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Finalizado FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Lun Abr 14, 2014 6:35 pm

Hola chicas, aquí es Semana Santa, vale, me diréis que por allí también, pero en España la Semana Santa es diferente. Para los que tengan curiosidad os dejo un enlace del periódico virtual de mi pueblo, donde veréis lo que fue el Domingo de Ramos para nosotros
Semana Santa en España:
En fin, como aquí todos los días hay pasos, y se sale todos los días, no puedo ponerme a escribir como siempre, así que solo podré dedicarme a las adaptaciones que es lo que menos tiempo me lleva, además de que tengo unos cuantos capítulos adelantado.
Esta adaptación fue una petición de una lectora, cono no quise negarme, pues aquí os dejo esta adaptación, espero que os guste


Sinopsis
Brittany Pierce es aún joven, pero parece destinada a una solitaria soltería. Tras la muerte de su padre ha intentado suicidarse, y ahora, para acabar de reponerse, y tal vez para huir de la asfixiante vida junto a su madre, se dedica a las obras de caridad. La sensible y refinada señorita Pierce comenzará a visitar la prisión de mujeres de Millbank e intentará ayudar a las internas a mejorar su vida espiritual. Y allí, en ese geométrico laberinto de celdas, entre asesinas, prostitutas y ladronas, la aguarda Santana López, una médium espiritista. Acusada de estafa, y de atacar y vejar a una jovencita en una de sus sesiones, Santana, enigmática, de etérea belleza, insiste en su inocencia, y sostiene que fue el robusto espíritu de Noah Puckerman el autor de la agresión. Las visitas de Brittany se suceden, y crece su interés por la misteriosa joven. Siente que ambas se parecen, prisioneras en celdas diferentes, pero igualmente oscuras y sofocantes. Y cuando la persuasiva Santana le anuncia que son los espíritus quienes han dispuesto que ella caiga presa para que las dos puedan encontrarse, puesto que son las dos mitades de una misma sustancia, Brittany sólo desea creerla, y está dispuesta a aceptar absolutamente todas sus sugerencias…
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Lun Abr 14, 2014 7:02 pm

Prólogo. 3 de agosto de 1873.
Nunca he estado más asustada que ahora. Sólo me han dejado la luz de la ventana para escribir en la oscuridad. Me han encerrado en mi propio cuarto y han cerrado la puerta con llave. Querían que lo hiciese Kitty, pero ella se ha negado. Ha dicho: «¿Cómo, quieren que encierre a mi señora, que no ha hecho nada?». Al final el médico le ha quitado la llave, ha cerrado la puerta y la ha obligado a marcharse. Ahora muchas voces dicen mi nombre en toda la casa. Si cierro los ojos y escucho parece una noche cualquiera. Yo estaría esperando a que la señora Sylvester viniese a llevarme a un círculo oscuro al que quizá asistiesen Marley u otra chica, ruborizándose al pensar en Noah, en sus grandes patillas morenas y sus manos relucientes. Pero la señora Sylvester está acostada sola en su fría cama y, en el piso de abajo, Marley Rose sufre una llorera. Y creo que Noah Puckerman se ha marchado para siempre. Él ha sido excesivamente rudo y Marley se ha puesto demasiado nerviosa. Cuando le digo que noto que Noah se acerca, ella se estremece y cierra fuerte los ojos. Le digo:
—Solamente es Noah. No le tendrá miedo, ¿verdad? Mire, aquí está, mírele, abra los ojos.
Pero, en vez de abrirlos, ella sólo dice:— ¡Oh, tengo muchísimo miedo! ¡Oh, señorita López, por favor, que no se acerque más!
Bueno, muchas mujeres han dicho lo mismo cuando Noah se les ha acercado por primera vez, solo. Él, al oírla, suelta una carcajada y dice:
—Pero ¿qué pasa? ¿Vengo hasta aquí para que me digan que me vaya? ¿Sabes el viaje penoso que he hecho y lo que he sufrido por tu culpa?
Entonces Marley se echa a llorar; algunas lo hacen, por supuesto. Yo digo:
—Noah, sé más amable, Marley está asustada. Si eres un poco menos brusco estoy segura de que ella te dejará acercarte.
Pero cuando él ha dado un paso para ponerle las manos encima, ella lanza un grito y se pone de golpe muy rígida y pálida. Noah dice:
—¿Qué te pasa, tonta? Lo estás estropeando todo. ¿Quieres mejorar o no?
Pero ella grita otra vez y luego se derrumba, cae al suelo y empieza a patalear. Nunca he visto a una mujer hacer esto. «¡Por Dios, Noah!», digo, y él me mira y dice: «¡Y ahora tú, perra!», y coge a Rachel por las piernas y yo le tapo la boca con las manos. Lo he hecho sólo para que se callara y no se zarandease, pero cuando retiro las manos veo que las tengo manchadas de sangre. He pensado que debía de haberse mordido la lengua o había sangrado por la nariz. Al principio ni siquiera me percato de que era sangre, de tan negra que era, y parecía muy caliente y espesa, como un lacre. Y ella chillaba, incluso con la boca ensangrentada, y el alboroto ha hecho que por fin llegara la señora Sylvester, oigo sus pasos en el pasillo y luego su voz, que suena asustada.
—Señorita López, ¿qué pasa, está herida, se ha hecho daño? -dice.
Marley, cuando oye esto, se revuelve y grita, con voz clarísima: «¡Señora Sylvester, señora Sylvester, quieren asesinarme!».
Entonces Noah se inclina y le da una bofetada en la mejilla, y ella se queda muy callada e inmóvil. Creo que entonces he pensado de verdad que podríamos haberla matado. Digo: «¿Qué has hecho, Noah? ¡Vete! Tienes que irte». Pero cuando él se dirige al reservado oímos que mueven la manija de la puerta y aparece la señora Sylvester, que ha abierto la puerta con la llave que traía. Sostenía una lámpara en la mano. Le digo: «¡Cierre la puerta, Noah está aquí y la luz le hace daño!». Pero ella dice: «¿Qué ha ocurrido? ¿Qué han hecho?». Mira a Marley, tumbada inmóvil en el suelo, con toda su melena castaña esparcida, y luego a mí, con la enagua desgarrada, y luego la sangre en mis manos, que ya no es negra sino escarlata. Después mira a Noah. Él se tapa la cara con las manos y grita: «¡Llévese esa luz!». Pero tenía la bata abierta y se le veían las piernas blancas, y la señora Sylvester no aparta la luz hasta que la lámpara empieza a temblar. Entonces grita: «¡Oh!» y vuelve a mirarme, y también a Marley, y se pone la mano en el corazón. Dice: «¿Ella también? ¡No!», y después: «¡Oh, madre, madre!». Posa la lámpara y vuelve la cara hacia la pared, y cuando yo me acerco me pone los dedos encima del pecho y me empuja. He buscado a Noah con la mirada, pero se había ido. Sólo estaba la cortina, oscura, balanceándose y con la marca de plata que había dejado su mano. Y al final la que ha muerto no ha sido Marley, sino la señora Sylvester. Marley sólo se había desmayado, y cuando su criada, después de vestirla, se la lleva a otro cuarto, yo la oigo deambular, llorando. Pero la señora Sylvester se ha ido debilitando hasta que ya no se tenía en pie. Quinn llega corriendo y grita: «¿Qué ha pasado?», y la hace tenderse en el sofá del salón, y todo el tiempo le aprieta la mano y le dice:
—Pronto estará bien, estoy segura. Mire, yo estoy aquí y también está la señorita López, que la quiere.
Me ha parecido que la señora Sylvester se esforzaba en hablar pero no podía, y cuando Quinn se ha dado cuenta ha dicho que teníamos que mandar llamar a un médico. Se queda apretando fuerte la mano de la señora Sylvester al mismo tiempo que la examina llorando y diciendo que no la soltaría. La señora Sylvester ha muerto poco después. Quinn dice que ha muerto sin haber dicho palabra, excepto para llamar de nuevo a su mamá. El médico ha dicho que muchas moribundas se vuelven como niñas. Que la difunta tiene el corazón muy tumefacto y que siempre debió de tenerlo débil, y que es un milagro que haya vivido tanto tiempo. El médico seguramente se habría ido sin que se le ocurriera preguntar qué había sobresaltado a la difunta, pero mientras él estaba allí llega la señora Berry y le pide que examine a Marley. Cuando el médico ve las marcas de Marley baja la voz y dice que esto es más extraño de lo que pensaba. «¿Extraño?», dice entonces la señora Rose: «¡Yo diría que es criminal!». Ella ha llamado a un policía y por eso me han encerrado en mi cuarto, y el agente le preguntaba a Rachel quién la había herido. Ella responde que Noah Puckerman, y los hombres han dicho: «¿Noah Puckerman? ¿Noah Puckerman? ¿En qué está pensando?».

No hay un fuego encendido en toda esta casona, y aunque estemos en agosto tengo muchísimo frío. ¡Creo que nunca volveré a tener calor! Creo que nunca volveré a estar tranquila. Creo que nunca volveré a ser la misma; miro alrededor del cuarto y no veo nada que me pertenezca. Está el olor de las flores del jardín de la señora Sylvester, y los perfumes en la mesa de su madre y la cera del suelo, los colores de la alfombra, los cigarrillos que yo le liaba a Noah, el brillo de las joyas en el joyero, el reflejo de mi propia cara blanca en el espejo, pero todo esto me resulta extraño. Ojalá pudiera cerrar los ojos y al abrirlos estar de nuevo en Bethnal Green, con mi tía sentada en su silla de madera. Hasta preferiría estar en mi habitación del hotel del señor Vincy, con la pared de ladrillo desnudo fuera de la ventana. Preferiría cien veces estar allí que aquí, donde estoy ahora. Es tan tarde que han apagado las luces del Crystal Palace. Sólo veo su gran mole negra, recortada contra el cielo. Ahora oigo el sonido de la voz del policía, y la señora Rose hace llorar a Marley con sus gritos. El dormitorio de la señora Sylvester es el único lugar silencioso de la casa, y sé que ella está allí tendida, completamente sola en la oscuridad. Sé que yace muy inmóvil y derecha, con el pelo suelto y una manta encima. Quizá esté escuchando los gritos y los lloros, quizá todavía quiera abrir la boca para hablar. Sé lo que diría si pudiese hablar. Lo sé tan bien que me parece oírlo. Su voz baja, que sólo yo puedo oír, es la más aterradora de todas.


Última edición por Marta_Snix el Mar Jun 10, 2014 3:17 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Lun Abr 14, 2014 9:46 pm

Hola Martha, xk me imagino ke ese es tu nombre? :) muchas gracias has echo mi dia x cumplir mi peticion. Te juro ke me siento especial!! Espero kon ansias el proximo capitulo. Ke te puedo decir amo tu fic :) sobre todo lo ke tenga ke ver con Sarah Walters y esta adaptacion :)
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Mensaje por monica.santander Lun Abr 14, 2014 11:03 pm

Buen comienzo de historia Marta!!
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 15, 2014 12:17 pm

yaadiizbear12 escribió:Hola Martha, xk me imagino ke ese es tu nombre? :) muchas gracias has echo mi dia x cumplir mi peticion. Te juro ke me siento especial!! Espero kon ansias el proximo capitulo. Ke te puedo decir amo tu fic :) sobre todo lo ke tenga ke ver con Sarah Walters y esta adaptacion :)
Hola, si es mi nombre :P
Jajajaja Me alegro haber contribuido a eso xD Nunca me habían hecho una petición, así que no podía negarme
monica.santander escribió:Buen comienzo de historia Marta!!
Saludos
Me alegro de tenerte por aqui también Monica
Nos vemos ;)
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Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 15, 2014 12:19 pm

