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Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
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lovebrittana95
micky morales
marthagr81@yahoo.es
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Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 19
—Santana —susurro.
Y no puede más. Suspira brusca, se gira y, tomando mi cara entre sus manos, como ha hecho tantas veces, me besa con fuerza. Yo gimo contra su boca y por un momento me dejo llevar por lo bien que saben sus labios y todo lo que lo echo de menos.
Las dos hemos perdido la batalla, pero creo que a ninguno de las dos nos importa.
Santana nos mueve hasta la pared ágil y brusca. Se separa un segundo de mí y vuelve a besarme, tomando mi labio inferior entre sus dientes y tirando con fuerza hasta volver a hacerme gemir.
Estoy exactamente donde quiero estar, pero mi sentido común a punto de evaporarse me recuerda que acabamos de divorciarnos, que éste no era el plan.
—Santana —susurro contra sus labios haciendo el mayor esfuerzo de toda mi vida. Ella nota que algo en mi voz ha cambiado y se separa despacio, apoyando su frente en la mía.
—No podemos hacer esto —musito.
Y no me he equivocado al elegir las palabras porque, querer, sí que quiero. Santana no dice nada y da un paso hacia atrás. Yo la observo un instante y todo mi cuerpo traidor me grita que me deje de estupideces, que me olvide del divorcio, de todo lo que ha pasado y que simplemente me tire entre sus brazos.
Todo me da vueltas ahora mismo.
Ella se pasa las manos por el pelo y se gira; tiene la respiración acelerada, casi desbordada, como la mía. Sin decir nada más, desando mis pasos y salgo del despacho prácticamente corriendo.
Nerviosa como he estado pocas veces en mi vida, espero a que las puertas del elevador se abran. Una vez más sin saber por qué, me giro y el corazón me da un vuelco cuando veo a Santana al otro lado de la redacción. Está de pie, con las manos en los bolsillos, mirándome, dejándome marchar, y algo dentro de mí se rompe un
poco más. Incluso a esta distancia puedo ver un millón de emociones disputarse sus ojos. Las puertas se abren y yo, como la tonta enamorada que soy, vuelvo a dudar. Ahora mismo es la arrogancia personificada, pero también la tentación personificada, y sé que, si no me monto en ese ascensor, caeré de nuevo.
Suspiro con fuerza. Ella tampoco me ha pedido que me quede y ése es el último empujón que necesito para entrar en el elevador y alejarme definitivamente de ella. Ya en el pequeño cubículo, me giro y alzo tímida la cabeza. Su mirada me espera para atrapar la mía y otra vez, a pesar de la distancia, todo es tan intenso que puedo sentir cómo me envuelve.
Ni siquiera cuando las puertas se cierran soy capaz de apartar mi vista y ahora simplemente se clava en el acero. He vuelto a chocar con un tren de mercancías. He vuelto a sentir la intensidad más desbordante que he conocido jamás.
Me despido de Stuart con una sonrisa que no me llega a los ojos y salgo del Lopez Group. En la acera, suspiro con fuerza intentando recuperar el aire. Mis piernas, todo mi cuerpo, tiemblan. Ni siquiera ahora consigo que mi corazón deje de latir desbocado. Sé que he hecho lo correcto marchándome, pero no puedo evitar pensar que durante un segundo me he sentido feliz, protegida, amada, a salvo, en casa. Suspiro hondo e involuntariamente me llevo los dedos a los labios. Nunca he tenido tan claro como ahora que, sea lo que sea lo que aún queda entre nosotras, no acabará bien para mí.
Me obligo a caminar hasta la parada de metro resistiéndome a cada paso a girarme y volver al despacho de Santana. Estoy frustrada conmigo y con este deseo que parezco no ser capaz de controlar.
Montada en el metro no puedo dejar de pensar en él un solo segundo. Me muerdo el labio inferior y comienzo a retorcer la correa de mi bolso. Encima he aceptado una cita con Sean. No va salir bien. Ni siquiera quiero hacerlo. Va a ser un error y Sean no se lo merece. Instintivamente comienzo a pensar una lista de
excusas que ponerle mañana. En la teoría sería ideal que empezara a salir con otro chico, que disfrutara estando con él, pero en la práctica sé que va a ser un absoluto desastre.
Llego a The Vitamin justo antes de que comience a llover. Me propongo divertirme y desconectar. Necesito dejar de pensar. Gracias a los Martini Royale y a los chistes malos de Joe, me concedo un sesenta por ciento de éxito. Regresamos a casa cuando ya estamos lo suficientemente borrachos como para no ser capaces de andar en línea recta más de diez metros. Al principio de mi calle,
Rachel decide que es el mejor momento para jugar al Tú la llevas. Idea que, por supuesto, aplaudimos de inmediato. Más aún cuando Lauren emprende la carrera escapando de Joe y, al esquivar un coche aparcado, acaba con su culo enfundado en una bonita falda lápiz en el suelo. Nos perseguimos calle arriba y abajo hasta que
Joe ve al vendedor de pretzels y declara una tregua mientras pide cuatro con doble de azúcar. A mitad de rellano me doy cuenta de que Sugar y Joe no están. Miro a Rachel y ella pone los ojos en blanco. La agarro del brazo y tiro para que nos demos la
vuelta y descubramos dónde se han metido. No es que tenga especial interés por espiarlos, pero sí mucha curiosidad por lo que se traen entre manos. Rachel se niega, pero no me cuesta mucho trabajo convencerla.
Bajamos sigilosas, o por lo menos pensando que lo estamos siendo, los primeros escalones y no tardamos en verlos. Sugar está apoyada en la pared con su mejor cara de niña buena y poniéndole ojitos a Joe, que está a menos de un paso de ella.
—Vamos, sube —le pide él—. Será divertido.
Ella sonríe, sospecho que sabe que lo será, y a los segundos aparta su mirada de la de él.
—Ése no es el trato.
—¿Ahora ya no podemos estar juntos sin la aprobación de Quinn?
Joe vuelve a buscar sus ojos y, cuando ella alza la cabeza, la besa.
Rachel y yo nos miramos sorprendidas. Acaban de confirmarse todas mis sospechas de que estos tres son más que tres amigos. Además, hemos visto al gran J. Berry en directo. El cabronazo es muy bueno. Sin embargo, en cuanto oímos a Sugar gemir, las dos ponemos la misma cara de pura aversión y nos levantamos de
un salto. Prefiero no mirar el reloj cuando me meto en la cama.
Pero él sí me mira; es más, creo que incluso se ríe de mí cuando a las siete suena impasible recordándome que tengo que trabajar. Me arrastro hasta el baño y me tomo dos ibuprofenos antes de meterme en la ducha. Mientras me enjabono, me doy cuenta de que tengo un dolor fortísimo en el codo y automáticamente recuerdo la brillante idea que tuvimos anoche de jugar al Tú la llevas. Me pongo un bonito vestido con pequeñas florecillas estampadas, mi cazadora
vaquera y mis Converse blancas. Me recojo el pelo y delante de la nevera me obligo a desayunar. Me siento fatal recordando que lo primero que comí ayer fue un sándwich de queso en The Vitamin y, además de eso, sólo un pretzel. A las ocho menos cuarto salgo disparada a la oficina. Tengo la tentación de llamar a casa de los Berry para recoger a Sugar, pero me contengo. No quiero
molestar a los tortolitos.
Mientras espero a que el ascensor me lleve a la planta veinte, no puedo evitar estar algo nerviosa. Cabeceo y me obligo a no seguir dándole vueltas a lo que ocurrió y mucho menos aquí. No debió pasar. No hay nada más que pensar.
Entro en mi oficina y me asomo al despacho de Quinn. No está. Debe de haberse marchado a una reunión, porque sus cosas están sobre la mesa.
Vuelvo a mi escritorio y enciendo el Mac. Mientras espero a que la agenda de Quinn se cargue, vuelvo a pensar en la lista de excusas para darle a Sean. Cojo mi móvil y miro la pantalla. Es un buen tío, no se merece que lo utilicen y ya incluso ahora sé que no podría tener nada con él. La mera idea hace que un sabor amargo se
instale en el fondo de mi garganta. A veces creo que no podré estar con nadie que no sea Santana. ¡Qué deprimente!
Resoplo y busco el teléfono de Sean en la agenda. Lo mejor es acabar con esto cuanto antes.
—Deja ese teléfono —me espeta Sugar sentándose en mi mesa—. No vas a cancelar la cita.
Prácticamente grita la palabra cita girándose hacia el despacho de Quinn, buscando que ella la oiga. Imagino que para que se lo cuente a Santana.
—No está —le comunico frustrando sus intentos.
—Una lástima —protesta haciéndome un mohín.
—¿No habláis cuando estáis en la cama? —pregunto socarrona.
—Chica, con tantos brazos y piernas… —se excusa, jugando fingidamente distraída con los bolígrafos de mi lapicero—… se me olvida. Frunzo el ceño boquiabierta sin poder dejar de mirarla. Ella ni se ha inmutado, como si la frase que acabara de pronunciar no significase nada. —¿Tantos brazos y piernas? ¿Pero qué es lo que hacéis? —me quejo—. En serio, cuéntamelo —casi le suplico mitad divertida, mitad muy muy curiosa. Se oyen pasos acercándose a la oficina y las voces de Quinn y Max cada vez más cercanas.
Yo le apremio con la mirada para que hable de una vez, pero ella me chista y se baja de mi mesa.
—Voy a vengarme de esto —musito con mi voz más amenazadora.
Ella me hace un mohín y yo se lo devuelvo. Le encanta tenerme intrigada. Quinn la contempla alejarse como si estuviera hipnotizada y finalmente entra en la oficina cabeceando. Yo la observo con una sonrisa de lo más socarrona en los
labios. Quinn me ve y rápidamente aparta la mirada algo avergonzada, lo que hace que mi sonrisa se ensanche.
—Britt, prepárate —me avisa entrando en su oficina y recogiendo unas carpetas—. Nos vamos a una reunión con Matel.
Ya nos esperan en la sala de juntas Spencer, Cohen y el multimencionado Stan Matel con cara de pocos amigos. Quinn se sienta y me señala la silla a su lado. Ni siquiera tenemos tiempo a abrir las carpetas cuando el jefe del departamento de Producción empieza con el mismo discurso de la última vez que estuve aquí. Al
cabo de unos minutos, la reunión ya se ha convertido en una auténtica batalla campal. Eso sí, al estilo ejecutivo.
—Si tienes tan claro que Lopez aprobará futuros gastos, dejémoslo dicho por escrito. Ya he preparado el informe. Sólo tiene que firmarlo. Matel rebusca entre sus carpetas hasta que saca un dosier con la portada trasparente. Ese papel es el Santo Grial para él. Significa que se ahorra futuras discusiones con Cohen sobre por qué no administra mejor los recursos.
—Brittany —me llama Matel—, ¿te importaría llevarle estos papeles a la señorita Lopez y subirlos firmados?
Asiento por inercia y sin quererlo miro a Quinn. Ella tuerce el gesto y su mirada se encuentra con la de Ryder.
—No es necesario que interrumpamos la reunión por esto —se apresura a decir mi jefa —. Yo mismo revisaré la documentación y te la enviaré firmada.
—Quiero dejarlo cerrado ahora, Fabray. Ya le hemos dado demasiadas vueltas a este tema.
—Me parece lo mejor —añade Cohen.
Los dos ejecutivos se miran entre ellos y después a Quinn y Ryder.
Lógicamente no entienden qué problema hay en que vaya al despacho de Santana y me firme unos simples documentos.
La situación se está volviendo más violenta por segundos, así que me levanto y tomo los papeles que todavía me tiende Matel.
—Regreso en seguida —musito saliendo de la sala de juntas.
Verlo es lo último que necesito, pero tampoco puedo permitir que Quinn o Ryder me saquen las castañas del fuego con alguna excusa estúpida que, por otra parte, ni Matel ni Cohen se iban a creer.
—Tú puedes hacerlo, Pierce. Eres una profesional —me animo en un susurro. Además, con un poco de suerte podré dejarle los papeles a Blaine y hacer que el consiga la firma. Puede que ni siquiera esté. Contemplo todas las posibilidades mientras camino hacia su despacho, pero, cada vez que me veo obligada a descartar
alguna, como que haya decidido tomarse el domingo libre, me pongo más y más nerviosa. Ahora mismo soy el vivo ejemplo de por qué no hay que liarse con la jefa y, mucho menos, descubrir que es el amor de tu vida, casarse y besarse con ella un día
después de haber firmado los papeles del divorcio. Desde luego podría acabar protagonizando una serie de documentales sobre relaciones en el trabajo para Recursos Humanos.
Cuando veo a Blaine tan elegante y eficiente al otro lado de su mesa, no puedo evitar sonreír. Buscaré alguna excusa, como que Quinn me ha pedido que le suba un dosier urgente, y le pediré que sea ella quien entre. Cuando me dice amablemente que Santana está reunido en su despacho con los responsables de las empresas filiales en Boston, mi sonrisa se ensancha aún más. Me he librado.
—Entonces vendré más tarde —me despido desandando mis pasos hasta regresar a la puerta.
—No, Brittany —me llama—, la señorita Lopez te recibirá.
Sonríe afable y me hace un gesto para que pase. Yo le devuelvo la sonrisa, pero, teniendo en cuenta los nervios que han vuelto a apoderarse de mí, no creo que parezca muy animada.
Camino hasta la puerta de Santana y llamo suavemente.
—Adelante —contesta algo sorprendida desde el otro lado.
Imagino que está en una de esas reuniones en las que se supone que no tiene que ser molestada.
Entro con el paso inquieto y cierro la puerta tras de mí. En cuanto lo hago, seis pares de ojos se posan sobre mí, pero sólo unos increíblemente azules me ponen todavía más nerviosa. Está reunido con tres mujeres y dos hombres en la mesa que para tal fin tiene al fondo de su despacho. Todos van impecablemente vestidos con
los colores reglamentarios de ejecutivo, negro y gris marengo, pero ninguno está ni la mitad de atractiva que ella.
Santana me observa con la mirada impenetrable, fría, y yo no puedo evitar fijarme en lo bella que está con su traje de corte italiano y su mascada roja, mi preferida.
Al darme cuenta de que no soy capaz de decir cuánto tiempo llevo
contemplándola embobada, me obligo a apartar mi mirada de la suya y a recuperar un poco de cordura. Si lo que pasó ayer en este despacho fue una pésima idea, quedarme observándola como si no pudiese dejar de hacerlo no es mucho mejor.
—El señor Matel me envía para que firme estos documentos. Son urgentes. La señorita Fabray y su hermano ya los han aprobado.
Santana asiente pero no dice nada y yo tampoco soy capaz de moverme. Los ejecutivos me miran extrañados, preguntándose en silencio por qué no cojo los documentos y se los llevo a Santana para que los firme. Suspiro bajito y me armo de valor. Está claro que no voy a poder librarme. Suplicando porque mis piernas no me fallen, rodeo la mesa. Creo que en estos momentos sólo me mantienen en pie la adrenalina y el nerviosismo puro corriendo
por mis venas. Santana no aparta sus ojos de mí y su envidiable autocontrol brilla con más fuerza que nunca. Sería fantástico que ahora mismo yo también tuviera esa habilidad.
Llego hasta ella. Me inclino intentando mantener las distancias, pero su brazo roza mi cadera y el calor de su piel traspasa su ropa y la mía y enciende mi cuerpo.
—Tiene que firmar en todos las hojas —le informo.
Su olor a lavanda fresca me envuelve. ¿Cómo es posible que
huela tan rematadamente bien?
Santana firma de prisa, cierra la carpeta brusca y me la entrega. Yo la tomo dispuesta a marcharme, pero nuestras manos se encuentran sobre el papel y todo se vuelve eléctrico. Tengo que contenerme lo indecible para no suspirar. Santanta traga
saliva y aparta su mirada de la mía, centrándola de nuevo en los ejecutivos que le esperan. Sin embargo, antes de desunir nuestras manos por completo, alza su dedo índice prolongando el contacto, derritiéndome aún más, demostrándome que le sigo
perteneciendo. Cojo la carpeta y de prisa camino hacia la puerta, rezando porque ninguno de los ejecutivos se haya percatado de nada. Me despido de Blaine con una sonrisa, pero ni siquiera disminuyo el paso. No es hasta que estoy a unos metros de su oficina cuando puedo soltar todo el aire de mis pulmones. Había estado conteniendo la respiración y ni siquiera me había dado cuenta.
Vuelvo a la reunión tratando de que no se note el huracán que siento por dentro y aguanto el tipo hasta que Ryder la da por finalizada. Nunca pensé que me sentiría tan abrumada, tan tímida, tan sobrepasada. Definitivamente ese beso ha sido un error que no podemos volver a permitirnos.
El resto del día pasa lento e incómodo. Estoy a punto de cancelar la cita una docena de veces, pero en todas y cada una de ellas me recuerdo que empezar a salir con otros chicos es lo mejor. Tengo que seguir adelante con mi vida, aunque no tenga muy claro cómo o si quiero hacerlo. A las cinco en punto salgo de la oficina como una exhalación. Parezco Sugar huyendo del señor Miller.
En mi apartamento me tomo las cosas con calma. Sean me ha mandado un mensaje diciéndome que me recogerá a las siete para ir a cenar y después iremos a un concierto en un club cerca del parque.
Me meto en la ducha y creo que me paso horas bajo el agua. Envuelta en la toalla camino hasta el armario esquivando las cajas que aún no he desempaquetado
y entonces me doy cuenta de la estupidez que estoy haciendo. Yo no soy así. No soy así. ¡Maldita sea! Estoy cansada de todo esto, de parecer un personaje de novela romántica. Es agotador y no me lleva a ninguna parte. Rebusco en las cajas a toda prisa hasta que encuentro mi vestido rojo. Brittany S Pierce ha vuelto. Brittany Brittany S Pierce va a pasárselo bien.
«Y Brittany Pierce necesita urgentemente dejar de hablar de ella en tercer persona.»
Me pongo el vestido, es sencillo y muy bonito, y me subo a mis salones color nude. Me lleno la muñeca con cuatro preciosas pulseras de madera labradas para sustituir la única que de verdad quiero llevar y regreso al baño. Me dejo el pelo suelto y me maquillo muy suave. Salgo de la habitación repitiéndome que va a ser una noche fantástica y que voy a reírme muchísimo.
Me anudo mi gabardina del mismo color que los zapatos justo antes de abrir la puerta y la cruzo decidida. Sean llega puntual. Aparece caminando por la 10 Oeste y, en cuanto me ve, esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—Estás preciosa —me dice deteniéndose frente a mí.
Sonrío.
—Tú tampoco estás mal.
Y realmente no lo está. Lleva unos vaqueros, una camisa gris clara y una chaqueta gris marengo.
Comenzamos a caminar. Intento disimularlo, pero la verdad es que no me siento muy cómoda.
—¿Prefieres que cojamos un taxi? —me pregunta amable.
Él también trata de disimular que está nervioso.
Niego con la cabeza y me recuerdo que debo sonreír.
Continuamos andando en silencio. Ninguno de los dos sabe qué decir. Cuando Sean parece animarse, mi móvil comienza a sonar, interrumpiéndolo. Yo me encojo de hombros disculpándome a la vez que abro mi clutch y saco mi iPhone. Miro la pantalla y automáticamente frunzo el ceño. Es Quinn.
—¿Diga? —pregunto mitad intrigada y, para qué negarlo, mitad preocupada.
—Brittany, necesito un favor enorme —me pide. Estoy segura de que, si lo tuviese delante, me estaría poniendo los ojos del gatito de Shrek—. Aún estoy atrapado en una reunión en el West Side y he olvidado unos informes muy importantes en mi ordenador. He intentado acceder a través de la intranet, pero deben estar haciendo gestiones de mantenimiento y no consigo entrar. Nadie me
coge el teléfono en la oficina. —Calla un segundo—. Sé que soy una jefa horrible. Su frase me hace sonreír.
—No te preocupes —respondo al fin.
—Gracias, Britt. Eres un sol.
—Eso ya me lo has dicho —me quejo socarrona.
—Seguro que también te lo merecías —replica—. Sólo tienes que enviarlo desde mi ordenador a mi propio correo electrónico. Es el informe de Marshall Andrews sobre los dispositivos biomecánicos en rotativas industriales. Asegúrate de que está incluido el documento Excel con todas las cifras.
—Intentaré llegar lo antes posible.
Me despido de Quinn y resoplo mientras guardo el teléfono en el bolso. Me sabe fatal por Sean.
—¿Era del trabajo? —pregunta.
Asiento.
—Mi jefa necesita que vuelva a la oficina.
Ahora es él quien asiente.
—¿Tardarás mucho? Porque podemos ir en taxi y, de allí, marcharnos al club de jazz —continúa sin darme tiempo a contestar.
Por un momento no sé qué decir. Es la excusa perfecta para dejar la cita aquí, pero me he propuesto pasármelo bien, seguir con mi vida y, si a las primeras de cambio me marcho con el rabo entre las piernas, nunca conseguiré estar mejor.
—Sí —musito con poca convicción—, estaría genial —me obligo a añadir con más entusiasmo.
Sean asiente con una sonrisa mientras mira calle arriba, imagino que en busca de un taxi. Finalmente alza la mano y un Chevrolet amarillo se para frente a nosotros. Sean me abre la puerta, pero no puedo evitar darme cuenta de que es un gesto forzado. Lo ha hecho porque quiere agradarme, no porque sea algo intrínseco
en él.
No tardamos más de unos minutos en llegar a la 58. Aunque los dos nos bajamos del taxi, le pido a Sean que me espere aquí.
Al entrar, saludo a Noah, que está muy atareado firmando las hojas de relevo.
Stuart debe de estar a punto de llegar.
Subo en el ascensor y cruzo la desierta redacción a paso ligero. Me quito la gabardina y me acomodo en la silla de Quinn. En seguida encuentro los documentos y más rápido aún los envío. Me aseguro de que lo he hecho todo correctamente y apago el ordenador. No debo haber tardado más de quince minutos. Sin embargo, cuando llego al vestíbulo, ni Noah ni Stuart están. Camino hasta la
puerta y, al intentar abrirla, frunzo el ceño. Está cerrada. Tiro de ella un par de veces, pero nada. Miro a mi alrededor y entonces me doy cuenta de que probablemente Stuart esté haciendo la ronda. Estoy atrapada aquí hasta que regrese. Resoplo. Me cambio la gabardina de mano y abro mi bolso dispuesta a coger el teléfono y mandarle un mensaje a Sean, pero un ronroneante pitido me indica que
las puertas del ascensor van a abrirse. Me giro esperando ver a Stuart, pero mi corazón da un vuelco con ella, con Santana.
Sale colocándose la chaqueta. Está aún más bella que esta mañana. El flequillo revuelto le cae sobre la frente. Al verme, se detiene en seco y sus ojos de inmediato atrapan los míos. Mi respiración se acelera y sencillamente no sé qué hacer o qué decir. Santana me mira de arriba abajo y suspira brusca. Permite que el
ambiente que nos rodea se llene de todo su magnetismo y un deseo loco que nos ata y tira de nosotros sin importarle que ya no estemos juntas.
—¿Qué haces aquí, Brittany? —pregunta dejando que sus espectaculares ojos me dominen.
Yo me muerdo el labio inferior nerviosa y clavo mi vista en el suelo.
—Quinn necesitaba unos documentos —me disculpo— y ahora la puerta está bloqueada y no consigo salir.
Mi voz suena insegura, tomada por el huracán que Santana despierta en mi interior.
Ella no dice nada. Se mete el móvil en el bolsillo de los pantalones y comienza a caminar. Pasa a mi lado y no sé cómo soy capaz de mantenerme en pie cuando su olor sumado a la calidez de su cuerpo me invade por completo.
Santana llega hasta la puerta, marca un código en una sofisticada consola junto al pomo y, tras un pequeño pitido, la salida se desbloquea.
—Ya puedes salir —me informa abriendo la puerta y manteniéndola así.
Comienzo a caminar y cometo el error de mirarla de nuevo. Su rostro, su expresión corporal son puro atractivo y arrogancia, hermetismo y una actitud innata de superioridad que irradian un aura indomable.
Tengo que salir de aquí.
Obligo a mis pies a moverme y atravesar la puerta, pero, justo cuando paso a su lado,Santana alza la mano y acaricia suavemente el bajo de mi vestido sin llegar a tocar mi piel.
—Estás preciosa —susurra con su voz salvaje, ronca.
Son las mismas palabras que usó Sean, pero tienen un efecto completamente diferente. Me llenan por dentro y me colocan al borde del abismo al hacer que mi corazón vuelva a sentirse grande porque una mujer como ella vea preciosa a una chica como yo.
Alzo la mirada y de inmediato me encuentro con la suya.
Suspiro bajito tratando de seguir teniendo el control sobre mí misma, pero es demasiado difícil. Lo que quiero es tirarme entre sus brazos, dejar que me lleve a su apartamento, a su cama, y sentir todo ese placer anticipado recorriendo cada centímetro de mi cuerpo cuando me diga que no piensa dejarme salir de allí jamás.
—Tengo que irme —musito reuniendo las pocas fuerzas que su mirada me deja y salgo del edificio.
Exactamente como me pasó esta mañana, cuando consigo escapar de su hechizo, por fin soy capaz de volver a respirar. Mi corazón late absolutamente desbocado y un deseo sordo, temerario y kamikaze me recorre entera, llenándome de calor.
—No vas a irte con él. —La voz de Santana vuelve a detenerme en seco.
Me giro despacio. Sus ojos atrapan de inmediato los míos y su metálica mirada se intensifica más oscura que nunca.
—Santana, lo que haga ya no es asunto tuyo.
Su expresión se tensa aún más.
—Claro que es asunto mío —sentencia sin el más mínimo rastro de duda en su voz—. Tú eres asunto mío
No sé qué decir. Sigo queriendo ser asunto suyo, quiero serlo toda la vida, pero ya es demasiado tarde para las dos. Han pasado demasiadas cosas.
—Ya no —musito en un hilo de voz, pero intentando sonar todo lo segura que soy capaz.
Santana entorna la mirada. Está furiosa.
—Tú fuiste la que dijo que lo nuestro había terminado como tenía que terminar. Yo sólo intento seguir adelante con mi vida —me sincero, disimulando todos los sentimientos que decirle esas palabras precisamente a ella despiertan en mí.
Alzo la cabeza y al fin me atrevo a volver a conectar nuestras miradas. Sus ojos describen un millón de emociones y tengo la sensación de que cada una de ellas es más complicada y le está doliendo más.
—Brittany —me reprende o me llama, no lo sé.
—Dijiste que nunca me harías daño. Demuéstramelo.
Santana cierra los puños junto a sus costados lleno de rabia. Todo su cuerpo, su mirada, demuestran una tensión indecible, titánica, y una vez más la batalla interna vuelve a sus ojos.
No quiero alagar más la agonía y, aunque es lo último que deseo, giro sobre mis pasos y me marcho definitivamente. Nunca he tenido tantas dudas en toda mi vida.
Sean, que debe de haber observado toda la escena, me sonríe nervioso y yo me siento miserable. Estoy dándole esperanzas cuando jamás podré mirarlo de la manera que él quiere que lo mire.
Me abre la puerta del taxi y yo le devuelvo la sonrisa, aunque no me llega a los ojos. Apoyo mi mano en la carrocería y, justo antes de montarme, llevo mi vista hacia la puerta del Lopez Group. Santanan sigue allí, conteniéndose, luchando por no venir hasta aquí, cargarme sobre su hombro y llevarme con ella, pero, maldita sea,
una parte de mí quiere que haga exactamente eso.
Me obligo a apartar mi mirada de ella y doy el paso definitivo para subir al taxi.
Sean apoya su mano casi al final de mi espalda en un gentil gesto para animarme a entrar, pero todo mi cuerpo se tensa y repele el contacto. No quiero que me toque.
—Quítale las manos de encima a mi mujer.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
no pde ser pq me haces esto y lo dejas ahi???? y tu como estas????
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap mar,..
era muy bueno para que san deje a britt muy fácil jajja
a ver como termina esto!!!
nos vemos!!!!
era muy bueno para que san deje a britt muy fácil jajja
a ver como termina esto!!!
nos vemos!!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
huuuuuu cual se manda Santana ahora????
Saludos
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Hola la les dejo capitulo y medio. Gracias por preguntar como estoy pero no hay buenas noticias mi entrevista de trabajo un fiasco y hoy casualmente dan sepultura a una amiga muy querida. solo subo esto y me preparo para viajar ya que es en otro estado.
pero como esto es una catarsis me ayuda subir la adaptacion asi como leer las que suben. Gracias por preguntar ...
3:) El Jue Abr 07, 2016 6:32 Pm
holap mar,..
era muy bueno para que san deje a britt muy fácil jajja
a ver como termina esto!!!
nos vemos!!!!
pues ya verass en estoy capitulos que donde hubo fuego cenizas quedan....
santana santana ojala y esta vez lo hagas bien
pero como esto es una catarsis me ayuda subir la adaptacion asi como leer las que suben. Gracias por preguntar ...
3:) El Jue Abr 07, 2016 6:32 Pm
holap mar,..
era muy bueno para que san deje a britt muy fácil jajja
a ver como termina esto!!!
nos vemos!!!!
pues ya verass en estoy capitulos que donde hubo fuego cenizas quedan....
santana santana ojala y esta vez lo hagas bien
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 20
La voz amenazadoramente suave de Santana se abre paso tras Sean hasta dominarlo todo. En ella hay furia, rabia, pero, sobre todo, hay arrogancia y un instinto de posesión casi inmenso. Da igual todo lo que haya pasado, sigo siendo suya y los dos lo sabemos.
Sean se aparta algo conmocionado y yo, que no había llegado a entrar en el taxi, me alejo unos pasos del vehículo.
—Santana —la llamo.
No puede hacer esto. No nos hace bien a ninguno de las dos.
—Me da igual lo que dije, Brittany. Me da igual lo que se supone que es mejor para nosotras. Puede que me esté comportando como una auténtica hija de puta, pero no he tenido nada más claro en toda mi vida.
Otra vez toda esa seguridad que me arrasa por dentro, otra vez su mirada rebosa arrogancia, control, rabia. Es Santana Lopez en estado puro.
—Lopez… —lo llama Sean.
—No te metas en esto, Berry —le responde a él pero sigue mirándome a mí, hechizándome, inmovilizándome.
Sean se queda callado un segundo, pero titubeante da un paso al frente a la vez que traga saliva.
—Claro que voy a meterme. Ya no puedes decirle ese tipo de cosas.
—Ni se te ocurra decirme lo que puedo o no puedo hacer —replica girándose hacia él.
Su voz ha sonado aún más suave, más amenazadora.
Sean no dice nada más. No le culpo. Santana ha resultado de lo más intimidante y ni siquiera ha necesitado gritar o tocarlo. Su voz y esa cara de perdonavidas le han demostrado quién tiene el control aquí.
Yo miro a Sean realmente avergonzada, después a Santana, y acabo clavando mi vista en el suelo a la vez que suspiro hondo. No necesito esto. No necesito que Santana se comporte como la controladora obsesiva que es. No necesito que se peleen por
ver quién se queda con el premio. Maldita sea, ni siquiera quiero ser el premio.
Todo esto es ridículo. Antes de que me dé cuenta, mi dignidad y mi orgullo se ponen en pie de guerra. Estoy cansada de ella, de esto.
—Sean —al escucharme llamarlo, la mirada de Santana se recrudece—, siento todo esto. No tendría que haber aceptado. Perdóname.
Ahora mismo me siento miserable.
Sean quiere decir algo, pero no sé si no se atreve o simplemente sabe que, diga lo que diga, no conseguirá que cambie de opinión.
Miro a Santana pero no digo nada. En estos momentos la odio. No puede decir que va a luchar para mantenerse alejada de mí y después comportarse así.
Ella tampoco dice nada.
«No la necesita. Ya se ha salido con la suya.»
Cojo mi bolso del asiento del taxi y me alejo de ellos. Por suerte, otro aparece calle arriba. Lo llamo y rápidamente me monto en él.
Cuando el taxi toma mi calle, estoy tan furiosa que casi no puedo pensar. No me puedo creer que se haya comportado así.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, tengo mi iPhone en las manos y la estoy llamando.
—Dijiste que ibas a mantenerte alejada de mí —le recrimino llena de rabia.
—¿Y crees que no estoy luchando por eso, joder? —ruge.
—Dijiste que ibas a dejarme ser feliz —casi grito.
No puede jugar conmigo de esta forma. Alejándome y acercándome a su antojo. —¿Dónde estás? —responde arisca y exigente.
Es el colmo que encima se atreva a estar enfadada.
—¿Y a ti que te importa, Santana? —replico llena de rabia—. No me puedo creer que me hayas hecho esto.
—¿Dónde estás? —me apremia de nuevo aún más furiosa.
Está acelerada, malhumorada, pero no me importa. Mi enfado pesa más, mucho más. ¡Me parece increíble que se haya comportado así después de todo lo que ha pasado!
El taxi se detiene frente a mi edificio y le pago con un billete de veinte.
—Estoy regresando a mi apartamento. Es lo qué querías, ¿no?
¡Maldita sea! ¡Estoy muy cabreada!
Abro el portal peleándome con la cerradura y subo los escalones de prisa.
—Que me pase otra noche sin poder dormir pensando en ti —continúo sin darle tiempo a responder —. Eres una egoísta de mierda y una gilipollas. Sólo quieres controlarme para saber que siempre vas a tener a una pobre tonta enamorada de ti.
—Las cosas no son así —replica aún más enfadada.
De fondo se oyen ruidos de claxon que por un momento logran distraerme.
Entro en mi apartamento y empujo la puerta con fuerza, pero el pestillo se ha encasquillado y no se cierra. La observo un segundo y decido automáticamente que una puerta abierta es el menor de mis problemas ahora mismo.
—Puede que esta vez te haya salido bien —comento resignada y furiosa entrando en mi habitación—, pero vas a tener que empezar a acostumbrarte. Habrá más citas, porque lo nuestro se ha acabado.
Cuelgo el teléfono sin esperar respuesta y lo lanzo sobre la cama. Estoy enfadada porque se haya comportado como siempre, porque una vez más no haya aceptado mis decisiones. Me muerdo el labio inferior intentando contener el aluvión de lágrimas que inundan mis ojos. Da igual todo lo que nos queramos, nunca podremos estar juntas y todo lo que ha pasado hoy es la mayor prueba de ello.
Oigo la puerta abrirse de golpe, chocar contra la pared y cerrarse con un estruendo aún mayor. Unos pasos acelerados cruzan mi salón. Sin embargo, sé que no tengo que estar asustada. Todo mi cuerpo lo sabe.
Santana entra en mi habitación y por un momento sólo nos miramos. Está furiosa, malhumorada, arisca, pero sus ojos brillan por algo completamente diferente. Un deseo sordo y desesperado inunda su mirada. Yo camino hasta quedar al otro lado de la cama. Ese mueble, irónicamente, se ha convertido en mi única
defensa.
Santana me mira y sólo puedo ver a la majestuosa leona delante de la gacela.
—Lo nuestro no se ha acabado —sentencia con la voz salvaje, llena de una arrogancia y un magnetismo increíbles.
Sus ojos dominan toda la habitación, me dominan a mí. Yo no aparto mi mirada de la suya y toda la electricidad que siempre nos rodea se hace aún más fuerte, más intensa, atándonos y enredándonos a las dos.
—No se acabará jamás.
Cruza la distancia que nos separa y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Es toda la locura y el deseo que siempre nos han unido elevados a la enésima potencia. Sus labios son exigentes, suaves, los mejores del mundo, y simplemente dejo de pensar porque le quiero, porque la echo de menos y porque mi
vida sin ella está vacía.
Baja sus manos por mis costados y, cuando las ancla en mis caderas, las dos gemimos al unísono contra la boca de la otro. He vuelto al único lugar donde quiero estar.
Seguimos besándonos salvajes, casi desesperadas. Santana toma el bajo de mi vestido y me lo saca por la cabeza. Nuestros besos se ven interrumpidos pero, apenas la tela descubre mis labios, Santana vuelve a atraparlos acelerada, brusca. Ella también ha vuelto al único lugar donde quiere estar.
Me empuja delicadamente y nos deja caer sobre la cama. Mis manos torpes se deshacen su carísima camisa.
No puedo evitar sonreír cuando las coloco en su cálido y armónico pecho y las subo hasta sus perfectos hombros para deslizar la camisa y la chaqueta por ellos.
Toma mi labio inferior entre sus dientes y tira de él. El dolor se mezcla con el placer, con el deseo, con toda su sensualidad, y un gemido se escapa de mi boca.
Santana me libera, me dedica su media sonrisa y me recompensa con más besos. Baja sus manos y tosca aparta la copa de mi sujetador. Mi pecho se acopla a su mano a la perfección. Mi respiración se acelera aún más.
No dejamos de besarnos un solo instante.
Desabrocho el cierre de su falda. Santana desliza sus dedos bajo la cintura de mis bragas y la retuerce. Tira y la tela de algodón se deshace entre sus manos y mi piel y todo mi cuerpo se arquea bajo el suyo. Mis gemidos cada vez son más largos. Sus gruñidos, más salvajes. Se deshace de su falda y sus bragas negras de encaje y, con un solo movimiento brusco y delicioso, entra en mí con dos de sus dedos. Involuntariamente cierro los ojos. Mi respiración se evapora contra sus labios. Un suave gemido atraviesa mi garganta y se diluye en su boca. Santanta se queda dentro de mí, disfrutando de la maravillosa sensación de estar perfectamente encajadas.
Me obligo a abrir los ojos con la respiración caótica. Me siento febril.
Desbordada. Llena. Su mirada está esperando para atrapar la mía. Sus ojos brillan con más fuerza que nunca mientras su respiración acelerada y cálida inunda mis labios.
Las batallas se han perdido. El deseo desesperado ha ganado.
Sale de mí despacio y entra grande, triunfal. ¡Grito!
Apoya las manos a ambos lados de mi cabeza y comienza a embestirme lenta y profundamente, haciéndome sentir toda sus ganas, provocándome más y más placer. Jadeo.
Trato de contenerme pero me estoy derritiendo poco a poco.
Continúa moviéndose inquebrantable, controlándose. Su mano se clavan en el colchón todavía con más fuerza y los músculos de su brazo se tensan.
Es todo un espectáculo.
—Santana —gimo con un tono de voz casi inaudible, absolutamente inundada de placer y deseo, cuando una de sus estocadas llega hasta la última frontera de mi interior.
La única palabra que he pronunciado le desboca. Santana comienza a moverse cada vez más rápido, más brusca, más dura.
Gimo de nuevo.
Grito.
No tiene piedad.
El deseo, el placer, el fuego puro arden en mis venas. Las abrasan. Me dominan. Me queman. Me encanta.
—¡Dios! —grito.
Mi espalda se arquea.
Santana baja su mano hasta anclarla de nuevo a mi cadera, al trozo de mi cuerpo que siempre lo echa de menos.
El corazón me late desbocado.
Mi cuerpo se tensa.
¡Joder!
Todo el placer estalla en un orgasmo liberador, maravilloso, auténtico, que me recorre como si estuviera fabricado de fuegos artificiales que sólo Santana sabe hacer estallar.
Acelera el ritmo. Lo vuelve delirante.
Mi cuerpo tiembla.
Grito. Grita. Todo da vueltas.
Y Santana se pierde en lo más profundo de mi interior con mi nombre trasformado en un sensual alarido que inunda por completo la habitación.
Sale lentamente de mí y todo mi cuerpo se estremece. Se deja caer a mi lado y en el momento en que su cuerpo ya no toca el mío, mi mente se satura hasta el último milímetro de una maraña de pensamientos haciendo que la dicha poscoital se esfume. ¿Qué hemos hecho? ¿Cómo he podido dejar que pasara? Estoy inquieta,
acelerada. Ha sido un error. Ha sido un tremendo error.
Me incorporo, recojo mi vestido y me lo pongo a toda prisa.
—Será mejor que te vayas —susurro intentando que no se note lo nerviosa que estoy. —Sí, será lo mejor —contesta sin asomo de duda, incorporándose ágil y prácticamente poniéndose sus bragas y su falda al mismo tiempo. No me mira.
La situación es demasiado extraña. Soy una idiota y tengo la sensación de que estoy jugando a algo muy peligroso que no va a acabar bien para mí.
Suspiro hondo a la vez que Santana toma su camisa de la cama . Siempre ha sido mi camisa preferida. Se pone la chaqueta y
comienza a ajustarse los puños de la camisa que le sobresalen elegantemente.
No quiero, pero no puedo evitar quedarme contemplándola.
Ya estamos en mitad de una situación muy complicada; añadir el sexo cuando hace dos días que hemos firmado los papeles del divorcio sólo lo hace todo más difícil. Sin embargo, por un pequeño instante todo parece diluirse en la manera tan inexplicable en la que sus hábiles dedos recolocan sus gemelos de platino. Santana alza
la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Está enfadada, frustrada. Las mismas emociones que estoy segura que también demuestran mis ojos, sólo que en mi caso, además, me siento débil y pequeña. Odio que, cuando se trate de ella, mi fuerza de
voluntad simplemente se evapore.
No tendría que haber dejado que esto pasara.
Termina de recolocarse la ropa y, sin desatar nuestras miradas un solo segundo, deja caer sus brazos junto a los costados. Está esperando a que reaccione.
Yo me obligo a hacerlo y rodeo la cama en dirección a la puerta. A unos pasos de Santana, me detengo y, tímida, señalo la salida. Es algo ridículo, sobre todo después de lo que ha pasado, pero no quiero darme la oportunidad de estar otra vez cerca de ella.
Santana se humedece el labio inferior breve y fugaz al tiempo que pierde su vista en mis cajas aún sin desembalar. Tras unos segundos, vuelve a mirarme directamente a los ojos y algo en los suyos ha cambiado. Ahora está aún más enfadada, más arisca, y lo cierto es que logra intimidarme un poco. Finalmente me hace un gesto para que pase primero. Yo asiento nerviosa, no pienso discutir por eso, y echo a andar. Entrelazo las manos delante y las pego a mi vestido rojo. No sé qué hacer con ellas. No entiendo por qué vuelvo a sentirme así de tímida otra vez, como si me
hubiese trasladado a la primera vez que estuvo en mi apartamento.
Me giro y observo cómo Santana me sigue. Mis pasos son titubeantes en contraposición a los suyos, que le hacen caminar grácil y femenina.
Al llegar a la puerta, agarro el pomo con fuerza y me muerdo el labio inferior. La cabeza me va a mil kilómetros por hora.
Abro y me hago a un lado con la madera. Santana cruza el umbral y se gira para que quedemos frente a frente. Yo, como medida prudencial, decido clavar mi mirada en el suelo. Ha sido por las malas, pero he entendido que mirar esos ojos nunca va a traerme nada bueno.
—Brittany, mírame —me ordena suavemente.
Me gustaría poder ignorar su voz, pero no soy capaz. Eso también lo he aprendido por las malas. Alzo la cabeza y su mirada atrapa por completo la mía.
Sus ojos están endurecidos. Está todavía más furiosa. Tengo la sensación de que va a decir algo, pero finalmente exhala todo el aire de sus pulmones despacio y se marcha.
Yo tampoco digo nada, porque sencillamente no sé qué decir, y cierro la puerta despacio. Con el clic del pomo al quedar sellado por completo, suspiro con fuerza y apoyo mi frente en la madera. Ha sido un error. Ha sido un maldito error. De pronto todas las alarmas en mi cabeza suenan a la vez, advirtiéndome de que no tenido cuidado después de lo que paso con el bebe no es que me pueda embarazar pero ya hasta el intercambio de fluidos me asusta. Me separo de la puerta como un resorte. Santana puede embarazarme, es cierto no es un chico, pero ya paso una vez y yo ya no tomo la píldora.
Recuerdo las palabras de la doctora Jones y sé que no puedo estar embarazada, pero no usar protección no deja de ser otra irresponsabilidad que sumar a la lista. Arrastrando los pies, camino hasta la cama y me dejo caer en ella. No sé si ella se ha acostado con otra chica en estos días. Quizá lo ha hecho con Marisa, con
Savannah o puede que con las dos a la vez. La simple idea me hace sentir náuseas. Me tapo los ojos con mi antebrazo y me obligo a dejar de pensar en eso. Tras unos segundos, lo muevo saliendo de mi escondite y sintiéndome muy culpable. Estoy siendo muy injusta. Por muy enfadada que esté, sé que Santana no se ha acostado con ninguna otra chica.
Resoplo. He sido una estúpida. Siendo precisos, una estúpida enamorada que no se da cuenta de que está tropezando exactamente con la misma piedra, pero es que, cuando la piedra sonríe, a la estúpida enamorada se le caen las bragas.
Me paso el resto de la noche pensando en lo idiota que soy, en el error que he cometido y en que no volverá a pasar; pero cada vez que me giro, el olor lavanda fresca, el olor a Santana, me invade y por un instante siempre dudo de si estoy en el paraíso o en un centro de torturas chinas.
A las tres de la madrugada me levanto malhumorada y cambio las sábanas. No soy una estúpida enamorada. Soy la reina de las estúpidas enamoradas y debería prenderle fuego a la maldita piedra.
A las siete de la mañana, como cada día, suena mi despertador. Lo apago de un manotazo y, perezosa, revuelvo la cara contra la almohada. Creo que no he dormido más de un par de horas. Mi móvil comienza a sonar en algún punto bajo mi cama. Me agarro a la estructura y me inclino hasta encontrarlo. Por suerte no
está muy lejos y puedo alcanzarlo sin salir de la cama.
En los segundos que tardo en girarlo entre mis manos para poder ver la pantalla, me doy cuenta de que es muy temprano para recibir cualquier llamada a no ser que sea una emergencia o que sea… ella. Las dos posibilidades hacen que el corazón me dé un vuelco. Incluso miro el reloj del despertador para asegurarme de
que son las siete. En el mismo instante en que alcanzo a ver la pantalla, reconozco la canción y comprendo que se trata de Sugar . Resoplo aliviada y me dejo caer de nuevo contra la cama. Querrá saber cómo fue mi cita con Sean y es demasiado temprano para
inventarme una mentira o contar la verdad y escuchar la bronca de mi vida, así que, ante tal panorama, silencio el móvil y dejo que salte el contestador. La veré en el trabajo y ya habré decidido cómo me siento y qué contar respecto a lo que pasó, aunque tratándose de Sugar puede que se presente aquí con tal de tener detalles. No le gusta estar intrigada. En ese sentido no puedo negar que la
entiendo. Yo también soy muy curiosa. Sin embargo, acabo de recordar que ella no ha tenido ninguna piedad con mi necesidad de información respecto a ese ménage à trois del amor, el sexo y la amistad que se trae con Joe y Quinn. Ja, acabo de
encontrar la excusa perfecta para tener el pico cerrado. Si estuviera más animada, incluso juntaría los dedos en una pose malvada y diría aquello de excelente. Remoloneo unos minutos más y finalmente me levanto. Lucky está con Joe, así que puedo tomarme las cosas con más calma. Enciendo la radio y suena
Geronimo,[31] de Sheppard. Me gusta esta canción. Después de darme una ducha, me seco el pelo con la toalla y, tras elegir un
bonito conjunto de ropa interior de algodón tangerina y cian, esquivo las cajas de mi vergüenza y voy hasta el armario para coger mi falda de la suerte. Sé que hoy va a ser un día complicado, así que, cuanta más ayuda tenga, mucho mejor. Apenas me maquillo y me recojo el pelo en una sencilla coleta. A pesar de toda la calma con la que me he tomado la mañana, llego al Lopez Group antes de tiempo. Trato de no pensarlo, pero lo cierto es que estoy más nerviosa que ningún otro día. Tengo muy claro que no quiero que lo que pasó ayer
influya en mi trabajo, pero también soy plenamente consciente de que no es la primera vez que me propongo algo así y acabo fracasando estrepitosamente. Ya sentada a mi mesa, enciendo mi Mac y reviso mi móvil, que no ha parado de sonar en toda la mañana. Todos son mensajes de Sugar. En los primeros me
pregunta qué tal me fue mi cita con Sean y en los últimos, sobre todo en el último, me amenaza con mandar un correo electrónico de empresa con mis historias más bochornosas de la universidad si no se lo cuento. Yo le respondo que, donde las dan, las toman, y que, si quiere hablar, estaré encantada de escuchar lo que se trae entre manos con Joe y Quinn. Al enviar el mensaje, sonrío con malicia. Estoy deseando saciar mi curiosidad. Quinn llega pocos minutos después y el día da el pistoletazo de salida.
