|
Estreno Glee 5x17
"Opening Night" en:
"Opening Night" en:
Últimos temas
Los posteadores más activos de la semana
No hay usuarios |
Publicidad
Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
+3
lovebrittana95
micky morales
marthagr81@yahoo.es
7 participantes
Página 10 de 12.
Página 10 de 12. • 1, 2, 3 ... 9, 10, 11, 12
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Micky Morales Ayer A Las 8:48 Pm como siempre santana se toma la justicia en sus manos, cosa que no entiendo pq tampoco es que el papa de rachel violo a la mama de santana, la culpa de la infidelidad es de ambos carajo!!!! y ahora que hara britt?????? escribió:
jjajaj esta bueno eso jajajja, ahora entre santana y brittany no se como va la cosa, cada vez sale mal parada Santana, ese caracter, es que es latina sangre caliente......
Monica.Santander Hoy A Las 1:08 Am Me agota San tan posesiva pero mas me cansa que Britt sea taaannn tonta y con tan poco amor propio, a veces pienso que Britt es un juguete para Santana!! Saludos escribió:
Santana es posesiva, cuida lo suyo, ahora Britt esta estupidamente enamorada de santana, pero es que esto es un tira y encoje...
3:) Hoy A Las 9:35 Pm holap,.. san es demasiado posesiva,.. espero que bitt le cuente lo del bebe,.. antes de que se entere san sola!!! espero que san no tengo anda que ver o que britt piense eso!! nos vemos!! escribió:
Hola, sip , es tan posesiva cuidando lo suyo, ojala diga ya lo del bebe, pero presiento algo mal aca.... y no se en que momento Brittany lo contara espero no sea muy tarde
GRACIAS POR LEER A TODAS...... AQUI OTRA ACTUALIZACION Y MAS TRAPOS SUCIOSS.......
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 8
—Rachel —susurro intentando tranquilizarla, pero no encuentro las palabras para
hacerlo. Una parte de mí no para de pensar que Santana está detrás de todo.
—Mi padre nos lo ha contado esta mañana. Hizo unas inversiones en el
extranjero que no fueron bien. Pensó que todo se había arreglado, pero hace unos
días algo salió mal. Lo hemos perdido todo —se sincera con el llanto tomando cada una de sus palabras—. Mi padre cree que ni siquiera podremos conservar la casa de Glen Cove. El estómago se me cierra de golpe. Siento náuseas. Quiero confiar en Santana. Necesito confiar en ella.
Le aprieto la mano a Rachel para intentar transmitirle una tranquilidad que en el
fondo yo tampoco siento, pero ella se levanta de golpe, baja los seis escalones que la separan de la acera como un ciclón y se gira para mirarme.
—Santana puede ayudarlo, ¿verdad? —pregunta desesperada y también muy
esperanzada —. Ella es la dueña del mundo. Seguro que conoce a alguien en algún sitio que pueda ayudar a mi padre.
—Sí, sí, claro —contesto sin dudar porque quiero que se sienta mejor—. Ella lo
arreglará. Y esas tres palabras me llenan de una increíble desazón.
—¿Por qué no entras? —le pido bajando los escalones y reuniéndome con ella.
Miro mis pies descalzos y me sorprende lo impoluto que están los escalones, casi
relucientes—. Hace frío. Podemos entrar y tomar algo caliente y puedes quedarte a dormir.
—No —responde sorbiéndose los mocos—. Voy a volver a Glen Cove. Mi
madre está muy nerviosa.
Asiento. Entiendo que quiera estar con su familia.
—Dame un segundo. Le pediré el coche a Santana y yo misma te llevaré.
Rachel vuelve a negar, esta vez con la cabeza.
—No te preocupes. Le he pedido a Brody que venga a buscarme. ¿Hablarás
con Santana? —vuelve a preguntarme ya más serena.
—Sí —contesto sin vacilar.
Jamás podría dejar a los Berry en la estacada.
Subimos de nuevo y nos sentamos otra vez en los escalones.
—Todo se va a arreglar —le digo pasándole el brazo por los hombros, y por
un momento no sé si pretendo convencerla a ella o a mí.
Rachel asiente y durante unos minutos nos quedamos en silencio. Ella poco a
poco va tranquilizándose, pero yo, aunque consigo disimularlo, cada vez estoy más inquieta intentando no pensar en todo lo que no quiero pensar.
Mi amiga suspira hondo, mira a su alrededor y de pronto se centra en mis pies.
—No llevas zapatos, idiota —comenta.
—No esperaba visitas a estas horas —suelto socarrona.
—No sabía a quién más recurrir —se sincera—. No me ha dicho nada, pero sé
de sobra que Joe no quería que viniera. Creo que sigue estúpidamente enamorado de ti.
Suspiro incomoda. La verdad es que no sé qué contestar a eso.
—Joe y yo sólo somos amigos —afirmo con total convencimiento.
—Y Sugar y Joe también son sólo amigos —replica con una media sonrisa.
Yo la miro con el ceño fruncido, pero rápidamente mi gesto se transforma en
una expresión boquiabierta. ¿Acaso esos dos se han liado mientras yo estaba en
París? —¿Han vuelto? —pregunto sorprendida.
—No —responde y rompe a reír como si supiera algo que yo no sé.
La miro esperando a que continúe, pero ella se encoge de hombros sin que la
sonrisa la abandone y se queda callada. En ese momento vemos unos faros de coche girar por la esquina de la 29 con la Octava y en unos segundos el Mini color
vainilla de la propia Rachel se detiene frente a nosotras. En cuanto ve a Brody
bajarse del vehículo, se levanta corriendo, se tira en sus brazos y rompe a llorar de nuevo. Yo también me levanto y camino despacio hasta ellos, dejándoles un poco de intimidad. Rachel le acaricia rítmicamente el pelo tratando de calmarla y le da un beso en la frente. Los observo y sonrío fugaz. Al verme, él hace lo mismo. Me alegra que Rachel y Brody se encontrasen. Se quieren de verdad.
—No llevas zapatos —comenta Brody mirándome los pies con el ceño
fruncido. Mi sonrisa se ensancha.
—Es una larga historia —contesto.
asiente, sonríe débilmente de nuevo y obliga a su novia a girarse y a
caminar hacia el coche.
—Llámame en cuanto sepas algo —me pide Rachel justo antes de subir al asiento
del copiloto. Asiento una vez más y, antes de que el vehículo desaparezca calle arriba, salgo disparada hacia las escaleras. Estoy muy nerviosa, muy inquieta. Tengo demasiado miedo de que, todo lo que me empeño en no pensar, sea verdad. Cierro la puerta principal y subo al dormitorio. Me apoyo en el marco y echo un vistazo. Al no encontrar a Santana, vuelvo al salón y me dirijo hacia su estudio. Tengo que hablar con ella inmediatamente.
A unos pasos de la puerta, mis nervios crecen y todo mi cuerpo se tensa. Nunca
había estado tan inquieta en toda mi vida. Golpeo suavemente la madera y entro con paso titubeante. Santana está sentada a su elegante escritorio. Cuando veo su camiseta blanca, me toco la camisa que visto, también blanca, como acto reflejo. Hace menos de una hora estaba nerviosa porque iba a decirle que vamos a ser madres. Ahora lo estoy por un motivo completamente diferente.
Al verme, alza la vista de los documentos que revisa y me observa con la
expresión cauta, endurecida. No me gusta esa mirada.
—Los Berry lo han perdido todo —digo en un golpe de voz.
Sus ojos se muestran imperturbables. Ella ya lo sabía.
—El arbitraje internacional ha rechazado el acuerdo entre la empresa de
Marisa y Berry —responde.
—Pero tú puedes arreglarlo, ¿no? Santana asiente despacio y yo suspiro aliviada. Nunca me he sentido tan agradecida de que sea la dueña del mundo.
—No voy a hacerlo, Britt.
La sonrisa desaparece automáticamente de mis labios y mi estómago vuelven a
cerrarse de golpe. Suena demasiado convencida.
—Santana —susurro.
No sé cómo continuar. Entiendo la postura que está tomando y, si no
habláramos de Berry, ni siquiera se lo pediría dos veces, pero necesito
que lo salve. Abro la boca dispuesta a decir algo pero la cierro de nuevo. Apremio a mi cerebro para que busque alguna razón con la que convencerla y que lo haga rápido, pero no se me ocurre ninguna.
Las lágrimas comienzan a quemarme detrás de los ojos.
—Hazlo por mí —le pido con la voz entrecortada—. Nunca te he pedido nada,
Santana, así que hazlo por mí, por favor. Santana resopla y aparta su mirada de la mía. Está furiosa y tiene razón, pero no puedo dejarlo estar.
—Sé que estoy siendo muy egoísta. —Sin que pueda evitarlo, mis palabras se
inundan con mis lágrimas —. Sé que ese hombre hizo daño a tu padre, pero, por
favor, hazlo por mí.
—Britt —masculla. Se pasa la mano por el pelo a la vez que se levanta como un resorte. Yo no digo nada. Sólo la observo acelerada, tensa, lleno de rabia. Cuando nuestras miradas vuelven a encontrarse, la batalla interna que veo salpicar el oscuro de sus ojos me da un vuelco el corazón. Le estoy poniendo en una situación demasiado difícil.
—Leroy Berry destrozó mi familia.
Quiero decirle que Leroy Berry no destrozó su familia, que fueron
decisiones que él y su madre tomaron y que su padre parece entender, pero sería una discusión inútil. Para ella, Leroy destrozó su familia porque bajó a su padre del pedestal al que el y una vida de esfuerzo lo habían subido.
—Puede que Leroy no hiciera las cosas bien, pero su familia no tiene por qué
pagar por eso.
—La mía lo ha hecho —responde sin dudar.
La miro confusa. ¿A qué se refiere? Su familia está bien. Sus padres están bien.
Abro la boca dispuesta a inquirir, pero Santana niega con la cabeza como si también me estuviera negando la posibilidad de preguntar. De pronto estoy todavía más inquieta y todos mis miedos se recrudecen. ¿Y si con su familia se refiere a ella y a mí? ¿Y si ha sido ella quien ha hundido a Berry?
—¿Tú has tenido algo que ver? —pregunto con la voz prácticamente
evaporada. Estoy muerta de miedo.
—No —responde tajante y molesta. Mi pregunta parece haberle enfadado aún
más—. ¿Crees que no lo pensé? En cuanto salí de casa la noche que mi padre estuvo aquí, llamé a Lawson para decirle que lo cancelara todo. Quería ver cómo ese hijo de puta se hundía. No lo hice por ti —sentencia sin asomo de duda y yo me siento todavía más culpable—, y ahora tú me pides que vuelva a salvarlo.
No soy capaz de mantenerle la mirada y acabo clavándola en mis manos
mientras noto nuevas lágrimas caer por mi mejilla.
—Por favor —suplico de nuevo sin ni siquiera mirarlo porque no sé qué otra
cosa decir.
Santana me observa durante unos segundos y finalmente le oigo exhalar brusca y
despacio todo el aire de sus pulmones.
—Tengo que irme.
Sin esperar reacción por mi parte, camina hasta la puerta del estudio. La
observo, tratando de no romper a llorar. Otra vez sin tener la más remota idea de
qué decir.
—Santana —la llamo.
No quiero que se vaya.
—Britt —contesta girándose—, has tenido que elegir entre los Berry y
yo, y no me has escogido a mí.
—No —me apresuro a replicarle, pero en el fondo no estoy segura de que no
esté siendo así.
Santana no dice más y finalmente se marcha.
—¿Adónde vas? —le pregunto siguiéndole al salón.
Otra vez busca a toda velocidad una razón, da igual cuál. Sólo quiero que se
quede conmigo, salve a los Berry y no me odie por ello. Pienso en decirle lo del
bebé, pero utilizar una noticia así en este momento sería mezquino y cruel.
Santana cruza la estancia con el paso decidido y se pierde escaleras abajo.
A solas en el inmenso salón, no tengo ni idea de qué hacer. Me siento en el sofá
y suspiro con fuerza. Ni siquiera sé si Santana ayudará o no. Me levanto
de nuevo. Estoy demasiado nerviosa. Por inercia, voy hasta la cocina y me sirvo una copa del primer licor que encuentro, lógicamente es bourbon.
No es hasta que el líquido ambarino toca mis labios que me doy cuenta de que
no debería beber. ¡Estoy embarazada! Escupo el licor en el vaso, de un paso lo
vacío en el fregadero y lo dejo malhumorada en la pila.
¿Cómo voy a contárselo a Santana? Ni siquiera estoy segura de que ahora mismo
quisiese hablar conmigo si se lo pidiese. Me paso las dos horas siguientes dando vueltas por esta casa ridículamente grande. Cada minuto se me está haciendo eterno. No quiero pensar en la última vez que estuve en este mismo salón, de noche, esperando a que Santana regresara y, sobre
todo, no quiero pensar en lo que pasó después.
Intento leer, ver la tele, dormir, pero no soy capaz de concentrarme más de
cinco minutos en lo mismo. Al final opto por salir a la terraza. Hace algo de frío
pero no me importa. Está amaneciendo en Nueva York y la visión, por primera vez
en horas, consigue calmarme un poco.
No quiero por nada del mundo que Santana piense que elegiría a los Berry
antes que a ella, pero tampoco puedo dejar que todos ellos sufran por lo que Leroy y Maribel hicieron. Nadie debería pagar por los errores de otra persona.
Miro el reloj. Ya son casi las seis. Observo por última vez el sol bordeando
despacio el edificio Chrysler y entro en casa. En ese mismo instante oigo la puerta
principal abrirse. El corazón comienza a latirme muy de prisa.
Santana entra en el salón. Tiene aspecto de haber estado trabajando toda la noche y aun así está bella. Inmediatamente su mirada se encuentra con la mía. Quiero salir corriendo a abrazarla, pero no sé si ella quiere lo mismo, así que me contengo. Santana deja escapar despacio y controlado todo el aire de sus pulmones y me observa en silencio. Odio que estemos peleados, pero odio mucho más que estemos así, como si un precipicio empedrado y tortuoso nos separase.
Camina segura y decidido y se detiene a unos pasos. Alza la mano dispuesta a
tomarme por la cadera y acercarme a ella y yo suspiro encantada por el inminente
contacto. Sin embargo, apenas a unos centímetros, deja su mano suspendida en el aire y, como si fuera el gesto más complicado de su vida, la deja caer de nuevo
junto a su costado.
—Santana… —susurro.
Mis ojos se llenan otra vez de lágrimas.
—La bolsa abrirá en pocas horas —me interrumpe con la voz fría, inexpresiva
—. Entonces todos los acuerdos quedarán registrados y Leroy Berry será
indemnizado con el ochenta por ciento de lo que invirtió.
Gracias a Dios. Están a salvo. Suspiro de nuevo luchando por contener las lágrimas que se hacen aún más intensas. No puedo aguantarme más y cubro la distancia que nos separa dispuesta a abrazarla, pero Santana da un paso hacia atrás y reabre un abismo aún más profundo entre las dos.
—Britt, ahora mismo no puedo estar contigo —murmura y tengo la
sensación de que son las palabras más duras que ha tenido que pronunciar en toda su vida. Intento buscar sus ojos, pero Santana no me lo permite y, con el mismo paso decidido con el que se acercó a mí, ahora se aleja camino de su despacho. Yo me quedo en mitad del salón sintiéndome demasiado mal y demasiado culpable. Me llevo la mano al vientre y por millonésima vez suspiro hondo. No quiero llorar. No voy a llorar. Pero la verdad es que se me está haciendo muy difícil. Santana y yo hemos discutido mucho. Nos hemos gritado, he llorado, incluso la he abofeteado, pero, desde que nos conocemos, nunca, jamás, me había pedido que me alejara de ella. Una idea cruza mi mente como un ciclón. Tomo aire y echo a andar. No voy a rendirme. Tiene que comprender por qué lo he hecho, saber que nunca escogería a los Berry por encima de ella.
Mi seguridad se va esfumando conforme me acerco a su estudio. Ya bajo el
umbral, la veo hablando por teléfono. Está de pie, de espaldas a la puerta, al otro
lado de su escritorio, con la mano descansado en su cadera. Cuando cuelga, tira su iPhone sobre la mesa a la vez que resopla y se pasa la mano que le ha quedado libre por el pelo. Está más que furiosa, parece dolida y eso me rompe el corazón. Santana se gira, nuestras miradas se encuentran y todo el dolor y la tensión que reflejaba su postura ahora me lo confirman sus ojos oscuros. Hago el ademán de entrar, pero Santana niega con la cabeza y desune nuestras miradas. Definitivamente no quiere tenerme cerca; pero, si nunca antes me rendí con Santana Lopez, directora ejecutiva, con la señorita irascible-sexo increíble, con la bastarda irracional y controladora, no pienso hacerlo ahora con la madre de mi hijo. Suspiro hondo una vez más y entro con el paso decidido hasta colocarme
frente a ella. Santana alza la cabeza y frunce el ceño. Creo que le ha sorprendido que la desobedezca, aunque rápidamente el desconcierto desaparece de sus ojos oscuros y su mirada se recrudece.
—Santana, yo te quiero —digo tratando de demostrar convicción en cada sílaba
—. Nunca, jamás, elegiría a los Berry por encima de ti. Nunca elegiría a nadie
por encima de ti y pensé que, después de seguir adelante con nuestra boda cuando mi padre estaba en contra, te lo había dejado claro.
Ella no levanta los ojos de los míos pero tampoco dice nada.
—No deben de ser más de las seis y media —continúo—. La bolsa no abre
hasta las nueve y media. Si es lo que quieres, rompe todos los acuerdos y deja que Leroy Berry se hunda, pero, aunque creas que no, te conozco y no vas a sentirte mejor viendo cómo una familia entera lo pierde todo por las decisiones que tu madre tomó hace más de veinte años. Yo seguiré aquí, decidas lo que decidas.
Me siento entre la espada y la pared.
Santana sigue en silencio y yo decido que ahora le toca mover ficha a ella. Ya he
dicho todo lo que tenía que decir. Asiento para darme convicción y me encamino hacia la puerta. No he dado más que un par de pasos cuando le oigo farfullar un casi ininteligible «joder» y salir atropellada tras de mí. Me toma de la muñeca, me obliga a girarme y rápidamente toma mi cara entre sus manos y me besa con fuerza.
—Haría cualquier cosa por ti, Britt —susurra contra mis labios
Yo sonrío como una idiota y me derrito por cada una de sus palabras.
Santana sube sus manos hasta hundirlas en mi pelo y me estrecha aún más contra ella. Nos besamos aceleradas y la pasión toma cada centímetro de aire entre las dos y todo a nuestro alrededor. La quiero. La quiero. La quiero.
Tengo la sensación de que sólo he dormido un segundo, pero, cuando abro los
ojos, el sol entra con fuerza por la ventana. Ya deben de ser más de las diez. Me
revuelvo en la cama y hundo la cara en la almohada. Tengo muchísimo sueño. No
quiero levantarme. Además, es domingo. Sin embargo, mi móvil tiene otros planes para mí. Comienza a sonar sobre la mesita y no tengo más remedio que abrir los ojos. Me incorporo a regañadientes y miro la pantalla. Es Rachel.
—¿Di...?
—¡Todo se ha arreglado! —me interrumpe en un grito al otro lado de la línea.
Yo sonrío de oreja a oreja—. Mi padre acaba de volver de la oficina de Regulación
del Ejercicio Bursátil o qué sé yo y todo está arreglado. ¡Santana lo ha arreglado!
—Me alegro mucho.
Más que eso. Estoy pletórica.
—Britt, no sé cómo agradecértelo.
—No tienes que agradecérmelo —me apresuro a responder —. Yo no he hecho
nada. Ha sido Santana.
—Santana es la mejor —sentencia.
Mi sonrisa se ensancha. Estoy casada con la mujer más maravilloso del
mundo.
—Ahora tengo que colgar —me avisa—. Creo que mi madre está aún más
nerviosa que antes. —Las dos nos echamos a reír—. Te llamaré esta tarde.
—Más te vale.
La oigo reír de nuevo antes de colgar y, cuando lo hago yo, pataleo feliz sobre
la cama. ¡Todo se ha arreglado!
Me bajo de un salto de la cama y corro hasta la cómoda. Saco uno de mis
pijamas y me lo pongo rápidamente. Me muero de hambre. Santana debe de estar en su estudio. Iré a buscarla, le preparé un desayuno digno del mejor hotel de Manhattan y le contaré que vamos a ser madres. Todo lo que ha pasado estas últimas horas me ha demostrado que no tengo ningún motivo para dudar de ella.
Llamo suavemente a la puerta abierta de su despacho y echo un vistazo. Al ver
que no está, frunzo los labios. Anoche estuvo trabajando hasta más de las seis y
apenas son las diez. No creo siquiera que haya llegado a dormir algo.
Probablemente se levantó en cuanto me dormí. ¿Cuándo va a entender que ella
también necesita descansar?
Regreso al dormitorio y me meto en la ducha. Gracias al mando mágico You’re
nobody ‘til somebody loves you,[10] de James Arthur, comienza a sonar a todo
volumen. Me encanta esta canción.
Me pongo algo cómodo, mis vaqueros más gastados y una vieja camiseta de
Santana. Tiene el símbolo de la Universidad de Nueva York e inmediatamente recuerdo que es la misma que me puso como pijama al desvestirme a traición cuando acabé borracha tirando piedrecitas a su ventana. Sonrío como una idiota pensando en ese día. Me puso muy complicado seguir resistiéndome, pero entonces tenía demasiado miedo a pasarlo mal. Aun así, cada vez que venía a buscarme, volvía a caer porque había estado sin ella y la odiaba y sólo podía pensar en cuánto la echaba de menos.
No me molesto en ponerme zapatos. Aunque ya empieza a hacer frío, la
temperatura dentro de casa sigue siendo de unos perfectos veinticuatro grados.
Además, me encanta el tacto del parqué en mis pies descalzos.
Me llevo las manos a las caderas delante de mis decenas de cajas apiladas en la
entrada del vestidor. Comienzo a arrepentirme de haberme puesto tan digna con el tema de la mudanza. Bueno, por lo menos ahora sólo tengo que desempaquetar. Finalmente me resigno y abro la primera. No puedo evitar sonreír cuando compruebo lo cuidadosamente embaladas que están cada una de mis pertenencias. Está tan perfecto que resulta casi ridículo.
Como no sé por dónde empezar, decidido que, al estar en el vestidor, lo más
fácil será que comience por la ropa. Además, es muy espacioso. No tendré ningún
problema en colocarlo todo. Menos de una hora después, cojo la caja sobre la que han escrito «Libros» cuidadosamente y voy hasta la biblioteca. Empiezo a aburrirme y mucho. Preferiría estar trabajando y eso que es domingo. Debería haber tenido la boquita cerrada y haber dejado que Santana ordenara a quien quiera que se encargara de empezar mi mudanza que la terminara.
Dejo la pesada caja junto a mis pies y abro la puerta. Con el primer paso
pierdo mi vista en las estanterías. Me encanta esta biblioteca. Se respira calma y
tranquilidad. Santana debería pasar más tiempo aquí.
Tiene una colección de libros increíble. Además de un centenar de tratados
sobre arquitectura, hay clásicos como Matar a un ruiseñor, grandes éxitos como las novelas de Ken Follett y otros que nunca pensé que encontraría aquí, como Hojas de hierba, de Walt Whitman.
Sonrío como una idiota cuando veo un ejemplar de El gran Gatsby, de
Fitzgerald. No soy capaz de resistirme y lo cojo curiosa. Parece muy antiguo.
¡Joder! ¡Es una primera edición! Lo devuelvo con cuidado a la balda y lo observo,
admirada, un poco más. Debe valer una pequeña fortuna.
Después de perder algo más de tiempo, decidido que ya es hora de terminar de
ordenar estas cajas. Recupero el mando mágico del baño y, tras trastear un poco con ella para averiguar cómo hacer que la música suene en la biblioteca, comienzo a escuchar Mi amor,[11] de Vanessa Paradis. Esa canción me recuerda a París, a nuestra cama king size, a las vistas de la torre Eiffel y, en todas y cada una de ellas, a la mano de Santana en mi cadera. Insuperable.
Voy colocando mis libros sin dejar de cantar. El primero que saco de la caja es
el libro de estilo del New York Times. Es mi tesoro literario.
Estoy a punto de acabar cuando me doy cuenta de que mi ejemplar de Lo que el
viento se llevo tiene un poco rota la tapa. Tuerzo el gesto. Le tengo mucho cariño a este libro. Era de mi madre. Necesito encontrar un poco de cinta adhesiva para
arreglarlo.
Todavía canturreando, bajo a la planta principal.
—Buenos días, ma petite —me saluda melodiosa la señora Aldrin.
Inmediatamente le devuelvo la sonrisa que me tiende y comprendo que está tan
exultante porque es la primera vez que nos vemos desde la boda.
—¿Qué tal el viaje? —me pregunta—. Espero que mi país la enamorara.
Asiento sin poder dejar de sonreír.
—París es precioso. —No podré olvidarlo jamás.
—C’est merveilleux —responde encantada—. ¿Puedo ofrecerle un café? —
añade amablemente.
—No, muchas gracias.
—¿Quizá crêpes?
Niego pero automáticamente vuelvo a sonreír. Evidentemente un claro gesto de
duda. De pronto recuerdo el hambre con la que me levanté.
—Me encantaría, pero primero tengo que terminar algo en la biblioteca. —Y
eso me recuerda por qué he bajado—. ¿Dónde puedo encontrar cinta adhesiva,
señora Aldrin?
La cocinera hace memoria unos segundos.
—En el estudio de Santana, en algún cajón de su escritorio.
Hace el ademán de rodear la isla de la cocina para ir ella misma a buscarla,
pero la detengo alzando la mano suavemente.
—No se preocupe, señora Aldrin, yo misma la buscaré.
Me siento rara estando en el despacho de Santana sin ella, como si estuviera
haciendo algo que no debo. Camino deprisa hasta su mesa y me siento en su
elegante sillón.
—Desde aquí se controla el mundo —murmuro con una tenue sonrisa a la vez
que acaricio con delicadeza la madera— aunque no siempre sea una posición fácil. Su vida es mucho más dura y complicada de lo que deja ver.
Muy resuelta, comienzo a abrir los cajones. El de más abajo es el más grande,
una especie de fichero lleno de documentos. En el segundo hay algunas tarjetas,
unas llaves y una caja de lápices Derwent Graphic. El metal está gastado y las
esquinas de la caja, algo romas. Es obvio que es un pequeño tesoro para ella.
Por fin abro el primer cajón y me encuentro con todo tipo de material de
oficina: bolígrafos, tijeras, clips y, por supuesto, cinta adhesiva.
Justo antes de cerrar el cajón por completo, algo brillante llama mi atención.
Vuelvo a abrirlo y veo una estilográfica Montblanc guardada en un precioso
estuche. Acaricio con suavidad la tapa trasparente con los dedos. Es de color gris
claro, casi blanco, con algunos detalles en un gris más oscuro. No es tan bonita
como la estilográfica de platino que lleva habitualmente, pero ésta también es
elegante y sofisticada. Perfecta para Santana. Con la sonrisa en los labios y la cinta adhesiva en la mano, me dispongo a cerrar de nuevo el cajón cuando, otra vez, algo brillante llama mi atención, esta vez al fondo del compartimento. Me inclino curiosa. Sea lo que sea, también es plateado, pero el cajón es tan largo y está tan atrás que apenas puedo verlo. Meto la mano. Lo rozo con los dedos. Es metálico. Trato de tirar de él pero parece que se ha enganchado con algo. Me arrodillo junto al cajón para tener mejor acceso y tiro un poco más fuerte. Se oye algo también metálico ceder y al fin atrapo el objeto. Saco la mano y compruebo que es una pulsera de platino de mujer. No tiene ningún
adorno, únicamente un pequeño círculo con un diamante en el centro. No es simple. Es sobria y muy elegante.
Aunque es muy bonita y está perfectamente conservada, está claro que no es
nueva y ni siquiera hay rastro del estuche. Eso me hace torcer el gesto de inmediato. s como si alguien se la hubiera devuelto. No me gusta nada esa idea.
Oigo pasos acercándose. Observo un segundo más la pulsera y rápidamente
me la guardo en el bolsillo. Cierro el cajón de un golpe y me levanto como un
resorte. Estoy a unos pasos de la puerta cuando la señora Aldrin se acerca, a punto de entrar en la estancia.
—¿La ha encontrado? —inquiere con una sonrisa.
Su pregunta me deja en blanco y me pongo increíblemente nerviosa, hasta que
comprendo que se refiere a la cinta adhesiva.
—Sí —respondo monosilábica alzando el pequeño rollo entre mis dedos.
Asiente y su sonrisa se ensancha.
—Las crêpes están listas —añade dándose media vuelta y caminando de nuevo
hasta la inmensa cocina. Yo suspiro aliviada. Siempre que miento tengo la sensación de que se acaba de dibujar un neón en mi frente con la palabra mentirosa. Si hubiese sido espía, habría muerto en la primera misión.
Regreso a la biblioteca, arreglo el libro de mi madre y termino de vaciar la
caja. Poco después estoy de vuelta en la cocina. Me siento en uno de los taburetes y, aunque me esfuerzo en sonreír, no puedo dejar de pensar en la pulsera. Claramente es de mujer y claramente es muy cara. ¿Qué hacía en el cajón de Santana? Las crêpes están deliciosas, pero apenas pruebo bocado. La señora Aldrin me mira perspicaz y yo le echo la culpa al jet lag. Ella asiente y decide hacerme el favor de creerme. Finalmente pongo una tonta excusa y subo con el paso acelerado al dormitorio. Saco el iPhone y, aunque dudo, acabo llamando.
—¿Diga? —me responden al otro lado.
—¿Joe? —pregunto con el ceño fruncido.
Antes de escuchar su respuesta, me separo el teléfono de la oreja y miro la
pantalla. No me he equivocado de número. Estoy llamando a Sugar.
—Doce días en París y ya no me reconoces. ¡Qué deprimente! —se queja
divertido.
—¿Qué haces ahí? —demando contagiada de su humor—. ¿Estás cuidando a
Sugar?
—Es una pesadilla —protesta.
Inmediatamente oigo farfullar a Sugar sobre lo enferma que está, lo poco que
a él parece importarle y cuánta pulpa tiene su zumo de naranja. A lo que Joe
responde que le doblará los analgésicos en cuanto tenga ocasión.
Yo sonrío, casi río, mientras los oigo discutir.
—Lopez Pierce —me llama al fin.
—¿Sí, Berry?
Me alegra oírlo de buen humor después de lo que ha pasado.
—Esta noche ceno con mis padres en Glen Cove. He pensado que quizá te
apetecería venir.
—No puedo. Tengo cena con los Lopez.
—Eso suena divertido —responde socarrón.
Creo que mi tono de voz me ha delatado. No me apetece en absoluto cenar con
los Lopez, sobre todo con el padre de Santana.
—Será muy divertido —replico sin asomo de duda.
«Ahora sólo hace falta que te lo creas.»
Noto a Joe sonreír al otro lado, pero no hace más leña del árbol caído.
—Oye, idiota —sé de sobra que cada vez que me llama así es porque pretende
parecer desinteresado—, quería agradecerte…
—No tienes nada que agradecerme —lo interrumpo.
—¿Qué tienes que agradecerle? —oigo a Sugar de fondo.
—Nada que a ti te importe —le responde Joe.
Les oigo discutir e incluso forcejear, pero decido mantenerme al margen. Soy
como Suiza.
—¿Qué tiene que agradecerte el enfermero de la muerte? —pregunta
finalmente Sugar con la voz jadeante.
La batalla por el teléfono ha sido ardua.
Por un momento me quedo callada. El asunto de los Berry es algo que tiene
que contarle un Berry.
—Me ha pasado algo —contesto ignorando su pregunta.
Ella piensa en replicarme, pero mi frase la intriga.
—¿Qué ha ocurrido? —quiere saber curiosa.
Camino decidida hasta el vestidor antes de decir una palabra. Sé que es una
absoluta estupidez porque estoy sola y Santana tardará horas en llegar, pero no me siento cómoda hablando de lo que quiero hablar en un sitio donde puedan oírme.
—He encontrado una pulsera de mujer en el escritorio de Santana.
—Me llamas para presumir de regalos. Brittany Susan Pierce, eso no es de buen
gusto —se queja.
—No se trata de eso…
—Y estoy enferma —me interrumpe— y sin novio.
Trato de defenderme pero ni siquiera me escucha. Pongo los ojos en blanco
divertida y continúo escuchando su retahíla de protestas que acaba con un «y sin
sexo». Yo frunzo los labios. No sé hasta qué punto eso será verdad con su
enfermero de la muerte particular rondado por allí.
—Quieres callarte de una vez —le pido casi en un grito del que me arrepiento
inmediatamente. Esta conversación tiene que quedar catalogada como discreta, muy discreta —. No se trata de eso —continúo en voz baja—. La pulsera no es nueva. Sugar se queda callada al otro lado de la línea. Pasa tanto tiempo en silencio que por un momento creo que la llamada se ha cortado.
—Y si no es un regalo para ti, ¿de quién es?
—No lo sé —confieso y estoy comenzando a ponerme un poco nerviosa.
—¿Dónde la has encontrado?
—Atascada en el fondo de un cajón de su escritorio.
—¿Y cómo es?
Me asomo al dormitorio para asegurarme de que no hay nadie y me la saco del
bolsillo de los vaqueros. Vuelvo a observarla. Ahora sí que estoy verdaderamente
nerviosa.
—Creo que de platino. Muy elegante y muy sobria. No tiene ningún dibujo, ni
ningún adorno. Sólo un pequeño círculo con un diamante en el centro.
Con mis últimas palabras, a Sugar parece cortársele la respiración de pura
expectación.
—Es una pulsera de sumisa —me dice y suena casi emocionada.
—¿De qué estás hablando? —pregunto confusa—. Y deja de emocionarte con
la posibilidad de que mi esposa sea una multimillonaria dominante como en las
novelas románticas —me quejo de nuevo.
No la veo pero sé a ciencia cierta que acaba de hacerme un mohín.
—Te lo digo en serio. Lo vi en un documental de Discovery Channel.
Suspiro con fuerza. Tiene que ser una broma.
—¿Estás hablando de sumisa en plan sado? —pregunto llevándome el pulgar a
la boca y arañándome la uña suavemente con los dientes.
—En plan lo que tu dueña quiera —contesta con total convencimiento—. Si un
Hombre o una mujer te compra una pulsera de ésas y te la pones, le perteneces. No en plan metafórico, si no de verdad. Si le gusta el sado, a ti tendrá que gustarte el sado, y si lo que le pone es que se la chupes mientras recitas el juramento de la bandera en sueco, pues, chica, tendrás que apuntarte a una escuela de idiomas.
Yo sonrío por la explicación, pero no me está haciendo ninguna gracia. Si de
verdad es una pulsera de sumisa, ¿qué hace Santana con ella? ¿Y a quién pertenecía? Por Dios, ¿tenía una sumisa? ¿Quién era? Creo que me falta el aire.
Suspiro con fuerza y estallo en risas. Santana no ha tenido, ni tiene, ninguna
sumisa. Es ridículo.
—Tienes que dejar de ver Discovery Channel —me quejo dando por concluida
la conversación.
—Puede ser, pero el placer y el dolor son las dos caras de una misma moneda
—me advierte con total seguridad.
—Y también tienes que dejar de leer libros de novela romántica.
—Eso jamás —rechaza—. Christian Trevelyan Grey es mi único amor.
Lo dice tan convencida que vuelve a dejarme al borde de la risa y por un
momento consigo relajarme. Oigo de nuevo a Joe de fondo y me despido de ella
antes de que se pongan a discutir otra vez.
Contemplo una vez más la pulsera y descarto por completo la idea de que Santana tenga o haya tenido una sumida y me doy cuenta de que la única persona que puede aclararme a quién pertenece es ella. Asiento para reafirmar esta idea y la guardo en uno de los bolsos que acabo de colocar en el armario. Le preguntaré antes de ir a cenar a casa de sus padres. No es un tema que me apetezca tratar rodeada de Lopez.
Salgo del vestidor y termino de ordenar mis cosas. Tomo el delicioso
almuerzo que me prepara la señora Aldrin y, como no tengo nada que hacer, aunque me cuesta un mundo convencerla, consigo que me deje ayudarla a fregar los platos. Me cuenta más cosas de Santana y, cuando vuelve a mencionarme que el ratatouille es su plato favorito, le pido que me enseñe a cocinarlo. Es una mujer genial. A media tarde subo a prepararme para la cena. Me doy una nueva ducha, muy rápida, sin mojarme el pelo, lo justo para quitarme la pesadez de la mudanza de encima y, sobre un bonito conjunto de lencería azul marino, me pongo mi vestido skater del mismo color y lo adorno con un cinturón delgado rojo y unos bonitos salones rojos.
Me aliso el pelo y me lo recojo en una cola de caballo. Apenas me maquillo,
pero me pinto los labios con mi carmín rojo pin-up. Necesito usar todas las armas
de las que dispongo para hacer hablar a Santana.
Estoy retocándome el pintalabios con los dedos cuando oigo la puerta
principal. Santana ha llegado. Suspiro hondo y cierro el maquillaje. El pensar en la
pulsera y el estar a unas horas de la cena con los Lopez me pone demasiado
nerviosa. «Vamos, Pierce. Tú puedes.»
Sé que suena ridículo, pero todavía no me acostumbro a ser la señora Lopez Pierce. Me sonrío para darme valor y con cuidado abro la puerta del baño.
Recupero mi pequeño bolso rojo de la cama y me aseguro de que la pulsera
está dentro. Bajo las escaleras despacio, tratando de encontrar un poco de seguridad a cada paso.
Desde los primeros peldaños puedo ver a Santana en la barra de la cocina
sirviéndose un bourbon. Lleva los primeros botones de su impoluta camisa blanca desabrochados. Es obvio que no ha tenido un buen día.
Al darse cuenta de mi presencia, alza la cabeza despacio y su mirada se
encuentra con la mía. Está furiosa, enfadada, cansada. Una vez me pregunté cuánto pesa la corona. Cuando la veo así, y son demasiadas veces, me doy cuenta de que pesa muchísimo.
—Hola —lo saludo caminando hasta ella.
Santana no dice nada. Sin desatar nuestras miradas, se lleva el vaso de bourbon a los labios y da un trago. Su mirada brilla metálica, e intensa. ¿Qué habrá
pasado?
—Parece que no has tenido un buen día —comento colocando mis manos
sobre la encimera.
La elegante isla de la cocina nos separa.
Santana deja el vaso sobre el mármol y, sin mediar palabra, camina hasta mí,
sumerge su mano en mi pelo y me besa brusca, con fuerza. Yo suspiro contra sus
labios. La Leona se está despertando y está llamando voz en grito todo mi cuerpo.
—Nena —susurra y yo me derrito un poco más.
Mi sentido común está a punto de evaporarse. Maldita sea, esto se le da
demasiado bien.
—Santana —casi jadeo—. Santana —repito tratando de recordar lo que quiero decir —. Santana, tenemos que ir a cenar a casa de tus padres.
Me estrecha aún más contra su cuerpo. Me siento envuelta por sus brazos y no
puedo evitar gemir.
—No tenemos que ir a ninguna parte —me anuncia.
Suspiro. Me lo está poniendo muy complicado.
—Sí, sí que tenemos.
Sacando fuerzas no sé exactamente de dónde, consigo separarme de ella.
—Estás tratando de despistarme con el sexo —murmuro intentando que no sea
demasiado obvio hasta qué punto lo está consiguiendo.
Santana se humedece el labio inferior fugaz y alza la mano, la coloca en mi
cadera y tira de mí hasta que nuestros cuerpos chocan de nuevo.
—No —responde con total seguridad—. Ahora te estoy despistando con lo
bella que soy. Si te llevo a la cama, te follaré hasta que salga el sol y entonces te
habré despistado con el sexo.
Ahogo una risa nerviosa en un suspiro aún más nervioso. ¿Se puede ser más
descarada?
—Santana —digo, pero no tengo ni la más remota idea de cómo seguir.
Ahora mismo sólo puedo pensar en que quiere follarme hasta que salga el sol.
—¿Qué? —responde apremiante para no dejarme tiempo para pensar.
Está demasiado cerca y huele demasiado bien.
—Tenemos que ir a cenar —trato de convencerla y ni siquiera sé por qué lo
hago. Quiero que me folle sobre la carísima encimera de mármol italiano.
—Yo no tengo que ir a ningún sitio —sentencia—. Tengo mi cena justo
delante.
Me besa con fuerza y con un solo movimiento me sube a la encimera de la
cocina. Exactamente donde quería estar. Coloca sus manos en mis rodillas y, ávidas, recorren mis piernas, mis costados y mi cuello hasta hundirse en mi pelo y
estrecharme aún más contra ella.
Mi respiración se acelera cada vez más. Su boca experta y torturadora baja
besándome y mordiéndome en dirección a mi cuello. Enrolla mi coleta en su mano
y tira de ella para obligarme a levantar la cabeza y darle pleno acceso a mi piel.
Gimo. Es ella dueña de la perversión, el pecado y el placer más exquisitos del mundo.
—He encontrado una pulsera en tu escritorio —musito con los ojos cerrados, a
punto de derretirme.
Santana se detiene en seco. De pronto me siento igual de nerviosa que cuando la
encontré.
—Rachel —susurro intentando tranquilizarla, pero no encuentro las palabras para
hacerlo. Una parte de mí no para de pensar que Santana está detrás de todo.
—Mi padre nos lo ha contado esta mañana. Hizo unas inversiones en el
extranjero que no fueron bien. Pensó que todo se había arreglado, pero hace unos
días algo salió mal. Lo hemos perdido todo —se sincera con el llanto tomando cada una de sus palabras—. Mi padre cree que ni siquiera podremos conservar la casa de Glen Cove. El estómago se me cierra de golpe. Siento náuseas. Quiero confiar en Santana. Necesito confiar en ella.
Le aprieto la mano a Rachel para intentar transmitirle una tranquilidad que en el
fondo yo tampoco siento, pero ella se levanta de golpe, baja los seis escalones que la separan de la acera como un ciclón y se gira para mirarme.
