera cruzado el claro.

Me puse de pie y retrocedí, aunque el soplo del viento era leve. Fui dando tumbos a causa del miedo, me volví y corrí de cabeza a los árboles.

Las horas siguientes fueron una agonía. Logré salir de los árboles al tercer intento, tantos como me había costado dar con el prado. Al principio no presté atención adónde me dirigía, ya que me concentraba sólo en el lugar del que escapaba. Me encontraba ya en el corazón del bosque, desconocido y amenazador, cuando me hube serenado lo bastante para acordarme de la brújula. Las manos me temblaban con tal virulencia que tuve que dejarla encima del suelo embarrado para poderla leer. Me detenía cada pocos minutos para situar la brújula en el suelo y verificar que seguía dirigiéndome hacia el noroeste mientras oía el apagado susurro de criaturas ocultas moviéndose entre las hojas cuando no los acaballaba el frenético sonido de succión de mis pisadas.

El reclamo de un arrendajo me hizo dar un salto hacia atrás y caí en un grupo de píceas, que me llenaron los brazos de raspaduras y me apelmazaron el pelo con savia. La súbita carrera de una ardilla para subirse a una cicuta me hizo gritar con tanta fuerza que me hice daño en mis propios oídos.

Al final, delante pude ver una brecha en la línea de árboles. Aparecí en un punto del camino que se encontraba a kilómetro y medio al sur de donde había dejado el coche. Subí dando tumbos por el sendero, ya que estaba exhausta. Lloraba de nuevo cuando logré meterme en la cabina del conductor. Bajé con furia los duros seguros del coche antes de desenterrar las llaves de mi bolsillo. El rugido del motor me dio una sensación cuerda y reconfortante. Me ayudó a controlar las lágrimas mientras ponía el vehículo al máximo de su potencia rumbo a la carretera principal.

Estaba más calmada, aunque hecha un lío, cuando llegué a casa. El coche patrulla de Charlie estaba en la avenida que llevaba a casa. No me había percatado de lo tarde que era. El cielo ya había oscurecido.

—¿Britt? —me llamó Charlie cuando cerré de un portazo la puerta de la entrada y eché los cerrojos a toda prisa.
—Sí, soy yo —contesté con voz vacilante.
—¿Dónde has estado? —bramó mientras cruzaba la entrada de la cocina con un gesto que no presagiaba nada bueno.

Vacilé. Lo más probable es que hubiera llamado a casa de los Motta. Sería mejor atenerme a la verdad.

—De excursión —admití.

Estrechó los ojos.

—¿Qué ha pasado con la idea de ir a casa de Sugar?
—Hoy no me sentía con ánimo para estudiar Cálculo.

Charlie cruzó los brazos por delante del pecho.

—Pensé que te había pedido que te alejaras del bosque.
—Sí, lo sé. No te preocupes, no lo volveré a hacer —me estremecí.

Charlie pareció verme por vez primera. Recordé que había pasado un buen rato tirada en el suelo del bosque. ¡Menuda pinta debía de tener!

—¿Qué ha pasado? —inquirió.

Una vez más decidí que la mejor opción era contarle la verdad, o al menos una parte. Estaba demasiado desasosegada para fingir que había vivido en el bosque un día sin incidentes.

—Vi al oso —intenté decirlo con calma, pero la voz me salió aguda y temblorosa—. Aunque no es un oso, sino una especie de lobo, y son cinco. Uno negro y enorme, otro gris, otro de pelaje dorado-cobrizo...

Charlie puso unos ojos como platos. Avanzó una zancada hacia mí y me aferró por los hombros.

—¿Estás bien?

Cabeceé débilmente una vez.

—Dime qué ha pasado.
—No me prestaron ninguna atención, pero salí por pies y me caí un montón de veces después de que se fueran.

Me soltó los hombros y me rodeó con los brazos. No despegó los labios durante un buen rato.

—Lobos —murmuró.
-¿Qué?
—Los agentes forestales dijeron que las huellas no encajaban con las de un oso, sino con las de varios lobos, aunque no de ese tamaño...
—Éstos eran enormes.
—¿Cuántos dices que viste?
—Cinco.

Charlie meneó la cabeza y torció el gesto con ansiedad. Al final, habló con un tono que no admitía réplica:

—Se acabaron las excursiones.
—Sin problema —le prometí fervientemente.

Charlie telefoneó a la comisaría para informar de lo que yo había visto. Me mostré un poco esquiva en cuanto al lugar exacto donde había visto a los lobos y señalé que había sido en el sendero que conduce al norte. No quería que papá supiera cuánto me había adentrado en el bosque en contra de sus deseos y, lo más importante de todo, no quería que nadie vagabundeara cerca de donde Sebastian podría estar buscándome. Me ponía mala sólo de pensarlo.

—¿Tienes hambre? —me preguntó cuando colgó el auricular.

Negué con la cabeza, aunque lo normal hubiera sido estar famélica después de pasarme todo el día sin comer.

—Sólo estoy cansada —le dije. Me volví hacia las escaleras.
—Eh —dijo Charlie con voz cargada de repentino recelo una vez más—, ¿no dijiste que Sam iba a pasar fuera todo el día?
—Eso es lo que me comentó Billy —le contesté, confundida por la pregunta.

Estudió mi expresión durante un minuto y pareció satisfecho con lo que encontró en ella.

—Ajá.
—¿Por qué? —inquirí. Parecía estar insinuando que le había mentido esa mañana en algo más que en lo de estudiar con Sugar.
—Bueno, es sólo que le vi cuando fui a recoger a Harry. Estaba delante de la tienda de la reserva con unos amigos. Le saludé con la mano, pero él... Bueno, supongo... No sé si me vio. Me parece que estaba discutiendo con sus amigos. Tenía un aspecto extraño, como si estuviera contrariado por algo... Estaba cambiado. ¡Es digno de ver cómo crece ese chico! Cada vez que le veo ha pegado un estirón.
—Billy dijo que Sam y sus amigos se habían marchado a Port Angeles a ver un par de películas. Lo más probable es que estuvieran esperando a que alguien se reuniera con ellos.
—Ah.

Charlie asintió con la cabeza y se encaminó a la cocina.