1º PARTE
24 de septiembre de 1874. (1º Parte)
Papá solía decir que cualquier pasaje histórico se podía contar como un cuento: sólo había que decidir dónde empezaba y dónde terminaba. Decía que en eso consistía su pericia. Y quizá, en definitiva, las historias que contaba fueran fáciles de cribar así, de dividir en partes y clasificar: las grandes vidas y las grandes obras, todas ellas limpias, brillantes y completas, como letras de metal en una caja de tipos. Me gustaría que papá estuviese ahora conmigo. Le preguntaría cómo empezaría él la historia cuya escritura he emprendido hoy. Le preguntaría cómo contaría en buen orden la historia de una cárcel, la cárcel de Millbank, que contiene tantas vidas separadas, y tiene una forma tan curiosa, y a la que hay que acercarse de un modo tan oscuro, a través de muchas puertas y pasadizos sinuosos. ¿El empezaría por la construcción de los calabozos? Yo no puedo hacerlo, pues aunque esta mañana me han dicho la fecha, ya la he olvidado, y, además, Millbank es tan sólida y antigua que hasta me cuesta creer que hubo un tiempo en que no se alzaba en ese lóbrego lugar junto al Támesis, proyectando su sombra sobre la tierra negra. Tal vez él empezara, entonces, con la visita del señor Schuester a esta casa hace tres semanas; o quizá la comenzara a las siete de esta mañana, cuando Kitty me ha traído mi traje gris y mi abrigo; no, por supuesto, él no empezaría la historia aquí, con una mujer y su criada, y enaguas y el pelo suelto. La empezaría, creo yo, en la puerta de Millbank, en el punto que todo visitante debe cruzar para hacer el recorrido por los calabozos. Así que empezaré mi relato ahí: el portero de la cárcel me recibe y hace una marca junto a mi nombre en un libro grande de contabilidad; un celador me guía a través de un arco estrecho, y me dispongo a atravesar la explanada que conduce a la prisión propiamente dicha. Sin embargo, antes de hacerlo debo pararme un momento para liberar la falda, que es sencilla, pero ancha, y que se ha enganchado en un saliente de hierro o un ladrillo. Me atrevería a decir que papá no se hubiera detenido en el detalle de la falda; yo sí, por el contrario, pues cuando levanto la vista de mi amplio dobladillo veo por primera vez los pentágonos de Millbank, cuya proximidad, al verlos de repente, los hace imponentes. Al contemplarlos mi corazón late con fuerza, y tengo miedo. El señor Schuester me dio un plano de los edificios de Millbank hace una semana, y desde entonces lo tengo clavado con chinchetas en la pared de detrás de esta mesa. La cárcel, el dibujo de su perímetro, tiene un encanto curioso, pues los pentágonos parecen pétalos de una flor geométrica o, como he pensado alguna vez, son como las casillas coloreadas de las pizarras donde pintábamos de niños. Observada de cerca, desde luego, Millbank no es bonita. Es una mole enorme, y sus líneas y ángulos, que se concretan en muros y torres de ladrillo amarillo y ventanas de postigos, sólo parecen erróneos o malignos. Es
como si la cárcel hubiera sido diseñada por un hombre en una pesadilla o en un acceso de locura, o como si hubiera sido construida expresamente para volver locos a los presos. Creo que a mí, sin duda, me habría enloquecido si hubiera tenido que trabajar allí de celadora. En suma, sigo, acobardada, al hombre que me guía; me detengo una vez para mirar atrás, y después para contemplar la cuña de cielo que asoma por encima. Como la puerta de acceso al interior de Millbank está en el entronque de dos de los pentágonos, para llegar a ella hay que recorrer un camino de gravilla que se va estrechando, y palpar las paredes a ambos lados cuando avanzas, como si fueran las rocas del Bosforo, que se entrechocan. Allí, las sombras que surgen de los ladrillos ictéricos son del color de las moraduras. El suelo sobre el que se levantan los muros es húmedo y oscuro como tabaco. Este suelo vuelve el aire muy rancio, y más aún cuando me introducen en la cárcel y la puerta se cierra a mi espalda. El corazón me empieza a latir incluso más aprisa, y sigue retumbando cuando me hacen sentarme en un cuartito vacío, desde donde veo a los celadores cruzar la puerta abierta, frunciendo el ceño y murmurando. Cuando por fin llega el señor Schuester, tomo su mano y digo:
—¡Me alegro de verle! ¡Empezaba a preocuparme que los hombres me tomaran por una reclusa recién llegada, y que me dejasen encerrada en una celda!
El se ríe. En Millbank, me dice, nunca se producen esas confusiones. Después entramos juntos en los edificios de la cárcel: él considera que es mejor llevarme directamente a la prisión de mujeres, a la oficina de la gobernanta o supervisora jefe, la señorita Haxby. Durante el trayecto me explica el itinerario y yo intento que coincida con el plano que tengo en la cabeza, pero la distribución de la cárcel es, por supuesto, tan singular que me pierdo enseguida. Sé que no entramos en los pentágonos que alojan a los hombres. Sólo cruzamos las puertas que conducen a las celdas del edificio con forma de hexágono, en el centro de la cárcel, el edificio donde están los almacenes, la casa del médico, el despacho del señor Schuester, los de todos los funcionarios, las enfermerías y la capilla.
—Como ve —me dice en un momento dado, señalando con un gesto, a través de una ventana, una hilera de humeantes chimeneas amarillas por las que sale, me dice, el humo de la lavandería—, ¡somos una pequeña ciudad! Totalmente autosuficientes. Siempre pienso que nos apañaríamos muy bien en caso de asedio.
Lo dice con cierto orgullo, pero sonriendo por su jactancia, y yo correspondo a su sonrisa. Pero si me había asustado cuando la luz y el aire han quedado a mi espalda, en la puerta de entrada, ahora, al adentrarnos en la cárcel, y cuando ya hemos cruzado la puerta que hay al fondo de un tenue e intrincado camino que nunca sabría desandar sola, la inquietud vuelve a asaltarme. La semana pasada, al revisar los documentos en el estudio de papá, encontré un volumen de los dibujos carcelarios de Piranesi, y pasé una hora intranquila al estudiarlos, pensando en las oscuras y atroces visiones que quizá afrontase hoy. Por supuesto, no había nada que correspondiera a las cosas que me había imaginado. Sólo atravesamos una serie de pasillos limpios y encalados, en cuyas intersecciones nos saludan celadores con chaquetas oscuras. Pero la propia limpieza y el hecho de que los pasillos y los hombres hieran idénticos los hacen turbadores: no habría reconocido nunca ese sencillo itinerario, aunque me lo hubieran hecho recorrer diez veces. También intranquiliza el espantoso clamor del sitio. Los celadores están junto a las puertas, cuyos cerrojos hay que descorrer, dejar colgando sobre bisagras chirriantes, cerrar de golpe y asegurar con llave; y, por supuesto, en los pasillos vacíos resuena el eco de otras puertas, de otras cerraduras y cerrojos, lejanos y próximos. La cárcel, en consecuencia, parece atrapada en el centro de una tormenta privada y perpetua, que me ha dejado un zumbido en los oídos. Caminamos hasta llegar a una puerta antigua y tachonada, en la que había un portillo, y que resultó ser la entrada a la prisión de mujeres. Nos recibió una celadora que hizo una reverencia al señor Schuester, y como era la primera mujer que veía, me aseguré de examinarla a conciencia. Era bastante joven, pálida y muy seria, y vestía lo que yo no tardaría en saber que era el uniforme de la cárcel: un vestido de lana gris, un manto negro, un bonete de paja gris con un reborde azul y unas botas negras, gruesas y de suela plana. Cuando me vio mirándola hizo otra reverencia, mientras el señor Schuester decía:—Le presento a la señorita Ridley, nuestra celadora jefe. —Y luego, a ella—: Ésta es la señorita Pierce, la nueva visitadora.
La señorita Ridley nos precedió y oí un tintineo rítmico de metal; observé entonces que, como los celadores, llevaba un cinturón ancho de cuero con una hebilla de latón y, colgado de la hebilla, un manojo de llaves relucientes. A través de más pasillos indistintos, nos condujo hasta una escalera de caracol que subía a una torre; en la cima de la torre, en una blanca y luminosa sala circular, llena de ventanas, tiene su despacho la señorita Haxby.
—Comprenderá la lógica de este trazado —me dijo el señor Schuester mientras subíamos, cada vez más colorado y con menos resuello; y, desde luego, lo entendí al instante, pues la torre se alza en el centro de los patios pentagonales y desde su altura se dominan todos los muros y las ventanas con barrotes que componen la fachada interior del pabellón de mujeres. La habitación es muy sencilla. Tiene el suelo desnudo. Hay una cuerda tendida entre dos postes, donde se obliga a esperar a las presas cuando las llevan allí, y detrás de la cuerda hay un escritorio. Sentada delante, escribiendo en un enorme libro negro, encontramos a la señorita Haxby, «la Argos de la cárcel», como la llamó el señor Schuester, sonriendo. Ella se levantó al vernos, se quitó los anteojos y, como la señorita Ridley, hizo una reverencia. La señorita Haxby es una mujer muy baja y tiene el pelo completamente blanco. Sus ojos son perspicaces. Detrás de su mesa, fuertemente atornillada a los ladrillos encalados, hay una placa esmaltada con la siguiente inscripción, en letras negras: Tú has colocado nuestros delitos ante Ti y nuestros pecados secretos a la luz de Tu confianza.
Al entrar en la habitación, era imposible contener el impulso de acercarse a alguna de las ventanas curvas y contemplar la vista que se divisaba por ella, y cuando el señor Schuester me vio mirando, dijo:
—Sí, señorita Pierce, acérquese al cristal.
Primero examiné los patios en forma de cuña, abajo, y luego miré con más atención las feas paredes carcelarias que había enfrente y sus hileras de ventanas entornadas. Shuester dijo:
—Y bien, ¿no es una vista maravillosa y terrible?
Ante mí tenía la cárcel de mujeres entera, y al otro lado de cada una de aquellas ventanas había una celda con una presa dentro. El señor Shuester se dirigió a la señorita Haxby:
—¿Cuántas mujeres tiene ahora mismo en los pabellones?
Ella respondió que había doscientas setenta.
—¡Doscientas setenta! —dijo él, meneando la cabeza—. ¿Se imagina, señorita Pierce, por un momento, a esas pobres mujeres y los oscuros y tortuosos caminos a través de los cuales han llegado a Millbank? Habrán sido ladronas, prostitutas, estarán embrutecidas por el vicio, sin duda desconocen la culpa, el deber y los sentimientos más nobles… Sí, no lo dude. La sociedad las ha considerado viles; y la sociedad nos las ha entregado, a la señorita Haxby y a mí, para que las tengamos a buen recaudo…
¿Pero cuál, me preguntó, era el modo adecuado de hacerlo?
—Les inculcamos costumbres fijas. Les enseñamos a rezar, les enseñamos recato. Aun así, es necesario que pasen casi todo el día solas, entre las cuatro paredes de sus celdas. Y ahí están —señaló otra vez con la cabeza las ventanas de enfrente—…, estarán quizá tres años, quizá seis o siete. Ahí están: encerradas, cavilando. Les silenciamos la lengua, les mantenemos las manos ocupadas, pero sus corazones, señorita Pierce, sus desdichados recuerdos, sus ruines pensamientos, sus mezquinas ambiciones…, eso no lo podemos vigilar. No podemos, ¿verdad, señorita Haxby?
—No, señor —respondió ella.
Le pregunté si él creía, no obstante, que una visitadora podría hacerles mucho bien. Sí lo creía, dijo. Estaba convencido de ello. Aquellas pobres almas indefensas eran como niños o como salvajes: eran maleables, sólo que necesitaban un molde mejor que les diera forma.
—Nuestras celadoras podrían hacerlo —dijo—. Pero su jornada de trabajo es larga y sus tareas son arduas. A veces las presas son rudas con ellas y a veces feroces. Pero si una mujer se les acerca, señorita Pierce, si es una mujer quien lo hace; si saben que ella ha dejado su vida confortable exclusivamente para visitarlas, para interesarse por su desventurada historia; si les hace ver el triste contraste entre su forma de hablar y sus modales y lo toscas que son ellas, se volverán dóciles, se amansarán, se rendirán. ¡He visto cómo ocurría! ¡Lo ha visto la señorita Haxby! Es cuestión de influencia, de comprensión, de suspicacias vencidas…
Prosiguió en esta vena. Ya había dicho cosas parecidas, por supuesto, en el salón de abajo, en nuestra casa, y allí, mientras mamá fruncía el ceño y el reloj en la repisa de la chimenea emitía su lento psh-psh desaprobador, había sonado muy bien. Debe de haber estado tristemente ociosa, señorita Pierce, me había dicho entonces, desde la muerte de su pobre padre. La única razón de su visita había sido recoger unos libros que alguna vez le prestó a papá; no sabía que yo no había estado desocupada, sino enferma. Entonces me alegré de que no lo supiera. Ahora, sin embargo, entre aquellas lúgubres paredes de la cárcel, con la señorita Haxby observándome y la señorita Ridley en la puerta, cruzada de brazos y columpiando el manojo de llaves, estaba más asustada que nunca. Por un instante sólo deseé que se percatasen de mi debilidad y me mandaran a casa, como hacía mamá cuando yo me ponía muy nerviosa en un teatro, pensando que iba a enfermar, y gritaba en el silencio absoluto de la sala. No se percataron. El señor Shuester siguió hablando de la historia de Millbank, de sus rutinas, su personal y sus visitadoras. Yo asentía a sus palabras; a veces también lo hacía la señorita Haxby. Al cabo de un rato sonó una campana en algún lugar de los pabellones y, al oírla, Shuester y las celadoras hicieron un movimiento parecido, y Shuester dijo que había hablado más de lo que pretendía. La campana era la señal para sacar a las presas a los patios; ahora tenía que dejarme al cargo de las celadoras; me dijo que fuera a verle en otro momento y le dijera qué me parecían las mujeres. Me cogió la mano, pero cuando hice ademán de seguirle hacia la mesa, dijo: No, no, debe quedarse un rato más aquí. Señorita Haxby, ¿quiere venir a la ventana y vigilar con la señorita Pierce? Ahora, señorita Pierce, siga mirando, ¡y verá usted algo!
La celadora le sostuvo la puerta, y a él se lo tragó la oscuridad de la escalera. La señorita Haxby se me había acercado y las dos nos dirigimos hacia el cristal; la señorita Ridley fue a otra ventana para mirar desde allí. Abajo se extendían los tres patios de tierra, cada uno separado del contiguo por un muro alto de ladrillo que arrancaba, como el radio de la rueda de un carro, de la torre de la gobernanta. Arriba se cernía el cielo sucio de la ciudad, veteado de sol.
—Para ser septiembre, un día precioso —dijo la señorita Haxby.
Después volvió a mirar la escena de abajo; yo miré como ella y aguardé. Durante un rato, todo estuvo en calma: allí los patios, como la explanada, son horriblemente desolados, todo tierra y grava: no hay siquiera una brizna de hierba que pueda ser mecida por la brisa, ni un gusano o un escarabajo sobre los cuales se abalance un pájaro. Más o menos un minuto después, sin embargo, capté un movimiento en la esquina de uno de los patios, seguido de un movimiento parecido en los otros. Era la apertura de las puertas y la salida de las mujeres; y no creo haber presenciado en mi vida nada tan extraño e impresionante como la estampa que ofrecían, porque vistas desde la alta ventana parecían pequeñas, como muñecas plantadas encima de un reloj, o como cuentas ensartadas en un hilo. Se esparcieron por los patios y formaron tres grandes corros elípticos, y unos segundos después no habría acertado a decir cuál había sido la primera presa que había salido al patio y cuál la última, ya que los corros eran perfectos, y todas las mujeres vestían igual, con túnicas marrones, gorros blancos y pañuelos azul claro atados al cuello. Sólo percibí su humanidad en sus posturas, pues aunque todas caminaban con el mismo paso cansino, vi que algunas llevaban la cabeza gacha y que otras renqueaban; algunas tenían el cuerpo rígido y encogido por el frío repentino, y unas cuantas desdichadas levantaban la cara hacia el cielo; y una, creo, hasta alzó los ojos hacia nuestra ventana y nos miró, inexpresiva. Allí estaban todas las mujeres de la
cárcel, casi trescientas, noventa en cada fila de la gran serpentina. Y en los rincones de los patios había un par de celadoras cubiertas con una capa negra, que debían vigilar a las presas hasta que terminaran su sesión de ejercicio. Me pareció que la señorita Haxby miraba con cierta satisfacción a la rueda de mujeres que avanzaban arrastrando los pies.— Mire cómo conocen su sitio —dijo—. Las presas deben mantener cierta distancia entre ellas. Cuando una presa no respeta esa distancia, se apunta su nombre y ella pierde privilegios. Si hay mujeres mayores, enfermas o débiles, o si son chicas muy jóvenes, («Tuvimos chicas hace algún tiempo, ¿verdad, señorita Ridley? Jovencitas de doce y trece años»), las celadoras las obligan a formar un corro aparte.
—¡Qué calladas están! —dije.
Ella entonces me dijo que las presas tienen que guardar silencio en todos los sitios de la prisión; que tienen prohibido hablar, silbar, cantar, tararear «o hacer toda clase de ruido voluntario», excepto con el permiso expreso de una celadora o una visitadora.
—¿Y cuánto tiempo tienen que caminar? —pregunté.
-Tienen que caminar una hora.
—¿Y si llueve?
-Si llueve, hay que suspender el ejercicio. -Dijo que los días de lluvia eran días malos para las celadoras, porque la reclusión prolongada ponía a las prisioneras «nerviosas e insolentes». Mientras hablaba miraba con más atención a las reclusas: uno de los corros había empezado a avanzar más despacio y había perdido el compás con los círculos de los otros patios.
—Es ella —dijo, y pronunció un nombre de mujer— la que afloja el paso de su fila. Hable con ella sin falta, señorita Ridley, cuando haga su ronda.
Me maravilló que pudiera distinguir a una mujer de otra; sin embargo, cuando se lo dije sonrió. Dijo que había visto a las presas pasear por el patio todos los días de su condena, «y he sido siete años directora de Millbank, y antes, celadora jefe»; antes de eso, me contó, era una simple celadora en la prisión de Brixton. En total, dijo, había pasado veintiún años en la cárcel, lo cual era una sentencia más larga que la que cumplen muchas reclusas. Aun así, había mujeres en los corros que sobrevivirían a su mando. Las había visto llegar; se atrevía a decir que no estaría presente a la hora de verlas salir… Le pregunté si aquellas mujeres no facilitaban su trabajo, puesto que debían de conocer muy bien las rutinas de la cárcel. Ella asintió con la cabeza.
—Oh, sí. —Y añadió—: ¿No es cierto, señorita Ridley? Preferimos a las de penas más largas, ¿verdad?
—Sí —respondió la Celadora—. Nos gustan las que llevan mucho tiempo; o sea, con su delito a la espalda —explicó—: las envenenadoras, las que han lanzado vitriolo, las asesinas de niños, de las que los jueces se han apiadado librándolas de la soga. Si tuviéramos la cárcel llena de ese tipo de mujeres, podríamos mandar a casa a todas las celadoras y dejar que se encerraran solas. Son las pequeñas delincuentes, las ladronas, las prostitutas y las estafadoras las que más nos molestan, ¡son unos demonios, señorita!
Son de la piel del diablo, la mayoría, y no quieren enmendarse. Si se saben nuestros hábitos, es sólo para ver qué pueden sacar de ellos, para hacer las fechorías que más problemas nos causen. ¡Demonios!
Largó esta diatriba con un tono muy tranquilo, pero sus palabras me hicieron pestañear. Quizá fuese sólo que la asocié con el manojo de llaves —que aún se columpiaban, y a veces entrechocaban con un ruido discordante, de la cadena de su cinturón—, pero me pareció detectar en su voz un timbre de acero. Era como un cerrojo en su clavija: imagino cómo lo descorre, bruscamente o despacio, aunque seguro que nunca lo haría con delicadeza. La miré un segundo y luego me volví do nuevo hacia la señorita Haxby. Se había limitado a asentir a lo que decía su compañera, y ahora casi sonreía.
—¡Ya ve lo sentimentales que se ponen mis celadoras con las presas a su cargo! —dijo.
Me siguió mirando con sus ojos penetrantes.
—¿Cree usted que somos severas, señorita Pierce? —me preguntó al cabo de un momento.
Dije que, por supuesto, me formaría mi propia opinión de la personalidad de las reclusas. El señor Shuester me había pedido que fuera visitadora, y ella le estaba agradecida, y yo pasaría mi tiempo con ellas como creyera oportuno. Pero debía decirme, como le diría a cualquier señora o caballero que litera a visitar sus pabellones: «Tenga cuidado.» —Y recalcó estas palabras de un modo horrible—. «Tenga cuidado al tratar con las mujeres de Millbank.» Me dijo que, por ejemplo, no descuidase mis pertenencias. Muchas de las chicas habían sido carteristas en su vida anterior, y si les ponía delante un reloj o un pañuelo, se verían tentadas a recaer en sus antiguas costumbres: por lo tanto, me pidió que no dejase esos objetos a la vista, del mismo modo que «escondería mis anillos y alhajas de los ojos de una criada, para no tener que preocuparla con la posibilidad de robarlos». También me dijo que cuidara la manera de hablar con las reclusas. No debía contarles nada del mundo al otro lado de los muros de la prisión, nada de lo que pasa fuera, ni siquiera una noticia de periódico, y esto sobre todo, dijo, «porque aquí están prohibidos los periódicos». Dijo que podría encontrarme con alguna que quisiera tomarme como confidente, como consejera; y si era así, tenía que aconsejarla «igual que haría su celadora, es decir, diciéndole que se avergüence de su delito, y que procure llevar una vida mejor en el futuro». Pero mientras estuvieran encarceladas no debía haber ninguna clase de promesas a ninguna de las presas; tampoco intercambiar objetos o información entre una presa y su familia o amigos del exterior.
—Si una interna le dijera que su madre está enferma y a punto de morir —dijo—; si se cortara un mechón de pelo y le rogara que se lo entregase a la moribunda, como prueba de amor, debe negarse. Si coge el mechón, señorita Pierce, ella la tendrá en sus manos. Volverá este gesto en su contra, y lo utilizará para todo tipo de fechorías.
Dijo que había habido, durante el tiempo que llevaba en Millbank, un par de casos así que habían terminado muy mal para todas las implicadas… Creo que con esto concluyó el capítulo de las advertencias. Se las agradecí, aunque, mientras ella hablaba, yo no me olvidaba de la presencia cercana de la celadora callada y de cara tersa; era como dar las gracias a mi madre por algún consejo enérgico mientras Kitty retiraba los platos. Miré de nuevo al corro y las mujeres en el patio, sin decir nada y pensando en mis cosas.
—Le gusta observarlas —dijo entonces la señorita Haxby.
Añadió que nunca había tenido una visitadora a la que no le gustase asomarse a aquella ventana y ver caminar a las presas. A ella le parecía tan terapéutico como mirar a un pez en una pecera. Al oír esto me aparté del cristal. Creo que hablamos un poco más sobre las costumbres carcelarias; pero enseguida ella miró a su reloj y dijo que la señorita Ridley me llevaría a hacer mi primera ronda por los pabellones.
—Lamento no llevarla yo. Pero ya ve —dijo, señalando el gran volumen oscuro encima de su mesa—. Esto es mi labor de esta mañana. Es el registro de las internas, donde tengo que apuntar los informes que me presentan las celadoras. —Volvió a ponerse las gafas y sus ojos se volvieron aún más penetrantes—. ¡Ahora veré, señorita Pierce, lo buenas o malas que han sido las presas esta semana!
La señora Ridley bajó conmigo la escalera de la torre. Al pie de la escalera franqueamos otra puerta. Pregunté a la celadora de quién era aquel alojamiento. Ella me dijo que era donde comía y dormía la señorita Haxby, y yo me pregunté cómo sería estar acostada en aquella torre silenciosa, con la cárcel alzándose por todas partes al otro lado de las ventanas. Miro al plano junto a mi escritorio y veo la torre marcada en el papel. Creo que veo también el itinerario por el que me condujo la señorita Ridley. Caminaba con paso muy ligero, sin desviarse un ápice a través de aquellos monótonos pasillos, exactamente igual que la aguja de una brújula que en todo momento apunta al norte. Me dijo que había un total de cinco kilómetros de pasillos de una parte a otra de la cárcel; bufó, sin embargo, cuando le pregunté si no era muy difícil distinguir entre un pasillo y otro. Dijo que cuando las celadoras entraban a trabajar en Millbank, al descansar la cabeza en la almohada por la noche les daba la impresión de estar recorriendo sin parar el mismo pasillo blanco.
—Eso dura una semana —dijo—. Después, conoces el camino perfectamente. Al cabo de un año te gustaría poder perderte otra vez, para variar.
Ella llevaba de celadora más tiempo incluso que la señorita Haxby. Dijo que podría cumplir sus tareas con los ojos vendados. Al decir esto sonrió, pero de un modo muy amargo. Tiene las mejillas pálidas y lisas, como de tocino o cera, y los ojos muy claros, con los párpados gruesos y sin pestañas. Observé que tiene las manos muy limpias y tersas; yo diría que les aplica piedra pómez. Lleva las uñas recortadas al máximo, hasta la misma piel. No volvió a hablarme hasta que llegamos a los pabellones, es decir, hasta llegar a una serie de barrotes que nos dieron acceso a un corredor largo, frío, silencioso y monacal donde estaban las celdas. Creo que este pasillo tendría cerca de dos metros de ancho. Había arena sobre el suelo y las paredes y el techo estaban recubiertos de más capas de cal. Arriba, a la izquierda, tan altas que yo no hubiera podido asomarme a ellas, había una hilera de ventanas con barrotes y gruesos cristales; y todo a lo largo de la pared de enfrente había puertas; puertas y más puertas, todas iguales, como las puertas oscuras e idénticas entre las que tenemos que escoger en las pesadillas. Las puertas filtraban un poco de luz al pasillo, pero también una especie de tufo. Es un olor indefinido, pero horrible: yo lo había percibido al instante, en los pasillos exteriores, y ¡lo sigo oliendo ahora, mientras escribo! Es el hedor sofocado de lo que allí llaman los «cubos sanitarios» y de las exhalaciones residuales, supongo, de muchas bocas y miembros mal lavados. La señorita Ridley me dijo que aquel pabellón era el A, el primero. Hay seis pabellones en total, dos en cada piso. En el A están las reclusas más recientes, clasificadas como de clase tercera. Luego me condujo a la primera de las celdas vacías, y me señaló con gestos las dos puertas que había en la entrada. Una era de madera y con cerrojos; la otra era una cancilla de hierro, provista de un candado. Durante el día mantienen cerrada la de hierro y abierta la de madera: «Así vemos a las presas cuando pasamos», dijo la señorita Ridley, «y se ventila un poco el aire de las celdas». Mientras hablaba cerró las dos puertas y la celda se volvió de golpe más oscura, y pareció encogerse. Puso los brazos en jarras y miró alrededor. Dijo que aquellas celdas eran muy decentes: espaciosas y «de construcción muy sólida», con un muro doble de ladrillo entre ellas. «Así una reclusa no puede comunicarse con su vecina…». Me aparté de ella. La celda, aunque poco iluminada, era blanca y de aspecto muy crudo, y tan desnuda que, si cierro los ojos, vuelvo a ver con claridad todo lo que había dentro. Había un único ventanuco alto, de malla y de cristal amarillo; era, por supuesto, una de las ventanas que había visto con el señor Shuester desde la torre de la señorita Haxby. Junto a la puerta había una placa esmaltada con una lista de «anuncios a las presas» y una «oración de la reclusa». Sobre un estante de madera pelada había un tazón, un plato, un salero, una Biblia y un libro religioso: El compañero del preso. Había una silla, una mesa y una hamaca plegada y, junto a ésta, una cubeta de sacos de lona e hilos escarlata, y un «cubo sanitario» con una tapadera de esmalte descascarillada. En el estrecho alféizar del ventanuco había un peine carcelario, con sus viejos dientes gastados o mellados y, enganchados en ellos, pelos rizados y restos de cuero cabelludo. Al parecer, el peine era lo único que distinguía a esta celda de las circundantes. Las reclusas no pueden guardar nada suyo en las celdas, y los objetos que les dan —el tazón, el plato, la Biblia— deben conservarlos muy limpios y en un orden preestablecido por el reglamento. Fue muy desagradable recorrer en toda su longitud los pabellones de la planta baja con la señorita Ridley inspeccionando todos aquellos recintos impersonales y lúgubres; descubrí también que me mareaba la geometría del lugar. En efecto, los pabellones siguen el trazado de los muros exteriores del pentágono y tienen una distribución extraña: cada vez que llegábamos al final de un pasillo blanco y monótono, empezaba otro exactamente igual, sólo que formando un ángulo anormal. Donde convergen dos pasillos hay una escalera de caracol. En la intersección de los pabellones hay una torre donde la celadora de cada piso tiene un pequeño aposento propio. Durante todo este recorrido oímos, al otro lado de las ventanas de las celdas, el rítmico plam, plam de las mujeres en los patios de la cárcel. Al llegar al extremo más lejano del segundo pabellón de la planta baja, oí otra campanada que redujo la cadencia de la marcha y la hizo desigual; al cabo de un momento sonó un portazo y un estruendo de barrotes, seguido nuevamente del rumor de botas, que esta vez crujían al pisar arena. Miré a la señorita Ridley.
—Ahí vienen las mujeres —dijo con indiferencia, y nos quedamos escuchando cómo el sonido se tornaba fuerte, más fuerte, cada vez más fuerte. Al final resultaba insoportable, ya que, claro está, habíamos doblado tres esquinas del suelo y a pesar de que las mujeres estaban cerca, no las veíamos.
—¡Parecen fantasmas! —dije; me acordé de lo que decían de que a través de los sótanos de las casas de la ciudad se oye a veces pasar a legiones de soldados romanos. Creo que los suelos de Millbank podrían retumbar así en los siglos venideros, cuando la cárcel no se alce ya en su actual emplazamiento. Pero la señorita Ridley se había vuelto hacia mí.

—¡Fantasmas! —dijo, escrutándome de un modo raro. No bien dijo esto, las reclusas doblaron la esquina del pabellón y de repente se volvieron tremendamente reales: no eran fantasmas ni muñecas ni cuentas ensartadas en una cuerda, como parecían antes, sino mujeres y chicas con la cara tosca y el cuerpo encorvado.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por mylove4hemo Miér Abr 16, 2014 10:26 am

Que tal esta historia me llamo mucho la atencion por el titulo y mas al vaaer la escritora me anime a leerla osea tu ;). Siempre e sido una lectora silenciosa hasta hace poco me anime a comentar. Bueno volviendo a la historia pobre Britt al perder a su padre la comprendo es algo que nunca terminas de superar, y Santana una medium eso si que no me lo esperaba, no se porque me dio nostalgia al momento que describias a las chicas que estan en prision pero siestan ahi es por algo, continua pronto para poder seguir leyendote
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Alisseth Miér Abr 16, 2014 12:05 pm

Está genial.. Espero leer la continuación pronto.. :)
Muuchos saludos n.n
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Mensaje por Marta_Snix Dom Abr 20, 2014 5:54 pm

mylove4hemo escribió:Que tal esta historia me llamo mucho la atencion por el titulo y mas al vaaer la escritora me anime a leerla osea tu ;). Siempre e sido una lectora silenciosa hasta hace poco me anime a comentar. Bueno volviendo a la historia pobre Britt al perder a su padre la comprendo es algo que nunca terminas de superar, y Santana una medium eso si que no me lo esperaba, no se porque me dio nostalgia al momento que describias a las chicas que estan en prision pero siestan ahi es por algo, continua pronto para poder seguir leyendote
Me alegro que te esté gustando, y muchas gracias por tomarte el tiempo en comentar.
Bueno las cosas solo están empezando, sabremos más de las dos chicas, así como algo de las presas, como tu dijiste, si están ahí es por algo
Alisseth escribió:Está genial.. Espero leer la continuación pronto.. :)
Muuchos saludos n.n
Aqui te dejo el siguiente capitulo
Nos vemos ;)
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Mensaje por Marta_Snix Dom Abr 20, 2014 5:56 pm