Tenemos reunión de redactores y mucho que hacer. Desde que Matel está fiscalizando los gastos, nos pasamos medio día rellenando papeleo. Afortunadamente, la carta blanca que firmó Santana para Spaces nos ha facilitado mucho la vida y sólo tenemos que informar, y no convencer, a Producción de los
gastos. Aunque el problema principal sigue siendo que el cambio de rotativas que ha pedido Quinn tiene a Matel en pie de guerra.
—¿Lo tienes todo? —me pregunta mi jefa revisando la carpeta que lleva en las manos. —Sí —respondo monosilábica, levantándome y cogiendo de una esquina de mi escritorio los dosieres que he estado preparando para la reunión de redactores.
Estamos a punto de salir cuando Matel y su ayudante entran en nuestra oficina. Quinn resopla y se detiene en seco.
—¿Qué? —pregunta malhumorada.
—Tenemos que hablar —responde Matel.
—No pienso volver a hablar de esto, Stan —se queja Quinn—. Empiezas a parecerte mucho a una exnovia pesada.
—Es inviable, Quinn. Es demasiado dinero —afirma tendiéndole una carpeta que Quinn coge de malos modos.
Automáticamente sé que están hablando de las nuevas rotativas.
—¿Sabes? —dice Quinn revisando el dosier fingidamente interesada. Su tono de voz ha cambiado —. Si tan claro tienes que es una mala idea, ¿por qué no vas a despacho de Santana Lopez y le explicas que no puede hacerse?
Las palabras de Quinn hacen que la expresión de Matel cambie en un microsegundo. Va a decir algo, pero prácticamente acaba tartamudeando.
—Pero avísame —le interrumpe Quinn—. Joder, quiero estar allí y ver cómo te las apañas para explicarle que no estás dispuesto a permitir que se usen técnicas menos contaminantes, más competitivas y de un comercio más justo. Lopez va a estar encantada.
Intento ocultar una incipiente sonrisa. Todos en este despacho, incluido Matel, sabemos que, si se atreviera a hacer algo parecido, lo mejor que podría pasarle es que sólo le despidiera.
El director de departamento resopla exasperado y le quita la carpeta a Quinn de las manos, que sonríe más que satisfecha. Sabe que acaba de salirse con la suya.
—Está bien, joder —claudica Stan Matel—, pero por lo menos échame un cable y ven a la reunión que tengo con Cohen. Ese desgraciado le pondría un candado al cajón de los bolígrafos con tal de ahorrar. ¿Cómo pretendes que justifique 2,7 millones de dólares en rotativas?
Quinn lo mira un segundo y le pone los ojos en blanco al tiempo que se gira hacia mí. Ya sé lo que va a decirme.
—Britt…
—No te preocupes —lo interrumpo—. Me ocuparé de todo.
Las dos sonreímos.
—Recuerda comentarle a Marley los cambios en su artículo y quiero que mandes a Bass en lugar de Garrison a la exposición de los diseñadores escandinavos.
Asiento y los sigo hasta el ascensor.
—¿Dónde es la reunión? —le pregunta Quinn—. ¿En su departamento o en el tuyo?
—En la 26 Este. Cohen quiere ver las malditas rotativas.
Quinn se detiene en seco en mitad de la redacción y Matel lo mira como si no entendiese nada.
—Como acabas de oír, pasaré la mañana fuera —me dice con la voz cargada de ironía. —. Cuando termines la reunión, ponte con todo lo de Administración. Si ves que no llegas, que te ayude algún redactor y, si tienes algún problema, llámame o habla con Ryder.
Me da las últimas instrucciones al tiempo que no deja de quejarse a Matel por la reunión. Sospecho que lo seguirá haciendo durante todo el camino hasta la 26.
Nada más regresar a mi mesa, recibo un correo de Blaine informándome de que la reunión con Dirección para planificar el cambio de rotativas prevista para dentro de una semana se adelanta a mañana. Le reenvío el correo a Quinn y me concedo
un minuto de autocompasión por tener que verla en veinticuatro horas en esa sala de juntas en la que siempre parece aún más bella.
La reunión con los redactores se desarrolla sin problemas, pero no pasa lo mismo con los archivos de Administración. Cada uno es más complicado que el anterior. Le pido ayuda a un par de redactores, pero ellos están todavía más perdidos que yo.
No quiero llamar a Quinn. Seguro que la reunión está siendo un infierno.
Odia todos los trámites burocráticos o de empresa que no tienen que ver con su trabajo como editora, mucho más si le sacan de la redacción. Trato de localizar a Ryder, pero su secretaria me informa de que está en una reunión fuera de la ciudad.
A la hora de comer aún sigo enterrada en una montaña de papeles. Llevo horas con esto sin ningún resultado, así que me rindo y llamo a Quinn. Sin embargo, mi falda de la suerte parece no estar funcionando hoy, porque no me coge el teléfono.
Resignada, resoplo y me doy cuenta de que sólo me queda una persona a la que acudir. Me levanto lentamente, mentalizándome, y, con las carpetas que llevan torturándome toda la mañana, voy hasta su despacho. Sólo hay un par de personas dando vueltas por la redacción. Casi todos han bajado a comer.
Al llegar a su oficina, no me sorprende no encontrar a Blaine. Estoy demasiado nerviosa. La verdad es que lo último que pensaba hacer esta mañana era venir a este despacho.
De pie, delante de la elegante puerta de caoba, suspiro con fuerza y me aliso la falda como si pretendiera activar el campo de fuerza que siempre me ha dado esta prenda. Creo que voy a necesitarlo más que nunca. Finalmente llamo y a los pocos segundos me da paso. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de que no
estuviese. Abro y cierro tras de mí. Santana está sentada frente a su sofisticado escritorio y, como cada día, está injustamente bella. Lleva un traje negro con falda a juego, medias negras y tacones de infarto, no me imagino la lencería que hay debajo de todo eso. la luz que entra por la ventana acentúa cada uno de sus armónicos rasgos y de pronto ya no recuerdo por qué tenía tanto miedo de venir a su despacho.
«Precisamente por eso.»
Santana alza la mirada y sus ojos me encienden en el preciso instante en que se encuentran con los míos. Mi mente me juega una mala pasada y me regala una imagen de ella sobre mí, con sus brazos tensos y perfectos apoyados contra mi colchón a ambos lados de mi cabeza. Los músculos de mi vientre se tensan y se estiran deliciosamente.
«No vas a volver a acostarte con ella, Pierce.»
Mi propio recordatorio me hace reaccionar. Contengo un suspiro y me obligo a caminar hasta ella.
Tengo que salir de aquí lo antes posible.
—Hola —susurro.
—Hola —responde ella con su voz imperturbable.
Su mirada sigue sobre mí. Tengo la sensación de que me está escrutando,
estudiando cada una de mis reacciones para averiguar qué estoy pensado.
—Quería pedirte un favor.
Mi frase parece tomarla por sorpresa, pero en seguida se recompone.
—¿En qué puedo ayudarte? —pregunta acomodándose.
Apoya su codo en el brazo del sillón y se lleva el reverso del índice a sus sexies labios. Sigo todo el movimiento y, al llegar a su boca, tengo que contener otro suspiro.
«Concéntrate, Pierce, por el amor de Dios.»
—Quinn me ha pedido que rellene estos informes de Administración, pero son más complicados de lo que creía y no logro entenderlos. Santana mira la carpeta que tengo entre las manos y comprendo que quiere que se los enseñe. Se la tiendo y ella se incorpora para cogerla. Involuntariamente nuestros
dedos se rozan y siento una corriente eléctrica invadirme de pies a cabeza.
¿Pero qué me pasa?
—Quinn está en una reunión con Matel —continúo con la intención de distraerme de cómo mi cuerpo está reaccionando al suyo—. Intenté localizar a Ryder, pero también está reunido.
Santana alza la cabeza de los documentos y me mira directamente a los ojos. Tengo la sensación de que no le ha hecho la más mínima gracia que recurriera a ellos antes de venir a verla a ella. Yo me muerdo el labio inferior nerviosa, pero le mantengo la mirada. Por un momento hacemos sólo eso, mirarnos, y todo a nuestro
alrededor se intensifica.
—Si estás muy ocupada —musito—, puedo esperar a que Quinn regrese.
¿Por qué estoy tan nerviosa?
—Siéntate —me ordena con suavidad mirando la silla al otro lado de su mesa.
Dudo pero finalmente lo hago. Creo que no podría negarme a nada que me pidiera con esa voz.
Santana repasa los papeles y yo me permito observarla a ella. Me fijo en pequeños detalles, como la manera en la que frunce el ceño suavemente cuando algo parece no cuadrarle o cómo sus ojos devoran cada línea, concentrados y tenaces.
—El problema está aquí —dice sacándome de mi ensoñación.
Asiento nerviosa y rápidamente miro el documento que me señala, suplicando porque no se haya dado cuenta de cómo la contemplaba embobada. Sin embargo, la media sonrisa que me dedica me hace pensar que no voy a tener esa suerte.
—Estás usando las tasas variables equivocadas —me explica—. Los porcentajes que tienes que justificar con Cohen y los que tienes que justificar con Matel son diferentes. Si aplicas la misma fórmula, al final del balance, el dinero que tienes que explicar ante Matel y el que Cohen aprobaría no serían los mismos.
Asiento de nuevo y le agradezco lo paciente que está siendo. Imagino que para ella ha sido de lo más obvio encontrar el fallo.
—¿Lo has entendido?
Santana me mira esperando a que conteste.
Quiero decir que sí y presumir de ser más inteligente de lo que realmente soy, pero lo cierto es que lo mío no son los números.
—La verdad es que no mucho —me sincero—, pero me las apañaré —añado para no quedar como una absoluta inútil.
Santana me mira un segundo y a continuación su sofisticado reloj de pulsera.
—Espera aquí —me ordena suavemente de nuevo mientras se levanta y sale del despacho sin dar más explicaciones.
Yo me quedo sentada al otro lado de su mesa de lo más intrigada. ¿Adónde habrá ido?
Regresa a los minutos, hablando por teléfono. Con el primer paso que da en su oficina se deshace de la llamada. Ahora que ha vuelto, tampoco me da explicación alguna y, resuelta, se sienta en su sillón.
—Ven aquí —me llama.
Esas dos palabras por un momento me paralizan. Las he escuchado muchas veces y siempre han significado una única y exclusiva cosa.
Al ver que no me muevo, lleva su vista hacia mí y, cuando nuestras miradas se encuentran, toda la atmósfera del despacho se electrifica de golpe. Mi respiración comienza a entrecortarse suavemente y los ojos de Santana se oscurecen hasta parecer
casi negros. No ha pronunciado esas palabras con la intención que todos mis recuerdos han pretendido darle, pero nuestros cuerpos se han despertado llamándose el uno a otro con tan sólo oírlas.
—Ven aquí, Britt —repite y su voz suena más ronca.
Me levanto despacio, con las piernas temblándome, y lentamente camino hasta ella. No levanta sus espectaculares ojos de mí. Su respiración también se ha acelerado. Me detengo frente a ella y Santana me observa, incendiando con su mirada cada
centímetro de mi piel donde sus ojos se posan. Estoy a punto de decir algo, no tengo muy claro el qué, pero entonces Santana
cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, todo su autocontrol ha regresado y sé que ha decidido por las dos que el momento termine.
—Quiero que entiendas cómo funciona el programa de ordenador que genera las fórmulas —comenta con su voz más impasible.
Definitivamente tener todo ese autocontrol debe ser algo maravilloso.
Yo doy el suspiro mental más largo de la historia, y tras ordenarle, casi suplicarle, a todo mi cuerpo que se calme, asiento.
Santana me señala la mesa con la cabeza y entiendo que quiere que me siente en ella. Tardo un segundo en reaccionar pero finalmente lo hago. Mejor en la mesa que en su regazo. Su regazo es la fruta prohibida para mí.
«¿Sólo su regazo?»
Gira el monitor del Mac y sus ágiles dedos teclean algo. En la pantalla se abre un documento lleno de algoritmos. Santana comienza a explicarme cómo funciona el programa. Me esfuerzo muchísimo y rescato de algún rincón de mi mente lo poco
que recuerdo de las clases de estadística del instituto. Más o menos consigo seguirle el ritmo, aunque también soy plenamente consciente de que lo ha ralentizado bastante por mí.
—Entonces, ¿sólo tengo que aplicar la tasa al resultado de la fórmula y sumarla a la cantidad filtrada? —pregunto señalando con el lápiz la segunda columna de la hoja de cálculo.
—Exacto.
Santana sonríe satisfecha y yo apunto el resultado en la solicitud de producción apoyando la carpeta en mi regazo.
—Eres muy inteligente —susurra recostándose sobre su sillón de ejecutiva.
Sonrío irónica. Sé perfectamente que ha sido de lo más considerada. Jamás podría llevar su ritmo.
—Pero no tan brillante como tú —replico aún escribiendo en el papel— y menos con los números.
No lo veo, pero sé que vuelve a sonreír y también que es una sonrisa diferente.
—No estoy de acuerdo con eso. Eres increíble, Britt.
Me detengo en seco y alzo la cabeza despacio. No es lo que ha dicho, es cómo lo ha dicho. Ladea la cabeza y su mirada atrapa por completo la mía.
—No soy la única que se infravalora aquí —musito.
Santana ahoga un suspiro en una mordaz sonrisa.
—No es cuestión de infravalorarse —dice echándose hacia delante—. Se trata de conocerse bien.
Alza la mano despacio y juguetea con el bajo de mi falda sin llegar a tocar mi piel. El corazón vuelve a latirme deprisa y no sé si es por la conversación, por la calidez que desprenden sus dedos o por la manera en la que sus ojos me mantienen exactamente aquí, en todos los sentidos.
—Eres mejor de lo que crees —murmuro en un hilo de voz.
—No, no lo soy, Britt —se apresura a replicarme.
Sonríe para endulzar sus palabras, pero no le llega a los ojos. Odio la opinión que tiene de sí misma.
—Santana —susurro.
Otra vez esa necesidad de consolarla me aprieta el estómago y tira de él.
Ella vuelve a mirarme directamente a los ojos y sus dedos se detienen como si se estuviera planteando pasar de la tela a mi piel.
La electricidad vuelve hasta saturarlo todo.
Nunca he tenido tan claro que necesito salir de aquí.
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Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 21
Sólo se oyen nuestras respiraciones aceleradas.
—Será mejor que me vaya —musito reuniendo las pocas fuerzas que esos ojos me dejan y bajándome de un salto, torpe y acelerada.
Como la buena patosa que soy, al bajar tiro una de las carpetas que Santana tenía sobre la mesa y una decena de papeles se dispersan por el suelo.
—Lo siento —me disculpo agachándome inmediatamente a recogerlos.
Me arrodillo frente a ella y muevo las manos todo lo deprisa que soy capaz, aunque para mi desgracia también todo lo torpe. Alzo la cabeza dispuesta a disculparme de nuevo, dejar los papeles sobre la mesa y marcharme abochornada, pero, cuando lo hago, el corazón me late tan de prisa que creo que va a escapárseme
del pecho. Santana me está observando. Su mirada ha vuelto a oscurecerse, seduciéndome en un solo segundo, siendo la tentación, el pecado, todo el placer y el deseo. Su cuerpo
está tenso, a punto de saltar sobre su presa. El eléctrico ambiente juega en mi contra, tira de mí y me ata a ella, siempre a ella.
La quiero. Quiero que me toque. Que me bese. Que me folle.
—Tengo que irme —susurro nerviosa, levantándome y saliendo prácticamente disparada de su despacho.
Cuando la puerta se cierra tras de mí, me apoyo en ella y tomo una bocanada de aire tratando de ordenar mi respiración. Ahora mismo el corazón me late tan deprisa que tengo serías dudas de que no vaya a sufrir un colapso nervioso en cualquier momento.
Miro hacia mi pecho y observo la carpeta que mis manos nerviosas aprietan contra él. Dios, soy una idiota. ¡Me he llevado también sus papeles! Cierro los ojos avergonzada de mí misma y de parecer un saco de deseo con piernas y echo la cabeza hacia atrás hasta golpearla con la madera, me lo merezco, pero entonces
recuerdo que Santana está al otro lado y puede oírme y me separo rápidamente. Acelerada, camino hasta la mesa de Blaine, ordeno los papeles de Santana y los dejo sobre el escritorio de su secretario. Imagino que, cuando ella los vea, se los llevará. Yo no puedo permitirme el lujo de volver a entrar ahí.
Corro y me refugio en la seguridad de mi oficina. No pienso marcharme de aquí hasta que den las cinco y entonces saldré disparada a la seguridad de estar en mi cama tapada hasta las orejas con el nórdico. Es un plan perfecto.
Se acabó, Pierce, me ordeno con mi mejor voz de sargento de artillería. Hay que empezar a tomar buenas decisiones, no repetir la lista de fracasos. Más motivada que convencida, consigo mi propósito de (casi) no pensar en Santana. Termino todos los archivos de Administración y me siento increíblemente
orgullosa. Después de comprender cómo funciona el programa, ha sido mucho más sencillo.
«¿Y quién te dio esas explicaciones?»
Oh, cállate.
Estoy despejando mi mesa cuando oigo algo de revuelo en la redacción. Me asomo curiosa y contemplo cómo dos ejecutivos con pinta de brokers de bolsa de los ochenta se ríen creyéndose mejores de lo que son. Ni siquiera sé cómo se llaman, pero es más que obvio que sólo son dos engreídos soberbios y mal educados.
Santana aparece caminando desde su despacho junto a Blaine. Va muy concentrada, imagino que comentando con su secretario los últimos detalles de algo que quiere que se haga.
Al ver a los dos hombres, todo su cuerpo se tensa poniéndose en guardia y su expresión se endurece. Resulta hipnótico verle convertirse en directora ejecutiva en un abrir y cerrar de ojos. Los dos tipos dejan de reír al instante y se acercan solícitos a Santana Le dicen algo, pero ella ni siquiera responde. Uno de ellos, con una
sonrisa taimada, comenta cualquier idiotez de la que ríe satisfecho y coloca la mano en el hombro de Santana.Ella, que en ningún momento ha sonreído, lo fulmina con la mirada y el hombre, totalmente conmocionado, la aparta. Es obvio que Santana los ha calado inmediatamente. Nunca haría negocios con personas así.
Los ejecutivos siguen hablando, pero Santana pasa junto a ellos, llama al ascensor y, cuando las puertas se abren, entra con el paso seguro y decidido, manteniéndoles la mirada hasta que vuelve a cerrarse.
Ha sido una exhibición de poder en toda regla y, por el amor de Dios, no podría haber resultado más atractiva. Regreso a mi oficina con el paso titubeante. Nunca he estado tan confusa en
toda mi vida. Me encantaría poder hacerme una lobotomía y olvidarme de Santana, especialmente de las últimas veinticuatro horas. Si esto fuera un telefilme de sobremesa, podría darme un golpe en la cabeza y perder la memoria. Me imagino despertándome en una cama de hospital con Sugar tratando de convencerme de que tengo marido y seis hijos en Luisiana. Sería muy capaz. Aunque creo que merecería la pena. No me acostaría cada noche pensando en cómo me siento cuando estoy entre sus brazos o que lo echo tanto de menos que me cuesta trabajo respirar. Me olvidaría de los trajes italianos a medida, de su voz, de sus ojos marrones. Suspiro con fuerza y apoyo la frente contra la pared. ¿A quién pretendo engañar? Olvidar a Santana sería completa, total e injustamente imposible. Termino de recoger y salgo de la oficina. En el camino hasta la estación, en el andén y sentada en el vagón, no puedo dejar de pensar en ella. La manera en la que se ha deshecho de esos dos ejecutivos está grabada a fuego en mi mente. Es tan arrogante, tan odiosa, tan fría, pero no sé cómo consigue que todas esas actitudes en ella resulten increíblemente atractivas, como si fuera exactamente así como tiene
que ser. Saludo al vendedor de pretzels, que siempre me mira como si no aprobara mi estilo de vida, y continúo andando hacia mi apartamento. Anoche fue increíble. Estar con ella fue increíble. Por un momento pienso en la idea de que volvamos y un escalofrío me recorre la columna y el aire desaparece a mi alrededor. No puedo
volver con ella. No puedo volver a enfrentarme a todo lo que supone estar con ella, a la prensa, a su padre… Tengo demasiado miedo.
Me detengo en seco y suspiro con fuerza. Pero también la echo demasiado de menos. Sin saber exactamente por qué y tampoco sin querer preguntármelo, giro sobre mis botas y camino de vuelta a la boca de metro de la calle Christopher con la plaza Sheridan. También me niego a recapacitar en las tres paradas hasta la estación de la 23, en el centro de Chelsea. Cuando llamo a la puerta, Finn me abre prácticamente al instante. Me mira
sorprendido pero se repone con rapidez. A veces tengo la sensación de que tiene clarísimo todo lo que pasa entre nosotras pero es demasiado profesional para comentarlo.
—Buenas tardes, Brittany.
—Hola, Finn. —Me detengo un segundo y me esfuerzo muchísimo en sonar tranquila—. ¿Podría ver a la señorita Lopez?
Finn asiente y se echa a un lado para que pase. Yo se lo agradezco con una tímida sonrisa y le sigo escaleras arriba.
El chófer me deja en el centro de salón y, tras excusarse amablemente, se dirige al estudio de Santana para avisarle.
A solas, pierdo la mirada en la inmensa estancia. Siempre me ha parecido un lugar precioso. Elegante, sofisticado y también algo frío. Con esa belleza innata que tienen ciertas personas y cosas. Esa que parece calar más allá de lo que se empeñan
en decir o hacer. Son bellos porque lo son, porque nacieron siéndolo.
—Hola, Brittany.
Hablando de ciertas personas.
Me giro hacia el estudio y la veo de pie, a unos pasos de la puerta, vestida con el mismo traje de esta mañana, que nueve horas después continúa perfecto e impecable.
Está increíble y yo por un instante he olvidado a qué había venido, o quizá lo estoy recordando demasiado bien, ¿quién sabe?
—Hola —musito y nerviosa me muerdo el labio inferior.
Santana me observa tratando de averiguar qué estoy pensando o por qué estoy aquí.
—¿Quieres beber algo? —pregunta.
—Sí, por favor.
Creo que me vendría de perlas. Estoy tan inquieta que ni siquiera soy capaz de armar una frase con sentido en mi cabeza.
Santana va con soltura hasta la cocina y sirve dos Jack Daniel’s en dos minimalistas, pero seguro que carísimos, vasos de cristal. Regresa hasta mí y me tiende uno. Yo lo cojo decidida, pero, al llevármelo a los labios, recuerdo que no he comido nada en todo el día y me siento de lo más irresponsable. Aún así, le doy un
sorbo, pequeño; necesito un empujón.
Santana camina hasta el kilométrico sofá y se sienta esperando a que haga lo mismo, pero no lo hago. Tengo que decir lo que he venido a decir.
—¿Qué quieres, Brittany?
Me muerdo el labio inferior otra vez y miro a cualquier otra cosa que no sea ella. Es una pregunta demasiado complicada.
—Quería hablar contigo, Santana. —Hago una pequeña pausa. Los nervios casi me impiden respirar—. Lo que pasó ayer fue un error.
Me armo de valor y la miro directamente a los ojos. Necesito ver su reacción. Ella me mantiene la mirada con la suya dura y fría. No pronuncia una palabra y eso me hace pensar que sabe que no he venido a decir sólo eso.
—Pero quiero que vuelva a pasar —me sincero.
Santana exhala todo el aire de sus pulmones despacio, sin levantar sus ojos de mí. Su autocontrol ahora mismo es mi mayor enemigo y ninguna emoción cruza su atractivo rostro.
—No quiero volver —continúo con la voz entrecortada.
Ella no saber si está feliz o enfadada, o por lo menos de acuerdo o no, hace que me ponga todavía más nerviosa. Aparto mi mirada de esos ojos indescifrables y la concentro en mis dedos, que juegan inquietos con el vaso.
—Te dije que me mantendría alejada de ti —me advierte con su voz
—. ¿Qué te hace pensar que quiero esto?
Su mirada está endurecida, incluso con un punto de exigencia.
—Es lo que quiero yo —susurro tratando de sonar fuerte y segura.
Santana se levanta, camina hasta mí y todo mi cuerpo se tensa. Despacio, me quita el vaso de las manos y lo deja junto al suyo en la mesita de centro. Simplemente me mira y sus ojos me abrasan por dentro.
—No pienso follarte y ver como te vas —sentencia indomable.
—No puedo ofrecerte otra cosa.
No es una respuesta arrogante, en realidad es una súplica casi desesperada, y ella lo ha entendido a la perfección.
Santana entorna la mirada un único e imperceptible segundo y después resopla brusca y profunda sin levantar sus ojos de mí.
—Tengo mis condiciones —añado en un susurro.
Necesito decir todo lo que tengo que decir.
Ella me mira esperando a que continúe.
Yo vuelvo a suspirar hondo para infundirme una última oleada de valor.
Decirle todo lo que llevo pensando desde que me di media vuelta a unos metros de mi edificio es muy diferente a imaginarlo.
—Soy yo la que decide venir o no. —Trato de sonar decidida, pero no sé si lo estoy consiguiendo—. Esa elección es mía.
Se humedece el labio inferior. Su expresión luce tensa y su mandíbula apretada.
Le están poniendo normas y eso lo detesta.
—Quiero que uses condón femenino —continúo—. No se si estaras limpia, si te has acostado con otras.- Dejé de tomar la píldora y no quiero volver a quedarme embarazada de ti.
Santana hace una imperceptible mueca de disgusto. Mis palabras le han dolido.
Soy plenamente consciente de que podría haberme ahorrado el «de ti», pero mi parte más vengativa necesitaba pronunciarlo.
—¿Algo más? —pregunta con la voz y la mirada fabricadas de frío acero.
—No —musito clavando la mía en el suelo.
Quiero parecer valiente, pero cada vez me cuesta más trabajo.
Santana camina el par de pasos que nos separan, toma mi cara entre sus manos como ha hecho tantas veces y me besa con fuerza al tiempo que me hace caminar hacia atrás y acaba tumbándonos en el sofá.
—Vamos a dejar las cosas claras —susurra con su voz de jefa exigente y tirana, con sus ojos increíblemente dominándome desde arriba—. Puede que tú decidas venir o no, pero una vez que cruzas esa puerta, eres mía y el control lo sigo teniendo yo.
Dios, acaba de conseguir que mi cuerpo se rinda por completo.
—No voy a acostarme contigo sin condón —me reafirmo con la voz
entrecortada por el deseo.
—Eso ya lo has dejado claro —responde impasible.
Se levanta y me levanta a mí en el movimiento. Me lleva de la mano hasta el centro del salón.
—Quítate el vestido y descálzate —me ordena.
Nerviosa, alzo las manos, pero es como si no supiera qué hacer con ellas. Su actitud tan dominante, tan femme fatal, está haciendo que todo mi cuerpo sólo pueda relamerse en vez de actuar.
—Britt, no me hagas esperar —me advierte.
Asiento y me esfuerzo en mandar la sencilla orden a mis manos. Las bajo acelerada hasta alcanzar el borde de mi vestido y me lo saco por la cabeza. Despacio y rezando para mantener el equilibrio cuando estoy al borde del colapso, me quito las botas.
Santana resopla brusca y pierde su ardiente mirada en cada centímetro de mi cuerpo. Regresa a la mesita de centro y coge algo de ella, aunque no puedo ver lo que es. Apenas un segundo después, comienza a sonar Certain things,[32] de James Arthur y Chasing Grace. Respiro hondo tratando de controlar mi agitado corazón. De entre todas las canciones del mundo, ¿cómo es posible que haya elegido la que describe exactamente cómo me siento?
—Quiero bailar —susurra salvaje y sensual, colocando su mano en mi cadera y tirando de mí hasta que nuestros cuerpos se tocan.
Me siento envuelta por sus brazos y de pronto todo vuelve a tener sentido. El roce de su camisa a medida en mi piel desnuda me trasporta a un universo paralelo, donde todo salvo nosotras y la suave voz de James Arthur deja de existir. Nos mueve por su salón perfectamente acompasados con la música mientras
una de sus manos se ancla en mi cadera y la otra sube por mi costado y se esconde en mi pelo hasta llegar a mi nuca.
Mi piel arde. La deseo como nunca había deseado nada en toda mi vida. Cierro los ojos y me dejo guiar. Quiero que me lleve a donde quiera llevarme. Quiero volver a sentir que ya no estoy perdida, ni sola, ni triste. Quiero sentir que he llegado a casa.
—¿Qué quieres, Brittany? —pregunta en un susurro, dejando que su voz y su cálido aliento inunden mis labios.
—A ti —murmuro, pero lo hago llena de fuerza.
Santana me estrecha aún más contra su cuerpo y, sin dejar de mecernos al ritmo de la música, me besa intensa, desbocada. Yo respondo a cada uno de sus besos entregada, clamando por más, deseándolos. Desliza su mano al final de mi espalda y, sin interrumpir nuestro beso un solo segundo, me toma en brazos y nos lleva hacia las escaleras. Yo rodeo su cuello con
los míos y me acomodo en su regazo. Así es como el príncipe de Cenicienta la cogía en mi taza de princesas. Gimo contra sus labios y me estrecho contra su cuerpo. Es mi príncipe salvaje, arrogante, y me doy cuenta, en este preciso instante, de que no necesito nada más, no quiero nada más. Santana me lleva hasta su habitación y muy despacio me deja en el suelo. No permite que un centímetro de aire se cuele entre nosotras y mi cuerpo encendido, casi al borde del fuego, se relame en cada trozo de piel que sus manos acarician.
Lentamente se deshace de mi sujetador.
—No te muevas —me ordena.
Asiento con la boca seca de pura expectación y observo cómo desaparece en el vestidor. Tras un puñado de segundos oigo su paso decidido de vuelta y un instante después todos los músculos de mi vientre se tensan cuando veo la cuerda roja.
Hábil, la estira y la retuerce entre sus manos. Recuerdo perfectamente esa cuerda y el placer desbocado y húmedo que me provocó. Santana camina hasta quedar frente a mí. Su mirada atrapa la mía y me derrite. Mi respiración se acelera. Estoy a punto de arder por combustión espontánea. La cuerda se separa en dos en sus expertas manos. Se inclina sobre mí y deja una de ellas en la cama. Su suave olor a lavanda fresca me envuelve por completo y todo me da vueltas. Es el olor más maravilloso del mundo.
—Date la vuelta y junta las manos detrás —me ordena.
Inmediatamente hago lo que me dice. Santana rodea mis muñecas con la cuerda y las ata hasta inmovilizarlas. Para asegurarse de que el nudo ha quedado perfecto, da un tirón brusco y todo ese placer anticipado vuelve. Gimo bajito y lo noto sonreír sexy a mi espalda.
Instintivamente sé que quiere que me dé la vuelta y así lo hago.
—Buena chica.
Al alzar mi mirada, la dura y sexy sonrisa que me había imaginado sigue ahí y tiene un eco directo en mi sexo.
Santana se inclina para coger la cuerda que dejó sobre el colchón y la tortura de tenerla tan cerca y no poder tocarla se repite. Su mirada me dice que sabe exactamente todo lo que estoy sintiendo ahora mismo y está disfrutando con eso.
Trabaja en la cuerda. Quiero adivinar qué está preparando, pero mi cerebro se niega a colaborar. Finalmente alza las manos hasta mi cabeza y yo involuntariamente dejo de respirar. No voy a ser capaz.
Santana da un paso hacia mí y coloca su mano suavemente en mi mejilla. El calor de sus dedos y toda la proximidad de su cuerpo me calman al instante. La canción, que suena lejana en el piso de abajo, empieza de nuevo.
—Confía en mí —susurra.
Tomo aire y algo dentro de mí brilla con fuerza. Asiento despacio y, como recompensa, Santana vuelve a sonreírme de esa manera tan peligrosa. Lentamente alza las manos de nuevo y pasa la cuerda ya anudada por mi cabeza. La circunferencia es grande y lejos de apretarme el cuello simplemente descansa sobre él. El corazón me late muy deprisa. Estoy demasiado nerviosa. Uno de los extremos de la cuerda se pierde en el nudo y el otro más largo descansa en la
mano de Santana. Sigo la cuerda con la mirada hasta fijarla en su mano. Santana levanta precisamente esa mano y la esconde en mi pelo, obligándome a alzar la cabeza para que sus ojos atrapen una vez más los míos. Me sonríe satisfecha y me besa
calmando cualquier ansiedad.
—Siéntate en la cama.
Su voz es exigente y sensual.
Ando despacio hacia la cama. La cuerda corre suavemente entre sus dedos a cada paso que avanzo. Sus ojos están conectados con todo mi cuerpo. Cuando me siento, me dedica su media sonrisa y comienza a caminar. Yo no puedo apartar mi mirada de la suya. Estoy en su red, completamente a su merced. Santana se inclina sobre mí e inmediatamente yo alzo la cara. Su sonrisa se vuelve
más oscura, más sexy y también más dura. Coloca su mano en mi cuello y me besa con fuerza, intensa, una sola vez. Despacio, baja por mi mandíbula, mi garganta, creando un camino de besos cálidos y calientes a su paso. Pasa su lengua torturadora sobre mi pecho. Gimo y mi cuerpo se arquea. Santana observa mi reacción satisfecha y vuelve a tomar mi pezón con la boca mientras
coloca la palma sobre el otro. La fricción calienta mi piel y el placer comienza a arremolinarse en mi vientre, pero Santna tiene otros planes para mí. Me deja con ganas de más y continúa bajando.
Deja caer la cuerda entre mis muslos y pierde los dedos bajo la cintura de mis bragas. Su mirada no libera un solo segundo la mía. Desliza la prenda lentamente por mis piernas al mismo tiempo que araña con suavidad mi piel. Cuando se deshace de ella, me obliga a separar las piernas y se arrodilla entre ellas. Recupera el extremo de la cuerda y la enrolla en su mano.
La observo anhelante, expectante. Santana me mira con los ojos cargados de deseo y seducción a partes iguales y lentamente se inclina sobre mí. Me besa el ombligo y deja que su cálido aliento impregne mi piel mientras desciende hasta llegar al vértice de mis muslos.
Sus labios me acarician suaves y expertos, despertando hasta la última terminación nerviosa de mi cuerpo. Acelera el ritmo.
Mi respiración se entrecorta.
Gimo.
Es increíble.
Su lengua acaricia cada rincón de mi interior mientras su aliento expande el calor y el placer por todo mi cuerpo desde ese maravilloso punto en concreto.
Gimo.
Echo la cabeza hacia atrás.
Toma mi clítoris entre sus dientes y tira de él.
Gimo aún más fuerte.
Santana tira de la cuerda, que se cierra suavemente sobre mi cuello apenas un segundo y todo el placer se multiplica por mil. La sensación de estar completamente a su merced crece hasta cegarla todo y el placer se intensifica y me sacude de un millón de maneras diferentes. Continúa besándome, acariciándome.
Tengo la tentación de echarme hacia atrás, pero entonces abro los ojos y la visión de su pelo oscura entre mis piernas es demasiado deliciosa como para apartar mi mirada de ella un solo segundo.
Me da un beso largo y profundo justo en el centro de mi sexo y todo mi cuerpo se tensa, manteniéndose milagrosamente en equilibrio a la vez que un largo gemido se escapa de mis labios.
Santana alza sus espectaculares ojos y sin separarlos de los míos,
absolutamente extasiados, repite su beso al mismo tiempo que tira otra vez de la cuerda.
Un rayo de placer eléctrico e indomable me recorre entera, sale de mi cuerpo jadeante y sigue la cuerda roja hasta esconderse en su mano, en la mano que tira de mí.
—Santana —gimo casi grito.
Ella sonríe contra mi piel. Acelera el ritmo. Me besa más fuerte, más intenso, más salvaje. Mi cuerpo se arquea. Comienzo a temblar suavemente. Vuelve a tomar mi punto más sensible entre sus dientes.
Tira de él. Tensa la cuerda
El aire se evapora.
Le pertenezco.
Mi cuerpo se llena de placer y estalla en un orgasmo maravilloso que me sacude, me atrapa, me libera y hace que sólo existamos Santana y yo y la maravillosa cuerda roja.
Abro los ojos despacio, jadeante.
Santana suelta la cuerda poco a poco y atlética se levanta hasta quedar de pie frente a mí como la maravillosa diosa pagana del sexo que es. Se mete la mano en el bolsillo y saca algo que tira en la cama. No me vuelvo para averiguar qué es. No me interesa. No apartaría la mirada de su perfecto cuerpo y sus ojos por nada del
mundo.
Se desabrocha lenta, casi agónicamente, cada botón de su camisa y la desliza por sus hombros. Suelta el único botón de su falda a medida. Cuando se queda gloriosamente desnuda frente a mí, no puedo evitar contemplarla sin ningún disimulo y, antes de que me dé cuenta, me estoy mordiendo el labio inferior.
Santana me dedica su media sonrisa una vez más y recoge lo que había tirado sobre la cama. Aparto mi vista incómoda al comprobar que es un condon femenino
—Brittany, mírame —me ordena.
Respiro hondo y me obligo a obedecerla. Ha sido mi decisión.
Santana parece haberlos usado antes ya que se lo coloca hábilmente, y yo me siento idiota de haberle pedido usar preservativo. Yo suspiro y alzo mi mirada hasta dejar que la suya me atrape. Ella cubre la distancia que nos separa con un solo paso decidido y firme y me besa con fuerza. Me tumba sobre la cama y ella lo hace sobre mí, pero, antes de que pueda acomodarme, Santana nos gira y me deja a horcajadas sobre ella. Se humedece el labio inferior antes de sonreír presuntuosa y de un solo movimiento me inserta sobre sus poderosos dedos magicos.
Grito por la invasión y todo mi cuerpo arde de golpe.
Coloca su mano en mi cuello y va bajando por mi piel siguiendo la estela de la cuerda hasta volver a coger el extremo y enredarlo en su mano una vez más.
El juego se reanuda.
Me dedica una mirada rebosante de lujuria y deseo y otra vez de forma instintiva sé exactamente lo que quiere que haga, como si el sexo nos hiciera entender perfectamente cada deseo de la otra.
Anclo las rodillas en el colchón y comienzo a moverme despacio,
deslizándome por su perfecta longitud arriba y abajo.
Gruñe. Gimo.
Mi respiración se transforma en un suave mar de jadeos y mis caderas suben cada vez más rápidas, más desbocadas.
Santana me chista con una sexy sonrisa en los labios a la vez que tensa con delicadeza la cuerda y sus ojos se vuelven aún más oscuros.
Todo mi cuerpo se arquea deliciosamente.
Con ese simple gesto acaba de decirme que el control lo sigue teniendo ella.
Vuelvo a subir despacio, tomándome mi tiempo, como sin palabras me ha ordenado que haga. Santana sonríe satisfecha y, tomándome por sorpresa, alza las caderas cuando las mías bajan, regalándome una poderosa embestida.
—¡Joder! —grito.
Mi cuerpo se tambalea sobre el suyo. Ha sido alucinante.
Asimilo todo el placer y me concentro en volver a moverme. Arriba y abajo.
Despacio.
Gimo.
Cierro los ojos.
Trato de controlarme, de controlar todo mi placer, pero Santana me embiste de nuevo con una fuerza atronadora. ¡Dios, es maravillosa!
Abro los ojos a tiempo de ver cómo Santana se lleva la cuerda a la boca y la agarra con los dientes. Mi cuerpo se estremece y la luz que rebosa de mi interior brilla aún más. Es la imagen más sensual que he visto en mi vida. Sus manos libres vuelan a mis caderas y todo el placer y el deseo se hacen movimiento. Acompasa nuestros cuerpos y acelera el ritmo, marcándolo con sus manos.
Gimo con fuerza.
Sale y entra. Me deslizo sobre sus dedos. Lo disfruto. Es puro sexo y placer. Es Santana Lopez moviéndose debajo de mí, marcando mis caderas con sus dedos.
Acelera el ritmo.
Grito.
El placer me traspasa.
Sus embestidas son cada vez más duras, más fuertes, más bruscas.
Santana recupera la cuerda y la enrolla entre sus manos.
Tira.
Cierro los ojos.
Grito aún más fuerte.
¡Es maravilloso!
Mi cuerpo se tensa. Me olvido del mundo y caigo en un espectacular orgasmo
que me arrolla por dentro y se entremezcla con el de Santana, que con una profunda embestida alcanza el clímax.
Acabo de ver el paraíso.
Abro los ojos con la respiración desbocada y una vez más su mirada me está esperando. Tira suavemente de la cuerda y me obliga a inclinarme sobre ella hasta que su boca encuentra la mía.
Alza su mano libre y la coloca en mi mejilla. La desliza con dulzura y la punta de sus dedos se hunde en mi pelo. El contacto me gusta pero también me despierta. Mi tiempo en esta cama y con Santana ya ha terminado.
Me separo despacio y por un segundo simplemente la observo. Es la mujer mas bella que conoceré jamás. Lo sé.
—Tengo que irme —murmuro muy poco convencida.
No puedo permitirme pasar un segundo más con ella o las fronteras que estoy intentando marcar entre nosotras se esfumarán.
Su mirada se endurece, pero no dice nada. Sólo asiente fría y hermética. Yo me incorporo despacio y tratando de mantener el equilibrio salgo de ella. Santana se levanta
ágil y, sin ni quiera necesitar mirarme, tira de uno de los extremos del nudo de mis muñecas y las ataduras se deshacen al instante.
Me llevo las manos delante y froto una muñeca con otra para suavizar la piel enrojecida por las cuerdas, pero Santana me detiene y las toma entre sus propias manos. Comienza a acariciarme el interior de la muñeca con el pulgar a la vez que revisa concienzuda que no tenga ninguna herida. Es lo mismo que ha hecho tantas
veces, pero ahora me parece un gesto demasiado íntimo que tras el sexo no me puedo permitir tener.
—Estoy bien —musito a la vez que aparto mis manos de las suyas.
Santana aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea pero no dice nada.
Toma con cuidado la cuerda del cuello y me la saca por la cabeza. Nuestras miradas vuelven a encontrarse y algo dentro de mí suspira con fuerza. Nunca me había sentido tan expuesta a otra persona.
Sin embargo, otra vez tengo miedo de alargar el momento, de sucumbir, y me aparto de ella. Santana parece entender cómo me siento, porque tira de la colcha y me cubre con ella. Se lo agradezco. No le estoy poniendo en una posición fácil, pero
sencillamente no puedo darle nada más.
—Bajaré a por tu ropa —me anuncia.
Asiento y me envuelvo concienzuda en la colcha.
Santana se levanta -Se pone unos shorts y sale de la habitación.
Observo la puerta y ni siquiera sé cómo me siento. ¿Quiero que sólo tengamos sexo? ¿Puedo conformarme con eso? ¿Es una manera de seguir adelante? Son demasiadas preguntas y no quiero tener que responderlas ahora. Vine porque lo echaba de menos y, aunque ahora esté hecha un auténtico lío de nuevo, mientras sus
manos estaban en mi piel volví a sentir que era exactamente como tenía que ser.
Santana regresa a los pocos minutos con mi vestido, mi cazadora y mi bolso entre las manos. Me lo entrega y, envuelta en la colcha, me levanto. Lo tímida que siempre me ha hecho sentir se entremezcla con la maraña de pensamientos que inunda mi mente ahora mismo.
Recojo mi ropa interior del suelo y, sin volver a mirarla, camino hasta entrar en el baño. Ya a solas, dejo la ropa sobre el mármol del lavabo y suspiro con fuerza, pero casi en el mismo instante cabeceo y comienzo a vestirme. No voy a empezar a martirizarme encerrada en su baño. Lo que tengo que hacer es ponerme
las bragas y salir de aquí.
«Lo que tendrías que haber hecho es no venir y dejar que te las quitara.» Me doy toda la prisa que puedo. Me refresco las manos y me recojo el pelo en una coleta algo desordenada con una goma que, afortunadamente, encuentro en mi bolso. Doblo la colcha lo mejor que sé y agarro con decisión el pomo de la puerta. Es hora de salir y decir adiós. Me mentalizo, resoplo y abro.
Pero todo da igual. El paso seguro con el que pretendía regresar a la habitación se vuelve torpe y creo que sencillamente dejo de respirar cuando la veo. Está sentada en el borde de la cama con los codos apoyados en sus rodillas entreabiertas y las manos entrelazadas. Se ha puesto una simple camiseta de algodón
blanca y con los pantalones de traje negros. Está descalza, con el pelo alborotado y esa mezcla perfecta de arrogancia y dureza inunda sus ojos.
No sé qué extraña disfunción cerebral me hace sorprenderme constantemente de lo bella que es, como si en algún momento lo hubiese podido olvidar. A veces creo que es algo mucho más mezquino, que está diseñado para deslumbrar cada vez
que los ojos de una chica se posan en ella. En cualquier caso, es una malísima noticia para mí. Despedirte de la mujer a la que quieres es complicado, despedirte cuando dicha mujer parece haberse caído en la marmita de la que salen los actores de
Hollywood, lo es todavía más.
Sonrío fugaz ante mi propia ocurrencia y me apoyo en el marco. Ella continúa mirándome y no puedo evitar pensar que, entre los más de tres mil millones de mujeres que hay en el mundo, me está mirando a mí. Algo se despierta en mi interior, llamándome estúpida y cobarde. Suspiro bajito sin apartar mis ojos de los suyos.
—Me marcho a casa —musito.
Tengo que apartar la mirada de ella o no seré capaz de irme. Suspiro de nuevo.
Empiezo a pensar que esto no va a acabar bien para mí.Santana, una vez más, parece comprender exactamente lo que me pasa y, haciendo gala de toda esa seguridad que siempre le rodea, se levanta desuniendo nuestras miradas.
—Te acompaño a la puerta —me dice haciéndome un gesto con la mano para cederme el paso—. Finn te llevará.
Asiento y comienzo a caminar. Bajamos las escaleras en silencio y llegamos a la puerta principal. Finn, que nos espera allí, la abre profesional y, tras un leve gesto de Santana, sale y se adelanta hasta el Audi A8 aparcado junto a la acera.
Yo me detengo justo antes de cruzar el umbral. Ni siquiera sé cómo se supone que deberíamos despedirnos. Decido que lo más inteligente es no alargar la agonía y, a ser posible, no mirarla. Mirarla nunca es una buena idea.
—Adiós, Santana —murmuro y, esforzándome en no volver la vista atrás, comienzo a bajar los escalones.
—Adiós, Brittany.
Su voz me detiene en seco y recorre mi cuerpo haciéndolo vibrar. Está conectada a mi interior y lo enciende de una manera que ni siquiera entiendo. Me giro en contra de mi sentido común y la observo una última vez. Todo mi cuerpo me suplica que no me vaya. Mi corazón ha renacido y todavía convaleciente alza tímido la mano pidiéndome que le dé otra oportunidad, pero no puedo.
Me obligo a seguir caminando hacia el coche y milagrosamente mis piernas obedecen. Estoy alejándome de Santana. No sé si darme un bofetada por idiota o palmaditas por haber hecho lo correcto.
Prudentemente clavo mi vista en mis manos hasta que Finn arranca y enfila la 29 Oeste. Si lo echo tanto de menos como para venir hasta aquí y tirarme en sus brazos, tengo que ser lo suficientemente fuerte como para marcharme.
—¿Le apetece escuchar algo de música? —pregunta Finn amable.
—Sí, por favor.
Cualquier cosa que me distraiga será bienvenida.
El chófer asiente y pulsa uno de los botones del volante. Al instante comienza a sonar Angie,[33] de los Rolling Stones, y yo me contengo para no poner los ojos en blanco.
Muchas gracias, Finn, realmente necesitaba escuchar la canción favorita de Santana justamente ahora.
Afortunadamente no tardamos mucho en llegar. Le doy las gracias por traerme y me obligo a sonreír, aunque no me llega a los ojos.
En el tramo de escaleras entre el segundo y el tercer piso de mi edificio, mi móvil comienza a sonar. Lo saco del bolso y miro la pantalla. Automáticamente dejo caer la cabeza contra la pared. Es mi padre. Ahora no puedo cogerle el teléfono. Rechazo la llamada y me lo guardo de nuevo, esta vez en el bolsillo de mi cazadora. No quiero preocuparlo, pero tampoco puedo sentarme tranquilamente en un escalón y explicarle que mi matrimonio se ha ido al garete exactamente como él vaticinó. Le estaría poniendo en bandeja el «te lo dije» más sonado de la historia y, la verdad, no estoy preparada para oírlo.
