Fic El club de los corazones solitarios Capítulos 20 y 21

Que vas a qué? —Tana prácticamente se salió de la carretera cuando se lo conté a la mañana siguiente—. En serio, Kurt; Sebastián tiene que estar drogado. Algo en la azotea no le funciona bien.
—Ya lo sé. Lo veo hablar con todo el mundo —traté de reprimir la risa.
—No lo entiendes. A ver, no estás con él en ninguna clase. Y yo estoy en dos; antes de almorzar. Y lo único que hizo ayer fue acercarse y charlar conmigo con ese estilo de animador que le caracteriza.
—Sí, bueno; no me preocupa. Me dará plantón. Fin de la historia.
Me figuro que, en cierta forma, Sebastián fue quien me preparó para cuando los chicos empezaron a abandonarme.
Con él pasaba lo mismo: no contestaba las llamadas, me evitaba en los pasillos, hablaba a mis espaldas.
Sonó el móvil de Tana. Encendió el manos libres, respondió la llamada, escuchó unos tres segundos y luego vociferó:
—¿CÓMO?
Instintivamente, sujeté el volante para enderezar la marcha.
—¿Hablas en serio? ¿Cuándo? —Tana me agarró del brazo—. ¡Ay, Dios mío!
Me entraron ganas de abofetearla, pero no quería morir de camino al instituto. Tana siguió chillando y formulando preguntas.
Cuando por fin apagó el teléfono, una expresión de suficiencia le cruzó el semblante.
—No te lo vas a creer —declaró—Blaine ha roto con Sebastián.
—¿CÓMO? —pegué un grito tan potente que Tana dio un respingo—. Estás de broma. He visto a Sebastián junto a la taquilla de Blaine…
Tana sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Esta mañana, Unique llegó temprano al instituto para entrenar con el equipo de voleibol y saltó la noticia. Por lo que ha oído, Blaine rompió con Sebastián a principios de verano, antes de que él se marchara de vacaciones; pero, en realidad, nadie lo supo porque Blaine no quería, en fin, que hubiera cotilleos, o lo que fuera, mientras Sebastián estaba de viaje. Pensaban esperar unos días antes de decírselo a la gente, pero Artie se lo soltó a Hilary Jacobs, y ya te puedes imaginar que el asunto corrió como la pólvora.
—Imposible —repliqué.
Sebastián Smythe y Blaine Anderson llevaban cuatro años juntos. Se suponía que iban a casarse, a tener cuatro hijos y un cincuenta por ciento de posibilidades de vivir felices para siempre.
—¡Encaja a la perfección! Por eso está tan simpático con todo el mundo, maldito brujo malandro —Tana me lanzó una mirada furiosa—. Ahora, ya sabemos exactamente lo que quiere.
Desconcertado, me quedé mirando a Tana. ¿Qué quería Sebastián?
—Se piensa que, ahora que está sin pareja, puede volver corriendo a su buen amigo Kurt.
Traté de entender la situación. Sebastián me abandonó por Blaine; Blaine abandonó a Sebastián, y ahora él contaba con que volviéramos a ser amigos.
«No lo creo».
—Un momento —interrumpió Jake —. ¿Eres amigo de Sebastián Smythe?
—No, éramos amigos.
—Guau —Jake parecía impresionado—. Diablos, es amigo de Quinn Fabray, está buenísima. ¿Y si me lo presentas? Él podría ayudarme con Quinn.
—¡Fuera del coche! —vociferó Tana.
Jake puso los ojos en blanco y saltó del vehículo en cuanto su hermana se detuvo en el aparcamiento.
—¿Es que Sebastián cree que soy imbécil? —protesté—. Después de pasarse cuatro años sin hablarme, ahora quiere que la consuele por lo de Blaine. Ya tengo mis propios problemas con los chicos, muchas gracias. Voy a darle plantón, te lo aseguro.
—¿Cómo? —Tana abrió los ojos de par en par—. De ninguna manera. ¡Tienes que ir!