24 de septiembre de 1874. (2º Parte)
Levantaron la cabeza cuando nos vieron allí paradas, y pusieron una expresión dócil en cuanto reconocieron a la señorita Ridley. A mí, por el contrario, me miraron con una expresión franca. Sin dejar de mirarnos, entraron en orden en sus celdas respectivas y se
sentaron. Tras ellas, su celadora iba cerrando las puertas. Creo que esta celadora se llama señorita Manning.
—Es la primera visita que hace la señorita Pierce —le dijo la señorita Ridley, y la otra celadora asintió y dijo que le habían avisado mi llegada. Sonrió.
¡Vaya trabajito que me había impuesto, dijo, visitando a aquellas chicas! ¿Me gustaría hablar con alguna de ellas? Dije que sí y ella me llevó a una celda que aún no había cerrado y llamó a la mujer que estaba dentro.
—Ven aquí, Pilling —dijo—. Esta es la nueva visitadora, que ha venido a interesarse por ti. Levántate para que te vea. ¡Vamos, espabila!
La presa se me acercó e hizo una reverencia. Tenía las mejillas coloradas y los labios ligeramente relucientes a causa del enérgico ejercicio en el patio. La señorita Manning dijo:
—Dile quién eres y por qué estás aquí. -La mujer obedeció en el acto, aunque tartamudeando un poco al pronunciar su nombre:
—Susan Pilling. Por robar.
La señorita Manning me enseñó una tablilla esmaltada que colgaba de una cadena al lado de la entrada de la celda: informaba del número de pabellón y de la clase de reclusa, de su delito y de la fecha en que sería liberada. Pregunté a Pilling cuánto tiempo llevaba en Millbank. Me dijo que siete meses. Asentí. ¿Y qué edad tenía? Pensé que le faltarían dos o tres años para cumplir cuarenta. Dijo, sin embargo, que tenía veintidós, y yo titubeé al oírlo y luego volví a asentir. A continuación le pregunté si le gustaba la vida allí. Contestó que le gustaba bastante; y que la señorita Manning era amable con ella.
—Seguro que sí —dije.
Después hubo un silencio. Vi que la mujer me miraba y creo que las celadoras tampoco me quitaban la vista de encima. De pronto me acordé de que mi madre, cuando yo tenía veintidós años, me reñía diciendo que tenía que hablar un poco más cuando visitábamos a alguien. Tenía que preguntar a las señoras por la salud de sus hijos; o qué sitios bonitos habían visitado; o lo que habían pintado o cosido. Tenía que admirar el corte del vestido de una dama… Miré el vestido de color barro de Susan Pilling y le pregunté qué le parecía el vestido que llevaba puesto. ¿De qué era: de sarga o de dril? Aquí la señorita
Ridley dio un paso adelante, cogió la falda y la levantó un poco. El vestido era de dril, dijo. Las medias, de color azul, con una raya carmesí, muy ásperas, eran de lana. Llevaba unas enaguas de franela y otras de sarga. Pude ver que los zapatos eran recios: la celadora me dijo que los hacían los presos en el taller de la cárcel. La reclusa permaneció tiesa como un maniquí mientras la celadora hacía el recuento de estas prendas, y me sentí obligada a inclinarme para coger un pliegue de la falda y pellizcarla. Olía…, olía como olería un vestido de dril que una mujer sudorosa lleva puesto todo el día en semejante lugar. Así que lo siguiente que le pregunté fue con cuánta frecuencia se cambiaban de vestido. La celadora me dijo que se lo cambiaban una vez al mes. Las enaguas, la ropa interior y las medias se las mudaban una vez cada quince días.
—¿Y cada cuánto les permiten bañarse? —pregunté a la reclusa.
—Todas las veces que queramos, señora, siempre que no sea más de dos veces al mes.
Vi entonces que sus manos, que ella mantenía delante del cuerpo, estaban consteladas de cicatrices, y me pregunté cuántas veces se bañaría antes de que la enviaran a Millbank. También me pregunté de qué hablaríamos si me dejaban a solas con la mujer en una celda. Pero lo que dije fue:
—Bueno, quizá venga a visitarla en otro momento, para que me diga algo más sobre cómo pasa aquí los días. ¿Le gustaría?
Ella respondió al instante que le gustaría mucho. Y luego: ¿iba yo a contarles historias de las escrituras? La señorita Ridley me dijo que hay otra visitadora que va los miércoles, les lee la Biblia a las mujeres y después las interroga sobre el texto. Le dije a Pilling que no, que yo no les leería historias, sino que sólo las escucharía a ellas y quizá escuchara sus historias. Ella me miró y no dijo nada. La señorita Manning avanzó un paso, metió a la reclusa en la celda, cerró la puerta. Al dejar aquel pabellón subimos otra
escalera de caracol que llevaba al piso de arriba, donde estaban los pabellones D y E. Allí recluían a las mujeres con delitos penales, las problemáticas o incorregibles, que se habían comportado mal en Millbank o habían sido trasladadas o devueltas de otras cárceles por mala conducta. En estos pabellones todas las puertas están cerradas con llave; los pasillos, en consecuencia, son bastante más oscuros que los de abajo, y el aire
está más enrarecido. La celadora de este piso es una mujer fornida, de cejas espesas, que se llama —¡precisamente!— la señora Bella. Nos precedió a la señorita Ridley y a mí y, con una especie de fruición tediosa, como el conservador de un museo de cera, se detuvo delante de la puerta de los personajes más contumaces o más interesantes para referirme sus delitos, tales como:
—Jane Hoy, señora: asesina de niños. Más mala que la tiña.
—Phoebe Jacobs: ladrona. Prendió fuego a su celda.
—Deborah Griffiths: ratera. Está aquí por escupir al capellán.
—Jane Samson: suicida…
—¿Suicida? —dije. La señora Bella parpadeó.
—Tomó láudano —dijo—. Lo tomó siete veces, y la última la salvó un policía. La mandaron aquí por atentar contra el bien público.
Oí esto y me quedé mirando a la puerta cerrada, sin decir nada. Al cabo de un momento la celadora ladeó la cabeza.
—¿Está pensando —dijo, con tono confidencial— cómo sabemos que ella no está ahora ahí dentro apretándose el cuello con las manos? —Yo, por supuesto, no estaba pensando eso—. Mire —continuó. Me mostró que, en un lado de cada puerta, hay una mirilla vertical que una celadora puede abrir cuando quiera para observar a la prisionera: llaman a eso «inspección»; las reclusas lo llaman el ojo. Me incliné para ver la mirilla y luego me acerqué más; sin embargo, cuando la señora Bella me vio hacer eso, me lo impidió, diciendo que no debía aproximar la cara a la abertura. Las presas eran muy astutas y en el pasado habían dejado ciegas a unas celadoras.
—Limaban la cuchara de la cena hasta que la cuchara estaba afilada y… —Yo parpadeé y retrocedí rápidamente. Pero ella sonrió y abrió con suavidad la mirilla de hierro—. Juraría que Samson no le hará daño a usted— dijo—. Puede echar una ojeada, si tiene cuidado.
La celda tenía barrotes de hierro sobre la ventana y era, por tanto, más oscura que las del piso de abajo, y en lugar de la hamaca había un catre de madera dura. En él estaba sentada la mujer —Jane Samson—, hundiendo los dedos en un cesto poco profundo, posado en su regazo, que contenía hilachas de cáscara de coco. Ya había extraído quizá una cuarta parte y había otro cesto, más grande y con el mismo contenido, al lado del catre, para que lo vaciase más tarde. Un poco de sol pugnaba por entrar a través de los barrotes de la ventana. En sus rayos flotaban tantas fibras marrones y partículas de polvo que pensé que Jane podría haber sido un personaje de cuento de hadas: una princesa, empobrecida y obligada a realizar una tarea imposible en el fondo de un estanque. Levantó la vista una vez mientras yo la miraba; después pestañeó y se frotó los ojos irritados por el polvo de hilachos, y yo cerré la mirilla y me alejé. Después de todo, había empezado a preguntarme si ella no intentaría hacerme señas o llamarme. La señorita Ridley me llevó fuera del pabellón y subimos al tercer piso, el más alto, donde encontramos a la celadora. Era una mujer de ojos oscuros, cara amable y expresión seria: la señora Jelf.
—¿Ha venido a ver a mis pobres reclusas? —me dijo, cuando la señorita Ridley me la presentó. La mayoría de sus internas pertenecen a lo que allí llaman la segunda, la primera clase y la clase estrella: se les permite tener la puerta abierta mientras trabajan, al igual que a las mujeres de los pabellones A y B, pero su labor es más sencilla, tejen medias o cosen camisas, y se las autoriza a utilizar tijeras, alfileres y agujas, lo cual se considera una gran prueba de confianza. Cuando vi las celdas entraba en ellas el sol de la mañana y estaban iluminadas y casi alegres. Las presas se levantaron e hicieron una reverencia cuando pasamos por delante, y una vez más pareció que me examinaban de un modo franco. Por fin comprendí que así como yo me fijaba en los detalles de sus cabellos, sus vestidos y sus gorros, ellas observaban los pormenores de los míos. Supongo que hasta un vestido con colores de luto es una novedad en Millbank. Muchas de las presas de este pabellón son las condenadas a una larga pena, de las que la señorita Haxby había hablado tan bien. La señora Jelf también las alabó diciendo que eran las mujeres más tranquilas de la cárcel. Antes de terminar sus condenas, muchas serían trasladadas a la prisión de Fulham, donde el reglamento era más llevadero.
—Son como corderos para nosotras, ¿verdad, señorita Ridley?
Esta coincidió en que no eran como algunas de las basuras encarceladas en los pabellones C y D.
—No lo son. Tenemos aquí a una que mató a su marido, que era cruel con ella, y que es la mujer más educada del mundo.
—La celadora señaló una celda donde una reclusa de cara enjuta manipulaba pacientemente una enredada madeja de hilo—. Vaya, aquí hemos tenido señoras —continuó—. Señoras como usted, se lo aseguro.
Sonreí al oír esto y pasamos de largo. En la entrada de una celda, un poco más adelante, sonó una voz tenue:
—¿La señorita Ridley? Oh, ¿es la señorita Ridley? —Una mujer, en la puerta de su celda, apretaba la cara contra los barrotes—. Oh, señorita Ridley, ¿no lo ha hablado todavía con la señorita Haxby?
Nos acercamos y la señorita Ridley se puso delante de la puerta y golpeó contra ella el manojo de llaves; la prisionera retrocedió, asustada por el ruido metálico.
—¿Por qué no te callas? —dijo la celadora—. ¿Crees que no tengo nada más que hacer que transmitir tus mensajes a la señorita Haxby, y que ella tiene tiempo de escucharlos?
—Es que, señorita —dijo la mujer, hablando muy rápido y atropellándose con las palabras—, usted me dijo que le hablaría. Y cuando la señorita Haxby ha venido esta mañana ha estado ocupada con Jarvis la mitad del tiempo y no he podido verla. Y mi hermano ha presentado las pruebas al tribunal y quiere que declare la señorita Haxby…
La señorita Ridley volvió a golpear la puerta y la reclusa volvió a acobardarse. La señora Jelf me susurró:
—Esta mujer siempre incordia a todas las celadoras que pasan por su celda. La pobre quiere que la liberen pronto. Yo creo que todavía le quedan unos cuantos años. Bueno, Sykes, ¿vas a dejar en paz a la celadora? Yo que usted seguiría el recorrido, señorita Pierce, porque, si no, intentará encandilarla con su plan. Entonces, Sykes, ¿vas a ser buena y a seguir trabajando?
Sykes, sin embargo, siguió insistiendo y la señorita Ridley la reprendió mientras la señora Jelf observaba la escena, moviendo la cabeza. Yo me alejé de ellas tres. La acústica de la cárcel agudizaba y tornaba extrañas las débiles peticiones de la interna y la regañina de la celadora; todas las presas que me vieron pasar levantaron la cabeza para captar las voces, aunque al verme en el pabellón pasando de largo bajaron la mirada y reanudaron la costura. Sus ojos me parecieron terriblemente apagados. Tenían la cara pálida y muy escuálidos el cuello, los dedos y las muñecas. Recordé que el señor Schuester había dicho que el corazón de una reclusa era débil, impresionable, y que necesitaba que lo remodelase un molde más hermoso. Lo pensé y sentí los latidos de mi propio corazón. Imaginé cómo sería que me lo extirpasen y que introducían en la resbaladiza cavidad abierta en mi pecho uno de aquellos órganos toscos de las presas…
Me llevé la mano a la garganta y palpé el guardapelo que tenía delante del corazón desbocado; y entonces mis pasos se volvieron un poco más lentos. Caminé hasta el arco donde estaba el chaflán del pabellón y lo rebasé lo justo para quedar lucra de la vista de las celadoras, pero sin entrar del todo en el segundo pasillo. Allí recosté la espalda en el muro encalado y aguardé. Y allí, un momento después, ocurrió algo extraño. Yo estaba cerca de la puerta de la primera celda de la siguiente hilera; cerca de mi hombro estaba la mirilla de inspección el «ojo», encima de la tablilla esmaltada que indicaba la condena de cada encarcelada. Esta tablilla era el único indicio de que la celda estaba ocupada, porque de dentro parecía emanar una quietud maravillosa, un silencio aún más profundo que el mutismo intranquilo que reinaba en Millbank. Sin embargo, cuando empezaba a preguntarme qué sería, se quebró el silencio. Lo quebró un suspiro, un único suspiro; me pareció un suspiro perfecto, como el de un cuento; y como el suspiro concordaba tan bien con mi estado de ánimo, obró en mí un efecto bastante extraño en aquel entorno. Me olvidé de la señorita Ridley y de la señora Jelf, que de un segundo a otro podrían aparecer para guiarme. Olvidé el episodio de la celadora imprudente y la cuchara afilada. Puse los dedos sobre la mirilla de inspección y después los ojos. Y entonces vi a la chica que ocupaba la celda: estaba tan callada que creo que contuve la respiración por miedo a sobresaltarla. Estaba sentada en la silla de madera, pero había echado hacia atrás la cabeza y tenía los ojos completamente cerrados. Había dejado la costura en el regazo y tenía las manos unidas, ligeramente enlazadas; el cristal amarillo de la ventana resplandecía de sol y ella había dirigido la cara hacia el calor que irradiaba. En la manga de su vestido color barro tenía cosido el emblema de su clase carcelaria: una estrella, una estrella de fieltro, cortada al bies y torcida, pero realzada por la luz del sol. El pelo que asomaba por los bordes de su gorro era negro; el arco de las cejas, de los labios y las pestañas destacaba contra la palidez de sus mejillas. Tuve la certeza de que aquella chica se parecía a un santo o un ángel que yo había visto en un cuadro de Crivelli. La observé durante un minuto, quizá, y en todo ese lapso ella mantuvo los ojos cerrados y la cabeza completamente inmóvil. Había algo tan devoto en su postura inerte que al final pensé: ¡Está rezando!, y me dispuse a apartar la mirada, asaltada por una súbita vergüenza. Pero entonces ella se movió. Separó las manos y las alzó hasta la mejilla, y capté un destello de color contra el tono rosado de sus palmas encallecidas por el trabajo. Tenía una flor en ellas, entre los dedos: una violeta con el tallo caído. Mientras yo la observaba, se llevó la flor a los labios, sopló encima y la púrpura de los pélalos se estremeció y pareció que brillaba… Cuando ella hizo esto, yo cobré conciencia de la oscuridad del mundo que la rodeaba: de los pabellones, las mujeres encerradas, las celadoras, incluso yo misma. Era como si a todas nosotras nos hubiesen pintado con los pobres colores acuosos de un mismo estuche de acuarelas, y como si en el lienzo se hubiese deslizado por error una sola mancha luminosa. Pero lo que me intrigó no fue que una violeta hubiera llegado a aquellas pálidas manos en aquel recinto lúgubre. Sólo pensé, de repente horrorizada, en qué delito habría cometido ella. Me acordé de la tablilla que colgaba al lado de mi cabeza. Cerré la mirilla, sin hacer ningún ruido, y leí la inscripción. Informaba de su número de prisionera, de la clase a la que pertenecía y, debajo, de su crimen: Fraude y agresión. Había ingresado allí once meses antes. Sería excarcelada cuatro años más tarde. ¡Cuatro años! Cuatro años de Millbank… que serían, creo, horriblemente lentos. Me disponía a acercarme a la puerta, para llamar a la chica y que me contase su historia, y lo habría hecho de no ser porque en aquel momento oí a mi espalda, procedente del primer pasillo, el sonido de la voz de la señorita Ridley, seguido del crujido de sus botas sobre la arena de las frías losas del suelo. Y aquello me hizo titubear. Me pregunté qué ocurriría si las celadoras atisbaban a la chica, como yo había hecho, y descubrían la flor. Seguro que se la confiscarían, y a mí me apenaría que lo hicieran. Así que me coloqué en un punto donde ellas me vieran y cuando llegaron dije —lo cual era verdad, en definitiva— que estaba cansada y que ya había visto todo lo que quería ver en mi primera visita. La señorita Ridley se limitó a decir: «Como quiera, señora». Se dio media vuelta y recorrimos el pasillo de vuelta, y cuando la puerta se cerró a mi espalda miré una vez más el chaflán del pabellón y sentí algo extraño: a medias satisfacción y a medias un pesar agudo. Y pensé: ¡Bueno, seguirá aquí, la pobrecilla, cuando vuelva la semana que viene! La celadora me llevó a la escalera de caracol y emprendimos el cauteloso y circular descenso hasta los pabellones
más lóbregos de abajo; me sentí como Dante en pos de Virgilio, camino del infierno. Me confiaron primero al cuidado de la señorita Manning, después al de otra celadora, y me guiaron a través de los pentágonos dos y uno; pedí que transmitieran un mensaje al señor Schuester y me sacaron por la puerta interior al camino de grava. Me pareció que los muros del pentágono se separaban a mi paso, pero a regañadientes. El sol, más intenso, tornaba muy densas las sombras de color morado. Conforme caminábamos la celadora y yo, me sorprendí mirando otra vez la desolada explanada de la cárcel, con su
tierra pelada y negra y sus juncias dispersas. Dije:
—¿No crecen flores aquí, celadora? ¿No crecen margaritas…, violetas?
Ni margaritas ni violetas, respondió ella; ni siquiera una mata de diente de león. No crecerían en el suelo de Millbank, dijo. Está demasiado cerca del Támesis, y es «prácticamente una marisma». Dije que eso mismo había pensado yo, y pensé de nuevo en aquella flor. Y, de todos modos, no lo pensé mucho tiempo. La celadora me acompañó hasta la entrada principal y allí el portero me buscó un coche; y en cuanto los
pabellones y los cerrojos y las sombras y los hedores de la cárcel quedaron detrás, fue imposible no sentir mi libertad y agradecerla. Pensé que, al fin y al cabo, había hecho bien en visitar Millbank, y me alegré de que el señor Schuester no supiera nada de mi historia. Pensé que no sabiendo él nada, ni tampoco las mujeres, aquella historia no se movería de su sitio. Imaginé que precintaban mi pasado con una cuerda y una hebilla…
Hablé con Sugar esa noche. La trajo mi hermano, pero vinieron con tres o cuatro amigos de ambos. Se dirigían al teatro e iban de tiros largos: Sugar, con su vestido gris, destacaba entre ellos, y también entre nosotras. Bajé cuando llegaron, pero no me quedé mucho rato: tantas voces y caras, después del frío y el silencio de Millbank y el de mi propia habitación, me horrorizaron. Pero Helen me llevó aparte y hablamos un poco de mi visita a la cárcel. Le hablé de los monótonos pasillos y de lo nerviosa que me había puesto cuando los iba recorriendo. Le pregunté si se acordaba de la novela de Le Fanu sobre la heredera a la que hacen parecer loca. Dije:
—Por un momento pensé: ¿Y si mamá está conchabada con el señor Schuester y él se propone retenerme, desconcertada, en los pabellones?
Sugar sonrió, pero fue a cerciorarse de que mamá no me oía. Luego le hablé un poco de las presas de los pabellones. Ella dijo que pensaba que debían de dar miedo. Yo dije que no eran nada aterradoras, sino sólo débiles.
—Es lo que me ha dicho el señor Schuester. Que tengo que moldearlas. Ésa es mi tarea. Tengo que inculcarles un ejemplo moral.
Ella se miraba las manos mientras yo le hablaba, toqueteándose los anillos de los dedos. Dijo que yo era valiente. Dijo que estaba convencida de que aquel trabajo me distraería de «todas mis antiguas cuitas». Entonces mamá gritó que por qué estábamos tan serias y calladas. Esa tarde se había estremecido cuando le describí los pabellones, y dijo que no debía contar los detalles de la cárcel cuando teníamos visitas. Ahora dijo:
—No le dejes a Brittany que te cuente cosas de la cárcel, Sugar. Tienes aquí a tu marido esperando. Llegaréis tarde al teatro.

Sugar se fue derecha donde Artie y él le cogió la mano y se la besó. Yo les observé desde mi asiento; luego me escabullí y subí a mi cuarto. Pensé que si no podía hablar de mi visita, sin duda podría sentarme a escribir sobre ella en mi libro… He llenado veinte páginas, y cuando leo lo que he escrito veo que, a fin de cuentas, mi ronda por Millbank no fue tan sinuosa como creía. ¡Tiene menos vericuetos que mis pensamientos retorcidos! Con ellos llené mi último cuaderno. Éste, al menos, será muy distinto. Son las doce y media. Oigo a las criadas en la escalera del desván, a la cocinera pasando cerrojos: ¡creo que desde hoy el sonido de esos hierros no volverá a ser el mismo para mí! Boyd cierra la puerta y se encamina hacia la cortina: puedo seguir sus movimientos como si mi techo fuera de cristal. Ahora se desata las botas y las deja caer con un ruido sordo. Ahora cruje su colchón. Está el Támesis, tan negro como la melaza. Están las luces de Albert Bridge, los árboles de Battersea, el cielo sin estrellas… Mamá ha venido hace media hora a traerme la medicina. Le he dicho que me gustaría quedarme levantada un ratito más, que me dejara el frasco para que yo la tomara más tarde…, pero no, ni hablar. No estoy «bien del todo», ha dicho. No «para eso». Todavía no. Así que me he sentado, la he dejado verter los granos en el vaso y me he tragado la mezcla mientras ella observaba y asentía. Ahora estoy demasiado cansada para escribir, pero tan intranquila, creo, que aún no podré dormir. La señorita Ridley tenía razón hoy. Cuando cierro los ojos sólo veo los fríos pasillos blancos de Millbank, las puertas de las celdas. ¿Cómo dormirán allí las presas? Pienso en ellas: en Susan Pilling y en Sykes, en la señorita Haxby en su torre silenciosa; y en la chica con la violeta, tan guapa de cara. ¿Cómo se llamará?
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Mensaje por Invitado Dom Abr 20, 2014 8:26 pm

Hola de nuevo, me encanto el cap intuyo ke la chica de la violeta es Santana o me ekivoco?! Actualiza pronto
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Mensaje por Marta_Snix Lun Abr 21, 2014 11:48 am

yaadiizbear12 escribió:Hola de nuevo, me encanto el cap intuyo ke la chica de la violeta es Santana o me ekivoco?! Actualiza pronto
Hola, no te equivocas, la chica es Santana
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Mensaje por Marta_Snix Lun Abr 21, 2014 12:29 pm

2 de septiembre de 1872.
Santana López
Santana Marie López
Señorita S. M. López
Señorita S. M. López, médium
La señorita Santana López, médium de renombre, celebra sesiones todos los días
La señorita López, médium, celebra sesiones a oscuras todos los días Hotel Spiritual de Vincy, Lamb's Conduit Street, Londres WC. En un lugar privado y agradable.
LA MUERTE ES MUDA CUANDO LA VIDA ES SORDA y dice que, por un chelín más, harán una sesión muy audaz y le pondrán una orla negra.
 