—Santana puede ayudarlo, ¿verdad? —pregunta desesperada y también muy
esperanzada —. Ella es la dueña del mundo. Seguro que conoce a alguien en algún sitio que pueda ayudar a mi padre.
—Sí, sí, claro —contesto sin dudar porque quiero que se sienta mejor—. Ella lo
arreglará. Y esas tres palabras me llenan de una increíble desazón.
—¿Por qué no entras? —le pido bajando los escalones y reuniéndome con ella.
Miro mis pies descalzos y me sorprende lo impoluto que están los escalones, casi
relucientes—. Hace frío. Podemos entrar y tomar algo caliente y puedes quedarte a dormir.
—No —responde sorbiéndose los mocos—. Voy a volver a Glen Cove. Mi
madre está muy nerviosa.
Asiento. Entiendo que quiera estar con su familia.
—Dame un segundo. Le pediré el coche a Santana y yo misma te llevaré.
Rachel vuelve a negar, esta vez con la cabeza.
—No te preocupes. Le he pedido a Brody que venga a buscarme. ¿Hablarás
con Santana? —vuelve a preguntarme ya más serena.
—Sí —contesto sin vacilar.
Jamás podría dejar a los Berry en la estacada.
Subimos de nuevo y nos sentamos otra vez en los escalones.
—Todo se va a arreglar —le digo pasándole el brazo por los hombros, y por
un momento no sé si pretendo convencerla a ella o a mí.
Rachel asiente y durante unos minutos nos quedamos en silencio. Ella poco a
poco va tranquilizándose, pero yo, aunque consigo disimularlo, cada vez estoy más inquieta intentando no pensar en todo lo que no quiero pensar.
Mi amiga suspira hondo, mira a su alrededor y de pronto se centra en mis pies.
—No llevas zapatos, idiota —comenta.
—No esperaba visitas a estas horas —suelto socarrona.
—No sabía a quién más recurrir —se sincera—. No me ha dicho nada, pero sé
de sobra que Joe no quería que viniera. Creo que sigue estúpidamente enamorado de ti.
Suspiro incomoda. La verdad es que no sé qué contestar a eso.
—Joe y yo sólo somos amigos —afirmo con total convencimiento.
—Y Sugar y Joe también son sólo amigos —replica con una media sonrisa.
Yo la miro con el ceño fruncido, pero rápidamente mi gesto se transforma en
una expresión boquiabierta. ¿Acaso esos dos se han liado mientras yo estaba en
París? —¿Han vuelto? —pregunto sorprendida.
—No —responde y rompe a reír como si supiera algo que yo no sé.
La miro esperando a que continúe, pero ella se encoge de hombros sin que la
sonrisa la abandone y se queda callada. En ese momento vemos unos faros de coche girar por la esquina de la 29 con la Octava y en unos segundos el Mini color
vainilla de la propia Rachel se detiene frente a nosotras. En cuanto ve a Brody
bajarse del vehículo, se levanta corriendo, se tira en sus brazos y rompe a llorar de nuevo. Yo también me levanto y camino despacio hasta ellos, dejándoles un poco de intimidad. Rachel le acaricia rítmicamente el pelo tratando de calmarla y le da un beso en la frente. Los observo y sonrío fugaz. Al verme, él hace lo mismo. Me alegra que Rachel y Brody se encontrasen. Se quieren de verdad.
—No llevas zapatos —comenta Brody mirándome los pies con el ceño
fruncido. Mi sonrisa se ensancha.
—Es una larga historia —contesto.
asiente, sonríe débilmente de nuevo y obliga a su novia a girarse y a
caminar hacia el coche.
—Llámame en cuanto sepas algo —me pide Rachel justo antes de subir al asiento
del copiloto. Asiento una vez más y, antes de que el vehículo desaparezca calle arriba, salgo disparada hacia las escaleras. Estoy muy nerviosa, muy inquieta. Tengo demasiado miedo de que, todo lo que me empeño en no pensar, sea verdad. Cierro la puerta principal y subo al dormitorio. Me apoyo en el marco y echo un vistazo. Al no encontrar a Santana, vuelvo al salón y me dirijo hacia su estudio. Tengo que hablar con ella inmediatamente.
A unos pasos de la puerta, mis nervios crecen y todo mi cuerpo se tensa. Nunca
había estado tan inquieta en toda mi vida. Golpeo suavemente la madera y entro con paso titubeante. Santana está sentada a su elegante escritorio. Cuando veo su camiseta blanca, me toco la camisa que visto, también blanca, como acto reflejo. Hace menos de una hora estaba nerviosa porque iba a decirle que vamos a ser madres. Ahora lo estoy por un motivo completamente diferente.
Al verme, alza la vista de los documentos que revisa y me observa con la
expresión cauta, endurecida. No me gusta esa mirada.
—Los Berry lo han perdido todo —digo en un golpe de voz.
Sus ojos se muestran imperturbables. Ella ya lo sabía.
—El arbitraje internacional ha rechazado el acuerdo entre la empresa de
Marisa y Berry —responde.
—Pero tú puedes arreglarlo, ¿no? Santana asiente despacio y yo suspiro aliviada. Nunca me he sentido tan agradecida de que sea la dueña del mundo.
—No voy a hacerlo, Britt.
La sonrisa desaparece automáticamente de mis labios y mi estómago vuelven a
cerrarse de golpe. Suena demasiado convencida.
—Santana —susurro.
No sé cómo continuar. Entiendo la postura que está tomando y, si no
habláramos de Berry, ni siquiera se lo pediría dos veces, pero necesito
que lo salve. Abro la boca dispuesta a decir algo pero la cierro de nuevo. Apremio a mi cerebro para que busque alguna razón con la que convencerla y que lo haga rápido, pero no se me ocurre ninguna.
Las lágrimas comienzan a quemarme detrás de los ojos.
—Hazlo por mí —le pido con la voz entrecortada—. Nunca te he pedido nada,
Santana, así que hazlo por mí, por favor. Santana resopla y aparta su mirada de la mía. Está furiosa y tiene razón, pero no puedo dejarlo estar.
—Sé que estoy siendo muy egoísta. —Sin que pueda evitarlo, mis palabras se
inundan con mis lágrimas —. Sé que ese hombre hizo daño a tu padre, pero, por
favor, hazlo por mí.
—Britt —masculla. Se pasa la mano por el pelo a la vez que se levanta como un resorte. Yo no digo nada. Sólo la observo acelerada, tensa, lleno de rabia. Cuando nuestras miradas vuelven a encontrarse, la batalla interna que veo salpicar el oscuro de sus ojos me da un vuelco el corazón. Le estoy poniendo en una situación demasiado difícil.
—Leroy Berry destrozó mi familia.
Quiero decirle que Leroy Berry no destrozó su familia, que fueron
decisiones que él y su madre tomaron y que su padre parece entender, pero sería una discusión inútil. Para ella, Leroy destrozó su familia porque bajó a su padre del pedestal al que el y una vida de esfuerzo lo habían subido.
—Puede que Leroy no hiciera las cosas bien, pero su familia no tiene por qué
pagar por eso.
—La mía lo ha hecho —responde sin dudar.
La miro confusa. ¿A qué se refiere? Su familia está bien. Sus padres están bien.
Abro la boca dispuesta a inquirir, pero Santana niega con la cabeza como si también me estuviera negando la posibilidad de preguntar. De pronto estoy todavía más inquieta y todos mis miedos se recrudecen. ¿Y si con su familia se refiere a ella y a mí? ¿Y si ha sido ella quien ha hundido a Berry?
—¿Tú has tenido algo que ver? —pregunto con la voz prácticamente
evaporada. Estoy muerta de miedo.
—No —responde tajante y molesta. Mi pregunta parece haberle enfadado aún
más—. ¿Crees que no lo pensé? En cuanto salí de casa la noche que mi padre estuvo aquí, llamé a Lawson para decirle que lo cancelara todo. Quería ver cómo ese hijo de puta se hundía. No lo hice por ti —sentencia sin asomo de duda y yo me siento todavía más culpable—, y ahora tú me pides que vuelva a salvarlo.
No soy capaz de mantenerle la mirada y acabo clavándola en mis manos
mientras noto nuevas lágrimas caer por mi mejilla.
—Por favor —suplico de nuevo sin ni siquiera mirarlo porque no sé qué otra
cosa decir.
Santana me observa durante unos segundos y finalmente le oigo exhalar brusca y
despacio todo el aire de sus pulmones.
—Tengo que irme.
Sin esperar reacción por mi parte, camina hasta la puerta del estudio. La
observo, tratando de no romper a llorar. Otra vez sin tener la más remota idea de
qué decir.
—Santana —la llamo.
No quiero que se vaya.
—Britt —contesta girándose—, has tenido que elegir entre los Berry y
yo, y no me has escogido a mí.
—No —me apresuro a replicarle, pero en el fondo no estoy segura de que no
esté siendo así.
Santana no dice más y finalmente se marcha.
—¿Adónde vas? —le pregunto siguiéndole al salón.
Otra vez busca a toda velocidad una razón, da igual cuál. Sólo quiero que se
quede conmigo, salve a los Berry y no me odie por ello. Pienso en decirle lo del
bebé, pero utilizar una noticia así en este momento sería mezquino y cruel.
Santana cruza la estancia con el paso decidido y se pierde escaleras abajo.
A solas en el inmenso salón, no tengo ni idea de qué hacer. Me siento en el sofá
y suspiro con fuerza. Ni siquiera sé si Santana ayudará o no. Me levanto
de nuevo. Estoy demasiado nerviosa. Por inercia, voy hasta la cocina y me sirvo una copa del primer licor que encuentro, lógicamente es bourbon.
No es hasta que el líquido ambarino toca mis labios que me doy cuenta de que
no debería beber. ¡Estoy embarazada! Escupo el licor en el vaso, de un paso lo
vacío en el fregadero y lo dejo malhumorada en la pila.
¿Cómo voy a contárselo a Santana? Ni siquiera estoy segura de que ahora mismo
quisiese hablar conmigo si se lo pidiese. Me paso las dos horas siguientes dando vueltas por esta casa ridículamente grande. Cada minuto se me está haciendo eterno. No quiero pensar en la última vez que estuve en este mismo salón, de noche, esperando a que Santana regresara y, sobre
todo, no quiero pensar en lo que pasó después.
Intento leer, ver la tele, dormir, pero no soy capaz de concentrarme más de
cinco minutos en lo mismo. Al final opto por salir a la terraza. Hace algo de frío
pero no me importa. Está amaneciendo en Nueva York y la visión, por primera vez
en horas, consigue calmarme un poco.
No quiero por nada del mundo que Santana piense que elegiría a los Berry
antes que a ella, pero tampoco puedo dejar que todos ellos sufran por lo que Leroy y Maribel hicieron. Nadie debería pagar por los errores de otra persona.
Miro el reloj. Ya son casi las seis. Observo por última vez el sol bordeando
despacio el edificio Chrysler y entro en casa. En ese mismo instante oigo la puerta
principal abrirse. El corazón comienza a latirme muy de prisa.
Santana entra en el salón. Tiene aspecto de haber estado trabajando toda la noche y aun así está bella. Inmediatamente su mirada se encuentra con la mía. Quiero salir corriendo a abrazarla, pero no sé si ella quiere lo mismo, así que me contengo. Santana deja escapar despacio y controlado todo el aire de sus pulmones y me observa en silencio. Odio que estemos peleados, pero odio mucho más que estemos así, como si un precipicio empedrado y tortuoso nos separase.
Camina segura y decidido y se detiene a unos pasos. Alza la mano dispuesta a
tomarme por la cadera y acercarme a ella y yo suspiro encantada por el inminente
contacto. Sin embargo, apenas a unos centímetros, deja su mano suspendida en el aire y, como si fuera el gesto más complicado de su vida, la deja caer de nuevo
junto a su costado.
—Santana… —susurro.
Mis ojos se llenan otra vez de lágrimas.
—La bolsa abrirá en pocas horas —me interrumpe con la voz fría, inexpresiva
—. Entonces todos los acuerdos quedarán registrados y Leroy Berry será
indemnizado con el ochenta por ciento de lo que invirtió.
Gracias a Dios. Están a salvo. Suspiro de nuevo luchando por contener las lágrimas que se hacen aún más intensas. No puedo aguantarme más y cubro la distancia que nos separa dispuesta a abrazarla, pero Santana da un paso hacia atrás y reabre un abismo aún más profundo entre las dos.
—Britt, ahora mismo no puedo estar contigo —murmura y tengo la
sensación de que son las palabras más duras que ha tenido que pronunciar en toda su vida. Intento buscar sus ojos, pero Santana no me lo permite y, con el mismo paso decidido con el que se acercó a mí, ahora se aleja camino de su despacho. Yo me quedo en mitad del salón sintiéndome demasiado mal y demasiado culpable. Me llevo la mano al vientre y por millonésima vez suspiro hondo. No quiero llorar. No voy a llorar. Pero la verdad es que se me está haciendo muy difícil. Santana y yo hemos discutido mucho. Nos hemos gritado, he llorado, incluso la he abofeteado, pero, desde que nos conocemos, nunca, jamás, me había pedido que me alejara de ella. Una idea cruza mi mente como un ciclón. Tomo aire y echo a andar. No voy a rendirme. Tiene que comprender por qué lo he hecho, saber que nunca escogería a los Berry por encima de ella.
Mi seguridad se va esfumando conforme me acerco a su estudio. Ya bajo el
umbral, la veo hablando por teléfono. Está de pie, de espaldas a la puerta, al otro
lado de su escritorio, con la mano descansado en su cadera. Cuando cuelga, tira su iPhone sobre la mesa a la vez que resopla y se pasa la mano que le ha quedado libre por el pelo. Está más que furiosa, parece dolida y eso me rompe el corazón. Santana se gira, nuestras miradas se encuentran y todo el dolor y la tensión que reflejaba su postura ahora me lo confirman sus ojos oscuros. Hago el ademán de entrar, pero Santana niega con la cabeza y desune nuestras miradas. Definitivamente no quiere tenerme cerca; pero, si nunca antes me rendí con Santana Lopez, directora ejecutiva, con la señorita irascible-sexo increíble, con la bastarda irracional y controladora, no pienso hacerlo ahora con la madre de mi hijo. Suspiro hondo una vez más y entro con el paso decidido hasta colocarme
frente a ella. Santana alza la cabeza y frunce el ceño. Creo que le ha sorprendido que la desobedezca, aunque rápidamente el desconcierto desaparece de sus ojos oscuros y su mirada se recrudece.
—Santana, yo te quiero —digo tratando de demostrar convicción en cada sílaba
—. Nunca, jamás, elegiría a los Berry por encima de ti. Nunca elegiría a nadie
por encima de ti y pensé que, después de seguir adelante con nuestra boda cuando mi padre estaba en contra, te lo había dejado claro.
Ella no levanta los ojos de los míos pero tampoco dice nada.
—No deben de ser más de las seis y media —continúo—. La bolsa no abre
hasta las nueve y media. Si es lo que quieres, rompe todos los acuerdos y deja que Leroy Berry se hunda, pero, aunque creas que no, te conozco y no vas a sentirte mejor viendo cómo una familia entera lo pierde todo por las decisiones que tu madre tomó hace más de veinte años. Yo seguiré aquí, decidas lo que decidas.
Me siento entre la espada y la pared.
Santana sigue en silencio y yo decido que ahora le toca mover ficha a ella. Ya he
dicho todo lo que tenía que decir. Asiento para darme convicción y me encamino hacia la puerta. No he dado más que un par de pasos cuando le oigo farfullar un casi ininteligible «joder» y salir atropellada tras de mí. Me toma de la muñeca, me obliga a girarme y rápidamente toma mi cara entre sus manos y me besa con fuerza.
—Haría cualquier cosa por ti, Britt —susurra contra mis labios
Yo sonrío como una idiota y me derrito por cada una de sus palabras.
Santana sube sus manos hasta hundirlas en mi pelo y me estrecha aún más contra ella. Nos besamos aceleradas y la pasión toma cada centímetro de aire entre las dos y todo a nuestro alrededor. La quiero. La quiero. La quiero.
Tengo la sensación de que sólo he dormido un segundo, pero, cuando abro los
ojos, el sol entra con fuerza por la ventana. Ya deben de ser más de las diez. Me
revuelvo en la cama y hundo la cara en la almohada. Tengo muchísimo sueño. No
quiero levantarme. Además, es domingo. Sin embargo, mi móvil tiene otros planes para mí. Comienza a sonar sobre la mesita y no tengo más remedio que abrir los ojos. Me incorporo a regañadientes y miro la pantalla. Es Rachel.
—¿Di...?
—¡Todo se ha arreglado! —me interrumpe en un grito al otro lado de la línea.
Yo sonrío de oreja a oreja—. Mi padre acaba de volver de la oficina de Regulación
del Ejercicio Bursátil o qué sé yo y todo está arreglado. ¡Santana lo ha arreglado!
—Me alegro mucho.
Más que eso. Estoy pletórica.
—Britt, no sé cómo agradecértelo.
—No tienes que agradecérmelo —me apresuro a responder —. Yo no he hecho
nada. Ha sido Santana.
—Santana es la mejor —sentencia.
Mi sonrisa se ensancha. Estoy casada con la mujer más maravilloso del
mundo.
—Ahora tengo que colgar —me avisa—. Creo que mi madre está aún más
nerviosa que antes. —Las dos nos echamos a reír—. Te llamaré esta tarde.
—Más te vale.
La oigo reír de nuevo antes de colgar y, cuando lo hago yo, pataleo feliz sobre
la cama. ¡Todo se ha arreglado!
Me bajo de un salto de la cama y corro hasta la cómoda. Saco uno de mis
pijamas y me lo pongo rápidamente. Me muero de hambre. Santana debe de estar en su estudio. Iré a buscarla, le preparé un desayuno digno del mejor hotel de Manhattan y le contaré que vamos a ser madres. Todo lo que ha pasado estas últimas horas me ha demostrado que no tengo ningún motivo para dudar de ella.
Llamo suavemente a la puerta abierta de su despacho y echo un vistazo. Al ver
que no está, frunzo los labios. Anoche estuvo trabajando hasta más de las seis y
apenas son las diez. No creo siquiera que haya llegado a dormir algo.
Probablemente se levantó en cuanto me dormí. ¿Cuándo va a entender que ella
también necesita descansar?
Regreso al dormitorio y me meto en la ducha. Gracias al mando mágico You’re
nobody ‘til somebody loves you,[10] de James Arthur, comienza a sonar a todo
volumen. Me encanta esta canción.
Me pongo algo cómodo, mis vaqueros más gastados y una vieja camiseta de
Santana. Tiene el símbolo de la Universidad de Nueva York e inmediatamente recuerdo que es la misma que me puso como pijama al desvestirme a traición cuando acabé borracha tirando piedrecitas a su ventana. Sonrío como una idiota pensando en ese día. Me puso muy complicado seguir resistiéndome, pero entonces tenía demasiado miedo a pasarlo mal. Aun así, cada vez que venía a buscarme, volvía a caer porque había estado sin ella y la odiaba y sólo podía pensar en cuánto la echaba de menos.
No me molesto en ponerme zapatos. Aunque ya empieza a hacer frío, la
temperatura dentro de casa sigue siendo de unos perfectos veinticuatro grados.
Además, me encanta el tacto del parqué en mis pies descalzos.
Me llevo las manos a las caderas delante de mis decenas de cajas apiladas en la
entrada del vestidor. Comienzo a arrepentirme de haberme puesto tan digna con el tema de la mudanza. Bueno, por lo menos ahora sólo tengo que desempaquetar. Finalmente me resigno y abro la primera. No puedo evitar sonreír cuando compruebo lo cuidadosamente embaladas que están cada una de mis pertenencias. Está tan perfecto que resulta casi ridículo.
Como no sé por dónde empezar, decidido que, al estar en el vestidor, lo más
fácil será que comience por la ropa. Además, es muy espacioso. No tendré ningún
problema en colocarlo todo. Menos de una hora después, cojo la caja sobre la que han escrito «Libros» cuidadosamente y voy hasta la biblioteca. Empiezo a aburrirme y mucho. Preferiría estar trabajando y eso que es domingo. Debería haber tenido la boquita cerrada y haber dejado que Santana ordenara a quien quiera que se encargara de empezar mi mudanza que la terminara.
Dejo la pesada caja junto a mis pies y abro la puerta. Con el primer paso
pierdo mi vista en las estanterías. Me encanta esta biblioteca. Se respira calma y
tranquilidad. Santana debería pasar más tiempo aquí.
Tiene una colección de libros increíble. Además de un centenar de tratados
sobre arquitectura, hay clásicos como Matar a un ruiseñor, grandes éxitos como las novelas de Ken Follett y otros que nunca pensé que encontraría aquí, como Hojas de hierba, de Walt Whitman.
Sonrío como una idiota cuando veo un ejemplar de El gran Gatsby, de
Fitzgerald. No soy capaz de resistirme y lo cojo curiosa. Parece muy antiguo.
¡Joder! ¡Es una primera edición! Lo devuelvo con cuidado a la balda y lo observo,
admirada, un poco más. Debe valer una pequeña fortuna.
Después de perder algo más de tiempo, decidido que ya es hora de terminar de
ordenar estas cajas. Recupero el mando mágico del baño y, tras trastear un poco con ella para averiguar cómo hacer que la música suene en la biblioteca, comienzo a escuchar Mi amor,[11] de Vanessa Paradis. Esa canción me recuerda a París, a nuestra cama king size, a las vistas de la torre Eiffel y, en todas y cada una de ellas, a la mano de Santana en mi cadera. Insuperable.
Voy colocando mis libros sin dejar de cantar. El primero que saco de la caja es
el libro de estilo del New York Times. Es mi tesoro literario.
Estoy a punto de acabar cuando me doy cuenta de que mi ejemplar de Lo que el
viento se llevo tiene un poco rota la tapa. Tuerzo el gesto. Le tengo mucho cariño a este libro. Era de mi madre. Necesito encontrar un poco de cinta adhesiva para
arreglarlo.
Todavía canturreando, bajo a la planta principal.
—Buenos días, ma petite —me saluda melodiosa la señora Aldrin.
Inmediatamente le devuelvo la sonrisa que me tiende y comprendo que está tan
exultante porque es la primera vez que nos vemos desde la boda.
—¿Qué tal el viaje? —me pregunta—. Espero que mi país la enamorara.
Asiento sin poder dejar de sonreír.
—París es precioso. —No podré olvidarlo jamás.
—C’est merveilleux —responde encantada—. ¿Puedo ofrecerle un café? —
añade amablemente.
—No, muchas gracias.
—¿Quizá crêpes?
Niego pero automáticamente vuelvo a sonreír. Evidentemente un claro gesto de
duda. De pronto recuerdo el hambre con la que me levanté.
—Me encantaría, pero primero tengo que terminar algo en la biblioteca. —Y
eso me recuerda por qué he bajado—. ¿Dónde puedo encontrar cinta adhesiva,
señora Aldrin?
La cocinera hace memoria unos segundos.
—En el estudio de Santana, en algún cajón de su escritorio.
Hace el ademán de rodear la isla de la cocina para ir ella misma a buscarla,
pero la detengo alzando la mano suavemente.
—No se preocupe, señora Aldrin, yo misma la buscaré.
Me siento rara estando en el despacho de Santana sin ella, como si estuviera
haciendo algo que no debo. Camino deprisa hasta su mesa y me siento en su
elegante sillón.
—Desde aquí se controla el mundo —murmuro con una tenue sonrisa a la vez
que acaricio con delicadeza la madera— aunque no siempre sea una posición fácil. Su vida es mucho más dura y complicada de lo que deja ver.
Muy resuelta, comienzo a abrir los cajones. El de más abajo es el más grande,
una especie de fichero lleno de documentos. En el segundo hay algunas tarjetas,
unas llaves y una caja de lápices Derwent Graphic. El metal está gastado y las
esquinas de la caja, algo romas. Es obvio que es un pequeño tesoro para ella.
Por fin abro el primer cajón y me encuentro con todo tipo de material de
oficina: bolígrafos, tijeras, clips y, por supuesto, cinta adhesiva.
Justo antes de cerrar el cajón por completo, algo brillante llama mi atención.
Vuelvo a abrirlo y veo una estilográfica Montblanc guardada en un precioso
estuche. Acaricio con suavidad la tapa trasparente con los dedos. Es de color gris
claro, casi blanco, con algunos detalles en un gris más oscuro. No es tan bonita
como la estilográfica de platino que lleva habitualmente, pero ésta también es
elegante y sofisticada. Perfecta para Santana. Con la sonrisa en los labios y la cinta adhesiva en la mano, me dispongo a cerrar de nuevo el cajón cuando, otra vez, algo brillante llama mi atención, esta vez al fondo del compartimento. Me inclino curiosa. Sea lo que sea, también es plateado, pero el cajón es tan largo y está tan atrás que apenas puedo verlo. Meto la mano. Lo rozo con los dedos. Es metálico. Trato de tirar de él pero parece que se ha enganchado con algo. Me arrodillo junto al cajón para tener mejor acceso y tiro un poco más fuerte. Se oye algo también metálico ceder y al fin atrapo el objeto. Saco la mano y compruebo que es una pulsera de platino de mujer. No tiene ningún
adorno, únicamente un pequeño círculo con un diamante en el centro. No es simple. Es sobria y muy elegante.
Aunque es muy bonita y está perfectamente conservada, está claro que no es
nueva y ni siquiera hay rastro del estuche. Eso me hace torcer el gesto de inmediato. s como si alguien se la hubiera devuelto. No me gusta nada esa idea.
Oigo pasos acercándose. Observo un segundo más la pulsera y rápidamente
me la guardo en el bolsillo. Cierro el cajón de un golpe y me levanto como un
resorte. Estoy a unos pasos de la puerta cuando la señora Aldrin se acerca, a punto de entrar en la estancia.
—¿La ha encontrado? —inquiere con una sonrisa.
Su pregunta me deja en blanco y me pongo increíblemente nerviosa, hasta que
comprendo que se refiere a la cinta adhesiva.
—Sí —respondo monosilábica alzando el pequeño rollo entre mis dedos.
Asiente y su sonrisa se ensancha.
—Las crêpes están listas —añade dándose media vuelta y caminando de nuevo
hasta la inmensa cocina. Yo suspiro aliviada. Siempre que miento tengo la sensación de que se acaba de dibujar un neón en mi frente con la palabra mentirosa. Si hubiese sido espía, habría muerto en la primera misión.
Regreso a la biblioteca, arreglo el libro de mi madre y termino de vaciar la
caja. Poco después estoy de vuelta en la cocina. Me siento en uno de los taburetes y, aunque me esfuerzo en sonreír, no puedo dejar de pensar en la pulsera. Claramente es de mujer y claramente es muy cara. ¿Qué hacía en el cajón de Santana? Las crêpes están deliciosas, pero apenas pruebo bocado. La señora Aldrin me mira perspicaz y yo le echo la culpa al jet lag. Ella asiente y decide hacerme el favor de creerme. Finalmente pongo una tonta excusa y subo con el paso acelerado al dormitorio. Saco el iPhone y, aunque dudo, acabo llamando.
—¿Diga? —me responden al otro lado.
—¿Joe? —pregunto con el ceño fruncido.
Antes de escuchar su respuesta, me separo el teléfono de la oreja y miro la
pantalla. No me he equivocado de número. Estoy llamando a Sugar.
—Doce días en París y ya no me reconoces. ¡Qué deprimente! —se queja
divertido.
—¿Qué haces ahí? —demando contagiada de su humor—. ¿Estás cuidando a
Sugar?
—Es una pesadilla —protesta.
Inmediatamente oigo farfullar a Sugar sobre lo enferma que está, lo poco que
a él parece importarle y cuánta pulpa tiene su zumo de naranja. A lo que Joe
responde que le doblará los analgésicos en cuanto tenga ocasión.
Yo sonrío, casi río, mientras los oigo discutir.
—Lopez Pierce —me llama al fin.
—¿Sí, Berry?
Me alegra oírlo de buen humor después de lo que ha pasado.
—Esta noche ceno con mis padres en Glen Cove. He pensado que quizá te
apetecería venir.
—No puedo. Tengo cena con los Lopez.
—Eso suena divertido —responde socarrón.
Creo que mi tono de voz me ha delatado. No me apetece en absoluto cenar con
los Lopez, sobre todo con el padre de Santana.
—Será muy divertido —replico sin asomo de duda.
«Ahora sólo hace falta que te lo creas.»
Noto a Joe sonreír al otro lado, pero no hace más leña del árbol caído.
—Oye, idiota —sé de sobra que cada vez que me llama así es porque pretende
parecer desinteresado—, quería agradecerte…
—No tienes nada que agradecerme —lo interrumpo.
—¿Qué tienes que agradecerle? —oigo a Sugar de fondo.
—Nada que a ti te importe —le responde Joe.
Les oigo discutir e incluso forcejear, pero decido mantenerme al margen. Soy
como Suiza.
—¿Qué tiene que agradecerte el enfermero de la muerte? —pregunta
finalmente Sugar con la voz jadeante.
La batalla por el teléfono ha sido ardua.
Por un momento me quedo callada. El asunto de los Berry es algo que tiene
que contarle un Berry.
—Me ha pasado algo —contesto ignorando su pregunta.
Ella piensa en replicarme, pero mi frase la intriga.
—¿Qué ha ocurrido? —quiere saber curiosa.
Camino decidida hasta el vestidor antes de decir una palabra. Sé que es una
absoluta estupidez porque estoy sola y Santana tardará horas en llegar, pero no me siento cómoda hablando de lo que quiero hablar en un sitio donde puedan oírme.
—He encontrado una pulsera de mujer en el escritorio de Santana.
—Me llamas para presumir de regalos. Brittany Susan Pierce, eso no es de buen
gusto —se queja.
—No se trata de eso…
—Y estoy enferma —me interrumpe— y sin novio.
Trato de defenderme pero ni siquiera me escucha. Pongo los ojos en blanco
divertida y continúo escuchando su retahíla de protestas que acaba con un «y sin
sexo». Yo frunzo los labios. No sé hasta qué punto eso será verdad con su
enfermero de la muerte particular rondado por allí.
—Quieres callarte de una vez —le pido casi en un grito del que me arrepiento
inmediatamente. Esta conversación tiene que quedar catalogada como discreta, muy discreta —. No se trata de eso —continúo en voz baja—. La pulsera no es nueva. Sugar se queda callada al otro lado de la línea. Pasa tanto tiempo en silencio que por un momento creo que la llamada se ha cortado.
—Y si no es un regalo para ti, ¿de quién es?
—No lo sé —confieso y estoy comenzando a ponerme un poco nerviosa.
—¿Dónde la has encontrado?
—Atascada en el fondo de un cajón de su escritorio.
—¿Y cómo es?
Me asomo al dormitorio para asegurarme de que no hay nadie y me la saco del
bolsillo de los vaqueros. Vuelvo a observarla. Ahora sí que estoy verdaderamente
nerviosa.
—Creo que de platino. Muy elegante y muy sobria. No tiene ningún dibujo, ni
ningún adorno. Sólo un pequeño círculo con un diamante en el centro.
Con mis últimas palabras, a Sugar parece cortársele la respiración de pura
expectación.
—Es una pulsera de sumisa —me dice y suena casi emocionada.
—¿De qué estás hablando? —pregunto confusa—. Y deja de emocionarte con
la posibilidad de que mi esposa sea una multimillonaria dominante como en las
novelas románticas —me quejo de nuevo.
No la veo pero sé a ciencia cierta que acaba de hacerme un mohín.
—Te lo digo en serio. Lo vi en un documental de Discovery Channel.
Suspiro con fuerza. Tiene que ser una broma.
—¿Estás hablando de sumisa en plan sado? —pregunto llevándome el pulgar a
la boca y arañándome la uña suavemente con los dientes.
—En plan lo que tu dueña quiera —contesta con total convencimiento—. Si un
Hombre o una mujer te compra una pulsera de ésas y te la pones, le perteneces. No en plan metafórico, si no de verdad. Si le gusta el sado, a ti tendrá que gustarte el sado, y si lo que le pone es que se la chupes mientras recitas el juramento de la bandera en sueco, pues, chica, tendrás que apuntarte a una escuela de idiomas.
Yo sonrío por la explicación, pero no me está haciendo ninguna gracia. Si de
verdad es una pulsera de sumisa, ¿qué hace Santana con ella? ¿Y a quién pertenecía? Por Dios, ¿tenía una sumisa? ¿Quién era? Creo que me falta el aire.
Suspiro con fuerza y estallo en risas. Santana no ha tenido, ni tiene, ninguna
sumisa. Es ridículo.
—Tienes que dejar de ver Discovery Channel —me quejo dando por concluida
la conversación.
—Puede ser, pero el placer y el dolor son las dos caras de una misma moneda
—me advierte con total seguridad.
—Y también tienes que dejar de leer libros de novela romántica.
—Eso jamás —rechaza—. Christian Trevelyan Grey es mi único amor.
Lo dice tan convencida que vuelve a dejarme al borde de la risa y por un
momento consigo relajarme. Oigo de nuevo a Joe de fondo y me despido de ella
antes de que se pongan a discutir otra vez.
Contemplo una vez más la pulsera y descarto por completo la idea de que Santana tenga o haya tenido una sumida y me doy cuenta de que la única persona que puede aclararme a quién pertenece es ella. Asiento para reafirmar esta idea y la guardo en uno de los bolsos que acabo de colocar en el armario. Le preguntaré antes de ir a cenar a casa de sus padres. No es un tema que me apetezca tratar rodeada de Lopez.
Salgo del vestidor y termino de ordenar mis cosas. Tomo el delicioso
almuerzo que me prepara la señora Aldrin y, como no tengo nada que hacer, aunque me cuesta un mundo convencerla, consigo que me deje ayudarla a fregar los platos. Me cuenta más cosas de Santana y, cuando vuelve a mencionarme que el ratatouille es su plato favorito, le pido que me enseñe a cocinarlo. Es una mujer genial. A media tarde subo a prepararme para la cena. Me doy una nueva ducha, muy rápida, sin mojarme el pelo, lo justo para quitarme la pesadez de la mudanza de encima y, sobre un bonito conjunto de lencería azul marino, me pongo mi vestido skater del mismo color y lo adorno con un cinturón delgado rojo y unos bonitos salones rojos.
Me aliso el pelo y me lo recojo en una cola de caballo. Apenas me maquillo,
pero me pinto los labios con mi carmín rojo pin-up. Necesito usar todas las armas
de las que dispongo para hacer hablar a Santana.
Estoy retocándome el pintalabios con los dedos cuando oigo la puerta
principal. Santana ha llegado. Suspiro hondo y cierro el maquillaje. El pensar en la
pulsera y el estar a unas horas de la cena con los Lopez me pone demasiado
nerviosa. «Vamos, Pierce. Tú puedes.»
Sé que suena ridículo, pero todavía no me acostumbro a ser la señora Lopez Pierce. Me sonrío para darme valor y con cuidado abro la puerta del baño.
Recupero mi pequeño bolso rojo de la cama y me aseguro de que la pulsera
está dentro. Bajo las escaleras despacio, tratando de encontrar un poco de seguridad a cada paso.
Desde los primeros peldaños puedo ver a Santana en la barra de la cocina
sirviéndose un bourbon. Lleva los primeros botones de su impoluta camisa blanca desabrochados. Es obvio que no ha tenido un buen día.
Al darse cuenta de mi presencia, alza la cabeza despacio y su mirada se
encuentra con la mía. Está furiosa, enfadada, cansada. Una vez me pregunté cuánto pesa la corona. Cuando la veo así, y son demasiadas veces, me doy cuenta de que pesa muchísimo.
—Hola —lo saludo caminando hasta ella.
Santana no dice nada. Sin desatar nuestras miradas, se lleva el vaso de bourbon a los labios y da un trago. Su mirada brilla metálica, e intensa. ¿Qué habrá
pasado?
—Parece que no has tenido un buen día —comento colocando mis manos
sobre la encimera.
La elegante isla de la cocina nos separa.
Santana deja el vaso sobre el mármol y, sin mediar palabra, camina hasta mí,
sumerge su mano en mi pelo y me besa brusca, con fuerza. Yo suspiro contra sus
labios. La Leona se está despertando y está llamando voz en grito todo mi cuerpo.
—Nena —susurra y yo me derrito un poco más.
Mi sentido común está a punto de evaporarse. Maldita sea, esto se le da
demasiado bien.
—Santana —casi jadeo—. Santana —repito tratando de recordar lo que quiero decir —. Santana, tenemos que ir a cenar a casa de tus padres.
Me estrecha aún más contra su cuerpo. Me siento envuelta por sus brazos y no
puedo evitar gemir.
—No tenemos que ir a ninguna parte —me anuncia.
Suspiro. Me lo está poniendo muy complicado.
—Sí, sí que tenemos.
Sacando fuerzas no sé exactamente de dónde, consigo separarme de ella.
—Estás tratando de despistarme con el sexo —murmuro intentando que no sea
demasiado obvio hasta qué punto lo está consiguiendo.
Santana se humedece el labio inferior fugaz y alza la mano, la coloca en mi
cadera y tira de mí hasta que nuestros cuerpos chocan de nuevo.
—No —responde con total seguridad—. Ahora te estoy despistando con lo
bella que soy. Si te llevo a la cama, te follaré hasta que salga el sol y entonces te
habré despistado con el sexo.
Ahogo una risa nerviosa en un suspiro aún más nervioso. ¿Se puede ser más
descarada?
—Santana —digo, pero no tengo ni la más remota idea de cómo seguir.
Ahora mismo sólo puedo pensar en que quiere follarme hasta que salga el sol.
—¿Qué? —responde apremiante para no dejarme tiempo para pensar.
Está demasiado cerca y huele demasiado bien.
—Tenemos que ir a cenar —trato de convencerla y ni siquiera sé por qué lo
hago. Quiero que me folle sobre la carísima encimera de mármol italiano.
—Yo no tengo que ir a ningún sitio —sentencia—. Tengo mi cena justo
delante.
Me besa con fuerza y con un solo movimiento me sube a la encimera de la
cocina. Exactamente donde quería estar. Coloca sus manos en mis rodillas y, ávidas, recorren mis piernas, mis costados y mi cuello hasta hundirse en mi pelo y
estrecharme aún más contra ella.
Mi respiración se acelera cada vez más. Su boca experta y torturadora baja
besándome y mordiéndome en dirección a mi cuello. Enrolla mi coleta en su mano
y tira de ella para obligarme a levantar la cabeza y darle pleno acceso a mi piel.
Gimo. Es ella dueña de la perversión, el pecado y el placer más exquisitos del mundo.
—He encontrado una pulsera en tu escritorio —musito con los ojos cerrados, a
punto de derretirme.
Santana se detiene en seco. De pronto me siento igual de nerviosa que cuando la
encontré.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
estoy perdida y no quiero juzgar antes de saber, de quien es esa condenada pulsera y pq santana la conserva??????
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap,...
oh,.. oh!!!
eso justificara algo de los comportamientos de san,...
quiero ver que le contesta san??...
nos vemos!!!
oh,.. oh!!!
eso justificara algo de los comportamientos de san,...
quiero ver que le contesta san??...
nos vemos!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Micky Morales Hoy A Las 8:49 Am estoy perdida y no quiero juzgar antes de saber, de quien es esa condenada pulsera y pq santana la conserva?????? escribió:
OHHH!!!! no te va a gustar para nada la respuesta, pero aqui la dejo.
3:) Hoy A Las 12:50 Pm holap,... oh,.. oh!!! eso justificara algo de los comportamientos de san,... quiero ver que le contesta san??... nos vemos!!! escribió:
Y Aqui la respuesta...... y no les va a gustar la respuesta, como tampoco me gusto a mi. lo bueno es que el embarazo de Britt esta en el aire.
Aqui otro capitulo
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 9
El hecho de que no haya necesitado más datos para saber a qué pulsera me refiero me preocupa al instante.
—Fue por casualidad. Necesitaba cinta adhesiva y la señora Aldrin me dijo que podría encontrarla en tu mesa. Abrí el cajón y la vi.
Estoy dando tantas explicaciones porque no quiero que piense que estaba registrando sus cosas.
Santana se separa despacio. Su mirada ha cambiado por completo. Vuelve a estar enfadada, furiosa, pero, sobre todo, está en guardia, y eso me inquieta todavía más.
—¿De quién es la pulsera? —pregunto.
Santana se aleja unos pasos.
—No tiene ninguna importancia —comenta rodeando la isla de la cocina y recuperando su copa.
Yo suspiro y me bajo de la encimera. A pesar de llevar tacones, consigo conservar toda mi elegancia. Sugar estaría muy orgullosa de mí.
—Si no la tiene, cuéntamelo —contraataco.
—Britt, déjalo estar —me advierte.
Resoplo furiosa y me cruzo de brazos. No me puedo creer que vaya a tomar esa actitud una vez más.
—Cuéntamelo —le exijo.
Mi tono de voz hace que la mirada de Santana se recrudezca.
—No —replica sin más.
¡Esto es increíble! Independientemente de la importancia que tenga la pulsera o no, me merezco que alguna vez conteste a una mísera pregunta. Santana deja el vaso sobre la isla y separa su mano de él, poco a poco. Ese simple gesto hace que toda mi atención se centre en sus dedos, que van desde el cristal hasta sus labios en ese gesto reflexivo que adoro. Exhala todo el aire aún más lentamente
y yo continúo observándola, como si ese puñado de pequeños gestos me tuvieran hipnotizada.
Sin embargo, cuando da un paso hacia mí, todo mi cuerpo reacciona.
—No, Santana —le indico dando uno hacia atrás.
No pienso permitir que me toque.
—¿No, qué? —pregunta presuntuosa.
Odio que tenga tan claro que puede hacer conmigo lo que quiera. Puede que tenga razón, pero no tiene por qué vanagloriarse.
—No pienso dejar que te acerques si no me lo cuentas —murmuro tratando de sonar todo lo segura que soy capaz.
—¿Me estás chantajeando?
Me parece ver una incipiente y arrogante sonrisa asomando en sus labios y automáticamente recuerdo lo agotador que es discutir con la señorita irascible.
