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FanFic [Brittana] Afinidad. Final
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mylove4hemo
monica.santander
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
26 de enero de 1873
Como es domingo, esta mañana voy a la iglesia con la señora Sylvester, como de costumbre. Después, sin embargo, me quedo en mi cuarto y sólo bajo para tomar un poco de pollo frío y un trozo de pescado que Quinn me prepara para mí sola en la cocina. Me tranquilizo cuando me dan un vaso de vino caliente, pero empiezo a temblar cuando oigo las voces de la gente que entra en el salón y la señora Sylvester, finalmente, me lleva allí y veo todas las sillas colocadas delante del hueco y a las señoras mirando.
—No puedo decir lo que ocurrirá esta noche —digo—, sobre todo porque aquí hay desconocidas. Pero mi guía me ha hablado y me ha dicho que haga una sesión, y debo obedecerle.
Alguien pregunta entonces por qué han desplazado el reservado al hueco que tiene una puerta. La señora Sylvester explica que el magnetismo es mejor ahí, y que la puerta no debe preocuparlas, porque no se ha abierto desde que la criada perdió la llave, y además ha puesto un biombo delante. Todas guardan silencio y me miran. Digo que deberíamos sentarnos en la oscuridad y aguardar un mensaje, y al cabo de diez minutos de espera se oyen unos golpes de nudillos y entonces digo que me han comunicado que tengo que ocupar mi sitio dentro del reservado y que ellas deben destapar el tarro de aceite. Cuando lo hacen veo la luz azulada en el techo, en la parte superior del hueco, hasta donde no llega la cortina. Les digo que canten. Cantan dos himnos con todos los versos y yo empiezo a preguntarme si todo saldrá bien o no, sin saber muy bien si estar triste o alegre. Pero en ese mismo momento se oye un gran alboroto a mi lado y grito:
—¡Oh, el espíritu ha llegado!
Pero no ha sido en absoluto como yo pensaba que sería: había un hombre allí, debo escribir sus brazos enormes, sus patillas negras, sus labios rojos. Le miro, temblando, y digo en un susurro: «Oh, Dios, ¿eres real?». Al oír mi voz temblorosa él pone la frente tersa como el agua y sonríe y asiente. La señora Sylvester me pregunta a gritos qué pasa, señorita López, ¿quién está ahí? Yo le respondo que no sé lo que decir, y el hombre se inclina, acerca mucho la boca a mi oído y dice: «Di que es tu amo». Lo digo, y él sale del reservado a la sala y oigo a todas gritar: «¡Oh! ¡Dios mío! ¡Es un espíritu!».
—¿Quién eres, espíritu? —le interpela la señora Morris, y él responde con un vozarrón:
—Mi nombre de espíritu es Irresistible, pero mi nombre terrenal era Noah Puckerman. ¡Vosotras, mortales, tenéis que llamarme por mi nombre en la tierra, porque vendré a veros en forma de hombre!
Oigo que alguna dice entonces «Noah Puckerman» y cuando lo dice yo lo repito con ella, porque hasta entonces yo tampoco sabía cuál era su nombre. La señora Sylvester le pregunta a Noah si quiere sentarse entre ellas, pero él dice que no, que se limitará a responder a sus preguntas; todas lanzan continuas exclamaciones de asombro cuando él les da tantas respuestas correctas. Luego fuma un cigarrillo que le han dado y toma un vaso de limonada, lo prueba, se ríe y dice:—Bueno, por lo menos podrían haber echado algo espiritoso.
Alguien le pregunta dónde estará la limonada cuando él se haya ido; Noah piensa un momento y dice que estará «en el estómago de la señorita López». La señora Reynolds, al ver que él sostiene el
vaso, le dice:
—¿Me permite que le coja la mano, Noah, para ver lo sólida que es?
Noto que él titubea, pero al final le dice a ella que se acerque.
—Tome, ¿cómo la siente?
—¡Caliente, y dura! —responde ella.
Él se ríe; luego dice:
—Ah, ojalá la tocara usted un rato más. Soy de la zona fronteriza, donde no hay mujeres guapas como usted.
Pero dice esto con la boca vuelta hacia la cortina, no para chincharme, sino más bien como diciendo: «¿Me oyes? ¿Qué sabrá ella de quién me parece guapa?». Pero lo ha dicho, y la señora Reynolds emite una risa convulsiva, y cuando Noah vuelve detrás de la cortina me pone su mano en la cara y me parece oler la contorsión de la señora Reynolds en su palma. Grito que todas tienen que
cantar otra vez en voz muy alta. Alguien pregunta: «¿Se encontrará bien?», y la señora Sylvester responde que estoy reabsorbiendo al espíritu en mi interior y que no deben molestarme hasta que el
proceso haya concluido. Me quedo sola otra vez. Grito que enciendan el gas y salgo donde están ellas, pero tiemblo tanto que apenas puedo caminar. Al verme me tumban en el sofá. La señora Sylvester toca la campanilla y primero llega Jenny, seguida de Quinn, que dice:
—Oh, ¿qué ha pasado? ¿Ha sido maravilloso? ¿Por qué está tan pálida la señorita López?
Al oír su voz tiemblo más que antes, y la señora Sylvester, que se da cuenta, me coge las manos, me las frota y me pregunta si no me siento demasiado débil. Quinn me quita las zapatillas, me envuelve los pies con sus manos y luego se inclina y me echa el aliento sobre ellos. Al final, sin embargo, la señorita Adair dice en voz baja:
—Ya es suficiente, déjeme verla. —Se sienta a mi lado y otra señora me sostiene la mano. La señorita Adair dice, bajito—: ¡Oh, señorita López, no he visto nunca nada igual a ese espíritu! ¿Cómo era cuando se le ha aparecido en la oscuridad?
Cuando se marchan, dos o tres señoras le entregan a Quinn dinero para mí y las oigo depositar las monedas en su mano. Pero estoy tan cansada que no me importa lo más mínimo saber si son peniques o libras. Sólo tengo ganas de retirarme a un lugar oscuro y posar allí la cabeza. Desde el sofá donde sigo tumbada oigo que Quinn coloca la tranca en la puerta y los pasos de la señora Sylvester sobre el suelo de su habitación; después se acuesta, esperando. Sé lo que espera. Voy a la escalera y me pongo la mano en la cara; Quinn, al verme, asiente y dice: «Buena chica».
Final 2º Parte
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Tercera Parte
5 de noviembre de 1874
Ayer se cumplieron dos años de la muerte de mi querido padre; y hoy mi hermana Hanna se ha casado por fin, en la iglesia de Chelsea, con Arthur Barclay. Se ha ido de Londres, como mínimo, hasta que comience la temporada del año que viene. Después de las diez semanas que durará su luna de miel viajarán directamente de Italia a Warwickshire, y se habla de que pasaremos las vacaciones allí con ellos, desde enero hasta la primavera, aunque todavía no quiero pensar en eso. En la iglesia me he sentado al lado de mamá y de Rachel, y Hanna ha llegado con Artie, y una de las niñas Barclay llevaba las flores de la novia en un canasto. Hanna llevaba un velo blanco de encaje, y cuando ha salido de la sacristía y Arthur se lo ha levantado…, bueno, está claro que la cara seria que ha mantenido las seis últimas semanas ha producido su efecto, pues creo que nunca la he visto más guapa. Mamá se ha puesto el pañuelo en los ojos y he oído a Kitty llorar en la puerta de la iglesia. Hanna tiene ahora una criada propia, por supuesto, enviada por el ama de llaves de Marishes. Yo había pensado que sería un mal trago ver a mi hermana pasar por delante en la iglesia. No ha sido así; yo sólo estaba un poco enfurruñada cuando ha llegado el momento de darles el beso de despedida, y he visto sus cajas atadas y etiquetadas, y a Hanna radiante con una capa de color mostaza —la primera prenda de color, naturalmente, en veinticuatro meses—, prometiendo traernos paquetes de Milán. Creo que ha habido un par de miradas de curiosidad o de compasión dirigidas hacia donde yo estaba, pero no tantas, desde luego, como las que hubo en la boda de Artie. Entonces yo era el fardo de mi madre, supongo. Ahora soy su consuelo. En el desayuno he oído a gente decírselo: «Debe de estar agradecida de tener a Brittany, señora Pierce. ¡Es tan parecida a su padre! Será un consuelo para usted ahora». No lo soy. ¡Ella no quiere ver en su hija la cara y las costumbres de su marido! Cuando se han ido todos los invitados a la boda la encuentro deambulando por la casa y la veo mover la cabeza y suspirar —«¡Qué silenciosa parece!»— como si mi hermana hubiese sido una niña y ella añorase el sonido de sus gritos en la escalera. La sigo hasta la puerta de la alcoba de Hanna y las dos miramos los estantes vacíos. Todo ha sido embalado y enviado a Marishes, incluso los juguetes de su infancia, que supongo que Hanna querrá guardar para sus hijas.
—Nos estamos convirtiendo en una casa de cuartos vacíos —digo, y mamá suspira otra vez.
Luego se acerca a la cama, la despoja de una de las cortinas y arranca la colcha diciendo que no podemos dejar que se humedezcan y se cubran de moho. Llama a Quinn y le manda que deshaga la cama, sacuda las alfombras y restriegue la chimenea. Oímos el insólito bullicio cuando estamos sentadas en la sala; mamá, quisquillosa, exclama que Quinn «es torpe como un ternero», o suspira de nuevo al mirar al reloj encima de la chimenea y dice: «Hanna estará en Southampton ahora», o «Ahora estarán cruzando el Canal…».
—¡Qué fuerte suena el reloj! —dice en otro momento, y después, volviéndose hacia el sitio donde estaba el loro—: Qué silencio hay ahora que Gulliver se ha ido.
Dice que ése es el inconveniente de traer animales a casa: te acostumbras a ellos y luego te llevas un disgusto al perderlos.
El reloj sigue dando campanadas. Hablamos de la boda y de los invitados, de las habitaciones de Marishes y de los vestidos que han lucido las guapas hermanas de Arthur; en su momento, mamá saca una labor y empieza a trabajar en ella. A eso de las nueve me levanto, como de costumbre, para darle las buenas noches, y ella me lanza entonces una mirada severa y extraña.
—No irás a dejarme sola, espero, como a una tonta. Vete a buscar tu libro y tráelo. Léeme algo, ya que nadie me ha leído desde que murió tu padre.
Respondo, en un acceso creciente de pánico espantoso, que ella sabe que no le gustará ninguno de mis libros. Ella me dice que busque alguno que le guste, una novela o un epistolario, y como yo no me muevo, mirándola fijamente, ella se levanta, va a la estantería junto a la chimenea y coge un libro al azar. Resulta ser el primer volumen de La pequeña Dorrit. Así que se lo leo mientras ella da
puntadas y lanza más miradas al reloj, y llama para que nos traigan té y bizcocho, y chista cuando Quinn inclina la taza; de Cremorne nos llegan, a intervalos, explosiones de fuegos de artificio y, de la calle, gritos y carcajadas intermitentes. Leo, a pesar de que ella no parece escuchar con atención, porque no sonríe, no frunce el ceño ni ladea la cabeza, pero cada vez que me detengo hace un gesto y dice:
—Sigue, Brittany. Sigue hasta el próximo capítulo.
Yo sigo leyendo y la observo, con los párpados entornados…, y tengo una visión clara y terrible.
La veo envejecer. La veo hacerse vieja, encorvada y quejumbrosa; hasta quizá un poco sorda. La veo amargarse porque su hijo y su hija predilecta tienen un hogar en otro sitio, tienen hogares más alegres, con niños y pasos y hombres jóvenes y vestidos nuevos; hogares que sin duda la invitarían a compartir si no fuera por la presencia de su hija soltera: su consuelo, que prefiere las cárceles y la poesía a los figurines y las cenas, y que en consecuencia no la consuela en absoluto. ¿Cómo no intuí que ocurriría esto cuando Hanna se marchara? Sólo había pensado en que tendría envidia. Ahora, sentada, observando a mi madre, siento miedo y me avergüenza sentirlo. Y cuando ella se ha levantado para ir a su habitación, yo me he acercado a la ventana y me he quedado parada delante del cristal. Todavía siguen lanzando cohetes, por detrás de los árboles de Cremorne, a pesar de que llueve. Esto ha sido esta noche. Mañana por la noche Rachel vendrá con su amiga, la señorita Palmer, que se casará dentro de poco. Tengo veintinueve años. Dentro de tres meses cumpliré treinta. A medida que mamá se vaya haciendo cada vez más encorvada y quejosa, ¿en qué me convertiré yo? Me volveré seca, pálida y más delgada que el papel: como una hoja, prensada entre las páginas de un tedioso libro negro, y después olvidada. Ayer, precisamente, encontré una hoja así —una hoja de hiedra— entre los libros de los anaqueles que hay detrás del escritorio de papá. Le dije a mamá que iba allí con idea de empezar a ordenar sus cartas, pero sólo fui a pensar en él. El cuarto está tal como lo dejó, con su pluma encima del secante, su sello, el cortapuros, el espejo… Le recuerdo de pie frente a él, dos semanas después de que le hubieran descubierto el cáncer, apartando la cara con una sonrisa espectral. Cuando era niño, su niñera le había dicho que los enfermos no deben mirar su reflejo, para que su alma no vuele dentro del cristal y se mueran. Me quedé un largo rato delante del espejo, buscando a mi padre en él, buscando cualquier cosa de los días anteriores a su muerte. Pero sólo encontré mi reflejo.
10 de noviembre de 1874
Al bajar esta mañana descubro tres sombreros de papá en el perchero y su bastón donde estaba antes, contra la pared. Por un momento me atenaza el miedo, al recordar mi guardapelo. Pienso: «Ha sido Santana, ¿y cómo voy a explicar esto en casa?». Entonces aparece Kitty, me mira de un modo raro y me explica. Mamá ha mandado que pongan ahí esas cosas: ¡cree que espantarán a los ladrones, si piensan que hay un hombre en casa! También ha solicitado un policía que patrulle por el Walk, y cuando salgo le veo vigilando y me saluda tocándose la gorra: «Buenas tardes, señorita Pierce».
Supongo que lo siguiente será que mamá obligue a la cocinera a dormir con pistolas cargadas debajo de la almohada, como los Carlyle. Y al removerse en sueños recibirá un tiro en la cabeza y mamá dirá qué lástima, nadie preparaba chuletas y ragú como la señora Vincent… Pero me he vuelto cínica. Me lo ha dicho Rachel. Ha venido esta noche, acompañada de Artie. Les dejo a los dos hablando con mamá, pero Rachel viene a llamar a mi puerta un poco más tarde; lo hace a menudo, viene a darme las buenas noches, estoy muy acostumbrada. Hoy, sin embargo, cuando ha venido, he visto que sostenía algo en las manos con desmaña. Era mi frasco de doral. Dice, sin mirarme:
—Tu madre ha visto que venía a verte y me ha pedido que te trajera el medicamento. Le he dicho que yo pensaba que a ti no te gustaría. Pero ella se queja de los escalones de más…, luego le duelen las piernas.
Creo que en vez de Rachel hubiera preferido que me lo trajera Quinn.
—Dentro de poco me hará tomarlo de pie en el salón con una cuchara, en presencia de alguien —digo—. ¿Y te ha dejado cogerlo de su habitación, tú sola? Es un honor, decirte dónde lo guarda. A mí no me lo dirá.
Observo sus esfuerzos para mezclar los polvos en el vaso. Cuando me lo entrega lo dejo reposar encima de mi escritorio, y ella dice:
—Tengo que quedarme hasta que lo bebas.
Le digo que tardaré un momento, pero que no se preocupe: no lo dejo ahí para retenerla. Ella se sonroja y mira a otro lado. Hablamos un poco de la carta de Hanna y Arthur que hemos recibido desde París esta mañana.
—¿Sabes lo asfixiada que me he sentido aquí desde la boda? —digo—. ¿Te parezco una egoísta?
Ella vacila y luego dice que desde luego debo de estar pasándolo mal, ahora que mi hermana se ha casado… La miro y muevo la cabeza.
—¡Oh, he oído tantas veces palabras parecidas! —le digo—. Cuando Artie fue a la escuela y yo tenía diez años me dijeron que «lo pasaría mal», porque, por supuesto, yo era tan inteligente que no
comprendería por qué tenía que quedarme con una institutriz. Me dijeron lo mismo cuando él se fue a Cambridge y también después, cuando volvió a casa y obtuvo el título de abogado. Cuando vimos que Hanna iba a ser tan guapa dijeron que sería un mal trago, suponíamos que debía de serlo, porque yo era tan fea… Y cuando Artie se casó, cuando papá murió, cuando nació Georgy…, eran cosas que venían una después de la otra y siempre decían que era normal, que era de esperar que estos sucesos me hicieran daño, que siempre mortifican a las hermanas mayores y solteras. Pero, Rachel, Rachel —digo—, si creen que va a ser penoso, ¿por qué no cambian las cosas para que sean más llevaderas? Siento que si tuviera sólo un poco de libertad…
¿Libertad, me pregunta, para hacer qué? Y como no encuentro una respuesta, me dice que debo ir más a Garden Court.
—A mirarte a ti y a Artie —digo, con voz cansina—. A mirar a Georgy.
Ella dice que cuando Hanna vuelva seguro que nos invitan a Marishes, y que eso será un cambio en mi rutina.
—¡Marishes! —exclamo—. Y me pondrán en la cena al lado del hijo del coadjutor; y me pasaré los días con la prima soltera de Arthur, ayudándola a clavar escarabajos negros en un tablero de paño verde.
Ella se me queda mirando. Es entonces cuando dice que me he vuelto cínica. Le digo que siempre lo he sido, sólo que ella nunca me lo ha dicho. Me decía más bien que yo era valiente. Me decía que yo era una original, como si me admirase por serlo. Vuelve a ruborizarse, pero esta vez también suspira. Se aleja de mi lado y se para delante de la cama, y yo le digo en el acto:
—¡No te acerques tanto a la cama! ¿No sabes que está embrujada por nuestros antiguos besos? Volverán para asustarte.
—¡Oh! —exclama entonces, y golpea con el puño el poste de la cama; luego se sienta y se tapa la cara con las manos. ¿Nunca dejaré de atormentarla?, me dice. Creyó que yo era valiente; todavía piensa que lo soy. Pero dice que yo también creía que ella lo era…
—Y nunca lo he sido, Brittany, no lo suficiente para lo que tú querías. Y ahora que podrías seguir siendo mi amiga querida…, ¡oh! ¡No sabes cuánto deseo ser tu amiga! ¡Pero lo conviertes en una batalla! Estoy tan cansada…
Mueve la cabeza y cierra los ojos. Entonces noto su fatiga y al mismo tiempo la mía. La siento oscura y pesada sobre mí, más oscura y pesada que ningún fármaco que me hayan dado…, pesada como la muerte. Miro la cama. A veces me ha parecido ver nuestros besos en ella, los he visto colgando de las cortinas, como murciélagos a punto de lanzarse en picado. Pienso que ahora, si zarandease el poste, simplemente caerían, se harían pedazos, se volverían polvo.
—Lo siento —digo, y aunque no lo siento, ni lo he sentido nunca, y nunca me alegraré, digo—: Me alegro de que sea Artie el hombre con quien te has casado. Creo que será bueno contigo.
Responde que es el hombre más bueno que ha conocido en su vida. Después titubea y dice que ojalá…, que piensa que si yo frecuentara a más gente, quizá encontrara a otros hombres buenos… Pienso que sí podría. Encontrar hombres sensatos y bondadosos. Pero nunca serán como tú. Esto no se lo digo. Sé que no significaría nada para ella. Digo algo… normal y tibio, no recuerdo qué. Y un rato después ella se acerca, me besa en la mejilla y sale de mi cuarto. Se lleva el frasco consigo, pero al final se ha olvidado de quedarse a comprobar que tomo la dosis. Reposa aún encima del escritorio: el agua limpia, fina y débil como las lágrimas, el doral turbio en el fondo del vaso. Hace un momento me he levantado, he vertido el agua y me he tomado la pócima con una cuchara… Como con ella no llegaba hasta los posos, he metido el dedo y me lo he chupado. Ahora tengo un sabor muy amargo en la boca, pero la carne totalmente entumecida. Creo que podría morderme la lengua hasta hacerme sangre sin apenas notarlo.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
14 de noviembre de 1874
Bueno, mamá y yo vamos por el capítulo veinte de La pequeña Dorrit, y he sido maravillosamente paciente y buena toda la semana. Fuimos a tomar el té a casa de los Wallace y a cenar en Garden Court con la señorita Palmer y su prometido; hasta fuimos juntas a las tiendas de ropa de Hanover Street. Y, ¡oh!, qué odioso es observar a las chicas de barbilla pequeña, cara mojigata y garganta rechoncha que te pasan por delante, riendo como tontas, mientras la dependienta levanta los pliegues de la falda para mostrar el detalle de la faille, la groseille o el foulard que hay debajo. Pregunté si no tenían nada de color gris; la señora pareció indecisa. ¿No tenían nada lino, pulcro y sencillo? Me mostraron a una chica con un vestido coraza. Era menuda y bien proporcionada; parecía un tobillo en una bota bonita. Yo sabía que si me ponía un vestido igual parecería una espada en su funda. Compré un par de guantes de cabritilla beige; y ojalá hubiera comprado una docena más para llevarle a Santana en su celda fría. Con todo, creo que mamá pensó que estábamos haciendo grandes avances. Esta mañana, cuando yo desayunaba, me ha entregado un regalo en un estuche de plata. Era un montón de tarjetas de visita que ha mandado imprimir. Tienen un reborde curvo en negro y nuestros nombres escritos: el suyo impreso arriba y el mío con una letra menos ambiciosa. Al verlos noto que el estómago se me cierra como un puño. No le he mencionado la cárcel y me he abstenido de visitarla durante casi dos semanas, y todo por salir con ella. Creía que ella lo había comprendido y que me estaba agradecida. Pero esta mañana, cuando me da las tarjetas y dice que tiene pensado hacer una visita, me pregunta si la acompaño o si me quedaré a leer. Le respondo al instante que creo que, en definitiva, iré a Millbank, y ella, muy sorprendida, me lanza una mirada severa.
—¿Millbank? —dice—. Creí que todo eso había terminado.
—¿Terminado? Madre, ¿cómo has podido pensar eso?
Ella cierra con un chasquido su bolso.
—Tienes que hacer lo que quieras, me figuro —dice.
Le digo que haré lo mismo que hacía antes de que Hanna se fuera.
—Nada ha cambiado, aparte de eso, ¿verdad? —le digo, y ella no me responde.
Su nerviosismo reciente, la semana de lectura en voz alta y pacientes visitas, esa horrible e insensata suposición de que han «terminado» mis visitas a Millbank, todo ello me ha afectado y abatido. La misma cárcel —como sucede cuando dejo de ir durante un tiempo— me ha parecido mísera, y las reclusas más tristes que nunca. Ellen Power tiene fiebre y tos. Tose tan fuerte que le produce convulsiones, y deja hebras de sangre en el paño con que se limpia los labios, a pesar de la carne adicional y la franela escarlata de la caritativa señora Jelf. La chica cíngara, la abortista a la que llaman Sue Ojos Negros, ahora lleva en la cara un vendaje sucio y tiene que comer la carne de cordero con las manos. No llevaba en su celda tres semanas cuando intentó, desesperada o enloquecida, sacarse uno de sus ojos oscuros con el cuchillo de la comida; su celadora dice que se lo perforó y que se ha quedado ciega de ese ojo. Las celdas siguen tan frías como fresqueras. Pregunto a la señorita Ridley, cuando me conduce entre los pabellones, en qué ayuda a las mujeres dejarlas pasando frío y desalentadas, permitir que enfermen. Me dice:
—No estamos aquí para ayudarlas, señorita, sino para castigarlas. Hay demasiadas buenas mujeres que son pobres o están enfermas o hambrientas como para preocuparnos por las malas.
Añade que todas entrarían en calor si cosieran con energía. Veo a Power, como he dicho, y después a Cook y a otra mujer, Hamer; y por fin a Santana. Alza la cabeza cuando oye mis pasos, y cuando nuestras miradas se cruzan, por encima del hombro inclinado de la celadora, sus ojos se iluminan. Comprendo entonces lo difícil que me ha sido abstenerme de visitar no sólo Millbank, sino también a ella. Siento esa pequeña aceleración. Es lo que me imagino que debe de sentir una mujer cuando el bebé que lleva dentro da su primera patada. ¿Qué importancia tiene que sienta algo tan nimio, silencioso y secreto? No parece importar nada, en ese momento, en la celda de Santana, ¡porque parece agradecer tanto mi llegada! Dice:
—La última vez, que estuve tan distraída, fue muy paciente conmigo. Y luego, cuando no ha venido durante tanto tiempo…, sé que no es tanto, pero se me ha hecho muy largo aquí en Millbank. Y como no venía, pensé que quizá había cambiado de opinión y no pensaba visitarme nunca más…
Yo recordaba aquella visita, y el extraño y disparatado efecto que me produjo. Le digo que no debe pensar esas cosas y, mientras hablo, miro el suelo de piedra de la celda; no había ya marcas blancas ni rastro alguno de cera o grasa, y ni siquiera de cal. Le digo que hay cosas que me han retenido fuera. He estado bastante ocupada con tareas de casa. Ella asiente, pero entristecida. Dice que se figura que tengo muchos amigos, que entiende que pase el día con ellos en lugar de en Millbank. ¡Si supiera lo lentos, aburridos y vacíos que son mis días! Tan lentos como los suyos. Voy hasta su silla, me siento y apoyo el brazo encima de la mesa. Le digo que Hanna se ha casado y que mi madre me necesita más en casa, ahora que mi hermana se ha ido. Ella me mira y asiente:
—Su hermana se ha casado. ¿Es un buen matrimonio?
Le digo que muy bueno.
—Entonces se alegrará usted por ella. —Como sólo sonrío, sin contestar, se me acerca un poco más y dice—: Creo, Susan, que quizá envidia un poco a su hermana.
Sonrío. Digo que tiene razón, que sí la envidio.
—No porque tenga un marido —añado—. ¡No es por eso, no! Sino porque… ¿cómo decirlo? Porque ha evolucionado, como uno de sus espíritus. Ha seguido avanzando. Y yo sigo sin evolucionar nada de nada.
—Entonces es como yo —dice—. En realidad, es como lo das las que estamos en Millbank.
Le digo que sí. Pero ellas tienen condenas que expirarán. Bajo los ojos, pero noto que ella mantiene los suyos fijos en mí. Me pregunta si voy a contarle más cosas de mi hermana. Digo que pensará que soy una egoísta.
—¡Oh! —se apresura a decir—. Nunca pensaría eso.
—Sí lo pensará. ¿Sabe?, me resultó insoportable mirar a mi hermana cuando se fue de luna de miel. Insoportable besarla o decirle adiós. ¡Entonces sí la envidiaba! ¡Ah, fue como si tuviera vinagre en las venas en lugar de sangre!
Vacilo. Ella sigue examinándome. Y por fin dice en voz baja que no debo avergonzarme de expresar mis verdaderos pensamientos allí, en Millbank. Que allí sólo me oyen las piedras de las paredes… y ella, a la que mantienen muda como una tumba, y que no podrá contárselo a nadie. Ya me dijo esto antes; sin embargo, hasta hoy no he sentido la fuerza de lo que ha dicho, y cuando por fin hablo es como si me sacaran a tirones las palabras que han estado atadas muy fuerte con un hilo dentro de mi pecho.
—Mi hermana se ha ido a Italia, Santana —digo—, y yo tenía que haber viajado allí con mi padre y… una amiga.
Por supuesto, nunca he mencionado a Rachel en Millbank. Ahora sólo digo que planeábamos ir a Florencia y a Roma; que papá tenía intención de estudiar en los archivos y los museos de esas ciudades y que mi amiga y yo íbamos a ayudarle. Le digo que Italia se había convertido para mí en una especie de manía, de emblema.
—Pensábamos hacer el viaje antes de que Hanna se casase, para que mi madre no se quedara sola. Ahora Hanna ya está casada. Se ha ido a Italia, sin pararse a pensar en los planes meticulosos que yo había hecho. Y yo…
No había llorado desde hacía muchos meses, pero ahora, para mi horror y vergüenza, me siento próxima a las lágrimas y me aparto de Santana hacia la pared burbujeante de cal. Cuando me vuelvo hacia ella la encuentro más cerca que nunca. Se ha sentado al lado de la mesa y descansa los brazos en ella, con la barbilla sobre sus muñecas. Dice que fui muy valiente; lo mismo que dijo Rachel hace una semana. Al oírlo de nuevo, estoy a punto de reírme. ¡Valiente!, digo. ¡Valiente por sobrellevar mi propio ser quejumbroso! Cuando preferiría perderlo… pero no puedo, hasta eso está prohibido…
—Valiente —repite ella, moviendo la cabeza— por haber venido aquí, a Millbank, a vernos a todas las que la esperamos…
Está cerca de mí y hace frío en la celda. Noto el calor, la vida de Santana. Pero ella, sin dejar de mirarme, se levanta y se estira.
—De su hermana, a la que envidia tanto, ¿qué es lo que envidia, en realidad?—dice—. ¿Eso tan maravilloso que ha hecho? Cree que ha evolucionado, pero… ¿es eso evolucionar? ¿Hacer lo que hace todo el mundo? Sólo ha avanzado hacia lo de siempre. ¿Es inteligente eso?
Pienso en Hanna, que siempre ha preferido a mamá, como Artie, mientras que yo me parezco a papá. Me la imagino dentro de veinte años, reprendiendo a sus hijas. Pero la gente no pide inteligencia, digo, al menos no en las mujeres.
—Las mujeres son educadas para hacer lo mismo de siempre; es su función. Son las mujeres como yo las que trastornan el sistema, lo hacen tambalearse…
Ella dice entonces que hacer siempre lo mismo es lo que nos mantiene «atadas a la tierra»; que fuimos creados para levantarnos de ella, pero que no lo haremos hasta que cambiemos. Respecto a mujeres y hombres…, dice, bueno, eso es lo primero que hay que desechar. No la entiendo. Ella sonríe.
—Cuando nos levantemos, ¿cree que conservaremos nuestros rasgos terrenales? Sólo los nuevos, los espíritus desconcertados notan la falta de su vestidura carnal. Cuando se les acercan los guías, los espíritus los miran y no saben cómo hablarles; dicen: «¿Eres un hombre o una mujer?». Pero el guía no es ni lo uno ni lo otro, y las dos cosas; y los espíritus no son ni una cosa ni otra, y las dos. Sólo cuando han comprendido esto están preparados para ascender más arriba.
Trato de imaginar el mundo de que me habla, el mundo donde dice que habita mi padre. Me lo imagino desvestido y asexuado, y conmigo a su lado. Es una visión terrible que me produce sudores. No, digo. Lo que me está diciendo no tiene sentido. No puede ser cierto. ¿Cómo es posible? ¡Sería el caos!
—Sería la libertad.
—Sería un mundo sin distinciones. Sería un mundo sin amor.
—Es un mundo hecho de amor. ¿Creía usted que sólo existe la clase de amor que su hermana siente por su marido? ¿Creía que tiene que haber aquí un hombre con bigotes y allí una mujer con un vestido? ¿No le he dicho que donde viven los espíritus no hay bigotes ni vestidos? ¿Y qué hará su hermana si su marido se muere y toma otro? ¿Hacia cuál de los dos volará cuando haya cruzado las esferas? Porque volará al lado de alguien, todos los hacemos, todos retornaremos al pedazo de materia brillante del que nuestras almas fueron separadas, como dos mitades. Quizá el marido de su
hermana tenga esa otra alma que posee afinidad con la de ella; espero que así sea. Pero puede que sea el hombre siguiente con quien se una, o bien ninguno de los dos. Quizá sea alguien a quien a ella no se le hubiese ocurrido mirar en la tierra, alguien alejado de ella por una falsa frontera…
Ahora me sorprende que hayamos tenido una conversación tan extraordinaria encerradas en la celda y con la señora Jelf patrullando cerca, y a nuestro alrededor las toses y los gruñidos y los suspiros de trescientas mujeres, y el chasquido de cerrojos y llaves. Pero no he pensado en eso cuando tenía los ojos de Santana clavados en mí. Me he limitado a mirarla y a oír su voz; y cuando por fin he hablado, ha sido para decirle:
—¿Cómo sabrá una persona, Santana, que se encuentra cerca el alma que tiene afinidad con ella?
—Lo sabrá —me responde—. ¿Busca acaso el aire antes de respirarlo? Ese amor será guiado hasta ella, y cuando llegue lo sabrá. Y hará cuanto esté en su mano por conservar ese amor. Porque perderlo será como la muerte.
Mantiene los ojos fijos en mí, pero ahora veo que su mirada se vuelve extraña. Me mira como si no me conociera. Después se aparta, como si estuviera avergonzada por haberme mostrado demasiadas cosas de sí misma. Miro de nuevo el suelo de la celda, buscando aquella mancha de cera. No hay ninguna.
20 de noviembre de 1874
Otra carta hoy de Hanna y Arthur; esta vez desde Italia, de Piacenza. Cuando se lo digo a Santana, me obliga a repetir el nombre tres o cuatro veces: Piacenza, Piacenza…, y sonríe al oírme.
—Podría ser una palabra de un poema—dice.
Le digo entonces que yo he pensado lo mismo muchas veces. Le digo que, cuando papá vivía, yo, despierta en la cama, en vez de rezar mis oraciones o recitar versos, enumeraba todas las ciudades de Italia: Verona, Reggio, Rimini, Como, Parma, Piacenza, Cosenza, Milán… Le explico que pasaba muchas horas imaginando qué impresión me harían cuando las viera. Ella me dice que todavía puedo verlas. Yo sonrío.
—Más bien creo que no.
—¡Pero tiene por delante años enteros para ir a Italia! —dice.
—Quizá. Pero no como yo era entonces.
—Como es ahora, Susan. O como podría ser pronto —dice, y sostiene mi mirada hasta que la desvío.
Después me pregunta qué era lo que yo, de todos modos, tanto admiraba de Italia. Respondo al instante:
—¡Oh, Italia! Creo que debe de ser el lugar más perfecto de la tierra…
Le digo que tiene que imaginarse lo que han representado para mí todos esos años ayudando a mi padre en su trabajo; todas las pinturas y estatuas maravillosas de Italia que he visto en libros y grabados, en negro y blanco, en gris y en carmesí difuminado.
—Pero visitar los Ufifizi y el Vaticano —digo—, entrar en cualquier iglesia sencilla del campo que contenga un fresco…, ¡creo que eso sería como entrar en el color y la luz!
Le hablo de la casa de Florencia, en la Via Ghibellina, donde se puede visitar el alojamiento de Miguel Ángel y ver sus pantuflas y su bastón y la escribanía donde trabajaba. ¡Imagine ver una cosa
así!, digo. Imagínese ver la tumba de Dante en Rávena. Imagine aquellos días, que eran largos y calurosos todo el año. Imagine cada rincón con una fuente y ramas de naranjos; ¡imagine las calles
bañadas en la fragancia del azahar, cuando las nuestras están cubiertas de niebla!
—La gente de allí es natural y franca. Las mujeres inglesas pueden pasear libremente, creo, por aquellas calles… con toda libertad. ¡Imagine el centelleo de los mares! O imagínese Venecia: una ciudad que forma parte del mar hasta el punto de que puedes alquilar una barca para atravesarla…
Sigo hablando… hasta que de repente cobro conciencia de mi propia voz y de la cara risueña con que ella escucha mi arrebato. Tiene el perfil de la cara vuelto hacia la ventana, y la luz que lo ilumina torna muy hermosas sus facciones acusadas y asimétricas. Recuerdo la sensación que me produjo al principio estudiar el rostro de Santana, y que me había recordado a la Ventas de Crivelli; y supongo que este recuerdo me cambia la expresión, pues ella me pregunta por qué me quedo callada, ¿en qué estoy pensando? Digo que pienso en un cuadro colgado en un museo de Florencia. ¿Un cuadro que quería contemplar, me pregunta, con mi padre y mi amiga? No, le respondo, un cuadro que no significaba nada para mí cuando hacía aquellos planes… Ella frunce el ceño, sin comprender, y como no añado nada mueve la cabeza y después se ríe. Más vale que se abstenga de reír, la próxima vez. Cuando la señora Jelf me ha liberado y he recorrido con ella los pabellones y llegado a la puerta que conduce desde la cárcel de mucres a la de hombres, oigo que me llaman por mi nombre; al mirar hacia un lado veo que se acerca la señorita Haxby, con la cara más bien seria. No la había visto desde que visité con ella la celda de castigo; me acuerdo de que entonces la agarré en la oscuridad, y noto que se me suben los colores. Me pregunta si dispongo de un momento; cuando le digo que sí, despide a la celadora que me ha escoltado y me conduce ella misma a través de la puerta y los pasillos del otro lado.
—¿Cómo está usted, señorita Pierce?—empieza—. La última vez nos vimos en circunstancias tan infortunadas que no tuve la ocasión de hablar con usted de sus progresos. Debe de pensar que soy descuidada.
Dice que en realidad me ha confiado al cuidado de las celadoras, y que ha recibido de ellas informes sobre mí —«Y en especial de mi suplente, la señorita Ridley»— que indican que me las he arreglado bastante bien sin su ayuda. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar que yo fuese objeto de «informes» ni de ningún tipo de comunicaciones entre la señorita Haxby y su personal. Pienso en el libro grande de registro que guarda encima de su mesa. Me pregunto si habrá en él una sección especial con la rúbrica: «Visitadoras». Digo, sin embargo, que las celadoras han sido muy serviciales y amables conmigo. Hacemos una pausa mientras una celadora nos abre una puerta; naturalmente, su manojo de llaves no sirve aquí, en el pabellón de hombres. Luego me pregunta qué me parecen las reclusas. Dice que un par de ellas —Ellen Power, Mary Ann Cook— siempre le hablan bien de mí.
—¡Ha hecho amigas, creo! Ellas comprenderán lo que vale esto, pues si una visitadora se interesa por ellas se sentirán alentadas a interesarse por sí mismas.
Digo que así lo espero. Ella me mira y luego mira a otra parte. Dice que, por supuesto, existe siempre el peligro de que esta amistad ofusque a una presa…, la lleve a interesarse demasiado por sí
misma.
—A las reclusas se las obliga a pasar muchas horas solitarias, y ello a veces agudiza sus fantasías. Viene una visitadora, llama «amiga» a una presa y se vuelve a su mundo…, la encarcelada no ve nada de él, claro.
Confía en que yo sepa apreciar los peligros que esto entraña. Le digo que sí. Ella dice que es más fácil saber estas cosas que prevenirlas…
—No sé —dice por fin— si su interés por alguna de nuestras internas es un poco más… personal… de lo que debería ser.
Creo que he reducido el paso un segundo; después sigo caminando un poco más aprisa que antes. Sé, desde luego, a quién se refiere; lo he sabido al instante. Pero le pregunto:
—¿Por cuál de ellas, señorita Haxby?
—Por una reclusa en particular, señorita Pierce —me responde.
Yo no la miro. Digo:
—Supongo que se refiere a Santana López, ¿no?
Ella asiente. Dice que las celadoras la han informado de que paso la mayor parte del tiempo en la celda de López. Se lo ha dicho la señorita Ridley, pienso, con rabia. Van a hacerle eso, por supuesto, pienso. Van a raparle el pelo y le van a quitar su ropa. Van a hacerle sudar con el sucio vestido carcelario, van a estropearle sus hermosas manos con un trabajo superfluo; sin duda procurarán privarle de los retales de consuelo y alivio que se ha acostumbrado a obtener de mí. Y vuelvo a recordarla como la vi la primera vez, con una violeta en las manos. Comprendí, comprendí incluso entonces, que si descubrían que tenía aquella flor, se la quitarían para aplastarla. Del mismo modo querían ahora aplastar nuestra amistad. Era contraria al reglamento. Claro está que me cuido mucho de mostrar mi despecho. Digo que es cierto que me intereso en especial por el caso de López; y que creo que es normal que las visitadoras se fijen más en algunas reclusas concretas. La señorita Haxby
dice que así es. Dice que han ayudado a muchas prisioneras; las han ayudado a encontrar empleos adecuados a su condición, les han buscado una vida nueva, lejos de su baldón, lejos de las antiguas influencias, lejos de Inglaterra en ocasiones, un matrimonio en las colonias. Clava sus ojos penetrantes en mí y me pregunta si acaso tengo planes parecidos para Santana López. Le digo que no tengo ninguno. Que sólo pretendo aportarle el pequeño consuelo que necesita.
