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FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
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FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 23
Podeis encontrar la 3º parte aqui: Amor y Honor
Hola de nuevo!! Para aquellas nuevas lectoras, esta es la 2º parte de otro FF, así que si no leyeron la primera parte, Honor, deben hacerlo antes de leer esta
Para aquellas personas con mala memoria o que no terminaron de relacionar a los personajes, os dejo un breve resumen, de alguno de los personajes que vimos en la 1º parte
- Santana López: Hija del Presidente de los Estados Unidos, su trabajo es su arte, es pintora. Los agentes del Servicio Secreto se referiran a ella como "Egret", cuando hablen entre ellos
- Brittany Pierce: Comandante, mujer al cargo de la seguridad de Santana López
- William Shuester: Jefe de Brittany Pierce
- Sam Evans: Mano derecha de Brittany Pierce, el segundo al mando cuando Brittany no está disponible, y persona de confianza de Brittany
- Rachel Berry: Encargada de una galería, mejor amiga de Santana López
- Paula Stark: Agente del Servicio secreto, una buena agente, según Brittany
- Marcea Casells: Madre de Brittany, pintora famosa, viuda.
Kitty: Chica de un servicio de "chicas de compañia" que suele usar Brittany
Estoy escribiendo el primer capitulo, cuando lo tenga os lo pongo ;)
Hola de nuevo!! Para aquellas nuevas lectoras, esta es la 2º parte de otro FF, así que si no leyeron la primera parte, Honor, deben hacerlo antes de leer esta
Para aquellas personas con mala memoria o que no terminaron de relacionar a los personajes, os dejo un breve resumen, de alguno de los personajes que vimos en la 1º parte
- Santana López: Hija del Presidente de los Estados Unidos, su trabajo es su arte, es pintora. Los agentes del Servicio Secreto se referiran a ella como "Egret", cuando hablen entre ellos
- Brittany Pierce: Comandante, mujer al cargo de la seguridad de Santana López
- William Shuester: Jefe de Brittany Pierce
- Sam Evans: Mano derecha de Brittany Pierce, el segundo al mando cuando Brittany no está disponible, y persona de confianza de Brittany
- Rachel Berry: Encargada de una galería, mejor amiga de Santana López
- Paula Stark: Agente del Servicio secreto, una buena agente, según Brittany
- Marcea Casells: Madre de Brittany, pintora famosa, viuda.
Kitty: Chica de un servicio de "chicas de compañia" que suele usar Brittany
Estoy escribiendo el primer capitulo, cuando lo tenga os lo pongo ;)
Última edición por Marta_Snix el Sáb Jul 20, 2013 5:38 pm, editado 4 veces
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
siii !! no puedo esperar para leer el siguiente cap!! :)
te espero :)
Besos
te espero :)
Besos
Alisseth***** - Mensajes : 254
Fecha de inscripción : 18/05/2013
FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 1
Capitulo 1
Sam Evans, sentado ante el puesto de control principal, levantó la vista cuando se abrió la puerta del centro de mando a las 6.25. Intentó reprimir una mueca, pero fracasó cuando reconoció a la mujer alta, esbelta y rubia que se dirigía con decisión hacia él. Se
levantó y extendió la mano con una sonrisa.
–Bienvenida, comandante.
Con un gesto cálido, la agente del Servicio Secreto de los Estados Unidos, Brittany Pierce, le dio la mano al atractivo agente, rubio y de aire juvenil.
–Me alegro de volver, Sam. –A pesar de las dificultades personales que, sin duda, encontraría, sabía cuánto lo deseaba.
La mujer echó un vistazo a la amplia habitación que ocupaba el octavo piso de un edificio de apartamentos de piedra rojiza que daba a Gramercy Park, en Manhattan. Casi seis meses antes había estado al frente de las tareas de seguridad que el Servicio Secreto
desarrollaba en aquel lugar, y no había esperado regresar, al menos no de forma oficial.
En principio no se había alegrado de que le confiasen la dirección de aquella unidad. Gran parte de su carrera había transcurrido en la División de Investigación del Servicio Secreto, siguiendo la pista al dinero falso que se utilizaba en las transacciones ilegales de drogas. Tras trabajar sobre el terreno con miembros de la Dirección Antidroga, de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego y del Departamento del Tesoro, consideraba la sección de protección del Servicio Secreto un lugar para principiantes y burócratas. No le interesaba proteger a diplomáticos, visitantes extranjeros y personajes de las familias de los políticos. Hasta este momento. Ahora, en cambio, le importaba muchísimo.
–¿Ha regresado ya Egret? –preguntó Cam, y encogió los hombros para sacudirse los residuos de rigidez del vuelo nocturno.
Estaba en Miami en un nuevo destino, tras la pista de una serie de fraudes hacendísticos que la agencia esperaba que condujesen a una red de importadores de cocaína, cuando la habían llamado a su antiguo puesto. Aquel cambio de órdenes era del todo inesperado, y le molestaba que le hubiesen ordenado presentarse en Nueva York inmediatamente, sin más explicaciones y sin un intervalo para recibir instrucciones en Washington. Nadie había dado a entender que hubiese problemas en aquel punto, pero eso no significaba nada. El gobierno federal dependía de múltiples agencias de seguridad con esferas superpuestas de intereses e influencias, y había interminables luchas por el control de territorios. Incluso los que necesitaban información crítica no la conseguían hasta que era demasiado tarde. Ella misma había experimentado ese desastre más de una vez. Y, en una ocasión, casi la había destruido.
–¿Un vuelo largo? –A Sam no le pasó por alto la tensión de su expresión.
–Lo normal. –Se sacudió la nube de fatiga, disipando los recuerdos al mismo tiempo. No permitiría más meteduras de pata allí habiendo algo (alguien) tan importante en riesgo. Averiguaría quién o qué estaba detrás de su traslado. Pero lo primero era lo primero. Tenía trabajo que hacer antes de su reunión inicial con la mujer a la que debía proteger. Una mujer que, en el mejor de los casos, colaboraba a regañadientes en su propia protección y que seguramente sería aún más reticente en aquellos momentos. Britt se centró de nuevo en Sam
–Necesito información antes de reunirme con ella. He estado volando casi toda la noche y no me han comunicado su localización.
–Ha vuelto al nido –afirmó Sam, señalando el techo del ático que ocupaba el piso superior del edificio–. Regresaron de China anoche muy tarde, pero Egret no quiso quedarse en Washington. Llegaron en coche a las tres. Eso no estaba en los planes.
–Supongo que algunas cosas no cambiarán nunca. –Britt sonrió para sí. “No para de recordarle a todo el mundo quién dirige realmente su vida.”
Sam cabeceó, pero no sonrió. Observó a su jefa muy serio durante unos momentos, procurando olvidar lo cerca que había estado de la muerte unos meses antes. Parecía sana y en forma, pero Sam sabía que sólo hacía seis semanas que había vuelto al servicio activo. Como siempre cuando estaba de servicio, iba impecablemente vestida, con un traje discreto y caro, y se veía capaz, competente y fría, cualidades que Sam le reconocía. También sabía por experiencia que resultaba difícil saber mucho más mirándola. Casi nunca revelaba lo que sentía, pero siempre decía lo que pensaba.
–El equipo se alegrará de su regreso –dijo Sam.
–¿Y usted, Sam? –Apoyó una cadera en el borde de la mesa y sus ojos celestes estudiaron los del joven–. Vengo a quitarle el sillón de mando.
–¿Se refiere al sillón de pinchos? –Se rió, sacudió la cabeza y se recostó en la silla giratoria mientras señalaba con la mano el conjunto de ordenadores, equipo audiovisual y dispositivos de satélite del Departamento de Policía de Nueva York y de la Jefatura de Tráfico de Nueva York situados sobre el largo mostrador que tenía delante. –Soy un hombre de información. Esto es lo que quiero hacer, y desempeñar su trabajo durante los últimos meses me lo han demostrado.
–Bien –dijo Britt con energía–. Me alegro de que le guste porque no hay nadie más importante que el coordinador de las comunicaciones y necesito al mejor.
–Gracias. –A Sam le gustaba que confiase en él–. Me hace un gran favor, comandante. No se me da bien el rollo de los VIP y, en esta misión, ésa es la clave.
A Britt no hacía falta explicarle que el trabajo requería saber tratar a personalidades de alto nivel. Era una de las razones de que desempeñase con acierto aquel destino en particular y también el motivo de que el que le esperaba a continuación fuese tan difícil.
Santana López, cuyo nombre en código era Egret, había pedido que Britt dejase la jefatura de su equipo de seguridad y se iba a disgustar cuando se enterase de que había vuelto. “Tiene todo el derecho a enfadarse –pensó Britt–. Mi regreso al puesto lo cambia todo. Dios, ¿cómo voy a explicárselo?”
Seis semanas antes habían pasado cinco noches juntas. Si hubiera sabido que volvería a encargarse del equipo de seguridad de Santana, tal vez hubiese hecho otra elección. “Sí, claro.” El rostro de Santana parpadeó unos momentos en su mente y la inmediata punzada de calor que acompañó a la imagen le indicó que se engañaba. La había deseado muchísimo en aquella ocasión. La deseó durante meses, demasiado para que el procedimiento o el protocolo la detuviesen. No sabía muy bien qué haría con aquellos sentimientos tras el cambio de circunstancias, pero lo que sí sabía es que tenía un trabajo que hacer. Britt se levantó de pronto.
–Los veré a todos a las siete en la sala de reuniones. Traiga lo que tenga de su itinerario de la semana, acontecimientos fuera de la ciudad en el futuro inmediato, todos los informes de campo problemáticos y pertinentes del tiempo que he permanecido ausente, y cualquier cosa que a usted le parezca que merece mi atención. He de ponerme al día a toda prisa antes de reunirme con ella esta mañana.
Sam asintió y observó cómo Britt se dirigía al pequeño cubículo de cristal que servía de sala de reuniones. Se fijó en que la mujer miraba con gesto indiferente a derecha e izquierda de la habitación, donde había varias zonas de trabajo divididas por paneles bajos. Sam sabía que estaba valorando el equipo de control que los hombres y mujeres bajo sus órdenes utilizaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar y proteger a la hija única del Presidente de los Estados Unidos.
A las siete en punto, Britt entró en la sala de reuniones con su segunda taza de café en la mano. Dejó la taza en un extremo de la mesa rectangular y contempló las caras vueltas hacia ella. Todas eran conocidas. No habían trasladado a nadie durante su ausencia, y eso le gustaba porque se trataba de buenos agentes, sin tacha. Lo había observado la primera vez que asumió el mando un año atrás, al exigir que pidiesen el traslado los que no se comprometiesen al cien por cien con la tarea de proteger a la hija del Presidente. Los que eligieron quedarse, demostraron un carácter a prueba de fuego.
–Y bien –comenzó, esbozando una leve sonrisa con la comisura de los labios–, por lo menos no tengo que aprender nombres nuevos. Podemos saltarnos las chorradas de las presentaciones e ir al grano. –Miró a Sam, que tenía delante un cúmulo de memorandos–. ¿Sam?
–No hay nada nuevo en el frente extranjero hasta el viaje a París con el vicepresidente y su esposa el mes que viene.
–De acuerdo. –Britt se acomodó en su silla con su agenda digital personal–. Necesitamos con antelación la información rutinaria sobre rutas de vehículos, hospitales locales y trayectos de los acontecimientos de cada día. Todo debería estar en la base de datos. Supongo que se alojarán en el Hotel Marigny, como siempre. Hay que confirmarlo.
Se volvió hacia el afroamericano con aspecto de universitario sentado a su izquierda, que dominaba nueve idiomas y poseía conocimientos de otros siete.
–¿Sigue haciendo usted el trabajo previo de los viajes al extranjero, Taylor?
–Sí, señora.
–Muy bien. Entonces, póngase en contacto con el secretario del Departamento de Protocolo de París para revisar el programa: cenas benéficas, visitas a museos, todo lo que hayan planeado. Quiero listas de invitados a todas las reuniones previstas y ubicación de asientos en teatros y cenas. –Los franceses tenían fama de cambiar los itinerarios en el último minuto, y París era una capital internacional en la que el terrorismo suponía una verdadera amenaza–. Sígalos de cerca. Asegúrese de que estamos al corriente cuando subamos al avión. No quiero que me sorprendan.
–Descuide.
–Fielding. –Cam miró a un pelirrojo corpulento sentado junto a Taylor.
–¿Sí, señora?
–Compruebe con sus compañeros de inteligencia que disponemos de las últimas noticias sobre actividad disidente en Francia, en particular sobre células activas en París. Quiero que proporcionen fotos y biografías a todos los miembros del equipo antes de nuestra partida. Sam programará una reunión informativa previa al vuelo la semana antes del mismo.
Taylor y Fielding asintieron y tomaron notas mientras Britt le indicaba a Sam que continuase. Sam repasó unos listados y dijo:
–En el plano doméstico, tenemos la inauguración de la Galería Rodman en San Francisco dentro de tres semanas.
–¿Dónde se alojará? –preguntó Britt con aire ausente, concentrada aún en los detalles de París. Los viajes internacionales colocaban en riesgo a las figuras políticas reconocibles y, cuando la persona en cuestión representaba a un país tan odiado como Estados Unidos, el riesgo aumentaba.
–Aún no lo sabemos. –Sam parecía incómodo.
Britt levantó la vista con los ojos entrecerrados.
–¿No lo saben? A estas alturas ya habrá hecho las reservas. ¿Quién se encarga de su itinerario?
Sam se puso colorado, pero no apartó la mirada. No había olvidado lo implacable que podía llegar a ser Britt cuando había un fallo de protocolo y se preparó para escuchar un rapapolvo.
–Lo lleva ella, comandante.
–Ella –repitió Britt, contrariada. Sabía condenadamente bien que no era culpa de Sam. Luchando con su carácter, cerró la agenda electrónica y se levantó–. ¿Hay algo urgente que el equipo deba discutir esta mañana, Sam?
–No, señora.
–¿Quién dirige el turno de día? –Miró a su equipo.
–Yo, señora. –La respuesta procedía de una mujer de rasgos suaves y cabello negro. Poseía las características de la típica americana seria y atlética que se identifica con las agentes del Gobierno, pero superadas por la sorprendente intensidad de la voz.
–Bien –dijo Britt con un breve gesto de asentimiento. Tras un error que casi había terminado con su carrera, Paula Stark se había mostrado fría y equilibrada. Era una figura fundamental como miembro del turno que pasaba casi todo el tiempo en contacto
directo con la primera hija–. Entonces, vaya a organizar su programa.