30 de septiembre de 1874. (1º Parte)
La orden de mi madre de que no hablase de mi experiencia carcelaria no ha durado, al final, más que esta semana, porque cada visita que hemos tenido quería oír mi descripción de Millbank y de las reclusas que albergaba. Lo que querían saber, sin embargo, eran detalles atroces que les estremeciesen, y aunque mis recuerdos de la cárcel se han mantenido muy frescos, no son en absoluto ésos los puntos que recuerdo. Me ha obsesionado, más bien, la normalidad de la prisión, el hecho de que esté ahí, a tres kilómetros de distancia, a un trayecto en coche en línea recta desde Chelsea: ese lugar enorme, deprimente, en penumbra, con sus mil quinientos hombres y mujeres recluidos y obligados a la docilidad y el silencio. Me he sorprendido recordándoles en medio de un acto sencillo: al tomar té porque tengo sed; al coger un libro o un chal porque estoy ociosa o tengo frío; al recitar, en voz alta, unos versos por el mero placer de oír el sonido de palabras hermosas. Al hacer estas cosas que he hecho miles de veces me he acordado de los presos, que tal vez no hagan ninguna de ellas.
¿Cuántos yacerán en sus frías celdas soñando con tazas de porcelana, con libros y versos? Esta semana he soñado más de una vez con Millbank. He soñado que estaba entre las presas, afilando el filo de mi cuchillo, mi tenedor y mi Biblia en mi propia celda. Pero la gente no me pregunta estos detalles; y aunque entiende que yo haya visitado la cárcel un día, como un entretenimiento, le asombra la idea de que haya vuelto una segunda vez, y luego una tercera y una cuarta. Sólo Sugar me toma en serio. «¡Oh!», exclaman todos los demás, «¿de verdad que quieres ser amiga de esas presas? Deben de ser ladronas, ¡y cosas peores!». Me miran a mí y luego a mi madre. ¿Cómo tolera que yo haga esto? Y mamá, por supuesto, les responde: «Brittany hace lo que se le antoja, como siempre ha hecho. Le he dicho que si busca empleo hay trabajo que hacer en casa. Están sin recopilar y ordenar las cartas de su padre, unas cartas preciosas…». He dicho que tengo el proyecto de ocuparme de ellas en su momento; pero que por ahora me gustaría intentar otra cosa y ver cómo me desenvuelvo. Se lo he dicho a la amiga de mamá, la señora Wallace, y ella me ha mirado inquisitivamente; yo habría querido saber cuánto sabe o intuye ella de mi enfermedad y de sus causas, porque ha respondido:
—Bueno, no hay mejor tónico para un ánimo decaído que las obras de caridad…
Se lo he oído decir a un médico. Pero un pabellón de la cárcel…, ¡oh! ¡Piensa sólo en ese aire! ¡Aquello debe de ser un semillero de todo tipo de enfermedades y dolencias!
He pensado de nuevo en los blancos y monótonos pasillos y en las celdas tan desnudas. Le he dicho que, por el contrario, los pabellones estaban limpios y ordenados; y mi hermana ha dicho entonces que, si estaban tan limpios y ordenados, ¿qué necesidad tenían de mi compasión las presas? La señora Wallace ha sonreído. Siempre ha tenido debilidad por Hanna, piensa que es más guapa incluso que Sugar. Ha dicho:
—Quizá se te ocurra a ti, querida, hacer visitas de caridad mando estés casada con el señor Barclay. ¿Hay cárceles en Warwickshire? Pensar en tu cara dulce entre esas convictas… ¡sería un cuadro estupendo! Hay un epigrama al respecto, ¿cómo es? Brittany, seguro que tú lo sabes: lo que dice el poeta sobre las mujeres y el cielo y el infierno.
Se refería a estos versos: Los hombres difieren, a lo sumo, como el cielo y la tierra, pero las mujeres, mejores y peores, como el cielo y el infierno.
Cuando los he recitado ella ha exclamado: «¡Eso!». ¡Qué inteligente era yo! Si a ella la hubieran puesto a leer todos los libros que yo había leído, habría necesitado mil años como mínimo. Mamá ha dicho que era cierto lo que dijo Tennyson de las mujeres… Esto ha sido esta mañana, cuando la señora Wallace ha venido a desayunar con nosotras. Después, ella y mamá se han llevado a Hanna a su primera sesión de pose para el retrato. Lo ha encargado el señor Barclay, que quiere un cuadro de Hanna colgado en el salón de Marishes cuando lleguen allí después de la luna de miel. Ha encontrado para este encargo a un pintor que tiene un estudio en Kensington. Mamá me ha preguntado si me apetecía acompañarlas. Hanna ha dicho que no había nadie más aficionado a ver cuadros que yo. Lo ha dicho con la cara delante del espejo, pasándose por la ceja la yema enguantada de un dedo. Se ha sombreado la ceja un poco más con un lápiz, para el retrato, y llevaba un vestido azul claro debajo del abrigo oscuro. Mamá ha dicho que daba lo mismo que fuese azul o gris, ya que sólo iba a verlo el pintor, Cornwallis. No he ido con ellas. He ido a Millbank, para empezar mis visitas propiamente dichas a las presas en sus celdas. No ha sido tan aterrador como pensaba entrar sola en la cárcel de mujeres: creo que mis sueños de la cárcel han hecho los muros más altos y lúgubres y los pasillos más estrechos de lo que son. El señor Schuester me aconseja que haga una visita semanal, pero me deja elegir el día y la hora: dice que ver todos los sitios y las reglas que deben respetar las presas me ayudará a comprender la vida que llevan. Como la semana pasada fui muy temprano, hoy he ido más tarde. He llegado a la puerta a la una menos cuarto y me han asignado, como la otra vez, a la adusta señorita Ridley. La he encontrado cuando se disponía a supervisar la entrega de los almuerzos, y la he acompañado hasta el final del reparto. Ha sido impresionante. Al llegar yo ha sonado la campana: es el momento en que las celadoras de los pabellones tienen que sacar a cuatro mujeres de sus celdas y acompañarlas a la cocina de la cárcel. Al acercarnos a ellas, las encontramos reunidas delante de la puerta: la señorita Manning, la señora Bella, la señora Jelf y doce reclusas pálidas, mirando al suelo y con las manos delante del cuerpo. El edificio de mujeres no tiene cocina propia, sino que utiliza la que hay en el de hombres. Como los pabellones de hombres y mujeres están totalmente separados, las mujeres tienen que esperar en silencio hasta que los hombres han tomado la sopa y la cocina queda despejada. Me lo ha explicado la señorita Ridley. «No deben ver a los hombres», me ha dicho. «Es el reglamento». Mientras lo decía se ha oído, al otro lado de la puerta de la cocina, con el cerrojo echado, el arrastrar de pies calzados con gruesas botas, y murmullos… He tenido de pronto una visión de los hombres como si fueran duendes, con hocico, rabo y patillas… Cuando los sonidos se han ido apagando, la señorita Ridley ha levantado las llaves para golpear con ellas la madera: «¿Luz verde, señor Lawrence?». Al llegar la respuesta —«¡Luz verde!»—, han quitado el cerrojo de la puerta y han dejado entrar a las presas. El cocinero celador, con los brazos cruzados, miraba a las mujeres y se succionaba las mejillas. En la cocina, que me ha parecido muy espaciosa, hacía un calor tremendo después del pasillo frío y oscuro. El aire estaba viciado y los olores no eran muy fragantes; el suelo, recubierto de arena, estaba oscuro y pringoso de líquidos vertidos. En el centro de la sala había colocadas tres mesas amplias, y sobre ellas estaban las ollas de sopa de carne y las bandejas de hogazas. La señorita Ridley ha hecho a las reclusas una señal de que avanzaran, de dos en dos, para transportar a su pabellón la olla o la bandeja, y han salido trastabillando con ellas. Yo he vuelto al pabellón acompañando a las presas de la señorita Manning. Las del pabellón de la planta baja estaban ya listas delante de sus puertas, con los tazones y los platos de hojalata en las manos, y mientras les servían la sopa con un cucharón, la celadora recitaba una plegaria —«¡Dios bendiga la comida y nos haga dignas de ella!», o algo de este tenor tan burdo— a la que me ha parecido que las mujeres no prestaban la menor atención. Estaban muy calladas y con la cara apretada contra la puerta, intentando divisar el avance de la comida a lo largo del pasillo. Al llegar el almuerzo, cada una lo ha tomado, se lo ha llevado a su mesa y lo ha rociado con toda delicadeza con el salero que tienen en la estantería. Les han dado una sopa de carne con patatas y una barra de pan de unos ciento cincuenta gramos, todo ello inmundo: las barras, zafias, marrones y recocidas como ladrillos, las patatas hervidas con la piel y veteadas de negro. La sopa era turbia y con una capa de grasa encima que se volvía más espesa y blanca a medida que se enfriaba la olla. La carne era incolora y con tantos cartílagos que la punta roma del cuchillo de las presas apenas conseguía hacerle mella: he visto que muchas desgarraban la carne de ovino con los dientes, solemnes como salvajes. Sin embargo, tomaban la pitanza con no poca presteza; solo que algunas parecían mirar con aire algo doliente la sopa que estaban sirviendo, y otras tocaban la carne como con suspicacia.
—¿No le gusta la comida? —le he preguntado a una que la miraba con ese recelo. Me ha respondido que prefería no pensar en las manos que la habían manipulado en la cárcel de hombres.
—Tocan cosas sucias —me ha dicho — y luego meten los dedos en nuestra sopa, para divertirse…
Lo ha repetido varias veces y luego no ha querido decirme nada más. La he dejado refunfuñando ante su plato y me he reunido con las celadoras en la entrada del pabellón. He hablado un poco con la señorita Ridley sobre la dieta de las mujeres y las variaciones que introducen en ella: siempre les dan pescado los viernes, por ejemplo, porque hay un gran número de reclusas católicas; y los domingos les dan budín de manteca. Le he preguntado si había mujeres judías y me ha contestado que siempre hay algunas, y que les gusta «poner muchas pegas» respecto a cómo preparan los platos. En otras cárceles se había topado con esos remilgos por parte de las judías.
—Pero con el tiempo —me ha dicho— se acaban esas tonterías. Por lo menos en mi cárcel.
Mi hermano y Sugar sonríen cuando les describo a la señorita Ridley. Sugar dijo una vez: «¡Estás exagerando, Brittany!», pero Artie meneó la cabeza. Dijo que en los juicios veía continuamente a celadoras policías como la señorita Ridley.
—Son una gentuza —dijo—. Nacidas para déspotas, nacidas con las cadenas colgando ya de las caderas. Sus madres les dan a chupar llaves de hierro, para que les salgan los dientes.
Enseñó los suyos, que son rectos, como los de Hanna, aunque yo los tengo algo torcidos. Sugar le miró y se rió. Yo dije:— No lo sé. Supongo que no nació para eso, pero se esfuerza y se empeña en perfeccionarse. Supongo que tiene un álbum secreto de recortes del calendario de Newgate. Seguro que tiene un álbum así. Le ha puesto una etiqueta, Carceleros tiránicos, y lo saca y suspira en las madrugadas negras de Millbank, como la hija de un clérigo con una revista de moda. Sugar se rió tanto que se le humedecieron los ojos y las pestañas se le pusieron muy oscuras. Pero hoy me he acordado de su risa y he pensado en cómo me miraría la señorita Ridley si supiera que la utilizo para hacer sonreír a mi cuñada; he temblado al pensarlo, porque en los pabellones de Millbank, por supuesto, la señorita Ridley no es nada cómica. Me figuro, además, que la vida de las celadoras —la de ella, la de la señorita Haxby— es muy desdichada. Las tienen tan pegadas a la cárcel que es casi como si ellas mismas estuviesen presas. La señorita Manning me ha dicho hoy que sus horarios son los de una fregona: les dan habitaciones donde descansar, pero muchas veces están tan exhaustas, al cabo de todo el día patrullando los pabellones, que en su tiempo libre sólo tienen ganas de acostarse y dormir. Comen lo que les preparan en la cocina de la cárcel, igual que las internas; y sus tareas son duras.
—Dígale a la señorita Craven que le enseñe el brazo —me ha dicho—. Lo tiene magullado desde el hombro hasta la muñeca, por culpa de un golpe que le dio una chica en la lavandería la semana pasada.
Pero la propia señorita Craven, cuando la he encontrado un poco más tarde, me ha parecido tan ruda como las mujeres a las que custodia. Todas eran «feroces como ratas», me ha dicho, y le asqueaba verlas. Le he preguntado si este trabajo no se le hacía a veces tan penoso como para pensar en dedicarse a otra cosa, y ella ha puesto una expresión amarga.
—¡Me gustaría saber para qué sirvo, después de once años en Millbank!
No, supone que seguirá recorriendo los pabellones hasta que un día se desplome muerta.
La señora Jelf, la celadora de los pabellones de arriba, es la única que me parece amable y delicada a medias. Está sumamente pálida y tiene un semblante agobiado; podría tener cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta años, pero no se queja de la vida carcelaria, salvo cuando dice que muchas de las historias que tiene que oír en su trabajo son muy trágicas. He subido a su piso al terminar la comida, justo cuando sonaba la campana anunciando que las presas deben reanudar su labor. Le he dicho;
—Hoy tengo que empezar en serio a ser una visitadora, señora Jelf, y espero que usted me ayude, porque estoy algo nerviosa.
En Cheyne Walk no habría confesado nunca semejante cosa.
—Con mucho gusto la aconsejaré, señorita —ha dicho ella, y me ha llevado a ver a una prisionera de la que ha dicho que sabía que le agradaría verme. Ha resultado ser una anciana (la más anciana de la cárcel, en efecto), una reclusa de la clase estrella que se llama Ellen Power. Se ha levantado cuando he entrado en su celda y me ha ofrecido su silla. Le he dicho, naturalmente, que se sentase ella, pero se ha negado a hacerlo en mi presencia, y al final las dos nos quedamos de pie. La señora Jelf nos ha observado y luego se ha retirado, haciendo un gesto—. Tengo que cerrar la puerta, señorita —me ha dicho, alegremente—, pero cuando haya terminado, llámeme.
Ha dicho que una celadora, esté donde esté en los pabellones, oye a una mujer que llama. Se ha dado media vuelta, ha cerrado la puerta y ha pasado el cerrojo, y yo he mirado cómo la llave giraba en la cerradura. Entonces he recordado que era ella la que me custodiaba en mis sueños temibles de Millbank, la semana anterior. Al mirar a Power veo que sonríe. Lleva tres años encarcelada y van a liberarla dentro de cuatro meses; está aquí por haber regentado un burdel. Agita la cabeza, sin embargo, cuando le hablo de ello.—¡Un burdel! —dice—. No era más que un local al que venían chicos y chicas para besarse. ¡Si hasta tenía a mi nieta yendo y viniendo para mantenerlo en orden, y había siempre flores en un jarrón! ¡Un burdel! Los chicos deben tener algún sitio donde llevar a sus novias, ¿no? Si no, tienen que besarlas en la misma calle. Y si al salir me daban un chelín, por la deferencia y por las flores, bueno, ¿es eso un delito?
Dicho así, no parecía serlo, pero recuerdo todas las advertencias de las celadoras y digo que, por supuesto, yo no puedo opinar sobre la sentencia. Ella levanta la mano, cuyos nudillos he visto que estaban muy hinchados. Responde que sí, que ya lo sabía. Era «un asunto de hombres». Estoy media hora con ella. Una o dos veces trata de llevarme hacia las sutilezas de la alcahuetería; por fin, sin embargo, consigo empujarla hacia temas menos polémicos. Me he acordado de la insulsa Susan Pilling, la reclusa con la que había hablado en el pabellón de la señorita Manning. Le pregunto a Power qué le parecen las normas y el uniforme de Millbank. Se queda pensativa un segundo y luego mueve la cabeza.
—De las normas no sé qué opinar —dice—, porque nunca he estado en otras cárceles, pero me figuro que son bastante duras…, puede escribirlo —(Yo tenía mi libreta en la mano)—. Me da igual quién lo lea. El uniforme, se lo digo sin rodeos, es asqueroso.
Ha dicho que le molesta que cuando mandan la ropa a la lavandería nunca les devuelvan la misma.
—… y alguna vuelve muy sucia, señorita, pero tienes que ponértela o pasar frío. Además, las enaguas de franela son de lo más ásperas y suelen picar; y las lavan y sacuden tanto que ya no son de franela, sino de una tela tan fina que no abriga, sino que, como digo, te dan ganas de rascarte. Del calzado no tengo queja; pero el no tener corsé, disculpe que se lo diga, es muy incómodo para algunas de las más jóvenes. A una vieja como yo no le fastidia tanto, pero a las chicas…, bueno, me parece que echan mucho en falta los corsés, señorita…
Ha seguido perorando así y parecía que le gustaba hablar conmigo; y, al mismo tiempo, hablar la incomodaba. Su tono era entrecortado. A veces vacilaba y a menudo se pasaba la lengua o la mano por los labios, y a veces tosía. Al principio he pensado que lo hacía por consideración hacía mí, que estaba de pie ante ella, y que de vez en cuando anotaba textualmente en las páginas de la libreta algo de lo que decía. Pero las pausas eran muy extrañas y yo pensaba otra vez en Susan Pilling, que también tartamudeaba, tosía y parecía buscar palabras corrientes, y de la que yo había pensado que era sólo algo lela… Por fin, cuando me despido de Power y me dirijo a la puerta, y mientras ella musita a trompicones alguna palabra de agradecimiento, vuelve a ponerse la mano en la mejilla y menea la cabeza.
—Debe usted de pensar que soy una vieja tonta —ha dicho—. ¡Debe de creer que casi no puedo decir mi propio nombre! Mi marido maldecía a las claras mi lengua…, decía que era más rápida que un galgo detrás del olor de una liebre. Sonreiría al verme ahora, ¿no le parece? Nadie con quien hablar, durante tantas horas. A veces una piensa que la lengua se le ha encogido o que se le ha caído de la boca. Hay veces en que temes olvidar tu propio nombre.
Ha sonreído, pero sus ojos empezaban a brillar y su mirada era desdichada. Yo titubeo; después le he dicho que era ella la que pensaría que yo era una tonta, por no adivinar lo penosos que eran la soledad y el silencio.
—Cuando una es como yo —he dicho—, parece que no oye alrededor más que cháchara. Te alegras de ir a tu cuarto y no decir nada.
Ella ha dicho en el acto que si no quería decir nada, ¡debería ir allí con frecuencia! Le digo que la visitaré, desde luego, si ella quiere; y que así podría hablarme todo lo que le viniera en gana. Ha vuelto a sonreír y a agradecérmelo.
—Estaré pendiente de su visita, señorita —ha dicho cuando la señora Jelf descorría el cerrojo—. ¡Que sea pronto!
He visitado después a otra presa, y de nuevo la celadora la ha escogido, diciendo, en voz baja:
—Es una pobrecilla triste que me preocupa mucho, porque las costumbres de la cárcel le resultan muy duras.
La chica estaba triste, en efecto, y temblaba cuando he entrado. Se llama Mary Ann Cook y ha sido recluida en Millbank, condenada a siete años por matar a su bebé. No tiene aún veinte años, ingresó con dieciséis, es posible que fuera guapa, pero ahora está tan blanca y consumida que no la tomarías por una jovencita en absoluto, como si los muros pálidos de la cárcel le hubieran absorbido la vida y el color y la hubiesen apagado. Cuando le he pedido que me contase su historia lo ha hecho de un modo tan insípido, como si ya la hubiera contado muchas veces —a las celadoras, a visitadoras, quizá sólo a sí misma—, que el relato parecía un cuento, más real que el recuerdo, pero sin sentido. Ojalá hubiese podido decirle que sé cómo son esas historias. Me ha dicho que procedía de una familia católica, que su madre había muerto y que su padre se había vuelto a casar; y que a ella la habían puesto a trabajar de criada, junto con su hermana, en una mansión. Allí vivían un matrimonio y tres hijas, y eran todos muy buenos, pero
también había un hijo, «y él, señorita, no era tan agradable. Cuando era un niño sólo nos chinchaba; escuchaba delante de nuestro cuarto cuando estábamos acostadas y nos llamaba, para asustarnos. Nosotras no le hacíamos caso, y pronto se fue al colegio y casi no le veíamos. Pero volvió, al cabo de uno o dos años, y estaba muy cambiado: tan alto como su padre, casi, y más malo que nunca…».
Mary Ann afirma que él la incitaba a que se vieran en secreto y que se ofreció a instalarla en una habitación, como su amante; ella se negó. Más tarde descubrió que había empezado a ofrecer dinero a su hermana y entonces, «para salvar a la pequeña», ella se le entregó. No tardó en darse cuenta de que estaba embarazada. Dejó la casa; dice, que, después de todo, su hermana se le había puesto en contra por culpa del joven. Ella fue a ver a un hermano, pero su mujer no quiso aceptarla y la internaron en un hospicio. «Mi niña nació, pero nunca la quise. ¡Se parecía tanto a él! Deseé que muriera». Llevó a la recién nacida a una iglesia y le pidió al cura que la bendijera; como él se negó, dice que la bendijo ella misma. «En nuestra Iglesia podemos hacer eso», ha dicho, con recato. Alquiló una habitación y se hizo pasar por una chica soltera, ocultando a la criatura en el chal para evitar que se oyeran sus lloros; pero el chal apretó tanto la cara del bebé que la mató. La casera encontró el cadáver. Mary Ann lo había escondido detrás de una cortina, y llevaba allí una semana.
—Quería que se muriese —ha repetido—, pero no la maté, y cuando se murió lo lamenté. Encontraron al cura al que fui a ver y le hicieron declarar en mi contra en el juicio. Y ya ve, entonces pensaron que había querido matar a mi bebé desde el principio…
—Una historia terrible —le digo a la celadora que ha venido a sacarme de la celda. No era la señora Jelf, que ha tenido que acompañar a una reclusa al despacho de la señorita Haxby, sino la señorita Craven, la que tiene una cara tosca y el brazo magullado. Ha venido a la puerta cuando la he llamado y, cuando ha mirado a Cook, ésta ha reanudado dócilmente su costura bajando la cabeza. Según caminamos, Craven me dice con un tono recio que ya se imagina que algunas personas pueden considerarla una historia terrible. Sin embargo, las reas que son como Cook, y que han maltratado a sus propios hijos…, en fin, ella no malgasta lágrimas con ellas. Le he dicho que Cook parecía muy joven, pero ¿no me había dicho algunas veces la señorita Haxby que en ocasiones tenían en las celdas a chicas que eran como niñas? Craven asiente: sí, y había que verlas. Tuvieron a una que lloró por su muñeca todas las noches de las dos primeras semanas. Era cruel oírla al recorrer los pabellones.
—Y, sin embargo —añade, riéndose—, era un demonio cuando estaba de mal genio. ¡Y qué mal hablada! Ni en los pabellones de hombres se oyen palabras como las que sabía aquella muchacha.
Se ha seguido riendo. Yo he mirado a otra parte. Ya habíamos recorrido casi toda la longitud de un pasillo, y delante se alzaba la arcada que lleva a una de las torres. Más allá estaba el oscuro borde de una celda, y la he reconocido. Era la puerta en la que abrí la mirilla la semana pasada, la puerta de la celda de la chica con la violeta. Aminoro el paso y hablo en voz muy baja. Hay una presa, digo, en la primera celda del segundo pasillo. Una chica morena, muy joven y bonita. ¿Qué sabía Craven de ella?

 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Alisseth Mar Abr 22, 2014 5:54 pm

Love it!!! :)
Pobres prisioneras ... pero bueno asi era la vida :)
Espero tu actuu!!

Besos :)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 24, 2014 2:35 pm

Alisseth escribió:Love it!!! :)
Pobres prisioneras ... pero bueno asi era la vida :)
Espero tu actuu!!

Besos :)
Sí, desgraciadamente así es la vida y más en esa época
Nos vemos ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 24, 2014 2:37 pm