—Usted tiene que saberlo —digo—; usted, que conoce su historia. Tiene que haber entendido que sus circunstancias son muy especiales. —Digo que no es una chica a la que se la puede colocar de sirvienta. Es reflexiva y sensible: casi una dama, de hecho—. Creo que los rigores de la cárcel la afectan más que a las otras mujeres.
—Usted se ha traído a la cárcel sus propias ideas —dice la señorita Haxby al cabo de un momento—. Pero, como ve, nuestras normas en Millbank son bastante severas.
Sonríe, porque hemos entrado en un pasadizo que nos obliga a remangarnos la falda un poco y avanzar paso a paso. Dice que allí no pueden hacerse distinciones, excepto las que ellas, como funcionarías, consideren oportunas, y López disfruta ya de todos los beneficios. Dice que si continúo distinguiendo a una chica con una atención especial, llegará a estar más descontenta con su suerte, y no al contrario; y que acabaré descontentando a las demás presas con la suya propia. Dice, en suma, que ella y sus subordinadas me agradecerían que en adelante visitase menos a López y acortase la duración de las visitas que le hago. Aparto la mirada de ella. El despecho que he sentido al principio empieza a convertirse en una especie de miedo. Me acuerdo de cómo se ha reído Santana: ni siquiera sonrió en mi primera visita, en que se había mostrado huraña y triste. Me acuerdo de cuando ha dicho que esperaba con impaciencia mis visitas y que la entristecía que yo no viniese, porque las horas transcurrían muy lentas en Millbank. ¡Pienso que si a partir de ahora me impiden verla, podrían muy bien trasladarla a las tinieblas y abandonarla allí! Otra parte de mí ha pensado que asimismo podrían encerrarme a mí allí abajo. No he querido que la señorita Haxby supiese lo que pensaba. Pero ella parece que sigue estudiándome, y al llegar a la puerta del pentágono uno veo que el carcelero me mira también con curiosidad y noto que mis mejillas enrojecen aún más. Coloco las manos delante de mi cuerpo y las enlazo muy fuerte; y entonces oigo a nuestra espalda unos pasos en el pasadizo y me vuelvo a mirar. Es el señor Schuester. Me llama por mi nombre. ¡Qué suerte haberme encontrado!, dice. Saluda con un gesto a la señorita Haxby y a mí me estrecha la mano. Me pregunta cómo van mis visitas.
—Van tan bien como podría desear —digo; mi voz, después de todo, suena muy tranquila—. Pero la señorita Haxby me ha estado advirtiendo…
—Ah —dice él.
La señorita Haxby le dice que me ha estado previniendo de que no dispense atenciones especiales a algunas mujeres. Que he tomado como «protegé» —lo pronuncia de una forma extraña— a una de las reclusas, y que ella cree que la chica está menos estable de lo que parece. La chica es López, la «espiritista».
El señor Schuester dice «Ah», con un tono ligeramente distinto. Dice que a menudo piensa en Santana López y se pregunta si se amolda a sus nuevas costumbres. Le digo que se amolda muy mal. Digo que es débil; él responde en el acto que eso no le sorprende. Todas las personas como ella son débiles, dice, es la característica que las convierte en vehículo de esas influencias anormales que denominan espirituales. Puede que lo sean, pero no hay «nada de Dios en ellas»—nada santo, nada bueno—, y a la larga todas ellas revelan ser perniciosas. ¡López es la prueba de ello! ¡A él le gustaría ver a todos los espiritistas de Inglaterra encarcelados en una celda, junto a López!
Le miro fijamente. A mi lado, la señorita Haxby se sube un poco más el manto sobre los hombros. Digo, lentamente, que él tiene razón. Que López, a mi entender, ha sido utilizada —obnubilada— por algún poder extraño. Pero es una chica delicada, y la soledad de la cárcel la ha dañado. Cuando se le ocurre una fantasía, no sabe ahuyentarla. Necesita que la guíen.
—Tiene la guía de sus celadoras —dice la señorita Haxby—, como todas las presas.
Digo que necesita que la oriente una visitadora, o una amiga de fuera de la cárcel. Necesita un objeto en que con centrar sus pensamientos cuando está trabajando o cuando está quieta y silenciosa; por la noche, cuando reina el silencio en los pabellones.
—Porque creo que es entonces cuando sufre esas influencias morbosas. Y es débil, como he dicho. Creo que… la aturden.
La supervisora responde a esto que si tuvieran que mimar a las reclusas cada vez que se sienten aturdidas, ¡haría falta una tropa de funcionarías para la tarea! Pero el señor Schuester ha amusgado los ojos un poco y ahora estampa el pie contra las losas del pasillo, meditando. Observo su cara, y lo mismo hace la señorita Haxby: estamos ante él como dos madres feroces —una verdadera y otra falsa— que comparecen ante Salomón para disputarse un hijo… Y al final él se vuelve hacia la supervisora y dice que, a su juicio, al fin y al cabo, «la señorita Pierce quizá tenga razón». Tienen un deber con las prisioneras: el deber de protegerlas, así como de castigarlas. Quizá esta protección pudiera ampliarse en el caso de López… cautelosamente. ¡La verdad es que sí necesitan una tropa de funcionarías!
—Debemos agradecer que la señorita Pierce esté dispuesta a dedicar sus esfuerzos a esta tarea.
La señorita Haxby contesta que ella lo agradece. Hace una reverencia y su manojo de llaves emite un tintineo amortiguado. Cuando se ha ido, el señor Schuester ha vuelto a cogerme la mano y me ha dicho:
—¡Qué orgulloso estaría su padre si la viese ahora!
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
10 de marzo de 1873
Ahora viene tanta gente a los círculos oscuros que tenemos que poner a Jenny en la puerta cuando la sala está llena, para que recoja sus tarjetas y les diga que vengan otra noche. Vienen sobre todo señoras, aunque algunas traen a caballeros. Noah prefiere a las mujeres. Camina entre ellas, les permite que le cojan de la mano y le palpen el bigote. Les deja que le enciendan sus cigarrillos. Dice: «¡Caray, eres una belleza! ¡Eres la cosa más guapa que he visto en este lado del paraíso!». Dice cosas así y ellas se ríen y contestan: «¡Qué pillo eres!». Creen que los besos de Noah Puckerman no cuentan. Se mete con los caballeros. Les dice: «Le vi la semana pasada visitando a una chica bonita. ¿No le gustaron las flores que le llevó?». Luego mira a la esposa del caballero, silba y dice: «Bueno, ya veo qué viento sopla por aquí; no diré nada más». Dice: «¡Soy un muchacho que sabe muy bien guardar un secreto!». En el círculo de esta noche había un tal señor Harvey, que llevaba un sombrero de seda. Noah se lo quita, se lo pone en la cabeza y se pasea con él por la sala. Dice: «Ahora soy un verdadero dandy. Pueden llamarme Noah Puckerman, de Savile Row. Me gustaría que mis camaradas espíritus me vieran con este sombrero». El señor Harvey dice entonces: «Pues quédeselo». «¿Puedo?», le responde Noah, con tono de asombro. Pero cuando vuelve al reservado, me enseña el sombrero y susurra: «¿Qué hago yo con esto? ¿Lo meto en el orinal del dormitorio de la señora Sylvester?». Yo me río y los del círculo me oyen reírme, y grito: «¡Oh, Noah, me está tomando el pelo!». Cuando después registran el reservado, está totalmente vacío, por supuesto, y todos mueven la cabeza al pensar en Noah Puckerman caminando por el mundo de los espíritus con el sombrero del señor Harvey. Después han encontrado el sombrero. Estaba colocado en la barra para cuadros de la sala; tenía el ala rota y la copa perforada. El señor Harvey dice que, a fin de cuentas, era un objeto demasiado sólido para el trayecto a través de las esferas, pero que Noah ha sido muy valiente al tratar de llevárselo. Lo sostiene como si fuera de cristal. Dice que piensa enmarcarlo como un trofeo espiritual. Sin embargo, Quinn me ha dicho más
tarde que el sombrero no era de Savile Row, sino de algún sombrerero barato de Bayswater. Dice que el señor Harvey puede alardear de ser un hombre rico, pero que ella no tiene en mucho aprecio su gusto para las chisteras.
21 de noviembre de 1874
No es aún medianoche, hace un frío crudo, cortante, y estoy cansada y embotada por mi dosis, pero la casa está silenciosa y tengo que escribir esto. He recibido otra de esas visitas o signos de los espíritus de Santana. ¿Y dónde voy a contarlo sino en este cuaderno? Ha llegado cuando estaba en Garden Court. He ido allí esta mañana, me he quedado hasta las tres, y al volver a casa he venido derecha, como siempre hago, a esta habitación; me percato enseguida de que han tocado o cogido o manoseado algo. El cuarto estaba oscuro, no veía si había habido algún cambio, sólo lo intuía. La primera cosa horrible que he pensado es que mamá había venido a mi escritorio, había encontrado este cuaderno y se había sentado a leerlo. Pero no era el cuaderno, y al dar otro paso lo he visto. Había flores, en un jarrón de la repisa de la chimenea. El jarrón estaba encima de mi escritorio, y dentro había flores de azahar: ¡azahar en un invierno inglés! No me he acercado a verlas de inmediato. Me he quedado parada, con la capa todavía puesta y los guantes apretados dentro del puño. El fuego estaba encendido, el aire era caliente y desprendía el aroma de las flores; ha sido eso, supongo, lo que he captado al entrar. Empiezo a temblar. Pienso: Lo ha hecho para complacerme, y me ha asustado. ¡Las flores me han hecho tenerle miedo a ella! Y luego pienso: ¡Qué tonta eres! Es como lo de los sombreros de papá en la percha. Debe de haberlas mandado Hanna. Hanna nos ha enviado flores desde Italia… Entonces voy a verlas y las acerco a la cara. Son de Hanna, pienso, sólo de Hanna. Y, tan aguda como el miedo, siento una punzada de desilusión. Aun así, no estoy segura. Pienso que debería estarlo. Dejo el florero, toco la campanilla para llamar a Kitty y deambulo por el cuarto hasta que oigo su mano en la puerta. Pero no es Kitty: es Quinn, su cara alargada está más flaca y pálida que nunca y lleva las mangas remangadas hasta los codos. Me dice que Kitty está poniendo la mesa en el comedor: que sólo ella y la cocinera podían responder a mi llamada. Le digo que no importa, que ella puede ayudarme. Le pregunto quién ha traído esas flores. Ella mira el escritorio como una idiota y luego vuelve a mirarme a mí.
—¿Cómo dice, señorita?
¡Las flores! No estaban cuando he salido. Alguien las ha traído a casa, alguien las ha puesto en el jarrón de porcelana. ¿No ha sido ella? No ha sido ella. ¿Ha estado en casa todo el día? Dice que sí ha estado. Entonces ha tenido que venir un chico con paquetes, le digo. ¿De quién eran los paquetes? ¿Eran de mi hermana, la señorita Hanna, y del señor Arthur, desde Italia? Ella no lo sabe. ¿Hay algo que sepas?, le digo, y la mando que vaya a buscar a Kitty. Sale corriendo, reaparece con Kitty en la puerta y las dos me miran parpadeando mientras yo voy de un lado para otro, haciendo gestos y diciendo:
—¡Las flores! ¡Las flores! ¿Quién ha traído las flores a mi cuarto y las ha metido en ese jarrón? ¿Quién ha recibido el paquete que ha enviado mi hermana?
—¿Paquete, señorita? No han traído ninguno.
¿No ha llegado un paquete de Hanna? No ha llegado ningún paquete de nadie. Vuelvo a tener miedo. Me llevo la mano a los labios y creo que Kitty ve que tiemblo. Me pregunta si quiero que se
lleve las flores y yo no lo sé, no sé qué decirle, no sé qué debo hacer. Ella aguarda, y también Quinn; mientras estoy indecisa, se oye un sonido en la puerta y el frufrú de la falda de mamá. «¿Kitty? ¿Estás ahí, Kitty?». La ha estado llamando. Digo, a toda prisa:
—¡Está bien, está bien! ¡Dejad las flores y marchaos las dos!
Pero mamá se me ha adelantado. Sale al pasillo, mira hacia arriba y ve a las criadas delante de mi puerta.
—¿Qué pasa, Kitty? ¿Eres tú, Brittany?
Suenan sus pasos en la escalera. Oigo que Kitty se vuelve y dice que Brittany, señora, pregunta por unas flores. Y otra vez la voz de mamá que dice: «¿Flores? ¿Qué flores?».
—¡No es nada, madre! —grito. Kitty y Quinn siguen en la puerta, indecisas—.Vamos —digo—. Iros.
Pero mamá está ya detrás de ellas, obstruyendo el paso. Me mira, mira el escritorio y dice: «¡Vaya, qué flores más bonitas!». Y vuelve a mirarme. Me pregunta qué ocurre. ¿Por qué estoy tan pálida? ¿Por qué está tan oscuro el cuarto? Manda a Quinn que prenda una vela en el fuego y encienda la lámpara. Digo que no ocurre nada. Me he equivocado y lamento mucho haber molestado a las chicas.
—¿Equivocado? —dice ella—. ¿Qué clase de equivocación? ¿Kitty?
—La señorita Pierce dice que no sabe quién ha traído las flores, señora.
—¿Que no lo sabe? Brittany, ¿cómo puedes no saberlo?
Respondo que sí lo sé y que sólo ha sido una confusión. Digo…, le digo que las he traído yo misma. Miro a otro lado, pero noto que ella me mira con mayor atención. Por fin murmura algo a las chicas, que se van al momento, y entra en el cuarto y cierra la puerta tras ella. Me asusta su presencia; normalmente sólo viene por la noche. Me pregunta a que viene esta tontería. Le contesto, sin mirarla aún a los ojos, que no es una tontería, sino un estúpido error. Que no hace falta que se quede. Que puedo descalzarme yo sola y ponerme el camisón. Me muevo a su alrededor, cuelgo mi capa, se me caen los guantes; los recojo y se me vuelven a caer. ¿Cómo que ha sido un error?, dice. ¿Cómo es posible que haya comprado las flores y luego lo haya olvidado? ¿Dónde tenía la cabeza? Y, además, ponerme tan nerviosa delante de las criadas… Digo que no estaba nerviosa, pero oigo mi voz al hablar y noto cómo tiembla. Ella se me acerca un poco más. Hago un gesto: creo que me pongo la mano en el brazo, antes de que ella pueda cerrar los dedos sobre él, y me hago a un lado. Pero entonces veo las flores delante, huelo su aroma otra vez, más intenso que antes, y doy media vuelta para separarme de mi madre. ¡Si no se va, pienso, voy a pegarla o a echarme a llorar! Pero ella sigue avanzando. «¿Estás bien?», me pregunta, y como yo no contesto, dice: «No estás bien…».
Lo veía venir, dice. Yo no estaba preparada para salir tanto de casa. Era una forma de propiciar una recaída.
—Si estoy perfectamente… —digo.
¿Perfectamente? ¿Es que no oigo cómo me suena la voz? ¿Cómo creo que les habrá sonado a las chicas? Ahora estarán abajo con las cabezas juntas, cuchicheando…
—¡No estoy enferma! —exclamo—. ¡Estoy sana y bien, totalmente curada de mi antiguo nerviosismo! Lo dice todo el mundo. Lo ha dicho la señora Wallace.
Ella responde que la señora Wallace no me ha visto en ese estado. Que no me ha visto cuando vuelvo de Millbank, pálida como un espectro. No me ha visto sentada a mi escritorio, insomne y nerviosa, hasta altas horas de la noche… Cuando dice esto sé que me ha estado vigilando, como me vigilan la señorita Ridley y la señorita Haxby, por muy callada y quieta y discreta que haya estado en mi cuarto de arriba. Digo que siempre he velado, incluso antes de que papá muriera, incluso de niña. Que el estar en vela no significa nada y que, de todos modos, la medicina no falla y me hace descansar. Ella dice, agarrándose al único punto flaco, que de niña me mimaron. Ella me había confiado demasiado al cuidado de mi padre y él me lo había consentido todo; y que esta conducta temeraria había causado la intemperancia de mi aflicción:
—¡Siempre lo he dicho! Y ver ahora tu terca manera de favorecer la enfermedad…
¡Le grito que si no se va me pondré enferma de verdad! Me alejo de ella con pasos resueltos y me quedo parada cerca de la ventana. No recuerdo lo que ella ha dicho entonces: no la escucho ni respondo; al final dice que tengo que bajar a sentarme con ella, y que si no he bajado dentro de veinte minutos mandará a Kitty a buscarme. Y se va. Miro por la ventana. Hay un barco en el río, y en él un hombre que golpea con un martillo una chapa de acero. Observo cómo levanta y baja el brazo. Veo chispas que saltan del metal, pero cada golpe resuena al cabo de un segundo, el martillo está de nuevo en el aire antes de que retumbe el impacto sordo contra el acero. Cuento treinta martillazos y bajo a ver a mamá. No me dice nada más, pero la veo escrutar mi cara y mis manos, buscando señales de debilidad, y no le doy ninguna. Más tarde le leo La pequeña Dorrit, con un ritmo regular, y ahora he puesto la lámpara muy baja y desplazo la pluma sobre la página con tanto cuidado —es posible hacerlo, aunque ya haya ingerido el medicamento— que ella no me oiría si viniera y pegase el oído contra la madera de mi puerta. Que se arrodille, si quiere, y mire por el ojo de la cerradura. Lo he tapado con un paño. Tengo delante las flores de azahar. En el aire cerrado de mi dormitorio, su olor es tan intenso que me marea.
23 de noviembre de 1874
Hoy he vuelto a la sala de lectura de la Asociación de Espiritismo. He ido a releer la historia de Santana, a examinar aquel retrato perturbador de Noah Puckerman y a contemplar la vitrina con los moldes. La encuentro, por supuesto, tal como la vez anterior, con una capa de polvo sobre los estantes, la cera y los miembros de yeso. Cuando los estoy mirando, se me acerca el señor Hither. Esta vez calza un par de sandalias turcas y lleva una flor en el ojal. Dice que él y la señorita Kislingbury estaban seguros de que volvería, «y aquí la tenemos. Me alegro mucho de verla». Luego me inspecciona.
—Pero ¿qué es esto? ¡Qué cara más seria tiene! Ya veo que estos objetos la han dejado pensativa. Eso está bien. Pero no deberían ponerle ese ceño, señorita Pierce. Deberían hacerla sonreír.
Sonrío entonces, y él también lo hace, y los ojos se le aclaran y tienen una expresión más bondadosa que nunca. Hablamos casi una hora, durante la cual no entra nadie en la sala. Le pregunto, entre otras cosas, desde cuándo se considera un espiritista, y por qué profesa ahora esta doctrina.
—Mi hermano fue el primero en afiliarse al movimiento. Pensé que era un chico tremendamente crédulo al interesarse por semejante disparate. Me dijo que veía a nuestros padres en el cielo, observando todo lo que hacíamos. ¡Era lo más horrible que yo podía imaginar!
Le pregunto por qué cambió entonces de opinión. Él vacila y después me responde que su hermano había muerto. Me apresuro a decirle que lo siento, pero él mueve la cabeza y casi se ríe.
—No, no diga nunca eso, por lo menos aquí, porque un mes después de su tránsito mi hermano vino a verme. Vino y me abrazó, tan real como usted lo es ahora…, más sano que cuando estaba vivo, y sin ninguna de las marcas de su enfermedad. Vino a decirme que creyera. Yo, sin embargo, seguí negando que aquello fuese verdad. Expliqué su visita como una fantasía, y cuando recibí más señales también les busqué una explicación. ¡Es increíble las que uno encuentra si se empecina en ello! Pero al final vi. Ahora mi hermano es mi amigo más querido.
—¿Y tiene conciencia de que hay espíritus alrededor de usted?
Sólo es consciente de su presencia cuando vienen, me dice. No posee los poderes de un gran médium.
—Sólo vislumbro cosas…, «un pequeño destello, un toque místico», como dice Tennyson, en vez de tener visiones. Oigo notas…, una simple melodía, si tengo suerte. Otros oyen sinfonías, señorita Pierce.
—Tener conciencia de los espíritus…—digo.
—¡No es posible no tenerla, después de haberlos visto! Y, aun así —sonríe—, mirarlos puede dar miedo.
Se cruza de brazos y luego me pone un curioso ejemplo. Me pide que imagine que nueve de cada diez habitantes de Inglaterra tuviesen una dolencia ocular que les impidiese distinguir, pongamos, el color rojo. Imaginemos que yo también la padezco. Conduciría por Londres y vería un cielo azul, una flor amarilla, y pensaría que el mundo es un lugar muy hermoso. Ignoraría que sufro una afección que me impide ver una parte del mundo; y si algunas personas especiales me dijeran que la sufro y me hablasen de otro color distinto y maravilloso, pensaría que están locas. Mis amigos estarían de acuerdo conmigo. Los periódicos lo estarían también. Todo lo que leyera, en efecto, me confirmaría en mi convicción de que esas personas no estaban en sus cabales; ¡hasta Punch imprimiría viñetas para demostrar su grave demencia! Yo sonreiría al ver esas historietas y me quedaría muy satisfecho.
—Luego llega una mañana en que despiertas —prosigue el señor Hither— y la visión se te ha corregido. Ahora ves buzones y labios, amapolas, cerezas y chaquetas de la Guardia Real. Ves todas
las tonalidades gloriosas del rojo: carmesí, escarlata, rubí, bermellón, rosa vivo, rosa… Al principio quieres taparte los ojos, de sorpresa y miedo. Después miras y se lo dices a tus amigos, a tu familia…, y todos se ríen de ti, fruncen el entrecejo, te mandan a un cirujano o un médico del cerebro. Será muy penoso adquirir conciencia de todas esas maravillas escarlata. Y, sin embargo, dígame, señorita Pierce: cuando volviera a mirar, después de haberlas visto, ¿vería solamente el azul, el amarillo y el verde?
Tardo un momento en responderle, porque sus palabras me han dado mucho que pensar. Al final digo:
—Supongamos que una persona fuese como usted ha descrito. —Estoy pensando, por supuesto, en Santana—. Supongamos que ve el color escarlata. ¿Qué debería hacer?
—¡Debe buscar a otras personas que sean como ella! —me responde al instante—. Ellas la guiarán, la protegerán de los peligros que corre…
Dice que la aparición del intermediario con los espíritus es algo muy serio, que aún sólo se comprende de un modo imperfecto. La persona en la que estoy pensando sabría que experimenta toda clase de cambios corporales y mentales. La están conduciendo al umbral de otro mundo e invitando a franquearlo; pero si bien habrá allí «guías juiciosos», dispuestos a aconsejarla, también habrá «espíritus viles y obsesivos». Estos espíritus pueden parecerle buenos y encantadores, pero sólo tratarán de utilizarla en su propio provecho. Querrán que ella les lleve hasta los tesoros terrenales que han perdido y que ansían recuperar…
Le pregunto cómo puede protegerse de esa clase de espíritus. Dice que tiene que tener cuidado al escoger a sus amigos de la tierra.
—¿Cuántas jóvenes se han visto impulsadas a la desesperación, ¡a la locura!, por la aplicación impropia de sus poderes? Quizá las inviten a invocar a los espíritus por mero pasatiempo: no deben hacerlo. Quizá las convenzan de que hagan sesiones demasiado frecuentes, en círculos reunidos al desgaire; así acabarán cansadas y corrompidas. Quizá las alienten a hacer sesiones solas; ésta es la peor manera, señorita Pierce, de ejercer sus poderes. Una vez conocí a un hombre…, un joven, todo un caballero, y le conocí porque me llevó a verlo un amigo mío que era capellán de un hospital. El caballero fue trasladado al pabellón de este amigo después de que le encontraran casi muerto a causa de un grave corte en la garganta, y le hizo al capellán una confesión curiosa. Era un escritor pasivo…, ¿sabe lo que es eso? Un amigo irreflexivo le había animado a tomar papel y pluma y al cabo de un tiempo había recibido mensajes de espíritus a través del movimiento independiente de su brazo…
El señor Hither dice que esto es un buen truco espiritista; que encontraré muchos médiums que lo hacen en un grado razonable. Pero el joven de quien me está hablando no lo era. Empezó a sentarse de noche, a solas; a partir de entonces, descubrió que los mensajes llegaban más rápido que nunca. Le interrumpían el sueño. Le despertaba su mano, que daba tirones sobre el cobertor. No cesaban hasta que insertaba una pluma en ella y la hacía escribir: ¡escribía en el papel, en las paredes de su habitación, en su propia piel! Escribía hasta que le salían ampollas en los dedos. Al principio él creía que los mensajes llegaban de sus parientes muertos.
—Pero puede tener la certeza de que ningún alma buena torturaría así a un médium. Los escritos eran obra de un espíritu vil.
Este espíritu se acabó revelando del modo más horrible. Se apareció al hombre, dice Hither, en forma de sapo.
—Y penetró en su cuerpo, por aquí —se toca levemente el hombro—; por la articulación del cuello. Ahora tenía dentro a aquel espíritu ruin y estaba en su poder. Empezó a instigarle, señorita Pierce, a
cometer toda clase de actos indecentes, y el hombre no podía oponerse… Lo cual era una tortura. Por fin el espíritu le había susurrado que tomase una navaja y que se cercenase un dedo con ella. Y el hombre cogió la navaja, pero en vez de acercarla a la mano se la llevó a la garganta.
—Intentaba expulsar al espíritu, y fue así como acabó ingresando en el hospital. Allí le salvaron la vida, pero el espíritu obsesivo conservaba su dominio sobre él. Las costumbres abyectas resurgieron y al joven lo declararon perturbado. Creo que ahora lo tienen encerrado en un pabellón de un manicomio. ¡Pobre hombre! Ya ve qué distinta habría sido su historia si por lo menos hubiera buscado a gente en su mismo caso, que le habría dado consejos juiciosos…
Recuerdo que ha bajado la voz al decirme estas últimas palabras y que parecía mirarme de una manera muy significativa… Pienso entonces que quizá había adivinado que estaba pensando en Santana López, puesto que la última vez había demostrado un gran interés por ella. Guardamos un momento de silencio. El parece esperar que yo hable. Pero no puedo, no hay tiempo, porque nos interrumpe la señorita Kislingbury, que empuja la puerta de la sala de lectura y llama al señor Hither.
—¡Sólo un momento, señorita Kislingbury! —grita él, y murmura, poniéndome la mano en el brazo—: Me gustaría que hablásemos más, ¿quiere? Tiene que venir otro día, ¿lo hará? Y búsqueme cuando esté menos ocupado, ¿le parece?
Yo también lamento que tenga que dejarme. Al fin y al cabo, me gustaría conocer mejor lo que piensa de Santana. Me gustaría saber lo que ella debió de sentir cuando la obligaron a ver esas cosas escarlatas de que ha hablado el señor Hither. Sé que ella tuvo miedo, pero también suerte, según me dijo una vez: contó con la ayuda de amigos juiciosos que la guiaron para asumir sus dones, moldearlos y convertirlos en raros. Creo que es lo que ella cree. Pero ¿quién la ayudó, en realidad? Tuvo a su tía, que la animó a seguir. Tuvo a la señora Sylvester, de Sydenham, que le llevó a desconocidos y mandó colgar una cortina para que se sentara detrás de ella, atada con un cuello de terciopelo y una cuerda; que la mantuvo a salvo, en interés de la madre fallecida, y para que Noah Puckerman la encontrara. ¿Qué la obligó o le incitó a hacer él, que la llevó a acabar en Millbank? ¿Y quién la custodia allí ahora? La señorita Haxby, la señorita Ridley, la señorita Craven. En toda la cárcel no hay nadie que sea amable con ella, salvo la dulce señora Jelf. Oigo la voz del señor Hither, la de la señorita Kislingbury y la de otro visitante, pero la sala de lectura permanece cerrada, no entra nadie. Sigo parada delante de la vitrina con moldes de espíritus; me inclino para examinarlos otra vez. La mano de Noah Puckerman ocupa el mismo sitio en el estante inferior, con los dedos romos y el pulgar hinchado cerca del cristal. La última vez que la vi me pareció sólida; hoy, sin embargo, hago algo que no hice entonces, y me desplazo a un lado de la vitrina para verla desde allí. Veo que la cera termina claramente en el hueso de la muñeca. Veo que está absolutamente hueca. Dentro, perfectamente claras sobre la superficie amarillenta de la cera, se ven las fisuras y las líneas de la palma, las marcas de los nudillos. Me he habituado a considerar que es una mano, y muy sólida; pero sería más propio decir que es una especie de guante. Podría haber sido moldeado hace un momento y estar todavía enfriándose de la proximidad de los dedos que lo han dejado. De repente, en la sala vacía, esta idea me pone nerviosa. Salgo de allí y vuelvo a casa.
Ha venido Artie y le oigo hablar con mamá en voz alta y algo irritada. Tiene un caso que debería haberse visto mañana en los tribunales, pero su cliente ha huido a Francia y la policía no puede apresarle. Artie no tiene más remedio que abandonar el caso y perder sus honorarios. Vuelve a oírse su voz, más fuerte que antes. ¿Por qué las voces de los hombres son tan nítidas y las de las mujeres son tan fáciles de sofocar?
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
24 de noviembre de 1874
A Millbank, a ver a Santana. Voy a verla—antes visito a una o dos mujeres, y finjo que apunto en mi cuaderno los detalles de lo que me dicen—, voy a verla al final, y nada más verme ella me pregunta si me han gustado las flores. Dice que me las envió para que me acordase de Italia, para que pensara en los días calurosos de allí.
—Las llevaron los espíritus —dice—. Puede conservarlas un mes, no se marchitarán.
Le digo que me asustaron. Me quedo media hora con ella. Transcurrido ese tiempo, se oye un portazo en la puerta del pabellón y el sonido de pasos. Santana dice entonces en voz baja: «La señorita Ridley», y yo me dirijo a los barrotes y cuando la celadora pasa le hago una señal de que ya puede abrirme. Me pongo muy erguida y solamente digo: «Adiós, López». Santana se coloca las manos delante del cuerpo y pone una cara dócil; me hace una reverencia y responde: «Adiós, señorita Pierce». Sé que ha hecho eso por la celadora. Observo a la señorita Ridley mientras cierra la puerta de la celda de Santana. Observo el giro de la llave en el rígido cerrojo carcelario. Ojalá fuera mía esa llave.
2 de abril de 1873
Noah dice que debo estar atada en el reservado. Viene al círculo esta noche, me aprieta muy fuerte con la mano y cuando traspasa la cortina dice:
—No puedo reunirme con el círculo hasta que haya cumplido la tarea que me han encomendado. Sabes que me envían aquí para enseñarte las verdades del espiritismo. Hay, en efecto, incrédulos en esta ciudad, personas que dudan de la existencia de los espíritus. Se burlan de los poderes de nuestros médiums, creen que abandonan su sitio y que se pasean disfrazados entre los asistentes. ¡No podemos aparecer cuando hay dudas e incrédulos semejantes!
—No hay nadie que dude aquí, Noah—le oigo decir a la señora Sylvester—. Puede quedarse entre nosotros, como siempre ha hecho.
—No, hay algo que es necesario hacer. Fíjense, verán a mi médium, hablarán y escribirán sobre esto y quizá entonces los incrédulos crean.
Agarra la cortina y la descorre despacio… Es la primera vez que hace esto. Yo estoy sentada en mi oscuro trance, pero siento que el círculo me observa. Una mujer pregunta: «¿La ves?», y otra mujer le responde: «Veo su silueta en la silla».
—A mi médium le hace daño que la miren mientras estoy aquí —dice Noah—. Las dudas me obligan a hacer esto, pero hay otra cosa que puede servir de prueba. Tienen que abrir el cajón de la mesa y traerme lo que haya dentro.
Oigo que abren el cajón y una voz que dice:—Aquí hay cuerdas.
—Sí, tráigalas —dice Noah, y me ata a la silla, diciendo—: Tienen que hacer esto en cada círculo oscuro. No vendré si no lo hacen.
Me ata las muñecas y los tobillos y me pone una venda en los ojos. Después vuelve a entrar en la sala y oigo el chirrido de una silla y su voz que dice: «Venga conmigo». Viene a donde estoy acompañado de una mujer que se llama señorita d'Esterre, y dice:
—¿Ve usted, señorita, cómo mi médium está atada? Tóquela y dígame si esas cuerdas están prietas. Quítese el guante.
Oigo cómo ella se desprende del guante y noto el tacto de sus dedos, apretados por los de Noah, que los calientan. «¡Está temblando!», dice ella, y Noah dice: «Lo hago por ella». Manda a la señorita d'Esterre que vuelva a su asiento y me susurra, inclinado sobre mí: «Lo hago por ti», y yo le contesto: «Sí, Noah». «Yo soy todo tu poder», dice él, y le digo que lo sé. Luego me amordaza con una cinta de seda, corre la cortina y vuelve a la sala.
Oigo que un caballero dice:
—No sé, Noah, no estoy muy tranquilo. ¿No perjudicará a los poderes de la señorita López estar atada de ese modo?
Noah se ríe.
—¡Pues sería una médium muy mala si tres o cuatro cordones de seda bastaran para debilitarla! —dice. Añade que las cuerdas sujetan mis partes mortales, pero que es imposible atar o aherrojar mi
espíritu—. ¿No sabe que a los cerrajeros les pasa con los espíritus lo mismo que con el amor? Los espíritus se ríen de ellos.
Pero cuando vienen a desatarme descubren que las cuerdas me han lastimado las muñecas y los tobillos y me han hecho sangrar. Quinn, al ver esto, dice:
—¡Oh, qué brutal es este espíritu que le ha hecho esto a mi pobre señora! Señorita d’Esterre, ¿me ayuda a llevar a su cuarto a la señorita López?
Me traen aquí y me aplican un ungüento: la señorita d'Esterre sostiene el tarro. Dice que la ha sorprendido mucho que Noah se le haya acercado para llevarla al reservado. Quinn responde que debe de haber visto un pequeño signo en ella, algo que le ha atraído de inmediato, un rasgo especial que no posee ninguna de las demás mujeres. La señorita d'Esterre la mira, luego me mira a mí y dice:
—¿Usted cree? A veces sí siento eso—dice, y mira al suelo.
Veo los ojos de Quinn, mirándola, y quizá haya sido la voz de Noah Puckerman la que me ha susurrado dentro de la cabeza:
—Quinn tiene razón. Noah la ha escogido por algo, sin duda. Quizá debería venir a verle otra vez con más calma. ¿Le gustaría? ¿Vendrá otro día? ¿Quiere que trate de llamarle de nuevo, sólo para nosotras dos?
Ella, por toda respuesta, se queda mirando al bote de ungüento. Quinn aguarda y luego dice:
—Bueno, piense en él esta noche, cuando esté sola y en su dormitorio reine el silencio. Usted le ha gustado. Puede suceder, ya sabe, que trate de visitarla sin la ayuda de su médium. Pero creo que es mejor que le vea aquí, con la señorita López, que en la oscuridad de su dormitorio.
—Dormiré en la cama de mi hermana—dice la señorita d'Esterre.
—Bueno, pero también la encontrará allí —dice Quinn. Coge el tarro de ungüento, le coloca la tapa y dice—. Ya está curada, señorita.
La señorita d'Esterre vuelve a la planta baja sin abrir la boca. Pienso en ella cuando entro en la alcoba de la señora Sylvester.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
28 de noviembre de 1874
Voy a Millbank hoy; una visita horrible, me avergüenza contarla aquí. Me recibe en la puerta de la cárcel de mujeres la cara zafia de la señorita Craven: la han enviado de carabina para suplantar a la señorita Ridley, que tiene otras ocupaciones. Me alegra verla. Pienso: Qué bien. Le diré que me lleve a la celda de Santana, y la señorita Ridley y la señorita Haxby no tienen por qué enterarse… Aun así, no vamos inmediatamente a los pabellones, porque en el trayecto me pregunta si no me gustaría que me llevara a otra parte de la cárcel. «¿O sólo tiene interés en ir a las celdas?», me dice,
dubitativa. Es probable que para ella sea una novedad acompañarme y que quiera sacarle el máximo partido. Pero mientras hablamos me ha parecido que estaba en el ajo, y he pensado que, en definitiva, quizá le hayan encargado que me vigile y más vale que yo esté alerta. Así que le digo que me lleve a donde quiera; que me figuro que a las reclusas no les importará esperarme un rato más. «Seguro que no, señorita», dice ella. Con lo cual me lleva a visitar el baño y la ropería. No hay mucho que decir de ellos. El baño es un aposento con una pila grande donde las mujeres recién llegadas tienen que enjabonarse colectivamente; como hoy no hay presas nuevas, el baño está vacío, salvo por una docena de escarabajos que husmean las líneas de mugre. En la ropería hay estanterías con vestidos carcelarios marrones y gorros blancos, de todas las tallas, y cajas de botas. Las botas se guardan por pares y con los cordones atados. La señorita Craven levanta un par que le parece que me serviría: eran monstruosas, por supuesto, y creo que ha sonreído al cogerlas. Dice que el calzado de la prisión es el más sólido que existe, incluso más que las botas de los soldados. Dice que ha oído hablar de una presa de Millbank que un día golpeó a su celadora y le robó la capa y las llaves y llegó así vestida hasta la puerta de entrada, y se habría fugado si no llega a ser porque un carcelero vio el calzado que llevaba y supo por él que era una convicta; la apresaron y la encerraron en los sótanos. Después de contarme esto, guarda en la caja las botas que tiene en la mano y se ríe. Me lleva a otro almacén que aquí llaman «Ropería de ingreso». Es el lugar —hasta ahora no me había parado a pensar que tenía que haber uno así— donde se guardan todos los vestidos, sombreros, zapatos y prendas que las presas llevan puestos cuando llegan a Millbank. Hay algo maravilloso y terrible en este cuarto y todo lo que contiene. Sus paredes —con arreglo a la pasión que existe en esta cárcel por las geometrías raras— forman un hexágono, y desde el suelo hasta el techo están cubiertas de estanterías llenas de cajas. Las cajas son de una cartulina como de gamuza, con tachones de latón en la superficie y en los cantos; son largas y estrechas, y llevan placas con el nombre de las reclusas. Más que otra cosa, parecen ataúdes; el cuarto mismo, en cuanto entro, me produce escalofríos: es como un mausoleo de niños o un depósito de cadáveres. Al ver que me estremezco, la señorita Craven pone los brazos en jarras.
—Da mala espina, ¿eh? —dice, mirando alrededor—. ¿Sabe lo que pienso cuando entro aquí, señorita? Pienso: Zum, zum; pienso: Ahora ya sé lo que siente una abeja o una avispa cuando vuelve a su nido.
Miramos las paredes. Le pregunto si cada reclusa tiene su caja, y ella asiente: «Todas tienen la suya, y sobran algunas». Se dirige a los estantes, elige una caja al azar y la deposita en la mesa que hay en el cuarto, con su correspondiente silla, Cuando abre la tapa se desprende un vago olor a azufre. La señorita Craven dice que tienen que hervir toda la ropa que guardan, pues la mayor parte llega con parásitos, pero que «algunos vestidos, claro, aguantan este tratamiento mejor que otros». Saca la ropa que hay dentro de la caja que ha elegido. Es un vestido estampado y ligero, al que sin duda la fumigación no le ha servido de mucho, porque tiene el cuello hecho jirones y los puños parecen chamuscados. Debajo hay una muda de ropa interior amarillenta, un par de zapatos de cuero rojo gastado, un sombrero con un alfiler de perla descascarillada y una alianza matrimonial ennegrecida. Miro la placa en la caja: Mary Breen, reza. La visité una vez; es la mujer que tenía en el brazo las marcas de sus propios dientes y aseguraba que eran mordeduras de ratas. Cuando la señorita Craven ha cerrado la caja y la ha repuesto en su sitio, me acerco a la pared y empiezo a leer los nombres, como sin darle importancia, mientras ella sigue sacando cajas y las destapa para examinar su contenido.