Me quedé en el vestíbulo mientras imaginaba a Sam discutiendo con sus amigos. Me pregunté si se habría enfrentado con Ryder como consecuencia del asunto con Finn. Tal vez fuera ése el motivo por el que me había dejado tirada hoy. Si ello significaba que había solventado las cosas con Ryder, me alegraba de que lo hubiera hecho.

Me detuve a revisar todos los cerrojos antes de subir a mi habitación. Era un comportamiento estúpido. Pues ¿qué diferencia podía marcar un cerrojo frente a alguno de los monstruos que había visto aquella tarde? Asumí que el pomo era lo único que iba a detener a los lobos, al carecer de pulgares, pero si venía Sebastian...
... o Kurt...

Me tendí en la cama, pero estaba demasiado alterada para albergar la esperanza de dormir. Me acurruqué con fuerza debajo del edredón y encaré los horribles hechos.

No había nada que pudiera hacer. No podía adoptar ninguna precaución ni existía lugar al que huir. Tampoco había nadie que pudiera ayudarme.

El estómago me dio un vuelco cuando comprendí que la situación era incluso peor, ya que todo aquello implicaba también a Charlie. Mi padre, que dormía a una habitación de la mía, estaba a un pelo de distancia del objetivo, que se centraba en mí. Mi aroma les guiaría hasta aquí, estuviera yo o no...

Los temblores me sacudieron hasta que me castañetearon los dientes. Fantaseé con lo imposible para calmarme, imaginé que los grandes lobos habían alcanzado a Sebastian en los bosques y habían masacrado al inmortal como hubieran hecho con cualquier persona normal. La idea me reconfortó a pesar de lo absurdo de la misma. Si los lobos le habían atrapado, no le podría decir a Kurt que estaba sola, de modo que tal vez creyera que los Cullen seguían protegiéndome si Sebastian no regresaba. Bastaba con que los lobos pudieran triunfar en semejante enfrentamiento...

Mis vampiros buenos no iban a regresar. Había sido muy tranquilizador suponer que los del otro tipo iban a desaparecer.

Cerré los ojos con fuerza y esperé a sumirme en la inconsciencia, casi deseosa de que empezara la pesadilla. Mejor eso que el bello rostro pálido que ahora me sonreía detrás de los párpados.

En mi imaginación, los ojos de Kurt estaban negros a causa de la sed, relucían de anticipación y sus labios se curvaban de placer hasta dejar entrever los centelleantes colmillos.

En mi mente resonaron las palabras de Sebasian. Si supieras lo que había planeado para ti...

Me metí el puño en la boca para no gritar.


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Espero les guste besos (:
dianna agron 16
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Finalizado Re: Fanfiction- Brittana- Luna Nueva- EPÍLOGO: EL TRATADO

Mensaje por dianna agron 16 Dom Dic 08, 2013 10:51 pm

Les dejo esto espero les guste besos. (:


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La secta


Me sorprendía cada vez que abría los ojos a la luz de la mañana y comprendía que había sobrevivido a la noche. Una vez que pasaba esa sorpresa, se me aceleraba el corazón y las palmas de las manos me empezaban a sudar. No lograba respirar de nuevo hasta que me levantaba y me aseguraba de que Charlie también seguía con vida.

Podía dar fe de que él estaba preocupado al verme saltar ante el menor ruido o palidecer de pronto sin ninguna razón aparente. Parecía achacar el cambio a la prolongada ausencia de Sam a juzgar por las preguntas que me hacía de vez en cuando.

Por lo general, el terror que dominaba mis pensamientos me distrajo del hecho de que había transcurrido otra semana sin que Sam me hubiera llamado aún. No obstante, cuando era capaz de concentrarme en mi vida normal, si es que podía llamarse normal, el hecho me preocupaba.

Le echaba muchísimo de menos.

Ya había sido bastante malo estar sola antes de verme atontada por el miedo. Pero ahora, más que nunca, anhelaba sus carcajadas despreocupadas y su risa contagiosa. Necesitaba la segura cordura de su garaje convertido en casa y su cálida mano alrededor de mis fríos dedos.

Casi había esperado que me telefoneara el lunes. ¿Acaso no querría informarme si había realizado algún progreso con Ryder? Deseaba creer que era la preocupación por su amigo lo que le ocupaba todo el tiempo hasta no dejarle ni un minuto para mí.

Le llamé el martes sin que respondiera nadie. ¿Persistían los problemas de las líneas telefónicas o había adquirido Billy un identificador de llamadas?

El miércoles le llamé cada media hora hasta pasadas las once de la noche, desesperada por oír la calidez de su voz.

El jueves permanecí sentada en el coche delante de casa con los contactos quitados y las llaves en la mano durante una hora seguida. Me debatía en mi interior, intentaba hallar un pretexto para efectuar un rápido viaje a La Push, pero no lo encontraba.

Por lo que sabía, Sebastian tendría que haber vuelto ya con Kurt. Si iba a La Push corría el riesgo de guiar a alguno de los dos hasta la reserva. ¿Qué ocurriría si me atrapaban cuando Sam estuviera cerca? Por mucho que me doliese, sabía que lo que más le convenía a Sam era evitarme. Y lo más seguro para él.

Resultaba muy duro ser incapaz de hallar la forma de mantener a salvo a Charlie. Lo más probable es que vinieran a buscarme durante la noche, y ¿qué podía hacer para que Charlie no estuviera en casa? Me encerraría en una habitación acolchada de algún psiquiátrico si le contaba la verdad. Lo soportaría —de buena gana incluso— si le mantenía a él a salvo, pero Kurt seguiría yendo detrás de mí, y el primer lugar en el que me buscaría sería aquella casa. Tal vez se conformaría si me encontraba en ella. Tal vez se limitaría a marcharse cuando hubiera terminado conmigo.

Por eso, no podía huir. Y aunque pudiera, ¿adónde iba a ir? ¿Con Susan? La idea de conducir a mis letales sombras al mundo tranquilo y soleado de mi madre me hizo estremecerme. Nunca la pondría en peligro de ese modo.

La preocupación fue horadando un agujero en mi estómago. No iba a tardar en sentir las correspondientes punzadas.

Charlie me hizo otro favor esa noche y volvió a telefonear a Harry para enterarse de si los Evans se habían marchado de la ciudad. Harry le informó de que Billy había asistido a la reunión del consejo del miércoles por la noche sin hacer mención alguna de que fuera ausentarse. Charlie me avisó de que no me pusiera pesada. Sam llamaría cuando se pudiera desplazar.