No podía creer que Tana hablara en serio. Odiaba a Sebastián, ¡y me pedía que quedara con él!
—Tienes que conseguir la exclusiva. Averigua por qué Blaine ha abandonado a ese bombón y luego, te levantas y te vas. No le debes nada. Por una vez, disfruta tú de ver cómo se siente utilizado.
—Pero yo…
—Venga ya, Kurt. Ojalá pudiera acompañarte y escuchar cómo te cuenta entre sollozos su triste historia. Oh, cuánto me alegro de que Blaine, por fin, haya entrado en razón. Mmm, mierda lo pondría en la lista, que lástima que es gay—Tana se mostró pensativa unos instantes—. No, siempre he pensado que te va más a ti. Y no es que vayas a salir con chicos ni nada parecido.
Noté que se me avecinaba una migraña.
El dolor de cabeza no se me pasó una vez que llegué a mi taquilla y me encontré con Blaine. Estaba tan concentrado en Sebastián que se me había olvidado que también tenía que verlo a él. No había forma de esquivarlo.
No sólo ignoraba qué decirle, sino que tampoco sabía cómo se suponía que me tenía que sentir. ¿Debería estar furiosa? ¿Debería darle las gracias por confirmarme, una vez más, que los chicos únicamente utilizan a las chicas y a los chicos sensibles?
De acuerdo, no estaba al tanto de lo que había ocurrido, pero, en mi fuero interno, estaba convencido de que Blaine tenía la culpa.
—Hola, Hummel—dijo cuándo me disponía a abrir mi taquilla.
—Hola, ¿alguna novedad? Bueno, no me refiero a nada en particular, eh… —cerré los ojos, abrigando la esperanza de que se diera la vuelta y se esfumara.
—Por lo que veo, han bastado veinticuatro horas para que el instituto entero sepa la noticia —replicó.
Volví la mirada hacia él y no supe qué decir.
—En cualquier caso —continuó—, he oído que Sebastián y tú van a salir esta noche.
Me quedé mirándolo sin entender. ¿Cómo se había enterado?
—Oye, no pasa nada. Me alegro de que hayáis quedado. Si te digo la verdad, estoy un poco preocupado por Sebastián. Ya sabes lo maliciosas que son algunas personas.
Procuré no pensar en Tana… ni en mí mismo.
—¿Cómo va eso, Anderson? —Artie apareció a la vuelta de la esquina. En la vida me había alegrado tanto de verlo…, al menos hasta que se acercó y me rodeó con un brazo—. Mira, me importa una mierda que ahora estés soltero. Más te vale alejarte de mí chico.
Por primera vez, Blaine se quedó desconcertado.
Artie no captó el detalle y prosiguió:
—Y ahora, ¿por qué no te vas a romper unos cuantos corazones mientras mi compañero de spanisho y yo nos vamos a clase? — me agarró del brazo y, mientras me guiaba hacia el aula, se puso a negar con la cabeza—. Haz caso de lo que te digo —comentó con un suspiro exagerado—. Ahora que Anderson está soltero, vamos a tener problemas.
Blaine tenía razón sobre lo rápido que las noticias viajaban por el instituto: no se hablaba de otra cosa. Intenté mantenerme al margen, pero como socio único del Club de los Corazones Solitarios, no pude evitar fijarme en lo injusto que todo el mundo estaba siendo. Nadie parecía preocuparse por Blaine. Por descontado, no tardaría en tener otro novio; pero, de no ser así, no pasaría nada. La elección era suya. Los chicos mandan.
Pero a Sebastián lo trataban como mercancía defectuosa. Él era la víctima. La sombra desconsolada, destrozada, de la persona que había sido.
Cuando se hablaba de Blaine, la gente entrechocaba las manos, celebrando su nueva libertad.
En cuanto a Sebastián, todo el mundo hablaba en susurros, como si Sebastián debiera avergonzarse por haberse quedado sin pareja.
No podía ser más injusto.
Y yo era consciente. Con todo, me resultaba de lo más violento quedar con Sebastián después de clase.