—Le parecerán increíbles —dice, fisgando una— las cosillas humildes que algunas traen al llegar.
Me pongo a su lado y miro lo que ella me enseña: un vestido negro, enmohecido, un par de zapatillas de lona y una llave insertada en un bramante; me pregunto qué abrirá esa llave. Craven cierra la caja y chista en voz baja: «Ni siquiera hay un pañuelo de cabeza». Después recorre toda la hilera de repisas y yo la sigo, curioseando dentro de cada caja. Una contiene un vestido precioso y un sombrero de terciopelo, con un pájaro tieso y disecado encima, incluido el pico y los ojos relucientes, pero la muda de ropa interior que hay debajo está tan ennegrecida y desgarrada como si la hubieran pisoteado unos caballos. En otra hay una enagua salpicada de crudas manchas parduscas que, con un escalofrío, veo que deben de ser sangre; otra me sobresalta: contiene un vestido, enaguas, zapatos y medias, pero también un mechón de pelo castaño rojizo, atado como si fuese la cola de un poni o como una extraña fusta. Es el pelo que le cortaron a la prisionera cuando ingresó en la cárcel. «Lo guardará como un postizo para cuando salga», dice la señorita Craven. «¡No le hará mucho servicio! Es Chaplin, ¿la conoce? Una envenenadora, y a punto estuvo de que la colgaran. ¡Caramba, su bonita melena pelirroja estará ya canosa cuando le devuelvan esto!». Cierra la caja y la empuja hacia dentro, con un gesto diestro y malhumorado; el pelo que le asoma por debajo del gorro es feo como la piel de una rata. Recuerdo ahora haber visto cómo la celadora de la recepción manoseaba los mechones cortados de Sue Ojos Negros, la cíngara; y tengo una visión súbita y desagradable de ella y de la señorita Craven cuchicheando sobre las trenzas cercenadas, o sobre un vestido o sobre el sombrero con el pájaro disecado: «Pruébatelo…, ¿quién va a verte? ¡Cómo te admiraría tu novio con esto puesto! ¿Y quién sabrá dentro de cuatro años quién fue la última que se lo puso?» Esta visión y los cuchicheos son tan nítidos que me doy media vuelta y aprieto los dedos contra mi cara para ahuyentarlos, y cuando vuelvo a mirar a la celadora, ella ha abierto otra caja y lanza un resoplido de risa al ver lo que contiene. La observo. De repente parece vergonzoso el acto de fisgar los tristes y letárgicos vestigios de la vida normal de estas mujeres. Es como si las cajas fueran, en efecto, féretros, y como si la celadora y yo estuviéramos husmeando a sus pequeños ocupantes, mientras sus madres, inadvertidamente, llorasen por encima de nosotras. Pero lo mismo que lo hace vergonzoso lo convierte también en fascinante, y cuando la señorita Craven se dirige con paso indolente a otra estantería, a pesar de mis remilgos no puedo por menos de seguirla. Aquí está la caja de Agnes Nash, la falsificadora de monedas; y la de la pobre Ellen Power, que contiene un retrato de una niña: su nieta, supongo. Quizá pensó que le permitirían guardar la foto en su celda. Y, entonces, ¿cómo iba a no pensarlo? Empiezo a buscar a mi alrededor la caja de Santana. Empiezo a preguntarme qué impresión me haría ver lo que contiene. Pienso que si la encontrara vería algo, no sé qué, algo de ella, algo suyo, cualquier cosa, que me revelaría a Santana, me la aproximaría… La celadora sigue sacando cajas, lanza exclamaciones por las prendas tristes o hermosas que albergan, y a veces se ríe de algo pasado de moda. Yo, a su lado, no miro lo que ella me indica por señas. Alzo la mirada y la paseo por el cuarto, buscando. Digo, por fin:
—¿Cómo está ordenado esto, celadora? ¿Qué orden siguen las cajas?
Pero mientras ella me explica y me señala, encuentro la placa que buscaba. Está fuera del alcance de la señorita Craven: hay una escalera de mano apoyada contra los estantes, pero ella no la ha utilizado. De hecho, ya ha empezado a limpiarse los dedos y se dispone a acompañarme a los pabellones. Pone los brazos en jarras, levanta los ojos y la sorprendo murmurando, sin darse cuenta,
zum zum, zum zum… Tengo que librarme de ella, y sólo se me ocurre una manera de hacerlo.
—¡Oh! —digo, y me llevo la mano a la cabeza—. ¡Oh, creo que de tanto mirar me ha dado un mareo!
Y, por supuesto, me siento mareada —de aprensión— y debo de estar pálida, pues cuando la señorita Craven ve mi cara lanza un grito y da un paso hacia mí. Sigo con la mano en la frente. Digo que no voy a desmayarme, pero ¿no podría ella…? Quizá, tan sólo…, ¿un vaso de agua? Me lleva hasta la silla y hace que me siente.
—¿La dejo aquí un momento? Hay sales, creo, en el despacho del médico, pero él está en la enfermería y tardaré un minuto o dos en conseguir las llaves; las tiene la señorita Ridley. Si se cayese…
Le digo que no me caeré. Junta las manos: ¡oh, esto es un toque dramático que ella no se esperaba! Sale corriendo. Oigo el tintineo de su manojo, oigo sus pisadas, el portazo. Y entonces me levanto, agarro la escalera y la llevo donde sé que tengo que ponerla; me remango la falda y subo los peldaños, empujo hacia mí la caja de Santana y levanto la tapa. Lo primero que capto es el olor acre a azufre, que me obliga a girar la cabeza y entornar los ojos. Luego descubro que, con la luz detrás de mí, estoy proyectando mi propia sombra sobre la caja; como no distingo nada de lo que contiene, tengo que escorarme como puedo hacia un lado de la escalera y apoyar la mejilla contra el duro reborde de una estantería. Así empiezo a discernir las prendas que hay dentro: el abrigo, el sombrero y el vestido de terciopelo negro; y los zapatos, las enaguas y las medias blancas de seda… Toco, levanto y revuelvo todo eso, buscando y rebuscando, aunque sin saber qué. Al fin y al cabo, podría haber sido la ropa de cualquier chica. El vestido y el abrigo parecen nuevos, casi sin estrenar. No hay marcas en las suelas de los zapatos, rígidos y embetunados. Hasta están limpios, y con los alambres inmaculados, los sencillos pendientes de azabache que encuentro, hechos un nudo, en la punta de un pañuelo; éste, por su parte, tiene un ribete negro de seda y está recién planchado, sin una sola arruga. No hay nada en la caja, nada. Es como si a Santana la hubiese vestido una dependienta de una tienda de luto. No encuentro rastro de la vicia que creo que debe de haber llevado…, ni un solo indicio, en todas esas prendas, de los miembros esbeltos que las han lucido. No hay nada. O eso es lo que pienso hasta… hasta que alzo por última vez el terciopelo y la seda y veo la otra cosa que hay en la caja, enrollada en sus sombras como una serpiente en letargo… El pelo. El pelo de Santana, prensado y trenzado en una soga gruesa, y atado con un tosco cordel de la cárcel en el punto donde se lo cortaron. Cierro los dedos en torno a la trenza. Pesa, y está seca al tacto, como la piel de las serpientes, creo, a pesar de su brillo esmaltado. Recuerdo que cuando examiné la foto de Santana vi los giros y roscas caprichosas de su pelo. Volvían su imagen nítida; me la hicieron real. La caja como un ataúd, el cuarto sin aire…, de pronto me parece un lugar horrible para contener su pelo. Pienso: Si tuviera al menos un poco de luz, un poco de aire… Y tengo de nuevo la visión de las celadoras que susurran. ¿Y si vinieran a reírse de las trenzas de Santana, o a acariciarlas con sus manos romas? En ese momento tengo la impresión de que, si no me llevo ese pelo, seguro que ellas vendrán a estropearlo. Lo cojo y lo doblo; creo que me propongo esconderlo en el bolsillo del abrigo o detrás de los botones de mi pecho. Pero mientras lo sostengo y manoseo, todavía en una postura inestable en la escalera, todavía sintiendo la presión de mi mejilla contra el borde…, oigo que se cierra la puerta al fondo del pasillo y el sonido de voces. Es la señorita Craven, ¡acompañada de la señorita Ridley! Por poco me caigo de la escalera, de miedo. La trenza de Santana bien podría haber sido entonces una serpiente: salta de mis manos como si acabase de despertar y me mostrara los colmillos; cierro la tapa de la caja y bajo pesadamente al suelo…, las voces de las celadoras se acercan cada vez más, a medida que desciendo. Me sorprenden con la mano en el respaldo de la silla, temblando de miedo y de vergüenza, con el abrigo polvoriento y, supongo, la marca del estante en la mejilla. La señorita Craven se me acerca con el frasco de sales, pero la señorita Ridley amusga los ojos. En un momento dado me parece haberla visto mirando a la escalera, a las estanterías y a las cajas que, con mi prisa y nerviosismo, no sé si he dejado desordenadas. No me paro a mirar. Sólo miro una vez, y es a ella, y después me vuelvo y mi temblor arrecia, pues esos ojos desnudos, esa mirada suya es lo que acaba por descomponerme tanto como la señorita Craven, con sus sales, ha supuesto que estaba. Advierto al instante lo que la señorita Ridley habría visto si hubiera llegado antes. Lo veo todo; lo sigo viendo ahora, con una certeza atroz y escueta. Me veo a mí misma, una soltera pálida, fea, sudorosa y frenética, buscando a tientas desde una escalera oscilante de la cárcel las trenzas negras y cortadas de una chica guapa. La señorita Craven no suelta el vaso de agua que me acerca a la boca. Sé que Santana me espera, triste y expectante, en su fría celda, pero no soy capaz de ir a visitarla; me odiaría a mí misma si hubiese ido a verla. Digo que hoy no visitaré los pabellones. La señorita Ridley conviene que es lo sensato. Me acompaña ella misma hasta la portería. Esta noche, cuando leo en voz alta a mi madre, ella me pregunta qué es esa marca que tengo en la cara. Al mirarme en el espejo veo una moradura; el estante me ha dejado un moretón. Tras este descubrimiento, la voz me sale entrecortada y dejo el libro. Digo que me gustaría darme un baño y Quinn me prepara una tina delante del fuego; doblo las piernas y me sumerjo dentro, me examino la piel y hundo la cara debajo del agua que se está enfriando. Al abrir los ojos veo a Quinn de pie con una toalla, y tiene la mirada oscura y la cara tan pálida como la mía. Dice lo mismo que ha dicho mamá: «Se ha herido en la mejilla, señorita». Me pondrá un poco de vinagre. Me dejo aplicar el paño a la cara, dócil como un niño. Ella dice entonces que ha sido una lástima que yo no haya estado hoy en casa, pues la señora Pierce —es decir, la señora Rachel Pierce, casada con mi hermano— ha traído a su bebé y ha lamentado que yo no estuviera. «Es una mujer— muy guapa, ¿verdad, señorita?», dice Quinn. Al oírla la rechazo de un empellón, diciendo que el vinagre me escuece. Le digo que se lleve la tina y que le diga a mi madre que suba la medicina: la quiero ahora mismo. Cuando mamá llega, me pregunta qué me pasa. «Nada, madre». Pero la mano me tiembla tanto que no me permite sostener el vaso, al igual que ha
hecho la señorita Craven. Me pregunta si he visto en la cárcel algo penoso que me ha trastornado. Dice que no debo hacer más visitas, puesto que me dejan en este estado. Cuando se va deambulo por el cuarto, estrujándome las manos y pensando: Idiota, idiota… Luego cojo mi diario y empiezo a pasar sus páginas. Recuerdo aquel comentario de Arthur de que los libros de mujeres sólo pueden ser diarios del corazón. Creo que pensé que, al hacer aquí la crónica de mis viajes a Millbank, en cierto modo le desmentía y le fastidiaba. Pensé que podría convertir mi historia en un libro sin un ápice de vida ni de amor, un libro que fuese sólo un catálogo, una especie de lista. Ahora veo que mi corazón, en definitiva, se ha infiltrado en estas páginas. Veo su intromisión sinuosa cada vez más firme a lo largo del diario: tan firme, a la postre, que deletrea un nombre… Santana. A punto he estado esta noche de quemar este cuaderno, como quemé el último. No he podido hacerlo. Pero al levantar la vista de él veo en el escritorio el jarrón con las flores de azahar: se han conservado blancas y fragantes todo este tiempo, como ella prometió. Voy al jarrón y las saco, goteando; son las flores lo que quemo, las dejo chisporrotear sobre las brasas y observo cómo se retuercen y se ennegrecen. Sólo guardo una. La he prensado aquí dentro, y en adelante mantendré estas páginas cerradas. Si las vuelvo a abrir, el olor que desprendan me servirá de aviso. Será un olor instantáneo,
afilado y peligroso como la hoja de un cuchillo.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
2 de diciembre de 1874
Casi no acierto a contar lo que ha ocurrido. Apenas puedo sentarme, estar de pie, andar, hablar o hacer nada corriente. Llevo un día y medio fuera de mis cabales, han llamado al médico y Rachel ha venido a verme; hasta Artie ha venido, se ha colocado a los pies de la cama y me ha mirado, y le he oído susurrar cuando creían que estaba dormida. Y en todo momento sé que estaré bien si me dejan sola, si me dejan pensar y escribir. Ahora han puesto a Quinn sentada en una silla delante de mi puerta, y la han dejado entornada por si grito; me he acercado en silencio al escritorio y por fin tengo el cuaderno delante. Es el único sitio donde puedo ser sincera; casi no veo las palabras que escribo en el renglón. ¡Han encerrado a Santana en una celda oscura! Y ha sido por mi culpa. Debería ir a verla, pero tengo miedo. Desde mi última visita a Millbank, tomé la amarga determinación de no visitarla más. Sabía que mis visitas me habían vuelto extraña, distinta de como
soy; o peor aún, demasiado igual a como soy, a mi yo antiguo, a mi yo desnudo de Susan. Ahora, por mucho que me esforzase, no conseguía volver a ser Brittany. Me parecía que Brittany había encogido como encoge la ropa. Yo ignoraba lo que hacía, cómo se movía y hablaba. Sentada con mi madre, era como una muñeca la que allí estaba sentada, una muñeca de papel que asiente con la cabeza. Y cuando vino Rachel descubrí que no podía mirarla. Cuando me besó temblé al notar la sequedad de mi mejilla contra sus labios. Así han pasado mis días desde mi última visita a Millbank. Y ayer fui sola a la National Gallery, con la esperanza de que los cuadros me distrajeran. Era el día de los estudiantes y había una chica con su caballete colocado delante de la Anunciación de Crivelli, y estaba perfilando en el lienzo, con una barra de plomo, la cara y las manos de la Virgen: la cara era la de Santana, y me pareció más real que la mía propia. Y entonces no supe por qué me había abstenido de verla. Eran las cinco y media, y mamá tenía invitados a cenar. No pensé en nada de esto. Fui derecha a Millbank y pedí a una celadora que me llevara a las celdas. Encontré a las mujeres terminando su cena, rebañando la escudilla con mendrugos de pan. Al llegar a la puerta del pabellón de Santana, capté la voz de la señora Jelf. Estaba apostada en el cruce de pasillos, recitando una oración vespertina, y la acústica de los pabellones imprimía un temblor a su voz. Cuando me vio esperándola se sobresaltó. Me condujo a la celda de dos o tres presas; la última de ellas fue Ellen Power, y la vi tan cambiada, tan enferma y tan agradecida por mi visita que en vez de acortarla me senté a su lado, le tomé la mano y le pasé los dedos por los nudillos hinchados, para sosegarla. Tosía cada vez que hablaba. El médico le había dado una medicina, pero ella me dijo que no podían ingresarla en la enfermería porque todas las camas estaban ocupadas por mujeres más jóvenes. A su lado tenía una bandeja de lana y un par de medias a medio acabar; la obligaban a coser, enferma como estaba, pero dijo que prefería trabajar que estar sin hacer nada.
—Eso no puede ser bueno. Hablaré con la señorita Haxby —le dije.
Pero ella me dijo que no serviría de nada y que de todos modos prefería que no hablase con ella.
—Cumplo mi condena dentro de siete semanas —dijo—. Si armo un alboroto podrían retrasar la fecha.
Le dije que sería yo, no ella, la alborotadora, y en el momento de decir esto sentí una punzada de un miedo bochornoso a que si yo intercedía en su favor, la señorita Haxby pudiera utilizarlo taimadamente en mi contra…, quizá, impidiendo que continuara mi labor de visitadora…
—Ni se le ocurra hacer eso, señorita—dijo entonces Power—. No lo haga.
Dijo que había visto a veinte mujeres, durante la hora de ejercicio, en tan malas condiciones como ella; y que si por ella hacían una excepción en las normas, tendrían que hacerla para todas.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —Se dio una palmada en el pecho—. Tengo mi franela —dijo, amagando un guiño—. ¡Gracias a Dios, todavía la tengo!
Pregunté a la señora Jelf, cuando me sacó, si era verdad que no darían una cama a Power en la enfermería. Dijo que había intentado hablar con el médico a este respecto y que él le había dicho con toda franqueza que sabía mejor que ella lo que se traía entre manos. Dijo que él llamaba a Power «la alcahueta».
—La señorita Ridley —prosiguió la señora Jelf— quizá tenga alguna influencia sobre el médico, pero también tiene convicciones muy firmes sobre la cuestión de los castigos, y yo tengo que responder ante ella, no ante Ellen Power ni las demás presas.
Yo pensé: Estás tan atrapada por Millbank como ellas. Luego me llevó a ver a Santana y me olvidé de Ellen Power. Me estremecí, al pararme ante su puerta; la señora Jelf, que me observaba, dijo: «¡Está resfriada, señorita!». Hasta ese momento no me había dado cuenta. Hasta entonces puede que estuviese helada y entumecida, pero la mirada de Santana me infundió un soplo de vida que fue
maravilloso, aunque también muy doloroso y duro. Comprendí que había sido una estúpida por haber interrumpido mis visitas; que mi ausencia no había adormecido ni cambiado mis sentimientos, sino que los había vuelto más ansiosos y urgentes. Ella me miró con temor. «Lo siento», dijo. Le pregunté a qué se refería. Ella me dijo que «a las flores, ¿quizá?». Había pretendido que fueran un regalo. Pero como no la visitaba recordó que la última vez yo le había dicho que me habían asustado. Ella creyó que quizá quería castigarla.
—Oh, Santana, ¿cómo puede haber pensado eso? —dije—. No he venido estos días porque… porque temía…
Temía mi propia pasión , pude haber dicho. Pero no lo dije, porque otra vez me asaltó aquella visión grotesca de la solterona que trata de apoderarse de la trenza… Me limité a tomar su mano, muy fugazmente; la solté enseguida. «No temía nada», le dije, y me separé de ella. Dije que tenía mucho que hacer en casa desde que Hanna se había casado. Hablamos un rato: ella vigilante, un poco atemorizada todavía; yo distraída, temerosa de acercarme demasiado a ella, temerosa incluso de mirarla con excesiva fijeza. Y en eso oímos pasos y la señora Jelf apareció en la cancilla, acompañada de otra celadora. No la reconocí hasta que vi su zurrón de cuero y supe que era la señorita Brewer, la ayudante del capellán, que se encarga de entregar el correo a las reclusas. Me sonrió, y también a Santana, y en su sonrisa hubo una especie de complicidad. Era como una persona que porta un regalo y lo mantiene medio escondido. Pensé…, ¡lo supe en el acto! Y creo que también Santana… Pensé: Trae algo que nos va a inquietar. Trae problemas.
Ahora oigo a Quinn, que se remueve en su asiento y suspira al otro lado de la puerta. Tengo que escribir con el mayor sigilo, pues de lo contrario vendrá a quitarme el cuaderno y a obligarme a dormir. ¿Cómo voy a dormir sabiendo lo que sé? La señorita Brewer entró en la celda. La señora Jelf cerró la puerta, pero no con llave, y la oí recorrer un trecho del pabellón y luego detenerse, quizá, para atender a otra presa. La señorita Brewer dijo que se alegraba de encontrarme allí; que tenía una noticia para López que seguro que le agradaría. Santana se llevó la mano a la garganta. Preguntó qué noticia era, y la señorita Brewer se sonrojó de placer por su cometido.
—¡Van a trasladarla! —le dijo—. Van a trasladarla dentro de tres días a la cárcel de Fulham.
—¿Trasladarme? —dijo Santana—. ¿Trasladarme a Fulham?
La señorita Brewer asintió. Dijo que había llegado la orden de traslado para todas las presas de la clase estrella. La señorita Haxby había ordenado que se lo comunicaran de inmediato a las interesadas.
—Figúrese —me dijo a mí—. El reglamento en Fulham es más llevadero: las mujeres trabajan juntas y hasta hablan entre ellas. Creo que la comida es algo más nutritiva. ¡Hasta les dan chocolate, en lugar de té! ¿Qué le parece, López?
Santana no dijo nada. Se había puesto muy rígida y mantenía aún la mano en la garganta; sólo sus ojos parecieron moverse un poco, como los de una muñeca. El corazón me dio un vuelco al oír las palabras de la señorita Brewer, pero sabía que tenía que hablar sin delatarme.
—A Fulham, Santana… —dije, pero pensando: Ah, ¿cómo podré visitarte allí?
De todos modos, el tono y mi cara debieron de delatarme. La celadora parecía perpleja. Santana habló por fin y dijo:
—No iré. No me iré de Millbank.
La señorita Brewer me miró. «¿Que no irá?», dijo. ¿Qué quería decir López? No lo había entendido. El traslado no representaba en absoluto un castigo.
—No quiero ir —dijo Santana.
—¡Pero tiene que ir! Tiene que ir —repetí, sombríamente—, si le mandan que vaya…
—No —dijo ella. Seguía moviendo los ojos, pero no me miraba. Preguntó por qué la enviaban a Fulham. ¿No se había comportado bien, no había hecho su trabajo? ¿No había obedecido sin quejarse a todo lo que le ordenaban? Su voz sonaba extraña, como si no fuera la suya—. ¿No he rezado todas las oraciones en la capilla? ¿No he aprendido todas las lecciones de la maestra? ¿No he tomado mi sopa? ¿No he limpiado mi celda?
La señorita Brewer sonrió y movió la cabeza. Dijo que la trasladaban precisamente a causa de su buena conducta. ¿No quería eso, que la recompensasen? Dulcificó la voz. Dijo que López sólo estaba asustada. Dijo que sabía que a las encarceladas en Millbank les costaba comprender que había en el mundo lugares más benignos. Dio un paso hacia la puerta.
—La dejaré con la señorita Pierce —dijo—, para que la ayude a acostumbrarse a la idea.
Añadió que la señorita Haxby vendría más tarde para informar de los detalles a Santana. Quizá aguardaba una respuesta y al no recibirla se quedó desconcertada. No lo sé seguro. Sé que se volvió hacia la puerta y que quizá la tocó, no sabría decirlo. Vi que Santana se movía; se movió tan deprisa que pensé que se había desmayado y di un paso hacia ella. Pero no se había desmayado. Se había dirigido como una flecha a la repisa que había detrás de la mesa y había cogido algo del estante. Se oyó un estrépito cuando el tazón de estaño, la cuchara y el libro cayeron al suelo; la señorita Brewer lo oyó, por supuesto, y se dio media vuelta. Luego crispó la cara. Santana había levantado el brazo y lo balanceaba; lo que tenía en la mano era la escudilla de madera. La señorita Brewer levantó a su vez el brazo, pero no con la rapidez necesaria. La escudilla la golpeó, de canto, creo, encima de los ojos, porque ella se los cubrió con los dedos y después con los brazos, para proteger la cara de nuevas agresiones. Cayó al suelo y se quedó aturdida, despatarrada e inerte; las faldas se le levantaron tanto que mostraron las burdas medias de lana, las ligas y la piel rosada de los muslos. Sucedió más rápidamente de lo que he tardado en escribirlo; y sucedió con menos estruendo de lo que yo habría creído posible, pues los únicos sonidos que siguieron a la caída estrepitosa del tazón y la cuchara fueron el tremendo restallido de la escudilla y luego la respiración de la señorita Brewer, que le salía a ráfagas del pecho, y el roce de la hebilla de su zurrón contra el muro. Yo me había llevado las manos a la cara. Creo que dije: «Dios mío» —sentí las palabras en mis dedos—, y me dispuse a moverme, finalmente, hacia la señorita Brewer. Entonces vi que Santana seguía apretando con fuerza la escudilla. Vi su cara, que estaba blanca, sudorosa y extraña. Y pensé —pensé por un momento—; recordé a aquella chica, la señorita Rose, que resultó herida, y pensé: ¡Tú la golpeaste! ¡Y estoy encerrada contigo en esta celda! Retrocedí, horrorizada, y apoyé las manos en el respaldo de la silla. Ella soltó la escudilla y se combó contra la hamaca plegada, y vi que temblaba aún más que yo. La señorita Brewer empezó a murmurar y trató de incorporarse con ayuda de la pared y de la mesa; fui hacia ella, me arrodillé y le puse en la cabeza mis manos temblorosas.
—No se mueva. No se mueva, señorita Brewer. —Ella había empezado a llorar. Grité hacia el pasillo—: ¡Señora Jelf! ¡Oh, señora Jelf, venga enseguida!
Llegó al momento, llegó corriendo por el pabellón y se agarró a los barrotes de la puerta para reponerse. Y cuando vio la escena lanzó un grito.
—La señorita Brewer está herida —dije, y, en un tono más bajo—: Ha recibido un golpe en la cara.
La señora Jelf se puso blanca, miró furiosa a Santana y permaneció un instante con la mano sobre el corazón; después empujó la puerta. Chocó contra las faldas y las piernas de la señorita Brewer, y tuvimos que acometer la aciaga tarea de tirarle del vestido y bajarle las piernas; Santana nos observaba inmóvil, muda y temblando. Los ojos de la señorita Brewer habían empezado a hincharse y a cerrarse, y las magulladuras comenzaban a destacar sobre la palidez de sus mejillas y su frente; tenía la ropa y el gorro impregnados de la cal que revestía la pared de la celda.
—Debe ayudarme a llevarla a mi cuarto —dijo la señora Jelf—. Luego una de las dos irá a buscar al médico y… y a la señorita Ridley.
Al decir esto sostuvo mi mirada un segundo y después miró de nuevo a Santana. Se había recogido las rodillas contra el pecho y, colocando los brazos sobre ellas, había agachado la cabeza. La estrella torcida que llevaba en la manga fulguraba en la penumbra. De pronto se me antojó terrible huir de Santana, presas de pánico, y dejarla temblando, sin una sola palabra de consuelo, sabiendo en qué manos estaría pronto ella. «Santana», dije, sin importarme que la celadora me oyera, y ella movió la cabeza. Su mirada fue sombría y parecía ausente: no supe si la centraba en mí, en la señora Jelf o en la muchacha contusionada y llorosa que teníamos asida entre las dos; creo que la enfocó en mí. Pero no dijo nada, y al fin la celadora me separó de ella. Pasó el cerrojo, vaciló y luego corrió también el
de la segunda puerta de madera. Recorrimos el trayecto hasta el aposento de la celadora: ¡y vaya un trayecto! Las mujeres, en efecto, habían oído mi grito y el de la señora Jelf y el llanto de la señorita
Brewer, y estaban todas con la cara prensada contra los barrotes y con los ojos fijos en nosotras, según avanzábamos a trancas y barrancas. Una gritó que quién había herido a la señorita Brewer, y le respondieron: «¡López! ¡Santana López ha destrozado su celda! ¡Santana López le ha rajado la cara a la señorita Brewer!». ¡Santana López! El nombre se transmitió de celda en celda, de una mujer a otra, como una onda de agua sucia. La señora Jelf les vociferó que se callasen, pero emitió la orden con una voz quejumbrosa y los gritos no cesaron. Y al final una voz se impuso sobre todas, esta vez no para hablar ni interrogarse, sino para reírse: «¡Santana López ha estallado por fin! ¡Que
le pongan el chaleco y la bajen a los sótanos!».
—Oh, Dios, ¿no van a callarse nunca?—exclamé. Creí que iban a volverme loca. Pero estaba pensando esto cuando sonó un portazo y otro grito que no distinguí, y las voces enmudecieron en el
acto: eran la señorita Ridley y la señora Bella, que alarmadas por el griterío habían subido del pabellón de abajo. Habíamos llegado al cuarto de la señora Jelf. Abrió con su llave la puerta, sentamos a la señorita Brewer en una silla y humedecimos un pañuelo para ponérselo encima de los ojos. Dije, muy aprisa:
—¿Es verdad que llevarán a Santana a la celda oscura?
—Sí —respondió la señora Jelf, con la misma voz baja. Luego se inclinó sobre la señorita Brewer. Para cuando llegó la señorita Ridley y dijo: «Bueno, señora Jelf, señorita Pierce, ¿qué es este lamentable asunto?», la mano de la celadora estaba firme y la cara perfectamente tersa.
—Santana López ha golpeado con su escudilla a la señorita Brewer —dijo. La señorita Ridley echó hacia atrás la cabeza; después se acercó a la señorita Brewer y le preguntó dónde tenía la herida. «No la veo», contestó la agredida. Al oírla, la señora Bella se acercó más para ver mejor. La señorita Ridley retiró el pañuelo.
—Tienes los ojos cerrados por la hinchazón —dijo—. Creo que es la única herida que tienes. Pero la señora Jelf debe avisar al médico.
La señora Jelf fue a buscarlo de inmediato. La señorita Ridley repuso el paño en su sitio y con una mano lo mantuvo sujeto; la otra la colocó en el cuello de la señorita Brewer. A mí no me miró, sino que se volvió hacia la señora Bella. —López —dijo. Y, en cuanto la celadora se encaminó hacia el pasillo, añadió—: Llámame si patalea.
Yo sólo pude escuchar sin moverme. Oí el paso firme y veloz de la señora Bella sobre las losas enarenadas, oí el deslizamiento del cerrojo en la puerta de madera de la celda de Santana y el chasquido de la llave en la cerradura. Oí un murmullo; tal vez oí un grito. Le siguió un silencio y, después, de nuevo el paso firme y rápido, acompañado, con menor nitidez, por el sonido de pies más livianos, que trompicaban o se arrastraban. A continuación se oyó otro portazo. Después, no se oyó nada más. Sentí sobre mí la mirada de la señorita Ridley. Dijo:
—¿Estaba con la reclusa cuando se produjo la agresión? —Yo asentí. Ella me preguntó qué la había motivado. Contesté que no lo sabía con certeza—. ¿Por qué, entonces, no la atacó a usted, en vez de a la señorita Brewer?
Volví a contestar que no lo sabía, que no sabía por qué había atacado a nadie.
—La señorita Brewer traía una noticia—dije.
—¿Y ha sido esa noticia lo que ha enfurecido a Santana?
—Sí.
—¿Qué noticia era, señorita Brewer?
—Que van a trasladarla —dijo la joven, con tono desdichado. Posó una mano en la mesa que tenía al lado; había en ella una baraja de naipes extendidos por la señora Jelf para jugar un solitario, y ahora las cartas se mezclaron—. Van a trasladarla a la cárcel de Fulham.
La señorita Ridley lanzó un bufido.
—Iban a trasladarla —dijo, con una satisfacción amarga. La cara le dio un tirón, como a veces ocurre en la esfera de un reloj cuando giran los dientes y engranajes de su maquinaria, y desvió hacia mí la mirada. Y entonces intuí lo que ella intuía, y pensé: Dios mío. Le di la espalda. No dijo nada más y al cabo de un minuto volvió la señora Jelf con el médico de la cárcel. El me hizo una reverencia al verme, ocupó el lugar de la señorita Ridley junto a la señorita Brewer y silbó al ver lo que había debajo del pañuelo. Sacó unos polvos y se los entregó a la señora Jelf para que los mezclara con agua en un vaso. Reconocí el olor del fármaco. Observé cómo la señorita Brewer lo ingería a sorbos, y en un momento en que derramó unas gotas, sentí el impulso de abalanzarme sobre el líquido para tragar lo que ella había desperdiciado.
—Le saldrá un cardenal —le dijo el médico. Pero iría remitiendo: la chica tenía suerte de que el golpe no le hubiese alcanzado la nariz o el pómulo. Tras vendarle los ojos, el médico se volvió hacia mí—. ¿Lo ha visto todo? ¿La presa no la ha atacado a usted?
Le dije que yo estaba ilesa. Él contestó que lo dudaba: que para una señorita era un mal asunto verse mezclada en aquello. Me aconsejó que mandara recado a mi doncella de que viniera para acompañarme a casa, y cuando la señorita Ridley objetó que yo todavía no había contado mi versión del incidente a la señorita Haxby, él respondió que no creía que a ésta le importase el retraso, «tratándose de la señorita Pierce». Ahora recuerdo que ese hombre era el que había denegado una cama en la enfermería a la pobre Ellen Power. Pero entonces no pensé en ello. Sólo le estaba agradecida, porque creo que me habría muerto si hubiese tenido que sufrir las preguntas y conjeturas de la supervisora en aquel momento. Recorrí con él el pabellón y al pasar por delante de la celda de Santana reduje el paso y me estremecí al ver el pequeño y clamoroso desorden que reinaba en ella: las puertas abiertas de par en par, la escudilla, el tazón y la cuchara por el suelo, la hamaca con los pliegues de Millbank deshechos, el libro —El compañero del preso— desgarrado y con las tapas manchadas de cal pisoteada. La mirada del médico siguió la misma dirección que la mía, y movió la cabeza.
—Una chica tranquila, por lo que yo sé —dijo—. Pero aquí la perra más mansa se revuelve a veces contra su ama.
Me había dicho que mandara a buscar a una criada y que regresáramos en coche; creo que no hubiese soportado la clausura de un vehículo, imaginando a Santana en un lugar aún más cerrado. Volví a casa andando, a paso ligero, a través de la negrura, sin pararme a pensar en mi seguridad. No reduje el paso hasta llegar al final de Tite Street, donde expuse la cara a la brisa, para serenarla. Mamá me preguntaría cómo había ido la visita a la cárcel, y yo sabía que tenía que darle una respuesta sosegada. No podía decirle: «Una chica ha entrado en crisis hoy, madre, y ha golpeado a una celadora. Una chica ha enloquecido y ha armado un alboroto». No podía decirle semejante cosa. No sólo porque ella seguía pensando que las reclusas eran dóciles, inofensivas y lastimosas; no sólo por eso, sino porque no habría podido decírselo sin llorar o estremecerme, o confesar la verdad entre sollozos… Que Santana López había golpeado a una celadora en los ojos; que la habían encerrado con un chaleco de fuerza en una celda oscura porque no soportaba la idea de que se la llevaran de Millbank y la alejasen de mí. De modo que me propuse parecer tranquila, no decir nada y subir con sigilo a mi cuarto. Pensaba decir que no me encontraba bien y que necesitaba dormir. Pero vi la expresión de Kitty cuando me abrió la puerta; y cuando se hizo a un lado para dejarme pasar vi el comedor y la mesa, que estaba llena de flores, velas y platos de porcelana. Entonces mamá se acercó a la escalera, con la cara blanca de inquietud e irritación:
—¡Oh! ¿Cómo te atreves a ser tan desconsiderada? ¿Cómo puedes contrariarme y desazonarme de este modo?
Era la primera cena con invitados desde la boda de Hanna, y yo lo había olvidado. Se me acercó y levantó una mano; creí que iba a pegarme, y me encogí. Pero no me pegó. Me despojó del abrigo y me posó los dedos en el cuello.
—¡Llévate este vestido de aquí, Kitty!—gritó—. Que no suba arriba con esta suciedad, manchando las alfombras.
Entonces vi que estaba manchada de cal, que debió de caerme encima mientras socorría a la señorita Brewer. Me quedé desconcertada mientras mamá me agarraba de una manga y Kitty de la otra. Me arrancaron el corpiño y a trompicones me quitaron la falda; luego me despojaron del sombrero, los guantes y por fin los zapatos, que estaban llenos de barro. Kitty se llevó la ropa, mamá me agarró del brazo, erizado de granos, me condujo al comedor y cerró la puerta. Le dije, como había planeado, que no me encontraba bien, pero ella, al oírlo, soltó una risa acerba.
—¿No estás bien? —dijo—. No, no, Brittany. Te reservas esa carta cuando se te antoja. Estás enferma cuando te conviene.
—Ahora lo estoy —dije—, y tú me estás poniendo más enferma…
—¡Estás perfectamente, creo, para las mujeres de Millbank! —Me llevé una mano a la cabeza. Me la apartó de un manotazo—. Eres egoísta y testaruda. No pienso tolerarlo.
—Por favor —dije—. Por favor. Si pudiera irme a mi cuarto y tumbarme en la cama…
Dijo que tenía que ir a mi cuarto a vestirme; tendría que vestirme yo, porque las chicas estaban muy ocupadas para ayudarme. Dije que no podía, que estaba demasiado distraída, que había tenido que soportar una escena muy penosa en los pabellones de la cárcel.
—¡Tu lugar es esta casa, no la cárcel!—respondió—. Y ya es hora de que demuestres que lo sabes. Ahora que Hanna está casada, tienes que asumir tus deberes aquí. Tu lugar es éste, tu lugar es éste. Estarás aquí, al lado de tu madre, para recibir a nuestros invitados cuando lleguen…
Y siguió hablando así. Dijo que vendrían Artie y Rachel… y la voz se le tornó aún más aguda. ¡No! ¡No lo toleraría! No consentiría que nuestros amigos me creyesen débil o excéntrica…, casi me escupió esta palabra.
—No eres la señora Browning, Brittany. Por mucho que te gustaría serlo. No eres, de hecho, la señora de nadie. Eres solamente la señorita Pierce. Y tu sitio, ¿cuántas veces tendré que decírtelo?, tu sitio está aquí, al lado de tu madre.
Sentí como si la cabeza, que había empezado a dolerme en Millbank, se fuera a partir en dos. Pero cuando se lo dije a ella se limitó a contestarme, agitando una mano, que tomase una dosis de doral. No tenía tiempo para ir a buscármela, tendría que ir yo misma. Y me dijo dónde la guarda. La tiene en el cajón que hay dentro de su buró. Entonces vine aquí. Me crucé con Quinn en el pasillo y aparté la cara de ella al ver su mirada de asombro ante mis brazos desnudos, mis enaguas y mis medias. Encontré mi vestido extendido encima de la cama, y el broche que debía prender en él; y cuando estaba intentando acertar con los cierres, oí que estacionaba fuera el primero de los carruajes; era el coche que traía a Artie y a Rachel. Sin la ayuda de Kitty estaba torpe vistiéndome: un pedazo de alambre se me soltó en el talle del vestido y no veía manera de alisarlo. No veía nada, con los latidos que sentía en la cabeza. Me cepillé la cal del pelo y el cepillo parecía hecho de agujas. Vi mi cara en el espejo y tenía los ojos oscuros como contusiones y los huesos de mi garganta sobresalían como cables. Oí la voz de Artie, dos pisos más abajo, y cuando estuve segura de que la puerta del salón estaba cerrada, bajé a la habitación de mi madre y encontré el doral. Tomé veinte gotas; luego, me senté a esperar el efecto y como no sentí nada tomé otras diez. Entonces sentí que la sangre empezaba a convertirse en melaza, que la piel de mi cara se espesaba, y que el dolor dentro de la frente disminuía, y supe que el medicamento estaba actuando. Volví a dejar el doral en el cajón, en su sitio exacto, como mi madre querría. Bajé a reunirme con ella y a sonreír a los invitados. Me miró cuando aparecí, para comprobar que me había arreglado; después no volvió a mirarme. Sin embargo, Rachel vino a darme un beso.
«Sé que os habéis peleado», me susurró.