–Sí, señora –respondió Stark, levantándose.
–Sam –añadió Britt en tono crispado–, me gustaría hablar con usted, por favor.
Las sillas chirriaron cuando los agentes se apresuraron a salir de la sala de reuniones. Sabían que Pierce destrozaba a la gente cuando pensaba que se había bajado la guardia en la protección de la hija del Presidente, sin importarle lo difíciles que pusiera las cosas
Santana López. Cuando se quedaron solos, Britt miró a Sam y enarcó una ceja.
–Vale. ¿Quiere contarme qué demonios está pasando? Primero, me llaman sin explicaciones y sin avisar. Luego dice usted que Egret pasa por encima de los protocolos de seguridad normales. ¿Qué más hay que yo no sepa? No puedo trabajar a oscuras.
–Se lo contaría si pudiera, comandante, pero no sé por qué la han vuelto a llamar. –Desde el otro lado de la mesa miró los insondables ojos claros de Britt y eligió las palabras cuidadosamente. A Sam le gustaba Britt, la respetaba, le encantaba trabajar a sus órdenes. Pero no eran amigos. No compartían confidencias personales. No sabía a ciencia cierta qué relación había tenido Britt con la primera hija en el pasado–. Nadie me informó de que hubiera problemas, ni con mi dirección ni con ninguna otra cosa. En cuanto a la señorita López... –Se encogió de hombros con gesto exasperado–. La señorita López es difícil.
Britt estuvo a punto de sonreír ante semejante declaración, pero no lo hizo. Permaneció en silencio, observándolo y esperando el resto.
–Sigue resistiéndose a revelar sus planes o destinos. Se niega a hablar de sus relaciones... personales, y por tanto no contamos con servicios de inteligencia para paliar las posibles amenazas de esa parte. Esquiva nuestra vigilancia... –Se calló al oír una ligera maldición de Britt, y luego se apresuró a añadir–: No con frecuencia, pero sí a veces.
–¿Ha informado de eso? –preguntó Britt. Se frotó la cara un momento para luchar contra la fatiga. “Dios, ¡qué terca es Santana!”
Pero no la culpaba, realmente no. Vivir bajo la vigilancia constante de extraños resultaba agotador, incluso en circunstancias normales. Y las circunstancias de Santana López distaban mucho de la normalidad. Sam se enderezó.
–No señora, no lo he hecho.
–¿Motivos? –Lo miró con dureza. La infracción de la seguridad que Sam describía solía conllevar un nuevo destino para los agentes afectados, casi siempre con descensos de categoría. Pero conocía a Sam Evans y sabía que no burlaría las normas sólo para salvar el pellejo.
Sam la miró fijamente a los ojos y su voz sonó firme y rotunda.
–Colabora con nosotros casi siempre, y tomé por mi cuenta la decisión de que estaría más segura con nosotros que con sustitutos en los que no confiase. Aunque hubiera algunos problemas.
Britt estaba de acuerdo para sus adentros. Ella misma había tomado decisiones similares en cuestiones relativas a Santana. Si le hubiesen preguntado en el momento, no habría podido defenderlas, al menos según las normas. Pero a Santana López no se la podía manejar con el código en la mano.
–Supongo que será mejor que informe a Egret de que estoy aquí –comentó Britt. Se preguntó cuánto sabría Sam–. Más tarde repasaré con usted los planes para el resto de la semana.
Sam se levantó.
–Sí, señora.
Cuando la vio salir, Sam comprendió que el asunto de la infracción del protocolo estaba cerrado. El que había reclamado a Brittany Pierce para que volviese a encargarse de la seguridad de la primera hija sabía lo que hacía. Pierce entendía lo que significaba proteger a Santana López. Sam se preguntó por un instante qué sucedería en el piso de arriba, cuando Egret se enterase del cambio en el mando, y decidió que prefería desconocer cierta información. No podía testificar sobre lo que ignoraba.
Última edición por Marta_Snix el Mar Jul 30, 2013 5:29 am, editado 1 vez
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Si es mejor así la historias por separados jajajajaja ya ame el primer capitulo como reaccionara Santana al saber que Brittany esta de vuelta para su servicio de seguridad mucha intriga jejejejeje gracias por empezar la nueva historia y saludos :)
Keiri Lopierce-* - Mensajes : 1570
Fecha de inscripción : 09/04/2012
Edad : 33
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Qué pensará Santana ??? ojalá esté feliz con la llegada de Britt. :)
Alisseth***** - Mensajes : 254
Fecha de inscripción : 18/05/2013
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
ueeeeeeeeee continua la historia ^^
Haruka****** - Mensajes : 367
Fecha de inscripción : 19/12/2011
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
wow... espero ansiosa! jejejjeje
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
Fecha de inscripción : 06/07/2013
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Pues en este libro estoy igual que vosotras, solo leí el primero asi que todo lo que os vaya contando lo estaré descubriendo yo también, así que intentare no dejaros mucho con la intriga, así tampoco me quedo yo con ellaKeiri Lopierce escribió:Si es mejor así la historias por separados jajajajaja ya ame el primer capitulo como reaccionara Santana al saber que Brittany esta de vuelta para su servicio de seguridad mucha intriga jejejejeje gracias por empezar la nueva historia y saludos :)
Yo temo más la reacción de Britt y de su sentido del "honor"Alisseth escribió:Qué pensará Santana ??? ojalá esté feliz con la llegada de Britt. :)
Apunto de colgar el siguiente capitulo ;)Haruka escribió:ueeeeeeeeee continua la historia ^^
Tat-Tat escribió:wow... espero ansiosa! jejejjeje
Hoy seré buena y no os hare esperar mucho ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 2
[b style="mso-bidi-font-weight:normal"]Capitulo 2[/b]
Santana López, con unos vaqueros salpicados de pintura y una camiseta con las mangas y la mitad inferior rotas, contemplaba el lienzo cuadrado de metro y medio. Totalmente enfrascada, apenas se daba cuenta de que tenía un pincel en la mano. Avanzaba y retrocedía ante la obra inacabada con la mente vacía. Dejaba que el color, el movimiento y la profundidad de las imágenes se formasen sin dirección consciente. Cuando iba a añadir un matiz rojo en una esquina, sonó el timbre de la puerta.
–Maldita sea –murmuró mirando el reloj del extremo opuesto del loft. Pasaba un poco de las ocho de la mañana. Era demasiado temprano para una reunión con Sam, pero no podía ser nadie más. No esperaba visitas. Dejó el pincel y se limpió las manos con un paño suave. Luego se dirigió hacia la puerta mientras colocaba un mechón moreno suelto detrás de la oreja. Cuando, por costumbre, aplicó el ojo a la mirilla, la sorpresa la hizo parpadear y se detuvo con la mano en el pomo. Volvió a mirar, con el corazón acelerado, y se apresuró a abrir la puerta.
–¡Britt! –No intentó ocultar su placer, un fallo raro de su habitual reserva. Santana había aprendido a no manifestar sus emociones porque sus sentimientos eran el único ámbito privado que le quedaba.
Desde que tenía veinte años, su padre había sido una figura pública y, en consecuencia, también ella. Los desconocidos la fotografiaban, escribían sobre ella o querían acercársele, sólo por su padre. Con todo ese bombardeo de atención, nunca sabía si cuidaban realmente de ella o de su reputación. Brittany había sido distinta, y Santana le había dejado aproximarse.
–No me lo puedo creer. Dios, cuánto te he echado de menos.
A Britt se le aceleró el pulso. Habían pasado sólo seis semanas, pero parecían meses. Santana estaba tan hermosa como la última vez. Britt se fijó. Los cabellos morenos, abundantes y alborotados con un asomo de rizos, caían sobre su rostro como una melena ingobernable. Los relucientes ojos café y una sonrisa capaz de derretir las placas de hielo polar convertían en impresionante una cara de por sí atractiva. El cuerpo engañosamente ligero ocultaba músculos bien tonificados. Y, debajo de todo aquello, una ferviente sensualidad convivía con una voluntad férrea. Increíble.
–Hola, Santana. –Britt deseaba tocarla, pero no podía. No quería hacerle daño, aunque sabía que estaba a punto. Su cara apenas reveló deseo ni pena mientras esbozaba una leve sonrisa.
Santana se encontraba demasiado inmersa en el placer de verla para percibir la tenue reserva del tono de Britt. Extendió la mano, tomó la de la agente y la arrastró hacia el loft, cerrando la puerta de golpe. Al momento, sus manos recorrieron el pelo de Britt, sus labios la boca de Britt y su cuerpo se apretó contra el de Britt, acorralándola junto a la pared. Cuando dio satisfacción temporal a la necesidad de saborearla, se apartó un milímetro y susurró:
–Lo he echado tanto de menos... Parece una eternidad.
–Santana... –Britt hizo un enorme esfuerzo para controlarse. El inesperado ataque se había grabado en su cabeza. Y en otros lugares. El deseo formaba un nudo en su estómago, y le hervía la sangre. Se sentía hinchada y llena de excitación.
Cabeceó para calmar su deseo. Tenía que decírselo, y enseguida, porque le faltaban fuerzas para resistir. No quería resistir.
–Yo...
–¿Cuándo has vuelto? –Santana abrazó a Britt por la cintura y apretó las caderas contra ella–. Creí que seguías con ese caso de Florida. ¿Ya lo has resuelto?
Mientras hablaba, Santana empezó a desabotonar la camisa de Britt con una mano. Pensaba pasar el día pintando, pero eso había sido antes. Le temblaban los dedos de lo loca que estaba por ella. Sólo habían pasado unos días juntas, semanas antes. Cinco breves días después de casi un año de negar la creciente atracción que había entre ellas. Britt se había ido a Florida, y Santana había acompañado a su padre al sudeste de Asia. No hablaron del futuro, no habían tenido tiempo, pero nada de eso importaba en aquel momento.
–Dios, cómo te deseo –susurró Santana con voz ronca. Nadie, nadie la había hecho sentir así antes, desear de aquella forma o sufrir tan profundamente. Era más que sexo, más que intimidad.
Britt creaba una combinación explosiva de las dos que la abrasaba y la dejaba siempre hambrienta.
–Santana –murmuró Britt sujetando la mano que se movía en su camisa–. Espera.
–Demasiado tarde. –Santana emitió una risa gutural y grave y separó el muslo de Britt. La presión añadida entre sus piernas la hizo jadear y cerró los ojos con el ardor de la excitación–. Oh, Dios. Demasiado tarde, cariño. Necesito sentir tus manos sobre mí. Ahora, estoy a punto.
–Estoy trabajando, Santana –dijo Britt suavemente, dándose cuenta de que Santana, estremecida y ansiosa, no percibía su propia respuesta urgente. Temblando y mareada, tragó un gemido cuando Santana se abalanzó otra vez sobre ella–. No podemos.
–No importa que llegues unas horas tarde adondequiera que vayas. Ahora eres directora regional –murmuró Santana, que no escuchaba nada, salvo la necesidad que brotaba de su pelvis–. No puedo esperar.
“Nunca me lo perdonará.” Britt acercó los dedos a la muñeca de Santana y la rodeó con ternura.
–Estoy trabajando ahora, Santana. Aquí.
Había algo en el tono de Britt que penetró al fin en la conciencia de Santana, un atisbo de compasión que eclipsó el deseo que Santana notaba en el cuerpo de Britt. Retrocedió un paso con esfuerzo para que sus cuerpos perdiesen el contacto. Le temblaban las manos. Sufrió un leve estremecimiento, pero ignoró rotundamente las oleadas de persistente excitación.
–¿A qué te refieres? –preguntó Santana con una voz teñida por una calma antinatural.
Buscó en los ojos de Britt una respuesta, porque los ojos de Britt jamás mentían. A ella no. Y lo que vio la hirió en lo más profundo. La hirió de una forma que había creído que nunca volvería a sentir.
–Condenada –susurró Santana sin saber a cuál de las dos se refería–. ¿Qué has hecho?
–Me han destinado aquí de nuevo, Santana. Contigo. –Britt observó cómo Santana retrocedía, obligada a soltarla–. “Dios, no había pensado que fuera tan difícil. Necesito un poco de tiempo para saber qué pasa. Luego se lo explicaré, haré que lo entienda.”
–Santana...
–¿Cuándo? –Interrumpió Santana en tono frío, y se alejó.
Necesitaba espacio entre ellas. Tenía que dejar de desearla para pensar–. ¿Cuándo te enteraste?
–Ayer.
–¿Y dijiste que sí? ¿Sin hablar siquiera conmigo? –“¿Y qué hay de lo nuestro? ¿No significó nada para ti? Creí... Oh, ¡qué tonta fui al pensar...!”
–Santana, por favor –dijo Britt en voz baja–. No había tiempo. Recibí una orden de mis superiores informándome de que el Presidente de los Estados Unidos requería que asumiese la responsabilidad de la seguridad de su hija. No podía negarme.
–Claro que podías –repuso Santana con amargura–, si hubieras querido. Hay montones de personas para ese trabajo. Sam lo estaba haciendo muy bien. –“¡No hagas esto; por favor, no hagas esto.”
–No es tan fácil –replicó Britt, aunque sabía que las palabras no servirían de nada. No sabía cómo explicar que una parte de ella no quería que otro hiciese el trabajo. No podía explicar que todos los días, mientras estaba en otra parte, haciendo cualquier otra cosa, se preocupaba por Santana. No se olvidaba de que había un sujeto no identificado que acechó a Santana, le hizo fotos, le dejó mensajes y había acabado por dispararle... y seguía allí fuera. Britt quería estar con ella. Necesitaba estar con ella–. No es cosa nuestra.
–No, nunca lo es. –Santana se apartó, luchando con la decepción y la traición.
Era evidente que lo que Santana pensaba que existía entre ellas se había acabado. Brittany Pierce no pertenecía al grupo de las mujeres que comprometían su ética profesional manteniendo una relación clandestina con alguien al que se suponía que debía proteger. Habrían tenido dificultades para verse en cualquier circunstancia, pero en aquélla resultaba imposible. Santana se tragó su orgullo e hizo un último intento de deshacer lo que había hecho. Tomó la decisión sin tener en cuenta sus sentimientos, como tantas otras de su vida.
–Puedo hablar con mi padre –afirmó Santana, disimulando el matiz de esperanza de su voz–. El director de seguridad nombrará a otra persona para dirigir el equipo.
