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Mensaje por Marta_Snix Dom Jun 08, 2014 5:38 pm

16 de octubre de 1874.
Esta mañana despierto aturdida, después de una noche de sueños horribles. He soñado que mi padre estaba vivo, y que yo me asomaba a la ventana para verle apoyado en el pretil del Albert Bridge, mirándome con amargura. Salgo corriendo y le grito: «¡Santo Dios, papá, pensábamos que habías muerto!». «¿Muerto?», me responde. «¡Llevo dos años en Millbank! Me aplican el reglamento y tengo las botas gastadas hasta las plantas…, mira». Levanta la pierna para enseñarme su calzado sin suelas y sus pies agrietados y maltrechos; y yo pienso: Qué extraño, creo que nunca había visto los pies de papá… Un sueño absurdo, y sin duda muy distinto de los sueños que me atormentaban en las semanas siguientes a su muerte, en las que yo estaba acurrucada al lado de su tumba y le llamaba a través de la tierra recién removida. Abría los ojos y me parecía que el suelo seguía adherido a mis dedos. Pero esta mañana me he despertado asustada, y cuando Kitty me ha traído el agua le he dicho que se quedara y que hablara conmigo, hasta que por fin ha dicho que tenía que marcharse o el agua se enfriaría. Me he levantado y he hundido las manos en ella. No estaba fría del todo, pero había empañado el espejo; y al limpiarlo he mirado, como hago siempre, si estaba el guardapelo. ¡Ha desaparecido! Y no veo dónde. Sé que lo colgué anoche junto al espejo, y quizá más tarde fui a darle vueltas en los dedos. No sé con exactitud cuándo me metí finalmente en la cama, lo cual es normal en mí —¡para eso sirve, en definitiva, el doral!—, y estoy segura de que no me acosté con el guardapelo. ¿Por qué iba a hacerlo? Así que no puede haberse roto y perdido entre las sábanas; además, lo he buscado a conciencia entre la ropa de cama. Y todo el día me he sentido terriblemente desnuda y desgraciada. Siento la pérdida, encima de mi corazón, como si fuese un dolor. He preguntado a Kitty, a Quinn…, incluso a Hanna. Pero no se lo he dicho a mamá. En primer lugar, pensaría que lo había cogido una de las criadas; y en segundo, cuando viese la estupidez de todo esto —pues, como ella misma ha dicho, es un objeto muy feo, y tengo por costumbre guardarlo junto con otros mucho más bonitos—, pensaría que he vuelto a caer enferma. ¡No sabría, ninguna de ellas podría saber, lo extraño que era que yo lo hubiese perdido en una noche semejante, después de la visita y la conversación con Santana López! Y ahora yo empiezo a temer que haya enfermado otra vez. Quizá haya sido el efecto del medicamento. Quizá me he levantado, he cogido el estuche y lo he puesto en otro sitio, como Franklin Blake en la piedra lunar. Recuerdo a papá leyendo esta escena y sonriendo al leerla; pero también recuerdo a una señora que vino a visitarnos y movió la cabeza. Dijo que a una abuela suya el láudano le había hecho tal efecto que se había levantado de la cama, había agarrado un cuchillo de cocina y con él se había hecho un corte en la pierna, y luego había vuelto a acostarse y la sangre se había infiltrado en el colchón y a punto había estado de morir. No creo que yo hiciese una cosa parecida. Creo que, después de todo, ha debido de cogerlo una de las chicas. ¿No habrá sido Kitty, y se le ha roto la cadena y ha tenido miedo de enseñármela? Hay una reclusa en Millbank que dice que rompió un broche de su señora y lo llevó a que lo reparasen, pero la sorprendieron con el broche encima y la acusaron de robo. Quizá Kitty tema eso. Quizá esté tan asustada que ha tirado el guardapelo roto. Me figuro que ahora lo encontrará el basurero y se lo dará a su mujer. Ella introducirá su uña sucia y descubrirá el mechón brillante que hay dentro, y por un segundo se preguntará de qué cabeza ha sido cortado y por qué lo guardaba alguien… No me importa si Kitty lo ha roto o si lo tiene la novia del basurero; ella puede quedarse con el guardapelo, aunque me lo hubiese regalado papá. Lo que me asusta es el rizo del pelo de Rachel, que se cortó ella misma, diciéndome que debía conservarlo mientras siguiera queriéndome. Lo único que me asusta es perder el mechón, porque ¡Dios sabe lo mucho que ya he perdido de ella!
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Mensaje por mylove4hemo Dom Jun 08, 2014 6:36 pm

Me encanta esta esta historia, solo tengo una duda entre Britt y Rachek existe algo? Publica pronto
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Mensaje por Marta_Snix Dom Jun 08, 2014 8:14 pm

mylove4hemo escribió:Me encanta esta esta historia, solo tengo una duda entre Britt y Rachek existe algo? Publica pronto
Fueron "amantes" hace tiempo, hasta que Rachel se casó con Artie, el hermano de Britt
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Dom Jun 08, 2014 8:15 pm

3 de noviembre de 1872.
Pensé que hoy no vendría nadie. Sigue haciendo tan mal tiempo que hace tres días que no viene nadie, ni siquiera a ver al señor Vincy o la señorita Sibree. Hemos pasado el rato callados, haciendo círculos oscuros en el salón. Intentamos buscar procedimientos. Dicen que un médium debe intentar buscarlos, que en América es lo que piden todos los practicantes. Anoche buscamos hasta las 9, pero como no vino ningún espíritu, al final encendimos las luces y le pedimos a la señorita Sibree que cantara. Hoy probamos otra vez, pero como no se producen fenómenos, el señor Vincy nos enseña cómo se hace para que aparezca un miembro, que en realidad era el suyo propio. Lo hace del modo siguiente… Yo le sujeto la muñeca izquierda y Sibree, en apariencia, la derecha. En realidad, sin embargo, las dos agarramos el mismo brazo, sólo que Vincy lo ha puesto tan a oscuras que no lo vemos. «Con la mano libre», dice, «puedo hacer lo que quiera, por ejemplo esto», y me pone los dedos contra el cuello, y al sentirlos grito. Él dice: «Ya ve cómo una médium poco escrupulosa puede engañar a una persona, señorita López. ¿No sería mucho más real si mi mano hubiera estado antes muy caliente o muy fría, o muy mojada?». Le digo que eso debería enseñárselo a Sibree y busco otra silla para sentarme. Así y todo, me alegro de haber aprendido el truco del brazo. Nos quedamos así hasta las 4 o las 5, la lluvia arrecia más que nunca y al final todos tenemos la seguridad de que no vendrá nadie. La señorita Sibree se asoma a la ventana y dice: «¡Ah, quién envidiaría nuestro oficio! Tenemos que estar aquí esperando a que vengan los vivos y los muertos, según se les antoje. ¿Saben que a las 5 de la mañana me ha despertado un espíritu que se reía en el rincón de mi cuarto?». Se lleva las manos a los ojos y se los frota. Pienso: «Yo he oído a ese espíritu, salió de una botella anoche, la risa era el chorro que caía en tu orinal». Pero Sibree ha sido muy buena conmigo en lo que respecta a mi tía, y no se me ocurriría decir una cosa así en voz alta. El señor Vincy dice: «En efecto, nuestro oficio es arduo. ¿No le parece, señorita López?». Después se levanta, bosteza y dice que como nadie vendrá hoy podríamos poner un tapete en la mesa y jugar una partida de cartas. Pero no bien las hemos sacado, suena el timbre. Entonces él dice: «¡Se acabó la partida, señoritas! Será para mí, me figuro». Pero cuando Betty entra en la habitación, no le mira a él, sino a mí. Viene acompañada por una señora y una chica que es su sirvienta. Al verme, la señora se pone una mano en el corazón y exclama: «¿Es usted la señorita López? ¡Oh, sé que sí lo es!». Veo entonces que me miran la señora Vincy, y su marido, y la señorita Sibree, y hasta Betty. Sin embargo, estoy tan sorprendida como todos ellos, y la única idea que me viene a la cabeza es que es la madre de la mujer a la que vi hace un mes y cuyos hijos le dije que morirían. Pienso: «Esto me pasa por ser demasiado sincera. Debería ser como el señor Vincy, a fin de cuentas». Estaba segura de que la mujer se había causado alguna herida, movida por la pena, y que ahora su madre venía a hacerme responsable de ello. Pero al mirar a la cara de la señora veo el dolor pintado en ella, y por debajo del dolor, felicidad. Digo:
—Bueno, supongo que es mejor que venga a mi cuarto. Pero está en el piso más alto de la casa. ¿No le importará subir la escalera?
Ella le sonríe a su criada y contesta:
—¿Importarme? Hace 25 años que la busco a usted. Y ahora que la tengo delante, ¿va a importarme una escalera?
Entonces me ha parecido que no andaba muy bien de la cabeza. Pero cuando la traigo aquí, ella mira alrededor, luego mira a su criada y luego a mí, fijamente. Veo que es toda una dama, con las manos muy blancas y pulcras y unos anillos preciosos, aunque anticuados. Le calculo unos 50 o 51 años. Lleva un vestido negro, de un negro mejor que el mío. Dice:
—¿No sabe por qué vengo a verla? Qué raro. Pensé que podia adivinarlo.
—La trae aquí una congoja.
—Me trae, señorita López, un sueño —me contesta.
Dice que ha sido un sueño lo que la ha impulsado a venir a verme. Dice que hace 3 noches soñó mi cara y mi nombre, y la dilección del hotel del señor Vincy. Dice que soñó estas cosas, pero que no pensó que pudiesen ser ciertas hasta que esta mañana ha visto el anuncio que puse hace 2 meses en el Médium y Amanecer. Por eso ha venido a Holborn a verme, y ahora que me ha visto la cara sabe por ella lo que querían los espíritus. «Pues es más de lo que yo sé», pienso. La miro, miro a su criada y aguardo. La señora dice:
—Oh, Quinn, ¿ves esta cara? ¿La ves? ¿Se lo enseño?
La criada dice que debería hacerlo. Entonces la señora saca del abrigo algo envuelto en un paño de terciopelo, lo desenvuelve, lo besa y me lo enseña. Es un retrato en un marco, y me lo muestra, al borde de las lágrimas. Lo miro mientras ella me observa, y también la criada.
—Creo que ahora lo ve, ¿verdad? —dice la señora.
Lo único que yo veía, sin embargo, era la mano blanca de la señora, que temblaba. Pero cuando por fin deposita el cuadro en mis dedos, exclamo: «¡Oh!». Ella asiente y se pone otra vez la mano en el pecho.
—Tenemos mucho que hacer —dice—. ¿Cuándo empezamos?
Le digo que de inmediato. De modo que ella manda a la criada que la espere en el rellano y se queda conmigo durante una hora. Se llama señora Sylvester y vive en Sydenham. Ha recorrido todo el camino hasta Holborn sólo para verme.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 3:43 pm

Una aclaración para aquellas que hayan leido todo seguido o esten leyendome desde el principio, después del paron que tuve por problemas personales, me he dado cuenta que lie los nombres, voy a dejarlos como estan, pero para aclarar.
Sugar: Antes era la que estaba casada con Artie. Ahora es Rachel
Rachel: Antes era la que fue atacada por el espiritu de Noah según Santana. Ahora es Marley


6 de noviembre de 1872
A Islington, a ver a la señora Baker para su hermana Jane Gough, que pasó a espíritu en marzo del 68, de fiebre cerebral, 2 chelines.
A Kings Cross, a ver al señor y la señora Martin, para su hijo Alee, desaparecido al caer por la borda de un yate… Halló la gran verdad en los grandes mares. 2 chelines.
Aquí, la señora Sylvester, para su espíritu especial. 1 libra.


13 de noviembre de 1872
Aquí, la señora Brink, 2 horas. 1 libra.


17 de noviembre de 1872
Hoy salgo del trance temblando y la señora Sylvester me obliga a tumbarme en la cama y me pone la mano en la frente. Manda a su criada a pedirle al señor Vincy un vaso de vino, y cuando llega el vino dice que es pésimo y manda a Betty que vaya corriendo a una taberna para comprar otro de más calidad. Dice: «La he hecho trabajar demasiado». Digo que no ha sido eso, sino que a menudo me desmayo o enfermo, y ella mira alrededor y dice que no le sorprende, que en su opinión cualquier persona perdería la salud viviendo en este cuarto. Mira a la criada y dice: «Fíjate en esta lámpara». Se refiere a la lámpara que el señor Vincy pintó de rojo, y que humea. Dice: «Fíjate en esta alfombra sucia, en esta ropa de cama». Se refiere a la colcha vieja de seda que compré en Bethnal Green y que me cosió la tía. Mueve la cabeza y me toma de la mano. Dice que soy una joya demasiado valiosa para que me tengan en un estuche tan pobre.


17 de octubre de 1874
Una conversación muy curiosa esta noche sobre Millbank, el espiritismo y Santana López. Ha venido a cenar el señor Barclay; más tarde llegan Artie y Rachel y la señora Wallace, a jugar a las cartas con mamá. Ahora que la boda está tan cerca, nos piden que al señor Barclay le llamemos «Arthur»; Hanna, retorcidamente, ahora le llama Barclay a secas. Hablan largo rato de la casa y los terrenos de Marishes, y de cómo será cuando ella sea el ama de casa. Tiene que aprender a montar a caballo y también a conducir un carro de dos ruedas. Me la imagino con toda claridad en el pescante de un carro, empuñando una fusta. Hanna dice que nos harán un gran recibimiento en la casa, después de la boda. Dice que hay tantas habitaciones que nos podrían instalar a todos en ellas sin que nadie se enterase. Al parecer vive allí una prima soltera de la familia, con quien estoy segura de que congeniaré: una mujer muy inteligente que colecciona polillas y escarabajos y que ha expuesto, «al lado de hombres», en sociedades entomológicas. El señor Barclay —Arthur— dice que le ha escrito hablándole de mi trabajo entre las presas, y que ella ha dicho que le encantaría conocerme. La señora Wallace pregunta entonces cuándo ha sido la última vez que he estado en Millbank. ¿Cómo está esa déspota, la señorita Ridley, y la anciana que se está quedando sin voz? —Se refiere a Ellen Powe—. ¡Pobrecilla!
—¿Pobrecilla? —dice Hanna—. Parece débil de mollera. La verdad es que lo parecen todas las mujeres de las que Brittany nos habla. —Dice que le sorprende que yo soporte la compañía de las reclusas—. Porque lo cierto es que nunca has parecido soportar la nuestra.
Me mira a mí, pero en realidad ella le habla a Arthur y él, que está sentado a sus pies en la alfombra, contesta al instante que eso era porque yo sabía que no valía la pena escuchar nada de lo que Hanna dijese.
—Es pura cháchara. ¿No es verdad, Brittany?
Ahora me llama así, por supuesto.
Le sonrío, pero miro a Hanna, que se ha inclinado para cogerle la mano y pellizcarle. Digo que es un gran error decir que son mujeres débiles de mollera. Es sólo que han tenido una vida muy diferente de la de ella. ¿Se imagina lo diferente que ha sido? Ella dice que no quiere imaginárselo; que yo no hago más que imaginarlo, y cosas así, y que ésa es la diferencia que hay entre nosotras. Ahora Arthur le envuelve las dos muñecas, que son muy delgadas, con una de sus manazas.
—Pero, en serio, Brittany —prosigue la señora Wallace—, ¿son todas así? ¿Y sus delitos son tan espantosos? ¿No hay allí asesinas famosas?
Sonríe y muestra los dientes, que tienen fisuras finas, oscuras, verticales, como las teclas de un piano antiguo. Digo que a las asesinas normalmente las ahorcan, pero le hablo de una chica, Hamer, que golpeó a su patrona con una sartén, aunque la perdonaron cuando se demostró que la señora la trataba cruelmente. Digo que Hanna debería andarse con ojo a este respecto cuando esté en Marishes. «Ja, ja», se ríe la señora Wallace.
—Hay también una presa —continúo—, toda una señora, dicen en los pabellones, que envenenó a su marido…
Arthur dice que confía en que, desde luego, no suceda nada parecido en Marishes. «Ja, ja», se ríen todos. Y mientras se ríen y empiezan a hablar de otras cosas yo pienso: ¿Lo digo?; hay también una chica curiosa, una espiritista… Primero decido que no y luego pienso que por qué no, y cuando por fin lo digo, mi hermano responde en el acto, con la mayor naturalidad:
—Ah, sí, la médium. ¿Cómo se llama? Lodes, ¿no?
—López —digo yo, algo sorprendida. Nunca he dicho su nombre en voz alta fuera de la cárcel de Millbank. Nunca he oído a nadie hablar de ella, como no sea a las celadoras de los pabellones. Pero Artie asiente: se acuerda del caso, por supuesto. Dice que el fiscal había sido un tal señor Locke, «un hombre excelente. Me habría gustado trabajar con él».
—¿Halford Locke? —dice mamá—. Vino a comer un día. ¿Te acuerdas, Hanna? No, eras demasiado pequeña para sentarte a la mesa con nosotros. ¿Tú sí te acuerdas, Brittany?
No lo recuerdo. Y me alegro. Miro primero a mamá y después a Artie; me vuelvo hacia la señora Wallace y la miro fijamente.
—¿López, la médium? —está diciendo—. ¡Ah, la conozco! Fue la que golpeó en la cabeza a la hija de la señora Rose… o la estranguló, o en cualquier caso por poco la mata.
Pienso en el retrato de Crivelli que me gusta contemplar en ocasiones. Es como si ahora lo hubiese descolgado con timidez y me lo hubieran arrebatado de las manos para pasárselo de uno a otro por la sala hasta dejarlo mugriento. Pregunto a la señora Wallace si de verdad conocía a la chica que sufrió heridas. Dice que conocía a la madre; que era norteamericana y «de muy triste fama», y que la hija tenía una hermosa cabeza castaña, pero también la cara blanca y con pecas.
—¡Qué alboroto armó la señora Rose por aquella médium! Pero creo que a la chica la puso muy nerviosa.
Le digo lo que López me ha dicho: que la chica estaba más asustada que herida, y que a otra mujer la aterró tanto aquello que después murió. La mujer se llamaba Sylvester. ¿La conocía la señora Wallace? No, no la conocía.
—López está empeñada en que un espíritu fue el causante de todo.
Artie dice que, en el lugar de López, él también culparía a un espíritu; de hecho, le asombra que no lo hagan más a menudo en los tribunales. Le digo que a mí López me parece absolutamente candorosa. Me responde que, por supuesto, una médium siempre lo parece. Dice que las instruyen para parecerlo, por el bien de su oficio.
—Son un hatajo de malhechores, todos ellos —dice Arthur, con vehemencia—. Una pandilla de hábiles prestidigitadores. Y se ganan muy bien la vida engañando a incautos.
Me pongo una mano en el pecho, en el lugar donde debería haber estado el guardapelo; aunque no sabría decir si hago este gesto para llamar la atención sobre su pérdida o para ocultarla. Miro a Rachel, pero se está sonriendo con Hanna. La señora Wallace dice que no está convencida de que todos los médiums sean unos malhechores. Su amiga fue una vez a una sesión de espiritismo y un caballero le dijo muchísimas cosas que él no podía saber: sobre su madre y sobre el hijo de su prima, que murió en un incendio.
—Tienen libros —dice Arthur—. Son famosos por eso. Tienen libros con nombres, como registros, que se pasan entre ellos. Me temo que el nombre de su amiga figura en uno de esos libros. Y es probable que el de usted también.
La señora Wallace lanza un grito al oír esto:
—¿Un libro espiritista con listas de personas? ¿Lo dice en serio, señor Barclay?
El loro de Hanna sacude las plumas. Rachel dice:
—En la escalera de mi abuelo había una esquina donde se decía que se podía ver a un fantasma, el de una chica que se había caído allí y se había roto el cuello. Se dirigía a un baile con zapatillas de seda.
Mamá dice: «¡Fantasmas!». Es como si fuese lo único de que sabemos hablar en esta casa. No entiende por qué no bajamos a reunimos con el servicio en la cocina…
Al cabo de un rato me acerco a Artie y, mientras los demás siguen hablando, le pregunto si de verdad cree que Santana López es culpable. Él sonríe.
—Está en Millbank. Debe de serlo.
Le digo que es la clase de respuesta que solía dar para chincharme cuando éramos niños; es como si incluso entonces hubiese sido abogado. Veo que Rachel nos observa. Tiene perlas en las orejas; parecen gotas de cera, recuerdo habérselas visto puestas en los viejos tiempos y recuerdo que me imaginaba que se las derretía el calor de su garganta. Me siento en el brazo de la butaca de Artie y digo:
—Pensar que Santana López sea tan violenta, tan calculadora… Es tan joven…
Dice que eso no significa nada. Dice que en los juicios ve con frecuencia a chicas de trece y catorce años: niñas a las que hay que colocar encima de cajas para que puedan verlas los jurados. Pero añade que detrás de esas chicas suele haber invariablemente una mujer o un hombre más mayores, y que la juventud de López no es un indicio de nada, que es probable que sólo indique que «ha sido víctima de alguna mala influencia». Le digo que ella parece muy segura de que las únicas influencias que ha sufrido son espirituales.
—Pues entonces debe de estar protegiendo a alguien —dice él.
¿Alguien por quien pasaría cinco años de su vida en una cárcel? ¿En la cárcel de Millbank? Esas cosas suceden, dice él. ¿No era joven López, y bastante bonita?
—Y ahora que lo recuerdo —añade—, ¿no era el «espíritu» en cuestión un individuo caracterizado? Sabes que la mayoría de los fantasmas que hacen trucos en las sesiones son actores vestidos de muselina.
Muevo la cabeza. ¡Le aseguro que se equivoca! ¡Estoy segura! Pero al decirlo veo que él me escruta pensando: ¿Qué sabrás tú de las pasiones que pueden llevar a una chica guapa a la cárcel por culpa de su enamorado? ¿Y qué sé yo de estas cosas? Noto que mi mano se dirige de nuevo hacia mi pecho y que tiro del cuello de mi vestido para encubrir este gesto. Pregunto a Artie si de verdad cree que el espiritismo es una insensatez. Y todos los médiums unos estafadores. Él levanta la mano:— No digo que todos, sino la mayoría.
Es el señor Barclay el que cree que todos son una pandilla de granujas. No quiero hablar con el señor Barclay.
—¿Qué piensas tú? —vuelvo a preguntarle.
Me contesta que piensa lo que pensaría cualquier hombre razonable, en vista de las pruebas existentes: que no hay duda de que la mayoría de los médiums son simples prestidigitadores; que algunos quizá hayan sufrido una enfermedad o una manía, en cuyo caso merecen más compasión que burla; pero que otros…
—Bueno, vivimos en una época de prodigios. Puedo ir a una oficina de telégrafos y comunicarme con un hombre que está en una oficina similar en el otro lado del Atlántico. ¿Cómo es posible esto? No sabría explicarlo. Hace cincuenta años, una cosa así se habría considerado totalmente imposible, algo contrario a las leyes de la naturaleza. Pero cuando ese hombre me manda un mensaje no supongo que, por este motivo, me haya engañado, que hay un tipo escondido en la habitación de al lado, transmitiendo la señal. Tampoco presumo, como creo quealgunos clérigos presumen del espiritismo, que el caballero que se dirige a mí es en realidad un demonio disfrazado. Pero los telégrafos están conectados por un cable, digo. El responde que ya hay ingenieros que creen que pueden fabricarse máquinas parecidas que funcionan sin cable.
—Quizá haya cables naturales, pequeños filamentos —retuerce los dedos—, tan finos y extraños que la ciencia no tiene un nombre para ellos; tan finos que la ciencia ni siquiera puede verlos todavía. Quizá sólo unas chicas delicadas, como tu amiga López, puedan percibir esos alambres y oír los mensajes que pasan a través de ellos.
—¿Mensajes de los muertos, Artie? —digo, y él dice que si los muertos siguen viviendo con otra forma, necesitaremos en verdad medios muy extraños y curiosos para oírles hablar…
Digo que si eso es cierto López es inocente… Pero él no ha dicho que eso sea cierto, por supuesto; lo único que ha dicho es que podría serlo.
—E incluso aunque fuera cierto, eso no significa que ella sea de fiar.
—Pero si es realmente inocente…
—Si lo es, ¡que lo prueben sus espíritus! Además, queda todavía sin resolver lo de la chica nerviosa y la mujer que murió de terror. No me gustaría tener que declarar contra ellas. —Mamá ha llamado a Quinn y Artie se inclina para coger una galleta de la bandeja que le tiende la criada—. Creo, en definitiva —dice, sacudiéndose unas migas del chaleco—, que yo tenía razón la primera vez. Prefiero el galán vestido de muselina que los pequeños filamentos.
Cuando alzo la mirada veo que Rachel continúa observándonos. Supongo que se alegra de ver que estoy amable y normal con Artie; sé que no lo estoy siempre. Podría haber ido al lado de Rachel, pero mamá la ha llamado a la mesa de juego, para que se uniera a Hanna, Arthur y la señora Wallace. Juegan al veintiuno durante una media hora; después, la señora Wallace exclama que la van a despojar de todas sus fichas y se levanta para subir al piso de arriba. Cuando vuelve la detengo y la obligo a hablarme de nuevo de la señora Rose y de su hija. Le pregunto qué le pareció la chica la última vez que la vio. Dice que la había encontrado más «infeliz que un perro sin dueño»; que su madre la había emparejado con un caballero de barba grande y negra y labios rojos, y que «lo único que la señorita Rose decía a todos sus pretendientes era que “Voy a casarme”, y les mostraba la mano, en la que llevaba una esmeralda del tamaño de un huevo, y toda aquella melena castaña. Ya sabes, por supuesto, que es toda una heredera». Le pregunto dónde viven las Rose, y la señora Wallace pone una expresión maliciosa. «Se volvieron a América, querida», dice. Las había visto una vez antes de que terminase el juicio, y lo siguiente que la gente supo de ellas era que habían vendido su casa y despedido a toda la servidumbre; dice que nunca ha visto a una mujer con tanta prisa como la señora Rose para llevarse a su país a su hija y casarla. «Pero donde hay un juicio siempre hay un escándalo, supongo. Yo diría que en Nueva York no se toman las cosas tan a pecho».
En este momento, mamá, que había estado dando instrucciones a Quinn, dice:
—¿Qué es esto? ¿De qué estáis hablando? ¿Todavía de fantasmas?
Tenía la garganta más verde que un sapo, por el reflejo de la mesa a la que estaba sentada. Muevo la cabeza y dejo que Hanna siga hablando.
—En Marishes… —empieza, cuando le reparten las cartas; y un momento después—: En Italia…
Hay una charla entrecortada sobre el viaje de novios. Parada ante el fuego, yo contemplo las llamas y Artie se amodorra leyendo un periódico en su butaca. Por fin oigo que mamá dice:
—… no he estado nunca, señor, ¡ni quiero estar! No soportaría el trajín del viaje, el calor, la comida…
Sigue hablando de Italia con Arthur. Le habla de los viajes que papá hizo allí, cuando éramos pequeñas, y de la visita que planeaba hacer con Rachel y conmigo de ayudantes. Arthur dice que no sabía que Rachel fuese tan instruida, y mamá contesta: ¡Oh, pero si es al trabajo de mi marido al que debemos que Rachel esté hoy entre nosotros!
—Rachel asistía a sus clases —dice—, y como allí conoció a Brittany, acabó viniendo a casa. A partir de entonces fue una invitada asidua, y una de las visitas predilectas del señor Pierce. Claro que no sabíamos, ¿verdad, Hanna?, que era Artie el motivo de que Rachel nos visitara tanto. ¡No te ruborices, Rachel, querida!
Oigo todo esto desde la chimenea. Veo cómo Rachel se sonroja, pero mis mejillas permanecen frías. Al fin y al cabo, he oído esa historia tantas veces que he llegado a creérmela a medias. Y, además, las palabras de mi hermano me han dejado pensativa; pero antes de subir a mi cuarto voy donde está Artie, le despierto de su sopor y digo:
—Ese actor vestido de muselina que has dicho… Vi a la encargada del correo en la cárcel, ¿y sabes lo que me dijo? Santana López no ha recibido una sola carta en todo el tiempo que lleva encerrada; ni tampoco ha escrito ninguna. Así que contéstame a esto: ¿quién iría voluntariamente a la cárcel de Millbank para proteger a un amante que no le manda nada…, ni una carta ni un mensaje?
Él no sabe qué responder.