«¡Oh, Rachel, ojalá Hanna no se hubiese ido!». Empecé a temer que ella oliese la medicina en mi boca. Tomé una copa de vino de la bandeja de Quinn, para que el olor se fuera. Quinn me miró cuando cogía la copa y dijo en voz baja:
—Se le están soltando los alfileres del pelo, señorita.
Sostuvo la bandeja un momento contra la cadera y me puso la mano en la cabeza, y aquel gesto, de
pronto, pareció el más amable que alguien había tenido conmigo nunca. Kitty tocó la campanilla. Artie entró con mamá y Rachel acompañó al señor Wallace. A mí me tomó del brazo el señor Dance, el novio de la señorita Palmer. El hombre tenía bigote y una frente muy amplia. Le dije —aunque ahora recuerdo las palabras como si las hubiese dicho otra persona—; le dije: —¡Señor Dance, tiene usted una cara muy curiosa! Cuando yo era una niña, mi padre me dibujaba caras como la suya. Cuando al papel se le da la vuelta aparece otra cara. Artie, ¿te acuerdas de aquellos dibujos? —El señor Dance se rió. Rachel me dirigió una mirada perpleja—. ¡Tiene que ponerse boca abajo, señor, para que veamos la otra cara que tiene ahí escondida!
Él volvió a reírse. Recuerdo que se rió muy fuerte, en realidad, durante toda la cena, hasta que llegó a cansarme y me tapé los ojos con los dedos. La señora Wallace dijo entonces:
—Brittany está cansada esta noche. ¿Estás cansada, Brittany? Has dedicado una gran atención a esas mujeres tuyas.
Al abrir los ojos, las luces de encima de la mesa me parecieron muy brillantes. El señor Dance me preguntó qué mujeres eran ésas, y la señora Wallace respondió por mí que yo era visitadora en la cárcel de Millbank y que me había hecho amiga de todas las reclusas. El señor Dance se limpió la boca y dijo que era muy curioso. Noté que el alambre de mi vestido me pinchaba más que antes.
—Por lo que Brittany nos cuenta —oí decir a la señora Wallace—, las normas son allí muy duras. Claro está que las presas están acostumbradas a la vida depravada.
Yo la miré y después al señor Dance. Él preguntó si la señorita Pierce las visitaba para estudiarlas o para darles clase.
—Para consolarlas y aleccionarlas —dijo la señora Wallace—. Para servirles de ejemplo como una dama…
—Ah, como una dama…
Ahora fui yo quien se rió y el señor Dance volvió la cabeza hacia mí y parpadeó.
—Supongo que habrá visto allí muchas escenas horribles —dijo.
Ahora recuerdo que miré su plato y vi la galleta que había en él, el pedazo de queso con vetas azules, el mango de marfil del cuchillo, con el rizo de mantequilla en su hoja, que estaba perlada de agua, como si sudase. Dije lentamente que sí, que había visto allí cosas horribles. Dije que había visto a mujeres que no podían hablar porque las celadoras las mantenían calladas. Había visto a mujeres lesionarse, por introducir un cambio. Había visto enloquecer a algunas. Había una moribunda, dije, a causa del frío y de la desnutrición que le imponían. Había otra que se había sacado un ojo… El señor Dance había levantado el cuchillo con mango de marfil; volvió a dejarlo. La señorita Palmer lanzó un grito. Mamá dijo «¡Brittany!», y vi que Rachel dirigía una mirada a Artie. Pero las palabras brotaban de mi boca como si, al salir, yo percibiera su sabor y su forma. No habrían podido silenciarme aunque de pronto me hubiese puesto a vomitar encima de la mesa.
—He visto el cuarto de las cadenas y la celda oscura —dije—. Dentro del cuarto hay grilletes, cuerdas y chalecos de fuerza. Con las cuerdas atan a los muslos de la presa sus muñecas y tobillos, y cuando está atada así hay que darle de comer con una cuchara, como a un bebé, y si se mancha no le limpian la inmundicia…
La voz de mi madre resonó de nuevo, más aguda que antes, y la de Artie se sumó a ella.
—La celda oscura tiene una cancilla, y una puerta y luego otra puerta acolchada con paja. A las presas las encierran allí con los brazos atados, y la oscuridad les pone una mordaza. Hay una chica allí ahora, y… ¿sabe lo más curioso, señor Dance? —Me incliné hacia él y susurré—: ¡En realidad soy yo la que tendría que estar allí encerrada! Ella no, ella no, en absoluto.
Él miró a otro lado, a la señora Wallace, que había emitido una exclamación cuando yo susurré esto.
Alguien preguntó, nervioso, qué quería decir yo, qué pretendía al contar aquello.
—¿Pero no sabía que mandan a la cárcel a las suicidas? —respondí.
Ahora mamá habló rápidamente.
—Brittany cayó enferma, señor Dance, cuando murió su pobre padre. Y en su enfermedad, ¡fue un lamentable accidente!, se confundió en la dosis de su medicamento…
—¡Tomé morfina, señor Dance! —exclamé—. Y me habría muerto si no llegan a encontrarme. Supongo que me encontraron por un descuido mío. Pero para mí no tuvo consecuencias que me salvaran y que lo supieran, ¿entiende? ¿No le parece extraño? Que una mujer vulgar y corriente tome morfina y la manden a la cárcel y que a mí me salven y me envíen a visitarla…, nada más que
porque soy una dama.
Yo estaba, quizá, tan loca como siempre he estado; y, sin embargo, hablé con una especie de lucidez terrible que parecía, supongo, un arrebato de cólera. Recorrí la mesa con la mirada y nadie me miraba, nadie excepto mi madre, y ella me miraba como si no me conociera. Al fin sólo dijo, en voz muy baja:
—Rachel, ¿acompañas a Brittany a su habitación?
Y se levantó, y todas las mujeres se levantaron y los caballeros hicieron lo mismo para despedirlas con una reverencia. Las sillas produjeron un chirrido sobre el suelo, y todos los platos y vasos se balancearon encima de la mesa. Rachel se me acercó. Le dije que no hacía falta que me pusiera las manos encima, y ella retrocedió…, temiendo, me figuro, lo que yo pudiera decir a continuación. Pero me rodeó la cintura con el brazo y me condujo desde mi asiento hasta la puerta, pasando por delante de Artie, el señor Wallace, el señor Dance y Quinn. Mamá llevó a las mujeres al salón y nosotras las seguimos un trecho y después pasamos de largo.
—¿Qué te pasa, Brittany? —me dijo Rachel—. No te he visto nunca así…, tan distinta.
Yo ya estaba un poco más sosegada. Dije que no se preocupara, que sólo estaba cansada, me dolía la cabeza y me pinchaba el vestido. No le dejé entrar en el cuarto conmigo, sino que le dije que volviese a ayudar a mi madre. Yo iba a dormir y estaría mejor a la mañana siguiente. Pareció titubear, pero cuando le toqué la cara con la mano —¡sólo era un gesto amable, para tranquilizarla— noté que se asustaba de nuevo y supe que tenía miedo de mí y de lo que pudiera hacer o decir que otros oyeran. Entonces me reí, y ella bajó, volviéndose a mirar mientras caminaba, y su cara se hacía más pequeña, más pálida e incierta en las sombras de la escalera. Hallé esta habitación muy oscura y silenciosa, y la única luz que había era el resplandor opaco del fuego ceniciento y el brillo de una farola en el borde de la persiana. Agradecí la oscuridad y no pensé en encender una vela. Desde la puerta me encaminé a la ventana, y de la ventana a la puerta; puse los dedos en los ganchos del corpiño ceñido, con idea de aflojarlos. Pero tenía los dedos torpes y el vestido sólo resbaló un poco a lo largo de mis brazos, con lo que me pareció que lo tenía aún más prieto. Y seguí
deambulando. ¡No hay suficiente oscuridad!, pensaba. Quería más negrura. ¿Dónde están las tinieblas? Vi la puerta entornada de mi armario; allí dentro, sin embargo, vi un rincón en apariencia más oscuro que el resto. Fui hasta él, me acurruqué allí y descansé la cabeza en mis rodillas. Ahora el vestido me apretaba como un puño, y cuanto más me debatía para zafarme, tanto más fuerte me ceñía; por fin, Tengo un tomillo en la espalda, pensé, ¡y me lo están apretando! Entonces supe dónde estaba. Estaba con ella, y tan cerca de ella, tan cerca…, ¿cómo dijo ella un día?, más cerca que la cera. Sentí la celda a mi alrededor, el chaleco encima… Con todo, tenía la impresión de que mis ojos estaban también vendados con unas cintas de seda. Y un collar de terciopelo me rodeaba la garganta. No sabría decir cuánto tiempo estuve acurrucada allí. Hubo un momento en que sonaron unos pasos en la escalera, llamaron con suavidad y se oyó un susurro: ¿Estás despierta? Podría haber sido Rachel, podría haber sido una de las criadas, no creo que fuese mi madre. Fuera quien fuese no le contesté y ella no entró, porque debió de creer que yo dormía; me pregunté vagamente: ¿Por qué habría de creerlo viendo la cama vacía? Luego oí voces en el vestíbulo y a Artie que llamaba silbando a un coche. Oí la risa del señor Dance en la calle, debajo de mi ventana, una vez pasado el cerrojo de la puerta de la casa, y a mi madre gritando algo áspero mientras recorría las habitaciones para apagar el fuego de las chimeneas. Me tapé los oídos. Cuando los destapé sólo percibí el ruido que hacía Quinn moviéndose en el dormitorio de encima del mío, seguido del rumor de sierra y de los suspiros que emitían los muelles de su cama. Trastabillé cuando intenté levantarme: tenía las piernas agarrotadas por el frío y los calambres y no se me enderezaban y el vestido todavía me apretaba a la altura de los codos. Pero al ponerme de pie cesó la presión. No sabría decir si seguía estando o no bajo los efectos de la medicina, pero por un momento pensé que tenía náuseas. Avanzando en la oscuridad, me lavé la cara y la boca, y estuve un rato inclinada sobre la palangana hasta que pasaron las arcadas. Aún había dos o tres carbones que brillaban débilmente en la chimenea y fui y extendí las manos sobre ellos, y después encendí una vela. Notaba totalmente cambiados mis labios, mi lengua y mis ojos, y creo que me dispuse a acercarme al espejo para ver en qué consistía el cambio. Pero al volverme vi la cama y que había algo encima de la almohada; entonces los dedos me temblaron con tanta virulencia que se me cayó la vela de las manos. Creí ver una cabeza en la almohada. Creí ver mi propia cabeza en lo alto de la sábana. Me quedé paralizada de miedo, convencida de que yo estaba dentro de la cama; quizá había estado durmiendo durante todo el rato en que permanecí acurrucada en el armario, y ahora despertaría, me levantaría, iría a donde yo estaba y me abrazaría a mí misma. Pensé: ¡Tiene que haber una luz! ¡Tiene que haber una luz! ¡No puedes permitir que ella venga a ti en la oscuridad! Me agaché y encontré la vela —la encontré encendida, la cogí con las dos manos para protegerla y que no se apagara— y fui a la almohada a mirar qué había allí. No era una cabeza. Era una soga curvada de pelo negro, tan gruesa como mis dos puños. Era el cabello que había intentado robar en la cárcel de Millbank: era el pelo de Santana. Me lo había enviado desde sus tinieblas, a través de la ciudad y de la noche. Lo acerqué a mi cara. Olía a azufre. Desperté a las seis de la mañana creyendo que oía la campana de Millbank.
Desperté como si despertara de la muerte, todavía en las garras de la oscuridad, todavía succionada por el suelo. Encontré a mi lado el pelo de Santana, con su lustre algo empañado donde la trenza se había soltado; me había acostado con él. Temblé al verlo y al recordar la noche anterior; pero tuve la astucia de levantarme, envolver el pelo en un pañuelo y guardarlo fuera de la vista, en el cajón donde guardo este cuaderno. Me pareció que la alfombra se inclinaba como la cubierta de un barco cuando la atravesé corriendo; pareció que se inclinaba incluso cuando estuve tumbada en silencio. Cuando vino Kitty fue enseguida a buscar a mi madre, y aunque llegó con el ceño fruncido, dispuesta a regañarme, al verme pálida y tiritando lanzó un grito. Mandó a Quinn en busca del doctor Ashe, y cuando él llegó descubrí que no podía contener las lágrimas. Sólo le dije que tenía el
período. Él dijo que ahora no debía tomar doral sino láudano, y que no saliera de casa. Cuando se fue, mamá y Quinn calentaron una plancha para que me la apretara contra el estómago, porque le dije que me dolía. Después me trajo el láudano. Al menos, tiene una sabor más agradable que mi última medicina.
—Naturalmente —dijo—, si hubiera sabido lo enferma que estabas, no te habría dejado que estuvieras con nosotros anoche.
Dijo que en adelante tendríamos que ser más precavidos respecto a la manera de pasar mis días. Luego trajo a Rachel y a Artie, y les oí cuchichear. Creo que llegué a dormirme y que desperté llorando y gritando, y que tardé media hora en deshacerme de mi confusión. Después empecé a tener miedo de lo que diría si me sobrevenía una fiebre estando ellos presentes. Por último les dije que se marcharan y que me pondría bien. Respondieron: «¿Marcharnos? ¡Qué disparate! ¿Marcharnos y dejarte sola?». Creo que mamá tenía intención de quedarse a mi lado toda la noche. Al final me forcé a permanecer inmóvil y calmada, y convinieron que me encontraría lo bastante bien para que una sola de las chicas me velase. Ahora Quinn estará al otro lado de la puerta hasta el alba. Oí a mamá decirle que se asegurase de que no me movía ni me fatigaba; pero aunque haya oído el paso de estas páginas no ha entrado. Hoy ha venido sin hacer ruido a mi cuarto, trayendo una taza de leche que ha hervido y luego endulzado y espesado con melazas y un huevo. Me ha dicho que si tomo una taza de esto todos los días no tardaré en reponerme. Pero no he podido bebería. Al cabo de una hora se la ha llevado, con cara entristecida. No he tomado nada más que agua y un poco de pan; y he yacido a la luz de una vela, con los postigos todavía cerrados. Cuando mamá enciende una luz más intensa, me molesta. Me pican los ojos.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
26 de mayo de 1873
Esta tarde estoy sentada en mi cuarto cuando oigo que suena la campana de la puerta y Quinn me trae a alguien. Era una tal señorita Isherwood, que vino al círculo oscuro el pasado miércoles. Me mira y rompe a llorar diciendo que no ha podido dormir desde aquella noche y que ha sido por culpa de Noah Puckerman. Dice que él le tocó la cara y las manos y que todavía siente sus dedos en ellas y que le dejaron marcas invisibles de las que mana un fluido o un humor que fluye de ella como agua. Le digo que me dé la mano. «¿Siente ese flujo ahora en la mano?». Ella dice que sí. La miro un momento y digo: «Yo también». Ella me mira fijamente y se ríe. Por supuesto, yo sabía lo que le pasaba. Le digo: «Usted es como yo, señorita Isherwood, y no lo sabe. ¡Tiene poderes! Está tan llena de sustancia espiritual que rezuma de usted, es el flujo que siente, que quiere salir. Tenemos que ayudarlo a que lo haga para que sus poderes se fortalezcan tanto como debieran. Sólo reclaman lo que llamamos desarrollo. Si lo descuidamos, sus poderes se marchitarán o bien se retorcerán dentro de usted y caerá enferma». La miro a la cara, sumamente pálida. «Creo que ha notado que esos poderes ya se retuercen un poco, ¿verdad?», le digo. Ella dice que sí. «Pues no tienen que causarle más daño. ¿No se siente un poco mejor ahora que la he tocado? Piense que voy a ayudarla, con la mano de Noah Puckerman guiando la mía». Le digo a Quinn que prepare el salón y llamo a Jenny para advertirle que no entre allí ni en las habitaciones contiguas durante una hora. Aguardo y luego llevo a la señorita lsherwood a la planta baja. Nos cruzamos con la señora Sylvester. Le digo que la señorita lsherwood ha venido para una sesión privada, y al oír esto ella dice: «¡Oh, señorita, qué suerte tiene! Pero confío en que no permitirá que mi ángel se fatigue demasiado». La señorita dice que no lo hará. Al entrar en el salón vemos que Quinn ha colgado la cortina, pero que sólo ha dejado encendida una lámpara muy débil, porque no le ha dado tiempo a preparar un tarro de aceite fosforescente. «Ahora dejaremos esta lámpara encendida», le digo, «Y tiene que avisarme cuando le parezca que Noah Puckerman ha llegado. Vendrá si usted tiene poderes; sólo en los círculos oscuros tengo que sentarme detrás de una cortina, para protegerme de las emanaciones que emiten los ojos normales». Calculo que esperamos sentadas unos veinte minutos. La señorita lsherwood está muy nerviosa todo ese tiempo, hasta que por fin se oye un golpe en la pared y ella susurra. «¿Qué es eso?».
«No estoy segura», digo. Como los golpes son cada vez más fuertes ella dice:
«¡Creo que está aquí!». Noah sale del reservado moviendo la cabeza y refunfuñando, y dice: «¿Por qué me has convocado a esta hora tan rara?». Digo:
«Hay una mujer aquí que necesita tu ayuda. Creo que tiene el poder de convocar espíritus, pero es débil y tiene que desarrollarlo. Creo que tú la has llamado para esta tarea». Noah dice:
«¿Es la señorita lsherwood? Sí, veo los signos que le hice. Bueno, señorita, es una gran tarea, no es algo que pueda emprenderse a la ligera. Verá, lo que posee se conoce a veces con el nombre de un don fatal. Las cosas que ocurren en esta habitación resultarán extrañas para los oídos de personas insensibles. Debe guardar los secretos de los espíritus o arrostrar su cólera infinita. ¿Podrá hacerlo?».
Ella responde: «Creo que sí, señor. Creo que es verdad lo que ha dicho la señorita López. Creo que tengo una naturaleza muy parecida o que podría parecerse a la de ella».
Miro a Noah y le veo sonreír. Él dice: «La naturaleza de mi médium es muy especial. Usted cree que para ser médium tiene que poner su espíritu aparte para que otro lo suplante. No ocurre así, sin embargo. Tiene que ser más bien una criada de los espíritus, convertirse en un instrumento blando para sus manos. Tiene que dejar que ellos utilicen el suyo, y su oración debe ser: Que me utilicen. Dilo, Santana». Lo digo y él le dice a la señorita Isherwood: «Dígale que lo diga». Ella dice: «Dígalo, señorita López», y yo lo repito: «Que me utilicen». «¿Ve?», dice Noah. «Mi médium tiene que hacer lo que le piden. Usted cree que está despierta, pero está en trance. Dígale que haga otra cosa». Oigo que ella traga saliva y dice: «¿Quiere levantarse, señorita López?», pero Noah salta: «No tiene que preguntarle si quiere, tiene que ordenárselo». Ella dice entonces: «¡Levántese, señorita López!», y yo me levanto y Noah dice: «Dígale otra cosa». Ella dice: «Junte las manos, abra y cierre los ojos, diga amén». Yo hago todas estas cosas y Noah se ríe, con un tono cada vez más alto. Dice: «Dígale que la bese». Ella dice: «¡Béseme, señorita López!». Él dice: «¡Dígale que me bese!», y ella dice: «¡Bese a Noah, señorita López!». Él dice: «¡Dígale que se quite el vestido!».
Ella dice: «¡Oh, no puedo decirle eso!».
Él dice: «¡Dígaselo!», y ella me lo dice. Noah dice: «Ayúdela a desabrocharse los botones», y cuando ella lo hace, dice: «¡Qué rápido le late el corazón!».
Después Noah dice: «Ahora ve usted a mi médium desvestida. Así aparece el espíritu cuando ha sido despojado de su cuerpo. Tóquela, señorita Isherwood. ¿Está caliente?». Ella dice que estoy muy caliente. Noah dice: «Es porque su espíritu está muy cerca de la superficie de su piel. Usted también tiene que estar caliente».
Ella dice: «Ya lo estoy».
Él dice. «Muy bien, pero no lo bastante para que el desarrollo se produzca, mi médium tiene que calentarla aún más. Ahora tiene que quitarse el vestido y abrazar a la señorita López». Noto que ella hace todo esto y conservo los ojos todavía bien cerrados porque Noah no me ha dicho que ya puedo abrirlos. Noto que ella me rodea con los brazos y que acerca su cara a la mía. Noah dice: «¿Cómo se siente ahora, señorita lsherwood?», y ella dice.
«No lo sé muy bien, señor».
Él dice: «Repítamelo, ¿cuál es la oración?», y ella dice: «Que me utilicen».
«Dígalo entonces», dice él. Ella lo dice y él dice que debe decirlo más rápido, y ella obedece. Él se acerca entonces y le posa una mano en el cuello y ella da un respingo. Él dice: «¡Ah, pero su espíritu no está todavía tan caliente como debe! ¡Tiene que estarlo hasta el punto de que sienta cómo se derrite y cómo ocupa su lugar el mío!». La rodea con los brazos y yo siento en mi piel las manos de Noah; ahora la tenemos estrechada muy fuerte entre los dos y ella empieza a temblar. Él dice: «¿Cuál es la oración del médium, señorita lsherwood? ¿Cuál es?». Ella la dice una y otra vez, hasta que su voz se vuelve más tenue y Noah me cuchichea: «Abre los ojos».
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
11 de diciembre de 1874
Toda esta semana me ha seguido despertando ese sonido insufrible, el de la campana de Millbank llamando a su labor a las reclusas. Las he imaginado cuando se levantan y se ponen las medias de lana y los vestidos de dril. Las he imaginado de pie delante de las rejas, con sus cuchillos y sus escudillas, calentándose las manos contra los tazones de té, y luego las he visto reanudar su tarea sintiendo que las manos se les enfrían. Creo que Santana ha vuelto con ellas, porque noté que la oscuridad se alzaba un poco de esa porción de mí que ha compartido su celda. Pero sé que es desdichada; y no he ido a visitarla. Al principio era miedo y vergüenza lo que me impedía hacerlo. Ahora es mi madre. Se ha vuelto otra vez muy quejumbrosa, a medida que yo me iba reponiendo. Al día siguiente de la visita del médico vino a hacerme compañía, y al ver que Quinn me traía otro plato, movió la cabeza y dijo:
—No estarías tan mala si estuvieses casada.
Ayer estuvo presente mientras me bañaban, pero no me consintió vestirme. Dice que tengo que quedarme en camisón, en mi cuarto. Luego vino Quinn del ropero con el traje de calle que encargué
que me hicieran para Millbank: lo habían guardado dentro del armario la noche de la cena y lo habían olvidado, y supongo que tenía intención de limpiarlo. Vi las manchas de cal en el traje y me acordé de la señorita Brewer tambaleándose contra la pared. Mamá me miró y luego le hizo una seña a Quinn. Le dijo que se lo llevara para lavarlo y que después lo guardara. Y cuando yo le dije que esperase —que lo necesitaría para ir a Millbank—, mamá dijo que ¿no estaría yo pensando en continuar mis visitas, después de lo que había ocurrido? En voz más baja le dijo a Quinn: «Coge el traje y vete». Y Quinn me miró y se fue. Oí sus pasos bajando deprisa la escalera. Y así tuvimos la misma discusión tediosa. «No te dejaré ir a Millbank, en vista de que esas visitas te enferman», dijo mi madre. Le dije que no podía impedirme que fuera si así lo decidía yo. Ella me contestó:
—Tu propio sentido de lo que es correcto debería prohibírtelo. ¡Tu propio sentido de lealtad a tu madre!
Le dije que no había nada indecoroso en mis visitas, ni tampoco una deslealtad, ¿cómo podía pensar eso? Ella preguntó si no era desleal ponerla en evidencia en la cena, como lo había hecho, en presencia del señor Dance y de la señorita Palmer. Dijo que lo sabía desde el principio, y que el doctor Ashe lo había confirmado: las visitas a la cárcel me habían causado una recaída justo cuando empezaba a reponerme. Había disfrutado de una libertad excesiva que no sentaba bien a mi temperamento. Yo era demasiado susceptible, y visitar a las toscas prisioneras me había hecho olvidar cómo debían ser las cosas. Disponía de tantas horas ociosas que acababa concibiendo fantasías, etc., etc. «El señor Schuester», dijo por último, «ha enviado una nota preguntando por ti». La carta había llegado al día siguiente de mi visita. Mamá dijo que contestaría ella, puesto que yo no estaba en condiciones de hacerlo. Haberme acalorado me debilitó. Vi que no había manera de que atendiese a razones y tuve un arranque de mal genio: ¡Maldita seas, bruja!, pensé. Oí estas palabras bufando muy claras en mi cabeza, como si las dijera una segunda boca, secreta. Eran tan claras que me asusté pensando que también mamá las habría oído. Pero ella había atravesado el cuarto hasta la puerta sin volverse a mirar; y cuando vi la firmeza de su paso, supe cómo tenía que comportarme. Cogí mi pañuelo y me enjugué los labios. Le grité que no hacía falta que escribiera la
carta. Yo misma le enviaría una nota al señor Schuester. Le dije que tenía razón. Renunciaría a Millbank. Lo dije sin mirarla a la cara y supongo que ella entendió que yo estaba avergonzada, porque volvió a mi lado y me puso la mano en la mejilla. «Sólo pienso en tu salud», dijo. Sentí en la cara el frío de sus anillos. Entonces recordé cómo se había presentado ella cuando me salvaron de la
morfina. Había aparecido con su vestido negro y con todo el pelo suelto. Había descansado la cabeza en mi pecho hasta que el camisón quedó mojado con sus lágrimas. Ahora me dio papel y pluma y se quedó al pie de la cama, observando cómo yo escribía. Escribí:
Santana López
Santana López
Santana López
Santana López
Y se marchó al ver la pluma moverse a través de la página. Después quemé el papel en la chimenea.
Llamé a Quinn y le dije que había habido un error, que debía lavarme el traje pero luego devolvérmelo cuando mi madre hubiese salido; y que la señora Pierce no tenía que saberlo, ni tampoco Kitty. Le pregunté si había cartas que tuviese que echar al correo. Ella asintió y dijo que había una, y le dije que corriese a echarla en el buzón y que si alguien preguntaba le dijese que la carta era mía. Mantuvo los ojos muy bajos mientras me hacía una reverencia. Esto fue ayer. Más tarde vino mamá y volvió a tocarme la cara. Esta vez, sin embargo, fingí dormir y no la miré. Se oye en el Walk el sonido de un vehículo. La señora Wallace llega para llevar a mamá a un concierto. Mamá entrará dentro de un momento, creo, a darme la medicina antes de salir. He estado en Millbank y he visto a Santana; ahora todo ha cambiado. Estaban esperándome, por supuesto. Creo que el portero montaba guardia por si me veía, porque al acercarme parecía saber algo; y cuando llego a la cárcel de mujeres veo que me aguarda una celadora, que me lleva de inmediato al despacho de la señorita Haxby, y con ella estaban el señor Schuester y la señorita Ridley. Ha sido como mi primera entrevista; ahora me parece una escena de otra vida, aunque no lo he visto así esta tarde. Con todo, noto el cambio entre aquella vez y ésta, porque la señorita Haxby no sonríe en absoluto y hasta el señor Schuester tiene el semblante grave. Me dice que está muy contento de volver a verme allí. Al no haber contestado a su carta había empezado a temerse que lo ocurrido en los pabellones la semana pasada me hubiese disuadido de volver. Le digo que he estado un poco indispuesta y que una criada negligente no me había entregado su nota. Advierto que mientras hablo la señorita Haxby examina las sombras que rodean mis mejillas y mis ojos; creo que los tengo oscuros por aquella ingestión de láudano. Creo que sin ella habría sido peor, pues hasta hoy he estado más de una semana recluida en mi cuarto, y la medicina me proporcionó una especie de fortaleza. Ella dice que espera que yo esté recuperada; luego, que lamentaba no haber podido hablar conmigo después del incidente.
—Aparte de la pobre señorita Brewer, no había nadie que pudiera contarnos lo que había sucedido. Me temo que López ha sido muy testaruda.
Oigo cómo los zapatos de la señorita Ridley raspan el suelo cuando los desplaza para adoptar una postura más cómoda. El señor Schuester no dice nada. Pregunto cuánto tiempo han tenido a Santana en la celda oscura. «Tres días», me dicen. Lo cual es el máximo que están autorizados a mantener a una presa allí, «sin un mandato judicial».
—Tres días me parece durísimo —digo.
¿Por agredir a una celadora? La señorita Haxby no opina así. Dice que la señorita Brewer estaba tan malherida y conmocionada que ha abandonado Millbank; ha cursado baja en el servicio carcelario. El señor Schuester mueve la cabeza.
—Un asunto muy feo —dice.
Después de asentir, pregunto cómo está López.
—Está tan abatida como tiene que estar —dice la señorita Haxby. Dice que la tienen recogiendo hilachas en el pabellón de la señora Bella, y que naturalmente han quedado cancelados los planes de trasladarla a Fulham. Aquí me sostiene la mirada—. Me figuro que usted, al menos, se alegrará —dice.
Yo había pensado en eso. Digo, muy serena, que me alegro, porque ahora más que nunca López necesitará una amiga que la aconseje. Mucho más que antes, necesitará la comprensión de una visitadora…
—No —dice la señorita Haxby—. No, señorita Pierce.
Añade que cómo puedo decir eso cuando es mi comprensión lo que ya ha obrado efecto en López, lo que la ha impulsado a herir a una celadora y a destrozar su celda; cuando han sido mis atenciones hacia ella la causa directa de aquella crisis.
—Dice usted que es su amiga —dice—. ¡Antes de que la visitara, ella era la reclusa más pacífica de Millbank! ¿Qué clase de amistad es ésta que suscita pasiones semejantes en una chica así?
—¿Sugiere usted que deje de visitarla?
—Sugiero que la mantenga tranquila, por su propio bien. No va a sosegarse con personas como usted cerca.
—¡No estará tranquila sin mí!
—Entonces tendrá que aprender a estarlo.
—Señorita Haxby… —empiezo, pero tropiezo con las palabras, ¡pues he estado a punto de decir madre! Me pongo una mano en la garganta y miro al señor Schuester, que dice:
—El estallido fue muy serio. ¿No cree que la próxima vez la golpeará a usted, señorita Pierce?
—¡A mí no me lo hará! —digo. Y les pregunto si no se daban cuenta de lo terrible que era su situación y de lo que la aliviaban mis visitas. Que pensaran en ella: una chica inteligente, una chica afable: ¡la más pacífica de todo Millbank, como la señorita Haxby había dicho! Tenían que pensar en lo que le había hecho el régimen de la cárcel: no se había arrepentido, ni la había reformado, sino
que sólo la había hecho tan desgraciada, tan incapaz de imaginar el otro mundo que había más allá de su celda, ¡que había golpeado a la celadora que fue a decirle que debía abandonarla!
—Ténganla callada, prívenla de visitas —digo—, y creo que se volverá loca… o peor, la matarán…
Sigo hablando de este modo y no habría podido ser más elocuente si hubiera estado defendiendo mi propia vida; ahora sé que era mi vida, en efecto, lo que estaba defendiendo; y creo que la voz con que he hablado procedía de otra persona. Veo que el señor Schuester se pone pensativo, como había hecho antes. No estoy segura de lo que nos hemos dicho en ese momento. Sólo sé que él ha accedido, finalmente, a que yo vea a Santana, y ellos supervisarán cómo se porta ella. Él dice que su celadora, la señora Jelf, también me había apoyado, y eso parece influirle. Cuando miro a la señorita Haxby descubro que tiene los ojos bajos; sólo los alza después de que el señor Schuester se ha marchado y cuando yo me levanto para dirigirme a los pabellones. Su expresión me sorprende, pues no es tan indignada como incómoda e insegura. Pienso que la han recriminado en mi presencia, y por supuesto eso le escuece. Digo: «No nos peleemos, señorita Haxby», y ella me responde en el acto que no desea pelearse conmigo. Pero yo he venido a su cárcel sin conocer nada de ella; aquí titubea y lanza una mirada rápida a la señorita Ridley. Dice:
—Debo responder ante el señor Schuester, desde luego, pero él no manda aquí, porque ésta es una cárcel de mujeres. El señor Schuester no entiende el talante y los estados de ánimo de aquí.
Una vez le dije en broma a usted que yo había cumplido muchas condenas en la cárcel y así es, señorita Pierce, y conozco todos los caminos desviados que pueden seguir las rutinas carcelarias. Creo que, lo mismo que el señor Schuester, usted no conoce, no puede intuir la naturaleza de…—parece que busca una palabra y repite — del talante, del extraño talante de una chica como López cuando está encerrada…
Parece seguir buscando palabras: es como una de sus subordinadas, que buscan sin encontrarlo un término ajeno a la normalidad de la prisión. Sé, sin embargo, lo que quiere decir. Pero el talante de que habla es burdo, es corriente, es el que tiene Jane Jarvis o Emma White, pero no Santana ni tampoco yo. Antes de que pueda decir algo más, le digo que tendré en cuenta sus advertencias. Ella me examina un rato más y luego permite a la señorita Ridley que me acompañe a las celdas. Noto el efecto de la droga cuando recorremos los pasillos blancos de la cárcel; lo siento más todavía cuando
llegamos a los pabellones, porque sopla una brisa que hace bailar las llamaradas de gas y todas las superficies sólidas parecen desplazarse, abultarse y temblar. Me choca, como siempre, lo siniestro que es el pabellón penitenciario, su aire fétido y su silencio, y cuando me ve la señora Bella me lanza una mirada lasciva, y su cara me resulta ancha y extraña, como si la viese reflejada en una chapa de metal abombado.
—Vaya, vaya, señorita Pierce —dice; tengo la certeza de que ha dicho eso—. ¿Ya de vuelta para ver a su oveja descarriada? —Me conduce a una puerta y aplica el ojo a la ranura de inspección, muy taimadamente. Después forcejea con el cerrojo y con la cerradura de la puerta que hay detrás—. Adelante, señora —dice por fin—. Ha estado mansa como un cordero desde su estancia en los sótanos.
La celda en que la han recluido es más pequeña que las normales, y las barras de hierro en su ventanuco, junto con la malla que ponen alrededor de las lámparas de gas, para evitar que las presas se quemen, le confieren un aire tristemente lúgubre. No hay mesa ni silla: encuentro a Santana sentada en la cama de madera dura, torpemente encorvada sobre una bandeja de hilachas de coco. La deja a un lado cuando me abren la puerta e intenta ponerse en pie; se tambalea y tiene que apoyarse en la pared para recuperar el equilibrio. Le han quitado la estrella de la manga y le han dado un vestido que le queda muy holgado. Tiene las mejillas blancas, las sienes y los labios sombreados de azul y una magulladura amarillenta en la frente. Tiene las uñas en carne viva, de trabajar con hilachas cuyas astillas le cubren el gorro, el delantal, las muñecas y toda la cama. Doy un paso adelante cuando la señora Bella ha cerrado la puerta con llave. Por un momento no decimos nada y nos miramos con una especie de miedo mutuo, pero de pronto creo que susurro:
«¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho?», y al oír esto sacude la cabeza, sonríe y, mientras la observo, su sonrisa decae y desaparece, como si fuera de cera, y se pone una mano en la cara y llora. No puedo hacer otra cosa que acercarme a ella, rodearla con el brazo, sentarla de nuevo en la cama y acariciar su pobre rostro magullado hasta que se serena. Mantiene la cabeza contra el cuello de mi abrigo y me agarra. Cuando habla lo hace en un susurro, y dice:
—Debe de pensar que soy muy débil.
—¿Cómo de débil, Santana?
—Es sólo que he deseado tanto que viniera.
Se estremece, pero al final se calma. Al tomarle la mano suelto una exclamación de espanto por sus uñas rotas, y ella me dice que tiene que arrancar cuatro libras de hilachas al día.
—De lo contrario la señora Bella nos trae más al día siguiente. Las hilachas vuelan por todas partes; te parece que van a asfixiarte.
Dice que sólo les dan agua y pan negro para comer, y que cuando la llevan a la capilla, la llevan con grilletes. Oír esto me resulta intolerable. Pero cuando vuelvo a tomar su mano, ella se pone rígida y aparta los dedos.
—La señora Bella —murmura—. La señora Bella viene a espiamos…
Oigo entonces un movimiento en la puerta, y un instante después veo que la ranura de inspección vibra y que la descorren lentamente dedos blancos y romos. «¡No hace falta que nos vigile, señora Bella!», grito, y ella se ríe y dice que en este pabellón siempre tienen que vigilar. Pero la mirilla vuelve a cerrarse y oigo que se aleja y llama a la puerta de otra celda. Sentadas en silencio, miro la
contusión en la cabeza de Santana; dice que tropezó cuando la encerraron en la celda oscura. Se estremece al recordarlo. Digo: «Ha sido horrible», y ella asiente. Luego añade:
—No habría podido soportarlo si no hubiese estado usted para llevarse parte de la oscuridad. —La miro de hito en hito—. Entonces supe lo buena que era, al venir a verme después de todo lo que había visto. ¿Sabe lo que más miedo me dio la primera hora que me tuvieron allí? ¡Oh, fue un tormento! Mucho peor que cualquiera de sus castigos. Era pensar que usted quizá no volviese, ¡que yo la había ahuyentado con la misma cosa con que pretendía retenerla!
Yo lo sabía; pero saberlo me lastima de tal modo que no resistiría que ella lo dijese. «No lo diga, no lo diga», digo, y ella responde, con un susurro vehemente, ¡que tiene que decirlo! ¡Oh, pensar en aquella pobre señorita Brewer! Nunca tuvo la intención de hacerle daño. ¡Pero que la trasladaran, ser lo que ellas llaman libre, hablar con otras presas!
—¿Para qué iba a querer hablar con otras presas si no podía hablar con usted?
Creo que entonces le he tapado la boca con la mano. Le repito que no debe decir estas cosas, no debe. Ella se libera de mis dedos y dice que fue para decirlas por lo que hirió a la señorita Brewer, por lo que ha sufrido el chaleco de fuerza y la celda oscura. ¿Quiere que siga callada, después de esto? Le sujeto los brazos con las manos y casi lanzo un bufido. ¿Y qué ha ganado así?, le pregunto. ¡Lo único que ha conseguido es que nos espíen de más cerca! ¿Acaso no sabía que la señorita Haxby quería apartarme de ella? ¿Que la señorita Ridley comprobaría cuánto tiempo estábamos juntas? ¿Que la señora Bella nos vigilaría? ¿Y que incluso lo haría el señor Schuester?
—¿Sabes lo cautelosas, lo astutas que tendremos que ser desde ahora?
La he acercado a mí para decirle estas cosas. Reparo en sus ojos, su boca, su aliento, que es cálido y agrio. Oigo mi propia voz y lo que he confesado. Abro las manos y me separo de ella. Ella dice:
—Susan.
—No digas eso —digo en el acto.
Pero ella lo repite. Susan. Susan.
—No debes decir eso.
—¿Por qué no? Te lo he dicho en la oscuridad, ¡y te has alegrado, y me has respondido! ¿Por qué te separas de mí ahora?
Me he levantado de la cama.
—Tengo que hacerlo —contesto.
—¿Por qué?
Digo que no está bien que estemos tan juntas. Que va contra el reglamento, que lo prohíben las normas de Millbank. Pero cuando ella se levanta, como la celda es tan estrecha, no hay ningún sitio donde yo pueda ponerme fuera de su alcance. Mis faldas tropiezan con la bandeja de hilachas y crean un remolino de polvo, pero ella lo atraviesa, se me acerca y me toca un brazo con la mano.
—Tú quieres que esté cerca —dice. Yo respondo de inmediato que no, no quiero—. Sí, sí quieres —dice ella—. Si no, ¿por qué has escrito mi nombre en las páginas de tu diario? ¿Por qué tienes mis flores? ¿Por qué, Susan, tienes mi pelo?
—¡Tú me enviaste todas esas cosas!—digo—. ¡Nunca te las he pedido!
—No habría podido enviártelas si no hubieras ansiado que llegaran —se limita a responder.