–Lo siento. –Britt luchó para no dejarse arrastrar. Por mucho que Santana intentase disimularla, Britt percibía su angustia. –Me han llamado por algún motivo. Aún no sé cuál es, y tampoco lo sabe Sam. Hasta que lo averigüe, preferiría que no dijeses nada.
–¿Es eso lo que quieres?
–No pretendo hacerte daño, pero tu seguridad está por encima de todo lo demás.
–Eso no es una respuesta, sino una excusa. Contéstame, Britt. ¿Dirigir mi equipo de seguridad es más importante que nosotras?
–Sí.
En el rostro de Santana no había expresión.
–Bueno, entonces ya está, ¿no?
–Lo siento –repitió Britt, reacia a ofrecer más excusas que sólo servirían para que las dos se sintiesen ofendidas.
De cara al futuro no tenía opciones, salvo asumir la responsabilidad que le habían encomendado. Tenía que averiguar qué sucedía. Pero al ver cómo los ojos de Santana se enfriaban se conmovió. No soportaba la idea de perderla y aún así hacer lo que debía.
–No hacen falta disculpas, comandante –dijo Santana en tono despectivo–. Ambas sabemos lo importante que es su trabajo para usted. Y ahora, si no le importa, estoy ocupada.
Britt procuró mantener el tono neutral.
–Lo comprendo. Tengo que hablar de los planes para el resto de la semana con usted.
Santana pasó por delante de ella, procurando no tocarla, y abrió la puerta.
–En ese caso vuelva esta tarde para hacer la revisión del programa.
–Como quiera –dijo Britt, resignada, y salió al vestíbulo.
El silencio que siguió cuando se cerró la puerta sólidamente tras ella contenía más soledad de la que nunca hubiera imaginado.
–Sam –dijo Britt a su transmisor mientras llamaba al ascensor tras salir del apartamento de Santana.
–Adelante, comandante. –Sam comprobó automáticamente el monitor que ofrecía supervisión visual del vestíbulo en el que se hallaba el ascensor. Sus ojos se trasladaron a la pantalla aneja, que mostraba el interior del ascensor, cuando Britt entró en él.
–Llámeme a mi apartamento –ordenó con voz lacónica–. Es la misma dirección de antes. Alguien ha movido los hilos para hacerme regresar.
Quería ducharse, cambiarse de ropa y unos minutos para sí misma. Necesitaba desprenderse de la decepción de Santana y del dolor que había en sus ojos. Tenía que reunirse con ella más tarde para confirmar la agenda de las semanas siguientes y debía controlarse para cuando tuviera que hacerlo. En el preciso instante en el que vio a Santana López, se sintió atraída hacia ella. Por sentido del deber, había ignorado aquellos sentimientos durante meses. Pero, a medida que pasaba el tiempo, había llegado a conocerla y el deseo se había convertido en cariño. No había podido resistir las exigencias de su cuerpo y las ansias de su corazón y, al final, había sucumbido. Al final, la había tocado. Pero entonces era distinto: no estaba encargada de protegerla. Durante aquellos cinco días no había sido una agente del Servicio Secreto ni Santana la primera hija. Ahora, todo había cambiado: volvía a tener la responsabilidad profesional de la seguridad de Santana. Debería aprender a vivir con su necesidad, puesto que no iba a poder tocarla de nuevo. Ya sentía el dolor de la pérdida.
Sam estudió el rostro de Britt en el monitor e, incluso con la leve distorsión de la transmisión de la imagen, percibió la tensión que reflejaba la mandíbula y la severa línea de la boca. “Vaya, vaya. Las cosas no deben de haber ido nada bien con Egret.” No le sorprendía. Brittany Pierce había recibido un disparo cuando estaba de servicio, mientras protegía a Santana. Un disparo en vez de Santana López, pues se puso delante de ella e interceptó la bala del rifle de un francotirador. La comandante no recordaba la horrible escena en la que yacía sangrando en la acera, mientras los agentes rodeaban a Egret y la arrastraban a cubierto. Sam se acordaba muy bien. Se acordaba de cómo gritaba la hija del Presidente el nombre de Britt cuando ésta cayó y de cómo se debatió para desprenderse de los brazos que la sujetaban, para reunirse con la agente moribunda, sin importarle su propia seguridad. Se acordaba de que había permanecido sentada dos días junto a la cama de Britt, mientras la vida de la agente pendía de un hilo. Y también sabía que Santana López había exigido que retirasen a Sam de su equipo de seguridad cuando se recuperase. Entendía que la nueva disposición de las cosas no le hiciese feliz.
–Tiene concertada una reunión con Egret a la una en punto – informó Sam mientras repasaba los asuntos del día impresos en una tablilla junto a su mano derecha. En caso de duda, se seguía el procedimiento.
–Lo sé –afirmó mientras recorría el vestíbulo a paso rápido y saludaba con un breve gesto al portero, que se apresuró a abrirle la doble puerta de cristal.
Una vez fuera, se detuvo bajo el toldillo verde y supervisó los tejados, apenas visibles entre los árboles, de los edificios del otro lado del parque. Regresaba por primera vez desde que le habían disparado. Contempló la acera y recordó ver la fina niebla roja en sus manos y el claro cielo azul en lo alto, mientras yacía boca arriba, sintiendo cómo la vida la abandonaba. Se estremeció ligeramente al pensar que aquel día le podría haber tocado a Santana y no a ella. Luego descartó el recuerdo y cruzó la calle para dirigirse a su apartamento, situado al otro lado de la plaza. Tras sacarse la chaqueta y desprenderse de la pistolera, se acercó a las ventanas que daban a Gramercy Park, frente al Aerie. Mientras miraba el ático de Santana, pensó en ella y en aquel espacio que debería ser un refugio. Las ventanas del loft de Santana que daban a la calle tenían cristal antibalas, la escalera de incendios finalizaba un piso más abajo del suyo, y en las claraboyas del techo se entrecruzaba una malla de titanio fundido que sólo se podía romper con un soplete. “Una fortaleza pija, pero también una prisión disfrazada.”
A Brit no le extrañaba que Santana odiase el lugar. Ni siquiera le extrañaba que se enfadase con ella. Ojalá pudiera cambiar las cosas, pero nadie podía controlar los acontecimientos de la vida de Santana. Apartó la imagen de la sonrisa de Santana y el recuerdo de ella entre sus brazos. Desearla no ayudaría a ninguna de las dos.
Después de la marcha de Britt, Santana permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, escuchando el zumbido lejano del ascensor que subía hasta el átoco para recoger a Britt. Mucho después de saber que Britt se había ido, seguía esperando, estúpidamente, el regreso de la agente. Cuando al fin se volvió hacia el loft vacío, logró sustituir el deseo por furia, un antídoto familiar contra la decepción. Ojalá pudiese convencer a su cuerpo de que ya no le importaba. Britt había aparecido aquella mañana de forma tan inesperada que Santana se había limitado a reaccionar. Pocas mujeres la excitaban tanto como Santana López con poco más que una sonrisa. Por eso su jefa de seguridad resultaba tan apabullante. Santana se había empeñado en mantener a todo el mundo a distancia, tanto física como emocionalmente, pero con Britt fracasaba. Se había excitado
en un segundo, sólo con verla en el vestíbulo. Recorrió el loft, sintiendo aún las punzadas del deseo. Estaba furiosa consigo misma porque incluso la respuesta automática de su cuerpo le parecía una traición.
–Una ducha –murmuró, y se despojó de la ropa mientras atravesaba la zona divisoria hasta el rincón próximo a su dormitorio.
Giró el disco de la ducha, se colocó bajo el chorro frío y la respiración se le cortó al primer contacto. La reciente estimulación había dejado sus pezones hinchados y suaves, y la humedad que sentía entre las piernas no se debía a los chorros de agua que corrían por su cuerpo. Se apoyó en la pared y dejó que la cálida cascada la envolviese. Cerró los ojos, lo cual fue un error. En cuanto se rindió al relajante contacto del agua en su piel, vio el rostro de Britt. Sentía el cuerpo de Britt sobre el suyo, se acordaba de cómo se habían apretado contra la pared. Imaginó las manos de Britt sobre ella, como las había imaginado tantas veces durante las semanas que habían estado separadas. Generalmente, aquellos recuerdos producían sólo un agradable regusto de placer, pero estaba excitada, dolorosamente excitada. Era como si los pinchazos de calor en su piel la golpeasen de forma directa entre las piernas, y la hormigueante presión de aquel lugar derrumbó su autocontrol. “No pensaré en ella.”
Cogió jabón y se enjabonó el cuello y el pecho, pasando las manos sobre los senos y el estómago. El temblor de los dedos al rozar los pezones le cortó el aliento. Inconscientemente, tomó un pezón entre el pulgar y el anular y lo apretó, arqueando un poco la espalda bajo el chorro de agua caliente mientras el agudo puntito de dolor-placer recorría su columna vertebral. Era sensacional, maravilloso; levantó las manos y acogió en ellas ambos senos, apretándolos mientras retorcía rítmicamente sus pezones erectos hasta que lo único que sintió fue un placer firme y ardiente bajo las yemas de los dedos.
Con piernas temblorosas, apoyó los hombros en la pared trasera de la ducha. Le dolían las entrañas. Mientras se masajeaba los pechos con una mano, apretó el estómago con la otra, rozando la piel ligeramente con los dedos, que se movían cada vez más abajo. Le latía el pulso entre las piernas como un segundo corazón. Sabía lo difícil que era, había sentido la hinchazón mientras separaba el muslo de Britt. Si se tocaba, no podría parar. Había estado a punto cuando sus labios rozaron la boca de Britt. “Siempre estoy dispuesta para ella.” Imaginó los dedos de Britt donde los suyos jugueteaban con el pelo de la base de su vientre y sintió una punzada en el clítoris.
–Oh, Dios –susurró, estremeciéndose al recordar. Tenía que aflojar la presión, no podía pensar en otra cosa. Los dedos se deslizaron más abajo, uno a cada lado del clítoris distendido.
Arqueó las caderas cuando lo apretó un poco, y tuvo que sujetarse con un brazo contra la pared para no caer. En su mente no había nada más que la exquisita sensación de sus dedos frotando la carne rebosante de sangre. Apenas se daba cuenta de que le temblaban los músculos y de la creciente presión del orgasmo que se aproximaba. Débilmente, se oyó a sí misma gemir con cada caricia burlona. Con el cuello arqueado, movió las caderas sin parar adelante y atrás mientras su mano se movía más rápido entre las piernas, abrasando sus nervios. Cuando el infierno brotó en su pelvis y se extendió por sus venas, ahogó un grito; y los dedos siguieron apretando con cada espasmo, ordeñando cada pulsación hasta el final. Cuando las contracciones disminuyeron, se dobló débilmente bajo el chorro con los brazos extendidos y las manos apoyadas en la pared, casi incapaz de sostenerse. Su cuerpo estaba satisfecho, pero ella no había obtenido satisfacción del acto. Seguía sintiendo vacío.
–Maldita seas, Brittany –susurró.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Ohhh por Dioos San va a flipar cuando se entere de que Britt ha vuelto pero... Ella es la mejor para desempeñar ese papel y ya conoce a todo el equipo!!!
Ok esto ha sido muy fuerte, pobre San... Y pobre Britt, no pueden estar juntas y ahora sera mas dificil...
Sam es bien observador por lo que veo, algo me dice que el regreso de Britt no es casualidad
Ok esto ha sido muy fuerte, pobre San... Y pobre Britt, no pueden estar juntas y ahora sera mas dificil...
Sam es bien observador por lo que veo, algo me dice que el regreso de Britt no es casualidad
aria- - Mensajes : 1105
Fecha de inscripción : 03/12/2012
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Hola aqui siguiendote a sol y a sombra jajaja!!!
que complicada es la situacion ahora!!
Saludos
que complicada es la situacion ahora!!
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
2 parte yes!!!! y bueno ya se sabia que la vuelta de britt para santana no iba a ser buena despues de esos lindos dias que pasaron en un rato se acabo todo..... a ver que pasara ahora. Debo decir que los ultimos capitulos de Honor me olvide del malestar y lograste sacarme una sonrisa porque britt habia cedido y no le importaba nada. Muy buenos los cap .
Flor_Snix2013***** - Mensajes : 230
Fecha de inscripción : 28/06/2013
Edad : 26
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Volvemos al principio de la 1º parte...aria escribió:Ohhh por Dioos San va a flipar cuando se entere de que Britt ha vuelto pero... Ella es la mejor para desempeñar ese papel y ya conoce a todo el equipo!!!
Ok esto ha sido muy fuerte, pobre San... Y pobre Britt, no pueden estar juntas y ahora sera mas dificil...
Sam es bien observador por lo que veo, algo me dice que el regreso de Britt no es casualidad
Sam debe ser observador es su trabajo
Hola de nuevo!! Me alegro que estes aqui también y sí, todo se complica, las chicas tienen dificil estar juntasmonica.santander escribió:Hola aqui siguiendote a sol y a sombra jajaja!!!
que complicada es la situacion ahora!!
Saludos
Flor_Snix2013 escribió:2 parte yes!!!! y bueno ya se sabia que la vuelta de britt para santana no iba a ser buena despues de esos lindos dias que pasaron en un rato se acabo todo..... a ver que pasara ahora. Debo decir que los ultimos capitulos de Honor me olvide del malestar y lograste sacarme una sonrisa porque britt habia cedido y no le importaba nada. Muy buenos los cap .
Me alegro haber podido hacerte olvidar el malestar un poco. Espero pronto te vuelva a hacer sonreir ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 3
Capitulo 3
A las 12.55 Britt se dirigió al edificio de Santana para reunirse con ella. Y ocurrieron dos cosas al mismo tiempo: el audífono conectado al transmisor de radio dio señales de vida mientras veía cómo Santana López paraba un taxi, se deslizaba en el asiento posterior y desaparecía cuando el vehículo se mezclaba con el tráfico.
–Comandante, se informa de que Egret vuela sola –dijo la voz de Sam–. Hemos enviado la unidad uno, pero no la localiza visualmente.
Britt dio la vuelta bruscamente, salió a la calle y paró uno de los numerosos taxis que pasaban poniéndose delante, de forma que el vehículo tuvo que detenerse. Abrió la puerta y, con la mano extendida, mostró la placa.
–Necesito que siga a ese taxi de ahí delante.
El taxista la miró, asombrado.
–Está de broma, ¿verdad?