—He aprendido de la mejor —respondo sin amilanarme.
Su sonrisa se hace definitiva. Es media, dura y sexy. Se está divirtiendo.
—¿De quién es la pulsera? —pregunto de nuevo.
Cualquier rastro de que esto le estuviera haciendo la más mínima gracia desaparece.
—Britt, joder —se queja pasándose las manos por el pelo.
—Quiero saberlo —protesto exasperada.
Maldita sea. No estoy pidiendo tanto.
—Y yo no quiero contártelo —sentencia y su voz vuelve a estar bañada de ese tono de advertencia.
Estoy cansada de esto, de que ella decida qué puedo saber y qué no, de que su primera respuesta cada vez que hago una pregunta que tenga que ver con su trabajo o con su vida sea no, de que me haya puesto un guardaespaldas sin consultármelo,
de que trajera mis cosas, de que ni siquiera me dejara hacer mi maldita maleta para la luna de miel. Somos dos y ahora que vamos a ser tres necesito saber que ella y yo estamos al mismo nivel.
—Me voy a casa de tus padres —siseo furiosa.
No es mi lugar favorito en el mundo, pero no pienso quedarme aquí.
Considérala una declaración de principios, Lopez.
—Tú no vas a moverte de aquí —masculla.
Su rostro, toda su expresión corporal en realidad, me dicen que está a punto de estallar. Claramente me estoy jugando que me cargue sobre su hombro y me lleve a rastras a la habitación otra vez, pero no me importa.
—Te he dicho que me voy a cenar a casa de tus padres —repito.
—Y yo te he dicho que tengo mi cena delante.
—Ni se te ocurra.
La miro y tengo claro cuánto la odio ahora mismo. Sin embargo, no puedo evitar que todo mi cuerpo traidor se esté relamiendo, incluso llamándola, disfrutando de todo ese magnetismo que desprende cuando la pura arrogancia domina sus ojos oscuros.
—No entiendo por qué no puedes contármelo —me sincero—. Sólo estás consiguiendo que me sienta increíblemente mal.
—Te estás sintiendo así porque tú quieres. Ya te he explicado que no tiene ninguna importancia. Ni siquiera recordaba que estaba ahí.
A pesar de lo furiosa que estoy, soy capaz de comprender que eso tiene sentido. Estaba al fondo de un cajón, arrinconada. Si fuera algo importante para ella, la habría cuidado mejor.
—Es de Marisa, ¿verdad?
Necesito saberlo. Ya no puedo conformarme con verdades a medias. Santana no dice nada y yo lo interpreto como el cristalino sí que es.
—¿Se la compraste cuando estabais juntos y cuando rompisteis la tiraste en un cajón y no volviste a pensar en ella nunca más? ¿Así fue cómo pasó? —pregunto
con rabia.
—Si lo tienes tan claro —dice con la voz amenazadoramente suave—, no entiendo por qué tenemos que seguir hablando de esto.
Está a punto de estallar pero yo también, maldita sea. ¡Estoy cansada de darme siempre con la misma pared!
—Porque necesito que confíes en mí —replico absolutamente exasperada, casi desesperada.
¿Por qué no puede entenderlo?
—Confío en ti —sentencia, pero no usa un tono para nada amable. Está frustrada, furiosa.
Yo cabeceo y me muerdo el labio inferior con fuerza a la vez que clavo mi mirada en el suelo. No estoy pidiendo nada que no sea razonable. El problema aquí es que estoy hablando con una mujer que no lo es en absoluto.
Recupero mi bolso de la encimera y comienzo a andar hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —gruñe.
—A casa de tus padres —sentencio con la voz llena de rabia.
Camino hasta la puerta del salón y me asomo en busca de Finn. Obviamente no está y no sé cómo Santana lo localiza porque, siempre que lo ha necesitado,simplemente lo he visto a mi espalda, como si se comunicaran telepáticamente.
—Finn —lo llamo—. Finn —repito con un poco más de intensidad.
—No vas a ir —me advierte Santana.
Me giro en total pie de guerra. Ella no es nadie para decirme dónde puedo ir o no.
—Puedo ir adonde quiera —replico insolente.
—De eso nada —sisea.
Oigo un carraspeo a mi espalda y mentalmente sonrío victoriosa. Finn está aquí. Pero, antes de que pueda indicarle que deseo que me lleve a Glen Cove, Santana da un paso hacia mí y de inmediato capta la atención de su hombre para todo.
—No te necesitamos, Finn. Puedes retirarte.
¿Pero quién se ha creído que es?
—No, espera —lo llamo.
Finn se detiene confuso.
—Tienes razón, nena —me interrumpe de nuevo Santana con una media sonrisa.
En una discusión, esa sonrisa nunca esconde nada bueno—. Puedes tomarte el resto de la noche libre, Finn.
El chófer asiente y se retira. Yo me giro con la mirada entornada y fulmino a Santana con ella.
—Eres una gilipollas —mascullo.
Ella tuerce el gesto fingidamente ofendida. Parece que se lo he llamado tantas veces que ya no tiene ningún efecto en ella.
—Te odio, Santana —siseo.
Sin esperar respuesta por su parte, camino, casi corro, hasta el dormitorio. Soy plenamente consciente de que eso también se lo he dicho muchas veces, pero ahora mismo tengo tanta rabia dentro que no puedo pensar en otra cosa. Ya en la habitación, comienzo a dar vueltas como uno de esos ratoncitos encerrados en un laberinto. Sencillamente no puedo creerme cómo se ha comportado, aunque, por otra parte, tampoco sé de qué me sorprendo. Ha hecho
exactamente lo mismo de siempre. No me ha contado nada y encima se ha salido con la suya no yendo ni permitiéndome ir a casa de sus padres. Estoy segura de que vino de tal mal humor porque discutió con Leroy en la oficina.
Estoy a punto de rendirme pero entonces, por pura casualidad, recuerdo el ofrecimiento de Joe. Rápidamente saco mi móvil del bolso y con una sonrisilla marco su número. Por suerte aún no se ha marchado a Glen Cove y queda en recogerme en diez minutos.
Me retoco el pelo y el maquillaje, me aliso la falda y vuelvo al salón. No hay rastro de Santana. Imagino que estará en su estudio. Eso me facilita mucho las cosas. Prefiero estar a kilómetros de distancia de Chelsea cuando se dé cuenta de que me he ido. Si fuera posible, incluso en otro continente. Voy hasta la puerta principal y salgo de casa prácticamente de puntillas. Un par de minutos después, el viejo Camaro de Joe se detiene con suavidad junto a la
acera.—Pareces una niña buena, Lopez —comenta socarrón cuando entro en el coche. Le hago un mohín y cambio la canción que suena en la radio, lo que hace que inmediatamente me mire mal.
—Esta noche soy Pierce —replico malhumorada.
Comienza a sonar Dangerous,[12] de David Guetta y Sam Martin. Sonrío fugaz. ¡Qué canción más apropiada!
—No pienso preguntar —me anuncia otra vez burlón mientras se incorpora al tráfico.
Hemos avanzado un par de metros por la Tercera Avenida cuando nos detenemos en un semáforo. Yo continúo canturreando y pierdo mi vista en la ventanilla absolutamente a propósito. No quiero hablar de por qué estoy tan enfadada y ahora mismo no se me ocurre ningún otro tema de conversación.
—¿Vas a contarme ya por qué vas sola a casa de los Lopez? —pregunta Joe con la vista en el espejo retrovisor—. Porque, la estupidez que me has contado por teléfono de que Santana tenía trabajo, no se la cree nadie. Espero que me mire para resoplar.
—No quiero hablar de eso.
—Qué madura —replica.
—Eres un capullo —me quejo más divertida que enfadada—. Además, si quieres que hablemos, ¿por qué no lo hacemos de lo que quiera que esté pasando entre Sugar y tú?
Joe vuelve a mirar a la calzada ignorándome por completo. Frunzo los labios. Parece que las tornas acaban de cambiarse, Berry.
—El disco se ha puesto en verde —me informa.
Es la técnica de distracción más mala que he visto en mi vida, aunque, claro, yo estoy casada con una experta.
—Eres un cobarde —me burlo.
—Mira quién habla.
—Yo estoy casada con una loca controladora muy poco razonable —protesto—.
Mi vida es complicada.
—¿Te crees que la mía no? ¿Conoces a Sugar?
Lo miro boquiabierta. Ese «¿conoces a Sugar?» implica muchas cosas. Sin embargo, antes de que pueda preguntar nada, los dos rompemos a reír.
—¿Estáis juntos? —pregunto cuando nuestras carcajadas se calman.
—No —responde sin dudar girando por la 36 Este.
—¿Os habéis acostado? —inquiero cantarina a punto de dedicarle una canción de patio de colegio sobre que se besan y se dan la mano en el banco del recreo.
—No como tú crees.
¡¿Qué?!
Me está sorprendiendo de verdad en este viaje. Tengo los ojos como platos. Joe se gira y me mira de igual forma, burlándose claramente de mí.
—¿A qué te refieres? —pregunto más curiosa que en toda mi vida.
Ya me estoy imaginando todo tipo de cosas y todas de lo más truculentas. Joe no contesta y yo me paso el resto del viaje hasta Glen Cove tratando de convencerlo para que me lo explique; aun así, no suelta prenda. Olvidaba lo discreto que es sobre sus conquistas.
—No puedo creerme que no vayas a contármelo —me quejo.
Mentalmente me apunto llamar a Sugar en cuanto tenga la más mínima oportunidad y, por supuesto, hacerla sufrir físicamente como ella hizo conmigo cuando no le conté que Santana y yo habíamos vuelto.
—¿Y tú vas a contarme por qué te has peleado con la gran Gatsby?
Sonrío porque le haya llamado precisamente así, pero no me llega a los ojos.
—Tiene una primera edición —comento.
—No me extraña —replica.
A veces tengo la sensación de que hay cosas de Santana que son increíblemente obvias para todo el mundo menos para mí.
Atravesamos la majestuosa cancela de hierro forjado y tomamos el camino de piedra hasta la mansión de los Lopez.
—Encontré una pulsera en su escritorio —me sincero mirando cómo mis dedos juguetean nerviosos con la correa de mi bolso—. Era de Marisa. Se la regaló cuando estaban juntas y ella se la devolvió cuando rompieron. ¿Debería preocuparme?
Joe frunce el ceño a la vez que detiene su Camaro frente a las puertas color crema del garaje.
—¿La guardaba como un tesoro?
—No. —Niego con la cabeza como si negará también la posibilidad—. La tenía tirada en el fondo de un cajón, incluso estaba enganchada con algo.
—Entonces no le des importancia, Pierce, es obvio que ella no se la está dando.
—Supongo que tienes razón —musito.
—Es que soy un chico muy listo —replica con la clara intención de hacerme sonreír y yo no puedo evitar hacerlo.
Me bajo del coche y observo cómo Joe se aleja por el camino de gravilla. Sola, a punto de enfrentarme a una cena con los Lopez, me pregunto si no estaré exagerando un poco con todo esto y venir aquí ha sido una verdadera estupidez.
Cabeceo con fuerza y cuadro los hombros. «Lo estás haciendo para defender una idea, Pierce. Tienes que echarle valor. No va a ser tan complicado.» Estoy a punto de girar sobre mis pasos para dirigirme a la entrada principal cuando un ruido que llega desde la enorme cancela me distrae. Prácticamente un segundo después el BMW de Santana aparece atravesando el camino de gravilla a toda
velocidad. Se detiene frente a mí y baja del coche como un resorte. Nunca la había visto tan enfadada, ni siquiera la noche que se presentó en la pequeña cafetería después de mi viaje en metro.
Trago saliva y me preparo mentalmente como si fuera a combatir en la guerra de los cien años.
«Con Santana es básicamente lo mismo.»
—¿Qué coño haces aquí, Britt? —ruge.
Cierra de un portazo y camina hasta colocarse frente a mí. Los primeros botones desabrochados de su camisa me distraen. Aún lleva la chaqueta. Apuesto a que salió disparada en cuanto descubrió que me había marchado y ni siquiera recordó cogerla.
—Te dije que iba a venir a cenar a casa de tus padres.
—¿Cómo has llegado? —inquiere impasible.
—No es asunto tuyo —replico impertinente en parte para mantenerme sublevada y en parte porque tengo la sensación de que la respuesta no va a hacerle ninguna gracia.
—Britt, contéstame.
No grita. Tampoco lo necesita. Su mirada ahora mismo parece fabricada de hielo oscuro y rabia apenas contenida.
—Me ha traído Joe. Ha venido a Glen Cove a ver a sus padres.
Santana ahoga una sonrisa nerviosa en un bufido. Está al límite. Pierde su vista en el camino y se pasa las manos por el pelo. Descubro sus ojos ascuros llenos de una arrogancia cristalina cuando vuelven a posarse en los míos al tiempo que se
recoloca los puños de la camisa. Con ese gesto tan tan Santana ha vuelto Santana Lopez, directora ejecutiva, y un frío glacial me recorre la columna.
—Espero que lo pases verdaderamente bien en la cena —sentencia. Sin esperar respuesta por mi parte, comienza a andar tomando el camino que bordea la casa. Yo le sigo a una distancia prudencial. De pronto estar aquí ya no me parece tan buena idea.
Cruzamos la inmensa puerta principal y una de las chicas del servicio se acerca a nosotros para recibirnos. Frunzo el ceño automáticamente. Nunca me había visto sorprendida por tanto protocolo en esta casa; de hecho, eso es una de las cosas que
me gusta de los Lopez, la normalidad que se respira aquí.
La chica coge mi abrigo con una sonrisa y nos guía a través del vestíbulo hasta un inmenso salón. Santana permanece impasible, pero yo soy plenamente consciente de lo furiosa que está.
La estancia está llena de personas que no reconozco. Pensé que había venido a una cena familiar y ahora me doy cuenta de que más bien es una especie de recepción. Miro mi vestido a la vez que me muerdo el labio inferior. Ni siquiera creo que vaya adecuadamente vestida para un acto así. Sospecho que podría encontrarme con un senador o el gobernador del estado en cualquier momento.
Santana camina decidida hasta la barra instalada al fondo del lujoso salón y pide una copa. Con su primer trago de bourbon, nuestras miradas se encuentran por encima del cristal de su vaso, pero el contacto apenas dura un segundo. Está malhumorada y arisca y eso me indigna todavía más. Soy yo la que tiene todo el
derecho del mundo a estar enfadada.
Tenía muy claro por qué había decidido venir, pero ahora mismo sólo quiero irme a casa.
Se oyen pasos que provienen de un pasillo al fondo de la sala y unos segundos después unas risas francas y sinceras se abren paso a través del ambiente y la suave música italiana que suena de fondo. El señor Lopez sale acompañado de un hombre mayor con el pelo frondoso y gris al que he visto alguna vez en las oficinas. Creo que es uno de los directores de departamento del Lopez Group. Estoy tratando de recordar de cuál cuando veo unos
altísimos Louboutin caminar tras ellos. Lleva un precioso vestido negro y su interminable melena rubia recogida en un moño alto decorado con un único alfiler de platino y diamantes.
Marisa Borow está aquí. Instintivamente llevo mis ojos de nuevo hacia Santana y nuestras miradas se encuentran de inmediato. Sabe perfectamente que la he visto. Malhumorada, alza
con discreción su copa y con ese simple gesto me está diciendo que ella tenía razón en no querer que viniésemos y que yo soy una cría; pero, aunque intentase protegerme, debió explicarme sus motivos.
Decido que no quiero pasarme toda la cena aguantando las miraditas que ella le echa ni lo furiosa que ella está conmigo cuando creo que ni siquiera me lo merezco.
Quizá fui muy egoísta pidiéndole a Joe que me trajera, pero Joe no es Marisa. Él jamás se ha interpuesto en nuestra relación mintiéndome ni sigue merodeándome con una clara y única intención. De forma involuntaria me convierto en espectadora de cómo ella la observa totalmente ensimismada, acelerando la despedida con el hombre de pelo plateado sólo para poder correr al lado de Santana.
Ya he tenido suficiente.
Giro sobre mis talones y salgo a la terraza. Con un poco de suerte tendrá acceso al jardín y podré llegar a la enorme cancela. Desde allí llamaré a un taxi. Me niego a pasar un solo minuto más aquí.
Estoy buscando el móvil a la vez que trato de averiguar cómo llegar al jardín cuando oigo un par de pasos detenerse a mi espalda.
—¿Tienes algo que decirme? —pregunta.
Su voz suena endurecida, llena de la calma que precede a la tormenta. Yo ni siquiera me doy la vuelta. No quiero hablar con ella. Sólo me ha hecho entrar en la mansión para que me sintiera como ella se ha sentido al saber que me ha traído Joe y eso no es justo. Yo ya he tenido que enfrentarme demasiadas veces a
la idea de que ella pase tiempo con esa arpía.
—¿Algo como qué? —planteo impertinente.
—Qué tal «lo siento» —replica presuntuosa.
Me giro hecha una verdadera furia. ¿Cómo puede atreverse a decir algo así?
—¿Y por qué tendría que disculparme? —contesto con la voz entrecortada por la rabia.
Es una gilipollas.
—Yo quería evitarte esto, pero tú te has comportado como una maldita cría, otra vez, y has hecho que el imbécil de Berry te trajera hasta aquí. —Su mandíbula se tensa con sus últimas palabras, como si el simple hecho de imaginarme en un coche con Joe le enfureciese.
—¿Por qué no pudiste explicármelo, Santana?
—Porque a veces, sencillamente, tienes que confiar en mí —ruge.
Sonrío nerviosa y fugaz a la vez que cabeceo. Que ella hable de confianza es el maldito colmo de todos los colmos.
—Quiero irme a casa —gruño malhumorada.
—Pues, ¿sabes?, creo que yo quiero quedarme un poco más —replica odiosa
—. Si me lo pides por favor, quizá me lo piense.
Resoplo. Está siendo una capullo insoportable y yo una estúpida por no darme cuenta de que nunca va a cambiar. No quiere cambiar.
—Por mí, perfecto. Vuelve dentro y deja que esa zorra te coma con los ojos — casi grito.
Creo que no había estado tan furiosa en toda mi vida. Al fin diviso la escalera y camino hacia ella todo lo de prisa que mis tacones me permiten. Estoy a punto de pisar el primer escalón cuando Santana me toma por el brazo y me obliga a girarme sin ninguna delicadeza.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —farfulla furiosa pero también sorprendida.
Le sorprende lo malhumorada y arisca que estoy siendo. Está acostumbrado a que dé mucho antes mi brazo a torcer.
«¿Y la culpa de quién es?»
—Tienes que dejar de tratarme como si fuera tu muñequita. —Estallo—. Yo también cuento y puedo tomar mis propias decisiones, y necesito saber que tú puedes ceder y que no todo será un ordeno y mando. Santana me mira con el ceño fruncido. No le culpo. Todo este discurso no tiene ningún sentido si no le cuento lo del bebé.
—Contigo nunca es un ordeno y mando —masculla arisca y exasperada—. Tú nunca obedeces, joder.
Ahora sí que he tenido suficiente.
—Eres una capullo —siseo.
—Puede ser, pero eso no contesta mi pregunta —replica con su metálica mirada clavada en la mía—. ¿Qué te pasa? —repite despacio, amenazadoramente suave. —No me pasa nada.
—Britt, contéstame.
Me siento intimidada, furiosa, sobrepasada. Todo lo que Santana me hace sentir más todo lo que me hace sentir cuando discutimos multiplicado por mil.
—¡Contéstame!
—¡Estoy embarazada!
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
No lo dejes ahí sube otro ya plisss
Heya Morrivera********- - Mensajes : 633
Fecha de inscripción : 07/05/2014
Edad : 35
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap...
no me jodas,.. no lo podes haber cortado ahí,..
no contesta pero da indicios de "amo" que tiene!!
a ver como reacciona san ahora que todo esta a flor de piel!!!
nos vemos!!
no me jodas,.. no lo podes haber cortado ahí,..
no contesta pero da indicios de "amo" que tiene!!
a ver como reacciona san ahora que todo esta a flor de piel!!!
nos vemos!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
no noooo noooo no pdes dejarlo ahi, solo tu tendras la culpa si me da un accidente cerebro-vascular!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Heya Morrivera Ayer A Las 9:25 Pm No lo dejes ahí sube otro ya plisss escribió:
Lo siento, no habia subido mas nada por que no tenia listo nada mas,, lo que tenia adelantado ya lo subi, pero ya subo algo.
3:) Ayer A Las 9:59 Pm holap... no me jodas,.. no lo podes haber cortado ahí,.. no contesta pero da indicios de "amo" que tiene!! a ver como reacciona san ahora que todo esta a flor de piel!!! nos vemos!! escribió:
Hola, sinceramente lo siento, pero ahi se supone que debia quedar, yo tambien estoy picada, esto es una montaña rusa.
Micky Morales Hoy A Las 12:32 Pm no noooo noooo no pdes dejarlo ahi, solo tu tendras la culpa si me da un accidente cerebro-vascular!!!!! escribió:
Jajajajaj, ok culpable, pero recuerda, yo sufri uno primero jajjaj. Aqui ya otro cap.
Bueno ya me disculpe pero las habia preparado, aqui continuamos con actualización. Solo les pido que me tengan paciencia, por que actualizar me toma tiempo y yo estoy en sus lugares, pero tengo que revisar bien no saben como duelen los ojos con un error en la adaptacion cuando paso por alto cosas, y hasta pena da.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Aqui un capitulo largo pero bueno........... mañana actualizo.
--------------------------------------------------------------------------------------
Su mirada cambia por completo una decena de veces en un solo segundo. Hay tantas emociones en sus ojos oscuros que es imposible distinguir una sola. Yo me arrepiento de haberlo dicho justo ahora y de haberlo dicho justo así.
Su reacción me da demasiado miedo, así que sin esperarla llego al fin a las escaleras y las bajo todo lo de prisa que soy capaz. Comienza a sonar Emozioni,[13] de Lucio Battisti. Gracias a Leroy Berry podría reconocerla en cualquier parte.
Atravieso el cuidado césped. Santana sigue en la terraza de pie, inmóvil. Sé que estoy siendo muy injusta. Sé que no puedo soltarle algo así de esta manera y pretender que tenga la reacción perfecta. Pero estoy demasiado asustada de que no
sea lo que quiere, de que me culpe a mí, de que nos distancie.
Los ojos se me llenan de lágrimas que no me permito llorar. La música suena con más fuerza. Noto una mano tomar mi muñeca. Mi respiración se acelera de inmediato. Me gira. Sus manos toman mi cara y su preciosa sonrisa es lo último que veo antes de cerrar los ojos y disfrutar de su beso.
—Britt —susurra y apoya suavemente su frente en la mía.
Nuestras respiraciones están perfectamente aceleradas. Sonrío como una idiota y ella imita mi gesto.
—Lo siento —musito—. Siento habértelo dicho así.
—No te disculpes, no me gusta, y mucho menos si lo haces por haberme dicho que estás embarazada.
Al escuchar esa palabra, las dos volvemos a sonreír.
—Todo va a salir bien. Te lo prometo, nena.
Me estrecha contra sus brazos y me levanta, obligándome a rodear su cintura con mis piernas.
—Vámonos a casa —susurra sin perder esa maravillosa sonrisa. Es preciosa y sincera. Es la mejor sonrisa del mundo.
Yo asiento encantada. No se me ocurre nada mejor.
Santana me deja con cuidado en el suelo y me guía por el inmenso jardín hasta que regresamos al garaje. No nos hemos despedido de nadie en la mansión, pero no seré yo quien le pida que volvamos.
Nos alejamos de Glen Cove y Nueva York comienza a dibujarse en el horizonte mientras suena música de Bob Dylan.
Llegamos a Chelsea en poco más de una hora. Santana me toma de la mano y me lleva por el entramado de pasillos hasta el sofisticado salón. Apenas he dado unos pasos por el impoluto parqué cuando Santana vuelve a tirar de mi mano y me estrecha
otra vez contra su cuerpo. Me besa con fuerza y yo me derrito literalmente.
—¿Y qué hay del sexo? —pregunta sin dejar de besarme.
—¿Qué quieres decir? —inquiero a mi vez divertida.
Santana no me contesta. Su boca desciende por mi mandíbula y me araña
suavemente. Yo gimo bajito y ella sonríe satisfecha contra mi piel. Continúa bajando. Su cálido aliento se impregna en mi cuello y me enciende aún más. Ladeo la cabeza y me agradece las facilidades con un mordisco que en seguida consuela con su hábil
lengua. Estoy en el paraíso.
—Por ejemplo, ahora no sé si puedo hacerte lo que quiero hacerte —susurra dejando que sus labios acaricien el lóbulo de mi oreja.
Se yergue hasta que sus espectaculares ojos se posan en los míos. Son los ojos más increíbles que he visto en mi vida.
—¿Y qué es lo que quieres hacerme? —musito absolutamente hechizada por su mirada.
—Quiero follarte hasta que te cueste trabajo respirar, Britt.
Su voz es salvaje, sensual y me atrapa sin remedio, sin dejarme
ninguna escapatoria. Quiero decir algo pero mi voz sencillamente se ha evaporado. Alza su mano y la ancla en mi cadera. Observa cómo sus dedos se aferran posesivos a mi piel por encima del vestido. Suspiro tratando de controlar mi propio cuerpo y ella sonríe sexy, absolutamente encantada de cómo me está dominando entera necesitando sólo que sus dedos rocen ese punto estratégico de mi
cuerpo. Voluntaria o involuntariamente, me muerdo el labio inferior. Santana se inclina sobre mí, dejando que sienta todo el calor que emana de ella. Estrecha aún más nuestros cuerpos sin apartar su mirada de la mía, sin separar sus dedos de mi cadera, demostrándome una vez más quién tiene el control aquí. Centra su atención en mis labios y yo me relamo hambrienta. Quiero que me bese, la deseo más que nada. Pero en el último segundo vuelve a sonreírme, desliza su mano por mi cuerpo hasta alcanzar la mía y tira de mí obligándome a caminar.
Nos deja caer sobre la cama sin dejar de besarnos y lentamente sumerge su mano bajo mi vestido. Me acaricia. Me hace sentir la piel encendida donde ella la toca.
Gimo contra sus labios y Santana me besa con fuerza, dominando mi boca, mi lengua.
Le desabrocho la camisa ansiosa. Santana se pone de rodillas y despacio se deshace de ella. Sabe perfectamente lo que está haciendo, lo que está provocando en mí, y no parece tener ningún remordimiento. Balanceo las caderas anhelante y me
agarro el bajo del vestido con las dos manos. Soy presa de un deseo infinito que ella se ha encargado de hacer más loco y temerario hasta conseguir que no pueda pensar
en nada más. Coloca sus manos sobre las mías y lentamente me obliga a subirlas, arrastrando mi vestido con ellas.
Cuando mis bragas quedan al descubierto, Santana se detiene y, aún más despacio, recorre con su índice el borde de la prenda.
—Santana —gimo.
No puedo más.
—Me gusta torturarte —comenta sensual, arrogante —. Saber que te mueres por lo que sólo yo puedo darte.
Sus dedos acarician mi pelvis por encima de la tela.
Comienzo a jadear suavemente.
—Sólo yo, Britt.
Santana desliza su mano y me acaricia hábil justo en el centro de mi sexo. Yo gimo con fuerza y todo mi cuerpo se arquea.
Vuelve a subir su mano y, como un acto reflejo, mi respiración vuelve a acelerarse.
—¿Qué quieres?
—A ti —respondo sin dudar.
Sonríe. Es la respuesta que quería oír. Se inclina sobre mí y besa mis pechos por encima del vestido. Los impregna de su cálido aliento y el calor traspasa la tela y hace que mis pezones ardan.
Gimo de nuevo tratando de controlarme.
Juega con los dos. Humedece la tela con su boca y mi pezón se endurece y yergue aún más. Lo toma entre sus dientes y tira.
Gimo más fuerte. Estoy cerca de correrme y apenas me ha tocado.
Santana repite sus movimientos. Siento calor. Mucho calor.
Sin pedirme permiso, mi libido toma el control y mis caderas se alzan buscando las suyas. Su poderosa humedad choca contra la tela húmeda de mis bragas y una ola de placer atraviesa mi cuerpo.
Sí, joder, sí. Quiero más. Vuelvo a subirlas buscando más fricción. Alargo el movimiento.
Santana me muerde de nuevo.
Todo me da vueltas.
Voy a hacerlo por tercera vez, pero Santana se adelanta y me embiste, dejándome clavada en el colchón.
—Dios —gimo, casi grito.
—¿Ansiosa? —pregunta presuntuosa.
Sus ojos oscuros me dominan desde arriba mientras sus caderas comienzan a moverse en delirantes círculos sin separarse un solo centímetro de mí. Echo la cabeza hacia atrás sin poder dejar de gemir absolutamente desbordada.
Todo mi cuerpo se tensa. Estoy a punto de correrme.
Santana se deshace de mis bragas de un acertado tirón.
Grito.
—Santana —gimo llena de un placer indomable.
¡Es increíble!
Mi cuerpo sobreestimulado pasa al siguiente nivel y se acopla al suyo, como si la necesitara para respirar.
Me besa con fuerza, salvaje. Rodeo sus caderas con mis piernas, dejándola llegar todo lo lejos que quiera.
Me embiste profunda, indomable, rindiéndolo todo a su paso.
Grito aún más fuerte.
Mi cuerpo se arquea contra el suyo.
Me aferro a sus hombros y vuelvo a dejar caer la cabeza a la vez que cierro los ojos absolutamente consumida de placer.
Grito. Gimo. No controlo mi respiración ni mi cuerpo. Todo está lleno de placer y le pertenece a ella.
Se inclina de nuevo sobre mí. Me da un mordisco en el cuello. Vuelvo a gritar y, cuando el dolor está a punto de pesar más que el intenso placer, Santana se separa y lame mi piel con veneración.
—Aún quiero más de ti —susurra impasible e increíblemente sensual, como la diosa del sexo que es.
Me gira entre sus manos y sus labios recorren toda mi columna hasta llegar a mi nuca.
—Hasta que no puedas respirar, nena —me recuerda sexy y arrogante. Una combinación demasiado irresistible.
Se yergue a mi espalda y me penetra con fuerza.
El placer crece. Mi cuerpo se hace aún más adicto al suyo, al placer que me provoca.
Grito.
Mis rodillas se rinden y me desplomo sobre la cama. Santana se acomoda sobre mí y continúa bombeando en mi interior mientras yo me consumo lentamente en el placer más intenso que he conocido en mi vida. Me besa la nuca, el cuello.
Estoy muy cerca.
¡Dios, es maravilloso!
Sonríe contra mi piel, desliza su mano entre el colchón y mi cuerpo y me acaricia el clítoris sólo una vez, fugaz, consiguiendo que todo mi cuerpo se revolucione a punto de estallar.
—¡Santaanaa! —grito.
Vuelve a sonreír. Me embiste más fuerte. Alarga su caricia.
Mi cuerpo se agita bajo el suyo. El placer lo domina todo. Crece. Me arrolla. Lleva otra vez su mano hasta el vértice de mis muslos y me acaricia rápido, deslizando sus dedos por todo mi sexo.
Tira de mi clítoris. Me embiste.
No puedo más.
—¡Santana!
Y con su nombre en mis labios alcanzo el clímax sintiendo sus caderas chocar con fuerza contra mi trasero y sus dedos mágicos
deslizarse, volverme loca llenándome de un placer salvaje mientras ella también se corre y nuestros orgasmos se entremezclan hasta formar uno solo.
Uau.
Tengo mucha sed. Mmm… tengo mucha sed pero no quiero abrir los ojos. Intento volver a quedarme dormida pero todo en lo que puedo pensar es en un vaso de agua fría, una botella de San Pellegrino sin gas con centenares de gotitas de
condensación decorando el cristal. Sonrío de pura felicidad. Agua. Agua. Agua… Resoplo malhumorada y finalmente abro los ojos. Todavía es de noche.
Ahora me gustaría tener ocho años de nuevo y la botellita de agua de La Cenicienta que mi padre siempre dejaba en mi mesita. Me encantaba esa botellita; en un lado salía la Cenicienta y en el otro, el Príncipe. Los dos vestidos como en el baile. Me parecían muy enamorados. «Estuviste condenada desde el principio.»
Me deslizo bajo el brazo de Santana, que descansa posesiva en mi cadera, y salgo de la cama. Cuando nuestros cuerpos se separan definitivamente, se vuelve y suspira. No sé por qué, me encanta verla dormir. Creo que es porque tengo muy pocas oportunidades de hacerlo o quizá porque sé cuánto necesita descansar.
Suspiro bajito, feliz de que ningún problema me ronde la mente. Rescato la camisa de Santana del suelo, me la pongo y voy hasta la cocina. Por un momento me siento como en nuestra luna de miel en París. En la nevera obtengo mi recompensa y vuelvo de prisa al dormitorio. Al volver a meterme en la cama, Santana suspira una vez más y tira de mí hasta acomodarme contra su cuerpo.
—¿Dónde estabas? —pregunta adormilada.
—Tenía sed —respondo hundiendo la cara en su cuello y aspirando su delicioso aroma.
Santana coloca sus manos en mis caderas y las desliza bajo su camisa hasta llegar a la parte baja de mi espalda.
Yo cierro los ojos y sonrío dejándome envolver por su caricia, pero, aunque lo intento, ya no consigo volver a quedarme dormida.
Abro los ojos. La noche cerrada va abriéndose despacio a mi alrededor, transformándose en una suave luz grisácea. Todo está tranquilo, en calma. Me pregunto cómo será cuando llegue el bebé. Algo me dice que debería apreciar estos momentos de absoluta quietud. Sonrío como una idiota y ruedo a mi lado de la
cama. Santana reacciona inmediatamente y se gira hasta quedar de lado para acurrucarme de nuevo contra ella.
—¿Adónde crees que vas? —pregunta con la voz ronca por el sueño. Su mano vuelve a deslizarse por mi cuerpo hasta entrelazarse con la mía, que descansa en el colchón.
Abre los ojos y sinceramente creo que voy a desmayarme. Bajo esta luz, lucen oscurecidos pero al mismo tiempo increíblemente brillantes, como si fueran dos faros guiando a esta idiota enamorada al único lugar donde quiere ir.
—¿No piensas volver a dormirte?
Niego con la cabeza.
—Prefiero imaginar cómo será nuestro bebé —respondo.
Sonríe.
—¿Crees que tendrá tu carácter... —hago una pausa absolutamente a propósito
—... complicada?
Santana pone los ojos en blanco fingidamente exasperada y, antes de que pueda huir, me da un pellizco en la cadera del que me quejo sin poder parar de reír.
—Eres insufrible.
—Espero que nuestra hija también lo sea. Quiero verte pasarlo realmente mal —la amenazo divertida.
Santana asiente discreta con la mirada clavada en el techo mientras se humedece fugaz el labio inferior y, tras apenas un segundo, tomándome por sorpresa de nuevo, se abalanza sobre mí. Me pellizca otra vez la cadera y comienza a hacerme
cosquillas. Yo gimoteo entre risas pidiéndole que me suelte, pero no tiene piedad.
—Será un niño —comenta del todo convencida mientras observa cómo mis carcajadas se calman.
Sonrío con suavidad y alzo la mano para apartar el flequillo que le cae desordenado y sexy sobre la frente.
—¿Y por qué no una niña? —pregunto muy resuelta.
—Porque no quiero tener que pasarme media vida pegándole palizas a críos de quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno…
Mi sonrisa se transforma en risa. Lo tiene clarísimo.
—¿Cuándo piensas dejarle tener su primer novio? —la interrumpo.
Santana frunce los labios sopesando mis palabras y finalmente la arrogancia inunda sus ojos.
—Nunca —responde sin más—. No pienso dejar que ningún desgraciado tenga la suerte de ponerle las manos encima a mi pequeña.
Yo la miro boquiabierta y completamente escandalizada.
—¿Sabes? Mi padre estaría muy de acuerdo con esa afirmación —comento insolente.
Sonríe presuntuosa.
—Y tendría razón —replica justo antes de dejarse caer sobre mí y besarme como sólo ella sabe hacerlo.
No volvemos a dormirnos. Nos pasamos las horas riendo, charlando y enredándonos la una en la otra. A las siete, Santana no me da opción y nos lleva a la ducha. No me resisto mucho y, como no podía ser de otra manera, lo paso realmente bien.
Santana recibe una llamada y sale del baño con la toalla y el pelo aún húmedo. Mis ojos la siguen hambrientos. Creo que ninguna mujer sobre la faz de la tierra podría no hacerlo.
Tras repetirme más o menos una docena de veces que no puedo convertirme en una adicta al sexo, me quedo en el baño embadurnándome de crema hidratante mientras canto a pleno pulmón el This is how we do,[14] de Katy Perry.
Cuando regreso a la habitación, Santana ya no está. Una lástima. Fingidamente resignada, camino hasta el vestidor y, tarareando todavía la canción, busco qué ponerme. Me decanto por un vestido rojo con pequeños estampados blancos. Lo
combino con mis botas preferidas y me recojo el pelo en una cómoda cola de caballo.
Antes de bajar, me maquillo un poco, algo muy suave, y salgo de la habitación en dirección a las escaleras. Estoy tan concentrada alisando la falda de mi vestido que no me doy cuenta de que Santana está a unos metros de mí hasta que en mi campo
de visión aparecen unos impecables zapatos negros. Creí que ya se había marchado a trabajar.
Alzo la cabeza con la sonrisa preparada, pero sin remedio se ensancha cuando veo lo increíble que está con un traje de corte italiano negro, una impoluta camisa
blanca.
—Buenos días, señora Lopez —me saluda socarróna.
—Buenos días, señora Lopez —le respondo aún con la sonrisa en los labios—. Pensé que ya estarías en la oficina.
—Hoy me he cogido la mañana libre.
La miro con los ojos como platos. La señorita irascible no va a ir al trabajo un lunes. Santana interpreta en seguida mi sorpresa y me dedica una media sonrisa de lo más sexy.
—Y tú también —me anuncia.
Frunzo los labios. No puedo faltar. Ya me estoy tomando con demasiado relax mi vuelta al trabajo.
—Tengo que ir a trabajar —replico.
—Tengo otros planes para ti.
Entreabro los labios confusa. ¿A qué se refiere? Sin embargo, antes de que pueda llegar a alguna conclusión, mi imaginación comienza a volar libre pensando que quiere tenerme toda la mañana en su cama. La verdad es que es un gran plan.
—¿Quieres que nos quedemos aquí? —pregunto tratando de no sonar demasiado esperanzada.
La sonrisa de Santana se hace más peligrosa. De un paso cubre la distancia que nos separa, coloca su mano en mi cadera y me lleva contra la pared, aprisionándome entre ella y su cuerpo.
—Estaría metida contigo en esa cama hasta que se acabara el mundo —susurra contra mis labios—, pero tenemos cosas que hacer. Me besa con fuerza una sola vez y clava sus ojos en los míos esperando a que le dé alguna señal de que le he entendido. Yo reúno las pocas neuronas que no están suspirando por ella y asiento algo conmocionada. No es culpa mía. Está
demasiado cerca y con ese único beso ha encendido mi adicto cuerpo. Santana se separa despacio, me toma de la mano y me lleva hasta el salón. Le es muy sencillo. Después de ese beso podría acompañarlo por un camino de brasas
ardientes mezcladas con cristales rotos si quisiese.
El delicioso desayuno sobre la isla de la cocina llama mi atención. De pronto me descubro hambrienta y, si la vista no me falla, son tortitas con bacón. Me siento en un taburete y Santana lo hace a mi lado. Ella no parece prestarle mucha atención a la comida y se concentra en leer el Times.
—¿Y qué es eso que tenemos que hacer? —pregunto partiendo un trozo de bacón y pinchándolo junto con un trozo de tortita.
Mmm. Está exactamente como prometía. El bacón, crujiente, y la tortita, esponjosa.
—Ir al médico. He concertado una cita con la mejor obstetra de toda la ciudad.
—¿Y vas a acompañarme? —pregunto con una indisimulable sonrisa. Di por hecho que Santana no iba a tener tiempo de acudir conmigo a las citas con el médico. Incluso estaba decidiendo quién me acompañaría a las clases de preparación para estar presente durante el parto. Rachel es responsable y podría
solucionar cualquier contratiempo, pero Sugar no tiene ningún sentido del ridículo ni de la propiedad privada y, en caso de que hubiera que robar drogas para calmarme el dolor, ella sería la indicada. Después está Joe. Él podría ligarse a la
enfermera, si fuese necesario, y eso le da muchos puntos.
—Claro que voy a acompañarte —responde como si fuera obvio, sacándome de mis reflexiones.
Sonrío y me termino mi desayuno más contenta que una niña la mañana de Navidad.
Finn nos lleva hasta el Hospital Universitario Presbiteriano. Es interesante cómo este centro ha ido convirtiéndose poco a poco en el más importante y respetable de la ciudad por encima de otros tan conocidos como el Monte Sinaí. Es un hospital moderno, funcional y con grandes profesionales. El centro de referencia
para las nuevas generaciones de empresarios de Nueva York.
Santana me guía a través del enorme vestíbulo y me pide que espere mientras ella se acerca al mostrador de recepción. La enfermera al otro lado le contesta su primera pregunta con total normalidad hasta que alza la vista, la ve y cae fulminada.
Una más en la larga lista de chicas que han entregado su ropa interior como ofrenda a Santana Lopez. Lo más curioso es que parece haber pulsado alguna especie de alarma
silenciosa y, en cuestión de segundos, otra enfermera se sienta junto a ella dispuesta a suspirar por cada palabra que Santana pronuncie. Finalmente, imagino que tras obtener la información que quería, regresa hasta mí y me toma de la mano de nuevo para llevarme hasta los ascensores. Subimos a la segunda planta y caminamos hacia el área de consultas. Una
enfermera sale a nuestro encuentro con una carpeta de plástico en las manos. Nos recibe con una sonrisa que se transforma en sonrisilla nerviosa cuando Santana asiente levemente a modo de saludo. Yo me contengo para no poner los ojos en blanco,
divertida. No puedo culparla. Está arrebatadora. Además, no sé si a la hora de la verdad ella tendrá la llave de las drogas. Prefiero no crearme enemigos por aquí.