Tras unos segundos de autocompasión, sigo subiendo las escaleras y llego hasta mi apartamento. Pienso en ir a ver a los chicos, pero ahora mismo lo único que quiero es meterme en mi cama y salir aproximadamente cuando vuelvan a despertarse los dinosaurios.
Sin embargo, cuando estoy a punto de entrar en casa, la puerta de los Berry se abre y sale Sugar.
—¿Dónde estabas? —me pregunta sorprendida al verme—. Es tardísimo.
Frunzo el ceño. No quiero hablar y, muchos menos, de dónde he estado y con quién he estado. No le gustaría.
—He estado dando un paseo —comento con muy poco convencimiento.
Sugar me hace un mohín y se cruza de brazos a la vez que se apoya en la pared junto a mi puerta.
—No me mientas —se queja divertida.
—No te estoy mintiendo. Me apetecía pasear y he salido a dar una vuelta.
No estoy de humor.
—¿Por dónde? —pregunta perspicaz.
—Cerca del parque Jefferson.
—¿A estas horas?
—Sí, a estas horas —respondo exasperada.
Estoy empezando a cansarme de que siempre me interroguen.
—Me estás mintiendo —sentencia.
—Basta ya, Sugar —protesto casi en un grito—. No te estoy mintiendo — añado tratando de que mi tono suene más relajado y conciliador para compensar el anterior.
Ella me mira a los ojos pero yo no soy capaz de mantenerle la mirada.
—¿Cuántas veces te he dicho que tienes que aprender a mentir?
—Muchas —respondo armándome de paciencia.
—¿Has estado con Santana? —inquiere sin paños calientes.
Suspiro hondo. Meto la llave en la cerradura pero no consigo hacerla girar. No estoy preparada para explicar algo que ni siquiera yo entiendo.
—No he estado con Santana.
Sugar enarca las cejas.
—Contéstame tú a algo —me apresuro a interrumpirla—: ¿qué haces en casa de Joe?
—Nada.
—Por supuesto —replico sardónica—, y yo estaba paseando.
Al fin abro la puerta de mi apartamento y entro.
—No quieres hablar, ¿eh? —pregunta colocándose bajo el umbral.
—Lo que no quiero es que me interroguen —me quejo malhumorada—, sobre todo cuando tú no me cuentas nada.
Me quito el bolso y lo tiro en el sillón. Nos miramos por un instante y
finalmente agarra el pomo de la puerta.
—Será mejor que esta noche duerma con Rachel —comenta a la vez que cierra la puerta.
Cuando oigo la madera encajar en el marco, resoplo con fuerza. Odio discutir con ella, pero no necesito otra charla sobre que lo mío con Santana no funcionaría.
Hoy no.
Dudo si ir a buscarla a casa de los Berry una docena de veces, pero
finalmente me quito los zapatos camino del dormitorio y, tras ponerme el pijama prácticamente en tiempo récord, me meto en la cama. Estar con ella ha sido excitante, increíble, pero, en cuanto se ha acabado, todo ese miedo ha vuelto a llenar mis pulmones. No quiero pasarlo mal otra vez.
Suspiro hondo y me llevo la almohada a la cara. Si se lo contara a las chicas, con toda seguridad Rachel me daría la paliza que me merezco y Sugar me echaría una de sus maldiciones indias para que dejara de gustarme el sexo.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
De verdad todo esto me confunde, todavia no se pq Brittany es tan cobarde que no se cree capas de luchar por su relacion con Santana, las amigas son unas metiches, los sentimientos y decisiones son de ella y nadie tiene pq meterse en eso, ni siquiera su propio padre, esta claro que se aman o no es asi y Brittany solo quiere sexo???????
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Hola mar....
Es Imposible que este. Lejos una de la otra...
En serio "usar" a san de consolador por que no puede estar lejos De ella...
A ver cúanto le sirbe le premio consuelo del momento y cúanto aguanta en esta nueva etapa britt???
Ya me frustra britt!!!
Nos.vemos!!
Es Imposible que este. Lejos una de la otra...
En serio "usar" a san de consolador por que no puede estar lejos De ella...
A ver cúanto le sirbe le premio consuelo del momento y cúanto aguanta en esta nueva etapa britt???
Ya me frustra britt!!!
Nos.vemos!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Como le gusta la huevada a Britt!!!
Saludos
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Hola vas a seguir con la historia???
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Tu no vas a continuar la historia??? seria bueno que avisaras para no perder el tiempo pasando por aqui en busca de una actualizacion. Gracias!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CONTINUACION CAPT. 21
MIL MIL DISCULPAS POR NO HABER ACTUALIZADO....
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Sonrío fugaz. Seguro que, si hay una maldición para eso, Sugar la conoce. Me quito la almohada. Reír es mejor que llorar.
Mi móvil vuelve a sonar dentro de mi cazadora. Reconozco la canción. Es mi padre. No puedo cogérselo. Tendría que mentirle. La verdad incluye que me he divorciado después de menos de un mes de matrimonio, que he renunciado a once millones de dólares y que ahora he decidido que no puedo dejar de acostarme con
ella, aunque sea incapaz de perdonarla de verdad y regresar donde estábamos. Sí, definitivamente es la llamada soñada por cualquier padre. Opto por dejar de pensar y tratar de dormir. Enciendo la televisión y cambio hasta que Jimmy Fallon aparece en mi pequeña pantalla. Por lo menos sé que me reiré un par de veces antes de que el sueño me venza. El despertador suena injustamente temprano. Estoy cansada, aunque he conseguido dormir algo. Me levanto decidida pero, cuando dejo atrás el nórdico,
no tengo más remedio que salir disparada hacia la ducha. ¡Hace un frío que pela! La temperatura debe haber bajado varios grados. En mi huida me choco con una de las cajas que aún no he desembalado y me hago un daño terrible en el dedo pequeño del
pie. Gimoteo y cojeo el resto del camino hacia al baño, pero lo merezco. No sé a qué estoy esperando para ordenar mis cosas.
Me visto de prisa, repitiéndome que tengo que recordar pedirle a Joe que me encienda la calefacción. La llave del radiador se rompió el invierno pasado y él es el único que sabe encenderlo.
Me pongo un bonito vestido con la parte de arriba negra y la falda crema con pequeños estampados. Añado una rebeca vino tinto y mis botines marrones de cordones. Ahora que estoy calentita y llevo un precioso vestido, empiezo a mirar el día con otros ojos.
He sido rápida y eficiente para poder tener tiempo de hacerme un buen desayuno. Mientras me duchaba, me di cuenta de que ayer no comí nada en todo el día. No puedo seguir así.
Después de las seis paradas reglamentarias de metro, saludo puntual a Noah y cojo el ascensor gracias a que un ejecutivo de las inmobiliarias mantiene el sensor bloqueado. Se lo agradezco con una sonrisa y me escabullo al fondo. Hoy va a ser un gran día. Hoy va a ser un gran día. Llevo repitiéndomelo toda la mañana. Se acabó el martirizarse y se acabó la autocompasión a lo telefilme de
sobremesa. Mientras reviso el correo y la agenda de Quinn, ella entra en la oficina.
—Buenos días, ayudante —me saluda dejando una decena de carpetas sobre su escritorio.
—Buenos días, jefa —respondo con una sonrisa.
Obligarme a sonreír es la segunda parte de mi plan para motivarme.
—Britt —me llama.
Alzo la cabeza de los documentos que reviso y la observo al otro lado de mi mesa rascándose la barbilla. Parece muy pensativa.
—¿Sugar durmió contigo anoche? —me pregunta al fin.
¡Mierda!
—Sí —respondo sin dudar ni vacilar un solo instante—. Yo se lo pedí —añado
—. Necesitaba compañía.
Quinn asiente aliviada y yo me siento increíblemente mal.
—¿Estás bien? —inquiere.
Ahora que ya se ha quitado ese peso de encima parece otra vez la Quinn de siempre.
—Sí —contesto de nuevo rápidamente—. Sólo necesitaba charlar.
Asiente satisfecha y se va a su despacho. Yo me aseguro de que ya no me está prestando atención y le mando un mensaje a Sugar para que nos veamos en el archivo.
Tengo dos llamadas perdidas de mi padre. Me siento fatal, pero no puedo hablar con él. Con el móvil todavía en la mano, le pongo una pobre excusa a mi jefa y salgo disparada a la pequeña habitación. Sugar no tarda en llegar.
—¿Qué quieres? —me pregunta toda dignidad cruzándose de brazos.
Frunzo los labios. Había olvidado que estaría enfadada por lo de anoche.
—Tenemos que hablar —le pido conciliadora.
—¿Vas a contarme cómo llegaste paseando a Chelsea?
La miro boquiabierta. Me parece muy injusto que tome esa actitud. Acabo de salvarle el culo.
—¿Y tú vas a contarme en la cama de qué Berry dormiste?
—Eso ha sido un golpe bajo —se queja malhumorada.
—Sugar, Quinn acaba de preguntarme si dormiste conmigo.
Su expresión cambia en una milésima de segundo, pero automáticamente sabe que le he cubierto las espaldas. Jamás la traicionaría.
—No tenía por qué preguntarte eso —protesta.
—Sugar, dime que no la estás engañando con Joe —casi le suplico.
—No le estoy engañando con Joe. Yo no estoy engañando a nadie. Y ella no debería intentar controlarme, porque no es mi novia.
—¿Y Joe sí?
Esa historia va acabar muy mal. Se ve el cartel de peligro a diez kilómetros de distancia.
«No eres la más adecuada para hablar.»
—¿Y Santana es el tuyo?
—Sugar —me quejo.
No quiero hablar de ella.
—Britt, estás cometiendo un error tremendo.
—Sugar, por favor…
—Santana no va a cambiar —me interrumpe—. Vas a volver a pasarlo mal —insiste.—¿Te crees que no lo sé? —replico arisca, casi alzando la voz—. Lo tengo clarísimo. No necesito que tú me lo recuerdes.
Entiendo por qué se preocupa por mí. No soy ninguna estúpida ni ninguna desagradecida, pero tampoco necesito escuchar constantemente el fracaso que fue mi relación con ella.
Además, ella tampoco es que lleve una vida sentimental ejemplar.
—Tengo que irme —me disculpo acelerada—. Tengo mucho trabajo que hacer.
Sin esperar respuesta por su parte, salgo del archivo. Otra vez me siento increíblemente culpable, pero ahora, además, estoy enfadada. En algún momento tiene que empezar a respetar mis decisiones, aunque no sean las mejores del mundo.
No he vuelto a mi mesa cuando mi Smartphone comienza a sonar. Otra vez es mi padre. Genial, ahora además me siento miserable. Tiene que estar realmente preocupado.
Entro en la oficina distraída y me topo de bruces con Quinn a punto de salir de ella.—Lo siento —me disculpo.
—No te preocupes —responde con una sonrisa—. ¿Lista para la reunión?
¿Reunión? ¿Qué reunión? ¡Maldita sea! ¡La reunión de las rotativas! Había olvidado que se había adelantado.
—¿Lista? —vuelve a inquirir y, al ver que no contesto, me presta más atención, como si tratara de averiguar si estoy bien.
Pienso en pasar cuarenta minutos en la misma habitación que Santana contemplando cómo es la erótica del poder hecha directora ejecutiva y todo me da vueltas. Me pregunto si es demasiado tarde para fingir que estoy enferma.
—Quinn —la llamo intentando sonar indiferente—, tengo mucho trabajo atrasado. Los archivos de Administración que me pediste que organizara ayer eran muy complicados y me quitaron mucho tiempo —comento tratando de que se sienta culpable y, por la forma en la que me mira compasiva, creo que lo consigo—. ¿Te
importa si no te acompaño a la reunión?
Mi jefa frunce los labios. Está claro que, si pudiese, ella también se quedaría en la oficina.
—Está bien, pero hazme un favor. Reúne a Linda, Lewis y Celentano y explícales los cambios en la maqueta que comentamos. Quiero que comiencen a trabajar en ellos cuanto antes. Después puedes ponerte a recuperar trabajo atrasado.
Asiento con una sonrisa. Me he librado.
Tras un par de minutos buscando la carpeta con la nueva documentación y otro par ordenando las diapositivas que aparecerán en el nuevo número, reúno a los redactores que me ha indicado Quinn en la mesa de Linda.
Estoy explicándoles que la maqueta se ha redistribuido y sus artículos tendrán una columna más cada uno cuando el murmullo de los ejecutivos entrando en la sala de juntas me distrae. La reunión debe estar a punto de empezar.
A los segundos, Santana aparece desde su despacho con el paso firme y decidido.
Lleva un traje azul marino, una camisa impolutamente blanca. Está sencillamente espectacular.
La sigo con la mirada hasta que cruza la puerta y después a través de la inmensa pared de cristal hasta que toma asiento presidiendo la mesa.
Todo lo que despierta en mí vuelve a encenderse. Nuestros cuerpos siempre están conectados. Incluso ahora, separadas por mesas, cristales y una veintena de personas, puedo sentir toda la calidez y la seguridad que irradia.
Mi móvil vibra sobre la mesa y me distrae. Otra vez es mi padre y otra vez vuelvo a rechazar la llamada.
Decido concentrarme en mi propia reunión, pero, sin quererlo, mis ojos vuelven a viajar a la sala de juntas. Lo hacen justo a tiempo de ver cómo Santana se saca el teléfono del bolsillo interior de la chaqueta y con el ceño fruncido observa la pantalla. A continuación alza la mirada y me busca a través de los cristales, como si siempre hubiese sabido que estaba aquí.
Tardo unos segundos en comprenderlo, pero al fin me doy cuenta de que quien le llama es mi padre. La confirmación la obtengo cuando, tras anunciar algo a los ejecutivos que no logro oír, sale de la sala iPhone en mano. Creo que va a venir hacia mí y automáticamente me pongo increíblemente nerviosa. Sin embargo, gira hacia su despacho y se aleja ya hablando por el móvil.
Regresa un par de minutos después. Antes de entrar de nuevo en sala de juntas, vuelve a buscarme en la abarrotada redacción y otra vez sabe exactamente dónde estoy. No dice nada y por un momento sólo me mira con el semblante preocupado.
Finalmente vuelve a la reunión.
No sé si prefiero que le haya mentido y le haya dicho que seguimos bien o que le haya contado la verdad.
Me estoy comportando como una cría.
Linda me pregunta algo sobre la maquetación y me obligo a volver a prestarle atención a la reunión, que consigo terminar a duras penas.
En la relativa seguridad de mi oficina, no puedo dejar de pensar que la mañana no está yendo en absoluto como esperaba. He vuelto a discutir con Sugar, no he sido nada profesional escapándome de una reunión y sin estar muy atenta en otra y, por si fuera poco, mi padre ha acabado hablando con Santana porque yo no he sido
capaz de cogerle el teléfono. Suspiro con fuerza, voy hasta la estantería roja y comienzo a ordenarla. Ahora mismo estoy tan inquieta que necesito moverme, hacer algo, lo que sea.
Apenas he movido un par de carpetas cuando oigo pasos acercarse a la puerta. Imagino que será Quinn y me giro para pedirle que me dé más trabajo que hacer y, cuanto más tedioso y aburrido, mejor.
Pero no es Quinn y esa parte de mí que vive llena de deseo ya lo sabía.
MIL MIL DISCULPAS POR NO HABER ACTUALIZADO....
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Sonrío fugaz. Seguro que, si hay una maldición para eso, Sugar la conoce. Me quito la almohada. Reír es mejor que llorar.
Mi móvil vuelve a sonar dentro de mi cazadora. Reconozco la canción. Es mi padre. No puedo cogérselo. Tendría que mentirle. La verdad incluye que me he divorciado después de menos de un mes de matrimonio, que he renunciado a once millones de dólares y que ahora he decidido que no puedo dejar de acostarme con
ella, aunque sea incapaz de perdonarla de verdad y regresar donde estábamos. Sí, definitivamente es la llamada soñada por cualquier padre. Opto por dejar de pensar y tratar de dormir. Enciendo la televisión y cambio hasta que Jimmy Fallon aparece en mi pequeña pantalla. Por lo menos sé que me reiré un par de veces antes de que el sueño me venza. El despertador suena injustamente temprano. Estoy cansada, aunque he conseguido dormir algo. Me levanto decidida pero, cuando dejo atrás el nórdico,
no tengo más remedio que salir disparada hacia la ducha. ¡Hace un frío que pela! La temperatura debe haber bajado varios grados. En mi huida me choco con una de las cajas que aún no he desembalado y me hago un daño terrible en el dedo pequeño del
pie. Gimoteo y cojeo el resto del camino hacia al baño, pero lo merezco. No sé a qué estoy esperando para ordenar mis cosas.
Me visto de prisa, repitiéndome que tengo que recordar pedirle a Joe que me encienda la calefacción. La llave del radiador se rompió el invierno pasado y él es el único que sabe encenderlo.
Me pongo un bonito vestido con la parte de arriba negra y la falda crema con pequeños estampados. Añado una rebeca vino tinto y mis botines marrones de cordones. Ahora que estoy calentita y llevo un precioso vestido, empiezo a mirar el día con otros ojos.
He sido rápida y eficiente para poder tener tiempo de hacerme un buen desayuno. Mientras me duchaba, me di cuenta de que ayer no comí nada en todo el día. No puedo seguir así.
Después de las seis paradas reglamentarias de metro, saludo puntual a Noah y cojo el ascensor gracias a que un ejecutivo de las inmobiliarias mantiene el sensor bloqueado. Se lo agradezco con una sonrisa y me escabullo al fondo. Hoy va a ser un gran día. Hoy va a ser un gran día. Llevo repitiéndomelo toda la mañana. Se acabó el martirizarse y se acabó la autocompasión a lo telefilme de
sobremesa. Mientras reviso el correo y la agenda de Quinn, ella entra en la oficina.
—Buenos días, ayudante —me saluda dejando una decena de carpetas sobre su escritorio.
—Buenos días, jefa —respondo con una sonrisa.
Obligarme a sonreír es la segunda parte de mi plan para motivarme.
—Britt —me llama.
Alzo la cabeza de los documentos que reviso y la observo al otro lado de mi mesa rascándose la barbilla. Parece muy pensativa.
—¿Sugar durmió contigo anoche? —me pregunta al fin.
¡Mierda!
—Sí —respondo sin dudar ni vacilar un solo instante—. Yo se lo pedí —añado
—. Necesitaba compañía.
Quinn asiente aliviada y yo me siento increíblemente mal.
—¿Estás bien? —inquiere.
Ahora que ya se ha quitado ese peso de encima parece otra vez la Quinn de siempre.
—Sí —contesto de nuevo rápidamente—. Sólo necesitaba charlar.
Asiente satisfecha y se va a su despacho. Yo me aseguro de que ya no me está prestando atención y le mando un mensaje a Sugar para que nos veamos en el archivo.
Tengo dos llamadas perdidas de mi padre. Me siento fatal, pero no puedo hablar con él. Con el móvil todavía en la mano, le pongo una pobre excusa a mi jefa y salgo disparada a la pequeña habitación. Sugar no tarda en llegar.
—¿Qué quieres? —me pregunta toda dignidad cruzándose de brazos.
Frunzo los labios. Había olvidado que estaría enfadada por lo de anoche.
—Tenemos que hablar —le pido conciliadora.
—¿Vas a contarme cómo llegaste paseando a Chelsea?
La miro boquiabierta. Me parece muy injusto que tome esa actitud. Acabo de salvarle el culo.
—¿Y tú vas a contarme en la cama de qué Berry dormiste?
—Eso ha sido un golpe bajo —se queja malhumorada.
—Sugar, Quinn acaba de preguntarme si dormiste conmigo.
Su expresión cambia en una milésima de segundo, pero automáticamente sabe que le he cubierto las espaldas. Jamás la traicionaría.
—No tenía por qué preguntarte eso —protesta.
—Sugar, dime que no la estás engañando con Joe —casi le suplico.
—No le estoy engañando con Joe. Yo no estoy engañando a nadie. Y ella no debería intentar controlarme, porque no es mi novia.
—¿Y Joe sí?
Esa historia va acabar muy mal. Se ve el cartel de peligro a diez kilómetros de distancia.
«No eres la más adecuada para hablar.»
—¿Y Santana es el tuyo?
—Sugar —me quejo.
No quiero hablar de ella.
—Britt, estás cometiendo un error tremendo.
—Sugar, por favor…
—Santana no va a cambiar —me interrumpe—. Vas a volver a pasarlo mal —insiste.—¿Te crees que no lo sé? —replico arisca, casi alzando la voz—. Lo tengo clarísimo. No necesito que tú me lo recuerdes.
Entiendo por qué se preocupa por mí. No soy ninguna estúpida ni ninguna desagradecida, pero tampoco necesito escuchar constantemente el fracaso que fue mi relación con ella.
Además, ella tampoco es que lleve una vida sentimental ejemplar.
—Tengo que irme —me disculpo acelerada—. Tengo mucho trabajo que hacer.
Sin esperar respuesta por su parte, salgo del archivo. Otra vez me siento increíblemente culpable, pero ahora, además, estoy enfadada. En algún momento tiene que empezar a respetar mis decisiones, aunque no sean las mejores del mundo.
No he vuelto a mi mesa cuando mi Smartphone comienza a sonar. Otra vez es mi padre. Genial, ahora además me siento miserable. Tiene que estar realmente preocupado.
Entro en la oficina distraída y me topo de bruces con Quinn a punto de salir de ella.—Lo siento —me disculpo.
—No te preocupes —responde con una sonrisa—. ¿Lista para la reunión?
¿Reunión? ¿Qué reunión? ¡Maldita sea! ¡La reunión de las rotativas! Había olvidado que se había adelantado.
—¿Lista? —vuelve a inquirir y, al ver que no contesto, me presta más atención, como si tratara de averiguar si estoy bien.
Pienso en pasar cuarenta minutos en la misma habitación que Santana contemplando cómo es la erótica del poder hecha directora ejecutiva y todo me da vueltas. Me pregunto si es demasiado tarde para fingir que estoy enferma.
—Quinn —la llamo intentando sonar indiferente—, tengo mucho trabajo atrasado. Los archivos de Administración que me pediste que organizara ayer eran muy complicados y me quitaron mucho tiempo —comento tratando de que se sienta culpable y, por la forma en la que me mira compasiva, creo que lo consigo—. ¿Te
importa si no te acompaño a la reunión?
Mi jefa frunce los labios. Está claro que, si pudiese, ella también se quedaría en la oficina.
—Está bien, pero hazme un favor. Reúne a Linda, Lewis y Celentano y explícales los cambios en la maqueta que comentamos. Quiero que comiencen a trabajar en ellos cuanto antes. Después puedes ponerte a recuperar trabajo atrasado.
Asiento con una sonrisa. Me he librado.
Tras un par de minutos buscando la carpeta con la nueva documentación y otro par ordenando las diapositivas que aparecerán en el nuevo número, reúno a los redactores que me ha indicado Quinn en la mesa de Linda.
Estoy explicándoles que la maqueta se ha redistribuido y sus artículos tendrán una columna más cada uno cuando el murmullo de los ejecutivos entrando en la sala de juntas me distrae. La reunión debe estar a punto de empezar.
A los segundos, Santana aparece desde su despacho con el paso firme y decidido.
Lleva un traje azul marino, una camisa impolutamente blanca. Está sencillamente espectacular.
La sigo con la mirada hasta que cruza la puerta y después a través de la inmensa pared de cristal hasta que toma asiento presidiendo la mesa.
Todo lo que despierta en mí vuelve a encenderse. Nuestros cuerpos siempre están conectados. Incluso ahora, separadas por mesas, cristales y una veintena de personas, puedo sentir toda la calidez y la seguridad que irradia.
Mi móvil vibra sobre la mesa y me distrae. Otra vez es mi padre y otra vez vuelvo a rechazar la llamada.
Decido concentrarme en mi propia reunión, pero, sin quererlo, mis ojos vuelven a viajar a la sala de juntas. Lo hacen justo a tiempo de ver cómo Santana se saca el teléfono del bolsillo interior de la chaqueta y con el ceño fruncido observa la pantalla. A continuación alza la mirada y me busca a través de los cristales, como si siempre hubiese sabido que estaba aquí.
Tardo unos segundos en comprenderlo, pero al fin me doy cuenta de que quien le llama es mi padre. La confirmación la obtengo cuando, tras anunciar algo a los ejecutivos que no logro oír, sale de la sala iPhone en mano. Creo que va a venir hacia mí y automáticamente me pongo increíblemente nerviosa. Sin embargo, gira hacia su despacho y se aleja ya hablando por el móvil.
Regresa un par de minutos después. Antes de entrar de nuevo en sala de juntas, vuelve a buscarme en la abarrotada redacción y otra vez sabe exactamente dónde estoy. No dice nada y por un momento sólo me mira con el semblante preocupado.
Finalmente vuelve a la reunión.
No sé si prefiero que le haya mentido y le haya dicho que seguimos bien o que le haya contado la verdad.
Me estoy comportando como una cría.
Linda me pregunta algo sobre la maquetación y me obligo a volver a prestarle atención a la reunión, que consigo terminar a duras penas.
En la relativa seguridad de mi oficina, no puedo dejar de pensar que la mañana no está yendo en absoluto como esperaba. He vuelto a discutir con Sugar, no he sido nada profesional escapándome de una reunión y sin estar muy atenta en otra y, por si fuera poco, mi padre ha acabado hablando con Santana porque yo no he sido
capaz de cogerle el teléfono. Suspiro con fuerza, voy hasta la estantería roja y comienzo a ordenarla. Ahora mismo estoy tan inquieta que necesito moverme, hacer algo, lo que sea.
Apenas he movido un par de carpetas cuando oigo pasos acercarse a la puerta. Imagino que será Quinn y me giro para pedirle que me dé más trabajo que hacer y, cuanto más tedioso y aburrido, mejor.
Pero no es Quinn y esa parte de mí que vive llena de deseo ya lo sabía.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
cap.22
CAPITULO 22
—Santana, ahora mismo tengo mucho trabajo —murmuro sin ni siquiera mirarla mientras continúo llevando sin ton ni son carpetas de la estantería a la mesa.
Ella resopla brusca, cierra la puerta y da un paso hacia mí.
—Britt —me llama mientras me observa ir de un lado a otro.
—Quinn está a punto de llegar —la interrumpo.
Santana resopla de nuevo. Creo que está intentando mantener la paciencia.
—Britt —vuelve a llamarme.
—Tenemos mucho trabajo.
Sé lo que va a decirme y no quiero escucharlo.
—Britt, para de una vez —gruñe tomándome de la muñeca y obligándome a frenarme—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué no le coges el teléfono a tu padre? Parece realmente preocupado, pero, cuando ayer dije que estaba cansada de interrogatorios, también incluía a ella.
—Santana, no es el momento para hablar de esto —me quejo zafándome de su mano—. Quinn podría regresar en cualquier momento.
—Dejar de repetir eso —me interrumpe con la voz endurecida. Está
empezando a cansarse—. He mandado a Quinn a hablar con Spencer. Así que cuéntame qué está ocurriendo.
No parece que vaya a rendirse. Yo acabo resoplando a la vez que aparto mi mirada ella. No quiero hablar de este tema y mucho menos quiero hablarlo con ella. Me apoyo en mi mesa hasta casi sentarme. No tiene ningún derecho a preguntar.
—Brittany —me advierte Santana dando un paso hacia mí, colocando sobre la mesa las manos a ambos lados de mis caderas e inclinándose hasta que nuestros ojos quedan a la misma altura—. Estoy haciendo esto por las buenas, pero, si quieres, puedo hacerlo por las malas.
Su voz se vuelve más ronca mientras pronuncia cada una de las palabras de esa amenaza.
Trago saliva instintivamente. ¡A veces puede resultar tan fría e intimidante!
—No puedo decirle a mi padre que nos hemos divorciado —confieso después de dar un profundo suspiro.
—¿Por qué? —pregunta Santana impasible.
—No lo sé —musito—. No quiero decirle que tenía razón y que las cosas han acabado exactamente como él dijo que acabarían. Supongo que no quiero decepcionarlo.
Y no quiero que le decepciones tú.
Acabo de comprender que ése es el principal motivo por el que no quiero contarle nada de lo ocurrido. Él no conoce a Santana y no quiero que la opinión que tiene de ella se distorsione aún más. A pesar de todo lo que ha ocurrido, nunca dejaré de pensar que es una buena mujer una maravillosa. Ésa es la verdad y no quiero que
nadie lo ponga en duda.
—Supongo que al final no quiero que venga y te pegue ese maldito tiro — sentencio fingiéndome mordaz y divertida, pero la sonrisa no me llega a los ojos.
Santana también sonríe pero también es un gesto forzado. La manera en la que me observa me hace pensar que sabe los verdaderos motivos de mi silencio.
Mi móvil vuelve a sonar y nos distrae a las dos. No necesito mirarlo para saber quién es. Lo cojo y apoyo las manos en mi regazo mientras clavo mi mirada en la pantalla. No para de iluminarse con la palabra papá escrita en ella.
—No puedo —murmuro.
Ahora mismo tengo unas inmensas ganas de llorar.
Siento como si estuviese alejando a mi padre de mi vida, pero no soy capaz de hacer otra cosa.
Santana me observa unos segundos y finalmente me quita el teléfono de las manos a la vez que se incorpora.
—Señor Pierce… —responde.
Gracias a su perfecto autocontrol no hay rastro de emoción alguna en su voz.
Yo la miro tratando de descubrir qué piensa hacer y al mismo tiempo extrañamente segura y protegida porque ella se haya hecho cargo de la situación. Eso es algo que siempre echaré de menos de estar con Santana. Ella me hace sentir a salvo.
—... sé que esperaba hablar con Brittany, pero, como le dije, está en una reunión y ha olvidado su teléfono en su mesa… Señor Pierce —su voz se vuelve más seria y automáticamente sé lo que va a decirle—, ¿podría llamarlo en unos minutos? Me
gustaría hablar con usted de algo… Gracias. Le llamaré.
Santana cuelga, se inclina despacio sobre mí y vuelve a dejar el móvil en mi regazo.
—Déjame cuidar de ti —susurra cuando, tímida y nerviosa, alzo la mirada y vuelvo a encontrarme con sus increíbles ojos oscuros.
Me da un suave beso en la frente y, sin esperar respuesta, se incorpora de nuevo y sale de la oficina dejándome aún más aturdida.
Sólo quiero perderme en sus brazos y olvidarme del mundo.
El resto de la mañana es incómoda y extraña. Trato de concentrarme en el trabajo, pero no puedo dejar de pensar en Sugar, en mi padre, en Santana. A la una y media decidió bajar al Marchisio’s. No tengo hambre, pero quiero despejarme un poco. En cuanto salgo del ascensor, veo a Sugar rebuscando en su
bolso, imagino que los cigarrillos, antes de salir a la calle.
Me acerco a ella con el paso titubeante y mi mejor sonrisa-disculpa preparada.
—Es la primera vez que nos peleamos dos veces seguidas —le digo para romper el hielo.
Ella alza la cabeza sorprendida con un Marlboro light en los labios.
Rápidamente se lo quita de la boca y lo coge entre los dedos como si ya lo estuviera fumando.
—2012. Madison Square Garden. Concierto de Maroon 5. Nos peleamos tres veces seguidas.
Hago memoria recordando ese día.
—Eso no cuenta —replico—. Dos de ellas fueron por culpa de Joe.
—Pues más o menos como ahora —se apresura a responder.
Las dos sonreímos.
—¿Entonces hacemos las paces? —le pregunto de nuevo con mi ensayada sonrisa.
—Sí —claudica tan resignada como divertida—. Lo de que cada una tome sus propias decisiones y la otra las respete es de lo más aburrido.
Nos echamos a reír y nos damos un abrazo. No puedo estar peleada con ella.
En el Marchisio’s nos sentamos en nuestra mesa de siempre. Sugar me obliga a pedirme una ensalada de pavo, pero cuando la tengo delante no me animo a dar bocado.
Estamos hablando de tonterías sin importancia cuando la puerta del gastropub se abre e inmediatamente una franca risotada de Spencer resuena en todo el local.
Nos giramos curiosas y lo vemos entrar junto a Max y Quinn, que también sonríen, y, por supuesto, Santana. ella está seria, fría, con la mirada endurecida. Nada fuera de lo común, pero tengo la sensación de que hoy esa cara de perdonavidas tiene que ver con mi padre.
Me permito observarla un poco más. Se acomodan en la barra y, aunque los chicos continúan charlando, ella parece ajena a la conversación. Cuando la descubro a punto de lanzar su mirada al local sin ningún motivo en especial, rápidamente aparto la mía.
Sugar continúa hablándome de no sé qué archivo que el señor Miller le ha obligado ya a cambiar tres veces y me doy cuenta de que yo tampoco he estado prestando mucha atención a mi conversación. Terminamos de comer, o mejor dicho termina de comer mientras yo remuevo sin sentido mi ensalada, y regresamos a la oficina. Sugar me pregunta si no he comido porque estoy haciendo algún tipo de dieta, pero antes de dejarme contestar,
me advierte que, si quiero parecer más delgada, no tengo que perder peso, sino hacer que las demás lo ganen.
Trato de ser una asistente eficiente el resto de la tarde, pero fracaso
estrepitosamente. Estoy distraída, confundo un par de correos electrónicos y más de una vez tengo que regresar a la oficina porque no recuerdo qué es lo que Quinn me ha pedido. Así que a la cinco en punto, viendo que estoy molestando más que
ayudando, me marcho a casa.
Estoy a punto de llegar al paso de cebra de la 58 con Columbus Circus cuando el elegante Audi A8 de Santana se detiene junto a la acera. Dejo de caminar pero no me acerco. En lugar de eso me cruzo de brazos algo intimidada y lo miro desconfiada.
Finn se baja rápido y profesional, sin miedo a los coches que prácticamente pasan rozando su puerta, y rodea el vehículo para abrirme la de atrás.
—Buenas tardes, Britt —me saluda.
—Hola, Finn —le respondo, pero no me muevo.
No sé qué quiere y mi sentido común me está diciendo a gritos que, sea lo que sea, no debería aceptar. Además, se supone que soy yo quien decide verla o no.
Resuelta a averiguar qué ha venido a buscar, me inclino y nuestras miradas se encuentran a través de la puerta abierta.
—Sube al coche, Britt —me ordena con su tono de voz imperturbable.
Vuelvo a incorporarme, me balanceo y resoplo, todo a la vez mientras pierdo mi vista en la bulliciosa calle 58.
No debería subir, pero, aun así, lo hago.
Santana está sentada en el otro extremo del inmenso asiento. Tan fría e inaccesible como siempre. Suena Riptide,[34] de Vance Joy, mientras Finn desafía el tráfico de Manhattan.
—Santana, ¿qué hago aquí? —me atrevo a preguntar.
—Te llevo a cenar —contesta con la mirada al frente.
La respuesta me pilla por sorpresa, pero rápidamente me recompongo.
—No quiero ir a cenar contigo —protesto.
Santana permanece impasible, arisca y furiosa. Puedo notar su monumental enfado desde aquí.
—Llévame a mi apartamento —sentencio.
Por lo menos podría dignarse a mirarme. He tenido un día horrible y también estoy muy cabreada. Pero sigue sin pronunciar palabra o dirigir su vista hacia mí.
Es una gilipollas.
—No quiero estar contigo.
Maldita sea, tiene que respetar mis decisiones.
—Vamos a ir a cenar, Britt —masculla girándose al fin e intimidándome con sus metálicos ojos —, y ya puedes imaginarte lo poco que me importa que quieras o no. Vas a comer.
Sigo furiosa pero ahora también demasiado confusa.
—No te necesito para comer —me defiendo.
—Ya veo, y ¿vas a comer igual que has comido este mediodía en el
Marchisio’s? ¿O como comiste ayer? Cada día estás más delgada, joder —gruñe.
De pronto me siento como si sólo midiese un par de centímetros. Tiene razón en que estoy siendo muy irresponsable con la comida, pero es mi problema. Yo decido cómo resolverlo y ella tiene que entender de una vez que no puede entrar en mi vida cuando le plazca y reordenarla a su antojo.
—No es asunto tuyo —susurro enfadada.
No entiendo por qué sólo se lo susurro. Debería gritárselo a la cara.
Santana resopla brusca, se quita el cinturón prácticamente de un tirón y se vuelve furiosa hacia mí.
—Todo lo que tiene que ver contigo es asunto mío —masculla con la mandíbula tensa y la expresión recrudecida—. Ya te lo dije una vez y más te vale empezar a comprenderlo porque eso no va a cambiar jamás. Sus palabras, pero sobre todo la fuerza con la que las ha pronunciado, me silencian.
El coche se detiene e involuntariamente miro por la ventanilla. Estamos frente al Of Course y ese detalle hace que la rabia me queme en la garganta. Puedo entender que esté preocupada por mí, pero no puede hacer las cosas siempre de esta manera, arrollándolo todo a su paso como si fuera un tren de mercancías. ¡Ni
siquiera me ha preguntado dónde me apetecía cenar!
Finn se baja del vehículo y le abre la puerta a Santana, pero, cuando hace lo propio conmigo, no me bajo. No quiero. Sé que es una actitud de lo más infantil, pero estoy muy cabreada.
Santana resopla exasperada en mitad de la acera. La idea de que no debería provocarla así cruza mi mente, pero me mantengo en mis trece. Se acerca a la puerta abierta y, brusca, me toma de la mano. Sin ninguna delicadeza tira de mí para que salga. Yo me quejo e intento zafarme, pero Santana no me hace el más mínimo
caso y continúa andando hacia el restaurante obligándome a hacerlo con ella.
Cruzamos la puerta del exclusivo local y la misma maître de siempre repara en Santana desde el primer instante. Sale como un rayo de detrás de su coqueta mesita con la sonrisa preparada, pero ella ni siquiera la mira y nos hace continuar caminando.
Sigo enfadada, pero no voy a negar cuánto me ha gustado ese detalle y una indisimulable sonrisa aparece en mis labios.
Entramos en el reservado y Santana al fin me suelta. A regañadientes me siento en el silloncito que me separa y ella lo hace frente a mí. Sé que está más que furiosa, pero yo también. Sólo quiero marcharme de aquí y lo más frustrante es que ni
siquiera sé por qué no lo hago.
Un camarero impecablemente vestido se acerca a nosotros y nos tiende las cartas. Yo cojo una y la ojeo con la esperanza de que la media clase que di de mi curso de francés haya tenido algún efecto.
—¿Puedo preguntarles qué desean tomar?
—Entrecot al punto con patatas asadas y San Pellegrino sin gas para las dos —responde Santana arisca.
Por supuesto tampoco puedo elegir qué quiero comer.
Es la persona más odiosa que he conocido en todos los días de mi vida.
—Yo tomaré vino, por favor —le comento al camarero con mi sonrisa más insolente mientras le entrego la carta.
Ni siquiera me apetece pero quiero molestarla.
Santana me fulmina con la mirada y yo me cruzo de brazos al tiempo que me dejo caer contra el respaldo del sillón desprendiendo toda la hostilidad que siento.
—¿Desea ver la carta de vinos? —pregunta el camarero sacándome de mi demostración de ira contenida.
Maldita sea, no contaba con eso. No tengo ni idea de vinos. Debería haber pedido una cerveza. Sólo habría tenido que decir «Budweiser, gracias».
Santana sonríe presuntuosa y yo me doy cuenta de que ahora no me puedo permitir fracasar. Le he oído pedir vinos un millón de veces. Sólo necesito recordar un nombre.
—Ausone del 2009 —respondo victoriosa tras hacer memoria.
El camarero asiente y se retira y cualquier rastro de sonrisa desaparece de los labios de Santana. Ja, esta vez he ganado yo.
—No vas a beberte esa copa de vino —me advierte.
—¿Qué pasa? ¿Que la única que puede beber hasta caer rendida eres tú?
La mirada de Santana se recrudece y ese sentimiento que no sé identificar inunda sus ojos, aunque rápidamente desaparece bajo todo su autocontrol y arrogancia.
Yo me arrepiento inmediatamente de haberlo dicho. Ha sido un golpe bajo de lo más injusto. Sin embargo, no me disculpo. No se lo merece.
El camarero regresa relativamente rápido. Deja dos botellines de agua sobre la mesa junto a las copas correspondientes y me muestra una botella de vino. Yo le hago un gesto indicándole que no deseo decantarla y me sirve directamente una copa ante la metálica mirada de Santana. Sospecho que está haciendo un esfuerzo
titánico para no levantarse, quitarle la botella de las manos y estrellarla contra la pared. El hombre deja la botella sobre la mesa y se retira. Miro a Santana con la sonrisa más impertinente que soy capaz de esgrimir, pero justo antes de que pueda alcanzar
la copa, ella la coge y, con la arrogancia brillando en sus ojos, extiende el brazo y la deja caer al suelo lleno de alevosía.
¿Pero qué coño…? La miro boquiabierta un segundo y rápidamente me echo hacia delante para ver los restos de vidrio y vino esparcidos por el elegante suelo. Sencillamente no
puedo creerme que haya hecho algo así.
Al volver a alzar la cabeza, sus ojos me están esperando. Está aún más furiosa, más arisca, más malhumorada, más todo. Su mirada podría traspasarme en cualquier momento.
En ese instante el camarero regresa rápido y profesional acompañado de otro más joven que en cuestión de segundos vuelve a dejar el suelo impoluto.
—En seguida le traeré otra copa —me comunica.
La mirada de Santana se vuelve aún más oscura pero también más arrogante y dura.
Me está diciendo sin palabras que estoy a punto de meterme en un buen lío si acepto esa copa.
—No, muchas gracias —replico a regañadientes—. Beberé agua.
El camarero asiente y se retira. Yo decido desunir nuestras miradas y centrar la mía en los tenedores, la botellita de agua o cualquier otra cosa. Aun así puedo sentir sus ojos todavía sobre mí. Me resulta tan intimidante. Creo que siempre me lo parecerá.
Finalmente nos sirven la comida. Tras murmurar un «gracias», observo mi plato. Tiene una pinta deliciosa y la verdad es que incluso empiezo a tener un poco de hambre, pero no pienso probar bocado. Ya es una cuestión de principios. No pienso comer sólo porque ella haya decidido que tengo que hacerlo.
Santana corta hábil y elegante su filete y se lleva un trozo a sus perfectos labios. Me observa y su expresión se endurece aún más. Estoy completamente convencida de que está sopesando la idea de sentarme en su regazo y hacerme comer a la fuerza. Está a punto de estallar.
Comienzo a pensar que estoy jugando con fuego y, siempre que lo he hecho con Santana, he acabado quemándome.
—¿No piensas comer?
—No —musito sin levantar la vista de mis manos.
Santana resopla, pierde su vista al fondo de la estancia y cabecea un momento. Apenas un segundo después, sin decir nada más, se levanta y grácil se abrocha el botón de su chaqueta.
Yo la observo confusa. ¿Va a dejarme ganar?
—Vamos —me reclama haciendo gala de todo su autocontrol con una voz impenetrable al ver que no me muevo.
Me levanto despacio y camino hasta ella, que me hace un gesto para que pase delante. Atravesamos el restaurante en el más absoluto silencio. Su cambio de actitud me descoloca por completo. Odio discutir con ella, pero creo que odio mucho más que tenga esta actitud tan fría conmigo. Salimos del local. El Audi A8 nos espera en el mismo lugar. Santana camina hacia el coche, pero yo me detengo. Ahora mismo estoy demasiado confusa. El día ha
sido realmente horrible. Lo único que quiero es sentirme un poco mejor, volver al único lugar de la faz de la tierra donde consigo sentirme a salvo. Es frustrante y me enfada aún más porque me he convertido en una especie de yonqui que no es nada
consecuente consigo misma, pero sencillamente lo necesito.
Al ver que no continúo caminando, Santana se gira hacia mí y se acerca unos pasos. —Te llevaré a tu apartamento —me informa.
Respiro hondo armándome de valor.
—No quiero irme a casa —murmuro—. Quiero que me lleves a la tuya.
Instintivamente mi voz se ha llenado de la seguridad que me da pronunciar esas palabras. Ha hablado la parte de mí que se llena de deseo cada vez que sus ojos me miran.
Santana me observa un momento y, como hizo en el restaurante, pierde su mirada a su alrededor, esta vez al fondo de la calle Irving Place.
—Sube al coche —me ordena y algo en su voz ha cambiado.
Obedezco y me subo al Audi. Santana rodea el vehículo y, mientras lo hace, de reojo puedo ver cómo hace una llamada. No puedo oír qué dice y, cuando entra en el coche, ya ha colgado.
Atravesamos la ciudad, pero yo sigo sin saber qué ha decidido Santana y eso hace que un sinfín de nervios se concentren burbujeantes en la boca de mi estómago. Cuando veo que el coche toma el desvió de la 34 y se adentra en Chelsea, una tímida
pero indisimulable sonrisa secuestra mis labios.
El Audi se desliza suavemente por la rampa del garaje y Finn lo detiene junto en las escaleras amarillas de acceso. Santana se baja y rodea el coche para tomarme de la mano en cuanto hago lo mismo.
Todo el enfado que sentía se ha diluido en el deseo brillante y poderoso que me recorre por dentro.
Sin soltarme la mano un solo instante, Santana me conduce a través de la sofisticada casa hasta llegar a su habitación. Se detiene a los pies de la cama y tira de mí, dejando que mi cuerpo se balancee en el abismo de casi tocar el suyo.
No puedo evitar fijarme en un bol lleno de fresas perfectamente colocado sobre la cama. Son tan rojas y perfectas que parece que hayan salido del folleto de algún supermercado gourmet.
Santana mueve la mano y recupera toda mi atención. Comienza a dibujar con la punta de sus dedos el contorno del escote de mi vestido. Está llena de una indomable sensualidad. Mi respiración se acelera y se entrecorta inmediatamente.
La simple promesa de todo lo que esté imaginando hacerme me llena de un hambriento deseo.
Sin dejar de mirarme, esconde sus manos bajo mi rebeca y la desliza por mis hombros. La prenda cae al suelo y yo no puedo evitar suspirar bajito mientras sus ojos se pierden en mi boca.
Santana se inclina. Su cálido aliento inunda mis labios pero no me besa. Continúa bajando despacio, provocador; su nariz acaricia mi mandíbula y su boca baja por mi cuello calentando mi piel y calentándome a mí.
—¿Quieres que te bese?
—Sí —respondo con la voz rota de deseo.
Me dedica su media sonrisa más sexy y coge una suculenta fresa. Sin dejar de mirarme, le da un bocado y lo mantiene entre los dientes. Se inclina sobre mí hasta que nuestros labios comparten el trozo de fruta y con el beso estalla entre las dos jugoso y sensual.
Me tumba sobre la cama y se coloca a horcajadas sobre mí. Me observa desde arriba con sus impresionantes ojos dominando y encendiendo cada músculo de mi cuerpo. Toma el bajo de mi vestido y hábil me lo saca por la cabeza.
Alza su mano y comienza a acariciarme despacio, exactamente como hizo antes, dejando que sólo sean las puntas de sus dedos las que me toquen fugaces y cálidas.
—Santana —susurro con la respiración entrecortada.
Necesito sentirla dentro de mí.
—¿Qué? —pregunta torturadora.
Todo el control que desprende le hace parecer aún más segura de sí misma, más arrogante, más sensual, y hace que mi deseo crezca todavía más. Santana toma una fresa entre sus hábiles dedos y acaricia con ella el centro de mi cuello.— No te muevas —me ordena clavando sus ojos sobre los míos.
Asiento nerviosa, llena de un placer anticipado que arde bajo mi piel. Despacio, comienza a bajar por mi cuerpo. Desliza la fresa por mi pecho y rodea mi pezón. Gimo cuando la fruta fría lo endurece.
Me concentro muchísimo en no moverme pero es realmente complicado.
Santana continúa bajando, pasea la fresa por mi estómago y ralentiza el ritmo al llegar a mi ombligo. Todo es tan sensual que un deseo puro y salvaje va instalándose entre las dos e inundando cada gramo de aire a nuestro alrededor.
Baja un poco más. Mi espalda se arquea. Gimo de nuevo. El placer me seduce. Milagrosamente recuerdo que no debo moverme y haciendo un esfuerzo titánico me quedo clavada en el colchón.
—Buena chica —susurra con una sonrisa satisfecha y muy muy sexy en los labios.
La fresa continúa descendiendo entre sus expertos dedos y alcanza la tela húmeda de mis bragas. La desliza aún más torturador, casi sin llegar a tocarme, y un gemido largo y lleno de placer se escapa de mis labios. Santana me observa de nuevo, otra vez con la expresión dividida entre el deseo, el placer, el control y toda su
arrogancia, y le da un mordisco a la fresa.