Britt negó con la cabeza y se sentó al lado del hombre, mientras seguía con los ojos al taxi de Santana, que daba la vuelta a la plaza.
–Ojalá. Va a perderlo si no se pone en marcha.
La absoluta serenidad del rostro de Britt y la calma antinatural de su voz hicieron que el taxista reaccionase. Se enderezó y, sujetando el volante con fuerza, ejecutó una representación de la conducción en Nueva York que en Daytona le habría valido un trofeo. Frenó a tres metros, con veinticinco segundos de diferencia, del taxi que había llevado a Santana a un pequeño café del centro de Greenwich Village.
–Gracias. –Britt le dio un billete de veinte dólares al salir.
El taxista se inclinó en el asiento para mirarla. Los rasgos esculpidos, el cabello rubio y la voz profunda le resultaban familiares, y creyó entender lo que pasaba.
–Está haciendo una película, ¿verdad?
Britt no respondió. Ya había cruzado parte de la acera. En cuanto entró en el pequeño café, localizó a Santana, acompañada por otra mujer, ante una mesa de dos en la parte de atrás. Santana alzó la vista al oír la campanilla de la puerta y sus ojos tropezaron con los de Britt, pero no dio señal de reconocerla. Britt avanzó entre las escasas mesas hasta el mostrador y pidió un café exprés doble. Mientras esperaba, echó un vistazo al local y se fijó en la ubicación de las salidas y en la posición de los pocos clientes, la mayoría de veintitantos años, que leían periódicos o trabajaban con sus ordenadores portátiles. Pagó, cogió la taza de café y se sentó en el extremo opuesto a Santana. Eligió una mesita circular en la parte delantera, de espaldas a la pared. Desde allí podía vigilar la puerta principal y la de atrás y a todos los que se encontraban en el establecimiento sin entrometerse en la conversación de Santana. Habría preferido tener un coche fuera por si debía salir a toda prisa y esperaba que la unidad uno, Paula Stark y su compañero, llegasen en cualquier momento. Se habían metido en uno de los Suburban camuflados apostados frente al edificio de Santana cuando la chica subió al taxi. Afortunadamente, la mayoría de la gente no reconocía a Santana cuando salía con ropa informal: sin peinar y con muy poco o ningún maquillaje. Aquel día, con vaqueros, un jersey marinero con el cuello en pico encima de la camiseta blanca y unas botas raspadas, se parecía a los jóvenes del barrio. La gente de la calle solía reconocer a los personajes públicos sólo cuando iban ataviados oficialmente y se encontraban en los lugares apropiados. Ese hecho facilitaba el trabajo de Britt, porque Santana, desde luego, no lo hacía.
–¿Comandante? –preguntó la voz de Paula Stark en su oído.
–Sí –murmuró Britt, e inclinó ligeramente la cabeza mientras
Stark la informaba de su posición. Le dio a Stark su localización exacta y la advirtió de que se quedaría dentro con Blair–. Que el coche esté fuera.
–Entendido –repuso Stark con aire taciturno, imaginándose el cabreo de la comandante al ver que habían dejado que Santana López saliese del edificio sin escolta. La hija del Presidente no había recurrido a uno de sus viejos trucos, sino que había llamado el ascensor y anunciado que iba al vestíbulo a recoger el correo: por eso no tenían el coche fuera con antelación. Cuando se dieron cuenta de que había salido del edificio y estaba parando un taxi, perdieron dos minutos de movilización. Stark suspiró y se recostó para vigilar la puerta del café y a la gente que entraba y salía. Cuarenta minutos después, la monumental morena que estaba con Santana atravesó el local y se dirigió a la mesa de Britt. Se inclinó lo suficiente para mostrar un escote que no se podía ignorar y dijo con voz grave y gutural:
–¡Qué alegría volver a verla, comandante! Santana me ha contado que está de nuevo al cargo de su seguridad.
Britt se movió levemente para no perder de vista a Santana.
–Yo no lo diría exactamente con esas palabras, señorita Berry –repuso Britt con una ligera sonrisa y los ojos clavados en Santana, que estaba recogiendo sus cosas.
–En realidad, tampoco Santana lo expresó de esa forma. Lo describió de una manera más... llamativa –comentó Rachel Berry con aire provocativo. Se había dado cuenta de que Santana había estado a punto de llorar durante gran parte de la conversación, pero no sabía muy bien si eran lágrimas de ira o de dolor. Aunque tuviera razón, comprendía que Santana nunca se dejaría llevar por el llanto, sobre todo cuando la mujer causante de su disgusto se encontraba sentada a apenas cinco metros de distancia. Sólo alguien que conociera a Santana muy bien habría entendido lo destrozada que estaba. Rachel lo entendía porque Santana y ella eran amigas desde la adolescencia en la escuela preparatoria y porque, seis semanas antes, Santana le había pedido que le dejase utilizar su apartamento mientras ella viajaba a Europa.
Hacía mucho tiempo que Santana no llevaba a una amante a casa de Rachel, porque Santana casi nunca se acostaba con alguien más de una vez y no solía planearlo con anticipación. No le hacía falta planear una relación anónima con una mujer a la que conocía por casualidad en un bar oscuro o en una reunión benéfica de alta sociedad. Cuando Rachel le había preguntado a quien pensaba seducir, el silencio de Santana había resultado elocuente. Quienquiera que fuera, le importaba. En aquel momento, Rachel se daba perfecta cuenta de quién había sido la mujer. Durante un breve instante de locura, mientras contemplaba a la tremendamente atractiva y rubia agente de seguridad, le pareció que cometía el error más grande de su vida. Si Britt prefería ser la protectora y no la amante de Santana, al margen de la nobleza de sus motivos, Santana nunca se lo perdonaría. Pero Rachel sabía que la mujer no diría nada, ni en aquel momento ni nunca, y no se sentía muy orgullosa de los motivos de aquel silencio. A pesar de su larga amistad con Santana, siempre las habían atraído las mismas mujeres, y en casi todas las ocasiones se habían tomado la competición de buen grado porque resultaba divertida: la caza, la seducción, la consumación. Aquello era distinto. Para que Santana admitiese el menor sentimiento hacia una mujer, tenía que tratarse de algo serio. Y, aún sabiéndolo, Rachel no podía negar la rápida punzada de atracción que notaba cada vez que veía a Brittany Pierce.
–Me alegro de volver a verla –dijo Britt levantándose y sin desviar la atención de Santama, que se dirigía a la puerta principal–. Le ruego me disculpe. –Se apartó para seguir a Santana.
Ya en la calle, Santana se había vuelto y observaba cómo Britt salía por la puerta. Al mismo tiempo, Paula Stark abandonaba el coche aparcado frente al café. Britt le hizo un gesto a Stark y se acercó a Santana.
–Nos lo pone difícil cuando no sabemos adónde va –afirmó Britt en voz baja, aunque sabía perfectamente que Santana se daba cuenta.
–Las reglas de este compromiso pueden cambiar en cualquier momento. –Santana se encogió de hombros sin conseguir reprimir el tono de amargura de su voz–. Es lo justo.
Britt asintió y se topó con la mirada encendida de Santana.
–Sé que debe hacerse así y lo siento. De ahora en adelante, tendremos que afrontarlo.
–No, no tenemos que hacerlo. Usted ha tomado la decisión, y yo la llevaré como quiera. –Santana sacudió la cabeza con gesto despectivo, dio la vuelta y se alejó por la acera.
“Maldita.” Britt la alcanzó y se mantuvo a su altura, colocándose automáticamente entre Santana y la calle. Sin necesidad de mirar, sabía que Stark y su compañero las seguían en el vehículo camuflado.
–No tiene sentido que se ponga en peligro porque se ha enfadado conmigo, Santana –insistió Britt–. Si nos deja hacer lo que tenemos que hacer, nos meteremos en su vida privada lo menos posible.
Santana se detuvo de pronto y miró a Britt, sin hacer caso de la gente que se quejaba porque había tenido que pararse junto a ellas en la estrecha acera. Con un tono bajo y sereno, preguntó:
–Comandante, ¿no se le ha ocurrido que tal vez quiera que se meta en mi vida privada? Usted. No desconocidos las veinticuatro horas del día. Sólo usted.
Britt se pasó una mano por el pelo, luchando al mismo tiempo con la frustración y el genio. Quería explicarle a Santana que ella le importaba, que no había planeado que sucediera aquello y que era una tortura verla y no poder tocarla.
–Santana...
Alguien la empujó por los hombros al pasar, y ella maldijo para sí. Una acera no parecía el lugar adecuado para aquella discusión. Si hubiera controlado sus emociones la primera vez que le asignaron la seguridad de Santana López, no sucedería nada de aquello. Primero había cedido a la atracción física, y luego a la relación emocional. Y las había enredado en una situación para la que no había reglas, sólo un desastre potencial. Hizo una mueca porque percibió el dolor en los ojos de Santana, y en aquel momento no podía permitirse el lujo de dar explicaciones. Al menos en aquel lugar y en aquella circunstancia.
–¿Podríamos hablar de esto en un punto más seguro?
Santana se rió con pena, incapaz de contenerse. Si de algo se podía estar segura con Brittany Pierce era de que nunca nada, ocurriese lo que ocurriese, interfería con su deber. Y odiaba ser el deber de Brittany Pierce. Se puso en marcha otra vez.
–No creo que quede nada pendiente. Ha tomado una decisión. No tengo intención de cambiar de vida para facilitarle la suya. Y ahora, si me disculpa, voy al gimnasio a darle una zurra a alguien.
–¿A Ernie’s? –preguntó Britt, recordando el agujero del tercer piso que Blair frecuentó durante seis meses mientras su equipo de seguridad pensaba que estaba en el masajista de la esquina.
–Ernie’s es el único lugar al que puedo ir sin que nadie me conozca y sin que a nadie le importe de dónde vengo o adónde voy. Sólo les interesa lo que hago en el ring. –No le apetecía compañía–. Preferiría que siguiera así.
–Espere un minuto... –Britt se apresuró para alcanzarla en las calles estrechas del Village, mientras se dirigían al norte, hacia Chelsea. Tuvo que controlarse para no sujetar a Santana por el brazo y hacerla ir más lenta–. ¿Me está diciendo que nadie ha entrado con usted?
–Hasta arriba no. Si ven a uno de los jóvenes del FBI, la mitad de los tipos que están allí saltarían por las ventanas para largarse.
–Pues eso es lo que me importa, maldita sea. –Santana no podía quedar desprotegida, ni siquiera en las circunstancias más seguras.
De vez en cuando había excepciones, pero raras, y Ernie’s no era una de ellas. Se trataba de un lugar duro, frecuentado casi exclusivamente por hombres, y Britt apostaría a que allí había más de un delincuente–. No puedo creer que Sam no pusiera a alguien con usted.
–Ya ocurría antes... si lo recuerda.
El tono mordaz de la voz de Santana transmitió a Britt lo que quería decirle: Santana y ella habían pasado cinco noches juntas en el apartamento de Rachel Berry en el East Side, mientras ésta estaba en Europa; nadie del equipo había estado con Santana en el apartamento, pero había un coche con dos agentes aparcado en la calle frente al edificio. Si los que estaban en el coche sabían que Santana no estaba sola, no lo habían comentado. A Britt no le gustaba colocar a los agentes en una situación en la que se vieran obligados a mentir, pero eso era en la época en la que no tenía a su cargo al equipo de seguridad de Santana. Las pocas horas que pasaban juntas cada noche eran personales, personales e íntimas y de nadie más. No tenía tanta hipocresía como para negar, ni siquiera ante sí misma, que Santana y ella habían intentado reunirse en secreto, pero sin eludir a propósito a los agentes del Servicio Secreto.
–Me acuerdo. –Britt se armó de valor, negándose a discutir asuntos personales cuando había una amenaza real contra la seguridad de Santana y sabía de antemano cómo reaccionaría la joven–. Pero en el gimnasio se da una situación totalmente distinta. Se encuentra en un lugar inseguro con dos docenas de hombres que, aunque no la reconozcan, pueden suponer una amenaza. Si la reconocieran, podría ocurrir cualquier cosa, desde simple acoso hasta secuestro.
Sus palabras se toparon con un silencio pétreo, pero continuó:
–No sé cómo ha conseguido esquivar al equipo y no estoy segura de querer saberlo, pero no puedo dejarla sola.
–Ya lo sé –repuso Santana, doblando hacia el callejón que conducía a la puerta anónima y sin pintar de la entrada del gimnasio–. Un coche suele esperar al final del callejón. Eso debería bastar. Hace años que vengo. Nadie me molestará.
–Subiré con usted –dijo Britt en tono grave. Era demasiado tarde para cambiar los planes y, como se trataba de la única persona disponible, la responsabilidad recaía sobre ella.
–Puede subir si quiere, comandante. –Santana se detuvo con la mano en la puerta y miró a Britt sin la menor expresión, con los ojos vacíos y apagados–. Pero preferiría que no se acercase a mí.