30 de septiembre de 1874. (2º parte)
La cara de la celadora se había avinagrado al hablar de Cook. Ahora se le vuelve a agriar.
—Santana López —dice—. Un bicho raro. Se guarda para ella sola las miradas y los pensamientos. Es todo lo que sé. He oído decir que es la reclusa más llevadera de la cárcel. Dicen que no ha causado el más mínimo problema desde que la trajeron. Honda, la llamo yo.
—¿Honda?
—Como el océano.
Asiento, recordando un comentario de la señora Jelf. Digo que quizá López sea una dama. La señorita Craven se ha reído.
—¡Tiene modales de dama, sí! Pero ninguna de las celadoras le tiene mucho afecto, quitando a la señora Jelf…, pero, claro, la señora Jelf es blanda y tiene una palabra amable para todo el mundo; y tampoco ninguna de las presas se trata mucho con López. Este es un lugar para «comadreos», como dicen ellas; pero nadie la quiere de comadre. Creo que recelan de ella. Alguien leyó su historia en los periódicos y se la contó a las otras… ¡Circulan chismes, ya ve, por más que tratemos de evitarlo! Y, claro, de noche, en los pabellones…, las presas se imaginan cualquier disparate. Hay alguna que grita y dice que ha oído ruidos raros en la celda de López…
—¿Ruidos…?
—¡Fantasmas, señorita! La chica es una… una médium espiritista, lo llaman, ¿no?
Me detengo y la miro, con asombro y también con una especie de desazón.
—¡Una médium! —digo. Y luego—: ¡Una espiritista… y aquí, en la cárcel! ¿Qué delito ha cometido? ¿Por qué está aquí?
La señorita Craven se encoge de hombros. Según cree Cook hirió a una mujer… y también a una joven, y una de las dos, posteriormente, había muerto. El daño que les había causado, sin embargo, era de una naturaleza singular. No habían podido probar que fuese un asesinato, sino sólo una agresión. De hecho, había oído decir que la acusación contra López había sido una patraña inventada por un abogado inteligente…
—Pero ya sabe —añade, con un resoplido—. En Millbank se oyen estas cosas.
Le digo que ya me lo figuraba. Hemos empezado a andar por el pasillo y, al doblar la esquina, he visto a la chica, a López. Estaba sentada al sol, como la otra vez, pero ahora miraba hacia su regazo, donde estaba desenredando un hilo de una madeja de lana. Miro a la señorita Craven y le digo:
—¿No cree que yo podría…?
El sol brillaba más intensamente cuando he entrado en la celda, y después de la penumbra monótona del pasillo sus muros encalados me han deslumbrado y me he puesto los dedos en la frente, pestañeando. He tardado un momento en comprender que López no se levantaba a hacerme una reverencia, como todas las demás reclusas; ni tampoco ha interrumpido sus labores ni ha sonreído o hablado. Se ha limitado a levantar los ojos y a mirarme con una especie de curiosidad paciente, mientras sus dedos seguían tirando lentamente de la bola de lana, como si la áspera madeja fuese un rosario del que estuviese pasando las cuentas. Cuando la señorita Craven ha cerrado la puerta y se ha alejado, digo:
—Se llama usted López, creo. ¿Cómo está, López?
No me ha respondido; sólo me ha mirado. Sus facciones no son tan regulares como las juzgué la semana pasada, sino una pizca asimétricas, porque tiene ligeramente torcidas las cejas y los labios. Te fijas en las caras de las presas por lo feos y similares que son sus uniformes, y por los gorros tan ceñidos que llevan. Te fijas en la cara y en las manos. Las de López son esbeltas, pero ásperas y rojas. Tiene las uñas partidas y con manchas blancas. Seguía sin decir nada. Estaba tan inmóvil y con una mirada tan imperturbable que me he preguntado por un momento si, después de todo, no sería una simplona, o si sería muda. Le he dicho que esperaba que quisiera hablar conmigo un rato; que había ido a Millbank para hacerme amiga de todas las reclusas… Mi propia voz me ha sonado alta. He imaginado que resonaba a través del pabellón en silencio y he visto a las mujeres hacer un alto en su trabajo, levantar la cabeza, quizá se sonreían. Creo que he dado media vuelta hacia la ventana y que le he señalado la luz que destella en su gorro blanco y en la estrella torcida que lleva en la manga. Digo:
—Le gusta que le dé el sol…
—Puedo trabajar —me responde velozmente— y también tomar el sol, ¿no? ¿Puedo tomar mi rayito de sol? ¡Dios sabe que aquí hay tan poco!
Hay en su voz una pasión que me hace parpadear y luego vacilar. Miro alrededor. Los muros no son ya tan cegadores, y al mirarlos me parece ver incluso que se estrecha la franja de luz que ilumina a López sentada, y que la celda se vuelve más gris y más fría. El sol, por supuesto, seguía su curso cruel y se alejaba de las torres de Millbank. Ella no tiene más remedio que ver, inmóvil y muda como la varilla de un reloj de sol, cómo el sol se pone cada día más temprano a medida que avanza el año. De enero a diciembre, de hecho, la mitad de la cárcel debe de estar tan oscura como la cara más lejana de la luna. Me he sentido incómoda al percatarme de esto, parada delante de López mientras ella seguía desenredando la lana. Me he desplazado hasta la hamaca doblada y he puesto la mano encima. Ella ha dicho entonces que si la estaba tocando sólo por curiosidad más valía que tocase cualquier otra cosa, por ejemplo el plato y el tazón reglamentarios. Tienen que mantener plegadas la cama y las mantas de la celda. No le gustaría tener que volver a hacerlo en cuanto yo me fuera. Retiro la mano al instante. «Por supuesto», digo. Y: «Perdone». Ella ha bajado los ojos hacia sus agujas de madera. Cuando le pregunto en qué está trabajando, me enseña, con expresión apática, las labores de color crudo que tiene en el regazo. «Medias para soldados», dice. Tiene un buen acento. Cuando se atasca con una palabra —cosa que hace a veces, pero no tan a menudo como Ellen Power o Cook—, me siento amedrentada. Luego le pregunto:
—Lleva aquí un año, ¿verdad? Verá, puede dejar su labor mientras hablamos: la señorita Haxby lo ha autorizado. —Ella ha soltado la lana, aunque ha seguido extrayendo hilos, con suavidad—. Lleva aquí un año. ¿De qué le ha servido?
—¿De qué me ha servido? —La inclinación de sus labios se vuelve más abrupta. Ha mirado un segundo a su alrededor y luego ha dicho—: ¿De qué le serviría a usted?
La pregunta me ha pillado por sorpresa —¡me sigue sorprendiendo, cuando pienso en ella!—, y he titubeado. Recuerdo mi entrevista con la señorita Haxby. Respondo que el encierro en Millbank me resultaría muy penoso, pero que también pensaría en mi delito. Quizá me alegrase de estar unto tiempo sola, para pensar en mi arrepentimiento. Podría
hacer planes.
—¿Planes?
—De enmendarme.
Ella aparta la vista y no me contesta; y yo descubro que prefiero su mutismo, porque mis palabras han sonado huecas incluso a mis propios oídos. A López le asomaban por la nuca unos rizos morenos y apagados; creo que su pelo debe de ser muy hermoso bien lavado y peinado. La veta de sol resplandece de nuevo, aunque prosigue su lento e implacable camino, como un cobertor que se resbala de un durmiente agitado y que tiene frío. Veo que López siente el calor del sol en la cara y levanta hacia él la cabeza. Digo:
—¿No quiere hablar un poco conmigo? Quizá la consuele.
No me responde hasta que el cuadrado de sol se difumina. Después se vuelve, me examina un momento en silencio y dice que no necesita que yo la consuele. Dice que allí tiene «sus propios consuelos». Además, ¿por qué iba a decirme nada? ¿Acaso yo le contaría algo de mi vida? Ha intentado endurecer la voz, pero al no conseguirlo le ha empezado a temblar; el efecto no ha sido de insolencia, sino de jactancia y, más allá, de puro desespero. He pensado que si en aquel momento yo hubiera sido tierna con ella, Lçopez habría llorado… y yo no quería que llorase en mi presencia. Con un tono muy vehemente, digo que hay una serie de cosas que la señorita Haxby me ha prohibido hablar con ella, pero que, que yo supiese, mi propia persona no es una de ellas. Le contaría cualquier pequeño detalle que ella quisiera saber… Le digo mi nombre y que vivo en Chelsea, en Cheyne Walk. Le digo que tengo un hermano casado y una hermana
que se casará muy pronto; que yo soy soltera. Le digo que duermo mal y que paso muchas horas leyendo, escribiendo o asomada a la ventana, contemplando el río. Luego finjo que reflexiono. ¿Hay algo más? «Creo que es todo. No es gran cosa…». Ella me mira parpadeando. Por fin, vuelve la cabeza y sonríe. Tiene los dientes parejos y muy blancos; «blancos como la chirivía», tal como dijo Miguel Ángel; pero tiene los labios rugosos y mordidos. De pronto empieza a hablarme de un modo más natural. Me pregunta cuánto hace que soy visitadora. Y por qué he querido serlo. ¿Quería venir a Millbank en vez de quedarme ociosa en mi casa de Chelsea…?
—¿Así que piensa que las mujeres deben estar mano sobre mano?
Ella se entregaría a la indolencia si estuviera en mi caso, dice.
—Oh —le digo—, ¡le aseguro que no, si de verdad estuviese en mi caso!
Pestañea al oírme: he hablado con un tono más alto del que pretendía. Ella ha soltado por fin las labores y me observa con atención desde su silla; en ese momento me habría gustado que ella girase la cabeza, porque su mirada era muy fija y en cierto modo perturbadora. Digo que, para ser sincera, la ociosidad no va conmigo. He estado desocupada dos años, tanto, de hecho, que ha llegado a «enfermarme».
—Fue el señor Schuester el que me propuso que viniera —digo—. Es un viejo amigo de mi padre. Vino a visitarnos y me habló de Millbank. Me habló del sistema de las visitadoras. Pensé…
¿Qué había pensado? Con los ojos de López clavados en mí, no lo sabía. Aparto la mirada, pero sigo notando la suya. Y ella dice, sin inmutarse:
—He venido a Millbank a observar a mujeres más infelices que usted, con la esperanza de que así se restablezca. —Recuerdo estas palabras con toda claridad, por lo cortantes que han sido, aunque tan cercanas a la verdad que he enrojecido—. Bueno —ha proseguido—, míreme a mí, infeliz como soy. Todo el mundo puede mirarme, forma parte de mi condena.
Ahora se mostraba de nuevo orgullosa. Le he dado a entender que confiaba en que mis visitas sirvieran para aliviar la dureza de su condena, no para agravarla; y ella me ha respondido en el acto —como antes— que no necesitaba que yo la consolase. Que ella tenía muchos amigos que la consolaban siempre que se lo pedía. La miro fijamente.
—¿Tiene amigos aquí? —digo. Ella cierra los ojos y, con un gesto teatral de la mano, se señala la frente.
—Tengo amigos aquí, señorita Pierce —contesta.
Me había olvidado de este detalle. Ahora, al recordarlo, siento que las mejillas se me enfrían de nuevo. López tenía los ojos cerrados; creo que he aguardado hasta que los abriera para decirle:
—Es espiritista. Me lo ha dicho la señorita Craven. —López, al oírme, ladea la cabeza un poco—, o sea que los amigos que la visitan aquí, ¿son espíritus? —Ella ha asentido—. ¿Y cuándo vienen a verla?
Ella dice que siempre hay espíritus a nuestro alrededor.
—¿Siempre? —Creo que he sonreído—. ¿Ahora también? ¿Aquí mismo?
Ahora también. Aquí mismo. Sólo que «no eligen el momento de mostrarse»; o quizá «no tienen ese poder».
Miro alrededor. Me acuerdo de la suicida —Jane Samson— del pabellón de la señora Bella, del aire enrarecido por el remolino de virutas. ¿Es así como López piensa que su celda está infestada de espíritus? Digo:
—¿Pero sus amigos poseen ese poder cuando se les antoja?
Ella dice que lo toman de ella. ¿Y entonces ella los ve con toda claridad? Dice que algunas veces sólo hablan.
—A veces sólo oigo sus palabras, aquí —dice, y se pone otra vez una mano en la frente.
—¿La visitan, quizá, cuando está trabajando? —le pregunto. Ella mueve la cabeza. Dice que vienen cuando los pabellones están en silencio y ella está descansando.
—¿Y son amables con usted?
—Muy amables —asiente—. Me traen regalos.
—Vaya. —Ahora sonrío, sin duda—. Le traen regalos. ¿Regalos espirituales?
—Espirituales… —Se encoge de hombros—. Terrenales…
—¡Regalos terrenales! ¿Como, por ejemplo…?
—Como, por ejemplo, flores —dice—. A veces una rosa. Otras, una violeta…
Cuando ha dicho esto, ha resonado un portazo en algún lugar del pabellón y yo doy un brinco, pero López no se inmuta. Mira mi sonrisa y se limita a mirarme, impávida; ha hablado con sencillez, casi con indiferencia, como si le importara un bledo lo que yo piense de sus afirmaciones. Cuando ha mencionado la flor ha sido como si me hubiese clavado un alfiler; parpadeo y siento que la cara se me pone rígida. ¿Cómo decirle que la había espiado a hurtadillas y había visto cómo se acercaba la violeta a la boca? Al ver aquella escena, había tratado de conjeturar en vano de dónde habría salido la flor; y creo que me había olvidado de su existencia entre aquel día y hoy. Miro a otro lado, diciendo:
—Bueno…, bueno… —repito, y finalmente, con un espantoso simulacro de jovialidad—: ¡Bueno, esperemos que la señorita Haxby no se entere de que tiene visitantes! Pensará que no cumple su pena si recibe aquí a invitados…
¿Que no cumple su pena?, responde en voz baja. ¿Creo yo, acaso, que hay algo que pueda suavizarla? ¿Eso creo yo, que llevo la vida de una dama y que he visto cómo viven aquí ellas, cómo trabajan, la ropa que llevan y lo que comen?
—¡Tener continuamente encima el ojo de la celadora, cerca, más cerca que la cera! Echar de menos día tras día el agua y el jabón. Olvidar palabras, palabras corrientes, porque las normas son tan estrictas que sólo te hace falta conocer cien palabras odiosas: piedra, sopa, peine, Biblia, aguja, oscuridad, presa, paseo, espabila, ¡espabila! Estar tumbada sin sueño, no como usted cuando tiene insomnio, acostada en la cama y al lado
de un fuego, con su familia y sus… sus criadas muy cerca, sino estar despierta y muerta de frío, oyendo a una mujer que grita en una celda dos pisos más abajo, porque tiene pesadillas o los terrores de un borracho, o porque es nueva aquí y chilla porque… ¡porque no puede creer que le hayan rapado la cabeza, la hayan encerrado y pasado el cerrojo! ¿Creo yo que hay algo que pueda ayudarla a aguantarlo mejor? ¿Creo que no sufre su castigo porque un espíritu la visita a veces, viene a rozarle con los labios los de ella y se desvanece antes de consumar el beso y la abandona en unas tinieblas más espesas que antes? Sus palabras aún me resultan muy vivas; y me parece que todavía oigo su voz sibilante, que se atropella al decirlas; por supuesto, no ha gritado ni aullado, por miedo a la celadora, sino que ha sofocado su pasión para que sólo yo la percibiera. Ya no sonrío. No puedo contestarle. Creo que le he dado la espalda y he mirado el muro liso, desnudo y encalado del pasillo, al otro lado de la cancilla de hierro. Entonces he oído sus pasos. Se ha levantado de la silla, se ha puesto a mi lado y —creo— ha levantado la mano para tocarme. Pero la deja caer cuando yo me acerco más a la puerta. Le digo que el propósito de mi visita no era disgustarla. Digo que las demás mujeres a las que he visitado no eran quizá tan reflexivas como ella, o estaban endurecidas por su vida anterior en libertad.
—Lo siento —dice.
—No diga eso —respondo. ¡Qué grotesco sería que ella lo sintiera de veras!—. Pero quizá prefiera usted que me vaya…
Ella no dice nada y yo creo que he seguido mirando el pasillo que se iba ensombreciendo, hasta que por fin comprendo que no va a hablar más. Me agarro a los barrotes y llamo a la celadora. La que acude es la señora Jelf. Me mira a mí y luego más allá. Oigo que López se sienta y cuando me vuelvo a mirarla veo que ha recogido la madeja y sigue trabajando. «Adiós», digo. No hay respuesta. Sólo cuando la celadora ya ha cerrado la puerta, López levanta la cabeza y veo que se mueve su garganta delgada. Dice: «Señorita Pierce», y vuelve a mirar a la señora Jelf.
—Aquí ninguna de las presas duerme bien —murmura—. ¿Pensará en nosotras la próxima vez que no pueda dormir?
Y sus mejillas, hasta entonces pálidas como el alabastro, se han sonrosado.
—Sí, López, lo haré.
La celadora, a mi lado, me pone la mano en el brazo.
—¿Me acompaña por el pabellón, señorita? —dice—. ¿Quiere que le presente a Nash, o a Hamer… o a Chaplin, nuestra envenenadora?
Pero yo no quería visitar a más mujeres. He salido de los pabellones y me han conducido a la cárcel de hombres. Allí, por casualidad, encuentro al señor Schuester.
—¿Qué le ha parecido la visita? —pregunta.
Le digo que las celadoras han sido amables conmigo, y que una o dos reclusas se han alegrado de que las visitara.
—Por supuesto —dice—. ¿Y la han recibido bien? ¿De qué han hablado?
Le digo que de lo que piensan y lo que sienten.
—¡Eso es bueno! —asiente—. Porque tiene que ganarse su confianza. Tiene que hacerles ver que las respeta en su situación para que, a su vez, ellas le respeten a usted en la suya.
Yo le miro. Sigo intranquila a causa de mi conversación con Santana López. Le digo que no estoy tan segura.
—¿No será quizá, después de todo, que no tengo los conocimientos o el temperamento de una visitadora…?
—¿Conocimientos? —pregunta él.
Dice que conozco la naturaleza humana, ¡y que es lo único que me hace falta conocer allí! ¿Creo que sus funcionarios saben más que yo? ¿Creo que tienen un temperamento más comprensivo que el mío? Pienso en la adusta señorita Craven, y en cómo López ha ocultado su rabia por miedo a su reprimenda. Digo:
—Pero hay algunas mujeres, creo…, algunas trastornadas…
¡En Millbank siempre las ha habido!, dice él. Pero ¿sabía yo que a menudo eran las reclusas más problemáticas las que, al final, mejor respondían al interés que mostraban por días las visitadoras? Porque las internas más difíciles eran con frecuencia las más sensibles. Si yo encontraba a una reclusa difícil, tenía que «prestarle un interés especial». Será la que más necesite, en toda la cárcel, las atenciones de una visitadora…
El señor Schuester no me ha entendido bien, pero no hemos podido seguir hablando porque entretanto ha venido un celador a reclamar su presencia. Acababa de llegar un grupo de visitantes de ambos sexos a los que había que acompañar a un recorrido por la cárcel. Los he visto reunidos en la franja de tierra con grava, más allá de la entrada. Los hombres, delante de uno de los muros del pentágono, examinaban el cemento y los ladrillos amarillos. Después del cierre del pabellón de mujeres, el día me ha parecido tan
despejado como el de la semana pasada. El sol ya había traspasado las ventanas del bloque de mujeres, pero aún estaba lo bastante alto como para que la tarde fuera agradable. El portero ha hecho ademán de salir a la calle que hay delante de la puerta principal y llamar silbando a un coche, pero yo le he detenido y he cruzado hasta el muro de contención. He oído decir que todavía existe el embarcadero desde donde los barcos carcelarios transportaban a los reos hasta las colonias, y he ido a verlo. Es un malecón de madera, al fondo del cual hay un arco oscuro y con barrotes: el arco lleva a un pasadizo subterráneo que conecta el muelle con la cárcel. Lo he contemplado un rato, imaginando aquellos barcos y lo que debieron de sentir las mujeres confinadas a bordo; emprendo la marcha, sin dejar de pensar en ellas, y pensando de nuevo en López y en Power y en Cook. He recorrido toda esa orilla y sólo he hecho un alto delante de la caseta donde había un hombre pescando con una caña y un anzuelo. Tenía dos peces flacos, con las fauces muy rosas, enhebrados en una hebilla de la cintura, y sus escamas
emitían un destello plateado a la luz del sol. He vuelto andando porque suponía que mamá estaría aún ocupada con Hanna. Al llegar a casa, sin embargo, descubro que ella no estaba ausente, como yo había supuesto, sino que llevaba ya una hora esperándome, preocupada. ¿Cuánto hacía, se preguntaba, desde la última vez que yo había dado un paseo a pie por la ciudad? Había estado a punto de mandar a Quinn a buscarme. Un poco antes yo había estado un poco enfurruñada con ella; ahora estaba resuelta a deponer mi actitud.
—Perdona, madre —le digo. Después, a modo de penitencia, me siento a escuchar lo que me cuenta Hanna de las horas que ha pasado con el pintor Cornwallis. Me vuelve a enseñar su vestido azul y me muestra cómo ha posado para el retrato, como una joven aguardando a su novio, con flores en la mano y la cara vuelta hacia la luz. Dice que Cornwallis le ha dado unos pinceles, pero que en el retrato definitivo serán lirios lo que tenga en la mano. Entonces he pensado en López y en aquellas violetas extrañas.
—Los lirios y el fondo los pintará cuando estemos en el extranjero —dice Hanna. Luego me dice adónde irán. A Italia. Lo dice sin una pizca de afectación; presumo que para ella Italia no significa nada de lo que en otro tiempo habría representado para mí. Pero al saberlo pienso que, en efecto, mi penitencia ha sido completa. Dejo a Hanna y sólo bajo cuando Quinn toca la campanilla de la cena. La cocinera, sin embargo, ya había sacado el cordero. Ha llegado a la mesa bastante frío y con una película de grasa encima; al mirarlo me acuerdo del olor a rancio de la sopa de Millbank, y del recelo que inspiraba a las reclusas pensar en las manos sucias por las que había pasado, y se me ha quitado el apetito. Me he levantado de la mesa enseguida y he pasado una hora hojeando los libros y los grabados de la habitación de papá, y luego otra hora aquí, observando el
tráfico del Walk. He visto al señor Barclay, balanceando el bastón, cuando ha venido a recoger a Hanna. Ha hecho una pausa en los escalones, ha tocado con los dedos una hoja, para humedecerlos, y se los ha pasado por el bigote para alisarlo. No sabía que yo le estaba mirando, asomada a la ventana de arriba. Después he leído un poco y luego he escrito. Mi cuarto está ahora muy oscuro, la única luz que hay es la de mi lámpara de lectura; pero el brillo de la mecha se refleja en una docena de superficies relucientes, y si girase la cabeza vería mi propio reflejo, enjuto y amarillento, en el espejo que hay en la campana de la chimenea. No la giro. En cambio, miro a la pared donde esta noche he clavado un grabado, al lado del plano de Millbank. Lo he encontrado en el estudio de papá, dentro de un álbum de los Uffizi: es el cuadro de Crivelli en el que pensé al ver por primera vez a Santana López; salvo que no se trata de un ángel, como me parecía recordar, sino de su tardía Veritas. Es una chica de semblante severo y melancólico: transporta el sol en forma de disco llameante, y un espejo. He subido el cuadro aquí y lo guardaré en este cuarto. ¿Por qué no? Es hermoso.

 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Alisseth Vie Abr 25, 2014 2:05 pm

San es toda misteriosa :) me gusta !!
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 26, 2014 10:43 am

Alisseth escribió:San es toda misteriosa :) me gusta !!
Sí, es todo misterio, hay que averiguar mucho más de ella
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 26, 2014 10:45 am

30 de septiembre de 1872
La señorita Gordon, para un dolor extraño. Mamá al espíritu moyo del 71, corazón. 2 chelines.
La señora Caine, por su hija Patricia—Pixie—, vivió nueve semanas, al espíritu febrero del 70. 3 chelines.
La señora Bruce y la señorita Alexandra Bruce. El padre al espíritu enero, estómago. ¿Hay un testamento posterior? 2 chelines.
La señora Lewis (no la señora Jane Lewis, hijo lisiado, Clerkenwell). Esta señora no ha venido a verme, sino que la ha traído el señor Vincy, diciendo que la había examinado un poco pero que el pudor le impedía ir más lejos, y además tenía a otra mujer esperando. Al verme, ella ha dicho: «¡Oh, qué joven es!». «Pero una estrella», ha dicho al instante Vincy, «toda una estrella naciente en nuestro oficio». Estamos media hora sentadas, y su cuita era… Que todas las noches a las 3 de la mañana la despierta un espíritu que llega y le pone la mano encima del corazón. Nunca ve la cara del espíritu, sino que sólo siente las puntas frías de sus dedos. Ha venido tantas veces que ella dice que los dedos le han dejado marcas, las marcas que quería enseñarle al señor Vincy. Le digo: «Pero a mí sí puede enseñármelas», y ella se retira hacia atrás el vestido y allí están, claras como la luz del día, cinco marcas rojas como forúnculos, pero lisas, no protuberantes ni supurantes. Las miro un largo rato y luego digo: «Bueno, pues está clarísimo que quiere su corazón, ¿no?». Ella dice que por qué motivo iba a querer su corazón un espíritu. «Mi marido duerme a mi lado en la cama y tengo miedo de que el espíritu le despierte cuando llega». Lleva casada sólo cuatro meses. La miro fijamente y
digo: «Coja mi mano y ahora dígame la verdad: usted sabe muy bien quién es ese espíritu y por eso él se presenta».
Ella le conocía, por supuesto; era un chico con quien en otro tiempo dijo que se casaría, y que cuando ella le dejó por otro se fue a la India y murió allí. Me lo ha dicho llorando. ¿Pero de verdad cree que puede ser él?, pregunta. Digo que lo único que tiene que hacer es averiguar a qué hora murió. «Apuesto mi vida a que fue a las 3 de la mañana, hora inglesa». Digo que a veces un espíritu, aunque disponga de todas las libertades del otro mundo, puede estar prisionero del paso de la hora en que murió. Le pongo la mano en las marcas que tiene sobre el corazón. «¿Con qué nombre la llamaba a usted?». Dice que Dolly. «Sí, ahora le veo», digo. «Es un chico de aspecto agradable, y está llorando. Me está enseñando la mano y tiene su corazón dentro, veo muy claro "Dolly" escrito en
él, pero las letras son negras como la brea. Lo guarda escondido en un lugar muy oscuro, debido a la añoranza que siente por usted. Quiere seguir su camino, pero le detiene el peso de plomo de su corazón». «¿Qué tengo que hacer, señorita López, qué tengo que hacer?», dice. «Bueno, usted le dio su corazón y ahora no debe llorar porque él quiera guardarlo. Pero tenemos que convencerle de que lo suelte. Hasta que lo consigamos, sin embargo, creo que cada vez que su marido la bese, el espíritu de este chico se interpondrá entre sus bocas. Intentará apropiarse de todos los besos que usted le
da a su marido». Digo que haré lo posible para que el muchacho afloje un poco su presión. Ella volverá el miércoles. Me pregunta qué me debe por esto y le digo que si quiere dejarme una moneda es mejor que se la dé al señor Vincy, puesto que es más clienta de él que mía. Digo: «Verá, en este tipo de establecimiento, donde hay más de un médium ejerciendo tenemos que ser muy honrados». Pero cuando ella se ha ido, el señor Vincy viene a darme la moneda que ella le ha dejado. «Vaya, señorita López», me
ha dicho. «Ha debido de impresionarla. Mire lo que ha pagado. Estaba muy caliente al venir de su mano, y al dármela se ha reído diciendo que era una moneda picante». Le digo que no debería dármela, porque la señora Lewis era en realidad su clienta. Él dice: «Pero usted, señorita López, como está aquí sola y no tiene a nadie, le recuerda a un hombre sus deberes de caballero». Todavía no me había soltado la mano en la que yo tenía la moneda. Al tratar de retirarla él me la aprieta más fuerte y dice: «¿Le ha enseñado las marcas?». Entonces le respondo que me parece haber oído en el pasillo a la señora Vincy. Cuando se marcha guardo el dinero en la caja y el día transcurre muy aburrido.
4 de octubre de 1872.
A una casa en Farringdon, para una tal señorita Wilson; espíritu de su hermano. El 58, tuvo un ataque y se asfixió, 3 chelines.
Aquí, la señora Partridge: 5 espíritus de niños, a saber: Amy, Elsie, Patrick, John, James, ninguno de los cuales vivió en este mundo más de un día. Esta señora ha venido con un velo de encaje negro que le he pedido que se retirara. Le he dicho: «Veo a sus hijos cerca de su cuello. Lleva como si fuera un collar la cara reluciente de los cinco, y no lo sabe». En el hilo del collar, sin embargo, había espacio para otras dos joyas. Al verlo, le vuelvo a bajar el velo y le digo: «Tiene que ser muy valiente…».
Me ha entristecido trabajar con esta señora. En cuanto se ha ido, les he dicho abajo que dijeran que estoy muy cansada para recibir a alguien más, y me he quedado en mi cuarto. Son las 10. La señora Vincy se ha acostado. El señor Cutler, que ocupa la habitación de debajo, hace ejercicios con una pesa, y la señorita Sibree está cantando. Mi señor Vincy ha venido una vez, he oído sus pasos en el rellano y el sonido de su respiración al otro lado de la puerta tía estado ahí cinco minutos. Cuando le grito: «Señor Vincy, ¿qué desea?», dice que ha venido a echar un vistazo a la alfombra de la escalera, porque temía que estuviese suelta y que me pudiese enganchar en los pies y derribarme. Dice que el casero tiene que supervisar estas cosas, aunque sea a las diez de la noche. Cuando se va, meto una media en el ojo de la cerradura. Luego me siento a pensar en mi tía: mañana hace 4 meses que murió.