—La doctora los atenderá en seguida —comenta acompañándonos hasta una puerta a unos pocos metros.
Entramos y nos sentamos frente a la mesa. La consulta es aséptica y funcional,como la de cualquier médico, pero a un lado hay un gran corcho con decenas de fotografías de bebés, algunos riendo, otros llorando, durmiendo... todos parecen inmensamente felices.
Automáticamente me imagino a nuestro bebé. Sé que es una estupidez porque apenas hace un par de días que he sido consciente de que existe, pero ya lo quiero
con todo mi corazón. Es un pedacito de Santana y de mí.
La puerta se abre robando toda mi atención. Una mujer afroamericana de unos treinta años entra con el paso decidido. Es muy alta y lleva el pelo recogido en un impecable y profesional moño.
—Buenos días, señoras Lopez —nos saluda tendiéndonos la mano, primero a mí y después a Santana—. Soy la doctora Jones.
Ambos le devolvemos el saludo y los tres tomamos asiento.
—Bueno, señora Lopez…
—Britt —la interrumpo con una sonrisa.
—Britt —rectifica devolviéndomela—, dígame cómo se encuentra.
—Bien, como siempre.Ella vuelve a sonreír.
—Sin duda ésa es la mejor señal.
Teclea algo en su ordenador y me hace un gesto para que la acompañe.
—Le realizaremos unas pruebas básicas —me anuncia.
Santana se levanta con la intención de acompañarme, pero la doctora la frena con la mirada.
—Señora Lopez, puede esperar aquí.
—Preferiría ir con ella —dice sin ninguna preocupación por sonar amable.
—Y yo preferiría no tener que recomendarles a otro colega para que lleve el embarazo de la señora Lopez.
La doctora sabe echarle valor. Acaba de convertirse en mi heroína. Santana la mira sopesando las opciones pero no parece enfadada. Sospecho que le ha gustado que la mujer que va a cuidar de la salud de su mujer y de su futuro hijo no se amilane.
—Tiene quince minutos —le advierte.
—Será más que suficiente.
Salimos de la consulta y atravesamos la puerta contigua. Por un momento tengo la tentación de preguntarle cómo ha consigo esa visible inmunidad a sus encantos, pero me contengo.
Una enfermera me saca sangre y la doctora me hace una exploración ginecológica y otro puñado de pruebas. Después respondo a una infinidad de preguntas sobre mis hábitos alimenticios, laborales y de vida en general.
De vuelta en la consulta, nos toca responder otra tanda de preguntas sobre antecedentes médicos familiares. La misma enfermera que me sacó sangre regresa
con los resultados de los análisis. La doctora los revisa y, tras unos minutos, por fin deja de apuntar y revisar papeles y se cruza de brazos sobre su escritorio.
—Britt está embarazada de dos semanas —nos anuncia.
Sonrío encantada. Eso significa que me quedé embarazada en nuestra luna de miel.
—En principio todo parece estar bien —continúa—, pero hay un par de cosas que me preocupan.
Trago saliva y mi expresión cambia por completo. Santana hace gala de todo su autocontrol pero, por la manera imperceptible en la que se tensan sus hombros, sé que esas palabras no le han gustado lo más mínimo.
—¿A qué se refiere, doctora Jones? —pregunta.
—Britt debe aprender a comer más y mejor. Sus hábitos alimenticios no son precisamente saludables. Necesita coger peso y mejorar sus índices de vitaminas, proteínas y hierro. Además, deberá prescindir por completo de la cafeína.
Santana aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea. Ahora mismo no está nada contenta.
—Pierda cuidado, doctora, comerá más y mejor —responde o más bien sentencia.
—Nada de hacer esfuerzos innecesarios —me advierte— y, sobre todo, nada de estrés, en ningún sentido.
Sonrío nerviosa. Mi vida es una montaña rusa emocional. No sé muy bien cómo voy a ser capaz de evitar las situaciones de estrés.
—Deben tomarse estas indicaciones muy en serio —afirma—. Su embarazo entra dentro de los que consideramos de riesgo, para su salud y la del bebé.
Siento cómo el color ha abandonado mis mejillas. ¿Mi bebé está en peligro?
La doctora parece darse cuenta al instante y sonríe profesional intentando tranquilizarme.
—Britt, no se preocupe más de lo necesario —se apresura a aclararme—. Coma mejor, gane peso y, sobre todo, olvide cualquier tipo de estrés. Todo irá bien.
Me sonríe de nuevo y yo me obligo a hacer lo mismo.
—En cuanto al trabajo, dado que es una labor básicamente de oficina, no es necesario que lo deje, pero recomendaría un cambio a media jornada. ¿Cree que su jefe lo vería factible?
Asiento nerviosa. A mi jefe la tiene delante con cara de pocos amigos.
—Imagino que no habrá ningún problema —respondo.
—Perfecto —dice levantándose. Santana y yo imitamos su gesto—. Evite las situaciones de estrés —me recuerda—. Debe estar tranquila y feliz. Tendrá un bebé precioso. —Involuntariamente pierdo mi vista de nuevo en el precioso mural de
fotografías—. Le recetaré un complejo vitamínico y volveré a verla dentro de dos semanas.
Nos despedimos de la doctora Jones y salimos de la consulta. El pasillo está desierto. Sólo se oyen algunas puertas abrirse o cerrarse y la goma de los zapatos de enfermera rechinar contra el impoluto suelo. Santana no dice nada. Me lleva de la mano con el paso firme y la vista al frente. De pronto me siento increíblemente culpable. Nunca he pensado que estuviera descuidando mi salud, pero, visto lo visto, tengo mucho que mejorar. Mientras esperamos el ascensor, puedo notar cómo cada vez le cuesta más
trabajo controlar lo inquieta que está.
Las puertas de acero se abren. Santana espera impaciente, aunque sin resultar maleducada, a que salgan un par de enfermeras y con una esqueta mirada me indica que pase delante.
En cuanto el ascensor comienza a bajar Santana se mueve ágil, me lleva contra la pared y me besa con fuerza al tiempo que sus manos vuelan por mi cuerpo, se anclan en mi trasero y me levanta. Sin dudarlo, rodeo su cintura con mis piernas y le devuelvo cada uno de sus besos.
Sin embargo, en seguida comprendo que no son besos llenos de deseo, lo están de rabia, de frustración, creo que incluso con algo de miedo. Santana se separa de mí y, al abrir los ojos, los suyos ya están esperándome.
Todas las emociones que adiviné con sus besos las veo ahora en el oscuro que esconde su mirada.
—Vas a comer mejor —me anuncia con tanta rotundidad que suena casi como una amenaza.
—Voy a comer mejor —respondo.
—Y vas a cuidarte.
—Voy a cuidarme.
Su mirada es dura, arrogante, pero puedo ver una punzada de temor en ella.
—Ya te dije una vez que no estoy dispuesta a volver a sentirme como lo hice cuando te vi tirada en el suelo de tu apartamento después de que ese malnacido te atacara. Que estés protegida y a salvo es innegociable. Pronuncia esas frases con una convicción infranqueable que aprieta mi estómago y tira de él. Intento hablar, decirle que no se preocupe, que me cuidaré y estaré bien, pero mis palabras están conmocionadas como yo y sólo soy capaz de
asentir nerviosa sin desatar nuestras miradas. Ahora mismo no podría amarla más. Santana me besa de nuevo acelerada, lleno de intensidad, y yo lo hago de la misma forma. Nos estamos diciendo sin palabras cuánto nos necesitamos, la diferencia, la suerte, el motor que somos para el otro, y no podríamos expresarlo
mejor. Santana toma mi labio inferior entre sus dientes y tira de él. Yo disfruto del dolor y del placer y vuelvo a acogerla encantada cuando decide besarme otra vez. Ni siquiera nos separamos cuando un estridente pitido nos anuncia que las puertas van a abrirse, pero al oír un carraspeo y una sonrisa indulgente y cómplice
no nos queda otro remedio. El ascensor se ha abierto y un par de médicos bien entrados en los cincuenta esperan al otro lado de las puertas. Yo noto cómo mis mejillas se tiñen de un rojo intenso mientras me oculto tras Santana, quien, haciendo
gala de todo su autocontrol y parte de su arrogancia, los saluda con un gesto de cabeza y nos guía fuera del ascensor.
Apenas hemos cruzado la puerta del salón de Chelsea cuando Santana recibe una llamada de la oficina y se va a su estudio. Yo, sin nada que hacer más que esperarla, decido salir a la terraza. Camino hasta la baranda de hierro negro y me cruzo de
brazos sobre ella. Nunca me canso de contemplar estas vistas.
Unos quince minutos después, oigo pasos lentos y cadenciosos acercarse a mí. Sonrío pero no me giro. Santana apoya sus brazos sobre la baranda a ambos lados de los míos y suavemente se inclina sobre mí. Hunde su nariz en mi pelo y me acaricia
con ella a la vez que gruñe satisfecha.
—Tengo que trabajar —comenta malhumorada.
Me giro entre sus brazos y rodeo su cuello con los míos.
—Es lo complicado de ser la dueña del mundo, Lopez —respondo socarrona
—, que tienes que ganártelo.
Tuerce el gesto y disimula una sonrisa.
—También tiene cosas buenas —replica.
—¿Como cuáles?
—Puedo obligar a chicas inocentes de Carolina del Sur a que se casen conmigo.
Entorno la mirada fingiéndome ofendidísima.
—No te preocupes. Tengo mucha práctica después de haber desenvuelto tantos regalitos llegados del cálido sur —sentencia tan presuntuosa como divertida.
Yo la miro boquiabierta y escandalizada, tratando de disimular que estoy al borde de la risa. ¡Se puede ser más cabronaza!
Santana sonríe encantanda consigo misma, me da un impresionante beso y sale de la terraza de lo más satisfecha.
—Comeremos juntas —me anuncia girándose y caminando unos pasos de espaldas antes de volver definitivamente a su estudio.
Yo suspiro con una tonta sonrisa en los labios. Es una sinvergüenza. En ese instante la señora Aldrin entra en la cocina. Ladeo la cabeza y la observo comenzar a sacar verduras del frigorífico y la tabla de cortar mientras canturrea algo en francés. Sonrío y con paso decidido me acerco hasta ella.
—Me gustaría ayudarla, señora Aldrin.
Ella me devuelve la sonrisa y me señala el taburete haciendo caso omiso de mi petición.
—Hablo en serio —repito sin rendirme.
Sin esperar respuesta, paso al otro lado de la barra de la cocina y me subo las mangas del vestido.
—Tal vez podría enseñarme a cocinar uno de esos platos franceses que saben de maravilla —comento con la misma cara que le ponía a Sam cuando quería que me dejara salir una hora antes del restaurante.
Ella me mira perspicaz. Creo que se está planteando seriamente darme con ese grueso trapo blanco en el trasero hasta echarme de la cocina.
—¿Qué tal ratatouille? —inquiero de nuevo.
Cojo las verduras y me las llevo hasta el fregadero. De reojo la observo sonreír. Finge no verme, pero soy plenamente consciente de que no pierde detalle de lo que hago.
—Es el plato favorito de Santana. Sería genial aprender a prepararlo. Finalmente la cocinera suspira exasperada. Igual que Sam. Acabo de salirme con la mía.
—Ma petite, será un placer enseñarla —responde armándose de paciencia—.Debe saber que soy muy exigente. Dans la cuisine, tout doit être fait comme il se
doit —sentencia sin asomo de duda.
Yo la miro con el ceño fruncido. No he entendido una sola palabra.
—En la cocina todo debe hacerse como debe hacerse —me aclara—, y ahora corte todas esas verduras.
Durante la hora siguiente me explica que este plato es más complicado que cortar verduras y colocarlas en un recipiente dentro de un horno. Hay que guisar el tomate a fuego lento y sellar todas las verduras en una sartén con aceite de oliva
virgen extra antes de hornearlas.
Estamos especiando el tomate cuando Finn aparece en busca de la señora Aldrin. La necesita para algo importante en el piso de abajo. La cocinera me da instrucciones muy precisas de cómo continuar y a regañadientes me deja al mando de la cocina.
Como estoy sola, decido poner un poco de música. No quiero molestar a Santana, así que prescindo del mando mágico y conecto mi iPod a los altavoces. A pesar de que tengo más de setecientas canciones, vuelvo a elegir Mi amor.[15] No me canso
de escucharla. La señora Aldrin aún no ha regresado, pero lo tengo todo bajo control. El ratatouille está en el horno y estoy aderezando unos lomos de salmón. Un almuerzo de lo más saludable.
Me acuclillo para comprobar la temperatura del horno y, al incorporarme, veo a Santana salir de su estudio y encaminarse hacia la cocina revisando su móvil. Me permito el lujo de contemplarla. Está concentrada en su Smartphone y en un
momento determinado se pasa la mano por el pelo hasta dejarla en su nuca en eso gesto reflexivo que adoro. Me pregunto si alguna vez me cansaré de mirarla.
—¿Nunca te cansas de escuchar esa canción? —me pregunta con una sonrisa, guardándose el móvil en el bolsillo y sentándose en el taburete frente a mí. Niego con la cabeza.
—Me recuerda nuestra luna de miel —le explico.
Su sonrisa se ensancha.
—Mmm... nuestra luna de miel. ¿Te gustó París? —pregunta presuntuosa.
Le hago un mohín que ella recibe con una sonrisa aún más arrogante. Mi opinión de París se limita a las increíbles vistas desde la suite del Shangri-La y a los maravillosos jardines del Trocadero. Ella se encargó de que fuera así. —Eso es lo que pasa cuando no dejas que tu mujer salga de la cama en doce días, que la vida se abre paso —comento socarrona dándole la vuelta al salmón.
De reojo le veo sonreír encantada.
—¿Se lo has contado a tu padre? —me pregunta.
Yo suspiro como respuesta. No se lo he contado y la verdad es que no tengo muy claro cómo va a tomárselo.
—Había pensando que podríamos ir a Santa Helena y pasar el fin de semana allí para que vea que soy la chica más feliz del mundo.
Santana sonríe.
—Si quieres que vea lo feliz que eres, deberías invitarlo a venir. Podrá ver dónde vives, dónde trabajas y que Nueva York no es la ciudad más peligrosa del mundo.
Ahora la que sonríe soy yo. Es una idea fantástica. Así mi padre podrá dejar de imaginar Manhattan como un escenario de una de las pelis de Mad Max.
—Pueden quedarse en la habitación de invitados —añade— o podemos reservarles una suite en algún hotel.
Evelyn se moriría de felicidad si la alojamos en una suite.
—¿El Carlyle? —pregunto pícara dándole una nueva vuelta al salmón.
Cuando alzo la mirada, la suya me está esperando para atraparla a la vez que me dedica una sonrisa dura pero muy sexy.
—El Carlyle es sólo para nosotros —me informa en un susurro ronco y sensual.
Sonrío nerviosa y Santana me libera de su hechizo. Ahora mismo sólo quiero reservar habitación en ese hotel para los tres próximos meses.
—¿Qué tal el Plaza? —propongo sin poder dejar de sonreír.
—¿El Hilton?
—¿El Four Seasons?
—¿Vamos a seguir hablando de hoteles? Porque me estoy calentando.
Yo sonrío de nuevo aún más nerviosa y me muerdo el labio inferior al tiempo que decido volver a prestarle toda mi atención a la comida, dando la conversación por acabada. Estoy peligrosamente cerca de decir en voz alta lo de los tres meses.
Santana me observa todavía con la media sonrisa en los labios. Sabe perfectamente en lo que estoy pensando. Abre la boca dispuesta a decir algo pero, antes de que pueda hacerlo, su iPhone vuelve a sonar. Pone los ojos en blanco y coge su teléfono malhumorada.
—Lopez… —responde levantándose de un salto. Me hace un gesto con la mano indicándome que no tardará y se dirige de nuevo a su estudio—. No, el dieciocho a una base imponible de tres… Quiero todo el papeleo de Fisher listo para esta tarde.
Como haya el más mínimo error, Stevenson me las va a pagar antes de que acabe el día. Yo frunzo los labios a la vez que agito la mano y observo al salmón que se dora en la sartén. La señorita irascible está en plena forma.
Santana regresa tras unos pocos minutos con el paso decidido y la expresión todavía más tensa. Dejo de salar el pescado al darme cuenta de que lleva puesta la chaqueta.
—Me voy a la oficina —me anuncia arisca.
No hay duda de que está enfadada, y mucho.
—¿No tienes tiempo para comer? El salmón sólo necesita un par de minutos más.
—No, no tengo tiempo para comer —replica acelerada con la voz endurecida.
Yo asiento y doy un paso atrás al tiempo que me concentro en cualquier otro punto de la cocina. Santana me observa pero yo me esfuerzo todo lo posible en ignorarla. Odio lo rápido que puede cambiar de humor. Finalmente le oigo resoplar y de dos zancadas se coloca frente a mí. Yo sigo sin mirarla. No puedo ser su daño colateral cada vez que esté enfadada. Santana me
sigue observando y yo sigo fingiendo que ni siquiera está en esta habitación, aunque obviar lo rápido que me late el corazón ahora mismo es mucho más complicado.
Santana se inclina sobre mí y me besa llena de intensidad. Lo hace sin tocarme con ninguna otra parte de su cuerpo. No quiere que nada me distraiga de su boca y lo ha conseguido, porque mi enfado se va diluyendo lentamente en sus labios.
Se separa de mí, su mirada atrapa de inmediato la mía y finalmente se marcha.
No ha dicho nada. Sabe que no necesitaba hacerlo. Su beso me ha calmado y me ha devuelto a su red.
A veces me asusta lo enamorada que estoy de ella.
Cuando recupero toda mi actividad cerebral, observo el salmón y no puedo evitar pensar que es una pena que se desperdicie. Por lo menos espero que Santana haga una pausa para almorzar, aunque sinceramente no lo creo. Me sirvo un plato de ratatouille y algo de pescado y guardo el resto con mimo en la nevera. La verdad es que ya no tengo hambre pero le prometí a Santana que me
cuidaría y comería y voy a cumplirlo.
Cojo una botellita de agua y mi plato y me voy a la sala de la televisión. Si voy a comer sola, por lo menos lo haré viendo la HBO.
Me lo estoy tomando con calma. Veo un par de capítulos de un par de series diferentes y un reportaje en las noticias sobre el nuevo espectáculo del Cirque du Soleil. Mañana anunciarán las fechas de su nueva gira en el New York Times.
Cuando termino, regreso a la cocina y friego mi plato. Me resulta muy extraño que la señora Aldrin no esté por aquí. Desde que Finn le pidió que bajase no he vuelto a verla.
Después de jugar, o más bien torturar, a Lucky, me doy cuenta de que no tengo nada que hacer. Decido ir a la revista. Aún puedo trabajar toda la tarde. Es cierto que el cierre del número se hizo mientras estaba en París y que ahora están las cosas
muy tranquilas, pero siempre puedo ir adelantando trabajo. No quiero quedarme aquí, aburriéndome, simplemente esperando a que Santana regrese. Antes de ponerme en marcha, llamo a Sugar. Quizá ya no sea tan contagiosa y pueda pasarme a verla camino del Lopez Group. Tengo muchas preguntas que hacerle.
Al segundo tono responden.
—¿Diga?
Me separo el teléfono de la oreja y miro la pantalla por si me he confundido al marcar. Tengo la sensación de que hago eso cada vez que llamo a Sugar.
—¿Quinn? —pregunto confusa—. ¿Qué haces ahí?
—Cuidando a Sugar —responde como si fuera obvio.
Enarco las cejas. En realidad no lo es. Ayer quien la cuidaba era Joe. Definitivamente necesito tener una charla con mi queridísima amiga y, a este ritmo, llevarme una libreta y tomar apuntes.
—¿Qué tal está? —pregunto cuando me recupero de la sorpresa.
—Durmiendo como un tronco —me anuncia. Aunque no la veo, sé que ha sonreído—. Casi no tiene ronchas ni tampoco fiebre. Creo que en un par de días estará completamente recuperada.
Me alegro.
—Dile que iré a verla en cuanto deje de ser contagiosa —le pido—. Ahora me marcho a la oficina. Ya no necesito el resto del día libre.
—No te molestes —comenta—. Antes de venir lo deje todo solucionado. Las cosas en este número están muy bien atadas.
—Claro —respondo algo contrariada.
Pongo los ojos en blanco. No quiero quedarme aquí y aburrirme como una ostra. Además, tengo la incómoda sensación de que detrás de las palabras de mi jefa están las que Santana habrá tenido con ella en cuanto ha puesto los pies en la oficina.
Habrá sido más que rotundo con que necesito descansar y cuidarme, trabajar poco y nada de estrés.
«Te esperan nueve meses de lo más interesantes.»
—Genial —añado desanimada.
—Hay un par de cosas que podrías hacer desde casa.
—Perfecto —me apresuro a aceptar.
Nuevamente sé que está sonriendo.
—Necesito que reúnas información para un artículo que quiero escribir y prepares los documentos de este mes para Administración. Entra en la intranet de la oficina a través de Internet. Sólo necesitas tu nombre y tu código de empleado. Te
mandaré un correo electrónico con todas las especificaciones.
—Lo estaré esperando —respondo.
No voy a salir de aquí, pero por lo menos tendré algo que hacer.
Me dispongo a colgar cuando me doy cuenta de que hay algo más que le quiero decir, aunque no sepa muy bien cómo.
—Quinn —la llamo con voz dudosa.
—¿Sí, Britt?
En su tono hay cierto toque divertido pero también algo condescendiente, como si supiera exactamente lo que pretendo preguntarle.
—¿Va todo bien?
Sabe que ahora no me refiero a la varicela de Sugar.
—Sí, va todo bien —responde sin asomo de duda.
—Perfecto —repito, pero no estoy nada convencida—. Esperaré tu correo. Nos despedimos y cuelgo. No puedo evitar suspirar hondo mientras observo mi iPhone. No sé que se traen entre manos esos tres. Sólo espero que ellos sí lo sepan. Decido montar mi campamento base en el precioso sofá del salón. Además,
Lucky ya se ha tumbado allí. No tengo muchas opciones.
La tarde pasa volando y antes de que me dé cuenta ya es hora de cenar. Santana aún no ha regresado. Pienso en llamarla, pero como siempre acabo desechando la idea. No quiero que piense que no comprendo la atención que debe dedicarle a la empresa.
Cumplo con mi palabra otra vez y, aunque sigo sin hambre y algo preocupada porque Santana no haya vuelto, hago un esfuerzo y me como el delicioso plato de pasta que me prepara la señora Aldrin. Por curiosidad le pregunto dónde ha estado toda la tarde, pero esquiva hábilmente mis preguntas. En esta casa parece que a
nadie le gusta hablar. A eso de la una, después de haberme quedado dos veces dormida en el cómodo sofá, me subo a la cama.
Me despierta la lluvia golpeando la ventana. Abro los ojos poco a poco y por un momento sólo contemplo las gotas de agua caer sobre el cristal. Suspiro bajito y sonrío como una idiota al sentir el brazo de Santana descansar sobre mi cintura. Llevo
mi mano sobre ella, pero inmediatamente frunzo el ceño al notar la tela de su camisa. Con cuidado de no despertarla, me giro y tuerzo los labios al comprobar que no se ha desvestido.
Miro el reloj. Son más de las cinco. ¿A qué hora ha llegado? Resoplo despacio. Necesita descansar y, lo poco que lo hace, debe hacerlo bien. Sopeso la posibilidad de desvestirla, pero probablemente lo despertaría y eso es lo último que quiero. Me
aseguro de que no tiene los zapatos puestos y que se ha desabrochado el cuello de la camisa y con cuidado la tapo con la colcha. Me acurruco junto a su pecho y ella, aún dormido, reacciona estrechándome contra su cuerpo. Está llena de calidez y el suave olor a lavanda me inunda. Cierro los ojos. No hay un lugar mejor en el mundo. Cuando vuelvo a abrirlos, ya es de día. Llueve aún con más fuerza. Santana no está en la cama. Miro desorientada a mi alrededor y la veo junto a la cómoda. Está abrochándose el reloj. Ya se ha duchado y está impecablemente vestida con un traje
gris, y una de sus preciosas camisas blancas.
Adormilada, trato de enfocar el reloj. Son poco más de las seis. Es tempranísimo.
—Santana —murmuro.
Mi voz suena ronca por el sueño.
Ella se gira y sonríe, probablemente por la cara de sueño y el pelo alborotado que debo de tener.
—Vuelve a la cama —le pido, aunque sé que es imposible. Ya se ha vestido para dominar el mundo. Está claro que se marchará a la oficina en un par de minutos.
—Desayuna conmigo —contraataca.
Yo la miro como si acabara de pedirme que descifrara la teoría de cuerdas al mismo tiempo que resuelvo la raíz cuadrada de una ecuación con quince incógnitas.
—Es tan temprano que mi estómago aún no se ha despertado.
Le quiero pero estoy muerta de sueño. Apenas son las seis. Me tumbo de nuevo en la cama y me acurruco sin dejar de mirarla.
La sonrisa de Santana se transforma en una maliciosa y, antes de que pueda hacer algo por evitarlo, me carga sobre su hombro sin ninguna piedad.
—¡Santana! —me quejo divertida.
—Resulta que me prometiste que ibas a comer más y mejor, y no sé si sabes que el desayuno es la comida más importante del día —replica bajando las escaleras sin ningún esfuerzo.
Al fin llegamos hasta la isla de la cocina y me sienta en uno de los taburetes.
—Ayer almorcé y cené comida muy saludable sin tu ayuda —comento muy digna, quitándome una goma del pelo de la muñeca y haciéndome una cola. Santana sonríe y se sienta a mi lado.
.
--------------------------------------------------------------------------------------
Capitulo 10
Su mirada cambia por completo una decena de veces en un solo segundo. Hay tantas emociones en sus ojos oscuros que es imposible distinguir una sola. Yo me arrepiento de haberlo dicho justo ahora y de haberlo dicho justo así.
Su reacción me da demasiado miedo, así que sin esperarla llego al fin a las escaleras y las bajo todo lo de prisa que soy capaz. Comienza a sonar Emozioni,[13] de Lucio Battisti. Gracias a Leroy Berry podría reconocerla en cualquier parte.
Atravieso el cuidado césped. Santana sigue en la terraza de pie, inmóvil. Sé que estoy siendo muy injusta. Sé que no puedo soltarle algo así de esta manera y pretender que tenga la reacción perfecta. Pero estoy demasiado asustada de que no
sea lo que quiere, de que me culpe a mí, de que nos distancie.
Los ojos se me llenan de lágrimas que no me permito llorar. La música suena con más fuerza. Noto una mano tomar mi muñeca. Mi respiración se acelera de inmediato. Me gira. Sus manos toman mi cara y su preciosa sonrisa es lo último que veo antes de cerrar los ojos y disfrutar de su beso.
—Britt —susurra y apoya suavemente su frente en la mía.
Nuestras respiraciones están perfectamente aceleradas. Sonrío como una idiota y ella imita mi gesto.
—Lo siento —musito—. Siento habértelo dicho así.
—No te disculpes, no me gusta, y mucho menos si lo haces por haberme dicho que estás embarazada.
Al escuchar esa palabra, las dos volvemos a sonreír.
—Todo va a salir bien. Te lo prometo, nena.
Me estrecha contra sus brazos y me levanta, obligándome a rodear su cintura con mis piernas.
—Vámonos a casa —susurra sin perder esa maravillosa sonrisa. Es preciosa y sincera. Es la mejor sonrisa del mundo.
Yo asiento encantada. No se me ocurre nada mejor.
Santana me deja con cuidado en el suelo y me guía por el inmenso jardín hasta que regresamos al garaje. No nos hemos despedido de nadie en la mansión, pero no seré yo quien le pida que volvamos.
Nos alejamos de Glen Cove y Nueva York comienza a dibujarse en el horizonte mientras suena música de Bob Dylan.
Llegamos a Chelsea en poco más de una hora. Santana me toma de la mano y me lleva por el entramado de pasillos hasta el sofisticado salón. Apenas he dado unos pasos por el impoluto parqué cuando Santana vuelve a tirar de mi mano y me estrecha
otra vez contra su cuerpo. Me besa con fuerza y yo me derrito literalmente.
—¿Y qué hay del sexo? —pregunta sin dejar de besarme.
—¿Qué quieres decir? —inquiero a mi vez divertida.
Santana no me contesta. Su boca desciende por mi mandíbula y me araña
suavemente. Yo gimo bajito y ella sonríe satisfecha contra mi piel. Continúa bajando. Su cálido aliento se impregna en mi cuello y me enciende aún más. Ladeo la cabeza y me agradece las facilidades con un mordisco que en seguida consuela con su hábil
lengua. Estoy en el paraíso.
—Por ejemplo, ahora no sé si puedo hacerte lo que quiero hacerte —susurra dejando que sus labios acaricien el lóbulo de mi oreja.
Se yergue hasta que sus espectaculares ojos se posan en los míos. Son los ojos más increíbles que he visto en mi vida.
—¿Y qué es lo que quieres hacerme? —musito absolutamente hechizada por su mirada.
—Quiero follarte hasta que te cueste trabajo respirar, Britt.
Su voz es salvaje, sensual y me atrapa sin remedio, sin dejarme
ninguna escapatoria. Quiero decir algo pero mi voz sencillamente se ha evaporado. Alza su mano y la ancla en mi cadera. Observa cómo sus dedos se aferran posesivos a mi piel por encima del vestido. Suspiro tratando de controlar mi propio cuerpo y ella sonríe sexy, absolutamente encantada de cómo me está dominando entera necesitando sólo que sus dedos rocen ese punto estratégico de mi
cuerpo. Voluntaria o involuntariamente, me muerdo el labio inferior. Santana se inclina sobre mí, dejando que sienta todo el calor que emana de ella. Estrecha aún más nuestros cuerpos sin apartar su mirada de la mía, sin separar sus dedos de mi cadera, demostrándome una vez más quién tiene el control aquí. Centra su atención en mis labios y yo me relamo hambrienta. Quiero que me bese, la deseo más que nada. Pero en el último segundo vuelve a sonreírme, desliza su mano por mi cuerpo hasta alcanzar la mía y tira de mí obligándome a caminar.
Nos deja caer sobre la cama sin dejar de besarnos y lentamente sumerge su mano bajo mi vestido. Me acaricia. Me hace sentir la piel encendida donde ella la toca.
Gimo contra sus labios y Santana me besa con fuerza, dominando mi boca, mi lengua.
Le desabrocho la camisa ansiosa. Santana se pone de rodillas y despacio se deshace de ella. Sabe perfectamente lo que está haciendo, lo que está provocando en mí, y no parece tener ningún remordimiento. Balanceo las caderas anhelante y me
agarro el bajo del vestido con las dos manos. Soy presa de un deseo infinito que ella se ha encargado de hacer más loco y temerario hasta conseguir que no pueda pensar
en nada más. Coloca sus manos sobre las mías y lentamente me obliga a subirlas, arrastrando mi vestido con ellas.
Cuando mis bragas quedan al descubierto, Santana se detiene y, aún más despacio, recorre con su índice el borde de la prenda.
—Santana —gimo.
No puedo más.
—Me gusta torturarte —comenta sensual, arrogante —. Saber que te mueres por lo que sólo yo puedo darte.
Sus dedos acarician mi pelvis por encima de la tela.
Comienzo a jadear suavemente.
—Sólo yo, Britt.
Santana desliza su mano y me acaricia hábil justo en el centro de mi sexo. Yo gimo con fuerza y todo mi cuerpo se arquea.
Vuelve a subir su mano y, como un acto reflejo, mi respiración vuelve a acelerarse.
—¿Qué quieres?
—A ti —respondo sin dudar.
Sonríe. Es la respuesta que quería oír. Se inclina sobre mí y besa mis pechos por encima del vestido. Los impregna de su cálido aliento y el calor traspasa la tela y hace que mis pezones ardan.
Gimo de nuevo tratando de controlarme.
Juega con los dos. Humedece la tela con su boca y mi pezón se endurece y yergue aún más. Lo toma entre sus dientes y tira.
Gimo más fuerte. Estoy cerca de correrme y apenas me ha tocado.
Santana repite sus movimientos. Siento calor. Mucho calor.
Sin pedirme permiso, mi libido toma el control y mis caderas se alzan buscando las suyas. Su poderosa humedad choca contra la tela húmeda de mis bragas y una ola de placer atraviesa mi cuerpo.
Sí, joder, sí. Quiero más. Vuelvo a subirlas buscando más fricción. Alargo el movimiento.
Santana me muerde de nuevo.
Todo me da vueltas.
Voy a hacerlo por tercera vez, pero Santana se adelanta y me embiste, dejándome clavada en el colchón.
—Dios —gimo, casi grito.
—¿Ansiosa? —pregunta presuntuosa.
Sus ojos oscuros me dominan desde arriba mientras sus caderas comienzan a moverse en delirantes círculos sin separarse un solo centímetro de mí. Echo la cabeza hacia atrás sin poder dejar de gemir absolutamente desbordada.
Todo mi cuerpo se tensa. Estoy a punto de correrme.
Santana se deshace de mis bragas de un acertado tirón.
Grito.
—Santana —gimo llena de un placer indomable.
¡Es increíble!
Mi cuerpo sobreestimulado pasa al siguiente nivel y se acopla al suyo, como si la necesitara para respirar.
Me besa con fuerza, salvaje. Rodeo sus caderas con mis piernas, dejándola llegar todo lo lejos que quiera.
Me embiste profunda, indomable, rindiéndolo todo a su paso.
Grito aún más fuerte.
Mi cuerpo se arquea contra el suyo.
Me aferro a sus hombros y vuelvo a dejar caer la cabeza a la vez que cierro los ojos absolutamente consumida de placer.
Grito. Gimo. No controlo mi respiración ni mi cuerpo. Todo está lleno de placer y le pertenece a ella.
Se inclina de nuevo sobre mí. Me da un mordisco en el cuello. Vuelvo a gritar y, cuando el dolor está a punto de pesar más que el intenso placer, Santana se separa y lame mi piel con veneración.
—Aún quiero más de ti —susurra impasible e increíblemente sensual, como la diosa del sexo que es.
Me gira entre sus manos y sus labios recorren toda mi columna hasta llegar a mi nuca.
—Hasta que no puedas respirar, nena —me recuerda sexy y arrogante. Una combinación demasiado irresistible.
Se yergue a mi espalda y me penetra con fuerza.
El placer crece. Mi cuerpo se hace aún más adicto al suyo, al placer que me provoca.
Grito.
Mis rodillas se rinden y me desplomo sobre la cama. Santana se acomoda sobre mí y continúa bombeando en mi interior mientras yo me consumo lentamente en el placer más intenso que he conocido en mi vida. Me besa la nuca, el cuello.
Estoy muy cerca.
¡Dios, es maravilloso!
Sonríe contra mi piel, desliza su mano entre el colchón y mi cuerpo y me acaricia el clítoris sólo una vez, fugaz, consiguiendo que todo mi cuerpo se revolucione a punto de estallar.
—¡Santaanaa! —grito.
Vuelve a sonreír. Me embiste más fuerte. Alarga su caricia.
Mi cuerpo se agita bajo el suyo. El placer lo domina todo. Crece. Me arrolla. Lleva otra vez su mano hasta el vértice de mis muslos y me acaricia rápido, deslizando sus dedos por todo mi sexo.
Tira de mi clítoris. Me embiste.
No puedo más.
—¡Santana!
Y con su nombre en mis labios alcanzo el clímax sintiendo sus caderas chocar con fuerza contra mi trasero y sus dedos mágicos
deslizarse, volverme loca llenándome de un placer salvaje mientras ella también se corre y nuestros orgasmos se entremezclan hasta formar uno solo.
Uau.
Tengo mucha sed. Mmm… tengo mucha sed pero no quiero abrir los ojos. Intento volver a quedarme dormida pero todo en lo que puedo pensar es en un vaso de agua fría, una botella de San Pellegrino sin gas con centenares de gotitas de
condensación decorando el cristal. Sonrío de pura felicidad. Agua. Agua. Agua… Resoplo malhumorada y finalmente abro los ojos. Todavía es de noche.
Ahora me gustaría tener ocho años de nuevo y la botellita de agua de La Cenicienta que mi padre siempre dejaba en mi mesita. Me encantaba esa botellita; en un lado salía la Cenicienta y en el otro, el Príncipe. Los dos vestidos como en el baile. Me parecían muy enamorados. «Estuviste condenada desde el principio.»
Me deslizo bajo el brazo de Santana, que descansa posesiva en mi cadera, y salgo de la cama. Cuando nuestros cuerpos se separan definitivamente, se vuelve y suspira. No sé por qué, me encanta verla dormir. Creo que es porque tengo muy pocas oportunidades de hacerlo o quizá porque sé cuánto necesita descansar.
Suspiro bajito, feliz de que ningún problema me ronde la mente. Rescato la camisa de Santana del suelo, me la pongo y voy hasta la cocina. Por un momento me siento como en nuestra luna de miel en París. En la nevera obtengo mi recompensa y vuelvo de prisa al dormitorio. Al volver a meterme en la cama, Santana suspira una vez más y tira de mí hasta acomodarme contra su cuerpo.
—¿Dónde estabas? —pregunta adormilada.
—Tenía sed —respondo hundiendo la cara en su cuello y aspirando su delicioso aroma.
Santana coloca sus manos en mis caderas y las desliza bajo su camisa hasta llegar a la parte baja de mi espalda.
Yo cierro los ojos y sonrío dejándome envolver por su caricia, pero, aunque lo intento, ya no consigo volver a quedarme dormida.
Abro los ojos. La noche cerrada va abriéndose despacio a mi alrededor, transformándose en una suave luz grisácea. Todo está tranquilo, en calma. Me pregunto cómo será cuando llegue el bebé. Algo me dice que debería apreciar estos momentos de absoluta quietud. Sonrío como una idiota y ruedo a mi lado de la
cama. Santana reacciona inmediatamente y se gira hasta quedar de lado para acurrucarme de nuevo contra ella.
—¿Adónde crees que vas? —pregunta con la voz ronca por el sueño. Su mano vuelve a deslizarse por mi cuerpo hasta entrelazarse con la mía, que descansa en el colchón.
Abre los ojos y sinceramente creo que voy a desmayarme. Bajo esta luz, lucen oscurecidos pero al mismo tiempo increíblemente brillantes, como si fueran dos faros guiando a esta idiota enamorada al único lugar donde quiere ir.
—¿No piensas volver a dormirte?
Niego con la cabeza.
—Prefiero imaginar cómo será nuestro bebé —respondo.
Sonríe.
—¿Crees que tendrá tu carácter... —hago una pausa absolutamente a propósito
—... complicada?
Santana pone los ojos en blanco fingidamente exasperada y, antes de que pueda huir, me da un pellizco en la cadera del que me quejo sin poder parar de reír.
—Eres insufrible.
—Espero que nuestra hija también lo sea. Quiero verte pasarlo realmente mal —la amenazo divertida.
Santana asiente discreta con la mirada clavada en el techo mientras se humedece fugaz el labio inferior y, tras apenas un segundo, tomándome por sorpresa de nuevo, se abalanza sobre mí. Me pellizca otra vez la cadera y comienza a hacerme
cosquillas. Yo gimoteo entre risas pidiéndole que me suelte, pero no tiene piedad.
—Será un niño —comenta del todo convencida mientras observa cómo mis carcajadas se calman.
Sonrío con suavidad y alzo la mano para apartar el flequillo que le cae desordenado y sexy sobre la frente.
—¿Y por qué no una niña? —pregunto muy resuelta.
—Porque no quiero tener que pasarme media vida pegándole palizas a críos de quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno…
Mi sonrisa se transforma en risa. Lo tiene clarísimo.
—¿Cuándo piensas dejarle tener su primer novio? —la interrumpo.
Santana frunce los labios sopesando mis palabras y finalmente la arrogancia inunda sus ojos.
—Nunca —responde sin más—. No pienso dejar que ningún desgraciado tenga la suerte de ponerle las manos encima a mi pequeña.
Yo la miro boquiabierta y completamente escandalizada.
—¿Sabes? Mi padre estaría muy de acuerdo con esa afirmación —comento insolente.
Sonríe presuntuosa.
—Y tendría razón —replica justo antes de dejarse caer sobre mí y besarme como sólo ella sabe hacerlo.
No volvemos a dormirnos. Nos pasamos las horas riendo, charlando y enredándonos la una en la otra. A las siete, Santana no me da opción y nos lleva a la ducha. No me resisto mucho y, como no podía ser de otra manera, lo paso realmente bien.
Santana recibe una llamada y sale del baño con la toalla y el pelo aún húmedo. Mis ojos la siguen hambrientos. Creo que ninguna mujer sobre la faz de la tierra podría no hacerlo.
Tras repetirme más o menos una docena de veces que no puedo convertirme en una adicta al sexo, me quedo en el baño embadurnándome de crema hidratante mientras canto a pleno pulmón el This is how we do,[14] de Katy Perry.
Cuando regreso a la habitación, Santana ya no está. Una lástima. Fingidamente resignada, camino hasta el vestidor y, tarareando todavía la canción, busco qué ponerme. Me decanto por un vestido rojo con pequeños estampados blancos. Lo
combino con mis botas preferidas y me recojo el pelo en una cómoda cola de caballo.
Antes de bajar, me maquillo un poco, algo muy suave, y salgo de la habitación en dirección a las escaleras. Estoy tan concentrada alisando la falda de mi vestido que no me doy cuenta de que Santana está a unos metros de mí hasta que en mi campo
de visión aparecen unos impecables zapatos negros. Creí que ya se había marchado a trabajar.
Alzo la cabeza con la sonrisa preparada, pero sin remedio se ensancha cuando veo lo increíble que está con un traje de corte italiano negro, una impoluta camisa
blanca.
—Buenos días, señora Lopez —me saluda socarróna.
—Buenos días, señora Lopez —le respondo aún con la sonrisa en los labios—. Pensé que ya estarías en la oficina.
—Hoy me he cogido la mañana libre.
La miro con los ojos como platos. La señorita irascible no va a ir al trabajo un lunes. Santana interpreta en seguida mi sorpresa y me dedica una media sonrisa de lo más sexy.