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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Invitado Mar Jun 10, 2014 4:45 pm

Hola, cada vez este fic se pone mejor, ke bueno ke aklaraste el cambio de nombre xk ya me habia confundido kon Rachel, espero la proxima actualizacion :)
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Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 5:13 pm

yaadiizbear12 escribió:Hola, cada vez este fic se pone mejor, ke bueno ke aklaraste el cambio de nombre xk ya me habia confundido kon Rachel, espero la proxima actualizacion :)
Hola, si, lo que pasa es que al principio había pensado que la cuñada de Britt fuera Rachel, pero lo cambie al ultimo momento por Sugar, cuando volvi al cabo de un tiempo, al adaptar, pensaba en la cuñada como Rachel como pense en un principio, fue ahora al hablar del porque Santana esta en la carcel me acorde que puse a Rachel como la atacada, por eso lo aclaré para los que se estuvieran haciendo un lio xD
Mis disculpas, no volvera a pasar ;)
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Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 5:16 pm

25 de noviembre de 1872
¡Una trifulca terrible esta noche! Como paso toda la tarde con la señora Sylvester, llego tarde a la mesa de la cena. El señor Cutler llega tarde muchas veces y a nadie le importa. Pero el señor Vincy, al verme entrar, me dice: «Bueno, señorita López, espero que Betty le haya guardado algo de carne en lugar de dársela al perro. Creímos que se había vuelto demasiado fina para comer con nosotros». Yo digo que no creo que llegue nunca ese día, y él me responde: «Pues usted, con sus dones especiales, debería poder adivinar el futuro y decírnoslo». Dice que hace 4 meses yo estaba muy contenta de ocupar un pequeño sitio en su establecimiento, pero que ahora, al parecer, tenía echado el ojo a algo mejor. Me pasa mi plato, que contiene un poco de conejo y una patata cocida. Digo: «La verdad sea dicha, no sería difícil encontrar algo mejor que las comidas de la señora Vincy». Al oír esto, todos han dejado el tenedor y me han mirado, y Betty se ha reído y el señor Vincy la ha abofeteado, y la señora Vincy ha empezado a gritar «¡Oh! ¡Oh! ¡Ninguno de mis huéspedes me ha insultado nunca de este modo, en mi propia mesa!». Y dice: «Mi marido te admitió, furcia, por un alquiler bajo, gracias a ese corazón tan grande que tiene. No creas que no he visto cómo le miras». Le digo: «¡Su marido es un viejo y asqueroso criador de médiums!», y cojo la patata cocida de mi plato y se la tiro a la cabeza al señor Vincy. No he visto si le ha alcanzado. Me levanto de la mesa, subo corriendo todos los peldaños hasta aquí, me tumbo en la cama y lloro, y luego me río, pero al final me entra un mareo. Y, de todos ellos, la señorita Sibree es la única que ha subido a verme y a traerme un poco de pan y mantequilla y un sorbo de oporto de su propia copa. Oigo hablar al señor Vincy en el pasillo de abajo. Dice que nunca acogerá a ninguna otra médium en su casa, ni siquiera aunque venga con su padre. Dice: «Me han dicho que tienen poderes, y puede que los tengan. Pero una chica en trance espiritista…, ¡por Dios, señor Cutler, eso es un espectáculo espantoso!».

21 de octubre de 1874
¿Te puedes habituar al doral? Me parece que mamá me da dosis cada vez más grandes para que yo me sienta cansada. Y cuando duermo lo hago a ratos, con la sensación de que unas sombras me velan los ojos o de que me cuchichean al oído. Los murmullos me despiertan y me incorporo y paseo una mirada perpleja por la habitación vacía. Después paso una hora esperando que el cansancio me rinda. La pérdida del guardapelo es lo que me ha puesto en este estado. Me tiene inquieta de noche y alelada de día. Esta mañana estaba tan aturdida con un pequeño recado para la boda de Hanna, que mamá me ha dicho que no sabe lo que me ocurre. Dice que mezclarme con las rudas mujeres de Millbank me está atontando. Para fastidiarla, hago una visita a la cárcel; ahora, gracias a ello, estoy muy despierta… Primero me enseñan la lavandería. Es una habitación horrible, baja, caliente, húmeda y maloliente. Hay rodillos enormes, que dan escalofríos, y ollas con almidón hirviendo, e hileras de perchas suspendidas del techo, de las que cuelgan y gotean diversas prendas indescriptibles, informes y de un color blanco amarillento: sábanas, ropa interior, enaguas, qué sé yo. Sólo he aguantado un minuto allí dentro porque he notado que el calor empezaba a empaparme la cara y el cuero cabelludo. Pero las celadoras dicen que las presas prefieren este trabajo a cualquier otro, porque las lavanderas disfrutan de una dieta mejor que las otras reclusas, y les dan huevos, leche fresca y más carne de la que contiene la ración normal, para que se mantengan fuertes. Y, por supuesto, trabajan juntas y supongo que a veces hablan entre ellas. Los pabellones ordinarios parecen fríos y tristes después del calor y el ajetreo de la lavandería. No hago mucha visitas, pero veo a dos presas a las que no conocía. La primera es una de las «señoras», una mujer que se llama Tully y que cumple condena por una estafa de joyas. Me coge la mano cuando me acerco a ella y dice: «¡Oh, por fin una conversación sensata!». Lo único que me pregunta, sin embargo, son las noticias de los periódicos, las cuales, obviamente, tengo prohibido contarles aquí.
—¿Pero está bien la querida reina? Por lo menos dígame esto.
Me dice que ha sido invitada en dos ocasiones a fiestas en Osborne, y menciona los nombres de un par de grandes damas. Pregunta si las conozco; le digo que no. Entonces quiere saber «quién es mi familia», y parece enfriarse cuando le explico que papá era sólo un académico. Por último me pregunta si yo podría ejercer alguna influencia sobre la señorita Haxby para que le proporcione ballenas de su talla y pasta de dientes. No me quedo mucho rato. La segunda presa a la que visito, en cambio, me cae mucho mejor. Se llama Agnes Nash y lleva tres años encarcelada en Millbank por falsificar monedas. Es una chica robusta, de cara atezada y un poco bigotuda, pero con unos ojos azules muy hermosos. Se levanta cuando entro en su celda y en vez de hacer una reverencia me ofrece su silla y, durante el resto de la entrevista, se apoya contra la hamaca plegada. Tiene las manos pálidas y muy limpias. Le falta un dedo, cercenado a la altura del segundo artejo; dice que la punta se la «arrancó de cuajo el perro de un carnicero, cuando era un bebé». Habla sin empacho de su delito, y de un modo curioso.
—Soy de un vecindario de ladrones —dice—, y la gente normal nos considera chusma, pero nos tratamos bien entre nosotros. Me educaron para robar cuando hacía falta, y lo hice muchas veces, no me importa decírselo; pero nunca necesité robar mucho, porque mi hermano era un as del oficio y no nos dejaba pasar estrecheces.
Dice que su perdición han sido las monedas falsas. Empezó a falsificarlas porque es un trabajo liviano y agradable, y que por esta razón muchas otras chicas se dedicaban a ello. Me han encarcelado por pasarlas, pero nunca he hecho eso, yo sólo fabricaba los moldes en casa y otros se ocupaban de endilgar las monedas. He oído en los pabellones muchos distingos sutiles entre grados, tipos o calidades de delitos. Al oír esta explicación le pregunto si el suyo, en consecuencia, era una falta menor.  Ella me responde que no pretende que lo sea, sino que se limita a afirmar que su delito fue ése.
—Es un negocio que se entiende mal —dice—. Y estoy aquí por culpa de eso.
Le pregunto qué quiere decir. No está bien falsificar, ¿o sí? Para empezar, es cometer una injusticia con la persona que recibe el dinero falso.
—No, no está bien. Pero, válgame Dios, ¿ha creído usted que todo nuestro metal va a parar a su bolsillo? Una parte sí, no lo niego, ¡y mala suerte si se lo endosan! Pero la mayor parte circula sin hacer ruido entre nosotros. Yo, por ejemplo, le paso una moneda a un compinche para pagarle una lata de tabaco. Mi compinche se la pasa a otro suyo, y este fulano se la da a Susie o a Jim, quizá, a cambio de un pedazo del cordero que traen las gabarras. Susie o Jim me endilgan la moneda a mí. Es un asunto familiar y no perjudica a nadie. Pero los jueces oyen «falsificador» y creen que oyen «ladrón»; y yo pago cumpliendo cinco años aquí…
Le digo que no me habría imaginado que existiese algo llamado «economía» de ladrones, y que la defensa que ha hecho de ella es sumamente convincente. Ella asiente con la cabeza. Dice que no deje de sacar a colación el tema la siguiente vez que cene con un juez.
—Quiero probar a resolver las cosas, poco a poco, a través de personas como usted —dice.
No sonríe al decirlo. No sé si habla en serio o si me está pinchando. Dice que más vale que en adelante mire con mucha atención mis chelines… Ahora sí sonríe.
—Mírelos —dice—. ¿Quién sabe? Quizá tenga ahora mismo en el bolso alguno que yo he acuñado y recortado.
Pero cuando le pregunto cómo se puede distinguir una moneda falsa de una auténtica, dice, con modestia, que ella ponía una pequeña señal, pero…
—Bueno, verá, tengo que proteger mi arte… incluso aquí dentro.
Sostiene mi mirada. Le digo que espero que con eso no quiera decir que tiene intención de dedicarse a su oficio cuando salga de aquí. Se encoge de hombros y dice que ¿qué otra cosa podría hacer? ¿Acaso no me ha dicho que la educaron para este negocio? ¡Su gente tendría muy mala opinión de ella si volviera rehabilitada! Le digo que me parece una gran lástima que no tenga nada mejor en que pensar que en los delitos que cometerá dentro de dos años.
—Es una lástima —me responde—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer, aparte de contar los ladrillos de esta celda o las puntadas de la costura? Eso ya lo he hecho. O preguntarme qué será de mis hijos sin una madre… Eso también lo he pensado. Es muy duro pensarlo.
Digo que podría pararse a pensar por qué sus hijos se han visto privados de su madre. Podría pensar en su vida descarriada y en los motivos por los que está aquí. Ella se ríe.
—Ya lo hice —dice—. Lo hice durante un año. Todas lo hacemos: pregunte a cualquiera. El primer año en Millbank es horroroso, se lo aseguro. Juras lo que sea; juras que te morirás de hambre, tú y tu familia, antes que cometer otro delito y te manden otra vez aquí. Estás tan arrepentida que prometes lo que sea a cualquiera. Pero sólo el primer año. Después ya no te arrepientes, después ya no piensas: Si no hubiera hecho aquello no estaría aquí ahora, sino que piensas: Si lo hubiera hecho mejor… Piensas en todas las estafas y raterías que volverás a hacer cuando estés fuera. Piensas: Me han encerrado aquí porque me consideran una malhechora. ¡Pues que me aspen si no les demuestro que lo soy dentro de cuatro años!
Me guiña un ojo. La miro fijamente. Por fin digo:
—No creerá que voy a decirle que me complace oírla hablar así…
Ella me responde en el acto, sin dejar de sonreír, que por supuesto no se l ocurriría pensar semejante cosa… Ella también se levanta cuando yo me levanto para irme, y da los tres o cuatro pasos que hay hasta la cancilla de la celda, como si me acompañara hasta la puerta.
—Bueno, señorita —dice—, me alegro de haber hablado con usted. ¡Recuerde lo de las monedas!
Le digo que no lo olvidaré y miro al pasillo en busca de la celadora. Nash asiente. Me pregunta a quién voy a visitar a continuación, y como no me parece que haya mala intención en su pregunta, le respondo, con cautela:
—Quizá a su vecina, Santana López.
—¡A ella! —dice al instante—. La chica horripilante…
Pone en blanco sus bellos ojos azules y se ríe otra vez. No me gusta tanto cuando dice eso. Llamo a través de los barrotes y la señora Jelf viene a liberarme; después voy a ver a López. Me parece que tiene la cara más pálida que antes, y las manos sin duda más rojas y ásperas. Llevo puesto un abrigo pesado, bien cerrado en el pecho; no le menciono el guardapelo ni le hablo de nada de lo que ella me dijo la última vez. Pero sí le digo que he pensado en ella, que he pensado en las cosas que me dijo sobre ella. Le pregunto si hoy me contará más cosas.
—¿Qué quiere que le cuente? —dice.
Digo que podría decirme algo más de su vida antes de que la enviaran a Millbank.
—¿Desde cuándo ha sido… lo que es? —le pregunto.
—¿Lo que soy…? —dice, y ladea la cabeza.
—Lo que es. ¿Desde cuándo ve espíritus?
—Ah —sonríe—. Creo que desde que tengo uso de la vista…
Y me cuenta que en su juventud vivía con una tía y a menudo estaba enferma; y que una vez que estaba más enferma que nunca, una mujer fue a verla. Resultó que la mujer era su difunta madre.
—Eso me dijo mi tía.
—¿Y no tuvo miedo?
—La tía dijo que no debía asustarme, porque mi madre me amaba. Por eso habí venido…
De modo que las visitas continuaron, hasta que por fin la tía pensó que deberían «sacar provecho del poder que poseía» y empezó a llevarla a un círculo espiritista. Allí oía golpes y gritos, y veía más espíritus.
—Entonces sí me asusté un poco —dice—. ¡No todos los espíritus eran tan buenos como mi madre!
¿Y qué edad tenía?, le pregunto.
«Unos trece, quizá…», dice.
Me la imagino flaca y pálida como el papel gritando «¡Tía!» cuando la mesa se inclinaba. Me extraña que la mujer expusiera a su sobrina a aquellos trances; se lo digo a López, pero ella mueve la cabeza y dice que fue beneficioso para ella quo su tía lo hiciera. Dice que habría sido peor si hubiera tenido que encontrar a los espíritus ella sola, como tienen que hacer, me asegura, algunas médiums solitarias. Y a fuerza de lo que veía se acostumbró a verlo.
—Mi tía no se apartaba de mi lado —dice—. Las otras chicas resultaban aburridas, hablaban de cosas de lo más corrientes y, por supuesto, me tenían por un bicho raro. A veces conocía a alguien que yo sabía que era como yo. Claro que eso no era nada bueno si la otra persona no lo sabía o, todavía peor, si lo adivinaba y tenía miedo…
Sostiene mi mirada hasta que me acobardo y miro a otro lado.
—Bueno —dice, con más brío—, el círculo me ayudó a mejorar mis poderes.
No tardó en aprender a rechazar a los espíritus «viles» y a convocar a los nobles; pronto empezaron a confiarle mensajes «para sus queridos amigos en la tierra». Y, además, ¿no hacía feliz a la gente recibir mensajes amables cuando estaba triste y afligida? Pienso en el guardapelo perdido y en el mensaje que ella me transmitió a mí un día, pero no lo mencionamos. Me limito a decir: —O sea que entonces se estableció como médium. ¿Y la gente iba a verla y le pagaba?
Dice con gran firmeza que «nunca cobró un penique» por iniciativa propia; que a veces la gente le hacía regalos, lo cual era completamente distinto; y que de todos modos se sabía que los espíritus decían que no era nada vergonzoso que una persona recibiera dinero si con ello se le permitía realizar una tarea espiritual.
Sonríe al hablar de esta época de su vida.— Fueron unos meses agradables para mí —dice—, aunque casi no me di cuenta mientras los vivía. Mi tía me había dejado…, había pasado, como decimos nosotros, al lado de los espíritus. La echaba de menos, pero no tenía motivos para añorarla, porque estaba más feliz allí que en toda su vida en la tierra. Viví una temporada en un hotel de Holborn, con una familia espiritista que fue muy buena conmigo…, aunque lamento decir que luego se pusieron en mi contra. Trabajé allí, para gran satisfacción de mis clientes. Conocí a mucha gente interesante, personas inteligentes, ¡personas como usted, señorita Pierce! Estuve incluso en casas de Chelsea.
Pienso en la estafadora de joyas jactándose de sus visitas a Osborne. El orgullo de López parece terrible, con los muros estrechos de su celda alrededor. Digo:— ¿Y fue en una de esas casas donde enfermaron la chica y la señora por las que está presa?
Ella desvía la mirada. No, responde en voz baja, aquello fue en otra casa, en Sydenham.
Después me pregunta qué pienso del gran alboroto que ha habido en la oración matutina. Jane Pettit, del pabellón de la señorita Manning, ha tirado el devocionario al capellán… Su humor ha cambiado. Sé que no va a decirme nada más, y me apena: quería saber algo más de ese espíritu «travieso», «Noah Puckerman». He estado sentada muy tiesa mientras la escuchaba. Ahora cobro más conciencia de mí misma, siento frío y me arropo mejor con el abrigo. Al hacerlo mi cuaderno asoma del bolsillo y veo que López lo mira. A partir de ese momento no para de mirar el borde del cuaderno, hasta que por fin, cuando me levanto para marcharme, me pregunta si llevo siempre un cuaderno conmigo. ¿Tengo intención de escribir sobre las reclusas? Le digo que llevo mi cuaderno encima a todas partes; que es una costumbre que contraje cuando ayudaba a mi padre en su trabajo. Digo que me sentiría muy rara sin una libreta, y que todo lo que escribo en ella a veces lo transcribo en otro cuaderno, que es mi diario. Digo que mi diario es como mi amigo más querido. Le cuento mis pensamientos más íntimos y él los mantiene en secreto. Ella asiente. Dice que mi diario es como ella: no tiene nadie a quien contárselo. Yo podría expresar mis pensamientos más íntimos en su celda, porque ¿a quién va a contárselos ella? No lo dice enfurruñada, sino casi en broma. Digo que se los podría contar a sus espíritus.
—Ah —dice ella, y ladea la cabeza—. Ellos lo ven todo, ¿sabe? Hasta las páginas de su diario secreto. Aunque escriba cosas —hace una pausa para pasarse un dedo, muy levemente, por los labios— en la oscuridad de su habitación, con la puerta cerrada con llave y la luz de la lámpara muy baja.
Yo parpadeo. Digo que es muy extraño, porque es así como escribo mi diario; y ella sostiene mi mirada un instante y después sonríe. Dice que todo el mundo escribe del mismo modo. Ella también llevaba un diario, cuando estaba en libertad, y siempre escribía en él de noche, a oscuras, y escribir la hacía bostezar y le producía sueño. Dice que le resulta muy penoso no poder escribir nada ahora, cuando permanece insomne y tiene todas las horas de la noche para escribir. Pienso en las infelices noches de insomnio que pasé mando Rachel me comunicó que iba a casarse con Artie… Creo que no dormí tres noches seguidas en todas las semanas que transcurrieron entre aquel día y el día en que murió papá, cuando tomé por primera vez morfina. Pienso en López tumbada con los ojos abiertos en la negrura de su celda y me imagino que le llevo morfina o hidrato dórico y que observo cómo se lo bebe… Vuelvo a mirarla y veo que ella tiene todavía los ojos clavados en el cuaderno que asoma de mi bolsillo; lo toco con la mano. Al ver mi gesto, ella pone una cara adusta. Dice que hago bien en tener el cuaderno tan cerca; todas suspiran por un poco de papel, papel y tinta.
—Cuando te encierran aquí —dice—, te obligan a escribir tu nombre en un gran libro negro. —Fue la última vez que tuvo una pluma y escribió su nombre. Fue también la última que oyó pronunciarlo—. Aquí me llaman López, como a una criada. Si alguien me llamara ahora Santana, creo que apenas volvería la cabeza. Santana… Santana… ¡He olvidado quién es esa chica! Es como si estuviera muerta.
Le tiembla un poco la voz. Me acuerdo de la prostituta, Jane Jarvis, que una vez me pidió una hoja de cuaderno para mandar un mensaje a su amiga White; no he vuelto a visitarla desde aquel día. Pero querer una hoja de papel sólo para escribir tu nombre, para sentir que recobras la vida y la sustancia mediante ese acto… No es pedir gran cosa. Creo que aguzo el oído para asegurarme de que la señora Jelf sigue ocupada al fondo del pasillo. Luego saco el cuaderno del bolsillo, lo abro por una página en blanco y lo coloco abierto en la mesa, y ofrezco mi pluma a López. Ella mira primero la pluma y después a mí; la empuña y la desenrosca con desmaña; me figuro que el peso y el tamaño de la pluma le resultan poco familiares. La sostiene, temblorosa, sobre la hoja hasta que una gota de tinta reluciente aflora en su punta, y entonces escribe: Santana. Luego escribe su nombre completo: Santana Marie López. Y por último el nombre de pila sólo. Santana. Se ha acercado a la mesa para escribir, con la cabeza muy próxima a la mía, y su voz, cuando habla, es poco más que un susurro.
—Me gustaría saber, señorita Pierce —dice—, si alguna vez, cuando escribe su diario, escribe este nombre en él.
No puedo responder durante un momento, porque al oír su murmullo, al sentir el calor de su cuerpo en la celda fría, me ha sorprendido recordar las muchas veces que he escrito sobre ella. Pero ¿por qué no habría de hacerlo, puesto que escribo sobre las demás reclusas? Y sin duda es mejor escribir sobre ella que sobre Rachel. Así que sólo digo:
—¿Le importaría que escribiera sobre usted?
¿Importarle? Sonríe. Dice que le alegraría pensar que alguien —cualquiera, pero yo en especial, sentada a mi escritorio escribiera sobre ella, que escribiese Santana ha dicho esto o Santana ha dicho lo otro. Se ríe: «Santana me ha dicho un montón de disparates sobre los espíritus…» Mueve la cabeza. Pero la risa se apaga con la misma rapidez con que ha surgido y, mientras yo la miro, la sonrisa se le mustia.
—Claro que usted no diría eso —dice, con un tono más lujo—. Diría sólo López, como dicen aquí.
Le digo que diría el nombre que ella quisiera.
—¿Sí? —me pregunta—. Oh —añade—, no debe creer que yo, a cambio, la llamaría de ninguna forma que no fuera «señorita Pierce»…
Titubeo. Digo que supongo que a las celadoras no les parecería muy correcto.
—¡En absoluto! Y, sin embargo —dice, mirando a otro lado—, yo no diría el nombre en los pabellones. Pero cuando pienso en usted…, porque pienso en usted, de noche, cuando la cárcel está en silencio…, descubro que no la llamo «señorita Pierce». La llamo…, bueno, usted tuvo la gentileza de decírmelo una vez, cuando dijo que venía para ser mi amiga…
Con cierta torpeza, acerca la pluma a la página y escribe, debajo de su propio nombre: Brittany.
Brittany. Al verlo me estremezco: es como si hubiera escrito un juramento o dibujado una caricatura de mis rasgos. Dice al instante que ¡oh!, no debería haber escrito eso, ¡es demasiado atrevido por su parte! Le digo que no, que no es eso.
—Es sólo que…, verá, nunca me ha gustado mi nombre. Es como si contuviese todo lo malo que hay en mí… Mi hermana, por ejemplo, tiene un nombre bonito. Cuando lo oigo, oigo la voz de mi madre. Mi padre me llamaba «Britt»…
—Entonces déjeme llamarla así —dice. Pero me acuerdo de que ya me ha llamado así una vez, y no puedo pensar en ello sin estremecerme. Muevo la cabeza. Ella murmura, por Pin—: Pues dígame otro nombre para que la llame. Dígame otro que no sea «señorita Pierce»…, que suena a nombre de celadora, o de visitante normal; que no me dice nada. Dígame otro que represente algo…, dígame un nombre secreto, uno que no contenga lo peor de usted, sino lo mejor…
Sigue hablando así hasta que, por último, con el mismo impulso rápido y extraño con que le he ofrecido el cuaderno y después la pluma, digo:
—¡Susan! ¡Llámeme Susan, entonces! Porque es un nombre que…, es el nombre que…
No digo, por supuesto, que era el nombre que me puso Rachel antes de casarse con mi hermano. Digo que era así como me gustaba llamarme a mí misma «cuando era joven».
Y me ruborizo al oír esta estupidez dicha en voz alta. Pero ella, por su parte, se muestra solemne. Empuña la pluma de nuevo, tacha con una raya Brittany y escribe en su lugar Susan.
—Santana y Susan —dice después—. ¡Qué bien suenan! Parecen nombres de ángeles, ¿verdad?
El pabellón, de repente, parece tremendamente silencioso. Oigo un portazo en algún pasillo lejano y el chirrido de un cerrojo, y creo captar, mucho más cerca, el crujido de arena pisoteada por talones carcelarios. Con torpeza, notando duros sus dedos al rozar con los míos, le quito la pluma.
—Me temo que la he fatigado —digo.
—Oh, no.
—Sí, creo que sí.
Me levanto y me acerco con temor a la cancilla. El pasillo al otro lado está vacío. Llamo: «¡Señora Jelf!», y oigo un grito de respuesta desde alguna celda alejada: «¡Un momento, señorita!». Me vuelvo y —como no hay nadie, al fin y al cabo, que nos oiga o nos vea— tiendo la mano.— Adiós, pues, Santana.
Sus dedos vuelven a tocarme y ella sonríe.
—Adiós, Susan —cuchichea al aire frío de la celda, de tal modo que durante un largo segundo la palabra, blanca como una gasa, se cierne delante de sus labios. Retiro la mano y hago ademán de dirigirme hacia la puerta, y entonces me parece que su mirada pierde otra vez un poco de su candor:
—¿Por qué ha hecho eso?, —digo.
—¿Por qué he hecho qué, Susan?
—¿Por qué ha sonreído de esa forma secreta?
—¿Sonrío yo de una forma secreta?
—Usted sabe que sí. ¿Qué es eso?
Parece que vacila. Dice:
—Es sólo que es usted tan orgullosa. Toda nuestra charla sobre espíritus y…
—¿Y qué?
Pero ella ha vuelto a ponerse jocosa. Se limita a mover la cabeza y a reírse de mí.
—Deme la pluma —dice por fin, y antes de que yo pueda responder me la arrebata, se dirige otra vez hacia el cuaderno y empieza a escribir algo a toda velocidad. Oigo las botas de la señora Jelf por el pasillo.
—¡Rápido! —digo, porque el corazón empieza a latirme tan aprisa en el pecho que veo que la tela que lo cubre tiembla, como la piel de un tambor. Pero ella sonríe y sigue escribiendo. ¡Las botas están más cerca, el corazón late más fuerte! Por fin, el cuaderno se cierra, el capuchón de la pluma vuelve a enroscarse y ésta regresa a mi mano, y la señora Jelf hace su aparición delante de los barrotes. Veo cómo indagan sus ojos oscuros, con su habitual nerviosismo, pero no hay nada que ver, salvo mi corazón que tiembla y que tapo con mi abrigo mientras ella gira la llave y empuja la cancilla. López se ha alejado un paso de mí. Cruza las manos sobre el delantal y agacha la cabeza, borrada su sonrisa. Dice únicamente:
«Adiós, señorita Pierce».
Correspondo al momento con un gesto y me dejo escoltar fuera de la celda y a lo largo de los pabellones, sin decir una palabra. Pero mientras camino siento continuamente el cuaderno que se balancea contra mi cadera: López lo ha convertido en un fardo terrible y extraño. En la confluencia de las dos cárceles me quito un guante y coloco mi palma desnuda sobre las tapas de cuero, que todavía conservan el calor de los dedos ásperos de López. Pero no me atrevo a sacarlo del bolsillo. Sólo lo extraigo cuando estoy embarcada en el coche y el cochero fustiga al caballo; tardo un momento en encontrar la página y otro más en ladearla para que la luz de la farola caiga sobre lo que ella ha escrito. Lo veo, cierro el cuaderno al instante y me lo vuelvo a guardar en el bolsillo, pero mi mano no lo suelta durante todo el traqueteo del trayecto; el cuero acaba humedeciéndose. Ahora tengo la hoja delante. Están todavía los chapones de tinta, los nombres que ella ha escrito: el suyo y el mío antiguo y secreto. Y debajo de ellos, lo siguiente:
“Toda nuestra charla sobre espíritus, por no hablar de su guardapelo. ¿Creía que ellos no me lo dirían, cuando lo cogieron? ¡Cómo sonreían, Susan, al ver cómo usted lo buscaba!”
Estoy escribiendo a la luz de una vela y la llama es muy tenue y gotea. La noche es inclemente, el viento se filtra por debajo de las puertas y levanta la alfombra del suelo. Mamá y Hanna ya están acostadas. Todo Cheyne Walk podría estar dormido, todo Chelsea. Sólo yo estoy despierta; sólo yo y Quinn, porque la oigo removerse arriba, en la antigua habitación de Boyd: ¿qué habrá oído que la desasosiega tanto? Yo pensaba antaño que, de noche, la casa se sumergía en el silencio; ahora parece que percibo el tictac de todos los relojes que contiene, el crujido de cada tabla y peldaño. Miro mi cara, que se refleja en la ventana: me resulta extraña, me da miedo mirarla fijamente. Pero también me asusta mirar más allá, a la noche que se aprieta contra ella. Pues la noche incluye a Millbank, con sus espesas, sus densas sombras; y en una de ellas yace Santana acostada —Santana—, que me obliga a escribir aquí su nombre y se vuelve más real, más sólida y rápida a medida que el plumín se desliza por la hoja: Santana. En una de esas sombras yace Santana. Tiene los ojos abiertos y me está mirando.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Vie Jun 20, 2014 6:47 am