Una voz en la cabeza me decía sin parar: «La única razón por la que no te ha dejado plantado es porque ya no tiene novio».

Mientras nos dirigíamos a la cafetería, hablamos de nuestras familias. De cómo le iba a Finn en la universidad y de cómo su madre estaba reformando la cocina… otra vez. Cuando llegamos, charlamos sobre las clases. Luego, de lo que íbamos a pedir para comer. Entonces, cuando parecía que el único tema de conversación que nos quedaba, con excepción de las rupturas (la suya, la mía…, había para elegir), era el estado del tiempo, nos quedamos mirando el uno al otro, así, sin más.
—Bueno —dijo por fin Sebastián mientras escarbaba en su ensalada—. ¿Cómo está Adam? ¿Sigue pasando el verano con ustedes?
Se me hizo un nudo en el estómago.
—No me apetece hablar del tema.
—Ah —Sebastián bajó la mirada, al caer en la cuenta de lo poco oportuno de su pregunta. Parecía muy triste mientras empujaba el tenedor por el plato.
Por fin, levantó la cabeza.
—¿Te puedo decir una cosa?
Me encogí de hombros.
—Siempre te he tenido un poco de envidia.
—¿Perdón? —¿cómo era posible que don Perfecto, el modelo castaño de ojos verdes llamado Sebastián Smythe, me tuviese envidia?
—En serio, Kurt. De verdad, ¡hablo en serio! ¡Mírate! ¿Tienes idea de lo mucho que tengo que esforzarme para mantenerme así? Fíjate en lo que estoy comiendo por culpa de los carbohidratos —Sebastián hizo un gesto en dirección a su ensalada de lechuga y tomate con aliño libre de grasas y luego volvió la mirada a mi sándwich de pavo con queso cheddar, mayonesa y patatas fritas de bolsa—. Para empezar —prosiguió—, comes lo que te apetece y, aun así, tienes una figura impresionante.
Yo no entendía nada.
—Además, tu forma de vestir es increíble, en serio. Yo elijo lo que me voy a poner según lo que me marcan las revistas; soy uno más del montón. En cambio, tú tienes tu propio estilo informal que nadie es capaz de imitar. Siempre lo has tenido.
En otras palabras, era un friki por tener a Michelle Obama e Isabel Wright como iconos de la moda.
—¿Y sabes qué? No soy idiota. Sé perfectamente que nunca le caeré bien a la gente como tú.
Como habría dicho Tana: «Lo que tú digas».
Sebastián se rebulló, incómodo, en su asiento.
—Bueno, en fin, quería que lo supieras.
—Sí… Gracias —traté de dedicarle una sonrisa.
Volvió a escarbar en su ensalada.
—¿Te acuerdas de cuando, de pequeños, montábamos conciertos para nuestros padres?
Asentí, sorprendido de que Sebastián se acordara de los recitales de los Beatles que organizábamos en el sótano.
—¿Cómo llamaban tus padres al sótano?
Suspiré.
—The Cavern —The Cavern, la caverna, era el local de Liverpool donde los Beatles iniciaron su camino a la fama.
—¡Exacto! Me acuerdo de que tú te empeñabas en ser John, y que yo era Paul, y que teníamos peluches que hacían de Ringo y George —se echó a reír, inclinándose hacia delante—. Y luego, hicimos ese numerito en la cafetería, el verano que estuvimos en el lago.
—¿Cuándo nos deslizábamos por el agua sobre neumáticos?
Los ojos de Sebastián se iluminaron.
—¡Eso es! ¿Cómo se llamaban esos chicos?
Bajé la vista hacia la mesa, tratando de acordarme de los dos hermanos con los que pasamos el rato aquella semana.
—Me acuerdo de cómo entrenabas a ese chico al hockey de mesa —ambos nos echamos a reír—. En serio, Kurt, pensé que se te iba a dislocar el brazo de tanto que lo zarandeabas de un lado a otro —Sebastián se puso a agitar los brazos ferozmente y estuvo a punto de volcar su vaso de agua.
Entonces, sucedió algo inesperado.