De pronto, el viernes por la tarde, cuando menos lo esperaba, lo comprendí todo mientras volvía a casa en coche.

Conducía sin prestar atención a la conocida carretera y dejaba que el sonido del motor dificultara la reflexión y amortiguara las preocupaciones cuando mi subconsciente emitió un veredicto en el que debía de haber trabajado sin darme entera cuenta.

En cuanto lo pensé, me sentí realmente tonta por no haberme dado cuenta antes. Claro, había tenido muchas cosas en la cabeza —vampiros obsesionados con la venganza, gigantescos lobos mutantes y un irregular agujero en el centro del pecho—, pero resultaba vergonzosamente obvio una vez que expuse las evidencias.

Sam me evitaba. Charlie decía que parecía extraño, disgustado. Las respuestas de Billy eran vagas y servían de poca ayuda.

Se trataba de Finn Hudson. Habían intentado decírmelo hasta mis pesadillas. Finn se había hecho con el control de Sam. Fuera lo que fuera lo que les hubiera sucedido a los demás chicos de la reserva, le había alcanzado también a él, arrebatándome a mi amigo. La secta de Finn le había abducido.

Comprendí en medio de un torbellino de sentimientos que él no había renunciado a mí en absoluto.

Conduje al ralentí hasta llegar frente a mi casa. ¿Qué debía hacer? Analicé cada uno de los peligros.

Si iba en busca de Sam, me arriesgaba a que Kurt o Sebastian le encontraran en mi compañía.

Si no lo hacía, Fnn lo liaría más y más en su espantosa banda de obligada adscripción. Tal vez fuera demasiado tarde si no actuaba pronto.

Había transcurrido una semana sin que los vampiros hubieran venido todavía en mi busca. Una semana era tiempo más que de sobra para que hubieran vuelto, por lo que yo no debía de ser una de sus prioridades. Lo más probable, tal y como había decidido antes, es que vinieran a cazarme de noche. Los riesgos de que me siguieran a La Push eran mucho más pequeños que la posibilidad de perder a Sam por culpa de Finn.

Los peligros del solitario camino forestal merecían la pena. No era una visita caprichosa para ver si pasaba algo. Sabía que pasaba algo. Era una misión de rescate. Iba a hablar con Sam, raptarle si era preciso. Había visto un reportaje de la PBS sobre la desprogramación de aquellos a quienes han lavado el cerebro. Tenía que haber algún tipo de cura.

Decidí que sería mejor telefonear antes a Charlie. Tal vez la policía se estaba ocupando de lo que sucedía en La Push. Lo hice a toda mecha, deseosa de entrar en acción.
Charlie contestó el teléfono de la comisaría en persona.

—Jefe Pierce.
—Papá, soy Britt.
—¿Qué ha pasado?

Esta vez no podía despejar sus peores temores. Me temblaba la voz.

—Estoy preocupada por Sam.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido por lo inesperado del tema.
—Creo... Sospecho que se está cociendo algo raro en la reserva. Sam me habló de una cosa extraña que les había sucedido a otros chicos de su edad. Ahora se comporta exactamente del modo que temía.
—¿Qué clase de comportamiento extraño? —empleó su tono profesional de policía. Eso era bueno. Me estaba tomando en serio.
—Primero estaba asustado, y luego empezó a evitarme... Ahora temo que forme parte de esa estrambótica banda de ahí abajo, la banda de Finn, la de Finn Hudson.
—¿Finn Hudson? —repitió Charlie, sorprendido de nuevo.
—Sí.
—Me parece que te equivocas, Britt —contestó con voz más relajada—. Finn Hudson es un chico estupendo, bueno, ahora ya es un hombre. Y un buen hijo. Deberías oír hablar de él a Billy. En realidad, ya ha obrado maravillas con los jóvenes de la reserva. Fue él quien...

Charlie se calló a mitad de la frase. Supuse que estaba a punto de referirse a la noche en que me perdí en los bosques. Continué rápidamente.

—No es así, papá. Sam le tenía miedo.
—¿Has hablado de esto con Billy? —ahora intentaba apaciguarme. Le había perdido para mi causa en cuanto mencioné a Finn Hudson.
—Billy no está preocupado.
—Bueno, Britt, entonces estoy seguro de que todo está en orden. Sam es un crío y probablemente sólo está haciendo travesuras. Estoy convencido de que se encuentra bien. Después de todo, no se puede pasar todo el tiempo pegado a tus faldas.
—El problema no soy yo —le insistí, pero había perdido la batalla.
—No creo que debas preocuparte por esto. Deja que Billy cuide de Sam.
—Charlie... —mi voz empezó a sonar quejumbrosa.
—Britt, ahora tengo un montón de trabajo entre manos. Se han perdido dos turistas que han dejado un rastro por los alrededores del lago —había una nota de ansiedad en su voz—. El problema del lobo se me está yendo de las manos...

Aquellas noticias me dejaron momentáneamente distraída —asombrada en realidad—. No había forma de que los lobos hubieran sobrevivido a un enfrentamiento con un rival de la talla de Sebastian...

—¿Estás seguro de que les ha sucedido algo? —pregunté.
—Eso me temo, cielo. Había... —vaciló—. Volvía a haber huellas... Esta vez con un poco de sangre.
—¡Vaya!

En ese caso no se había producido un enfrentamiento. Sebastian debía de haberse limitado a dejar atrás a los lobos, pero ¿por qué? Lo que había visto en aquel prado era extraño dentro de lo extraño, e imposible de entender.

—Mira, tengo de dejarte, de verdad. No te preocupes por Sam. Estoy seguro de que no es nada, Britt.
—Muy bien —contesté secamente, frustrada cuando sus palabras me recordaron la urgencia de la crisis que tenía más cerca—. Adiós —colgué.

Contemplé fijamente el teléfono durante más de un minuto. ¡Qué demonios!, decidí. Billy contestó a los dos toques.

—¿Diga?
—Hola, Billy —casi le gruñí. Procuré sonar más amistosa mientras continuaba hablando—. ¿Se puede poner Sam, por favor?
—No está en casa.

¡Qué horror!

—¿Sabes dónde está?
—Ha salido con sus amigos —me contestó con precaución.
—¿Ah, sí? ¿Con alguien que conozco? ¿Con Jake? —hubiera jurado que él no interpretaba mis palabras con el mismo tono indiferente con el que yo pretendía pronunciarlas.
—No —respondió Billy lentamente—. No creo que hoy esté con Jake.