26 de noviembre de 1872
Ojalá mi tía pudiese ver dónde estoy ahora: ¡porque estoy en Sydemham, en casa de la señora Sylvester! Me ha traído aquí en el lapso de un solo día, diciendo que prefería verme morir que pasar otra hora más en casa del señor Vincy. Vincy ha dicho: «¡Puede llevársela, señora! Y espero que le cause muchos problemas», aunque la señorita Sibree lloraba al verme pasar por delante de su puerta, y ha dicho que sabe que estaré como una reina. La señora Sylvester me ha traído en su propio carruaje, y al llegar a su casa creí que me iba a desmayar, porque es la mansión más fantástica que he visto nunca, con un jardín todo alrededor y un camino de grava que lleva hasta la puerta principal. Al ver cómo miraba, la señora Sylvester me ha dicho: «¡Está más blanca que la tiza, mi niña! Todo esto le resultará extraño, por supuesto». Luego me ha cogido de la mano para cruzar con ella el pórtico, y me ha llevado de una habitación a otra, diciendo: «Bueno, ¿qué le parece? ¿Conoce esto… y esto otro?». Le digo que no estoy segura, porque tengo el pensamiento nebuloso, y ella me contesta que «Bueno, supongo que se
acostumbrará, con el tiempo». Luego me trae a esta habitación, que antes fue la de su madre y que en adelante va a ser la mía. Es tan espaciosa que al principio he pensado que debía de ser otro salón. Después he visto la cama y al acercarme a tocar uno de sus postes he debido de ponerme blanca otra vez, porque la señora Sylvester ha dicho: «¡Oh! ¡Ha sido una conmoción enorme para usted, en definitiva! ¿Quiere que la lleve de vuelta a Holborn?». Le digo que ni se le ocurra pensarlo. Digo que es de esperar que me encuentre débil, pero que la flaqueza no es nada y que sin duda pasará. Ella dice: «Bien, la dejaré tranquila una hora para que se acostumbre a su nuevo hogar». Y entonces me besa. Me besa diciendo: «Supongo que ahora puedo, ¿no?». Pienso en todas las mujeres llorosas cuyas manos he tomado en el último medio año, además de las del señor Vincy, que me ponía los dedos encima y aguardaba en mi puerta. Pero nadie me había besado, absolutamente nadie, desde que murió la tía. Hasta hoy no lo había pensado, y sólo me percato ahora, al sentir sus labios en mi mejilla. Cuando se marcha voy a mirar la vista desde la ventana, que es toda de árboles y del Crystal Palace. Pero el Crystal Palace no me parece tan maravilloso como dice la gente. ¡Aun así, es un panorama mejor que el que tenía en Holborn! Después de contemplarlo, recorro la habitación un poco, y como el suelo es tan ancho, ensayo un paso de polka, que es un baile que siempre he deseado bailar en una habitación grande. Bailo sin hacer ruido durante un cuarto de hora, y antes he tomado la precaución de quitarme los zapatos para que la señora Sylvester no me oiga en el piso de abajo. Luego miro a mi alrededor, a las cosas que hay aquí. A fin de cuentas, es un dormitorio bastante raro, pues hay muchos armarios y cajones, todos llenos de cosas como cintas de encaje, papeles, dibujos, pañuelos, botones, etc. Hay un retrete muy amplio que está lleno de batas y tiene hileras y más hileras de zapatitos, y repisas con medias dobladas y bolsas de espliego. Hay un tocador con cepillos y frascos de perfume medio consumidos y un estuche de broches, anillos y un collar esmeralda. Y aunque todos estos objetos son viejísimos, están desempolvados, brillan y huelen a fresco, y cualquiera que los viese sin conocer a la señora Sylvester pensaría que su madre es una mujer de lo más pulcra. Pensaría que «está claro que no debería estar aquí manoseando sus cosas, seguro que vuelve dentro de un momento», cuando en realidad, por supuesto, hace 40 años que ha muerto, y el fisgón podría toquetearlos siglos. Yo lo sabía, pero aun intuyendo que no debía tocar estos objetos, pienso que si lo hago, en cuanto me dé media vuelta la veré parada en la puerta, mirándome. Y mientras pienso esto mismo, me vuelvo y miro a la puerta ¡y hay una mujer que me está mirando! Al verla, el corazón me da un brinco… Pero sólo era Quinn, la criada de la señora Sylvester. Se ha presentado en silencio, no como solía aparecer Betty, sino como la criada de una auténtica dama, igual que un fantasma. Cuando ve mi sobresalto dice: «¡Oh, perdóneme, señorita! La señora Sylvester ha dicho que estaría usted descansando. —Me trae agua para que me lave la cara, y cuando la ha vertido en la jofaina de loza de la madre de la señora Sylvester, dice—: ¿Dónde está el vestido que se pondrá para la cena? Si quiere, se lo llevaré a la chica para que lo planche». Mantiene los ojos fijos en el suelo, sin mirarme, aunque creo que quizá haya reparado en que estoy descalza, y me pregunto si habrá adivinado que he estado bailando. Sigue aguardando a que le dé mi vestido, aunque por supuesto sólo tengo otro más bonito que el que llevo puesto.
—¿Cree de verdad que la señora Sylvester espera que me cambie? —le pregunto.
Ella me dice que sí y entonces le entrego el vestido de terciopelo y ella me lo trae más tarde, planchado y muy caliente. Espero sentada, con el vestido puesto, hasta que oigo la campanada de las 8, que es la hora increíble en que aquí sirven la cena. Quinn viene a buscarme, me desata la cinta de la cintura y vuelve a atarla, diciendo: «Mire qué guapa está, ¿no le parece?», y cuando me lleva al comedor y la señora Sylvester me ve dice: «¡Oh, pero qué guapa está!», y veo que Quinn sonríe. Me sientan en la cabecera de una mesa grande y barnizada, y la señora Sylvester ocupa la otra, me observa comer y dice continuamente: «Quinn, ¿quiere servirle un poco más de patatas a la señorita López? Señorita López, ¿no le importa que Quinn le corte un poco de queso?». Me ha preguntado si me gusta comer y qué clase de comida prefiero. La cena ha consistido en un huevo, una chuleta de cerdo y riñones, queso y algunos higos. Me río al acordarme del conejo que prepara la señora Vincy. La señora Sylvester me pregunta por qué me río y le digo que porque estoy contenta. Después de cenar ella me dice: «Bien, ¿y si vemos qué influencia ejerce esta casa sobre sus poderes?». Entro en un trance que dura una hora, y creo que ella se queda muy satisfecha. Dice que mañana me llevará a comprar unos vestidos, y que al día siguiente o al otro me pedirá que dirija una sesión para sus amigos, que tienen muchas ganas de que trabaje para ellos. Me acompaña otra vez hasta este cuarto y otra vez me besa. Quinn me ha traído más agua caliente y se ha llevado el orinal, lo cual no ha sido en absoluto como cuando lo hacía Betty, que yo me ruborizaba. Son las 11 de la noche y estoy totalmente desvelada, como siempre estoy después de un trance, aunque no me ha gustado decírselo aquí. No se oye nada en toda la casa. Sólo estamos la señora Sylveste, Quinn, la cocinera, otra criada y yo. Es como si fuéramos un montón de monjas en un convento. Encima de la cama grande y alta está extendido el vestido de encaje blanco de la madre de la señora Sylvester, que ella dice que confía en que me ponga. Pero no me extrañaría si no pego ojo en toda la noche. Me he asomado a la ventana para contemplar las luces de la ciudad. He estado pensando en el cambio enorme y maravilloso que me ha sucedido tan de repente, ¡y todo por un sueño de la señora Sylvester! Debo reconocer que ahora el Crystal Palace parece algo, con todas las lámparas encendidas.

Fin 1º Parte
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jul 30, 2014 3:03 pm

2º Parte


23 de octubre de 1874

Esta semana está haciendo más frío. El invierno ha llegado temprano, como en el año en que papá murió, y he empezado a ver cómo la ciudad cambia de nuevo, así como la veía cambiar en las semanas desdichadas en que él estuvo enfermo. Los buhoneros del Walk estampan contra el suelo sus pies calzados con botas andrajosas y maldicen el frío; y en la jurada de caballos hay racimos de niños que se agolpan, para calentarse, contra el flanco grande y mojado de los animales. Kitty me ha dicho que hace dos noches encontraron muertos de hambre y de frío a una mujer y a sus tres hijos en una calle al otro lado del río. Y Arthur dice que cuando recorre el Strand en su coche, en las horas que preceden al alba, ve a mendigos acurrucados en portales, con las mantas nimbadas de escarcha. También han llegado las nieblas, nieblas amarillas y mariones, y algunas tan negras que parecen de hollín líquido; nieblas que parecen elevarse de las aceras como si las hubiesen fabricado unas máquinas diabólicas en las alcantarillas. Nos manchan la ropa, nos llenan los pulmones y nos hacen toser, se aprietan contra las ventanas; si las miras a una luz determinada, las ves filtrarse en la casa a través de las fisuras de los marcos. Ahora la oscuridad vespertina sobreviene a las tres o a las cuatro de la tarde, y cuando Quinn enciende las lámparas, las llamas están sofocadas y arden muy tenues. Mi lámpara da una luz muy mortecina ahora. Es tan tenue casi como las lámparas de junco que nos encendían de noche, cuando éramos niños. Recuerdo con toda claridad los espacios brillantes en el tubo de la lámpara, sabiendo que era la única persona despierta en toda la casa, y oyendo a mi niñera respirar en la cama, y a Artie y a Hanna a veces roncar y a veces gimotear en las suyas. Todavía reconozco esta habitación como el cuarto donde dormíamos entonces. Aún están en el techo las marcas del columpio que hubo en un tiempo, y aún quedan libros infantiles en las estanterías. Hay uno ahí —veo el lomo ahora— que era uno de los predilectos de Artie. Tiene diablos y fantasmas pintados con colores vivos, y la gracia consiste en que tienes que mirar muy atentamente cada figura y luego mirar rápidamente a una pared desnuda o al techo: al hacer esto ves al fantasma flotando allí, muy claramente, pero en un color diferente del original. ¡Cuánto pienso en fantasmas estos días! En casa ha sido un día aburrido. Esta mañana he ido a leer al Museo Británico, pero allí estaba más oscuro que nunca por culpa de las nieblas, y a las dos de la tarde ha circulado el murmullo de que iban a cerrar la sala de lectura. Siempre hay protestas cuando anuncian esto, y gritos de que traigan luces; pero a mí, que estaba tomando notas de una historia de la cárcel, tanto por ociosidad como por un propósito más serio, no me ha importado que cerraran. Me ha parecido incluso algo prodigioso salir del museo y encontrar que la calle se ha vuelto tan gris, densa e irreal. Nunca he visto una calle más desprovista de profundidad y color como Great Rusell Street entonces. Casi he dudado de si entrar en ella, por miedo a que se volviese tan pálida e inmaterial como las aceras y los tejados. Claro está que la naturaleza de la niebla es parecer más espesa a cierta distancia. Yo no me he vuelto más distraída, sino que estoy más atenta que nunca. Era como si hubiese encima de mí una cúpula que se movía al mismo tiempo que yo; una cúpula de gasa, la he visto claramente, era como las que las criadas ponen en las bandejas de bizcochos en verano para mantenerlos a salvo de las avispas. Me he preguntado si todas las demás personas que caminaban por esa calle veían con tanta claridad como yo la cúpula que se desplazaba al mismo tiempo que ellas. Después la idea de esas cúpulas ha empezado a oprimirme; pienso que quizá debería buscar una parada de coches y minar uno para volver a casa, y viajar todo el trayecto con las cortinas echadas. Echo a andar hacia Tottenham Court Road; y, según camino, miro los nombres en las placas de las casas y de las ventanas por las que paso; me produce una especie de consuelo triste pensar en lo poco que ha cambiado este desfila de negocios y tiendas desde que yo paseaba por aquí del brazo de papá… Y cuando lo estoy pensando, veo un cuadrado de latón junto a una puerta que parece brillar un poco más que las de más placas a ambos lados de ella; me acerco y veo que la inscripción oscura de la placa dice lo siguiente: Asociación nacional británica de espiritismo. Sala de sesiones, sala de lectura y biblioteca. Estoy segura de que esta placa no estaba ahí hace dos años; o quizá no la veía entonces, cuando el espiritismo no me decía nada. Me detengo al verla y luego me acerco un poco más. No puedo por menos de pensar, por supuesto, en Santana; para mí es todavía una novedad escribir su nombre. Pienso: Ella quizá viniese aquí, cuando estaba en libertad; quizá se haya cruzado conmigo en esta misma calle. Recuerdo que un día estuve esperando a Rachel en esta esquina, en los tiempos en que acababa de conocerla. Quizá Santana pasó por delante de mí entonces. Ha sido un pensamiento curioso. Miro de nuevo la placa de latón y luego la manija de la puerta; la agarro, la giro y entro dentro. Al principio no se ve nada más que una escalera estrecha, pues todas las habitaciones están en el primero y en el segundo piso, encima de una tienda, y tienes que subir a ellos. La escalera lleva a un pequeño despacho. Tiene las paredes recubiertas de madera, con un estilo suntuario, y persianas también de madera que hoy están planas para impedir la entrada de la niebla exterior; entre las ventanas hay un cuadro muy grande —de mala factura, en mi opinión— de Saúl en la casa de la bruja de Endor. Hay una alfombra carmesí y un escritorio; sentados ante él, descubro a una mujer con un papel en la mano y, a su lado, un caballero. La mujer luce en el pecho un broche de plata, forjado con ese emblema de manos enlazadas que en ocasiones se ve en las lápidas. El caballero calza pantuflas repujadas de seda. Al verme sonríen y ponen una expresión apenada. El hombre dice que se teme que la escalera es muy empinada, y añade:
¡Qué lástima que haya subido para nada! ¿Venía a la demostración? Ha sido cancelada por culpa de la niebla.
Es un hombre muy cercano y amable. Le digo que no he ido por la demostración, sino que —lo cual es totalmente cierto— he topado por azar con la entrada de esta casa y la he franqueado por curiosidad. Al oír esto no parecen apenados sino horriblemente sabios. La mujer asiente y dice: «Azar y curiosidad. ¡Qué maravillosa conjunción!». El hombre me tiende la mano para estrechar la mía; es el hombre más delicado y con las manos y pies más esbeltos que recuerdo haber visto nunca.
Me temo que tenemos muy poco que pueda interesarle —dice—, con este tiempo que aleja a todos nuestros visitantes.
Menciono la sala de lectura. ¿Está abierta? ¿Podría utilizarla? Lo está y podría…, pero me cobrarán un chelín. No me ha parecido una gran suma. Me hacen firmar con mi nombre en un libro encima del escritorio: «Señorita Pierce», dice el hombre, ladeando la cabeza para leerlo. Me dice entonces que la mujer es la señorita Kislingbury. Es la secretaria de la asociación. Él es el conservador y se llama Hither. Me conduce a la sala de lectura. Me parece bastante modesta; la clase de biblioteca, supongo, que debe de haber en clubs, o en universidades pequeñas. Tiene tres o cuatro librerías, todas muy llenas, y una hilera de varillas de las que cuelgan periódicos y revistas como ropa tendida que gotea. Hay una mesa, sillas de cuero y diversos cuadros en las paredes, y una vitrina de cristal que es una cosa de lo más curiosa o, por mejor decir, horrible, aunque no lo sabré hasta más tarde. Primero me dirijo sólo hacia los libros. Me tranquilizan. La verdad es que empiezo a preguntarme por qué he entrado allí, al fin y al cabo, y qué estoy buscando. En una librería, sin embargo…, bueno, un libro puede versar sobre cualquier tema extraño, pero al menos siempre tienes la certeza de cómo pasar una página y leerlo. De modo que inspecciono las estanterías y el señor Hither se inclina para susurrar algo a una mujer sentada ante la mesa. Es la única lectora que hay en la sala, una señora de edad avanzada, y su mano enfundada en un guante blanco, que está sucio, descansa sobre las páginas de un folleto, para mantenerlo abierto. Cuando ha captado la presencia del señor Hither le ha llamado con un gesto apremiante. Ahora dice:
¡Una maravilla de texto! ¡Qué inspirador!
Levanta la mano y el folleto se cierra. Veo el título: El poder de la oda. Ahora advierto que los estantes que tengo delante contienen libros con títulos semejantes; pero cuando extraigo uno o dos de ellos, el consejo que ofrecen es de lo más simple: por ejemplo, «Sobre sillas», que previene contra las influencias que se acumulan en sillas rellenas o con almohadones que utilizan promiscuamente muchas personas, y aconseja a los médiums que se sienten siempre en sillas con asiento de mimbre o de madera. Cuando leo esto tengo que volver la cabeza, por temor a que el señor Hither me sorprenda sonriendo. Dejo las estanterías y me encamino hacia las varillas de periódicos, y por fin poso la mirada en las fotos de la pared de encima. Son «espíritus que se manifestaron a través de la señora Murray, octubre de 1873», y muestran a una mujer de aspecto plácido sentada en una silla junto a la mano de un fotógrafo, mientras detrás de ella se perfilan tres figuras borrosas y cubiertas con una túnica blanca: «Sancho», «Annabel» y «Kip», reza la etiqueta en el marco. Son aún más cómicos que los libros, y pienso de pronto, dolorosamente: «¡Ah, cómo me gustaría que papá los hubiese visto!». Mientras pienso esto noto un roce en el codo y me sobresalto. Es el señor Hither.
Estamos orgullosos de éstas —dice, señalando las fotos—. La señora Murray tiene un control poderoso. ¿Ha observado el detalle, mire, en el vestido de Annabel? Tuvimos un retal de ese cuello enmarcado al lado de las fotos, pero una semana o dos después de haberlo obtenido, se desvaneció por completo, a la manera de una materia espiritual, ¡pobres de nosotros! Nos quedamos con sólo un marco vacía —le miro. Él dice—: Sí, oh, sí.
Pasa por mi lado y se dirige hacia la vitrina de cristal, y me hace seña de que le siga, diciendo que aquello es el auténtico orgullo de su colección; y aquí, al menos, tienen objetos un poco más perdurables… Habla con un tono y un porte enigmáticos. Desde lejos, me había parecido que la vitrina estaba llena de esculturas rotas, o de piedras de color claro. Al acercarme, sin embargo, veo que el muestrario que hay dentro no es de mármol, sino de yeso y de cera; moldes en yeso y en cera de caras y dedos, pies y brazos. Muchos están deformados de una manera extraña. Otros tienen grietas o están amarillentos por el tiempo que han pasado expuestos. Todos tienen una etiqueta, como las fotos de espíritus. Miro otra vez al señor Hither.
Sin duda, usted conoce el proceso, ¿verdad? —dice—. ¡Ah, pues es de lo más sencillo e ingenioso! Uno materializa al espíritu y prepara dos cubos: uno de agua y otro de parafina derretida. El espíritu ofrece una mano, un pie o lo que sea; el miembro se sumerge primero en la cera y luego, a toda velocidad, en el agua. Cuando el espíritu parte, deja un molde. Por supuesto, pocos son perfectos —añade, con tono de disculpa—. Y no todos son tan fuertes como para aventurarnos a hacer con ellos moldes de yeso.
A mí me parece que casi todos los objetos que vemos son horriblemente imperfectos, sólo identificables por algún pequeño detalle grotesco, una uña del pie, una arruga o la marca de las pestañas en un ojo abultado; aun así, incompletos o torcidos o extrañamente borrosos, como si los espíritus participantes hubieran emprendido el viaje de regreso a sus dominios con la cera todavía caliente alrededor de sus miembros.
Mire ese molde pequeño —dice el señor Hither—. Lo hizo el espíritu de un niño: ¿ve los deditos, los hoyuelos del brazo?
Los veo y siento un mareo. A mí sólo me parece un bebé prematuro, grotesco e incompleto. Recuerdo cuando la hermana de mi madre alumbró algo así cuando era joven, y los cuchicheos de los adultos al respecto, que me obsesionaban y me producían pesadillas. Miro hacia el rincón más profundo y menos iluminado de la vitrina. Allí está, sin embargo, lo más soez de todo. Es el molde de una mano, una mano de cera, pero no la mano de un hombre, una mano tal como la entendemos, sino más bien una espantosa tumescencia: cinco dedos hinchados y una muñeca inflada, surcada de venas, que reluce, como húmeda, a la luz de gas. El molde del bebé me ha mareado. Esto casi me produce temblores, no puedo decir por qué. Y después veo la etiqueta que lleva y me estremezco. «Mano del espíritu-control “Noah Puckerman”», dice. «Materializado por Santana López». Miro al señor Hither, que sigue asintiendo mientras mira el brazo con hoyuelos del bebé; y, temblando como estoy, no puedo evitar acercarme un poco más al cristal. Miro la cera abultada y recuerdo los dedos esbeltos de Santana, los huesos delicados de su muñeca que al moverse se arquean y se hunden por encima de la lana de color crudo de las medias de la cárcel. La comparación es horrible. Cobro conciencia repentina de mí misma, encorvada sobre la vitrina y empañando con mis inhalaciones rápidas el cristal mate. Me enderezo, pero debo de haberlo hecho demasiado deprisa, pues lo siguiente que siento es la presión de los dedos del señor Hither en mi brazo.
«¿Está usted bien, querida?», dice. La mujer sentada a la mesa levanta los ojos y se pone una mano blanca y mugrienta delante de la boca. El folleto se le cierra otra vez y cae al suelo. Digo que al encorvarme me he mareado, y que hace mucho calor en la sala. El señor Hither me trae una silla para que me siente; al hacerlo mi cara queda cerca de la vitrina y vuelvo a estremecerme; pero cuando la lectora se levanta a medias y me pregunta si quiere que le pida un vaso de agua a la señorita Kislingbury, le digo que ya estoy perfectamente, que es muy amable y que no se preocupe. Creo que el señor Hither
me estaba escrutando, pero con serenidad, y veo que mira mi abrigo y mi chaqueta. Ahora me percato, por supuesto, de que quizá muchas mujeres entren en estas salas con ropa de luto, afirmando que vienen por azar y por curiosidad, y que cuando las invitan a pasar y a subir la escalera, quizás algunas se desmayan al ver la vitrina con las ceras. En efecto, cuando vuelvo a mirar los moldes en las estanterías, la mirada y la voz del señor
Hither se tornan más suaves.
Son un poco raros, ¿verdad? —dice—. Pero, así y todo, maravillosos, ¿no cree? No le contesto; que piense lo que quiera. Me habla otra vez de la cera, el agua, los miembros humedecidos; al final, me tranquilizo. Digo que me figuro que los médiums que traen a los fantasmas que hacen los moldes deben de ser muy inteligentes, y él se queda pensativo.
Yo diría más bien poderosos… —dice—. No tienen un celebro más inteligente que usted o yo. Son cuestiones del espíritu, y eso es bastante distinto.
Dice que por eso la fe espiritista les parece a veces un batiburrillo a los incrédulos. Los espíritus no tienen tiempo para la edad o la posición «o para cualquier distinción mortal de este tipo», sino que encuentran el don del médium disperso entre las personas, como el grano en el campo. Puede suceder que estés con un gran caballero, dice, que sea sensible; en la cocina de su casa hay una chica que embetuna las botas de su patrono; podría ser ella la que sea sensible.
Mire ahí —dice, apuntando a la vitrina—. La señorita Gifford, que era una sirvienta, hizo ese molde; no tuvo conciencia de sus poderes hasta que su patrona cayó enferma de un tumor; la llevaron a que pusiera las manos sobre la piel de la mujer y el tumor quedó curado. Y ahí, Severn, un chico de diecisiete años, ha convocado espíritus desde que tenía diez. He conocido a médiums de tres y cuatro años. He visto a bebés gesticulando en la cuna coger una pluma y escribir que los espíritus les aman…
Vuelvo a mirar las repisas. Al fin y al cabo, sé muy bien por qué he entrado en esta sala y qué venía buscando. Me pongo una mano en el pecho y señalo con la cabeza las manos de cera de «Noah Puckerman». ¿Qué sabe de la médium Santana López?, le pregunto. ¿Sabe el señor Hither algo de ella?
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jul 30, 2014 3:07 pm