Tras eso, abrió la puerta y subió la escaleras de dos en dos, dejando que Britt la siguiese. Poco después, Britt se encontraba apoyada en una pared con las manos en los bolsillos de sus pantalones de mezcla de seda, observando a dos luchadores que se preparaban para entrenarse en el ring. Automáticamente, examinó a fondo todo el local y sus ocupantes, fijándose en cuántas personas había y en la situación de cada una. El piso alto del almacén estaba tenuemente iluminado por la escasa luz natural que penetraba a través de las ventanas sucias situadas a la altura de las cabezas, aumentada por los artefactos fluorescentes que colgaban de pesadas cadenas del cavernoso techo. La combinación sumía todo el lugar en una neblina espesa y parpadeante. Había cuadriláteros de entrenamiento en tres esquinas. En la cuarta, un pequeño espacio separado de la habitación mayor por contrachapado servía como oficina y vestuario provisional. La primera vez que Santana y Britt habían entrado, Santana desapareció en el minúsculo vestuario de mujeres, que se reducía a un armario con una cortina a modo de puerta. Por diferentes motivos, Britt no la siguió. Quería ofrecerle a Santana toda la intimidad posible y, si la seguía hasta el vestuario, sólo conseguiría llamar la atención sobre ambas. Además, había estado allí con Santana anteriormente y sabía lo pequeño que era y el aspecto de Santana cuando se desvestía para ponerse el equipo de entrenamiento. No quería estar a medio metro de Santana cuando se desvistiera porque, al margen de sus intenciones, sabía que se sentiría tentada. Durante seis semanas, no había pasado ni un solo día, diablos, ni apenas una hora, sin que pensara en Santana. Lo que no podía contarle a ella ni quería pensar de sí misma eran las veces que, durante esas seis semanas, se había imaginado el tacto de la piel de Santana bajo sus dedos. Por eso, en aquel momento, permanecía en las sombras, donde podía ver todo el local y estar muy cerca de Santana sin necesidad de subir al ring con ella. A seis metros de Britt, Santana corría ligeramente sobre la sucia cubierta de lona del ring de tres metros mientras esperaba que su oponente se pusiera los guantes y se colocara el protector entre los dientes. Durante casi tres meses había hecho de sparring libre con algunos hombres de su clase de pesas. Ninguna de las boxeadoras femeninas que frecuentaban el gimnasio tenía experiencia suficiente para entrenarse con ella. Los hombres la aceptaban como uno más y a nadie se le ocurría hacer un amaño con ella. Después de las primeras veces que arrojó a uno contra la colchoneta con una patada circular o con un fuerte cruce directo, olvidaron que era una mujer y pelearon con ella sin ningún tipo de restricciones. El joven que estaba frente a ella se acercó con cierta beligerancia en su actitud. Perfecto. Necesitaba una salida para su frustración física y su agitación mental. El inesperado regreso de Britt y el cambio repentino de su relación la habían dejado desconcertada. Nada la ponía a prueba ni la distraía tanto como subir al ring con alguien que podía hacerle daño. Se veía obligada a centrarse y necesitaba quemar ansias. No obstante, sabía que Britt la vigilaba de cerca. No podía verla y tampoco quería verla. Quería olvidarla. Pero la sentía. Y parte de ella deseaba que Britt estuviese allí, aunque odiase reconocer lo reconfortante que le resultaba la presencia de la agente. A Britt se le daba muy bien hacer que se sintiese cuidada, por mucho que fuera un aspecto de su trabajo. Desde el principio, había conseguido que Santana pensase que era ella la que importaba y no los informes de estatus o las evaluaciones de trabajo que parecían motivar a las docenas de agentes que la habían protegido desde su niñez hasta la edad adulta. “Dios. Odio este amor que siento hacia todo lo que se refiere a Brittany Pierce”
Santana alzó las manos enguantadas y las golpeó contra las de su oponente, ávida de establecer el primer contacto y con el desesperado deseo de borrar el rostro de Britt de su mente.
Britt observaba el baile de Santana sobre la lona. “Está aún mejor que antes.”
A diferencia de la mayoría de los boxeadores masculinos, que confiaban desde el principio en sus golpes para noquear al oponente, Santana dependía más de sus piernas, que eran, como en casi todas las mujeres, armas más poderosas que sus manos. Eso le daba la ventaja de permanecer fuera del alcance de los golpes de los otros luchadores y, además, con una patada oportuna, podía dejar a un hombre inconsciente. Sin embargo, no podía capear demasiados golpes directos a la cara de un hombre de su talla o incluso más bajo. Como observó Britt, Santana aguantaba bien una descarga de golpes y hacía retroceder a su oponente con una patada directa y bien asestada al muslo. Mientras vigilaba constantemente a las personas que se encontraban en su visión periférica, Britt se permitió el lujo de contemplar a Santana: llevaba el cabello retirado del rostro y recogido en la nuca y los escasos bucles que quedaban sueltos se contenían con un pañuelo rojo enrollado y atado alrededor de la frente. Vestía unos shorts anchos de color azul marino y una camiseta blanca recortada que dejaba su estómago a la vista; el anillito de oro de su ombligo relucía sobre el sudor lustroso de su piel. Al ver la onda de músculos del estómago, Britt se fijó en el anillo y se acordó de cómo lo había frotado con la palma de la mano. Había revivido aquel recuerdo muchas veces desde la primera noche que habían compartido ambas en el apartamento de Rachel, y la intensidad de la imagen permanecía viva. Había estado allí casi una hora, esperando a Santana. Intentó matar el tiempo leyendo una revista de un cúmulo que había junto al sofá, pero no pudo concentrarse. Demasiado nerviosa. Demasiado preocupada por Santana.
Sabía que los agentes que la habían seguido hasta el apartamento y que vigilaban el edificio se preguntarían que hacía en casa de Rachel. Santana no mantenía en secreto sus preferencias sexuales, al menos ante su equipo de seguridad, pero no convenía dar mucha información de carácter íntimo a nadie. Y los rumores de que Santana mantenía encuentros con una agente del Servicio Secreto darían lugar a jugosas conversaciones en la fuente de agua. Britt se recordó a sí misma que conocía a aquellos agentes y en el fondo creía que se podía confiar en su discreción, pero la costumbre de toda una vida protegiendo sus propios secretos era difícil de cambiar. Y en aquel caso, no se trataba sólo de su intimidad personal: estaba el asuntillo de la imagen pública de Santana. Si Santana decidía compartir su vida privada con el mundo (pues a ese nivel llegaba alguien de su posición) sería por su voluntad y no porque no tuviese libertad de elegir. A pesar de los problemas potenciales, no esperaba volver a ver a Santana. Tras resistirse a ella tanto tiempo, lo único que podía hacer era pensar en ella. Cuando oyó girar la llave en la cerradura, se levantó y cruzó la sala para ir al minúsculo vestíbulo al que daba la puerta principal. Santana entró, sin aliento y sonriente, y depositó un bolso y una botella de vino sobre la mesita. Durante un momento parecía tímida.
–Hola.
–Hola. –Resultaba difícil pronunciar una palabra tan corta con la garganta agarrotada por el deseo. Le parecía que nunca había visto a Santana tan joven. Cuando Britt la besaba, quería darle sólo un beso para saludarla. Pero hacía veinticuatro horas que no se veían y les quedaba únicamente una noche de estar juntas. No era suficiente. Y en aquel momento se dio cuenta de que nunca sería suficiente.
Una de las dos gimió, y ambas empezaron a desnudarse frenéticamente, aún de pie. Enseguida se fundieron medio desnudas, incapaces de dejar de tocarse el tiempo suficiente para acabar de desvestirse. En un hambriento intercambio de besos y pequeños mordiscos, Britt encontró los pechos de Santana. Los levantó, apretándolos un poco más de lo que había querido cuando el increíble estremecimiento de tocarla arrastró todas las precauciones de su mente.
–Oh, sí –jadeaba Santana, enroscándose en las manos de Britt mientras intentaba desesperadamente desabotonar los vaqueros de ésta. Ambas se encontraban en peligro de ceder a su avidez y consumirse mutuamente.
Por fin, Britt echó la cabeza hacia atrás sin aliento.
–¡Espera! Debe de haber un dormitorio ahí. Necesito que lo hagamos acostadas.
Con los ojos desorbitados por el deseo, Santana agarró la cintura de los vaqueros de Britt y, tras conseguir desabotonar el primer botón, tiró de ella.
–Vamos –ordenó con la voz ronca a causa del ansia–. A la habitación de invitados. Por aquí.
Britt la siguió mientras deslizaba una mano desde atrás por el cuerpo de Santana y acariciaba con la palma la sedosa tirantez del abdomen desnudo. El anillito de oro rozó su piel suavemente y le pareció que nunca había sentido nada tan sexy. Detuvo a Santana en la puerta del dormitorio, apretando sus pechos desnudos contra la espalda de la joven mientras con ambas manos levantaba de nuevo sus senos. Con los labios junto a la oreja de Santana, movió los dedos sobre los pezones de la chica y los apretó.
–Ayer, me hiciste rogar.
Santana se agitó en los brazos de Britt, arqueándose entre sus manos mientras ésta continuaba con la presión sobre los pezones.
–¿No tiene fin, comandante? –Echó atrás una mano, buscando el resto de los botones del pantalón de Britt.
–A lo mejor te toca a ti rogar –susurró Britt mordiendo suavemente la piel bajo el lóbulo de la oreja de Santana. Estaba a punto de deslizar la mano sobre el estómago de Santana cuando ésta consiguió abrir los vaqueros y meter la mano en ellos.
–Joder –murmuró Britt cuando los dedos de Santana se enredaron en el calor húmedo de entre sus piernas. Casi se le doblaron las rodillas cuando Santana tiró de ella. Britt abrazó con fuerza a Santana y hundió la cara en el cuello de la chica, flotando durante un momento en una oleada de placer. Luego se puso rígida cuando el roce persistente de los dedos de Santana la arrastró de pronto al borde del orgasmo.
–Ah, ah. No –susurró, y, retrocediendo con paso inseguro mientras la sangre le zumbaba en la cabeza, obligó a Santana a moverse con ella. Cabeceó y se aclaró la bruma de excitación que dominaba su mente. Suspiró a fondo, procurando a toda costa ignorar el latido que notaba en el vientre y atronaba sus miembros–. No tan rápido.
–¿Quién lo dice? –Santana dio la vuelta en sus brazos y le quitó los vaqueros, dispuesta a hacerlo allí mismo.
–Yo. –Britt la besó otra vez, tomando el labio inferior de Santana entre los dientes, y la mordió ligeramente mientras retrocedía paso a paso hacia el dormitorio. Mantuvo los labios firmes sobre los de Santana y la sujetó por las muñecas, apartando sus manos. No lo resistiría si Santana la tocaba de nuevo. Ya se estaba retorciendo con los ligeros temblores que avisaban del inminente orgasmo, y con una sola caricia se correría. Cuando tropezaron con la cama y se cayeron sobre ella a la vez, Britt se puso encima y sujetó las manos de Santana sobre su cabeza.
–No tan rápido –susurró con voz ronca de nuevo, antes de coger un pezón de Santana entre los dientes.
Santana gimió, sorprendida, y luchó para soltarse, empujando las caderas contra el muslo que Britt había metido entre sus piernas.
–Déjame que te toque –urgió al oído de Britt–. Déjame hacerlo rápido esta vez.
–Pronto –murmuró Britt sobre su pecho. Hacía mucho tiempo que no tocaba a una mujer de aquella forma y había deseado a Santana con todas sus fuerzas durante meses. Había resistido mientras estaba al frente de su equipo de seguridad, pero no en aquel momento–. Te deseo muchísimo.
Las manos de Santana se enredaron en su pelo cuando Britt se deslizó entre sus piernas y puso la boca sobre ella. Los dedos de Santana se abrían y cerraban erráticamente mientras Britt chupaba, la lamía y la torturaba con su lengua. Cuando Santana rogó, Britt metió los dedos; cuando imploró, movió la mano más adentro; y, cuando gritó, Britt dejó que se corriese, mientras la acariciaba, la empujaba y le daba la vuelta suavemente hasta que todos los músculos se agarrotaron y se relajaron una docena de veces más. Entonces, apoyó la mejilla contra el interior del muslo de Santana, agotada y contenta, sin una pizca de arrepentimiento. Pero, incluso en aquel momento, mientras escuchaba cómo se aplacaba la respiración de Santana, una parte de ella sabía que era placer prestado, porque la felicidad, en la mayoría de los casos, tenía un precio.
Britt se encogió cuando Santana se golpeó contra la lona, y las exigencias del momento disiparon los recuerdos de aquella noche. Con los puños apretados e instintivamente, dio un paso adelante, pero se obligó a detenerse cuando vio que Santana se levantaba. La chica se tambaleó unos instantes; luego dio la impresión de que superaba el efecto del izquierdazo que había recibido en la cara e indicó a su compañero que continuase. Britt observó minuciosamente el resto del combate, que por fortuna sólo duró unos minutos. Santana parecía encontrarse bien cuando recuperó el equilibrio y se movió con rapidez para sumar golpes, e incluso hizo un espectacular avance de pierna que dejó a su oponente tendido boca arriba, mientras ella lo apretaba unos instantes. Britt se alegró cuando Santana saltó del ring y desapareció por la parte de atrás del gimnasio. Cuando reapareció con una camiseta seca, lista para marcharse, Britt se unió a ella.
–Bonito combate –comentó, aliviada al ver claridad en los ojos de Santana y firmeza en su paso.
Santana se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa.
–Sin embargo, no le di una buena zurra.
–Faltó poco. –Sin poder contenerse, Britt alzó la mano y rozó con el pulgar un cardenal que comenzaba a formarse en la mejilla de Santana, donde había aterrizado el guante de su oponente–. Tal vez convenga que lleve casco la próxima vez, señorita López –dijo en
tono amable.
A Santana se le desorbitaron los ojos al sentir la suave caricia. El tacto era tan tierno que resultó más profundo que el deseo. Incapaz de apartar los ojos de la penetrante mirada de Birtt, susurró:
–Lo tendré en cuenta, comandante.
–Bien. No quiero que le pase nada.
–Sí, ya lo sé. Es su trabajo.
No había resentimiento en su voz, y Britt sonrió, reconfortada inesperadamente por los primeros momentos relajados que compartían aquel día.
–Forma parte de él.
–No vamos a volver a salir. –Santana la miró sin pestañear–. Puede decirle a su equipo que se relaje. Me voy a casa
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
bueno, no se que decir en realidad, esperare la actualizacion pq por primera vez no se que escribir!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Igual que la user anterior... no sé que decir, excepto... porque es tan difícil ?? XD
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
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Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
micky morales escribió:bueno, no se que decir en realidad, esperare la actualizacion pq por primera vez no se que escribir!
Tat-Tat escribió:Igual que la user anterior... no sé que decir, excepto... porque es tan difícil ?? XD
Para ambas...Porque si lo pusieran tan fácil no habría historia!!
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Edad : 36
FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 4
Capitulo 4
Poco antes de las siete de esa noche, Britt entró en la central de mando y se dirigió con paso cansado a su mesa, situada en el extremo de la habitación. Por fin había terminado la reunión con Santana, prevista para una hora más temprana. La primera hija se había mostrado cordial, pero fría, mientras repasaban las actividades oficiales de los diez días siguientes; cuando Britt le preguntó por sus compromisos personales, Santana se limitó a esbozar una sonrisa tensa y a decir que no tenía ninguno. Britt reconoció que tal vez pareciese más brusca de lo que quería. Se le hacía duro ver a Santana después de una ausencia de seis semanas, con todo lo que había entre ellas sumido en el caos. No era lo que se había imaginado de aquella reunión. Suspiró y contempló la pila de memorandos y una carpeta llena de informes de campo que Sam había dejado para que ella los cubriese en el tiempo en que él se había hecho cargo, durante su baja médica. Cuando se sentó y colocó el montón de papeles delante, entró Paula Stark y se puso a un lado de la mesa.