Sabía que era preferible no mencionar el nombre de Finn, por lo que pregunté:

—¿Ryder?

Billy pareció más feliz al contestar esta vez.

—Sí, está con Ryder.

Eso me bastaba. Ryder era uno de ellos.

—Bueno, ¿le puedes decir que me llame cuando vuelva?
—Claro, claro, por supuesto.

Clic.

—Hasta pronto, Billy —murmuré en la línea cortada.

Fui en coche a La Push, decidida a esperar. Iba a aguantar sentada frente a la casa toda la noche si era necesario —incluso me perdería las clases del instituto—. Sam volvería a casa en algún momento y, cuando lo hiciera, tendría que hablar conmigo.

Estaba tan preocupada que el viaje que tanto me había aterrado hacer pareció llevarme unos segundos. El bosque empezó a ralear antes de lo esperado y supe que pronto podría ver las primeras casitas de la reserva.

Un chico con una gorra de baloncesto calada se alejaba a pie por el lado izquierdo del arcén.

Me quedé sin aliento durante un momento, haciéndome ilusiones de que la suerte se pusiera de mi lado por una vez y que me tropezara con Sam sin necesidad de grandes esfuerzos, pero este chico era demasiado ancho y debajo de la gorra tenía el pelo corto. Estaba segura de que era Jake incluso viéndole de espadas, aunque parecía haber crecido desde la última vez que le vi. ¿Qué les daban de comer a los chicos quileutes? ¿Hormonas de crecimiento?

Crucé al lado opuesto del camino para frenar junto a él. Alzó la vista cuando el rugido del motor se acercó.

La expresión de Jake me produjo más pánico que sorpresa. Tenía un rostro sombrío e inquietante, con la frente surcada por numerosas arrugas de preocupación.

—Eh, hola, Britt —me saludó sin ganas.
—Hola, Jake... ¿Te encuentras bien?

Me miró con aire taciturno.

—Estupendamente.
—¿Te puedo acercar a algún sitio? —le ofrecí.
—Sí, supongo —murmuró. Cruzó por delante del coche arrastrando los pies y abrió la puerta del copiloto para subir.
—¿Adónde?
—Mi casa está en el lado norte, detrás del almacén —me dijo.
—¿Has visto hoy a Sam?

Le espeté la pregunta antes de que hubiera terminado de hablar. Miré a Jake con avidez, a la espera de su respuesta. Miró a lo lejos a través del parabrisas antes de responder. Al final, dijo:

—De lejos.
—¿De lejos? —repetí.
—Intenté seguirlos. Iba con Ryder —hablaba con un hilo de voz, por lo que resultaba difícil de oír por encima del motor. Me acerqué—. Sé que me vieron, pero se giraron y desaparecieron entre los árboles... Dudo que estuvieran solos. Es posible que Finn y su banda estuvieran con ellos. He estado dando tumbos por el bosque cerca de una hora, llamándolos a gritos. Acababa de encontrar el camino cuando has aparecido con el coche.
—Así pues, Finn lo ha atrapado a él también —había apretado los dientes, por lo que las palabras salieron ligeramente distorsionadas.

Jake me miró fijamente.

—¿Estás al tanto de eso?

Asentí.

—Sam me lo dijo... antes.
—Antes —repitió Jake y suspiró.
—¿Es tan malo el caso de Sam como el de los demás?
—No se separa de Finn —Jake giró la cabeza y escupió por la ventana abierta.
—Y antes de eso... ¿Evitaba a todo el mundo? ¿Parecía enfadado?
—No tardó mucho más que el resto —contestó en voz baja y con tono áspero—. Tal vez un día. Luego, Finn se lo llevó.
—¿Qué crees que es? ¿Drogas o algo así?
—No veo a Sam ni a Ryder metiéndose en una cosa así... Pero ¿qué sé yo? ¿Qué otra cosa puede ser? ¿Y por qué no se preocupan los ancianos? —sacudió la cabeza; ahora, el miedo asomaba a sus ojos—. Sam no quería participar en esa... secta. No comprendo qué le ha podido cambiar —me miró con rostro aterrorizado—. No quiero ser el próximo.

Mis ojos reflejaron su pánico. Era la segunda vez que había oído describir aquello como una secta. Me estremecí.

—¿Puede prestarnos alguna ayuda tu familia?

Gesticuló con desdén.

—Claro, mi abuelo está en el consejo de ancianos con el de Sam, y en lo que a él concierne, Finn Hudson es lo mejor que le ha pasado a este lugar.

Nos miramos el uno al otro durante un buen rato. Ya estábamos en La Push y mi tartana avanzaba muy despacio por el camino desierto. Podía ver la única tienda de la reserva delante, no muy lejos de allí.

—He de irme —dijo Jake—. Mi casa está justo ahí.

Señaló un pequeño rectángulo de madera con la mano. Frené y él se bajó de un salto.

—Voy a esperar a Sam —dije con contundencia.
—Buena suerte.

Cerró la puerta de un portazo y se marchó arrastrando los pies por el camino, con la cabeza inclinada hacia delante y los hombros hundidos.

El rostro de Jake me angustió mientras daba la vuelta para dirigirme a la casa de los Evans. Le aterraba ser el próximo. ¿Qué estaba pasando allí?

Me detuve en frente de la casa de Sam, apagué el motor y bajé las ventanillas. El ambiente estaba muy cargado y no soplaba el viento. Planté los pies en el salpicadero y me instalé dispuesta a esperar.

Un movimiento realizado en el campo de mi visión periférica me hizo volver la cabeza. Billy me miraba a través de la ventana de la fachada con expresión confusa. Le saludé con la mano y le sonreí forzadamente, pero me quedé donde estaba.

Entrecerró los ojos y dejó caer la cortina detrás del cristal.

Estaba preparada para quedarme tanto tiempo como fuera necesario, pero me apetecía tener algo que hacer. Desenterré una vieja pluma del fondo de mi mochila y un antiguo examen. Comencé a garabatear en la parte posterior del papel borrador.

Apenas tuve tiempo de dibujar una fila de rombos cuando se produjo un brusco golpecito contra mi puerta.