No puedo evitar que mis ojos se pierdan ávidos en su boca. Ha sido tan sensual que he sentido ese mordisco en mi propia piel.
Santana se inclina sobre mí y hunde su cara en mi cuello.
—Sabe a ti —susurra.
Su cálido aliento impregna mi piel y, tomándome por sorpresa, me muerde. Ahogo un grito en un gemido y me dejo llevar por la sensación del suave dolor entremezclándose con todo el placer. Santana aprieta un poco más. Gimo más alto y digiero las emociones opuestas. Me gusta y me duele, todo a la vez, y nunca pensé que sentir las cosas sin que fueran blancas o negras en el sexo sería algo tan increíble.
—Pero tú sabes mejor —sentencia justo antes de calmar con su lengua las marcas que acaba de fabricar en mi piel.
Coge otra fresa del elegante bol y la coloca sobre mi ombligo. Doy un respingo y jadeo sobresaltada. No sé si la fruta está muy fría o mi piel muy caliente, pero el enfrentamiento ha sido alucinante.
Santana realiza el camino inverso y llega hasta mi cuello tras perderse deliciosamente en mis pechos. Sigue subiendo por mi mandíbula y la pasea por mis labios despacio, salvaje, torturadora, envolviéndome en toda su sensualidad. La muerdo absolutamente hechizada por su mirada y está tan jugosa que mis labios se
llenan al instante de zumo. Santana coloca su mano en mi cuello. Se inclina y me besa con fuerza, saboreando la fresa directamente de mis labios.
Toma otra pieza y realiza el mismo juego con mi boca, pero esta vez, cuando voy a morderla, la aparta y con una media sonrisa en los labios se la come.
Coloca sus brazos a ambos lados de mi cabeza y vuelve a inclinarse sobre mí.
—¿La quieres tú? —pregunta con sus ojos rebosantes de una
sensualidad indomable.
—Sí —contesto ansiosa.
Se inclina aún más, tensando sus perfectos brazos, armonizándolos con un ambiente cada vez más sexy y cada vez más entregado al paraíso y al pecado, y me besa desbocada otra vez. El sabor de las fresas se mezcla con el de sus labios y con el de los míos. Es delicioso.
Santana se incorpora, toma otra pieza y me la da. Apenas la he mordido cuando me besa saboreando el jugo esparcido en mis labios. Sin separase un centímetro de mí, su mano sube por mi costado y sus hábiles dedos toman mi pezón y tiran de el.
Gimo contra sus labios y Santana tira con más fuerza, haciendo aún más fina la línea entre el placer y el dolor, casi traspasándola, llenándome de un indómito placer. —¿Otra? —me pregunta
—Sí —respondo sin dudar.
Porque sé que después vendrá otro beso y todo lo que ella decidida darme.
Santana me da otra fresa y vuelve a besarme. Una de sus manos se ajusta a mi cuello y la otra baja despacio por el camino inverso de mi costado hasta llegar a mis bragas. Esconde la punta de sus dedos bajo la tela de algodón y apenas me roza torturadora, sensual, haciendo que un delirante deseo crezca entre mis piernas.
Pierdo la cuenta de cuántas fresas como, de cuántos besos y caricias recibo.
Estoy en el paraíso.
—¿Otra?
—Sí, por favor, sí —respondo con el anhelo seduciendo mi voz, todo mi cuerpo.
Santana repite la operación una vez más. La fresa, sus labios y sus dedos vuelven a perderse bajo mis bragas, pero cuando está a punto de acariciarme por fin, enérgica, se levanta de un salto.
—¿Qué pasa? —pregunto confusa y jadeante.
Se aleja de la cama y se pasa las manos por el pelo a la vez que su expresión se endurece.
—Vístete —me ordena—. Finn te llevará a tu apartamento.
¿Qué? No entiendo nada.__
—Santana, ahora mismo tengo mucho trabajo —murmuro sin ni siquiera mirarla mientras continúo llevando sin ton ni son carpetas de la estantería a la mesa.
Ella resopla brusca, cierra la puerta y da un paso hacia mí.
—Britt —me llama mientras me observa ir de un lado a otro.
—Quinn está a punto de llegar —la interrumpo.
Santana resopla de nuevo. Creo que está intentando mantener la paciencia.
—Britt —vuelve a llamarme.
—Tenemos mucho trabajo.
Sé lo que va a decirme y no quiero escucharlo.
—Britt, para de una vez —gruñe tomándome de la muñeca y obligándome a frenarme—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué no le coges el teléfono a tu padre? Parece realmente preocupado, pero, cuando ayer dije que estaba cansada de interrogatorios, también incluía a ella.
—Santana, no es el momento para hablar de esto —me quejo zafándome de su mano—. Quinn podría regresar en cualquier momento.
—Dejar de repetir eso —me interrumpe con la voz endurecida. Está
empezando a cansarse—. He mandado a Quinn a hablar con Spencer. Así que cuéntame qué está ocurriendo.
No parece que vaya a rendirse. Yo acabo resoplando a la vez que aparto mi mirada ella. No quiero hablar de este tema y mucho menos quiero hablarlo con ella. Me apoyo en mi mesa hasta casi sentarme. No tiene ningún derecho a preguntar.
—Brittany —me advierte Santana dando un paso hacia mí, colocando sobre la mesa las manos a ambos lados de mis caderas e inclinándose hasta que nuestros ojos quedan a la misma altura—. Estoy haciendo esto por las buenas, pero, si quieres, puedo hacerlo por las malas.
Su voz se vuelve más ronca mientras pronuncia cada una de las palabras de esa amenaza.
Trago saliva instintivamente. ¡A veces puede resultar tan fría e intimidante!
—No puedo decirle a mi padre que nos hemos divorciado —confieso después de dar un profundo suspiro.
—¿Por qué? —pregunta Santana impasible.
—No lo sé —musito—. No quiero decirle que tenía razón y que las cosas han acabado exactamente como él dijo que acabarían. Supongo que no quiero decepcionarlo.
Y no quiero que le decepciones tú.
Acabo de comprender que ése es el principal motivo por el que no quiero contarle nada de lo ocurrido. Él no conoce a Santana y no quiero que la opinión que tiene de ella se distorsione aún más. A pesar de todo lo que ha ocurrido, nunca dejaré de pensar que es una buena mujer una maravillosa. Ésa es la verdad y no quiero que
nadie lo ponga en duda.
—Supongo que al final no quiero que venga y te pegue ese maldito tiro — sentencio fingiéndome mordaz y divertida, pero la sonrisa no me llega a los ojos.
Santana también sonríe pero también es un gesto forzado. La manera en la que me observa me hace pensar que sabe los verdaderos motivos de mi silencio.
Mi móvil vuelve a sonar y nos distrae a las dos. No necesito mirarlo para saber quién es. Lo cojo y apoyo las manos en mi regazo mientras clavo mi mirada en la pantalla. No para de iluminarse con la palabra papá escrita en ella.
—No puedo —murmuro.
Ahora mismo tengo unas inmensas ganas de llorar.
Siento como si estuviese alejando a mi padre de mi vida, pero no soy capaz de hacer otra cosa.
Santana me observa unos segundos y finalmente me quita el teléfono de las manos a la vez que se incorpora.
—Señor Pierce… —responde.
Gracias a su perfecto autocontrol no hay rastro de emoción alguna en su voz.
Yo la miro tratando de descubrir qué piensa hacer y al mismo tiempo extrañamente segura y protegida porque ella se haya hecho cargo de la situación. Eso es algo que siempre echaré de menos de estar con Santana. Ella me hace sentir a salvo.
—... sé que esperaba hablar con Brittany, pero, como le dije, está en una reunión y ha olvidado su teléfono en su mesa… Señor Pierce —su voz se vuelve más seria y automáticamente sé lo que va a decirle—, ¿podría llamarlo en unos minutos? Me
gustaría hablar con usted de algo… Gracias. Le llamaré.
Santana cuelga, se inclina despacio sobre mí y vuelve a dejar el móvil en mi regazo.
—Déjame cuidar de ti —susurra cuando, tímida y nerviosa, alzo la mirada y vuelvo a encontrarme con sus increíbles ojos oscuros.
Me da un suave beso en la frente y, sin esperar respuesta, se incorpora de nuevo y sale de la oficina dejándome aún más aturdida.
Sólo quiero perderme en sus brazos y olvidarme del mundo.
El resto de la mañana es incómoda y extraña. Trato de concentrarme en el trabajo, pero no puedo dejar de pensar en Sugar, en mi padre, en Santana. A la una y media decidió bajar al Marchisio’s. No tengo hambre, pero quiero despejarme un poco. En cuanto salgo del ascensor, veo a Sugar rebuscando en su
bolso, imagino que los cigarrillos, antes de salir a la calle.
Me acerco a ella con el paso titubeante y mi mejor sonrisa-disculpa preparada.
—Es la primera vez que nos peleamos dos veces seguidas —le digo para romper el hielo.
Ella alza la cabeza sorprendida con un Marlboro light en los labios.
Rápidamente se lo quita de la boca y lo coge entre los dedos como si ya lo estuviera fumando.
—2012. Madison Square Garden. Concierto de Maroon 5. Nos peleamos tres veces seguidas.
Hago memoria recordando ese día.
—Eso no cuenta —replico—. Dos de ellas fueron por culpa de Joe.
—Pues más o menos como ahora —se apresura a responder.
Las dos sonreímos.
—¿Entonces hacemos las paces? —le pregunto de nuevo con mi ensayada sonrisa.
—Sí —claudica tan resignada como divertida—. Lo de que cada una tome sus propias decisiones y la otra las respete es de lo más aburrido.
Nos echamos a reír y nos damos un abrazo. No puedo estar peleada con ella.
En el Marchisio’s nos sentamos en nuestra mesa de siempre. Sugar me obliga a pedirme una ensalada de pavo, pero cuando la tengo delante no me animo a dar bocado.
Estamos hablando de tonterías sin importancia cuando la puerta del gastropub se abre e inmediatamente una franca risotada de Spencer resuena en todo el local.
Nos giramos curiosas y lo vemos entrar junto a Max y Quinn, que también sonríen, y, por supuesto, Santana. ella está seria, fría, con la mirada endurecida. Nada fuera de lo común, pero tengo la sensación de que hoy esa cara de perdonavidas tiene que ver con mi padre.
Me permito observarla un poco más. Se acomodan en la barra y, aunque los chicos continúan charlando, ella parece ajena a la conversación. Cuando la descubro a punto de lanzar su mirada al local sin ningún motivo en especial, rápidamente aparto la mía.
Sugar continúa hablándome de no sé qué archivo que el señor Miller le ha obligado ya a cambiar tres veces y me doy cuenta de que yo tampoco he estado prestando mucha atención a mi conversación. Terminamos de comer, o mejor dicho termina de comer mientras yo remuevo sin sentido mi ensalada, y regresamos a la oficina. Sugar me pregunta si no he comido porque estoy haciendo algún tipo de dieta, pero antes de dejarme contestar,
me advierte que, si quiero parecer más delgada, no tengo que perder peso, sino hacer que las demás lo ganen.
Trato de ser una asistente eficiente el resto de la tarde, pero fracaso
estrepitosamente. Estoy distraída, confundo un par de correos electrónicos y más de una vez tengo que regresar a la oficina porque no recuerdo qué es lo que Quinn me ha pedido. Así que a la cinco en punto, viendo que estoy molestando más que
ayudando, me marcho a casa.
Estoy a punto de llegar al paso de cebra de la 58 con Columbus Circus cuando el elegante Audi A8 de Santana se detiene junto a la acera. Dejo de caminar pero no me acerco. En lugar de eso me cruzo de brazos algo intimidada y lo miro desconfiada.
Finn se baja rápido y profesional, sin miedo a los coches que prácticamente pasan rozando su puerta, y rodea el vehículo para abrirme la de atrás.
—Buenas tardes, Britt —me saluda.
—Hola, Finn —le respondo, pero no me muevo.
No sé qué quiere y mi sentido común me está diciendo a gritos que, sea lo que sea, no debería aceptar. Además, se supone que soy yo quien decide verla o no.
Resuelta a averiguar qué ha venido a buscar, me inclino y nuestras miradas se encuentran a través de la puerta abierta.
—Sube al coche, Britt —me ordena con su tono de voz imperturbable.
Vuelvo a incorporarme, me balanceo y resoplo, todo a la vez mientras pierdo mi vista en la bulliciosa calle 58.
No debería subir, pero, aun así, lo hago.
Santana está sentada en el otro extremo del inmenso asiento. Tan fría e inaccesible como siempre. Suena Riptide,[34] de Vance Joy, mientras Finn desafía el tráfico de Manhattan.
—Santana, ¿qué hago aquí? —me atrevo a preguntar.
—Te llevo a cenar —contesta con la mirada al frente.
La respuesta me pilla por sorpresa, pero rápidamente me recompongo.
—No quiero ir a cenar contigo —protesto.
Santana permanece impasible, arisca y furiosa. Puedo notar su monumental enfado desde aquí.
—Llévame a mi apartamento —sentencio.
Por lo menos podría dignarse a mirarme. He tenido un día horrible y también estoy muy cabreada. Pero sigue sin pronunciar palabra o dirigir su vista hacia mí.
Es una gilipollas.
—No quiero estar contigo.
Maldita sea, tiene que respetar mis decisiones.
—Vamos a ir a cenar, Britt —masculla girándose al fin e intimidándome con sus metálicos ojos —, y ya puedes imaginarte lo poco que me importa que quieras o no. Vas a comer.
Sigo furiosa pero ahora también demasiado confusa.
—No te necesito para comer —me defiendo.
—Ya veo, y ¿vas a comer igual que has comido este mediodía en el
Marchisio’s? ¿O como comiste ayer? Cada día estás más delgada, joder —gruñe.
De pronto me siento como si sólo midiese un par de centímetros. Tiene razón en que estoy siendo muy irresponsable con la comida, pero es mi problema. Yo decido cómo resolverlo y ella tiene que entender de una vez que no puede entrar en mi vida cuando le plazca y reordenarla a su antojo.
—No es asunto tuyo —susurro enfadada.
No entiendo por qué sólo se lo susurro. Debería gritárselo a la cara.
Santana resopla brusca, se quita el cinturón prácticamente de un tirón y se vuelve furiosa hacia mí.
—Todo lo que tiene que ver contigo es asunto mío —masculla con la mandíbula tensa y la expresión recrudecida—. Ya te lo dije una vez y más te vale empezar a comprenderlo porque eso no va a cambiar jamás. Sus palabras, pero sobre todo la fuerza con la que las ha pronunciado, me silencian.
El coche se detiene e involuntariamente miro por la ventanilla. Estamos frente al Of Course y ese detalle hace que la rabia me queme en la garganta. Puedo entender que esté preocupada por mí, pero no puede hacer las cosas siempre de esta manera, arrollándolo todo a su paso como si fuera un tren de mercancías. ¡Ni
siquiera me ha preguntado dónde me apetecía cenar!
Finn se baja del vehículo y le abre la puerta a Santana, pero, cuando hace lo propio conmigo, no me bajo. No quiero. Sé que es una actitud de lo más infantil, pero estoy muy cabreada.
Santana resopla exasperada en mitad de la acera. La idea de que no debería provocarla así cruza mi mente, pero me mantengo en mis trece. Se acerca a la puerta abierta y, brusca, me toma de la mano. Sin ninguna delicadeza tira de mí para que salga. Yo me quejo e intento zafarme, pero Santana no me hace el más mínimo
caso y continúa andando hacia el restaurante obligándome a hacerlo con ella.
Cruzamos la puerta del exclusivo local y la misma maître de siempre repara en Santana desde el primer instante. Sale como un rayo de detrás de su coqueta mesita con la sonrisa preparada, pero ella ni siquiera la mira y nos hace continuar caminando.
Sigo enfadada, pero no voy a negar cuánto me ha gustado ese detalle y una indisimulable sonrisa aparece en mis labios.
Entramos en el reservado y Santana al fin me suelta. A regañadientes me siento en el silloncito que me separa y ella lo hace frente a mí. Sé que está más que furiosa, pero yo también. Sólo quiero marcharme de aquí y lo más frustrante es que ni
siquiera sé por qué no lo hago.
Un camarero impecablemente vestido se acerca a nosotros y nos tiende las cartas. Yo cojo una y la ojeo con la esperanza de que la media clase que di de mi curso de francés haya tenido algún efecto.
—¿Puedo preguntarles qué desean tomar?
—Entrecot al punto con patatas asadas y San Pellegrino sin gas para las dos —responde Santana arisca.
Por supuesto tampoco puedo elegir qué quiero comer.
Es la persona más odiosa que he conocido en todos los días de mi vida.
—Yo tomaré vino, por favor —le comento al camarero con mi sonrisa más insolente mientras le entrego la carta.
Ni siquiera me apetece pero quiero molestarla.
Santana me fulmina con la mirada y yo me cruzo de brazos al tiempo que me dejo caer contra el respaldo del sillón desprendiendo toda la hostilidad que siento.
—¿Desea ver la carta de vinos? —pregunta el camarero sacándome de mi demostración de ira contenida.
Maldita sea, no contaba con eso. No tengo ni idea de vinos. Debería haber pedido una cerveza. Sólo habría tenido que decir «Budweiser, gracias».
Santana sonríe presuntuosa y yo me doy cuenta de que ahora no me puedo permitir fracasar. Le he oído pedir vinos un millón de veces. Sólo necesito recordar un nombre.
—Ausone del 2009 —respondo victoriosa tras hacer memoria.
El camarero asiente y se retira y cualquier rastro de sonrisa desaparece de los labios de Santana. Ja, esta vez he ganado yo.
—No vas a beberte esa copa de vino —me advierte.
—¿Qué pasa? ¿Que la única que puede beber hasta caer rendida eres tú?
La mirada de Santana se recrudece y ese sentimiento que no sé identificar inunda sus ojos, aunque rápidamente desaparece bajo todo su autocontrol y arrogancia.
Yo me arrepiento inmediatamente de haberlo dicho. Ha sido un golpe bajo de lo más injusto. Sin embargo, no me disculpo. No se lo merece.
El camarero regresa relativamente rápido. Deja dos botellines de agua sobre la mesa junto a las copas correspondientes y me muestra una botella de vino. Yo le hago un gesto indicándole que no deseo decantarla y me sirve directamente una copa ante la metálica mirada de Santana. Sospecho que está haciendo un esfuerzo
titánico para no levantarse, quitarle la botella de las manos y estrellarla contra la pared. El hombre deja la botella sobre la mesa y se retira. Miro a Santana con la sonrisa más impertinente que soy capaz de esgrimir, pero justo antes de que pueda alcanzar
la copa, ella la coge y, con la arrogancia brillando en sus ojos, extiende el brazo y la deja caer al suelo lleno de alevosía.
¿Pero qué coño…? La miro boquiabierta un segundo y rápidamente me echo hacia delante para ver los restos de vidrio y vino esparcidos por el elegante suelo. Sencillamente no
puedo creerme que haya hecho algo así.
Al volver a alzar la cabeza, sus ojos me están esperando. Está aún más furiosa, más arisca, más malhumorada, más todo. Su mirada podría traspasarme en cualquier momento.
En ese instante el camarero regresa rápido y profesional acompañado de otro más joven que en cuestión de segundos vuelve a dejar el suelo impoluto.
—En seguida le traeré otra copa —me comunica.
La mirada de Santana se vuelve aún más oscura pero también más arrogante y dura.
Me está diciendo sin palabras que estoy a punto de meterme en un buen lío si acepto esa copa.
—No, muchas gracias —replico a regañadientes—. Beberé agua.
El camarero asiente y se retira. Yo decido desunir nuestras miradas y centrar la mía en los tenedores, la botellita de agua o cualquier otra cosa. Aun así puedo sentir sus ojos todavía sobre mí. Me resulta tan intimidante. Creo que siempre me lo parecerá.
Finalmente nos sirven la comida. Tras murmurar un «gracias», observo mi plato. Tiene una pinta deliciosa y la verdad es que incluso empiezo a tener un poco de hambre, pero no pienso probar bocado. Ya es una cuestión de principios. No pienso comer sólo porque ella haya decidido que tengo que hacerlo.
Santana corta hábil y elegante su filete y se lleva un trozo a sus perfectos labios. Me observa y su expresión se endurece aún más. Estoy completamente convencida de que está sopesando la idea de sentarme en su regazo y hacerme comer a la fuerza. Está a punto de estallar.
Comienzo a pensar que estoy jugando con fuego y, siempre que lo he hecho con Santana, he acabado quemándome.
—¿No piensas comer?
—No —musito sin levantar la vista de mis manos.
Santana resopla, pierde su vista al fondo de la estancia y cabecea un momento. Apenas un segundo después, sin decir nada más, se levanta y grácil se abrocha el botón de su chaqueta.
Yo la observo confusa. ¿Va a dejarme ganar?
—Vamos —me reclama haciendo gala de todo su autocontrol con una voz impenetrable al ver que no me muevo.
Me levanto despacio y camino hasta ella, que me hace un gesto para que pase delante. Atravesamos el restaurante en el más absoluto silencio. Su cambio de actitud me descoloca por completo. Odio discutir con ella, pero creo que odio mucho más que tenga esta actitud tan fría conmigo. Salimos del local. El Audi A8 nos espera en el mismo lugar. Santana camina hacia el coche, pero yo me detengo. Ahora mismo estoy demasiado confusa. El día ha
sido realmente horrible. Lo único que quiero es sentirme un poco mejor, volver al único lugar de la faz de la tierra donde consigo sentirme a salvo. Es frustrante y me enfada aún más porque me he convertido en una especie de yonqui que no es nada
consecuente consigo misma, pero sencillamente lo necesito.
Al ver que no continúo caminando, Santana se gira hacia mí y se acerca unos pasos. —Te llevaré a tu apartamento —me informa.
Respiro hondo armándome de valor.
—No quiero irme a casa —murmuro—. Quiero que me lleves a la tuya.
Instintivamente mi voz se ha llenado de la seguridad que me da pronunciar esas palabras. Ha hablado la parte de mí que se llena de deseo cada vez que sus ojos me miran.
Santana me observa un momento y, como hizo en el restaurante, pierde su mirada a su alrededor, esta vez al fondo de la calle Irving Place.
—Sube al coche —me ordena y algo en su voz ha cambiado.
Obedezco y me subo al Audi. Santana rodea el vehículo y, mientras lo hace, de reojo puedo ver cómo hace una llamada. No puedo oír qué dice y, cuando entra en el coche, ya ha colgado.
Atravesamos la ciudad, pero yo sigo sin saber qué ha decidido Santana y eso hace que un sinfín de nervios se concentren burbujeantes en la boca de mi estómago. Cuando veo que el coche toma el desvió de la 34 y se adentra en Chelsea, una tímida
pero indisimulable sonrisa secuestra mis labios.
El Audi se desliza suavemente por la rampa del garaje y Finn lo detiene junto en las escaleras amarillas de acceso. Santana se baja y rodea el coche para tomarme de la mano en cuanto hago lo mismo.
Todo el enfado que sentía se ha diluido en el deseo brillante y poderoso que me recorre por dentro.
Sin soltarme la mano un solo instante, Santana me conduce a través de la sofisticada casa hasta llegar a su habitación. Se detiene a los pies de la cama y tira de mí, dejando que mi cuerpo se balancee en el abismo de casi tocar el suyo.
No puedo evitar fijarme en un bol lleno de fresas perfectamente colocado sobre la cama. Son tan rojas y perfectas que parece que hayan salido del folleto de algún supermercado gourmet.
Santana mueve la mano y recupera toda mi atención. Comienza a dibujar con la punta de sus dedos el contorno del escote de mi vestido. Está llena de una indomable sensualidad. Mi respiración se acelera y se entrecorta inmediatamente.
La simple promesa de todo lo que esté imaginando hacerme me llena de un hambriento deseo.
Sin dejar de mirarme, esconde sus manos bajo mi rebeca y la desliza por mis hombros. La prenda cae al suelo y yo no puedo evitar suspirar bajito mientras sus ojos se pierden en mi boca.
Santana se inclina. Su cálido aliento inunda mis labios pero no me besa. Continúa bajando despacio, provocador; su nariz acaricia mi mandíbula y su boca baja por mi cuello calentando mi piel y calentándome a mí.
—¿Quieres que te bese?
—Sí —respondo con la voz rota de deseo.
Me dedica su media sonrisa más sexy y coge una suculenta fresa. Sin dejar de mirarme, le da un bocado y lo mantiene entre los dientes. Se inclina sobre mí hasta que nuestros labios comparten el trozo de fruta y con el beso estalla entre las dos jugoso y sensual.
Me tumba sobre la cama y se coloca a horcajadas sobre mí. Me observa desde arriba con sus impresionantes ojos dominando y encendiendo cada músculo de mi cuerpo. Toma el bajo de mi vestido y hábil me lo saca por la cabeza.
Alza su mano y comienza a acariciarme despacio, exactamente como hizo antes, dejando que sólo sean las puntas de sus dedos las que me toquen fugaces y cálidas.
—Santana —susurro con la respiración entrecortada.
Necesito sentirla dentro de mí.
—¿Qué? —pregunta torturadora.
Todo el control que desprende le hace parecer aún más segura de sí misma, más arrogante, más sensual, y hace que mi deseo crezca todavía más. Santana toma una fresa entre sus hábiles dedos y acaricia con ella el centro de mi cuello.— No te muevas —me ordena clavando sus ojos sobre los míos.
Asiento nerviosa, llena de un placer anticipado que arde bajo mi piel. Despacio, comienza a bajar por mi cuerpo. Desliza la fresa por mi pecho y rodea mi pezón. Gimo cuando la fruta fría lo endurece.
Me concentro muchísimo en no moverme pero es realmente complicado.
Santana continúa bajando, pasea la fresa por mi estómago y ralentiza el ritmo al llegar a mi ombligo. Todo es tan sensual que un deseo puro y salvaje va instalándose entre las dos e inundando cada gramo de aire a nuestro alrededor.
Baja un poco más. Mi espalda se arquea. Gimo de nuevo. El placer me seduce. Milagrosamente recuerdo que no debo moverme y haciendo un esfuerzo titánico me quedo clavada en el colchón.
—Buena chica —susurra con una sonrisa satisfecha y muy muy sexy en los labios.
La fresa continúa descendiendo entre sus expertos dedos y alcanza la tela húmeda de mis bragas. La desliza aún más torturador, casi sin llegar a tocarme, y un gemido largo y lleno de placer se escapa de mis labios. Santana me observa de nuevo, otra vez con la expresión dividida entre el deseo, el placer, el control y toda su
arrogancia, y le da un mordisco a la fresa.
No puedo evitar que mis ojos se pierdan ávidos en su boca. Ha sido tan sensual que he sentido ese mordisco en mi propia piel.
Santana se inclina sobre mí y hunde su cara en mi cuello.
—Sabe a ti —susurra.
Su cálido aliento impregna mi piel y, tomándome por sorpresa, me muerde. Ahogo un grito en un gemido y me dejo llevar por la sensación del suave dolor entremezclándose con todo el placer. Santana aprieta un poco más. Gimo más alto y digiero las emociones opuestas. Me gusta y me duele, todo a la vez, y nunca pensé que sentir las cosas sin que fueran blancas o negras en el sexo sería algo tan increíble.
—Pero tú sabes mejor —sentencia justo antes de calmar con su lengua las marcas que acaba de fabricar en mi piel.
Coge otra fresa del elegante bol y la coloca sobre mi ombligo. Doy un respingo y jadeo sobresaltada. No sé si la fruta está muy fría o mi piel muy caliente, pero el enfrentamiento ha sido alucinante.
Santana realiza el camino inverso y llega hasta mi cuello tras perderse deliciosamente en mis pechos. Sigue subiendo por mi mandíbula y la pasea por mis labios despacio, salvaje, torturadora, envolviéndome en toda su sensualidad. La muerdo absolutamente hechizada por su mirada y está tan jugosa que mis labios se
llenan al instante de zumo. Santana coloca su mano en mi cuello. Se inclina y me besa con fuerza, saboreando la fresa directamente de mis labios.
Toma otra pieza y realiza el mismo juego con mi boca, pero esta vez, cuando voy a morderla, la aparta y con una media sonrisa en los labios se la come.
Coloca sus brazos a ambos lados de mi cabeza y vuelve a inclinarse sobre mí.
—¿La quieres tú? —pregunta con sus ojos rebosantes de una
sensualidad indomable.
—Sí —contesto ansiosa.
Se inclina aún más, tensando sus perfectos brazos, armonizándolos con un ambiente cada vez más sexy y cada vez más entregado al paraíso y al pecado, y me besa desbocada otra vez. El sabor de las fresas se mezcla con el de sus labios y con el de los míos. Es delicioso.
Santana se incorpora, toma otra pieza y me la da. Apenas la he mordido cuando me besa saboreando el jugo esparcido en mis labios. Sin separase un centímetro de mí, su mano sube por mi costado y sus hábiles dedos toman mi pezón y tiran de el.
Gimo contra sus labios y Santana tira con más fuerza, haciendo aún más fina la línea entre el placer y el dolor, casi traspasándola, llenándome de un indómito placer. —¿Otra? —me pregunta
—Sí —respondo sin dudar.
Porque sé que después vendrá otro beso y todo lo que ella decidida darme.
Santana me da otra fresa y vuelve a besarme. Una de sus manos se ajusta a mi cuello y la otra baja despacio por el camino inverso de mi costado hasta llegar a mis bragas. Esconde la punta de sus dedos bajo la tela de algodón y apenas me roza torturadora, sensual, haciendo que un delirante deseo crezca entre mis piernas.
Pierdo la cuenta de cuántas fresas como, de cuántos besos y caricias recibo.
Estoy en el paraíso.
—¿Otra?
—Sí, por favor, sí —respondo con el anhelo seduciendo mi voz, todo mi cuerpo.
Santana repite la operación una vez más. La fresa, sus labios y sus dedos vuelven a perderse bajo mis bragas, pero cuando está a punto de acariciarme por fin, enérgica, se levanta de un salto.
—¿Qué pasa? —pregunto confusa y jadeante.
Se aleja de la cama y se pasa las manos por el pelo a la vez que su expresión se endurece.
—Vístete —me ordena—. Finn te llevará a tu apartamento.
¿Qué? No entiendo nada.__
Última edición por marthagr81@yahoo.es el Dom Mayo 08, 2016 4:29 pm, editado 1 vez (Razón : cap. 22)
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
vaya, gracias por volver, ojala no vuelvas a desaparecerte, la aptitud de Brittany me cabrea a mas no poder, es mi impresion o ella esta jugando con santana????? va a salir muy mal parada, algo me lo dice!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Micky Morales Hoy A Las 5:52 Pm vaya, gracias por volver, ojala no vuelvas a desaparecerte, la aptitud de Brittany me cabrea a mas no poder, es mi impresion o ella esta jugando con santana????? va a salir muy mal parada, algo me lo dice!!!!! escribió:
hola, espero no volver a desaparecer tanto tiempo. estoy tan cabreada como tu en el proximo capitulo veras que no sabremos a ciencia cierta si estan jugando o se estan lastimando...bye, gracias por seguir la historia y por tu recordatorio para seguir .
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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CAP. 23
Capitulo 23
Trago saliva. No quiero verla. Quiero olvidarme de ella. Ésta era la noche ideal para resurgir de mis cenizas bebiendo cócteles con mis amigos en el club de moda y escuchando buena música.
—Quinn me llamó para invitarme a venir —me explica—. ¿Quieres que nos vayamos?
Miro a los Berry y a Brody ajenos a nuestra conversación. Parecen estar pasándolo muy bien. No quiero estropearles la noche. Además, el local es enorme.
No tengo por qué encontrármela.
«Eso no te los has creído ni tú.»
—No —murmuro—. No —repito más convencida—. Vamos a pasarlo de escándalo.
—¿Segura?
Asiento.
—Segura —me reafirmo.
Si quiero que deje de verme como una cría, lo primero que tengo que hacer es dejar de comportarme como una. Los adultos no salen huyendo de discotecas. Los adultos se quedan, bailan y beben.
Sugar me sonríe y me da una palmada en el trasero.
—Ésa es mi chica —me anima con una sonrisa—. Pobre, divorciada, pero valiente como una ardilla hasta arriba de speed.
No puedo evitar sonreír por la comparación y ella me guiña un ojo.
La noche va a salir bien. Estoy convencida.
Intento olvidarme del hecho de que pueda ver a Santana en cualquier momento y me concentro en la música, en bailar y en lo que me estoy riendo con los chicos.
Suena el Feel so close,[37] de Calvin Harris. Todos alzamos las manos al aire seducidos por el perfecto ritmo electrónico y nos mezclamos bailando con los centenares de personas que abarrotan la pista.
Cuando termina, incluso aplaudimos. Ha estado genial. Yo tomo aire con una sonrisa y me ofrezco a ir a la barra a por una copa para mí y otra para Rachel.
—Dos Martinis Royale —le pido al camarero levantando dos dedos.
Él asiente y me tiende una sonrisa profesional mientras comienza a preparar los cócteles. Empieza a sonar Light years away[38], de Tiësto y DBX. Es una canción increíble. Por un momento me quedo embobada por la luz suave y azul que desprende la propia barra bajo un grueso cristal templado. Me encanta este sitio. Es
como si hubiesen convertido en club la música electrónica más elegante y sofisticada.
—Hola, guapa —me saluda un tipo colocándose a mi lado.
Lo miro apenas un segundo y me vuelvo.
—Hola —respondo por compromiso, con la vista puesta en las manos del camarero, que ágiles parten una lima en gajos.
—¿Qué haces por aquí?
No pretendo ser maleducada pero no quiero ligar y, puestos a ser sinceros, tampoco es mi tipo. Parece un ejecutivo pasado de copas que se ha equivocado de club.
—Yo estoy en una despedida de solteros —comienza a explicarme—. La música de este sito es un asco —se lamenta.
Sonrío mentalmente. Sabía que había acabado aquí por accidente.
—Conozco una decena de locales mejores que éste —añade—. ¿Por qué no te vienes conmigo? Puedo enseñártelos.
—No, gracias —me apresuro a responder sin asomo de dudas.
—Vamos, te gustarán —replica cogiéndome por la cintura e intentando hacerme caminar.
Yo me zafo inmediatamente de sus asquerosas manos y doy un paso atrás.
—No te hagas la difícil —me recrimina el muy capullo.
—Y tú no seas tan gilipollas.
Reconocería esa voz en cualquier parte.
El hombre se gira y lleva su vista donde ya está la mía. Santana está de pie a unos pasos. Parece serena, tranquila, con la calma que le proporciona estar completamente en guardia. Me sorprende que no lleve uno de sus trajes a medida, sólo unos vaqueros oscuros y una camisa de cuadros con los primeros botones
desabrochados, las mangas remangadas y por fuera de los pantalones. Incluso lleva puestas sus viejas Adidas. Parece mucho más joven y, a pesar de las actuales circunstancias, también más relajada. No hace falta conocer mucho este club o esta
ciudad para darse cuenta de que, de no ser quien es, probablemente no la hubiesen dejado entrar así vestida.
—Métete en tus asuntos, capulla.
Santana sonríe mordaz sólo un segundo. Le da un trago a su vaso de bourbon y baja la mano hasta que la copa pende de sus dedos junto a su costado.
—Resulta que hoy he tenido un día de mierda —le explica con su voz amenazadoramente suave— y estoy esperando a que tú me lo alegres.
—Mira, tía. Te doy tres segundos para que te largues —replica el tipo lleno de autosuficiencia—. Uno…
—Dos —lo interrumpe Santana dando un paso hacia él.
Si hay quien cree que, sin uno de sus perfectos trajes, Santana intimida menos, es que no está viéndola en este momento. Es la arrogancia, la dureza, la valentía, puede que incluso la imprudencia, personificadas.
El hombre traga saliva, coge su copa sin mirar atrás y se aleja de nosotras.
Todavía algo conmocionada, lo observo marcharse e inmediatamente miro a Santana. Sus ojos ya me estaban esperando. No es la primera vez que me salva de un indeseable en un club y, exactamente como me pasó la primera, no puedo
evitar que todo mi cuerpo se encienda y las mariposas de mi estómago revoloteen enloquecidas. Es mi versión particular de caballero andante y, por muy enfadada que esté con ella, es un detalle que no puedo pasar por alto.
—Vete a casa, Britt.
Sin esperar respuesta, gira sobre sus pasos y se marcha. Yo me quedo inmóvil,contemplándola, sintiendo cómo la confusión devora cada centímetro de mi cuerpo.
¿Por qué hace esto? No puede ordenarme que me marche a casa como si fuera algo de su propiedad.
Prácticamente echando chispas, recojo las copas y regreso con los chicos.
Quiero volver a poder concentrarme sólo en reír y bailar, pero no soy capaz. La frase de Santana taladra mi mente. ¡No puede tratarme así, maldita sea! Con una pobre excusa me separo de los chicos. La discoteca es enorme y está prácticamente en el aforo máximo, pero sé que puedo encontrarla. Durante varios
minutos me paseo sin mucho éxito hasta que al fin lo hago. Está junto a otra de las barras en la parte opuesta del local, hablando con Spencer, Max y Quinn. Por un momento me permito que esa circunstancia me tranquilice. De haberla visto con alguna chica, creo que habría tenido un ataque psicótico o algo por el estilo.
Mi primera reacción es ir allí y gritarle que es una gilipollas que no puede decirme lo que debo o no debo hacer, pero, cuando apenas he dado un par de pasos, me detengo en seco. Lo que verdaderamente quiero es que me las pague y,
montándole una escenita que probablemente terminará con un beso a la fuerza, no voy a conseguir nada. Sonrío con malicia y cambio el rumbo hacia los baños. Puede que la chica lista esté más perdida que nunca, pero la vengativa ha reaparecido y está en pie de guerra.
Delante del espejo me retoco el pelo. Me doy cuenta de que los mechones sueltos me dan un aspecto inocente pero también sexy y no me los recojo. A falta de colorete, me pellizco las mejillas como en las pelis antiguas y ¡funciona! Sólo me falta el pintalabios. Abro el bolso plenamente consciente de que no eché ninguno y
miro de reojo a las chicas a mi alrededor por si alguna parece mínimamente simpática como para pedirle el carmín prestado.
Estoy a punto de poner mi mejor sonrisa y pedir el favor cuando noto algo al fondo del clutch. Miro más concienzudamente y una sonrisa de oreja a oreja inunda mi rostro al ver mi barra de labios roja, la preferida de esa bastarda presuntuosa que tenía por esposa. Ahora entiendo por qué el bolso estaba tan escondido.
Querido universo, te debo una.
Me pinto los labios y los chasqueo sintiéndome poderosa a la vez que giro sobre mis botines y salgo del baño.
Intentando que mi paso resulte de lo más decidido y sexy, voy hasta la barra, más concretamente hasta la esquina opuesta a donde se encuentra Santana. Me quedo allí de pie con la sonrisa preparada, esperando a que alce la cabeza por cualquier otro motivo y me descubra a mí.
No tarda en pasar y sus espectaculares ojos me encuentran.
Suena Blame,[39] de Calvin Harris y John Newman.
Su mirada se oscurece al instante. El camarero se acerca y me pregunta qué quiero tomar. Antes de responder que un Martini Royale, me muerdo el labio inferior absolutamente a propósito y le dedico mi mejor sonrisa. Mis gestos no parecen haber tenido el más mínimo efecto en el chico, que me devuelve una sonrisa de compromiso y comienza a preparar mi copa, pero lo que me importa es que al otro lado de la barra sí ha habido una reacción. Toda la expresión de Santana se ha endurecido y su mandíbula se ha tensando. Ésta es mi venganza, señorita Lopez. Disfrútela.
Recojo mi copa y me alejo de la barra. Sé que ella continúa mirándome, así que decido darme un paseo sin salir de su campo de visión. Noto cómo algunos chicos me observan, lo normal en una discoteca, y por dentro sonrío más que satisfecha.
Sin embargo, cuando vuelvo a mirar hacia la barra, me doy cuenta de que Santana ni siquiera está. De pronto me siento increíblemente estúpida. ¿Qué estoy haciendo?¿Intentar poner celoso a alguien que ni siquiera se ha quedado a mirar? Soy una idiota y nunca voy a aprender que con ella no puedo jugar.
Ya no me apetece llevar este carmín. Iré a quitármelo y después buscaré a los chicos y me marcharé a casa. No quiero estar aquí.
Trato de llegar a los baños donde entré antes, pero están cerrados por limpieza.
Miro a mi alrededor y una señal luminosa indica que hay otros en la planta de arriba. Subo con el paso apesadumbrado pero ligero. Cuanta más prisa me dé, mejor.
La planta de arriba es más laberíntica de lo que me esperaba y, antes de que me dé cuenta, estoy caminando por un pasillo prácticamente desierto. La canción sigue sonando.
—Hola otra vez, guapa.
Me giro y todo mi cuerpo se tensa instantáneamente. Es el mismo idiota de la barra. Sólo que ahora parece que lleva un par de copas más encima.
—Hola —respondo nerviosa.
Miro a mi alrededor. ¿Dónde se ha metido todo el mundo? Debo haber acabado por error en algún pasillo del personal o algo por estilo.
—Te he visto paseándote por el local. Sé que me estabas buscando.
Da un paso hacia mí y yo lo doy hacia atrás.
—Te estás confundiendo. No te estaba buscando —trato de hacerle entender.
—¿Otra vez te estás haciendo la difícil? No voy a negar que eso me pone, pero ya basta.
El tipo da un nuevo paso. Yo doy otro hacia atrás e irremediablemente me encuentro con la pared. Él sonríe taimado y se acerca un poco más. Ahora, además de estar nerviosa, estoy empezando a asustarme.
—Si ese tía no nos hubiera interrumpido, ya estaríamos en mi cama. Lo sabes tan bien como yo.
Va a tocarme. Mi cuerpo se tensa aún más y mentalmente me preparo para que toda mi fuerza se reúna en mis manos y poder empujarlo todo lo fuerte que sea capaz.
—¿Cuántas jodidas veces hay que decirte las cosas?
Otra vez su voz resuena hasta quedarse con todo el control de la habitación.
El tipo se vuelve y Santana da un paso hacia él, peligrosa, presuntuosa, sin un gramo de miedo.
—Tía, lárgate de aquí —le espeta el tipo sin mucho convencimiento.
Santana no dice nada. Da un nuevo paso y, más rápido de lo que el hombre es capaz de ver, lo coge por las solapas y estrella su cuerpo contra la pared.
—Si tengo que volver a asegurarme de que te mantienes alejado de ella, haré que acabes la noche en un puto hospital.
La voz de Santana ha sonado clara y amenazante. Ninguno de los tres tiene duda alguna de que, si lo ve siquiera mirarme, terminará en una ambulancia. El tipo asiente. Santana le golpea otra vez contra la pared y finalmente lo suelta.
Realmente asustado, se marcha recolocándose el traje.
En cuanto lo libera, Santana clava sus ojos en los míos. Está furiosa y sé que lo está conmigo por intentar provocarla, por sonreír a los babosos que me miraban, pero yo también estoy muy enfadada. No tiene ningún derecho a aparecer de la nada, salvarme y después decidir que tengo que irme a casa como si tuviera cinco malditos años.
—¿Esto es lo que quieres, joder? —pregunta sin suavizar un ápice su tono de voz—. ¿Que un gilipollas te acorrale en un pasillo?
No sé qué decir. He jugado con fuego y me he quemado de todas las maneras posibles.
—¡Contéstame! —ruge.
—¡No es lo que quiero! —grito llena de rabia, de furia y de toda la frustración que siento porque me trate como si fuera su muñequita—. Quiero que te largues. Que salgas de mi vida de una vez.
Santana resopla brusca. Está a punto de estallar y yo también.
—Pues para de comportarte como una maldita cría. Come, deja de intentar ponerme celosa y supéralo, joder —masculla antes de darse la vuelta y pasarse las manos por el pelo.
La observo sin poder creer lo cruel que ha sido. Yo no tendría nada que superar si ella no me hubiese hecho tanto daño.
—¿Cómo lo has superado tú? —replico con la voz entrecortada, pero no de tristeza, sino de rabia.
Santana se gira de nuevo y da un paso hacia mí.
—Yo no lo he superado, Britt —contesta con la voz endurecida y al mismo tiempo llena de dolor—. Yo nunca voy a superarlo, joder, porque ya no sé vivir sin tocarte.
Su mirada está llena de muchas emociones, pero el arrepentimiento y sobre todo una furia fría, cortante, la de alguien que está herido de verdad, destacan en ella. Lo ha pasado demasiado mal, como yo, porque me quiere como yo la quiero a ella.
—Pues no lo superes —musito.
Mi voz es débil pero mi mirada está llena de fuerza.
—Britt —me reprocha o me llama, ¿quién sabe?
Está tratando ser fuerte por las dos y mantenerse alejada de mí, pero yo no quiero eso. Eso es exactamente lo último que quiero.
—San, no lo superes. Yo tampoco quiero hacerlo.
Camino despacio pero con el paso seguro hasta ella. La quiero y, por muy enfadada que esté, incluso por mucho que la odie, la idea de alejarme de ella y pasar página hace que mi corazón estalle en un millón de pedazos.
Lentamente coloco mis manos en su pecho y me alzo sobre las puntas de mis pies. La beso despacio, retándola, pidiéndole en silencio que me bese ella a mí, que no quiera que lo superemos como no lo quiero yo.
—San —suplico en un murmuro contra sus labios—. San, por favor.
—Britt —susurra justo antes de besarme, de rendirse.
Rodea mi cintura con su brazo y, ágil, me lleva hasta la pared. Nuestros besos se hacen más profundos, se llenan de deseo.
La quiero. La quiero. La quiero.
Pierdo la noción de cuánto tiempo llevamos simplemente así, besándonos, saboreándonos sin movernos de esta pared.
Cuando han pasado minutos u horas, no lo sé, Santana se separa. Sin decir una palabra, toma mi mano y de inmediato comprendo que quiere que nos vayamos a Chelsea. Yo tampoco digo nada y sencillamente me dejo llevar. Salimos del entramado de pasillos y tomamos las escaleras a la planta baja. No reconozco la canción que suena. Santana va a cruzar la pista de baile en dirección a la
salida cuando tiro de su mano obligándole a detenerse. Le explico que necesito coger mi cazadora y ella, a regañadientes, mira a su alrededor un segundo para orientarse y me lleva hacia la barra donde bailaba con los chicos.
Me suelto de su mano y ella acepta otra vez malhumorada. Estoy segura de que, si Santana llevara chaqueta, me la habría puesto y no me dejaría separarme de ella. Le pido que me dé un segundo. Santana asiente, pero, cuando tan sólo he dado un paso,
tira de mi muñeca, me atrae contra su cuerpo y me besa con fuerza. Quiere recordarme una vez más cómo me sentiré si me marcho con ella. Lo que no sabe es que no necesita hacerlo, es imposible que pueda olvidarlo. Cuando me libera de sus perfectos labios, necesito un segundo antes de girarme y poder echar a andar. Las piernas me tiemblan demasiado.
Al fin consigo caminar y llego hasta la barra. En realidad la cazadora es lo de menos. Los chicos deben de estar preocupados. Quiero decirles que me marcho, aunque voy a obviar el detalle de con quién.
—Por fin apareces —se queja Sugar al verme llegar.
Está sola y eso me preocupa al instante.
—¿Dónde están todos?
—¿Tú dónde crees? —me pregunta algo molesta—. Buscándote por todo el club. Yo me he quedado aquí por si regresabas.
—Lo siento mucho, Sugar —me disculpo y de verdad lo hago. Lo último que quiero es preocuparlos—. Sólo venía a por mi chaqueta —le anuncio cogiéndola—.
Me voy a casa.
—¿Qué? —pregunta incrédula—. No vas a irte sola. ¿Quieres que te atraquen?
—No, pero…
—Espera a que vuelvan los chicos y nos iremos juntas —me interrumpe.
—Sugar, siento haberos preocupado, pero quiero marcharme a casa.
—¿Por qué tanta prisa? —inquiere aún más perspicaz.
Sin ningún motivo en especial, alza la mirada mientras me pongo la chaqueta y ve a Santana junto a la pista de baile.
—¿Te vas con ella?
Ahora no está incrédula ni sorprendida, ahora está enfadada, y mucho.
—Yo, lo siento…
—Deja de disculparte —me interrumpe una vez más—. No puedes irte con ella.
—Lo sé —respondo mecánica porque entiendo que lo que dice es lo que debería hacer, pero no es lo que quiero hacer.
—Pues, si lo sabes, quítate esa chaqueta y quédate aquí.