–Discúlpeme, comandante –dijo Stark con la columna tiesa y el tono formal. Sólo faltaba un saludo.
Britt la miró, distraída.
–¿Qué pasa, Stark? ¿Problemas?
–No, señora. Quiero disculparme por la ruptura de seguridad de antes. Asumo toda la responsabilidad.
Britt se reclinó en el sillón y estudió el aspecto serio de Paula Stark. Cinco meses antes, Stark había cometido lo que podría haber sido el error más grande de su carrera: había dejado que Santana López la sedujera. Por una sola noche se comprometió profesionalmente, y Britt debería haberla trasladado o despedido del servicio. Pero Stark había hecho algo insólito: se dirigió a Britt inmediatamente, aceptando la responsabilidad sin excusas. Prometió que no volvería a suceder y, por lo que Britt sabía, así era. Britt no pensaba en lo que sentía Stark hacia Santana. No le atañía. Sin embargo, lo que había pasado aquel día sí que le atañía.
–Stark, en este trabajo las disculpas no son aceptables ni suficientes. Estaba usted al frente del turno de día, lo cual significa que, si algo sale mal, es culpa suya.
El sobresalto se reflejó en los ojos de la agente, que se limitó a decir:
–Sí, señora. Lo comprendo.
–Entonces, pregúntese qué se le ha pasado por alto. Egret resulta a veces muy difícil de predecir. Ya se lo he dicho al equipo, y la medida más segura consiste en asumir que se trata de un sujeto no cooperativo; lo cual significa que usted debe prepararse para movimientos inesperados. Hoy ha bajado la guardia, pero ha tenido suerte. Si yo no hubiera cruzado la calle y la hubiera visto meterse en el taxi, usted la habría perdido. “La habría perdido.” A Stark se le encogió el estómago.
–Sí, señora.
–Piense en eso, Stark. Y dé el paso siguiente.
Al recordar la sensación de náuseas que había experimentado esa mañana al ver en el monitor cómo Egret pasaba ante el mostrador y salía a la calle, lo único que pudo hacer Stark fue asentir. ¿Y si la hubieran perdido y hubiese ocurrido algo: un secuestro, un asalto o algo tan simple como que un entusiasta cazador de autógrafos la obligase a detenerse entre el tráfico? “Dios. Estos meses pasados nos confiamos demasiado en una falsa sensación de seguridad porque Egret parecía calmada. Hacía tanto tiempo que no nos eludía que nos volvimos perezosos...”
Britt reprimió una sonrisa. Parecía como si Stark se hallase ante la guillotina.
–Es usted una buena agente –afirmó Britt–, una agente valiosa porque hay lugares a los que sólo usted puede acompañarla. Tenga cuidado, vigile y manténgase alerta. Eso es todo.
Stark se dio cuenta de que la comandante ya se ocupaba del papeleo cuando respondió:
–Muchísimas gracias.
Una hora después, Britt había acabado de repasar casi todos los documentos, apartando los que necesitaban más atención. Ya no podía leer más. Había partido de Florida la noche anterior y llevaba treinta y seis horas sin dormir. En condiciones normales, no le habría molestado tanto como en aquel momento, pero la tensión de ver de nuevo a Santana en circunstancias tan difíciles se dejaba sentir. Estaba cansada y sola. Se levantó, se estiró y se dirigió hacia la puerta. Quería tomar una copa y acostarse. Cuando estaba a punto de salir, Fielding, uno de los agentes del turno de noche, reclamó su atención:
–Una llamada para usted, comandante.
Se volvió, reprimiendo un suspiro, y cogió el teléfono más a mano.
–Pierce al habla –dijo en tono cortante, sin asomo de fatiga en la voz.
–Soy Shuester.
–¿Sí, señor?
–Esté en Washington mañana a las ocho para una reunión informativa. Quedamos en la sala de reuniones de mi oficina.
Britt se puso alerta al instante, y el agotamiento cedió al encenderse sus sospechas. Aquella petición era poco habitual. La llamada seguía, casi sin transición, a la repentina orden que la encargaba de la seguridad de Santana. No creía en las coincidencias. Pasaba algo serio y afectaba a Santana, y por eso su supervisor la convocaba en Washington.
–Necesito saber si debo instaurar medidas de seguridad reforzadas para Egret, señor.
Un momento de silencio confirmó sus sospechas. Había un bloqueo informativo y afectaba a Santana. Por costumbre, comprobó los monitores, que revelaban imágenes de vídeo en circuito cerrado de todo el edificio: las entradas, el aparcamiento, los ascensores, el vestíbulo que precedía al apartamento de Santana... Casi esperó ver a alguien haciendo un asalto.
–No hay necesidad de que tome medidas especiales por su cuenta –gruñó Shuester–. Limítese a acudir a la reunión, Pierce.
A las 7.50 Britt caminaba por el pasillo desierto que conducía a la oficina de William Shuester. Algunas de las oficinas situadas en las madrigueras que daban al vestíbulo cubierto con baldosas industriales ya estaban ocupadas, pero muchas puertas permanecían aún cerradas, esperando a que llegasen a sus puestos las secretarias y el resto del personal. Britt abrió la puerta en la que ponía “Reuniones” y entró en otra estancia genérica que parecía habitual en todos los edificios del Gobierno. Saludó con la cabeza a una pelirroja, una mujer que no había visto nunca, sentada ante la mesa. Ocupaba el centro de la habitación una larga mesa rectangular, rodeada por varias sillas de respaldo recto. En una esquina había un carrito de café. Britt fue hasta el final de la mesa, se sirvió un café y se sentó frente a la mujer, que estaba leyendo un cúmulo de papeles que debía de haber sacado del maletín abierto junto a ella. Ninguna de las dos le dedicó a la otra más que los primeros saludos neutrales, dejando las presentaciones para quien organizase la reunión. Durante los diez minutos siguientes la puerta se abrió tres veces, y en cada ocasión entró un hombre con el atavío reglamentario de un agente del Gobierno: las chaquetas azul marino, pantalones de franela gris, camisas blancas y corbatas acanaladas abundaban en el edificio del Departamento del Tesoro, en el cuartel general del FBI y en las restantes agencias de seguridad de Capitol Hill. El último que entró fue el supervisor directo de Britt, William Shuester. Hacía una década que se conocían y mantenían una amistad tan íntima como la que permitía aquel ambiente. Ambos comprendían que, independientemente de los sentimientos personales o de las consideraciones individuales, el sistema al que servían tenía el poder supremo y, como todos los gobiernos, no era inmune al error; error que a veces destruía carreras y vidas. También creían que, a pesar de los defectos, se trataba probablemente del mejor modelo al que se podía aspirar. Shuester los saludó con un breve movimiento de cabeza y se sentó en la cabecera de la mesa. En el extremo opuesto, un hombre de cuarenta y tantos años, con el cabello gris acerado, delgado y en buena forma, valoraba fríamente a todos los que estaban en la sala. Frente a Britt, a la izquierda de la pelirroja, un hombre de la edad de la propia Britt que tenía todo el aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad la miraba con un punto de dureza. Britt no conocía a ninguno de los presentes, pero reconocía el tipo de gente. La mujer, en los inicios de la treintena, el pelo corto bien arreglado, maquillaje sobrio y traje conservador, aparentaba una confianza reservada que sugería que no trabajaba para ninguno de los hombres de la sala. Tal vez fuese asesora independiente o analista forense. Parecía que hubiera ido a dar una opinión, y seguramente no le interesaba la política de las agencias del Gobierno.
Los hombres eran otra cosa. Los dos desconocidos pertenecían al FBI, la CIA o a ambos. No sonreían y tenían un aspecto un tanto beligerante y claramente molesto, sin duda porque la reunión no pertenecía a su terreno. Britt estaba preocupada. Porque, si la reunión pertenecía al terreno de ella, se confirmaban sus sospechas de que tenía que ver con Santana, y eso la alteraba más de lo que reconocía. A las ocho en punto Shuester empezó a hablar:
–Empecemos por las presentaciones. La agente del Servicio Secreto Brittany Pierce, que está al mando del equipo de seguridad de Egret –dijo señalando a Britt con ojos inexpresivos que resbalaron sobre ella. Continuó indicando al hombre canoso del otro extremo de la mesa–: Robert Owens, Agencia Nacional de Seguridad. Agente especial Lindsey Ryan, de la División de Ciencias de la Conducta del FBI –se refería a la pelirroja–. Y señalando al hombre sentado frente a Cam–: Patrick Doyle, agente especial encargado del grupo de trabajo del FBI que investiga a Loverboy.
Britt se puso rígida, pero su expresión permaneció neutral. Loverboy era el nombre en código asignado al hombre que había acosado a Santana López el año anterior, dejándole mensajes, haciéndole fotos y, con toda seguridad, llevando a cabo un intento de asesinato que había producido heridas críticas a Britt. Era la primera vez que oía hablar de la existencia de un grupo de trabajo, lo cual significaba que la investigación no estaba en manos del Servicio Secreto, y que la gente directamente responsable de la seguridad de Santana quedaba en la oscuridad. Estaba furiosa, pero necesitaba más información antes de saber adónde dirigir exactamente su ira. Por eso escuchó con los puños apretados bajo la mesa y las mandíbulas tan tensas que le dolían los dientes. “¿Por qué no sabía nada de esto? ¿Quién diablos está al mando aquí?” Durante unos momentos la habitación permaneció en silencio, mientras se asimilaban unos a otros. Luego, el hombre de la Agencia Nacional de Seguridad se aclaró la garganta y dijo con voz ronca:
–Dejaré que Doyle les ponga al corriente de los últimos descubrimientos domésticos. Encontrarán un sumario con información al día y análisis en la carpeta.
Les entregó carpetas de la pila que había traído consigo.
–Desde el punto de vista de la seguridad nacional, nos preocupan las próximas reuniones cumbre del Presidente sobre el acuerdo del calentamiento global con los miembros del Consejo de Europa dentro de tres semanas. Además, asistirá a la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Quebec dentro de unos días. Cualquier acto de terrorismo, incluyendo un ataque a Egret, desbarataría estos planes.
–No contamos con nada que indique que Loverboy es miembro de un grupo, nacional o internacional, con una agenda política –dijo Doyle con una voz de la que destacaba su fuerte acento del Medio Oeste. Su tono y expresión sugerían que no le interesaban demasiado los temas de seguridad nacional de Owens.
–En el perfil psicológico nada sugiere que tenga motivaciones filosóficas o políticas –intervino Lindsey Ryan, la especialista en Ciencias de la Conducta–. El contenido de los mensajes (versos poéticos, fantasías sexuales, la fijación de saber dónde está ella y qué hace), todo eso revela un sentido deformado de la realidad. A pesar de este engaño, su capacidad para establecer contactos repetidos con ella y eludir de forma efectiva su captura durante un período prolongado de tiempo indican una personalidad inteligente y muy organizada. Ha centrado toda su atención en ella. Está obsesionado con ella. No tiene que ver con el Presidente.
–Tenemos que suponer que todo lo que se dirige a Egret guarda relación con el Presidente –repuso Owens, irritado, dirigiendo claramente sus observaciones a Doyle.
Britt, esforzándose para contenerse, escuchó cómo los dos hombres se enzarzaban en un debate verbal sobre qué agenda debía tener prioridad e ignoraban la trascendental importancia de las afirmaciones de Ryan. Era evidente que a aquellos hombres les interesaba menos Santana que establecer cuál de ellos tenía prioridad en la captura del sujeto no identificado.
–¿Exactamente en qué grado de penetración nos encontramos por lo que se refiere a Egret? –Britt apenas logró reprimir la ira de su voz. No podía meterse en una lucha de competencias en aquel momento, ya que se hallaba demasiado lejos del circuito de información. Tenía que saber lo cerca que aquel psicópata había estado de Santana.
Doyle, que parecía impaciente, alzó la voz y continuó como si nadie hubiera dicho nada:
–Hasta los últimos diez días o así, todos los contactos establecidos por Loverboy se han producido por medio de transmisión electrónica, en concreto por mensajes de correo electrónico enviados directamente a las cuentas personales de la destinataria.
–¿Qué información tenemos sobre los puntos de origen de los mensajes? –La voz de Britt sonaba cortante como el cristal molido.
–A pesar de nuestros intentos de rastrear el punto, o puntos, de origen, no hemos podido verificar la fuente. El cambio de las cuentas de Egret, el desvío a través de subestaciones y alias, la creación de filtros electrónicos, han resultado inefectivos. Hasta la fecha los mensajes han sido –dudó un momento, como si considerase la forma de expresarlo, y luego continuó–, en su mayor parte, de un sugerente carácter sexual.
–¿Va a más? –A Britt se le bloqueó el aliento en el pecho. Por eso la habían vuelto a llamar. Y, si el grupo de trabajo llevaba meses en acción, algo había cambiado recientemente que les había dejado sin asideros. Intentó no pensar en que Santana casi había eludido su vigilancia el día anterior.
Doyle revolvió unos cuantos papeles con mala cara.
–Estuvo inactivo durante un período de tiempo que siguió al tiroteo de principios de año. Naturalmente, todas las agencias del Gobierno, entre ellas el Servicio Secreto, el FBI y la CIA, se involucraron en la persecución, y él no tenía mucha elección, salvo permanecer oculto. Reapareció hace unos tres meses.
–Tres meses –repitió Britt clavando los ojos en los de Doyle–. ¿Tres meses y no avisan a su equipo de seguridad hasta ahora?
–Ya lo sé –dijo William Shuester, incapaz de disimular su incomodidad. No iba a explicar públicamente que su decisión (que el grupo de trabajo lo integrase su gente en Nueva York) había sido anulada por el director de seguridad. Seguía resentido, pero tenía órdenes de continuar.
Britt se volvió hacia él, pues le parecía mejor que quebrar el rango en medio de personas de diferente categoría y cuestionar su juicio o su autoridad. Pero brillaba la crítica en sus ojos, y se dio cuenta de que Shuester la había percibido.
–El Servicio Secreto no está equipado para hacerse cargo de ese tipo de escenarios –afirmó Doyle en tono desdeñoso.
–Nosotros formamos parte del escenario –repuso Britt–, y somos los que mejor conocemos la situación del día a día. Una amenaza como ésta exige que aumentemos nuestro nivel de preparación. –Tenían que cambiar todo el sistema de protección de Santana. “¡Por Dios bendito! Llevaba meses desprotegida.”
–Hemos estado presentes –recalcó Doyle–. Somos más que capaces de protegerla.