Oh, responde al instante, y la mujer sentada a la mesa vuelve a levantar la mirada hacia nosotros. ¡Oh, por supuesto! ¿No he oído hablar del infortunio de la pobre López?
¡Si la tienen en la cárcel, encerrada en una celda!
Mueve la cabeza con expresión muy grave. Digo que, ahora que lo pienso, creo haber oído algo a ese respecto. Pero no había pensado que Santana López fuese tan famosa…
¿Famosa?, dice él. Ah, quizá no en el mundo más vasto. Pero entre los espiritistas…, ¡vaya, todos los del país debieron de temblar al enterarse de la detención de la pobre López! Ningún espiritista de Inglaterra se perdió detalle de su juicio; y todos lloraron al conocer la sentencia; lloraron, o deberían haberlo hecho, por ella y por ellos mismos.
La justicia nos considera «vagos y maleantes» —dice—. Se supone que practicamos «la quiromancia y otras artes taimadas». ¿De qué acusaron a la señorita López? De agresión, ¿no es eso? Y de estafa. ¡Qué calumnia!
Se le han puesto muy sonrosadas las mejillas. Su vehemencia me deja pasmada. Me pregunta si estoy al corriente de todos los detalles de la detención y encarcelamiento de López. Cuando le digo que sólo sé un poco, pero que sin duda me gustaría saber más, da un paso hacia los estantes de libros, recorre con los ojos y los dedos una serie de volúmenes encuadernados en piel y extrae uno.
Mire esto —dice, levantando la cubierta—. Es El Espiritista, uno de nuestros periódicos. Aquí están los números del año pasado, desde julio a diciembre. La señorita López fue apresada por la policía…, ¿cuándo fue?
Creo que en agosto —dice la mujer de los guantes manchados. Ha entreoído nuestra conversación y sigue mirándonos. El señor Hither asiente y pasa las páginas de la revista.
Aquí está —dice, al cabo de un momento—. Mire esto, querida.
Miro la línea impresa a que se refiere.
«SE RUEGAN PETICIONES ESPIRITISTAS EN FAVOR DE LA SEÑORITA LOPEZ», dice. «Médium detenida por la policía. Desestimados los testimonios espiritistas». Debajo figura una breve crónica. Describe el apresamiento y la reclusión de la médium señorita López, de resultas de la muerte de su casera, la señora Sylvester, durante una sesión privada en la residencia de esta señora en Sydenham. Se cree que también resultó herida el objeto de la sesión, la señorita Marley Rose. Se piensa que el alboroto fue causado por el espíritu-control de la señorita López, «Noah Puckerman», o por un espíritu ruin y violento que lo suplantaba…
Era el mismo relato que me habían contado la señorita Craven, Stephen y la señora Wallace, y la propia Santana; aunque era el primero, por supuesto, que coincidía con lo que me había referido ella y que atribuía la culpa al espíritu. Miro al señor Hither.
No sé muy bien cómo entender esto. La verdad es que no sé nada de espiritismo —digo—. Usted cree que han cometido una injusticia con Santana López
Una injusticia tremenda, dice él. Está absolutamente convencido.
Usted sí lo está, pero… —respondo, pues he recordado algo de la versión de la propia Santana— ¿todos los espiritistas tuvieron la misma certeza? ¿No hubo algunos que estaban menos convencidos?
El baja un poco la cabeza. Dice que hubo ciertas dudas «en determinados círculos».
¿Dudas? ¿Dudas sobre la sinceridad de Santana, quiere decir?
Él parpadea y luego baja la voz, sorprendido y con una especie de reproche.
Dudas respecto a la ciencia de la señorita López. Era una médium poderosa, pero también muy joven. La señorita Rose era incluso más joven…, sólo tenía quince años, creo. Los espíritus bullangueros suelen apegarse a médiums así. Y el control de la señorita López, «Noah Puckerman», era a veces muy tempestuoso…
Dice que quizá no fue muy prudente, por parte de la señorita López, exponer a su pupila, sola y sin vigilancia, a las atenciones de un espíritu semejante, aun cuando lo hubiera hecho antes con otras mujeres. Había que tener en cuenta los poderes sin desarrollar de la señorita Rose. ¿Quién sabía el efecto que podrían causar en Noah Puckerman? ¿Quién sabía si la sesión estaba o no infiltrada por algún poder mezquino? Estos poderes, tal como él ya me había dicho, elegían en especial a los intermediarios inexpertos; los utilizaban para perpetrar sus fechorías.
¡Y son las maldades las que divulgan los periódicos y no, éstas nunca, las maravillas de nuestro movimiento! —dice—. Hubo muchos espiritistas, me temo, ¡y algunos de ellos los que más habían aplaudido los éxitos de la pobre señorita López!, que le volvieron la espalda cuando ella más necesitada estaba de sus buenos oficios. Y ahora he oído decir que la experiencia la tiene totalmente amargada. Nos ha vuelto la espalda a nosotros…, incluso a los que todavía somos sus amigos.
Le miro en silencio. Oír cómo alaba a Santana, oír que la llama, respetuosamente, «señorita López», «señorita Santana López», en vez de «López» o «reclusa» o «mujer»…, bueno, no acierto a decir cuánto me desconcierta. Una cosa es oír la historia de Santana contada de sus propios labios, en aquel submundo tétrico de los pabellones, tan distinto, ahora comprendo, a todos los mundos a los que estoy habituada que ninguno de sus pobladores —ni las prisioneras, ni las celadoras, ni siquiera yo misma cuando estoy allí— parece plenamente tangible o real, y otra muy diferente oír a un hombre contar esa historia aquí.
Y, antes del juicio, ¿es verdad que tenía tanto éxito? —digo por fin. El entrelaza las manos, como en un rapto, y dice:
¡Cielo santo, pues claro! ¡Sus sesiones eran prodigiosas! No era tan famosa, desde luego, como los mejores médiums de Londres: como la señora Guppy, el señor Home, la señorita Cook, de Hackney…
He oído hablar de los tres. Sé que se dice que el señor Home entraba flotando por una ventana y que cogía con la mano brasas del fuego. La señora Guppy fue transportada una vez desde Highbury a Holborn…
¿Transportada mientras escribía la palabra «cebollas» en la lista de la compra? —digo.
Sonríe usted —dice Hither—. Igual que todo el mundo. Cuanto más extraordinarios son nuestros poderes, más los aprecian, porque no pueden desenmascararlos.
Su mirada sigue siendo afable. Le digo que quizá tenga razón. Pero Santana López, en general, ¿tenía o no poderes tan asombrosos como los del señor Home o la señora Guppy?
Él se encoge de hombros y dice que su definición de lo asombroso quizá difiera mucho de la mía. Mientras habla se aproxima de nuevo a la vitrina y saca otro volumen de un estante: de nuevo es El Espiritista, pero un número anterior. Tarda un momento en encontrar el artículo que busca y luego me lo entrega, diciendo si es eso lo que yo entiendo por «asombroso». La crónica describe a Santan dirigiendo en Holborn una sesión en la que aparecían unas campanillas tocadas por espíritus en la oscuridad, y en la que una voz susurraba a través de un tubo de papel. Me entrega otro artículo, cuyo título no recuerdo, que refiere un encuentro privado en Clerkenwell, en el cual unas manos invisibles derramaban flores y escribían nombres con tiza en una pizarra. Un número anterior de la misma revista habla de la estupefacción con que un caballero afligido vio un mensaje de ultratumba escrito en letras carmesíes en el brazo desnudo de Santana… Supongo que esto data de la época de la que ella me habló. Se preciaba de que había sido un «tiempo feliz» para ella; pero su orgullo me había entristecido ya entonces, y ahora el recuerdo del mismo me entristece aún más. Las flores y los tubos de papel, las palabras escritas en su piel: parecía un espectáculo de feria, por más que lo oficiasen espíritus. Santana se comportaba en Millbank como lo haría una actriz que repasa una carrera maravillosa. Ahora creo ver, más allá de los recortes de prensa, la cruda realidad de esa trayectoria: la de una mariposa o una polilla, una carrera transcurrida en casas de desconocidos, una función que se traslada de un barrio lóbrego a otro para hacer trucos vistosos por un pago irrisorio, como un número de music-hall. Pienso en su tía, que la había empujado a esa vida. Pienso en la mujer fallecida, la señora Sylvester. Hasta que me lo ha dicho el señor Hither no he caído en la cuenta de que Santana había vivido con la señora Sylvester, en su propia casa… «Ah, sí», dice él. Dice que fue esta circunstancia la que agravó mucho las acusaciones formuladas contra Santana, tanto de cometer engaño como de perpetrar violencia, pues la señora Sylvester la admiraba hasta el punto de haberla acogido en su casa: «Era casi una madre para ella». Gracias a su ayuda se desarrollaron y crecieron los dones de Santana. Fue en la casa de Sydenham donde encontró a su espíritu-control, «Noah Puckerman».
¿Pero no fue Noah Puckerman el que asustó tanto a la señora Sylvester que ella se
murió? —pregunto.
Hither mueve la cabeza.
Para nosotros es un episodio extraño, algo que sólo los espíritus podrían explicar. Ay, a ellos no los convocaron para que testificaran en defensa de la señorita López.
Estas palabras me intrigan. Miro el primer artículo que me ha mostrado y que lleva la fecha de la semana en que la detuvieron. Le pregunto si tiene los números siguientes. ¿Inhumaban del juicio, del veredicto, de su reclusión en Millbank? Él dice que por supuesto; los encuentra, tras una breve búsqueda, me los da y restituye en su sitio, con una unción de maniático, los tomos anteriores. Acerco una silla a la mesa y la coloco lejos de la mujer de guantes blancos, en una posición que me impide ver la vitrina con los moldes. Me siento a leer en cuanto el señor Hither, después de sonreírme y hacer una reverencia, me deja sola. Llevo encima mi cuaderno, que contiene frases copiadas en el Museo Británico de las historias que me contaron en la cárcel. Paso esas páginas y empiezo a tomar notas sobre el proceso de Santana. Primero interrogan a la norteamericana señora Rose, la madre de la chica nerviosa y amiga de la señora Wallace. Le preguntan: «¿Cuándo conoció a Santana López?», y ella responde: «En julio, en una sesión en casa de la señora Sylvester. Había oído decir en Londres que era una médium muy inteligente, y quise verla en persona».
¿Y qué opinión se formó de ella?
Vi al momento que era muy inteligente. También me pareció recatada. Había en la reunión dos jóvenes algo alocados, y yo pensé que intentaría coquetear con ellos. Me alegró que no lo hiciera. Mostraba todas las cualidades que todo el mundo consideraba que tenía. Es evidente que de no haber sido así no habría permitido que se estableciera una intimidad entre ella y mi hija.
¿Y con qué propósito alentó usted esa intimidad?
Era una finalidad profesional, médica. Tenía esperanzas de que la señorita López pudiese contribuir a que mi hija recobrara un estado saludable. Mi hija llevaba varios años enferma. La señorita López me convenció de que su afección tenía por origen una dolencia espiritual, más que física.
¿Y la señorita López atendió a su hija en la casa de Sydenham?
Sí.
¿Durante cuánto tiempo?
Durante dos semanas. Mi hija pasaba una hora al día, dos días a la semana, con la señorita López en una habitación a oscuras.
En esas entrevistas, ¿estaba a solas con la señorita López?
No. Mi hija era miedosa, y yo la acompañaba.
¿Y cuál era el estado de salud de su hija durante las dos semanas en que la atendió la señorita López?
Me pareció que mejoraba. Ahora creo, sin embargo, que la mejoría era fruto de una excitación insana, producida en mi hija por el tratamiento de la señorita López.
¿Por qué lo cree?
Por el estado en que encontré a mi hija la noche en que finalmente la señorita López la maltrató.
¿Fue la misma noche en que la señora Sylvester sufrió un ataque mortal? Es decir, ¿la noche del 3 de agosto de 1873?
Sí.
Y aquella noche, contrariamente a su práctica habitual, permitió que su hija visitase sola a la señorita López. ¿Por qué?
La señorita López me convenció de que mi presencia en las sesiones estaba entorpeciendo los progresos de Marley. Afirmó que tenía que haber entre ella y mi hija determinados cauces abiertos, y que mi presencia era un obstáculo. Era persuasiva hablando, y me engatusó.
Bien, naturalmente son estos caballeros quienes deben juzgar eso. El hecho es que autorizó a la señorita Rose a que fuera sola a Sydenham.
Casi sola. Sólo la acompañaba su doncella y, por supuesto, nuestro cochero.
¿Y cómo le pareció que estaba su hija al salir hacia la cita con la señorita López?
Me pareció nerviosa. Como he dicho, creo que los cuidados de la señorita López le habían producido una excitación insana.
¿Qué clase de «excitación»?
Estaba halagada. Mi hija es una chica sencilla. La señorita López la indujo a creer que poseía los poderes de una médium. Le dijo que en cuanto empezase a desarrollarlos recobraría la salud.
¿Creía usted que su hija podía estar en posesión de esos dones?
Estaba dispuesta a creer cualquier cosa, señor, que me explicase la enfermedad de mi hija.
Bien, se entenderá que su fe a este respecto habla en su favor.
Espero que sí.
Yo estoy seguro. Ya nos ha hablado del estado de salud de su hija cuando salió a visitar a la señorita López. ¿Cuándo volvió a ver a su hija, señora Rose?
No la vi hasta varias horas después. Esperaba que volviese a las nueve, y a las diez y media de la noche aún no tenía noticias de ella.
¿A qué atribuyó su tardanza?
¡Estaba desquiciada de temor por ella! Envié al lacayo en un coche a averiguar si se encontraba bien. Volvió diciendo que había visto a la doncella de mi hija; me dijo que mi hija estaba herida y que fuera a buscarla de inmediato. Fue lo que hice.
¿Y cómo estaba la casa cuando llegó usted?
Patas arriba, con todas las luces encendidas al máximo y las criadas corriendo de un piso a otro.
¿Y en qué estado encontró a su hija?
La encontré…, ¡oh!, la encontré despertando de un desmayo, con el pelo alborotado y trazas de violencia en la cara y la garganta.
¿Y cómo reaccionó ella cuando la vio a usted?
No estaba en sus cabales. Me rechazó y me dijo palabras soeces. ¡Estaba infectada por aquella charlatana, la señorita López!
¿Vio a la señorita López?
Sí.
¿En qué estado se hallaba?
Parecía abstraída. No lo sé, juraría que estaba actuando. Me dijo que mi hija había sido maltratada por un espíritu viril; yo nunca había oído nada tan grotesco. Y cuando se lo dije empezó a insultarme. Me dijo que me callase, y después se echó a llorar. Dijo que mi hija era una idiota y que por su culpa lo había perdido todo. Fue entonces cuando supe que la señora Sylvester había sufrido un ataque y que estaba postrada en el piso de arriba. Creo que murió mientras yo estaba atendiendo a mi hija.
¿Y está segura de que la señorita López dijo eso? ¿Tiene la certeza de que dijo: «Lo he perdido todo»?
Sí.
¿Y cómo entendió usted esas palabras?
De ningún modo, en aquel momento. Yo estaba demasiado inquieta por la salud de mi hija. Pero ahora las comprendo muy bien. Se refería a que Marley había frustrado sus ambiciones. Tenía pensado hacerse amiga íntima de mi hija y sacarle hasta el último centavo. ¿Y cómo iba a conseguirlo ahora que mi hija se encontraba en tal estado y que la señora Sylvester, además, había muerto…?

El texto es un poco más largo, pero no lo copio. Figura en un número del semanario; en el número siguiente hay una crónica del interrogatorio de la propia Marley Rose. 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jul 30, 2014 3:11 pm

Tratan de interrogarla tres veces, y cada vez ella prorrumpe en llanto. La señora Rose me deja indiferente: me recuerda a mi madre. A su hija, sin embargo, la detesto: me recuerda a mí misma. Le preguntan:
Señorita Rose, ¿qué recuerda usted de los sucesos de aquella noche?
No lo sé muy bien. No estoy segura.
¿Se acuerda de cuando salió de su casa?
Sí, señor.
¿Se acuerda de cuando llegó a casa de la señora Sylvester?
Sí, señor.
¿Qué fue lo primero que le ocurrió allí?
Tomé el té en una habitación con la señora Sylvester y la señorita López.
¿Y cómo encontró a la señora Sylvester? ¿Le pareció saludable?
¡Oh, sí!
¿Observó cómo se comportaba con la señorita López? ¿Juzgó que la trataba de un modo frío u hostil, o de alguna manera especial?
Sólo de un modo amistoso. Las dos estaban sentadas muy cerca una de otra, y a veces la señora Sylvester tomaba de la mano a la señorita López y le tocaba la cara o el pelo.
¿Y se acuerda de algo que dijeran la señora Sylvester o la señorita López?
La señora Sylvester me dijo que, a su entender, yo debía de estar emocionada; yo le dije que lo estaba. Me dijo que era una chica afortunada por tener de maestra a la señorita López. Entonces ésta dijo que creía que había llegado el momento de que la señora Sylvester nos dejase a solas. Y la señora se fue.
¿La señora Sylvester la dejó a solas con la señorita López? ¿Qué sucedió entonces?
La señorita López me llevó al cuarto donde solíamos vernos, el cuarto donde estaba el reservado.
¿Es la habitación donde la señorita López dirigía sus sesiones, los llamados «círculos oscuros»?
Sí.
¿Y el reservado es el espacio cubierto donde se sentaba la señorita López cuando entraba en trance?
Sí.
¿Qué ocurrió a continuación, señorita Rose?
[La testigo titubea.]
La señorita López se sentó conmigo, me tomó las manos y me dijo que debía prepararse. Entró en el reservado y cuando salió se había quitado el vestido y sólo llevaba encima la enagua. Me dijo que yo tenía que hacer lo mismo, pero no en el reservado, sino delante de ella.
¿Le pidió que se quitara el vestido? ¿Por qué cree usted que le pidió eso?
Dijo que debía quitármelo para que el desarrollo transcurriera bien.
¿Se quitó el vestido? Limítese a decir la verdad, sin tener en cuenta a estos caballeros.
Sí. Es decir, me lo quitó la señorita López, porque mi doncella estaba en otra habitación.
¿Le pidió también la señorita López que se despojara de alguna alhaja?
Me dijo que me quitara el broche, porque estaba prendido en la tela de debajo del vestido y no habría podido quitármelo sin rasgarla.
¿Qué hizo ella con el broche?
No recuerdo. Mi doncella Lupin lo recuperó más tarde.
Muy bien. Ahora dígame. ¿Cómo se sintió después de que la señorita López la indujera a quitarse el vestido?
Al principio me sentí rara, pero luego descubrí que no me importaba. Hacía mucho calor aquella noche y la señorita López había cerrado la puerta con llave.
¿Estaba la habitación muy iluminada o más bien oscura?
No estaba oscura, pero tampoco muy iluminada.
¿Veía con claridad a la señorita López?
Oh, sí.
¿Y qué ocurrió después?
Ella me tomó las manos otra vez y empezó a decirme que venía un espíritu.
¿Cómo reaccionó usted?
Me sentí asustada. La señorita López me dijo que no debía asustarme, porque el espíritu era sólo Noah.
Es decir, ¿el espíritu presuntamente llamado «Noah Puckerman»?
Sí. Dijo que sólo era Noah, y que yo ya le había visto en el círculo oscuro y que ahora lo único que quería era venir a ayudarme en el desarrollo.
¿Sintió menos miedo entonces?
No, empecé a tener más todavía. Cerré los ojos. La señorita López dijo: «Mira, Marley, está aquí», y oí un sonido como de alguien que estuviese en la habitación, pero tenía tanto miedo que no miré.
¿Está segura de que oyó a otra persona en el cuarto?
Creo que sí.
¿Qué ocurrió después?
No lo sé seguro. Estaba tan asustada que empecé a r. Entonces oí que Noah Puckerman decía: «¿Por qué lloras?».
¿Está segura de que eso lo dijo otra voz, y no la de la señorita López?
Creo que sí.
¿En algún otro momento la señorita López y la otra persona hablaron a la vez, las dos juntas?
No lo sé. Lo siento, señor.
No lo lamente, señorita Rose, es usted muy valiente. Díganos, ¿qué sucedió a continuación, se acuerda?
Recuerdo, señor, que se me posó una mano encima, una mano muy áspera y fría. [La testigo llora]
Muy bien, señorita Rose, lo está haciendo muy bien, créame. Sólo me quedan unas pocas preguntas. ¿Puede responderlas?
Lo intentaré.
Bien. Sintió una mano encima. ¿Dónde la colocaron?
En mi brazo, señor, más arriba del codo.
La señorita López afirma que en ese momento usted empezó a gritar. ¿Lo recuerda?
No, señor.
La señorita López dice que usted sufrió una especie de ataque, que ella intentó sosegarla y que, para hacerlo, se vio obligada a apretarla fuerte. ¿Se acuerda de eso?
No, señor.
¿Qué recuerda de aquellos momentos?
No me acuerdo de nada, señor, hasta que llegó la señora Sylvester y abrió la puerta.
Llegó la señora Sylvester. ¿Cómo supo que era ella? ¿Tenía entonces los ojos abiertos?
No, aún los tenía cerrados, porque no se me había quitado el miedo. Pero supe que era la señora Sylvester porque la oí llamar a la puerta y luego oí que introducían la llave y la abrían, y luego, otra vez, la voz de la señora Sylvester. Muy cerca de mí.
Su doncella nos ha dicho que en ese momento oyó que usted gritaba hacia la casa. Que usted gritó: «¡Señora Sylvester, oh, señora Sylvester, quieren asesinarme!». ¿Se acuerda de haber gritado eso?
No, señor.
¿Está segura de que no se acuerda de haber gritado o dicho esas palabras?
No lo estoy, señor.
¿Se le ocurre pensar por qué habría podido decir semejante cosa?
No, señor. Excepto porque tenía mucho miedo a Noah Puckerman.
¿Miedo porque usted pensaba que él tenía intención de hacerle daño?
No, señor, miedo sólo porque era un fantasma.
Ya. Bueno, ¿puede decirnos ahora qué sucedió cuando oyó que la señora Sylvester
abría la puerta? ¿Puede decirnos qué dijo ella?
Dijo: «Oh, señorita López», y luego gritó otra vez «¡Oh!». Y después la oí llamar a su madre, con una voz que me pareció extraña.
¿En qué sentido «extraña»?
Muy débil y aguda. Después la oí caer.
¿Qué ocurrió entonces?
Creo que entonces llegó la criada de la señorita López, y oí que ésta le decía que la ayudase con la señora Sylvester.
¿Y usted tenía ya los ojos abiertos o todavía cerrados?
Los abrí entonces.
¿Había algún indicio en la habitación de la presencia de alguna clase de espíritu?
No.
¿Había algo en la habitación que no hubiese estado allí antes de que usted cerrase los ojos…, por ejemplo, alguna prenda determinada?
Creo que no.
¿Y qué ocurrió después?
Traté de ponerme el vestido y Lupin, mi doncella, llegó al cabo de un minuto. Cuando me vio se echó a llorar, y al verla llorar me contagió las lágrimas. La señorita López nos dijo que estuviéramos calladas y que debíamos ayudarla a atender a la señora Sylvester.
¿La señora Sylvester se había caído al suelo?
Sí, y la señorita López y su criada intentaban levantarla.
¿La ayudó usted, como ella le había pedido?
No, señor, no me dejó Lupin. Me llevó al salón de abajo y fue a buscarme un vaso de agua. Luego no me acuerdo de nada más hasta después de que llegó mi madre.
¿Recuerda si habló con su madre cuando ella llegó?
No, señor.
¿No se acuerda de haberle dicho a su madre algo indelicado? ¿No se acuerda de que la señorita López la animó a decírselo?
No, señor.
¿Volvió a ver a la señorita López antes de marcharse?
La vi hablando con mi madre.
¿Cómo le pareció que estaba?
Estaba llorando.
Hay otros testigos: criadas, el policía requerido por la señora Rose, el médico que atendió a la señora Sylvester, amigos de la casa; pero el artículo no tiene espacio para todos estos testimonios, y el siguiente que incluye es el de la propia Santana. Vacilo un poco antes de leer sus declaraciones, y la imagino siendo conducida a lo largo de la lúgubre sala del juicio. Pienso que su pelo tendría un fulgor espléndido y radiante, porque todos los caballeros que la rodeaban irían vestidos con trajes negros; y creo que Santana tendría las mejillas pálidas. Se «portó como una valiente», dice El Espiritista. La sala estaba llena de gente que había acudido a presenciar el interrogatorio; y ella hablaba en voz bastante baja, temblorosa a veces. Primero la interrogó su abogado defensor, Cedric Williams, y después el fiscal, el señor Locke, Halford Locke, es decir, el mismo que vino a cenar una noche a Cheyne Walk, y de quien mi hermano dice que es un hombre excelente. 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jul 30, 2014 3:13 pm