Yo la miro y tuerzo el gesto. No quiero decepcionarla ni preocuparla todavía más, pero voy a irme con ella.
—Santana nunca va a cambiar —sentencia— y, si tú tuvieras la más mínima duda de eso, volverías con ella.
Cabeceo nerviosa y aparto mi mirada de la suya. No quiero pensar. Termino de subirme la cremallera y giro sobre mis pasos.
—Britt —me llama Sugar—. ¡Britt!
Su voz se mezcla con la música. Cuando llego hasta Santana, ella vuelve a tomar mi mano y comenzamos a caminar. Ya he dado los primeros pasos cuando me giro hacia Sugar. Ella me observa preocupada y creo que también impotente.
Ahora mismo me siento muy culpable.
Salimos del club. Sin soltar mi mano, Santana se saca el iPhone del bolsillo de los vaqueros con la que le queda libre y pulsa un número en la marcación abreviada.
—El 221 de la Avenida Amsterdam —dice sin ni siquiera saludar o esperar a que lo hagan al otro lado.
Observo nuestras manos entrelazadas y no puedo dejar de pensar en Sugar, en lo decepcionada que estaba, en lo que me ha dicho. ¿A eso se reduce todo el miedo que me inmoviliza cuando pienso en volver con ella? ¿A que sé que, en el fondo,
nunca va a cambiar? Cierro los ojos y suspiro bajito. Si hablara, si fuese más comunicativa, sentiría que por fin puede confiar en mí y todo sería diferente.
—Nena, ¿qué ocurre? —pregunta con esa habilidad innata para leerme la mente. Yo alzo la mirada y por un momento sólo observo su atractivo rostro. Santana me sonríe sincera, esa sonrisa que guarda sólo para mí, y suavemente me coloca un mechón de pelo tras la oreja.
—Quiero que hablemos —confieso.
—¿Hablar de qué? —inquiere a su vez.
Noto cómo se está poniendo en guardia. Realmente detesta tener que hablar.
—De ti —susurro.
Santana se humedece el labio breve y fugaz y finalmente resopla.
—¿Qué quieres saber?
Ahora soy yo la que suspira hondo. Hay demasiadas cosas que quiero saber.
—¿Por qué no eres arquitecta?
—Porque no puedo —replica sin apartar su mirada de la mía.
—¿Por qué no puedes?
No pienso rendirme a las primeras de cambio.
—Porque en la vida no siempre podemos tener todo lo que queremos — responde con la voz endurecida.
—¿Fue decisión tuya?
Santana resopla y mira a ambos lados. Quiere terminar con esto ya.
—No —contesta al fin—. ¿Algo más?
—¿Y por qué lo hiciste?
—Por lealtad, Britt —responde con una seguridad aplastante—, y porque no tenía nada por lo que luchar.
Su última frase me silencia por completo. Estar en su posición nunca ha debido de ser fácil.
Suspiro y me preparo para continuar.
—¿Por qué no te gusta hablar de ti?
—Porque soy así.
—Tiene que haber un motivo.
Necesito respuestas.
—Basta —me interrumpe con la paciencia al límite.
Otra vez me estoy dando de bruces con el mismo muro. Estoy harta.
—Si quieres que lo nuestro tenga una posibilidad de volver a funcionar, tendrás que hablar conmigo —me apresuro a decir e involuntariamente sueno tan furiosa como me siento —. No voy a volver a pasar por lo mismo, Santana. No voy a volver a sentir que soy la pobre enamorada a la que dejas al margen de todo.
—Yo no hablo, Britt —sentencia arisca y malhumorada—. No es algo que me guste y tampoco lo necesito, y no se trata de ti, se trata de mí, joder.
—Se trata de las dos —casi grito.
Me mira pero no dice nada más y yo acabo de entender de la peor manera posible que Sugar tiene razón. Santana Lopez nunca va a cambiar y a lo mejor no se trata de que no quiera, como he pensado tantas veces, quizá se trata de que no puede y, eso, ¿qué opción me deja a mí? Empiezo a pensar que otras personas también
tienen razón, su padre, el mío. Lo nuestro nunca va a funcionar.
—Me marcho a mi apartamento —musito.
Santana una vez más no dice nada y me deja marchar. Antes odiaba que me persiguiera y me hiciera cambiar de opinión. Era una idiota. Sólo lo decía porque no imaginaba cuánto me dolería verla de pie en la acera, observando cómo me monto en un taxi, permitiendo que me aleje de ella.
Llego a mi piso, cierro de un portazo y, sin encender ni una sola luz, voy hasta mi habitación y me meto en la cama. Me tapo hasta las orejas y comienzo a llorar desconsolada. Estoy triste, rota, lo echo demasiado de menos y no puedo evitar odiarla a ella pero también odiarme a mí misma por no ser capaz de perdonarla y sencillamente volver donde estábamos. Odio quererle como la quiero. Odio haberla conocido. Odio haber dejado que me besara por primera vez. Odio haberme enamorado de ella. Odio que mi vida ya no tenga sentido si no es a su lado. Me despierto con la cabeza embotada por todo lo que lloré ayer. Me quito el
vestido que no me quité anoche y me doy una ducha. En principio una rápida, pero acaba siendo una larga y con demasiado tiempo para pensar. Al salir, me pongo mis vaqueros más gastados y la camiseta de Los Ramones que me regaló Sam. No tengo ganas de bajar a la calle, pero mi frigorífico está prácticamente vacío y no quiero pasarme otro día en blanco con la comida.
Además, tengo que sacar a Lucky. Me recojo el pelo con tal de no tener que secármelo y me pongo mi abrigo.
Nada más poner un pie en la acera, me doy cuenta del frío que hace y de que probablemente salir con el pelo húmedo no haya sido muy buena idea, así que acelero el paso hasta el supermercado D’Agostino y lo acelero aún más de vuelta a casa. Hace un frío que pela.
Abro la puerta y doy un respingo al oír a alguien hablar en mi salón. Me quedo muy quieta con la llave en la mano, pensando en por qué le hice caso a Sugar y me apunté con ella a zumba cuando debí ir a defensa personal con Rachel. Al reconocer la voz de Joe, automáticamente me relajo, pero cuando distingo también las de Rachel y Sugar, frunzo el ceño extrañada. ¿Qué hacen todos
aquí? Y, sobre todo, ¿qué hacen todos aquí tan temprano? Anoche debieron regresar tardísimo del club.
Camino mi pequeño descansillo y llego al salón. Rachel y Sugar están sentadas en mi sofá y Joe no para de dar paseos de un lado a otro. Reconozco el pijama que lleva Sugar, es de Joe, y el hecho de que sea de Joe y no de Rachel me hace pensar que ha dormido con él y no con ella.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunto con la voz y la mirada inquietas, dejando las llaves sobre la encimera de la cocina.
—¿En serio tienes que preguntarlo? —inquiere a su vez Joe.
Está enfadado pero también está dolido y, sobre todo, preocupado. Nos conocemos desde hace seis años y nunca lo había visto así de preocupado por mí.
—Estamos muy preocupados por ti —interfiere Rachel echándose hacia delante en el sillón y cruzando sus manos sobre las rodillas—. Britt, no estás bien. Siempre estás triste, no comes y has vuelto a las andadas con Santana. ¿En qué universo te pareció una buena idea volver a acostarte con ella? —me reprende más
molesta que como empezó la frase.
—Vosotros no podéis entenderlo —me defiendo.
No pueden entender lo complicado que es querer a alguien y estar total y absolutamente convencida de que, hagas lo que hagas, va a salir mal porque ya ha salido mal y eso te ha cambiado por dentro.
—Pues explícanoslo —me replica Sugar—, porque estoy deseando entender por qué te fuiste con ella anoche después de que te pidiese que no lo hicieras.
Las lágrimas se acumulan en mis ojos.
—Chicos, no necesito esto.
—Sí lo necesitas —me interrumpe sin piedad— o vas a acabar pasándolo mal otra vez.
Tuerzo el gesto y acabo sonriendo fugaz y nerviosa. Estoy enfadada con el mundo en general y, ya puestos, podría comentar dos o tres cosillas sobre ellos. Me parece el colmo que se atrevan a juzgarme a mí cuando tampoco llevan una vida sentimental precisamente ejemplar.
—¿Yo voy a pasarlo mal? ¿Y qué hay de vosotros dos? —digo refiriéndome claramente a Joe y a Sugar—. Ni siquiera sabéis lo que estáis haciendo.
—Tú tampoco —se apresura a rebatirme ella.
—Por lo menos yo sé con quién lo estoy haciendo —sentencio.
Un silencio casi sepulcral se abre paso en mi salón.
—No te pases, Britt —me advierte Joe con la voz llena de una tensa
calma. Sugar agacha la cabeza y yo me siento fatal. No tendría que haberlo dicho.
—Lo siento, ¿vale? —me disculpo—, pero tenéis que respetar mi decisión.
Quizá tenéis razón y no sé qué estoy haciendo con Santana pero no puedo decirle adiós y ya está, a ella no —me sincero.
Estoy a punto de llorar pero me contengo. No quiero llorar. Estoy harta de llorar. —Britt, claro que te entendemos —me dice Rachel llena de empatía—. Pero tienes que parar con esto. Santana no es buena para ti. Mi enfado regresa. Ellos no conocen a Santana. Sólo saben de ella lo que ella deja que la gente conozca y lo que me hizo a mí. Suspiro despacio. Entiendo que la vean como una bastarda presuntuosa que sólo ha sabido hacerme daño, pero también me
ha hecho más feliz que en toda mi vida y ellos han sido testigos.
—Todavía recuerdo cuando me dijiste que Santana era el mejor después de que salvara a tu padre de la ruina —sentencio.
Rachel no contesta.
—No lo conocéis. No sabéis cómo es —lo defiendo. Siempre lo defenderé—.
No estáis siendo justos con ella y tampoco conmigo.
Cojo mis llaves de la encimera y salgo de mi apartamento. No me puedo creer que me hayan preparado esta encerrona. Por el amor de Dios, ha sido una intervención en toda regla. Sólo les faltaba la maldita pancarta. Estoy a punto de alcanzar las escaleras cuando me topo de bruces con una chica.— Lo siento —me disculpo haciéndome a un lado.
Caminaba tan concentrada en lo enfadada que estoy que casi consigo que las dos bajemos rodando al tercer piso.
—No te preocupes —responde.
Le dedico una sonrisa abochornada y vuelvo a tomar las escaleras dispuesta a marcharme.
—Tú eres Brittany S. Pierce, ¿verdad?
Al oír mi nombre, me detengo en seco y me giro hacia ella. Esto de que cada vez que me encuentre a alguien en un rellano sepa cómo me llamo comienza a ser de lo más frustrante.
—Sí —contesto al fin con el ceño fruncido—. ¿Tú quien eres?
Ella pone los ojos en blanco divertida al darse cuenta de que ni siquiera se ha presentado y da un paso hacia mí tendiéndome la mano.
—Soy Sandy Morisson. Tu vecina de arriba.
¡Sandy! ¡Por fin la conozco!
—Encantada —respondo estrechándosela.
—¿Tienes algo que hacer ahora? —se apresura a inquirir.
Yo me encojo de hombros algo extrañada por la pregunta.
—No —contesto tímida.
—Genial. Ven —me anima empezando a subir los primeros escalones hacia el quinto piso—. Me gustaría hablar contigo.
Asiento aún más confusa. Nos acabamos de conocer. ¿Qué puede querer contarme?
Llegamos a su rellano. Sandy abre la puerta de su apartamento, entra y regresa a los pocos minutos.
—¿Te importa si nos sentamos en las escaleras? —me pregunta—. No me gusta fumar dentro —añade enseñándome un cigarrillo.
—No, claro que no —respondo mientras nos acomodamos en el primer peldaño.
Estoy realmente intrigada con lo que quiera que vaya a contarme.
Desde su apartamento empieza a sonar Love me like you do,[40] de Ellie Goulding.
—Sé que es una canción muy cursi —se defiende encendiéndose el pitillo—,
pero me encanta Ellie Goulding.
Sonrío y asiento. A mí también me gusta mucho.
Sandy me ofrece su cigarrillo, pero niego con la cabeza.
—Supongo que te estarás preguntando por qué te he pedido que hablemos.
—Sí, la verdad es que sí —confieso divertida.
Parece una chica muy simpática.
—Quería pedirte disculpas.
La miro sorprendida.
—Soy consciente de que últimamente he estado haciendo mucho ruido — continúa algo avergonzada— y tú vives justo debajo.
—No te preocupes —replico rápidamente—. No pasa nada.
Ambas sonreímos.
—Es que, de un tiempo a esta parte, mi vida se ha complicado un poco, ¿sabes? Hombres —añade sin más.
Las dos volvemos a sonreír.
—Algunos pueden volverte completamente loca —sentencia sin asomo de duda. Dímelo a mí.
—¿Tú estás con alguien ahora? ¿Quizá con Joe? —pregunta pícara.
—¿Qué? —inquiero a mi vez al borde de la risa—. No.
Ella sonríe.
—Al principio de mudarme aquí, coincidí con Joe un par de veces en el portal. Estaba coladísima por él. Es muy guapo.
—Sí, la verdad es que sí.
Estoy enfadada con él, pero no se puede negar la evidencia.
—Pero después me enteré de que estaba saliendo con esa otra amiga tuya, la que siempre viste tan bien, y me obligue a sacármelo de la cabeza.
Sonrío. A Sugar le va a encantar saber lo que Sandy ha dicho de ella.
—¿Y cómo te lo sacaste de la cabeza? —pregunto tratando de no parecer muy curiosa.
Este tema puede resultarme muy útil. Quizá debería tomar apuntes.
—Cuando sólo te cuelas por un chico, es fácil dejar de pensar en él —responde hecha toda una experta—. El problema es cuando te enamoras. Ahí no tienes escapatoria.
Genial. Acaba de confirmarme que nunca voy a conseguir olvidarme de Santana.
¿Me pregunto si perdería la memoria rodando por las escaleras?
—¿Problemas sentimentales? —pregunta tras dar una calada.
—Grandes problemas sentimentales.
—¿Es guapo? —inquiere divertida.
—Guapa o Bella y Demasiado —respondo sin dudar.
—Vaya —replica asombrada—. Debe ser una locura. Ni siquiera has tenido que pensarlo.
Me encojo de hombros de nuevo. Ésa es mi cruz.
—¿Y te trata bien?
—Sí —respondo.
Eso tampoco tengo que pensarlo. Al margen de lo que ha pasado, siempre ha intentando cuidarme y protegerme, aunque se equivocara en la manera de hacerlo.
—Es complicado —trato de explicarme—. Ella es una mujer complicada.
—Bella y complicada —comenta socarrona—. Tu vida tiene que ser un auténtico asco.
Asiento y las dos rompemos a reír. Creo que yo sólo lo hago por no llorar, pero me vale. Necesitaba reírme de mi asco de vida aunque sólo fuese un momento.
—Bueno, por lo menos tienes a tus amigos —intenta animarme cuando las carcajadas se calman—. Os he visto muchas veces y sé ve que os queréis y os cuidáis de verdad.
—Tienes razón.
Suspiro hondo y me doy cuenta de que les he acusado de ser injustos conmigo o con Santana cuando yo lo estoy siendo con ellos. Sólo intentan protegerme.
«Brittany Susan Pierce, les debes una disculpa.»
—Y con respecto a esa chica, da igual todas las vueltas que le des. Si le quieres, le quieres. Contra eso no se puede luchar. Si no, mírame a mí —añade con una resignada sonrisa— o supongo que debería decir escúchame. Ríe avergonzada. Me cae realmente bien.
—Tú estás bien, ¿verdad? —No sé muy bien cómo seguir—. A veces —trato de buscar las palabras adecuadas— no pareces muy feliz —comento tímida.
No quiero que piense que me estoy metiendo en su vida.
Ella se encoge de hombros.
—Estoy enamorada, con todo lo que eso conlleva. Hay relaciones que son apacibles y te llenan de serenidad y otras son como si un tren de mercancías lo arrollara todo a su paso.
Ahora soy yo la que sonríe resignada; no podría entenderla mejor.
—Mi relación con Dylan es de estas últimas —sentencia—. Pero, contestando a tu pregunta, sí, estoy muy bien. Él me hace feliz. La gente cree que el amor se demuestra con los besos o con las palabras, y están muy equivocados. El amor se demuestra en la manera en que te consuelan. Si un hombre es capaz de abrazarte y
hacerte sentir que se enfrentaría al mundo entero por ti, es que te quiere de verdad.
Sonrío y asiento suavemente. Nunca lo había pensando, pero creo que tiene razón. Eso es lo que hacen los príncipes por las princesas, ¿no? Protegerlas a ellas y su felicidad ante todo y ante todos.
—Me ha encantado hablar contigo, Sandy —comento levantándome.
Ella sonríe y también se incorpora.
—Pues, cuando quieras, repetimos —replica muy resuelta.
—Cuenta con ello —respondo bajando los primeros escalones.
Entonces recuerdo algo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le pido justo antes de que regrese a su apartamento.
Sandy asiente.
—¿Dónde trabajas? —inquiero curiosa.
Su sonrisa se ensancha.
—Soy bailarina exótica en el Lusty Leopard —contesta—. Pasaos por allí cuando queráis. Estáis invitados a una copa.
—Claro, será divertido. Regreso a mi rellano con una sonrisa mientras empiezo a entender todos los retales de conversación que he escuchado a través del techo.
Delante de la puerta de los Berry, suspiro hondo. Finalmente reúno valor y llamo. Rachel abre la puerta. Me mira de arriba abajo con los labios fruncidos y finalmente me hace un mohín y me da un abrazo.
—Eres una idiota —me dice envolviéndome como un oso—. Sólo queremos que estés bien.
—Lo sé y lo siento.
Sugar me lo pone un poco más difícil, pero, en cuanto le cuento que he hablado con Sandy y que la ha definido como «la chica que siempre viste tan bien», su enfado se disipa.
Intento disculparme también con Joe, pero las chicas me explican que ha salido y probablemente no volverá hasta la hora de comer.
Aunque insisten, no me quedo a almorzar y regreso a mi apartamento. He decidido que tengo que desembalar de una vez mis cosas y tengo que hacerlo sola. Quizá así entienda de una vez que esto no es un parón, que mi vida en Chelsea junto
a Santana no va a reanudarse.
Me paso toda la tarde sacando las cosas de las cajas y guardándolas en mi armario o donde corresponda. No es una tarea divertida y tampoco me ayuda a dejar de pensar, pero era algo que tenía que hacer. A eso de las siete ya he terminado con todo. Las chicas y Jame me han llamado una docena de veces, pero no he querido salir. Ni siquiera cuando han intentado sobornarme con tarta de calabaza del Saturday Sally. Aunque no tengo hambre, decido que ya es hora de cenar y voy a la cocina. Preparo un emparedado de queso y lo meto en la sandwichera. Mientras espero a
que se dore, regreso a la habitación revisando los correos electrónicos en mi iPhone y, cuando alzo la cabeza, mi maltrecho corazón da un vuelco. Mi habitación está absolutamente recogida, sin una mísera caja por medio y, no sé por qué, me
siento todavía más triste que antes.
Estoy un paso más cerca de volver a mi vida de antes y uno más lejos de Chelsea y de Santana. Ya no quiero comer.
Desenchufo la sandwichera de un tirón y llena de rabia apago cada interruptor de un manotazo hasta volver a mi habitación perfectamente ordenada. Me meto en la cama y me tapo hasta las orejas. Me gustaría tanto que Santana estuviese aquí, que me abrazara, que me hiciera sentir a salvo. Ahora mismo recuerdo las palabras de Sandy: «Si un hombre es capaz de abrazarte y hacerte sentir que se enfrentaría al mundo entero por ti, es que
te quiere de verdad».
La echo de menos.
Recuerdo cómo me consoló cuando acabé llorando en su ducha. Recuerdo el tacto de su ropa empapándose poco a poco mientras sus manos me acariciaban el pelo y me calmaban. Sentí que se enfrentaría al mundo entero por mí. Creo que hubiese conseguido que dejara de girar si hubiese sido necesario.
Suspiro hondo y clavo mi vista en el techo. Sólo quiero sentirme un poco mejor. Antes de que pueda pensarlo con claridad, me levanto y cojo mi iPhone.
Vuelvo a meterme en la cama y me tapo con las sábanas como si fueran el escondite
perfecto.
¿Estás despierta?
Mando el mensaje igual que cogí el teléfono, sin darme tiempo a pensar. El móvil vibra entre mis manos y el icono de mensajes tiembla.
Sí. No puedo dormir.
Durante unos segundos releo cada letra y mi corazón me suplica que corra junto a ella.
Yo tampoco. Te echo de menos.
Deslizo el dedo por el botón de enviar y creo que dejo de respirar. No sé qué pretendo que conteste o que haga. Suspiro hondo. En realidad sí lo sé, pero también soy plenamente consciente de que sería el mayor error que podríamos cometer.
Deberías intentar dormir.
Su respuesta parte en dos mi maltrecho y estúpido corazón. Ni siquiera ahora está dispuesta a decirme cómo se siente. Suspiro frenando un sollozo y dejo el móvil sobre la mesita. Un par de minutos después comienza a sonar iluminando toda la habitación. Sé que es ella y no voy a cogerlo. No quiero oír cómo decide por
las dos o cómo me deja al margen. Sollozo de nuevo pero otra vez me obligo a no llorar. Debería hacerle caso a Sugar, a Rachel, a Joe, a mí misma, incluso a Santana.
Ella no me conviene y eso no va a cambiar jamás.
Cuando suena el despertador, ya llevo un par de horas despierta con la mirada clavada en el techo. No debí mandarle ningún mensaje a Santana.
—Eres idiota, Pierce —me digo y ni siquiera tengo ánimos de contradecirme.
Pienso en llamar y decir que estoy enferma, pero tras sopesar la idea acabo levantándome a regañadientes. La alternativa es quedarme comiendo cereales y lamentándome de mi vida y la verdad es que eso me apetece aún menos.
Me doy una ducha rápida, me pongo el primer vestido que saco del armario y me recojo el pelo en una sencilla coleta.
Paso por delante de la cocina fingiendo que ese puñado de metros cuadrados
ha desaparecido de mi apartamento por arte de magia. No estoy muy orgullosa de mí ahora mismo, pero mi estómago está cerrado a cal y canto y se niega por completo a colaborar.
Saludo a Noah y me meto en el ascensor sin cruzar la mirada con nadie. Me pregunto cuánto tiempo tardarán en averiguar que Santana y yo nos hemos divorciado.
Sólo espero que sea lo más tarde posible. Si ya me miraban por ser su prometida y después su mujer, no quiero ni pensar cómo se comportarían si se enteraran de que ni siquiera hemos durado un mes casadas.
Cruzo la redacción y, cuando pongo un pie en mi oficina, me detengo en seco sorprendida. Sugar está acomodada en mi silla y charla animadamente con Spencer, sentado en una esquina de mi escritorio, y Quinn, apoyado en el marco de su puerta.
Cuando me ven, los tres sonríen y yo frunzo el ceño automáticamente. ¿Qué está pasando aquí?
—¿Qué hacéis aquí? —pregunto extrañada.
—Queríamos hablar contigo, Britt —me responde Spencer.
Yo los miro perspicaz. Espero que no sea otra intervención. No estoy de humor.— Lo primero que tenemos que decirte —comenta Quinn— es que estamos muy contentos con tu trabajo aquí.
La observo y mi resquemor aumenta. No sé lo que es, pero hay algo que no termina de gustarme.
—Verás —continúa Spencer—, el Lopez Group ha comprado una revista, un semanario de actualidad en Boston. Su tirada es estatal, pero creemos que con la reconversión adecuada podría convertirse en nacional.
—Una revista del corte de Newsweek o el New Yorker —lo interrumpe Quinn
—. Va a ser muy duro y no va a ser rápido. Yo seré el editor y dirigiré la refundación, pero necesito a alguien allí. Una persona en la que pueda confiar plenamente y que sepa cómo trabajo. Después de pensarlo mucho, creemos que esa persona podrías ser tú.
Los tres me miran esperando a que reaccione, pero yo no sé qué decir. No quiero dejar Nueva York.
«¿Seguro que es la ciudad lo que no quieres dejar?»
—Quinn, apenas tengo experiencia —murmuro sorprendida.
—Eres muy buena, Britt —me replica sin asomo de duda—. La mejor ayudante que he tenido y, a pesar de los altibajos que hayas podido tener, tienes talento, ilusión e instinto, y trabajas muy duro. Yo tampoco tenía experiencia cuando empecé aquí.
—No sé —murmuro.
Ahora mismo la cabeza me da vueltas.
—La revista también necesitará un departamento de Producción y alguien que lo dirija —interviene Spencer—. Bajo la supervisión de Matel, naturalmente. Hablamos con Miller y el propio Matel y los dos nos recomendaron a Sugar. La miro boquiabierta y ella me devuelve la mirada fingiendo socarrona mi mismo gesto de sorpresa. No puedo creerme que haya aceptado sin más. Resoplo y trato de poner en orden mis ideas. —Os lo agradezco muchísimo —digo sin dudar—, pero lo cierto es que no lo sé. No sé si podría marcharme a Boston.
Adoro vivir en Nueva York. No podría alejarme de la ciudad, de los Berry, y, sobre todo, no sé si sería capaz de alejarme de ella.
—Tenéis que ser nuestros ojos allí. La empresa correrá con los gastos que os suponga la mudanza. Tendréis un apartamento y un incremento del sueldo del treinta por ciento por vuestras nuevas responsabilidades. Pero que os marchéis allí es innegociable.
Creo que es por la manera en la que Spencer pronuncia la palabra innegociable o quizá por cómo se miran él y Quinn cuando lo hace, pero de pronto entiendo exactamente todo lo que está pasando aquí.
—¿Me ofrecéis el trabajo para alejarme de aquí? —Es decir, de Santana—. ¿Ha sido idea suya? —inquiero en un hilo de voz.
La respuesta a esa última pregunta me da demasiado miedo.
—No se trata de eso, Britt —se apresura a responder Quinn— o por lo menos no sólo de eso —se sincera—. Es una gran oportunidad y también lo mejor para ti y para Santana. —Calla un segundo—. Y no, no ha sido idea suya —confiesa al fin.
Yo suspiro y clavo mi mirada en el techo a la vez que me llevo las manos a las caderas. Primero el padre de Santana, después el mío, los chicos y ahora ellos. Tengo la sensación de que cada persona que conozco tiene algo que decir sobre mi vida y
ya estoy harta.
—No os metáis en esto, por favor —susurro y en realidad casi lo suplico. Es mi vida. Soy plenamente consciente de que quizá no estoy tomando las mejores decisiones, pero agradecería que en el algún momento alguien las respetara.
—Si decides aceptar, éste será tu nuevo contrato —continúa amablemente Spencer, tratando de reconducir la conversación y tendiéndome unos documentos— y ésta la orden de traslado. Sólo tienes que firmarlos. Cojo los papeles que me ofrece. En cada uno de ellos hay una pegatina de «firme aquí» junto a mi nombre.
Trato de ordenar mis ideas una vez más, pero entonces me doy cuenta de que en la orden de traslado falta todavía la firma de Santana. Automáticamente decido que quiero saber qué opina ella de todo esto. Necesito saber si, como todos, cree que lo
mejor es que desaparezca de su empresa, de su vida e incluso de su ciudad. «Nueva York para las neoyorquinas.» Recuerdo el titular de la foto del Times y tengo ganas de vomitar.
Sin decir nada y con los papeles aún en la mano, voy hasta su despacho. Blaine me recibe con una sonrisa y me pide un segundo levantando el dedo índice a la vez que con el mismo dedo de la otra mano pulsa el botón central del moderno intercomunicador.
—Señorita Lopez, Brittany Lopez está aquí y desea verla.
Abro la boca dispuesta a corregirla y decirle que he vuelto a ser la señorita Pierce, pero no quiero tener que dar más explicaciones ni que más personas me miren con lástima.
Durante unos segundos no hay respuesta y la atmósfera se vuelve extrañamente incómoda.
—Ahora no puedo recibir a nadie —contesta al fin.
Usa su voz fría de directora ejecutiva y un nudo de pura rabia y tristeza se forma en mi garganta. No puedo creerme que todo vaya a terminar así. Tardo un segundo en reaccionar, pero, cuando al fin lo hago, obvio cualquier cosa que fuera a decirme su secretaria y camino decidida hacia la puerta del despacho de Santana.
Blaine se levanta y me sigue, pidiéndome que me detenga.
No llamo a la puerta. ¡No me da la gana!
Abro destilando una rabia monumental. Santana, de pie al otro lado de su escritorio, alza su increíble mirada a tiempo de ver cómo camino hasta el centro de su despacho.
—No me puedo creer que te estés comportando así —siseo.
—Lo siento, señorita Lopez —se disculpa Blaine—. No he podido detenerla.
Santana mira a su secretaria ordenándole sin palabras que se retire. Su aspecto por un momento me distrae. Está bella como siempre, pero también parece cansada, agotada, como si estuviese harta de luchar contra el mundo.
—¿Qué quieres, Britt? —pregunta tratando de sonar serena.
—Parece que, sea lo que sea, tú no quieres escucharlo —mascullo furiosa.
—Brittany —me reprende.
—¿Brittany, qué? —me envalentono—. ¿Ni siquiera pensabas recibirme?
¡Estoy muy furiosa!
—No —responde lleno de rabia rodeando su carísimo escritorio—. Ni siquiera pensaba hacerlo. Sé de sobra lo que vas a decirme. ¿Crees que para mí no es duro? ¡Me estoy muriendo, joder!
Sus palabras me silencian una vez más y por un momento sólo se oyen nuestras respiraciones entrecortadas por el dolor y la rabia.
—¿Y por qué lo haces? —musito con mis ojos azules prácticamente
suplicando a los suyos.
—Porque es lo mejor, Britt. Esto está acabando contigo.
Suena dolida, preocupada, triste, sincera.
—Joe vino a verme ayer. Me dijo que, si te quería, tenía que parar con todo esto y, aunque estuve a punto de partirle la cara, sé que tiene razón. Yo misma me lo he repetido un millón de veces.
La miro absolutamente conmocionada. No quiero que se acabe. Me da igual que no sea buena para mí. No puedo perderla.
—Yo te necesito, San —murmuro con la voz entrecortada, haciéndome eco de lo único en lo que puedo pensar.
Nunca había estado tan asustada.
—Si me necesitas, vuelve conmigo —replica sin dudar.
—No —contesto aterrada.
Y el miedo se transforma en otro más profundo. No puedo volver con ella.
Santana cabecea a la vez que aparta su mirada de la mía y la pierde en el inmenso ventanal.
—Esto va acabar destrozándote. —Y con su última palabra aparta su vista también de la ventana, como si el arrepentimiento le quemara por dentro.
—Yo ya estoy destrozada. Me destrozaste tú.
Mi comentario hace que vuelva a mirarme directamente a los ojos. Pensar que esto está siendo fácil para Santana es ser demasiado injusta, pero aún así es ella quien está apartándome de su lado.
—Lo sé —contesta sin asomo de duda, como si fuera algo que se repite día tras día, segundo tras segundo— y por eso no voy a permitir que tú misma acabes con lo poco que queda de ti.
Las dos nos quedamos en silencio. No puedo dejar de pensar que va a comportarse exactamente igual hasta el final, decidiendo por las dos incluso cuándo tiene que acabarse lo que sea que queda entre nosotras.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —inquiere.
No quiero contestar a esa pregunta y ella no tiene ningún derecho a hacerla.
—¿Cuándo? —repite.
—Hace dos días.
Santana resopla y lleno de algo que no sé si es dolor, frustración o simplemente rabia, firma los papeles de mi traslado. Yo la observo. Una fuerza más potente que la gravedad me impide apartar la mirada de su mano.
—Ya lo entiendo —digo.
Una lágrima cae por mi mejilla pero me la seco con rabia. Ya he llorado demasiado por ella.
—Ahora que ya no te sirvo —continúo dolida y enfadada—, porque no es como quieras y cuando quieras, te deshaces de mí.
Santana me mantiene la mirada pero no dice nada. Por un momento puedo notar que sus ojos se llenan de algo peor que la rabia y más profundo que cualquier dolor.
—Por lo menos ten el valor de decírmelo —la provoco furiosa.
—Sí, es eso, Britt —responde con la voz serena pero en absoluto fría.
—¿Y qué hay de los «no sé vivir sin tocarte»?
Estoy a punto de romper a llorar.
—Aprenderé
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 24
Asiento nerviosa y más triste de lo que he estado en toda mi vida. Sin decir nada y sin volver a mirarla, camino hasta su mesa, cojo los papeles y salgo de su despacho bajo su atenta mirada.
Ha vuelto a echarme de su empresa y de su vida otra vez.
Sonrío a Blaine, ofreciéndole también una disculpa. El parece entenderme y me la devuelve sincera y sin asomo de dudas.
Cruzo la redacción a paso ligero y regreso a mi oficina. Quinn, Spencer y Sugar todavía me esperan allí. Están hablando, no logro distinguir de qué, pero en cuanto entro los tres callan y recibo su atención al instante.
—Firmaré —digo haciendo eso mismo tras apoyar los documentos en mi mesa.— Has tomado la mejor decisión —me dice Spencer lleno de empatía—. En dos semanas tendréis que estar en Boston.
—¿Podría ser antes? —pregunto tratando de que mi voz suene más segura de como en realidad me siento.
—¿Una semana? —inquiere el mayor de los Lopez.
—¿Qué tal dos días? —replico—. ¿Podrás tenerlo todo listo? —le pregunto a Sugar.
—Sí, claro —responde sin dudar.
Me conoce demasiado bien. Sabe dónde he estado, sabe lo que ha pasado y también sabe que no puedo permitirme pasar aquí un solo día más.
—Perfecto, entonces —dice Spencer levantándose—. Aceleraré todo el papeleo con Recursos Humanos.
Asiento.
Spencer camina hacia la puerta y, al pasar junto a mí, se detiene.
—Espero que en Boston seas muy feliz.
Me abraza con fuerza y por un momento siento toda la calidez de cuando me abraza mi padre o Sam.
—Te lo mereces —me susurra.
Asiento de nuevo tratando de contener las lágrimas.
Spencer se marcha sin mirar atrás y yo suspiro hondo.
—Marchaos ya. Si os vais en dos días —comenta Quinn—, necesitaréis tiempo para organizar vuestras cosas.
Las dos asentimos.
Quinn se levanta y camina hasta colocarse frente a mí.
—Vamos a vernos por Skype prácticamente todos los días —me dice con una enorme sonrisa para obligarme a imitarla— y vamos a hablar por teléfono y a enviarnos correos electrónicos. No vas a librarte tan fácilmente de mí.
Al fin consigue su objetivo y sonrío, pero no me llega a los ojos.
—Todo va ir bien —me anima.
Me abraza y yo me dejo abrazar. Justo antes de separarse, me da un beso en la cabeza. Ahora sí que sonrío y lo hago de verdad. Quinn es una tía genial.
Sugar se empeña en acompañarme al vestíbulo a pesar de que ella tiene que regresar para firmar su nuevo contrato y despedirse del señor Miller.
Ninguna de las dos dice nada mientras cruzamos la redacción. Yo prefiero no despedirme de nadie. No quiero tener que contar lo que verdaderamente ocurre y ninguna de las explicaciones alternativas que pienso me parecen creíbles, por muy elaboradas que sean, si no incluyen la palabra divorcio.
Cuando las puertas de acero se cierran, clavo mi vista al frente y resoplo brusca y profundamente.
—Chica, eres mucho más fuerte de lo que pareces —me dice Sugar admirada.
Y no sé por qué es precisamente eso, que alguien por fin me vea como una persona fuerte y no como una cría asustada, lo que consigue que todos mis sentimientos se arremolinen dentro de mí y, totalmente en contra de mi voluntad, rompo a llorar desconsoladamente.
Sugar me observa llena de empatía a punto de sollozar y sin dudarlo me tiro a sus brazos.
El pobre mensajero al fondo del ascensor nos mira con cara de circunstancia, rezando para que los pisos pasen más rápidos.
—Lo siento —musito sorbiéndome los mocos de una manera muy poco elegante.
—¿Qué tienes que sentir? Van a subirme el suelo un treinta por ciento y pierdo de vista a Miller.
Sonríe y me mira. Al ver que yo no le devuelvo el gesto, mantiene la sonrisa fingidamente forzada a la vez que se la señala. Yo no puedo más y finalmente sonrío, casi río, de verdad.
Me paso el resto de la mañana y la tarde comprando algunas cosas que necesitaré para el viaje.
A eso de las seis los chicos se pasan por casa. No estoy enfadada con Joe porque fuera a hablar con Santana y, aunque así fuese, no podría seguir estándolo sabiendo que no lo tendré a un rellano de distancia durante mucho tiempo. No me libro de cenar un trozo de lasaña y, aunque al principio no tengo ni pizca de hambre, mi estómago acaba agradeciéndomelo.
Estoy colocando el último plato en el escurridor cuando llaman a la puerta. Me seco las manos con uno de los trapos de cocina que trajo Joe para sujetar la bandeja de la lasaña y voy hasta la puerta.
Imagino que serán Sugar o Rachel, pero, como siempre, no podría estar más equivocada.
«Deberías dejar de imaginar quién llama a tu puerta. Nunca aciertas.»
—Hola —me saluda y, a pesar de que es una sola palabra, todo mi cuerpo vibra. El día que dije que jamás podría olvidar su voz hablaba completamente en serio.—Hola —musito.
—¿Puedo pasar?
—Sí, claro —respondo echándome a un lado.
Entra y yo cierro la puerta despacio antes de seguirla.
Mi salón con ella dentro parece extrañamente pequeño. Eso no ha cambiado nunca.— ¿A qué has venido, Santana? —me lanzo a preguntar porque necesito saberlo.
Ya dejó muy clara su postura con respecto a mi traslado y a nosotros esta mañana en su despacho.
Ella resopla y alza la mirada. Odia tener que hablar y estoy ante una nueva prueba de ello.
—No quería que te fueses pensando que estoy contenta con esto.
—Ya lo sé —susurro.
Por muy furiosa que saliese de su despacho, sé que esto no es lo que quiere.
—En Boston vas a ser muy feliz. Te lo mereces.
Repite las mismas palabras que dijo Spencer y entonces comprendo que este discurso no es sólo para mí.
—Tú también te mereces ser feliz, Santana.
Ella me mira con toda esa ternura y toda esa condescendencia. La mirada que siempre me dice que estoy equivocada, que me estoy imaginando a una mujer mejor de lo que es. No se hace una idea de lo equivocada que está. Es maravillosa.
—San, ¿por qué tienes esa idea tan equivocada de ti misma? —le pregunto.
—¿No has pensado que a lo mejor la que tiene la idea equivocada de mí eres tú?
Niego con la cabeza. Puede que me haya equivocado en muchas cosas, pero sé que ésta no es una de ellas.
—Eres mejor de lo que crees —sentencio.
—Puede ser, pero tú te mereces a alguien que lo sea todavía más.
Aunque suena calmada, sus palabras salen llenas de rabia y dolor.
—No nos fue tan mal —digo con una sonrisa fugaz dando un paso hacia ella.
—Habrías conseguido que acabara dándome un ataque al corazón —se queja imitando mi gesto—. Eres insufrible.
—Eso te pasa por ser una loca controladora y una celosa —replico divertida.
—¿Sabes que es lo mejor de todo? Antes ni siquiera era una tipa celosa.
Ambas sonreímos.
—Supongo que nunca encontré a una chica que me importara tanto como me importas tú. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.
—Menos hablar —comento burlona.
La sonrisa de Santana se ensancha.
—Bueno, hablar nunca se me ha dado muy bien.
—Pues esto se le parece mucho. —Camino hacia el frigorífico, saco dos cervezas heladas y regreso hasta ella—. Así se le va a parecer aún más —le anuncio.
Santana sonríe y yo le tiendo una cerveza. Cuando la coge, sus dedos acarician los míos y una corriente eléctrica atraviesa mi cuerpo. Por un momento alzo la mirada y, por la forma en la que sus ojos me observan, sé que ella también lo ha sentido.
—Sentémonos —murmuro algo nerviosa, desuniendo nuestras miradas al tiempo que echo a andar hacia el sofá.
Me siento en el tresillo e inmediatamente le doy un trago a mi cerveza. Todo el ambiente se está intensificando y eso no es bueno para mí.
Santana también se acomoda en el sofá, pero se asegura de dejar una distancia de seguridad entre las dos.
—Nunca me contaste lo que le dijiste a mi padre cuando lo llamaste por teléfono.
Sonríe fugaz y le da un trago a su cerveza. Por un momento pierdo mi mirada en la manera tan elegante en la que los puños de su camisa blanca sobresalen de su chaqueta negra. Nunca entenderé cómo ese detalle tan pequeño puede ser una muestra de atractiva tan grande.
—Sólo le dije que no tenía de qué preocuparse —responde—, que yo cuidaría de ti.
Ahora soy la que sonríe fugaz a la vez que tímida aparto mi mirada de ella. Es ella la mas bonita príncesa de mi vaso de princesas.
Suspiro discreta y decido que lo mejor para las dos es reconducir la
conversación. Por primera vez tengo la sensación de que estamos hablando y no quiero estropearlo.
—¿Puedo preguntarte algo? —inquiero. Santana sonríe sincera y yo siento que algo se ilumina en mi interior.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué me tratabas tan mal al principio de conocernos?
La sonrisa de Santana se transforma en una más dura, pero también más pícara, más sexy.
—No me puedo creer que aún no te hayas dado cuenta. Creí que era más lista, señorita Pierce.
Yo la miro boquiabierta fingidamente ofendida y acabo haciéndole un mohín, lo que hace que su maravillosa sonrisa vuelva a aparecer.
—No me has contestado —me quejo.
Santana resopla pero no lo hace enfadada, más bien parece estar armándose de valor. —Porque quería alejarte de mí —responde atrapando mi mirada de nuevo—. Cada vez que te miraba, me descolocaba, y cuando lo hacías tú, me volvía loca.
Nunca me había sentido así en toda mi vida, pero sabía que te haría daño, y no me equivoqué —sentencia llena de rabia, liberando mi mirada y perdiendo la suya al frente.
Tengo claro que no está enfadada conmigo, sino consigo misma.
—Es cierto que sufrí.
Mis palabras hacen que vuelva a mirarme.
—Pero también fui muy feliz, más que en toda mi vida, más de lo que soy ahora, y creo que más de lo que nunca seré y eso es muy triste, ¿verdad? —Me detengo y suspiro con fuerza intentando contener las lágrimas—. Cuando tú me mirabas, era todo lo que necesitaba. Era amor, protección, deseo. Da igual quién me
mire a partir de ahora, sé que nunca volveré a sentir eso.
Mi voz se evapora al final de mis palabras. Dejo el botellín sobre la mesa y rápidamente me seco las lágrimas que me esfuerzo en frenar, tratando de mirar hacia cualquier otro lado que no sea a ella.
—Será mejor que te vayas —musito levantándome y caminando hasta mi habitación.
No quiero que me vea llorar, pero, sobre todo, me voy porque ahora mismo no puedo ver cómo se marcha.
Me siento en mi cama sollozando. Le oigo levantarse y caminar por mi salón. Es la última vez que voy a verla. No puedo pensar en otra cosa.
Sin embargo, sus pasos no la alejan hacia la puerta, sino que la llevan hasta mi cuarto.
Santana se detiene en el umbral y me observa. Puedo notar su mirada sobre mí, mi cuerpo encendiéndose y mi corazón rompiéndose un poco más.
—¿Qué quieres? —pregunto atreviéndome a alzar la mirada por fin—. ¿A qué has venido?
Santana camina la breve distancia que nos separa y se detiene frente a mí. Me toma suavemente de las manos y despacio me levanta hasta que quedamos frente a frente. Me aparta con suavidad el pelo de la cara y sus ojos me contemplan
llenos de ternura a la vez que sus dedos se pasean lentamente por mi mejilla, como si quisieran recordar cada rasgo de mi cara.
—A despedirme de ti —susurra acunando mi cara entre sus manos.
Despacio, se inclina sobre mí y me besa.
Yo la dejo que lo haga porque es el último beso que va a darme y quiero disfrutarlo, sentirla, llevármelo conmigo.
Alzo las palmas de las manos y las coloco sobre su pecho. Su corazón late acelerado como el mío y ese sonido hace que todo sea increíblemente íntimo, como si de pronto hubiésemos vuelto a nuestra burbuja.
Sin dejar de besarme, me inclina sobre la cama suavemente y ella lo hace sobre mí. Sus manos me acarician poco a poco, tratando de dibujar mi cuerpo, de recordarlo.
Esta vez no hay prisas, ni besos descontrolados. Sólo somos dos personas que saben que su tiempo ha acabado y que duele demasiado.
Me da un dulce beso. Se separa de mí y lentamente me quita el vestido. Me observa un momento desde arriba y despacio alza la mano. La coloca en mi cuello y sin prisas baja hasta alcanzar mi estómago, dejando que el aire escape despacio de sus pulmones.
Sus ojos siguen el movimiento de su mano. Por primera vez parece triste, abatida, y yo sólo quiero consolarla. Levanto mis manos y acaricio su cara. Con ese simple contacto Santana vuelve a alzar la mirada y sus espectaculares ojos atrapan los míos como si nada hubiera pasado, como si fuese la primera vez que hablamos en aquellas mesas del departamento de Recursos Humanos, como si no nos hubiésemos hecho daño, como si sólo quedará la perspectiva de un amor infinito entre las dos.
Me besa con fuerza y todo vuelve a empezar. Los cosquilleos, las mariposas, todo el placer, todo el deseo, todo el amor.
Desabrocho cada botón de su camisa. Me deshago de ellas con su ayuda y su piel calienta la mía.
Es todo lo que adoro que sea, todo lo que necesito que sea.
Contempla mi sujetador y mis bragas de algodón y sonríe fugaz antes de deshacerse de ellos. Besa cada centímetro de piel que acaba de liberar y, seductora, se pierde en mis caderas, deja que su cálido aliento encienda mi piel y después su lengua me calma y me hace arder al mismo tiempo.
Se incorpora y avanza por mi cuerpo una vez más, venerándome, llenándome de deseo.
Con manos torpes y aceleradas, desabotono sus pantalones. Santana se deshace de ellos y de sus bragas y se recoloca entre mis piernas. Coloca su mano entre mis piernas, instando al placer, entra dentro de mí con un solo movimiento, profundo, acariciando hasta el último rincón de mi interior. Mi cuerpo se arquea uniéndose más al suyo mientras un grito ahogado, pleno, rebosante de placer se escapa de mis labios.
Comienza a moverse despacio, alargando sus movimientos, haciéndolos más intensos, consiguiendo que lleguen más lejos.
No se separa de mí un solo momento, no deja de besarme, de tocarme, de amarme.
Mi cuerpo se tensa.
Grito.
Santana acelera el ritmo.
Me aferro a sus hombros. Quiero sentirla aún más cerca. No quiero dejar de sentirla jamás.
—Saaa nn tanaaa —gimo.
Y todo mi cuerpo, mi piel, mi corazón se llenan de placer, se encienden, explotan, mientras un orgasmo maravilloso, repleto de todas las emociones que siempre nos han rodeado, me recorre entera y me hace feliz como cada día que estuve a su lado.
Nuestros besos se rompen por mis gemidos. Santana me embiste con fuerza y se pierde en mi interior con nuestras respiraciones entremezcladas.
He vuelto al paraíso por última vez.
Santana sale despacio de mí y, sin ni siquiera dejarse caer sobre la cama, se levanta. De espaldas a mí se pone los pantalones y se los ajusta dando un par de saltitos. Se pasa las dos manos por el pelo y por un momento se queda pensativa.
Veo los músculos de su espalda tensarse. Todo su cuerpo vuelve a un estado de guardia, de rabia. Yo también me levanto y terminamos de vestirnos en silencio.
La acompaño hasta la puerta. Ninguna de las dos dice nada. Ni siquiera me atrevo a mirarla. Vamos a despedirnos de verdad, para siempre. Santana abre la puerta, pero, tras dar un único paso, se gira hacia mí y, como si ya no pudiese contenerse más, me besa con fuerza, tomando mi cara entre sus manos, haciendo lo que adoro que haga, demostrándome sin palabras que soy suya.
Separa nuestros labios y yo abro los ojos. Los suyos me esperan y me atrapan.
—Siento no haber sido lo suficientemente fuerte por las dos —susurra contra mis labios.