Me incorporé y alcé la vista, esperando ver a Billy, pero fue Sam quien gruñó:

—¿Qué estás haciendo aquí, Britt?

Le miré perpleja y atónita.

Sam había cambiado radicalmente en las últimas semanas, desde la última vez que le vi. Lo primero de lo que me di cuenta fue de que se había rapado su hermosa cabellera; había apurado mucho el corte, y ahora le cubría la cabeza una fina y lustrosa capa de pelo que parecía satén. Las facciones del rostro le habían cambiado de pronto, se mostraban duras y tensas, las de alguien de más edad. El cuello y los hombros también eran diferentes, en cierto modo, más gruesos. Las manos con las que aferraba el marco de la ventana parecían enormes, con los tendones y las venas marcados debajo de la piel dorada. Pero los cambios físicos eran insignificantes...
... era su expresión la que le convertía en alguien casi irreconocible. La sonrisa franca y amistosa había desaparecido, como la cabellera, y la calidez de sus ojos había mudado en un rencor perturbador. Ahora existía una oscuridad en Sam. Había hecho implosión, como mi sol.

—¿Sam? —susurré.

Se limitó a mirarme. Los ojos reflejaban tensión y enojo.

Comprendí que no estábamos solos. Los otros cuatro del grupo se hallaban detrás de él. Todos eran altos, el pelo rapado casi al cero, como el de Sam. Podían haber pasado por hermanos, apenas lograba distinguir a Ryder de entre ellos. La sorprendente hostilidad de todos los ojos acentuaba aún más el parecido.

Todos, salvo los de Finn, los del mayor, que les sacaba varios años. Él permanecía al fondo con el rostro sereno y seguro. Tuve que tragarme el mal genio que me estaba entrando, ya que me apetecía propinarle un buen porrazo. No, quería hacer más que eso. Deseé ser temible y letal más que cualquier otra cosa en el mundo, alguien a quien nadie se atreviera a importunar. Alguien capaz de ahuyentar a Finn Hudson.

Quise ser vampiro.

El deseo virulento me pilló desprevenida y me dejó sin aliento. Era el más prohibido de los deseos —incluso aunque se debiera a una razón maligna como aquélla, gozar de ventaja sobre el enemigo— por ser el más doloroso. Había perdido ese futuro para siempre; en realidad, nunca lo había tenido en mis manos. Me erguí para recuperar el control de mí misma mientras sentía un vacío doloroso en el pecho.

—¿Qué quieres? —inquirió Sam. El resentimiento de sus facciones aumentó cuando presenció el despliegue de emociones en mi rostro.
—Hablar contigo —contesté con un hilo de voz. Intenté concentrarme, pero todo me seguía dando vueltas mientras me rebelaba contra la pérdida de mi sueño tabú.
—Adelante —masculló entre dientes. Su mirada era despiadada. Nunca le había visto mirar a alguien así, y menos a mí. Dolía con una sorprendente intensidad, producía un sufrimiento físico que me traspasaba la mente.
—¡A solas! —siseé con voz más fuerte.

Volvió la vista atrás y supe adónde se dirigían sus ojos. Todos se volvieron a esperar la reacción de Finn.

Finn asintió una vez con rostro imperturbable. Efectuó un breve comentario en un idioma desconocido, lleno de consonantes líquidas, del que sólo estaba segura que no era francés ni castellano, por lo que supuse que era quileute. Se volvió y entró en casa de Sam. Los demás —asumí que se trataba de Brody, David y Ryder— le siguieron.

—De acuerdo.

Sam pareció un poco menos furioso cuando se marcharon los otros. Su rostro estaba más calmado, pero también reflejaba más desesperación. Las comisuras de su boca se mostraban permanentemente caídas.

Respiré hondo.

—Sabes lo que quiero saber.

No respondió. Se limitó a mirarme con frialdad.

Le devolví la mirada y el silencio se prolongó. El dolor de su rostro hizo que me encontrara incómoda. Sentí que se me empezaba a formar un nudo en la garganta.

—¿Podemos dar un paseo? —pregunté mientras aún era capaz de hablar.

No reaccionó de modo alguno. Su rostro no cambió.

Salí del coche al sentirme observada por ojos invisibles detrás de las ventanas y comencé a dirigirme al norte, hacia los árboles. Levanté un sonido de succión al andar sobre el barro de la cuneta y del herbazal. Como era el único sonido, pensé en un primer momento que no me seguía, pero lo tenía justo al lado cuando miré a mi alrededor. Sus pies habían encontrado un camino menos ruidoso que el mío.

Me sentí mejor en la hilera de árboles, donde lo más probable era que Finn no pudiera observarnos. Me devané los sesos para decidir cuáles eran las palabras más adecuadas, pero no se me ocurrió nada. Sólo me sentía más y más enfadada porque Sam se hubiera dejado engañar sin que Billy hubiera hecho nada por impedirlo..., y porque Finn fuera capaz de mantener tal calma y seguridad...

De pronto, Sam aceleró el ritmo y me dejó fácilmente atrás con sus largas piernas. Luego, se giró y se quedó en medio del camino, de frente a mí, para que yo también tuviera que detenerme.

Me quedé abstraída por la manifiesta gracilidad de su movimiento. Sam había sido tan patoso como yo a causa de su interminable estirón. ¿Cuándo se había operado semejante cambio?

No me concedió la oportunidad para pensar en ello.

—Terminemos con esto —dijo con voz ronca y metálica.

Esperé. Él sabía lo que yo quería.

—No es lo que crees —de pronto, su voz reflejó un gran cansancio—. No es lo que yo pensaba... Estaba muy desencaminado.
—En ese caso, ¿qué es?

Estudió mi rostro durante un buen rato y estuvo haciendo conjeturas. El enfado no abandonó sus ojos en ningún momento.

—No te lo puedo decir —contestó al fin.

Mi mandíbula se tensó cuando mascullé:

—Creí que éramos amigos.
—Lo éramos.

Había un leve énfasis en el tiempo pasado.

—Pero tú ya no necesitas a ningún otro amigo —espeté con acritud—. Tienes a Finn. Hay algo que no va bien... Siempre le habías tenido ojeriza.
—Antes no le comprendía.
—Y ahora has visto la luz, ¿no? ¡Aleluya!
—Britt, no tiene nada que ver con lo que yo creía. Tampoco es culpa de Finn, ya que él me ayuda todo lo que puede —la voz se le crispó y miró por encima de mi cabeza, a lo lejos, mientras la ira ardía en sus ojos.
—Te ayuda... —repetí con recelo—. Naturalmente.