El señor Locke dijo:
Señorita López, usted ha vivido en la casa de la señora Sylvester durante un tiempo inferior a un año, ¿no es así?
Sí.
¿En concepto de qué vivía usted allí?
Era la invitada de la señora Sylvester.
¿No le pagaba alquiler?
No.
¿Dónde residía usted antes de mudarse al domicilio de la señora Sylvester?
En un cuarto de hotel de Holborn, en Lamb’s Conduit Street.
¿Cuánto tiempo tenía intención usted de seguir siendo la invitada de la señora Sylvester?
No pensaba en eso.
¿No pensaba en absoluto en su futuro?
Sabía que los espíritus me guiarían.
Ya veo. ¿Fue un guía espiritual el que la puso en contacto con la señora Sylvester?
Sí. La señora Sylvester vino a verme al hotel de Holborn del que le he hablado y se sintió empujada a pedirme que la atendiera en su propia casa.
¿Dirigía usted sesiones privadas de espiritismo con la señora Sylvester?
Sí.
¿Y siguió ofreciendo sesiones privadas, para clientes de pago, en casa de la señora Sylvester?
Al principio no. Más tarde los espíritus me hicieron saber que debía hacerlo. Pero nunca obligué a mis clientes a pagarme nada.
Sin embargo, celebraba sesiones; y tengo entendido que la costumbre era que sus visitantes le dejasen regalos o dinero, una vez terminados los servicios que usted les prestaba: ¿es así?
Sí, si querían.
¿Cuál era la naturaleza de los servicios que les prestaba?
Consultaba a los espíritus en su nombre.
¿Cómo hacía eso? ¿Entraba usted en trance para hacerlo?
Normalmente sí.
¿Y qué ocurría entonces?
Pues tenía que preguntar después a mis visitas lo que había ocurrido. Pero por lo general un espíritu hablaba a través de mí.
¿Y muchas veces «aparecía» un espíritu?
Sí.
¿Es verdad que la mayoría de sus clientes…, perdone, sus «visitas», eran mujeres y jovencitas?
Me visitaban tanto caballeros como damas.
¿Recibía a caballeros en privado?
No, nunca. Sólo les recibía como participantes en círculos oscuros, siempre que había mujeres presentes.
¿Pero sí recibía a mujeres individualmente, para consultas privadas con los espíritus y también para darles clases de espiritismo?
Sí.
¿Esas sesiones privadas la situaban en una posición, digamos, en que podía ejercer una influencia considerable sobre ellas?
Bueno, venían a verme para recibir mi influencia.
¿Y cuál era la índole de esa influencia, señorita López?
¿Qué quiere decir?
¿Diría usted que era de una índole sana o insana?
Era sana, y muy espiritual.
Y algunas mujeres encontraban esta influencia benéfica para aliviar determinadas indisposiciones y dolencias. La señorita Rose, de hecho, era una de ellas.
Sí. Muchas mujeres venían a verme con síntomas como los de ella.
¿Síntomas como cuáles…?
Debilidad, nerviosismo y dolores.
¿Y qué clase de tratamiento les dispensaba usted? [La testigo vacila.] ¿Era homeopático? ¿Mesmérico? ¿Galvánico?
Era espiritual. He observado muchas veces que mujeres con síntomas como los de la señorita Rose eran espiritualmente sensibles…, que eran clarividentes, pero necesitaban
desarrollar sus poderes.
¿Y usted ofrecía este servicio concreto?
Sí.
¿Y qué incluía? ¿Fricciones? ¿Masajes?
Había cierto grado de contactos manuales.
Fricciones y masajes.
Sí.
¿Para lo cual se les pedía a sus visitantes que se despojaran de determinadas prendas?
A veces. Los vestidos de mujer son a menudo un estorbo. Creo que cualquier doctor en medicina pediría lo mismo a sus pacientes.
Pero él, a su vez, no se quitaría la ropa, espero.
[Risas.]
La medicina espiritista y la ordinaria tienen requisitos distintos.
Me alegra saberlo. Permítame una pregunta, señorita López: muchas de sus visitantes femeninas, es decir, de las que iban a verla para recibir masajes espiritistas, ¿muchas de ellas eran ricas?
Bueno, algunas sí.
Yo diría que todas lo eran, ¿no es cierto? ¿Verdad que usted nunca hubiera recibido en la casa de la señora Sylvester a ninguna mujer que no fuese una dama?
Pues no, no lo habría hecho.
Y, por supuesto, usted sabía que Marley Rose era una chica muy rica. Por este motivo preciso trató de hacerse amiga íntima de ella, ¿no es así?
No, en absoluto. Sólo me inspiraba compasión, y confiaba en mejorar su estado.
Supongo que habrá mejorado a muchas mujeres.
Sí.
¿Puede decirnos sus nombres? [La testigo vacila.]
No me parecería muy correcto darlos. Es un asunto privado.
Creo que tiene razón, señorita López. Es algo muy privado. Tanto es así, en efecto, que mi amigo el señor Williams no encuentra a una sola dama dispuesta a comparecer ante este tribunal para testificar sobre la eficacia de sus poderes. ¿No le parece curioso?
[La testigo no contesta.]
¿Cómo es de grande, señorita López, la casa de la señora Sylvester en Sydenham? ¿Cuántas habitaciones tiene?
Nueve o diez, supongo.
Tiene trece, creo. ¿Cuántas habitaciones ocupaba usted en el hotel de Holborn?
Una, señor.
¿Y de qué naturaleza era su relación con la señora Sylvester?
¿Qué quiere decir?
¿Era profesional? ¿Afectiva?
Era afectiva. La señora Sylvester era una viuda sin hijos. Yo soy huérfana. Había simpatía entre nosotras.
¿La consideraba a usted, quizá, como a una hija?
Sí, quizá.
¿Sabía usted que sufría una afección cardíaca?
No.
¿Nunca le habló de ello?
No.
¿Alguna vez le habló de lo que pensaba hacer con sus bienes y propiedades después de su muerte?
No, nunca.
Tengo entendido que usted pasaba muchas horas a solas con la señora Sylvester.
Algunas horas.
Su doncella, Jennifer Wilson, ha testificado que usted tenía por costumbre pasar una hora o más a solas con la señora Sylvester, todas las noches, en el aposento de ella.
Eso era cuando consultaba a los espíritus en su nombre.
¿Usted y la señora Sylvester pasaban una hora todas las noches consultando a espíritus?
Sí.
¿Con alguno en particular, quizá?
[La testigo vacila.]
Sí.
¿Sobre qué asuntos le consultaba?
No puedo decirlo. Era un asunto privado de la señora Sylvester.
¿El espíritu no le decía a usted nada sobre afecciones cardíacas o testamentos?
[Risas.]
Nada en absoluto.
¿A qué se refería usted cuando le dijo a la señora Rose, la noche de la muerte de la señora Sylvester, que Marley Rose «era una idiota y que por su culpa lo había perdido todo»?
No recuerdo haber dicho eso.
¿Insinúa usted, acaso, que la señora Rose ha mentido a este tribunal?
No, sólo que no recuerdo haber dicho eso. Estaba muy preocupada porque pensaba que la señora Sylvester podría morirse; y me parece muy cruel por su parte que ahora me martirice con esto.
¿Fue para usted una idea horrible que la señora Sylvester pudiera morirse?
Por supuesto.
¿Por qué murió?
Tenía el corazón débil.
Pero la señora Rose ha testificado que la señora Sylvester parecía muy saludable y serena sólo dos o tres horas antes de morir. Según parece, enfermó al abrir la puerta del dormitorio de usted. ¿Qué fue lo que la asustó tanto?
Vio que la señorita Rose sufría un ataque. Vio a un espíritu que maltrataba a la señorita Rose.
¿No la vio a usted vestida como un espíritu?
No. Vio a Noah Puckerman, y verle la descompuso.
Vio al señor Puckerman… ¿Es el señor Puckerman el espíritu al que usted solía «materializar» en sus sesiones?
Sí.
¿A quien usted, de hecho, «materializó» las noches de lunes, miércoles y viernes, y en otras ocasiones, para mujeres solas en sesiones privadas, a lo largo de un período de seis meses, desde febrero del presente año hasta la noche en que falleció la señora Sylvester?
Sí.
¿«Materializará» al señor Puckerman para nosotros ahora, señorita López?
[La testigo vacila.]
No tengo aquí nada del avío necesario.
¿Qué necesita?
Necesitaría un reservado. Tendría que estar a oscuras… No, no es posible.
¿No es posible?
No.
O sea que el señor Puckerman es algo tímido. ¿O teme que le acusen a él en lugar de a usted?
No podría aparecer en ningún lugar donde haya una atmósfera tan repelente y poco espiritual. Ningún espíritu podría.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Miér Jul 30, 2014 3:13 pm

Es una lástima, señorita López, porque subsiste el hecho de que si el señor Puckerman no puede declarar en su favor, las pruebas son bastante concluyentes. Una madre le confía a usted a su hija, y esta hija está afligida y recibe un trato extraño…, tan es así que presenciar cómo usted le impone las manos basta para producir en su anfitriona, la señora Sylvester, un ataque que acaba siendo mortal.
Se equivoca usted de lleno. La señorita Rose sólo estaba asustada por la presencia de Noah Puckerman. ¡Se lo ha dicho ella misma!
Nos ha dicho lo que ella se imagina que cree, influida por usted. Creo que, en efecto, estaba muy asustada…, ¡tanto, de hecho, que gritó que usted quería asesinarla! Y aquello era un contratiempo, ¿verdad? Yo diría que usted no dudó en propinarle un vapuleo para silenciar aquellos gritos que alarmarían a la señora Sylvester; ella acudiría y la vería a usted vestida como el espíritu con el que la embaucaba. Pero la señora Sylvester acudió, de todas formas. ¡Y qué vio entonces, la pobre señora! ¡Algo un penoso que le partió el corazón, que la incitó a llamar, en su angustia, a su propia madre! En aquel momento recordó, quizá, que «Noah Puckerman» se le había aparecido noche tras noche; recordó, quizá, cómo Noah Puckerman le hablaba de usted, cómo la elogiaba y la halagaba, le llamaba la hija que ella no había tenido, la obligaba a hacerle a usted regalos y a darle dinero…
¡No! ¡Eso no es verdad! Nunca le llevé a Noah Puckerman. Y lo que ella me daba, me lo daba por mí misma, porque me quería.
Y pensó, quizá, en todas las mujeres que iban a verla a usted. Y en que usted se había hecho amiga particular de todas ellas, y en que las halagaba y había despertado en ellas, en palabras de la señora Rose, «una excitación insana». Y en que les había sacado regalos y dinero y favores.
¡No, no, eso es mentira!
Yo le digo que no lo es. ¿Cómo, si no, puede explicarme su interés por una chica como Marley Rose, una muchacha varios años más joven que usted, y de una posición social muy superior; una chica de fortuna evidente y salud incierta, una chica frágil y vulnerable? ¿Qué interés tenía usted, salvo el mercenario?
Era un interés más elevado, más puro y espiritual: un deseo de ayudar a la señorita Rose a conocer sus poderes de clarividencia.
¿Y eso era todo?
¡Sí! ¿Qué otra cosa podía haber?
Entonces se oyen gritos en la tribuna del público, y también siseos. Es totalmente cierto lo que Santana me dijo en Millbank: la crónica la convierte al principio en una especie de paladín, pero a medida que avanza el juicio las simpatías del cronista decaen. «¿Por qué no hay mujeres dispuestas a referir sus experiencias sobre los métodos de la señorita López?», se pregunta, con una especie de indignación; la pregunta suena bastante distinta, sin embargo, cuando la repiten después del interrogatorio del señor Locke. Sigue el testimonio del señor Vincy, propietario del hotel en que Santana se alojaba en Holborn.
La señorita López siempre me pareció una chica muy intrigante —dice.
La califica de «artera», «fomentadora de celos» y «propensa a arrebatos de cólera…».
Por último hay una caricatura reproducida de las páginas de Punch. Muestra a una médium de cara angulosa que extrae un collar de perlas de la garganta de una joven tímida. «¿También debo desprenderme de las perlas?», pregunta la tímida. La ilustración se titula «Influencias no magnéticas». Fue dibujada, quizá, cuando Santana, pálida, escuchaba de pie la sentencia, o quizá cuando era conducida, esposada, al furgón
carcelario; o cuando temblaba mientras la señorita Ridley le aplicaba las tijeras. Descubro que no me agrada ese dibujo. Alzo la vista y al hacerlo capto al instante la mirada de la mujer sentada en el extremo más alejado de la mesa. Ha estado ahí, con la cabeza inclinada sobre El poder de la oda, todo el tiempo que yo escribía mis notas. Creo que llevamos dos horas y media aquí sentadas, y en todo este tiempo no he pensado en ella. Ahora sonríe, al ver que levanto la vista. ¡Dice que no ha visto nunca a una mujer más industriosa! Cree que hay un aura en esta sala que propicia hazañas de conocimiento prodigiosas.
Pero creo que ha estado leyendo sobre la pobre señorita López —dice, señalando con un gesto el libro que tengo delante—. ¡Qué historia la suya! ¿Tiene intención de actuar en su defensa? Yo asistí muchas veces a sus círculos oscuros, ¿sabe?
La miro y casi me río. De pronto tengo la impresión de que si saliera a la calle y tocara en el hombro a cualquiera y le dijese «Santana López», la persona tendría un hecho extraño o alguna información que referirme, un fragmento de la historia que han sellado, al cerrarse, las puertas de Millbank.
Oh, sí, dice la mujer, al verme la cara. Sí, asistía a las sesiones de Sydenham. Ha visto muchas veces en trance a la señorita López, ha visto a «Noah Puckerman»; ¡hasta ha sentido su mano agarrando la de ella, ha sentido que él le depositaba un beso en los dedos!
La señorita López era una chica tan dulce… —dice—. Era imposible verla y no admirarla. La señora Sylvester la traía ante nosotros y ella llevaba un vestido sencillo y todo el pelo dorado suelto. Se sentaba con nosotras y nos hacía rezar un poco; y, antes incluso de terminar la oración, ella ya estaba en trance. Entraba tan suavemente que apenas nos dábamos cuenta de que ya no estaba. Sólo te enterabas cuando empezaba a hablar, porque entonces, desde luego, la voz no era la suya, sino la de un espíritu…
Dijo que había oído a su abuela hablarle a través de la boca de Santana. Que le había dicho que no se afligiera; y que la amaba.
¿Transmitía mensajes parecidos a toda la gente que había en la sala? —digo.
Los transmitía hasta que las voces se hacían demasiado débiles o, quizá, demasiado fuertes. A veces los espíritus se amontonaban a su alrededor; ¡ya sabe usted que los espíritus no siempre son educados!, y eso la fatigaba. Después se presentaba Noah Puckerman y ahuyentaba a los demás espíritus; sólo que él, por supuesto a veces alborotaba tanto como ellos. La señorita López decía que teníamos que llevarla al reservado a toda prisa; ¡que Noah estaba a punto de llegar y que le arrancaría la vida si no la metíamos volando en su reservado! Dice «su reservado» como si dijera «su pie», «su cara», «su dedo». Cuando le pregunto por qué, ella responde, sorprendida:
¡Oh, pero si todos los médiums tienen su reservado, el lugar desde donde convocan a los espíritus!
Dice que los espíritus no se presentan cuando hay luz, porque les lastima. Dice que ha visto reservados de una henchura especial, de madera y con cerrojos, pero que el de Santana eran sólo un par de cortinas pesadas, colgadas delante de un biombo, que ocultaban un hueco en la pared. Santana se colocaba entre las cortinas y el biombo, y cuando estaba a oscuras era cuando aparecía Noah Puckerman. Le pregunto cómo aparecía. Sabían cuándo llegaba, dice, porque Santana lanzaba un grito.
No era la parte más agradable, porque ella tenía que entregar su materia espiritual para que él la utilizase, y a ella le resultaba doloroso. Y creo que, en su ansia, él era rudo con ella. Siempre fue un espíritu brusco, incluso antes de la muerte de la pobre señora Sylvester
Dice que él se presentaba y Santana daba un grito; que aparecía delante de la cortina, no más grande, al principio, que una bola de éter. Pero la bola crecía, se agitaba y se alargaba hasta que era tan alta como la cortina, y poco a poco cobraba la apariencia de un hombre; por fin, era un hombre, un hombre con patillas, que hacía una reverencia y gesticulaba.
Era la imagen más rara y pintoresca que he visto en mi vida —dice—. Y la vi muchas veces, se lo aseguro. Siempre empezaba hablando de espiritismo. Nos decía que se avecinaba una nueva era en que muchísima gente sabría que el espiritismo es verdadero y los espíritus recorrerían las aceras de la ciudad a plena luz del día. Eso decía. Pero, bueno, era un espíritu malicioso. Empezaba diciendo esto, pero luego se cansaba. Lo veías rondando por la habitación; estaba poco iluminada, sólo había una luz débil, fosforescente, que los espíritus soportan. Lo veías mirar alrededor. ¿Sabe lo que estaba buscando? ¡Buscaba a la mujer más guapa! Cuando la encontraba, se acercaba muy despacio a ella y le preguntaba si le gustaría dar un paseo con él por una calle de Londres. Y después la levantaba de su asiento y la obligaba a pasear con él por la habitación; y después la besaba. Siempre besaba a mujeres o les llevaba regalos, o las hacía rabiar —dice. A los caballeros no les hacía caso. Ella le había visto pellizcar a un caballero o tirarle de la barba. Un día le vio dar un golpe a un hombre en la nariz, un golpe tan fuerte que la nariz empezó a sangrar. Se ríe y se sonroja. Dice que Noah Puckerman se pasaba una media hora deambulando entre ellos, pero luego se cansaba. Volvía a las cortinas del reservado y entonces, del mismo modo que antes se había expandido, se encogía. Al final sólo quedaba de él un charco de materia reluciente en el suelo; y luego hasta esto disminuía y se difuminaba.
Entonces la señorita López gritaba otra vez —prosigu—. Se hacía el silencio. Sonaban unos golpes para avisarnos que corriéramos la cortina, y uno de nosotros iba donde la señorita López a desatarla y sacarla…
¿A desatarla? —digo, y las mejillas se le ponen coloradas de nuevo.
Ella misma lo pedía. Creo que no nos hubiera importado que dispusiera de una libertad completa, o quizá que sólo tuviese una cinta alrededor de la cintura para sujetarla a la silla. Pero decía que era su misión dar pruebas tanto a los creyentes como a los escépticos, y hacía que la atasen a conciencia al comienzo de cada sesión. Atención, no permitía que la atase un caballero; era siempre una señora la que apretaba las cuerdas, la que la registraba y la que la amarraba… Dice que ataban a la silla las muñecas y los tobillos de Santana, y que luego sellaban los nudos con cera; o bien que le cruzaban los brazos por detrás y le cosían las mangas al vestido. Le tapaban los ojos con una banda de seda y le ponían otra encima de la boca, y a veces le pasaban un hilo de algodón por el orificio de la oreja y lo clavaban en el suelo, fuera de la cortina; lo más habitual, de todos modos, era que les hiciera ponerle «un collarín de terciopelo» alrededor de la garganta y que le ataran una cuerda a la hebilla del mismo, fijada por una señora que estaba sentada en el círculo.
Cuando llegaba Noah, la cuerda se tensaba quizá un poco; pero cuando íbamos a soltar a la señorita López, todos los lazos estaban bien atados y la cera intacta. Sólo que ella estaba entonces muy cansada y muy débil. Teníamos que sentarla en un sofá y darle un vaso de vino, y la señora Sylvester venía a frotarle las manos. Había veces que una o dos chicas se quedaban a hacerle compañía, pero yo nunca me quedé. Verá, me parecía que ya la habíamos fatigado bastante. Mientras habla, no para de hacer pequeños gestos con sus manos blancas y mugrientas para mostrarme dónde tenía Santana las cuerdas atadas y apretadas, dónde se sentaba y cómo la señora Sylvester le frotaba las manos. Al final tengo que girar mi silla y mirar para otro lado, porque sus palabras y sus gestos me están mareando. Pienso en mi guardapelo, y en Artie y la señora Wallace, y en el hecho de que haya descubierto esta sala de lectura… por casualidad, ha sido por casualidad, y sin embargo hay tantas cosas de Santana aquí… Ahora ya no me parece cómico. Me parece sólo raro. Oigo que la mujer se levanta y se pone el abrigo, pero sigo sin mirarla. Ella, no obstante, se adelanta para reponer el libro en los estantes, y al hacerlo se sitúa más cerca de mí, y entonces mira la página que tengo delante y mueve la cabeza.
Dicen que representa a la señorita López —dice, indicando la caricatura de la médium de cara angulosa—, pero nadie que la viese la dibujaría así. ¿La conoció usted? Tenía una cara de ángel.
Se inclina y pasa las páginas del libro hasta encontrar mía ilustración; o, mejor dicho, son dos, y fueron publicadas en el mes anterior a la detención de Santana.