–No igual que nosotros –replicó Britt, que seguía sin entender cómo Shuester había permitido que ocurriese semejante cosa–. Tenemos que llevar las riendas de esta investigación.
–Su gente supo de él al principio, y su seguridad resultó tan inefectiva que Egret estuvo a punto de morir. –El color de Doyle se apagó mientras los labios se le curvaban ligeramente en un gesto de desprecio–. No creo que estén a la altura.
La voz de Britt sonó fría y sus palabras, cortantes como el filo de una navaja.
–Al excluir al Servicio Secreto de su trama de inteligencia, someten a Egret a un grave riesgo. Un riesgo inaceptable. Un riesgo insostenible.
–Pierce –la amonestó Shuester.
Britt había acusado al jefe del equipo del trabajo del FBI de poner en peligro la vida de la hija del Presidente, lo cual, como mínimo, constituía negligencia en el cumplimiento del deber y, según una interpretación estricta, se podía considerar una infracción tipificada como delito. Pero no podía volverse atrás, ahora que la vida de Santana se encontraba en riesgo. Britt continuó como si su supervisor no hubiese dicho nada.
–Quiero todos los datos, todas las transmisiones, los informes, las proyecciones y los perfiles que tengan. Quiero...
–Tendrá lo que yo diga... –Doyle la interrumpió acaloradamente, inclinándose hacia delante, con los músculos de su magnífico cuello tensos.
Britt se levantó enseguida, apoyó las manos en la mesa y lo miró.
–Hasta la última palabra, Doyle, o yo personalmente haré un informe a la Oficina Oval citando su negligencia y sus maniobras.
–Me está amenazando, Pierce. –Doyle se levantó de su silla más rápido de lo que correspondía a un hombre de su tamaño–. Encontraré la mierda que se cree que puede ocultar y la enterraré en ella.
Sonriendo ligeramente, Britt habló con una voz tranquila y clara:
–No me conoce bien si cree que eso me asusta.
Nadie oyó que se abría la puerta mientras ambos se miraban, midiéndose para la lucha que sin duda se produciría entre ellos.
–Por lo que he oído, no debería usted estar en ese equipo – comentó Doyle con desprecio–. Me gustaría saber de quién fue la pobre excusa para tomar una decisión como ésa.
–Supongo que mía –dijo sin alterarse una profunda voz masculina.
Britt se enderezó y se volvió hacia la voz mientras los demás se ponían firmes ante el Presidente de los Estados Unidos
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
magnifico el mismisimo presidente!!!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
jajaajaja!!!! comete esa idiota!!!jjaja
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
presi!!!! jajaj a salvar el día....
San en peligro?? no :'(
San en peligro?? no :'(
Alisseth***** - Mensajes : 254
Fecha de inscripción : 18/05/2013
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
y el presidente da la cara y ese doyle quien se cree que es para hablar asi suerte que el presi le respondio y para santana nunca hay un momento de tranquilidad siempre esta en peligro
Flor_Snix2013***** - Mensajes : 230
Fecha de inscripción : 28/06/2013
Edad : 26
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
jajajajja el presidente aparece dejando al otro con la palabra en la bocaaa... un zas impresionante!
Esa Britt, que fiera es
Esa Britt, que fiera es
Elisika-sama**** - Mensajes : 194
Fecha de inscripción : 01/12/2012
Edad : 30
Re: FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 24. Final
Sí, hasta el mismisimo presidente se dio cuenta de lo buena que es Brittmicky morales escribió:magnifico el mismisimo presidente!!!!!!!
Doyle no ha caido muy bien verdad?monica.santander escribió:jajaajaja!!!! comete esa idiota!!!jjaja
No es que este en peligro, es que nunca ha dejado de estarlo, el acosador no fue detenido en la 1º parteAlisseth escribió:presi!!!! jajaj a salvar el día....
San en peligro?? no :'(
El presi de parte de Britt, y DOyle ha caido bastante malFlor_Snix2013 escribió:y el presidente da la cara y ese doyle quien se cree que es para hablar asi suerte que el presi le respondio y para santana nunca hay un momento de tranquilidad siempre esta en peligro
Elisika-sama escribió:jajajajja el presidente aparece dejando al otro con la palabra en la bocaaa... un zas impresionante!
Esa Britt, que fiera es
Si, que no toquen a San porque saca las uñas
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
FanFic [Brittana] Vínculos de Honor. Capitulo 5
Capitulo 5
Once horas después, Britt se encontraba de regreso en Nueva York, tras revisar toda la información sobre las recientes actividades de Loverboy a la que pudo acceder por distintos canales. Sabía que había más, pero tardaría algún tiempo en conseguirla. Al fin entendía por qué la habían llamado de Florida y podía comenzar el trabajo. Pero primero necesitaba solucionar un asunto personal y llamó resueltamente a la puerta del ático. Fue recibida inmediatamente, se detuvo nada más cruzar la puerta y miró a Santana, que no la esperaba y estaba vestida para salir por la noche con una chaqueta de seda con dibujos sobre una blusa transparente de color marfil y pantalones negros. Britt se preguntó de pasada si iría a reunirse con alguien, pero apartó esa idea porque no se encontraba en posición de cambiarla.
–¿Qué ocurre? –preguntó Santana con una repentina punzada de miedo producida por la expresión pétrea de los ojos de Britt–. ¿Qué ha pasado?
–¿Por qué no me lo contaste? –Britt empleó un tono peligroso. Luchaba tanto para reprimir su ira que apenas podía pronunciar las palabras.
–No sé muy bien a qué te refieres –espetó Santana esperando que no fuese lo que pensaba, aunque sabía que podía ser eso; no podía tratarse de otra cosa. Había confiado en que, al estar Britt lejos de Nueva York y fuera de su equipo de seguridad, la mantendría al margen. La mantendría alejada. Segura.
–Me dejaste hacer el amor contigo, me permitiste esa intimidad, pero ¿no podías contarme que él seguía detrás? –preguntó Britt, furiosa; su aprensión por la seguridad de Santana y su furia al ser excluida tanto por Santana como por el FBI la estaban volviendo loca–. En nombre de Dios, ¿cómo pudiste hacerme eso? Creí... – Estuvo a punto de decir: “Creí que significaba algo más que eso para ti. Creí que compartíamos algo”.
Britt suspiró profundamente, cerró los ojos un segundo y recompuso sus fuerzas. No se trataba de ella. Su relación con Santana ya no entraba en cuestión. Tenía que separar sus sentimientos personales de lo que ocurría en aquel momento. El peligro claro y presente de Loverboy era lo que importaba. No lo que ella sentía, su decepción, su sensación de haber sido traicionada. Se concentró en su deber, lo único que siempre la centraba, lo único a lo que podía recurrir para ahuyentar su furia. Se enderezó con un esfuerzo y procuró ocultar su agitación. Aflojó los puños y, cuando volvió a hablar, su voz sonó fría (su voz de mando), tranquila y firme, sin inflexiones, impersonal e infinitamente profesional.
–Debería haber informado a Sam cuando el acosador se puso en contacto con usted hace tres meses, señorita López, y yo tendría que haberlo sabido ayer. A la vista de la nueva información, tenemos que adoptar un nivel más alto de alerta. A la mayor brevedad posible he de revisar los protocolos de seguridad. Si puede comprobar su agenda para confirmarlo, por favor... Me gustaría hacerlo por la mañana, lo antes posible.
El silencio se ahondó.
Mientras Britt hablaba, Santana observaba la ráfaga de emociones que atravesaban su rostro. La vio pasar de la ira y la frustración a aquella implacable fachada que reconocía como la barrera que Britt erigía entre sus emociones y todo lo demás para hacer su trabajo. Con la parte racional de su mente, Santana comprendió que aquella capacidad para compartimentar sus sentimientos era lo que hacía que Britt fuese tan buena en su trabajo, pero no se correspondía con lo que Santana deseaba que hubiese entre ellas. No quería que Britt se distanciase para cuidarla. No sabía exactamente lo que quería, pero estaba segura de que no era eso. Su propia frustración y el miedo la quemaban y replicó en tono cáustico:
–Ésa es tu solución para todo, ¿verdad, Brittany? Aumentar la seguridad, apretar las restricciones a mi alrededor. Se trata de una simple respuesta, muy fácil para ti. Sin embargo, no funciona conmigo.
–No estamos ante algo negociable.
–Ya lo veremos.
Haciendo un esfuerzo, Britt explicó con calma:
–Ese hombre va en serio: es persistente, inteligente y tiene talento, y se ha centrado en usted. Debería permanecer aislada en alguna parte hasta que lo capturen.
Ante semejante idea, todos los instintos de supervivencia de Santana se convirtieron en una oleada de terror irracional. No harían de ella una cautiva. Llevaba toda su vida presa de una u otra forma. No había nada más importante que su libertad, nada excepto una cosa.
–No la quiero en el equipo, agente Pierce. No puedo trabajar con usted. No trabajaré con usted. Si no dimite, haré lo que sea para que la despidan.
–He hablado con su padre esta tarde –explicó Britt–. Por lo visto, él piensa que soy la persona más adecuada para este trabajo. Yo también lo pienso. En esta ocasión su influencia no surtirá efecto.
Santana la miró, boquiabierta y asombrada. Cuando pudo controlar su voz, preguntó en tono incrédulo:
–¿Ha hablado con mi padre?
Britt se acercó a un sofá y se apoyó en el respaldo para aliviar parte de la tensión del cuerpo. Se sentía tan profundamente herida que temía perder el control y, en aquel momento, todo el futuro de Santana dependía de lo que ocurriese entre ellas. Necesitaba la cooperación de Santana, aunque no consiguiese que comprendiera por qué había aceptado el trabajo.
–Fue algo inesperado. Apareció en la reunión que manteníamos sobre esta... situación. –Al recordarlo, le pareció un encuentro muy raro.
El Presidente había actuado como si Britt y Doyle no estuviesen a punto de abalanzarse uno sobre otro, limitándose a saludar con una mano a los reunidos y a decir:
–Siéntense, por favor.
Le obedecieron, procurando no mostrarse inquietos. Evidentemente, nadie esperaba aquella visita. El representante de la Agencia Nacional de Seguridad presentó a los demás y se apresuró a asegurarle al Presidente que estaban haciendo todo lo posible por proteger a su hija. Andrew López no dijo nada, sino que examinó en detalle los rostros mientras escuchaba. Tras uno o dos minutos, habló:
–No dudo de que todo se hace de la mejor manera. Espero que mi director de seguridad en la Casa Blanca reciba información de todos los detalles. Tengo una agenda muy apretada, y me gustaría hablar con la agente Pierce si la reunión ha concluido.
Se trataba de una clara despedida. Lindsey Ryan se levantó enseguida y comenzó a recoger sus cosas, al igual que William Shuester. Doyle y Owens permanecieron un momento dudosos y luego, con expresiones contrariadas, salieron de la habitación. Cuando la puerta se cerró, Britt se quedó sola frente al Presidente de los Estados Unidos por primera vez en su vida. Las miradas de ambos coincidieron y Britt preguntó:
–¿Qué puedo hacer por usted, señor Presidente?
Una sonrisa levísima parpadeó en el atractivo rostro del Presidente. Britt reconoció a Santana en él cuando sus rasgos se suavizaron brevemente, y en ese instante su ira se convirtió en fuerte resolución. No permitiría que Santana se convirtiese en el peón de un ambicioso juego político y burocrático ni dejaría que fuese el objeto de una obsesión psicótica.
–Creo que tengo que confiar de nuevo en usted, agente Pierce, para que cuide de mi hija. Sé que el grupo del FBI está haciendo todo lo que puede, pero conozco a mi hija y no le pondrá las cosas fáciles a nadie.
–Señor –empezó Britt, que quería defender a Santana. Sabía mejor que nadie lo mucho que sufría Santana debido a la vigilancia constante de desconocidos.
El Presidente alzó la mano como si supiera lo que Britt iba a decir y miró hacia otro lado, como si viese algo que ella no podía ver.
–Ella no ha elegido esta vida, agente Pierce. Yo la elegí por ella. Ha sido duro para ella, lo sé. Es fuerte, obstinada y no quiero que cambie. Cuento con usted para que se sigan combinando su libertad con su seguridad.
–Sí, señor Presidente –dijo Britt en voz baja, sin apartar los ojos de los de él–. Lo haré, señor. Puede estar seguro.
El Presidente asintió, le dio las gracias y abandonó la habitación. Aunque no hubiese tenido motivos particulares para participar en la misión, la orden no expresa del Presidente habría sido suficiente. Pero Britt tenía sus razones, y eran muy personales. Britt habló dulcemente.
–Lo siento, Santana. Me quedo.
“Me quedo.” Las palabras gritaron en la cabeza de Blair. Palabras que quería escuchar de aquella mujer, pero no de esa forma. No así. No a causa de aquello. No soportaba más la conversación. Se negaba a pensar en lo que significaba para las dos. “Me quedo.”
–Bueno, pues yo no. –Cogió el bolso de una mesa próxima y afirmó–: Voy a salir.
Britt no hizo ademán de detenerla. No sería su carcelera. Pero, cuando habló, en su voz había una pregunta:
–¿Santana?
Santana se detuvo en la puerta y dio la vuelta, impresionada por el tono de derrota de Britt. Notó un cansancio que casi nunca había percibido en ella, ni siquiera después de varios días sin dormir. Britt seguía apoyada en el sofá. Santana estaba demasiado furiosa para verla bien, pero en aquel momento las sombras de la cara de Britt revelaron un demacrado alivio y sus ojos reflejaron gran parte de lo que intentaba ocultar; los nublaba la fatiga y los anegaba algo parecido a la desesperación. No tenía aquel aspecto ni siquiera cuando estaba en el hospital recuperándose de las heridas de bala.
–¿Qué? –preguntó Santana, con más ternura de la que quería utilizar, luchando con una necesidad casi irresistible de salvar la distancia que las separaba. Le costaba trabajo mostrarse furiosa cuando quería abrazarla.
–¿Ha dicho a los de abajo que va a salir? –Britt se enderezó.
–No –respondió Santana, irritada al ver que Britt volvía a asumir su papel oficial.
–¿Se trata de un compromiso personal? –continuó Britt con voz neutral. El equipo tendría que proporcionar una cobertura más cercana de lo normal, incluso para funciones no oficiales. Debía imponerla para hacer su trabajo, pero no necesitaba ni quería saber los detalles si Santana iba a ver a alguien–. ¿Le hará falta el coche?