Me da un beso corto y dulce y se marcha sin mirar atrás. Yo la observo alejarse de mí y sólo puedo pensar en cuánto le quiero, en que no quiero que esto se acabe. Descalza, salgo tras ella. Bajo las escaleras de prisa y cruzo la puerta principal justo antes de que ella entre en el elegante Audi.
—¡San! —la llamo bajando los escalones hasta la acera y corriendo hacia ella.
Alza la cabeza sorprendida e inmediatamente camina hacia mí. Hace un frío que pela y el suelo está helado, pero no me importa.
—No te vayas —le pido—. Esto no tiene por qué acabarse. Dame una señal, lo que sea, de que las cosas van a ser diferentes y volveremos.
Santana sonríe fugaz un solo segundo y da un paso más hacia mí.
—Britt, tú no quieres volver conmigo. Sólo estás asustada —trata de
hacerme entender.
—Haré lo que quieras —la interrumpo casi desesperada—, lo que Savannah hacía. —No, por Dios —se apresura a replicarme.
No puedo dejar que todo se termine así. Le quiero.
—¿Y qué hay de eso de que siempre cuidarías de mí?
—Estoy cuidando de ti.
Santana exhala todo el aire de sus pulmones brusca al tiempo que alza la mano y me acaricia la mejilla suavemente con el reverso de sus dedos.
—Volvería contigo sin dudarlo, Britt, pero, cuando prometí protegerte, lo decía de verdad.
Se inclina sobre mí, creo que va a besarme, pero finalmente sus labios acarician mi frente y se marcha. Yo me quedo de pie en la acera, contemplando cómo el Audi se aleja de mi calle, de mi apartamento, de mí.
Se acabó.
Regreso a mi piso y me tumbo en la cama. Así terminan las historias de amor o por lo menos así termina la mía. la príncesa no va a rescatar a Cenicienta. No habrá un «felices para siempre» ni sonará una bonita canción mientras pasan los créditos.
Yo quería que mi vida fuera como Descalzos en el parque y ha acabado siendo como Tal como éramos. La chica con los ojos más bonitos del mundo, guapísima, hermética y complicada, se ha marchado dejando a la pobre chica demasiado enamorada.
Todos lo tenían claro desde el principio, incluso yo; entonces, ¿por qué duele tanto?
Una lágrima se escapa por mi mejilla, pero decido que es la última.
—Adiós, Santana —murmuro.
¿Algún día dejará de doler?
Me despierto cuando ya no puedo ignorar la luz del sol atravesando mi ventana.
Me giro en la cama y clavo mi mirada en el techo.
Respira, Pierce —me ordeno—. Es hora de recuperar tu vida.
Me levanto, me ducho y desayuno tostadas y algo de fruta.
Tras ponerme mis vaqueros más viejos y una camiseta con el logo de la universidad, me recojo el pelo con un par de horquillas y comienzo a embalar, recoger y ordenar todo lo que me llevaré a Boston. Spencer me manda un correo diciéndome que la empresa pone a nuestra disposición el jet privado. Quiere hacer
que el traslado nos sea lo más cómodo posible y, además, así Lucky no tendrá que hacerlo en la bodega. Yo pienso en negarme en rotundo, pero mi cachorro me mira ladeando la cabeza, como si pretendiese darme pena por adelantado por meterle en
un portamascotas, y acabo aceptando.
La mañana se me pasa volando y ocurre lo mismo con la tarde. No me permito pensar en Santana ni una sola vez. En esta ocasión la chica lista ha vuelto para quedarse.
Estoy poniéndome el pijama, a punto de meterme en la cama, cuando Lucky, repanchingado sobre el colchón, se levanta de golpe y suelta un ladrido. En ese mismo instante llaman a la puerta. Miro extrañada primero a mi perro y después hacia el salón. ¿Quién puede ser? El corazón se me encoge, como si algo me dijera que sé perfectamente la respuesta a esa pregunta.
Suspiro hondo y camino con el paso titubeante hacia el descansillo. Mi respiración ya se ha desordenado, las piernas ya me tiemblan y todo mi cuerpo está encendido. ¿Por qué ha vuelto?
Abro la puerta con las manos temblorosas y mi expresión cambia por completo cuando veo a Sugar echa una magdalena al otro lado.
—¿Qué ha pasado? —pregunto sorprendida.
—Me he despedido de Quinn —balbucea.
Respira hondo, se seca las lágrimas con la manga del abrigo y se sorbe los mocos.
—Ya he tenido suficiente —sentencia—. No pienso volver a llorar por nadie. Da igual lo guapa o guapo que sea.
Entra con el paso firme en mi apartamento, camina hasta el frigo y saca dos cervezas heladas. La observo un momento mientras se baja de sus tacones de firma y se deja caer en mi sillón, y me doy cuenta de que yo no soy la única que está sufriendo con todo esto. Quinn, Joe pero sobre todo Sugar, están haciendo un
sacrificio enorme. Los tres sabían que lo suyo se acabaría con la mudanza a Boston y, aun así, nos han antepuesto a Santana y a mí.
Sugar toma mi botellín ya abierto por el cuello y lo agita suavemente para indicarme que vaya a cogerlo. Yo lo hago y me siento en el tresillo.
—Lo siento —digo tras darle el primer sorbo.
Ella, que aún bebía de su Budweiser, pone los ojos en blanco y termina el trago. —¿Se puede saber por qué? —pregunta enfurruñada.
—Por esto —digo señalándola vagamente con la mano—. Has tenido que despedirte de Quinn y en algún momento tendrás que hacerlo de Joe.
Sugar guarda silencio un momento y finalmente se encoge de hombros.
—Si no puedes elegir entre dos personas, es porque en realidad no quieres a ninguna —sentencia muy convencida.
—¿Y seguro que tú no podías elegir?
—Cuando me estaba despidiendo de Quinn, estaba tan triste que pensé que era porque cometía el mayor error de mi vida y tenía que volver con ella, pero entonces me di cuenta de que eso significaría no volver a estar con Joe y me puse aún más triste. Tuerzo los labios. Sugar sí que es una mujer fuerte y decidida. Estoy muy
orgullosa por el valor que siempre sabe echarle a la vida.
—Pareces una canción de Barbra Streisand —comento socarrona.
Sólo quiero que sonría.
—No soy la única —replica rápidamente.
Nuestras sonrisas se ensanchan y Sugar da un nuevo trago a su cerveza.
—No me malinterpretes —se apresura a continuar—. Les quiero a los dos, pero es más cariño que amor. Yo quiero que me cueste trabajo respirar, pasión desenfrenada, quiero querer como Carrie quiere a Big, maldita sea —sentencia al fin.
Sonrío. La entiendo perfectamente.
Sugar echa la cabeza hacia atrás hasta apoyarla por completo en el sillón. Por un momento las dos nos quedamos en silencio, pensativas.
—A veces me siento un poco como Carrie —me sincero con la mirada clavada en el techo.
—¿Carrie, mato a todos mis compañeros de clase con la mente, o Carrie Bradshaw, la de «Sexo en Nueva York»? —pregunta echando la cabeza de nuevo hacia delante.
—Bradshaw.
—Ya te gustaría —responde con un bufido.
Le dedico mi mejor mohín y ambas sonreímos.
Le doy un nuevo trago a mi cerveza mientras Sugar me mira apremiándome a que me explique.
—Me refiero a eso de que a veces, en la relaciones, hay que preguntarse si una ama con quién está o ama lo que siente tratando de alcanzar algo que en realidad es inalcanzable.
Sugar me mira confusa. No la culpo.
—¿Y si no me enamoré de Santana?, ¿y si de lo que me enamoré fue del peligro emocional de que ella fuera tan hermética, tan autosuficiente? Algo dentro de mí siempre me ha gritado que acabaría haciéndome daño, desde la primera vez que la
vi, y no pude apartarme de ella. Soy una maldita yonqui.
—Santana está buenísima.
—¡Sugar! —me quejo.
Que me recuerden que es una diosa griega es lo último que necesito.
—No, hablo en serio. Si un genio apareciera de repente y te ofreciera un millón de dólares, que todos los días fueran Navidad y que las hamburguesas con queso no engordaran y al otro lado Santana te sonriera con esos ojos fulminabragas,
todas las mujeres de este universo elegirían irse con ella. Eso está más claro que las matemáticas.
—Gracias por la aclaración —le digo dedicándole un mohín.
¿Qué tipo de apoyo es éste?
Sugar parece averiguar lo que estoy pensando y pone los ojos en blanco.
—No seas dramática —protesta—. Lo que pretendo decir es que era muy complicado mantenerse apartada de ella, para ti y para cualquiera, y, además, a todo eso tienes que sumar que está loca por ti.
—No está loca por mí —me apresuro a rebatir.
—Sí lo está, Britt. No seas injusta. Cometió un error imperdonable pero eso no significa que no te quiera.
Frunzo los labios. Tiene razón.
—¿Ahora la defiendes? —Sugar enarca las cejas y yo resoplo—. Supongo que parte de esta estupidez de crecer y ser maduro implica ver las cosas con perspectiva.
—Ver las cosas con perspectiva, sí; ser gilipollas, no. Santana tiene que arreglar todas sus mierdas para poder ser feliz. Eso es lo que no puedes olvidar. Por eso nos vamos a Boston, ¡qué asco! —Su queja me hace sonreír—. Y por eso Spencer y
Quinn habrán encerrado a Santana en algún sitio sin ventanas.
Ahora sonreímos las dos.
—Aunque sospecho que sería capaz de tirar abajo cualquier puerta —añade muy pensativa—, lo que también me hace sospechar que está acometiendo un esfuerzo enorme por hacer lo que es mejor para ti.
Sonrío triste y fugaz. Ella mismo me lo dijo.
—Estuvo aquí ayer y me dijo que hacía esto por mí, para cuidar de mí. Sugar asiente completamente de acuerdo y le da un nuevo trago a su cerveza.
—Necesitáis olvidaros mutuamente —sentencia.
Suspiro con fuerza. Esa simple frase plantea demasiadas preguntas y cada una me da más miedo que la anterior.
—¿Y si no consigo olvidarla? —inquiero tratando de disimular el temor que sólo pronunciar estas palabras en voz alta me produce—. ¿Y si ella consigue olvidarse de mí y yo de ella no?
—La clave son cuatro palabras: otros hombres guapos y esculturales — responde Sugar como si lo estuviera leyendo de un enorme cartel lleno de fotos de hombres desnudos.
—Eso son cinco palabras.
—¿Cinco? ¿La “y” cuenta?
Volvemos a reír.
—No quiero salir con otros hombres —gimoteo cuando nuestras carcajadas se calman.
Sugar cambia de postura, cruza las piernas como si estuviera en una clase de yoga y me mira para captar toda mi atención.
—Del uno al diez, ¿cómo de increíble dirías que era Santana en la cama?
Quiero mandarla a paseo. En serio, ¿qué clase de apoyo de amiga es éste? Voy a acabar con ganas de pegarme un tiro. Ella me mira muy seria. ¡Quiere que conteste de verdad!
—Contéstame —me apremia.
—Eres lo peor —me quejo, pero, antes de que pueda evitarlo, hago memoria y los recuerdos atraviesan mi mente y todo mi cuerpo como un ciclón. No necesito mucho tiempo para saber que un diez no está ni siquiera próximo a avecinarse a estar remotamente cercano a lo que es Santana en la cama—. Un billón.
Sugar me hace un mohín y asiente displicente.
—Me lo imaginaba —aclara—. Pues ése es el motivo por el que necesitas urgentemente un hombre entre tus piernas.
—No entiendo nada.
—El primer hombre con el que te acuestes —prácticamente me interrumpe— será un absoluto desastre. No te tocará como Santana, no te besará como ella y vas a acabar hecha polvo.
—Sugar, te mereces un trabajo en el teléfono de la esperanza —comento socarrona.
—Cállate —me reprocha—. Pero el segundo será mejor y el tercero mejor... y así sucesivamente. Si esperas a estar recuperada, a sentir algo por otro hombre, cuando te vayas a la cama con él, será un fiasco y volverás a hundirte. Los malos tragos es mejor pasarlos de un tirón —sentencia.
—Y tú has tragado mucho —replico burlona
—Perra —protesta.
—No ha sido a propósito —me disculpo sin poder parar de reír.
—Santana…
—Está bien —digo interrumpiéndola a la vez que me levanto, cojo los botellines vacíos y voy hasta el frigorífico para coger otros dos nuevos—. He captado el mensaje.
He fingido toda la convicción que he mostrado con mi última frase, pero necesito urgentemente que deje de mencionar a Santana.
—¿Sabes qué? —comenta muy segura dejándose caer de nuevo contra el sillón y cruzando los brazos tras su cabeza—. Lo mejor es que nos olvidemos de tíos hasta que los personajes de las novelas románticas cobren vida y vengan a buscarnos.
Sonrío. Le paso una cerveza y me siento de nuevo en el sofá.
—Me pido a Christian Grey —se apresura a decir muy seria. No está dispuesta a dejar que se lo quiten.
Frunzo los labios mientras pienso en mi elección.
—Mmm… Santana Lopez —digo antes de darle un trago a mi cerveza.
—Por favor, hasta fantaseando se te ve el plumero —se queja burlona—. Santana es la personificación de ……..Yo aparto el botellín de mis labios intentando disimular una sonrisa a la vez
que me encojo de hombros.
—Entonces es que es muy de mi estilo —me defiendo.
—Yo quiero que venga a por mí Jesse Ward y me reserve una habitación permanente en su hotel.
Por cómo acaba de pronunciar esa frase, sé que la sola idea le ha encantado muchísimo.
—Will Sumner —propongo.
—¡Qué buena elección! —replica con una sonrisa—. Te va mucho. —Lo piensa un momento—. Gideon Cross.
—Gideon Cross te destrozaría de un polvo —comento socarrona.
—Claro, porque todo los demás nos harías cosquillas.
Las dos nos echamos a reír. Creo que las cervezas están empezando a hacer efecto. —Miller Hart —apunto cuando nuestras carcajadas se calman.
Su nombre nos silencia un segundo y fantaseamos al unísono.
—Lo has clavado —me felicita—. Nos merecemos que nos veneren —añade extendiendo su botellín para que brindemos.
—Coincido —respondo haciéndolo.
Nos tomamos otro par de cervezas y nos vamos a la habitación. A Sugar parece haberle afectado el alcohol un poco más que a mí. Acaba yéndose a la cama gritando que la ciencia debería dejar de intentar llegar a Marte e investigar otros problemas más importantes, como descubrir la forma de fusionar a dos hombres
para crear uno perfecto. Sus sujetos de pruebas, como no podría ser de otra manera, son Joe y Quinn.
El despertador suena insistentemente. Ayer, en un ataque de eficiencia tan optimista como innecesario, decidí ponerlo para que sonara pronto para tener el suficiente tiempo de terminar todas las cosas pendientes y poder pasar un rato con los Berry.
Abro lo ojos y me llevo las manos a la cabeza. Me duele muchísimo. Mmm, no quiero salir de la cama. El despertador vuelve a sonar. No va a rendirse. Finalmente me levanto malhumorada y me meto en la ducha, que me sienta de maravilla. Quince minutos después estoy enfundando mis pies en mis bonitas botas de media caña camel, sin tacón y con tachas. Me he puesto una nadadora azul, mi
jersey blanco de punto que deja un hombro al descubierto y mi falda de la suerte, porque este día va a ser muy importante para mí. A las cuatro estaremos camino de Boston.
Miro a Sugar durmiendo, tapada con mi nórdico hasta las orejas, cuando tengo una idea brillante. Conecto mi iPod a los altavoces y, antes de que la primera nota de Feel again,[41] de OneRepublic y Heartbeats comience a sonar, me subo al colchón de un salto y, exactamente como ella misma hizo en esta misma cama,
empiezo a bailar y cantar cuando la música lo inunda todo.
—Uuuhh, Uuuhh. Uuuhh, Uuuhh. Me siento mejor desde que me conoces. Era un alma solitaria, pero ése es mi antiguo yo...
—¿Qué haces? —se queja asomando su resacosa cabeza por encima del edredón.
—Lo mismo que tú —respondo con una sonrisa que se borra de mis labios automáticamente cuando estoy a punto de caerme.
Sugar comienza a reírse, pero entonces tiro del nórdico y la dejo presa de este frío casi criminal. Ella gimotea y la que se muere de risa soy yo. Sin embargo, vuelve a tirar, pierdo el equilibrio y acabo con el culo en el suelo.
—Eres lo peor —protesto entre risas acariciándome el trasero.
Sugar se asoma envuelta en el edredón y se ríe con malicia desde mi cama.
El timbre comienza a sonar en ese momento. Las dos miramos hacia la puerta del salón y yo me levanto quejumbrosa del suelo.
—Voy a vengarme de esto —la amenazo divertida mientras salgo de la habitación.
Camino hacia la puerta recogiéndome el pelo en una coleta. El timbre vuelve a sonar cuando estoy a unos pasos y resuena por toda mi cabeza. No pienso volver a beber cervezas con la loca de Sugar nunca más.
—Buenos días —me saluda un chico vestido con gorra y chaqueta de FedEx—, ¿la señorita Pierce?
Yo asiento confusa. Me tiende la carpeta de metal que lleva en las manos y me ofrece un lápiz para que firme el albarán de entrega. Miro la orden y efectivamente está a mi nombre. ¿Qué será? Y, sobre todo, ¿quién me lo envía? No espero ningún
pedido.
El chico mira a su derecha y asiente, imagino que a algún compañero. Me preparo para recibir un sobre o una caja pequeña cuando de repente veo la esquina de un cajón de madera de al menos metro y medio de alto por dos de ancho.
—Joder… —susurro asombrada.
—Nos permite, señorita —me pide el chico.
—Sí, claro —musito incrédula echándome a un lado sin poder apartar mi vista
de la caja.
¿Qué es?
Los repartidores la dejan en el salón en el mismo instante que Sugar sale de la habitación envuelta en el nórdico.
Tras volver al rellano, uno de ellos regresa con un paquete infinitamente más pequeño y protegido con papel de embalar. Con cuidado lo deja sobre mi mesita de centro. En la parte superior tiene pegado una enorme pegatina que avisa de que es material frágil.
El repartidor se queda de pie frente a mí y no sé qué está esperando hasta que me doy cuenta de que aún no he firmado. Rápidamente, y pensando que debe creer
que soy la chica más idiota sobre la faz de la tierra, firmo y le devuelvo la carpeta. Sugar se acerca con la mirada dormida pero fija en la caja. Está estupefacta como yo.
Acompaño a los repartidores a la puerta y tras darles una propina, esa caja tiene pinta de pesar bastante y vivo en un cuarto sin ascensor, cierro mordiéndome el labio inferior. No tengo ni idea de qué es o de quién puede haberla enviado.
—¿A qué estás esperando? —me apremia Sugar cuando regreso al salón.
—Ni siquiera sé cómo abrirlo —protesto nerviosa.
Sugar frunce el ceño. Sale disparada de mi apartamento y a los pocos minutos regresa con un Joe somnoliento y con cara de pocos amigos. No le culpo, es domingo.
—¿Qué? —gruñe cuando Sugar le suelta la mano dejándolo frente a la caja.
En cuanto la ve, la expresión de Joe cambia por completo y parece
despertarse de golpe.
—¿Qué coño es esto?
—No lo sabemos —se queja Sugar—. Por eso te he traído. Ábrelo.
Joe pone los ojos en blanco. Gira sobre sus pasos, va hasta la cocina y comienza a rebuscar en mis cajones.
—¿Qué pasa? —inquiere Rachel entrando en mi apartamento—. La puerta estaba abierta. Pero ¿qué es eso? —pregunta reparando en la caja.
Es imposible verla y no hacerse esa misma pregunta.
—No lo sé —respondo.
Por más que la miro, no tengo ni idea de lo que puede ser. Me llama la atención que sea de madera gruesa. Es el tipo de caja que se utiliza para enviar cosas por mensajería aérea desde el otro lado del mundo.
—Quieres darte prisa —apremia Sugar a Joe.
—A veces me pregunto si Boston estará lo suficientemente lejos —murmura Berry sardónico mientras continúa rebuscando.
Saca mi pala de cocina más grande, también de madera, de uno de los cajones y se acerca a nosotras. La utiliza para hacer palanca y la madera rechina. Repite la operación en varios puntos de la caja, hace un poco más de fuerza y finalmente la tapa de madera cae al suelo haciendo muchísimo ruido.
Joe lanza la pala sobre la tapa, da un paso atrás, tira de un grueso papel acolchado y creo que los cuatro nos quedamos boquiabiertos en el mismo instante cuando vemos ante nosotros El beso, de Robert Doisneau.
—Pero… —La frase de Joe se queda interrumpida en sus labios.
Es impresionante.
—Viene de Europa —sentencia Joe mirando las pegatinas de embarque de la caja cuando al fin consigue reaccionar.
Yo me llevo la mano a la boca y suspiro feliz. Sólo hay una persona que podría haber hecho algo así.
—¿Y la pequeña? —pregunta Rachel sacándome de mi ensoñación, señalando la otra caja sobre la mesita.
Estaba tan ensimismada con la grande que la había olvidado.
Sugar coge la caja y la sostiene para que pueda abrirla. Rompo el papel de embalaje y encuentro una preciosa caja blanca donde puede leerse «Atelier de Robert Doisneau» en el centro.
La abro con cuidado y otra vez tengo que contener un suspiro cuando veo la grulla azul. La cojo y la giro entre mis dedos a la vez que me muerdo el labio inferior para contener las lágrimas que amenazan con inundarlo todo.
Es sencillamente maravilloso.
—¿Qué es eso? —pregunta Sugar casi alarmada.
Miro de nuevo en la pequeña caja y veo el negativo de la foto enmarcado en un precioso y perfecto cuadro de cristal.
Sencillamente no puedo creerlo.
—Es el negativo —murmuro más que asombrada.
Lo tomo con sumo cuidado y me doy cuenta de que hay un sobre debajo. Le entrego el negativo a Joe casi a cámara lenta y él lo recoge atento. Cojo el sobre y con manos temblorosas saco la nota manuscrita que contiene.
Estimada señorita Pierce:
Ahora usted posee nuestro mayor tesoro: los negativos de la foto que mi padre, Robert Doisneau,
realizó frente al Ayuntamiento de París para su serie «Besos», publicada en America’s Life en 1950.
Sabemos que los cuidará como se merece y sólo le pedimos que, en su testamento, se asegure de que la obra vuelve a casa.
Atentamente, Francine y Annette Doisneau.
Miro la nota absolutamente conmocionada sin poder creer lo que estoy leyendo. ¡Ha comprado El beso para mí!
Sin decir nada más, dejo el sobre en la caja y, con la grulla entre las manos, giro sobre mis pies y salgo de mi apartamento.
Bajo las escaleras como una exhalación y paro el primer taxi que pasa por la 10 Oeste. No sé qué pensar, tampoco qué le diré cuando la vea, pero ha comprado
El beso de Doisneau para mí, tengo que ir a buscarla.
Suena Lost Stars,[42] de Adam Levine. Me encanta esta canción.
Jugueteo con el origami entre mis manos. Estoy nerviosa, acelerada, con las mariposas volando sin control en mi estómago y el corazón latiéndome demasiado rápido. Sigo sin saber qué pensar, sin saber qué le diré cuando la vea pero, sólo por
esta grulla, tengo que ir a buscarla.
El tráfico se alía conmigo y llego al edificio del Lopez Group en cuestión de minutos. Saludo a Noah y rápidamente tomo el ascensor. Es domingo, así que la redacción está completamente desierta. Suspiro hondo y mi paso se ralentiza conforme me acerco al despacho de Santana en total oposición a mi respiración, que se acelera sin remedio. He venido hasta aquí por instinto. Ni siquiera he pensado que pudiera no estar.
Su puerta está entreabierta. Camino despacio y aún más lentamente empujo la madera de caoba. En el segundo que tarda en abrirse por completo, el corazón me late tan fuerte que creo que va a escapárseme del pecho.
Sin embargo, Santana no está.
Suspiro decepcionada y estoy a punto de marcharme cuando algo llama mi atención e inmediatamente mi corazón da un vuelco. Hay una preciosa mesa de arquitecto bajo el inmenso ventanal. No es nueva. Tengo la sensación de que es su mesa de arquitecto de siempre, la que ya tenía cuando vivía en el apartamento del
West Side que describió Spencer. Una sonrisa inunda mis labios cuando, en la esquina superior, desafiando los rayos de sol que atraviesan la ventana, veo un pequeño coche de juguete rojo.
Me acerco hasta la mesa con el paso lento pero lleno de una sanadora seguridad. Alzo la mano y acaricio suavemente la caja de lápices que hay sobre ella, la misma que encontré en el cajón de su escritorio.
Es su sueño hecho realidad y no podría hacerme más feliz.
En ese momento oigo pasos a mi espalda e inmediatamente sé que es ella.
—Hola —susurra.
Yo me giro despacio y me permito el lujo de construir una fotografía de lo guapísima que ya sé que estará incluso antes de mirarla. Sin embargo, cuando alzo la cabeza, todas mis fantasías se elevan a la enésima potencia. Está espectacular.
Lleva su traje gris marengo, una camisa blanca mis preferidos.
Suspiro al darme cuenta de que lleva la misma ropa que el día que nos conocimos y no puedo evitar sonreír nerviosa cuando recuerdo que yo también la llevo.—Hola —musito.
Santana me mira. Sus preciosos ojos se posan sobre los míos y por un momento tengo la sensación de que puede ver en ellos todo lo que desee, de que puede verme a mí. Sin quererlo, vuelvo a sentirme tímida, abrumada. Todas esas emociones que sólo Santana sabe despertar.
—Gracias por la foto de Doisneau —susurro—. No tenías por qué hacerlo.
—Quería que la tuvieras. Por mi culpa no pudiste ver la exposición y quería compensarte. Sé que no tienes muchos recuerdos de nuestra luna de miel.
—La verdad es que los únicos recuerdos que tengo de París son las vistas desde la terraza, tu voz, tus besos, tú…
Sus ojos atrapan de inmediato los míos y, sin quererlo, un suspiro se escapa de mis labios. Son los ojos oscuros cambiantes a oscuro mas bonitos que he visto en mi vida. Milagrosamente
contengo un nuevo suspiro y rápidamente trato de reconducir la conversación.
—La verdad es que no hay museos ni cenas —añado divertida.
—¿Te habría gustado que hubiese sido diferente?
—No —respondo sin asomo de duda—. Así es como debería ser, que una chica sólo recordara de su luna de miel el amor y la torre Eiffel iluminada.
Por primera vez desde que entré no parezco nerviosa ni acelerada. Esos días fueron los más felices de mi vida porque fueron los más felices con ella. Santana también sonríe. Su sonrisa más bonita, más sincera, y que creo que guarda sólo para mí. Con ella todo el ambiente parece cargarse de una suave electricidad.
Por un momento volvemos a quedarnos en silencio. Voy a marcharme a Boston, pero antes hay cosas que quiero saber y por una vez no me da miedo preguntar. Sin embargo, antes de que pueda hacerlo, Santana da un paso hacia mí robando toda mi atención.
—En la puerta del club me preguntaste por qué no me gusta hablar
pronuncia cada palabra como si quisiera soltarlo mientras esta convencida de que hacerlo es una buena idea.
Asiento y los nervios se concentran burbujeantes en mi estómago.
—Simplemente no me gusta —se sincera—, pero me gusta mucho menos hacerlo contigo.
En este preciso instante siento como si hubieran tirado de la alfombra bajo mis pies. Ya no sólo se trata de que no le guste hablar, sino de que soy la última persona con la que quiere hacerlo.
—Quería construir un mundo perfecto para ti, Britt. Dejarte al margen de todo para no preocuparte con todas las cosas con las que tengo que enfrentarme día a día, para que no dejaras de tener tu maravillosa fe en el mundo. Quería protegerte de todo eso y acabé echándote de mi vida.
Asiento y agacho la cabeza conteniendo el aluvión de lágrimas que inundan mis ojos. La quiero, ésa es la verdad, y todo lo que acaba de decir no hace sino que le quiera todavía más.
—Esa noche también me preguntaste por qué no era arquitecta y yo te respondí que renuncié a serlo porque no tenía nada por lo que luchar.
Una punzada de dolor atraviesa mi pobre corazón. Lo recuerdo perfectamente.
—Y llevo dos malditos días sin poder parar de pensar en que, si nos
hubiésemos conocido hace seis años, habría luchado por ti y no te habría soltado jamás, y ahora sería arquitecta, tendríamos críos y sería la mujer que tú te mereces.
—San, yo… —Las lágrimas interrumpen mi voz.
No sé qué espera que diga, que haga. Fue ella quien dijo que debía irme a Boston.
—No sé qué quieres… —Un sollozo vuelve a interrumpirme.
Santana resopla. Camina decidida hasta mí, toma mi cara entre sus manos y sus ojos increíblemente se clavan en los míos.
—Esta vez pienso hablar —sentencia irradiando toda su seguridad, todo su magnetismo— y pienso decir todo lo que tengo que decir.
Ahogo un suspiro en una sonrisa nerviosa y me obligo a mantener su mirada.
—Britt, dejarte marchar es el peor error que podría cometer en mi vida. Me ha costado mucho, pero al fin he comprendido que no tengo que renunciar a ti, que tengo que ser mejor por ti. Voy a luchar para ser la mujer que tú te mereces y voy a hacerlo por ti, por esa grulla azul.
Las lágrimas comienzan a caer sin remedio.
—San, no —musito colocando mis manos sobre las suyas y obligándole a soltarme—. Voy a marcharme a Boston —susurro tratando de llenarme de una seguridad que me obligo a sentir a la vez que me alejo de ella.
La chica lista está aquí y por primera vez pienso escucharla.
—Tu sitio no está en Boston —replica arisca acercándose de nuevo a mí.
—Sí lo está, San —sentencio con la voz entrecortada—. Tú y yo no podemos estar juntas. Tú misma lo dijiste.
—Sé lo que dije —me interrumpe exasperada.
—Entonces, ¿por qué has cambiado de opinión?
Yo también estoy cansada. Me siento como si en los últimos meses mi vida hubiese sido una auténtica batalla campal.
—Porque, si eso fuera lo que tenemos que hacer, no me sentiría vacía cada vez que me levanto —sentencia casi alzado la voz, casi desesperada.
Trago saliva y siento cómo más lágrimas se deslizan cada vez más saladas.
—Britt, cuando te miraba, daba igual que hubiéramos estado juntas hacía quince segundos, te deseaba hasta volverme loca y, cuando te tocaba, no me calmaba, sólo sentía que algo perfecto se me estaba escapando entre los dedos y lo único que podía hacer era agarrarlo con fuerza y rezar por tener la jodida suerte de que volviera a repetirse. Destrocé lo mejor que me había pasado en la vida porque estaba muerta de miedo, pero eso no cambia que, cuando te miro, cuando oigo tu nombre, cada hueso de mi cuerpo me grita que eres la mujer de mi vida.
Yo niego con la cabeza totalmente sobrepasada. No puede decirme todo esto ahora. No es justo. Ya me había mentalizado. Ya había entendido que lo mejor para mí era estar lejos de ella.
—¿Por qué has tenido que esperar hasta este momento? —Estoy enfadada, herida—. Yo estaba bien. Volvía a estar bien. Iba a marcharme a Boston.
No puede destruirme y construirme a su antojo.
—¿Por qué has tenido que hacerlo?
—¡Porque te quiero! —grita llena de rabia—. Porque sigo siendo una egoísta de mierda que no te merece pero que no es capaz de levantarse un maldito día más sin tenerte a mi lado. Te quiero, Brittany.
—San —susurro con la voz tomada por el llanto.
Nunca he tenido tanto miedo.
—Te quiero, te quiero, te quiero.
Santana atraviesa la distancia que nos separa, toma una vez más mi cara entre sus manos y me besa.
—Vuelve a empezar conmigo —me pide—. Déjame luchar por ti.
Y simplemente ocurre que todo cobra sentido, que mi vida, mi corazón, por fin cobran sentido.
—Sí —susurro con la voz llena de lágrimas aunque esta vez tienen un motivo diferente —, sí, sí, sí —sentencio sonriendo contra sus labios, sintiendo su sonrisa contra los míos.
Y Santana Lopez la odiosa, malhumorada, arrogante y mujeriega, hizo exactamente lo que prometió, luchó por mí y no me soltó jamás, demostrándome que la vida puede ser como todas las canciones que suenan en la radio, que puede estar llena de amor.__
Asiento nerviosa y más triste de lo que he estado en toda mi vida. Sin decir nada y sin volver a mirarla, camino hasta su mesa, cojo los papeles y salgo de su despacho bajo su atenta mirada.
Ha vuelto a echarme de su empresa y de su vida otra vez.
Sonrío a Blaine, ofreciéndole también una disculpa. El parece entenderme y me la devuelve sincera y sin asomo de dudas.
Cruzo la redacción a paso ligero y regreso a mi oficina. Quinn, Spencer y Sugar todavía me esperan allí. Están hablando, no logro distinguir de qué, pero en cuanto entro los tres callan y recibo su atención al instante.
—Firmaré —digo haciendo eso mismo tras apoyar los documentos en mi mesa.— Has tomado la mejor decisión —me dice Spencer lleno de empatía—. En dos semanas tendréis que estar en Boston.
—¿Podría ser antes? —pregunto tratando de que mi voz suene más segura de como en realidad me siento.
—¿Una semana? —inquiere el mayor de los Lopez.
—¿Qué tal dos días? —replico—. ¿Podrás tenerlo todo listo? —le pregunto a Sugar.
—Sí, claro —responde sin dudar.
Me conoce demasiado bien. Sabe dónde he estado, sabe lo que ha pasado y también sabe que no puedo permitirme pasar aquí un solo día más.
—Perfecto, entonces —dice Spencer levantándose—. Aceleraré todo el papeleo con Recursos Humanos.
Asiento.
Spencer camina hacia la puerta y, al pasar junto a mí, se detiene.
—Espero que en Boston seas muy feliz.
Me abraza con fuerza y por un momento siento toda la calidez de cuando me abraza mi padre o Sam.
—Te lo mereces —me susurra.
Asiento de nuevo tratando de contener las lágrimas.
Spencer se marcha sin mirar atrás y yo suspiro hondo.
—Marchaos ya. Si os vais en dos días —comenta Quinn—, necesitaréis tiempo para organizar vuestras cosas.
Las dos asentimos.
Quinn se levanta y camina hasta colocarse frente a mí.
—Vamos a vernos por Skype prácticamente todos los días —me dice con una enorme sonrisa para obligarme a imitarla— y vamos a hablar por teléfono y a enviarnos correos electrónicos. No vas a librarte tan fácilmente de mí.
Al fin consigue su objetivo y sonrío, pero no me llega a los ojos.
—Todo va ir bien —me anima.
Me abraza y yo me dejo abrazar. Justo antes de separarse, me da un beso en la cabeza. Ahora sí que sonrío y lo hago de verdad. Quinn es una tía genial.
Sugar se empeña en acompañarme al vestíbulo a pesar de que ella tiene que regresar para firmar su nuevo contrato y despedirse del señor Miller.
Ninguna de las dos dice nada mientras cruzamos la redacción. Yo prefiero no despedirme de nadie. No quiero tener que contar lo que verdaderamente ocurre y ninguna de las explicaciones alternativas que pienso me parecen creíbles, por muy elaboradas que sean, si no incluyen la palabra divorcio.
Cuando las puertas de acero se cierran, clavo mi vista al frente y resoplo brusca y profundamente.
—Chica, eres mucho más fuerte de lo que pareces —me dice Sugar admirada.
Y no sé por qué es precisamente eso, que alguien por fin me vea como una persona fuerte y no como una cría asustada, lo que consigue que todos mis sentimientos se arremolinen dentro de mí y, totalmente en contra de mi voluntad, rompo a llorar desconsoladamente.
Sugar me observa llena de empatía a punto de sollozar y sin dudarlo me tiro a sus brazos.
El pobre mensajero al fondo del ascensor nos mira con cara de circunstancia, rezando para que los pisos pasen más rápidos.
—Lo siento —musito sorbiéndome los mocos de una manera muy poco elegante.
—¿Qué tienes que sentir? Van a subirme el suelo un treinta por ciento y pierdo de vista a Miller.
Sonríe y me mira. Al ver que yo no le devuelvo el gesto, mantiene la sonrisa fingidamente forzada a la vez que se la señala. Yo no puedo más y finalmente sonrío, casi río, de verdad.
Me paso el resto de la mañana y la tarde comprando algunas cosas que necesitaré para el viaje.
A eso de las seis los chicos se pasan por casa. No estoy enfadada con Joe porque fuera a hablar con Santana y, aunque así fuese, no podría seguir estándolo sabiendo que no lo tendré a un rellano de distancia durante mucho tiempo. No me libro de cenar un trozo de lasaña y, aunque al principio no tengo ni pizca de hambre, mi estómago acaba agradeciéndomelo.
Estoy colocando el último plato en el escurridor cuando llaman a la puerta. Me seco las manos con uno de los trapos de cocina que trajo Joe para sujetar la bandeja de la lasaña y voy hasta la puerta.
Imagino que serán Sugar o Rachel, pero, como siempre, no podría estar más equivocada.
«Deberías dejar de imaginar quién llama a tu puerta. Nunca aciertas.»
—Hola —me saluda y, a pesar de que es una sola palabra, todo mi cuerpo vibra. El día que dije que jamás podría olvidar su voz hablaba completamente en serio.—Hola —musito.
—¿Puedo pasar?
—Sí, claro —respondo echándome a un lado.
Entra y yo cierro la puerta despacio antes de seguirla.
Mi salón con ella dentro parece extrañamente pequeño. Eso no ha cambiado nunca.— ¿A qué has venido, Santana? —me lanzo a preguntar porque necesito saberlo.
Ya dejó muy clara su postura con respecto a mi traslado y a nosotros esta mañana en su despacho.
Ella resopla y alza la mirada. Odia tener que hablar y estoy ante una nueva prueba de ello.
—No quería que te fueses pensando que estoy contenta con esto.
—Ya lo sé —susurro.
Por muy furiosa que saliese de su despacho, sé que esto no es lo que quiere.
—En Boston vas a ser muy feliz. Te lo mereces.
Repite las mismas palabras que dijo Spencer y entonces comprendo que este discurso no es sólo para mí.
—Tú también te mereces ser feliz, Santana.
Ella me mira con toda esa ternura y toda esa condescendencia. La mirada que siempre me dice que estoy equivocada, que me estoy imaginando a una mujer mejor de lo que es. No se hace una idea de lo equivocada que está. Es maravillosa.
—San, ¿por qué tienes esa idea tan equivocada de ti misma? —le pregunto.
—¿No has pensado que a lo mejor la que tiene la idea equivocada de mí eres tú?
Niego con la cabeza. Puede que me haya equivocado en muchas cosas, pero sé que ésta no es una de ellas.
—Eres mejor de lo que crees —sentencio.
—Puede ser, pero tú te mereces a alguien que lo sea todavía más.
Aunque suena calmada, sus palabras salen llenas de rabia y dolor.
—No nos fue tan mal —digo con una sonrisa fugaz dando un paso hacia ella.
—Habrías conseguido que acabara dándome un ataque al corazón —se queja imitando mi gesto—. Eres insufrible.
—Eso te pasa por ser una loca controladora y una celosa —replico divertida.
—¿Sabes que es lo mejor de todo? Antes ni siquiera era una tipa celosa.
Ambas sonreímos.
—Supongo que nunca encontré a una chica que me importara tanto como me importas tú. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.
—Menos hablar —comento burlona.
La sonrisa de Santana se ensancha.
—Bueno, hablar nunca se me ha dado muy bien.
—Pues esto se le parece mucho. —Camino hacia el frigorífico, saco dos cervezas heladas y regreso hasta ella—. Así se le va a parecer aún más —le anuncio.
Santana sonríe y yo le tiendo una cerveza. Cuando la coge, sus dedos acarician los míos y una corriente eléctrica atraviesa mi cuerpo. Por un momento alzo la mirada y, por la forma en la que sus ojos me observan, sé que ella también lo ha sentido.
—Sentémonos —murmuro algo nerviosa, desuniendo nuestras miradas al tiempo que echo a andar hacia el sofá.
Me siento en el tresillo e inmediatamente le doy un trago a mi cerveza. Todo el ambiente se está intensificando y eso no es bueno para mí.
Santana también se acomoda en el sofá, pero se asegura de dejar una distancia de seguridad entre las dos.
—Nunca me contaste lo que le dijiste a mi padre cuando lo llamaste por teléfono.
Sonríe fugaz y le da un trago a su cerveza. Por un momento pierdo mi mirada en la manera tan elegante en la que los puños de su camisa blanca sobresalen de su chaqueta negra. Nunca entenderé cómo ese detalle tan pequeño puede ser una muestra de atractiva tan grande.
—Sólo le dije que no tenía de qué preocuparse —responde—, que yo cuidaría de ti.
Ahora soy la que sonríe fugaz a la vez que tímida aparto mi mirada de ella. Es ella la mas bonita príncesa de mi vaso de princesas.
Suspiro discreta y decido que lo mejor para las dos es reconducir la
conversación. Por primera vez tengo la sensación de que estamos hablando y no quiero estropearlo.
—¿Puedo preguntarte algo? —inquiero. Santana sonríe sincera y yo siento que algo se ilumina en mi interior.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué me tratabas tan mal al principio de conocernos?
La sonrisa de Santana se transforma en una más dura, pero también más pícara, más sexy.
—No me puedo creer que aún no te hayas dado cuenta. Creí que era más lista, señorita Pierce.
Yo la miro boquiabierta fingidamente ofendida y acabo haciéndole un mohín, lo que hace que su maravillosa sonrisa vuelva a aparecer.
—No me has contestado —me quejo.
Santana resopla pero no lo hace enfadada, más bien parece estar armándose de valor. —Porque quería alejarte de mí —responde atrapando mi mirada de nuevo—. Cada vez que te miraba, me descolocaba, y cuando lo hacías tú, me volvía loca.
Nunca me había sentido así en toda mi vida, pero sabía que te haría daño, y no me equivoqué —sentencia llena de rabia, liberando mi mirada y perdiendo la suya al frente.
Tengo claro que no está enfadada conmigo, sino consigo misma.
—Es cierto que sufrí.
Mis palabras hacen que vuelva a mirarme.
—Pero también fui muy feliz, más que en toda mi vida, más de lo que soy ahora, y creo que más de lo que nunca seré y eso es muy triste, ¿verdad? —Me detengo y suspiro con fuerza intentando contener las lágrimas—. Cuando tú me mirabas, era todo lo que necesitaba. Era amor, protección, deseo. Da igual quién me
mire a partir de ahora, sé que nunca volveré a sentir eso.
Mi voz se evapora al final de mis palabras. Dejo el botellín sobre la mesa y rápidamente me seco las lágrimas que me esfuerzo en frenar, tratando de mirar hacia cualquier otro lado que no sea a ella.
—Será mejor que te vayas —musito levantándome y caminando hasta mi habitación.
No quiero que me vea llorar, pero, sobre todo, me voy porque ahora mismo no puedo ver cómo se marcha.
Me siento en mi cama sollozando. Le oigo levantarse y caminar por mi salón. Es la última vez que voy a verla. No puedo pensar en otra cosa.
Sin embargo, sus pasos no la alejan hacia la puerta, sino que la llevan hasta mi cuarto.
Santana se detiene en el umbral y me observa. Puedo notar su mirada sobre mí, mi cuerpo encendiéndose y mi corazón rompiéndose un poco más.
—¿Qué quieres? —pregunto atreviéndome a alzar la mirada por fin—. ¿A qué has venido?
Santana camina la breve distancia que nos separa y se detiene frente a mí. Me toma suavemente de las manos y despacio me levanta hasta que quedamos frente a frente. Me aparta con suavidad el pelo de la cara y sus ojos me contemplan
llenos de ternura a la vez que sus dedos se pasean lentamente por mi mejilla, como si quisieran recordar cada rasgo de mi cara.
—A despedirme de ti —susurra acunando mi cara entre sus manos.
Despacio, se inclina sobre mí y me besa.
Yo la dejo que lo haga porque es el último beso que va a darme y quiero disfrutarlo, sentirla, llevármelo conmigo.
Alzo las palmas de las manos y las coloco sobre su pecho. Su corazón late acelerado como el mío y ese sonido hace que todo sea increíblemente íntimo, como si de pronto hubiésemos vuelto a nuestra burbuja.
Sin dejar de besarme, me inclina sobre la cama suavemente y ella lo hace sobre mí. Sus manos me acarician poco a poco, tratando de dibujar mi cuerpo, de recordarlo.
Esta vez no hay prisas, ni besos descontrolados. Sólo somos dos personas que saben que su tiempo ha acabado y que duele demasiado.
Me da un dulce beso. Se separa de mí y lentamente me quita el vestido. Me observa un momento desde arriba y despacio alza la mano. La coloca en mi cuello y sin prisas baja hasta alcanzar mi estómago, dejando que el aire escape despacio de sus pulmones.
Sus ojos siguen el movimiento de su mano. Por primera vez parece triste, abatida, y yo sólo quiero consolarla. Levanto mis manos y acaricio su cara. Con ese simple contacto Santana vuelve a alzar la mirada y sus espectaculares ojos atrapan los míos como si nada hubiera pasado, como si fuese la primera vez que hablamos en aquellas mesas del departamento de Recursos Humanos, como si no nos hubiésemos hecho daño, como si sólo quedará la perspectiva de un amor infinito entre las dos.
Me besa con fuerza y todo vuelve a empezar. Los cosquilleos, las mariposas, todo el placer, todo el deseo, todo el amor.
Desabrocho cada botón de su camisa. Me deshago de ellas con su ayuda y su piel calienta la mía.
Es todo lo que adoro que sea, todo lo que necesito que sea.
Contempla mi sujetador y mis bragas de algodón y sonríe fugaz antes de deshacerse de ellos. Besa cada centímetro de piel que acaba de liberar y, seductora, se pierde en mis caderas, deja que su cálido aliento encienda mi piel y después su lengua me calma y me hace arder al mismo tiempo.
Se incorpora y avanza por mi cuerpo una vez más, venerándome, llenándome de deseo.
Con manos torpes y aceleradas, desabotono sus pantalones. Santana se deshace de ellos y de sus bragas y se recoloca entre mis piernas. Coloca su mano entre mis piernas, instando al placer, entra dentro de mí con un solo movimiento, profundo, acariciando hasta el último rincón de mi interior. Mi cuerpo se arquea uniéndose más al suyo mientras un grito ahogado, pleno, rebosante de placer se escapa de mis labios.
Comienza a moverse despacio, alargando sus movimientos, haciéndolos más intensos, consiguiendo que lleguen más lejos.
No se separa de mí un solo momento, no deja de besarme, de tocarme, de amarme.
Mi cuerpo se tensa.
Grito.
Santana acelera el ritmo.
Me aferro a sus hombros. Quiero sentirla aún más cerca. No quiero dejar de sentirla jamás.
—Saaa nn tanaaa —gimo.
Y todo mi cuerpo, mi piel, mi corazón se llenan de placer, se encienden, explotan, mientras un orgasmo maravilloso, repleto de todas las emociones que siempre nos han rodeado, me recorre entera y me hace feliz como cada día que estuve a su lado.
Nuestros besos se rompen por mis gemidos. Santana me embiste con fuerza y se pierde en mi interior con nuestras respiraciones entremezcladas.
He vuelto al paraíso por última vez.
Santana sale despacio de mí y, sin ni siquiera dejarse caer sobre la cama, se levanta. De espaldas a mí se pone los pantalones y se los ajusta dando un par de saltitos. Se pasa las dos manos por el pelo y por un momento se queda pensativa.
Veo los músculos de su espalda tensarse. Todo su cuerpo vuelve a un estado de guardia, de rabia. Yo también me levanto y terminamos de vestirnos en silencio.
La acompaño hasta la puerta. Ninguna de las dos dice nada. Ni siquiera me atrevo a mirarla. Vamos a despedirnos de verdad, para siempre. Santana abre la puerta, pero, tras dar un único paso, se gira hacia mí y, como si ya no pudiese contenerse más, me besa con fuerza, tomando mi cara entre sus manos, haciendo lo que adoro que haga, demostrándome sin palabras que soy suya.
Separa nuestros labios y yo abro los ojos. Los suyos me esperan y me atrapan.
—Siento no haber sido lo suficientemente fuerte por las dos —susurra contra mis labios.
Me da un beso corto y dulce y se marcha sin mirar atrás. Yo la observo alejarse de mí y sólo puedo pensar en cuánto le quiero, en que no quiero que esto se acabe. Descalza, salgo tras ella. Bajo las escaleras de prisa y cruzo la puerta principal justo antes de que ella entre en el elegante Audi.