«Mire», dice. Se queda un momento observando mientras yo miro los dibujos, y después se va. Las ilustraciones son retratos, el uno junto al otro en la página. El primero es un grabado procedente de una fotografía, está fechado en junio de 1872 y muestra a la propia Santana a los diecisiete años. Se la ve algo regordeta y con cejas oscuras y perfiladas: lleva un vestido de cuello alto, de tafetán quizá, y luce unas joyas colgadas del cuello y las orejas. Luce un peinado algo pretencioso, como la coiffure dominical de una dependienta, pero a pesar de ello se ve que el pelo es espeso, moreno y muy hermoso. No se parece en nada a la Veritas de Crivelli. Yo diría que nunca tuvo una expresión severa antes de que la enviasen a Millbank. El otro retrato, si no fuera tan extraño, podría resultar chistoso. Es un dibujo a lápiz de un artista espiritista y muestra un busto de Noah Puckerman tal como se presentaba ante los círculos oscuros en casa de la señora Sylvester. Lleva un paño blanco alrededor de los hombros y una gorra blanca en la cabeza. Sus mejillas parecen pálidas y sus patillas tupidas y muy morenas; morenas son asimismo sus cejas, sus pestañas y sus ojos. El dibujo le retrata en un perfil de tres cuartos, enfrente del retrato de Santana, y la mira como si quisiera forzarla a que volviese los ojos hacia él. Es, de todos modos, la impresión que me ha producido esta tarde, pues me he quedado sentada, estudiando esos retratos, después de que la mujer se ha ido, hasta que la tinta de la hoja parecía que temblaba y que se estremecía la piel (lilas dos caras. Y mientras los contemplaba, me he acordado de la vitrina y del molde de cera de la mano de Noah Puckerman. Pienso: «¿No se estará estremeciendo también?». ¡Me imagino que si me doy la vuelta podría ver el tirón que da su mano, ver cómo se aprieta contra el cristal de la vitrina, con un grueso dedo encorvado, y que me hace señas! No me vuelvo; me quedo sentada un rato más. Miro los ojos oscuros de Noah Puckerman. Se me hacen —¡qué raro suena esto!—, se me hacen conocidos, como si ya los hubiera visto… en mis sueños, quizá.
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Mensaje por analex1403 Miér Jul 30, 2014 11:26 pm

Hola soy Alexandra, me gustan muchas tus adaptaciones, las he leído casi todas, pero la verdad no he comentado ninguna porque no recordaba mi cuenta. La verdad me anime a reactivarla porque veo que casi nadie comenta esta adaptación, y se me hace raro y feo porque esta muy bueno el fic, no se si por eso no subes muy seguido, pero si es eso, te digo que aquí tienes una lectora.
Gracias por tomarte el tiempo de subir capítulos espero sigas.
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Mensaje por Marta_Snix Jue Jul 31, 2014 12:14 pm

analex1403 escribió:Hola soy Alexandra, me gustan muchas tus adaptaciones, las he leído casi todas, pero la verdad no he comentado ninguna porque no recordaba mi cuenta. La verdad me anime a reactivarla porque veo que casi nadie comenta esta adaptación, y se me hace raro y feo porque esta muy bueno el fic,  no se si por eso no subes muy seguido, pero si es eso, te digo que aquí tienes una lectora.
Gracias por tomarte el tiempo de subir capítulos  espero sigas.
Hola Alexandra, gracias por comentar, la verdad es que llevo un tiempo sin seguir con ninguno de mis fic porque he estado bastante ocupada, pero también es verdad que aunque sigo posteando en este siempre lo dejo para el último al ver que nadie comentó
Espero que sigas comentando, nos vemos ;)
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Mensaje por Marta_Snix Jue Jul 31, 2014 5:19 pm

9 de diciembre de 1872
La señora Sylvester dice que no se me ocurra pensar en levantarme antes de las 10. Dice que debemos hacer todo lo posible para que conserve mis poderes y los fortalezca. Ha puesto a su criada Kitty a mi completo servicio y para ella ha contratado a otra chica que se llama Jenny. Dice que, comparada con la mía, su comodidad no le importa nada. Kitty me trae el desayuno, me entrega los vestidos y recoge una servilleta, una media o cualquier cosa liviana que se me pueda caer. Si le digo «Gracias» ella sonríe y dice: «No tiene que agradecerme nada, señorita, sólo faltaría». Es mayor que yo. Dice que llegó a esta casa hace seis años, cuando murió el marido de la señora Sylvester. Esta mañana le he dicho: «Me Imagino que la señora habrá traído a muchos médiums desde entonces», y ella me ha respondido: «¡Unos mil, señorita! Y todos buscando a aquel pobre espíritu. Pero todos resultaron ser unos granujas. Lo detectamos enseguida. Vimos todos sus trucos. Usted comprenderá lo que siente una sirvienta por su señora. Antes me rompería el corazón diez veces que permitir que una persona así tocara un pelo de su cabeza». Dice esto mientras me abrocha el vestido, mirándome en el espejo. Todos mis vestidos nuevos se cierran por detrás y necesito a Kitty para que los abroche. Cuando estoy vestida suelo bajar a sentarme una hora en compañía de la señora Sylvester, o bien ella me lleva a una tienda o a los jardines del Crystal Palace. A veces vienen sus amigas a hacer círculos oscuros con nosotras. Al verme dicen: «¡Oh, pero qué joven eres! Más joven que mi propia hija». Pero en cuanto nos hemos sentado me cogen de la mano y mueven la cabeza. La señora Sylvester ha dicho a todos sus conocidos que me tiene en su casa y que soy algo fuera de lo normal, pero yo creo que habrá dicho esto mismo de muchas otras médiums.
«¿Mirará si hay algún espíritu cerca de mí ahora, señorita López?», me dicen. «¿Le preguntará si tiene algún mensaje para mí?». Llevo haciendo estas cosas cinco años, sabría hacerlo con los ojos cerrados. Pero se quedan atónitas cuando me ven hacerlas con mi bonito vestido, en el precioso salón de mi anfitriona. Oigo que le dicen en voz baja: «¡Oh, Sue, qué talento tiene! ¿La traerás a mi casa? ¿La dejarás que dirija un círculo en una de mis reuniones?». Pero la señora Sylvester dice que ni soñando me permitiría desperdiciar mis dones asistiendo a reuniones así. Yo le he dicho que debe consentirme utilizar mis poderes para ayudar a más personas que a ella, puesto que para eso los he recibido, pero ella siempre contesta: «Ya lo sé, por supuesto, y lo haré, en su momento. Lo que pasa es que ahora que te tengo quiero guardarte para mí sola. ¿Pensarás que soy una egoísta si te retengo un poco más de tiempo?». Y por eso sus amigas vienen por la tarde, pero nunca de noche. Las noches se las reserva para nosotras dos. Kitty es la única que entra algunas veces, para traer vino y galletas si me desmayo.
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Mensaje por Marta_Snix Vie Ago 01, 2014 6:04 pm

28 de octubre de 1874
A Millbank. Hace sólo una semana desde mi última visita, pero el talante de la cárcel ha cambiado, de acuerdo con la estación, y es un lugar más oscuro y deprimente que nunca. Se diría que las torres son más altas y más anchas, y que las ventanas han encogido; los mismos olores del lugar parecen haber cambiado desde la última vez que vine: los terrenos huelen a niebla y a chimenea, así como a juncia, y los pabellones apestan todavía a los cubos sanitarios, a pelo y a piel y a bocas agarrotadas y sucias, pero también a gas, a herrumbre y a enfermedad. En los chaflanes de los pasillos hay grandes radiadores negros y candentes que enrarecen el aire y crean una atmósfera a cerrado. Las celdas, sin embargo, siguen tan heladas que la condensación humedece las paredes y convierte la cal que las recubre en una especie de cuajada burbujeante que vetea de blanco las faldas de las mujeres. Como resultado, se oyen muchas toses en los pabellones, y se ven muchas caras demacradas y tristes, y muchos miembros temblorosos. Hay también una negrura en el edificio a la que no me acostumbro. Ahora encienden las lámparas a las cuatro de la tarde, los pabellones parecen más vetustos y atroces con sus altas y estrechas ventanas que se recortan negras contra el cielo, sus losas arenadas, iluminadas por focos de llameante luz de gas, con sus celdas lúgubres y las reclusas encorvadas en ellas, como duendes, sobre sus labores de costura y sus hilachas de tela. Hasta las celadoras parecen afectadas por la nueva oscuridad. Recorren los pabellones con un paso más suave, con la cara y las manos amarillas a la luz del gas y los mantos negros contra el vestido, como esclavinas de sombra. Hoy me han llevado a la sala de visitas de las presas, el lugar en que reciben a sus amigas, maridos e hijos; creo que es el sitio más lóbrego que he visto allí. La llaman sala, pero no lo es; se asemeja más a una especie de cobertizo para ganado, porque consta de una serie de nichos o casetas angostas, dispuestos en sendas filas a los lados de un larg pasillo. Cuando una reclusa recibe una visita en Millbank, su celadora la escolt hasta uno de los nichos y la coloca dentro; por encima de su cabeza hay un reloj de arena suspendido, y lo vuelcan para que los granos de sal vayan cayendo. Delante de la reclusa hay una abertura con barrotes. Hay otra igual en el lado opuesto, en el otro lado del pasillo, pero tapada sólo con una malla metálica en vez de barrotes. Es donde se le permite estar al visitante. También en su lado hay un reloj de arena, al que dan la vuelta par que corra al mismo tiempo que el otro. El pasillo entre las casetas medirá, quizá, unos dos metros de ancho, y una celadora atenta lo patrulla sin tregua para asegurarse de que no introducen nada a través de ese hueco. La presa y su visitante no tienen más remedio que elevar la voz un poco para oírse entre ellos; el estrépito, por consiguiente, es a veces tremendo. En otras ocasiones, una mujer tiene que gritar a sus amigas y todo el mundo se entera de lo que están hablando. Toda la sal que hay dentro de reloj tarda en descender quince minutos, y al final de este lapso la visita tiene que irse y la reclusa vuelve a su celda. Una prisionera de Millbank puede recibir aquí a familiares y amigos cuatro veces al año.
¿Y ese poco es todo lo que se pueden acercar? —le pregunto a la celadora que me ha acompañado, cuando recorremos el pasillo donde están las casetas de visita—. ¿Una mujer no puede ni siquiera abrazar a su marido y tocar sus hijos?
La celadora —que hoy no es la señorita Ridley, sino una más joven y rubia que se llama señorita Godfrey—mueve la cabeza.
Es el reglamento —dice. ¿Cuántas veces he oído esa frase aquí? Es el reglamento—. Sé que le parece severo, señorita Pierce. Pero si dejamos juntas a una reclusa y a la visita, empezará a entrar cualquier cosa en la prisión. Llaves, tabaco… A los niños se les puede enseñar a pasar cuchillas cuando dan un beso.
Examino a las presas que voy viendo y que miran a sus amigas al otro lado del pasillo, al otro lado de la sombra avizor de la celadora. No dan la impresión de querer que las abracen sólo para que les pasen de matute un cuchillo o una llave. Parecen más infelices de lo que las he visto hasta ahora. Una mujer con una cicatriz en la mejilla, tan recta como un corte de navaja, pega la cabeza a los barrotes para oír mejor a su marido; cuando él le pregunta si está bien, ella responde: «Tan bien como me dejan estar, John…, o sea, no mucho…». A otra —es Laura Sykes, del pabellón de la señora Jelf, la reclusa que apremia a las celadoras para que intercedan por ella ante la señorita Haxby— la visita su madre, una señora de aspecto andrajoso que no hace más que llorar y estremecerse ante la malla de hierro delante de su cara.
Vamos, madre, eso no me sirve. ¿Me dirás lo que sabes? ¿No has hablado todavía con el señor Cross? —dice Sykes.
Pero cuando su madre oye la voz de su hija y ve a la celadora que pasa de largo, se estremece aún más. Y en esto Sykes lanza un grito: ¡oh, ya han pasado la mitad de los minutos y su madre los ha desperdiciado con sus lágrimas!—. La próxima vez tienes que mandar a Patrick. ¿Por qué no ha venido? No quiero que vengas tú, sólo para llorarme…
La señorita Godfrey me ve mirando y asiente.
Sí, es duro para ellas —reconoce—. Algunas, de hecho, no lo aguantan. Se pasan la vida esperando que vengan a verlas, cuentan los días con impaciencia, pero cuando las traemos aquí la situación les resulta insoportable. Acaban pidiendo a sus amistades que no vuelvan.
Emprendemos el regreso a los pabellones. Le pregunto si hay mujere que no reciben visitas de nadie, y ella asiente:
Algunas. Supongo que no tienen amigos ni familia. Cuando ingresan aquí parece que las olvidan. No sé lo que van a hacer cuando salgan. Collins, por ejemplo, y Barnes, y Jennings. Y… —gira con esfuerzo una llave dentro de un cerrojo duro— López, creo, la del pabellón E.
Creo que antes de que ella lo dijera yo sabía que iba a decir su nombre. No le hago más preguntas y me lleva ante la señora Jelf. Paso de una celda a otra, como de costumbre, y al principio estoy un poco intimidada, porque después de lo que acabo de ver me parece terrible que yo, que no soy nada de ellas, pueda visitarlas cuando se me antoja y que ellas tengan que hablar conmigo. Y, claro, no puedo olvidar que tienen que hablar conmigo o guardar silencio; y por fin he visto que agradecen ver que me paro en su puerta y que se alegran de venir a decirme cómo se encuentran. Muchas, como ya he dicho, se encuentran mal. Quizá debido a esto —y quizá porque, a pesar del espesor de los muros y ventanas de la cárcel, han presentido el ligero cambio de la estación y del año—, hablan mucho de «condenas» y de cuándo las cumplen, y dicen, por ejemplo: «¡Desde hoy me quedan diecisiete meses!», y: «¡Me queda un año y una semana, señorita Pierce!». Y: «¡Tres meses por cumplir, señorita! ¿Qué le parece?». La última es Ellen Power, encarcelada—según ella— por permitir que uno chicos y chicas se besasen en su salón. He pensado mucho en ella desde que ha llegado el frío. La encuentro pálida y tiritando un poco, pero no tan enferma como yo me temía. Pido a la señora Jelf que me deje con ella y hablamos durante media hora; y cuando al final la tomo de la mano le digo que me alegro de sentir la firmeza de su apretón y de verla tan saludable. Ella, al oírme, adopta una expresión picara. Responde:
Bueno, señorita, no debe decir una palabra a la señorita Haxby o a la señorita Ridley; en realidad, debe perdonarme que le pida esto, porque sé que usted no lo haría. Pero la verdad es que voy tirando gracias a mi celadora, la señora Jelf. Me trae carne de su propio plato y me ha dado una cinta de franela roja para que me la enrolle en el cuello por las noches. Y cuando el aire es glacial, ella me hace fricciones con mi paño aquí —se toca el pecho y los hombros—, con sus propias manos, y eso lo cambia todo. Es tan buena conmigo como mi hija; la verdad, me llama «madre». «Tenemos que tenerla preparada, madre, para su billete de salida», dice. Le brillan los ojos al contarme esto, y luego coge su burdo pañuelo azul y se lo aprieta un momento contra la cara. L digo que me alegro de que la señora Jelf, al menos, sea bondadosa con ella.
Lo es con todas nosotras —dice—. Es la celadora más buena de la cárcel. —Mueve la cabeza—. ¡Pobre señora! No lleva aquí el tiempo suficiente para haber aprendido el trato que nos dan en Millbank.
Lo cual me sorprende, pues la señora Jelf está tan canosa y consumida que nunca habría adivinado que hasta hace poco llevaba una vida distinta fuera de los muros de la cárcel. Pero Power asiente. Sí, la señora Jelf lleva aquí, calcula, menos de un año. No sabe por qué una mujer como ella ha venido a Millbank. ¡No ha visto nunca a nadie tan poco dotado para hacer de carcelera! Es como si esta exclamación la hubiese convocado. Oímos pasos en el pasillo y al levantar la vista vemos a la propia señora Jelf, que durante su ronda pasa por delante de la celda de Power. Al ver que la miramos, reduce el paso y sonríe. Power se sonrosa.
Me ha pillado hablando de sus bondades con la señorita Pierce —dice—. Espero que no le importe.
En el acto, la celadora atiesa la sonrisa, se pone una mano en el pecho y se vuelve, algo nerviosa, para inspeccionar el pasillo. Comprendo que tiene miedo de que la señorita Ridley esté cerca y no digo nada de la cinta de franela ni de la ración adicional de carne; me limito a hacerle un gesto con la cabeza a Power y luego señalo la puerta. La señora Jelf abre los cerrojos; sin embargo, sigue sin mirarme a los ojos y no responde a la sonrisa que le he dirigido. Por fin, para tranquilizarla, le digo que no sabía que llevaba tan poco tiempo en Millbank. ¿En qué trabajaba, le pregunto, antes de la cárcel? Se demora un momento asegurando el manojo de llaves en el cinturón y se cepilla del puño una veta de cal en polvo. Luego me hace una especie de reverencia. Dice que estuvo sirviendo en una casa, pero que cuando la señora a quien atendía fue enviada al extranjero no se tomó la molestia de buscar otro empleo doméstico. Según caminamos por el pasillo le pregunto si le gusta su trabajo. Me responde que ahora le apenaría marcharse de Millbank.
¿Y sus tareas no le parecen duras? ¿Y los horarios? ¿Y no tiene usted familia? Me figuro que los horarios deben de ser muy penosos para ellos.
Ella me dice que, por supuesto, ninguna de las celadoras de aquí está casada, que son todas solteras o viudas, como ella. «Si estás casada, no debes ser celadora», dice. Algunas de ellas tienen hijos, y los tienen que confiar al cuidado de otras madres, pero ella no tiene. Todo este rato me habla con los ojos bajos. Digo que quizá por eso es una celadora mejor. Tiene cien mujeres a su cargo, todas desvalidas como niños, todas necesitadas de su atención y su consejo, y creo que debe de ser una madre para todas ellas. Ahora sí me mira, pero la sombra del gorro le oscurece los ojos y se los entristece. «Espero que sí, señorita», dice, y vuelve a cepillarse con la mano el polvo de la manga. Tiene las manos grandes, como las mías; las manos de una mujer a quien los trabajos o las privaciones se las han puesto enjutas y angulosas. Me abstengo de interrogarla más y prosigo mis visitas. Veo a Mary Ann Cook y a Agnes Nash, la falsificadora de monedas, y por último, como de costumbre, a Santana. He cruzado por la entrada de su celda para enfilar hacia el segundo pasillo, pero he pospuesto mi visita —del mismo modo que aquí he postergado el momento de escribir sobre Santana—, y al pasar por delante de su puerta vuelvo la cara hacia la pared y no miro a Santana. Supongo que ha sido una especie de superstición. Me acuerdo de la sala de visitas: es como si ahora hubiese un reloj de arena que midiera el tiempo de nuestra entrevista; yo no quería que se perdiese un solo grano antes de que el reloj comenzara la cuenta. Ni siquiera miro a Santana cuando me detengo con la señora Jelf delante de su celda. Sólo levanto los ojos para mirarla cuando finalmente la celadora gira la llave y, tras forcejear un poco con su cinturón y el manojo, nos encierra y sigue su camino. Y cuando miro a Santana… pues descubro que, en definitiva, no hay apenas un rasgo suyo sobre el que yo pueda fijar la mirada sin perder la calma. Veo que el pelo que le asoma por los bordes de gorro antes era hermoso y ahora está ajado. Veo su garganta, que antes llevaba abrochadas unas gargantillas de terciopelo; y sus muñecas, que habían estado atadas; y su boca pequeña y torcida, que hablaba con una voz que no era la suya. Veo todo esto, todos estos emblemas de su extraña trayectoria, que parecen gravitar sobre su pobre piel pálida y difuminaria, y que son como los estigmas de una santa. Pero no es ella la que ha cambiado, sino yo, con las cosas nuevas que he sabido. Han actuado sobre mí de un modo secreto y sutil, como una gota de vino sobre una copa de agua pura, o como una levadura que aleuda una simple masa. Se produce en mi interior un ligero aceleramiento cuando la miro. Lo noto… al mismo tiempo que una punzada de miedo. Me pongo una mano en el corazón y aparto la vista. Ella habla entonces, y su voz — ¡cuánto me alegro!— es reconocible y totalmente normal.
Creí que no vendría —dice—. La he visto pasar de largo hacia la celda siguiente.
Yo me dirijo a la mesa y toco la lana depositada encima. Le digo que tengo que visitar también a otras mujeres. Al advertir que ella mira a otro lado, como entristecida, añado que si quiere vendré siempre a verla la última.
Gracias —dice.
Naturalmente, es como las demás reclusas, y prefiere hablar conmigo que guardar silencio. Así que hablamos de cosas de la cárcel. El clima húmedo ha traído a las celdas grandes escarabajos negros; los llaman «cachiporras» y ella cree que vienen todos los años; me muestra las manchas en los puntos de la pared encalada donde ha aplastado a una docena con el tacón de su bota. Dice que se rumorea que algunas presas sencillas atrapan a los escarabajos para tenerlos de mascotas. Dice que otras se los han comido, impelidas por el hambre. No sabe si es cierto, pero se lo ha oído decir a las celadoras… La escucho asintiendo y haciendo muecas; no le pregunto, como podría haber hecho, cómo supo lo de mi guardapelo. No le digo que fui a las dependencias de la Asociación de Espiritistas y que estuve allí dos horas y media hablando de ella y tomando notas sobre ella. Pero no logro mirarla sin recordar todo lo que he leído. Le miro la cara y pienso en los retratos del periódico. Examino sus manos y recuerdo los moldes de cera en la vitrina. Entonces sé que no puedo marcharme sin haberle mencionado estas cosas. Le digo que esperaba que me contase más detalles de su antigua vida.
La última vez me habló de cómo vivía antes de ir a Sydenham —digo—. ¿Me contará ahora qué le ocurrió allí?
Ella frunce el ceño. Me pregunta por qué quiero saberlo. Por curiosidad, respondo. Siento curiosidad por las historias de todas las presas, pero que la suya…
Bueno, usted sabe que es un poco más rara que las demás…
Al cabo de un momento, dice que será rara para mí, pero que su historia no me parecería tan curiosa si yo fuese espiritista, si hubiese estado toda la vida rodeada, como ella, de espiritistas.
Debería comprar uno de esos periódicos y ver los anuncios que traen…, ¡así vería lo corriente que soy! —dice—. Al leerlo pensaría que hay más médiums en este mundo que espíritus en el otro.
No, dice, no era un bicho raro cuando vivía con su tía, y tampoco en la casa espiritista de Holborn…
Fue cuando conocí a la señora Sylvester y me llevó a vivir con ella: fue entonces cuando me volví rara, Britt.
Ha bajado la voz y me inclino para oírla. Noto que me sonrojo al oír que me llama por este nombre.
¿Cómo la cambió la señora Sylvester? ¿Qué le hizo?
Dice que la señora Sylvester fue a verla cuando aún vivía en Holborn.
Cuando vino pensé que venía solamente como una visita normal…, pero en realidad la habían conducido hasta mí. Venía con un propósito especial que sólo yo podía atender.
¿Cuál era ese propósito?
Cierra los ojos y al abrirlos de nuevo parecen un poco más grandes, y negros como los de un gato. Al hablar lo hace como si hablara de un prodigio.
Necesitaba que le convocaran un espíritu —dice—. Necesitaba que yo le cediera mi propio cuerpo para que el mundo espiritual lo utilizase.
Sostiene mi mirada y por el rabillo del ojo veo un movimiento rápido y oscuro sobre el suelo de la celda. Tengo entonces una visión muy nítida de un preso famélico que arranca el caparazón de un escarabajo, le succiona la carne y le muerde las patas convulsas. Muevo la cabeza.
La tenía en su casa, la señora Sylvester—digo—. La tenía allí para que hiciera trucos espiritistas.
Me llevó a mi destino —me responde; recuerdo con toda claridad esta respuesta—. Me llevó hasta mi propio yo, que me aguardaba en su casa. Me llevó a donde pudieran encontrarme los espíritus que me buscaban. Me llevó a donde…
¡Noah Puckerman! Digo el nombre en su lugar, y ella, tras una pausa, asiente. Pienso en lo que dijeron los abogados en el juicio; pienso en todo lo que insinuaron sobre su amistad con la señora Sylvester. Digo, despacio:
La llevó a donde él pudiera encontrarla. La llevó allí para que le pusiera en contacto con él de noche, sigilosamente…
Pero mientras hablo su expresión cambia y casi parece conmocionada.
Nunca le puse en contacto con él —dice—. Nunca le llevé a Noah Puckerman. No era por él por quien me tenía allí.
¿No era por él? Entonces, ¿por quién era? Al principio, en vez de contestarme, se limita a mirar a otra parte, moviendo la cabeza.
Si no era Noah Puckerman, ¿a quién le llevaba usted? —repito—. ¿Quién era? ¿Su marido? ¿Su hermana? ¿Su hijo?
Se pone una mano en los labios y finalmente dice, en voz baja:
Era su madre, Britt. Su madre, que había muerto cuando la señora Sylvester era aún una niña. Le había dicho que no se iría, que regresaría. Pero no lo había hecho, porque la señora Sylvester, en veinte años de búsqueda, no encontró a ningún médium que se la trajera. Después me encontró a mí. Me encontró a través de un sueño. Su madre y yo teníamos un parecido físico; entre ella y yo había una… simpatía. La señora Sylvester lo vio y me llevó a Sydenham y me dejó ponerme ropa de su madre; su madre aparecía a través de mí y la visitaba en su propio dormitorio. Venía en la oscuridad, venía y… la consolaba.
Sé que ella no confesó nada de esto en el juicio; y le cuesta cierto esfuerzo contármelo a mí ahora. Parece reacia a seguir hablando, pero yo presiento que hay algo más y que ella desea a medias que yo lo adivine. No puedo. No se me ocurre lo que puede ser. Sólo me parece un hecho curioso, y no muy agradable, que la mujer que me imagino que era la señora Sylvester hubiese mirado a Santana López, a los diecisiete años, y hubiera visto en ella la sombra de su madre difunta, y que la hubiera convencido de que Santana la visitara de noche para que esa sombra se espesara. Pero no hablamos de eso. Me limito a preguntarle más cosas sobre Noah Puckerman. Así pues, le digo, ¿él sólo venía por ella, por Santana? Sí, me responde. ¿Y por qué venía? ¿Por qué? Era su guardián, su espíritu familiar. Era su control.
Venía por mí —dice, simplemente— y… ¿qué podía hacer yo? Era suya.
La cara se le ha puesto pálida y hay manchas de color en sus mejillas. Empiezo a percibir una excitación en ella, noto que la invade, es como un efluvio en el aire acre de la celda. Casi la envidio. Digo en voz baja:
¿Qué pasaba cuando él aparecía?
Ella mueve la cabeza: ¡oh, cómo expresarlo! Era como perder su identidad, como si su propio ser se desprendiera de ella, como si su ser pudiese convertirse en un vestido, unos guantes, unas medias…
¡Parece algo terrible! —digo.
¡Lo era! —contesta—. Pero también era maravilloso. Lo era todo para mí, era mi vida cambiada. Habría podido desplazarme, igual que un espíritu, de una esfera insípida a otra más alta y mejor.
Frunzo el ceño, sin comprender. ¿Cómo podría explicármelo?, me dice. Oh, no encontraría palabras… Empieza a mirar a su alrededor, en busca de una manera de mostrarlo; y por fin posa la mirada en algo que hay en la repisa y sonríe.
Me ha hablado de trucos espiritistas—dice—. Pues…
Se me acerca y extiende el brazo hacia mí como si quisiera que yo le cogiera la mano. Me asusto, pensando en mi guardapelo, en el mensaje que escribió en mi cuaderno. Pero ella sonríe tranquila y dice en voz baja:
Remángueme…
No tengo idea de lo que piensa hacer. La miro a la cara y a continuación, con cautela, la remango hasta la altura del codo. Ella lo gira y me muestra la piel de la cara interna: es blanca, muy tersa y conserva el calor del vestido.
Ahora cierre los ojos —dice, mientras la estoy mirando.
Titubeo un instante y hago lo que me ha pedido; inhalo una bocanada de aire para armarme de valor ante cualquier cosa extraña que se disponga a hacerme. Pero lo único que hace es extender la mano por detrás de mí y recoger algo de la madeja de lana que hay encima de la mesa; después, oigo que se dirige a la repisa y que coge algo de ella. Sigue un silencio. Mantengo los ojos bien cerrados, pero noto que me tiemblan los párpados y que empiezo a agitarme. Cuanto más dura el silencio, más insegura me siento.
Sólo un momento —dice, al ver mi agitación; y, al cabo de otro segundo—: Ya puede mirar.
Abro los ojos, pero cautamente. Sólo logro imaginar que ella se ha pinchado el brazo con el cuchillo de punta roma y ha hecho que sangre. Pero el brazo parece igual de terso e impoluto. Me lo aproxima, aunque no tanto como lo ha hedió antes, y ahora lo cubre con la sombra de su vestido, mientras que antes lo había puesto a la luz. Pienso que si hubiese mirado con mayor atención habría visto en él una aspereza o una rojez. Pero no me permite mirarlo más despacio. Mientras lo miro, parpadeando, ella levanta el otro brazo y aprieta muy fuerte con la mano la piel que tiene al descubierto. Lo hace una, dos veces, y después una tercera y cuarta, y yo veo que el movimiento de sus dedos sobre la piel ha producido la aparición de una palabra trazada en un tono carmesí; trazada de un modo tosco y débil, pero perfectamente legible. La palabra es: VERDAD. Una vez formada plenamente, ella retira la mano, me mira y me pregunta si aquello me ha parecido ingenioso. No le respondo. Me acerca más el brazo y me dice que lo toque; después de haberlo tocado, me dice que me lleve los dedos a la boca y que pruebe a qué saben. Con un gesto vacilante, levanto la mano y me miro las yemas de los dedos. Parecen impregnadas de una sustancia blanquecina: pienso en éter, en materia espiritual. No me atrevo a probarla con la lengua, pero me siento casi mareada. Ella lo advierte y se ríe. Luego me enseña lo que ha cogido mientras yo estaba sentada con los ojos cerrados. Es una aguja de hacer punto, de madera, y el salero reglamentario de la celda. Con la aguja ha trazado la palabra y al rociar con sal las letras les ha conferido un tono carmesí. Le cojo otra vez el brazo. Las marcas que hay en él son ya menos lívidas. Pienso en lo que he leído en las publicaciones espiritistas. Allí anunciaban este truco como una prueba ciclos poderes de Santana, y la gente se lo había creído. También el señor Hither. Creo que hasta yo lo había creído. Digo:
¿Hacía esto a la pobre y triste gente que iba a verla en busca de su ayuda?
Ella retira el brazo, se lo cubre poco a poco con la manga y se encoge de hombros. La gente, me responde, no habría estado contenta si no hubiese visto signos de los espíritus. ¿Eran menos reales los espíritus porque ella, a veces, se rociase la piel con sal o dejara caer, en la oscuridad, una flor en el regazo de una dama?
Ninguno de esos médiums de los que le hablé, esos que se anuncian —dice—, dudaría un segundo en recurrir a una treta parecida; no, ni uno solo.
Dice que conocía a mujeres que se guardaban en el pelo agujas de costura para escribirse mensajes de los espíritus. Conocía a caballeros que llevaban consigo cucuruchos de papel para que la voz, a oscuras, les sonara extraña. Era una práctica corriente en el oficio, dice: algunos días aparecían los espíritus; otros, había que ayudarlos… Y lo mismo ocurría con ella, antes de trasladarse a casa de la señora Sylvester. Después…, bueno, los trucos perdieron todo sentido. ¡Antes de ir a Sydenham, quizá todos sus dones habían sido argucias!
Era como si nunca hubiese tenido poderes…, ¿entiende lo que digo? No eran nada comparados con el que descubrí en mí por medio de Noah Puckerman.
La miro y no digo nada. Sé que lo que me ha contado y enseñado hoy no se lo ha dicho y quizá no se lo ha mostrado a nadie. En cuanto al poder más grande de que me ha hablado hoy, el hecho de que sea una médium extraordinaria…, bueno, hoy lo he comprobado un poco, ¿no? No puedo negarlo, sé que tiene algo. Pero sigue habiendo un misterio en ella, una sombra en la trama, una fisura… Le digo lo mismo que le dije al señor Hither: que no lo entiendo. Que ese poder tan portentoso la haya traído aquí, a la cárcel de Millbank. Dice que Noah Puckerman era su guardián y, sin embargo, tuvo la culpa de que la chica resultase herida y de que la señora Sylvester se asustara tanto ¡que se murió de espanto! ¿Así la había ayudado Noah, llevándola a la cárcel? ¿De qué le servían a ella sus poderes aquí? Aparta de mí la mirada y dice… lo mismo que dijo el señor Hither. Que «los espíritus tienen objetivos que se escapan a nuestro entendimiento». ¡Le respondo que al mío, desde luego, se le escapa lo que pretendían los espíritus al mandarla a Millbank!
A no ser que estén celosos de usted y se propongan matarla y transformarla en uno de ellos.
Pero ella frunce la frente, sin comprenderme. Dice lentamente que hay espíritus que envidian a los vivos. Pero, en su situación actual, ni siquiera ellos la envidiarían. Mientras habla se lleva una mano a la garganta y se frota la piel blanca del cuello. Pienso de nuevo en los collares que solía llevar, y en las ataduras con que le amarraban las muñecas. Hace frío en su celda, y tirito. No sabría decir cuánto tiempo hemos hablado—creo que hemos hablado mucho más de lo que transcribo aquí—, y cuando miro a la ventana advierto que fuera está muy oscuro. Tiene todavía la mano en la garganta; ahora tose y traga saliva. Dice que le he hecho hablar demasiado. Va a la repisa, coge su jarra, bebe del borde un poco de agua y vuelve a toser. Mientras tose, la señora Jelf se acerca a la puerta y parece escudriñarnos, y caigo en la cuenta del tiempo que he debido de pasar allí. Me levanto, a desgana, y hago una señal a la celadora de que me libere. Miro a Santana. Le digo que seguiremos hablando la próxima vez. Ella asiente. Se sigue frotando la garganta, y cuando lo ve la señora Jelf se le empañan los ojos bondadosos, me hace salir al pasillo y se aproxima a Santana.
¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? ¿Quieres que vaya a buscar al médico?
Observo que Santana se desplaza de tal modo que la luz de gas le ilumina la cara; al mismo tiempo oigo que dicen mi nombre y al mirar a la celda contigua veo a Nash, la falsificadora.
¿Todavía está aquí, señorita? —dice. Asoma la cabeza hacia la celda de Santana y dice, con una voz baja y exagerada—: Pensé que la había hecho desaparecer con un ensalmo…, que sus espectros se la habían llevado, o que la habían transformado en un ratón o una rana. —Se estremece—. ¡Ah, los espectros! ¿Sabía que la visitan de noche? Los oigo cuando llegan a su celda. Oigo cómo habla con ellos y a veces se ríe y otras veces llora. Le aseguro, señorita, que daría cualquier cosa por estar en otra celda antes que en ésta, oyendo voces de fantasmas en lo más silencioso de la noche.
Vuelve a estremecerse y gesticula. Supongo que está bromeando, del mismo modo que una vez bromeó conmigo sobre las monedas falsas; pero no se ríe. Y cuando, recordando lo que me dijo un día la señorita Craven, le digo que me figuro que la quietud de los pabellones excita la imaginación de las reclusas, ella resopla: «¿Imaginación?», y dice que sabría distinguir entre un espectro y un espejismo. ¿Imaginación? ¡Dice que yo debería dormir en su celda, teniendo a López por vecina, antes de acusarla de figuraciones! Reanuda su costura, gruñendo y moviendo la cabeza, y yo vuelvo al pasillo. Santana y la señora Jelf siguen junto a la lámpara de gas; la celadora ha levantado las manos para afianzar el pañuelo en el cuello de Santana, y le da unas palmaditas. No me miran. Quizá piensen que me he ido. Pero veo que se pone una mano encima del brazo, ahora tapado por el vestido de áspero lino, donde se va borrando la palabra en rojo: VERDAD, y entonces me acuerdo de las yemas de mis dedos y pruebo la sal que los impregna. Aún lo estoy haciendo cuando la celadora se me acerca y me acompaña a lo largo del pasillo. Ahora nos incordia Laura Sykes, que asoma la cara a su puerta y nos grita si no podríamos decir algo de su parte a la señorita Haxby. Si ella autorizara que viniera su hermano, si al menos le consintiera entregar una carta a su hermano, está segura de que revisarían su caso. ¡Dice que si interviniera la señorita Haxby, la excarcelarían al cabo de un mes
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Vie Ago 01, 2014 6:11 pm