Rebuscó en su memoria el itinerario del día, que había revisado la noche anterior, antes de ir a Washington, antes de saber que Santana no estaba segura en ninguna parte.
–No había nada previsto para esta noche.
–Ha sido cosa del último minuto. –Santana odiaba hablar de sus planes privados con el personal de seguridad. Siempre se sentía desnuda. Pero aquello era peor. Añadió de mala gana–: Una fiesta en casa de Rachel.
–Entiendo. –La expresión de Britt no cambió, pero le resultó fácil descifrar lo que Santana no le decía. No era algo oficial y, si se trataba de una cita, no le incumbía–. ¿Me permite unos minutos para que localice a alguien? Stark y Grant están fuera de servicio y preferirá usted a una mujer.
–Fielding y Foster pueden esperar en el coche, junto al apartamento de Rachel. –Santana abrió la puerta y salió al vestíbulo–. Siempre lo hacen.
Mientras seguía a Santana, Britt activó la radio.
–Fielding, traiga el coche, y localice a Ellen Grant o a Stark. Lo antes posible. –Se dirigió al ascensor y dijo en tono apagado–: Necesito a alguien dentro.
–Se trata de Rachel, por amor de Dios –replicó Santana, irritada, apretando el botón del vestíbulo–. ¿Cree que ese tipo va a aparecer travestido de mujer?
–¡No sé lo que va a hacer! –repuso Britt en tono alterado–. Hasta hace doce horas, ni siquiera sabía que había vuelto a las andadas.
Santana no tenía respuesta para eso. Había ignorado los primeros mensajes que había recibido por correo, esperando que fuesen sólo ocasionales cartas de un maniático, sin relación con lo ocurrido antes. Los mensajes demenciales aparecían de vez en cuando y solían enviarlos individuos descontentos a los que no les gustaba la política de su padre. A veces procedían de partidarios demasiado entusiastas. Ocasionalmente eran de personas obsesionadas con ella, que pedían fotos, citas o incluso prendas de ropa. Pero nunca había recibido nada como aquellos mensajes: íntimos, sugerentes y, lo más temible, de alguien bien informado. Luego, cuando empezaron los correos electrónicos, Santana se lo confió a su amiga del FBI, lo cual había sido un error. La amistad tenía sus límites, y su compinche del colegio decidió no reservarse semejante noticia.
–No tenía por qué saberlo. Ya lo sabía el FBI –se justificó Santana cuando el ascensor se abrió en el vestíbulo de entrada. Seguía enfadada con A.J. por haber informado.
Britt no se molestó en señalar que tenía que saberlo por varias razones, no todas profesionales. Se había acabado. Santana la había dejado al margen y ahora no podía hacer nada excepto recuperar el control de la situación. Mientras se dirigía hacia la puerta principal, Santana se dio cuenta de que Britt se ponía delante de ella para pasar primero. Inesperadamente, vio de nuevo la repetición de la escena a cámara lenta: la brillante luz del sol, los gritos frenéticos de los hombres, el brote rojo que se extendió sobre el pecho de Britt cuando cayó de rodillas y luego de espaldas en la acera. Los otros agentes arrastraron a Santana hacia dentro, detrás de las puertas de cristal, y Britt quedó fuera de su alcance. No pudo sostenerla.
–¿Santana? –preguntó Britt, preocupada por la repentina palidez de la joven.
Santana se sobresaltó al oír la voz de Britt y se apresuró a cruzar la acera mientras se extinguía la imagen retrospectiva del rostro ceniciento y agonizante de Britt. La agente abrió la puerta del coche y Santana acarició ligeramente la manga de Britt, reconfortada por su sólida presencia. No confiaba en poder decir algo, así que se limitó a deslizarse al interior de la parte de atrás del sedán negro aparcado junto al bordillo.
Rachel Berry le dio un superficial beso en la mejilla a Santana cuando la recibió en una habitación ya llena de gente. Las luces tenues facilitaban la conversación; camareras vestidas con camisas blancas, pajaritas negras y pantalones negros hechos a medida se movían cuidadosamente entre la multitud sosteniendo bandejas con entremeses. Una música suave acompañaba al murmullo de las voces.
–Tu elección de escoltas mejora –observó Rachel, con un matiz de sorpresa en la voz mientras contemplaba cómo Britt iba de un lado a otro del espacioso salón.
–Estoy sola –repuso Santana, que pasó por delante de ella y se dirigió al bar instalado en un rincón.
Rachel se abrió paso entre la gente para seguir a Santana y cogió una copa de vino blanco mientras Santana esperaba a que la guapísima pelirroja que atendía el bar con pantalones ceñidos de cuero negro le sirviese un combinado.
–Si necesitas una cita, puedo conseguírtela fácilmente. Marcy Coleman lleva semanas intentando que salgas con ella. Hay cosas peores que una joven cirujana de prestigio, ya sabes.
Santana tomó su bebida, sin reparar apenas en la interesante mirada que la encargada del bar le ofreció con la copa, y observó a las otras mujeres de la habitación. Como era habitual en las reuniones de Rachel, había una mezcla de aspirantes a artistas, muchos de los cuales eran clientas de Rachel, profesionales jóvenes y bolleras de los bares del Village que acudían como acompañantes o se pegaban a alguien que conocían, con la esperanza de tener suerte. Rachel siempre se las arreglaba para proporcionar algo a todas.
–No me interesa una cita –dijo Santana en tono ácido, haciendo un esfuerzo para no mirar hacia donde estaba Britt. Tenía años de práctica en ignorar a su equipo de seguridad. Acostumbrada a su ubicua presencia, eran ya como el ruido de fondo.
En la preadolescencia ello no le había resultado tan difícil, porque su padre sólo era gobernador. Los agentes del Estado solían llevarla al colegio y aparcaban cerca mientras ella realizaba sus actividades extraescolares; en aquel entonces, había logrado fingir que era como las demás. Luego, su padre se había convertido en vicepresidente, la seguridad que la rodeaba se había intensificado y había desarrollado grandes habilidades para convencerse a sí misma de que no la vigilaban las veinticuatro horas del día. Pero no podía hacer nada para ignorar la presencia de Brittany Pierce. La sentía de forma tan intensa como si se tocasen. Rachel sonrió con aire cómplice.
–Intentaba ser amable cuando hablé de la cita. Estoy segura de que a la encantadora doctora Coleman le entusiasmaría pasar la noche contigo, si es eso lo que tienes en mente.
Santana se volvió, miró a Rachel a los ojos y repuso en tono cáustico:
–Cuando decida que quiero joder con alguien, no me cabe duda de que puedo hacer la gestión yo solita.
Si a Rachel la sorprendió la cortante respuesta de Santana, no lo demostró. Sabía, por experiencia, que la mejor forma de conseguir que Santana hablase de algo interesante era enfadarla. A Santana se le daba muy bien ocultar casi todas sus emociones, pero, cuando se enfadaba, perdía sus escudos protectores. Rachel era una de las pocas personas capaces de aguijonearla para que se descubriese, motivo por el cual seguían siendo amigas.
–En fin, si yo tuviera a esa monada de chollo vigilándome toda la noche, sobre todo con esa ardiente expresión en la mirada, seguramente tampoco buscaría a nadie más.
Santana ni siquiera miró a Britt para comprobar a qué expresión se refería Rachel. Britt tenía una forma de mirarla que la hacía sentir como si fuera la única mujer de la habitación... diablos, la única mujer del planeta. Se recordó a sí misma que Britt sólo hacía su trabajo, pero nadie, ni siquiera Paula Stark con toda su competencia, y a pesar de la noche que habían pasado juntas, la miraba de aquella manera. A Santana le temblaba la mano cuando se llevó el martini a los labios.
–No, Rachel. Esta noche no.
Rachel se aplacó. La voz de Santana sonaba áspera y había dolor en sus ojos. Rozó la mano de Santana al pasar y dijo:
–No sé qué crees que ocurre entre vosotras dos, pero a ella le importa. No lo disimula mejor que tú. –Cabeceó con un movimiento ensayado y sus cabellos morenos se deslizaron por los hombros–. Tal vez no estés de humor para tener compañía esta noche, pero yo sí. Es hora de que haga mi ronda.
Mientras observaba cómo Rachel se deslizaba sinuosamente entre la multitud, Santana se preguntó cuánto tardaría en llegar hasta Britt y se dijo que ojalá no le importase.
* * *
Cuando la atlética rubia del polo azul marino, vaqueros y Nikes traspasó la puerta poco antes de la una, varias cabezas se volvieron para contemplarla. Parecía una exjugadora de fútbol, como así era, entre otras cosas. Ellen Grant había tardado sobre una hora desde que John Fielding la localizase en casa de su suegra, en Westchester, para que fuera a la fiesta de Rachel Berry en el Upper East Side. Pensó en cambiarse de ropa, pero decidió no hacerlo, suponiendo que seguramente encajaría con una parte de la concurrencia. Britt suspiró con un alivio poco habitual cuando vio a su sustituta. No se debía tanto al profundo cansancio que sentía como al hecho de ver a Santana bailar con la misma mujer durante la última media hora mientras procuraba pasar por alto que la mano de la mujer descansaba sutilmente sobre el pecho izquierdo de Santana.
–Lo siento, comandante –se disculpó Ellen Grant cuando consiguió al fin reunirse con Britt–. Estaba en la fiesta de cumpleaños de mi marido.
–No hacen falta disculpas, Grant. Lamento la necesidad de separarla de su familia. –Britt esbozó una leve sonrisa y se pasó la mano por los ojos, frotándolos un instante–. Me temo que esta noche me ha cogido desprevenida. Me saca usted de un apuro.
Grant la miró, preocupada, percibió la tensión de su voz y se preguntó si se encontraría bien. Brittany Pierce era una leyenda para todos los agentes de servicio por lo que había hecho aquel día ante el apartamento de Santana López, pero para su propio equipo se trataba de una heroína de carne y hueso.
–No hay problema. Ya me hago cargo, comandante.
–Sí –dijo Britt–. Gracias.
En vez de marcharse, Britt recorrió la habitación y salió a un pequeño balcón con barandillas de hierro que daba a Central Park. Descansó las dos manos sobre la barandilla y percibió el dolor en el costado izquierdo, en la cicatriz de veinticinco centímetros que tenía entre la cuarta y la quinta costilla. No solía molestarla o, al menos,
gran parte del tiempo podía ignorarla.
–¿Fuera de servicio, comandante? –preguntó Santana a su lado.
–Sí. Grant se ha hecho cargo. –Ambas sabían que no era estrictamente cierto. Ella nunca estaba fuera de servicio, tanto por elección como por costumbre.
–Parece que no le vendría mal dormir un poco.
Britt, que seguía inclinada hacia delante, volvió la cabeza y vislumbró un rápido parpadeo de luz de luna que jugueteaba sobre el rostro de Santana. La visión le llegó al corazón. Rindiéndose por un instante al dulce matiz de calor en la voz de Santana y a la preocupación de su mirada, Britt se relajó.
–Los asientos de avión me resultan demasiado pequeños para dormir en ellos.
Santana permaneció junto a ella en la barandilla, lo bastante cerca para tocarla, pero procurando no hacerlo. No confiaba en sí misma lo suficiente para una cosa así. Ni siquiera sabía por qué la había seguido hasta allí, pero la noche desaparecía y allí estaban ellas, casi solas. Al día siguiente, la gente volvería a rodearlas, y Santana no sabía cuándo tendrían de nuevo unos momentos de intimidad. No soportaba verla marchar, aún no.
–¿Y ahora qué va a pasar?
Mientras Britt observaba cómo los faroles de abajo trazaban dibujos de luz entre las copas de los árboles, pensó en el futuro. Nunca se le había ocurrido no informar a Santana de sus planes, aunque era contrario a las normas hacerlo. Tras muchos años de costumbre asentada, el Servicio Secreto no discutía el procedimiento con un protegido. Pero la afectada era la vida de Santana y merecía saberlo.
–Tendremos que imponer un nivel de alerta alta. Hablaré con Sam y con Stark mañana. Dentro, habrá al menos dos agentes con usted en todo momento. Fuera, cuatro. Seguridad extra en los actos públicos, y ofreceremos mucha menos información sobre sus planes de viaje a la prensa.
–Todo se cerrará a mí alrededor, ¿verdad? –Santana parecía casi tan agotada como Britt.
–En las cosas que la afectan más directamente, sí –reconoció Britt. Había mucho que hacer y esperaba conseguirlo sin amargar aún más a Santana–. Lo siento.
Santana la creía. Entender su corazón iba más allá de la mera atracción física. Britt la entendía como no lo había hecho nadie. Britt comprendía cómo se sentía al no estar nunca sola, al no ser libre nunca, al no tener capacidad para la acción espontánea. Britt lo entendía, a pesar de que no podía cambiarlo.
–Lo sé. –Santana tocó la mano de Britt con un leve roce de dedos.
Contuvo el aliento cuando Britt los retuvo y los acarició suavemente. La ligera presión de sus palmas deslizándose juntas resultaba más dolorosa y dulce que el cuerpo desnudo de otra mujer apretándose contra el suyo en el ardor de la lujuria. Permaneció allí, sintiendo el aire helado de la noche, con la cabeza llena de deseo, sin atreverse a hacer un movimiento, sin atreverse a romper el frágil vínculo. Por fin, Britt suspiró y la soltó. Estaba demasiado cansada y no confiaba en sí misma estando Santana tan cerca. Primero había necesitado tocarla. Y en aquel momento necesitaba marcharse. Lo que tenía que hacer a continuación era lo más difícil. Sólo pensarlo resultaba difícil, pero tenía que hacerlo. Entre ellas había cambiado todo de la noche a la mañana. Habían pasado cinco días de frenesí saciando la sed de todo un año y no habían decidido nada al separarse, salvo creer ambas que habría una próxima vez. Britt creyó entonces que tendrían tiempo de resolver el problema de la notoriedad de Santana y de su propia ética profesional, pero la reaparición de Loverboy lo había alterado todo. Cualquier relación personal pasaba a ser secundaria. Sabía que Santana se sentía herida y furiosa, y la había visto en brazos de demasiadas amantes para ignorar lo que hacía cuando se sentía dolida. Se limitó a decir lo que tenía que decir:
–Si planea no volver a casa esta noche, por favor, dígaselo a Grant. Deje que la protejan.
Mirando al frente para no ver la despedida en los ojos de Britt, Santana repuso en voz baja:
–Como quiera, comandante.
Y entonces se quedó sola, con el viento azotando sus lágrimas.
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