—Y tú también —me anuncia.
Frunzo los labios. No puedo faltar. Ya me estoy tomando con demasiado relax mi vuelta al trabajo.
—Tengo que ir a trabajar —replico.
—Tengo otros planes para ti.
Entreabro los labios confusa. ¿A qué se refiere? Sin embargo, antes de que pueda llegar a alguna conclusión, mi imaginación comienza a volar libre pensando que quiere tenerme toda la mañana en su cama. La verdad es que es un gran plan.
—¿Quieres que nos quedemos aquí? —pregunto tratando de no sonar demasiado esperanzada.
La sonrisa de Santana se hace más peligrosa. De un paso cubre la distancia que nos separa, coloca su mano en mi cadera y me lleva contra la pared, aprisionándome entre ella y su cuerpo.
—Estaría metida contigo en esa cama hasta que se acabara el mundo —susurra contra mis labios—, pero tenemos cosas que hacer. Me besa con fuerza una sola vez y clava sus ojos en los míos esperando a que le dé alguna señal de que le he entendido. Yo reúno las pocas neuronas que no están suspirando por ella y asiento algo conmocionada. No es culpa mía. Está
demasiado cerca y con ese único beso ha encendido mi adicto cuerpo. Santana se separa despacio, me toma de la mano y me lleva hasta el salón. Le es muy sencillo. Después de ese beso podría acompañarlo por un camino de brasas
ardientes mezcladas con cristales rotos si quisiese.
El delicioso desayuno sobre la isla de la cocina llama mi atención. De pronto me descubro hambrienta y, si la vista no me falla, son tortitas con bacón. Me siento en un taburete y Santana lo hace a mi lado. Ella no parece prestarle mucha atención a la comida y se concentra en leer el Times.
—¿Y qué es eso que tenemos que hacer? —pregunto partiendo un trozo de bacón y pinchándolo junto con un trozo de tortita.
Mmm. Está exactamente como prometía. El bacón, crujiente, y la tortita, esponjosa.
—Ir al médico. He concertado una cita con la mejor obstetra de toda la ciudad.
—¿Y vas a acompañarme? —pregunto con una indisimulable sonrisa. Di por hecho que Santana no iba a tener tiempo de acudir conmigo a las citas con el médico. Incluso estaba decidiendo quién me acompañaría a las clases de preparación para estar presente durante el parto. Rachel es responsable y podría
solucionar cualquier contratiempo, pero Sugar no tiene ningún sentido del ridículo ni de la propiedad privada y, en caso de que hubiera que robar drogas para calmarme el dolor, ella sería la indicada. Después está Joe. Él podría ligarse a la
enfermera, si fuese necesario, y eso le da muchos puntos.
—Claro que voy a acompañarte —responde como si fuera obvio, sacándome de mis reflexiones.
Sonrío y me termino mi desayuno más contenta que una niña la mañana de Navidad.
Finn nos lleva hasta el Hospital Universitario Presbiteriano. Es interesante cómo este centro ha ido convirtiéndose poco a poco en el más importante y respetable de la ciudad por encima de otros tan conocidos como el Monte Sinaí. Es un hospital moderno, funcional y con grandes profesionales. El centro de referencia
para las nuevas generaciones de empresarios de Nueva York.
Santana me guía a través del enorme vestíbulo y me pide que espere mientras ella se acerca al mostrador de recepción. La enfermera al otro lado le contesta su primera pregunta con total normalidad hasta que alza la vista, la ve y cae fulminada.
Una más en la larga lista de chicas que han entregado su ropa interior como ofrenda a Santana Lopez. Lo más curioso es que parece haber pulsado alguna especie de alarma
silenciosa y, en cuestión de segundos, otra enfermera se sienta junto a ella dispuesta a suspirar por cada palabra que Santana pronuncie. Finalmente, imagino que tras obtener la información que quería, regresa hasta mí y me toma de la mano de nuevo para llevarme hasta los ascensores. Subimos a la segunda planta y caminamos hacia el área de consultas. Una
enfermera sale a nuestro encuentro con una carpeta de plástico en las manos. Nos recibe con una sonrisa que se transforma en sonrisilla nerviosa cuando Santana asiente levemente a modo de saludo. Yo me contengo para no poner los ojos en blanco,
divertida. No puedo culparla. Está arrebatadora. Además, no sé si a la hora de la verdad ella tendrá la llave de las drogas. Prefiero no crearme enemigos por aquí.
—La doctora los atenderá en seguida —comenta acompañándonos hasta una puerta a unos pocos metros.
Entramos y nos sentamos frente a la mesa. La consulta es aséptica y funcional,como la de cualquier médico, pero a un lado hay un gran corcho con decenas de fotografías de bebés, algunos riendo, otros llorando, durmiendo... todos parecen inmensamente felices.
Automáticamente me imagino a nuestro bebé. Sé que es una estupidez porque apenas hace un par de días que he sido consciente de que existe, pero ya lo quiero
con todo mi corazón. Es un pedacito de Santana y de mí.
La puerta se abre robando toda mi atención. Una mujer afroamericana de unos treinta años entra con el paso decidido. Es muy alta y lleva el pelo recogido en un impecable y profesional moño.
—Buenos días, señoras Lopez —nos saluda tendiéndonos la mano, primero a mí y después a Santana—. Soy la doctora Jones.
Ambos le devolvemos el saludo y los tres tomamos asiento.
—Bueno, señora Lopez…
—Britt —la interrumpo con una sonrisa.
—Britt —rectifica devolviéndomela—, dígame cómo se encuentra.
—Bien, como siempre.Ella vuelve a sonreír.
—Sin duda ésa es la mejor señal.
Teclea algo en su ordenador y me hace un gesto para que la acompañe.
—Le realizaremos unas pruebas básicas —me anuncia.
Santana se levanta con la intención de acompañarme, pero la doctora la frena con la mirada.
—Señora Lopez, puede esperar aquí.
—Preferiría ir con ella —dice sin ninguna preocupación por sonar amable.
—Y yo preferiría no tener que recomendarles a otro colega para que lleve el embarazo de la señora Lopez.
La doctora sabe echarle valor. Acaba de convertirse en mi heroína. Santana la mira sopesando las opciones pero no parece enfadada. Sospecho que le ha gustado que la mujer que va a cuidar de la salud de su mujer y de su futuro hijo no se amilane.
—Tiene quince minutos —le advierte.
—Será más que suficiente.
Salimos de la consulta y atravesamos la puerta contigua. Por un momento tengo la tentación de preguntarle cómo ha consigo esa visible inmunidad a sus encantos, pero me contengo.
Una enfermera me saca sangre y la doctora me hace una exploración ginecológica y otro puñado de pruebas. Después respondo a una infinidad de preguntas sobre mis hábitos alimenticios, laborales y de vida en general.
De vuelta en la consulta, nos toca responder otra tanda de preguntas sobre antecedentes médicos familiares. La misma enfermera que me sacó sangre regresa
con los resultados de los análisis. La doctora los revisa y, tras unos minutos, por fin deja de apuntar y revisar papeles y se cruza de brazos sobre su escritorio.
—Britt está embarazada de dos semanas —nos anuncia.
Sonrío encantada. Eso significa que me quedé embarazada en nuestra luna de miel.
—En principio todo parece estar bien —continúa—, pero hay un par de cosas que me preocupan.
Trago saliva y mi expresión cambia por completo. Santana hace gala de todo su autocontrol pero, por la manera imperceptible en la que se tensan sus hombros, sé que esas palabras no le han gustado lo más mínimo.
—¿A qué se refiere, doctora Jones? —pregunta.
—Britt debe aprender a comer más y mejor. Sus hábitos alimenticios no son precisamente saludables. Necesita coger peso y mejorar sus índices de vitaminas, proteínas y hierro. Además, deberá prescindir por completo de la cafeína.
Santana aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea. Ahora mismo no está nada contenta.
—Pierda cuidado, doctora, comerá más y mejor —responde o más bien sentencia.
—Nada de hacer esfuerzos innecesarios —me advierte— y, sobre todo, nada de estrés, en ningún sentido.
Sonrío nerviosa. Mi vida es una montaña rusa emocional. No sé muy bien cómo voy a ser capaz de evitar las situaciones de estrés.
—Deben tomarse estas indicaciones muy en serio —afirma—. Su embarazo entra dentro de los que consideramos de riesgo, para su salud y la del bebé.
Siento cómo el color ha abandonado mis mejillas. ¿Mi bebé está en peligro?
La doctora parece darse cuenta al instante y sonríe profesional intentando tranquilizarme.
—Britt, no se preocupe más de lo necesario —se apresura a aclararme—. Coma mejor, gane peso y, sobre todo, olvide cualquier tipo de estrés. Todo irá bien.
Me sonríe de nuevo y yo me obligo a hacer lo mismo.
—En cuanto al trabajo, dado que es una labor básicamente de oficina, no es necesario que lo deje, pero recomendaría un cambio a media jornada. ¿Cree que su jefe lo vería factible?
Asiento nerviosa. A mi jefe la tiene delante con cara de pocos amigos.
—Imagino que no habrá ningún problema —respondo.
—Perfecto —dice levantándose. Santana y yo imitamos su gesto—. Evite las situaciones de estrés —me recuerda—. Debe estar tranquila y feliz. Tendrá un bebé precioso. —Involuntariamente pierdo mi vista de nuevo en el precioso mural de
fotografías—. Le recetaré un complejo vitamínico y volveré a verla dentro de dos semanas.
Nos despedimos de la doctora Jones y salimos de la consulta. El pasillo está desierto. Sólo se oyen algunas puertas abrirse o cerrarse y la goma de los zapatos de enfermera rechinar contra el impoluto suelo. Santana no dice nada. Me lleva de la mano con el paso firme y la vista al frente. De pronto me siento increíblemente culpable. Nunca he pensado que estuviera descuidando mi salud, pero, visto lo visto, tengo mucho que mejorar. Mientras esperamos el ascensor, puedo notar cómo cada vez le cuesta más
trabajo controlar lo inquieta que está.
Las puertas de acero se abren. Santana espera impaciente, aunque sin resultar maleducada, a que salgan un par de enfermeras y con una esqueta mirada me indica que pase delante.
En cuanto el ascensor comienza a bajar Santana se mueve ágil, me lleva contra la pared y me besa con fuerza al tiempo que sus manos vuelan por mi cuerpo, se anclan en mi trasero y me levanta. Sin dudarlo, rodeo su cintura con mis piernas y le devuelvo cada uno de sus besos.
Sin embargo, en seguida comprendo que no son besos llenos de deseo, lo están de rabia, de frustración, creo que incluso con algo de miedo. Santana se separa de mí y, al abrir los ojos, los suyos ya están esperándome.
Todas las emociones que adiviné con sus besos las veo ahora en el oscuro que esconde su mirada.
—Vas a comer mejor —me anuncia con tanta rotundidad que suena casi como una amenaza.
—Voy a comer mejor —respondo.
—Y vas a cuidarte.
—Voy a cuidarme.
Su mirada es dura, arrogante, pero puedo ver una punzada de temor en ella.
—Ya te dije una vez que no estoy dispuesta a volver a sentirme como lo hice cuando te vi tirada en el suelo de tu apartamento después de que ese malnacido te atacara. Que estés protegida y a salvo es innegociable. Pronuncia esas frases con una convicción infranqueable que aprieta mi estómago y tira de él. Intento hablar, decirle que no se preocupe, que me cuidaré y estaré bien, pero mis palabras están conmocionadas como yo y sólo soy capaz de
asentir nerviosa sin desatar nuestras miradas. Ahora mismo no podría amarla más. Santana me besa de nuevo acelerada, lleno de intensidad, y yo lo hago de la misma forma. Nos estamos diciendo sin palabras cuánto nos necesitamos, la diferencia, la suerte, el motor que somos para el otro, y no podríamos expresarlo
mejor. Santana toma mi labio inferior entre sus dientes y tira de él. Yo disfruto del dolor y del placer y vuelvo a acogerla encantada cuando decide besarme otra vez. Ni siquiera nos separamos cuando un estridente pitido nos anuncia que las puertas van a abrirse, pero al oír un carraspeo y una sonrisa indulgente y cómplice
no nos queda otro remedio. El ascensor se ha abierto y un par de médicos bien entrados en los cincuenta esperan al otro lado de las puertas. Yo noto cómo mis mejillas se tiñen de un rojo intenso mientras me oculto tras Santana, quien, haciendo
gala de todo su autocontrol y parte de su arrogancia, los saluda con un gesto de cabeza y nos guía fuera del ascensor.
Apenas hemos cruzado la puerta del salón de Chelsea cuando Santana recibe una llamada de la oficina y se va a su estudio. Yo, sin nada que hacer más que esperarla, decido salir a la terraza. Camino hasta la baranda de hierro negro y me cruzo de
brazos sobre ella. Nunca me canso de contemplar estas vistas.
Unos quince minutos después, oigo pasos lentos y cadenciosos acercarse a mí. Sonrío pero no me giro. Santana apoya sus brazos sobre la baranda a ambos lados de los míos y suavemente se inclina sobre mí. Hunde su nariz en mi pelo y me acaricia
con ella a la vez que gruñe satisfecha.
—Tengo que trabajar —comenta malhumorada.
Me giro entre sus brazos y rodeo su cuello con los míos.
—Es lo complicado de ser la dueña del mundo, Lopez —respondo socarrona
—, que tienes que ganártelo.
Tuerce el gesto y disimula una sonrisa.
—También tiene cosas buenas —replica.
—¿Como cuáles?
—Puedo obligar a chicas inocentes de Carolina del Sur a que se casen conmigo.
Entorno la mirada fingiéndome ofendidísima.
—No te preocupes. Tengo mucha práctica después de haber desenvuelto tantos regalitos llegados del cálido sur —sentencia tan presuntuosa como divertida.
Yo la miro boquiabierta y escandalizada, tratando de disimular que estoy al borde de la risa. ¡Se puede ser más cabronaza!
Santana sonríe encantanda consigo misma, me da un impresionante beso y sale de la terraza de lo más satisfecha.
—Comeremos juntas —me anuncia girándose y caminando unos pasos de espaldas antes de volver definitivamente a su estudio.
Yo suspiro con una tonta sonrisa en los labios. Es una sinvergüenza. En ese instante la señora Aldrin entra en la cocina. Ladeo la cabeza y la observo comenzar a sacar verduras del frigorífico y la tabla de cortar mientras canturrea algo en francés. Sonrío y con paso decidido me acerco hasta ella.
—Me gustaría ayudarla, señora Aldrin.
Ella me devuelve la sonrisa y me señala el taburete haciendo caso omiso de mi petición.
—Hablo en serio —repito sin rendirme.
Sin esperar respuesta, paso al otro lado de la barra de la cocina y me subo las mangas del vestido.
—Tal vez podría enseñarme a cocinar uno de esos platos franceses que saben de maravilla —comento con la misma cara que le ponía a Sam cuando quería que me dejara salir una hora antes del restaurante.
Ella me mira perspicaz. Creo que se está planteando seriamente darme con ese grueso trapo blanco en el trasero hasta echarme de la cocina.
—¿Qué tal ratatouille? —inquiero de nuevo.
Cojo las verduras y me las llevo hasta el fregadero. De reojo la observo sonreír. Finge no verme, pero soy plenamente consciente de que no pierde detalle de lo que hago.
—Es el plato favorito de Santana. Sería genial aprender a prepararlo. Finalmente la cocinera suspira exasperada. Igual que Sam. Acabo de salirme con la mía.
—Ma petite, será un placer enseñarla —responde armándose de paciencia—.Debe saber que soy muy exigente. Dans la cuisine, tout doit être fait comme il se
doit —sentencia sin asomo de duda.
Yo la miro con el ceño fruncido. No he entendido una sola palabra.
—En la cocina todo debe hacerse como debe hacerse —me aclara—, y ahora corte todas esas verduras.
Durante la hora siguiente me explica que este plato es más complicado que cortar verduras y colocarlas en un recipiente dentro de un horno. Hay que guisar el tomate a fuego lento y sellar todas las verduras en una sartén con aceite de oliva
virgen extra antes de hornearlas.
Estamos especiando el tomate cuando Finn aparece en busca de la señora Aldrin. La necesita para algo importante en el piso de abajo. La cocinera me da instrucciones muy precisas de cómo continuar y a regañadientes me deja al mando de la cocina.
Como estoy sola, decido poner un poco de música. No quiero molestar a Santana, así que prescindo del mando mágico y conecto mi iPod a los altavoces. A pesar de que tengo más de setecientas canciones, vuelvo a elegir Mi amor.[15] No me canso
de escucharla. La señora Aldrin aún no ha regresado, pero lo tengo todo bajo control. El ratatouille está en el horno y estoy aderezando unos lomos de salmón. Un almuerzo de lo más saludable.
Me acuclillo para comprobar la temperatura del horno y, al incorporarme, veo a Santana salir de su estudio y encaminarse hacia la cocina revisando su móvil. Me permito el lujo de contemplarla. Está concentrada en su Smartphone y en un
momento determinado se pasa la mano por el pelo hasta dejarla en su nuca en eso gesto reflexivo que adoro. Me pregunto si alguna vez me cansaré de mirarla.
—¿Nunca te cansas de escuchar esa canción? —me pregunta con una sonrisa, guardándose el móvil en el bolsillo y sentándose en el taburete frente a mí. Niego con la cabeza.
—Me recuerda nuestra luna de miel —le explico.
Su sonrisa se ensancha.
—Mmm... nuestra luna de miel. ¿Te gustó París? —pregunta presuntuosa.
Le hago un mohín que ella recibe con una sonrisa aún más arrogante. Mi opinión de París se limita a las increíbles vistas desde la suite del Shangri-La y a los maravillosos jardines del Trocadero. Ella se encargó de que fuera así. —Eso es lo que pasa cuando no dejas que tu mujer salga de la cama en doce días, que la vida se abre paso —comento socarrona dándole la vuelta al salmón.
De reojo le veo sonreír encantada.
—¿Se lo has contado a tu padre? —me pregunta.
Yo suspiro como respuesta. No se lo he contado y la verdad es que no tengo muy claro cómo va a tomárselo.
—Había pensando que podríamos ir a Santa Helena y pasar el fin de semana allí para que vea que soy la chica más feliz del mundo.
Santana sonríe.
—Si quieres que vea lo feliz que eres, deberías invitarlo a venir. Podrá ver dónde vives, dónde trabajas y que Nueva York no es la ciudad más peligrosa del mundo.
Ahora la que sonríe soy yo. Es una idea fantástica. Así mi padre podrá dejar de imaginar Manhattan como un escenario de una de las pelis de Mad Max.
—Pueden quedarse en la habitación de invitados —añade— o podemos reservarles una suite en algún hotel.
Evelyn se moriría de felicidad si la alojamos en una suite.
—¿El Carlyle? —pregunto pícara dándole una nueva vuelta al salmón.
Cuando alzo la mirada, la suya me está esperando para atraparla a la vez que me dedica una sonrisa dura pero muy sexy.
—El Carlyle es sólo para nosotros —me informa en un susurro ronco y sensual.
Sonrío nerviosa y Santana me libera de su hechizo. Ahora mismo sólo quiero reservar habitación en ese hotel para los tres próximos meses.
—¿Qué tal el Plaza? —propongo sin poder dejar de sonreír.
—¿El Hilton?
—¿El Four Seasons?
—¿Vamos a seguir hablando de hoteles? Porque me estoy calentando.
Yo sonrío de nuevo aún más nerviosa y me muerdo el labio inferior al tiempo que decido volver a prestarle toda mi atención a la comida, dando la conversación por acabada. Estoy peligrosamente cerca de decir en voz alta lo de los tres meses.
Santana me observa todavía con la media sonrisa en los labios. Sabe perfectamente en lo que estoy pensando. Abre la boca dispuesta a decir algo pero, antes de que pueda hacerlo, su iPhone vuelve a sonar. Pone los ojos en blanco y coge su teléfono malhumorada.
—Lopez… —responde levantándose de un salto. Me hace un gesto con la mano indicándome que no tardará y se dirige de nuevo a su estudio—. No, el dieciocho a una base imponible de tres… Quiero todo el papeleo de Fisher listo para esta tarde.
Como haya el más mínimo error, Stevenson me las va a pagar antes de que acabe el día. Yo frunzo los labios a la vez que agito la mano y observo al salmón que se dora en la sartén. La señorita irascible está en plena forma.
Santana regresa tras unos pocos minutos con el paso decidido y la expresión todavía más tensa. Dejo de salar el pescado al darme cuenta de que lleva puesta la chaqueta.
—Me voy a la oficina —me anuncia arisca.
No hay duda de que está enfadada, y mucho.
—¿No tienes tiempo para comer? El salmón sólo necesita un par de minutos más.
—No, no tengo tiempo para comer —replica acelerada con la voz endurecida.
Yo asiento y doy un paso atrás al tiempo que me concentro en cualquier otro punto de la cocina. Santana me observa pero yo me esfuerzo todo lo posible en ignorarla. Odio lo rápido que puede cambiar de humor. Finalmente le oigo resoplar y de dos zancadas se coloca frente a mí. Yo sigo sin mirarla. No puedo ser su daño colateral cada vez que esté enfadada. Santana me
sigue observando y yo sigo fingiendo que ni siquiera está en esta habitación, aunque obviar lo rápido que me late el corazón ahora mismo es mucho más complicado.
Santana se inclina sobre mí y me besa llena de intensidad. Lo hace sin tocarme con ninguna otra parte de su cuerpo. No quiere que nada me distraiga de su boca y lo ha conseguido, porque mi enfado se va diluyendo lentamente en sus labios.
Se separa de mí, su mirada atrapa de inmediato la mía y finalmente se marcha.
No ha dicho nada. Sabe que no necesitaba hacerlo. Su beso me ha calmado y me ha devuelto a su red.
A veces me asusta lo enamorada que estoy de ella.
Cuando recupero toda mi actividad cerebral, observo el salmón y no puedo evitar pensar que es una pena que se desperdicie. Por lo menos espero que Santana haga una pausa para almorzar, aunque sinceramente no lo creo. Me sirvo un plato de ratatouille y algo de pescado y guardo el resto con mimo en la nevera. La verdad es que ya no tengo hambre pero le prometí a Santana que me
cuidaría y comería y voy a cumplirlo.
Cojo una botellita de agua y mi plato y me voy a la sala de la televisión. Si voy a comer sola, por lo menos lo haré viendo la HBO.
Me lo estoy tomando con calma. Veo un par de capítulos de un par de series diferentes y un reportaje en las noticias sobre el nuevo espectáculo del Cirque du Soleil. Mañana anunciarán las fechas de su nueva gira en el New York Times.
Cuando termino, regreso a la cocina y friego mi plato. Me resulta muy extraño que la señora Aldrin no esté por aquí. Desde que Finn le pidió que bajase no he vuelto a verla.
Después de jugar, o más bien torturar, a Lucky, me doy cuenta de que no tengo nada que hacer. Decido ir a la revista. Aún puedo trabajar toda la tarde. Es cierto que el cierre del número se hizo mientras estaba en París y que ahora están las cosas
muy tranquilas, pero siempre puedo ir adelantando trabajo. No quiero quedarme aquí, aburriéndome, simplemente esperando a que Santana regrese. Antes de ponerme en marcha, llamo a Sugar. Quizá ya no sea tan contagiosa y pueda pasarme a verla camino del Lopez Group. Tengo muchas preguntas que hacerle.
Al segundo tono responden.
—¿Diga?
Me separo el teléfono de la oreja y miro la pantalla por si me he confundido al marcar. Tengo la sensación de que hago eso cada vez que llamo a Sugar.
—¿Quinn? —pregunto confusa—. ¿Qué haces ahí?
—Cuidando a Sugar —responde como si fuera obvio.
Enarco las cejas. En realidad no lo es. Ayer quien la cuidaba era Joe. Definitivamente necesito tener una charla con mi queridísima amiga y, a este ritmo, llevarme una libreta y tomar apuntes.
—¿Qué tal está? —pregunto cuando me recupero de la sorpresa.
—Durmiendo como un tronco —me anuncia. Aunque no la veo, sé que ha sonreído—. Casi no tiene ronchas ni tampoco fiebre. Creo que en un par de días estará completamente recuperada.
Me alegro.
—Dile que iré a verla en cuanto deje de ser contagiosa —le pido—. Ahora me marcho a la oficina. Ya no necesito el resto del día libre.
—No te molestes —comenta—. Antes de venir lo deje todo solucionado. Las cosas en este número están muy bien atadas.
—Claro —respondo algo contrariada.
Pongo los ojos en blanco. No quiero quedarme aquí y aburrirme como una ostra. Además, tengo la incómoda sensación de que detrás de las palabras de mi jefa están las que Santana habrá tenido con ella en cuanto ha puesto los pies en la oficina.
Habrá sido más que rotundo con que necesito descansar y cuidarme, trabajar poco y nada de estrés.
«Te esperan nueve meses de lo más interesantes.»
—Genial —añado desanimada.
—Hay un par de cosas que podrías hacer desde casa.
—Perfecto —me apresuro a aceptar.
Nuevamente sé que está sonriendo.
—Necesito que reúnas información para un artículo que quiero escribir y prepares los documentos de este mes para Administración. Entra en la intranet de la oficina a través de Internet. Sólo necesitas tu nombre y tu código de empleado. Te
mandaré un correo electrónico con todas las especificaciones.
—Lo estaré esperando —respondo.
No voy a salir de aquí, pero por lo menos tendré algo que hacer.
Me dispongo a colgar cuando me doy cuenta de que hay algo más que le quiero decir, aunque no sepa muy bien cómo.
—Quinn —la llamo con voz dudosa.
—¿Sí, Britt?
En su tono hay cierto toque divertido pero también algo condescendiente, como si supiera exactamente lo que pretendo preguntarle.
—¿Va todo bien?
Sabe que ahora no me refiero a la varicela de Sugar.
—Sí, va todo bien —responde sin asomo de duda.
—Perfecto —repito, pero no estoy nada convencida—. Esperaré tu correo. Nos despedimos y cuelgo. No puedo evitar suspirar hondo mientras observo mi iPhone. No sé que se traen entre manos esos tres. Sólo espero que ellos sí lo sepan. Decido montar mi campamento base en el precioso sofá del salón. Además,
Lucky ya se ha tumbado allí. No tengo muchas opciones.
La tarde pasa volando y antes de que me dé cuenta ya es hora de cenar. Santana aún no ha regresado. Pienso en llamarla, pero como siempre acabo desechando la idea. No quiero que piense que no comprendo la atención que debe dedicarle a la empresa.
Cumplo con mi palabra otra vez y, aunque sigo sin hambre y algo preocupada porque Santana no haya vuelto, hago un esfuerzo y me como el delicioso plato de pasta que me prepara la señora Aldrin. Por curiosidad le pregunto dónde ha estado toda la tarde, pero esquiva hábilmente mis preguntas. En esta casa parece que a
nadie le gusta hablar. A eso de la una, después de haberme quedado dos veces dormida en el cómodo sofá, me subo a la cama.
Me despierta la lluvia golpeando la ventana. Abro los ojos poco a poco y por un momento sólo contemplo las gotas de agua caer sobre el cristal. Suspiro bajito y sonrío como una idiota al sentir el brazo de Santana descansar sobre mi cintura. Llevo
mi mano sobre ella, pero inmediatamente frunzo el ceño al notar la tela de su camisa. Con cuidado de no despertarla, me giro y tuerzo los labios al comprobar que no se ha desvestido.
Miro el reloj. Son más de las cinco. ¿A qué hora ha llegado? Resoplo despacio. Necesita descansar y, lo poco que lo hace, debe hacerlo bien. Sopeso la posibilidad de desvestirla, pero probablemente lo despertaría y eso es lo último que quiero. Me
aseguro de que no tiene los zapatos puestos y que se ha desabrochado el cuello de la camisa y con cuidado la tapo con la colcha. Me acurruco junto a su pecho y ella, aún dormido, reacciona estrechándome contra su cuerpo. Está llena de calidez y el suave olor a lavanda me inunda. Cierro los ojos. No hay un lugar mejor en el mundo. Cuando vuelvo a abrirlos, ya es de día. Llueve aún con más fuerza. Santana no está en la cama. Miro desorientada a mi alrededor y la veo junto a la cómoda. Está abrochándose el reloj. Ya se ha duchado y está impecablemente vestida con un traje
gris, y una de sus preciosas camisas blancas.
Adormilada, trato de enfocar el reloj. Son poco más de las seis. Es tempranísimo.
—Santana —murmuro.
Mi voz suena ronca por el sueño.
Ella se gira y sonríe, probablemente por la cara de sueño y el pelo alborotado que debo de tener.
—Vuelve a la cama —le pido, aunque sé que es imposible. Ya se ha vestido para dominar el mundo. Está claro que se marchará a la oficina en un par de minutos.
—Desayuna conmigo —contraataca.
Yo la miro como si acabara de pedirme que descifrara la teoría de cuerdas al mismo tiempo que resuelvo la raíz cuadrada de una ecuación con quince incógnitas.
—Es tan temprano que mi estómago aún no se ha despertado.
Le quiero pero estoy muerta de sueño. Apenas son las seis. Me tumbo de nuevo en la cama y me acurruco sin dejar de mirarla.
La sonrisa de Santana se transforma en una maliciosa y, antes de que pueda hacer algo por evitarlo, me carga sobre su hombro sin ninguna piedad.
—¡Santana! —me quejo divertida.
—Resulta que me prometiste que ibas a comer más y mejor, y no sé si sabes que el desayuno es la comida más importante del día —replica bajando las escaleras sin ningún esfuerzo.
Al fin llegamos hasta la isla de la cocina y me sienta en uno de los taburetes.
—Ayer almorcé y cené comida muy saludable sin tu ayuda —comento muy digna, quitándome una goma del pelo de la muñeca y haciéndome una cola. Santana sonríe y se sienta a mi lado.
.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
—Pues entonces hazme feliz —responde sin más y por un momento sus palabras me desarman.
No sé qué contestar a eso. Algo me dice que tiene clarísimo que sólo quiero complacerla y lo cierto es que tiene razón. Incluso ahora mismo la siento como algo inalcanzable, como una especie de diosa pagana que me ha concedido la oportunidad de estar con ella.
En ese momento la señora Aldrin entra en la cocina. Me mira con una sonrisa de oreja a oreja. Creo que ya sé qué va a decirme. Sin embargo, coge uno de sus gruesos trapos de cocina y comienza a preparar café.
—¿Qué querrán desayunar? —pregunta.
—Para mí, café y tostadas francesas, señora Aldrin. Britt tomará tortitas, bacón, huevos revueltos, algo de fruta y un zumo de naranja. Yo la miro con los ojos muy abiertos. ¿Es que no me ha oído decir que mi estómago ni siquiera se ha despertado?
—¿Plátano y manzana? —pregunta la señora Aldrin.
—Y fresas —añade Santana con una sonrisa de lo más impertinente sin levantar sus ojos de los míos. No voy a poder comerme todo eso. Apenas un par de segundos después, el olor a café recién hecho inunda toda la estancia. La cocinera coloca frente a Santana un ristretto en una elegante y minimalista tacita. Yo la miro con cara de pocos amigos.
—Obligarme a desayunar a las seis de la mañana y no dejarme tomar café es inhumano —me quejo.
—Pasearte por ahí con ese pijama y pretender que no te folle contra la primera pared que vea también lo es.
Observo confusa mi propia indumentaria. Un pantalón de pijama corto morado y una camiseta blanca de algodón. No podría ser más sencillo.
—Mi pijama no tiene nada de provocativo —me defiendo.
—Te veo vestida y quiero desnudarte. Eso es provocarme —me advierte con una media sonrisa.
Río escandalizada. Santana termina su café, se levanta y camina el paso que nos separa. Alza la mano y acaricia mi pezón con el reverso de sus dedos suavemente por encima de la camiseta. Yo gimo bajito y mi cuerpo somnoliento se despierta al instante.
—Y no llevas sujetador —susurra inclinándose sobre mí—. La provocación es doble —sentencia con su voz fabricada de fantasía erótica. Sin más, se yergue, se saca el móvil del bolsillo y comienza a caminar hacia su estudio. Yo suspiro. Ahora mismo me tiemblan tanto las rodillas que creo que, si hubiera estado de pie, habría acabado cayendo de bruces contra el suelo.
Con una sonrisa de oreja a oreja, la señora Aldrin coloca un plato frente a mí con dos tortitas, huevos revueltos y bacón. Añade un cuenco con macedonia de frutas y una jarrita con sirope de arce. Tiene pinta de ser uno de esos siropes carísimos que viene de granjas ecológicas al sur de Canadá. Corona el impresionante desayuno con un gran vaso de zumo de naranja recién exprimido.
Aquí hay comida para dos personas y, si tienen tanto sueño como yo, para cuatro. Le doy un sorbo al zumo. Está a una temperatura perfecta y tiene un sabor delicioso. Mi estómago gruñe y empiezo a ver las tortitas con otros ojos. Estoy a punto de dar el primer bocado cuando Santana sale del estudio. Sólo necesito mirarla un segundo para darme cuenta de que irradia rabia por cada centímetro de su
armónico cuerpo. Está más que enfadada.
—Tengo que marcharme —me dice sin más.
Frunzo el ceño. No me puedo creer que vaya a dejarme comiendo sola otra vez, más aún cuando literalmente me ha sacado de la cama para que la acompañara. Por no hablar de que estoy viviendo en directo otro cambio de humor de la señorita irascible.
—Santana, ¿qué ha pasado?
—No ha pasado nada, Britt —contesta con la voz amenazadoramente suave y su mirada endurecida por completo. Me está dejando claro que, aunque haya pasado, tampoco entra dentro de sus planes contármelo.
Yo rompo nuestras miradas y, furiosa, cojo el tenedor y comienzo a marear la comida. Me parece increíble que se esté comportando así. Finn entra en el salón y se detiene en el umbral de la puerta. Inmediatamente Santana se acerca a él. Imagino que le está dando instrucciones sobre mí, sobre que me lleve al trabajo cuando esté lista, que no me deje sola y, ya puestos, que me termine
el desayuno. Es una gilipollas. Tiro el tenedor sobre el plato, me bajo de un salto del taburete y me dirijo hacia el piso de arriba.
—¿Adónde vas? —pregunta Santana sin ninguna amabilidad.
—Me vuelvo a la cama —respondo arisca.
Nunca va a cambiar. Entro en la habitación, me tumbo en la cama y me meto bajo las sabanas. Si llega a decirme algo sobre que me terminara el desayuno, le habría tirado el sirope a la cabeza. No entiendo por qué tiene que comportarse siempre así. Todo sería
infinitamente más sencillo si hiciera algo tan fácil como hablar.
Después de una porción de tiempo indefinido, decido que ya es hora de salir de mi refugio particular y prepararme para ir a trabajar. No voy a permitir que la señorita irascible me arruine el día.
Me doy una ducha prácticamente interminable cantando a pleno pulmón todo el disco de Franz Ferdinand «You could have it so much better», y, más que ninguna otra, Well that was easy.[16]
Camino hasta el vestidor de mejor humor porque, aunque siga enfadada con Santana, entre la canción cuatro y la cinco, he decidido pensar menos y cantar más. Se acabó el martirizarme.
Busco algo para ponerme que me devuelva el buen humor, así que elijo uno de mis vestidos favoritos. Es azul Klein con pequeños estampados en color vainilla y tangerina. Me calzo mis botas de media caña marrón y con tachas y me abrigo con mi cazadora vaquera. Giro sobre mis botas preferidas delante del espejo y sonrío. Con esta ropa nada puede salir mal.
Bajo plenamente consciente de que voy a tener que enfrentarme a mi desayuno. Lo que me apetece es marcharme directamente al trabajo, pero las palabras de la doctora Jones fueron muy claras. No quiero ser irresponsable. Termino de arreglarme en un tiempo récord y, antes de las siete y media, estoy cruzando el garaje hasta el Audi A8 en compañía de Finn.
—¿Puedes parar en la siguiente esquina? Necesito ir al kiosco de prensa —le pido cuando nos detenemos en uno de los semáforos de la Octava. Quiero comprar el nuevo número de New Yorker. Que rechazara seguir trabajando allí no significa que no me guste leerlo. Además, tengo curiosidad por averiguar cómo se maquetó finalmente la revista. El chófer asiente con cara de susto. Supongo que lo hace porque sigue lloviendo a mares y a Santana no le hará ninguna gracia verme aparecer calada hasta los huesos.
Al cabo de unos metros detiene el coche justo en la esquina opuesta a uno de esos kioscos de prensa tan típicamente neoyorquinos. Miro por la ventanilla y tuerzo el gesto. Llueve muchísimo.
—Si no es mucha indiscreción —me pregunta uniendo nuestras miradas a través del espejo retrovisor—, ¿qué desea comprar?
—El New Yorker —respondo apesadumbrada.
—Puedo ir yo —se ofrece.
Lo pienso un segundo pero no puedo aceptar. Estamos a dos nubes y una ráfaga de viento del diluvio universal.
—No pasa nada, Finn, llévame a la oficina. Puedo comprarlo en otro momento. Tardamos más de lo habitual en llegar al Lopez Group por culpa del tiempo, pero aun así no lo hago tarde.
Saludo a Noah y corro para coger el ascensor. La veintena de ejecutivos que ya está dentro me saluda prácticamente al unísono. Yo sonrío y clavo la mirada en las puertas de acero. Odio todas estas atenciones, hacen que me sienta como un mono
de feria.
—Buenos días, jefa —saludo a Quinn dejando mi bolso en el perchero.
—Buenos días, empleada —me responde desde su mesa.
En ese momento oigo a alguien entrar en el despacho. No tengo tiempo de girarme para ver quién es cuando me coge en volandas dándome un abrazo de oso.
—¡Felicidades cuñada! —grita Ryder con su voz de leñador.
Rompo a reír. Este hombre es como un torbellino.
—¿Qué coño pasa? —pregunta Quinn curiosa y divertida saliendo de su despacho.
Ryder me deja en el suelo y le muestra a su amiga una sonrisa de oreja a oreja.
—El carácter de mierda de mi hermana va a perpetuarse —anuncia
ceremonioso.
—Esperemos que no.
No me doy cuenta de lo que he dicho hasta que lo he hecho. Los dos me miran asombrados y yo me siento increíblemente mal, pero entonces estallan en risas y acabo suspirando aliviada y sonriendo también.
—Sí, mejor que se parezca a ti —confirma Ryder.
—Britt, es genial —añade Quinn al tiempo que cruza los pasos que nos separan y me da un fuerte abrazo.
—Muchas gracias, chicos —respondo encantada.
Quinn me interrumpe separándose como un resorte y dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —inquiere Ryder con el ceño fruncido.
—A preguntarle a la capullo de tu hermana por qué no me ha contado nada. Estoy ofendidísima, joder —sentencia con una sonrisa. A solas de nuevo, Ryder me sonríe, coloca sus grandes manos en mis hombros y me obliga a girarme a la vez que se inclina para que nuestras miradas estén a la misma altura.
—Muchas gracias —me dice con total convencimiento.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunto tímida.
No tiene nada que agradecerme.
—¿Sabes cuánto tiempo hacía que no veía a mi hermana feliz antes de conocerte? Seis años, Britt.
Ryder se queda un segundo callado y por un momento la tristeza se posa en sus ojos azules.
—Tuvo que renunciar a mucho —comenta apoyándose, casi sentándose, en mi mesa. Yo lo observo y me siento a su lado. No voy a desperdiciar la oportunidad de saber algo más del pasado de Santana.
—Vivía en un viejo apartamento en el West Side —continúa diciendo mientras se cruza de brazos—. Adoraba ese sitio. Nunca pensé que llegaría a venderlo. Pero, cuando entendió que ya no podría ser arquitecta, es como si todo lo demás hubiese
llegado por inercia.
—¿Y por qué no trató de seguir diseñando además de dirigir la empresa?
Me agarro suavemente al borde de la madera algo nerviosa. No sé si a Ryder le parecerá bien que pregunte.
Él se encoje de hombros.
—No lo sé. Imagino que se cansó de ir a contracorriente. —Ryder asiente para sí, como si recordara un momento en concreto—. Además —añade—, Ryder hace que dirigir todo esto parezca fácil, pero no lo es. El esfuerzo que hace cada día es enorme.
Yo asiento y tuerzo el gesto. Ahora mismo me siento un poco egoísta. Santana parece tenerlo todo bajo control y a veces puede ser tan fría que siempre doy por hecho que está bien, que es una situación fácil para ella, y es obvio que me equivoco.
La puerta vuelve a abrirse y ahora es Quinn quien entra. Parece preocupada y eso automáticamente me preocupa a mí. Ryder también se da cuenta y se levanta de la mesa con la mirada fija en su amiga. Al darse cuenta de que lo observamos, Quinn fuerza una sonrisa y da una palmada.
—Vamos a trabajar. Tenemos mucho que hacer.
Ellos se miran durante un momento y parecen comunicarse telepáticamente.
¿Qué está pasando aquí?
—Quinn, ¿todo va bien? —pregunto.
—Sí, claro —responde como si nada.
Frunzo el ceño. Algo no me cuadra.
—¿Te importa si voy a ver a Santana? —le pregunto—. No tardaré más de cinco minutos.
—Santana no está —se apresura a responderme—. Ha subido a una reunión.
—Venid un día a casa —me pide Ryder distrayéndome.
—Sí, claro —respondo por inercia.
Nos dedicamos una ronda de sonrisas pero ninguna es auténtica. Ryder se marcha y yo observo a Quinn entrar en su despacho. Es obvio que ha pasado algo.
—Agenda y correo para empezar —me pide—. Después, revisa todos los datos de producción para el último trimestre y las especulaciones para el siguiente. La semana que viene tengo una reunión y seguro que van a apretarme las tuercas con
ese tema. Asiento pero sigo desconfiada. Salió de aquí con una sonrisa y vuelve preocupada. Aunque también puede ser que Santana siga del mismo buen humor de esta mañana y hayan discutido. Cuadro los hombros y decido no darle más vueltas.
Tengo mucho que hacer. No salgo de la oficina en toda la mañana. Quinn me tiene muy ocupada.