17 de diciembre de 1872
Esta mañana, la señora Sylvester ha venido a verme cuando yo estaba vestida. Me ha dicho:—Tengo un asunto que zanjar con usted, señorita López. ¿Está segura de que no quiere que le pague unos honorarios?
No le he permitido que me dé dinero desde que llegué aquí, y ahora le digo lo mismo que le dije antes, que todos los vestidos y comida que me ha dado son ya suficiente pago, y que de todos modos no puedo aceptar dinero por lo que hacen los espíritus. «Mi querida niña, ya suponía que me diría esto», dice. Me coge de la mano y me lleva hasta el estuche de su madre, que sigue estando en el tocador, y lo abre.
No acepta honorarios, pero sin duda no rechazará un regalo de una anciana, ¿verdad? Aquí hay una cosa que me encantaría darle.
El regalo de que habla es un collar de esmeraldas. Lo levanta y me lo ciñe al cuello, y mientras me lo coloca está muy cerca de mí.
Creí que nunca regalaría nada de mi madre —dice—. Pero siento que esto es ahora más suyo que de nadie. ¡Oh! ¡Qué bien le sienta! Las esmeraldas realzan sus ojos, como también realzaban los de ella.
Voy al espejo para ver cómo me sientan, y es cierto que me quedan de maravilla, a pesar de lo antiguas que son. Digo, y es la pura verdad, que nadie me ha regalado nunca nada tan bonito, y que desde luego no me lo merezco por hacer sólo lo que me piden los espíritus. Ella dice que si no me lo merezco yo, le gustaría saber quién lo merece. Se me acerca otra vez, me posa la mano en el cierre del collar y dice:
Sabe que lo único que intento es que aumenten sus poderes. Haría cualquier cosa en ese sentido. Usted sabe cuánto tiempo he esperado. ¡Recibir los mensajes que usted me ha traído, oh, pensé que nunca oiría palabras semejantes! Pero, señorita López, Marley se está volviendo codiciosa. Si pensara que, además de palabras, pudiera ver una forma o sentir una mano… ¡Vaya! Sabe que hay médiums en el mundo que han empezado a hacer estas cosas. Daría un joyero entero a una médium que lo hiciera por ella, sin considerarlo en absoluto una pérdida.
Acaricia el collar, y de paso mi piel desnuda. Por supuesto, no conseguía nada cada vez que trataba de provocar la aparición de formas con el señor Vincy o la señorita Sibree.
¿Sabe que una médium necesita un reservado para hacer eso? —le digo—. ¿Sabe que es una cosa seria y que todavía no la comprenden bien?

Dice que lo sabe. Veo su cara en el espejo, tiene los ojos puestos en mí, en mis propios ojos, que el brillo de las piedras ha vuelto tan verdes. No parecen mis ojos, sino los de otra persona totalmente distinta. Y cuando los cierro es como si aún los tuviera abiertos. Veo que me mira la señora Sylvester, que me mira el cuello con el collar encima, pero la montura del collar no es entonces dorada, sino gris, como si fuera de plomo.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Vie Ago 01, 2014 6:19 pm

19 de diciembre de 1872
Esta noche, cuando bajo al salón de la señora Sylvester, me encuentro con Kitty, que ha cosido una tira de tela oscura a una varilla y la está colgando de un lado al otro del hueco. Yo sólo había dicho que tenía que ser un paño negro, pero cuando voy a mirarlo veo que es de terciopelo. Ella me ve tocarlo y dice:
Es una tela bonita, ¿verdad? La he elegido yo. La he elegido para usted, señorita. Creo que ahora tiene que utilizar terciopelo. Es un gran día para usted y para la señora Sylvester y para todas nosotras. Y usted ya no está en Holborn, en definitiva.
La miro sin decir nada y ella sonríe y me sostiene la tela para que yo me la aplique a la mejilla. Cuando estoy así, con mi viejo vestido negro puesto, también de terciopelo, dice:
¡Caramba, es como si se la estuviera tragando una sombra! Sólo le veo la cara y el pelo reluciente.
La señora Sylvester llega entonces y la despide. Me pregunta si estoy preparada y le digo que supongo que sí, que no lo sabré hasta que hayamos empezado. Nos quedamos sentadas un rato con las lámparas encendidas muy bajas, y luego digo que creo que ocurrirá, que ocurrirá ahora. Voy detrás de la cortina y la señora Sylvester apaga la luz del todo, y por un momento tengo miedo. No había pensado que la oscuridad fuese tan profunda ni tan caliente, y el espacio donde estoy sentada es tan estrecho que me parece que respiraré enseguida todo el aire que hay dentro y que me voy a asfixiar. Grito: «¡Señora Sylvester, no estoy segura!», pero ella me responde sólo:
¡Inténtelo, por favor, señorita López! ¡Inténtelo por Margery! ¿No tiene un pequeño indicio, algún signo, nada?
Su voz, al traspasar la cortina de terciopelo, suena alta y cambiada, como si tuviera un gancho. Siento que empieza a tirar de mí y que al final me arranca el vestido por la espalda. De repente, la negrura parece llenarse de colores. Una voz exclama: «¡Oh, estoy aquí!», y la señora Sylvester dice: «¡Te veo! ¡Oh, te veo!».
Cuando salgo, después, la encuentro llorando. Le digo que no llore. «¿No se alegra?». Dice que llora de alegría. Luego llama a Kitty. Le dice:
Kitty, he visto en este cuarto cosas increíbles esta noche. He visto a mi madre que me hacía señas, la he visto vestida con una túnica resplandeciente.
Kitty dice que la cree, ya que encuentra algo extraño en el salón, un olor raro, a perfume insólito.
Lo cual significa, sin duda, que ha habido ángeles cerca de nosotras. Es bien sabido que cuando los ángeles visitan un círculo lo inundan de perfume.
Yo le digo que nunca he oído decir eso, y ella me mira y asiente. «Oh, sí, es verdad», dice, y se pone un dedo en el labio. Dice que los espíritus portan el perfume en la boca.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por analex1403 Sáb Ago 02, 2014 11:49 pm

Hola me alegro que estés siguiendo. Una pregunta, ¿El fic original es de una pareja hetero o lésbica?.
lo que pasa es que me causa curiosidad por lo que tratan de las ropas y eso.
Respecto a los capítulos, increíbles me encantaron fue muy grato terminar mi semana de exámenes y encontrarme con caps.
No se, pero me da la impresion de que Britt tambien tiene poderes  FanFic [Brittana] Afinidad. Final - Página 2 304001509 
saludos
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Mensaje por Invitado Dom Ago 03, 2014 11:21 am

Hola :)!! Perdon x comentar hasta hoy pero es ke ya tenia un buen de no entrar a la pagina pero ya estoy aki al pendiente de tus actualizaciones, ke te puedo decir ke me enkanta tu adaptacion de Affinity ;) hace poko mire la pelicula y x supuesto hace mucho el libro pero me kedo kon tu adaptacion es ke imaginarme a las Brittana se me hace muy sexy jejejeje aun ke se ke al final terminare llorando pero no importa ;) estare al pendiente de tus actualizaciones.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Jue Mar 12, 2015 12:41 pm

8 de enero de 1873
Hemos estado encerradas en la casa durante quince días, sin hacer nada más que esperar a que el día termine para que el salón esté tan oscuro que pueda soportarlo el cuerpo de los espíritus. Le he dicho a la señora Sylvester que no debe esperar que su madre venga todas las noches, que a veces sólo verá su mano blanca o su cara. Ella dice que lo sabe, pero que cada noche ella se vuelve más vehemente, la acerca más a ella, le dice: «¿No vienes? ¡Oh! ¿No te acercas un poco más? ¿Me conoces? ¿Me das un beso?». Sin embargo, hace tres noches, cuando al final la besó, gritó tan fuerte, poniéndose una mano contra el pecho, que yo me llevé un susto de muerte. Cuando salí a buscar a Quinn vi que estaba a su lado, pues había venido corriendo y encendido una lámpara.
Lo veía venir —dijo Quinn—. Después de todo el tiempo que lleva esperando y ahora ha resultado inaguantable para ella.
Le dio a oler unas sales y la señora Sylvester se calmó un poco. Dijo:
La próxima vez no me pasará nada. La próxima vez estaré preparada. Pero, Quinn, tienes que sentarte a mi lado, tienes que agarrarme con tu mano fuerte y así no tendré miedo.
Quinn le dijo que lo haría. No lo volvimos a intentar aquella noche, pero en adelante, cuando salgo a ver a la señora Sylvester, Quinn está sentada a su lado y vigila. La señora dice: «¿La ves, Quinn? ¿Ves a mi madre?», y Quinn contesta: «La veo, señora, la veo».
Pero luego tengo la impresión de que la señora Sylvester se olvida de Quinn. Toma con las suyas las manos de su madre y dice: «¿Se porta bien Sue?», y su madre responde: «Se porta muy, pero que muy bien. Por eso he venido a verla».
Entonces la señora dice: «¿Cómo es de buena? ¿Tan buena como para darle diez o veinte besos?». «Como para darle treinta», contesta su madre, y cuando la señora Sylvester cierra los ojos yo me inclino y se los beso, sólo los ojos y las mejillas, nunca la boca. Cuando ha recibido treinta besos, suspira, me rodea con los brazos y posa la cabeza en el pecho de su madre. Se queda así media hora, hasta que por fin se humedece la gasa que envuelve el pecho y dice: «Ahora Sue es feliz», o «Ahora Sue está llena».
Y Quinn vigila sentada todo el tiempo. Pero no me toca. Le he dicho que nadie más que la señora Sylvester debe tocar al espíritu, puesto que es el suyo y acude por ella. Quinn sólo observa, con sus ojos verdes. Y cuando vuelvo a ser totalmente la misma, me acompaña a mi cuarto y me quita el vestido. Dice que ni se me ocurra ocuparme de mi ropa, que una dama no debe hacer eso. Me quita el vestido y lo alisa, me descalza y luego me sienta en una silla y me cepilla el pelo.
Sé que a las mujeres guapas les gusta que les cepillen el pelo. Mire qué grande es mi brazo. Puedo peinar el pelo de una dama desde la coronilla hasta la cintura y dejarlo liso como el agua o la
seda.
Ella tiene el pelo, que es muy rubio, muy recogido dentro del gorro, pero a veces le he visto la raya, que es blanca y recta como un cuchillo. Esta noche me ha obligado a sentarme, pero empiezo a llorar cuando me cepilla el pelo. Cuando me pregunta por qué lloro, le digo que el cepillo me tira del pelo. «¡Vaya! Llorar por un cepillo», exclama. Se levanta y se ríe, y después me cepilla un poco más fuerte. Dice que va a hacerme cien caricias, y me hace contarlas. Luego deja el cepillo y me lleva al espejo. Me pone la mano encima de la cabeza y mi pelo cruje y vuela hacia su palma. Dejo de llorar entonces y ella me mira.
¿No está guapa ahora, señorita López? —dice—. ¿No parece una verdadera señorita, de lo más atractiva para la mirada de un caballero?
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Afinidad. Final