No puedo replicarle, y cuando ve mi cara se separa unos pasos y su expresión cambia. Dice que debo andar con cuidado y estar tranquila, porque la señora Bella podría estar mirando. Dice que debo escuchar lo que tiene que decirme, pues ha estado en los sótanos y lo sabe todo. Y ahora yo debo saberlo… Agacha la cabeza un poco pero no despega de mí los ojos, que me parecen más grandes que nunca y oscuros como los de una maga. ¿No me había dicho, dice, que el tiempo que ha pasado aquí tenía un propósito? ¿No me había dicho que los espíritus vendrían a revelárselo?
—Vinieron, Susan, cuando estaba en aquella celda. Vinieron a decírmelo. ¿Lo adivinas? Creo que yo lo adiviné. Fue eso lo que me asustó.
Se pasa la lengua por los labios y traga saliva. La observo sin moverme. Le pregunto qué era, por qué la tenían allí.
—Por ti —dice—. Para que nos conociéramos y, al conocernos, supiéramos y, al saberlo, nos uniéramos…
Es como si me hubiera clavado un cuchillo y lo hubiese girado: siento que el corazón me late con fuerza y, detrás de los latidos, capto otro movimiento más agudo: aquella aceleración se ha vuelto más intensa que nunca. Lo noto, y noto un giro de respuesta en Santana… Ha sido como un martirio. En efecto, lo que ha dicho sólo me parece terrible a mí.
—No debes hablar así —le digo—. ¿Por qué dices esas cosas? ¿Qué importa lo que te hayan dicho los espíritus? Todas sus palabras delirantes… Ahora no debemos delirar, tenemos que conservar la calma, tenemos que estar sobrias. Si quieres que te visite hasta que te liberen…
—Cuatro años —dice. ¿Pienso que van a permitirme que vaya a verla durante todo ese tiempo? ¿Pienso que me lo consentirá la señorita Haxby? Y aunque lo hicieran, aunque pudiese venir, una vez por semana, una vez al mes, media hora cada vez…, ¿creo que lo aguantaría? Digo que hasta ahora lo he aguantado. Digo que podríamos apelar contra su condena. Digo que sólo con que tuviéramos un poco de cuidado…
—¿Lo soportarías después de hoy? —dice, cortante—. ¿Podrías seguir siendo sólo precavida, sólo fría? No… —exclama, al ver que he dado un paso hacia ella—. ¡No te muevas! Ojo, no te me acerques. Podría vernos la señora Bella…
Junto las manos y me las retuerzo hasta que los guantes me incendian la piel. ¿Qué alternativa nos queda?, clamo. ¡Me está atormentando! ¡Decir que tenemos que unirnos…, que tenemos que unirnos aquí, en Millbank! Vuelvo a preguntarle por qué los espíritus le han dicho esas cosas. ¿Porqué ahora me las dice ella a mí?
—Te las digo —contesta, con un susurro tan débil que tengo que inclinarme hacia el remolino de polvo para captarlo— porque hay una alternativa, y tienes que ayudarme. Puedo escapar.
Creo que me he reído. Creo que me he tapado la boca con las manos y me he reído. Ella me observa y aguarda. Tiene el semblante grave; por primera vez, pienso que quizá los días que ha pasado en la celda oscura le han trastornado el juicio. Miro su mejilla mortalmente pálida, la herida en su frente y me sereno. Digo, muy bajito:
—Has hablado de más.
—Puedo hacerlo —contesta, con un tono ecuánime.
No, le digo. Sería un error gravísimo.
—Sólo lo sería según sus leyes.
No. Además, ¿cómo podría fugarse de Millbank? ¿De una cárcel con cerrojos en cada pasillo, y celadoras y carceleros…? Miro alrededor, la puerta de madera, las barras de hierro en las ventanas.
—Necesitarías llaves —digo—. Necesitarías… cosas impensables. ¿Y qué ibas a hacer, aunque te fugases? ¿Adónde irías?
Ella me sigue mirando. Sus ojos aún parecen muy oscuros.
—No necesitaría llaves —dice—, si cuento con la ayuda del espíritu. E iría a buscarte, Susan. Y nos iríamos juntas.
Lo dice así, como si tal cosa. Como si nada. Ya no me río. Le pregunto si ha pensado que yo me iría con ella. Dice que ha pensado que yo tendría que hacerlo. ¿Ha pensado que yo abandonaría…?
—¿Abandonar qué? ¿A quién?
Abandonar a mi madre. A Rachel y a Artie, a Georgy y a los niños que aún están por llegar. La tumba de mi padre. Mi tarjeta de acceso a la sala de lectura del Museo Británico.
—Abandonar mi vida —digo al final.
Ella responde que me daría una vida mejor.
—No tendríamos nada —digo.
—Tendríamos tu dinero.
—¡Es dinero de mi madre!
—Debes de tener dinero propio. Cosas que puedas vender…
Es una insensatez, digo. Es todavía peor: ¡es una estupidez, una locura! ¿Cómo viviríamos por nuestra cuenta, juntas? ¿Adónde iríamos?
Pero mientras lo pregunto, veo sus ojos y sé…
—¡Piénsalo! —dice ella—. Piensa en vivir allí, siempre bañadas de sol. Piensa en esos lugares radiantes que tanto deseas visitar: Reggio, Parma, Milán, Venecia. Viviríamos en cualquiera de esas
ciudades. Seríamos libres.
La miro… y entonces oigo las pisadas de la señora Bella, el crujido de arena bajo sus talones. Digo, en un susurro:
—Estamos locas, Santana. ¡Fugarse de Millbank! Es imposible. Te capturarían enseguida.
Ella dice que sus amigos espíritus la mantendrían a salvo, y cuando exclamo que no, que no puedo creerlo, dice: ¿Por qué no? Dice que piense en todas las cosas que me ha enviado. ¿Por qué no podría enviarse ella misma?
Yo repito que eso no puede ser cierto.
—Si fuera verdad, habrías huido de aquí hace un año.
Ella dice que estaba esperando, que me necesitaba para irse. Me necesitaba para que yo la llevase conmigo.
—Y si no me llevas…, pondrán fin a tus visitas, ¿y qué harás entonces? —dice—. ¿Seguirás envidiando la vida de tu hermana? ¿Seguirás siendo una prisionera para siempre, en tu celda oscura?
Y de nuevo me asalta la visión atroz de mi madre que envejece y se vuelve quejumbrosa, y que me regaña cuando le leo con voz demasiado baja o demasiado rápido. Me veo a su lado con un vestido de color barro.
Pero nos encontrarían, digo. Nos atraparía la policía.
—No podrán atraparnos cuando hayamos salido de Inglaterra.
La gente se enteraría de lo que habíamos hecho. Yo sería vista y reconocida. ¡Nos proscribirían de la
sociedad!
Me pregunta si alguna vez me ha importado formar parte de esta sociedad. ¿Por qué ha de preocuparme lo que piense? Encontraríamos un lugar lejano de todo esto. Encontraríamos el lugar al que estamos destinadas. Ella habría cumplido la tarea que tenía encomendada…
Mueve la cabeza.
—Durante toda mi vida, durante las semanas, los meses y los años que he vivido, creí que comprendía. Pero no sabía nada. ¡Creí que veía la luz cuando en todo momento había tenido los ojos cerrados! Cada pobre mujer que acudía a mí, que tocaba mi mano, que absorbía de mí una pequeña parte de mi espíritu… eran sólo sombras, Susan, ¡eran sombras de ti! Yo te estaba buscando, igual que tú me buscabas. Me buscabas a mí, a tu propia afinidad. ¡Y creo que moriremos si ahora les dejas que nos separen!
Mi propia afinidad. ¿La he conocido?
Ella dice que sí.
—La intuías, la sentías. ¡Hasta creo que la sentiste antes que yo! —dice—. Creo que la sentiste la primerísima vez que me viste.
Recuerdo entonces el día en que la vi en su celda luminosa, con la cara ladeada para recibir el sol y la flor violeta en las manos. ¿Habría un propósito en mi contemplación, como ella dice? Me llevo la mano a la boca.
—No estoy segura —digo—. No estoy segura.
—¿No? Mírate los dedos. ¿No estás segura de que son tuyos? Mírate cualquier parte de tu cuerpo…, ¡es como si me estuviese mirando a mí! Tú y yo somos la misma. Somos las dos mitades cortadas de la misma pieza de materia reluciente. Oh, podría decir Te amo; es algo fácil de decir, es lo que tu hermana le diría a su marido. Podría decirlo cuatro veces al año en una carta de la cárcel. Pero mi espíritu no ama el tuyo: está entrelazado con él. Nuestra piel no ama: es la misma piel, que ansia fundirse. ¡Debe hacerlo o marchitarse! Tú eres como yo. Has sentido lo que es abandonar tu vida, abandonar tu propio yo…, despojarte de él, como de una vestidura. ¿No te atraparon antes de que tu yo se hubiese desprendido del todo? Te atraparon y te retuvieron…, no querías venir…
Me pregunta si creo que los espíritus les hubieran permitido retenerme, de no haber habido una finalidad en ello. ¿No sé acaso que mi padre me habría llevado consigo si hubiera sabido que debía irme?
—Te envió de vuelta y ahora yo te tengo —dice—. Te desentendiste de tu vida, pero ahora yo la tengo. ¿Vas a seguir luchando contra esto?
Ahora el corazón me late en el pecho con una fuerza tremenda. Late en el sitio donde llevaba colgado el guardapelo. Late como un dolor, como un martillazo.
—Dices que soy como tú —digo—. Dices que mis miembros podrían ser los tuyos, que estoy hecha de una materia reluciente. Creo que nunca me has mirado…
—Sí te he mirado —dice ella, en voz baja—. ¿Pero crees que te miro con los ojos de ellos? ¿Crees que no te he visto cuando descartabas tus vestidos grises y ceñidos? ¿Cuando te soltabas el pelo y te tumbabas, blanca como la leche, en la oscuridad? ¿Crees acaso que yo seré como ella…, como ella, que prefirió a tu hermano? —dice por último.
Entonces lo sé. Sé que todo lo que ha dicho, todo lo que me ha dicho hasta ahora es cierto. Y lloro. Lloro y me estremezco, y ella no hace ademán de consolarme. Se limita a mirar y asiente, diciendo:
—Ahora lo comprendes. Ahora sabes por qué no sólo podemos ser cautelosas y astutas. Ahora sabes por qué yo te atraigo, por qué tu cuerpo avanza hacia el mío y lo que está buscando. Déjalo que avance, Susan. Déjalo que venga hacia mí, que avance…
Su voz se ha vuelto un susurro ardiente y lento. Noto que la medicina, que me pesa dentro, late en las venas. Percibo entonces el tirón de Santana. Siento su atracción, su alcance, me siento impulsada, a través del aire enrarecido de polvo, hacia su boca susurrante. Me agarro a la pared de la celda, pero es lisa y resbaladiza a causa de la cal; me apoyo en ella, pero siento que se escabulle de mí. Empiezo a pensar que debo de estar estirándome, abultándome…, pienso que mi cara sobresale del cuello, que mis dedos se hinchan dentro de los guantes… Me miro las manos. Ella ha dicho que eran sus manos, pero son grandes y extrañas. Palpo su superficie, palpo las grietas y las espirales marcadas en su piel. Noto que se endurecen y se tornan quebradizas. Noto que se ablandan y empiezan a gotear. Y en ese momento sé de quién son estas manos. No son las de ella, sino las de él; las que han confeccionado aquellos moldes de cera, las que han entrado de noche en su celda y han dejado marcas en ella. ¡Son mis manos y son las de Noah Puckerman! Es una idea espantosa.
—No, es imposible hacerlo. No, ¡no lo haré! —digo, y al instante cesan la turgencia y la aceleración, y me desplazo y pongo la mano encima de la puerta: y era mi propia mano, en su guante de seda negra.
—Susan —dice ella.
—¡No me llames así, no es cierto! ¡Nunca lo ha sido, nunca!
Poso el puño en la puerta y grito: «¡Señora Bella! ¡Señora Bella!». Cuando me vuelvo a mirar a Santana veo que tiene la cara enrojecida, como de una bofetada. Se yergue rígida, conmocionada, abatida. Rompe a llorar.
—Encontraremos otra manera —le digo. Pero ella mueve la cabeza y susurra:
—¿No lo ves? ¿No ves que no hay ninguna otra?
Una sola lágrima le asoma por el rabillo del ojo; tiembla y luego cae, y la enturbia el polvo de hilachas. Al llegar, la señora Bella me indica con una seña que salga; lo hago sin volverme, porque sé que si lo hiciera las lágrimas de Santana, sus magulladuras y mi propio deseo apasionado me devolverían a sus brazos y estaría perdida. La puerta se cierra, pasan el cerrojo y me alejo de ella como quien camina en una horrible agonía, amordazada, empujada y sintiendo cómo la carne es arrancada de los huesos. Camino hasta llegar a la escalera de la torre. La señora Bella me deja allí, pensando, me figuro, que voy a bajar por ella. Pero no lo hago. Me quedo en la penumbra, con la cara apoyada en la pared blanca y fría; y no me muevo hasta que oigo pasos en los peldaños de arriba. Pienso que quizá sea la señorita Ridley, y al volverme me paso la mano por la mejilla, temiendo que esté manchada de cal o de lágrimas. Los pasos se acercan. No era la señorita Ridley. Era la señora Jelf. Al verme parpadea. Ha oído un movimiento en la escalera, dice, que la ha hecho pensar… Muevo la cabeza. Ella se estremece cuando le digo que acabo de visitar a Santana López; parece casi tan desolada como yo. Dice:
—Mi pabellón está muy cambiado, ahora que se la han llevado. Se han ido todas las reclusas de la clase estrella, y hay presas nuevas en sus celdas, y a algunas no las conozco. Y Ellen Power… Tampoco está Ellen Power.
—¿No está Power? —digo, con un tono sordo—. Me alegro por ella, al menos. Quizá la traten mejor en Fulham.
Sin embargo, cuando oye esto, parece aún más consternada.
—No ha ido a Fulham, señorita —dice. Añade que lamenta mucho que yo no lo sepa, pero que al final trasladaron a Power a la enfermería y murió allí hace cinco días; su nieta había venido a recoger su cadáver. Toda la bondad de la señora Jelf no ha servido, a la postre, para nada, porque descubrieron la franela escarlata debajo del vestido de Power y han sido muy severas con la celadora: la han castigado a no cobrar sueldo. Escucho esta noticia con una especie de horror embotado.
—Dios mío —digo por fin—, ¿cómo podemos soportarlo? ¿Qué haremos para aguantarlo?
Cuatro años más, pensaba al decirlo. Ella mueve la cabeza y luego se toca la cara y se da media vuelta. Oigo el deslizar de sus pasos, que se van apagando sobre los escalones. Bajo a los pabellones de la señorita Manning, los recorro enteros y voy mirando a las mujeres sentadas en sus celdas: todas ellas encorvadas, tiritando, todas afligidas, enfermas o al borde de estarlo, famélicas o con náuseas, y con los dedos agrietados por el frío y el trabajo carcelario. Al fondo del pabellón encuentro a otra celadora que me conduce hasta la puerta del pentágono dos, donde un carcelero me escolta a lo largo de la cárcel de hombres, con quienes no hablo. En la punta de la lengua de grava que lleva a la portería descubro que el día se ha nublado y que el río discurre bajo un manto de granizo. Bajo el ala de mi sombrero y me tambaleo contra el viento. A mi alrededor se alza Millbank, desolada como una tumba y silenciosa, pero llena de hombres y mujeres desdichados. En ninguna de mis visitas he sentido como ahora el peso de su desesperación conjunta. Pienso en Power, que en una ocasión me bendijo y ahora ha muerto. Pienso en Santana, contusionada y llorosa, que dice que soy su afinidad y que nos hemos estado buscando mutuamente y que moriremos si ahora nos perdemos una a otra. Pienso en mi habitación sobre el Támesis y en Quinn sentada al otro lado de la puerta… Veo al portero, columpiando las llaves; ha enviado a un hombre a que me busque un coche. ¿Qué hora es? Podrían ser las seis de la tarde, podría ser medianoche. Pienso: Y si mamá estuviera en casa, ¿qué le voy a decir? Tengo manchas de cal y el olor de los pabellones encima. ¿Y si escribe al señor Schuester o manda a buscar al doctor Ashe? Titubeo. Estoy en la puerta del portero. Arriba tengo el cielo de Londres, sucio y cubierto de niebla, y bajo mis pies el hediondo suelo de Millbank, donde no crecerán flores. Pedriscos puntiagudos como agujas me azotan la cara. El portero se apresta a guiarme dentro de la portería…, pero yo aún vacilo. Dice:
«¿Señorita Pierce? ¿Qué le ocurre?», y se enjuga con la mano el agua que le corre por la cara.
—Espere —digo. Al principio lo digo en un tono tan bajo que él, al no oírme, se inclina y frunce el ceño—. Espere —repito, en voz más alta—. ¡Espere, espéreme, tengo que volver, tengo que volver!
¡Le digo que he olvidado algo y tengo que volver! Quizá él haya hablado, pero no le he oído. Me vuelvo sin más y me dirijo hacia las sombras de la cárcel, corriendo casi, y los talones se me tuercen al pisar la grava. A cada carcelero que encuentro le digo lo mismo: ¡Tengo que volver! ¡Tengo que volver al pabellón de mujeres! Me miran asombrados, pero me dejan pasar. En la cárcel de mujeres me encuentro con la señorita Craven, que acaba de terminar su turno en la puerta de entrada. Me conoce lo bastante para dejarme pasar, y cuando le digo que no me hace falta una guía —que sólo he olvidado hacer una pequeña diligencia—, me indica con una seña que entre y no vuelve a mirarme. Explico lo mismo en los pabellones de la planta baja, y luego subo la escalera de la torre. Me paro a escuchar los pasos de la señora Bella, y cuando ella ha entrado en otro pabellón corro a la puerta de la celda de Santana y acerco la cara a la mirilla, la aprieto contra ella y miro a la prisionera. Está desplomada junto a la bandeja de hilachas, tirando débilmente de ella con dedos ensangrentados. Tiene aún los ojos húmedos y nimbados de carmesí, y le tiemblan los hombros. No la llamo, pero mientras la observo ella alza la mirada y lanza un respingo de miedo. Susurro:
—¡Ven deprisa, ven enseguida a la puerta!
Ella corre y se inclina sobre el muro hasta que su cara está cerca de la mía y percibo su aliento.
—Lo haré —digo—. Me iré contigo. Te quiero y no puedo renunciar a ti. ¡Haré lo que me digas que tengo que hacer!
Veo sus ojos, que están negros, y nadando en ellos veo mi propia cara, pálida como una perla. Y ha sido como con papá y el espejo. El alma se me escapa: noto que sale volando de mi cuerpo y que se aloja en Santana.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
30 de mayo de 1873
Anoche tuve un sueño horripilante. Soñé que al despertar tenía todos los miembros rígidos y no podía moverlos, y que tenía los ojos encolados con un pegamento que los mantenía cerrados y que se había deslizado hasta mi boca y tampoco podía despegar los labios. Quería llamar a Quinn o a la señora Sylvester, pero no podía, por culpa del pegamento, y oí que el sonido que estaba produciendo era sólo un gemido. Empecé a temer que me quedase allí hasta morir de asfixia o de inanición, y al pensar esto rompí a llorar. Entonces mis lágrimas comenzaron a derretir el pegamento hasta que al final noté que se abría una rendija por la que atisbar, y pensé: Ahora, al mirar, por lo menos veré mi habitación. La que esperaba ver no era, sin embargo, la de Sydenham, sino la que ocupaba en el hotel del señor Vincy. Pero cuando miré vi sólo tinieblas en el sitio donde estaba tendida, y supe así que estaba enterrada en mi propio ataúd, que me habían encerrado allí creyendo que estaba muerta. Lloré dentro del féretro hasta que las lágrimas disolvieron el pegamento de mi boca y entonces grité, pensando que si gritaba lo bastante fuerte alguien me oiría y me rescatarían. Pero nadie vino, y al levantar la cabeza choqué contra la madera que había encima, y por el sonido del impacto supe que había tierra encima del ataúd y que ya me habían sepultado. Supe así que por muy fuerte que gritase nadie me oiría. Entonces me quedé muy quieta, sin saber qué hacer, y mientras lo pensaba oí una voz que susurraba a mi lado, que penetró en mi oído y me hizo temblar: «¿Creías que estabas sola? ¿No sabías que yo estaba aquí?». Busqué a la persona que había hablado, pero estaba tan oscuro que no pude verla y sólo sentí que había una boca al lado de mi oído. No sabía si era la boca de Quinn, la de la señora Sylvester, la de mi tía o la de alguien totalmente distinto. Supe nada más, por el sonido de las palabras, que la boca estaba sonriendo.
Final de la 3º Parte
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Cuarta Parte
21 de diciembre de 1874
Las señales de Santana llegan todos los días. Llegan en forma de flores o de olores; a veces son nimias modificaciones en los detalles de mi cuarto: al volver descubro que han levantado un adorno y lo han vuelto a colocar torcido, o veo la puerta del ropero entornada y mis ropas con marcas de dedos en el terciopelo y la seda, o un almohadón con una abolladura, como si encima hubiera descansado una cabeza. Nunca llegan cuando estoy aquí y vigilo. Ojalá llegaran entonces. Así no me asustarían. ¡Ahora me asustaría que cesaran! Mientras lleguen sé que vienen para estrechar el espacio entre nosotras. Forman una cuerda vibrante de materia oscura, que se extiende desde Millbank hasta Cheyne Walk, y es el cordón por el que ella se desplazará hasta mí. La cuerda alcanza su máximo grosor de noche, cuando estoy acostada después de tomar el láudano. ¿Por qué no lo adiviné? Ahora tomo la medicina de buen grado. Y a veces, cuando mamá ha salido—la cuerda debe estar tendida también durante el día—, a veces voy a su cajón y birlo una dosis adicional. Por supuesto, no necesitaré la medicina cuando esté en Italia. Mamá es paciente conmigo ahora. «Hace tres semanas que Brittany no visita Millbank», les dice a Rachel y a los Wallace, «¡y mirad cómo ha cambiado!». Dice que no me ha visto tan saludable desde la época en que murió papá. Ignora los viajes que hago en secreto a la cárcel, cuando ella está fuera. No sabe que el vestido gris de las visitas está en el ropero: Quinn, buena chica, no se lo ha dicho, y ahora es ella la que me viste, en lugar de Kitty. No sabe la promesa que he hecho, mi audaz y terrible intención de abandonarla y deshonrarla. A veces tiemblo un poco cuando pienso en ello. Y sin embargo debo pensarlo. La cuerda de la oscuridad se moldeará ella sola, pero si de verdad vamos a irnos, si es cierto que ella va a jugarse —y ¡oh, qué rara suena esta palabra, como si fuéramos un par de bandoleras de las que hablan las gacetillas!—, si ella va a venir tiene que ser pronto, hay que planearlo, hay que prepararlo, será peligroso. Tendré que perder una vida para ganar otra. Será como la muerte. Una vez pensé que la muerte era sencilla; pero era muy difícil. Y esto ¿no lo será aún más? He ido a verla hoy, mientras mamá estaba fuera. Todavía la tienen en el pabellón de la señora Bella, y sigue decaída, los dedos le sangran más que antes, pero ya no llora. Es como yo. Dice: «Ahora que sé por qué lo hago, puedo soportarlo todo». Hay virulencia en ella, pero está contenida, es como la llama detrás de la pantalla de una lámpara. Tengo miedo de que las celadoras, al ver a Santana, lo intuyan. He tenido miedo hoy cuando me han mirado. Yo caminaba amedrentada por la cárcel, como si fuera mi primera visita; era de nuevo consciente de su tamaño imponente, de su peso aplastante: de sus muros, sus cerrojos, candados y barrotes, de sus carceleras
vigilantes, con sus uniformes de lana y de cuero, sus olores y ese clamor, que parece recortado en plomo. ¡Mientras caminaba he pensado que estábamos locas por haber siquiera concebido la idea de una fuga! Sólo he recuperado la confianza cuando he sentido la fortaleza de Santana. Hablamos de los preparativos que debo hacer. Ella dice que necesitaremos dinero, todo el que yo pueda reunir, y ropa y calzado y cajas donde guardarlos. Dice que para comprar todo eso no podemos esperar a que estemos en Francia, pues no conviene que en el tren llamemos la atención de ningún modo, sino que debemos parecer una dama y su acompañante, y llevar un equipaje que lo acredite. Yo no había pensado en esos detalles. A veces me parece un disparate, cuando los repaso en mi habitación. Pero no lo parecía oyendo a Santana planear y organizar con tanta energía y los ojos brillantes.
—Necesitaremos billetes para el tren y el barco —susurra—. Nos harán falta pasaportes.
Le digo que puedo conseguir estos últimos, porque me acuerdo de que Arthur dijo algo sobre ello. Sé todo lo que hay que hacer para viajar a Italia de tanto haber escuchado a mi hermana contarme los pormenores del viaje de novios.
—Tienes que estar preparada cuando yo llegue —dice, y noto que estoy temblando, porque todavía ella no me ha hablado de cómo llegará.
—¡Me da miedo! ¿Es algo extraño? ¿Tengo que sentarme a oscuras o decir palabras mágicas?
Santana sonríe.
—¿Crees que se hace así? Se hace por medio del amor; y por medio del deseo. Sólo tienes que quererlo y yo iré.
Dice que sólo debo hacer las cosas que ella me ha indicado. Esta noche, cuando mamá me ha pedido que le leyera, he tomado su ejemplar de Susan Leigh. Hace un mes no habría hecho semejante cosa. Al ver el libro dice:
—Léeme el pasaje en que Romney vuelve, el pobre, ciego y lleno de cicatrices.
Pero no se lo he leído. Creo que nunca volveré a leer ese pasaje. Le he leído el libro séptimo, donde están los parlamentos de Susan a Marian Erie. Leo durante una hora y cuando he terminado mamá sonríe y dice:
—¡Qué dulce suena tu voz esta noche, Brittany!
Hoy no he cogido de la mano a Santana. Ahora no me permite hacerlo, por si una celadora pasa y nos ve. Pero hablamos sentadas muy cerca la una de la otra, y pongo el pie junto al suyo: mi zapato sólido contra la bota aún más recia de la cárcel. Y levantamos un poco nuestras faldas, la suya de sarga y la mía de seda; sólo un poco, lo suficiente para que el cuero se bese.
23 de diciembre de 1874
Hoy recibimos un paquete de Hanna y de Arthur, con una carta que contiene la noticia concreta de su llegada el 6 de enero, y una invitación a todos nosotros—mamá, yo, Artie, Rachel y Georgy— para que vayamos a pasar con ellos las vacaciones de primavera en Marishes. Hace meses que en casa se habla de esto; pero yo no sabía que mamá tuviera intención de que fuéramos tan pronto. Habla de partir la segunda semana del año nuevo, el día 9: faltan menos de tres semanas. La noticia me produce pánico. Pregunto a mamá si ellos querrán vernos de verdad tan pronto después de su regreso. Le digo que Hanna será ahora el ama de una casa grande, con su servicio doméstico. ¿No deberíamos dejarle que se acostumbre a sus nuevos deberes? Ella dice que es justamente el momento en que una recién casada precisa el consejo de su madre.
—No podemos confiar en la amabilidad de las hermanas de Arthur —dice. Luego dice que espera que yo sea un poco más atenta con Hanna de lo que fui el día de su boda.
Cree que percibe toda mi debilidad. No ve, por supuesto, la mayor de todas. La verdad es que no he pensado en Hanna y en sus habituales triunfos durante más de un mes. Los he dejado muy atrás. De
hecho, me estoy separando de todas las cosas de mi antigua vida, y de todas las personas: mamá, Artie, Georgy… Hasta me siento distanciada de Rachel. Estuvo aquí anoche. Dijo:
—¿Es cierto lo que me dice tu madre, que estás más tranquila y más fuerte?
Dijo que no podía por menos de pensar que yo sólo estaba más callada; que me guardaba mis problemas para mí más que nunca. Miré su cara, bondadosa y de facciones regulares. Pensé: ¿Te lo digo? ¿Qué pensarías tú? Y por un momento pensé que se lo diría, que sería la cosa más fácil y liviana del mundo, que, en definitiva, si alguien lo entendería sería ella. Que bastaba con decirle: «¡Estoy enamorada, Rachel! Hay una chica tan particular y maravillosa y extraña y… ¡Rachel, toda mi vida le pertenece!». Me imaginé diciendo esto, tan vívidamente que la pasión de las palabras me emocionó hasta el borde de las lágrimas; y después pensé que ya lo había dicho. Pero no: Rachel me miraba aún, inquieta y afable, aguardando a que yo hablara. Entonces me volví y señalé con un gesto el cuadro de Crivelli clavado encima de mi escritorio, y pasé por él los dedos. Dije, para ponerla a prueba:
—¿Te parece hermoso?
Ella parpadeó. Dijo que sí, a su manera. Luego se inclinó hacia mí y dijo:
—Pero casi no distingo los rasgos de la chica. Es como si a la pobre le hubieran borrado la cara del papel.
Y entonces supe que nunca debía hablarle de Santana. Que si lo hacía no me escucharía. Que si en aquel momento le presentaba a Santana, no la vería, al igual que no veía las líneas oscuras y acusadas del Veritas. Son demasiado tenues para ella. Yo también me estoy volviendo más tenue, más inmaterial. Estoy evolucionando. Ellos no lo notan. Me miran y me ven sonrojada y risueña: ¡mamá dice que se me está agrandando el talle! No saben que cuando estoy sentada con ellos lo hago por pura fuerza de voluntad. Es muy fatigoso. Cuando estoy sola, como ahora, es totalmente distinto. Entonces —ahora— me miro la piel y veo debajo, pálidos, mis huesos. Cada día están más pálidos. La carne se me desprende. ¡Me estoy convirtiendo en mi propio fantasma! Creo que poblaré esta habitación cuando haya empezado mi nueva vida. Pero debo continuar un poco más en la antigua. Esta tarde, en Garden Court, mientras mamá y Rachel se ríen con Georgy, yo voy donde Artie y le digo que hay algo que me gustaría preguntarle.
—Quisiera que me explicases la situación del dinero de mamá y del mío —le digo—. No sé nada al respecto.
Me responde —como ha hecho otras veces— que es algo de lo que no necesito saber nada, puesto que ya está él para actuar de fiduciario; pero en esta ocasión insisto. Le digo que ha sido generoso por su parte asumir todo el fardo de nuestros asuntos desde la muerte de papá, pero que yo también debería estar un poco enterada. Le digo:
—Creo que a mamá le preocupa la seguridad de la familia; los ingresos de que yo dispondría si ella muriera.
Dice que si quiero conocer esas cosas, debería hablarlas con ella. Vacila un segundo y me pone la mano en la muñeca. Dice en voz baja que ya se imaginaba que quizá yo también estuviese un poco inquieta. Dice que confiaba en que supiese que siempre habría un lugar para mí —ocurriera lo que ocurriese con mamá— con Rachel y con él, en su casa. El hombre más bueno que he conocido, dijo de él un día Rachel. Ahora su bondad me ha parecido horrible. Pienso de repente: ¿Cuánto daño le causará, como abogado, cuando yo haya hecho lo que estoy planeando? Porque cuando nos hayamos ido pensarán, desde luego, que he sido yo, no los espíritus, la que ha ayudado a Santana a fugarse de la cárcel. Quizá descubran lo de los billetes y los pasaportes… Recuerdo luego el daño que los abogados la han hecho a ella; y doy las gracias a Artie y no digo nada. El sigue hablando:
—En cuanto a la seguridad de la casa familiar, ¡no mal gastes el tiempo preocupándote por ella!
Dice que papá fue muy previsor. ¡Ojalá la mitad de los padres de cuyos asuntos se ocupa en sus pleitos fueran tan previsores como el nuestro! Dice que mamá es una mujer rica y seguirá siéndolo.
—Tú también eres rica, Brittany, por derecho propio.
Yo sabía eso, por supuesto, pero siempre ha sido para mí un conocimiento vacuo; un conocimiento inútil, en la medida en que mi riqueza no ha tenido una finalidad. Miro a mamá. Hace bailar para Georgy a una pequeña muñeca negra, colgada de un alambre, cuyos pies de loza repiquetean sobre el tablero de la mesa. Acerco la cabeza a Artie y le digo que me gustaría saber cuánta riqueza poseo. Quisiera saber de qué se compone y cómo podría materializarse.
—Sólo quiero saber la teoría —me apresuro a añadir, y él se ríe. Dice que ya lo sabe. Que siempre he querido saber la teoría de todo. Pero no puede darme cifras ahora, puesto que la mayoría de los documentos que necesita están aquí, en el estudio de papá. Hemos acordado pasar una hora juntos mañana por la noche.
—¿No te importa que sea Nochebuena? —dice. Yo me había olvidado de que era Navidad, y él sonríe de nuevo.
Mamá nos llama en ese momento para que vayamos a ver cómo se ríe Georgy con la muñeca. Y al ver lo pensativa que estoy, dice:
—Artie, ¿qué le has estado contando a tu hermana? ¡No la animes a que se ponga tan seria! ¿Sabes que eso se acabará dentro de un mes o dos?
Dice que tiene pensados muchos grandes planes para ocupar mi tiempo en el nuevo año.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
24 de diciembre de 1874
Bueno, acabo de volver de mi lección con Artie. Me ha puesto las cifras en una hoja y al mirarlas he temblado. «Estás sorprendida», me dice. Pero no era eso. Temblaba porque me parecía extraño que papá hubiese tomado disposiciones para garantizar mi riqueza. Es como si a través del velo de su enfermedad viera todos los planes que yo haría al reponerme de la mía y quisiera ayudarme a realizarlos. Santana dice que le ha visto mirándome y que sonríe; yo no estoy tan segura. ¿Cómo iba a sonreír si viera todas mis aceleraciones y mis ansias singulares, y mi plan desesperado, y mi falsedad? Ella dice que me ve con ojos de espíritu, y que visto con ellos el mundo es distinto. Cuando estoy sentada en su estudio, Artie me dice:
—Estás sorprendida. No te imaginabas la magnitud de tus bienes. Gran parte de mis haberes es, por
supuesto, de un carácter más bien teórico: invertidos en bienes inmuebles y en acciones. Pero forman un patrimonio, junto con el dinero que me dejó papá, por separado, que sin duda es mío. —A no ser que te cases —dice Artie.
Los dos sonreímos, pero creo que en privado sonreímos por motivos distintos. Le pregunto si podría disponer de mi dinero en el sitio que quisiera. Dice que no estoy obligada a cobrarlo en Cheyne Walk. Pero yo no me refiero a eso. Quiero saber qué debería hacer si estuviera en el extranjero. El me clava la mirada. Le digo que no se sorprenda: que he empezado a pensar que, si es posible conseguir que mamá acceda, quizá haga un viaje, «con una acompañante». Tal vez él piense que me he hecho amiga de alguna solterona formal, en Millbank o en el Museo Británico. Dice que le parece una idea excelente. En cuanto a mi dinero, es mío, dice, puedo gastarlo como se me antoje y cobrarlo en cualquier sitio. Nadie puede impedírmelo. ¿No pueden hacerlo, le pregunto —y de nuevo tiemblo—, si yo causara un disgusto serio a nuestra madre? Él repite que el dinero es mío, no de ella; y que mientras él sea el fiduciario, está perfectamente a salvo de toda interferencia.
—¿Y si el disgusto te lo diera a ti, Artie?
Me mira. Desde alguna habitación de la casa llega el sonido de Rachel gritando el nombre de Georgy. Les hemos dejado a los dos con mamá: les he dicho que estábamos hablando de un aspecto del legado de papá, una cuestión literaria; mamá ha rezongado, pero Rachel ha sonreído. Artie toca los papeles que tiene delante y dice que, en lo que atañe al dinero, él actuará conmigo como lo hizo papá.
— Siempre que estés en tu sano juicio—dice— y que no te descarríen influencias extrañas ni se te meta en la cabeza dedicar tu dinero a financiar algún proyecto perjudicial para ti…, te prometo que nunca me opondré a que lo recibas.
Tales han sido sus palabras, y al decirlas se ha reído, con lo cual me he preguntado si toda su bondad no sería una forma de disimular, y si no habría adivinado mi secreto y hablaba con crueldad. Como no lo sé seguro, a renglón seguido le pregunto que si necesitara dinero ahora, en Londres, es decir, más del que me da mamá, ¿qué tendría que hacer para obtenerlo? Dice que lo único que debo hacer es ir al banco y retirarlo, presentando una orden de pago que haya sido refrendada por su firma. Mientras habla saca una de esas órdenes de entre sus papeles, desenrosca su pluma y escribe algo en la hoja. Sólo tengo que firmar al lado de su nombre y rellenar los datos. Examino su firma, recelando que no sea la suya auténtica…, creo que sí es. Él me observa.
—Ya sabes que puedes pedirme una orden así cuando quieras —dice. Sostengo el papel en alto. Hay en él un espacio en blanco donde debo escribir la cifra, y mientras lo miro y Artie recoge los documentos, el espacio se agranda hasta alcanzar el tamaño de mi mano. Quizá él haya visto la extrañeza con que miro la hoja, porque pone encima de ella la yema de los dedos y baja la voz. —Por descontado, no necesito decirte el cuidado que tienes que tener con esto. Por ejemplo, no es algo que las criadas deban ver. Y no —sonríe—, no lo llevarás a Millbank, ¿verdad?
He temido que intentase recuperar el papel. Lo doblo, me lo inserto en el cinturón del vestido y nos levantamos.
—Ya sabes que han terminado mis visitas a Millbank —le digo. Salimos al pasillo y cerramos la puerta del estudio de papá. Digo que gracias a eso he recobrado la salud.
Él dice, naturalmente, que lo había olvidado. Rachel le ha dicho muchas veces lo bien que me encuentro… Vuelve a escudriñarme, y cuando sonrío y me dispongo a marcharme, me posa la mano en el brazo. Dice, como con premura:
—No pienses que me entrometo, Brittany. Mamá y el doctor Ashe saben cuidarte mejor que yo. Pero Rachel me ha dicho que estás tomando láudano y no puedo evitar pensar que, después del doral…, en fin, no sé muy bien el efecto de medicinas así, cuando se combinan de ese modo.
Le miro. Se ha puesto colorado y siento que también se me ruborizan las mejillas.
—¿No has tenido síntomas? ¿Sueños despiertos, miedos o fantasías?
Entonces pienso: No quiere tocar el dinero. ¡Lo que quiere es la medicina! ¡Se propone impedir que Santana venga! ¡Quiere tomar la droga él mismo para que Santana vaya donde él! Su mano descansa todavía en mi brazo, con sus venas verdes pobladas de pelos negros; pero se oyen pasos en la escalera y aparece una de las chicas: es Quinn, con un cubo de carbones. Cuando Artie la ve levanta la mano y yo me separo de él. Digo que estoy perfectamente, que le pregunte a cualquiera que me conozca.
—Pregúntale a Quinn. Quinn, ¿quieres decirle al señor Pierce lo bien que me encuentro?
Quinn me mira, parpadeando, y desplaza el cubo para que no tengamos que ver los carbones que hay dentro. Se le han enrojecido las mejillas: ¡ahora estamos los tres sonrojados! Ella dice: «Está muy bien, señorita». Luego mira a Artie y yo también lo hago. El se siente incómodo. Sólo dice: «Pues me alegro mucho». Al fin y al cabo, él sabe que no puede llevarse a Santana. Me despide con
un gesto y se dirige al salón. Oigo cómo se abre y se cierra la puerta. Aguardo a oír este último sonido y luego subo la escalera y vengo aquí; me siento y saco la orden de pago, y la miro hasta que de nuevo parece expandirse el espacio en blanco donde hay que poner la cifra. Finalmente es como si fuera una lámina de cristal empañada de escarcha que, mientras la miro, empieza a derretirse y a menguar. Entonces sé que distinguiré, tenues, por debajo del hielo, las líneas que se aclaran y los colores cada vez más intensos de mi futuro. Después me llegan sonidos de las habitaciones de abajo y cuando los oigo abro el cajón, saco este cuaderno y paso las páginas para deslizar la orden de pago entre ellas. Pero el cuaderno parece un poco abultado; lo ladeo y cae algo de dentro, algo menudo y negro, que aterriza en mi falda y se queda inmóvil. Cuando lo toco parece caliente. Sé lo que es de inmediato, aunque no lo había visto nunca. Es un collar de terciopelo y con un cierre de latón. Es el collar que solía ponerse Santana, y me lo ha enviado: ¡mi recompensa, creo, por toda mi astucia con Artie! Me lo ato alrededor de la garganta, delante del espejo. Aunque me cabe, me queda un poco prieto: noto que me ciñe, mientras el corazón me late, como si ella sujetara el hilo con que está atado, y como si a veces tirase de él para recordarme que está cerca.