A la una en punto estoy revisando el último informe de gastos de los
redactores cuando suena el teléfono de mi mesa. Si no fuera porque tiene varicela, diría que es Sugar intentando convencerme de que bajemos media hora antes a almorzar.
—¿Diga?
—Britt, soy Blaine.
Suspiro hondo. Sigo sin querer verla.
—¿En qué puedo ayudarla?
—La señorita Santana desea verla.
Ahora que soy su mujer ya no necesita inventarse excusas para hacerme ir a su despacho. Me pregunto seriamente si puedo decir simplemente que no, pero entonces sé que la obligará a llamarme de nuevo con algún pretexto, como que quiere ver la portada del nuevo número, y tendré que ir de todos modos. Resoplo.
Ésta es una de las razones por las que no hay que casarse con la jefa.
—En seguida voy —respondo al fin.
Cuelgo y me levanto a regañadientes. Actualmente casi preferiría continuar trabajando para Roy Maritiman. Me excuso con Bentley, que lleva toda la mañana de lo más raro, y voy hasta el despacho de Santana.
La secretaria me indica con un gesto que pase, pero aun así me detengo frente a la puerta, llamo y espero a que me dé paso.
Estoy enfadada y quiero demostrárselo, aunque las palabras de Ryder hayan mitigado parte de ese enfado. Camino hasta colocarme en el centro de su despacho. Ella está al otro lado de su
sofisticado escritorio, tecleando algo en su Mac con la vista centrada en la pantalla. Cuando alza la cabeza y comprueba que me he detenido en mitad de la estancia, su gesto se tuerce. Supongo que esperaba que hubiera ido hasta ella. Me niego a dejar que atrape mi mirada y mucho menos a contemplarla embobada a pesar de lo bella que está, así que prudentemente clavo mi vista en
mis manos. Santana resopla y se deja caer sobre su elegante sillón de ejecutiva.
—Tienes que irte a casa —dice sin más.
No me lo puedo creer. Alzo la mirada furiosa y la conecto directamente con sus ojos.
—¿No te molestas en intentar hablar conmigo en toda la mañana después de lo que ha pasado en el desayuno y ahora me mandas a casa? —pregunto acelerada y muy muy enfadada.
—La doctora Jones dijo que trabajaras media jornada, Britt.
Está empezando a cansarse.
—También dijo que no me estresara y aquí estoy —replico sardónica—, delante de mi mayor causa de estrés.
Santana me fulmina con la mirada. Mi comentario no le ha gustado lo más mínimo.
—Britt, no quiero discutir —masculla.
Está arisca, inquieta, enfadada.
—Vete a casa —sentencia.
Yo suspiro hondo. Está claro que aquí está ocurriendo algo.
—Santana, ¿qué está pasando?
—Nada —responde terca la mula.
—No me lo cuentes si no quieres —protesto malhumorada—, pero no me trates como si fuera estúpida. Odio que se comporte como si fuera una niña pequeña. ¡Tengo veinticuatros años!
—No está pasando nada —me interrumpe exasperada—. Vete a casa de una maldita vez. Su mirada es fría, metálica, dura, y un reguero de emociones la recorre. Por un segundo me parece ver que también está asustada, pero esa emoción desaparece
sumergida en toda la arrogancia que brilla con fuerza en sus ojos. Yo le mantengo la mirada y un segundo después cabeceo. No entiendo por qué me está tratando así, pero ahora mismo creo que ni siquiera me importa saberlo. Sólo quiero salir de aquí.
Furiosa, giro sobre mis pasos y me dirijo hacia la puerta. En ese mismo instante Santana reacciona. Sale corriendo, me rodea la cintura con su brazo y tira de mí hasta que mi espalda se acopla a su pecho.
—Ven aquí —susurra dejándose caer sobre mí, hundiendo su nariz en mi pelo, haciendo que no quede un centímetro de aire entre nosotras. Quiero marcharme pero sencillamente no puedo. La mañana ha sido demasiado gris.
—Todo esto lo estoy haciendo por ti —susurra de nuevo y toda la inquietud y la tensión que antes vi en su expresión ahora toman su voz.
—¿Qué está pasando, Santana? —pregunto sin moverme un ápice.
—Nada que no pueda solucionar —se apresura a responder con una seguridad aplastante.
Me giro entre sus brazos despacio y su mirada vuelve a atrapar la mía. Algo dentro de mí no para de gritarme que no debería dejar las cosas como están, pero no puedo evitar que cada una de sus palabras, la manera en la que me mira, me conmuevan. Todos necesitamos que nos den un poco de cuerda alguna vez.
—Está bien —claudico.
Santana sonríe, alza la mano y me acaricia suavemente el labio inferior.
—Nos iremos juntas. Te llevaré a comer a Of Course.
Asiento e imito su gesto. Creo que necesitaba verla sonreír.
Santana me toma de la mano y salimos de la oficina. Me gusta el hecho de que ya no tengamos que escondernos o salir por separado, aunque reconozco que eso también tenía su encanto.
Llegamos al garaje y, como siempre, Finn nos espera junto al elegante Audi A8. Santana y yo nos acomodamos en la parte trasera. Sigue muy callada y pensativa.
Quiero ayudarla, pero lo cierto es que no sé cómo.
—Santana —susurro quitándome el cinturón y acercándome a ella.
Su nombre en mis labios parece ser su particular pistoletazo de salida. Me toma de las caderas y me sienta a horcajadas sobre ella. No lo duda y, acunando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza, intensa, casi desesperada.
—Quiero que confíes en mí —susurra contra mis labios.
Y no es una petición. Es una orden llena de una imperiosa necesidad por ser complacida.
—Confío en ti —respondo sin dudar, porque, al margen de todo, esas tres palabras nunca dejarán de ser verdad.
Se separa. Sólo lo necesario para que sus ojos vuelvan a atrapar los míos. Los suyos brillan con fuerza, llenos de rabia, de frustración y de un sinfín de emociones que parecen quemarle por dentro. Pero, sin dejar escapar un solo segundo más, vuelve a besarme indomable. La chispa estalla entre nosotras y todo arde.
Nuestros besos se hacen más intensos. Santana baja sus manos por mis costados y las desliza bajo mi vestido.
Gimo contra sus labios y ella gruñe contra los míos.
Enrolla su mano en mi coleta y sin ninguna delicadeza tira de ella para obligarme a alzar la cabeza y darle libre acceso a mi cuello. Me muerde, me lame y yo gimo más fuerte.
—Finn, lárgate —masculla justo antes de volver a besarme.
El chófer no contesta. Siento el coche girar un par de veces hasta que finalmente se detiene.
Santana sigue besándome y el mundo a mi alrededor se difumina.
Oigo una puerta cerrarse y automáticamente Santana me lanza sin ninguna delicadeza sobre el asiento y de inmediato ella lo hace sobre mí.
Ya puedo notar todo lo salvaje que va a ser y todo el placer que voy a sentir.
Cuando termina de recolocarse la ropa, se gira hacia mí, que trato de ponerme bien el vestido, y me mete un mechón de pelo tras la oreja al tiempo que me da un suave beso.
—Ha estado bien —susurra con su media sonrisa.
—Ha estado genial —replico tímida.
Nunca entenderé cómo logra conseguir que me siga sintiendo así cuando está cerca. La sonrisa de Santana se ensancha a la vez que se deja caer sobre el elegante sillón y se ajusta la chaqueta de un par de tirones. Coge mis bragas hechas añicos y, sin mediar palabra, se las mete en el bolsillo de sus pantalones. Me observa por última vez para comprobar que ya estoy lista y saca su iPhone.
—Nos vamos —ordena sin más a quien quiera que haya llamado.
A los segundos, Finn vuelve a acomodarse tras el volante y de inmediato yo me siento algo avergonzada. Si ha entrado tan rápido, significa que estaba relativamente cerca. ¿Y si lo ha oído todo? Automáticamente me ruborizo. Santana me observa un segundo, alza la mano y me acaricia con delicadeza la mejilla.
—Vas a conseguir que sólo pueda pensar en follarte otra vez —me advierte. Yo aparto mi mirada de la suya. Esos ojos están fabricados de peligro y deseo y van a conseguir hechizarme de nuevo. Sin embargo, antes de que me dé cuenta, como si mi libido hubiera tomado el control de cada uno de mis actos, alzo la mirada y dejo que la suya la atrape por completo. Son los ojos más increíbles que
he visto en mi vida.
—Finn, a casa —le ordena Santana.
—Creí que querías que comiera.
Santana me dedica su media sonrisa algo dura y muy muy sexy y sé que los planes han cambiado.
Finn detiene el Audi junto a las escaleras amarillas de acceso. Sale y, profesional, me abre la puerta del coche. Cuando me bajo, Santana me está esperando a unos pasos. Toma mi mano irradiando toda esa seguridad y me guía a través del
pasillo, el ascensor y las elegantes escaleras hasta nuestra habitación. Nos detiene en el centro de la estancia y da el paso definitivo para que nuestros cuerpos se toquen. Su mirada va haciendo que mi respiración se acelere despacio, dominándome, consiguiendo que me rinda a ella.
—Túmbate —me ordena.
Hago lo que me dice. Sus ojos me siguen ávidos y hambrientos. Camina hasta colocarse frente a la cama sin dejar de mirarme arrogante y exigente, decidiendo qué hará conmigo.
Se desabrocha cada botón despacio, torturadora, consiguiendo que suspire bajito cuando su impresionante torso se descubre ante mí.
Ya no puedo más, es una visión demasiado tentadora, y, como si el deseo tomara el control de mi cuerpo, hago el ademán de incorporarme.
—No te muevas, Britt —vuelve a ordenarme—, o no dejaré que te corras.
Trago saliva y muy despacio vuelvo a tumbarme.
Su voz ha sonado ronca, sensual. La voz de quien tiene el control,
del que juega con ella y de quien decide cómo morimos de placer las pobres mortales. Santana se desabotona sus elegantes pantalones a medida y deja que caigan al suelo junto a sus bragas suizas de doscientos dólares. Avanza por mi cuerpo hasta que sus ojos vuelven a dominarme desde arriba. Otra vez consigue que su mirada llena de lujuria, deseo y muchísimo placer, me incendie por dentro. Mi respiración se agita aún más y puedo notar cómo toda la
calidez de su cuerpo traspasa mi ropa y calienta el mío.
—¿Quieres tocarme? —me pregunta en un salvaje susurro.
—Sí —casi suplico.
Santana me dedica su media sonrisa y, prácticamente en ese mismo momento, me toma por las caderas y me gira bajo su cuerpo. Me da un azote. Fuerte. Gimo y con un solo movimiento me penetra con dos de sus dedos y me llena de intensidad.
—¡Joder! —grito.
El placer me recorre serpenteante. Mis manos y mis rodillas flaquean. Santana se inclina sobre mí, coloca su mano libre sobre las mías y me da un húmedo beso justo bajo la oreja.
—Te follaría hasta que se acabara el mundo.
Suspiro para ahogar el gemido que esas ocho palabras acaban de provocarme. Ya sé que otra vez voy a ver el maravilloso paraíso de placer y puro sexo de Santana López.
Me desperezo tumbada en el colchón con la sonrisa más grande del mundo. La segunda sesión de sexo salvaje ha sido aún mejor que la anterior. Frunzo el ceño al darme cuenta de que Santana no está. Extrañada, avanzo por la inmensa cama hasta
levantarme. Hace menos de un minuto estaba perdiéndose en mi interior sobre estas mismas sábanas.
Me pongo su camisa y, con el paso titubeante, no quiero que la señora Aldrin o Finn vuelvan a pillarme sin bragas, bajo hasta el salón. Ya desde los últimos peldaños puedo verla junto a la isla de la cocina, bebiéndose una botellita de San Pellegrino sin gas helada. Sólo lleva los pantalones y bra puestos. Está descalza y con el pelo revuelto.
—Me alegra ver que por lo menos necesitas agua —comento con una sonrisilla de lo más insolente acercándome a ella—. Creí que te alimentabas de sexo.
Santana separa el cristal de sus perfectos labios sin apartar sus ojos de mí y deja la botella sobre la encimera.
—Y no te equivocabas —replica.
Me toma por la cadera, me lleva contra su cuerpo y me besa con fuerza, desbocada. Me obliga a levantar las piernas hasta rodear su cintura y, sin separar nuestras bocas un solo instante, nos lleva de vuelta a la habitación. Entramos en el baño y directamente en la ducha. Abre el grifo y el torrente de agua cae a nuestro lado sin llegar a tocarnos. Despacio, deja que mis pies toquen el mármol y ágil se deshace de sus pantalones. Tiene demasiada prisa para quitarme su camisa botón a botón y, sin más, me la saca
por a cabeza. Nos lleva bajo el chorro. Me besa con fuerza y me empuja contra la pared, aprisionándome entre ella y su cuerpo. Como hizo en la cama, me gira entre sus brazos e inmediatamente noto pelvis humeda y caliente chocar contra mi trasero.
—Pon las manos contra la pared —me ordena.
Hago lo que me dice y gimo cuando se recoloca entre mis piernas.
—¿Quieres tocarme? —vuelve a preguntar exigente, brusca, incluso arisca, al tiempo que ancla sus manos en mis caderas.
—Sí —vuelvo a suplicar.
Santana baja una de sus manos por mi vientre y, experta, desliza dos dedos en mi sexo.
—Pues entonces tendrías que haber sido una chica obediente y haber venido a casa cuando te lo dije.
Introduce sus dedos en mi interior y cualquier protesta que pensara hacer se evapora en un largo y profundo gemido.
Grito.
El agua cae sobre nuestros cuerpos, sobre mis manos que luchan por mantenerse pegadas a los azulejos.
Santana me embiste sin piedad. Sus dedos se deslizan sobre mi sexo y me llena de placer estocada a estocada.
—Dios —gimo.
El agua quema pero es mi propio cuerpo el que va a arder en cualquier momento.
Santana aprieta con más fuerza su mano en mi cadera.
Acelera el ritmo.
Sus dedos acarician hasta el último rincón de mi sexo.
Grito.
Mi cuerpo se tensa.
Hace calor. Hace mucho calor.
—¡Santana!
Un orgasmo acuciante, acelerado, fuerte, brusco, duro, me recorre entera y se mezcla con cada gota de agua que acaricia mi piel hasta hacerme ver el cielo de nuevo.
Santana me embiste una vez, dos, tres veces y, a la cuarta estocada, su mano se agarra aún más posesivamente a mi cadera y suelta su placer con un alarido caliente y sensual.
Nos quedamos quietas bajo el chorro unos minutos. El ruido de nuestras respiraciones se mezcla con el sonido del agua y todo se tiñe de relajación, dicha postorgásmica y vapor.
Santana me ayuda a salir de la ducha y me envuelve con una toalla. Regreso a la habitación, pero de inmediato, como si una fuerza poderosa e indisoluble me llamara, me vuelvo para verla salir del baño con una toalla inmaculadamente blanca rodeando sus pechos. Al tiempo que levanta la cabeza se echa el pelo hacia atrás, y
creo que voy a tener otro orgasmo sólo con semejantes vistas.
Santana no dice nada, camina hasta mí, me quita la toalla de un tirón y me tumba sobre la cama haciéndolo inmediatamente sobre mí.
—Santana —me quejo con una sonrisa nerviosa y absolutamente maravillada en los labios.
—¿Qué? —pregunta presuntuosa, con sus manos a ambos lados de mi cabeza y sus ojos, brillando más oscuros que nunca, dominando los míos a una distancia demasiado corta.
Está desatada y yo estoy encantada.
Me da un beso en los labios y sin más comienza a bajar por mi cuerpo. Sus labios se deslizan por mi mandíbula, mi cuello, mis pechos. Su cálido aliento solivianta mi piel hasta llegar a mi ombligo. Me besa el vientre de lado a lado y pasea su nariz por mi pelvis y mi sexo antes de darme un húmedo y profundo beso justo en el centro de todo mi placer.
—Santana —gimo, pero cada letra se evapora en un suspiro largo, intenso, absolutamente extasiado.
Me besa como sólo ella sabe hacerlo, tomándose su tiempo, haciendo que mi cuerpo se retuerza de placer.
—Saan.. taa.. naa.. —vuelvo a gemir.
Se arrodilla entre mis piernas, se deshace de la toalla y vuelve a colocarse entre ellas. Y esta lista como si no hubiera estado dentro de mí ya tres veces, acaricia mi sexo hipersensibilizado y todo mi cuerpo se arquea.
Sonríe traviesa y satisfecha y se inclina sobre mí. Me besa para
calmarme o quizá para soliviantarme más, quién sabe cuáles son su malévolos planes, con un fluido movimiento entra mí.
—¡Dios! —grito.
Se mueve despacio, profundo, colmándome una y otra vez, llegando más lejos con cada empuje.
Me aferro a sus hombros y Santana reacciona hundiendo su perfecta boca en mi cuello. Me muerde.
Me lame. Alcanza un punto inexplorado en mi interior y todo mi cuerpo vuelve a arquearse bajo el suyo.
No puedo más.
Acelera el ritmo.
Grito.
Gruñe.
Me embiste.
Me corro.
Dios…
Me despierto con la sonrisa en los labios. Me incorporo sobre la cama y miro a mi alrededor. Ahora mismo estoy en una nube. Estiro el brazo a través del colchón y llego hasta su camisa. Santana debe haberla dejado ahí para mí. Al deslizarla sobre mis hombros, un suave aroma a lavanda me inunda. Todavía huele a ella. Me abrocho los botones despacio mientras no puedo dejar de pensar que ha sido increíble. Nunca había dudado de las habilidades de Santana para el sexo, pero es que hoy se ha superado. ¡Caí desmayada! Me folló hasta que perdí el conocimiento literalmente.
Rompo a reír y me dejo caer sobre la cama otra vez. Estoy casada con una diosa pagana del sexo.
En ese momento oigo pasos acercarse a la habitación y me incorporo de nuevo. Santana entra en la estancia con una bandeja en las manos. Ya se ha duchado y lleva sus vaqueros gastados y una camiseta gris de la que se ha remangado las mangas. No entiendo cómo con algo tan sencillo puede estar tan espectacular.
—¿Qué es esto? —pregunto divertida cuando coloca la bandeja en la cama frente a mí y veo un cuenco de fruta perfectamente cortada y lavada y dos rebanadas de pan blanco tostado.
Antes de que pueda contestar, cojo un trozo de plátano y me lo llevo a la boca.
—Estoy hambrienta —me disculpo.
Santana me dedica su media sonrisa, como si tuviera claro que, después del maratón de orgasmos y sábanas de diez mil hilos, me iba a despertar con un hambre voraz.
Se saca algo del bolsillo trasero del vaquero y me lo tiende. Está enrollado y no puedo ver bien lo que es.
—Finn me dijo que querías leerlo —me anuncia.
Lo cojo y comprendo que se refiere al New Yorker. Asiento encantada con un trozo de fresa en la boca. Está jugosa y deliciosa.
Santana sonríe, pero su gesto se transforma en uno más duro y sensual cuando apoya la rodilla en la cama y ágil, como un animal salvaje, se inclina sobre el colchón clavando los puños en él hasta que nuestras miradas están a la misma altura.
Yo observo todo el movimiento absolutamente hechizada por su magnetismo.
—Prométeme que te quedarás en la cama y descansarás —me ordena suavemente.
Otra vez veo esa punzada de inquietud en sus ojos. Otra vez quiero preguntarle por qué está tan preocupada. Y otra vez me contengo. Prometí confiar en ella. Así que hago lo único que creo que puede tranquilizarlo mínimamente.
—Sí, me quedaré aquí y descansaré.
Su mirada se relaja y, dentro de mi preocupación, me siento inmensamente feliz por haberlo conseguido.
Santana continúa observándome. Alarga la mano y, sin desatar nuestras miradas, me acaricia el labio inferior con el pulgar. Si pretende hacerme arder por combustión espontánea, va por el camino correcto. Al final se incorpora y se marcha, dejándome absolutamente sedienta de ella. Esta mujer va a volverme completamente loca. Respiro hondo tratando de calmar mis hormonas borrachas de deseo y cojo una de las rebanadas de pan tostado. Hacía años que no comía a media tarde. Había
olvidado lo bien que sienta. Rompo un trozo de pan con los dedos y me lo llevo a la boca mientras abro la revista sobre mi regazo. Sonrío al ver el editorial de Sterling sobre la crisis económica. Paso las páginas veloz hasta llegar al artículo de Antón Smith. La
entradilla sobre la economía de consumo para frenar la crisis es brillante. No me extrañaría que se la hubiese dictado el propio Sterling. Tal como ordenó, el anuncio clásico de Coca-Cola de la mujer entrando en la fábrica luce a página completa.
Sólo fueron unos días y la mayoría de ellos resultaron horribles, pero viendo este artículo me siento muy orgullosa de mi paso por el New Yorker. Me dispongo a seguir leyendo cuando recuerdo que aún no he tenido oportunidad de ver el Times para averiguar cuáles son las fechas del Cirque du Soleil. Me bajo de la cama y corro hasta la cómoda para coger unas bragas. Pellizco un nuevo trozo de pan y me lo llevo a la boca mientras me dirijo a las escaleras.
Voy hasta el despacho de Santana, pero a unos pasos me detengo. Está hablando por teléfono y no quiero molestarla. Me doy media vuelta y, camino de la cocina, inspecciono el salón. Frunzo los labios. Esperaba encontrar el periódico aquí. Normalmente suele haber un ejemplar en la mesita de centro o sobre la isla. Me
apoyo en la barra y me inclino sobre ella. Tampoco se ve por la cocina. Qué extraño.
—¿Puedo ayudarla en algo, Britt? —La voz de Finn me sobresalta.
Me giro y lo saludo con una sonrisa, martirizándome por no haber recordado que Santana tiene servicio cuando decidí bajar únicamente en bragas y camisa.
Pienso en decir que no y salir corriendo escaleras arriba pero... cinco acróbatas saltaban a la vez sobre un balón de helio y se agarraban a una estructura metálica que pendía del techo y con la que formaban un dragón chino. No quiero perderme eso.
—Buscaba el periódico —respondo tratando de no sonrojarme—. No quiero entrar en el despacho de Santana y molestarla y pensé que quizá estaría por aquí. Su expresión cambia imperceptiblemente y juraría que ha sido cuando he dicho
la palabra periódico.
—Avisaré a la señorita Lopez —comenta andando hacia su despacho.
—No te preocupes, Finn, puedo ir yo.
Comienzo a caminar hacia el estudio, pero el chófer me intercepta cortándome el paso.
—Sé que está trabajando, pero sólo será un segundo —alego.
—Quizá preferiría que se lo subiese yo —propone profesional.
Lo miro confusa. ¿Qué le pasa? Estoy a un par de metros del despacho, puedo entrar y coger el periódico yo misma. Sé que está trabajando. No voy a entrar y revolver su estudio como si tuviera tres años.
—Prefiero ir yo —replico con una sonrisa, pero no se aparta.
En ese momento Santana sale y, con el ceño fruncido, me observa flanqueada por su hombre para todo.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunta y claramente se ha puesto en guardia.
—Quería entrar en tu despacho —me defiendo— y Finn no me deja.
Ha sido un chivatazo en toda regla, pero es que la situación es de lo más ridícula.
—Sólo quiero ver el periódico —protesto.
La expresión de Santana cambia. Su mandíbula se tensa y su mirada se recrudece.
—¿Qué está pasando? —murmuro y, más que preocupada, creo que ahora estoy asustada.
—Finn, puedes retirarte —le comunica Santana sin levantar los ojos de mí. Yo tampoco desuno nuestras miradas y espero paciente a que el chófer salga de la estancia para obtener mi respuesta. Santana cierra los ojos un instante y baja la cabeza, como si toda la situación lo superara. Cuando vuelve a alzarla, un reguero
de emociones salpica el café de su mirada. Está enfadada, frustrado y otra vez puedo ver toda esa inquietud.
—Vuelve arriba —dice sin más.
¿Qué?
—No —respondo sin dudar.
—Vuelve arriba, Britt —repite con la voz aún más endurecida.
—No voy a volver arriba hasta que me cuentes qué está pasando.
—¡Joder! —masculla furiosa.
Me doy cuenta de que, si ella no va a darme las respuestas que me merezco, tendré que buscarlas yo. Con paso decidido, camino hacia su estudio. Al pasar a su lado, no me detiene, pero la tensión que emana de su cuerpo es casi palpable. A un par de metros, el estómago se me cierra de golpe. ¿Y si el periódico ha vuelto a
publicar algo horrible sobre mí, sobre mi madre? ¿Y si hay alguien en su despacho? ¿Y si es Marisa?
Trago saliva e intento tranquilizarme. Sea lo que sea, será mejor que quedarme al margen. Entro en el estudio y veo el periódico en el sofá. Lo cojo y, ceñuda, examino la portada. No hay nada especial. Lo abro y voy pasando página tras página. Veo la
noticia del Cirque du Soleil, pero ya no me interesa. Sigo revisándolo y de pronto me parece una estupidez lo que estoy haciendo. ¿Qué espero encontrar? Sin embargo, cuando estoy a punto de rendirme y volver a dejar el Times sobre el
tresillo, lo abro otra vez. Es más que curiosidad, es una sensación de duda efervescente que bulle en la boca de mi estómago. Continúo pasando páginas y entonces mi corazón se rompe en millones de pedazo
No sé qué contestar a eso. Algo me dice que tiene clarísimo que sólo quiero complacerla y lo cierto es que tiene razón. Incluso ahora mismo la siento como algo inalcanzable, como una especie de diosa pagana que me ha concedido la oportunidad de estar con ella.
En ese momento la señora Aldrin entra en la cocina. Me mira con una sonrisa de oreja a oreja. Creo que ya sé qué va a decirme. Sin embargo, coge uno de sus gruesos trapos de cocina y comienza a preparar café.
—¿Qué querrán desayunar? —pregunta.
—Para mí, café y tostadas francesas, señora Aldrin. Britt tomará tortitas, bacón, huevos revueltos, algo de fruta y un zumo de naranja. Yo la miro con los ojos muy abiertos. ¿Es que no me ha oído decir que mi estómago ni siquiera se ha despertado?
—¿Plátano y manzana? —pregunta la señora Aldrin.
—Y fresas —añade Santana con una sonrisa de lo más impertinente sin levantar sus ojos de los míos. No voy a poder comerme todo eso. Apenas un par de segundos después, el olor a café recién hecho inunda toda la estancia. La cocinera coloca frente a Santana un ristretto en una elegante y minimalista tacita. Yo la miro con cara de pocos amigos.
—Obligarme a desayunar a las seis de la mañana y no dejarme tomar café es inhumano —me quejo.
—Pasearte por ahí con ese pijama y pretender que no te folle contra la primera pared que vea también lo es.
Observo confusa mi propia indumentaria. Un pantalón de pijama corto morado y una camiseta blanca de algodón. No podría ser más sencillo.
—Mi pijama no tiene nada de provocativo —me defiendo.
—Te veo vestida y quiero desnudarte. Eso es provocarme —me advierte con una media sonrisa.
Río escandalizada. Santana termina su café, se levanta y camina el paso que nos separa. Alza la mano y acaricia mi pezón con el reverso de sus dedos suavemente por encima de la camiseta. Yo gimo bajito y mi cuerpo somnoliento se despierta al instante.
—Y no llevas sujetador —susurra inclinándose sobre mí—. La provocación es doble —sentencia con su voz fabricada de fantasía erótica. Sin más, se yergue, se saca el móvil del bolsillo y comienza a caminar hacia su estudio. Yo suspiro. Ahora mismo me tiemblan tanto las rodillas que creo que, si hubiera estado de pie, habría acabado cayendo de bruces contra el suelo.
Con una sonrisa de oreja a oreja, la señora Aldrin coloca un plato frente a mí con dos tortitas, huevos revueltos y bacón. Añade un cuenco con macedonia de frutas y una jarrita con sirope de arce. Tiene pinta de ser uno de esos siropes carísimos que viene de granjas ecológicas al sur de Canadá. Corona el impresionante desayuno con un gran vaso de zumo de naranja recién exprimido.
Aquí hay comida para dos personas y, si tienen tanto sueño como yo, para cuatro. Le doy un sorbo al zumo. Está a una temperatura perfecta y tiene un sabor delicioso. Mi estómago gruñe y empiezo a ver las tortitas con otros ojos. Estoy a punto de dar el primer bocado cuando Santana sale del estudio. Sólo necesito mirarla un segundo para darme cuenta de que irradia rabia por cada centímetro de su
armónico cuerpo. Está más que enfadada.
—Tengo que marcharme —me dice sin más.
Frunzo el ceño. No me puedo creer que vaya a dejarme comiendo sola otra vez, más aún cuando literalmente me ha sacado de la cama para que la acompañara. Por no hablar de que estoy viviendo en directo otro cambio de humor de la señorita irascible.
—Santana, ¿qué ha pasado?
—No ha pasado nada, Britt —contesta con la voz amenazadoramente suave y su mirada endurecida por completo. Me está dejando claro que, aunque haya pasado, tampoco entra dentro de sus planes contármelo.
Yo rompo nuestras miradas y, furiosa, cojo el tenedor y comienzo a marear la comida. Me parece increíble que se esté comportando así. Finn entra en el salón y se detiene en el umbral de la puerta. Inmediatamente Santana se acerca a él. Imagino que le está dando instrucciones sobre mí, sobre que me lleve al trabajo cuando esté lista, que no me deje sola y, ya puestos, que me termine
el desayuno. Es una gilipollas. Tiro el tenedor sobre el plato, me bajo de un salto del taburete y me dirijo hacia el piso de arriba.
—¿Adónde vas? —pregunta Santana sin ninguna amabilidad.
—Me vuelvo a la cama —respondo arisca.
Nunca va a cambiar. Entro en la habitación, me tumbo en la cama y me meto bajo las sabanas. Si llega a decirme algo sobre que me terminara el desayuno, le habría tirado el sirope a la cabeza. No entiendo por qué tiene que comportarse siempre así. Todo sería
infinitamente más sencillo si hiciera algo tan fácil como hablar.
Después de una porción de tiempo indefinido, decido que ya es hora de salir de mi refugio particular y prepararme para ir a trabajar. No voy a permitir que la señorita irascible me arruine el día.
Me doy una ducha prácticamente interminable cantando a pleno pulmón todo el disco de Franz Ferdinand «You could have it so much better», y, más que ninguna otra, Well that was easy.[16]
Camino hasta el vestidor de mejor humor porque, aunque siga enfadada con Santana, entre la canción cuatro y la cinco, he decidido pensar menos y cantar más. Se acabó el martirizarme.
Busco algo para ponerme que me devuelva el buen humor, así que elijo uno de mis vestidos favoritos. Es azul Klein con pequeños estampados en color vainilla y tangerina. Me calzo mis botas de media caña marrón y con tachas y me abrigo con mi cazadora vaquera. Giro sobre mis botas preferidas delante del espejo y sonrío. Con esta ropa nada puede salir mal.
Bajo plenamente consciente de que voy a tener que enfrentarme a mi desayuno. Lo que me apetece es marcharme directamente al trabajo, pero las palabras de la doctora Jones fueron muy claras. No quiero ser irresponsable. Termino de arreglarme en un tiempo récord y, antes de las siete y media, estoy cruzando el garaje hasta el Audi A8 en compañía de Finn.
—¿Puedes parar en la siguiente esquina? Necesito ir al kiosco de prensa —le pido cuando nos detenemos en uno de los semáforos de la Octava. Quiero comprar el nuevo número de New Yorker. Que rechazara seguir trabajando allí no significa que no me guste leerlo. Además, tengo curiosidad por averiguar cómo se maquetó finalmente la revista. El chófer asiente con cara de susto. Supongo que lo hace porque sigue lloviendo a mares y a Santana no le hará ninguna gracia verme aparecer calada hasta los huesos.
Al cabo de unos metros detiene el coche justo en la esquina opuesta a uno de esos kioscos de prensa tan típicamente neoyorquinos. Miro por la ventanilla y tuerzo el gesto. Llueve muchísimo.
—Si no es mucha indiscreción —me pregunta uniendo nuestras miradas a través del espejo retrovisor—, ¿qué desea comprar?
—El New Yorker —respondo apesadumbrada.
—Puedo ir yo —se ofrece.
Lo pienso un segundo pero no puedo aceptar. Estamos a dos nubes y una ráfaga de viento del diluvio universal.
—No pasa nada, Finn, llévame a la oficina. Puedo comprarlo en otro momento. Tardamos más de lo habitual en llegar al Lopez Group por culpa del tiempo, pero aun así no lo hago tarde.
Saludo a Noah y corro para coger el ascensor. La veintena de ejecutivos que ya está dentro me saluda prácticamente al unísono. Yo sonrío y clavo la mirada en las puertas de acero. Odio todas estas atenciones, hacen que me sienta como un mono
de feria.
—Buenos días, jefa —saludo a Quinn dejando mi bolso en el perchero.
—Buenos días, empleada —me responde desde su mesa.
En ese momento oigo a alguien entrar en el despacho. No tengo tiempo de girarme para ver quién es cuando me coge en volandas dándome un abrazo de oso.
—¡Felicidades cuñada! —grita Ryder con su voz de leñador.
Rompo a reír. Este hombre es como un torbellino.
—¿Qué coño pasa? —pregunta Quinn curiosa y divertida saliendo de su despacho.
Ryder me deja en el suelo y le muestra a su amiga una sonrisa de oreja a oreja.
—El carácter de mierda de mi hermana va a perpetuarse —anuncia
ceremonioso.
—Esperemos que no.
No me doy cuenta de lo que he dicho hasta que lo he hecho. Los dos me miran asombrados y yo me siento increíblemente mal, pero entonces estallan en risas y acabo suspirando aliviada y sonriendo también.
—Sí, mejor que se parezca a ti —confirma Ryder.
—Britt, es genial —añade Quinn al tiempo que cruza los pasos que nos separan y me da un fuerte abrazo.
—Muchas gracias, chicos —respondo encantada.
Quinn me interrumpe separándose como un resorte y dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —inquiere Ryder con el ceño fruncido.
—A preguntarle a la capullo de tu hermana por qué no me ha contado nada. Estoy ofendidísima, joder —sentencia con una sonrisa. A solas de nuevo, Ryder me sonríe, coloca sus grandes manos en mis hombros y me obliga a girarme a la vez que se inclina para que nuestras miradas estén a la misma altura.
—Muchas gracias —me dice con total convencimiento.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunto tímida.
No tiene nada que agradecerme.
—¿Sabes cuánto tiempo hacía que no veía a mi hermana feliz antes de conocerte? Seis años, Britt.
Ryder se queda un segundo callado y por un momento la tristeza se posa en sus ojos azules.
—Tuvo que renunciar a mucho —comenta apoyándose, casi sentándose, en mi mesa. Yo lo observo y me siento a su lado. No voy a desperdiciar la oportunidad de saber algo más del pasado de Santana.
—Vivía en un viejo apartamento en el West Side —continúa diciendo mientras se cruza de brazos—. Adoraba ese sitio. Nunca pensé que llegaría a venderlo. Pero, cuando entendió que ya no podría ser arquitecta, es como si todo lo demás hubiese
llegado por inercia.
—¿Y por qué no trató de seguir diseñando además de dirigir la empresa?
Me agarro suavemente al borde de la madera algo nerviosa. No sé si a Ryder le parecerá bien que pregunte.
Él se encoje de hombros.
—No lo sé. Imagino que se cansó de ir a contracorriente. —Ryder asiente para sí, como si recordara un momento en concreto—. Además —añade—, Ryder hace que dirigir todo esto parezca fácil, pero no lo es. El esfuerzo que hace cada día es enorme.
Yo asiento y tuerzo el gesto. Ahora mismo me siento un poco egoísta. Santana parece tenerlo todo bajo control y a veces puede ser tan fría que siempre doy por hecho que está bien, que es una situación fácil para ella, y es obvio que me equivoco.
La puerta vuelve a abrirse y ahora es Quinn quien entra. Parece preocupada y eso automáticamente me preocupa a mí. Ryder también se da cuenta y se levanta de la mesa con la mirada fija en su amiga. Al darse cuenta de que lo observamos, Quinn fuerza una sonrisa y da una palmada.
—Vamos a trabajar. Tenemos mucho que hacer.
Ellos se miran durante un momento y parecen comunicarse telepáticamente.
¿Qué está pasando aquí?
—Quinn, ¿todo va bien? —pregunto.
—Sí, claro —responde como si nada.
Frunzo el ceño. Algo no me cuadra.
—¿Te importa si voy a ver a Santana? —le pregunto—. No tardaré más de cinco minutos.
—Santana no está —se apresura a responderme—. Ha subido a una reunión.
—Venid un día a casa —me pide Ryder distrayéndome.
—Sí, claro —respondo por inercia.
Nos dedicamos una ronda de sonrisas pero ninguna es auténtica. Ryder se marcha y yo observo a Quinn entrar en su despacho. Es obvio que ha pasado algo.
—Agenda y correo para empezar —me pide—. Después, revisa todos los datos de producción para el último trimestre y las especulaciones para el siguiente. La semana que viene tengo una reunión y seguro que van a apretarme las tuercas con
ese tema. Asiento pero sigo desconfiada. Salió de aquí con una sonrisa y vuelve preocupada. Aunque también puede ser que Santana siga del mismo buen humor de esta mañana y hayan discutido. Cuadro los hombros y decido no darle más vueltas.
Tengo mucho que hacer. No salgo de la oficina en toda la mañana. Quinn me tiene muy ocupada.
A la una en punto estoy revisando el último informe de gastos de los
redactores cuando suena el teléfono de mi mesa. Si no fuera porque tiene varicela, diría que es Sugar intentando convencerme de que bajemos media hora antes a almorzar.
—¿Diga?
—Britt, soy Blaine.
Suspiro hondo. Sigo sin querer verla.
—¿En qué puedo ayudarla?
—La señorita Santana desea verla.
Ahora que soy su mujer ya no necesita inventarse excusas para hacerme ir a su despacho. Me pregunto seriamente si puedo decir simplemente que no, pero entonces sé que la obligará a llamarme de nuevo con algún pretexto, como que quiere ver la portada del nuevo número, y tendré que ir de todos modos. Resoplo.
Ésta es una de las razones por las que no hay que casarse con la jefa.
—En seguida voy —respondo al fin.
Cuelgo y me levanto a regañadientes. Actualmente casi preferiría continuar trabajando para Roy Maritiman. Me excuso con Bentley, que lleva toda la mañana de lo más raro, y voy hasta el despacho de Santana.
La secretaria me indica con un gesto que pase, pero aun así me detengo frente a la puerta, llamo y espero a que me dé paso.
Estoy enfadada y quiero demostrárselo, aunque las palabras de Ryder hayan mitigado parte de ese enfado. Camino hasta colocarme en el centro de su despacho. Ella está al otro lado de su
sofisticado escritorio, tecleando algo en su Mac con la vista centrada en la pantalla. Cuando alza la cabeza y comprueba que me he detenido en mitad de la estancia, su gesto se tuerce. Supongo que esperaba que hubiera ido hasta ella. Me niego a dejar que atrape mi mirada y mucho menos a contemplarla embobada a pesar de lo bella que está, así que prudentemente clavo mi vista en
mis manos. Santana resopla y se deja caer sobre su elegante sillón de ejecutiva.
—Tienes que irte a casa —dice sin más.
No me lo puedo creer. Alzo la mirada furiosa y la conecto directamente con sus ojos.
—¿No te molestas en intentar hablar conmigo en toda la mañana después de lo que ha pasado en el desayuno y ahora me mandas a casa? —pregunto acelerada y muy muy enfadada.
—La doctora Jones dijo que trabajaras media jornada, Britt.
Está empezando a cansarse.
—También dijo que no me estresara y aquí estoy —replico sardónica—, delante de mi mayor causa de estrés.
Santana me fulmina con la mirada. Mi comentario no le ha gustado lo más mínimo.
—Britt, no quiero discutir —masculla.
Está arisca, inquieta, enfadada.
—Vete a casa —sentencia.
Yo suspiro hondo. Está claro que aquí está ocurriendo algo.
—Santana, ¿qué está pasando?
—Nada —responde terca la mula.
—No me lo cuentes si no quieres —protesto malhumorada—, pero no me trates como si fuera estúpida. Odio que se comporte como si fuera una niña pequeña. ¡Tengo veinticuatros años!
—No está pasando nada —me interrumpe exasperada—. Vete a casa de una maldita vez. Su mirada es fría, metálica, dura, y un reguero de emociones la recorre. Por un segundo me parece ver que también está asustada, pero esa emoción desaparece
sumergida en toda la arrogancia que brilla con fuerza en sus ojos. Yo le mantengo la mirada y un segundo después cabeceo. No entiendo por qué me está tratando así, pero ahora mismo creo que ni siquiera me importa saberlo. Sólo quiero salir de aquí.
Furiosa, giro sobre mis pasos y me dirijo hacia la puerta. En ese mismo instante Santana reacciona. Sale corriendo, me rodea la cintura con su brazo y tira de mí hasta que mi espalda se acopla a su pecho.
—Ven aquí —susurra dejándose caer sobre mí, hundiendo su nariz en mi pelo, haciendo que no quede un centímetro de aire entre nosotras. Quiero marcharme pero sencillamente no puedo. La mañana ha sido demasiado gris.
—Todo esto lo estoy haciendo por ti —susurra de nuevo y toda la inquietud y la tensión que antes vi en su expresión ahora toman su voz.
—¿Qué está pasando, Santana? —pregunto sin moverme un ápice.
—Nada que no pueda solucionar —se apresura a responder con una seguridad aplastante.
Me giro entre sus brazos despacio y su mirada vuelve a atrapar la mía. Algo dentro de mí no para de gritarme que no debería dejar las cosas como están, pero no puedo evitar que cada una de sus palabras, la manera en la que me mira, me conmuevan. Todos necesitamos que nos den un poco de cuerda alguna vez.
—Está bien —claudico.
Santana sonríe, alza la mano y me acaricia suavemente el labio inferior.
—Nos iremos juntas. Te llevaré a comer a Of Course.
Asiento e imito su gesto. Creo que necesitaba verla sonreír.