—¡San! —la llamo bajando los escalones hasta la acera y corriendo hacia ella.
Alza la cabeza sorprendida e inmediatamente camina hacia mí. Hace un frío que pela y el suelo está helado, pero no me importa.
—No te vayas —le pido—. Esto no tiene por qué acabarse. Dame una señal, lo que sea, de que las cosas van a ser diferentes y volveremos.
Santana sonríe fugaz un solo segundo y da un paso más hacia mí.
—Britt, tú no quieres volver conmigo. Sólo estás asustada —trata de
hacerme entender.
—Haré lo que quieras —la interrumpo casi desesperada—, lo que Savannah hacía. —No, por Dios —se apresura a replicarme.
No puedo dejar que todo se termine así. Le quiero.
—¿Y qué hay de eso de que siempre cuidarías de mí?
—Estoy cuidando de ti.
Santana exhala todo el aire de sus pulmones brusca al tiempo que alza la mano y me acaricia la mejilla suavemente con el reverso de sus dedos.
—Volvería contigo sin dudarlo, Britt, pero, cuando prometí protegerte, lo decía de verdad.
Se inclina sobre mí, creo que va a besarme, pero finalmente sus labios acarician mi frente y se marcha. Yo me quedo de pie en la acera, contemplando cómo el Audi se aleja de mi calle, de mi apartamento, de mí.
Se acabó.
Regreso a mi piso y me tumbo en la cama. Así terminan las historias de amor o por lo menos así termina la mía. la príncesa no va a rescatar a Cenicienta. No habrá un «felices para siempre» ni sonará una bonita canción mientras pasan los créditos.
Yo quería que mi vida fuera como Descalzos en el parque y ha acabado siendo como Tal como éramos. La chica con los ojos más bonitos del mundo, guapísima, hermética y complicada, se ha marchado dejando a la pobre chica demasiado enamorada.
Todos lo tenían claro desde el principio, incluso yo; entonces, ¿por qué duele tanto?
Una lágrima se escapa por mi mejilla, pero decido que es la última.
—Adiós, Santana —murmuro.
¿Algún día dejará de doler?
Me despierto cuando ya no puedo ignorar la luz del sol atravesando mi ventana.
Me giro en la cama y clavo mi mirada en el techo.
Respira, Pierce —me ordeno—. Es hora de recuperar tu vida.
Me levanto, me ducho y desayuno tostadas y algo de fruta.
Tras ponerme mis vaqueros más viejos y una camiseta con el logo de la universidad, me recojo el pelo con un par de horquillas y comienzo a embalar, recoger y ordenar todo lo que me llevaré a Boston. Spencer me manda un correo diciéndome que la empresa pone a nuestra disposición el jet privado. Quiere hacer
que el traslado nos sea lo más cómodo posible y, además, así Lucky no tendrá que hacerlo en la bodega. Yo pienso en negarme en rotundo, pero mi cachorro me mira ladeando la cabeza, como si pretendiese darme pena por adelantado por meterle en
un portamascotas, y acabo aceptando.
La mañana se me pasa volando y ocurre lo mismo con la tarde. No me permito pensar en Santana ni una sola vez. En esta ocasión la chica lista ha vuelto para quedarse.
Estoy poniéndome el pijama, a punto de meterme en la cama, cuando Lucky, repanchingado sobre el colchón, se levanta de golpe y suelta un ladrido. En ese mismo instante llaman a la puerta. Miro extrañada primero a mi perro y después hacia el salón. ¿Quién puede ser? El corazón se me encoge, como si algo me dijera que sé perfectamente la respuesta a esa pregunta.
Suspiro hondo y camino con el paso titubeante hacia el descansillo. Mi respiración ya se ha desordenado, las piernas ya me tiemblan y todo mi cuerpo está encendido. ¿Por qué ha vuelto?
Abro la puerta con las manos temblorosas y mi expresión cambia por completo cuando veo a Sugar echa una magdalena al otro lado.
—¿Qué ha pasado? —pregunto sorprendida.
—Me he despedido de Quinn —balbucea.
Respira hondo, se seca las lágrimas con la manga del abrigo y se sorbe los mocos.
—Ya he tenido suficiente —sentencia—. No pienso volver a llorar por nadie. Da igual lo guapa o guapo que sea.
Entra con el paso firme en mi apartamento, camina hasta el frigo y saca dos cervezas heladas. La observo un momento mientras se baja de sus tacones de firma y se deja caer en mi sillón, y me doy cuenta de que yo no soy la única que está sufriendo con todo esto. Quinn, Joe pero sobre todo Sugar, están haciendo un
sacrificio enorme. Los tres sabían que lo suyo se acabaría con la mudanza a Boston y, aun así, nos han antepuesto a Santana y a mí.
Sugar toma mi botellín ya abierto por el cuello y lo agita suavemente para indicarme que vaya a cogerlo. Yo lo hago y me siento en el tresillo.
—Lo siento —digo tras darle el primer sorbo.
Ella, que aún bebía de su Budweiser, pone los ojos en blanco y termina el trago. —¿Se puede saber por qué? —pregunta enfurruñada.
—Por esto —digo señalándola vagamente con la mano—. Has tenido que despedirte de Quinn y en algún momento tendrás que hacerlo de Joe.
Sugar guarda silencio un momento y finalmente se encoge de hombros.
—Si no puedes elegir entre dos personas, es porque en realidad no quieres a ninguna —sentencia muy convencida.
—¿Y seguro que tú no podías elegir?
—Cuando me estaba despidiendo de Quinn, estaba tan triste que pensé que era porque cometía el mayor error de mi vida y tenía que volver con ella, pero entonces me di cuenta de que eso significaría no volver a estar con Joe y me puse aún más triste. Tuerzo los labios. Sugar sí que es una mujer fuerte y decidida. Estoy muy
orgullosa por el valor que siempre sabe echarle a la vida.
—Pareces una canción de Barbra Streisand —comento socarrona.
Sólo quiero que sonría.
—No soy la única —replica rápidamente.
Nuestras sonrisas se ensanchan y Sugar da un nuevo trago a su cerveza.
—No me malinterpretes —se apresura a continuar—. Les quiero a los dos, pero es más cariño que amor. Yo quiero que me cueste trabajo respirar, pasión desenfrenada, quiero querer como Carrie quiere a Big, maldita sea —sentencia al fin.
Sonrío. La entiendo perfectamente.
Sugar echa la cabeza hacia atrás hasta apoyarla por completo en el sillón. Por un momento las dos nos quedamos en silencio, pensativas.
—A veces me siento un poco como Carrie —me sincero con la mirada clavada en el techo.
—¿Carrie, mato a todos mis compañeros de clase con la mente, o Carrie Bradshaw, la de «Sexo en Nueva York»? —pregunta echando la cabeza de nuevo hacia delante.
—Bradshaw.
—Ya te gustaría —responde con un bufido.
Le dedico mi mejor mohín y ambas sonreímos.
Le doy un nuevo trago a mi cerveza mientras Sugar me mira apremiándome a que me explique.
—Me refiero a eso de que a veces, en la relaciones, hay que preguntarse si una ama con quién está o ama lo que siente tratando de alcanzar algo que en realidad es inalcanzable.
Sugar me mira confusa. No la culpo.
—¿Y si no me enamoré de Santana?, ¿y si de lo que me enamoré fue del peligro emocional de que ella fuera tan hermética, tan autosuficiente? Algo dentro de mí siempre me ha gritado que acabaría haciéndome daño, desde la primera vez que la
vi, y no pude apartarme de ella. Soy una maldita yonqui.
—Santana está buenísima.
—¡Sugar! —me quejo.
Que me recuerden que es una diosa griega es lo último que necesito.
—No, hablo en serio. Si un genio apareciera de repente y te ofreciera un millón de dólares, que todos los días fueran Navidad y que las hamburguesas con queso no engordaran y al otro lado Santana te sonriera con esos ojos fulminabragas,
todas las mujeres de este universo elegirían irse con ella. Eso está más claro que las matemáticas.
—Gracias por la aclaración —le digo dedicándole un mohín.
¿Qué tipo de apoyo es éste?
Sugar parece averiguar lo que estoy pensando y pone los ojos en blanco.
—No seas dramática —protesta—. Lo que pretendo decir es que era muy complicado mantenerse apartada de ella, para ti y para cualquiera, y, además, a todo eso tienes que sumar que está loca por ti.
—No está loca por mí —me apresuro a rebatir.
—Sí lo está, Britt. No seas injusta. Cometió un error imperdonable pero eso no significa que no te quiera.
Frunzo los labios. Tiene razón.
—¿Ahora la defiendes? —Sugar enarca las cejas y yo resoplo—. Supongo que parte de esta estupidez de crecer y ser maduro implica ver las cosas con perspectiva.
—Ver las cosas con perspectiva, sí; ser gilipollas, no. Santana tiene que arreglar todas sus mierdas para poder ser feliz. Eso es lo que no puedes olvidar. Por eso nos vamos a Boston, ¡qué asco! —Su queja me hace sonreír—. Y por eso Spencer y
Quinn habrán encerrado a Santana en algún sitio sin ventanas.
Ahora sonreímos las dos.
—Aunque sospecho que sería capaz de tirar abajo cualquier puerta —añade muy pensativa—, lo que también me hace sospechar que está acometiendo un esfuerzo enorme por hacer lo que es mejor para ti.
Sonrío triste y fugaz. Ella mismo me lo dijo.
—Estuvo aquí ayer y me dijo que hacía esto por mí, para cuidar de mí. Sugar asiente completamente de acuerdo y le da un nuevo trago a su cerveza.
—Necesitáis olvidaros mutuamente —sentencia.
Suspiro con fuerza. Esa simple frase plantea demasiadas preguntas y cada una me da más miedo que la anterior.
—¿Y si no consigo olvidarla? —inquiero tratando de disimular el temor que sólo pronunciar estas palabras en voz alta me produce—. ¿Y si ella consigue olvidarse de mí y yo de ella no?
—La clave son cuatro palabras: otros hombres guapos y esculturales — responde Sugar como si lo estuviera leyendo de un enorme cartel lleno de fotos de hombres desnudos.
—Eso son cinco palabras.
—¿Cinco? ¿La “y” cuenta?
Volvemos a reír.
—No quiero salir con otros hombres —gimoteo cuando nuestras carcajadas se calman.
Sugar cambia de postura, cruza las piernas como si estuviera en una clase de yoga y me mira para captar toda mi atención.
—Del uno al diez, ¿cómo de increíble dirías que era Santana en la cama?
Quiero mandarla a paseo. En serio, ¿qué clase de apoyo de amiga es éste? Voy a acabar con ganas de pegarme un tiro. Ella me mira muy seria. ¡Quiere que conteste de verdad!
—Contéstame —me apremia.
—Eres lo peor —me quejo, pero, antes de que pueda evitarlo, hago memoria y los recuerdos atraviesan mi mente y todo mi cuerpo como un ciclón. No necesito mucho tiempo para saber que un diez no está ni siquiera próximo a avecinarse a estar remotamente cercano a lo que es Santana en la cama—. Un billón.
Sugar me hace un mohín y asiente displicente.
—Me lo imaginaba —aclara—. Pues ése es el motivo por el que necesitas urgentemente un hombre entre tus piernas.
—No entiendo nada.
—El primer hombre con el que te acuestes —prácticamente me interrumpe— será un absoluto desastre. No te tocará como Santana, no te besará como ella y vas a acabar hecha polvo.
—Sugar, te mereces un trabajo en el teléfono de la esperanza —comento socarrona.
—Cállate —me reprocha—. Pero el segundo será mejor y el tercero mejor... y así sucesivamente. Si esperas a estar recuperada, a sentir algo por otro hombre, cuando te vayas a la cama con él, será un fiasco y volverás a hundirte. Los malos tragos es mejor pasarlos de un tirón —sentencia.
—Y tú has tragado mucho —replico burlona
—Perra —protesta.
—No ha sido a propósito —me disculpo sin poder parar de reír.
—Santana…
—Está bien —digo interrumpiéndola a la vez que me levanto, cojo los botellines vacíos y voy hasta el frigorífico para coger otros dos nuevos—. He captado el mensaje.
He fingido toda la convicción que he mostrado con mi última frase, pero necesito urgentemente que deje de mencionar a Santana.
—¿Sabes qué? —comenta muy segura dejándose caer de nuevo contra el sillón y cruzando los brazos tras su cabeza—. Lo mejor es que nos olvidemos de tíos hasta que los personajes de las novelas románticas cobren vida y vengan a buscarnos.
Sonrío. Le paso una cerveza y me siento de nuevo en el sofá.
—Me pido a Christian Grey —se apresura a decir muy seria. No está dispuesta a dejar que se lo quiten.
Frunzo los labios mientras pienso en mi elección.
—Mmm… Santana Lopez —digo antes de darle un trago a mi cerveza.
—Por favor, hasta fantaseando se te ve el plumero —se queja burlona—. Santana es la personificación de ……..Yo aparto el botellín de mis labios intentando disimular una sonrisa a la vez
que me encojo de hombros.
—Entonces es que es muy de mi estilo —me defiendo.
—Yo quiero que venga a por mí Jesse Ward y me reserve una habitación permanente en su hotel.
Por cómo acaba de pronunciar esa frase, sé que la sola idea le ha encantado muchísimo.
—Will Sumner —propongo.
—¡Qué buena elección! —replica con una sonrisa—. Te va mucho. —Lo piensa un momento—. Gideon Cross.
—Gideon Cross te destrozaría de un polvo —comento socarrona.
—Claro, porque todo los demás nos harías cosquillas.
Las dos nos echamos a reír. Creo que las cervezas están empezando a hacer efecto. —Miller Hart —apunto cuando nuestras carcajadas se calman.
Su nombre nos silencia un segundo y fantaseamos al unísono.
—Lo has clavado —me felicita—. Nos merecemos que nos veneren —añade extendiendo su botellín para que brindemos.
—Coincido —respondo haciéndolo.
Nos tomamos otro par de cervezas y nos vamos a la habitación. A Sugar parece haberle afectado el alcohol un poco más que a mí. Acaba yéndose a la cama gritando que la ciencia debería dejar de intentar llegar a Marte e investigar otros problemas más importantes, como descubrir la forma de fusionar a dos hombres
para crear uno perfecto. Sus sujetos de pruebas, como no podría ser de otra manera, son Joe y Quinn.
El despertador suena insistentemente. Ayer, en un ataque de eficiencia tan optimista como innecesario, decidí ponerlo para que sonara pronto para tener el suficiente tiempo de terminar todas las cosas pendientes y poder pasar un rato con los Berry.
Abro lo ojos y me llevo las manos a la cabeza. Me duele muchísimo. Mmm, no quiero salir de la cama. El despertador vuelve a sonar. No va a rendirse. Finalmente me levanto malhumorada y me meto en la ducha, que me sienta de maravilla. Quince minutos después estoy enfundando mis pies en mis bonitas botas de media caña camel, sin tacón y con tachas. Me he puesto una nadadora azul, mi
jersey blanco de punto que deja un hombro al descubierto y mi falda de la suerte, porque este día va a ser muy importante para mí. A las cuatro estaremos camino de Boston.
Miro a Sugar durmiendo, tapada con mi nórdico hasta las orejas, cuando tengo una idea brillante. Conecto mi iPod a los altavoces y, antes de que la primera nota de Feel again,[41] de OneRepublic y Heartbeats comience a sonar, me subo al colchón de un salto y, exactamente como ella misma hizo en esta misma cama,
empiezo a bailar y cantar cuando la música lo inunda todo.
—Uuuhh, Uuuhh. Uuuhh, Uuuhh. Me siento mejor desde que me conoces. Era un alma solitaria, pero ése es mi antiguo yo...
—¿Qué haces? —se queja asomando su resacosa cabeza por encima del edredón.
—Lo mismo que tú —respondo con una sonrisa que se borra de mis labios automáticamente cuando estoy a punto de caerme.
Sugar comienza a reírse, pero entonces tiro del nórdico y la dejo presa de este frío casi criminal. Ella gimotea y la que se muere de risa soy yo. Sin embargo, vuelve a tirar, pierdo el equilibrio y acabo con el culo en el suelo.
—Eres lo peor —protesto entre risas acariciándome el trasero.
Sugar se asoma envuelta en el edredón y se ríe con malicia desde mi cama.
El timbre comienza a sonar en ese momento. Las dos miramos hacia la puerta del salón y yo me levanto quejumbrosa del suelo.
—Voy a vengarme de esto —la amenazo divertida mientras salgo de la habitación.
Camino hacia la puerta recogiéndome el pelo en una coleta. El timbre vuelve a sonar cuando estoy a unos pasos y resuena por toda mi cabeza. No pienso volver a beber cervezas con la loca de Sugar nunca más.
—Buenos días —me saluda un chico vestido con gorra y chaqueta de FedEx—, ¿la señorita Pierce?
Yo asiento confusa. Me tiende la carpeta de metal que lleva en las manos y me ofrece un lápiz para que firme el albarán de entrega. Miro la orden y efectivamente está a mi nombre. ¿Qué será? Y, sobre todo, ¿quién me lo envía? No espero ningún
pedido.
El chico mira a su derecha y asiente, imagino que a algún compañero. Me preparo para recibir un sobre o una caja pequeña cuando de repente veo la esquina de un cajón de madera de al menos metro y medio de alto por dos de ancho.
—Joder… —susurro asombrada.
—Nos permite, señorita —me pide el chico.
—Sí, claro —musito incrédula echándome a un lado sin poder apartar mi vista
de la caja.
¿Qué es?
Los repartidores la dejan en el salón en el mismo instante que Sugar sale de la habitación envuelta en el nórdico.
Tras volver al rellano, uno de ellos regresa con un paquete infinitamente más pequeño y protegido con papel de embalar. Con cuidado lo deja sobre mi mesita de centro. En la parte superior tiene pegado una enorme pegatina que avisa de que es material frágil.
El repartidor se queda de pie frente a mí y no sé qué está esperando hasta que me doy cuenta de que aún no he firmado. Rápidamente, y pensando que debe creer
que soy la chica más idiota sobre la faz de la tierra, firmo y le devuelvo la carpeta. Sugar se acerca con la mirada dormida pero fija en la caja. Está estupefacta como yo.
Acompaño a los repartidores a la puerta y tras darles una propina, esa caja tiene pinta de pesar bastante y vivo en un cuarto sin ascensor, cierro mordiéndome el labio inferior. No tengo ni idea de qué es o de quién puede haberla enviado.
—¿A qué estás esperando? —me apremia Sugar cuando regreso al salón.
—Ni siquiera sé cómo abrirlo —protesto nerviosa.
Sugar frunce el ceño. Sale disparada de mi apartamento y a los pocos minutos regresa con un Joe somnoliento y con cara de pocos amigos. No le culpo, es domingo.
—¿Qué? —gruñe cuando Sugar le suelta la mano dejándolo frente a la caja.
En cuanto la ve, la expresión de Joe cambia por completo y parece
despertarse de golpe.
—¿Qué coño es esto?
—No lo sabemos —se queja Sugar—. Por eso te he traído. Ábrelo.
Joe pone los ojos en blanco. Gira sobre sus pasos, va hasta la cocina y comienza a rebuscar en mis cajones.
—¿Qué pasa? —inquiere Rachel entrando en mi apartamento—. La puerta estaba abierta. Pero ¿qué es eso? —pregunta reparando en la caja.
Es imposible verla y no hacerse esa misma pregunta.
—No lo sé —respondo.
Por más que la miro, no tengo ni idea de lo que puede ser. Me llama la atención que sea de madera gruesa. Es el tipo de caja que se utiliza para enviar cosas por mensajería aérea desde el otro lado del mundo.
—Quieres darte prisa —apremia Sugar a Joe.
—A veces me pregunto si Boston estará lo suficientemente lejos —murmura Berry sardónico mientras continúa rebuscando.
Saca mi pala de cocina más grande, también de madera, de uno de los cajones y se acerca a nosotras. La utiliza para hacer palanca y la madera rechina. Repite la operación en varios puntos de la caja, hace un poco más de fuerza y finalmente la tapa de madera cae al suelo haciendo muchísimo ruido.
Joe lanza la pala sobre la tapa, da un paso atrás, tira de un grueso papel acolchado y creo que los cuatro nos quedamos boquiabiertos en el mismo instante cuando vemos ante nosotros El beso, de Robert Doisneau.
—Pero… —La frase de Joe se queda interrumpida en sus labios.
Es impresionante.
—Viene de Europa —sentencia Joe mirando las pegatinas de embarque de la caja cuando al fin consigue reaccionar.
Yo me llevo la mano a la boca y suspiro feliz. Sólo hay una persona que podría haber hecho algo así.
—¿Y la pequeña? —pregunta Rachel sacándome de mi ensoñación, señalando la otra caja sobre la mesita.
Estaba tan ensimismada con la grande que la había olvidado.
Sugar coge la caja y la sostiene para que pueda abrirla. Rompo el papel de embalaje y encuentro una preciosa caja blanca donde puede leerse «Atelier de Robert Doisneau» en el centro.
La abro con cuidado y otra vez tengo que contener un suspiro cuando veo la grulla azul. La cojo y la giro entre mis dedos a la vez que me muerdo el labio inferior para contener las lágrimas que amenazan con inundarlo todo.
Es sencillamente maravilloso.
—¿Qué es eso? —pregunta Sugar casi alarmada.
Miro de nuevo en la pequeña caja y veo el negativo de la foto enmarcado en un precioso y perfecto cuadro de cristal.
Sencillamente no puedo creerlo.
—Es el negativo —murmuro más que asombrada.
Lo tomo con sumo cuidado y me doy cuenta de que hay un sobre debajo. Le entrego el negativo a Joe casi a cámara lenta y él lo recoge atento. Cojo el sobre y con manos temblorosas saco la nota manuscrita que contiene.
Estimada señorita Pierce:
Ahora usted posee nuestro mayor tesoro: los negativos de la foto que mi padre, Robert Doisneau,
realizó frente al Ayuntamiento de París para su serie «Besos», publicada en America’s Life en 1950.
Sabemos que los cuidará como se merece y sólo le pedimos que, en su testamento, se asegure de que la obra vuelve a casa.
Atentamente, Francine y Annette Doisneau.
Miro la nota absolutamente conmocionada sin poder creer lo que estoy leyendo. ¡Ha comprado El beso para mí!
Sin decir nada más, dejo el sobre en la caja y, con la grulla entre las manos, giro sobre mis pies y salgo de mi apartamento.
Bajo las escaleras como una exhalación y paro el primer taxi que pasa por la 10 Oeste. No sé qué pensar, tampoco qué le diré cuando la vea, pero ha comprado
El beso de Doisneau para mí, tengo que ir a buscarla.
Suena Lost Stars,[42] de Adam Levine. Me encanta esta canción.
Jugueteo con el origami entre mis manos. Estoy nerviosa, acelerada, con las mariposas volando sin control en mi estómago y el corazón latiéndome demasiado rápido. Sigo sin saber qué pensar, sin saber qué le diré cuando la vea pero, sólo por
esta grulla, tengo que ir a buscarla.
El tráfico se alía conmigo y llego al edificio del Lopez Group en cuestión de minutos. Saludo a Noah y rápidamente tomo el ascensor. Es domingo, así que la redacción está completamente desierta. Suspiro hondo y mi paso se ralentiza conforme me acerco al despacho de Santana en total oposición a mi respiración, que se acelera sin remedio. He venido hasta aquí por instinto. Ni siquiera he pensado que pudiera no estar.
Su puerta está entreabierta. Camino despacio y aún más lentamente empujo la madera de caoba. En el segundo que tarda en abrirse por completo, el corazón me late tan fuerte que creo que va a escapárseme del pecho.
Sin embargo, Santana no está.
Suspiro decepcionada y estoy a punto de marcharme cuando algo llama mi atención e inmediatamente mi corazón da un vuelco. Hay una preciosa mesa de arquitecto bajo el inmenso ventanal. No es nueva. Tengo la sensación de que es su mesa de arquitecto de siempre, la que ya tenía cuando vivía en el apartamento del
West Side que describió Spencer. Una sonrisa inunda mis labios cuando, en la esquina superior, desafiando los rayos de sol que atraviesan la ventana, veo un pequeño coche de juguete rojo.
Me acerco hasta la mesa con el paso lento pero lleno de una sanadora seguridad. Alzo la mano y acaricio suavemente la caja de lápices que hay sobre ella, la misma que encontré en el cajón de su escritorio.
Es su sueño hecho realidad y no podría hacerme más feliz.
En ese momento oigo pasos a mi espalda e inmediatamente sé que es ella.
—Hola —susurra.
Yo me giro despacio y me permito el lujo de construir una fotografía de lo guapísima que ya sé que estará incluso antes de mirarla. Sin embargo, cuando alzo la cabeza, todas mis fantasías se elevan a la enésima potencia. Está espectacular.
Lleva su traje gris marengo, una camisa blanca mis preferidos.
Suspiro al darme cuenta de que lleva la misma ropa que el día que nos conocimos y no puedo evitar sonreír nerviosa cuando recuerdo que yo también la llevo.—Hola —musito.
Santana me mira. Sus preciosos ojos se posan sobre los míos y por un momento tengo la sensación de que puede ver en ellos todo lo que desee, de que puede verme a mí. Sin quererlo, vuelvo a sentirme tímida, abrumada. Todas esas emociones que sólo Santana sabe despertar.
—Gracias por la foto de Doisneau —susurro—. No tenías por qué hacerlo.
—Quería que la tuvieras. Por mi culpa no pudiste ver la exposición y quería compensarte. Sé que no tienes muchos recuerdos de nuestra luna de miel.
—La verdad es que los únicos recuerdos que tengo de París son las vistas desde la terraza, tu voz, tus besos, tú…
Sus ojos atrapan de inmediato los míos y, sin quererlo, un suspiro se escapa de mis labios. Son los ojos oscuros cambiantes a oscuro mas bonitos que he visto en mi vida. Milagrosamente
contengo un nuevo suspiro y rápidamente trato de reconducir la conversación.
—La verdad es que no hay museos ni cenas —añado divertida.
—¿Te habría gustado que hubiese sido diferente?
—No —respondo sin asomo de duda—. Así es como debería ser, que una chica sólo recordara de su luna de miel el amor y la torre Eiffel iluminada.
Por primera vez desde que entré no parezco nerviosa ni acelerada. Esos días fueron los más felices de mi vida porque fueron los más felices con ella. Santana también sonríe. Su sonrisa más bonita, más sincera, y que creo que guarda sólo para mí. Con ella todo el ambiente parece cargarse de una suave electricidad.
Por un momento volvemos a quedarnos en silencio. Voy a marcharme a Boston, pero antes hay cosas que quiero saber y por una vez no me da miedo preguntar. Sin embargo, antes de que pueda hacerlo, Santana da un paso hacia mí robando toda mi atención.
—En la puerta del club me preguntaste por qué no me gusta hablar
pronuncia cada palabra como si quisiera soltarlo mientras esta convencida de que hacerlo es una buena idea.
Asiento y los nervios se concentran burbujeantes en mi estómago.
—Simplemente no me gusta —se sincera—, pero me gusta mucho menos hacerlo contigo.
En este preciso instante siento como si hubieran tirado de la alfombra bajo mis pies. Ya no sólo se trata de que no le guste hablar, sino de que soy la última persona con la que quiere hacerlo.
—Quería construir un mundo perfecto para ti, Britt. Dejarte al margen de todo para no preocuparte con todas las cosas con las que tengo que enfrentarme día a día, para que no dejaras de tener tu maravillosa fe en el mundo. Quería protegerte de todo eso y acabé echándote de mi vida.
Asiento y agacho la cabeza conteniendo el aluvión de lágrimas que inundan mis ojos. La quiero, ésa es la verdad, y todo lo que acaba de decir no hace sino que le quiera todavía más.
—Esa noche también me preguntaste por qué no era arquitecta y yo te respondí que renuncié a serlo porque no tenía nada por lo que luchar.
Una punzada de dolor atraviesa mi pobre corazón. Lo recuerdo perfectamente.
—Y llevo dos malditos días sin poder parar de pensar en que, si nos
hubiésemos conocido hace seis años, habría luchado por ti y no te habría soltado jamás, y ahora sería arquitecta, tendríamos críos y sería la mujer que tú te mereces.
—San, yo… —Las lágrimas interrumpen mi voz.
No sé qué espera que diga, que haga. Fue ella quien dijo que debía irme a Boston.
—No sé qué quieres… —Un sollozo vuelve a interrumpirme.
Santana resopla. Camina decidida hasta mí, toma mi cara entre sus manos y sus ojos increíblemente se clavan en los míos.
—Esta vez pienso hablar —sentencia irradiando toda su seguridad, todo su magnetismo— y pienso decir todo lo que tengo que decir.
Ahogo un suspiro en una sonrisa nerviosa y me obligo a mantener su mirada.
—Britt, dejarte marchar es el peor error que podría cometer en mi vida. Me ha costado mucho, pero al fin he comprendido que no tengo que renunciar a ti, que tengo que ser mejor por ti. Voy a luchar para ser la mujer que tú te mereces y voy a hacerlo por ti, por esa grulla azul.
Las lágrimas comienzan a caer sin remedio.
—San, no —musito colocando mis manos sobre las suyas y obligándole a soltarme—. Voy a marcharme a Boston —susurro tratando de llenarme de una seguridad que me obligo a sentir a la vez que me alejo de ella.
La chica lista está aquí y por primera vez pienso escucharla.
—Tu sitio no está en Boston —replica arisca acercándose de nuevo a mí.
—Sí lo está, San —sentencio con la voz entrecortada—. Tú y yo no podemos estar juntas. Tú misma lo dijiste.
—Sé lo que dije —me interrumpe exasperada.
—Entonces, ¿por qué has cambiado de opinión?
Yo también estoy cansada. Me siento como si en los últimos meses mi vida hubiese sido una auténtica batalla campal.
—Porque, si eso fuera lo que tenemos que hacer, no me sentiría vacía cada vez que me levanto —sentencia casi alzado la voz, casi desesperada.
Trago saliva y siento cómo más lágrimas se deslizan cada vez más saladas.
—Britt, cuando te miraba, daba igual que hubiéramos estado juntas hacía quince segundos, te deseaba hasta volverme loca y, cuando te tocaba, no me calmaba, sólo sentía que algo perfecto se me estaba escapando entre los dedos y lo único que podía hacer era agarrarlo con fuerza y rezar por tener la jodida suerte de que volviera a repetirse. Destrocé lo mejor que me había pasado en la vida porque estaba muerta de miedo, pero eso no cambia que, cuando te miro, cuando oigo tu nombre, cada hueso de mi cuerpo me grita que eres la mujer de mi vida.
Yo niego con la cabeza totalmente sobrepasada. No puede decirme todo esto ahora. No es justo. Ya me había mentalizado. Ya había entendido que lo mejor para mí era estar lejos de ella.
—¿Por qué has tenido que esperar hasta este momento? —Estoy enfadada, herida—. Yo estaba bien. Volvía a estar bien. Iba a marcharme a Boston.
No puede destruirme y construirme a su antojo.
—¿Por qué has tenido que hacerlo?
—¡Porque te quiero! —grita llena de rabia—. Porque sigo siendo una egoísta de mierda que no te merece pero que no es capaz de levantarse un maldito día más sin tenerte a mi lado. Te quiero, Brittany.
—San —susurro con la voz tomada por el llanto.
Nunca he tenido tanto miedo.
—Te quiero, te quiero, te quiero.
Santana atraviesa la distancia que nos separa, toma una vez más mi cara entre sus manos y me besa.
—Vuelve a empezar conmigo —me pide—. Déjame luchar por ti.
Y simplemente ocurre que todo cobra sentido, que mi vida, mi corazón, por fin cobran sentido.
—Sí —susurro con la voz llena de lágrimas aunque esta vez tienen un motivo diferente —, sí, sí, sí —sentencio sonriendo contra sus labios, sintiendo su sonrisa contra los míos.
Y Santana Lopez la odiosa, malhumorada, arrogante y mujeriega, hizo exactamente lo que prometió, luchó por mí y no me soltó jamás, demostrándome que la vida puede ser como todas las canciones que suenan en la radio, que puede estar llena de amor.__
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Fecha de inscripción : 26/09/2013
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EPILOGO
Epílogo
Dejo el iPhone sobre la mesa y salgo del estudio. Se oyen voces en la cocina y la risa del capullo de mi hermano Spencer resuena por toda la casa.
Tras un par de pasos, puedo ver a Sugar a un lado de la isla de la cocina, trasteando muy concentrada con unas cartulinas de colores y unas tijeras, y al otro, sentados en los taburetes, a Spencer y a Quinn. Ella se la sigue comiendo con los ojos. Han pasado ya seis años desde que lo dejaron y sigue volviéndole igual de
loca.
—Joder, ¿qué hacéis otra vez aquí? —me quejo divertida, sentándome junto a Quinn —. Parece que no tenéis casa.
—Nos ha invitado tu mujercita —me replica muy resuelta Sugar—. Parece que ya no eres la reina de tu castillo —añade con una sonrisilla de lo más impertinente mientras recorta algo parecido a una estrella.
La observo con las cejas enarcadas. Ella me aguanta la mirada con la misma sonrisa, pero tras unos segundos baja la cabeza y suspira exasperada.
—¿A quién pretendo engañar? —masculla resignada.
Sonrío, mi media sonrisa. Me alegro de que lo tenga claro, aunque también me gusta que no le falten arrestos para intentar plantarme cara. Al fin y al cabo, va a convertirse en mi nueva directora de Contabilidad. En ese momento oigo a los dos pares de pasos de mi vida bajando las escaleras. Alzo la mirada y, aunque sé perfectamente quiénes son, no puedo evitar que mi corazón caiga fulminado cuando veo a Britt bajar con la sonrisa más
increíble del mundo de la mano de nuestra pequeña Audrey.
Va vestida con unos leotardos de rayas de colores, una falda de tul fucsia, una camiseta con otro millón de colores y unas Converse de un rosa tan intenso que parecen fabricadas de chicle. Le ha hecho dos coletitas y de pronto me siento como si estuviera dentro de mi propio sueño.
—Hola, pequeña —digo levantándome y acercándome a ellas.
La niña suelta la mano de Britt y sale corriendo hacia la isla de la cocina.
Las cartulinas de colores la han hipnotizado. Lleva días hablando de esto.
Camino hasta Britt y coloco mi mano en su vientre. Siempre será la cosa más bonita que he visto en mi vida, pero embarazada de nuestro segundo hijo lo está aún más.
La beso. En teoría un beso dulce y breve, pero sus labios me encienden. Joder, huele de maravilla. Y antes de que me dé cuenta, la estoy estrechando contra mi cuerpo y besándola salvaje, casi desesperada. Me vuelve completamente loca.
—Ey, ey, ey —oigo protestar socarrón a Spencer a mi espalda—. Por favor.
Me separo a regañadientes. Britt esconde su preciosa cara en mi pecho y yo fulmino a mi hermano con la mirada.
—Hay niños delante —continúa divertido tapándole los ojos a Audrey—, y por primera vez no me refiero a Sandford.
Todos menos Quinn, que bufa resignada, estallamos en risas. Britt alza la mirada y otra vez no existe nada más en el mundo que no sea ella. Me dan igual todos estos gilipollas y la beso de nuevo.
—¿De qué os reís? —se queja mi pequeña—. No puedo ver nada —añade al tiempo que trata de zafarse de la enorme manaza de Spencer que le tapa casi la mitad de la cara.
Britt me empuja con una sonrisa en los labios y yo vuelvo a separarme malhumorada de ella.
—Esta noche no te vas a escapar —susurro.
Es la pura verdad. Pienso follármela hasta que salga el sol.
Britt me sonríe. Sé el efecto que esas palabras han causado en ella. Nunca pensé que podría excitarme tanto toda esta anticipación, el hecho de saber que está derritiéndose por dentro, que es mía y oír mi voz se lo recuerda cada jodida vez. Al fin se muerde el labio inferior tratando de parar sus propios pensamientos y ese
simple gesto me descoloca de golpe. Un día va a conseguir que acabe dándome un infarto por falta de sangre en el resto del cuerpo.
Britt se acerca a Audrey, la libera de Spencer y, cogiéndola en brazos, se la lleva al otro lado de la isla junto a Sugar.
—Hola, chica —saluda mi pequeña a Motta.
—Me encanta esta cría —responde ella con una sonrisa.
Audrey coge unas tijeras infantiles y, cómo no, la cartulina rosa chicle. Está obsesionada con ese color.
—¿Podéis explicarme una vez más por qué el cumpleaños de la señorita simpatía es una fiesta de indios y vaqueros?
El apelativo de Quinn me hace poner los ojos en blanco, divertida. Debería agradecerme que no sea la persona más encantadora sobre la faz de la tierra. De no ser así, no se habría tirado a todas las chicas que me dejaron por imposible porque ni siquiera me molesté en saludarlas.
—mami me dejó elegir la fiesta a mí —responde Audrey muy concentrada en lo que recorta.
—¡Qué tierno! —se inclinan para susurrármelo Quinn y Spencer al unísono.
—Y yo tengo que aguantar gilipolleces en estéreo.
Britt me mira y frunce los labios. No quiere que diga ese tipo de palabras delante de Audrey y cada vez que lo hago me mira así, tratando de demostrarme lo enfadada que está conmigo. Sin embargo, no sabe que fracasa estrepitosamente.
Cada vez que lo hace, me entran ganas de follármela contra la primera pared que encuentre. Es la cosa más adorable que he visto en mi vida.
Acabo dedicándole una media sonrisa y ella, aunque intenta disimularlo, no puede más y termina sonriendo también.
Las miro a las dos y no puedo dejar de pensar en la suerte que tengo. Si Britt se hubiese marchado a Boston hace seis años, ahora yo seguiría siendo una gilipollas infeliz llena de sueños, pero sin luchar por ninguno.
La primera vez que pensé que ella era el motor de mi existencia, no me equivocaba. Creo que lo fue desde la primera vez que la vi, aunque fui tan estúpida de no entenderlo.
Britt le da un beso en el pelo a Audrey y, cuando nuestras miradas se encuentran, me sonríe de nuevo. ¿A quién pretendo engañar? Si se hubiese marchado a Boston, habría salido corriendo tras ella y no habría parado de besarla, de tocarla, de follármela hasta que la hubiera convencido para que volviese conmigo.
La quiero. Joder, la quiero. Nunca he tenido nada tan claro en toda mi vida.
—¿Y yo qué soy, india o vaquera? —le pregunta Sugar a Audrey subiendo a la encimera una caja llena de sombreros de cowboys y tocados de indios.
Quinn la mira embelesada. Apuesto a que a ella le encantaría darle la respuesta a esa pregunta.
—Tú eres una vaquera, tía Sugar.
—¿Y yo soy un indio o un vaquero? —le pregunta Quinn a Sugar.
Ella sonríe y se centra en rebuscar entre los sombreros. Está claro que sabe que todavía la tiene en la palma de la mano.
—¿Verdad o Roger H. Prick? —inquiere finalmente con una sonrisa.
Ella la mira sin comprender qué quiere decir.
—Elige Roger H. Prick —intervengo—. No estás preparado para que te responda de verdad a esa pregunta.
Las chicas me miran sorprendidas y después lo hacen entre ellas y se sonríen cómplices. Conozco demasiado bien a mi mujercita como para no saber la historia de esa gilipollas.
—¿Y mama? —le pregunto a Audrey.
—Vaquera —responde sin dudar.
Sonrío y Sugar me tiende un sombrero.
—¿Y mami? —vuelvo a preguntar poniéndomelo e inclinándolo hacia arriba con el índice.
—India.
Ahora es Britt la que sonríe. La imagino vestida de india o, mejor aún, de india sexy o sólo con las putas plumas o sin nada, desnuda en mi cama, con las muñecas atadas.
Joder, otra vez va a estallarme en los pantalones.
Britt me mira y vuelve a morderse el labio inferior. Sabe exactamente en lo que estoy pensando y eso me vuelve todavía más loca. Finalmente cabecea tratando de eludir todo lo que está pasando por su mente ahora mismo.
Es jodidamente perfecta.
—¿Y quién será el sheriff? —pregunta tras dar una largo suspiro, ofreciéndole a Audrey una estrella amarilla perfectamente recortada.
La niña frunce los labios y lo piensa un segundo.
—Será Finn —sentencia.
—¿Vamos a buscarlo? —le propongo quitándome el sombrero y tendiéndole los brazos.
Ella asiente y con la estrella en la mano y una sonrisa enorme en los labios se lanza a mis brazos.
Adoro a esta cría.
—¡Finn! ¡Finn! —lo llama desgañitándose.
—No tienes que gritar —le recuerdo, pero no hay nada que hacer. Es una niña con una misión.
A los pocos segundos, mi chófer entra en el salón.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Lopez? —pregunta profesional, pero con un trasfondo divertido.
—Serás el sheriff, Finn —le informa muy convencida.
—Encantado, señorita Lopez.
Trata de engancharle la estrella en el bolsillo de la chaqueta con sus pequeñas manitas, pero obviamente no lo consigue.
—Necesitas pegamento —le aclaro paciente.
—No, puedo así —me replica tozuda.
—Audrey —trato de hacerla entender.
—Puedo así —me interrumpe.
Resoplo. Es la niña de cinco años más testaruda que he conocido.
En ese momento suena el timbre de la puerta principal. Automáticamente Finn y yo nos miramos. Audrey se revuelve en mi regazo hasta que la bajo y sale disparada hacia la entrada.
La sigo escaleras abajo. El timbre vuelve a sonar y ella, ya junto a la puerta, me mira impaciente. Sabe que no puede abrirla si está sola. Brittany no para de repetirme que soy demasiado alarmista con la seguridad de las dos, pero no me importa tener un millón de veces la misma discusión. No pienso permitir que corran el más mínimo peligro. Son mi vida.
—Vamos, mama —me apremia.
—Pero ¿qué pasa? —pregunto extrañada—. ¿Por qué estás tan impaciente?
Me retoco el doblez de mi camisa blanca sobre mi antebrazo y abro.
Inmediatamente Audrey sortea la puerta y se coloca delante de mí. Al otro lado hay un niño más o menos de su edad. Tiene el pelo rubio rapado y los ojos grandes y marrones. Lleva un camión de bomberos en una mano y saluda a mi pequeña con la
que le queda libre. Ella hace lo mismo al tiempo que, nerviosa, se pone de puntillas.
—¿Tú quién eres? —pregunto arisco.
—Soy Ollie. Venía a buscar a Audrey para ir a jugar al parque.
—¿Qué? No —respondo por inercia.
¿De dónde ha salido este crío?
Oigo pasos a mi espalda y Britt se coloca a mi lado.
—Hola, Ollie —saluda llena de dulzura al niño—. Hola, Eve —añade llevando la mirada hacia una mujer que sale atareada de un SUV negro buscando algo en su bolso. —Hola, Britt —responde ella—. Muchas gracias por encargarte de los niños. —No te preocupes.
La mujer alza la cabeza y repara en mí, pero yo no me molesto en saludarla.
Estoy demasiado ocupada ahora mismo.
—Regresaré a las cinco —prácticamente tartamudea informando a Brittany y apartando por fin la mirada de mí.
—Claro.
Le da un beso a su hijo, al que le pide que se porte bien, y regresa a su coche sin dejar de rebuscar en su bolso.
—Bueno, chicos, ¿estáis listos para ir al parque?
Los dos asienten y bajan los primeros escalones. Él le enseña el juguete que lleva entre las manos y se sientan en uno de los peldaños.
—No va a ir —me quejo.
Mi pequeña no va ir a ningún parque con ese crío. Quiero que ese crío se largue de mi casa.
—Claro que va a ir —sentencia Brittany.
Me mantiene la mirada y sé que no va a dar su brazo a torcer. Yo aprieto los labios hasta convertirlos en una fina línea. Si va a ir, voy a encargarme de que ese crío no se acerque a menos de diez metros de ella.
—Finn —lo llamo con la voz endurecida.
Brittany sonríe escandalizada a la vez que se lleva las manos a las caderas, tratando de demostrarme otra vez lo enfadada que está. Si ahora mismo no estuviera tan cabreada, me la llevaría arriba y le echaría un polvo encima de mi carísimo escritorio.
—No vas a enviar a Finn —me advierte—. Sólo va al parque. No necesita un guardaespaldas.
Me humedezco el labio rápido y fugaz. Debe estar de broma.
—Además, ya tengo una carabina preparada —comenta socarrona.
Oigo unos tacones repiquetear contra los escalones y a los pocos segundos Sugar está junto a nosotras.
—De eso nada —protesto.
Siempre sospeché que tendría que prohibirle a Motta que se acercara a mi hija el día que cumpliera quince años, pero nunca imaginé que tuviera que hacerlo con cinco.
—Muchas gracias, Sugar —comenta Brittany cuando pasa junto a ella justo antes de cruzar la puerta.
—No te preocupes. Iremos a Chelsea Park y los traeré de vuelta en una hora.
¿Preparados para el parque? —grita entusiasmada como si trabajara en un programa infantil a la vez que baja los escalones.
Britt cierra la puerta con una sonrisa y se encamina hacia el salón.
Yo miro a Finn y le indico con un leve gesto de cabeza que los siga. Britt me caza en plena orden y regresa a mi lado.
—Más te vale que tu hombre para todo no se acerque a Chelsea Park. Si no, éste —dice señalando su vientre con ambos índices— va a ser el último hijo que tengamos porque el sexo se acabó para ti, Lopez.
Sin esperar respuesta, gira sobre sus pasos y comienza a subir las escaleras de vuelta al salón.
Yo entorno la mirada y ladeo la cabeza. Todavía no tengo claro si me gusta o no que me plante cara.
Miro a Finn de nuevo indicándole que se olvidé de lo que acabo de pedirle y se retire. Cuando lo hace, observo a Britt alejarse y acelero el paso hasta atraparla en mitad de las escaleras. La beso con fuerza y la llevo contra la pared. Ella gime contra mis labios y sube las manos rodeando mi cuello.
Saco a relucir mi media sonrisa. Ya la tengo exactamente donde quería.
Me separo de ella, aparto sus manos de mí y, sujetando sus muñecas contra la pared al lado de sus costados, la aprisiono contra mi cuerpo.
Me inclino sobre ella de nuevo y cree que voy a besarla, pero no lo hago. Sólo me quedo muy cerca, dejando que mi aliento inunde sus labios, torturándola.
—No deberías hacer promesas que no vas a ser capaz de cumplir —susurro con la voz ronca y el animal despertándose en mi interior.
—¿Cómo sabes que no seré capaz de cumplirla?
Sonrío. Lo tengo clarísimo y no tiene nada que ver con ser o no una bastarda presuntuosa, es su delicioso cuerpo el que me da todas las pistas.
Me inclino sobre ella y, cuando alza los labios dispuesta a besarme, vuelvo a separarme.
—Eso —respondo arrogante—, cómo te tiemblan las rodillas…
Aprisiono mi cuerpo aún más contra el suyo. Me vuelve loca cómo reacciona cuando estoy cerca. Me vuelve loca saber que me desea, que me quiere. Me vuelvo
loca que sea mía, joder, sólo mía.
—… tu respiración acelerada.
Ya no puedo más y la beso desbocada. Libero sus manos y me anclo con fuerza a sus caderas.
Joder, tocarla es lo mejor de toda mi maldita vida.
—San —susurra con la voz rota de deseo—, no podemos hacer esto aquí.
Finjo no oírla, la giro entre mis brazos y dejo que el peso de mi cuerpo la convenza de que sí que podemos.
Hundo mi nariz en su pelo e inspiro suavemente. El mejor olor del mundo. Es mi mujer, la madre de mis hijos y la chica que me sigue volviendo tan loca como para follármela en las escaleras sin importarme que mi hermano y mi mejor amiga estén en la otra habitación.
Cuando regresamos al salón y Quinn hace un comentario sobre todo lo que hemos tardado, Britt sonríe tímida y se escabulle hasta el frigorífico. Yo la miro con una presuntuosa sonrisa en los labios e ignoro por completo su pregunta. Me he estado follando a mi preciosa mujer contra la pared porque me vuelve tan loca que
no puedo pensar en otra cosa y, si ahora mismo no estuvierais aquí, me la estaría follando sobre la encimera de la cocina.
Britt comienza a preparar algo de comer. Sonrío al ver que saca una
chocolatina Hershey’s del mueble, la mira, está a punto de abrirla y finalmente vuelve a guardarla. No tarda ni dos segundos en girarse de nuevo hacia el mueble, coger la chocolatina otra vez y, al tiempo que se apoya en la encimera, abrir el envoltorio y darle un bocado.