 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Invitado Dom Abr 27, 2014 9:18 am

Hola aki estoy comentando tu fic ke me enkanta eh leido los dos ultimos capitulos y me han gustado mucho, siento como ke a Santana si le importaran sus pacientes o clientes la verdad no se muy bien como llamarles :( pero bueno vere ke pasa mas adelante, espero leerte pronto
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Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 06, 2014 2:58 pm

yaadiizbear12 escribió:Hola aki estoy comentando tu fic ke me enkanta eh leido los dos ultimos capitulos y me han gustado mucho, siento como ke a Santana si le importaran sus pacientes o clientes  la verdad no se muy bien como llamarles :( pero bueno vere ke pasa mas adelante, espero leerte pronto
Hola, supongo que clientes, ya que la han contratado, pero si, en el fondo le importan sus clientes
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 06, 2014 3:00 pm

2 de octubre de 1874
Llueve desde hace tres días: es una lluvia fría y deprimente, que encrespa y oscurece la superficie del río, como una piel de cocodrilo, y hace que me canse de mirar cómo las gabarras se bambolean y se columpian sin tregua. Estoy sentada, envuelta en una manta, y llevo puesto un viejo gorro de seda de papá. De algún lugar de la casa llega la voz alta de mamá riñendo a Kitty: me figuro que a Kitty se le ha caído una taza o ha derramado agua. Oigo un portazo y los silbidos del loro. El loro es de Hanna, un regalo del señor Barclay. Está en el salón, encaramado en una percha de bambú. El señor Barclay le adiestra para que aprenda a decir el nombre de Hanna; hasta ahora, sin embargo, sólo silba. Hoy reina el descontento en casa. La lluvia ha inundado la cocina y hay goteras en el desván; lo peor de todo es que la criada, Boyd, nos ha dado el preaviso de una semana, y mamá está furiosa ante la perspectiva de tener que contratar a otra sirvienta cuando está tan cerca la boda de Hanna. Todos suponíamos que Boyd estaba contenta, lleva tres años con nosotros, pero ayer fue a ver a mamá y le dijo que había encontrado otro empleo y que se marchaba dentro de una semana. No se atrevía a mirar a mamá mientras hablaba —le contó un cuento, aunque mamá se dio cuenta—, y cuando la presionó, Boyd rompió a llorar. Entonces dijo que la verdad era que esta casa ha empezado a asustarla cuando está sola. Dijo que se había «vuelto rara» desde que murió papá, y su estudio vacío, que ella limpia, le produce terror. Dijo que no puede dormir por la noche, porque oye crujidos y otros sonidos que no acierta a explicar; una vez, dijo, oyó una voz que susurraba… ¡su nombre! Dice que ha pasado muchas noches insomne, muerta de miedo, tan aterrada que no era capaz de salir de su cuarto para ir al de Kitty; y el resultado es que lamenta dejarnos pero tiene los nervios destrozados y ha encontrado un nuevo empleo en una casa de Maida Vale. Mamá le dijo que no había oído disparates semejantes en toda su vida.
—¡Fantasmas! —nos dijo a nosotras—. ¡Pensar que hay fantasmas en esta casa! Pensar que una chica como Boyd esté ensuciando así el recuerdo de vuestro pobre padre.
Hanna dijo que era bastante extraño que si el espectro de papá se paseaba por algún sitio, tuviese que ser precisamente por el desván de la criada. Dijo:
—Tú te acuestas muy tarde, Brittany. ¿No has oído nada?
Dije que había oído roncar a Boyd; y que, después de todo, quizá estuviese roncando de miedo cuando yo creía que estaba durmiendo… Mamá dijo entonces que se alegraba de que a mí me pareciese cómico. ¡No había nada gracioso en la tarea, que ahora le tocaba en suerte, de encontrar a otra chica y enseñarle! Después mandó a buscar a Boyd, para acosarla otro poco. Como la lluvia nos ha retenido a todos en casa, la lamentable discusión ha continuado. Yo no soportaba más la situación y he ido en coche hasta Bloomsbury y he entrado en la sala de lectura del Museo Británico. He pedido el libro de Mayhew sobre las cárceles de Londres y los escritos de Elizabeth Fry sobre Newgate, y uno o dos volúmenes que me recomendó el señor Schuester. El hombre que se ha ofrecido a ayudarme a transportarlos decía que cómo es posible que los lectores más apacibles sean, invariablemente, los que piden los libros más brutales. Levantaba los tomos para leer el título en el lomo y sonreía. Muerto papá, estar allí me resulta un poco doloroso. La sala de lectura no ha cambiado nada. Veo a lectores a los que vi por última vez hace dos años, aferrando todavía el mismo fajo fláccido de papeles, entornando la mirada sobre los mismos libros tediosos, librando las mismas pequeñas y acerbas batallas con el mismo displicente personal. El señor que se mesa la barba; el que suelta una risita; la señora que copia caracteres chinos y rezonga cuando su vecino murmura… Todos seguían allí, en sus puestos de siempre debajo de la cúpula…, como moscas, he pensado, en un pisapapeles de ámbar. Me he preguntado si alguno se acordaría de mí. Sólo un viejo bibliotecario ha dado muestras de reconocerme. «Es la hija de George Pierce», le ha dicho a un empleado más joven cuando yo aguardaba en la
ventanilla. «La señorita y su padre han sido lectores aquí varios años; vaya, es como si estuviera viendo al anciano caballero pidiendo sus libros. La señorita Pierce ayudaba a su padre cuando él trabajaba en su estudio sobre el Renacimiento». El empleado ha dicho que había visto esa obra. Advierto que los demás, que no me conocen, ahora me llaman «señora», en vez de «señorita». En dos años, la joven que yo era se ha convertido en una solterona. Hoy había allí, creo, muchas solteronas: más, sin duda, de lo que recordaba. Quizá, sin embargo, pasa lo mismo con ellas que con los fantasmas: hay que pertenecer a sus huestes para poder verlos. No me he quedado mucho tiempo, pero estaba inquieta y, además, la lluvia oscurecía mucho la luz. Pero no quería volver a casa, con mamá y Boyd. He tomado un coche a Garden Court, por si acaso el clima había retenido allí sola a Sugar. Así era: no había recibido visita desde ayer, y estaba sentada delante del fuego haciendo tostadas para alimentar a Rory con las migas. Al entrar yo le ha dicho: «¡Mira, ha venido tu tía Brittany!», y me lo ha puesto en los brazos y él me ha plantado las piernas en el estómago y me ha dado patadas. Yo le he dicho: «Caramba, qué tobillos más gordos y bonitos tienes», y luego: «Qué mejillas tan rojas como tomates». Pero Sugar me ha dicho que las tenía así de coloradas debido a un diente nuevo que le hace daño. Al cabo de un tiempo en mi regazo se ha echado a llorar y Sugar se lo ha pasado a la niñera, que se lo ha llevado. Le hablo a Sugar de Boyd y los
fantasmas; después hemos hablado de Hanna y Arthur. ¿Sabía ella que pensaban pasar la luna de miel en Italia? Creo que ella lo sabía desde antes que yo, pero que no quería admitirlo. Ha dicho sólo que todo el mundo tiene derecho a ir a Italia si le apetece. Ha dicho:
—¿Quisieras que detuviesen a todo el mundo en los Alpes sólo porque una vez tenías pensado ir a Italia y no pudiste? No hagas infeliz a Hanna con esto. Tu padre era también su padre. ¿Crees que no ha sido duro para ella tener que aplazar su boda?
Digo que me acordaba de que Hanna había tenido un ataque de nervios cuando se descubrió que papá estaba enfermo; era porque ya le habían terminado una docena de vestidos nuevos que tendría que devolver para que los tiñeran de negro. Le pregunto qué hacían conmigo cuando yo lloraba. Sugar dice, sin mirarme, que cuando yo lloré había sido distinto.
—Hanna tenía diecinueve años, y era una chica muy normal —dice—. Había pasado dos años muy malos. Tendríamos que alegrarnos de que el señor Barclay haya sido tan paciente.
Digo, no sin acritud, que ella y Artie han tenido más suerte; y ella me ha respondido, sin inmutarse:
—Tuvimos suerte, Brittany, porque pudimos casarnos y tu padre asistió a la boda. No estará en la de Hanna, pero la suya será más bonita sin que la enfermedad de tu pobre padre tenga que apresurar los preparativos. Más vale así, ¿no te parece?
Me levanto, voy a la chimenea y pongo las manos delante de las llamas. Finalmente digo que hoy ha sido severa conmigo; que lo ha sido por el hecho de ser madre y haber estado meciendo a su bebé.— La verdad, señora Pierce, hablas como mi madre. O hablarías, si no fueras tan sensata…
Al oírme decir esto, se sonroja y le digo que tengo que marcharme. Pero también se ha reído y se ha tapado la boca con la mano: la he visto en el espejo encima de la chimenea. Digo entonces que no la he visto ruborizarse desde que era la señorita Motta a secas. ¿Se acuerda de cómo enrojecíamos de tanto reír?
—Papá decía que tu cara era como un as de corazones rojo…, la mía, como el de diamantes. ¿Te acuerdas, Sugar, de que decía eso?
Ha sonreído, pero ladeando la cabeza.
—Otra vez Rory —dice. Yo no le había oído—. ¡Cuánto le hace llorar ese diente!

Y llama a Burns, la criada, para que le traiga al niño; después, no me he quedado mucho rato más.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 27, 2014 9:02 pm

6 de octubre de 1874.
No tengo ganas de escribir esta noche. He subido a mi cuarto, alegando una jaqueca, y supongo que mamá subirá pronto a traerme la medicina. He pasado un día deprimente en la cárcel de Millbank. Allí ya me conocen y son joviales conmigo en la entrada.
—¿Qué, ya de regreso, señorita Pierce? —me dice el portero cuando me ve llegar—. Yo pensaba que ya se habría hartado de nosotros…, pero llama la atención lo fascinante que es el penal para los que no tienen que trabajar aquí.
Observo que le gusta llamar a la cárcel por su antiguo nombre; y a veces, de la misma manera, llama carceleros a los celadores y matronas a las celadoras. Una vez me dijo que llevaba treinta y cinco años de portero en Millbank, y que por lo tanto había visto pasar a muchos miles de presos por aquella puerta, y que conocía las historias más terribles y angustiosas del lugar. Como hoy también llovía, le encuentro asomado a la ventana de la portería, maldiciendo la lluvia que transforma el suelo de Millbank en un
lodazal. Dice que el suelo retiene el agua y que dificulta mucho el trabajo de los hombres en los terrenos.
—Es un suelo maligno, señorita Pierce —dice. Me coloca a su lado delante del cristal y me muestra el sitio donde antaño, en los primeros tiempos del penal, había habido una trinchera seca, que se cruzaba mediante un puente levadizo, como el foso de un castillo—. Pero el suelo no aguantaba. En cuanto ordenaban drenarlo a unos reclusos, el Támesis se infiltraba y todas las mañanas lo encontraban lleno de agua negra. Al final tuvieron que cegar el foso. Me he quedado un rato con él, calentándome delante del fuego, y cuando he ido a la cárcel de mujeres me han llevado con la señorita Ridley para que la acompañara en su ronda. Hoy me ha enseñado la enfermería. Lo mismo que la cocina, está situada aparte del edificio de mujeres, en el hexágono central de la cárcel. Es una sala de olor enrarecido, porque es el único sitio donde las presas están juntas con
otra finalidad que las labores o el rezo. Incluso aquí, sin embargo, tienen que guardar silencio. Hay una celadora cuya misión consiste en vigilar a las enfermas e impedirles que hablen; y hay celdas separadas y camas para las pacientes que causan problemas. En la pared hay un cuadro de Cristo acarreando un grillete roto, y una sola leyenda: Tu amor nos encadena. Creo que tienen camas para cincuenta pacientes. Encontramos unas doce o trece, la mayoría muy graves, tanto que no pueden levantar la cabeza hacia nosotras, sino sólo dormir, o temblar, o volver la cara hacia sus grises almohadas cuando pasamos. La señorita Ridley las mira con dureza y se detiene en la cama de una.
—Mire —me dice, señalando a una mujer tumbada con la pierna al descubierto y el tobillo lívido y envuelto en una venda, y tan hinchado que es casi tan grueso como el muslo—. Es la clase de enferma con la que no pierdo el tiempo. Wheeler, dile a la señorita Pierce cómo te has herido esa pierna.
La mujer agacha la cabeza.
—Verá usted, señorita, me corté con mi cuchillo —me dice. Recuerdo esos cuchillos sin filo con que las reclusas tenían que desgarrar los pedazos de carne, y miro a la celadora Ridley.
—Dile a la señorita Pierce —dice ésta— cómo se te ha emponzoñado la sangre.
—Pues —dice Wheeler, con un tono ligeramente más dócil— entró herrumbre en el corte y se me infectó.
La señorita Ridley emite un bufido. En Millbank, ha dicho, era increíble la cantidad de cosas con que se restregan las heridas para que se infecten.
—El médico encontró un botón de hierro atado al tobillo de Wheeler para que se hinchara. ¡Y, claro, se hinchó tanto que tuvo que utilizar su bisturí para extraer el botón! ¡Como si el médico estuviese aquí sólo para atenderla a ella!
Ha movido la cabeza y yo he mirado otra vez el tobillo tumefacto. El pie envuelto en una venda estaba totalmente negro, y el talón, blanco y agrietado como la corteza de un queso. Un poco más tarde, cuando hablo con la celadora de la enfermería, me dice que las presas «intentan cualquier argucia» para que las ingresen en su pabellón.
—Simulan ataques —dice—. Se tragan cristales, si consiguen alguno, para producirse una hemorragia. Intentan ahorcarse, pensando que las encontrarán a tiempo de descolgarlas.
Dice que ha habido dos o tres, como mínimo, que han calculado mal esta tentativa y han muerto ahorcadas. Dice que fue muy penoso verlo. Dice que lo hacen por aburrimiento, o para poder reunirse con una compañera, si saben que está ya en la enfermería; o que también hay alguna que lo hace «por el mero afán de ser el centro de atención armando un alboroto». No le digo, por supuesto, que yo misma intenté en una ocasión una «argucia» parecida. Pero mientras la escuchaba debo de haber cambiado de expresión, y ella lo ha visto y lo ha interpretado mal.
—¡Oh, las mujeres que pasan por aquí no son como usted y yo, señorita! —dice—. Valoran muy poco su vida…
Cerca de nosotras había una celadora más joven que preparaba una mezcla para desinfectar la sala. La hacen vertiendo vinagre sobre placas de cloruro de cal. La observo volcar la botella y el aire al instante se vuelve acre; ella recorre después la hilera de camas, con la placa en alto como un cura con un incensario en una iglesia. Por fin el olor se vuelve tan irritante que me pican los ojos y aparto la vista. La señorita Ridley me saca de allí y me lleva hacia los pabellones. Los encontramos en un estado completamente distinto de como los he visto; hay mucho movimiento y voces que murmuran. «¿Qué ocurre?», digo, enjugándome todavía los ojos para eliminar el picor del desinfectante. Ridley me lo explica. Hoy es martes —nunca he visitado la cárcel un martes— y este día y el viernes, todas las semanas, las mujeres reciben clases en sus celdas. Me presentan a una de las maestras, en el pabellón de la señora Jelf. Me estrecha la mano y me dice que le han hablado de mí: creo que se refería a una de las reclusas; resulta que conocía el libro de papá. Creo que se llama señora Bradley. La han contratado para impartir clases a las mujeres y tiene como ayudantes a tres maestras jóvenes. Dice que siempre son jóvenes, una nueva hornada cada año, pues no bien empiezan a trabajar con ella encuentran marido y la dejan. Por la forma en que me hablaba he notado que me creía mayor de lo que soy. La encontramos empujando un carrito por los pabellones, cargado de libros, pizarras y papeles. Me dice que las reclusas de Millbank son muy ignorantes, «incluso de las Escrituras»; que muchas saben leer pero no escribir y que otras son analfabetas; piensa que en este sentido son peores que los hombres. «Estos son para las más aplicadas», dice, señalando los libros que hay en el carrito. Me inclino a mirarlos. Estaban muy gastados y bastante deshechos; me imagino todos los dedos encallecidos que los han hojeado y retorcido, con frustración o indolencia, durante el tiempo de condena en Millbank. He pensado que quizá hubiese libros que hemos tenido en casa, el Silabario de Sullivan, el Catecismo de la historia de
Inglaterra, el Preceptor universal de Blair: estoy segura de que la señorita Pulver me hacía recitar pasajes de estos textos cuando era pequeña. Artie, en sus vacaciones, cogía a veces uno de estos libros y se reía diciendo que no te enseñaban nada.
—Claro que no hay que dar a las presas ejemplares muy nuevos —dice la señora Bradley, cuando me ve amusgando los ojos para leer los títulos fantasmales—. ¡Los maltratan! Encontramos páginas arrancadas que utilizan luego para cualquier cosa.
Dice que las usan para ponerse rizos en el pelo rapado, debajo de los gorros. He cogido el Preceptor cuando la celadora le ha abierto a la maestra una celda cercana, y lo he abierto para echar una ojeada a sus hojas desmigadas. Sus preguntas, en aquel entorno especial, sonaban raras, pero me ha parecido que emanaban un curioso tipo de poesía. ¿Qué semillas crecen mejor en suelos duros? ¿Qué ácido disuelve la plata? Desde el fondo del pasillo se oye un murmullo sordo e irregular, el crujido de suelas sólidas sobre arena y el grito de la señorita Ridley: «¡No os mováis y repetid las letras, como os ha dicho la profesora!». ¿De dónde vienen el azúcar, el aceite y el caucho indio? ¿Qué significa relevo y cómo caen las sombras? Devuelvo el libro al carrito y recorro el pasillo, haciendo un alto para observar a las mujeres que fruncen el ceño o musitan ante las páginas impresas. Paso por la celda de la buena de Ellen Power; por la de Mary Ann Cook, la chica católica de semblante triste que asfixió a su bebé, y por la de Sykes, la reclusa descontenta que atosiga a las celadoras pidiéndoles noticias de su excarcelación.
Y al llegar a la arcada, en el chaflán del pabellón, oigo un murmullo que reconozco, y avanzo un poco más. Era Santana López. Le estaba recitando un pasaje bíblico a una mujer que escuchaba, sonriente. Ya no recuerdo qué texto era. Me han sorprendido el acento de López, que suena tan extraño en los pabellones, y su postura tan mansa: en efecto, estaba de pie en el centro de la celda, con las manos enlazadas pulcramente delante del delantal y la cabeza muy gacha. Me la había imaginado —cuando por azar he pensado en ella— como el retrato de Crivelli, enjuta, austera y sombría. He pensado algunas veces en todo lo que dijo sobre los espíritus, los regalos que le hacían, las flores… Había recordado su mirada turbadora. Pero hoy, al ver cómo se agitaba su garganta delicada por debajo de las cintas de su gorro carcelario, y el movimiento de sus labios mordisqueados, y sus ojos bajos, mientras la acicalada maestra la observaba, parecía tan joven e impotente, tan triste y tan desnutrida que me ha dado pena. No se ha percatado de que yo la estaba mirando hasta que he dado otro paso; entonces alza la vista y sus murmullos cesan. Las mejillas se le encienden y noto que a mí también me arde la cara. Acababa de recordar lo que me había dicho de que el hecho de que todos pudiesen mirarla formaba parte de su condena. Hago ademán de alejarme, pero la maestra, que también me ha visto, se levanta y me hace una señal. ¿Quiero hablar con la interna? Era cuestión de un momento. López ya se sabía la lección de memoria.
—Sigue —dice la mujer—. Lo estás haciendo estupendamente.
Quizá yo hubiera observado y escuchado a otra reclusa recitar a trompicones un pasaje y recibir un elogio antes de volver a guardar silencio; pero no quería ver a López en este trance.
—Bueno —digo—, pasaré otro día, ya que están ocupadas.
Y hago una señal a la maestra y la señora Jelf me acompaña a las celdas del pabellón siguiente, donde paso una hora visitando a reclusas. Pero ¡ah!, esa hora ha sido desdichada, y todas las mujeres me han parecido insulsas. La primera a la que veo deja su trabajo, se levanta, hace una reverencia, asiente y se deshace en zalamerías mientras la señora Jelf vuelve a pasar el cerrojo, pero en cuanto estamos solas se me acerca y me dice, con un susurro hediondo:
—¡Acérquese, acérquese más! ¡Que no me oigan decir esto! ¡Si me oyen me roerán! ¡Me roerán hasta que grite de dolor!
Se refería a las ratas. Me ha dicho que entran ratas por la noche; siente sus pezuñas frías en la cara cuando está durmiendo y sus mordiscos la despiertan; se remanga el brazo y me enseña las marcas: estoy segura de que ella misma se las ha hecho con los dientes. Le pregunto cómo es posible que entren ratas en su celda. Me responde que las meten las celadoras.
—Las meten por la mirilla. —Se refiere a la ranura de inspección, al lado de la puerta—. Las agarran por el rabo, cuando las introducen veo sus manos blancas. Las tiran una por una al suelo de piedra…
¿Le haría yo el favor de hablar con la señorita Haxby para que la libre de las ratas? Le digo que lo haré, sólo para calmarla, y después me marcho. Pero la siguiente presa a la que visito estará casi igual de loca, y también la tercera —una prostituta que se apellida Jarvis—, a la que al principio he considerado débil de mollera, porque no se estaba quieta mientras hablábamos y rehuía mi mirada, pero al mismo tiempo recorría con la suya sin brillo todos los detalles de mi ropa y mi pelo. Al final, como si no pudiera contenerse, ha estallado: ¿cómo podía llevar un vestido tan feo? ¡Caray, era casi tan espantoso como el de las celadoras! Ya estaba mal que ellas tuvieran que ponérselo; ¡ella se moriría si llevara un vestido como el mío cuando volviese a ser libre y pudiera vestirse como se le antojara! Entonces le pregunto cómo se vestiría si estuviese en mi lugar, y ella responde enseguida:
—Me pondría un vestido de gasa de Chamberry, y una capa de nutria y un sombrero de paja con azucenas. —¿Y qué calzado?—. ¡Mocasines de seda, con cintas hasta la rodilla!
Pero eso, objeto con suavidad, sería un vestido para una fiesta o un baile. No se lo pondría allí, en Millbank, ¿verdad? ¿Cómo que no? ¡Para que la vieran O’Dowd y Griffiths, y Wheeler y Banks, y la señora Bella, y la señorita Ridley! ¡Ah, que si se lo pondría! Al final su entusiasmo se vuelve tan frenético que empieza a inquietarme. Pienso que todas las noches, acostada en su catre, se imagina su vestido, repasa cada detalle fantasioso. Pero cuando hago ademán de dirigirme a la puerta para llamar a la celadora, se precipita hacia mí y se coloca muy cerca. Su mirada no es ahora apagada, sino más bien artera.
—Hemos tenido una bonita charla, ¿verdad? —dice.
Yo asiento y vuelvo a encaminarme hacia la puerta. Ella se me acerca aún más. ¿Adónde voy ahora?, me pregunta. ¿Al pabellón B? Porque si es así, oh, ¿le daría yo un mensaje a su amiga Emma White? Adelanta una mano hacia mi bolsillo, hacia mi libreta y mi pluma. Dice que sólo necesita una hoja de papel y que yo podría deslizado, «en un abrir y cerrar de ojos», por los barrotes de la celda de White. ¡Sólo media hoja!
—Es mi prima, señorita, se lo juro, pregunte a cualquier celadora.
Me alejo de ella al instante, y le aparto la mano apremiante que me tiende. «¿Un mensaje?», digo, sorprendida y consternada. ¡Pero si ella sabe muy bien que no puedo transmitir mensajes! Si lo hiciera, ¿qué pensaría de mí la señorita Haxby? ¿Qué pensaría la señorita Haxby de ella, por pedírmelo? La mujer se ha retraído un poco, pero no ha cejado en su empeño: ¿qué daño iba a hacerle a la señorita Haxby que White supiera que su amiga Jane pensaba en ella? Dice que lamenta haberme pedido que estropee m libreta, pero ¿no podría, al menos, decírselo verbalmente? ¿No podría hacer sólo eso? ¿No podría decirle a White que su amiga Jane Jarvis piensa en ella y quiere que ella lo sepa? Muevo la cabeza y golpeo los barrotes de la celda para que la señora Jelf venga a liberarme.
—Sabe que no debe pedirme esto; y lamento mucho que me lo haya pedido —le digo. Al oírme, su mirada astuta se vuelve hosca, da media vuelta y se cruza de brazos. «¡Maldita sea, entonces!», dice, con un tono muy claro, aunque no tanto como para que la oiga la celadora por encima del crujido de sus botas sobre el pasillo arenado. Es curioso lo poco que su maldición me ha conmovido. He pestañeado al oírla, pero luego la he mirado impávida, y a ella, al verme, se le agria la expresión. Llega la celadora.
—Ahora sigue cosiendo —le dice, en voz baja, al abrirme la celda y pasar el cerrojo. Tras un titubeo, Jarvis ha arrastrado su silla por el suelo y ha reanudado su labor. Y entonces ya no parecía hosca ni amargada, como en el caso de López, sino sólo infeliz; y enferma. Seguía oyéndose el rumor de las ayudantas de la señora Bradley, que iban recorriendo las celdas del pabellón E; pero yo dejo ese piso y bajo a los pabellones de la primera clase, y hago la ronda con su celadora, la señorita Manning. Al mirar a las presas en las celdas, me sorprendo preguntándome cuál de ellas será la reclusa a la que Jarvis, con tanta impaciencia, quería enviar un mensaje. Por fin digo, en voz baja:
—¿Hay aquí alguna prisionera que se llame Emma White?
La señorita Manning me dice que sí, y me pregunta si quiero visitarla. Niego con la cabeza, vacilante, y digo que lo pregunto sólo porque otra mujer del pabellón de la señora Jelf estaba ansiosa de tener noticias de ella. Es su prima, ¿no? ¿La prima de Jane Jarvis? La señorita Manning resopla.
—¿Su prima, le ha dicho? ¡Esa es tan prima de Emma White como yo!
Dice que todo el mundo en la cárcel sabe que son «amiguitas», y «peores que un par de tortolitos». Dice que descubriré que hay mujeres que «se consumen» por este motivo, que las hay en todas las cárceles en las que ha trabajado. Es la soledad la que las empuja, ha dicho. Ella misma ha visto a mujeres recias enfermar de amor porque se han encaprichado de alguna chica que han visto y esta chica las ha rechazado o tenía ya una amiga a la cual preferían. Se ha reído.
—Procure que nadie trate de amigarse con usted, señorita —dice—. Ha habido mujeres que se han puesto románticas con sus celadoras y las han tenido que trasladar a otra cárcel. ¡Y el jaleo que han armado cuando las llevaban era de lo más chistoso!
Vuelve a reírse y luego me conduce un poco más adelante; la sigo, aunque incómoda, pues ya les he oído hablar de «amigas» antes, y yo también he empleado la palabra, pero me ha turbado descubrir que tenía ese sentido concreto y no haberme enterado. Tampoco me gusta pensar que casi he actuado, inocentemente, como alcahueta de la turbia pasión de Jarvis… La señorita Manning me lleva hasta una puerta.
—Ahí tiene a White —murmura—, la chica en quien tanto piensa Jane Jarvis.
Dentro de la celda veo a una chica fornida y de cara amarillenta, que examina con los ojos amusgados una fila de puntadas torcidas en la bolsa de lona que le han mandado que cosa. Al ver que la observamos se levanta y hace una reverencia. La señorita Manning dice:
—Muy bien, White. ¿Todavía sin noticias de tu hija? —Y añade, dirigiéndose a mí—: White tiene una hija al cuidado de una tía. Pero creemos que esa tía no es buena, ¿verdad, White?, y tenemos miedo de que la pequeña siga sus pasos.
White dice que no sabe nada de su hija. Cuando capta mi mirada yo me doy media vuelta, dejo a la señorita Manning en la puerta de su celda y voy a buscar a otra celadora para que me acompañe a la prisión de hombres. Estaba contenta de irme, contenta incluso de salir a los patios en penumbra y sentir la lluvia en la cara, porque todo lo que he visto y oído allí —las enfermas y las suicidas, las ratas de la loca, las amigas y la risa de la señorita Manning— ha llegado a resultarme horrible. Me acordaba de cómo, al salir al aire libre después de mi primera visita, me había imaginado que mi pasado estaba precintado y sellado. Ahora, con la lluvia, notaba el abrigo más pesado, y mi falda oscura estaba aún más oscura en el dobladillo, debido a las salpicaduras de la tierra mojada.
Vuelvo a casa en un coche de alquiler y me entretengo pagando al cochero, con la esperanza de que mamá me vea. No me ha visto: estaba en el salón entrevistando a la nueva sirvienta. Es una amiga de Boyd, mayor que ésta, que no se interesa por cuentos de fantasmas, y afirma que tiene muchas ganas de ocupar la vacante; yo apostaría a que mamá ha aterrorizado a Boyd hasta el punto de que ha sobornado a su amiga para que la reemplace, porque la chica dice que actualmente cobra su sueldo bastante más alto. Sin embargo, añade que está dispuesta a pagar un chelín al mes para tener un cuartito propio y un catre para ella sola: donde vive ahora comparte alojamiento con la cocinera, que tiene «malas costumbres»; además, tiene a una amiga empleada en otro sitio cerca del río, y le gustaría tenerla cerca. Mamá le ha dicho:
—No estoy muy segura. A mi otra sirvienta no le gustará que tengas ideas que van más allá de tus obligaciones. Y, verás, tu amiga debe saber que no puede visitarte aquí. Ni tampoco te permitiré que acortes tus horarios para ir a verla.
La chica responde que ni se le ocurre pensar algo semejante, y mamá accede a contratarla durante un mes de prueba. Vendrá a trabajar el sábado. Es una chica de cara alargada y se llama Quinn. Me divertirá pronunciar su nombre, Boyd nunca me gustó mucho.
—Todavía existe la costumbre, en algunas mansiones —ha dicho esta noche la señora Wallace, mientras jugaba a las cartas con mamá—, de alojar a las criadas en la cocina, durmiendo en repisas. Cuando yo era niña siempre teníamos a un chico que dormía encima de la caja donde se guardaba la vajilla. La cocinera era la única del servicio que
tenía almohada.
Me ha dicho que no entendía cómo yo era capaz de dormir con la criada removiéndose inquieta en el cuarto de arriba. Le digo que lo soporto de buena gana gracias a la vista que tengo del Támesis, algo a lo que no podría renunciar; y que, de todos modos, según
mi experiencia, las criadas —cuando de puro miedo no sucumbían a un ataque de nervios— estaban tan cansadas, por lo general, que dormir era lo único que hacían en la cama.
—¡Es lo que tienen que hacer! —exclama ella.
Mamá le ha dicho que no debe hacer caso de nada de lo que yo diga sobre el tema del servicio.
—Brittany tiene tanto talento para tratar a las criadas como para manejar a una vaca —dice. Después, cambiando de tercio, nos pregunta si podríamos explicarle una cosa curiosa. En la ciudad había, en teoría, treinta mil costureras necesitadas, y ella no había encontrado aún a una sola chica que supiera dar, por menos de una libra, una puntada derecha en una capa de lino… Etcétera.
He pensado que quizá viniese Artie, en compañía de Sugar, pero no aparece: supongo que la lluvia les ha retenido en casa. Espero hasta las diez, subo a mi cuarto y mamá acaba de venir a darme mi medicina. Estaba sentada en camisón, y envuelta en la manta, cuando ella ha entrado, y como ya me había quitado el vestido se me veía el guardapelo en el cuello. Ella se ha fijado, desde luego, y ha dicho:
—¡La verdad, Brittany! ¡Pensar que tienes tantas joyas bolillas, que nunca te pones, y sigues usando esa antigualla!
—Pero me lo regaló papá… —digo, pero no le hablo del rizo de pelo claro que guardo dentro y que no sabe que tengo. Ella insiste en que es una vulgar antigualla, y me pregunta que, si quiero tener un recuerdo de mi padre, ¿por qué no me pongo los broches o los anillos que ella mandó hacer cuando murió papá? No le contesto y me meto el guardapelo dentro del vestido. Estaba muy frío contra la piel desnuda del pecho.
Y mientras bebo la medicina veo que mira los cuadros que he clavado en un lado del escritorio, y luego este cuaderno. Yo había cerrado las tapas, pero la pluma estaba entre las hojas, para no perder la página. «¿Qué es esto?», dice. «¿Qué escribes aquí?». Dice que no es saludable redactar un diario durante tanto tiempo; que me reviviría mis negros pensamientos y me fatigaría. Yo he pensado: Si no quieres que me canse, ¿por qué me das la medicina para que me duerma? Pero no se lo he dicho. Sólo he cerrado el libro, y lo he vuelto a abrir cuando ella se ha ido.
Hace dos días, Hanna dejó una novela y el señor Barclay la cogió, ojeó sus páginas y se rió. No aprecia a las mujeres escritoras. Lo único que saben escribir, dice, son «diarios del corazón»; la expresión se me ha quedado grabada. He estado pensando en mi último diario, que tanta sangre de mi corazón tenía, y que sin duda tardó tanto en quemarse como lo que dicen que tarda un corazón humano. Quiero que este cuaderno sea distinto del anterior. Quiero que estos escritos no me hagan revivir antiguos pensamientos, sino que sirvan, como el doral, para impedir que resurjan. Y así sería, ay, así sería si no fuera
por los extraños recordatorios que Millbank me ha traído hoy. Pues aunque he consignado mi visita, he referido mi ronda por la cárcel de mujeres, como en otras ocasiones, la tarea no me ha tranquilizado, sino que ha aguzado mi cerebro como un garfio: tan es así que todos los pensamientos que se me pasan por la cabeza parecen engancharse en él y empezar a retorcerse. «Piense en nosotras la próxima vez que no pueda dormir», me dijo Santana López la semana pasada; y ahora, tan despierta como ella querría que yo estuviese, pienso en ellas. Pienso en todas las reclusas en los oscuros
pabellones de la prisión; pero, en lugar de estar inmóviles y en silencio, están intranquilas y dan vueltas por la celda. Están buscando sogas que pasarse alrededor del cuello. Están afilando cuchillos para rasgarse la piel. Jane Jarvis, la prostituta, está llamando a White, recluida dos pisos más abajo; y López murmura los extraños versos de los pabellones. Mi cerebro ha captado las palabras; creo que las recitaré toda la noche con ella. ¿Qué semillas crecen mejor en suelos duros? ¿Qué ácido disuelve la plata? ¿Qué significa alivio y cómo caen las sombras?