Fue como si los cuatro últimos años se hubieran esfumado. Como si sólo hubieran pasado unos cuantos días desde que Sebastián me llevaba los libros mientras yo cojeaba con la ayuda de muletas por un esguince de tobillo.
Los dos empezamos a rememorar nuestra amistad y, sin que nos diéramos cuenta, transcurrió una hora. Sebastián me miró con aire pensativo.
—¡Guau, Kurt! Ha pasado demasiado tiempo. Juntos, nos divertíamos un montón.
Le dediqué una sonrisa. En aquella época siempre estábamos juntos.
Nos habíamos prometido lo que los mejores amigos se prometen en primaria: que iríamos a la misma universidad, que compartiríamos piso, que seríamos padrinos en nuestras respectivas bodas…
Sebastián se puso a dar golpecitos en la mesa con actitud nerviosa.
—También te quería pedir perdón —los ojos se le cuajaron de lágrimas—. Siento haber echado a perder nuestra amistad. Siento haberte tratado tan mal. Y, sobre todo, siento haber tardado tanto en recobrar el juicio. No puedo ni imaginarme lo que debe de haber sido para ti. Cuando Blaine y yo rompimos —la voz se le quebró al pronunciar el nombre. Ahora, las lágrimas le surcaban las mejillas—, no pude evitar acordarme de ti. Al principio, todo iba bien. Me fui de vacaciones con mi familia. Las clases de tenis me mantenían ocupado. Pero hace un par de semanas me encontré sin nada que hacer. Aún no habían empezado los entrenamientos. Estaba completamente solo.
Agarró su mochila y sacó un pañuelo de papel. Se sonó la nariz.
—Llamaba a Quinn y Marley, pero, o bien tenían planes con sus novios o, si quedaban conmigo, me dejaban plantado en cuanto Noah y Jake las llamaban. Sé perfectamente que yo hacía lo mismo contigo. También por eso te pido perdón.
Me llegaban imágenes fugaces de años atrás. Los momentos en los que era consciente de que estaba perdiendo a mi mejor amigo y me sentía solo, sin nadie.
Sebastián se secó las lágrimas que le empapaban el rostro.
—Sufrí al darme cuenta de que no tenía ningún amigo de verdad, de la clase de amigos que éramos tú y yo. Y ahora que ha empezado el instituto, es aún peor.
Antes, seguía a diario la misma rutina: Blaine me recogía para ir a clase; luego, yo me acercaba a su taquilla, después…, bueno, ya lo sabes. Lo has visto. Hice de él mi mundo entero y ahora…, ahora me he quedado sin nada —sus sollozos se convirtieron en agudos lamentos mientras trataba de recobrar la respiración.
—Yo… —intenté encontrar palabras de consuelo, pero mis sentimientos estaban en conflicto—.Sebastián, ¿qué esperas que haga yo?
Levantó la vista y me miró con ojos enrojecidos.
—Siento mucho lo que ha pasado contigo y Blaine—proseguí—. De verdad. Nadie debería sufrir de esa manera, y menos aún por culpa de un chico. De todas formas… no sé qué hacer. Porque me cuesta olvidarme de que me abandonaste por completo. No sé qué habría hecho si Tana no se hubiera mudado a la ciudad, el año siguiente.
Sebastián forcejeó para recobrar el aire.
—Tienes razón, toda la razón. Es sólo que… Ya no sé quién soy. Todo el mundo me conoce como Sebastián, el novio de Blaine, o el animador, o el delegado de clase. Me encuentro perdido. Una parte de mí piensa que es mejor continuar como si nada hubiera cambiado; pero existe otra parte que quiere dejar de hacer lo que todos esperan que haga. No sé… —negó con la cabeza—. No sé si quiero seguir siendo animador. No me apetece animar a nadie, la verdad. No sé qué quiero hacer. Sólo…
Noté que los ojos me escocían. ¿Quién habría imaginado que seguiría teniendo algo en común con Sebastián? Me sentía perdido, igual que él.