6 de enero de 1875
Hace cinco días que no voy a Millbank, pero es maravillosamente fácil no ir ahora que sé que Santana me visita, ¡ahora que sé que vendrá pronto y no se irá nunca! No me desagrada quedarme en casa, hablar con los invitados y hasta conversar a solas con mamá. Además, mamá se ocupa de la casa más de lo normal. Se pasa las horas sacando sus vestidos para Marishes y mandando a las criadas que suban a los desvanes a buscar baúles y cajas, y sábanas para cubrir los muebles y alfombras cuando nos hayamos ido. Cuando nos hayamos ido, he escrito, porque al menos esto tiene una ventaja. He descubierto un modo de hacer que los planes de mamá encubran los míos. Una noche, hace una semana, estábamos juntas, ella con una hoja de papel y una pluma, confeccionando listas, y yo con un libro en el regazo y un cuchillo. Estaba cortando las páginas, pero con la vista fija en el fuego y muy tranquila, supongo. No me percaté, sin embargo, hasta que mamá levantó la cabeza y me chistó. Me preguntó cómo podía estar tan ociosa y calmada. Partíamos a Marishes al cabo de diez días y había cientos de cosas que hacer antes de marcharnos. ¿Había hablado con Kitty de mi ropa? No aparté la mirada del fuego ni interrumpí el suave rasgueo del cuchillo. Dije:
—Bueno, eso es un avance, madre. Hace un mes me reprochabas mi desasosiego. Pero ahora me parece injusto que me regañes por mi exceso de calma.
Era el tono que reservo para este diario, no para mamá. Al oírlo, dejó la lista y dijo que no tenía nada que ver con la calma, ¡era mi impertinencia la que debería echarme en cara! Entonces sí la miré. Entonces no me sentí ociosa. Me sentí —¡bueno, quizá fue Santana, que hablaba por mí!— dorada por un brillo que no me pertenecía, que no era mío en absoluto. Dije:
—No soy una criada para que me riñas y me despidas. No soy una chiquilla, como tú misma has dicho. Pero me sigues tratando como si lo fuera.
—¡Basta! —cortó ella—. No tolero palabras semejantes de mi propia hija y en mi propia casa. Y no lo consentiré en Marishes…
No, dije yo. No lo consentiría; porque tampoco me tendría en Marishes; no, por lo menos, un mes entero. Le dije que había decidido quedarme aquí, sola, mientras ella estaba fuera con Artie y Rachel.
—¿Quedarte aquí sola? ¿Qué insensatez es ésa?
Le dije que no lo era; que, por el contrario, era de lo más razonable.
—¡Es otra prueba de tu terquedad de siempre, eso es lo que es! Brittany, ya hemos tenido muchas discusiones parecidas…
—Tanto mayor motivo para que no tengamos otra.
En realidad, no había nada que decir. Yo estaría encantada de quedarme sola una o dos semanas. ¡Y estaba segura de que todo el mundo en Marishes estaría más a gusto si yo me quedaba en Chelsea! Ella no me contestó. Reanudé mi actividad de cortar páginas, esta vez más aprisa, y ella al oírlo parpadeó. Dijo que qué pensarían de ella nuestras amistades si se fuera sola y me dejase allí. Dije que pensaran lo que quisieran, que ella podía explicárselo todo. Les podía decir que estaba preparando las cartas de papá para su publicación… De hecho, podría empezar a hacerlo, estando la casa tan silenciosa. Ella movió la cabeza.
—Has estado enferma —dijo—. ¿Y si tienes una recaída cuando no haya nadie para atenderte?
Dije que no recaería; además, tampoco estaría absolutamente sola, pues se quedaba la cocinera, y la cocinera podría traer a un chico para que durmiera en la planta baja, como mamá había hecho en las semanas siguientes a la muerte de papá. Y también se quedaría Quinn. Que me dejara con Quinn y que ella se llevara a Kitty a Warwickshire… Le dije todo esto. No se me había ocurrido pensarlo hasta aquel momento, pero era como si las palabras volaran del libro que tenía en el regazo con cada movimiento rápido y desenvuelto del cuchillo. Vi que mamá se ponía pensativa; no obstante, siguió refunfuñando. Repitió que si yo enfermaba…
—¿Cómo voy a enfermar? ¡Mira lo bien que me he puesto!
Entonces me miró. Me miró a los ojos, que creo que el láudano me había hecho más vivos; y a las mejillas, encendidas por el fuego, o quizá por el movimiento de mi mano cortando papel. Miró mi vestido, que era uno viejo, de color ciruela, que yo le había pedido a Quinn que me planchara y estrechara, porque ninguno de mis trajes grises y negros tenía el cuello lo bastante alto para ocultar mi collar de terciopelo. Creo que el vestido, por sí solo, casi la convenció. Dije:
—Dime que me dejarás, madre. No siempre tenemos que estar tan juntas, ¿no crees? ¿No será más agradable para Artie y Rachel, por lo menos, pasar unas vacaciones sin mí?
Ahora parece que haber dicho esto ha sido una sagacidad por mi parte; sin embargo, no quería decir nada con ello, nada en absoluto. Nunca habría dicho, hasta aquel momento, que mamá tenía una opinión formada sobre mis sentimientos por Rachel. No había reparado en que ella me había observado alguna vez mirando a mi cuñada, o que me había escuchado diciendo su nombre, o que me había visto mirar a otro lado cuando Rachel besaba a Artie. Ahora vi que al oír la ligereza y la serenidad de mi tono se le ponía una expresión en la cara que no era totalmente de alivio ni de satisfacción, sino de algo parecido, algo entre las dos cosas, y supe de inmediato que ella se había fijado en todo aquello. Supe que lo había advertido desde hacía dos años y medio. Y me pregunto si todo habría sido muy distinto entre nosotras si yo hubiera escondido un poco más mi amor, o si ni siquiera lo hubiese sentido. Se removió en su asiento y se alisó el regazo. No le parecía del todo correcto, dijo. Pero teniendo en cuenta que Quinn iba a quedarse y que yo viajaría con ella al cabo de tres o cuatro semanas… Dijo que tenía que hablar del asunto con Rachel y Artie antes de poder darme su consentimiento; y a la semana siguiente, la noche de fin de año, cuando les visitamos…, descubrí que apenas necesitaba mirar a Rachel, y cuando Artie la besó a medianoche, me limité a sonreír. Mamá les explicó mi proyecto y ellos me miraron y dijeron que cómo iba a perjudicarme que me dejaran sola en mi propia casa, donde ya había pasado tantas horas solitarias. Y la señora Wallace, que cenó allí con nosotros, ¡dijo que desde luego era más sensato querer quedarse en Chayne Walk que poner en peligro la salud haciendo un viaje en tren! Volvimos a casa a las dos de la mañana. Después de cerrar con llave conservé puesta mi capa y estuve un largo rato en la ventana, que levanté para sentir la llovizna del año nuevo. A las tres aún había barcas que tañían las campanas y voces de hombres que venían del río y chicos que cruzaban el Walk corriendo, pero durante un momento único, mientras miraba, el clamor y el bullicio cesaron y se instauró en la mañana un silencio perfecto. La lluvia era tan fina que no perturbaba la superficie del Támesis, brillante como un espejo, y había serpientes de luz roja y amarilla zigzagueando en las farolas de los puentes y las escaleras del muelle. Las aceras relucían, azulísimas, como platos de loza. Nunca habría sospechado que aquella noche oscura tuviese tantos tonos diferentes.
Al día siguiente, mientras mamá estaba fuera, fui a Millbank para ver a Santana. La habían trasladado al pabellón normal y ahora volvían a darle las comidas normales, y labores de lana en vez de hilachas de coco; y le habían asignado su celadora de siempre, la señora Jelf, que tan bien la cuidaba. De camino hacia su celda recordé los días en que era para mí un placer postergar mi visita, ver antes a otras reclusas y reservar el momento de mirar a Santana para cuando pudiese hacerlo libremente. Pero, ahora, ¿cómo abstenerme de verla? ¿Qué me importaba lo que pensaran las demás mujeres? Me detuve en la puerta de un par de ellas para desearles «feliz año nuevo» y estrecharles la mano; pero el pabellón me pareció cambiado, y al recorrerlo vi sólo a muchas mujeres pálidas con sus vestidos de color barro. Dos o tres de las presas a las que solía visitar habían sido trasladadas a Fulham, y Ellen Power, por supuesto, había muerto y la mujer que ocupaba ahora su celda no me conocía. Mary Ann Cook pareció muy contenta de verme, y también Agnes Nash, la falsificadora. Pero yo había ido a ver a Santana. Me preguntó en voz baja:
—¿Qué has hecho de lo nuestro?
Le dije lo que me había dicho Artie. Ella cree que la cuestión de mis ingresos no es segura, y que sería mejor que fuese a mi banco y sacara todo el dinero que pudiera, y que lo guardase en un lugar a salvo mientras nos preparamos. Le hablé de la visita de mi madre a Marishes y ella sonrió. Dijo:
—Eres inteligente, Susan.
Yo le dije que la inteligencia la tenía ella, y que simplemente circulaba a través de mí, yo era su cauce.
—Tú eres mi médium —dijo.
Luego se me acercó un poco más y vi que miraba mi vestido y después mi garganta.
—¿Me has sentido cerca? ¿Has sentido que estaba a tu alrededor? Mi espíritu te visita de noche.
—Lo sé —respondí.
—¿Llevas el collar? Déjame ver —dijo. Tiré de la tela que me cubría el cuello y le mostré la cinta de terciopelo, ceñida y cálida, que había debajo. Ella asintió y el collar se tornó más prieto.
—Está muy bien —susurró; su voz era acariciante como un dedo—. Esto me llevará hasta ti en la oscuridad. No… —dijo, porque yo había dado un paso hacia ella—. No. Si nos ven quizá me alejen de ti. Tienes que esperar un poco. Pronto me tendrás. Y entonces… podrás acercarte todo lo que quieras.
La miré y mis pensamientos se abalanzaron.
—¿Cuándo, Santana?
Dijo que yo debía decidirlo. Tenía que ser una noche en que tuviese la certeza de estar sola; una noche después de que mi madre se hubiera ido y yo tuviera preparadas las cosas que necesitaríamos.
—Mi madre se marcha el día nueve. Supongo que a partir de esa fecha podría ser cualquier noche…
Entonces pensé en algo. Sonreí; creo de debí de reírme, porque recuerdo que ella dijo:
—¡Chitón, o te oirá la señora Jelf!
—Perdona. Es sólo que… hay una noche que estaría bien, si no te parece una estupidez.
Me miró perpleja. A punto estuve de volver a reírme.
—El veinte de enero, Santana: ¡la víspera de Santa Inés!
Pero ella no lo captaba. Al cabo de un momento, me preguntó si era el día de mi cumpleaños.
Moví la cabeza y dije:
—¡La víspera de Santa Inés! ¡La víspera de Santa Inés! Furtivos como fantasmas en la espaciosa sala… Como fantasmas llegan al pórtico de hierro, donde descansa, repantigado, el portero inquieto. Uno tras otro los cerrojos van abriendo, las cadenas caen sin ruido en las piedras holladas,
¡la llave gira!, y la puerta chirría sobre sus goznes…
Ella se me quedó mirando cuando le recité esto, porque no conocía…, ¡no lo conocía! Y al final enmudecí. En mi pecho palpitaba… en parte consternación, en parte miedo, en parte sólo amor. Entonces pensé: ¿Por qué ella tenía que conocerlo? ¿Tuvo acaso a alguien que le enseñara estas cosas? Pensé: Eso llegará.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
14 de junio de 1873
Círculo oscuro, y después se queda la señorita Driver. Es una amiga de la señorita lsherwood, que el mes pasado vino a ver a Noah en privado. Dice que la señorita lsherwood nunca se ha sentido mejor que ahora, y que era gracias a los espíritus. Me dice:
—¿Se informará usted, señorita López, de si Noah puede ayudarme a mí también? Me noto muy tensa. Tengo propensión a unos arranques extraños. Creo que me parezco a la señorita Isherwood y que necesito desarrollar.
Se queda una hora y media y su tratamiento es el mismo que el de su amiga, aunque llevará más tiempo. Noah le dice que tiene que volver. 1 libra.
21 de junio de 1873
Desarrollo, señorita Driver, 1 hora. 2 libras.
Primera sesión, señora Tilney y señorita Noakes. Ésta sufre dolores en las articulaciones. 1 libra.
25 de junio de 1873
Desarrollo: señorita Noakes, Noah le sujeta la cabeza mientras yo, arrodillada, le echo el aliento. 2 horas. 3 libras.
3 de julio de 1873
Señorita Mortimer, irritación de la columna. Demasiado nerviosa.
Señorita Wilson, dolores. Demasiado fea para el gusto de Noah.
15 de enero de 1875
Se han ido todos a Warwickshire; se fueron hace una semana. Observé desde la puerta cómo cargaban su equipaje en un coche, observé cómo se alejaban, vi sus manos en las ventanillas; y luego subí aquí y lloré. A mamá la dejé que me besara. A Rachel me la llevé aparte. «¡Dios te bendiga!», le dije. No se me ocurrió otra cosa. Pero ella se rió al oírme decir algo tan singular. Dijo: «Te veré dentro de un mes. ¿Me escribirás antes?». Nunca nos habíamos separado tanto tiempo. Le dije que sí, pero ha pasado una semana y no le he mandado nada. Le escribiré en su momento. Pero no todavía. La casa está más silenciosa que nunca. La cocinera ha traído a su sobrino para que duerma abajo, pero esta noche ya están todos acostados. No tienen nada que hacer después de que Quinn me ha traído carbones y agua. La puerta de la calle está cerrada desde las nueve y media. ¡Pero cuánto silencio! Si mi pluma pudiese susurrar, le arrancaría susurros. Tengo nuestro dinero. Tengo mil trescientas libras. Las saqué ayer del banco. Aunque el dinero es mío, al tenerlo me siento como una ladrona. Les entregué la orden de pago firmada por Artie; me pareció que se quedaban un poco extrañados: el empleado abandonó el mostrador un momento para hablar con un hombre de más rango, y al volver me preguntó si no prefería el dinero en forma de cheque. Le dije que no, que un cheque no me servía, temblando todo el rato de pensar que sin duda habrían descubierto mi propósito y que intentarían localizar a Artie. Pero, en definitiva, ¿qué podían hacer? Soy una dama y el dinero es mío. Me lo entregaron en una billetera de papel. El empleado me hizo una reverencia. Le dije entonces que el dinero era para una obra de beneficencia y que lo destinaría a comprar pasajes para el extranjero para chicas pobres del reformatorio. Dijo —con expresión agria— que le parecía una causa muy meritoria.
Al salir del banco tomé un coche de caballos y fui a Waterloo a comprar billetes para el tren mareal; después fui a Victoria, a la oficina de viajeros. Me dieron un pasaporte a mi nombre y otro para mi acompañante. Les dije que se llamaba Naya Rivera ¡y la secretaria lo escribió, sin sospechar nada raro! Sólo me preguntó cómo se escribía. Desde entonces he estado imaginando todas las oficinas que podría visitar y las mentiras que podría decirles. Me he estado preguntando a cuántos caballeros
conseguiría engañar antes de que me atrapasen. Pero esta mañana me asomo a la ventana y veo al policía que hace su ronda a lo largo del Walk. Mamá le pidió que vigilara la casa con mayor atención ahora que estoy aquí sola. Me saluda con un gesto y el corazón me da un vuelco; sin embargo, cuando hoy le hablo de él a Santana, ella sonríe.
—¿Tienes miedo? —me dice—. ¡Eso no debe asustarte! Cuando descubran mi fuga, ¿por qué iban a pensar en buscarte conmigo?
Dice que pasarán muchos días antes de que se les ocurra.
16 de enero de 1875
La señora Walace ha venido hoy a casa. Le he dicho que estaba atareada con las cartas de papá y que esperaba seguir trabajando sin que me interrumpieran. Si viene otra vez le diré a Quinn que le diga que he salido. Si vuelve dentro de cinco días, por supuesto, ya me habré ido. ¡Oh, cuánto lo deseo! No hago más que desearlo. Todo lo demás se aleja de mí: estoy cada vez más lejos de esta casa, a medida que la aguja recorre los números de la pálida esfera del reloj. Mamá me dejó un poco de láudano; me lo he tomado todo y he comprado más. ¡Es muy fácil, al fin y al cabo, entrar en la botica y comprar una dosis! Ahora puedo hacer cualquier cosa. Puedo pasarme la noche en vela, si me apetece, y dormir de día. Me acuerdo de un juego de cuando éramos niñas: ¿Qué harás cuando seas mayor y sea tuya tu casa? ¡Tendré una torre en el tejado y dispararé un cañón desde ella! ¡No comeré más que regaliz! ¡Tendré perros vestidos de mayordomo! ¡Dormiré con un ratón en la almohada!… Ahora que tengo más libertad que en toda mi vida, sólo hago las cosas que siempre he hecho. Antes eran vacuas, pero Santana les ha dado un sentido y las hago por ella. La estoy aguardando; pero creo que aguardar es una palabra demasiado pobre. Estoy engranada con la sustancia de los minutos que pasan. Noto que se me eriza la superficie de la piel: es como la superficie del mar cuando sabe que la luna se le acerca. Si cojo un libro es como si fuera la primera vez que veo una línea impresa; los libros, ahora, están llenos de mensajes exclusivamente dirigidos a mí. Hace una hora he encontrado: La sangre escucha en mi interior y un tropel de sombras, veloces y densas, desfilan ante mis ojos rebosantes… Es como si todos los poetas que han escrito un verso a su amada escribieran secretamente para mí y para Santana. Mi sangre —en este mismo momento—, mi sangre, mis músculos y cada una de mis fibras están escuchándola a ella. Cuando duermo, sueño con ella. Cuando desfilan sombras por delante de mis ojos, sé que son sombras de ella. Mi cuarto está tranquilo, pero no en silencio: oigo su corazón, que late en la noche al unísono con el mío. Mi cuarto está a oscuras, pero la oscuridad es distinta para mí ahora. Conozco todas sus profundidades y texturas: hay una oscuridad como terciopelo, otra como fieltro, otra áspera como hilachas o lana carcelarias. He cambiado la casa, la he sosegado. ¡Podría estar hechizada! Como figuras de un reloj con música, las criadas se ocupan de sus quehaceres: encienden fuegos para calentar las habitaciones vacías, corren las cortinas de noche, las descorren a la mañana siguiente: no hay nadie que mire por las ventanas, pero aun así las cortinas están descorridas. La cocinera me manda bandejas de comida. Le he dicho que no hace falta que me mande todos los platos, sino sólo sopa o pescado o pollo. Pero no puede modificar sus costumbres. Llegan las bandejas y me siento culpable cuando las devuelvo con la carne escondida debajo del nabo y la patata, como hacen los niños. No tengo apetito. Supongo que las sobras se las come su sobrino. Supongo que abajo en la cocina todos están comiendo muy bien. Me gustaría bajar y decirles: «¡Comed! ¡Comeos todo!». ¿Qué me importa a mí lo que comen ahora? Hasta Quinn mantiene sus antiguos horarios y se levanta a las seis —como si ella también oyera el estrépito de la campana de Millbank en venas insomnes—, aunque le he dicho que no trate de adaptarse a mis costumbres y que puede quedarse en la cama hasta las siete. Una o dos veces ha venido a mi cuarto y me ha mirado de una forma extraña; anoche, al ver mi bandeja intacta, dijo:
—¡Tiene que comer, señorita! ¿Qué me diría la señora Pierce si viese que no prueba bocado?
Pero sonrió al ver que yo me reía. Tiene una sonrisa vulgar, pero sus ojos son casi hermosos. No me molesta. La he visto mirar con curiosidad el cierre sobre el collar de tercio pelo cuando cree que miro hacia otro lado; pero sólo una vez se ha atrevido a preguntarme si llevo una cinta de duelo por muerte de mi padre. A veces pienso que mi pasión la contagia. A veces hay tal virulencia en mis sueños que estoy segura de que ella capta en los suyos su color y su forma. A veces pienso que si le contara todos mis planes ella asentiría con semblante grave. Creo que hasta vendría con nosotras si yo se lo pidiera… Pero luego pienso que estaría celosa de las manos que tocan a Santana, incluso las de una sirvienta. Hoy he ido a un gran comercio de Oxford Street a recorrer las hileras de vestidos de confección, a comprarle abrigos, sombreros, zapatos y ropa interior. No me imaginaba cómo sería hacer esto para ella, prepararle un sitio en el mundo normal. A la hora de elegirlos para mí, nunca vi lo que veían Hanna y mamá en los tintes, cortes y telas, pero me siento liviana comprando ropa para Santana. No sabía su talla, por supuesto, pero descubro que sí la sé. Conozco su estatura por el recuerdo de su mejilla contra mi mandíbula; y nuestros abrazos me dieron una idea de su delgadez. Elijo primero un vestido de viaje de color vino. Pienso que, bueno, con esto bastará por ahora, y que compraremos otras cosas cuando lleguemos a Francia. Pero mientras sostengo este vestido, veo otro: uno de cachemira gris perla, con una enagua de un tipo de seda gruesa y verdosa. Pienso que el verde casará con sus ojos. La cachemira es lo bastante cálida para el
invierno italiano. Compro los dos vestidos y después un tercero, blanco, con un ribete de terciopelo y una cintura muy estrecha. Es un vestido que realzará toda esa joven feminidad que han sojuzgado en Millbank. Además, como no podrá llevar los vestidos sin enagua, le compro enaguas y también ballenas y también camisas y medias negras. Y como no se pueden usar medias sin zapatos, le compro zapatos: unos negros y otros de color gamuza, y zapatillas de terciopelo blanco, a juego con su vestido juvenil. Le compro sombreros, sombreros grandes con velo, que cubran su pobre pelo hasta que vuelva a crecer. Le compro un abrigo y un manto para el vestido de cachemira, y un dolmán con un fleco de seda amarilla, que oscilará cuando camine a mi lado bajo el sol de Italia, radiante de luz. La ropa están ahora en mi ropero, dentro de sus cajas. A ratos voy a verla y toco las etiquetas. Me parece oír cómo respiran la seda y la cachemira. Me parece sentir el pulso lento de las telas. Sé que están esperando, como yo, a que Santana se las ponga, a que les confiera rapidez y realidad, a que palpiten de brillo y de vida.
19 de enero de 1875
Ya he hecho todos los preparativos para el viaje que emprenderemos juntas; pero faltaba una cosa que debía hacer hoy. Voy al cementerio de Westminster y me quedo una hora ante la tumba de papá, pensando en él. Es el día más frío de este año nuevo. Oigo muy nítidas, en el aire fino y silencioso de enero, las voces de la comitiva de un entierro; mientras estamos allí, empiezan a caer los primeros copos de nieve invernal, que poco a poco blanquean mi abrigo y los de todos los dolientes. Hubo un tiempo en que pensaba llevar flores con papá a las tumbas de Keats y Shelley en Roma; hoy deposito en la suya una corona de acebo. La nieve se asienta sobre ella y oculta las bayas carmesíes, aunque las puntas de las hojas siguen afiladas como agujas. Escucho las palabras del clérigo y luego empiezan a arrojar tierra sobre el féretro en la sepultura abierta. La tierra está dura y repique tea como si fueran balas, y los presentes murmuran al oír el ruido y una mujer lanza un grito. El ataúd era pequeño: el de un niño, supongo. No tenía ninguna sensación de que papá estuviese cerca de mí, pero aquello era en sí mismo una especie de bendición. Había ido a despedirme de él. Creo que en Italia volveré a encontrarle. Desde el cementerio voy al centro de la ciudad y allí recorro una calle tras otra, mirando todas las cosas que no volveré a ver quizá durante muchos años. Camino desde las dos hasta las seis y media de la tarde. Después voy a hacer mi última visita a Millbank. Llego mucho después de que se hayan servido, comido y retirado las cenas, a una hora en la que nunca he visitado la cárcel. Encuentro a las presas de la señora Jelf en la fase final de su trabajo. Para ellas es la hora más agradable del día. A las siete, cuando suena la campana vespertina, su tarea termina; la celadora saca a una reclusa de su celda y recorre con ella los pasillos, recogiendo y contando todos los alfileres y agujas y tijeras con la punta roma que las prisioneras han utilizado a lo largo del día. Observo lo que hace la señora Jelf. Lleva un delantal de fieltro donde clava los alfileres y las agujas; las tijeras las cuelga en un alambre, como si fueran peces. A las ocho menos cuarto las hamacas tienen que estar desplegadas y atadas, y a las ocho en punto cierran las puertas y apagan el gas; hasta ese momento, sin embargo, las mujeres pueden hacer lo que quieran. Es un espectáculo curioso verlas: algunas leen cartas, otras se aprenden pasajes de la Biblia; una vierte agua en un cuenco para lavarse con ella, otra se quita el gorro y se trenza rizos en el pelo con unos míseros residuos de lana que ha guardado de la costura del día. En Cheyne Walk he empezado a sentirme como un fantasma; hoy en Millbank habría podido ser uno. Hago el recorrido completo de estos dos pabellones y las mujeres apenas alzan la mirada hacia mí, y cuando llamo a las que conozco se acercan y me saludan inclinando la cabeza, pero están distraídas. Antes, al verme, interrumpían su labor de buena gana; pero su última hora privada del día…, bueno, comprendo que se resistan a cederla. Para Santana no soy un fantasma, por supuesto. Me ha visto cruzar por la entrada de su celda y me está esperando cuando vuelvo a ella. Tiene la cara muy tiesa y pálida, pero el pulso le late veloz bajo la sombra de la mandíbula; al verlo noto que el corazón también se me acelera. Ahora no tiene importancia quién sepa cuánto tiempo paso con ella, quién vea si estamos o no cerca. Por tanto, nos acercamos mucho y ella me habla en susurros de cómo será todo mañana por la noche.
—Tienes que sentarte a esperar, pensando en mí —dice—. Tienes que quedarte en tu habitación, con una sola vela al lado y la llama protegida. Iré en algún momento antes del amanecer…
Está tan seria, tan grave, que empiezo a sentir pánico.
—¿Cómo lo harás? —digo—. Oh, Santana, ¿cómo puede ser cierto? ¿Cómo vendrás por el aire vacío?
Ella me mira y sonríe; después extiende el brazo y me coge la mano. Me gira los dedos para aflojarme el guante y me sostiene la muñeca a una pequeña distancia de su boca.
—¿Qué hay aquí, entre mi boca y tu brazo desnudo? —dice—. ¿No me sientes cuando hago esto?
Echa el aliento sobre mi muñeca, donde la sangre muestra un color azul, como si condujera hacia ese punto todo el calor de mi cuerpo, y me estremezco.
—Así iré a buscarte, mañana por la noche —dice.
Empiezo a imaginarme cómo será. Imagino a Santana tensada como una flecha, como un pelo, como la cuerda de un violín, como un hilo dentro de un laberinto, largo, vibrante y tenso, ¡tanto que, zarandeada por ásperas sombras, podría romperse! Cuando me ve temblar dice que no debo tener miedo; que cuanto más asustada esté tanto más arduo será su viaje. Me invade entonces el terror a eso: un terror al terror mismo de presionar a Santana y fatigarla, de que quizá la lastime, quizá la impida llegar hasta mí. Le pregunto: ¿y si anulo sus poderes sin quererlo? ¿Y si sus poderes fallan? Pienso en lo que ocurrirá si ella no viene. Pienso en lo que me sucederá a mí, no a ella. De pronto es como si me viera tal como ella me ha hecho, veo en qué me he convertido; lo veo con una especie de horror.
—Me moriré, Santana, si no vienes —digo. Ella me ha dicho otro tanto, por supuesto; pero ahora lo digo con tanta sencillez y tal desánimo que me mira y su expresión se torna extraña, la cara se le pone blanca, tirante y desnuda. Da un paso, me rodea con los brazos y apoya la cara en mi garganta. «Mi afinidad», susurra. Y aunque se queda muy quieta, cuando se separa de mí veo que sus lágrimas me han mojado el collar. Oímos que la señora Jelf anuncia ya el final del asueto, y Santana se pasa la mano por delante de los ojos y se aparta de mí. Curvo los dedos alrededor de los barrotes de su celda y desde allí la observo mientras ella ata la hamaca a la pared, extrae la sábana y las mantas y sacude el polvo de la almohada gris. Sé que el corazón le late todavía tan desbocado como el mío y que las manos le tiemblan un poco, igual que las mías; y sin embargo se mueve y hace las cosas con esmero, como una muñeca: anuda la ropa de cama, retira la manta carcelaria y aparece una franja blanca. Es como si, tras haber sido ordenada a lo largo de un año, tuviera que serlo también esta noche; serlo, quizá, para siempre. Se me hace insufrible verla. Le doy la espalda y oigo el sonido que producen todas las presas del pabellón, atareadas con esa misma rutina, y cuando vuelvo a mirar a Santana ella tiene los dedos sobre los del vestido, ya desabrochado.
—Tenemos que estar acostadas antes de que apaguen el gas —dice. Lo dice cohibida y sin mirarme, pero yo no llamo todavía a la señora Jelf. Digo solamente:
—Déjame verte.
Yo misma no sabía que iba a decir eso, y me sobresalta el sonido de mi propia voz. Ella también parpadea y vacila. Por fin deja caer el vestido, se quita la combinación y las botas y luego, tras otro titubeo, el gorro, y se queda tiritando levemente, con las medias de lana y la enagua. Tiene el porte rígido y da la vuelta hacia otro lado, como dolida de que yo la contemple, pero como si accediera a sufrirlo por mi bien. Las clavículas le sobresalen como las delicadas teclas de marfil de algún extraño instrumento musical. Tiene los brazos más pálidos que su ropa interior amarillenta, y las venas que van desde la muñeca hasta el codo forman una tracería de color azul. El pelo —nunca se lo he visto descubierto— cuelga aplastado contra las orejas, como el de un chico. Es del color del azabache cuando lo empaña el aliento.
—¡Qué hermosa eres! —digo, y ella me mira como sorprendida.
—¿No me encuentras muy cambiada?—susurra.
—¿Por qué dices eso? —le pregunto, y ella mueve la cabeza y vuelve a tiritar.
Empieza a oírse, a lo largo del pabellón, el ruido de portazos, de cerrojos corridos, de gritos y murmullos; ahora se oye más cerca. Oigo la voz de la señora Jelf; está preguntando, en todas las puertas que cierra: «¿Estás bien?», y las mujeres responden: «Muy bien, mami», «¡Buenas noches, mami!». Sigo contemplando a Santana, sin hablar y creo que casi sin respirar. La cancilla de su celda empieza a vibrar a medida que los portazos suenan cada vez más cerca, y ella, al percatarse, se acuesta por fin y se cubre hasta arriba con la manta. Cuando aparece la señora Jelf, gira la llave y empuja los barrotes; por un momento, curiosamente, las dos titubeamos mirando a Santana acostada en su hamaca, como padres inquietos en la puerta del dormitorio de los niños.
—¿Ve lo formal que está, señorita Pierce? —dice la celadora en voz baja. Y le susurra a Santana—: ¿Estás bien?
Santana asiente. Me está mirando a mí y sigue tiritando. Creo que nota que mi piel tira de la suya. «Buenas noches», dice.
«Buenas noches, señorita Pierce». Lo dice muy seria, supongo que por la presencia de la celadora. Mantengo la mirada fija en su cara cuando la puerta se cierra y los barrotes se interponen entre ambas; la señora Jelf empuja hasta cerrar la puerta de madera, pone una mano en el cerrojo y se dirige a la celda siguiente. Tras una pausa en que miro la madera, el cerrojo, los montantes de hierro, me reúno con ella y la acompaño a lo largo del resto del pabellón E y, a continuación, del F; ella les habla a todas las reclusas y ellas le responden cosas peculiares: «¡Buenas noches, mami!». «¡Dios la bendiga, señora!». «¡Otro día de condena menos, celadora!».
Excitada y nerviosa como estoy, me alivia un poco el ritmo de su ronda, las voces, los portazos regulares. Finalmente, al fondo del segundo pabellón, la señora Jelf gira la espita que cierra las tuberías de gas que alimentan los conductos de las celdas, y parece como si las llamas que alumbran el pasillo dieran un brinco y su llamarada fuese un poco más brillante.
—Ahí viene la señorita Cadman, la celadora de noche que me sustituye —me dice en voz baja—. ¿Cómo está, señorita Cadman? Le presento a la señorita Pierce, nuestra visitadora.
La señorita Cadman me desea buenas noches y luego se quita los guantes y bosteza. Lleva la capa de piel de oso de las celadoras, pero se ha bajado la capucha, que reposa encima de sus hombros.
—¿No ha habido alborotos hoy, señora Jelf? —pregunta, y vuelve a bostezar. Cuando nos deja, para dirigirse a su cuarto, veo que sus botas tienen suelas de goma que apenas resuenan sobre las losas arenadas. Las reclusas tienen un nombre para esas botas; ahora lo recuerdo: las llaman chivatas.
Al tomar de la mano a la señora Jelf, descubro que me apena dejarla, que me entristece dejarla allí, ahora que me voy.
—Es usted buena —le digo—. La celadora más buena de la cárcel.
Ella me aprieta los dedos y mueve la cabeza, y mis palabras o mi estado de ánimo o su ronda vespertina parecen apesadumbrarla. «¡Dios la bendiga, señorita!», dice.
No me encuentro con la señorita Ridley en mi itinerario por Millbank; casi lo había deseado. Veo a la señora Bella, hablando en la escalera de la torre con la celadora nocturna de sus pabellones: lleva un par de guantes oscuros y flexiona los puños contra la piel de los guantes. Y también me cruzo con la señorita Haxby. La han llamado para que reprenda a una reclusa que estaba alborotando en una celda de la planta más baja. «¡Hasta qué tarde se queda, señorita Pierce!», me dice. ¿Sonará extraño escribir que casi me ha resultado penoso abandonar ese lugar? ¿Que he caminado despacio y me he entretenido en la isleta de grava para despedirme del hombre que me escolta hasta allí? A menudo he pensado que mis visitas deberían haberme convertido en un objeto de cal o de hierro; quizá sea así, pues esta noche Millbank parecía atraerme como un imán. Llego hasta la portería, me detengo y me vuelvo; al cabo de un minuto oigo un movimiento a mi lado. Es el portero, que viene a ver quién se ha parado delante de su puerta. Cuando me reconoce en la oscuridad me da las buenas noches. Luego su mirada sigue la mía y se frota las manos: para calentarlas, quizá, pero también con una especie de satisfacción.
—Es una mole espantosa, ¿verdad, señorita? —dice, señalando los muros relucientes, las ventanas sin iluminar—. Una mole terrible; y lo digo yo, que soy su guardián. Y tiene filtraciones…, ¿lo sabía? Hubo inundaciones en los viejos tiempos, ah, sí, muchas veces. Es este suelo, este suelo podrido. Nada crece aquí, y no hay nada que se mantenga recto y derecho sobre él; ni siquiera un viejo monstruo sombrío como Millbank.
Le miro, pero no digo nada. Ha sacado una pipa negra del bolsillo y aprieta con el pulgar dentro de la cazoleta, y se vuelve para prender una cerilla en los ladrillos, y luego se inclina para resguardarse contra el muro; las mejillas se le ahuecan, la llama crece y decrece. Arroja la cerilla y señala la prisión.
—¿Diría usted que una cosa como ésa puede removerse como una endemoniada sobre sus cimientos? —prosigue. Muevo la cabeza—. Nadie lo diría. Pero el portero que había cuando ocupé el puesto…, ¡él sí que podía contar lo de los temblores y las inundaciones! ¡Hablaba de grietas, como un rayo en la noche! ¡O lo del director, que al llegar una mañana se encontró con un pentágono rajado por la mitad y a diez hombres que salían corriendo por el boquete! O lo de otros seis ahogados en los sótanos, donde reventaron las alcantarillas y se coló el agua del Támesis. Entonces reforzaron el suelo con toneladas de cemento; pero ¿eso ha impedido que este monstruo temblequee? Pregunte a los carceleros si alguna vez hay problemas con los cerrojos porque las puertas se han salido de sus goznes y se han quedado atascadas. Pregúnteles si no hay ventanas que
estallan y se rajan sin que nadie las toque. Seguro que a usted le parece una mole tranquila. Pero algunas noches en que no hay un soplo de viento, señorita Pierce, yo he estado ahí donde está usted ahora y la he oído gemir: igual que una mujer.
Se lleva una mano al oído. Se oye a lo lejos el chapaleo del agua del río, el retumbar de un tren, el tañido de la campanilla de un carruaje… Mueve la cabeza.
—¡Se vendrá abajo un día, estoy convencido, y se llevará consigo a muchos! ¡O si no esta tierra maligna donde hunde sus cimientos se desplomará y nos tragará a todos!
Aspira humo de la pipa y luego tose. De nuevo aguzamos el oído… Pero la cárcel está silenciosa, la tierra muy dura, las hojas de juncia tan afiladas como agujas, y al final la brisa se vuelve tan cruda que no podemos seguir a la intemperie; he empezado a tiritar. Me hace pasar a la portería y aguardo ante el fuego a que me busque un coche. Mientras aguardo llega una celadora. No la reconozco hasta que se retira un poco la capa de la cara y veo que es la señora Jelf. Me saluda con la cabeza y el portero le abre la puerta; desde la ventanilla de mi coche creo verla otra vez, caminando deprisa por la calle desierta, ansiosa, supongo, de recobrar los jirones oscuros y exiguos de su vida privada. ¿Cómo será esa vida? No me lo imagino.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
20 de enero de 1875
Víspera de Santa Inés; por fin ha llegado. La noche es inclemente. El viento gime en la chimenea y las ventanas crujen en sus marcos; el granizo choca contra los carbones del fuego. Son las nueve y en casa reina el silencio. He pedido a la señora Vincent y a su sobrino que no se queden a dormir, pero tengo a Quinn.
—¿Vendrás si tengo miedo y te llamo?—le pregunto.
—¿Miedo a los ladrones, señorita? —me contesta. Me enseña el brazo, que es muy grueso, y se ríe. Dice que no me preocupe, que se ocupará de echar todos los cerrojos de las puertas y ventanas. Pero aunque he oído cómo los pasaba, creo que ha vuelto a comprobar que están bien seguros. Ahora está subiendo sin hacer ruido la escalera y gira la llave de su propia cerradura… Al final la he puesto nerviosa.