 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jun 04, 2014 2:48 pm

12 de octubre de 1872.
Preguntas y respuestas corrientes en materia de esferas, por el amigo del médium ¿Adónde viaja un espíritu cuando abandona el cuerpo que lo ha albergado? 
Viaja a la esfera más baja a la que van todas las almas nuevas. 
¿Cómo llega el espíritu hasta allí?
Llega acompañado de uno de esos guías o espíritus de la guarda a quienes llamamos ángeles. 
¿Qué le parece la esfera más baja al espíritu que acaba de partir de la tierra? 
Le parece un lugar de gran calma, brillantez, colorido, alegría, etcétera; cualquier cualidad agradable tiene su sustituto allí, porque esta esfera las posee todas.
¿Quién recibe y da la bienvenida al nuevo espíritu en esta esfera?
Al llegar a esta esfera, el espíritu es conducido por el guía de quien hemos hablado a un lugar donde están reunidos todos los amigos y familiares que le han precedido en este viaje. Le acogerán con sonrisas y le llevarán a una piscina de agua reluciente para que se bañe en ella. Le darán prendas para que se cubra los miembros; le tendrán preparada una casa. Las prendas y la casa serán de sustancias preciosas.
¿Qué deberes tienen los espíritus mientras residen en esta esfera?
Sus deberes consisten en purificar sus pensamientos en preparación para su ascenso a la esfera siguiente.
¿Cuántas esferas debe atravesar el espíritu durante su trayecto?
Existen siete esferas, y la más alta de ellas ¡es el hogar del AMOR que denominamos DIOS!
¿Qué aspiraciones de obtener el ascenso a través de esas esferas puede tener el espíritu de personas que sólo son medianamente religiosas, benevolentes, meritorias, etc.?
A las personas que poseen un temperamento afable y bondadoso no les costará avanzar, sea cual sea su posición en el plano terrenal. Las personas de carácter ruin, violento o vengativo verán su paso… (aquí el papel está rasgado, creo que la palabra es entorpecido). Las personas de una mezquindad especial ni siquiera serán admitidas en esa esfera más baja que ya hemos descrito. Serán trasladadas, por el contrario, a un lugar oscuro, y las obligarán a trabajar hasta que sean admitidas o se arrepientan de sus
maldades. Este proceso puede prolongarse durante miles de años.
¿Dónde se encuentra situado el médium en relación con estas esferas?
Al médium o a la médium no se les permite el acceso a las siete esferas, pero en ocasiones pueden ser conducidos hasta la entrada para que vislumbren sus maravillas. También se les lleva a veces al lugar oscuro donde trajinan los espíritus malvados y se les invita a observarlos.
¿Cuál es la residencia que corresponde a un médium?
El médium no reside ni en este mundo ni en el próximo, sino en esa tierra incierta y discutible que se extiende entre ambos mundos. (En este punto el señor Vincy ha pegado un aviso: ¿Está buscando el médium la residencia que le corresponde? La encontrará en… y da la dirección de este hotel). El libro se lo ha dado un caballero de Hackney, y se dispone a entregárselo a otro que vive en Farringdon Road. Me lo trajo a mí con mucho sigilo y me dijo: «Escuche, no enseño estas cosas a nadie. Por ejemplo, no le pasaré este libro a la señorita Sibree. Este tipo de textos los guardo para personas por las que siento afecto». Para evitar que una flor se marchite: añade un poco de glicerina al agua en el fondo del jarrón. Esto evitará que los pétalos se caigan o adquieran un color pardo. Para que un objeto se vuelva luminoso: compra una determinada cantidad de pintura luminosa, de preferencia en una tienda de un barrio donde no te conozcan. Diluye la pintura con un poco de aguarrás y empapa con ella tiras de muselina. Cuando la muselina está seca se la sacude y desprende un polvo luminoso que se recoge y se utiliza para recubrir cualquier objeto. El olor del aguarrás puede atenuarse con un poco de perfume.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jun 04, 2014 2:51 pm