Santana me toma de la mano y salimos de la oficina. Me gusta el hecho de que ya no tengamos que escondernos o salir por separado, aunque reconozco que eso también tenía su encanto.
Llegamos al garaje y, como siempre, Finn nos espera junto al elegante Audi A8. Santana y yo nos acomodamos en la parte trasera. Sigue muy callada y pensativa.
Quiero ayudarla, pero lo cierto es que no sé cómo.
—Santana —susurro quitándome el cinturón y acercándome a ella.
Su nombre en mis labios parece ser su particular pistoletazo de salida. Me toma de las caderas y me sienta a horcajadas sobre ella. No lo duda y, acunando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza, intensa, casi desesperada.
—Quiero que confíes en mí —susurra contra mis labios.
Y no es una petición. Es una orden llena de una imperiosa necesidad por ser complacida.
—Confío en ti —respondo sin dudar, porque, al margen de todo, esas tres palabras nunca dejarán de ser verdad.
Se separa. Sólo lo necesario para que sus ojos vuelvan a atrapar los míos. Los suyos brillan con fuerza, llenos de rabia, de frustración y de un sinfín de emociones que parecen quemarle por dentro. Pero, sin dejar escapar un solo segundo más, vuelve a besarme indomable. La chispa estalla entre nosotras y todo arde.
Nuestros besos se hacen más intensos. Santana baja sus manos por mis costados y las desliza bajo mi vestido.
Gimo contra sus labios y ella gruñe contra los míos.
Enrolla su mano en mi coleta y sin ninguna delicadeza tira de ella para obligarme a alzar la cabeza y darle libre acceso a mi cuello. Me muerde, me lame y yo gimo más fuerte.
—Finn, lárgate —masculla justo antes de volver a besarme.
El chófer no contesta. Siento el coche girar un par de veces hasta que finalmente se detiene.
Santana sigue besándome y el mundo a mi alrededor se difumina.
Oigo una puerta cerrarse y automáticamente Santana me lanza sin ninguna delicadeza sobre el asiento y de inmediato ella lo hace sobre mí.
Ya puedo notar todo lo salvaje que va a ser y todo el placer que voy a sentir.
Cuando termina de recolocarse la ropa, se gira hacia mí, que trato de ponerme bien el vestido, y me mete un mechón de pelo tras la oreja al tiempo que me da un suave beso.
—Ha estado bien —susurra con su media sonrisa.
—Ha estado genial —replico tímida.
Nunca entenderé cómo logra conseguir que me siga sintiendo así cuando está cerca. La sonrisa de Santana se ensancha a la vez que se deja caer sobre el elegante sillón y se ajusta la chaqueta de un par de tirones. Coge mis bragas hechas añicos y, sin mediar palabra, se las mete en el bolsillo de sus pantalones. Me observa por última vez para comprobar que ya estoy lista y saca su iPhone.
—Nos vamos —ordena sin más a quien quiera que haya llamado.
A los segundos, Finn vuelve a acomodarse tras el volante y de inmediato yo me siento algo avergonzada. Si ha entrado tan rápido, significa que estaba relativamente cerca. ¿Y si lo ha oído todo? Automáticamente me ruborizo. Santana me observa un segundo, alza la mano y me acaricia con delicadeza la mejilla.
—Vas a conseguir que sólo pueda pensar en follarte otra vez —me advierte. Yo aparto mi mirada de la suya. Esos ojos están fabricados de peligro y deseo y van a conseguir hechizarme de nuevo. Sin embargo, antes de que me dé cuenta, como si mi libido hubiera tomado el control de cada uno de mis actos, alzo la mirada y dejo que la suya la atrape por completo. Son los ojos más increíbles que
he visto en mi vida.
—Finn, a casa —le ordena Santana.
—Creí que querías que comiera.
Santana me dedica su media sonrisa algo dura y muy muy sexy y sé que los planes han cambiado.
Finn detiene el Audi junto a las escaleras amarillas de acceso. Sale y, profesional, me abre la puerta del coche. Cuando me bajo, Santana me está esperando a unos pasos. Toma mi mano irradiando toda esa seguridad y me guía a través del
pasillo, el ascensor y las elegantes escaleras hasta nuestra habitación. Nos detiene en el centro de la estancia y da el paso definitivo para que nuestros cuerpos se toquen. Su mirada va haciendo que mi respiración se acelere despacio, dominándome, consiguiendo que me rinda a ella.
—Túmbate —me ordena.
Hago lo que me dice. Sus ojos me siguen ávidos y hambrientos. Camina hasta colocarse frente a la cama sin dejar de mirarme arrogante y exigente, decidiendo qué hará conmigo.
Se desabrocha cada botón despacio, torturadora, consiguiendo que suspire bajito cuando su impresionante torso se descubre ante mí.
Ya no puedo más, es una visión demasiado tentadora, y, como si el deseo tomara el control de mi cuerpo, hago el ademán de incorporarme.
—No te muevas, Britt —vuelve a ordenarme—, o no dejaré que te corras.
Trago saliva y muy despacio vuelvo a tumbarme.
Su voz ha sonado ronca, sensual. La voz de quien tiene el control,
del que juega con ella y de quien decide cómo morimos de placer las pobres mortales. Santana se desabotona sus elegantes pantalones a medida y deja que caigan al suelo junto a sus bragas suizas de doscientos dólares. Avanza por mi cuerpo hasta que sus ojos vuelven a dominarme desde arriba. Otra vez consigue que su mirada llena de lujuria, deseo y muchísimo placer, me incendie por dentro. Mi respiración se agita aún más y puedo notar cómo toda la
calidez de su cuerpo traspasa mi ropa y calienta el mío.
—¿Quieres tocarme? —me pregunta en un salvaje susurro.
—Sí —casi suplico.
Santana me dedica su media sonrisa y, prácticamente en ese mismo momento, me toma por las caderas y me gira bajo su cuerpo. Me da un azote. Fuerte. Gimo y con un solo movimiento me penetra con dos de sus dedos y me llena de intensidad.
—¡Joder! —grito.
El placer me recorre serpenteante. Mis manos y mis rodillas flaquean. Santana se inclina sobre mí, coloca su mano libre sobre las mías y me da un húmedo beso justo bajo la oreja.
—Te follaría hasta que se acabara el mundo.
Suspiro para ahogar el gemido que esas ocho palabras acaban de provocarme. Ya sé que otra vez voy a ver el maravilloso paraíso de placer y puro sexo de Santana López.
Me desperezo tumbada en el colchón con la sonrisa más grande del mundo. La segunda sesión de sexo salvaje ha sido aún mejor que la anterior. Frunzo el ceño al darme cuenta de que Santana no está. Extrañada, avanzo por la inmensa cama hasta
levantarme. Hace menos de un minuto estaba perdiéndose en mi interior sobre estas mismas sábanas.
Me pongo su camisa y, con el paso titubeante, no quiero que la señora Aldrin o Finn vuelvan a pillarme sin bragas, bajo hasta el salón. Ya desde los últimos peldaños puedo verla junto a la isla de la cocina, bebiéndose una botellita de San Pellegrino sin gas helada. Sólo lleva los pantalones y bra puestos. Está descalza y con el pelo revuelto.
—Me alegra ver que por lo menos necesitas agua —comento con una sonrisilla de lo más insolente acercándome a ella—. Creí que te alimentabas de sexo.
Santana separa el cristal de sus perfectos labios sin apartar sus ojos de mí y deja la botella sobre la encimera.
—Y no te equivocabas —replica.
Me toma por la cadera, me lleva contra su cuerpo y me besa con fuerza, desbocada. Me obliga a levantar las piernas hasta rodear su cintura y, sin separar nuestras bocas un solo instante, nos lleva de vuelta a la habitación. Entramos en el baño y directamente en la ducha. Abre el grifo y el torrente de agua cae a nuestro lado sin llegar a tocarnos. Despacio, deja que mis pies toquen el mármol y ágil se deshace de sus pantalones. Tiene demasiada prisa para quitarme su camisa botón a botón y, sin más, me la saca
por a cabeza. Nos lleva bajo el chorro. Me besa con fuerza y me empuja contra la pared, aprisionándome entre ella y su cuerpo. Como hizo en la cama, me gira entre sus brazos e inmediatamente noto pelvis humeda y caliente chocar contra mi trasero.
—Pon las manos contra la pared —me ordena.
Hago lo que me dice y gimo cuando se recoloca entre mis piernas.
—¿Quieres tocarme? —vuelve a preguntar exigente, brusca, incluso arisca, al tiempo que ancla sus manos en mis caderas.
—Sí —vuelvo a suplicar.
Santana baja una de sus manos por mi vientre y, experta, desliza dos dedos en mi sexo.
—Pues entonces tendrías que haber sido una chica obediente y haber venido a casa cuando te lo dije.
Introduce sus dedos en mi interior y cualquier protesta que pensara hacer se evapora en un largo y profundo gemido.
Grito.
El agua cae sobre nuestros cuerpos, sobre mis manos que luchan por mantenerse pegadas a los azulejos.
Santana me embiste sin piedad. Sus dedos se deslizan sobre mi sexo y me llena de placer estocada a estocada.
—Dios —gimo.
El agua quema pero es mi propio cuerpo el que va a arder en cualquier momento.
Santana aprieta con más fuerza su mano en mi cadera.
Acelera el ritmo.
Sus dedos acarician hasta el último rincón de mi sexo.
Grito.
Mi cuerpo se tensa.
Hace calor. Hace mucho calor.
—¡Santana!
Un orgasmo acuciante, acelerado, fuerte, brusco, duro, me recorre entera y se mezcla con cada gota de agua que acaricia mi piel hasta hacerme ver el cielo de nuevo.
Santana me embiste una vez, dos, tres veces y, a la cuarta estocada, su mano se agarra aún más posesivamente a mi cadera y suelta su placer con un alarido caliente y sensual.
Nos quedamos quietas bajo el chorro unos minutos. El ruido de nuestras respiraciones se mezcla con el sonido del agua y todo se tiñe de relajación, dicha postorgásmica y vapor.
Santana me ayuda a salir de la ducha y me envuelve con una toalla. Regreso a la habitación, pero de inmediato, como si una fuerza poderosa e indisoluble me llamara, me vuelvo para verla salir del baño con una toalla inmaculadamente blanca rodeando sus pechos. Al tiempo que levanta la cabeza se echa el pelo hacia atrás, y
creo que voy a tener otro orgasmo sólo con semejantes vistas.
Santana no dice nada, camina hasta mí, me quita la toalla de un tirón y me tumba sobre la cama haciéndolo inmediatamente sobre mí.
—Santana —me quejo con una sonrisa nerviosa y absolutamente maravillada en los labios.
—¿Qué? —pregunta presuntuosa, con sus manos a ambos lados de mi cabeza y sus ojos, brillando más oscuros que nunca, dominando los míos a una distancia demasiado corta.
Está desatada y yo estoy encantada.
Me da un beso en los labios y sin más comienza a bajar por mi cuerpo. Sus labios se deslizan por mi mandíbula, mi cuello, mis pechos. Su cálido aliento solivianta mi piel hasta llegar a mi ombligo. Me besa el vientre de lado a lado y pasea su nariz por mi pelvis y mi sexo antes de darme un húmedo y profundo beso justo en el centro de todo mi placer.
—Santana —gimo, pero cada letra se evapora en un suspiro largo, intenso, absolutamente extasiado.
Me besa como sólo ella sabe hacerlo, tomándose su tiempo, haciendo que mi cuerpo se retuerza de placer.
—Saan.. taa.. naa.. —vuelvo a gemir.
Se arrodilla entre mis piernas, se deshace de la toalla y vuelve a colocarse entre ellas. Y esta lista como si no hubiera estado dentro de mí ya tres veces, acaricia mi sexo hipersensibilizado y todo mi cuerpo se arquea.
Sonríe traviesa y satisfecha y se inclina sobre mí. Me besa para
calmarme o quizá para soliviantarme más, quién sabe cuáles son su malévolos planes, con un fluido movimiento entra mí.
—¡Dios! —grito.
Se mueve despacio, profundo, colmándome una y otra vez, llegando más lejos con cada empuje.
Me aferro a sus hombros y Santana reacciona hundiendo su perfecta boca en mi cuello. Me muerde.
Me lame. Alcanza un punto inexplorado en mi interior y todo mi cuerpo vuelve a arquearse bajo el suyo.
No puedo más.
Acelera el ritmo.
Grito.
Gruñe.
Me embiste.
Me corro.
Dios…
Me despierto con la sonrisa en los labios. Me incorporo sobre la cama y miro a mi alrededor. Ahora mismo estoy en una nube. Estiro el brazo a través del colchón y llego hasta su camisa. Santana debe haberla dejado ahí para mí. Al deslizarla sobre mis hombros, un suave aroma a lavanda me inunda. Todavía huele a ella. Me abrocho los botones despacio mientras no puedo dejar de pensar que ha sido increíble. Nunca había dudado de las habilidades de Santana para el sexo, pero es que hoy se ha superado. ¡Caí desmayada! Me folló hasta que perdí el conocimiento literalmente.
Rompo a reír y me dejo caer sobre la cama otra vez. Estoy casada con una diosa pagana del sexo.
En ese momento oigo pasos acercarse a la habitación y me incorporo de nuevo. Santana entra en la estancia con una bandeja en las manos. Ya se ha duchado y lleva sus vaqueros gastados y una camiseta gris de la que se ha remangado las mangas. No entiendo cómo con algo tan sencillo puede estar tan espectacular.
—¿Qué es esto? —pregunto divertida cuando coloca la bandeja en la cama frente a mí y veo un cuenco de fruta perfectamente cortada y lavada y dos rebanadas de pan blanco tostado.
Antes de que pueda contestar, cojo un trozo de plátano y me lo llevo a la boca.
—Estoy hambrienta —me disculpo.
Santana me dedica su media sonrisa, como si tuviera claro que, después del maratón de orgasmos y sábanas de diez mil hilos, me iba a despertar con un hambre voraz.
Se saca algo del bolsillo trasero del vaquero y me lo tiende. Está enrollado y no puedo ver bien lo que es.
—Finn me dijo que querías leerlo —me anuncia.
Lo cojo y comprendo que se refiere al New Yorker. Asiento encantada con un trozo de fresa en la boca. Está jugosa y deliciosa.
Santana sonríe, pero su gesto se transforma en uno más duro y sensual cuando apoya la rodilla en la cama y ágil, como un animal salvaje, se inclina sobre el colchón clavando los puños en él hasta que nuestras miradas están a la misma altura.
Yo observo todo el movimiento absolutamente hechizada por su magnetismo.
—Prométeme que te quedarás en la cama y descansarás —me ordena suavemente.
Otra vez veo esa punzada de inquietud en sus ojos. Otra vez quiero preguntarle por qué está tan preocupada. Y otra vez me contengo. Prometí confiar en ella. Así que hago lo único que creo que puede tranquilizarlo mínimamente.
—Sí, me quedaré aquí y descansaré.
Su mirada se relaja y, dentro de mi preocupación, me siento inmensamente feliz por haberlo conseguido.
Santana continúa observándome. Alarga la mano y, sin desatar nuestras miradas, me acaricia el labio inferior con el pulgar. Si pretende hacerme arder por combustión espontánea, va por el camino correcto. Al final se incorpora y se marcha, dejándome absolutamente sedienta de ella. Esta mujer va a volverme completamente loca. Respiro hondo tratando de calmar mis hormonas borrachas de deseo y cojo una de las rebanadas de pan tostado. Hacía años que no comía a media tarde. Había
olvidado lo bien que sienta. Rompo un trozo de pan con los dedos y me lo llevo a la boca mientras abro la revista sobre mi regazo. Sonrío al ver el editorial de Sterling sobre la crisis económica. Paso las páginas veloz hasta llegar al artículo de Antón Smith. La
entradilla sobre la economía de consumo para frenar la crisis es brillante. No me extrañaría que se la hubiese dictado el propio Sterling. Tal como ordenó, el anuncio clásico de Coca-Cola de la mujer entrando en la fábrica luce a página completa.
Sólo fueron unos días y la mayoría de ellos resultaron horribles, pero viendo este artículo me siento muy orgullosa de mi paso por el New Yorker. Me dispongo a seguir leyendo cuando recuerdo que aún no he tenido oportunidad de ver el Times para averiguar cuáles son las fechas del Cirque du Soleil. Me bajo de la cama y corro hasta la cómoda para coger unas bragas. Pellizco un nuevo trozo de pan y me lo llevo a la boca mientras me dirijo a las escaleras.
Voy hasta el despacho de Santana, pero a unos pasos me detengo. Está hablando por teléfono y no quiero molestarla. Me doy media vuelta y, camino de la cocina, inspecciono el salón. Frunzo los labios. Esperaba encontrar el periódico aquí. Normalmente suele haber un ejemplar en la mesita de centro o sobre la isla. Me
apoyo en la barra y me inclino sobre ella. Tampoco se ve por la cocina. Qué extraño.
—¿Puedo ayudarla en algo, Britt? —La voz de Finn me sobresalta.
Me giro y lo saludo con una sonrisa, martirizándome por no haber recordado que Santana tiene servicio cuando decidí bajar únicamente en bragas y camisa.
Pienso en decir que no y salir corriendo escaleras arriba pero... cinco acróbatas saltaban a la vez sobre un balón de helio y se agarraban a una estructura metálica que pendía del techo y con la que formaban un dragón chino. No quiero perderme eso.
—Buscaba el periódico —respondo tratando de no sonrojarme—. No quiero entrar en el despacho de Santana y molestarla y pensé que quizá estaría por aquí. Su expresión cambia imperceptiblemente y juraría que ha sido cuando he dicho
la palabra periódico.
—Avisaré a la señorita Lopez —comenta andando hacia su despacho.
—No te preocupes, Finn, puedo ir yo.
Comienzo a caminar hacia el estudio, pero el chófer me intercepta cortándome el paso.
—Sé que está trabajando, pero sólo será un segundo —alego.
—Quizá preferiría que se lo subiese yo —propone profesional.
Lo miro confusa. ¿Qué le pasa? Estoy a un par de metros del despacho, puedo entrar y coger el periódico yo misma. Sé que está trabajando. No voy a entrar y revolver su estudio como si tuviera tres años.
—Prefiero ir yo —replico con una sonrisa, pero no se aparta.
En ese momento Santana sale y, con el ceño fruncido, me observa flanqueada por su hombre para todo.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunta y claramente se ha puesto en guardia.
—Quería entrar en tu despacho —me defiendo— y Finn no me deja.
Ha sido un chivatazo en toda regla, pero es que la situación es de lo más ridícula.
—Sólo quiero ver el periódico —protesto.
La expresión de Santana cambia. Su mandíbula se tensa y su mirada se recrudece.
—¿Qué está pasando? —murmuro y, más que preocupada, creo que ahora estoy asustada.
—Finn, puedes retirarte —le comunica Santana sin levantar los ojos de mí. Yo tampoco desuno nuestras miradas y espero paciente a que el chófer salga de la estancia para obtener mi respuesta. Santana cierra los ojos un instante y baja la cabeza, como si toda la situación lo superara. Cuando vuelve a alzarla, un reguero
de emociones salpica el café de su mirada. Está enfadada, frustrado y otra vez puedo ver toda esa inquietud.
—Vuelve arriba —dice sin más.
¿Qué?
—No —respondo sin dudar.
—Vuelve arriba, Britt —repite con la voz aún más endurecida.
—No voy a volver arriba hasta que me cuentes qué está pasando.
—¡Joder! —masculla furiosa.
Me doy cuenta de que, si ella no va a darme las respuestas que me merezco, tendré que buscarlas yo. Con paso decidido, camino hacia su estudio. Al pasar a su lado, no me detiene, pero la tensión que emana de su cuerpo es casi palpable. A un par de metros, el estómago se me cierra de golpe. ¿Y si el periódico ha vuelto a
publicar algo horrible sobre mí, sobre mi madre? ¿Y si hay alguien en su despacho? ¿Y si es Marisa?
Trago saliva e intento tranquilizarme. Sea lo que sea, será mejor que quedarme al margen. Entro en el estudio y veo el periódico en el sofá. Lo cojo y, ceñuda, examino la portada. No hay nada especial. Lo abro y voy pasando página tras página. Veo la
noticia del Cirque du Soleil, pero ya no me interesa. Sigo revisándolo y de pronto me parece una estupidez lo que estoy haciendo. ¿Qué espero encontrar? Sin embargo, cuando estoy a punto de rendirme y volver a dejar el Times sobre el
tresillo, lo abro otra vez. Es más que curiosidad, es una sensación de duda efervescente que bulle en la boca de mi estómago. Continúo pasando páginas y entonces mi corazón se rompe en millones de pedazo
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Por Dios, y ahora que??????
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap,...
ahora que paso??? o que hizo san??
asta a mi ya me estresa san!!!,..
nos vemos!!!
ahora que paso??? o que hizo san??
asta a mi ya me estresa san!!!,..
nos vemos!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Monica.Santander Hoy A Las 2:31 Am escribió:
oh yo estoy mas asi
Micky Morales Hoy A Las 8:00 Am Por Dios, y ahora que?????? escribió:
Esta intensa la cosa, van a odiarme pero aqui vamos. ..
3:) Hoy A Las 6:22 Pm holap,... ahora que paso??? o que hizo san?? asta a mi ya me estresa san!!!,.. nos vemos!!! escribió:
sip a mi me estresa y me enoja, y entristece. la ficcion ha tomado mas vida que la realidad.
Aqui otro cap.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
CAPITULO 11
Lo reconozco todo: la terraza de Chelsea, las vistas, a Santana; a quien no reconozco es a ella. Está muy cambiada, pero la pulsera en su muñeca la delata. Es Marisa. Bajo el mordaz titular de «Nueva York para las neoyorquinas», hay una foto a cinco columnas de Santana besándose con Marisa en la terraza. El artículo lo firma
Lucas McCallan. Debe de estar disfrutando muchísimo con todo esto. Dejo caer el periódico en el sofá y me giro despacio. Siento como si hubieran tirado de la alfombra, del mundo entero, bajo mis pies. Santana está de pie justo en la entrada. Su mirada ahora mismo es impenetrable. Yo me siento ofendida, dolida, triste.
—Por eso no querías que viera el periódico —murmuro con tanta rabia en la voz que apenas es audible. Las lágrimas caen por mis mejillas pero me las seco brusca.
—. Por eso me has sacado de la oficina a rastras y por eso me has follado hasta que he perdido el conocimiento.
Santana tuerce los labios un único segundo, una imperceptible muestra de dolor.
Es una hija de puta.
—No quería que vieras la foto, pero no por los motivos que tú crees.
Sonrío fugaz. Va a tratarme como una cría hasta el final.
—¿Y cuáles son esos motivos? —replico llena de desdén, con la voz entrecortada luchando para que suene firme.
—No ibas a entenderlo —responde amenazadoramente suave.
La miro sin poder creer lo que estoy oyendo. No voy a soportar ni un minuto más este absurdo juego. Me ha engañado. Me ha traicionado.
—Eres una hija de puta —siseo, antes de ir hasta la puerta dispuesta a marcharme de aquí de una vez por todas.
—La foto es antigua —dice en un golpe de voz.
Me paro en seco con el ceño fruncido a unos pasos de ella.
—¿Crees que soy idiota? —murmuro.
—Te estoy diciendo la verdad.
Ahogo una sonrisa furiosa y nerviosa en un suspiro y me encamino de nuevo hacia la puerta. No quiero volver a verla. Pero, antes de que pueda alcanzarla, Santana me detiene cogiéndome por la cintura. Forcejeo tratando de escapar. Las lágrimas
casi no me dejan ver nada. Pataleo. Quiero salir, pero Santana me lleva hacia dentro prácticamente sin esfuerzo y me sienta en su escritorio. Me revuelvo, pero ella me mantiene perfectamente sujeta. Mi respiración está acelerada, es casi caótica. No quiero estar aquí. No quiero escucharla.
—La foto es antigua —repite tomando mi cara entre sus manos.
Algo dentro de mí me dice que no debería escucharla.
—Nena, créeme —susurra.
Despacio, mueve sus manos y, paciente, me aparta algunos mechones de la cara y me seca las lágrimas. Yo suspiro intentando tranquilizarme, sintiendo en la punta de sus dedos la dulzura con la que me está tratando. Aún más lentamente, se inclina
sobre mí y me besa una vez, un leve roce de sus labios con los míos. Yo vuelvo a suspirar y aparto la cara, agachándola, casi escondiéndola. Ni siquiera soy capaz de comprender cómo me siento ahora mismo.
—Nena —vuelve a llamarme.
Delicadamente me obliga a alzar la cabeza y sus ojos atrapan los míos por completo. Un millón de emociones siguen centelleando en ellos, pero la inquietud y un miedo sordo, casi helado, están ahí sin ningún asomo de duda. De nuevo despacio, vuelve a inclinarse sobre mí y, sin desatar nuestras miradas, me besa, y yo esta vez me dejo besar porque quiero creerlo, necesito creerlo. Santana me estrecha contra su cuerpo y hace su beso aún más intenso.
Cuando nos separamos, me da uno nuevo, corto y dulce, y deja su frente descansar sobre la mía. Estoy nerviosa, inquieta. Siento que la situación está a punto de poder conmigo.
Oímos un tímido carraspeo en la puerta y los dos alzamos la mirada. Es Finn. Santana le apremia con la mirada a decir lo que tenga que decir. Ahora comprendo muchas cosas: porque Santana se marchó esta mañana sin dar explicaciones, que Finn se ofreciera a comprarme la revista o lo extraña que volvió Quinn de su despacho. Suspiro por enésima vez y me esfuerzo en dejar de pensar en todo eso. Hace que me sienta como una pobre tonta a la que siempre dejan al margen de todo.
—Señorita Lopez, la señorita Borow está aquí.
Todo mi cuerpo se tensa al instante.
—Que se marche —contesta Santana sin dudar.
Por un momento pierdo mi mirada en su mandíbula tensa, en su cara de perdonavidas. Me paso los días quejándome de que me ve como a una cría y muy en el fondo puede que lo sea, pero no soy ninguna cobarde y, si siempre dejo que esa mujer me vea escondida tras Santana, eso será lo que continuará pensando.
—No, Finn, espera —lo llamo.
Los dos me miran sorprendidos.
—Hazla pasar —le ordeno.
Aparto a Santana, que lo hace con el ceño fruncido y a regañadientes, y me bajo de la mesa. Finn no reacciona y yo enarco las cejas apremiándolo sin palabras.
Finalmente mira a Santana y ésta asiente desconfiada. Observo cómo su hombre para todo gira sobre sus pasos y se marcha. Cuando lo hace, yo también salgo del estudio bajo la atenta mirada de Santana. Creo que todavía está asimilando que quiera
enfrentarme a ella. Sin perder tiempo, voy hasta la habitación. Busco el pequeño bolso rojo que llevé a la cena de los Lopez y saco la pulsera. Pienso tirársela a la cara y dejarle claro que no es bienvenida en esta casa. Antes de salir del vestidor, me veo de pasada en el espejo y recuerdo que sólo llevo la ropa interior y la camisa de Santana. Voy a coger unos vaqueros, pero, cuando
mis dedos apenas han rozado la prenda, me llevo la mano a los labios. Prefiero que esa arpía me vea exactamente así, como ella nunca podrá estar. Salgo de la habitación y enfilo las escaleras.
«Soy una chica valiente, soy una chica valiente.»
—Hola, Santana —la oigo saludarla tan irritantemente solícita como siempre. Acelero el paso y al fin llego al salón. Sólo tengo que comportarme como lo haría Sugar o, mejor aún, como haría Rachel. Ella sería capaz de aprender yudo sólo para patearle el culo.
—Hola, Marisa.
Con desgana, deja de comerse a Santana con la mirada y me presta atención. Cuando me ve, sus ojos se llenan de sorpresa y entreabre los labios. Claramente no me esperaba y mucho menos así vestida.
—Hola, Brittany —responde tratando de disimular que está molesta.
Ahora que estoy aquí, no sé muy bien qué hacer.
«Piensa, maldita sea, piensa.»
—¿Qué quieres, Marisa? —la interrumpe Santana acelerando toda la situación. Ella se acaricia el tirante de su carísimo vestido sin levantar los ojos de Santana.
—Pasaba por aquí y quería saludarte. Además, en la cena en casa de tus padres no tuvimos tiempo de hablar y necesito comentar algunos negocios contigo.
—Si quieres hablar de negocios conmigo, nos veremos en mi oficina —replica arisca.
—Como quieras —responde, dándole carta blanca absolutamente para todo con sólo dos palabras.
¿Acaso no ve que estoy aquí y prácticamente en bragas? ¡Es una zorra!
—Marisa —la llamo—, ya que estás aquí, por qué no aprovechas para llevarte tus cosas.
Ella me mira confusa. Yo doy un paso adelante y abro la mano mostrándole la pulsera.
—La encontré en el fondo de un cajón, enganchada con algo —le aclaro—.Seguro que para ti tiene más valor sentimental.
Le entrego la pulsera y tengo que contenerme para no dar un grito de alegría por haber puesto a esta arpía por fin en su sitio.
Ella examina la pulsera y a los segundos una sonrisa taimada asoma en sus labios. Toda mi satisfacción se esfuma y, sin saber por qué, un escalofrío frío y sordo me recorre la columna.
—Esta pulsera no es mía —comenta tendiéndomela.
Frunzo el ceño confusa y por inercia alzo la mano para cogerla.
—Marisa, márchate.
La voz de Santana se abre paso a mi espalda. Aunque no la veo, sé que está más que furiosa.
—Deberías preguntarle a Savannah. Es más de su estilo.
—¡Marisa, largo! —El grito de Santana corta el ambiente.
Marisa gira sobre sus carísimos tacones y se marcha. Yo trago saliva e intento ordenar todas las ideas, que hierven en mi mente. La pulsera es de Savannah y, por la manera en la que Marisa lo ha dicho, está claro que con la palabra estilo se refería a lo mismo de lo que me habló Sugar y el documental del Discovery Channel.
Por Dios, no entiendo nada.
—Me has mentido —casi tartamudeo, volviéndome para tenerla frente a frente. Santana está a unos pasos de mí. Su rostro, toda su expresión, reflejan una tensión indecible. Está furiosa, nerviosa. Su mirada está más endurecida que nunca y todas las emociones que vi antes regresan a ella como si fuera una bomba de relojería a
punto de estallar.
—Yo no te he mentido —masculla con la voz recrudecida—. Tú diste por hecho que la pulsera era de Marisa.
—¡Y tú dejaste que lo creyera! —respondo alzando la voz.
—Brittany —me reprende.
—Brittany, ¿qué? —replico. Estoy furiosa, dolida—. Quiero la verdad, Santana.
Hablo en serio. Nada de historias a medias. Si la pulsera es de Savannah, ella es la chica de la foto.
—¿Por qué tenemos que hablar de esto? —se queja exasperada—. No tiene nada que ver con nosotras.
Cabeceo. Un millar de sentimientos diferentes tiran de mi cuerpo en
demasiadas direcciones. Quiero tirarle algo a la cabeza, quiero romper a llorar, quiero correr a sus brazos. Odio que haya tenido algo con ellas, pero me duele mucho más la posibilidad de que las prefiera antes que a mí.
—Cuéntamelo —le pido tratando de sonar serena.
—No —responde terco.
Una palabra transformada en una gigantesca advertencia.
—Cuéntamelo —repito.
—Britt, he dicho que no.
—¡Me merezco saberlo!
Y, aunque es lo último que quiero, comienzo a llorar. Estoy desesperada. Me llevo las palmas de las manos a la cara en un estúpido intento de que no me vea. Es algo absurdo. Mis sollozos descontrolados resuenan por todo el salón.
—Estuve con las dos —se sincera.
¿Qué?
—¿Un trío?
Todo me da vueltas. No me puedo creer lo que estoy oyendo.
—No, salí con las dos al mismo tiempo y también me acostaba con otras chicas. Nunca las engañe. Las dos tenían claro lo que había.
—¿Cuándo? —pregunto.
—Hace seis años. Marisa y yo teníamos una relación normal, follábamos y poco más, pero con Savannah era diferente. A mí me gustaba llevar el control y a ella le encantaba que lo hiciera. Al principio sólo era en la cama, pero después fue creciendo.
Calla un segundo. Yo estoy al borde de la conmoción. Santana me observa y finalmente se pasa la mano por el pelo.
—Si estábamos en un bar, le decía con quién quería que bailara, quién quería que se la tirara en el baño. Ella lo hacía para complacerme y yo porque en el fondo ella me importaba una mierda, pero tenía veinticuatro años y tener esa clase de
poder sobre otra persona me volvía loca. Si le decía que no comiese, no comía. Si le decía que no durmiese, no lo hacía.
—¿Eras su ama?
Siento náuseas.
Santana niega con la cabeza y yo siento un increíble alivio.
—Ser su ama implicaba unas cosas que yo no quería aunque ella sí. Me pidió que le comprara la pulsera y lo hice porque para mí no significaba nada. Me comporté como una gilipollas, Britt, pero mi vida se me estaba escapando entre los dedos y la relación que teníamos me hacía sentir que volvía a tener el control de
la maldita situación. Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco rápidamente. No es tristeza. Me siento sobrepasada.
—¿Por qué terminó?
—Porque para mí era un juego y para ella no y, por muy poco que me importase. Rompí con ella y poco después se fue a luxemburgo.
Asiento nerviosa. Por lo menos nunca quiso nada serio con ella.
—¿Le pegabas? —inquiero con voz temblorosa.
No sé por qué lo hago. Creo que necesito espantar todas las imágenes de Santana como un ama en un cuarto lleno de fustas de cuero… con ella.
—No, Britt. Me gusta follar duro, pero no la ataba a un poste y la azotaba con un látigo.
—Tiene el valor de parecer ofendida
—. Me la follaba a ella igual que… —se frena a mitad de frase y tuerce el gesto como si se arrepintiese por adelantado.
—¿Igual que me follas a mí? —pregunto e involuntariamente mi voz se llena de rabia y dolor a partes iguales.
—Yo no he dicho eso —sentencia haciendo hincapié en cada palabra.
En realidad sí lo ha dicho. Otro aluvión de lágrimas inunda mis ojos, pero nuevamente no me permito derramar ninguna. Ahora mismo me siento una más. Suspiro bajito tratando de contener el huracán que amenaza con asolarme por dentro. Sin dejar que vuelva a atrapar mi mirada, camino hasta ella y le tiendo la pulsera.
—Deberías guardarla tú —musito.
Santana coge la pulsera pero en el mismo instante, sin ni siquiera mirarla, la lanza al fondo del salón y me toma de la muñeca antes de que pueda escapar, acercándome a ella.
—Esa pulsera no es nada para mí y ella tampoco. No me importa lo más mínimo si se ha pasado los últimos seis años con un puto collar de perro al cuello. Savannah no significa nada para mí.
Necesita que lo entienda, pero yo no puedo evitar sentirme como me siento. Es cierto que pertenece al pasado, pero todo sale a relucir ahora: la pulsera, la foto. Estuvo en Luxemburgo cuando estuvimos separadas. ¿Y si la vio? ¿Y si se acostaron? ¿Y si cada vez que su mundo se ponga patas arriba es a ella a quien va a
necesitar? Sacudo la cabeza. No quiero pensarlo.
—Santana, suéltame —le pido.
—No puedes enfadarte por algo que ocurrió antes de conocerte —replica exasperada.
Tiene razón y sé que estoy siendo muy injusta, pero no puedo evitarlo.
—Santana, necesito un momento, por favor.
Tiro de mi mano tratando de soltarme. Al tercer tirón, Santana, a regañadientes, abre la suya y me libera. Sin decir nada más, camino con paso acelerado hasta las escaleras y las subo deprisa.
Hasta que no me siento en el borde de la cama, no me doy cuenta de cuánto me tiemblan las rodillas. Estoy nerviosa, inquieta, acelerada. La cabeza me da vueltas y el corazón me late a mil kilómetros por hora. Tuvo algo con Savannah y, por mucho que ella diga que no significó nada, fue algo diferente a lo que tuvo con otras
chicas. Suspiro hondo y trato de recordar la foto. Ella está igual pero... ella parece tan diferente a la Savannah que conozco. Lleva un vestido sencillo, el pelo recogido en una coleta aún más sencilla. Intento recordar un poco más, en realidad cada detalle.
Quiero creer a Santana y pensar que la foto es antigua. Igual que quiero creerlo y pensar que ella no significa ni significó nada para ella. Un rayo atraviesa el cielo de Manhattan y me distrae. Miro la ventana y, a pesar de esperarlo, cuando suena el impactante trueno, doy un respingo sobre el colchón.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, me levanto, me quito la camisa de Santana y vuelvo a ponerme mi vestido, impecablemente doblado sobre la cómoda.
Necesito volver a ver ese periódico, pero no quiero ir a su despacho. Quiero pensar, intentar racionalizar todo esto, y con Santana cerca es imposible. Me pongo la chaqueta y me calzo mis botas.
Bajo al salón acelerada, exactamente como me siento. Por suerte Santana ya no está. Imagino que se habrá encerrado en su estudio. Suspiro con fuerza, conteniendo esa parte de mí que simplemente quiere acurrucarse en su regazo y fingir que nada ha pasado, y voy hasta la puerta principal.
Llueve a mares. Antes de poner un pie en la acera, hago memoria. El kiosco de prensa está en la esquina de la 31 con la Octava, a dos manzanas de aquí. Si corro, llegaré sin mojarme demasiado.
Esquivo a los neoyorquinos malhumorados que se mojan de vuelta del trabajo y a los que, por culpa del paraguas, tienen la visión reducida. Me encojo bajo mi chaqueta y me la cierro con fuerza juntando las solapas con la mano más de lo que lo hacen los botones. El kiosco tiene un pequeño toldo, así que, por suerte, puedo refugiarme en él mientras un chico más o menos de mi edad compra un paquete de chicles.
—El Times, por favor —pido al tiempo que me meto la mano empapada en la chaqueta aún más empapada y saco un billete de cinco. El hombre me entrega la vuelta y, aunque mi idea era regresar a casa y examinarlo allí tranquilamente, la desazón me puede. En una esquina del pequeño toldo abro el periódico y busco desesperada el artículo. Si no fuera imposible, diría que la de la foto soy yo. Incluso creo que tengo un vestido exactamente igual. La
pulsera en su muñeca me hace apretar los labios. Sigo observando. Quiero encontrar el detalle definitivo que me haga creer a Santana sin resquicio de duda. Miro cada centímetro. Miro cada maldito centímetro y, entonces, obtengo exactamente lo contrario.
El corazón me da un vuelco y después simplemente cae destrozado, como todo mi mundo. Doblo el periódico con cuidado y regreso a casa. Camino acelerada pero no corro. Es como si de pronto no tuviera ninguna prisa por llegar. Por primera vez recuerdo el código de seguridad de la puerta y no necesito llamar. Es curioso que sea precisamente ahora.
Subo cada peldaño como si los pies me pesaran cien kilos.
Al verme entrar absolutamente empapada en su estudio, su expresión cambia por completo. Ya no hay cautela en sus ojos. Sólo todo ese desahucio. El mismo sentimiento que veía en su mirada cuando no le dejaba tocarme. No debí haber dejado que lo hiciera jamás.
—La pieza está al revés —musito.
Ella frunce el ceño saliendo a mi encuentro. No entiende a qué me refiero.
—Si querías que te creyese, tendrías que haberte molestado en cambiar la pieza sobre el interruptor de la terraza mucho antes —le digo casi gritando con la cara, la voz, llenas de lágrimas.
—Britt —me llama.
Alza la mano pero rápidamente doy un paso atrás antes de que pueda tocarme.
No voy a permitir que lo haga. Eso se acabó.
—¿Cuándo, Santana?
Aprieto el periódico con fuerza.
—Joder —farfulla.
No quiere tener que contestar y ésa es la respuesta más clara para mí.
—¿Cuándo? —repito.
Quiero escucharlo de sus labios.
—Dos días antes de nuestra boda, cuando me emborraché.
Asiento y respiro hondo. Me estoy rompiendo por dentro.
—Quiero irme —musito.
Me giro y doy el primer paso para alcanzar la puerta, pero Santana me lo impide.
—No, no vas a irte —replica con la voz endurecida—. Vas a escucharme.
—No me interesa nada de lo que tengas que contarme.
Alzo la mirada y mis ojos se encuentran inmediatamente con los suyos oscuros y furiosos. Sigue siendo una mirada arrogante, pero la inquietud, la tristeza y el arrepentimiento la empañan. Aun así, la soberbia gana la batalla. Al fin y al cabo sigue siendo Santana Lopez.
—Unos días antes de la boda ella se presentó en mi despacho. Tú te estabas recuperando después de que ese gilipollas te atacara, acababa de discutir con mi padre y el tuyo no daba su brazo a torcer. Ella me dijo que sabía lo que necesitaba, pero yo ni siquiera le presté atención. Cuando insistió, me puse furiosa. Le dije que
te tenía a ti y que no necesitaba nada más. No quería seguir oyendo más tonterías y me marché a una reunión. Justo antes de abrir la puerta, ella volvió a repetir que sabía lo que necesitaba, a lo que respondí que por mí podía quedarse esperando ahí
toda la tarde. Joder, no lo dije en serio. Sólo quería que se largara. Pero cuando regresé más de cuatro horas después, ella seguía allí, exactamente en el mismo lugar. Su sumisa, porque, aunque ella dijera que no, era su ama. Ella lo sentía así. Las imagino a las dos en la misma habitación y tengo ganas de vomitar.
—Le dije que se largara y lo hizo —continúa—. Pero cuando aquella noche mi padre se presentó aquí, joder, me volví loca. Lo único en lo que podía pensar era en hundir a Leroy Berry. No lo hice por ti —sentencia.
Es una gilipollas y una sucia bastarda. Se está comportando como si encima tuviera que darle las gracias.
—¿Y porque te diera cargo de conciencia hundir a una familia te revolcaste con ella?
—Yo no me acosté con ella, joder.
Cabeceo a la vez que una sonrisa fugaz e irónica, que ni siquiera me llega a los ojos, asoma en mis labios. No voy a ser tan estúpida de pensar que sólo se besaron.