Pero Sam no parecía estar escuchándome. Respiraba hondo con deliberada lentitud en un intento de calmarse. Estaba tan fuera de sí que las manos le temblaban.
—Sam, por favor —le susurré—. ¿No vas a decirme qué ocurre? Tal vez pueda ayudarte.
—Ahora, nadie puede ayudarme —sus palabras fueron un susurro quejumbroso. La voz se le quebró.
—¿Qué te ha hecho? —inquirí con los ojos anegados en lágrimas. Le tendí las manos, como ya había hecho antes en una ocasión, mientras avanzaba con los brazos abiertos.

Esta vez se encogió y se alejó mientras alzaba las manos a la defensiva.

—No me toques —murmuró.
—¿Nos oye Finn? —pregunté entre dientes. Unas tontas lágrimas se habían desbordado por las comisuras de mis ojos. Me las enjugué con el dorso de la mano y crucé los brazos delante del pecho.
—Deja de echarle las culpas a Finn.

Las palabras salieron a toda prisa, como un reflejo. Se llevó las manos a la cabeza para enredarse en una cabellera que ya no estaba allí, por lo que acabaron colgando sin fuerzas a los costados.

—Entonces, ¿a quién debería culpar? —repliqué.

Esbozó una media sonrisa, funesta y esquinada.

—No quieres oírlo.
—¡Y un cuerno! —contesté bruscamente—. Quiero saberlo, y quiero saberlo ahora.
—Te equivocas —me replicó.
—No te atrevas a decirme que me equivoco. ¡No es a mí a quien le han lavado el cerebro! Dime ahora de quién es la culpa de todo esto si no es de tu querido Finn.
—Tú lo has querido —me gruñó con ojos centelleantes—. Si quieres culpar a alguien, ¿por qué no señalas a esos mugrientos y hediondos chupasangres a los que tanto quieres?

Me quedé boquiabierta y el aliento me salió de los pulmones ruidosamente. Allí clavada, me sentí traspasada por el doble sentido de sus palabras. El dolor me recorrió todo el cuerpo en la forma acostumbrada. El agujero de mi pecho me desgarraba de dentro hacia fuera, pero había algo más, una música de fondo para el caos de mis pensamientos. No podía creer que le hubiera oído bien. No había rastro alguno de indecisión en el rostro de Sam. Sólo furia.

Seguí con la boca abierta.

—Te dije que no querrías oírlo —señaló.
—No sé a quién te refieres —cuchicheé.

Enarcó una ceja con incredulidad.

—Lo sabes perfectamente. No me vas a obligar a decirlo, ¿verdad? No quiero hacerte daño.
—No sé a quién te refieres —repetí de forma mecánica.
—A los Cullen —dijo lentamente, arrastrando las palabras y escrutando mi rostro mientras las pronunciaba—. Lo he visto... Puedo ver lo que pasa por tus ojos cuando digo sus nombres.

Sacudí la cabeza de un lado a otro negándolo con energía y tratando de aclararme al mismo tiempo. ¿Cómo lo sabía? ¿Y qué relación guardaba todo aquello con la secta de Finn? ¿Era una banda que odiaba a los vampiros? ¿Era ésa la premisa de constitución de una asociación cuando los vampiros ya no vivían en Forks? ¿Por qué iba a empezar a creer Sam en aquellas historias precisamente ahora, cuando las pruebas de la presencia de los Cullen habían desaparecido para siempre?

Necesité bastante tiempo hasta dar con la respuesta correcta.

—No me digas que ahora te crees las necias supersticiones de Billy —intenté mofarme de forma poco convincente.
—Sabe más de lo que nunca le reconocí.
—Sé serio, Sam.

Clavó en mí una mirada crítica.

—Dejando las supersticiones a un lado —añadí rápidamente—, aún no veo de qué acusas a los Cullen —hice un gesto de dolor—. Se marcharon hace más de medio año. ¿Cómo vas a culparles de lo que ahora haga Sam?
—Finn no está haciendo nada, Britt. Sé que se han ido, pero a veces las cosas se ponen en movimiento y entonces es demasiado tarde.
—¿Qué se ha puesto en movimiento? ¿Para qué es demasiado tarde? ¿De qué les estás echando la culpa?

De pronto, lo tuve delante mi rostro, con la ira ardiendo en sus ojos.

—De existir —masculló.

¡Cállate ya, Britt! No le presiones, me advirtió Santana al oído.

Me quedé atónita y trastornada al oír las palabras de aviso pronunciadas por la voz de Santana una vez más, dado que yo ni siquiera estaba asustada.

Desde que su nombre había atravesado los muros tras los que le había emparedado con tanto cuidado, había sido incapaz de volverlo a encerrar. Ahora no dolía, no durante los preciados segundos en que oía su voz.

Sam parecía que echaba chispas. Estaba plantado delante de mí y temblaba de ira.

No comprendía el motivo por el que la falsa ilusión de Santana estaba de forma inesperada en mi mente. Sam estaba lívido, pero era Sam. No había adrenalina ni peligro.

Déjale calmarse, insistió la voz de Santana.

Sacudí la cabeza, confusa.

—Esto es ridículo —les contesté a ambos.
—Muy bien —contestó Sam, que volvió a respirar hondo—. No voy a discutir contigo. De todos modos, no importa. El daño está hecho.
—¿Qué daño?

Permaneció impávido cuando le grité esas palabras a la cara.

—Regresemos. No hay nada más que decir.

Le miré boquiabierta.

—¡Queda todo por decir, aún no me has contado nada!

Me dejó atrás y empezó a andar dando grandes zancadas de vuelta a la casa.

—Hoy me he encontrado con Jake —grité a sus espaldas.

Se detuvo en la mitad de un paso, pero no se volvió.

—¿Recuerdas a tu amigo Jake? Sí, está aterrado.

Sam se volvió para encararme con expresión apenada.

—Jake —fue todo lo que dijo.
—También se preocupa por ti. Está alucinado.

Sam miró fijamente más allá de mi persona con ojos de desesperación. Le aguijoneé un poco más.

—Tiene miedo de ser el siguiente.

Sam se agarró a un árbol para apoyarse. Su rostro se había tornado en una extraña sombra verde debajo de la tez dorada.