Sebastián me miró con una mezcla de sorpresa y compasión. Sin vacilar, me entregó un pañuelo de papel. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, me puse a contarle todo lo de Adam. Me sentía un tanto estúpido, sabiendo que sólo había salido con él varias semanas, y no varios años. Pero, por alguna razón, sabía que Sebastián me entendería. Tardé unos instantes en asimilar que las lágrimas que ahora surcaban sus mejillas eran por causa de Adam.
—Ay, Kurt, cuánto lo siento. ¡Es horrible! Confiaste en Adam, y él… Kurt—se aseguró de que lo estaba mirando—, no hiciste nada malo.
A pesar de tanto tiempo como había transcurrido, no me había olvidado del todo de aquel Sebastián.
Aquel Sebastián que siempre sabía elegir las palabras precisas, aquel Sebastián que me apoyaba por encima de todo. Ese mismo Sebastián era el motivo por el que habíamos sido los mejores amigos.
Intenté esbozar una sonrisa.
—Sí, bueno; no pienso volver a cometer el mismo error. Jamás. He decidido que, básicamente, he terminado. Ya sabes, con los chicos —traté de reírme, para que no creyera que me había vuelto loco—. Es que, no sé… Estoy harto de todo esto. Míranos, los dos llorando. ¿Y por qué? Porque decidimos confiar en un chico insensible. Terrible equivocación. De hecho, he fundado una especie de club.
—¿Un club? —Sebastián se inclinó hacia delante—. ¿Qué club? ¿Quiénes lo formáis?
—Yo, yo y yo. Es el Club de los Corazones Solitarios. Seguro que te parezco patético.
Sebastián me agarró la mano desde el otro lado de la mesa.
—Para nada. Considero que lo has pasado muy mal, y que tienes que hacer lo que sea necesario para superarlo. Lástima que no se te ocurriera hace años; imagina los problemas que nos habrías ahorrado a los dos. Aunque… sólo veo un problema —Sebastián esbozó una sonrisa.
—¿Cuál?
—No puedes tener un club con un solo miembro, la verdad.
Me eché a reír.
—Bueno, ya lo sé, pero…
—¿Qué tal si añadimos a otra persona?
Lo miré, conmocionado.
—¿Cómo dices?
—¡Kurt! —Sebastián se secó las lágrimas y dio la impresión de que su entusiasmo era sincero—. ¿Acaso crees que me apetece volver a quedar con chicos a la primera oportunidad? Yo también he terminado. Sólo me queda resolver qué es lo más conveniente a partir de ahora. No para Blaine y para mí. Para mí.
Una oleada de emoción me recorrió por dentro.
—¡Justo lo que he estado pensando!
—Tienes que dejarme entrar. Sé que debo volver a ganarme tu confianza, y lo haré. Pero, por el momento, ¿te importa al menos contemplar la idea de perdonarme?
Alargó la mano para estrechar la mía. Ni siquiera lo dudé.
Ahora, éramos dos.

No sé que sucedió pero tuve una imagen fugaz de Tana estrangulándome.

Nueve
Cuando me separé de Sebastián después de la cena, me sentía sinceramente feliz y esperanzado por primera vez desde hacía varias semanas. Contar con un cómplice, que además estaba pasando como yo por una ruptura, era justo lo que necesitaba.
Cogí el móvil y comprobé que tenía tres mensajes.
Los dos primeros eran de Tana:
¿Ha empezado ya a llorar?
Si se pone a hacer pucheros, ¡sácale una foto de mi parte!
El tercero era de Adam:
Voy a seguir enviándote mensajes hasta que me contestes.
Pasé por alto a Adam y llamé a Tana.
—Cuéntamelo todo —dijo nada más al descolgar.
Traté de ponerla al corriente; pero no me dejaba meter palabra, ni siquiera de canto. No paraba de burlarse de Sebastián, lo cual empezó a molestarme.
—Tana, basta ya —elevé el tono de voz—. ¿Sabes?, ha sido difícil para él. Imagina por lo que está pasando. Se siente perdido…
—¡Por favor! —interrumpió Tana—. ¿Te estás escuchando? A este paso, vas a acabar invitándolo a almorzar con nuestro grupo.