Yo camino hacia ella, me coloco entre sus piernas y la tomo por las caderas.
Alza la mirada y, al comprobar mi sonrisa, me devuelve otra tímida.
—No he podido resistirme —se disculpa.
—No sabes cómo te entiendo —comento socarróna.
Hace una semana se le antojó una a las tres de la mañana. Era tan tarde que incluso me pareció cruel despertar a Finn y acabé yendo yo misma. A la mañana siguiente ordené que compraran una caja.
Le doy un bocado a la chocolatina y me separo de ella por las quejas de Spencer y Quinn.
—Deberíamos grabarle en plan esposa tierna y adorable para la próxima vez que saque ese carácter de mierda que Dios le ha dado en una reunión —comenta Quinn burlóna—. Britt es tu Kriptonita.
—Por lo menos yo puedo tirarme a mi Kriptonita, capulla —replico con una sonrisa.
—Yo no tengo Kriptonita —se defiende.
—Porque ella no se deja, gilipollas —añade Spencer y los tres nos echamos a reír.
Meterse con Quinn debería ser deporte nacional y me parece de lo más divertido hasta que miro el reloj de la cocina y me doy cuenta de que son las cinco y diez. Sugar dijo que estaría de vuelta a las cinco.
—Ya son las cinco y diez —le digo a Britt a la vez que saco el iPhone del bolsillo de mis pantalones.
Tendría que haber enviado a Finn, joder.
Ella me pone los ojos en blanco y se acerca hasta mí. Coloca su mano sobre mi Smartphone y me impide llamar.
—Relájate —me pide con su voz más dulce.
Resoplo. No quiero relajarme. Quiero que ya estén aquí. Odio cuando no sé dónde están Britt o Audrey. Siento que pierdo el control de la situación. Sé que a veces puede resultar asfixiante, pero me importa una mierda. Han pasado seis años
y todavía recuerdo cómo me sentí cuando ese malnacido atacó a Brittany. Ellas son mi vida y asegurarme de que están protegidas y a salvo es innegociable.
—Señora Lopez —me llama al tiempo que me da un beso en la comisura de los labios—, está bien, ¿vale? —murmura mirándome a través de sus inmensas pestañas
—. Las dos estamos bien.
Me da otro beso y siento cómo parte de la tensión se disipa. Resoplo con fuerza. Al final va a resultar ser verdad eso de que es mi Kriptonita.
En ese preciso instante oigo la puerta principal y unos piececitos subir acelerados las escaleras. Britt me mira y sonríe perspicaz al tiempo que se aleja unos pasos. De una zancada me coloco tras ella y le pellizco la cadera. Da un respingo y se lamenta divertida.
—No te pases —le advierto contagiada de su humor.
De vez en cuando me gusta recordarle quién manda aquí.
Audrey entra en el salón seguida de Sugar.
—Mamá —me llama.
Se acerca muy nerviosa con una sonrisa enorme y acelerada tira de mi pantalón para que la coja en brazos.
—¿Qué pasa? —pregunto haciéndolo.
—Después de dejar a Ollie con su mamá, la tía Sugar me ha llevado a ver tiendas –me explica deslumbrada – y en una hemos visto unas sandalias de tacón rosa. ¿Me las comprarás?
—No —respondo sin dudar.
Por encima de mi cadáver, joder. Tiene cinco años. No pienso dejar que lleve tacones.
—Mamá —protesta—. La tía Sugar dice que los zapatos son los mejores amigos que una chica puede tener. —Dice las mismas palabras que Sugar vocaliza orgullosa a su espalda.
Voy a asesinar a Motta.
—Eres muy pequeña —trato de hacerle comprender.
—No —me interrumpe.
Se agita entre mis brazos hasta que la dejo en el suelo e inmediatamente sale disparada en dirección a la sala de la televisión.
—Nadie va a decirme lo que tengo que hacer —protesta girándose a mitad de camino y echando a correr otra vez.
Resoplo y me froto los ojos con las palmas de las manos, pero rápidamente las bajo hasta llevarlas a mis caderas y fulmino a Motta con la mirada.
—Esa cría es tu peor pesadilla —me comenta socarrón Spencer—. Tiene la cara de Britt y tu carácter de… —Britt lo reprende con la mirada, con los labios fruncidos tratando de disimular una sonrisa—… complicado —sentencia alzando las manos en señal de tregua y todos se echan a reír.
Para colmo de mis males, no soporto que esté enfadada conmigo. No sé a quién me recuerda.
Britt deja un cuenco con nachos sobre la isla a la vez que me señala la dirección que ha tomado la niña con la cabeza y me dedica su sonrisa más dulce, serena y preciosa.
Entre las dos van a acabar conmigo.
Empujo suavemente la puerta y entro. Audrey está sentada en uno de los inmensos sillones con cara de pocos amigos viendo «Callie en el Oeste». Esos malditos dibujos tienen la culpa de que mañana vaya a tener que disfrazarme de vaquera.
Me siento en el sillón a su lado y resoplo con fuerza. Ella finge que ni siquiera me ha visto entrar y no aparta sus preciosos ojos verdes de la televisión.
—¿Estás enfadada? —pregunto.
Ella asiente pero sigue sin mirarme.
—¿Muy enfadada?
—Sí.
—¿Muy muy enfadada?
—Sí —repite y no puede evitar que una sonrisa se le escape.
Yo aprovecho ese momento de debilidad, le hago cosquillas y la cojo sin que pare de reír para sentarla en mi regazo.
Ella se acomoda y deja que su preciosa cabecita descanse sobre mi pecho.
Britt me hizo el mejor regalo del mundo.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, ¿verdad?
Ella asiente muy concentrada en la televisión. Por un momento yo también pierdo mi mirada en la pantalla. Ríe cuando la gatita vestida de sheriff tira de una carretilla y una lagartija verde con gorro de vaquero y espuelas cae al suelo. Al oír su risa, no puedo evitar sonreír y le doy un beso en el pelo.
—¿Qué tal lo has pasado esta tarde? —le pregunto.
—Muy bien —responde feliz revolviéndose en mi regazo para que estemos frente a frente—. Ollie me ha dejado jugar con su coche de bomberos y después la tía Sugar nos ha llevado a los columpios.
Tuerzo los labios. ¿De dónde coño ha salido ese Ollie?
—¿Ollie es un amiguito de clase?
Asiente.
—Vamos juntos a clase de la señorita Johnson. —Sonrío—. Pero no es mi novio, es el novio de Amanda.
Mi sonrisa se ensancha. Ésta es mi chica. Nada de novios. Nunca.
—Yo quiero que mi novio sea Maverick Berry.
¡¿Pero qué coño?!
Creo que acabo de perder diez años de vida.
—¿Maverick? ¿El hijo del tío James?
—Sí —responde ella convencidísima y se echa a reír contra mi pecho.
Joder, tiene que ser una puta broma. ¿Con un Berry? ¿En serio? Resoplo y dejo caer la cabeza contra el sillón mientras hago una lista mental de los países con internado femenino donde podría enviarla.
Esta cría va a acabar conmigo.
Hay un delicioso silencio en toda la casa. Estoy sentada en mi mesa de arquitecta terminando los planos para el proyecto de la remodelación del viejo hotel Arcadian.
Estoy tan concentrada que no la oigo llegar, pero algo dentro de mí me pide que me haga un favor y alce la cabeza y entonces la veo de pie junto a la puerta. No tengo ni idea de cómo lo hace, pero cada día que pasa consigue que esté más loca por ella.
—¿Trabajando? —me pregunta con una suave sonrisa en los labios y algo en las manos.
Yo le hago un gesto para que se siente en mi regazo y ella obedece.
—¿Son los planos del Arcadian? —inquiere emocionada acariciándolos suavemente con la punta de los dedos.
Asiento y no puedo evitar sonreír al ver cómo, concentradísima, pierde su vista en ellos.
—Vamos a conservar los frontones con las cabezas de león, le dan mucha personalidad —le explico señalándolos en el dibujo—, pero reforzaremos las pilastras con dinteles tallados. La puerta será aún más grande y el atrio podrá verse desde la calle.
Britt se muerde el labio inferior con una sonrisa.
—Estoy muy orgullosa de ti —me dice girándose hacia mí como si ya no pudiese contener ni un segundo más esas palabras en sus labios.
Yo sonrío sincera porque me llenan por dentro de una manera que jamás pensé que sería posible.
—No es para tanto.
—Claro que lo es —replica—. La junta de arquitectura civil de Nueva York y Harry Mills te han elegido para que rediseñes uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Eres un gran arquitecto, señorita Lopez.
Aunque quiero fingir que su comentario no me afecta, mi sonrisa se ensancha involuntariamente. Finalmente cabeceo. No me gusta sentarme a escuchar elogios.
Es una estupidez, pero me incomoda.
—Hablo en serio —se queja al ver que no digo nada—. Tú…
La beso para interrumpirla. Ella protesta pero al final se deja hacer. Cuando sé que ya la tengo rendida por completo, me separo, pero no puedo evitarlo y vuelvo a besarla otra vez. Sabe de maravilla. Finalmente hago acopio de todo mi autocontrol
y me alejo definitivamente.
Brittany sonríe y se acomoda en mi regazo.
—Tengo algo para ti —me anuncia dejando lo que llevaba en la mano sobre mi mesa de arquitecta.
Es una cajita blanca. Frunzo el ceño y la miro primero a ella y después el pequeño paquete.
—¿Qué es? —pregunto curiosa.
—Ya son más de las doce —responde ignorando mi pregunta—, así que, feliz cumpleaños, señorita Lopez.
Abro la caja, aparto un pequeño papel de seda y sonrío como una idiota al ver una ecografía.
—Parece que hoy sí ha querido enseñarnos la carita —comenta con una sonrisa.
Acaricio el papel con la punta de los dedos. El mejor regalo de cumpleaños que me han hecho en mi vida.
—Y ya sé si será niño o niña —añade con voz risueña.
Automáticamente alzo la mirada impaciente.
—Será un niño.
Sonrío encantada. La beso y rodeo su incipiente tripa con mis manos.
—Así que, ¿qué tenemos aquí? —pregunta divertida colocando sus manos sobre las mías— ¿Un director ejecutivo o un arquitecto?
—Me da igual —respondo serena, feliz—. Lo único que me importa es que sea feliz.
Ahora es ella la que se gira y me besa.
—Si te parece bien —susurra separándose despacio de mí—, he pensando cómo podríamos llamarlo.
La miro esperando a que continúe.
—Elliott —dice en un golpe de voz con una sonrisa nerviosa y tímida
esperando mi reacción—, como tu abuelo.
Yo suspiro con fuerza y subo mi mano hasta perderla en su pelo. Es
jodidamente perfecta y nunca me cansaré de repetirme la suerte que tengo por conseguir mantenerla a mi lado.
La beso y de nuevo me responde encantada. Otra vez pienso en separarme de ella, pero entonces gime entregada contra mis labios y no soy capaz de parar.
Reúno todo mi autocontrol, me separo, pero vuelvo a besarla. Ella sonríe y me acoge otra vez. Repito la operación y, haciendo un titánico esfuerzo, a la tercera ocasión soy capaz de alejarme de mi Kriptonita.
Ella sonríe tímida y yo decidido ignorar la manera en la que me está mirando porque, si no, voy a perder el poco control que me queda y voy a acabar follándomela contra la mesa. Resoplo para reafirmarme y ella también lo hace a la vez que cabecea y sonríe. Es sorprendente lo poco que necesitamos para olvidarnos
del mundo.
Cojo la ecografía, la miro una vez más y la coloco en la parte de arriba de la mesa, junto a mi coche rojo de juguete. Ella sigue el movimiento de mi mano y sonríe de nuevo.
—¿Sabes? —llama mi atención—. Nunca me has explicado de dónde sacaste ese coche.
Sonrío y por un momento hago memoria. Fui a buscarlo a Glen Cove el mismo día que decidí que me convertiría en arquitecto y lucharía por Britt. Ella iba a marcharse a Boston al día siguiente. Hice que mis padres pusieran patas arriba el trastero, el cuarto de Spencer y también el mío, hasta que lo encontré. Ese día
también le dije a mi padre que, aunque seguiría al frente de la empresa, iba a comenzar a trabajar como arquitecta. Él no dijo nada, pero, cuando llegué a mi oficina esa misma tarde, había ordenado enviar allí mi vieja mesa.
—Es una larga historia —le explico—. Digamos que significa que nunca voy a rendirme ni contigo ni con la vida que tengo planeada para las dos.
Ella sonríe encantada y yo le devuelvo el gesto.
Pienso hacerte muy feliz, señora Lopez.
Cojo el lápiz y continúo dibujando. No tengo ni idea de cuántas horas pasamos así.
—Tu padre ha llamado hace un rato —comenta.
—El tuyo también —respondo haciendo un suave trazo por encima de la cabeza de uno de los leones—. ¿Con cuál empezamos primero? —inquiero con la vista concentrada en el plano.
—Por el tuyo. Ahora que por fin le caigo bien, me gusta que hablemos de él —responde tan impertinente como socarrona.
Le doy un pellizco en la cadera y ella ríe divertida.
—Eres insufrible —me quejo—. Y mi padre te adora —añado—. Todos en mi familia lo hacen. Creo que te quieren más a ti que a mí. —Y ahora más bien protesto, aunque no los culpo. Nadie podría conocerla y no quererla.
—Tu padre me cae bien —me confiesa—. Creo que me caía bien incluso cuando no quería que nos casáramos.
Sonrío de nuevo. Ha pasado una eternidad desde aquello. Mi padre no hizo las cosas bien, pero sólo quería protegernos a Brittany y a mí. El día que reconoció que estaba equivocado y que estaba sabiendo hacerlo con Brittany, con Audrey, la empresa y mi trabajo como arquitecto, me sentí como si hubiera estado luchando
una batalla de más de cien años y por fin hubiese ganado.
—Tu padre vendrá a vernos la semana que viene —comento como si tal cosa esperando su reacción.
Ella se gira rápidamente en mi regazo y sonríe de oreja a oreja.
—¿En serio? —pregunta entusiasmada.
—Sí. Quiere enseñarme personalmente cómo van las obras que el Lopez Group está financiando en el Sound.
No hice que la empresa invirtiera ese dinero para ganármelo. Se trataba de una buena causa y el hogar de la persona más importante de mi vida. Ver feliz a Brittany era el único motivo que necesitaba.
—Directora ejecutiva de día —comienza a decir burlona como si leyera las letras en un cartel enorme frente a ella—, arquitecta de noche, pero siempre salvando el mundo.
Al terminar, suelta una risilla, encantada con su propia broma. Yo la miro mientras me humedezco el labio inferior. Cuando se da cuenta de cómo la observo,
deja de reírse y se muerde el labio. Tiene clarísimo que acaba de meterse en un buen lío.
Me inclino sobre ella despacio y todo su cuerpo reacciona suavemente.
—Acaba de ganarse un castigo, señora Lopez —susurro contra la piel de su mejilla—, y pienso disfrutarlo, mucho.
Su respiración se acelera. Ahora mismo soy la dueña del maldito mundo.
La obligo a levantarse y la tomo de la mano. Salimos del estudio y la llevo hasta nuestro dormitorio. Nos detengo en el centro de la estancia y me giro para que estemos frente a frente. La habitación está prácticamente en penumbra, iluminada solamente por las luces que llegan desde la ciudad y que hacen brillar la grulla azul
en la mesita de Britt.
Alzo la mano y le acaricio la mejilla con el reverso de los dedos. Ella sonríe tímida, nerviosa, abrumada, y la leona que llevo dentro se despierta y ruge con fuerza. —Te quiero, señora Lopez.
—Te quiero, señora Lopez.
Nunca me cansaré de oírselo decir.
Alzo de nuevo la mano y la coloco en su cadera.
—Ven aquí —le ordeno atrayéndola hasta que nuestros cuerpos chocan.
Nunca me cansaré de sentirme exactamente así.
Suena Unconditionally,[43] de Katy Perry.
FIN
Dejo el iPhone sobre la mesa y salgo del estudio. Se oyen voces en la cocina y la risa del capullo de mi hermano Spencer resuena por toda la casa.
Tras un par de pasos, puedo ver a Sugar a un lado de la isla de la cocina, trasteando muy concentrada con unas cartulinas de colores y unas tijeras, y al otro, sentados en los taburetes, a Spencer y a Quinn. Ella se la sigue comiendo con los ojos. Han pasado ya seis años desde que lo dejaron y sigue volviéndole igual de
loca.
—Joder, ¿qué hacéis otra vez aquí? —me quejo divertida, sentándome junto a Quinn —. Parece que no tenéis casa.
—Nos ha invitado tu mujercita —me replica muy resuelta Sugar—. Parece que ya no eres la reina de tu castillo —añade con una sonrisilla de lo más impertinente mientras recorta algo parecido a una estrella.
La observo con las cejas enarcadas. Ella me aguanta la mirada con la misma sonrisa, pero tras unos segundos baja la cabeza y suspira exasperada.
—¿A quién pretendo engañar? —masculla resignada.
Sonrío, mi media sonrisa. Me alegro de que lo tenga claro, aunque también me gusta que no le falten arrestos para intentar plantarme cara. Al fin y al cabo, va a convertirse en mi nueva directora de Contabilidad. En ese momento oigo a los dos pares de pasos de mi vida bajando las escaleras. Alzo la mirada y, aunque sé perfectamente quiénes son, no puedo evitar que mi corazón caiga fulminado cuando veo a Britt bajar con la sonrisa más
increíble del mundo de la mano de nuestra pequeña Audrey.
Va vestida con unos leotardos de rayas de colores, una falda de tul fucsia, una camiseta con otro millón de colores y unas Converse de un rosa tan intenso que parecen fabricadas de chicle. Le ha hecho dos coletitas y de pronto me siento como si estuviera dentro de mi propio sueño.
—Hola, pequeña —digo levantándome y acercándome a ellas.
La niña suelta la mano de Britt y sale corriendo hacia la isla de la cocina.
Las cartulinas de colores la han hipnotizado. Lleva días hablando de esto.
Camino hasta Britt y coloco mi mano en su vientre. Siempre será la cosa más bonita que he visto en mi vida, pero embarazada de nuestro segundo hijo lo está aún más.
La beso. En teoría un beso dulce y breve, pero sus labios me encienden. Joder, huele de maravilla. Y antes de que me dé cuenta, la estoy estrechando contra mi cuerpo y besándola salvaje, casi desesperada. Me vuelve completamente loca.
—Ey, ey, ey —oigo protestar socarrón a Spencer a mi espalda—. Por favor.
Me separo a regañadientes. Britt esconde su preciosa cara en mi pecho y yo fulmino a mi hermano con la mirada.
—Hay niños delante —continúa divertido tapándole los ojos a Audrey—, y por primera vez no me refiero a Sandford.
Todos menos Quinn, que bufa resignada, estallamos en risas. Britt alza la mirada y otra vez no existe nada más en el mundo que no sea ella. Me dan igual todos estos gilipollas y la beso de nuevo.
—¿De qué os reís? —se queja mi pequeña—. No puedo ver nada —añade al tiempo que trata de zafarse de la enorme manaza de Spencer que le tapa casi la mitad de la cara.
Britt me empuja con una sonrisa en los labios y yo vuelvo a separarme malhumorada de ella.
—Esta noche no te vas a escapar —susurro.
Es la pura verdad. Pienso follármela hasta que salga el sol.
Britt me sonríe. Sé el efecto que esas palabras han causado en ella. Nunca pensé que podría excitarme tanto toda esta anticipación, el hecho de saber que está derritiéndose por dentro, que es mía y oír mi voz se lo recuerda cada jodida vez. Al fin se muerde el labio inferior tratando de parar sus propios pensamientos y ese
simple gesto me descoloca de golpe. Un día va a conseguir que acabe dándome un infarto por falta de sangre en el resto del cuerpo.
Britt se acerca a Audrey, la libera de Spencer y, cogiéndola en brazos, se la lleva al otro lado de la isla junto a Sugar.
—Hola, chica —saluda mi pequeña a Motta.
—Me encanta esta cría —responde ella con una sonrisa.
Audrey coge unas tijeras infantiles y, cómo no, la cartulina rosa chicle. Está obsesionada con ese color.
—¿Podéis explicarme una vez más por qué el cumpleaños de la señorita simpatía es una fiesta de indios y vaqueros?
El apelativo de Quinn me hace poner los ojos en blanco, divertida. Debería agradecerme que no sea la persona más encantadora sobre la faz de la tierra. De no ser así, no se habría tirado a todas las chicas que me dejaron por imposible porque ni siquiera me molesté en saludarlas.
—mami me dejó elegir la fiesta a mí —responde Audrey muy concentrada en lo que recorta.
—¡Qué tierno! —se inclinan para susurrármelo Quinn y Spencer al unísono.
—Y yo tengo que aguantar gilipolleces en estéreo.
Britt me mira y frunce los labios. No quiere que diga ese tipo de palabras delante de Audrey y cada vez que lo hago me mira así, tratando de demostrarme lo enfadada que está conmigo. Sin embargo, no sabe que fracasa estrepitosamente.
Cada vez que lo hace, me entran ganas de follármela contra la primera pared que encuentre. Es la cosa más adorable que he visto en mi vida.
Acabo dedicándole una media sonrisa y ella, aunque intenta disimularlo, no puede más y termina sonriendo también.
Las miro a las dos y no puedo dejar de pensar en la suerte que tengo. Si Britt se hubiese marchado a Boston hace seis años, ahora yo seguiría siendo una gilipollas infeliz llena de sueños, pero sin luchar por ninguno.
La primera vez que pensé que ella era el motor de mi existencia, no me equivocaba. Creo que lo fue desde la primera vez que la vi, aunque fui tan estúpida de no entenderlo.
Britt le da un beso en el pelo a Audrey y, cuando nuestras miradas se encuentran, me sonríe de nuevo. ¿A quién pretendo engañar? Si se hubiese marchado a Boston, habría salido corriendo tras ella y no habría parado de besarla, de tocarla, de follármela hasta que la hubiera convencido para que volviese conmigo.
La quiero. Joder, la quiero. Nunca he tenido nada tan claro en toda mi vida.
—¿Y yo qué soy, india o vaquera? —le pregunta Sugar a Audrey subiendo a la encimera una caja llena de sombreros de cowboys y tocados de indios.
Quinn la mira embelesada. Apuesto a que a ella le encantaría darle la respuesta a esa pregunta.
—Tú eres una vaquera, tía Sugar.
—¿Y yo soy un indio o un vaquero? —le pregunta Quinn a Sugar.
Ella sonríe y se centra en rebuscar entre los sombreros. Está claro que sabe que todavía la tiene en la palma de la mano.
—¿Verdad o Roger H. Prick? —inquiere finalmente con una sonrisa.
Ella la mira sin comprender qué quiere decir.
—Elige Roger H. Prick —intervengo—. No estás preparado para que te responda de verdad a esa pregunta.
Las chicas me miran sorprendidas y después lo hacen entre ellas y se sonríen cómplices. Conozco demasiado bien a mi mujercita como para no saber la historia de esa gilipollas.
—¿Y mama? —le pregunto a Audrey.
—Vaquera —responde sin dudar.
Sonrío y Sugar me tiende un sombrero.
—¿Y mami? —vuelvo a preguntar poniéndomelo e inclinándolo hacia arriba con el índice.
—India.
Ahora es Britt la que sonríe. La imagino vestida de india o, mejor aún, de india sexy o sólo con las putas plumas o sin nada, desnuda en mi cama, con las muñecas atadas.
Joder, otra vez va a estallarme en los pantalones.
Britt me mira y vuelve a morderse el labio inferior. Sabe exactamente en lo que estoy pensando y eso me vuelve todavía más loca. Finalmente cabecea tratando de eludir todo lo que está pasando por su mente ahora mismo.
Es jodidamente perfecta.
—¿Y quién será el sheriff? —pregunta tras dar una largo suspiro, ofreciéndole a Audrey una estrella amarilla perfectamente recortada.
La niña frunce los labios y lo piensa un segundo.
—Será Finn —sentencia.
—¿Vamos a buscarlo? —le propongo quitándome el sombrero y tendiéndole los brazos.
Ella asiente y con la estrella en la mano y una sonrisa enorme en los labios se lanza a mis brazos.
Adoro a esta cría.
—¡Finn! ¡Finn! —lo llama desgañitándose.
—No tienes que gritar —le recuerdo, pero no hay nada que hacer. Es una niña con una misión.
A los pocos segundos, mi chófer entra en el salón.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Lopez? —pregunta profesional, pero con un trasfondo divertido.
—Serás el sheriff, Finn —le informa muy convencida.
—Encantado, señorita Lopez.
Trata de engancharle la estrella en el bolsillo de la chaqueta con sus pequeñas manitas, pero obviamente no lo consigue.
—Necesitas pegamento —le aclaro paciente.
—No, puedo así —me replica tozuda.
—Audrey —trato de hacerla entender.
—Puedo así —me interrumpe.
Resoplo. Es la niña de cinco años más testaruda que he conocido.
En ese momento suena el timbre de la puerta principal. Automáticamente Finn y yo nos miramos. Audrey se revuelve en mi regazo hasta que la bajo y sale disparada hacia la entrada.
La sigo escaleras abajo. El timbre vuelve a sonar y ella, ya junto a la puerta, me mira impaciente. Sabe que no puede abrirla si está sola. Brittany no para de repetirme que soy demasiado alarmista con la seguridad de las dos, pero no me importa tener un millón de veces la misma discusión. No pienso permitir que corran el más mínimo peligro. Son mi vida.
—Vamos, mama —me apremia.
—Pero ¿qué pasa? —pregunto extrañada—. ¿Por qué estás tan impaciente?
Me retoco el doblez de mi camisa blanca sobre mi antebrazo y abro.
Inmediatamente Audrey sortea la puerta y se coloca delante de mí. Al otro lado hay un niño más o menos de su edad. Tiene el pelo rubio rapado y los ojos grandes y marrones. Lleva un camión de bomberos en una mano y saluda a mi pequeña con la
que le queda libre. Ella hace lo mismo al tiempo que, nerviosa, se pone de puntillas.
—¿Tú quién eres? —pregunto arisco.
—Soy Ollie. Venía a buscar a Audrey para ir a jugar al parque.
—¿Qué? No —respondo por inercia.
¿De dónde ha salido este crío?
Oigo pasos a mi espalda y Britt se coloca a mi lado.
—Hola, Ollie —saluda llena de dulzura al niño—. Hola, Eve —añade llevando la mirada hacia una mujer que sale atareada de un SUV negro buscando algo en su bolso. —Hola, Britt —responde ella—. Muchas gracias por encargarte de los niños. —No te preocupes.
La mujer alza la cabeza y repara en mí, pero yo no me molesto en saludarla.
Estoy demasiado ocupada ahora mismo.
—Regresaré a las cinco —prácticamente tartamudea informando a Brittany y apartando por fin la mirada de mí.
—Claro.
Le da un beso a su hijo, al que le pide que se porte bien, y regresa a su coche sin dejar de rebuscar en su bolso.
—Bueno, chicos, ¿estáis listos para ir al parque?
Los dos asienten y bajan los primeros escalones. Él le enseña el juguete que lleva entre las manos y se sientan en uno de los peldaños.
—No va a ir —me quejo.
Mi pequeña no va ir a ningún parque con ese crío. Quiero que ese crío se largue de mi casa.
—Claro que va a ir —sentencia Brittany.
Me mantiene la mirada y sé que no va a dar su brazo a torcer. Yo aprieto los labios hasta convertirlos en una fina línea. Si va a ir, voy a encargarme de que ese crío no se acerque a menos de diez metros de ella.
—Finn —lo llamo con la voz endurecida.
Brittany sonríe escandalizada a la vez que se lleva las manos a las caderas, tratando de demostrarme otra vez lo enfadada que está. Si ahora mismo no estuviera tan cabreada, me la llevaría arriba y le echaría un polvo encima de mi carísimo escritorio.
—No vas a enviar a Finn —me advierte—. Sólo va al parque. No necesita un guardaespaldas.
Me humedezco el labio rápido y fugaz. Debe estar de broma.
—Además, ya tengo una carabina preparada —comenta socarrona.
Oigo unos tacones repiquetear contra los escalones y a los pocos segundos Sugar está junto a nosotras.
—De eso nada —protesto.
Siempre sospeché que tendría que prohibirle a Motta que se acercara a mi hija el día que cumpliera quince años, pero nunca imaginé que tuviera que hacerlo con cinco.
—Muchas gracias, Sugar —comenta Brittany cuando pasa junto a ella justo antes de cruzar la puerta.
—No te preocupes. Iremos a Chelsea Park y los traeré de vuelta en una hora.
¿Preparados para el parque? —grita entusiasmada como si trabajara en un programa infantil a la vez que baja los escalones.
Britt cierra la puerta con una sonrisa y se encamina hacia el salón.
Yo miro a Finn y le indico con un leve gesto de cabeza que los siga. Britt me caza en plena orden y regresa a mi lado.
—Más te vale que tu hombre para todo no se acerque a Chelsea Park. Si no, éste —dice señalando su vientre con ambos índices— va a ser el último hijo que tengamos porque el sexo se acabó para ti, Lopez.
Sin esperar respuesta, gira sobre sus pasos y comienza a subir las escaleras de vuelta al salón.
Yo entorno la mirada y ladeo la cabeza. Todavía no tengo claro si me gusta o no que me plante cara.
Miro a Finn de nuevo indicándole que se olvidé de lo que acabo de pedirle y se retire. Cuando lo hace, observo a Britt alejarse y acelero el paso hasta atraparla en mitad de las escaleras. La beso con fuerza y la llevo contra la pared. Ella gime contra mis labios y sube las manos rodeando mi cuello.
Saco a relucir mi media sonrisa. Ya la tengo exactamente donde quería.
Me separo de ella, aparto sus manos de mí y, sujetando sus muñecas contra la pared al lado de sus costados, la aprisiono contra mi cuerpo.
Me inclino sobre ella de nuevo y cree que voy a besarla, pero no lo hago. Sólo me quedo muy cerca, dejando que mi aliento inunde sus labios, torturándola.
—No deberías hacer promesas que no vas a ser capaz de cumplir —susurro con la voz ronca y el animal despertándose en mi interior.
—¿Cómo sabes que no seré capaz de cumplirla?
Sonrío. Lo tengo clarísimo y no tiene nada que ver con ser o no una bastarda presuntuosa, es su delicioso cuerpo el que me da todas las pistas.
Me inclino sobre ella y, cuando alza los labios dispuesta a besarme, vuelvo a separarme.
—Eso —respondo arrogante—, cómo te tiemblan las rodillas…
Aprisiono mi cuerpo aún más contra el suyo. Me vuelve loca cómo reacciona cuando estoy cerca. Me vuelve loca saber que me desea, que me quiere. Me vuelvo
loca que sea mía, joder, sólo mía.
—… tu respiración acelerada.
Ya no puedo más y la beso desbocada. Libero sus manos y me anclo con fuerza a sus caderas.
Joder, tocarla es lo mejor de toda mi maldita vida.
—San —susurra con la voz rota de deseo—, no podemos hacer esto aquí.
Finjo no oírla, la giro entre mis brazos y dejo que el peso de mi cuerpo la convenza de que sí que podemos.
Hundo mi nariz en su pelo e inspiro suavemente. El mejor olor del mundo. Es mi mujer, la madre de mis hijos y la chica que me sigue volviendo tan loca como para follármela en las escaleras sin importarme que mi hermano y mi mejor amiga estén en la otra habitación.
Cuando regresamos al salón y Quinn hace un comentario sobre todo lo que hemos tardado, Britt sonríe tímida y se escabulle hasta el frigorífico. Yo la miro con una presuntuosa sonrisa en los labios e ignoro por completo su pregunta. Me he estado follando a mi preciosa mujer contra la pared porque me vuelve tan loca que
no puedo pensar en otra cosa y, si ahora mismo no estuvierais aquí, me la estaría follando sobre la encimera de la cocina.
Britt comienza a preparar algo de comer. Sonrío al ver que saca una
chocolatina Hershey’s del mueble, la mira, está a punto de abrirla y finalmente vuelve a guardarla. No tarda ni dos segundos en girarse de nuevo hacia el mueble, coger la chocolatina otra vez y, al tiempo que se apoya en la encimera, abrir el envoltorio y darle un bocado.
Yo camino hacia ella, me coloco entre sus piernas y la tomo por las caderas.
Alza la mirada y, al comprobar mi sonrisa, me devuelve otra tímida.
—No he podido resistirme —se disculpa.
—No sabes cómo te entiendo —comento socarróna.
Hace una semana se le antojó una a las tres de la mañana. Era tan tarde que incluso me pareció cruel despertar a Finn y acabé yendo yo misma. A la mañana siguiente ordené que compraran una caja.
Le doy un bocado a la chocolatina y me separo de ella por las quejas de Spencer y Quinn.
—Deberíamos grabarle en plan esposa tierna y adorable para la próxima vez que saque ese carácter de mierda que Dios le ha dado en una reunión —comenta Quinn burlóna—. Britt es tu Kriptonita.
—Por lo menos yo puedo tirarme a mi Kriptonita, capulla —replico con una sonrisa.
—Yo no tengo Kriptonita —se defiende.
—Porque ella no se deja, gilipollas —añade Spencer y los tres nos echamos a reír.
Meterse con Quinn debería ser deporte nacional y me parece de lo más divertido hasta que miro el reloj de la cocina y me doy cuenta de que son las cinco y diez. Sugar dijo que estaría de vuelta a las cinco.
—Ya son las cinco y diez —le digo a Britt a la vez que saco el iPhone del bolsillo de mis pantalones.
Tendría que haber enviado a Finn, joder.
Ella me pone los ojos en blanco y se acerca hasta mí. Coloca su mano sobre mi Smartphone y me impide llamar.
—Relájate —me pide con su voz más dulce.
Resoplo. No quiero relajarme. Quiero que ya estén aquí. Odio cuando no sé dónde están Britt o Audrey. Siento que pierdo el control de la situación. Sé que a veces puede resultar asfixiante, pero me importa una mierda. Han pasado seis años
y todavía recuerdo cómo me sentí cuando ese malnacido atacó a Brittany. Ellas son mi vida y asegurarme de que están protegidas y a salvo es innegociable.
—Señora Lopez —me llama al tiempo que me da un beso en la comisura de los labios—, está bien, ¿vale? —murmura mirándome a través de sus inmensas pestañas
—. Las dos estamos bien.
Me da otro beso y siento cómo parte de la tensión se disipa. Resoplo con fuerza. Al final va a resultar ser verdad eso de que es mi Kriptonita.
En ese preciso instante oigo la puerta principal y unos piececitos subir acelerados las escaleras. Britt me mira y sonríe perspicaz al tiempo que se aleja unos pasos. De una zancada me coloco tras ella y le pellizco la cadera. Da un respingo y se lamenta divertida.
—No te pases —le advierto contagiada de su humor.
De vez en cuando me gusta recordarle quién manda aquí.
Audrey entra en el salón seguida de Sugar.
—Mamá —me llama.
Se acerca muy nerviosa con una sonrisa enorme y acelerada tira de mi pantalón para que la coja en brazos.
—¿Qué pasa? —pregunto haciéndolo.
—Después de dejar a Ollie con su mamá, la tía Sugar me ha llevado a ver tiendas –me explica deslumbrada – y en una hemos visto unas sandalias de tacón rosa. ¿Me las comprarás?
—No —respondo sin dudar.
Por encima de mi cadáver, joder. Tiene cinco años. No pienso dejar que lleve tacones.
—Mamá —protesta—. La tía Sugar dice que los zapatos son los mejores amigos que una chica puede tener. —Dice las mismas palabras que Sugar vocaliza orgullosa a su espalda.
Voy a asesinar a Motta.
—Eres muy pequeña —trato de hacerle comprender.
—No —me interrumpe.
Se agita entre mis brazos hasta que la dejo en el suelo e inmediatamente sale disparada en dirección a la sala de la televisión.
—Nadie va a decirme lo que tengo que hacer —protesta girándose a mitad de camino y echando a correr otra vez.
Resoplo y me froto los ojos con las palmas de las manos, pero rápidamente las bajo hasta llevarlas a mis caderas y fulmino a Motta con la mirada.
—Esa cría es tu peor pesadilla —me comenta socarrón Spencer—. Tiene la cara de Britt y tu carácter de… —Britt lo reprende con la mirada, con los labios fruncidos tratando de disimular una sonrisa—… complicado —sentencia alzando las manos en señal de tregua y todos se echan a reír.
Para colmo de mis males, no soporto que esté enfadada conmigo. No sé a quién me recuerda.
Britt deja un cuenco con nachos sobre la isla a la vez que me señala la dirección que ha tomado la niña con la cabeza y me dedica su sonrisa más dulce, serena y preciosa.
Entre las dos van a acabar conmigo.
Empujo suavemente la puerta y entro. Audrey está sentada en uno de los inmensos sillones con cara de pocos amigos viendo «Callie en el Oeste». Esos malditos dibujos tienen la culpa de que mañana vaya a tener que disfrazarme de vaquera.
Me siento en el sillón a su lado y resoplo con fuerza. Ella finge que ni siquiera me ha visto entrar y no aparta sus preciosos ojos verdes de la televisión.
—¿Estás enfadada? —pregunto.
Ella asiente pero sigue sin mirarme.
—¿Muy enfadada?
—Sí.
—¿Muy muy enfadada?
—Sí —repite y no puede evitar que una sonrisa se le escape.
Yo aprovecho ese momento de debilidad, le hago cosquillas y la cojo sin que pare de reír para sentarla en mi regazo.
Ella se acomoda y deja que su preciosa cabecita descanse sobre mi pecho.
Britt me hizo el mejor regalo del mundo.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, ¿verdad?
Ella asiente muy concentrada en la televisión. Por un momento yo también pierdo mi mirada en la pantalla. Ríe cuando la gatita vestida de sheriff tira de una carretilla y una lagartija verde con gorro de vaquero y espuelas cae al suelo. Al oír su risa, no puedo evitar sonreír y le doy un beso en el pelo.
—¿Qué tal lo has pasado esta tarde? —le pregunto.
—Muy bien —responde feliz revolviéndose en mi regazo para que estemos frente a frente—. Ollie me ha dejado jugar con su coche de bomberos y después la tía Sugar nos ha llevado a los columpios.
Tuerzo los labios. ¿De dónde coño ha salido ese Ollie?
—¿Ollie es un amiguito de clase?
Asiente.
—Vamos juntos a clase de la señorita Johnson. —Sonrío—. Pero no es mi novio, es el novio de Amanda.
Mi sonrisa se ensancha. Ésta es mi chica. Nada de novios. Nunca.
—Yo quiero que mi novio sea Maverick Berry.
¡¿Pero qué coño?!
Creo que acabo de perder diez años de vida.
—¿Maverick? ¿El hijo del tío James?
—Sí —responde ella convencidísima y se echa a reír contra mi pecho.
Joder, tiene que ser una puta broma. ¿Con un Berry? ¿En serio? Resoplo y dejo caer la cabeza contra el sillón mientras hago una lista mental de los países con internado femenino donde podría enviarla.
Esta cría va a acabar conmigo.
Hay un delicioso silencio en toda la casa. Estoy sentada en mi mesa de arquitecta terminando los planos para el proyecto de la remodelación del viejo hotel Arcadian.
Estoy tan concentrada que no la oigo llegar, pero algo dentro de mí me pide que me haga un favor y alce la cabeza y entonces la veo de pie junto a la puerta. No tengo ni idea de cómo lo hace, pero cada día que pasa consigue que esté más loca por ella.
—¿Trabajando? —me pregunta con una suave sonrisa en los labios y algo en las manos.
Yo le hago un gesto para que se siente en mi regazo y ella obedece.
—¿Son los planos del Arcadian? —inquiere emocionada acariciándolos suavemente con la punta de los dedos.
Asiento y no puedo evitar sonreír al ver cómo, concentradísima, pierde su vista en ellos.
—Vamos a conservar los frontones con las cabezas de león, le dan mucha personalidad —le explico señalándolos en el dibujo—, pero reforzaremos las pilastras con dinteles tallados. La puerta será aún más grande y el atrio podrá verse desde la calle.
Britt se muerde el labio inferior con una sonrisa.
—Estoy muy orgullosa de ti —me dice girándose hacia mí como si ya no pudiese contener ni un segundo más esas palabras en sus labios.
Yo sonrío sincera porque me llenan por dentro de una manera que jamás pensé que sería posible.
—No es para tanto.
—Claro que lo es —replica—. La junta de arquitectura civil de Nueva York y Harry Mills te han elegido para que rediseñes uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Eres un gran arquitecto, señorita Lopez.
Aunque quiero fingir que su comentario no me afecta, mi sonrisa se ensancha involuntariamente. Finalmente cabeceo. No me gusta sentarme a escuchar elogios.
Es una estupidez, pero me incomoda.
—Hablo en serio —se queja al ver que no digo nada—. Tú…
La beso para interrumpirla. Ella protesta pero al final se deja hacer. Cuando sé que ya la tengo rendida por completo, me separo, pero no puedo evitarlo y vuelvo a besarla otra vez. Sabe de maravilla. Finalmente hago acopio de todo mi autocontrol
y me alejo definitivamente.
Brittany sonríe y se acomoda en mi regazo.
—Tengo algo para ti —me anuncia dejando lo que llevaba en la mano sobre mi mesa de arquitecta.
Es una cajita blanca. Frunzo el ceño y la miro primero a ella y después el pequeño paquete.
—¿Qué es? —pregunto curiosa.
—Ya son más de las doce —responde ignorando mi pregunta—, así que, feliz cumpleaños, señorita Lopez.
Abro la caja, aparto un pequeño papel de seda y sonrío como una idiota al ver una ecografía.
—Parece que hoy sí ha querido enseñarnos la carita —comenta con una sonrisa.
Acaricio el papel con la punta de los dedos. El mejor regalo de cumpleaños que me han hecho en mi vida.
—Y ya sé si será niño o niña —añade con voz risueña.
Automáticamente alzo la mirada impaciente.
—Será un niño.
Sonrío encantada. La beso y rodeo su incipiente tripa con mis manos.
—Así que, ¿qué tenemos aquí? —pregunta divertida colocando sus manos sobre las mías— ¿Un director ejecutivo o un arquitecto?
—Me da igual —respondo serena, feliz—. Lo único que me importa es que sea feliz.
Ahora es ella la que se gira y me besa.
—Si te parece bien —susurra separándose despacio de mí—, he pensando cómo podríamos llamarlo.
La miro esperando a que continúe.
—Elliott —dice en un golpe de voz con una sonrisa nerviosa y tímida
esperando mi reacción—, como tu abuelo.
Yo suspiro con fuerza y subo mi mano hasta perderla en su pelo. Es
jodidamente perfecta y nunca me cansaré de repetirme la suerte que tengo por conseguir mantenerla a mi lado.
La beso y de nuevo me responde encantada. Otra vez pienso en separarme de ella, pero entonces gime entregada contra mis labios y no soy capaz de parar.
Reúno todo mi autocontrol, me separo, pero vuelvo a besarla. Ella sonríe y me acoge otra vez. Repito la operación y, haciendo un titánico esfuerzo, a la tercera ocasión soy capaz de alejarme de mi Kriptonita.
Ella sonríe tímida y yo decidido ignorar la manera en la que me está mirando porque, si no, voy a perder el poco control que me queda y voy a acabar follándomela contra la mesa. Resoplo para reafirmarme y ella también lo hace a la vez que cabecea y sonríe. Es sorprendente lo poco que necesitamos para olvidarnos
del mundo.
Cojo la ecografía, la miro una vez más y la coloco en la parte de arriba de la mesa, junto a mi coche rojo de juguete. Ella sigue el movimiento de mi mano y sonríe de nuevo.
—¿Sabes? —llama mi atención—. Nunca me has explicado de dónde sacaste ese coche.
Sonrío y por un momento hago memoria. Fui a buscarlo a Glen Cove el mismo día que decidí que me convertiría en arquitecto y lucharía por Britt. Ella iba a marcharse a Boston al día siguiente. Hice que mis padres pusieran patas arriba el trastero, el cuarto de Spencer y también el mío, hasta que lo encontré. Ese día
también le dije a mi padre que, aunque seguiría al frente de la empresa, iba a comenzar a trabajar como arquitecta. Él no dijo nada, pero, cuando llegué a mi oficina esa misma tarde, había ordenado enviar allí mi vieja mesa.
—Es una larga historia —le explico—. Digamos que significa que nunca voy a rendirme ni contigo ni con la vida que tengo planeada para las dos.
Ella sonríe encantada y yo le devuelvo el gesto.
Pienso hacerte muy feliz, señora Lopez.
Cojo el lápiz y continúo dibujando. No tengo ni idea de cuántas horas pasamos así.
—Tu padre ha llamado hace un rato —comenta.
—El tuyo también —respondo haciendo un suave trazo por encima de la cabeza de uno de los leones—. ¿Con cuál empezamos primero? —inquiero con la vista concentrada en el plano.
—Por el tuyo. Ahora que por fin le caigo bien, me gusta que hablemos de él —responde tan impertinente como socarrona.
Le doy un pellizco en la cadera y ella ríe divertida.
—Eres insufrible —me quejo—. Y mi padre te adora —añado—. Todos en mi familia lo hacen. Creo que te quieren más a ti que a mí. —Y ahora más bien protesto, aunque no los culpo. Nadie podría conocerla y no quererla.
—Tu padre me cae bien —me confiesa—. Creo que me caía bien incluso cuando no quería que nos casáramos.
Sonrío de nuevo. Ha pasado una eternidad desde aquello. Mi padre no hizo las cosas bien, pero sólo quería protegernos a Brittany y a mí. El día que reconoció que estaba equivocado y que estaba sabiendo hacerlo con Brittany, con Audrey, la empresa y mi trabajo como arquitecto, me sentí como si hubiera estado luchando
una batalla de más de cien años y por fin hubiese ganado.
—Tu padre vendrá a vernos la semana que viene —comento como si tal cosa esperando su reacción.
Ella se gira rápidamente en mi regazo y sonríe de oreja a oreja.
—¿En serio? —pregunta entusiasmada.
—Sí. Quiere enseñarme personalmente cómo van las obras que el Lopez Group está financiando en el Sound.
No hice que la empresa invirtiera ese dinero para ganármelo. Se trataba de una buena causa y el hogar de la persona más importante de mi vida. Ver feliz a Brittany era el único motivo que necesitaba.
—Directora ejecutiva de día —comienza a decir burlona como si leyera las letras en un cartel enorme frente a ella—, arquitecta de noche, pero siempre salvando el mundo.
Al terminar, suelta una risilla, encantada con su propia broma. Yo la miro mientras me humedezco el labio inferior. Cuando se da cuenta de cómo la observo,
deja de reírse y se muerde el labio. Tiene clarísimo que acaba de meterse en un buen lío.
Me inclino sobre ella despacio y todo su cuerpo reacciona suavemente.
—Acaba de ganarse un castigo, señora Lopez —susurro contra la piel de su mejilla—, y pienso disfrutarlo, mucho.
Su respiración se acelera. Ahora mismo soy la dueña del maldito mundo.
La obligo a levantarse y la tomo de la mano. Salimos del estudio y la llevo hasta nuestro dormitorio. Nos detengo en el centro de la estancia y me giro para que estemos frente a frente. La habitación está prácticamente en penumbra, iluminada solamente por las luces que llegan desde la ciudad y que hacen brillar la grulla azul
en la mesita de Britt.
Alzo la mano y le acaricio la mejilla con el reverso de los dedos. Ella sonríe tímida, nerviosa, abrumada, y la leona que llevo dentro se despierta y ruge con fuerza. —Te quiero, señora Lopez.
—Te quiero, señora Lopez.
Nunca me cansaré de oírselo decir.
Alzo de nuevo la mano y la coloco en su cadera.
—Ven aquí —le ordeno atrayéndola hasta que nuestros cuerpos chocan.
Nunca me cansaré de sentirme exactamente así.
Suena Unconditionally,[43] de Katy Perry.
FIN
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
gracias, gracias, y mil veces gracias, ha sido de lo mas genial esta historia, espero leerte por aqui de nuevo, hasta pronto!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
hola,..
intensa la historia,..me encanto..
a pesar de todas las vueltas y todo estas juntas!!!
nos vemos!!!
intensa la historia,..me encanto..
a pesar de todas las vueltas y todo estas juntas!!!
nos vemos!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
que lindo Final!!!!!!
Gracias por seguir hasta terminar la historia!!!
Saludos
Gracias por seguir hasta terminar la historia!!!
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
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