En Millbank, la celadora del turno de noche, la señorita Cadman, recorre los pabellones. Han apagado las luces hace una hora. Iré en algún momento antes del amanecer, dijo Santana. Fuera de mi ventana, la noche parece ya la más cerrada que he visto nunca. No puedo creer que llegará el alba. No quiero que llegue, si antes no llega Santana. No me he movido de mi habitación desde las cuatro, cuando ha empezado a oscurecer. La encuentro extraña con sus estantes vacíos, porque la mitad de mis libros están embalados en cajas. Al principio los metí todos en un baúl, pero luego, claro, no podía levantarlo. Hasta hoy no había pensado que sólo podemos llevar lo que podamos cargar. Ojalá lo hubiese pensado antes, porque habría enviado una caja de libros a París; ahora ya es tarde. Así que he tenido que elegir los que me llevo y los que dejo. Me llevo una Biblia en lugar de Coleridge, y sólo porque la Biblia tiene las iniciales de Rachel, y me figuro que podré reemplazar a Coleridge. Del estudio de papá he cogido un pisapapeles, medio globo de cristal que tiene pegado un par de caballos de mar, y que me gustaba examinar de niña. Tengo toda la ropa de Santana guardada en un baúl; toda, excepto el abrigo y el vestido de viaje de color vino, y un par de zapatos y de medias. He dejado todo esto preparado encima de la cama, y si ahora lo miro, a través de las sombras, es como si yo estuviese ahí tumbada, durmiendo o desmayada. Ni siquiera sé si vendrá vestida con su ropa de la cárcel o si me la traerán desnuda como una niña. Oigo el crujido de la cama de Quinn y el crepitar de los carbones. Ya son las diez menos cuarto. Ahora son las once. Esta mañana ha llegado una carta de Rachel desde Marishes. Dice que la casa es magnífica, pero que las hermanas de Arthur son un poco altaneras. Dice que Hanna cree que está embarazada. Dice que la finca tiene un lago helado sobre el cual han estado patinando. Al leer esto he cerrado los ojos. He tenido una visión muy clara de Santana con el pelo alrededor de los hombros, un sombrero carmesí en la cabeza, un abrigo de terciopelo, patines de hielo: debo de haber evocado algún cuadro. Me imagino a su lado mientras el aire cortante entra en nuestra boca. Me imagino cómo sería si en vez de Italia la llevase a Marishes, a la casa de mi hermana; si me sentara a cenar con ella y compartiéramos habitación y la besara… No sabría decir cuál de las tres cosas me asusta más: que sea una médium, que sea una reclusa o que sea una chica.
«Hemos tenido noticias de la señora Wallace», dice Rachel en su carta, «diciendo que trabajas y que estás de mal genio. ¡Así me he enterado de que te encuentras bien! Pero no trabajes tanto que vayas a olvidarte de venir a reunirte con nosotros. ¡Necesito a mi cuñada para que me salve de las de Hanna! ¿Vas a escribirme, por fin?».
La he escrito esta tarde; le doy la carta a Quinn y observo cómo la lleva con mucho cuidado al correo; ahora ya está enviada. No la he mandado a Marishes, sin embargo, sino a Garden Court, con la siguiente advertencia: «Guardar hasta el regreso de la señora Pierce». Dice así:
Querida Rachel:
¡Qué extraña carta te he escrito! La más extraña que he escrito en mi vida, creo, y de un género tal que, por supuesto —¡siempre que tenga éxito en mis planes!—, es probable que nunca me vea obligada a escribir una parecida. Ojalá sepa explicarme de un modo coherente. Quisiera que no me odies ni me compadezcas por lo que estoy a punto de hacer. Una parte de mí se odia a sí misma, la parte que sabe que esto supondrá una deshonra para mamá, para Artie y para Hanna. Ojalá sólo lamentes que yo me haya ido y que no clames contra la manera en que lo he hecho. Deseo que me recuerdes con cariño, no con dolor. Tu pena no me ayudará en el lugar adonde voy. Pero tu cariño ayudará a mi madre y a mi hermano, como les ha ayudado otras veces. Desearía que si alguien busca un culpable en esto, que me culpen a mí, a mí y a mi peculiar naturaleza, que congenia tan mal con el mundo y sus normas que no podría encontrar un sitio donde vivir a gusto. Esto siempre ha sido así; bueno, tú lo sabes mejor que nadie. ¡Pero no sabes las visiones que he tenido, no sabes que hay otro lugar deslumbrante que parece dispuesto a recibirme! Me ha llevado hasta él, Rachel, una persona maravillosa y extraña. Esto no lo sabrás. Te hablarán de ella y te dirán que es miserable y vulgar, transformarán mi pasión en algo zafio y erróneo. Tú sabrás que nada de esto es cierto. Es solamente amor, Rachel, sólo eso. ¡No puedo vivir sin ella a mi lado! Mamá me tiene por una testaruda. Pensará que esto es una testarudez mía. ¿Cómo iba a serlo? ¡No quiero que esto ocurra, estoy capitulando! Estoy renunciando a una vida para ganar otra distinta y mejor. Me voy lejos de aquí, como creo que siempre ha sido mi propósito. Me… apresuro a estar más cerca del sol, donde se duerme mejor. Me alegro por ti, Rachel, de que mi hermano sea un hombre bueno.
Y aquí he firmado. La cita me complace, y la he escrito con una sensación extraña, pensando que es la última vez que citaré algo así, ¡pues viviré desde el momento en que Santana esté conmigo! ¿Cuándo vendrá? Son las doce en punto. La noche, que era inclemente, se está volviendo tormentosa. ¿Por qué las noches desapacibles se tornan tempestuosas a medianoche? Ella no oirá todo el rigor de esta tormenta en su celda de Millbank. Quizá salga sin arroparse y, desconcertada, sufra desgarrones, magulladuras; y yo lo único que puedo hacer por ella es esperar. ¿Cuándo vendrá? Antes del amanecer, dijo. ¿Cuándo amanece? Dentro de seis horas. Tomaré una dosis de láudano y tal vez ella guíe a Santana hasta mí. Tocaré con los dedos el collar y mi garganta y acariciaré el terciopelo; ella dijo que el collar la traería aquí. Es la una. Son las dos…, ha pasado otra hora. ¡Qué rápido pasan sobre esta página! Esta noche he vivido un año. ¿Cuándo vendrá? Son las tres y media; es la hora, dicen, en que la gente muere, aunque era pleno día cuando murió papá. Nunca he estado tan despierta, tan determinada, desde su última noche. Nunca he deseado nada tan ardientemente como impedir que papá me abandonase aquella noche, como esta noche deseo que ella venga. ¿Será verdad que él me mira, como dice Santana? ¿Ve cómo se mueve la pluma sobre esta hoja? Oh, padre, si me ves ahora —si la ves buscándome a través de la niebla—, ¡une nuestras dos almas! Si alguna vez me amaste, ámame ahora trayéndome a quien yo amo. Empiezo a tener miedo otra vez, y no debo tenerlo. Sé que vendrá, porque no podría percibir mi llamada y no sentirse atraída por ella. Pero ¿cómo vendrá? La imagino llegando macilenta, mortalmente pálida…, ¡enferma o enloquecida! He cogido su ropa, toda su ropa, no sólo el vestido de viaje, sino el gris perla, con la falda del mismo color de sus ojos, y el vestido blanco con el ribete de terciopelo, y los he esparcido por la habitación, para que brillen a la llama de mi vela. Es como si Santana estuviese a mi alrededor, reflejada en un prisma. He sacado su cordel de pelo y lo he peinado y trenzado, lo coloco a mi lado y lo beso a intervalos. ¿Cuándo vendrá? Son las cinco y todavía está oscuro, pero ¡oh, me enferma la vehemencia de mi deseo! Me acerco a la ventana y levanto el cristal. El viento que irrumpe atiza el fuego, me enmaraña el pelo por toda la cabeza, me fustiga las mejillas con granizo hasta tal punto que pienso que van a sangrar, pero aun así sigo asomada a la noche, buscando a Santana. Creo que grito su nombre; al hacerlo, el viento parece repetirlo en un eco. Creo que me estremezco y que la casa también se estremece y que hasta Quinn lo siente. Oigo cómo crujen las tablas del suelo debajo de su cama, que se mueve, y oigo a Quinn removerse en su sueño, como si girase cada vez que el collar me ciñe aún más la garganta. Quizá se haya sobresaltado al oír mi grito —¿Cuándo vendrá? ¿Cuándo vendrá?—, hasta que he vuelto a clamar: ¡Santana! Y otra vez el grito produce un eco y vuelve a mí con el granizo… Salvo que la voz que he creído oír fuese la de Santana y fuera mi nombre el que ella gritara. Y me quedo muy quieta, para captarlo de nuevo; y Quinn también, desvelada, y hasta el viento parece calmarse un poco y amainar el granizo. Y el agua del río está oscura y tranquila. Pero no suena una voz; sin embargo creo que siento muy cerca a Santana. Y si va a venir, sin duda vendrá pronto. Llegará pronto, muy pronto, en la última hora de oscuridad. Son casi las siete y la noche ha pasado; de las calles llega el sonido de carros, ladridos de perros y cantos de gallos. Los vestidos de Santana yacen a mi alrededor, con su brillo totalmente descolorido; dentro de un momento me levantaré a doblarlos y los guardaré en sus envoltorios de papel. El viento ha amainado y el granizo se ha convertido en flecos de nieve. La niebla cubre el Támesis. Quinn se levanta de la cama para encender los fuegos del nuevo día. ¡Qué extraño! No he oído la campana de Millbank. Santana no ha venido.
Final de la 4º parte
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Quinta Parte
21 de enero de 1875
Un día, hace dos años, tomé una dosis de morfina con intención de poner fin a mi vida. Mi madre me encontró antes de que la perdiera, el médico me extrajo el veneno del estómago con una jeringa y al despertar oí el sonido de mi propio llanto. Lloraba porque había tenido la esperanza de abrir los ojos en el cielo, donde mi padre estaba; y ellos tan sólo me habían devuelto al infierno. «Te desentendiste de tu vida», me dijo Santana hace un mes. «Pero ahora yo la tengo». Entonces supe para qué me habían salvado. Pensé que ella me arrebató la vida aquel día. ¡Noté cómo salía de mí saltando hacia ella! Pero ella ya había empezado a tirar de sus hilos. Ahora la veo ovillándolos en sus dedos esbeltos, en la penumbra de la noche de Millbank; y sigo viendo cómo los desenreda. ¡Al fin y al cabo, perder la vida es una tarea lenta y delicada! No es una cosa que suceda en un instante. Las manos se detendrán, en su momento. Puedo aguardar a que lo hagan, y ella también. Fui a Millbank, a verla. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Había dicho que vendría y no vino. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino ir a verla? Tenía aún mi vestido puesto, porque no me lo había quitado. No previne a Quinn; no habría soportado su mirada. Quizá vacilé en la puerta, al ver el día tan blanco y espacioso; pero tuve la sensatez de parar un coche y de llamar al cochero. Creo que, por mi parte, estaba tranquila. Creo que la noche en vela me había aturdido. Creo incluso que una voz me susurró
algo en el trayecto. Era una voz de sapo, muy cerca de mi oído, y decía: «¡Sí, eso es! ¡Así es mejor! Aunque sean cuatro años, esto es lo correcto. ¿De verdad creíste que había otra manera? ¿Lo creíste
de veras? ¿Tú?». La voz me pareció conocida. Quizá estuviese ahí desde el principio y yo había cerrado los oídos para no oírla. Al oír su ceceo me puse muy derecha en mi asiento. ¿Qué importaba lo que me dijera? Yo pensaba en Santana. La imaginaba pálida, deshecha, derrotada; quizá también enferma. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Ella, por supuesto, sabía que yo iría y me estaba esperando. La noche había sido tormentosa; la mañana era muy silenciosa. Era temprano cuando el cochero me depositó en la entrada de Millbank. Encontré las puntas de las torres nimbadas de niebla, los muros veteados de blanco donde la nieve se había enganchado, y en la portería estaban recogiendo con un rastrillo los carbones de la chimenea para sustituirlos por leños. Cuando el portero vino a abrirme la puerta, pensé por primera vez que, a juzgar por su expresión extraña, yo debía de parecerle muy enferma. Dijo:
—¡Caramba, señorita, no esperaba volver a verla tan pronto! —Pero luego se puso pensativo y dijo que suponía que me habrían mandado a buscar para que fuese a los pabellones de mujeres—. Van a
cargarnos bien la mano por esto, señorita Pierce. No le quepa duda.
No dije nada, no supe a qué se refería, estaba demasiado distraída. La cárcel, a medida que la iba recorriendo, me pareció cambiada, pero ya me lo esperaba. Pensé que era yo quien la había cambiado, yo y mi nerviosismo, que a su vez ponía nerviosos a los carceleros. Un hombre me preguntó si tenía un papel. Me dijo que no podía entrar sin un papel firmado por el señor Schuester. Ningún carcelero me había dicho semejante cosa en ninguna de mis visitas, y mientras le miraba sentí crecer un pánico paralizante. Pensé: O sea que ya han resuelto apartarme de ella… Entonces llegó otro hombre corriendo y dijo:
—Es la visitadora, tonto. ¡Puedes dejarla pasar!
Inclinaron hacia mí sus gorras y me abrieron la puerta, y les oí murmurar juntos cuando la cerraron.
En la cárcel de mujeres, todo estaba igual que siempre. Me recibió la señorita Craven, que me examinó de un modo extraño, como había hecho el portero, y luego dijo, como él:
—¡La han dejado pasar! ¡Bueno! ¿Qué le parece? ¡Seguro que no pensaba volver aquí tan pronto, y en un día como éste!
No pude responderle y me limité a mover la cabeza. Me condujo a paso rápido a través de los pabellones, cuyo aspecto era también quieto y silencioso, y cuyas reclusas tenían una expresión extraña. Empecé a asustarme. No tenía miedo de las palabras de la celadora, que no significaban nada para mí, sino de cómo sería mirar a Santana rodeada todavía de barrotes y ladrillos. Mientras caminábamos yo apoyaba la mano en la pared, para no balancearme. No había comido nada en un día y medio. Había estado insomne y febril, me había asomado llorando a la noche glacial y luego me había sentado muy quieta ante las cenizas de la chimenea. Cuando la señorita Craven volvió a hablar tuve que mirarla para captar lo que decía.
—Habrá venido, supongo, a echar un vistazo a la celda —dijo.
—¿La celda?
—La celda —asintió. Entonces advertí que tenía la cara bastante colorada. Su voz era entrecortada.
—He venido, celadora, a visitar a Santana López —dije, y su sorpresa al oír esto fue tan grande e intensa que me agarró del brazo con la mano.
—¡Oh! —dijo—. ¿De verdad que no lo sabe? López se ha marchado. ¡Fugado! ¡Ha desaparecido de su celda! ¡Sin que haya nada fuera de su sitio, ni un solo cerrojo roto o abierto en toda la cárcel! Las celadoras no pueden creerlo. Las reclusas dicen que ha venido el diablo y se la ha llevado.
—Fugado —dije, y después—: ¡No! ¡No lo ha hecho!
—Eso ha dicho la señorita Haxby esta mañana. ¡Lo decimos todas!
Siguió hablando de este modo y yo me separé de ella, estremecida, presa del pánico, pensando: ¡Dios Santo, al final ha venido a mi encuentro, en Cheyne Walk! ¡Y yo no estaba allí, y se habrá perdido! ¡Tengo que ir a casa! ¡Tengo que ir a casa! Entonces volví a oír las palabras de la señorita Craven: Eso ha dicho la señorita Haxby esta mañana… Ahora fui yo la que la toqué a ella. Le pregunté a qué hora habían descubierto la ausencia de Santana. A la seis, me dijo, cuando fueron a despertar a las presas.
—¿A las seis? Entonces, ¿a qué hora se fugó ella?
No lo sabían. La señorita Cadman había oído movimientos en su celda, alrededor de medianoche, pero dijo que cuando fue a mirar López dormía en su hamaca. Fue la señora Jelf quien la encontró vacía cuando abrieron las puertas, a las seis de la mañana. Lo único que sabían era que la fuga se había realizado a alguna hora de la noche… A alguna hora de la noche. Pero yo había pasado todas esas horas esperando sentada, contándolas según pasaban, besando el pelo de Santana, acariciando su collar, sintiéndola, por fin, cerca; y la había perdido. Si no me la han traído, ¿adónde se la han llevado los espíritus? Miré a la celadora.
—No sé qué hacer —dije—. No sé qué hacer, señorita Craven. ¿Qué debo hacer?
Ella parpadeó. No sabía qué decir. ¿Quería que me llevase a ver la celda? Creía que la señorita Haxby estaba allí, con el señor Schuester… No le dije nada. Volvió a agarrarme del brazo —«¡Pero si está temblando, señorita!»— y me condujo a la escalera de la torre. En la entrada a los pabellones del tercer piso, sin embargo, la hice detenerse y flaqueé. La hilera de celdas, como las otras por las que habíamos pasado, estaba muy silenciosa y extraña. Las reclusas asomaban la cara por los barrotes; no estaban agitadas, no murmuraban, sino que permanecían calladas y al acecho, y no parecía haber nadie que les ordenase trabajar. Cuando aparecí acompañada de la señorita Craven, volvieron los ojos hacia mí; y una de ellas —Mary Ann Cook, creo— hizo un gesto. Pero yo no miré a ninguna. Llegué, por fin —con paso lento y tambaleante, guiada por la señorita Craven— al arco en el chaflán del pabellón donde estaba la celda de Santana. Las puertas, con los cerrojos descorridos, estaban abiertas de par en par, y la señorita Haxby y el señor Schuester, plantados delante, miraban al interior. Tenían la cara tan pálida y seria que por un momento pensé que la señorita Craven se había confundido de noticia. Tuve la certeza de que, al fin y al cabo, Santana estaba allí. Estaba convencida de que, en su derrota y su desespero, se había ahorcado con las cuerdas de su hamaca y yo había llegado demasiado tarde. Entonces la señorita Haxby se volvió hacia mí, conteniendo la respiración, como furiosa. Pero yo hablé y la congoja en mi cara y en mi voz la hicieron titubear. Pregunté si era verdad lo que me había dicho la señorita Craven. En lugar de responder, se desplazó hacia un lado para que yo viera por mí misma lo que había dentro de la celda de Santana: estaba totalmente vacía, con la hamaca colgada y las mantas ordenadas encima, el suelo barrido y limpio y el tazón y la escudilla limpios en la estantería. Creo que lancé un grito y el señor Schuester dio un paso para sostenrme.
—Tiene que irse de aquí —dijo—. Este suceso la ha conmocionado; nos ha trastornado a todos.
Miró a la gobernanta y después me dio una palmada, como si mi sorpresa y mi desolación acreditaran mi absoluta inocencia.
—Santana López, señor. ¡Santana López! —dije. El respondió:
—¡Es toda una lección, señorita Pierce! Usted tenía grandes planes para ella y mire cómo la ha engañado. La señorita Haxby tenía razón en prevenirnos, creo. ¡Pero esto! ¿Quién iba a pensar que fuese tan astuta? ¡Fugarse de Millbank como si nuestros cerrojos fuesen de mantequilla!
Miré la cancilla, la puerta, los barrotes de la ventana.
—¿Y nadie, nadie en toda la cárcel la ha visto salir o la ha oído, nadie ha notado su ausencia hasta esta mañana? —dije.
Él miró de nuevo a la gobernanta. Ésta dijo, en voz muy baja:
—Seguro que alguien la ha visto. Alguien ha tenido que verla salir y la ha ayudado a fugarse.
Dijo que habían sustraído de los almacenes una capa y un par de zapatillas. Creían que López se había fugado de la prisión vestida de celadora. Yo la había visto ponerse tensa como una flecha. Había pensado que llegaría desnuda, magullada y temblorosa.
—¿Vestida de celadora? —dije, y la señorita Haxby dijo que era la única manera. ¡A no ser que yo pensase, como las reclusas, que el diablo se la había llevado cargada a la espalda!
Apartó la mirada y ella y el señor Schuester hablaron con voz queda. Yo seguía mirando la celda vacía. Empezaba a sentirme no aturdida, sino descompuesta. Llegué a sentirme tan mal que creí que iba a vomitar.
—Tengo que irme, señor Schuester —dije—. Esto me ha trastornado más de lo que puedo expresar.
Me cogió de la mano e hizo un gesto a la señorita Craven de que me acompañase a la salida. Al confiarme a ella, dijo:
—¿Y López no le dijo nada, señorita Pierce? ¿Nada que indicara que tenía planeada esta fechoría?
Le miré fijamente y luego moví la cabeza; este movimiento me mareó aún más. La señorita Haxby me escrutó. El continuó:
—Tendremos que hablar en otro momento, cuando esté más tranquila. Pero, atrapen o no a la fugitiva, habrá una investigación, por supuesto… Mejor dicho, varias. Puede que la llamen para hablar ante el comité de la prisión de la conducta de López…
¿Podría sobrellevarlo?, me preguntó. ¿Volvería a pensar en si Santana me había dado algún indicio, alguna pista de sus intenciones, alguna insinuación sobre la persona que podría ayudarla o esconderla? Dije que lo pensaría, sin apenas pensar en mí misma. Estaba asustada, pero por Santana, no —todavía no— por mí misma.
Torné del brazo a la señorita Craven y empecé a recorrer con ella la hilera de mujeres alerta. Desde la celda contigua a la de Santana, Agnes Nash captó mi mirada. Miré a otro lado. Pregunté dónde estaba la señora Jelf. La celadora me dijo que había caído enferma, por culpa de la conmoción, y el médico de la cárcel la había mandado a casa. Pero creo que yo estaba demasiado trastornada para prestar atención a lo que me decía. Sin embargo, faltaba otro suplicio. En la escalera, donde confluyen los pabellones de abajo, en el lugar donde una vez había aguardado a que pasara la señora Bella para correr a la puerta de la celda de Santana y notar que mi vida volaba hacia ella, topé con la señorita Ridley. Al verme se sobresaltó; luego sonrió.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Qué suerte verla a usted en nuestros pabellones, señorita Pierce, un día como hoy! ¿Me dirá que Santana ha ido a su encuentro y que viene a devolvérnosla?
Se cruzó de brazos y se colocó de forma que obstruía un poco más de lleno la escalera. Todas las llaves se le deslizaron a lo largo del manojo y crujieron sus botas de cuero. A mi lado, noté que la señorita Craven vacilaba.
—Por favor, déjeme pasar, señorita Ridley —dije. Aún me sentía a punto de vomitar o de llorar o de sufrir algún tipo de ataque. Todavía pensaba que si conseguía llegar a casa, a mi cuarto, Santana sería conducida hasta mí desde su escondrijo y yo me pondría bien. ¡Aún pensaba eso!
La señorita Ridley vio mi nerviosismo y se desplazó un poco hacia la derecha, pero sólo un poco, y me vi obligada a pasar entre ella y la pared encalada, y noté que mis faldas rozaban las de ella. Cuando nuestras caras se acercaron, vi que entornaba los ojos.
—Y, entonces, ¿la tiene usted o no?—dijo, en voz baja—. Sabe muy bien que su deber es entregarla.
Yo había empezado a alejarme de ella. El hecho de verla —el sonido de su voz, que era como un relámpago fraguándose— me movió a acercarme de nuevo.
—¿Entregarla? —dije—. ¿Entregarla y a usted, aquí? ¡Dios quisiera que yo la tuviese y pudiera mantenerla lejos de usted! ¿Entregarla? ¡Así la entregaría como a un cordero al cuchillo del matarife!
Ella aún conservaba una expresión tranquila.
—Los corderos se comen —dijo—, y a las chicas malvadas se las endereza.
Moví la cabeza y le dije que era un demonio; que compadecía a las presas cuyos cerrojos tenía ella a su cargo, y a las celadoras que tenían que tomarla por modelo.
—Es usted la malvada. Usted y este sitio…
Mientras yo hablaba, sus facciones cambiaron por fin y hubo un temblor en los párpados espesos, sin pestañas, sobre sus ojos pálidos.
—¿Yo, malvada? —dijo, mientras yo tragaba y aspiraba aire—. ¿Que compadece a las presas a las que tengo que encerrar? Bien puede decir eso, ahora que López se ha ido. ¡Nuestras cerraduras no le parecían tan recias, ni tampoco las celadoras, quizá, cuando la tenían formal y vigilada para que usted la contemplase!
Fue como si me hubiese pellizcado o abofeteado; me aparté, medrosa, y apoyé la mano en la pared. La señorita Craven estaba a nuestro lado, con la cara cerrada como una puerta. Más allá, vi que la señora Bella había doblado la esquina del pabellón y se había parado a observarnos. La señorita Ridley se me aproximó y se llevó una mano a los labios, para suavizarlos. Dijo que no sabía lo que yo les habría dicho a la gobernanta y al gobernador. Que quizá se creyeran obligados a creerme porque yo era una dama. Ella no lo sabía, pero sí sabía esto: si les había engañado, eran los únicos a los que había burlado en aquellos pabellones. Había algo endemoniado y sospechoso en la fuga de López, después de todas las atenciones que yo había tenido con ella: ¡algo muy endemoniado, en efecto! Y si se descubría que yo había tenido la más mínima participación en la fuga…
—Bueno —dijo, y dirigió la mirada hacia las otras dos celadoras—, también tenemos a damas en nuestros pabellones, ¿verdad, señora Bella? ¡Oh, sí! ¡Conocemos métodos para que Millbank sea un lugar muy acogedor para las damas!
Al decir esto me echó el aliento caliente en la mejilla; caliente, denso y con olor a cordero. Oí que la señora Bella se reía en el pasillo. Huí de ellas; huí escalera abajo, atravesé el pabellón de la planta baja, crucé los pentágonos. Tuve la sensación de que si me quedaba allí un instante más encontrarían un modo de retenerme para siempre. Me encerrarían y me pondrían el vestido de Santana; y Santana, por su parte, seguiría fuera, extraviada, ciega, buscándome, sin adivinar que me tenían recluida en su antigua celda. Huí, perseguida todavía por la voz de la señorita Ridley, cuyo aliento aún sentía encima, caliente como el de un lebrel. Huí; me detuve en la puerta, me recosté en el muro y tuve que llevarme la mano enguantada a la boca para enjugarla de su sabor amargo. El portero y sus hombres no lograban encontrarme un coche. Había nevado más y los cocheros no podían circular por las carreteras; me dijeron que esperase a que los barrenderos las despejaran. Pero a mí me pareció que sólo querían retenerme y que Santana siguiera extraviada. Pensé que quizá la señorita Haxby o la señorita Ridley habían mandado a la portería un mensaje que había llegado antes que yo. Así que grité que me dejaran salir, que no me quedaría allí; y debí de asustarles, más incluso de lo que les habría amedrentado la señorita Ridley, pues me dejaron pasar y salí corriendo y les vi observarme desde la portería. Corrí hasta el muelle y seguí caminando junto al terraplén de la orilla, sin apartarme un centímetro de aquel camino inhóspito. Miré el río, que discurría más rápido que yo, y pensé que ojalá tuviese una barca para huir en ella. Pero aunque caminase tan deprisa, mi trayecto fue lento; yo trastabillaba entre la nieve que me tiraba de la falda, y no tardé en cansarme. En Pimlico Pier hice un alto para mirar a mi espalda y me llevé las manos a un costado: sentía en él un dolor tan punzante como una aguja. Después seguí caminando hasta el Albert Bridge. Y esta vez no miré detrás de mí, sino a las casas del Walk. Busqué mi propia ventana, que se ve claramente cuando los árboles han perdido sus hojas. Miré con la esperanza de ver a Santana. Pero la ventana estaba vacía y sólo se veía la cruz blanca del marco. Debajo estaba la pálida puerta delantera de la casa, y debajo los escalones y los arbustos, blanqueados de nieve. Y en los escalones —titubeando, como sin decidirse emir subirlos o no— había una única silueta oscura… Era una mujer, con una capa de celadora. Eché a correr al verla. Corrí a trompicones sobre los surcos helados de la calzada. Corrí en el aire tan frío y cortante que era como si me introdujese en los pulmones un hielo que me asfixiaba. Llegué corriendo hasta las verjas de la casa; seguía allí la mujer envuelta en una capa oscura, que por fin había subido los escalones y estaba a punto de tocar con los dedos en la puerta, y se volvió al oírme. Tenía la capucha alzada y la sujetaba fuerte alrededor de la cara, y cuando avancé hacia ella vi que hacía una mueca. Cuando exclamé:
«¡Santana!», hizo una mueca aún mayor. Cayó hacia atrás la capucha. Dijo:
—¡Oh, señorita Pierce!
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Y no era Santana, no era Santana en absoluto. Era la señora Jelf, la celadora de Millbank.
La señora Jelf. Lo que se me ocurrió pensar, después de la decepción y del primer sobresalto, fue que la habían enviado para que me llevara de regreso a la cárcel; y cuando se me acercó la rechacé de un empujón, le volví la espalda, di un traspié y quise irme corriendo. Pero mis faldas pesaban más que nunca, y tenía los pulmones congestionados, por el peso del hielo. Y, en definitiva, ¿adónde iba a huir? Así que cuando ella se acercó y me tocó con la mano, me volví, la abracé y ella me estrechó y lloré. Me estremecí en sus brazos. En aquel momento, ella podría haber sido cualquiera: una enfermera o mi propia madre.
—Ha venido por ella —dije al fin.
Ella asintió. La miré a la cara y fue como si estuviera mirando a un espejo, pues tenía las mejillas amarillas contra la nieve y los ojos nimbados de escarlata, como si hubiera llorado o ejercido una vigilancia incesante. Vi entonces que aunque Santana quizá no significase nada para ella, aun así había sentido su pérdida, por alguna razón extraña y terrible, y había venido para que yo la ayudara o la consolase. Era la persona más próxima a Santana que tenía en aquel momento. Miré de nuevo las ventanas vacías de la casa y extendí el brazo hacia la señora Jelf. Ella me ayudó a llegar a la puerta y a introducir la llave: no conseguía sostenerla. Entramos tan calladas como unas ladronas, y Quinn no apareció. Dentro de la casa aún parecía gravitar el hechizo de mi propia espera, y estaba muy fría y silenciosa. La llevé al estudio de papá y cerré la puerta. Allí se puso nerviosa, aunque al cabo de un segundo levantó una mano trémula y se desató la capa. Debajo de ella vi su vestido de la cárcel, muy arrugado; pero no llevaba el gorro de celadora y el pelo le caía suelto alrededor de las orejas; un pelo castaño, con hebras canosas. Encendí una lámpara, pero no me atreví a llamar a Quinn para que encendiera el fuego. Nos sentamos sin quitarnos el abrigo y los guantes, y a intervalos tiritábamos.
—¿Qué pensará de mí por venir a su casa de este modo? —dijo—. Si no supiera ya lo buena que es usted…, ¡oh!—Se puso las manos en las mejillas y empezó a balancearse un poco en la silla—. ¡Oh, señorita Pierce! —exclamó; sus guantes sofocaron sus palabras—. ¡No se imagina lo que he hecho! No se lo imagina, no…
Lloraba tapándose los ojos con las manos, como yo había llorado encima de su hombro. Por último, su congoja, que era tan extraña, empezó a asustarme. Le pregunté qué era, qué había hecho.
—Dígamelo, sea lo que sea —dije.
—Creo que debo —dijo ella, un poco sosegada por mis palabras—. ¡Creo que debo decírselo! ¿Y, oh, que más da lo que me ocurra ahora? —Alzó hacia mí sus ojos carmesíes. —¿Ha estado en Millbank?—dijo—. ¿Y sabe que se ha fugado? ¿Sabe cómo, le han dicho cómo lo hizo?
Por primera vez, me puse en guardia. De repente pensé: Quizá ella lo sepa. Quizá sepa lo de los espíritus, lo de los billetes y los planes, y ha venido a pedirme dinero, a negociar o a atormentarme. Dije:
—¡Las mujeres dicen que ha sido el diablo! —Ella se espantó—. Pero la señorita Haxby y el señor Schuester creen que quizá se haya llevado una capa y unas botas de celadora que faltan en los almacenes.
Moví la cabeza. Ella se puso los dedos en la boca y empezó a apretar los labios contra los dientes y a mordisquearlos, con sus ojos oscuros clavados en mí. Dije:
—Creen que alguien ha debido de ayudarla desde dentro de la cárcel. Pero oh, señora Jelf, ¿por qué iba a ayudarla alguien? ¡Nadie de allí la quiere, nadie la quiere en ninguna parte! Sólo yo pensaba en ella con afecto. Sólo yo, señora Jelf, y…
Sin dejar de mirarme, ella seguía mordiéndose los labios. De pronto parpadeó y susurró, a través de los nudillos:
—Sólo usted, señorita Pierce —dijo—, y yo.
Se apartó de mí y se tapó los ojos, y cuando yo dije: «Dios mío», ella exclamó:
—¡Piensa que soy mala, después de todo! ¡Oh! Y ella prometió, me prometió…
Seis horas antes, yo había estado asomada a la noche glacial, y aquella mañana tenía la sensación de que no había entrado en calor desde entonces. Ahora me sentía fría como el mármol: fría y rígida, pero con el corazón tan desbocado en mi pecho que creí que iba a estallarme. Dije, en un susurro:
—¿Qué le prometió?
—¡Que usted se alegraría! —exclamo—. ¡Que usted lo adivinaría y no diría nada! Pensé que lo había adivinado. A veces, cuando venía de visita, al mirarme era como si supiera…
—Han sido los espíritus —dije— los que se la han llevado. Sus amigos espíritus…
Pero las palabras, de pronto, sonaron sensibleras. Fue como si me ahogaran. Y cuando las oyó la señora Jelf, lanzó una especie de gemido:
—¡Oh, si hubieran sido, si hubieran sido ellos! ¡Pero fui yo, señorita Pierce! ¡Fui yo la que robó y escondió para ella la capa y las zapatillas de celadora! ¡Fui yo la que recorrió con ella toda la cárcel de Millbank, y dije a los carceleros que mi acompañante era la señorita Godfrey, la señorita Godfrey con la garganta hinchada y una pañoleta alrededor!
—¿La acompañó usted? —dije.
—A las nueve de la noche —asintió ella. Tan asustada, dijo, que había pensado que iba a indisponerse y empezar a gritar.
¿A las nueve de la noche? Pero la celadora nocturna, la señorita Cadman, había oído una riña… y eso fue a las doce.Y había ido a mirar y había visto a Santana dormida. La señora Jelf agachó la cabeza.
—La señorita Cadman no vio nada —dijo—. Se mantuvo lejos del pabellón hasta que hubimos terminado y luego se inventó una historia. Le di dinero, señorita Pierce, y la hice pecar. Y si ahora la
descubren, irá a prisión ella misma. ¡Y, Santo Dios, será por mi culpa!
Gimió y lloró un poco más; se contuvo y de nuevo empezó a balancearse. La observé, tratando de comprender lo que me había contado; pero sus palabras eran como algo caliente y puntiagudo; no podía aprehenderlas. Lo único que hacía era darles vueltas, con un pánico desesperado y creciente. No la habían ayudado los espíritus; sólo había habido celadoras. La habían ayudado solo la señora Jelf, un soborno mísero y un robo. Mi corazón seguía acelerado. Mi mirada seguía fija como el mármol. Y por ultimo dije:
—¿Por qué? ¿Por qué ha hecho todo eso… por ella?
Entonces ella me miró y su mirada fue clara.
—Pero ¿no lo sabe? —dijo—. ¿No lo adivina? —Respiró y tembló—. ¡Me trajo a mi hijo, señorita Pierce! ¡Me trajo mensajes de mi bebé, que está en el cielo! ¡Me trajo mensajes y regalos… igual que a usted le transmitió señales de su padre!
No pude decir nada. Todas sus lágrimas cesaron y su voz, hasta entonces entrecortada, se tornó casi alegre.
—En Millbank creen que soy viuda —empezó, y como yo no hablé ni me moví, sólo el corazón me latía velozmente, a mayor velocidad con cada palabra, interpretó mi mirada inmóvil como un estímulo para que continuase, y siguió hablando; y me lo contó todo—. En Millbank creen que soy viuda, y a usted le dije una vez que serví en una casa; cosas, señorita, que no son ciertas. Estuve casada, pero mi mando no ha muerto; al menos, que yo sepa: no lo he visto desde hace muchos años. Me casé joven y lo lamenté más tarde, porque al cabo de poco tiempo encontré a otro hombre, ¡un caballero!, que parecía quererme mejor. Tuve dos hijas con mi marido, a las que yo tenía mucho afecto; luego supe que había otro hijo en camino; me avergüenza decir, señorita, que era de aquel caballero…
Dijo que él la había abandonado, y su marido, después, la había golpeado y expulsado a la calle, y se había quedado con las hijas. Tuvo entonces muchas malas ideas sobre el hijo que aún no había nacido. Nunca había sido ruda en Millbank con aquellas pobres chicas condenadas por haber asesinado a sus bebés. ¡Dios sabe lo cerca que había estado ella de hacer lo mismo! Respiró, estremecida. Yo no apartaba la mirada de ella, sin decir nada.
—Fue una época muy penosa para mí, y estaba muy abatida —prosiguió—. ¡Pero quise al niño cuando llegó! Nació antes de tiempo y enfermizo. Creo que se habría muerto a poco que yo le hubiese tratado mal. Pero no murió, y yo trabajé, ¡sólo por él! Aparte de él, mi vida no me preocupaba. Trabajé largas horas, en lugares horribles, sólo por su bien. —Tragó saliva—. Y entonces… Entonces, cuando el niño tenía cuatro años, murió, de todas formas.
Ella pensó que su propia vida ya no tenía sentido
—Bueno, usted, señorita Pierce, sabe lo que significa perder al ser más querido.
Había trabajado un poco en sitios peores que antes. No le habría importado, dijo, trabajar en el infierno… Y luego una chica que conocía le habló de Millbank. Allí pagaban sueldos altos porque nadie quería hacer aquel trabajo. A ella le bastaba con que le dieran la comida y una habitación con un fuego y una silla. Al principio todas las reclusas le parecieron iguales.
—¡Incluso ella, señorita! Pero un día, un mes después, me tocó la mejilla y me dijo: «¿Por qué está tan triste? ¿No sabe que él la está observando y llora por verla llorar cuando usted podría ser feliz?». ¡Qué susto me dio! Yo nunca había oído hablar del espiritismo. Entonces no sabía los poderes que tenía…
Empecé a temblar. La señora Jelf, al mirarme, ladeó la cabeza.
—Nadie sabe lo que sabemos nosotras, ¿verdad, señorita? —dijo—. Cada vez que veía a Santana me transmitía un mensaje nuevo de mi hijo. El la visitaba por la noche: ¡ahora es un chico grande, tiene casi ocho años! ¡Cómo deseaba verle! ¡Qué buena fue ella conmigo! ¡Cómo la quería y la ayudaba!
Hice cosas que quizá no hubiera debido…, ya sabe a qué me refiero…, y todo por su bien. Y cuando llegó usted, ¡oh, qué celosa me puse! ¡No soportaba verlas juntas! Pero ella dijo que tenía poderes suficientes para seguir trayéndome dulces mensajes de mi hijo y transmitirle palabras de su padre a usted, señorita.
Fría como el mármol, dije:
—¿Le dijo eso ella?
—Me dijo que usted iba a verla tan a menudo para recibir noticias de su padre. Y después de que empezó a visitarla, ¡la presencia de mi hijo se hizo más intensa! Me mandaba besos a través de la boca de Santana. Me mandó…, ¡oh, señorita Pierce, fue el día más feliz de mi vida! Me mandó esto, para que lo llevara siempre conmigo.
Se llevó la mano al cuello del vestido y vi que su dedo tiraba de una cadena de oro. Entonces el corazón me dio un vuelco, y de pronto pareció que mis miembros de mármol se hacían añicos, que toda mi fuerza, mi vida, mi amor, mi esperanza fluían fuera de mí y me dejaban vacía. Hasta entonces creo que la había escuchado pensando: No dice más que mentiras, está loca, qué sarta de disparates… ¡Santana me explicará todo esto cuando venga! Ella se soltó el guardapelo y lo sostuvo en la mano; lo abrió y asomaron más lágrimas a sus pestañas, y su mirada se volvió de nuevo risueña.
—Mire —dijo, enseñándome el rizo del pelo de Rachel—. Los ángeles se lo cortaron de su cabecita, ¡en el cielo!
La miré y lloré; supongo que ella creyó que lloraba por su hijo muerto, y dijo:
—¡Pensar que él había ido a verla a su celda, señorita Pierce! Pensar que había levantado su querida mano hacia ella y le había depositado un beso en la mejilla para que ella me lo diese… ¡Oh, me dolía estrecharlo! ¡Me dolía el corazón!
Cerró el guardapelo, lo volvió a meter en su sitio dentro del vestido y dio unas palmadas encima. Lo llevaba columpiando allí, por supuesto, durante todas las visitas que hice a la cárcel… Y un día, por último, Santana había dicho que había una vía. Pero no era posible en los pabellones de Millbank. Primero la señora Jelf tenía que liberarla; y después ella le llevaría a su hijo. Le juró que se lo llevaría a la casa donde ella vivía. Sólo tenía que esperar y vigilar una noche entera. Y Santana acudiría antes del alba.