Silencio absoluto.
Tana suspiró.
—No irás en serio, ¿verdad? Anda, dime que es una broma.
—Tana —hablé con lentitud, eligiendo las palabras con cuidado—. Todo el mundo se está portando fatal con Sebastián. Tómalo como una obra de caridad.
—Ya he hecho mi donativo —replicó con tono monocorde.
—Por favor. Hazlo por mí —no traté de ocultar la nota de desesperación en mi voz.
—Muy bien. Pero me debes una.
Colgué el teléfono antes de que pudiera cambiar de opinión.
—¿Te das cuenta de que te voy a matar por esto? —me advirtió Tana por decimocuarta vez a medida que nos encaminábamos al comedor, al día siguiente.
—Por favor, dale una oportunidad —supliqué.
—Lo veo muy difícil. No sé, Kurt, llámame loca si quieres, pero no me emociona la idea de ver cómo utilizan a mi mejor amigo.
—Sé lo que hago —me dirigí a una mesa pequeña situada en un rincón, por si se producían mordiscos o tirones de pelo. Les dije a Mercedes y a Rachel que era mejor para ellas almorzar en otro sitio ese día; no quería convertirlas en cómplices de los actos de violencia que pudieran venir a continuación.
—Sí, creo que dijiste lo mismo a principios de verano.
Me quedé petrificado.
Tana me agarró de la mano.
—Lo siento mucho, Kurtie. Ha sido un comentario terrible.
Traté de sacudirme el pensamiento de la cabeza. Ya iba a resultar bastante difícil sin tener que pensar en… él.
—Por favor, Tana. Hazlo por mí. Sé agradable.
Tana tomó asiento sin pronunciar palabra.
—Hola, chicos —Sebastián  se sentó a nuestra mesa—. ¡Muchas gracias por aceptarme!
Tana forzó una sonrisa.
—¡Ah! —Sebastián puso sobre la mesa una pequeña caja de cartón—. Como muestra de agradecimiento… ¡pasteles! —Sebastián colocó dos vistosos pasteles sobre la mesa.
—Gracias —cogí el más grande y empecé a lamer el azúcar glaseado de color rosa. Lancé a Tana una mirada indignada.
—Eh, gracias.
Sebastián  sonrió encantado, seguramente porque eran las primeras palabras cordiales que Tana le había dirigido nunca.
—¿Sabes, Kurt? Después de anoche, me encuentro mucho mejor. Renunciar a los chicos ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida. El club va a ser increíble.
Oh-oh.
Tana trasladó la vista de una a otra.
—¿Qué club?
—Eh, verás… —el asunto se ponía complicado—. ¿Te acuerdas de lo que dije sobre que los chicos son escoria?
Tana puso los ojos en blanco.
—Sí.
—Bueno, pues he decidido que no voy a salir con ninguno, nunca más…
—Kurt —interrumpió Tana.
—A ver, Tana, ¿te importa escucharme hasta el final? —la paciencia se me estaba agotando—. Intenté explicártelo el otro día, pero no dejabas de interrumpirme.
Tana cerró la boca y se recostó sobre el respaldo de su silla.
—He terminado con los chicos. Al menos, mientras siga en el instituto y tenga que vérmelas con estos idiotas. De modo que decidí fundar a solas el Club de los Corazones Solitarios.
Tana se mostró desconcertada.
—¿Tiene que ver con los Beatles?
—Claro, y si alguna vez escucharas la música que te he regalado, lo sabrías. Bueno, el caso es que hablo muy en serio. No pienso volver a quedar con chicos. Y Sebastián  ha decidido incorporarse a mi bando.
Sebastián se giró hacia Tana.
—Deberías unirte tú también. Sería divertido.
Tana miró a Sebastián con desdén.
—¿Me consideras tan patética como para no conseguir quedar con un chico?
—Eh, no es eso… —intenté interrumpir.