15 de octubre de 1874.
A Millbank. Al llegar a la entrada interior encuentro a un pequeño corro de celadores y a un par de celadoras —la señorita Ridley y la señorita Manning—, con su uniforme de la cárcel tapado por capas de piel de oso, y las capuchas subidas hasta arriba del todo para combatir el frío. La señorita Ridley me ve y asiente con la cabeza. Están esperando la llegada de presos, me dice, procedentes de los calabozos de la policía y de otras prisiones, y ella y la señorita Manning han venido a hacerse cargo de las mujeres. Le pregunto si le importa que espere con ellas. Nunca he visto cómo reciben a las recién llegadas. Aguardamos un rato y los carceleros se soplan las manos; luego se oye un grito desde la portería y el sonido de castos y de ruedas de hierro, y un vehículo sin ventanas, de aspecto siniestro —el carro de presidiarios—, entra bamboleándose en el patio de grava de Millbank. La señorita Ridley y un celador jefe se adelantan para recibir al cochero y abrir las puertas del carro. «Primero salen las mujeres», me dice la señorita Manning. «Mire, ahí vienen». Avanza unos pasos, ciñéndose un poco más la capa. Yo, sin embargo, me quedo donde estoy, para ver a las presas según van saliendo. Hay cuatro: tres chicas muy jóvenes y una mujer de edad mediana, con una moradura en una mejilla. Todas tienen las manos inmovilizadas y sujetas con un par de esposas; todas trastabillan un poco al descender del alto escalón trasero del carro, y luego se quedan paradas un segundo y miran alrededor, pestañeando ante el cielo pálido, las torres fantasmales y los muros amarillos de Millbank. Sólo la mujer de más edad no parece asustada; pero después me entero de que está acostumbrada a este entorno, pues cuando las celadoras se adelantan para apresurar a las mujeres a que formen una fila irregular antes de llevarlas dentro, veo que la señorita Ridley entorna los ojos. «Así que otra vez aquí, Williams», dice, y la cara magullada de la presa parece ensombrecerse. Me coloco en la retaguardia del grupito, detrás de la señorita Manning. Las mujeres más jóvenes siguen mirando alrededor, bastante amedrentadas, y una que se inclina para cuchichear algo a su vecina recibe una reprimenda. Su incertidumbre me recuerda la primera visita que hice a esta cárcel, no hace ni siquiera un mes; pero, desde entonces, ¡cuánto me he familiarizado con los recorridos feos y monótonos que tanto me desconcertaban!, y con las celadoras y los celadores, y hasta con las puertas y cancillas, sus candados y cerrojos: todos tienen un plam o un clic, un pum o un cric ligeramente distinto, según su solidez o su propósito. Es curioso pensar esto, a medias satisfactorio y a medias alarmante. Recuerdo a la señorita Ridley cuando dijo que había atravesado tantas veces los pasillos de la cárcel que podría recorrerlos con los ojos vendados; y recuerdo que una vez compadecí a las pobres celadoras por estar tan obligadas como las reclusas a acatar el triste reglamento de Millbank. Así que casi me complace descubrir que entramos en el edificio de mujeres por una puerta que yo no conocía, y que cruzamos una serie de salas que nunca he visitado. En la primera encontramos a la celadora de recepción, la funcionaria encargada de examinar los expedientes de las nuevas prisioneras y de anotar los detalles en un grueso libro de registro. Ella también mira con dureza a la mujer con el moretón en la mejilla.
—No hace falta que me digas tu nombre —le dice, escribiendo en la página que tiene delante—. ¿Qué horrible fechoría ha sido, señorita Ridley?
La señorita Ridley lee de un papel que tiene en la mano.
—Robo —dice, secamente—. Y una agresión brutal al agente que la detuvo. Cuatro años.
La recepcionista menea la cabeza: Y el año pasado te soltaron de aquí, ¿no, Williams? Y con muchas expectativas de un empleo, me acuerdo, en el domicilio de una señora cristiana. ¿Qué ocurrió allí?
La señorita Ridley responde que el robo tuvo lugar en la casa de esa misma señora, y que Williams había agredido al agente de la ley con un objeto sustraído a su patrona. Una vez apuntados todos los pormenores, hace un gesto a Williams de que retroceda e indica que se aproxime a una de las otras presas. Es una chica de tez tan morena que parece una gitana. La recepcionista la hace esperar un momento mientras añade algún otro detalle en el libro.— Vamos a ver, Sue, ojos negros —dice por fin, con un tono bajo—, ¿cómo te llamas?
La chica se llama Jane Bonn, tiene veintidós años y ha sido enviada a Millbank por haber practicado un aborto. La siguiente —he olvidado su nombre — tiene veinticuatro años y es una ratera. La tercera tiene diecisiete y entró en el sótano de una tienda, donde provocó un incendio. Empieza a llorar cuando la recepcionista la interroga, y levanta un mano para frotarse, desconsolada, los ojos y la nariz humedecidos, hasta que la señorita Manning se le acerca y le tiende un pañuelo.
—Toma —dice—. Estás llorando sólo porque esto se te hace muy extraño. —Acerca los dedos a la frente pálida de la muchacha y le alisa el pelo rizado—. Toma esto.
La señorita Ridley observa la escena, pero no dice nada. La recepcionista exclama: «¡Oh!». Se ha equivocado al anotar algo en la parte superior de la página, y se inclina, con el ceño fruncido, para corregir el error. Una vez terminados todos los trámites en esta sala, conducen a las mujeres a la siguiente, y como nadie me indica que debo marcharme a los pabellones, pienso que puedo acompañarlas y presenciar el procedimiento hasta el final. En la nueva sala hay un banco donde a las presas les ordenan sentarse, y una sola silla. La silla, algo siniestra, ocupa el centro del suelo, al lado de una mesita. En la mesa hay un peine y un par de tijeras, y cuando las chicas las ven emiten una especie de temblor colectivo.
—Eso es —dice la mujer mayor, con una sonrisa aviesa—, tembláis. Aquí es donde os rapan.
La señorita Ridley la manda callar de inmediato, pero las palabras han hecho su efecto, y las chicas parecen más azoradas que nunca.
—¡Por favor, señorita, no me corte el pelo! —exclama una de ellas—. ¡Oh, por favor, señorita!
La señorita Ridley coge las tijeras, las hace chasquear un par de veces y luego me mira.
—Como si fuera a sacarles los ojos, ¿verdad, señorita Pierce? —Apunta con las tijeras a la primera de las chicas temblorosas, la pirómana, y después a la silla—. Adelante —dice, y como la chica titubea—: ¡Adelante! —añade, con un tono tan feroz que hasta yo me sobresalto—. ¿O tendré que llamar a unos cuantos celadores para que te sujeten los brazos y las piernas? Piensa que acaban de salir de los pabellones de hombres y pueden ser muy brutos.
Al oír esto, la chica se levanta, a regañadientes, y se sienta temblando en la silla. La señorita Ridley le arranca el gorro y le pasa los dedos por la cabeza, soltándole los rizos y extrayendo las horquillas que los sujetan; entrega el gorro y la recepcionista, que anota algo a este respecto en el libro de registro, silbando ligeramente al hacerlo, y revolviendo en la lengua un caramelo de menta. El pelo de la chica es de un color castaño como la herrumbre, y tieso y oscuro en los sitios untados de brillantina. Cuando nota que el cabello le cae en el cuello empieza a llorar de nuevo, y la señorita Ridley suspira y dice: «No seas tonta, chica, sólo tenemos que cortarlo hasta la mandíbula. ¿Y hay alguien que te vea, aquí?», lo cual, naturalmente, redobla el llanto de la reclusa. Pero mientras ella tiembla, la celadora le peina las trenzas grasientas, las agrupa entre los dedos de una mano y se dispone a cortarlas. Yo cobro conciencia súbita de mi propio pelo, que Kitty ha levantado y peinado, con un movimiento similar, no hace siquiera tres horas. Siento como si cada mechón se me erizase y empujara contra los alambres que lo prensan. Es horrible tener que contemplar cómo las tijeras avanzan y la pálida chica llora y se estremece. Es horrible y, sin embargo, no puedo apartar la vista. No tengo más remedio que observar la escena con las otras tres presas asustadas, fascinadas, avergonzadas, hasta que la celadora alza el puño y el pelo cortado cuelga en el aire, y la chica se estremece, y yo también, cuando un par de mechones le saltan a la cara húmeda. La señorita Ridley le pregunta entonces si quiere que le guarden el pelo. Las presas, al parecer, pueden solicitar que el pelo rapado se conserve guardado con sus demás pertenencias, para recuperarlo cuando las liberen. La chica mira una vez la coleta cercenada y mueve la cabeza.
—Muy bien —dice la señorita Ridley.  Lleva las trenzas a un cesto de mimbre y las arroja dentro. A mí me dice, con tono misterioso—: En Millbank el pelo no nos sirve para nada.
Después, las otras mujeres son sometidas a la sesión de rapado; la de más edad lo sobrelleva con un altivo alarde de frialdad; la ladrona, con tanta congoja como la primera chica; y como Susan Ojos Negros, la abortista —que tiene el pelo largo, moreno y espeso, como una capucha de brea o melaza—, maldice, patalea y agacha la cabeza, tienen que pedir a la recepcionista que ayude a la señorita Manning a sujetarle las muñecas, y la señorita Ridley, que le corta el pelo, se queda sin aliento y colorada.
—¡Ya está, fierecilla! —dice por fin—. ¡Caramba, qué cantidad de pelo tienes, casi no puedo agarrarlo todo con la mano! —Mantiene en alto los mechones negros y la recepcionista se le acerca para examinarlos y luego palpa con los dedos un par de trenzas.
—¡Qué pelo más bonito! —dice, admirada—. Auténtico pelo español, lo llaman. Tenemos que atarlo con una hebra, señorita Manning. Será un postizo precioso, vaya que sí. —Se dirige a la chica—: ¡No estés tan rabiosa! ¡Ya verás lo contenta que te pones dentro de seis años, cuando recuperes tu antiguo cabello!
La señorita Manning trae una cuerda con la que atan el pelo y la chica vuelve a ocupar su sitio en el banco. Tiene puntos rojos en las zonas del cuello por donde ha pasado la tijera. Yo presencio todo esto con una sensación creciente de extrañeza y vergüenza, mientras las prisioneras me dirigen de vez en cuando miradas furtivas y temerosas, como si se preguntaran qué papel terrible voy a desempeñar yo en su reclusión; ha habido un momento, cuando la gitana forcejeaba, en que la señorita Ridley ha dicho:
—¡Qué vergüenza, que la visitadora te esté viendo! ¡Ahora que ha visto tu mal genio no te visitará a ti!
Cuando el corte ha terminado y Ridley se hace a un lado para limpiarse las manos con un paño, me acerco a ella y le pregunto en voz baja qué van hacer con las mujeres ahora. Me responde con su tono habitual que las mandarán desvestirse para llevarlas al baño, y a continuación serán examinadas por el médico de la cárcel.
—Entonces veremos —dice— que no esconden nada encima…
Dice que las mujeres entran en prisión a veces con objetos escondidos en el cuerpo, «rollos de tabaco, o hasta cuchillos». Después del examen médico les entregan el uniforme carcelario y son aleccionadas por el señor Schuester y la señorita Haxby; el capellán, el señor Dabney, las visita en sus celdas.
—Después no reciben ninguna visita durante un día y media noche. Así pueden reflexionar sobre sus delitos.
Vuelve a colgar el paño en un gancho de la pared y mira a las desdichadas que ocupan el banco.
—Y, ahora —dice—, quitaos la ropa. ¡Vamos, espabilad!
Ellas, como corderitos mudos y mansos ante las tijeras de esquilar, se levantan deprisa y empiezan a manipular los cierres de sus vestidos. La señorita Manning saca cuatro artesas de madera de poco fondo y las coloca en el suelo, a los pies de las presas. Yo observo un segundo la escena: la joven pirómana que al despojarse del corpiño deja al descubierto la ropa interior sucia que hay debajo; la gitana que al levantar los brazos enseña la oscuridad de su axila y que luego se vuelve, con un pudor impotente, mientras forcejea con los broches de las ballenas. La señorita Ridley se me aproxima y me pregunta si quiero entrar a ver cómo se bañan; la vibración de su aliento contra mi mejilla me hace parpadear, y miro a otro lado. Digo que no, que no quiero acompañarlas, sino seguir mi camino hacia los pabellones. Ella se endereza, tuerce la boca y creo captar un destello de algo por detrás de su mirada clara y desnuda: una especie de diversión, de satisfacción amarga.
—Como quiera, señorita —ha dicho.
Dejo a las mujeres y no vuelvo a mirarlas. La señorita Ridley llama a una celadora a la que oye pasar por el pasillo y le ordena que me acompañe al interior de la cárcel. Caminando con ella veo, a través de una puerta entornada, lo que debe de ser la consulta del médico: una habitación de aspecto inhóspito, con un lecho alto de madera y una mesa con instrumentos colocados encima. Dentro hay un caballero —el médico, supongo— que no levanta la vista cuando pasamos. Tiene las manos en alto, a la luz de una lámpara, y se arregla las uñas. La chica que me acompaña es la señorita Brewer. Es joven, me ha parecido muy joven para ser celadora, pero resulta que no es una celadora normal, es la ayudante del capellán. Lleva un manto de color distinto del de las celadoras de los pabellones, y sus modales parecen más afables que los de ellas, y habla con más suavidad. Entre su tareas está la de ocuparse del correo de las presas. Me dice que las mujeres de Millbank pueden enviar y recibir una carta cada dos meses; sin embargo, como hay tantas celdas, a ella le llega correo todos los días. Dice que su trabajo es agradable, el más grato de toda la cárcel. Nunca se cansa de ver la expresión de las reclusas cuando se detiene ante su puerta y les entrega las cartas. Soy testigo de ello, porque ha coincidido que la señorita Brewer se disponía a hacer su ronda y yo la acompaño; las mujeres a las que llama lanzan gritos de alegría y aferran las cartas que ella les entrega y a veces las aprietan contra el pecho o la boca. Sólo hay una que parece asustada cuando nos acercamos a su celda. La señorita Brewer le dice, rápidamente: «Nada para ti, Banks. No tengas miedo…», y me explica que esa presa tiene una hermana muy enferma y todos los días espera una carta con noticias de ella. Brewer me dice que esto es la parte ingrata de su cometido. La entristecería mucho tener que llevarle esa carta, «porque, por supuesto, yo sabré antes que Banks lo que contiene». Todas las cartas que llegan y salen de la cárcel pasan por el despacho del capellán y son inspeccionadas antes de su entrega por él o por ella.
—Vaya, ¡entonces usted conoce la vida de todo el mundo de aquí! —digo—. Todos sus secretos y proyectos…
Al oír esto se sonroja, como si nunca lo hubiera visto desde esa perspectiva.
—Hay que leer las cartas —responde—. Es el reglamento. Y los mensajes que contienen son muy corrientes, ¿sabe?
Subimos la escalera de la torre, sobrepasamos los pabellones del penal y llegamos al piso más alto; aquí se me pasa algo por el pensamiento. El paquete de cartas se ha hecho más pequeño. Había una para Ellen Power, la reclusa anciana; la ve, luego me ve a mí y me guiña un ojo: «Una carta de mi nieta», dice. «No me olvida». Proseguimos la ronda, cada vez más cerca del chaflán del pabellón, y por fin me acerco a la señorita Brewer y le pregunto si hay algo para Santana López.  Me mira y parpadea. ¿Para López? ¡Pues no hay nada! ¡Y qué extraño que yo se lo pregunte, porque López es casi la única reclusa que nunca recibe cartas! ¿Nunca?, le pregunto. Nunca, dice ella. No sabría decir si ha recibido alguna desde que ingresó en la cárcel, porque eso es antes de que llegara la señorita Brewer. Pero desde luego no ha llegado nada para ella ni tampoco ella ha escrito ninguna carta en los últimos doce meses.
—¿No tiene amigos, familiares que se acuerden de ella? —digo, y la señorita Brewer se encoge de hombros.
—Si los ha tenido, los ha abandonado; o ellos la han abandonado a ella. Creo que eso sucede. —Su sonrisa se vuelve más rígida—. Verá, aquí hay mujeres que se guardan sus secretos.
Lo dice de un modo algo remilgado, y se pone en marcha; cuando le doy alcance está leyendo en voz alta una carta a una presa que, supongo, no sabe leerla. Pero las palabras de la señorita Brewer me dan que pensar. Paso de largo y recorro una pequeña distancia hasta la segunda hilera de celdas. Avanzo con paso quedo, y antes de que López levante los ojos hacia mí tengo unos segundos para contemplarla a través de los barrotes de la celda. No me había parado a pensar si habría en el mundo exterior alguien que echase en falta a Santana López, que la visitara y le enviase cartas corrientes o afectuosas. Saber que no tenía a nadie parece espesar el silencio y la soledad en que se encuentra, ahí sentada en su silla. He pensado entonces que las palabras de la señorita Brewer eran más certeras de lo que ella cree: López se guarda sus secretos; se los guarda incluso aquí, en Millbank. Y también recuerdo algo que me dijo una vez otra celadora: que aunque López sea tan guapa ninguna presa ha buscado ser su amiga. Ahora lo comprendo. Así que al mirarla siento un arranque de compasión. Y pienso: Eres como yo. Ojalá sólo lo hubiera pensado y hubiese seguido mi camino. Ojalá no la hubiese visto. Pero mientras la observo ella levanta la cabeza y sonríe, y veo entonces que parece expectante. Y no he podido dejarla. Hago una señal a la señora Jelf, que está un poco más adelante en el pabellón, y cuando llega con su llave y me abre la puerta, López deposita sus agujas y se levanta para recibirme. En realidad, es ella la que habla primero, en cuanto la celadora nos reúne, se inquieta por nosotras y nos deja solas, dubitativa. López dice: «¡Me alegro de verla!». Dice que la última vez la apenó no verme.
—¿La última vez? Ah, sí. Pero estaba ocupada con su maestra.
Ella agita la cabeza. «Ella», dice. Dice que aquí la toman por un prodigio porque es capaz de recordar por la tarde los versículos de las Escrituras que les han leído por la mañana en la capilla. Dice que se pregunta qué otra cosa creerán que puede hacer para llenar las horas vacías.
—Hubiera preferido hablar con usted, señorita Pierce —dice—. Me temo que fue amable conmigo la última vez que hablamos; y no me lo merecía. Desde entonces he estado deseando…, bueno, dijo que venía para ser mi amiga. Aquí no tengo muchas ocasiones de recordar lo que es la amistad.
Me gratifica escuchar estas palabras, que me mueven a compadecerla y apreciarla tanto más. Hablamos un poco sobre las costumbres de la cárcel.
—Creo que quizá la trasladen, en su momento, a una prisión menos severa —digo—. ¿A Fulham, quizá?
Ella se limita a encogerse de hombros y dice que todas las cárceles son iguales. Podría haberla dejado entonces, y haber ido a visitar a otra mujer, y ahora estaría tranquila; pero López me tenía muy intrigada. Al final no he podido evitarlo. Le digo que una de las celadoras me ha dicho —del modo más amistoso, por supuesto— que ella nunca recibía cartas…
Le pregunto si es cierto. ¿De veras que nadie, fuera de Millbank, se interesaba por sus sufrimientos allí? Me examina un momento de tal forma que pienso que quizá esté adoptando otra vez una actitud orgullosa, y no contesta. Pero luego dice que tenía muchas amistades. Sí, sus espíritus. Ya me ha hablado de ellos. Pero ¿no hay otras personas de su vida en libertad que ahora la añoren? Vuelve a encogerse de hombros y no dice nada.— ¿No tiene familia?
Dice que tenía una tía «en espíritu» que a veces la visitaba.
—¿No tiene amigos vivos? —pregunto.
Ahora sí creo que se pone un poco altiva. ¿Cuántos amigos, me pregunta, vendrían a visitarme a mí si yo estuviese en Millbank? Dice que el mundo en que se movía antes no era grandioso, pero tampoco un mundo de «ladronas y de matonas», como muchas de las mujeres que hay aquí. Además, no le gusta «que la vean» en un sitio como éste. Prefiere los espíritus, que no la juzgan, a las personas que sólo se reirían de su «infortunio». Parece haber escogido con todo cuidado esta palabra. Cuando la oigo pienso, a regañadientes, en esas otras inscritas en la tablilla esmaltada, al otro lado de la puerta: Fraude y agresión. Le digo que a otras presas a las que visito les sirve de consuelo hablarme de sus delitos. Dice al instante:
—Y usted quisiera que yo le hablase del mío. Bueno, ¿y por qué no? ¡Sólo que no hubo ninguno! Sólo…
—¿Sólo qué?
Mueve la cabeza:
—Sólo una tonta que vio un espíritu y se asustó, y una señora que se asustó por culpa de ella y que se murió. Y a mí me acusaron de todo eso.
Hasta aquí yo sabía la historia, a través de la señorita Craven. Le pregunto ahora por qué se asustó la chica. Tras un segundo de vacilación, me dice que el espíritu se había vuelto «travieso»; es la palabra que emplea. El espíritu se había vuelto travieso y la señora, «la señora Brink», lo vio y se aterró tanto que…
—Tenía una afección cardíaca que yo no conocía. Se desmayó y más tarde murió. Era amiga mía. Nadie lo tuvo en cuenta durante todo el juicio. Sólo querían encontrar una causa de su muerte, una causa comprensible. La madre de la chica testificó que su hija había sufrido daños, así como la pobre señora Brink; y decidieron que yo era la responsable de todo.
— ¿Cuando en todo momento fue… el espíritu travieso?
—Sí. —Pero ¿qué juez, qué jurado, a menos que estuviese compuesto de espiritistas, ¡y Dios sabe cuánto lo deseó ella!, iba a creerla?—. Sólo dijeron que no podía ser un espíritu, porque los espíritus no existen. —Aquí hizo una mueca—. Al final me acusaron de fraude y también de agresión.
Le pregunto qué dijo la chica, la que resultó lastimada. Responde que sin duda percibió al espíritu, pero que se quedó confundida.
—Su madre era rica y tenía un abogado que sacaba provecho de las cosas. El mío no valía nada, y aun así me costó dinero, todo el que había ganado ayudando a la gente… Lo perdí todo, ¡sin más! 
—¿Pero si la chica había visto a un espíritu?
—No lo vio. Sólo lo percibió. Dijeron…, dijeron que lo que había percibido tenía que ser mi mano…
Recuerdo que en este momento López ha enlazado con fuerza las dos manos esbeltas y que se ha pasado despacio los dedos de una sobre los nudillos ásperos y enrojecidos de la otra. Le he preguntado si no tenía amigos que la apoyaran, y ella ha torcido la boca. Tenía muchas amistades y la habían llamado una «mártir de la causa»…, pero sólo al principio. Lamentaba decirlo, pero había gente envidiosa, incluso en el «movimiento espiritista», y algunos se alegraron de ver que caía en desgracia. Otros sólo se asustaron. Al fin, cuando la declararon culpable, no hubo nadie que hablara en su defensa… Lo dice con una expresión de desventura, tremendamente delicada y joven.— ¿Y usted insiste en que la culpa la tuvo un espíritu? —pregunto. Ella asiente. Creo que yo sonrío—. Qué crueldad que a usted la mandaran aquí y que a él le dejaran en total libertad.
¡Oh!, dice ella entonces, ¡no debía pensar que «Noah Puckerman» estaba libre! Mira más allá de mí, a la puerta de hierro que la señora Jelf ha cerrado a mi espalda. Tienen sus propios castigos en el otro mundo, dice. Noah está en un sitio tan oscuro como yo. Sólo que también está esperando, igual que yo, a cumplir su condena para seguir su camino. Tales han sido sus palabras, y ahora que las escribo me parecen más extrañas que cuando se las oigo decir, respondiendo a mis preguntas con semblante grave y serio, punto por punto, con su clara lógica. Aun así, mientras habla, familiarmente de «Noah», de «Noah Puckerman»…, vuelvo a sonreír. Ahora las dos nos hemos acercado. Me alejo un poco y ella, al advertirlo, parece perspicaz.
—Cree que soy una tonta, una actriz—dice—. Cree que soy una actriz redomada, como creen ellos…
—No —respondo en el acto—. No pienso eso de usted. 
No lo pienso, en efecto, ni lo he pensado tampoco cuando hablaba con ella; no del todo. Muevo la cabeza. Digo que no es más que la costumbre de pensar todo tipo de cosas distintas. Cosas normales. Supongo que mi mente es «muy ignorante de los límites de lo maravilloso». Ella sonríe, pero muy débilmente. Su mente, dice, sabe demasiado de lo maravilloso.
—Y el premio ha sido que me encierren aquí…
Mientras habla hace un pequeño gesto con la mano que parece describir toda la cárcel cruel e incolora, y todos los sufrimientos de su reclusión.
—Esto es terrible para usted —digo al cabo de un momento.
Ella asiente.
—Cree que el espiritismo es una especie de fantasía. Ahora que está aquí, ¿no le parece que cualquier cosa podría ser real, puesto que Millbank lo es?
Miro la pared blanca y desnuda, la hamaca plegada; sobre el cubo de desechos vuela una mosca. Respondo que no lo sé. Por muy penosa que sea la cárcel… el espiritismo no tiene por qué ser más verdadero. La prisión, al menos, es un mundo que veo, huelo y oigo. Los espíritus de López, por el contrario…, bueno, podrían ser reales, pero no significan nada para mí. No podría hablar de ellos, no sabría qué decir. Dice que debo hablar de ellos como se me antoje, puesto que eso les «daría poder». Mejor aún, debería escucharlos.
—Así, señorita Pierce, les oiría hablar de usted.
Me he reído. ¿De mí? Oh, digo, ¡debe de ser un día muy tranquilo en el cielo, si no tienen más tema de conversación que Brittany Pierce! Ella asiente y ladea la cabeza. Hay algo especial en ella, lo noté antes de hoy: una manera particular de cambiar de ánimo, de tono, de postura. Lo hace de una forma muy discreta; no como una actriz, con un ademán que debe verse en un teatro a oscuras y atestado, sino como una pieza musical sosegada, cuando decae o asciende hacia un registro ligeramente distinto. Es lo que hace ahora, y yo sonrío, insistiendo en que debe de ser muy aburrido ese mundo de espíritus, ¡si no hay allí nada mejor que hablar de mí! Ella empieza a mostrarse paciente. A mostrarse juiciosa. Y dice, con una suavidad serena:
—¿Por qué dice esas cosas? Sabe que hay espíritus que la quieren mucho. Sabe que hay uno, en especial…, está con nosotras ahora, está más cerca de usted que yo. Y usted le quiere más que nadie, señorita Pierce.
La miro de hito en hito y siento que se me corta la respiración. Esto no se parece en nada a que me hable de los regalos y flores de los espíritus; es como si me hubiera arrojado agua a la cara, o me hubiese pellizcado. Pienso estúpidamente en Boyd oyendo los pasos de papá en la escalera del desván.
—¿Qué sabe de él? —pregunto. No me contesta. Yo le digo—: Ha visto mi abrigo oscuro y ha supuesto…
—Usted es inteligente —dice ella. Dice que lo que ella es no tiene nada que ver con la inteligencia. Tiene que ser lo que es, al igual que tiene que respirar soñar o tragar. ¡Tiene que serlo, incluso aquí, en Millbank!—. Pero verá —dice—, es algo raro. Es como si fuese una esponja, o un… ¿Cómo se llaman esos animales a los que no les gusta que les vean y que cambian de piel para adaptarse a su entorno? —No le respondo—. Pues yo pensaba, en mi antigua vida —continúa—, que yo era un animal parecido. A veces venía a verme gente enferma y al hablar con ella yo también enfermaba. Un día vino una mujer embarazada y yo sentí su bebé dentro de mí. Otra vez vino un hombre que quería hablar con el espíritu de su hijo: ¡cuando se presentó el pobre chico, noté que me quedaba sin respiración, que se me aplastaba la cabeza como si fuera a estallar! Resultó que había muerto aplastado por un edificio que se derrumbó. Yo sentí su última sensación.
Se pone la mano en el pecho y se me acerca un poco más.
—Cuando usted vino a verme, señorita Pierce, sentí su… tristeza. La sentí como una oscuridad, aquí. ¡Oh, qué dolorosa es! Al principio pensé que la había vaciado, que usted estaba hueca, hueca como un huevo vacío. Usted está llena, pero cerrada a cal y canto, y atada como una caja. ¿Qué tiene aquí que debe mantener cerrado a toda costa? —Se da una palmada en el pecho. Después levanta la otra mano y me toca, levemente, en el mismo punto donde se ha tocado ella… Doy un respingo, como si ella tuviera los dedos cargados de corriente. Se le agrandan los ojos y sonríe. —Ha encontrado —por pura casualidad, por la más pura y extraña casualidad—, debajo de mi vestido ha encontrado el guardapelo, y empieza a recorrer su contorno con las yemas de los dedos. Noto que la cadena se tensa. El gesto ha sido tan próximo e insinuante que cuando escribo esto tengo la impresión de que ha debido de seguir la línea de lazos hasta mi garganta, curvado los dedos debajo de mi collar y soltado el guardapelo; pero no lo ha hecho, su mano ha permanecido posada en mi pecho, apretando con delicadeza. Se ha quedado inmóvil, con la cabeza un poco ladeada, como si estuviera escuchando los latidos de mi corazón contra el estuche de oro. Entonces sus rasgos han experimentado otro cambio extraño y ha hablado en un susurro:
—Está diciendo: Ha colgado su preocupación del cuello y no se la quitará. Dile que tiene que desprenderse de ella. —Santana asiente—. Está sonriendo. ¿Era inteligente, como usted? ¡Lo era! Pero ahora ha aprendido muchas cosas y… ¡Oh! ¡Cuánto anhela que usted esté con él y que también las aprenda! Pero ¿qué hace ahora? —Le cambia la cara otra vez—. Mueve la cabeza, está llorando, dice: ¡De esa forma no! ¡Oh, Britt-Britt, no era de esa forma! Te reunirás conmigo, te reunirás conmigo…, ¡pero no así!
Descubro que estoy temblando cuando escribo estas palabras; temblaba aún más cuando ella las ha dicho, con una mano sobre mí y aquella cara tan rara. Digo rápidamente: —¡Ya basta!—. Le aparto los dedos de un empujón y me alejo de ella; creo que golpeo la cancilla de hierro, que resuena. Pongo mi mano donde ha estado la de ella. «¡Ya basta!», repito. «¡Está diciendo disparates!». Las mejillas se le ponen pálidas y cuando me mira lo hace con una especie de horror, como si lo viera todo: todo el llanto y los gritos, y al doctor Ashe y a mamá, el hedor de la morfina y mi lengua hinchada por la presión del tubo. He ido a visitarla, pensando sólo en ella, y ella me ha devuelto mi propio yo débil. ¡Cuando vuelve a mirarme, hay compasión en sus ojos! No aguanto su mirada. Me alejo y acerco la cara a los barrotes. Cuando llamo a la señora Jelf, mi voz es estridente. Como estaba muy cerca, la celadora aparece en el acto y procede a liberarme en silencio. Lanza una mirada inquieta y penetrante por encima de mi hombro. Tal vez haya captado lo insólito de mi grito. La puerta vuelve a cerrarse y me encuentro en el pasillo. López ha recogido una madeja de lana y la pasa mecánicamente entre los dedos. Tiene la cara levantada hacia la mía y un atroz conocimiento parece llenar todavía sus ojos. Ojalá yo pudiera decir algo, algo corriente. Pero estoy tan asustada que si digo algo ella empezará a hablar de nuevo, a hablar de papá, o por él o como él, de su tristeza, o su pena, o su vergüenza. Me limito, por tanto, a volver la cabeza y me alejo de la celda. En los pabellones de la planta baja encuentro a la señorita Ridley, entregando a las mujeres cuyo ingreso he presenciado antes. No las habría reconocido de no ser por la mejilla magullada de la mujer más mayor, porque todas parecían iguales ahora, con sus vestidos pardos y sus gorros. Me quedo a observarlas hasta que las cancillas y las puertas se cierran tras ellas y luego me vengo a casa. Rachel está aquí, pero ahora no quiero hablar con ella; he venido derecha a mi cuarto y he cerrado con llave. Sólo ha estado Boyd aquí…, no, Boyd no, Boyd se ha ido, era Quinn, la nueva, la que me ha traído agua para el baño; y más tarde mamá ha venido con la ampolla de clorato. Ahora tengo tanto frío que me tiembla la piel de la espalda. Quinn no ha puesto el fuego lo bastante fuerte, porque no sabe lo tarde que me acuesto. Pero tengo intención de quedarme en mi cuarto hasta que llegue el cansancio. Desatornillo la lámpara para ponerla muy baja y a veces pongo las manos en el globo de cristal para calentármelas. Mi guardapelo cuelga junto al espejo de mi armario, el único objeto brillante entre tantas sombras.
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