Mensaje por Marta_Snix Jue Mar 12, 2015 5:25 pm

2 de noviembre de 1874
He subido a mi cuarto porque abajo hay un revuelo espantoso. A medida que se acerca el día de la boda de Hanna, descubren nuevas cosas que añadir al frenesí de encargar y organizar: costureras ayer, cocineras y peluqueras anteayer. No las soporto. He dicho que Kitty me peinará como siempre lo ha hecho, y —aunque he accedido a ponerme faldas más ceñidas— que mis vestidos seguirán siendo grises y todas mis chaquetas negras. Mamá me regaña, por supuesto. Me regaña tanto que es como si escupiera alfileres. Si no estoy a mano, reprende a Kitty o a Quinn, y hasta es capaz de reñirle a Gulliver, el loro de Hanna. Le grita hasta que él silba o bate, de pura frustración, sus pobres alas cortadas. Y Hanna ocupa el centro del escenario, tranquila como un esquife en el ojo de una tormenta. Ha decidido conservar sus facciones muy firmes hasta que esté terminado su retrato. Dice que Cornwallis es un pintor muy fiel. Ella tiene miedo de hacer sombras o arrugas que él se vea obligado a representar en el lienzo. Preferiría estar sentada con las presas de Millbank que con Hanna ahora. Preferiría hablar con Ellen Power que tener que aguantar las regañinas de mamá. Preferiría visitar a Santana que ir a ver a Rachel a Garden Court, pues Rachel no habla de nada más que la boda, como todos los demás, mientras que Santana está tan alejada de las normas y costumbres ordinarias que es como si viviera, fría y grácil, en la superficie de la luna.
Así me parecía a mí hasta hoy; esta tarde, sin embargo, cuando llego a la cárcel la encuentro agitada y a Santana y a las mujeres muy distraídas.
Ha elegido un mal momento para venir, señorita —me dice la celadora de la puerta—. Una reclusa se ha salido y ha causado un montón de problemas en los pabellones.
Pienso que se refiere a que una mujer se ha escapado, pero cuando se lo digo ella se ríe. Aquí llaman salirse a una especie de arrebato de locura que dicen que asalta a las presas a veces y que las
mueve a destrozar todo lo que encuentran en sus celdas. Me lo ha explicado la señorita Haxby. La encuentro en una de las escaleras de la torre. La subía con esfuerzo, acompañada de la señorita Ridley.
Es algo extraño, el arrebato, y típico de las cárceles de mujeres —dice, y añade que las reclusas tienen un instinto para ello; sólo sabe que en algún momento de su condena en Millbank casi todas las chicas se someten—. Y cuando son jóvenes, fuertes y resueltas… parecen salvajes. Gritan y arman un escándalo; no podemos acercarnos, y hay que ir a buscar a los hombres. Toda la cárcel oye el jaleo, y tengo que utilizar todo mi poder para calmar los pabellones, pues cuando una mujer ha estallado, sin duda la seguirá otra. Se le despierta un impulso que ha estado aletargado, y entonces pierde el control de sí misma.
Se pasa una mano por la cara. Dice que esta vez la que ha sufrido el frenesí es Phoebe Jacobs, la ladrona del pabellón D. A la señorita Haxby y la señorita Ridley las han llamado para inspeccionar los daños.
¿Quiere venir con nosotras a ver la celda destrozada? —me pregunta.
Recuerdo el pabellón D, con sus puertas cerradas con candado y sus reclusas hoscas, y el aire fétido, con su olor sofocante a las hilachas, como el pasillo más lúgubre de la cárcel; ahora me lo parece más que nunca, y singularmente silencioso. Al fondo del mismo nos sale al encuentro la señora Bella, bajándose las mangas y pasándose los dedos por el labio superior mojado; es como si acabara de salir de un cuadrilátero de lucha. Al verme hace un gesto de aprobación.
¿Viene a ver los destrozos, señorita? Pues…, ¡ja, ja…!, es digno de verse. —Gesticula y recorremos un trecho del pasillo hasta una celda con los cerrojos abiertos—. Cuidado con las faldas, señoras —nos advierte cuando la señorita Haxby y yo nos acercamos a la cancilla—. La endemoniada ha volcado el cubo…
Esta noche he intentado describir a Rachel y Artie el caos de la celda de Jacobs; mueven la cabeza, pero veo que no les impresiona mucho.
Si las celdas ya son tan espantosas—dice Rachel—, ¿cómo pueden romperlas o empeorarlas?
No se imaginan la escena que he presenciado hoy. Era como un recinto del infierno; o más bien como un compartimento del cerebro de una epiléptica después de un ataque.
Es increíble su inventiva —dice en voz baja la señorita Haxby, cuando miramos alrededor, dentro de la celda—.La ventana…, mire, la protección de hierro retirada, para poder romper el cristal. La cañería de gas arrancada… Hemos tenido que taparla con un trapo, ¿ve?, para que no se asfixien las demás presas. Las mantas no sólo están rasgadas, sino cortadas en tiras. Las cortan con los dientes. Antiguamente, encontramos algunos que se les habían desprendido en su arranque de cólera… Era como una agente inmobiliaria, pero haciendo un inventario de la violencia: como si dijera tic, tic, tic, para indicarme cada detalle del siniestro. El catre de madera estaba hecho astillas; la gran puerta de madera, mellada por los golpes de un tacón carcelario y llena de ranuras; el reglamento de la cárcel despedazado y pisoteado; y, lo más terrible de todo, la Biblia —Rachel se pone pálida cuando se lo cuento— machacada hasta el punto de haberse convertido en una especie de gachas nauseabundas en el fondo de un orinal volcado. La minuciosa inspección prosigue, presidida por el mismo murmullo sordo, y cuando yo pregunto algo con un tono normal, la señorita Haxby se pone un dedo en el labio.
No hay que hablar muy alto —dice, porque teme que las demás reclusas descubran una pauta en sus palabras y la copien. Por último conversa aparte con la señora Bella sobre la limpieza de la celda. Saca su reloj. Dice—: ¿Cuánto tiempo lleva a oscuras Jacobs, señorita Ridley?
Casi una hora, responde la celadora.
Entonces más vale que vayamos a verla. —Titubea y luego se vuelve hacia mí. ¿Quiero ir yo también?, me pregunta. ¿Me gustaría acompañarlas a la celda oscura?
¿La celda oscura?
Tengo la impresión de haber recorrido ya el pentágono entero una docena de veces, pero nunca hasta ahora había oído mencionar ese lugar. ¿La celda oscura?, repito: ¿qué es eso?
He llegado a la cárcel poco después de las cuatro, y en el tiempo que hemos tardado en subir a la celda destrozada e inspeccionarla, la penumbra ha invadido los pasillos. Aún no estoy acostumbrada al espesor de la noche en Millbank, al resplandor espeluznante de sus llamas de gas; las celdas y las torres silenciosas me parecen de repente una visión desconocida. Tampoco reconozco el pasillo en que entramos, la señorita Ridley, la señorita Haxby y yo; un corredor que, para mi sorpresa, nos aleja de los pabellones y se dirige hacia el corazón de la cárcel; un pasillo que desciende hacia escaleras de caracol y corredores inclinados, hasta que el aire se enrarece y se vuelve aún más frío y vagamente salino, y yo estoy convencida de que estamos por debajo del nivel del suelo y quizá incluso por debajo del nivel del Támesis. Por último entramos en un pasillo un poco más ancho donde hay varias puertas antiguas de madera, bastante bajas todas ellas. La señorita Haxby hace un alto delante de la primera y, a una señal suya, la señorita Ridley descorre los cerrojos y se adelanta para encender la luz que hay en el interior.
Vea también esto, ya que estamos aquí —me dice la señorita Haxby cuando entramos—. Es el trastero donde guardamos los grilletes, chalecos y demás.
Señala las paredes con un gesto y yo las miro con una especie de horror. No están encaladas, como las de las celdas de arriba, sino que son ásperas, sin terminar y relucientes de humedad. Todas están recubiertas de montones de hierros, aros, cadenas y grillos y otros instrumentos complicados y sin nombre cuya finalidad sólo puedo intuir, estremecida. Creo que la señorita Haxby ve mi expresión y esboza una sonrisa triste.
Estos objetos datan casi todos de los primeros tiempos de Millbank —dice—, y los tenemos aquí como si fueran una simple exposición. Pero verá que están limpios y bien engrasados: ¡nunca sabemos seguro si vamos a recibir dentro de los muros a una presa tan depravada que nos obligue a volver a usarlos! Eso son esposas, algunas sólo para chicas, mire: ¡mire lo delicadas que son, como pulseras! Ahí están las mordazas —son bandas de cuero perforadas de orificios para que la reclusa respire, «pero no pueda gritar»— y aquí las maniotas. —Dice que éstas sólo se utilizan con mujeres, no con hombres—. Las usamos para reducir a una presa cuando tiene pensado, ¡como ocurre tantas veces!, tumbarse en el suelo de su celda y golpear con los pies contra la puerta. ¿Ve cómo sujeta cuando está ajustada? Esta correa enlaza el tobillo con el muslo; ésta sujeta las manos. Una mujer con esto puesto sólo puede estar arrodillada y una celadora tiene que alimentarla con una cuchara. Enseguida se cansan y se vuelven mansas. Paso un dedo por la correa de la maniota que ella ha copulo. Tiene la marca clara de una protuberancia y de la ranura lustrada y ennegrecida donde se ata la hebilla. Le pregunto si usan esos artefactos a menudo. Responde que recurren a filos siempre que es necesario; calcula que, quizá, unas cinco o seis veces al año. «¿No cree usted, señorita Ridley?». La señorita Ridley asiente.
El método más habitual de contenerlas, sin embargo, y que resulta muy eficaz, es el chaleco. Mire.
Se dirige a un armario y saca dos objetos pesados de lona, tan toscos e informes que al principio pienso que son sacos. Le entrega uno a la señorita Ridley y se coloca el otro delante del cuerpo, como si se probara un vestido ante el espejo. Veo que la prenda es, en realidad, una rudimentaria sobrerropa, sólo que tiene correas a la altura de las mangas y una cincha en lugar de galones o lazos.
Lo ponemos encima del uniforme de la cárcel para impedir que se lo desgarren —dice—. Mire los cierres. —No son hebillas, sino sólidos tornillos de latón—. Llevan una llave y se pueden apretar mucho. La señorita Ridley tiene un chaleco de fuerza.
La celadora muestra ahora su chaleco y veo que tiene las mangas de color alquitrán, sumamente largas, cerradas en los puños y rematadas con unas correas. Al igual que las de las maniotas, tienen marcas de haber sido repetidamente atadas a una hebilla. Al mirarlas siento que mis manos enguantadas empiezan a sudar. Vuelven a sudar ahora que recuerdo, a pesar de que la noche es fría. Las celadoras lo dejan todo ordenado y salimos del recinto horripilante para adentrarnos en el pasillo hasta llegar a un arco bajo de piedra. A partir de este punto los muros son apenas más anchos que nuestras faldas. No hay lámparas de gas, sino sólo una vela encendida en un aplique que la señorita Haxby toma y sostiene, encabezando la marcha, haciendo pantalla con la mano para proteger el brinco de la llama de algún soplo salino y subterráneo. Miro alrededor. No sabía que existiese un lugar semejante en Millbank. No sabía que existiera un lugar parecido en el mundo entero, y por un segundo experimento una ráfaga de terror. ¡Pienso que van a asesinarme! ¡Van a llevarse la vela y abandonarme aquí, para que tenga que encontrar, ciega y a tientas, el camino hacia la luz o la locura! Llegamos a una serie de cuatro puertas y la señorita Haxby se detiene delante de la primera. A la luz incierta de la vela, la señorita Ridley manipula con el manojo en su cinturón. Cuando gira la llave y agarra la puerta, no la abre de par en par, como yo esperaba, sino que más bien la desliza: veo entonces que es gruesa y acolchada, como un colchón: la han puesto para ahogar las maldiciones y los lloros de la prisionera recluida dentro. Ella, por supuesto, capta el movimiento de la puerta. De repente se oye un único impacto sordo —horrible, en aquel espacio oscuro, reducido y silencioso—, seguido de otro golpe y, después, de un grito:—¡Perras! ¡Habéis venido a ver cómo me pudro! ¡Voy a asfixiarme en cuanto os vayáis, malditas!
Abierta ya del todo la puerta acolchada, la señorita Ridley descorre el cerrojo de un portillo en la segunda puerta que hay más allá de la primera. Detrás del portillo hay barrotes. Detrás de los barrotes reinan las tinieblas: una negrura tan absoluta y densa que mis ojos no distinguen nada. Aguzo la mirada y me percato de que me duele la cabeza. Los gritos han cesado, la celda parece en perfecto silencio: de pronto, emergiendo de aquellas tinieblas insondables, aparece una cara que se aprieta contra los barrotes. Una cara terrible, blanca, magullada y salpicada de sangre y espumajos en torno a los labios, y unos ojos feroces, pero que también se amusgan contra la débil llama de nuestra vela. La señorita Haxby se asusta al ver la cara, y yo retrocedo; la cara se vuelve hacia mí entonces: «¡Maldita por venir a verme!», empieza. La señorita Ridley estampa el canto de la mano contra la madera, para silenciar a la prisionera.
Cuida tu sucio lenguaje, Jacobs, o te tendremos un mes entero aquí dentro, ¿me oyes?
La presa descansa la cabeza contra los barrotes y mantiene cerrados los labios pálidos, pero su mirada furiosa y terrible sigue clavada en nosotras. La señorita Haxby da unos pasos hacia ella.
Te has comportado como una insensata, prisionera —dice—, y la señora Bella, la señorita Ridley y yo estamos muy decepcionadas contigo. Has destrozado una celda. Te has herido en la cabeza. ¿Es lo que querías, herirte la cabeza?
La mujer respira una bocanada irregular.
Tengo que romper algo —dice—. Y a esa señora Bella, ¡esa perra! ¡La voy a hacer picadillo, y me da igual los días que me encerréis aquí por su culpa!
¡Ya basta! —dice la señorita Haxby—. Basta. Vendré a verte otra vez mañana. Veremos lo arrepentida que estás después de una noche en la oscuridad. Señorita Ridley.
La señorita Ridley se adelanta con la llave en la mano, y Jacobs parece más frenética que nunca.
¡No me pongas ese cerrojo, arpía! ¡No te lleves esa vela! ¡Oh!
Posa la cara contra la rejilla, y antes de que la señorita Ridley cierre la mirilla de madera capto una vislumbre de la prenda que le cubre el cuello; creo que era el chaleco de fuerza, con sus hebillas y sus mangas negras y cerradas. Suena otro porrazo en cuanto la llave ha girado en la cerradura —debe de haber embestido con la cabeza la madera—, y luego un grito amortiguado.—¡No me deje aquí, señorita Haxby! ¡Oh, señorita Haxby, me portaré bien, se lo juro!
Este grito es peor que los juramentos. Digo a las celadoras que sin duda no tienen intención de dejarla allí, ¿verdad? ¿De verdad que piensan abandonarla allí, sola y en semejantes tinieblas? La señorita Haxby, muy tiesa, me dice que unas funcionarías bajarán a vigilarla; y dentro de una hora le llevarán pan.
¡Pero esa oscuridad, señorita Haxby! —repito.
La oscuridad es el castigo —se limita a responder. Se pone en marcha, con la vela en la mano, y su pelo blanco se vislumbra en las sombras. La señorita Ridley ha cerrado la puerta acolchada. Los gritos de Jacobs suenan muy débiles, pero son todavía audibles.
¡Perras! ¡Malditas… y también la visitadora! —grita, y me paro un segundo a observar cómo la luz se atenúa; los chillidos entonces se vuelven más agudos, y yo corro tan aprisa detrás del bailoteo de la vela que a punto estoy de dar un traspié—. ¡Perras! ¡Perras! —sigue gritando la presa; quizá aún siga haciéndolo—. Moriré en la oscuridad, ¿me oye, señora? ¡Moriré en la oscuridad como una rata apestosa!
Eso dicen todas —dice la señorita Ridley, agriamente—. Es una lástima que ninguna lo haga.
He pensado que la señorita Haxby iba a frenarla. No lo hace. Sigue andando, cruza por la puerta del trastero, entra en el corredor en pendiente que conduce a las celdas de arriba, y allí se separa de nosotras para regresar a su despacho luminoso. La señorita Ridley me lleva más arriba. Cruzamos los pabellones de la cárcel y vemos a la señora Bella inclinada con otra compañera sobre la puerta de la celda de Jacobs, mientras dos presas faenan con cubos de agua y escobas, limpiando los desechos. Soy conducida donde la señora Jelf. La miro y, en cuanto la señorita Ridley se ha marchado, me llevo las manos a los ojos.
Ella murmura:
Ha estado ahí abajo —dice, y yo asiento. Le digo si es lírico tratar así a las reclusas. Por toda respuesta, ella mira a otro lado y mueve la cabeza. Advierto que en los pabellones a su cargo reina un silencio tan extraño como en los otros, y que las mujeres están allí rígidas y alerta. Todas hablan a la vez de la crisis cuando voy a verlas; todas quieren saber qué destrozos ha habido y quién los ha causado y qué han hecho con ella.
¿La han encerrado en la celda oscura, señorita Pierce? ¿Ha sido Morris?
¿Ha sido Burns?
¿Está malherida?
¡Bien que va a arrepentirse ahora!
A mí me metieron allí una vez, señorita —me dice Mary Ann Cook—. Era el sitio más espeluznante que he visto en mi vida. Algunas chicas se ríen de las tinieblas, pero yo no, señorita. Yo no.
Yo tampoco, Cook —le digo.
Hasta Santana parece afectada por el talante en los pabellones. La encuentro deambulando por la celda, abandonadas sus labores de costura. Al verme parpadea, se cruza de brazos y sigue moviéndose con tanta agitación de un pie al otro, que siento deseos de acercarme a ella para tocarla y sosegarla con las manos.
Ha habido un arrebato —dice, cuando la señora Jelf estaba todavía cerrándonos la puerta—. ¿Quién ha sido? ¿Ha sido Hoy? ¿Susan?
Sabe que no puedo decírselo —digo, un poco consternada. Ella aparta la mirada. Dice que sólo lo ha preguntado para ponerme a prueba; que sabe muy bien que ha sido Phoebe Jacobs. La han encerrado en la celda oscura, con un chaleco atornillado. ¿Me parece bien?
Titubeo y después le pregunto, a mi vez, si le parece bien que Jacobs haya causado tantos problemas.
Creo que todas hemos olvidado aquí lo que está bien —contesta—. ¡Y no nos importaría, si no fuera porque personas como usted vienen a recordárnoslo con su buena conducta!
Su voz es severa, tan acre como la de Jacobs, tan dura como la de la señorita Ridley. Me siento en su silla y poso las manos encima de la mesa, y al enderezar los dedos veo que me tiemblan. Digo que espero que no haya dicho en serio lo que ha dicho. ¡Ella responde al instante que sí! ¿Sé yo acaso lo terrible que es tener que oír, sentada en tu silla, cómo una mujer destroza su celda cuando estás rodeada de barrotes y ladrillos? Era como si te arrojaran arena a la cara y te prohibiesen pestañear. Era como un picor, como un dolor:— ¡O gritas o revientas! —dice—. ¡Pero cuando gritas te das cuenta de que eres… un animal! Viene la señorita Haxby, viene el capellán, viene también usted; y entonces no podemos actuar como animales, sino portarnos como mujeres. ¡Ojalá usted no hubiese venido!
Nunca la he visto tan nerviosa y ausente. Digo que si sólo se reconoce mujer por medio de mis visitas, vendré a verla más veces, no menos.
¡Oh! —exclama, agarrando las mangas de su vestido con tanta fuerza que los nudillos enrojecidos se le motean de blanco—. ¡Oh! ¡Es justamente lo que ellos dicen!
De nuevo empieza a deambular de un lado a otro, de la puerta a la ventana, y la luz de gas resalta con una nitidez extraordinaria la estrella de su manga, como si fuese un destello de advertencia. Recuerdo lo que ha dicho la señorita Haxby de que el arrebato de una reclusa a veces contagia a las otras. Lo más terrible es la idea de que a Santana la encierren en la celda oscura, Santana con un chaleco de fuerza y la cara vesánica y ensangrentada.
Digo, con voz muy serena:
¿Quién dice eso, Santana? ¿Se refiere a la señorita Haxby? ¿La señorita Haxby y el capellán?
¡Ja! ¡Ojalá dijeran algo tan sensato!
Calle —respondo. Temo que la oiga la señora Jelf. La miro. Sé muy bien de quién habla—. Se refiere a sus amigos espíritus.
Sí —dice—. A ellos. Ellos. Me han parecido reales aquí, por la noche, en la oscuridad. Pero hoy, en Millbank, se han vuelto de repente tan violentos y rudos que me han parecido endebles, casi un disparate. Creo que me he tapado los ojos con la mano.
Estoy muy cansada para sus espíritus hoy, Santana…
¡Usted está cansada! —exclama—. Usted, que nunca ha sentido que la presiona un espíritu, que le susurra o le grita, que la aferra con una mano opresiva… —Tiene ahora las pestañas humedecidas de lágrimas. Se ha detenido, pero todavía se abraza el cuerpo, todavía tiembla.
Le digo que no sabía que sus amigos eran una carga para ella, que creía que sólo eran un consuelo. Contesta, con voz desventurada, que sí la consolaban.
Sólo que vienen, como usted, y después se van, como se va usted. Y me dejan más atada, más desdichada, más como ellas que nunca —dice, y señala hacia las otras celdas.
Expele aire y cierra los ojos. Y mientras los tiene cerrados me acerco a ella por fin y le tomo las manos, con intención de calmarla por medio de un gesto corriente. Creo que ella se serena. Abre los ojos, sus dedos se mueven dentro de los míos, y noto que desfallezco al sentirlos tan rígidos y fríos. No pienso para nada en lo que debo o no debo hacer. Me quito los guantes, se los pongo a ella y vuelvo a tomarle las manos. «No debería», dice ella. Pero no retira las manos, y al cabo de un momento noto que flexiona un poco los dedos, como paladeando la sensación desconocida de los guantes contra la palma. Estamos así un minuto, quizá.
Quisiera que se los quedara —digo.
Ella mueve la cabeza—. Pues pida a los espíritus que le traigan unos mitones. ¿No serían más útiles que flores?
Se separa de mí. Dice en voz baja que se avergonzaría si yo supiera las cosas que ha pedido que le traigan los espíritus. Que les ha pedido comida, agua y jabón…, hasta un espejo, para verse la cara. Dice que le han traído todo eso, cuando han podido.
Otras cosas, en cambio…
Una vez les pidió llaves para todos los cerrojos de Millbank; y un conjunto completo de ropa normal, y dinero.
¿Le parece horrible?
Le digo que no, pero que me alegro de que los espíritus no la hayan ayudado, porque fugarse de Millbank sería sin duda cometer un gran error. Ella asiente.
Es lo que dijeron mis amigos.
Son muy juiciosos, entonces.
Lo son. Sólo que a veces es duro, sabiendo que podrían liberarme, que me retengan aquí, día tras día. —Debo de haberme envarado al oírle decir eso. Ella prosigue—: ¡Oh, sí, son ellos los que me retienen! Podrían liberarme en un instante. Podrían sacarme de aquí, ahora que estoy con usted. Ni siquiera los cerrojos serían un impedimento.
Se ha puesto sumamente seria. Retiro mis manos de ella. Le digo que piense en esas cosas, si le hacen más liviano el paso de las horas, pero que no debe pensar en ellas hasta el punto de que las demás —las cosas reales— se le vuelvan extrañas.
Es la señorita Haxby quien la retiene aquí, Santana. La señorita Haxby, el señor Schuester y todas las celadoras.
Son los espíritus —dice ella, con firmeza—. Me tienen aquí y me tendrán hasta…
¿Hasta qué?
Hasta que cumplan su objetivo.
Muevo la cabeza y le pregunto cuál es ese objetivo. ¿Se refiere a su castigo? Y si es así, ¿qué ocurre con Noah Puckerman? ¿No es más bien él quien debería ser castigado? Responde, casi con impaciencia:
¡No es eso, no hablo de esa razón, de la razón de la señorita Haxby! Hablo…
Habla de un objetivo espiritual.
Ya me habló de eso otro día —digo—. Entonces no lo entendí, y tampoco ahora. Y usted tampoco lo entiende.
Se ha separado un poco de mi lado; vuelve a mirarme y veo que su expresión ha cambiado y se ha tornado muy grave. Cuando habla, su voz es un susurro. Y dice lo siguiente:
Creo que empiezo a entenderlo. Y tengo… miedo.
Las palabras, su cara, la penumbra que se espesa; yo estaba incómoda y severa con ella, pero ahora le aprieto las manos de nuevo, le quito los guantes y le caliento los dedos con los míos un momento. ¿Qué es?, le pregunto. ¿De qué tiene miedo? No me responde, se limita a apartarse. Y al hacerlo sus manos se retuercen en las mías, los guantes se me caen y me agacho a recogerlos. Han caído a las losas frías y limpias. Y al recogerlos veo, junto a ellos en el suelo, una mancha blanca. La mancha reluce, y cuando la toco se resquebraja. No es cal de las paredes rezumantes. Es cera. Cera. La miro y empiezo a temblar. Me enderezo y miro a Santana. Ella ve mi cara pálida, pero no lo que he mirado.
¿Qué pasa? —dice—. ¿Qué pasa, Susan?
Sus palabras me estremecen, porque percibo, por detrás de ellas, la voz de Rachel; de Rachel, que una vez me puso este nombre sacado de un personaje de un libro, y a quien le dije que no podría encontrar un mejor nombre que el suyo, que le sentaba tan bien…
¿Qué pasa?
Deposito mis manos en ella. Pienso en Agnes Nash, la falsificadora que dice que oye voces de fantasmas en la celda de Santana.
¿De qué tiene miedo? ¿De qué…, de él? ¿Sigue viniendo? ¿Viene de noche, incluso ahora, incluso aquí?
Noto debajo de las mangas de su uniforme carcelario la carne enjuta de sus brazos y, bajo la piel, sus huesos. Ella contiene la respiración, como si le doliera, y al oírlo aflojo poco a poco mi presión y me alejo, avergonzada. Porque he pensado en la mano cerosa de Noah Puckerman. Y está guardada en una vitrina, a dos kilómetros de Millbank; y no es más que un molde hueco, que no puede lastimar a Santana. Y, sin embargo, sin embargo…, oh, hay en esto una especie de lógica espectral que se impone y me produce escalofríos. Era una mano de cera…, pero pienso en la sala de lectura. ¿Cómo será allí por la noche? Estará silenciosa, oscura y muy inmóvil; pero los estantes de moldes quizá no estén quietos. La cera quizá se tense. Quizá se tuerzan los labios en la cara del espíritu, quizá se muevan los párpados; el hoyuelo en el brazo del bebé se hará más profundo cuando el brazo se extienda; así lo veo ahora, en la celda de Santana, cuando me separo un paso de ella y me estremezco. Los dedos hinchados del puño de Noah Puckerman —¡los veo, los veo!— se están desplegando, se flexionan. La mano avanza palmo a palmo a lo largo del estante, los dedos arrastran la palma sobre la madera. Ahora están abriendo las puertas de la vitrina; dejan manchas en el cristal. Veo que todos los moldes empiezan a arrastrarse a través de la sala silenciosa; y a medida que avanzan se ablandan y se funden entre ellos. Forman un reguero de cera, lo veo rezumar hasta las calles, rezumar hasta Millbank, la prisión en silencio; el reguero recorre la lengua de grava, atraviesa las cárceles, se infiltra por las rendijas de los goznes de las puertas, las grietas de las cancillas, los portillos, el ojo de las cerraduras. La luz de gas aclara el color de la cera, pero nadie la mira, y cuando repta lo hace sin el menor ruido. Santana es la única, en toda la prisión dormida, que capta el deslizamiento imperceptible del reguero de cera sobre el pasillo enarenado de su pabellón. Veo el lento ascenso de la cera por los ladrillos encalados junio a la puerta de su celda, veo cómo empuja la hoja de hierro y cómo penetra en las sombras de la celda y cómo se condensa en el frío suelo de piedra. Lo veo crecer, al principio afilado como una estalactita, y endurecerse. Se transforma en Noah Puckerman, y abraza a Santana. Lo veo en un segundo con tal nitidez que me produce náuseas. Santana se me acerca de nuevo y yo me distancio; al mirarla me río, y mi risa es horrible.
No puedo ayudarla hoy, Santana —digo—. Quería consolarla. He acabado asustándome por nada.
Pero no era por nada. Sabía que no era por nada. La mancha de cera resalta, muy blanca, sobre el suelo de piedra, junto al talón de Santana; ¿cómo ha llegado hasta aquí? Ella da un paso y el dobladillo de su falda ensombrece la mancha y después la oculta. Me quedo allí un rato más, pero estoy mareada y distraída; al fin, me paro a pensar qué pasaría si una celadora pasara por delante de la celda y me viera en ese estado, tan pálida e incómoda. Pienso que vería algún signo en mí, desaliño o iluminación. Recuerdo que temí que mamá notase esto mismo cuando volví de visitar a Rachel. Llamo a la señora Jelf. Ella mira a Santana, sin embargo, en vez de mirarme a mí, y recorremos juntas el pasillo, en silencio. Sólo cuando llegamos a la puerta del fondo del pabellón se lleva la mano a la garganta y habla.
Me figuro que hoy ha encontrado nerviosas a las mujeres, ¿verdad? —dice—. Siempre lo están, pobres, cuando alguna estalla.
Y en ese momento me parece una canallada lo que he hecho, después de todo lo que me ha dicho Santana: ¡dejarla sola y asustada, y sólo por una pequeña masa de cera reluciente! Pero ya no puedo
volver donde ella. Me detengo, indecisa, delante de los barrotes y la señora Jelf me observa todo el tiempo con sus ojos oscuros, benévolos, pacientes. Digo que las presas sí estaban nerviosas; y que creo que López —Santana López— era la que estaba más nerviosa de todas.
Me alegra que sea usted, señora Jelf, la celadora que se ocupa de ella.
Baja los ojos, como con recato, y responde que le gustaría ser amiga de todas las prisioneras.
Pero respecto a Santana López…, bueno, señorita Pierce, no tenga miedo de que sufra daño mientras yo esté aquí para protegerla.
Introduce la llave en la puerta y veo que su mano grande se recorta pálida contra las sombras. Otra vez pienso en el reguero de cera y otra vez la cabeza me da vueltas. Fuera, el día es oscuro y una niebla espesa difumina la calle. El portero tarda en encontrarme un coche; cuando por fin subo a uno es como si yo transportara un jirón de niebla que se instala como un lastre en la superficie de mis faldas. Ahora la niebla sigue ascendiendo. Sube tan arriba que ha empezado a filtrarse por debajo de las cortinas. Cuando Kitty entra esta noche, enviada por mamá para que baje a cenar, me encuentra en el suelo, al lado del cristal, calafateando las fisuras del marco con fajos de papel. Me pregunta qué estoy haciendo; voy a atrapar un resfriado, voy a herirme las manos. Le digo que tengo miedo de que la niebla se cuele en mi cuarto, en la oscuridad, y me muera asfixiada.
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Mensaje por Marta_Snix Vie Mar 13, 2015 2:01 pm

25 de enero de 1873
Esta mañana he ido a ver a la señora Sylvester y le he dicho que tenía algo que decirle. Ella me ha preguntado si era algo sobre los espíritus, y cuando le he dicho que sí me ha llevado a su cuarto y me ha sentado con las manos en las suyas.
Me han visitado, señora Sylvester —digo. Al oírlo cambia de expresión. Veo quién piensa que ha sido y digo—: No, no era ella, sino un espíritu totalmente nuevo. Era mi guía, señora Sylvester. Era mi control, el que toda médium espera. ¡Ha venido y por fin se ha presentado!
Ella dice al instante que «él se ha presentado» y yo muevo la cabeza y digo:
Él, ella, sepa usted que en las esferas no hay estas diferencias. Pero este espíritu fue un caballero en la tierra y ahora está obligado a visitarme con esa forma. Ha venido con la intención de demostrarme las verdades del espiritismo. ¡Quiere hacerlo en esta casa, señora Sylvester!
Creí que se alegraría, pero no es así. Retira sus manos de las mías y se separa diciendo:
¡Oh, señorita López, sé lo que significa eso! ¡El fin de nuestras sesiones! Sabía que no debía retenerla, que al final la perdería. ¡Nunca pensé que llegaría un caballero!
He sabido entonces por qué me tenía tan cerca, para que me viesen sólo sus amigas. Me río y vuelvo a tomar sus manos.
No, ¿cómo va a significar eso? ¿Cree que no tengo poderes para todo el mundo y para usted también? ¿Va a pensar Sue que su mamá se irá otra vez de su lado y no volverá? ¡Pues yo creo que la mamá de Sue vendrá más fácilmente si tiene a mi guía para cogerla del brazo y ayudarla! Pero si no le permitimos que aparezca, mis poderes podrían verse afectados. Y en ese caso no sé qué pasaría.
Me mira y empalidece. Pregunta, en un susurro, qué debemos hacer. Le digo lo que he prometido: que ella tiene que mandar recado a seis o siete de sus amigas de que vengan para un círculo oscuro mañana por la noche. Que tiene que trasladar el reservado al segundo hueco, porque me ha parecido que el magnetismo es mejor en este lugar que en el otro. Que debe preparar un tarro de aceite fosforescente, con cuya luz se verá al espíritu, y que sólo tiene que darme un poco de carne blanca y de vino tinto.
Será un acontecimiento grande, increíble. Lo sé —le digo.
Pero no lo sé, y estoy asustadísima. No obstante, ella llama a Quinn y le repite mis instrucciones, y la propia Quinn va a las casas de las amigas de la señora Sylvester. Y al volver anuncia que son siete las personas que han dicho que vendrán, y también que la señora Morris le ha preguntado si puede traer a sus dos sobrinas, las dos señoritas Adair, que están pasando las vacaciones con ella y a
las que les gustan tanto como a cualquiera los círculos oscuros. Así que en total habrá nueve personas, que son más de las que solía aceptar incluso en la época en que no había ceremonia. La señora Sylvester me ve la cara y dice: «¿Cómo, está nerviosa? ¿Después de todo lo que me ha dicho?». Y Quinn dice: «¿Por qué está asustada? Va a ser maravilloso».
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