—No, no me refiero a eso. Yo… —Sebastián parecía dolido.
Tana le lanzó una mirada asesina.
—De acuerdo. Y dime, ¿cuánto va a durar tu afiliación al club? ¡Como si pudieras sobrevivir sin que la población masculina al completo te esté adulando!
—Tana, basta ya —zanjé yo—. Para mí, el club es importante.
Tana soltó un gruñido.
—Vamos, Kurt. ¡Sé serio!
La cara me ardió de furia. ¿Cómo podía haber esperado que Tana entendiera el sufrimiento por el que Sebastián y yo estábamos pasando? A ella nunca le habían destrozado el corazón.
—¡No lo pillas! —grité. Era la primera vez que le levantaba la voz. El grupo de novatos de la mesa de al lado se marchó—. Sé que no entiendes por lo que estoy pasando, pero es lo que necesito —la voz me empezó a temblar mientras trataba de reprimir las lágrimas—. Creía que todo había acabado, pero no es verdad. Me sigue mandando mensajes por el móvil.
—¿El qué? —Tana frunció los labios.
—Él… —no tenía energía para hablar de Adam.
—Kurt, ya te lo he dicho. Es un imbécil —terció Sebastián con tono amable—. No le debes nada.
Tana se giró hacia Sebastián.
—¿Es que sabes lo de Adam?
—Claro que lo sabe. Pero ahora no me apetece hablar de él. Lo único que me interesa es este club, y dejar de salir con chicos. Más aún, es lo que necesito. Sebastián me apoya. Ojalá tú también lo hicieras.
Un silencio descendió sobre la mesa.
—Kurtie—dijo Tana con voz serena—, perdona si piensas que no te apoyo, pero ¿es que no te das cuenta? Te está utilizando.
Sebastián se estremeció.
—¿Cómo puedes decir eso? No estoy utilizando a Kurt—hizo una breve pausa, respiró hondo, y miró a Tana cara a cara—. ¿Por qué me odias tanto?
—Yo no…
—Sí, me odias —Sebastián  bajó la mirada a su ensalada, a medio terminar—. No sé por qué, pero siempre me has odiado. Confiaba en que los tres pudiéramos ser amigos, porque sé cuánto significas para Kurt. De ninguna manera podría ser amigo de Kurt sin tu… aprobación, supongo.
Tana miró a Sebastián con la más absoluta incomprensión. Seguramente, nunca había imaginado que Sebastián Smythe solicitara nada de ella, y mucho menos su aprobación.
—Es que yo… —Tana estaba disgustada—. No quiero que apartes a Kurt de mí.
Me quedé mirando a Tana, horrorizado. ¿Cómo podía pensar de esa manera?
—Tana, Sebastián no va a hacer eso.
Sebastián, vacilante, alargó el brazo y lo colocó sobre el hombro de Tana.
—¿Podrías darme una oportunidad? ¡Por favor!
Alargué el brazo en dirección a Tana.
—Ya sabes que necesito contar con tu apoyo.
Tana sacudió la cabeza.
—Me imagino que lo podría intentar… por Kurt —el semblante de Sebastián se iluminó—. Pero espera un momento —Tana lanzó a Sebastián una mirada feroz—. Si alguna vez (repito, alguna vez) vuelves a hacer a Kurt la misma faena, si le haces daño, no vivirás lo bastante para lamentarlo.
Sebastián asintió con gesto alicaído.
—Me gustaría de verdad que fuéramos amigos, Tana. Me encantaría.
Tana dedicó a Sebastián una sonrisa alentadora.
—Sí, bueno, conociendo la historia de mi lista, me figuro que antes o después me uniré a vosotras en el lado oscuro.
—¿Me dejas ver tu lista? —preguntó Sebastián, indeciso.
Tana hizo una pausa antes de sacar la lista de su bolsa.
—¿Por qué no?
—Ah, conozco a Paul Levine. Es encantador —comentó Sebastián.
A mi entender, era el mejor comienzo que se podía esperar de nuestra nueva amistad a tres bandas.