— ¡Y no vaya a pensar que la habría ayudado si no llega a ser por eso, señorita Pierce! ¿Qué podía hacer yo? Si no le ayudo a venir…, bueno, ella me dice que hay muchas mujeres, donde él está, que de buena gana cuidarían al pobre chico huérfano. Me dijo esto, señorita, y lloró. ¡Es tan bondadosa y tan compasiva… que es injusto que la tuvieran en Millbank! ¿No se lo dijo usted misma a la señorita Ridley? ¡Oh, la señorita Ridley! ¡Qué miedo le he tenido! Tuve miedo de que me sorprendiera recibiendo los besos de mi bebé. Tuve miedo de que me viera siendo amable en los pabellones y que me expulsara de ellos.
—Fue por usted por quien Santana se quedó cuando llegó el momento de trasladarla a Fulham —dije—. Fue por usted por quien golpeó a la señorita Brewer; por usted por quien sufrió en la celda oscura.
Volvió otra vez la cabeza, con una especie de recato grotesco; dijo que sólo se acordaba de lo mal que se sintió al pensar que había perdido a Santana. Lo mal que se sintió y lo agradecida que le estuvo luego, ¡oh, qué avergonzada, triste y agradecida!, cuando Santana hirió a la pobre señorita Brewer…
—Pero ahora… —dijo, y alzó hacia mí sus ojos claros, oscuros y simples—. Ahora qué duro será tener que pasar por delante de su antigua celda y ver a otra presa dentro.
La miré fijamente. Le pregunté cómo podía decir eso, cómo podía pensarlo, después de haber tenido a Santana con ella.
—¿Tenerla conmigo? —Movió la cabeza y preguntó a qué me refería. ¿Por qué pensaba yo que Santana había ido a verla? ¡No vino! ¡No apareció! ¡La estuve esperando toda la noche en vela y no se presentó!
¡Pero si habían abandonado la cárcel juntas! Ella movió la cabeza. Dijo que se habían separado en la portería y que Santana se había marchado sola.
—Dijo que tenía que recoger algunas cosas con las que sería más fácil que viniera mi hijo. Dijo que yo sólo tenía que sentarme a esperar y que ella me lo traería; y yo estuve esperando y velando y al final me convencí de que la habían capturado. ¿Y qué podía hacer yo más que ir a verla a Millbank? Y no la han encontrado, y sigo sin tener noticias de ella. Y estoy tan asustada, señorita…, ¡tan asustada por ella, por mí y por mi hijo querido! ¡Creo que este miedo va a acabar conmigo, señorita Pierce!
Yo me había levantado y estaba recostada en el escritorio de papá, y aparté la vista de la señora Jelf. En definitiva, en lo que me había dicho había cosas extrañas. Había dicho que Santana se había quedado en Millbank para que la liberase ella. Pero yo había sentido a Santana cerca de mí, en la oscuridad, y en otros momentos, y Santana sabía cosas de mí que yo no había contado a nadie, salvo en este cuaderno. La señora Jelf había recibido sus besos, pero a mí me había enviado flores. Me había enviado su collar. Me había enviado su cabello. Estábamos unidas en espíritu y en cuerpo: yo era su afinidad. Estábamos cortadas, dos mitades juntas, de la misma pieza de materia reluciente. Dije:
—Le ha mentido, señora Jelf. Nos ha mentido a las dos. Pero creo que ella nos lo explicará cuando la encontremos. Creo que debe de tener un propósito que no vemos. ¿No se le ocurre un sitio adonde pueda haber ido? ¿No sabe de nadie que la esté escondiendo?
Ella asintió. Dijo que por eso había venido a mi casa.
—¡Pero yo no sé nada! —dije—. ¡Sé menos que usted, señora Jelf!
Mi voz sonó alta en el silencio. Al oírla vaciló.
—Usted no sabe nada, señorita —dijo, mirándome de un modo extraño—. Pero no he venido a molestarla a usted. He venido a ver a la otra dama.
¿A la otra dama? Me volví hacia ella. Dije que sin duda no se referiría a mi madre. Pero ella negó con la cabeza y su mirada se tornó aún más extraña. Y si su boca hubiera escupido sapos y piedras no me habría asustado tanto como lo hicieron sus palabras siguientes. Dijo que no había venido a hablar conmigo. Había venido a ver a la sirvienta de Santana, Quinn. La miré. Se oyó el débil tictac del reloj sobre la chimenea: el reloj de papá, ante el cual se situaba para poner en hora su reloj de pulsera. Aparte de esto, reinaba en la casa un perfecto silencio.
—Quinn —dije entonces—. Mi criada— dije—. Quinn, mi criada, la sirvienta de Santana.
—Por supuesto, señorita —respondió ella; después, al ver mi cara, me preguntó cómo era posible que no lo supiera. Siempre había pensado que tenía a Quinn en casa por Santana…
—Quinn surgió de la nada —dije—. De la nada, de la nada. ¿Qué sabía yo de Santana López el día en que mi madre trajo a Quinn Quinn a casa? ¿Cómo podía ayudar a Santana el hecho de que yo tuviera cerca a Quinn?
La señora Jelf dijo que pensó que había sido una deferencia por mi parte, y que me gustaba tener por criada a la sirvienta de Santana para que me recordase a ésta. Además, había creído que Santana a veces me enviaba obsequios en las cartas que Quinn mandaba a la cárcel…
—Cartas —dije. Creo que empecé a vislumbrar la forma completa, densa, monstruosa de aquello—. ¿Se escribían cartas Santana y Quinn?
Oh, dijo ella de inmediato, ¡siempre se habían escrito! Incluso antes de que yo comenzase mis visitas. A Santana no le gustaba que Quinn fuera a visitarla a Millbank, y…, bueno, la señora Jelf entendía por qué a una dama no le agraciaba que su sirvienta la atendiera en un lugar semejante.
—Después de lo buena que había sido con mi hijo, a mí no me costaba nada entregarle aquellas cartas. Las otras celadoras pasan a las reclusas paquetes que les mandan sus amigos… ¡Pero no les diga que yo se lo he dicho, lo negarán si se lo pregunta!
Ellas, dijo, lo hacen por dinero. La señora Jelf, en cambio, se contentaba con que a Santana le alegrasen las cartas.
—Y además no había nada malo en ellas; nada más que palabras amables y algunas veces flores.
Había visto a Santana muy a menudo llorar con aquellas flores. Y ella había apartado la mirada para no llorar también. ¿Cómo podía aquello ser perjudicial para Santana? ¿Y qué mal iba a hacerle que la señora Jelf recogiese las cartas en su celda? ¿A quién perjudicaba que le diese papel? ¿Que le diese tinta y una vela a cuya luz escribir? A la celadora de noche no le importaba… La señora Jelf le daba un chelín. Y al amanecer la vela estaba consumida. Sólo tenían que ser un poco precavidas con la cera que se había vertido…
—Luego, cuando supe que en sus cartas empezaba a haber palabras para usted, señorita, y cuando ella quiso enviarle un regalo, un regalo de su propia caja… Pues —y aquí la cara blanca adquirió colores tenues— usted no llamaría robar a eso, ¿verdad? ¿A tomar lo que era suyo?
—Su pelo —murmuré.
—¡Era suyo! —dijo ella en el acto—. ¿Quién va a echarlo en falta…?
Y así fue enviado, envuelto en papel de estraza, y Quinn lo había recibido en casa. Fue su mano la que lo depositó encima de mi almohada…
—Y Santana dijo siempre que lo habían mandado los espíritus…
Al oír esto, la señora Jelf ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—¿Los espíritus, dijo? Pero, señorita Pierce, ¿por qué diría eso?
No le respondí. Había empezado a temblar de nuevo. Debí de desplazarme desde el escritorio hasta la chimenea y descansar la frente contra la repisa de mármol, y la señora Jelf debió de levantarse y acercarse a ponerme la mano en el hombro. Dije:
—¿Sabe usted lo que han hecho? ¿Lo sabe, lo sabe? ¡Nos han engañado a las dos y usted las ha ayudado! ¡Usted, con su bondad!
¿Engañado?, dijo ella. Oh, no, yo no había comprendido…
Dije que por fin lo comprendía todo; aunque no era verdad, no todo, no del todo. Pero lo que sabía era suficiente para destruirme. Permanecí inmóvil un segundo, levanté la cabeza y luego la dejé caer.Y cuando mi frente chocó contra la piedra sentí que el collar me tiraba de la garganta; me separé de un brinco de la lumbre, me llevé los dedos al cuello y empecé a tirar. La señora Jelf me miró, con la mano en la boca. Me di la vuelta y seguí tironeando del collar, rasgando el terciopelo y el medallón con mis uñas romas. Pero aun así no se desgarraba, ¡no podía romperlo! Al contrario, parecía cada vez más prieto. Miré alrededor en busca de algo que pudiera servirme; creo que hasta habría aferrado a la señora Jelf para que apretara la boca contra mi garganta y me arrancase el terciopelo a mordiscos; pero entonces vi el cortapuros de papá y lo cogí y empecé a dar cortes en el cuello con la hoja. Al ver lo que hacía, la señora Jelf lanzó un grito; ¡gritó que me iba a hacer daño! ¡Que iba a degollarme! Gritaba… y la hoja resbaló. Noté la sangre en mis dedos; me asombró que estuviera tan caliente, habiendo manado de mi piel fría. Pero también sentí que el collar, por fin, se había rolo, lo tiré al suelo y lo vi retemblar, sobre la alfombra, en forma de ese. Dejé caer la cuchilla, fui a trompicones y empecé a dar golpes fuertes con la cadera contra la madera: encima de la mesa vibraron la pluma y el lápiz de papá La señora Jelf volvió a acercarse, nerviosa, me agarró
de las manos y con su pañuelo hizo una bola que prensó contra la sangre en mi cuello.
—Señorita Pierce —dijo—, creo que está muy trastornada. Déjeme que traiga a la señorita Quinn. Ella la calmará. ¡Nos calmará a las dos! Mande llamar a Quinn y que ella nos cuente su historia…
Repitió el nombre —Quinn, Quinn— hasta que sentí que me desgarraba como la cuchilla de una sierra. Pensé de nuevo en el pelo de Santana, que había sido depositado en mi almohada. Pensé en el guardapelo que había desaparecido de mi cuarto mientras yo dormía. Las cosas encima del escritorio seguían brincando, a impulsos de mi cadera.
—¿Por qué lo harían, señora Jelf? ¿Por qué lo hicieron con tanto cuidado?
Pensé en las flores de azahar; y en el collar que encontré prensado entre las páginas de este cuaderno. Pensé en estas páginas donde escribía todos mis secretos; toda mi pasión, todo mi amor, todos los detalles de nuestra huida… Entonces cesó la vibración de la pluma y el lápiz. Me llevé la mano a la boca.
—No —dije—. ¡Oh, señora Jelf, eso no, eso no!
Volvió a extender la mano hacia mí, pero me zafé. Salí trastabillando de la habitación al recibidor silencioso y en penumbra. Llamé: «¡Quinn!», con un grito terrible, entrecortado, que resonó en toda la casa vacía y al que respondió un silencio más terrible todavía. Fui a la campanilla y la zarandeé hasta que se rompió el cordón. Fui a la puerta al lado de la escalera y llamé al sótano, que estaba oscuro. Volví al recibidor y vi que la señora Jelf me miraba aterrada, con el pañuelo manchado de mi sangre temblando entre sus dedos. Subí la escalera y entré primero en el salón, después en el dormitorio de mamá, luego en el de Hanna, gritando todo el tiempo: «¡Quinn, Quinn!». Pero no hubo respuesta, ningún sonido aparte de mi respiración irregular y el ruido sordo y deslizante de mis pies sobre los peldaños. Y finalmente llegué a la puerta de mi cuarto, que estaba entornada. Con toda su prisa, ella no había pensado en cerrarla. Se lo había llevado todo, excepto los libros: los había sacado de las cajas donde estaban guardados y los había amontonado sin orden ni concierto encima de la alfombra; pero se había llevado prendas de mi ropero —vestidos y abrigos, sombreros y botas, guantes y broches—, prendas, supongo, para transformarse en una dama, cosas que había manejado cuando trabajaba aquí, que había lavado, planchado y doblado para tenerlas ordenadas y listas. Se las había llevado y también, por supuesto, la ropa que compré para Santana. Y asimismo el dinero, los billetes y los pasaportes a nombre de Brittany Pierce y Naya Rivera. Hasta había arramblado con la soga de pelo que yo había peinado para alisarlo y enrollarlo en la cabeza de Santana, con el fin de encubrir las marcas de las tijeras de la cárcel. Me dejó sólo este cuaderno donde escribir. Me lo había dejado ordenado y cuadrado, y con la tapa limpia, como una buena criada dejaría un libro de cocina después de haber sacado una receta. Quinn. Repetí el nombre; escupí sobre él, era como un veneno para mí, sentí que me subía por dentro, que la piel se me estaba ennegreciendo. Quinn. ¿Qué era ella para mí? Ni siquiera lograba recordar los detalles de su cara, su figura, sus maneras. No habría sabido decir, ni sabría ahora, de qué color tenía el pelo, de qué color los ojos, cómo curvaba el labio… Sé que es fea, incluso más fea que yo. Y, sin embargo, tengo que pensar: Me ha arrebatado a Santana. Tengo que pensar: Santana lloraba de añoranza por ella. Tengo que pensar: ¡Santana me ha robado la vida para vivir la suya con Quinn! Ahora lo sé. Entonces no lo sabía. Sólo pensé que me habría engañado; que debió de tener alguna influencia sobre Santana, algún extraño derecho que la había obligado a actuar de aquel modo. Todavía pensaba: Santana me ama. Así que al salir de mi cuarto no bajé al vestíbulo, donde la señora Jelf seguía aguardando; subí por la estrecha escalera del desván, que llevaba a los dormitorios de la servidumbre. No recordaba cuándo había sido la última vez que la había subido; quizá cuando era una niña. Creo que una vez hubo una criada que me sorprendió espiándola y me dio un pellizco que me arrancó lágrimas; y desde entonces la escalera me asustaba. Solía decirle a Hanna que allá arriba habitaba un gnomo y que cuando las criadas subían a sus cuartos no iban a dormir, sino a servirle a él. Subí por la escalera rechinante como si fuera una niña otra vez. Pensé: ¿Y si ella está ahí, o si sube y me encuentra? Pero, por supuesto, no estaba. Hacía frío en su cuarto, totalmente vacío; al principio me pareció que era el cuarto más vacío imaginable: una habitación donde no había nada, como las celdas de Millbank, que había convertido la nada en una sustancia, una textura o un olor. Sus paredes eran incoloras, su suelo estaba desnudo, salvo por una tira única de alfombra tan raída que se veía la trama. Había una estantería con un cuenco, una jarra deslustrada y una cama con sábanas amarillentas, torcidas y embarulladas. Lo único que dejó fue su baúl de hojalata de criada: el baúl con el que había llegado y que tenía sus iniciales remachadas, muy toscamente, con la punta
de un clavo: Q. F. Al verlas, me la imaginé martilleando las letras en la carne blanda y roja del corazón de Santana. Pero si alguna vez había hecho eso, creo que Santana, para permitírselo, tendría que haberse separado los huesos del pecho. Tendría que haberse aferrado los huesos y, llorando, habérselos abierto, igual que cuando yo abrí la tapadera del baúl y lloré al ver lo que había dentro. Un vestido de color barro, de Millbank, y un uniforme negro de criada, con su delantal blanco. Yacían enredados, como amantes durmiendo; y cuando intenté extraer la ropa de la cárcel, se adhirió a la tela oscura de la otra y no pude sacarla. Quizá las hubieran arrojado allí por crueldad, quizá sólo urgidas por la prisa. En ambos casos, leí el mensaje. No había habido artimañas por parte de Quinn; tan sólo un triunfo taimado y atroz. Había alojado a Santana en aquel cuarto, encima de mi cabeza. La había hecho pasar por delante de mi dormitorio y subir la escalera desnuda; y mientras tanto yo aguardaba sentada, con mi pobre vela protegida por una pantalla. Mientras yo velaba durante las largas horas de la noche, ellas estaban allí, acostadas juntas, hablando en susurros o sin decir nada. Y cuando me oyeron deambular, y gemir y gritar desde mi ventana, ellas habían gemido y gritado, para hacerme burla; o bien, contagiadas por mi terrible tensión, mi pasión había pasado a ser la de ellas. Pero ellas siempre la habían sentido. Cada vez que yo estaba en la celda de Santana, sintiendo que mi carne ansiaba la suya, quizá Quinn estaba en la puerta, mirando, robándome la mirada de Santana. Quinn, más tarde, había proyectado una luz sobre todo lo que yo había escrito a oscuras; y le había escrito las palabras a Santana, y al hacerlo se había apoderado de ellas. Todo el tiempo que yo había pasado en la cama, dando vueltas y más vueltas con la medicina en mi cuerpo, presintiendo que Santana llegaba, era Quinn quien llegaba, era su sombra la que veían mis ojos, su corazón el que latía al unísono con el de Santana, mientras que el mío seguía su propio ritmo, irregular y débil. Vi todo aquello, luego fui a la cama, que estaba hecha, y arranqué las sábanas en busca de marcas y manchas. Fui hasta el cuenco en la estantería. Aún contenía un poco de agua turbia, y la cribé con los dedos hasta encontrar un cabello moreno y otro totalmente rubio. Tiré al suelo el cuenco, que se hizo añicos, y el agua manchó los tablones. Cogí la jarra, con intención de romperla, pero era de estaño y no se partía y tuve que abollarla a golpes. Agarré el colchón y después la cama; desgarré las sábanas. El algodón rasgado —¿cómo expresarlo?— era como una droga para mí. Corté y rasgué hasta que las sábanas se hicieron jirones, hasta que me dolieron las manos; luego me metí las costuras en la boca y las rasgué con los dientes. Destrocé la alfombra del suelo. Cogí el baúl de la criada, saqué la ropa de dentro y la rajé toda; creo que habría despedazado mi propio vestido, arrancado mi propio pelo, si al final no me hubiera acercado a la ventana jadeando; allí apoyé la mejilla en el cristal, aferré el marco y tirité. Frente a mí, Londres se extendía completamente blanco y silencioso. Seguía nevando, el cielo parecía preñado de nieve. Allí
estaba el Támesis, estaban los árboles de Battersea; a la izquierda, a lo lejos, demasiado lejos para poder verlas desde mi ventana, en el piso de abajo, se divisaban las puntas romas de las torres de Millbank. Y en Cheyne Walk, con su abrigo muy oscuro, estaba el policía haciendo su ronda diaria. Al verle sólo pensé una cosa: era la voz de mi madre, que se alzaba en mi interior. ¡Me ha robado mi propia criada!, pensé. Díselo al policía y él las detendrá: ¡detendrá su tren! ¡Haré que las encierren a las dos en Millbank! ¡Que las pongan en celdas separadas y Santana volverá a ser mía! Salí del cuarto, bajé la escalera del desván y llegué al vestíbulo. Allí, la señora Jelf caminaba de un lado para otro, llorando; pasé de largo. Abrí la puerta, corrí por la acera y lancé al policía un chillido tembloroso con una voz que no era la mía y que le hizo volverse, acercarse corriendo y llamarme por mi nombre. Le agarré del brazo. Vi que me miraba el pelo, todo alborotado, y la cara, que estaba descompuesta, y —me había olvidado de esto— la herida en mi garganta, que yo había removido y sangraba de nuevo. Le dije que me habían robado. Le dije que habían entrado ladrones en mi casa. Ahora estaban en el tren que salía de Waterloo hacia Francia: ¡dos mujeres vestidas con mi ropa! Me miró extrañado.
—¿Dos mujeres? —dijo.
—Dos mujeres, y una de ellas es mi criada. ¡Y es sumamente astuta, y ha sido muy cruel conmigo! Y la otra…, la otra…
¡La otra se ha fugado de la cárcel de Millbank!, me disponía a decir. Pero en lugar de hacerlo aspiré una rápida bocanada glacial y me tapé la boca con la mano. Pues ¿cómo iba él a entender que yo lo supiese? ¿De dónde salía la ropa que ella se había puesto? ¿Por qué había dinero preparado, por qué había billetes? ¿Por qué había un pasaporte extendido a un nombre falso…? El policía aguardó.
—No estoy segura, no estoy segura —dije. Él miró alrededor. Vi que había sacado el silbato de su cinturón; lo dejó caer, colgado de una cadena, y se inclinó hacia mí.
—Creo, señorita, que tan agitada como está no debería estar en la calle. Permítame que la acompañe a casa y allí, al calor de la lumbre, cuénteme lo que ha pasado. Se ha hecho una herida en el cuello, mire, y con este frío le va a escocer.
Me tendió el brazo para que lo tomara. Retrocedí.
—No venga —dije. Dije que me había equivocado, que no había habido un robo ni nada extraño en la casa. Dando media vuelta, me alejé de él. El me alcanzó, se puso a mi altura y murmuró mi nombre, pero era totalmente incapaz de tocarme. Y cuando agarré la verja y se la cerré en la cara, él titubeó y yo entretanto corrí hacia la casa, cerré la puerta y pasé el cerrojo, recosté la espalda en ella y apoyé la mejilla en la madera. Él llegó entonces, tiró de la campanilla y la oí resonar en la cocina oscurecida. Después vi su cara, manchada de carmesí por el cristal que había al lado de la puerta: ahuecó las manos, atisbo en la oscuridad y me llamó a mí y luego a una criada. Al cabo de un minuto se marchó de allí; mantuve otro minuto la espalda recostada en la puerta, y después crucé con sigilo las baldosas, entré en el estudio de papá, fisgué por entre las cortinas de encaje y vi al agente plantado delante de la verja. Había sacado su libreta del bolsillo y estaba escribiendo algo. Escribió una línea, consultó su reloj y echó otro vistazo a la casa en sombras. Volvió a mirar a su alrededor y se alejó despacio. Sólo entonces me acordé de la señora Jelf. No había rastro de ella. Pero cuando entré sin hacer ruido en la cocina descubrí que el cerrojo estaba descorrido, y supongo que se habría marchado por aquella puerta. Debió de haberme visto salir corriendo, llamar al policía y gesticular en dirección a la casa. ¡Pobre mujer! Me la imagino sudando de terror esta noche al oír los pasos del policía delante de su casa, al igual que la noche anterior la pasó en vela, como yo, llorando para nada.
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Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
18 de julio de 1873
¡Qué tremendo jaleo en el círculo esta noche! Sólo estábamos siete reunidos, a saber, yo, la señora Sylvester, la señorita Noakes y cuatro desconocidos, dos de ellos una señora y su hija castaña y los otros dos unos caballeros que creo que sólo habían venido a divertirse. Los he visto mirar alrededor y pienso que estaban buscando una trampa o unas ruedas en la mesa. He pensado que podrían ser unos ladrones, o que la idea de robar se les podría ocurrir más tarde. Cuando entregan sus abrigos a Quinn le dicen: «Le daremos media corona, señorita, si procura que los espíritus no nos birlen estas cosas mientras estamos aquí». Al verme me hacen reverencias y se ríen, y uno de ellos me coge de la mano y dice:
—Pensará que somos unos groseros, señorita López. Nos dijeron que era usted guapa, pero yo estaba seguro de que sería gorda y vieja. Debe reconocer que hay muchas médiums que encajan en esta descripción.
—Yo sólo veo con los ojos del espíritu, señor —le digo, y él me responde:
—Pues en ese caso me temo que nos perdemos mucho cada vez que usted mira en el cristal. Para compensarlo, debe permitirnos que utilicemos nuestros ojos materiales mirándola a usted.
Él, precisamente, tenía unas patillas muy feas y un brazo tan delgado como el de una mujer. Cuando nos sentamos hace todo lo posible por sentarse a mi lado, y cuando le digo que tenemos que enlazar
las manos para rezar dice:
—¿Tengo que coger la mano de Stanley? ¿No puedo, mejor, tomar las dos de usted?
Creo que la señora con su hija ha puesto entonces una expresión de asco, y la señora Sylvester dice:
—Pienso que nuestro círculo no es armonioso esta noche, señorita López. Quizá no debería hacer esta sesión.
Pero yo habría detestado suspenderla. El hombre se mantiene muy cerca de mí mientras aguardamos; hay un momento en que dice:
—Creo que esto es lo que llaman espíritus cordiales. Finalmente retira la otra mano de la de su amigo y la pone encima de mi brazo desnudo.
—¡El círculo se ha roto! —digo al instante, y él responde:
—Bueno, no lo hemos roto Stanley y yo. Noto la mano de Stanley que me da tirones fuertes del faldón de la camisa.
Cuando me levanto para entrar en el reservado él se levanta para ayudarme, pero la señorita Noakes dice:
—Esta noche me toca a mí ayudar a la señorita López.
Me ata con el collar y sostiene la cuerda, y el amigo de Stanley, al ver esto, dice:
—Dios, ¿tiene que hacer eso? ¿Tiene que estar atada como un ganso?
—Lo hacemos por las personas como usted. ¿Cree que a alguno de nosotros le gusta esto?
Cuando llega Noah Puckerman y me toca con la mano todos permanecen muy callados. Cuando sale, sin embargo, uno de los caballeros dice, riéndose:
—¡Se ha olvidado de cambiarse el camisón!
Luego, cuando Noah pregunta si hay preguntas para los espíritus, ellos dicen que tienen la siguiente: ¿podrían los espíritus darles alguna pista sobre dónde hay algún tesoro enterrado?
Noah se enfurece al oír esto.
—Creo que sólo han venido a burlarse de mi médium. ¿Creen que me ha hecho venir de la zona fronteriza para divertirles? ¿Creen que yo trabajo para que dos fanfarrones de medio pelo se rían de mí?
El primer caballero dice:
—No tengo ni idea de para qué ha venido.
—¡He venido a traerles la maravillosa noticia de que el espiritismo es verdadero! —Y añade—: Y también he venido a traerles regalos. —Se acerca a la señorita Noakes y le dice—: Tome esta rosa, señorita Noakes. —Y a la señora Sylvester—: Esta fruta es para usted, señora Sylvester.
Era una pera. Recorre así todo el círculo hasta que llega a los caballeros, y ahí hace un alto. Stanley dice:
—¿No hay una flor o una fruta para mí?
—No —responde Noah—. No tengo nada para usted, señor, pero tengo un regalo para su amigo: ¡esto!
El hombre lanza entonces un gran grito y oigo el chirrido de su silla raspando el suelo.—Maldito demonio, ¿qué me has tirado?
Resulta que es un cangrejo; Noah se lo ha arrojado a las rodillas y el hombre, al notar las pinzas que se mueven sobre él, ha pensado que era una especie de monstruo. Era un cangrejo grande de la cocina; tenían dos metidos en un cubo con agua salada y han necesitado unos platos que pesan tres libras para impedir que se escapen del cubo; cosa que, por supuesto, he sabido más tarde. Noah vuelve al reservado mientras el hombre sigue chillando en la oscuridad y Stanley se levanta a buscar una luz, y yo sólo adivino lo que puede ser porque huele raro cuando Noah me pone la mano en la cara. Cuando al fin me sacan a la sala, al cangrejo le han asestado un golpe con una silla y tiene el caparazón despanzurrado y le asoma por él la carne rosada, pero sigue moviendo las pinzas y el hombre se cepilla del pantalón las manchas de agua salada.
—¡Buena jugarreta me ha gastado! —me dice, y la señora Sylvester dice enseguida:
—No debería haber venido. Son ustedes los que han enfurecido a Noah, los que han traído influencias malsanas.
Pero nos reímos cuando se va la pareja. La señorita Noakes dice:
—¡Oh, señorita López, qué celoso es Noah! ¡Creo que por usted mataría a un hombre!
Después, mientras tomo un vaso de vino, la otra señora se me acerca y me lleva aparte. Dice que lamenta que esos caballeros se hayan portado de un modo tan desagradable. Dice que ha visto a otras médiums jóvenes que habrían coqueteado con hombres así, y que se alegraba de que yo no lo hubiera hecho. Luego dice:
—Dígame, señorita López, ¿no podría echar una ojeada a mi hija?
—¿Qué le ocurre? —pregunto.
—No para de llorar. Tiene quince años y yo diría que ha estado llorando todos los días desde que tenía doce. Le he dicho que si sigue llorando se le van a salir los ojos de la cara.
Le digo que tengo que examinarla de cerca y ella dice: «Marley, ven aquí».
Cuando la chica viene, tomo su mano y le pregunto:
—¿Qué te parece lo que Noah ha hecho esta noche?
Ella responde que le ha parecido maravilloso. A ella le ha regalado un higo. Marley no es de Londres sino de Boston, en Estados Unidos. Dice que allí ha visto a muchos espiritistas, pero ninguno tan inteligente como yo. Me ha parecido una chica muy joven.
—¿Podemos hacer algo con ella? —pregunta su madre.
Digo que no lo sé todavía, pero mientras lo pienso llega Quinn a recoger mi vaso y cuando ve a la chica le pone una mano en la cabeza y dice:
—¡Oh, pero mira qué pelo más bonito! Noah Puckerman querrá echar otro vistazo a esta melena castaña. Lo sé.
Dice que cree que le sentará muy bien estar algún tiempo separada de su madre. Se llama Marley Rose. Volverá mañana, a las dos y media.
No sé qué hora es. Los relojes se han parado, no hay nadie que les dé cuerda. Pero la ciudad está tan silenciosa que creo que serán las tres o las cuatro: la hora de silencio entre el paso de los últimos coches de caballos y el traqueteo de los carros que van al mercado. En la calle no hay un soplo de viento ni una gota de lluvia. Hay escarcha en la ventana, pero —¡aunque yo haya esperado, sin perderla de vista, durante más de una hora!— crece de una forma tan secreta y tenue que no lo percibo. ¿Dónde estará Santana? ¿Cómo se encuentra? Envié mis pensamientos a la noche, extendí la mano en busca de la cuerda de oscuridad cuya vibración tensa antes parecía unirnos. Pero la noche es muy espesa, mis pensamientos flaquean y se pierden, y la cuerda de oscuridad… No hubo ninguna cuerda, no hubo un espacio donde se tocasen mi espíritu y el suyo. Hubo sólo mi deseo; y el de ella, tan semejante que parecía el mío. Ya no hay deseo en mí; no hay aceleración; ella se lo ha llevado todo y me ha dejado sin nada. Una nada muy inmóvil y liviana. Sólo que es bastante arduo poner la pluma en la página cuando mi cuerpo está lleno de vacío. ¡Mira mi mano! Es la mano de un niño. Esta página es la última que escribiré. He quemado ya el cuaderno entero, he encendido un fuego en la chimenea y he arrojado las hojas, y cuando haya llenado ésta de líneas sinuosas la añadiré a las demás. ¡Qué extraño, escribir para el humo de la chimenea! Pero debo escribir mientras aún respire. Sólo que no soporto releer lo que he escrito antes. Cuando lo intento, tengo la sensación de ver las manchas pegajosas y blancas que la mirada de Quinn ha impreso en las hojas. Hoy he pensado en ella. He pensado en cuando llegó a casa y Hanna se rió y la llamó fea. He pensado en la última chica, Boyd, y en cómo lloraba diciendo que había fantasmas en casa. Supongo que nunca oyó nada. Supongo que Quinn fue a verla y la amenazó o le dio dinero… He pensado en Quinn, en la patosa Quinn, que parpadeaba cuando yo le pregunté quién había llevado flores de azahar a mi cuarto; o en ella sentada en la silla, al otro lado de mi puerta abierta, oyendo mis suspiros y mis lágrimas mientras escribía en mi cuaderno; entonces yo la creía amable. He pensado en ella cuando me traía agua, encendía las lámparas y me traía la comida de la cocina. Ya nadie me trae comida, y el torpe fuego que he hecho humea y escupe y se vuelve ceniza. No han vaciado mi orinal, maloliente en el aire oscuro. Pienso en ella cuando me vestía y me cepillaba el pelo. Pienso en sus miembros grandes de sirvienta. Ahora ya sé de quién era la mano rodeada de la cera con que estaba hecho el molde de aquel espíritu; y cuando me acuerdo de los dedos de Quinn veo abultarse sus articulaciones amarillas. Imagino que me toca con un dedo que se calienta y se ablanda y me mancha la piel. Pienso en todas las mujeres a las que ha tocado y manchado con sus dedos cerosos —y en Santana, que ha debido de besar esos dedos mientras goteaban—, y me invade el horror, me asaltan la envidia y la pesadumbre porque sé que a mí nadie me ha tocado, nadie me ha buscado y estoy sola. He visto al policía volver esta noche a esta casa. Ha vuelto a tocar la campanilla y ha atisbado dentro del recibidor; quizá piense que me he ido a Warwickshire, a reunirme con mi madre. Pero quizá no lo piense y regrese mañana. Encontrará aquí a la cocinera y le dirá que suba a llamar a mi puerta. Ella me notará rara. Irá a buscar al doctor Ashe, o quizá a una vecina, a la señora Wallace, y mandarán el recado a mi madre. Y luego… ¿qué? Luego habrá lágrimas o una congoja atónita, y después más láudano o doral otra vez, o morfina o tintura de opio… Nunca la he probado. Después medio año de sofá, exactamente igual que antes, y las visitas que vienen de puntillas a mi puerta…, partidas de cartas con los Wallace y el avance de las agujas del reloj e invitaciones al bautizo de los hijos de Hanna. Y mientras tanto la investigación en Millbank, y quizá no tenga el valor suficiente, ahora que Santana se ha ido, de mentir por ella y por mí… No. He repuesto mis libros desperdigados en el lugar que ocupaban en las estanterías. He cerrado la puerta de mi vestidor y el pestillo de mi ventana. Lo he ordenado todo en el cuarto del desván. He escondido la taza rota y el cuenco, y quemado en mi propia chimenea la sábana, la alfombra y los vestidos. He quemado el retrato de Crivelli y el plano de Millbank y la flor de azahar que guardaba prensada dentro de este cuaderno. También he quemado el collar de terciopelo y el pañuelo manchado de sangre que la señora Jelf dejó caer en la alfombra. El cortapuros de papá lo he
vuelto a poner con todo cuidado en el escritorio. La mesa tiene ya una capa de polvo encima. ¿Quién será la nueva criada que venga a limpiar ese polvo? Creo que ahora me estremecería si una sirvienta me hiciese reverencias. Me he lavado la cara con una jofaina de agua fría. He limpiado la herida de mi garganta. Me he cepillado el pelo. Creo que no queda nada que ordenar o retirar. No dejo nada fuera de su sitio, ni aquí ni en ninguna parte. Es decir, nada excepto la carta que escribí a Rachel, pero que debe de estar en la bandeja del recibidor de Garden Court. En efecto, cuando pensé en ir allí para que me la devolviese la criada de Rachel y Artie, me acordé del cuidado con que Quinn la había llevado al correo, y después pensé en todas las cartas que debió de llevarse de casa, y en todos los paquetes que han debido de llegar aquí; y todas esas veces ha debido de sentarse en su cuarto mal iluminado, encima del mío, a escribir de su pasión como yo escribía de la mía. ¿Cómo sería esa pasión, transcrita en la página? No me lo imagino, de tan cansada que estoy. ¡Porque, oh, he acabado extenuada! Creo que en todo Londres no hay nadie ni nada más cansado que yo; a no ser, quizá, el río, que discurre bajo el cielo gélido, a través de sus cauces habituales, hacia el mar. ¡Qué profunda, qué negra, qué espesa parece el agua esta noche! Qué blanda parece su superficie. Qué frías deben de ser sus profundidades. Santana, pronto estarás a la luz del sol. Ya has conseguido retorcerla…, ya tienes la última hebra de mi corazón. Cuando esa hebra se afloje, me pregunto, ¿lo notarás?
1 de agosto de 1873
Es muy tarde y hay silencio. La señora Sylvester está en su habitación, tiene el pelo atado con una cinta y suelto sobre los hombros. Me está esperando. Que espere un rato más. Quinn está acostada en mi cama, descalza. Fuma uno de los cigarrillos de Noah. Dice:
—¿Por qué estás escribiendo?
Le digo que escribo para que lo lea mi guardián, como todo lo que hago. «Él», dice y ahora se está riendo y sus pestañas oscuras se juntan sobre sus ojos y le tiemblan los hombros. La señora Sylvester no debe oírnos. Ahora está callada, mirando al techo.
—¿Qué estás pensando? —le digo.
Dice que piensa en Marley Rose. Ha venido cuatro veces en las dos últimas semanas, pero sigue estando muy nerviosa y, al fin y al cabo, creo que quizá sea demasiado joven para que Noah la desarrolle. Pero Quinn dice:
—Déjale que le ponga su marca una sola vez y ella vendrá con nosotros para siempre. ¿Y sabes lo rica que es?
Creo que oigo llorar a la señora Sylvester. Fuera, la luna está muy alta. Es la luna nueva, con la antigua en sus brazos. Aún tienen encendidas las lámparas en el Crystal Palace, y en el cielo oscuro se ve muy claro su brillo. Quinn todavía sonríe. ¿En qué pensará ahora? Dice que piensa en el dinero de la pequeña Rose y en lo que podríamos hacer con una fortuna así. Dice:
—¿Creías que pensaba tenerte en Sydenham toda la vida, cuando en el mundo hay tantos lugares soleados? Estoy pensando en lo guapa que estarás en Francia o en Italia, por ejemplo. Pienso en todas las pálidas inglesas que han ido a esos países con la gran esperanza de que el sol las restablezca.
Ha apagado el cigarrillo. Iré a ver a la señora Sylvester.
—Recuerda de quién eres la novia —está diciendo Quinn.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
BUENO ESE ES EL FINAL??!!!!!
NO HAY EPILOGO¡¡¡????????????????
ESPERO QUE RESPONDAS PLIS
NO HAY EPILOGO¡¡¡????????????????
ESPERO QUE RESPONDAS PLIS
akarencilla*** - Mensajes : 132
Fecha de inscripción : 17/06/2013
Edad : 26
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
akarencilla escribió:BUENO ESE ES EL FINAL??!!!!!
NO HAY EPILOGO¡¡¡????????????????
ESPERO QUE RESPONDAS PLIS
Ese es el final, no hay epilogo, lo dejan demasiado abierto. Como he dicho otras veces esta historia sino fuera porque me la pidieron no la habria adaptado, ya que no me gustan los finales tan abiertos.
Te aconsejo que te veas la pelicula, le dieron un final, la puedes encontrar en youtube
https://www.youtube.com/watch?v=RLnSRKG9cjQ
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
No lo e leido todo voy en la fecha de 15 de octubre de 1874 esta buena pregunta se enamoran?? o algo nose'??¡
akarencilla*** - Mensajes : 132
Fecha de inscripción : 17/06/2013
Edad : 26
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
akarencilla escribió:No lo e leido todo voy en la fecha de 15 de octubre de 1874 esta buena pregunta se enamoran?? o algo nose'??¡
Si te lo digo no tiene gracia...pero solo te dire que si por ahora no te enganchó...no lo leas, personalmente no me gusto el libro, se que hay a quienes si, pero es mi opinion. Te recomiendo más que leas "Falsa identidad" la tengo también adaptada y es de la misma autora, para mi es muchisimo mejor ese libro
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Es que es buena adoro tus adaptaciones deberias hacerlo mas seguido sabes? me gusta mucho esta historia solamente quiero saber si su amor surge o no ?? la otrra se ve buena la leere mañana te doy mi opinion
akarencilla*** - Mensajes : 132
Fecha de inscripción : 17/06/2013
Edad : 26
Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final
Lo hago cuando tengo tiempo, estuve una buena epoca sin escribir porque el tiempo no me lo permitia, ahora mismo acabe esta adaptacion y empece otra "los cuentos de Provincentown tales", también retome unas de las que tuve que dejar por falta de tiempo "la familia crece"
A tu pregunta, no te lo quiero decir, es que en ocasiones la historia se vuelve algo pesada, y lo que te motiva a seguir leyendo es la curiosidad de saber si pasara algo entre ellas..., asi que es mejor que no lo sepas, lo que si te aconsejo, es que veas la pelicula, pero solo despues de leer la historia
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
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