—No lo va a ser —murmuró Sam para sí mismo—. No puede serlo. Esto ha terminado. Esto ni siquiera debería de estar sucediendo. ¿Por qué? ¿Por qué?

Estampó el puño contra el árbol. No era un árbol grande, sino de tronco fino y poco más de medio metro más alto que Sam, pero aun así, me sorprendí cuando el tronco cedió y se desgajó estrepitosamente bajo su golpe.

Sam contempló el tronco repentinamente tronchado con sorpresa que pronto se transformó en pánico.

—Debo volver —dio media vuelta y comenzó a alejarse sin decir palabra con tal rapidez que tuve que correr para darle alcance.
—¡Volver con Finn!
—Es una forma de verlo —lo dijo tal y como lo sentía. Siguió mascullando y se alejó.

Le perseguí de vuelta a mi coche.

—¡Espera! —le llamé mientras se dirigía a la casa.

Se volvió hacia mí con las manos temblorosas de nuevo.

—Vete a casa, Britt, ya no voy a poder salir contigo.

La ilógica y ridícula herida fue de una potencia increíble. Los ojos se me llenaron de lágrimas otra vez.

—¿Estás rompiendo conmigo?

Eran las palabras menos adecuadas, pero también lo único que se me ocurrió preguntar. Después de todo, lo que Sam y yo teníamos era algo más que un amorío de patio de colegio. Algo mucho más fuerte.

Soltó una risa amarga.

—No es el caso, pero si lo fuera, diría: «Quedemos como amigos». Ni siquiera puedo decirte eso.
—¿Por qué, Samy? ¿Finn no te deja tener otros amigos? Samy, por favor. Lo prometiste. ¡Te necesito!

La rotunda vacuidad de mi vida anterior —antes de que Sam aportara un poco de cordura— se irguió para luego enfrentarse a mí. Se me hizo un nudo en la garganta de pura soledad.

—Lo siento, Britt —pronunció nítidamente cada palabra con una voz gélida que no parecía la suya.

Dudé de que fuera eso lo que Sam pretendiera decir en realidad. Sus ojos airados parecían querer expresar algo más, pero yo no entendía el mensaje.

Tal vez no tuviera nada que ver en absoluto con Finn ni estuviera relacionado con los Cullen. Quizás sólo intentaba alejarse de una situación sin esperanza. Quizás debería permitirle que lo hiciera, si es que eso era lo mejor para él. Es lo que debería hacer. Sería lo acertado.

Pero oí que se me escapaba un hilo de voz:

—Lamento que antes no pudiera... Me gustaría cambiar lo que siento por ti, Sam —actuaba a la desesperada, por lo que forcé y estiré la verdad hasta retorcerla tanto que acabó por tomar forma de mentira—. Es posible... es posible que pudiera cambiar si me dieras un poco de tiempo —susurré—, pero no me dejes ahora, Samy. No podré resistirlo.

Su rostro pasó de la ira al sufrimiento en un segundo. Me tendió una de sus manos temblorosas.

—No, Britt, por favor, no pienses de ese modo. No te acuses de nada, no pienses que es culpa tuya. Es todo culpa mía, lo juro, no tiene nada que ver contigo.
—No eres tú, soy yo —susurré.
—Lo que intento decirte, Britt, es que yo no... —mantuvo un debate interior. Ese tormento se reflejó en sus ojos. Su voz se fue haciendo más ronca a medida que pugnaba por controlar sus emociones—. No soy lo bastante bueno para seguir siendo tu amigo, ni ninguna otra cosa. No soy quien era. No soy bueno.
—¡¿Qué?! —le miré fijamente, confusa y consternada—. ¿Qué estás diciendo? Eres mucho mejor que yo, Samy. ¡Eres bueno! ¿Quién te ha dicho lo contrario? ¿Finn? ¡Eso es totalmente falso, Sam! ¡No le permitas que te lo diga! —de repente, había vuelto a pegar gritos.

El rostro de Sam se endureció, pero sin vida.

—Nadie ha tenido que decirme nada. Sé lo que soy.
—Eres mi amigo, eso es lo que eres. Samy, no...

Se había dado la vuelta para alejarse de nuevo.

—Lo siento, Britt —repitió, aunque en esta ocasión su voz fue un murmullo roto. Se giró del todo y entró en la casa casi a la carrera.

Fui incapaz de moverme de donde estaba. Contemplé la casita. Parecía demasiado pequeña para albergar a cuatro chicarrones enormes y dos adultos aún más grandes. Dentro no se produjo ninguna reacción. No hubo revoloteo de cortinas ni eco de voces ni atisbo de movimiento alguno. El edificio me contempló con expresión ausente.

Comenzó a lloviznar y varias gotas sueltas me asaetearon la piel. No lograba apartar la mirada de la casa. Sam saldría. Tenía que hacerlo.

La lluvia y el viento arreciaron. Dejó de llover en vertical y la lluvia comenzó a caer sesgada desde el oeste. Desde allí se olía el agua salada del mar. Mis cabellos me azotaban en el rostro y se quedaban adheridos a las zonas húmedas, enredándose en mis pestañas. Esperé.

La puerta se abrió al fin y, muy aliviada, avancé un paso.

Billy situó la silla de ruedas debajo del marco de la puerta. No vi a nadie más detrás de él.

—Charlie acaba de llamar, Britt. Le he dicho que estabas de camino a casa.

Tenía los ojos colmados de conmiseración, y en cierto modo, eso me hizo claudicar. No hice comentario alguno. Me limité a darme la vuelta como una autómata y subir al coche. Había dejado bajadas las ventanillas, por lo que los asientos estaban mojados y pegajosos. No importaba. Ya estaba empapada.

¡No es para tanto! ¡No es para tanto!, intentaba reconfortarme mi mente. Y era cierto, no era tan malo, no se acababa el mundo otra vez. Era sólo el final de un pequeño remanso de paz, un remanso que ahora dejaba atrás. Eso era todo.

No es para tanto, admití, pero sí bastante malo.

Había pensado que Sam había sanado el agujero que había en mí, o al menos lo había sellado, de forma que no me doliera tanto. Me equivocaba. Se había limitado a excavar su propio agujero, por lo que ahora estaba carcomida, como un queso gruyer. Me preguntaba por qué no me derrumbaba en cachitos.

Charlie me esperaba en el porche. Salió a mi encuentro en cuanto reduje la velocidad para detenerme.

—Billy ha telefoneado. Dijo que te habías peleado con Sam y que estabas muy disgustada —me explicó nada más abrirme la puerta.

Sus facciones se horrorizaron cuando, al escrutar mi expresión, reconoció algo en ella. Intenté visualizarme tal y como se me vería desde fuera, a fin de saber qué estaba pensando. Sentí el rostro vacío y frío, y comprendí a qué le recordaba.

—No ha sucedido exactamente así —farfullé.

Charlie me pasó el brazo por los hombros y me ayudó a salir del coche. No hizo comentario alguno sobre mis ropas empapadas.

—Entonces, ¿qué ha pasado? —inquirió cuando estuvimos dentro.

Retiró la manta de punto del respaldo del sofá mientras hablaba y me cubrió los hombros con ella. Entonces me percaté de que seguía tiritando.

—Finn Hudson le ha dicho a Sam que no puede seguir siendo amigo mío —contesté con voz apagada.

Charlie me lanzó una mirada extraña.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Sam —determiné. Aunque no era exactamente cierto que él lo hubiera dicho, seguía siendo verdad.

Charlie frunció el ceño.

—¿De verdad crees que pasa algo raro con el joven Hudson?
—Yo sé que es así, aunque Sam nunca me lo hubiera dicho —oí el goteo del agua de mis ropas sobre el suelo y la salpicadura sobre el linóleo—. Voy a cambiarme.

Charlie se hallaba sumido en sus pensamientos y respondió distraídamente:

—De acuerdo.

Estaba tan helada que decidí darme una ducha, pero el agua caliente no pareció afectar a la temperatura de mi piel. Seguía congelada, así que al final desistí y cerré el grifo. En el repentino silencio oí a Charlie hablar con alguien en el piso de abajo. Me envolví en una toalla y entreabrí la puerta del baño.

Charlie estaba enojado.

—No me lo trago. Eso no tiene ni pies ni cabeza.

Luego se calló. Comprendí que estaba al teléfono. Al cabo de un minuto, Charlie bramó de pronto:

—No culpes a Britt —pegué un salto. Habló en voz más baja y precavida cuando añadió—: Mi hija dejó claro todo el tiempo que ella y Sam sólo eran amigos... Bueno, si es así, ¿por qué no me lo dijiste al principio? No, Billy, creo que ella tiene razón en esto... ¿Por qué? Porque la conozco, y si ella dice que antes Sam estaba asustado... —le interrumpieron a mitad de frase, y cuando volvió a tomar la palabra casi estaba gritando de nuevo—: ¡¿Qué quieres decir con eso de que no conozco a mi hija tan bien como creo?! —permaneció a la escucha durante un instante y luego respondió en voz tan baja que apenas la logré oír—: Si piensas que voy a recordarle eso, vas listo. Apenas ha empezado a recuperarse, y creo que sobre todo gracias a Sam. Si cualquier cosa que tu hijo haya hecho con el tal Finn la sume de nuevo en la depresión, entonces, Sam va a tener que responder ante mí. Eres mi amigo, Billy, pero esto está perjudicando a mi familia.

Hubo otro silencio mientras Billy respondía.

—Tienes razón... Estos chicos se han pasado de la raya y voy a ver qué averiguo. Mantendremos los ojos bien abiertos, de eso puedes estar seguro.

Ahora no hablaba Charlie, sino el jefe de policía Pierce.

—Bien. Vale. Adiós.

Colgó el auricular de un golpe.

Rápidamente, atravesé el pasillo de puntillas para meterme en mi cuarto. Charlie estaba refunfuñando airadamente en la cocina.

De modo que Billy iba a echarme la culpa de haber engatusado a Sam hasta que éste, al fin, se había hartado de mí.

Resultaba extraño, ya que eso era lo que yo misma había temido, pero después de oír las últimas palabras de Sam aquella tarde, ya no lo creía. Allí había mucho más que un simple enamoramiento no correspondido, y me sorprendía que Billy se rebajara hasta el punto de sostener esa tesis. Eso me indujo a creer que, fuera cual fuera el secreto que guardaban, debía de ser mayor de lo que había supuesto. Al menos, ahora Charlie estaba de mi lado.

Me puse el pijama y me arrastré hasta la cama. En aquel momento, la vida parecía demasiado lúgubre como para dejarme engañar. El agujero, bueno, ahora los agujeros, ya empezaban a dolerme, de modo que me dije: ¿Por qué no? Extraje los recuerdos, no unos recuerdos verdaderos que dolieran demasiado, sino los falsos recuerdos de la voz de Santana hablando en mi interior esa tarde. Y los oí repetidas veces en mi interior hasta que me quedé dormida mientras las lágrimas rodaban lentamente por las mejillas de mi rostro vacío.

Esa noche tuve un sueño nuevo. Estaba lloviendo y Sam caminaba a mi lado sin hacer ruido, aunque el suelo crujía a mis pies como si pisara gravilla seca. Pero ése no era mi Sam, sino el nuevo Sam, resentido y grácil. El sigiloso garbo de sus andares me recordó a otra persona, y los rasgos de Sam comenzaron a cambiar mientras los miraba. El color dorado de su piel fue desapareciendo hasta quedar una tez blanca como la cal. Sus ojos se volvieron dorados y luego carmesíes, para volver después al dorado. El pelo corto se le alargo al soplo de la brisa, y adquirió una tonalidad negra allí donde la despeinaba el viento. Su rostro se convirtió en algo tan hermoso que hizo saltar en pedazos mi corazón. Tendí los brazos hacia ella, que retrocedió un paso mientras alzaba las manos para escudarse. Entonces, Santana desapareció.

Cuando desperté a oscuras, no estaba segura de si acababa de empezar a llorar o había empezado mientras dormía y las lágrimas de ahora eran una prolongación del llanto de mi sueño. Miré el techo en penumbra. Tuve la impresión de que era bien entrada la noche. Estaba medio dormida, tal vez casi del todo. Los párpados se me cerraron pesadamente e imploré un sueño sin pesadillas.

Fue entonces cuando oí el ruido que debía de haberme despertado al principio. Algo puntiagudo raspaba contra mi ventana provocando un chirrido agudo, similar al arañar de las uñas contra el cristal.

dianna agron 16
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