—Fui a buscarla, pero sólo con verla me di cuenta de que no quería estar allí ni con ella y me fui a un bar a beber.
Cabeceo de nuevo. Son sólo más mentiras.
—Además, esto no es sólo culpa mía —se queja arisca—. ¿Por qué no me dijiste que sabías lo de Berryn? Me dejaste salvarlo —protesta casi en un grito.
—Porque pasó hace más de veinte años y pensé que sólo te haría daño — respondo con el mismo tono.
—Creí que para ti lo más importante era la sinceridad —replica odiosa.
—Eres una hija de puta —siseo, fulminándola con la mirada.
Agarro aún con más fuerza y rabia el periódico, no sé por qué no lo suelto, y echo a andar hacia la puerta con el paso decidido. Sin embargo, una vez más Santana me intercepta.
—¡Suéltame! —grito.
Rompo a llorar. Ya no puedo más. Intento alcanzar la puerta, pero a Santana no le cuesta ningún trabajo retenerme. De pronto me siento como si el tiempo no hubiera pasado y volviera a estar en la misma discusión que hace unas horas sólo que más agotada, más furiosa, más dolida.
—¡Suéltame de una maldita vez! —grito de nuevo.
Santana me lleva hasta la pared. Me inmoviliza con las caderas e intenta agarrar mi cara para obligarme a mirarla. Yo me revuelvo. La empujo. Me siento desbordada, con el corazón en la garganta y una rabia tan inmensa que casi no me deja respirar.
—¡Suéltame! —le grito por tercera vez.
—Escúchame.
—Te he dicho que me sueltes —respondo terca.
—¡Escúchame!
—¡No!
No pienso hacerlo. No voy a perder un solo segundo más con ella.
—Britt, joder, ¡creí que eras tú!
Mi mente se ha evaporado.
Santana me mira con la respiración agitada y la expresión aún más inquieta.
—¿Qué?
—Cuando te marchaste aquella noche, seguí bebiendo. Ella se presentó aquí, dejé que subiera pero cuando entró la perdí de vista. Estaba tan borracha que a duras penas me mantenía en pie. Al regresar, llevaba uno de tus vestidos y se había recogido el pelo en una sencilla coleta. Creí que eras tú, joder, y la besé.
Pestañeo intentando que las lágrimas me dejen enfocar bien su rostro. La respiración se me ha entrecortado aún más y el corazón me late todavía más de prisa. Todo esto es una pesadilla.
—¿Y qué pasó después? —pregunto con la voz entrecortada.
—Que no eras tú.
Esas cuatro palabras me taladran el corazón. Su autocontrol se está
resquebrajando y su voz se ha llenado de todas las emociones que reflejan su mirada, de todo ese dolor, de ese desahucio sordo y frío.
—¿Te acostaste con ella?
—No —responde sin asomo de dudas.
Le creo pero el dolor es el mismo. Esto sólo me confirma que para ella soy una más, que cualquier chica sólo necesita que esté lo suficientemente borracha y ponerse uno de mis vestidos para conseguir que ella la bese, y, sobre todo, me confirma la horrible idea de que, cuando se ha visto sobrepasada, ha acudido a ella
y no a mí.
—Quiero irme, por favor —le pido.
—No. —Niega también con la cabeza —. No voy a dejar que te vayas pensando todo lo que estás pensando ahora mismo. Cometí un error, pero eso no cambia lo que tenemos.
Te equivocas. Lo cambia todo.
—Quiero irme —repito automática.
Sólo quiero dejar de llorar. No pensar por un único segundo.
—Te he dicho que no vas a moverte de aquí.
Ya no puedo más.
—Ahora mismo te odio, Santana. —Estallo—. ¡Sólo puedo imaginarte con ella! ¡Suéltame!
Santana resopla brusca y, como si fuera su recurso más desesperado, se inclina sobre mí y me besa con fuerza. Yo la empujo, trato de apartar la cara, pero no me lo permite. Me odio a mí misma cuando mi cuerpo reacciona al suyo y por un
momento también se deja besar. Al fin se separa y nuestras respiraciones jadeantes lo inundan todo. Apoya su
frente en la mía y el espacio entre las dos se hace todavía más íntimo.
—Te quiero —susurra contra mis labios.
Sollozo y lágrimas nuevas bañan mis mejillas. Es la segunda vez que me dice que me quiere.
Trato de calmar mis pensamientos, ordenarlos, pero no soy capaz. Ahora mismo no puedo tenerla cerca.
Con el beso su cuerpo se relaja y, aprovechándolo, la empujo suavemente y salgo corriendo. La sorpresa me hace ganar unos segundos. Antes de alcanzar la puerta de su estudio, le oigo farfullar un ininteligible juramento e inmediatamente sale tras de mí.
—Britt! —grita—. ¡Britt, joder!
Llego al cuarto de invitados y milagrosamente consigo cerrar la puerta y echar el pestillo antes de que me alcance. Creo que no había corrido tanto en toda mi vida.
—¡Britt! —grita de nuevo golpeando la puerta—. ¡Britt, abre la maldita puerta!
Yo me alejo unos pasos tratando de dejar de llorar. Tengo que dejar de llorar. Respiro hondo y me concentro en cualquier otra cosa que no sea Santana al otro lado de la puerta. Entonces me doy cuenta de que aún llevo el periódico. Mi parte más masoquista y autodestructiva quiere volver a mirar la foto, pero no lo hago. Lo que
sí me gustaría hacer es quemarlo y de paso lanzar alguna de esas maldiciones indias de Sugar.
He dejado de llorar. Mi pecho se convulsiona sin mucho sentido arriba y abajo pero las lágrimas han parado. Santana ya no golpea la puerta, pero sé que sigue al otro lado de la madera.
No sé qué hacer, pero tengo claro que no quiero llorar más. Soy una chica fuerte y lo mantengo. Ahora sólo tengo que dormir, descansar y mañana tomaré todas las decisiones que tenga que tomar.
Me quito la cazadora empapada y entro en el baño. Delante del espejo compruebo consternada que mi vestido y mi ropa interior también están mojados. Suspiro de nuevo y echo un vistazo a mi alrededor buscando algo que poder ponerme. No quiero coger una pulmonía. Tengo que cuidar del bebé y hoy precisamente no ha sido un día tranquilo lleno de comida saludable. Diviso el sofisticado toallero eléctrico y decido que es mi mejor opción. Me daré una ducha mientras mi vestido y mis bragas se secan en él. Después me meteré en la cama y, a ser posible, no saldré en tres días.
«No te hundas, Pierce.»
Resoplo. Puedo con esto. Sólo necesito dejar de pensar.
Al salir de la bañera, me envuelvo en una toalla y con la otra me seco el pelo. Por suerte la ropa ya está seca y puedo ponérmela y meterme en la cama. Es lo único que quiero.
Apago la luz de un manotazo y me cubro con la colcha hasta la cabeza. Echo de menos mi apartamento. Ver más a las chicas y a Joe. Santana me mintió cuando me dejó creer que la pulsera era de Marisa, que ella era la de la foto y también al decirme que era antigua. Y, sin embargo, a pesar de todo, le creo cuando me dice
que no se acostó con ella. Debo ser rematadamente idiota. Suspiro hondo. No puedo quitarme la horrible foto del periódico de la cabeza. No puedo dejar de pensar en ellos hace seis años.
Me acurruco aún más bajo la colcha. Sólo quiero que sea mañana.
Algo me atraviesa el vientre. Duele. Duele. DUELE.
—Aaahh —intento gritar pero mi voz se evapora.
Abro los ojos de golpe. El dolor es abismal, como si una barra de acero fundido me estuviera atravesando el cuerpo. Me llevo las manos al vientre. Estoy mojada. Las alzo. Es sangre.
La cama.
Mis piernas.
Yo.
Estoy cubierta de sangre.
Dios mío, mi bebé. Intento levantarme pero el dolor vuelve y me inmoviliza.
Es atroz.
—Santana —grito todo lo fuerte que soy capaz pero apenas es un murmuro
—.Santana. —Hago un esfuerzo sobrehumano
—. ¡Santana!
—¡Britt! —le oigo responder al otro lado.
Quiero levantarme. Abrir la puerta. Necesito ir a un hospital. Necesito salvar a mi bebé. Por favor, que esté bien mi bebé.
Oigo un golpe fortísimo. Un segundo aún mayor. Y la puerta se abre de golpe,
estrellándose contra la pared. Santana la ha tirado abajo y entra como un ciclón.
—Britt —susurra y su voz se diluye.
Me ve y el temor más infinito se apodera de sus ojos. Sin embargo, no tarda ni una milésima de segundo en reaccionar. Corre hasta la cama y me toma en brazos, levantándome suavemente del colchón.
—Tranquila, nena, voy a llevarte al hospital —susurra tratando de calmarme. Yo rodeo su cuello con mis manos. Estoy muy asustada.
Santana sale de la habitación como un rayo.
—¡Finn! —grita—. ¡Finn!
Todo me da vueltas.
—¡El coche, ya!
El dolor vuelve. Es insoportable. Me encojo sobre su regazo y me llevo la mano al vientre.
—Nena, no te preocupes.
Bajamos las escaleras. El aire cambia. Estamos en el garaje. Oigo unos neumáticos rechinar contra el asfalto. Santana nos mete en el asiento trasero. El motor ruge. Todo se mueve muy rápido.
Santana me acuna en su regazo. De pronto estoy muy cansada. Ella está muy nerviosa. Intento enfocar su rostro pero no soy capaz.
—Mi bebé —murmuro. Mi voz apenas es un suspiro—. Mi bebé.
Santana baja la cabeza. Nunca le había visto tan asustada. Alza la mano y me acaricia el pelo intentando consolarme. Su mano también está mojada.
—No te preocupes, nena. Estamos muy cerca.
Está aterrada. Creo que es la primera vez que no veo ni un rastro de su autocontrol. Quiero mantener los ojos abiertos, pero no puedo más. Estoy demasiado cansada.
—No, nena, no te duermas —me pide Santana.
Quiero obedecerla, quiero complacerla, quiero hacerle feliz, pero no puedo, ya no puedo.
—Britt, no.
Suena desesperada. Me acaricia la cara. Su mano también está mojada.
—¡Finn, joder, más de prisa!
Todo está oscuro, ya no hay dolor.
Mi bebé.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap mar....
joder,... santana se fue literalmente al carjo consiente o no,..
espero que solo sea una perdida y no haya llegado a perder el bebe,...
es mas causa y efecto para santana y todo lo que no dice y hace!!!
quiero el otro cap!!!
nos vemos!!!
joder,... santana se fue literalmente al carjo consiente o no,..
espero que solo sea una perdida y no haya llegado a perder el bebe,...
es mas causa y efecto para santana y todo lo que no dice y hace!!!
quiero el otro cap!!!
nos vemos!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Y ahora que va a hacer la viva autocontrolada de Santana!!!
Pobre Britt!!
Saludos
Pobre Britt!!
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
sabia que algo habia hecho santana pero tenia la esperanza que solo fuese lo de los Berry, la ha c..... ojala britt no pierda su bebe, eso si seria injusto en verdad!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
3:) Ayer A Las 8:59 Pm holap mar.... joder,... santana se fue literalmente al carjo consiente o no,.. espero que solo sea una perdida y no haya llegado a perder el bebe,... es mas causa y efecto para santana y todo lo que no dice y hace!!! quiero el otro cap!!! nos vemos!!! escribió:
Hola, si todo se fue al carajo, a la verchh, y asi seguira por el momento. ya subo dos cap. mas
Monica.Santander Hoy A Las 12:38 Am Y ahora que va a hacer la viva autocontrolada de Santana!!! Pobre Britt!! Saludos escribió:
Hola, a Santana todo se le esta viniendo abajo, veremos como sale de esta torta.
Micky Morales Hoy A Las 7:57 Pm sabia que algo habia hecho santana pero tenia la esperanza que solo fuese lo de los Berry, la ha c..... ojala britt no pierda su bebe, eso si seria injusto en verdad!!!!! escribió:
Hola Micky, sip Santana la ha cajeteado, ya no sabe que hacer. ahora quedo en manos de Brittany. La historia acaba de salir de su rumbo
Bueno Aqui dejo dos cap. Slds a todas.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
Capitulo 12
Pestañeo. Por un segundo no sé dónde estoy. Lo hago de nuevo. Es la habitación de un hospital. Trago con dificultad. Tengo mucha sed. Torpemente me llevo las manos al vientre. Mi ropa está seca.
Miro a mi alrededor. No tardo en encontrarla. Está sentada en una silla a unos pasos de mi cama. Está inclinada hacia delante. Tiene la cabeza recogida en las palmas de sus manos a la altura de las sienes y los codos apoyados en las rodillas separadas. Lleva la misma ropa, aunque no sé si estamos en el mismo día. No sé
cuánto tiempo ha pasado. Se pasa las dos manos por el pelo y en un movimiento fluido las deja sobre su nuca. Parece abatida. Al alzar la cabeza, nuestras miradas se encuentra y el alivio
más infinito recorre sus ojos, aunque es el único sitio en el que se permite mostrarlo. Como si la sensación fuera un incendio propagándose por su cuerpo, exhala todo el aire. Se levanta despacio y camina hasta mí.
—Hola —murmura.
Trata de sonreír pero se queda en un fugaz intento; aun así, sigue siendo una sonrisa preciosa.
Su ropa está manchada de sangre. También su pelo. Sin duda alguna, debió pasarse las manos por la cabeza cuando la sangre estaba en ellas.
Su ropa manchada me hace pensar en el dolor, pero ya no lo siento.
—¿El bebé está bien?
Me mira y en sus ojos descubro el arrepiento y el dolor más cristalinos que he visto jamás.
—Nena… —susurra, pero no sabe cómo seguir.
Cada músculo de mi cuerpo se tensa y mi mente se para en seco.
En ese momento la puerta se abre y la doctora Jones entra con expresión profesional, pero también algo apesadumbrada.
—¿Cómo se encuentra, Britt? —me pregunta con una pausada sonrisa.
—Doctora, ¿mi bebé está bien?
Necesito saber que está bien.
—Britt —comienza compasiva. No me gusta ese Britt. Odio ese Britt
—, lo siento muchísimo. Ha sufrido un aborto espontáneo.
Las primeras lágrimas caen por mis mejillas. Mi bebé ya no está.
Santana está impasible junto a mi cama. Su respiración cada vez es más brusca y sus ojos están vidriosos.
—Como le expliqué —continúa la facultativa—, el suyo era un embarazo de riesgo y cualquiera de los factores que le describí pudo haberlo desencadenado.
Recuerdo perfectamente esos factores. El estrés estaba entre esos factores. Lloro en silencio. No hay sollozos ni respiraciones convulsas. Sólo dolor.
—Lo positivo que podemos sacar de todo esto es que, a pesar de la complicada hemorragia que ha sufrido, no tendrá secuelas internas y, una vez que se recupere de la operación, podrá volver a quedarse embarazada.
Asiento.
—Gracias, doctora —me despido con la vista clavada al frente.
La pared me recuerda el mural de fotos de bebés felices de su despacho. Cierro los ojos.
—Descanse, Britt —la oigo decir—. Vendré a verla en unas horas para darle el alta.
—Gracias —repite Santana.
Oigo la puerta cerrarse y vuelvo a abrir los ojos. Santana sigue a mi lado. Me mira compasiva, pero el dolor de sus ojos pesa más. Ya no está. Quito mi mano de mi vientre y despacio la deslizo hasta que cae en el colchón. Mi bebé ya no está. Santana alza los dedos y acaricia mi mano. Sin quererlo, una lágrima vuelve a correr por mi mejilla. Aparto la mano y también la mirada. No quiero que me
consuele, ella no.
Noto cómo se queda observándome unos segundos y finalmente se retira de la cama y vuelve a sentarse en la silla.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunto con la vista aún perdida en el otro extremo de la habitación.
—Te traje ayer por la mañana antes de que amaneciera —susurra con la voz endurecida, triste—. Son casi las once de la mañana del jueves. Asiento y las lágrimas vuelven a correr otra vez en silencio. Ninguno de las dos dice nada más.
El dolor regresa pero puedo soportarlo. Una punzada en el vientre que me corta la respiración un segundo y después desaparece.
Tras una hora o dos, no lo sé, una enfermera llamada Rose entra con una bandeja con algo de fruta y gelatina. A pesar de todo lo que insiste, no pruebo bocado.
El dolor continúa intermitente, pero no digo nada.
La tarde avanza. No he dicho una palabra. Santana está pendiente de mí en todo momento, pero yo no me siento con fuerzas ni siquiera para hablar. Me pregunta si tengo hambre, frío, sed… Yo le contesto un escueto «no» o simplemente niego con
la cabeza.
El sol ya no brilla con tanta fuerza.
Llaman a la puerta e inmediatamente se abre. No veo quién es, pero sí cómo Santana se levanta de un salto y su cuerpo se tensa al instante. Comprendo por qué ha tenido esa reacción cuando veo a Sean entrar en la habitación.
—Britt —pronuncia mi nombre alarmado —, he venido en cuanto me he enterado de que estabas a aquí.
—Hola, Sean —lo saludo desanimada.
No es por él. No tengo ganas de ver a nadie.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta profesional, abriendo la carpeta que trae consigo. Imagino que es mi historial.
—Estoy bien —murmuro.
Miento.
—Voy a reconocerte —dice muy resuelto acercándose más a mi cama. Inmediatamente Santana también da un paso hacia mí. Ahora mismo estoy flanqueada.
—Si nos dejas solos, Santana, empezaré el examen. No tardaremos mucho.
—No te preocupes por mí, Sean. Me quedaré.
Las palabras y su tono de voz no casan en absoluto. No está siendo amable ni quiere serlo.
—Suelo examinar a mis pacientes solo —replica Sean.
Yo lo observo y después miro a Santana, con las manos metidas en los bolsillos pero todo su cuerpo tenso, en guardia, demostrando que ni siquiera necesita ser agresiva para tener todo el control de la habitación y de cuantos estamos en ella. Es la arrogancia personificada.
—Estoy seguro de que podrás hacer una excepción —sentencia.
Sean asiente con los labios convertidos en una fina línea y se sienta a mi lado.
—¿Estás mareada? —me pregunta mientras me apunta a los ojos con una linternita.
—No.
—¿Náuseas?
—No.
—¿Has comido algo?
Pienso en mentirle pero es una estupidez. Se enteraría igualmente.
—No.
—Tienes que comer —me reprende—. Perdiste mucha sangre y necesitas recuperar fuerzas.
Sean me quita la manta con cuidado y coloca una palma sobre otra y las dos sobre mi estómago. Santana aprieta los dientes. Sabe que sólo me está examinando y no puede quejarse, pero, si dependiese de ella, ya le habría dado una paliza por ponerme las manos encima. Baja hasta mi abdomen y no puedo evitar lanzar un pequeño gruñido. Observo de reojo a Santana. Sus ganas de darle una paliza han aumentado hasta el infinito.
—¿Te duele? —me pregunta separando las manos.
Asiento.
—Podríamos repetir las pruebas, pensar cuál es el tratamiento más adecuado, el más suave, que te reponga todos los niveles de vitaminas. No quiero nada de eso. No quiero más doctores diciéndome que pronto estaré bien porque no es verdad. Unas inmensas ganas de llorar me atrapan de nuevo.
—Sólo quiero que este dolor se vaya, Sean —lo interrumpo en un susurro con la voz entrecortada—. Por favor, haz que se vaya, porque cada vez que me duele me recuerda que mi bebé ya no está. Nuevas lágrimas bajan por mis mejillas pero me las seco rápidamente. Los ojos me duelen y me escuecen, como si cada vez bajaran más saladas. Santana me observa. Está llena de dolor como yo. Su mirada está repleta de tristeza, vulnerable, arrepentida.
Mis palabras también tiene un eco directo en la expresión de Sean. Creo que nunca me había visto llorar. Asiente despacio y pulsa un botón sobre la cabecera de mi cama. Inmediatamente una enfermera se persona en la habitación. No creo que
haya tardado más de treinta segundos.
—Póngale a la paciente cuarenta miligramos de fentanyl intravenoso. —Su voz ha sonado profesional, pero sobre todo muy seria.
La enfermera asiente. Se acerca a uno de los muebles, prepara una jeringuilla y me la inyecta en el gotero.
—Te sentirás mejor en seguida —me anuncia Sean.
Yo asiento y me seco las lágrimas. Quiero dejar de llorar.
El busca de Sean suena y me dice que debe marcharse. Yo asiento una vez más. La medicina está empezando a hacer su efecto y comienzo a sentir algo de sueño. No sé exactamente cuándo, me quedo dormida. Al despertar, ya ha anochecido. Santana continúa sentada en la misma silla. Es obvio que necesita descansar y probablemente comer. No creo que se haya apartado
de mi cama ni un solo segundo. La misma enfermera que me inyectó el fármaco regresa para quitarme el gotero y poco después la doctora Jones me da el alta. Insiste en que debo descansar y alimentarme bien. Me receta unos calmantes y me recuerda que tengo que venir a revisión en ocho días. Antes de irse, vuelve a decirme que lo siente. Yo ahora mismo siento tantas cosas y la primera es no haber hecho caso a mi sentido común y alejarme de Santana. La doctora se encuentra con alguien en la puerta, o al menos eso creo, y Santana se acerca a ellos. Hago un titánico esfuerzo y consigo incorporarme. A pesar de que continúo sentada, estoy muy dolorida.
Santana regresa un par de minutos después con dos bolsas negras de papel en las que creo leer Converse, pero no estoy segura. Al verme sentada, tuerce los labios en un gesto de desaprobación, pero no dice nada.
—Finn ha traído algo de ropa —comenta rebuscando en las bolsas—. La tuya estaba llena de sangre. —Su voz se hace inaudible al final de la frase. Resopla brusca y, tratando de dejar atrás sus propias palabras, se gira hacia mí con un pantalón de chándal, una sudadera gris clara y otras prendas de ropa que no
puedo ver. Las deja sobre la cama y se coloca frente a mí. Lentamente alza las manos y, dejándome claro lo que va a hacer, las acerca despacio al bajo de mi pijama de hospital.
Yo quiero pararla, pedirle que llame a una enfermera, pero no lo hago. Las dos suspiramos a la vez y poco a poco me saca la prenda por la cabeza. Me quedo desnuda pero no es algo sensual, tampoco para ella. Es como si Santana pudiese ver el dolor a través de cada centímetro de mi piel.
Sin prisas, paciente, me cubre con una camiseta. Deja el sujetador a un lado y coge unas bragas también grises de algodón. Las desliza por mis piernas sin ninguna brusquedad. Apoyo las dos manos en el colchón y, haciendo un increíble esfuerzo, me alzo lo suficiente para que pueda ponérmelas. Ninguna de las dos dice nada.
Toma los pantalones y repite el mismo proceso. Se acuclilla frente a mí y, llena de ternura, encaja mis pies en unas Converse blancas nuevas y las anuda. No puedo levantar mis ojos de ella mientras lo hace. Está poniendo toda la atención que es capaz, fingiendo que nada más importa. Por último, coge la sudadera. Alzo los brazos, la pasa por ellos, se inclina un poco más sobre mí y tira de la prenda. Mi cabeza asoma y puedo ver a Santana más cerca, concentrada, deslizando la sudadera con cuidado por mis costados. Sus dedos rozan mis caderas pero no se detiene. Lo que acaba de hacer no ha sido algo sensual, ha sido amor puro, duro, triste.
—Espera un segundo —me pide.
Vuelve a la silla y, ágil, se lleva las manos a la espalda, se deshace de su camiseta manchada de sangre y se pone una limpia.
—¿Puedes caminar? —me pregunta regresando a mi lado.
Asiento y con cuidado me bajo de la camilla. El dolor se hace más intenso pero, cuando me mantengo de pie, se diluye un poco. Santana no levanta los ojos de mí. Sé que ahora mismo lo único que quiere es cogerme en brazos y sacarme de
aquí, pero sabe que no quiero que lo haga.
Finn y el Audi nos esperan en la misma entrada de urgencias. Cuando me abre la puerta, el chófer me dedica una sonrisa discreta, sincera y triste. Tengo ganas de volver a llorar pero me contengo. Ya no quiero llorar más. Al acomodarme en el asiento trasero, vuelvo a sentir dolor. Casi en el mismo instante me doy cuenta de que no huele como siempre, a suave ambientador de
limón; ahora huele a coche nuevo. Miro a mi alrededor y me percato de que la tapicería lo es. Es el mismo modelo y el mismo color, pero claramente nueva. Supongo que la otra se llenaría de sangre. Involuntariamente los dedos de la mano que tengo apoyada en el asiento se mueven suavemente. Santana observa mi gesto sin
decir una palabra. Otra vez tengo ganas de llorar, pero otra vez me contengo. Suena una canción muy triste. Creo que es Glacier,[17] de James Vincent McMorrow. Ahora mismo me siento pequeña e insignificante y al mismo tiempo como si todo esto le estuviera pasando a otra persona y no a mí. Yo sigo feliz acurrucada con Santana en la suite del Carlyle. Cierro los ojos y me concentro en la
sensación de ser feliz, de estar entre sus brazos en aquella cama.
El vehículo se detiene despacio. Al abrir los ojos, me doy cuenta de que ya hemos llegado a Chelsea. Finn sale presto y me abre la puerta. Ha aparcado junto a la acera. Me imagino que siguiendo órdenes de Santana para ahorrarme un trecho de camino.
Me resiento al salir del coche pero procuro que no se me note. Camino unos metros y me detengo frente a las escaleras. Creo que subirlas va a ser más complicado que andar un par de pasos.
—¿Quieres que te lleve? —pregunta Santana deteniéndose a mi espalda.
—Puedo sola —respondo.
Ella aprieta los labios hasta formar una fina línea pero no dice nada. Yo alzo la mano y me apoyo en la barandilla. Duele más de lo que pensaba. Cuando alcanzo el último, tengo la sensación de que, en vez de siete escalones, he subido doscientos. Caminamos pausadamente por el vestíbulo y tengo que contener un suspiro
cuando veo las siguientes escaleras. Siempre me han parecido preciosas y sofisticadas, pero ahora las veo como una tortura de unos quince escalones.
—Britt, puedo llevarte —me recuerda Santana.
Niego con la cabeza.
—Puedo sola —repito.
Sin embargo, cuando no llevo más de unos cuantos peldaños, me detengo exhausta y dolorida. Santana sube de prisa y, sin decir nada, me toma en brazos. Abro la boca dispuesta a quejarme pero ella comienza a subir.
—Ya lo sé —me interrumpe—, puedes sola.
No se está riendo de mí ni siendo arrogante. Sólo me está pidiendo que la deje ayudarme y lo hago porque estoy agotada, pero, sobre todo, porque mi cerebro es incapaz de procesar un no cuando la pregunta es si quiero estar en sus brazos, aunque ésa sea la respuesta que quiero darle.
En el pasillo no puedo evitar fijarme en la entrada de la habitación de invitados. No hay rastro de la puerta que Santana tiro abajo y en su lugar hay una nueva, idéntica. Creo que, aunque estuviera horas buscando, ni siquiera encontraría una astilla en el suelo. Con la tapicería del coche, la puerta, incluso mi ropa, Santana está intentando evitarme cualquier recuerdo de lo que pasó. Me encantaría que fuese tan sencillo.
Me lleva a la habitación y con cuidado me deja en la cama. La estancia está en penumbra. La única luz que la ilumina es la que llega desde el pasillo. Yo me cubro rápidamente con la colcha y, no sé por qué, tapada hasta la barbilla, vuelvo a sentirme mínimamente segura. Santana me observa durante un momento. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero en el último segundo no lo hace.
—Descansa —susurra antes de salir de la habitación.
Las ganas de llorar, que nunca se han ido del todo, se hacen más intensas cuando la veo marcharse.
No quiero seguir pensando.
No sé cuánto tiempo pasa, creo que poco más de unos minutos, cuando oigo pasos acercarse a la habitación. Santana entra en ella con una bandeja. Recuerdo cuando me trajo esa misma bandeja a esta misma cama con fruta, tostadas y el New Yorker. Sólo hace unos días de aquello.
—Britt, necesitas comer algo. —Intenta que su voz no suene como una orden y eso lo hace todo más extraño.
No digo nada. Ni siquiera la miro.
Deja la bandeja con cuidado sobre la mesita y abre el bote de calmantes. Me deja dos pastillas junto al vaso de agua y se guarda el frasco en el bolsillo de los pantalones.
Me incorporo despacio y me tomo las pastillas. Me tumbo de nuevo, me tapo hasta las orejas y me vuelvo. Estoy a punto de romper a llorar. Ser fría con ella me está matando por dentro, pero es que no quiero verla. No puedo.
Me siento dolida, triste, destrozada. Sola.
Santana resopla. Parece que otra vez quiere decir algo, pero en esta ocasión tampoco lo hace y sale de la habitación.
Suspiro hondo e intento tranquilizarme. Lucho por dejar la mente en blanco hasta que, poco a poco, los calmantes van haciendo efecto y por fin vuelvo a quedarme dormida.
Me despierto de golpe. He soñado que me caía por unas escaleras y he abierto los ojos justo antes de tocar el suelo. Las escaleras se han convertido en mis peores enemigas.
Cuando mi respiración se tranquiliza, el ruido del agua correr en la ducha atraviesa el ambiente. Cesa prácticamente al instante y casi en el mismo momento Santana sale del baño. Ahora es la luz que proviene de esa estancia lo único que alumbra la habitación.
Camina hasta la cómoda con una toalla atada alrededor de sus pechos se seca el pelo con otra más pequeña.
Se viste rápidamente con un pantalón de pijama y una camiseta. Las dos en tonos oscuros. No puedo distinguir el color. Santana apoya sus manos en el mueble a la vez que se inclina ligeramente sobre él y pierde su vista en la pared. En un solo segundo toda su expresión se recrudece. Está tensa, enfadada, furiosa, triste, dolida. Ella también está sola, como yo.
Finalmente agacha la cabeza y por un segundo parece suplicante, como si le pidiera a alguien o a algo que se llevara todo el dolor que siente ahora mismo. Una parte de mí quiere levantarse y correr a consolarla, pero mi dolor pesa más y se mezcla con toda la traición y la mentira. Sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo ella y no puede evitar que mi destrozado corazón se parta en pedazos aún más pequeños al verla así.
Santana exhala brusca todo el aire de sus pulmones y con ese gesto parece que recupera todo su autocontrol. Deja las toallas en el baño sin ningún cuidado y apaga la luz. Cuando se acerca a la cama, cierro los ojos y finjo estar dormida. No quiero pensar por qué lo hago. Sólo sé que necesito hacerlo.
El colchón se hunde cuando se tumba en la cama. Suspira con fuerza. Rodea mi cintura con sus brazos y me estrecha contra ella hasta que una vez más mi espalda se acopla perfectamente a su pecho. Hunde su nariz en mi pelo e inspira despacio. Yo
quiero separarme de ella, levantarme, marcharme, pero sencillamente no puedo.
—Lo siento, nena, lo siento tanto.
Sus palabras me paralizan. Están rotas de dolor, como nosotras. No puedo evitar que una lágrima se escape por mi mejilla mientras lucho por contener un sollozo.
Mi mundo está hecho pedazos.
Me despierta el sonido de la bandeja contra la madera de diseño de la mesita. Abro lo ojos y observo a Santana de pie, junto a la cama. Lleva unos vaqueros, una simple camiseta azul con las mangas remangadas y sus viejas Adidas. La última vez que la vi así fue en París. Parece agotada y aun así está bella. Creo que lo estaría en cualquier circunstancia. Está muy concentrada en lo que sus manos hacen. Hábil, abre el bote de calmantes y otra vez deja dos junto al vaso de agua.
—Tienes que comer —dice.
Pero, como hice ayer, me incorporo, me tomo las pastillas e ignoro por completo el desayuno que tengo delante. Tiene una pinta deliciosa, pero mi estómago está cerrado a cal y canto.
Santana aprieta los labios hasta convertirlos en una fina línea. Soy plenamente consciente de que ahora mismo lo único que quiere hacer es sentarme a horcajadas en su regazo y hacerme entrar en razón como mejor sabe. Sin embargo, cabecea tratando de contenerse y sale de la habitación. Yo me quedo con la vista clavada en el techo. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué hago
todavía aquí? ¿De esta manera es como quiero que sean el resto de mis días a partir de ahora? Yo no soy así. No me gusta ser así. Quizá ahora no pueda decir que he salido de cosas peores, pero sí que siempre me he recuperado y ésta no va a ser la
primera vez que simplemente me quede a un lado llorando.
«Vamos, Pierce.»
«Estoy muy orgullosa de ti.»
Me incorporo con cuidado, aunque gracias a Dios ya no estoy tan dolorida.
Miro a mi alrededor y no tardo en localizar mi iPhone junto a la bandeja. Suspiro hondo y marco el número de Sugar. Me recibe con un grito de alivio que después es una regañina en toda regla por no haber dado señales de vida en dos días. Cuando termina, tomo aire y le cuento todo lo que ha pasado. Le cuento de quién era la
pulsera en realidad, la foto del Times, la relación que Santana y Savannah tenían. Le cuento que me engañó. Le cuento que he perdido a mi bebé. No tengo que contarle que quiero irme y que necesito que venga a buscarme. Ella, probablemente con el
tono de voz más serio que le he oído jamás, me dice que en media hora estará aquí.
Me levanto despacio y voy hasta el baño. Me doy una ducha muy rápida y camino todo lo de prisa que puedo hasta el vestidor. Me pongo el primer vestido que veo y me recojo el pelo aún húmedo.
Bajo las escaleras con dificultad pero el dolor se ha transformado en molestia y consigo encaminarme a la cocina sin muchos problemas. Al verme, Santana se levanta de un salto del taburete.
—Britt —susurra perpleja.
Ella y la señora Aldrin, al otro lado de la barra de la cocina, parecen no poder creer que esté justamente aquí.
—Buenos días —murmuro.
No dejo que su mirada me atrape. No puedo permitir que sus ojos me hagan dudar de la decisión que ya he tomado.
Me siento en un taburete pero no lo hago en el que está junto al que Santana ocupaba y dejo uno vacío entre las dos. Suspiro hondo intentando controlar lo deprisa que me late el corazón. Estoy demasiado nerviosa. La señora Aldrin reacciona y rápidamente comienza a moverse por la cocina. Sin dejar de observarme, Santana ocupa de nuevo su asiento. Puedo sentir sus ojos hacer arder mi piel y poco a poco su respiración se acelera
imperceptiblemente. Me alegra no ser la única a la que esta situación le afecta. La cocinera deja una taza de café frente a mí y por un momento sólo puedo mirarla, humeante. Ya puedo volver a beber café porque ya no hay un bebé al que cuidar. De pronto no puedo pensar en otra cosa.
—Perdóneme, Britt —se apresura a disculparse—. Soy una torpe.
Una lágrima se escapa por mi mejilla. Santana se levanta y da un paso hacia mí dispuesta a consolarme, pero no le dejo que lo haga y me limpio la cara rápidamente. Cometo el error de mirarla, sólo un segundo, y la tristeza que veo en su mirada es casi infinita.
La señora Aldrin alza la mano para retirarme la taza pero yo me adelanto y me la llevo a los labios. Le doy un sorbo pequeño. Creo que ya no me gusta el sabor del café.
Dejo la taza despacio y trago saliva a la vez que muevo los dedos nerviosa sobre la porcelana, suplicando porque las dos dejen de mirarme. Gracias a Dios, Finn aparece bajo el umbral de la puerta. Impaciente espero a que Santana lleve su vista hacia él y me libere de sus ojos, pero no lo hace. Al fin, armándome de valor, alzo la mirada y la uno directamente a la suya. ¿Por qué tiene que ser tan
increíblemente bella? Desde luego eso siempre me ha complicado las cosas.
—La señorita Sugar y la señorita Fabray están aquí —nos anuncia Finn.
Pero Santana sigue sin prestarle atención, sin romper nuestras miradas. Incluso ahora sé que nunca podré querer a nadie como le quiero a ella.
—No pienso esperar más. —La voz de Sugar llega contundente desde la escalera.
Unos pocos segundos después aparece tras Finn con el paso decidido, seguida de Quinn. Santana cierra los ojos un segundo. Está intentando no estallar ante la interrupción de mi amiga. Cuando vuelve a abrirlos, su mirada es increíblemente dura. Resultaría intimidante a diez kilómetros de distancia.
—¿Estás lista? —me pregunta fingiendo que Santana y ella no comparten ni siquiera continente.
—Sí —musito a la vez que asiento—. Sólo necesito recoger mis cosas.
Ahora es ella la que asiente.
—¿Recoger tus cosas? —La voz tanto incrédula como endurecida de Santana atraviesa el ambiente como un estruendo.
Yo no digo nada y Sugar tampoco me permite un atisbo de duda. Me coge de la mano y tira de mí para que me levante del taburete y la siga escaleras arriba. Santana me mira perpleja. Camina hacia nosotras decidida, pero Quinn la toma del brazo y le obliga a girarse. Santana masculla un «joder» entre dientes, pero no
puedo oír nada más.
—Vamos a ser rápidas —me indica Sugar.
Abre su maxibolso y saca dos bolsas de tela del supermercado ecológico..
—Sólo necesito algo de ropa —le informo.
Sugar asiente eficiente y ambas entramos en el vestidor. Sólo con dar un par de pasos en él, no puede evitar perder su vista en los trajes de Santana perfectamente colgados y en sus impolutas camisas blancas.
—¿Quemamos sus trajes y sus camisas? —me pregunta convencida.
Aunque es lo último que quiero, no puedo evitar sonreír, casi reír.
—Le haríamos un favor a todas las mujeres de la humanidad —sentencia. Asiento. Tiene razón. Es totalmente injusto que le queden tan bien. No nos deja otra opción que caer rendidas a sus pies.
Llenamos la primera bolsa en un santiamén.
—¿Quieres llevarte ése? —me pregunta señalando el Valentino que llevé en la fiesta del Metropolitan.
Niego con la cabeza.
—No —añado—. Ni ése, ni los de Tommy Hilfiger. Sólo quiero mi ropa.
No quiero llevarme nada que haya pagado ella. Llenamos la otra bolsa y regresamos a la habitación. Sugar mira a su alrededor y va recogiendo y guardando en su bolso todas mis pertenencias que
encuentra desperdigadas por la estancia. Yo voy hasta la cómoda y comienzo a abrir y sacar algo de ropa de cada cajón. Al llegar al tercero, el corazón me da un vuelco cuando veo el disco de Vanessa Paradis y la postal de Doisneau. He perdido la
cuenta de cuántas veces he escuchado la canción Mi amor[18] desde que llegué.
—Vendremos en unos días y recogeremos todo lo demás —me anuncia.
Yo asiento saliendo de mi ensoñación y, decidida, cojo toda la ropa y la pongo en una mochila, dejando únicamente los dos objetos, y cierro el cajón de golpe. No quiero llevarme recuerdos que sólo van a hacerme daño. Estoy a punto de entrar en el baño a recoger mi maquillaje y mi colonia cuando oímos voces cada vez más cercanas.
—¡Déjame en paz, joder! —Es Santana. Está furiosa, acelerada, nerviosa.
Sugar y yo nos miramos y en una milésima de segundo la expresión de mi amiga cambia por completo. Está claro que está cabreadísima con ella.
—¿Qué es eso de que te vas? —me pregunta con la inquietud y la rabia inundando cada palabra.
Yo no contesto. No quiero hacerlo y tampoco creo que ella lo merezca.
—Britt, contéstame. —Su tono es exigente, malhumorada.
Su autocontrol se está resquebrajando.
Sigo en silencio. Yo no me voy. Ella me echó hace tres días cuando decidió mentirme o quizá fue dos días antes de nuestra boda, cuando decidió ir a buscarla.
Cabeceo. Aún siento náuseas sólo con imaginarlos juntas.
—¡Britt! —grita.
Está al límite.
—Sí, se va —le responde Sugar dando un paso hacia delante—. ¿Qué pensabas que iba a hacer? ¿Quedarse contigo?
Ella le está echando el valor que yo no soy capaz de demostrar.
—No es asunto tuyo —gruñe Santana.
Le habla a ella pero sus ojos están clavados en los míos. No me puedo creer que al final todo vaya a acabar así.
—Claro que lo es —responde sin dudar—. Britt es mi amiga. No sabes cuántas veces te he defendido para que acabaras comportándote así. Eres una auténtica hija de puta.
Santana resopla despacio y se vuelve lentamente hacia Sugar. Si fuera un hombre, probablemente ya la habría tumbado de un puñetazo.
Yo camino hasta mi amiga y me coloco entre las dos. La tensión empieza a ser tan intensa que puede llegar a ahogar.
—Sugar, por favor, espérame abajo —le pido tendiéndole la mochila.
Ella me mira sopesando mis palabras y finalmente acepta. Santana la observa hasta que sale seguida de Quinn.
—¿Por qué te vas, Britt? —pregunta tratando de sonar más calmada.
Fracasa estrepitosamente.
—Ya lo sabes —musito.
Me gustaría sonar tan vehemente como Sugar, pero no soy capaz.
—Esto no tiene por qué acabar así.
—Esto ya ha acabado, Santana.
Ella niega con la cabeza nerviosa mientras se pasa las manos por el pelo y deja una de ellas en su nuca.
—No pienso dejar que esto termine así —sentencia justo antes de cubrir la distancia que nos separa y tomar mi cara entre sus manos.
Mi cuerpo traidor, kamikaze y estúpido, sale de su letargo y se enciende por ella.
—Dime que no quieres estar conmigo —susurra con su maravillosa y salvaje voz y sus espectaculares ojos dominando los míos.
Pero por primera vez no me siento hechizada y la determinación que siento no se evapora en su mirada.
—No quiero estar contigo.
No estoy enfadada ni triste. Estoy destrozada.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
El otro
Heya Morrivera********- - Mensajes : 633
Fecha de inscripción : 07/05/2014
Edad : 35
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
[img][/img]
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO
holap mar,..
que decir...
uffff simplemente san se lo busco,...
todo tiene su causa y efecto,...
quiero el otro cap!!!
nos vemos!!!
que decir...
uffff simplemente san se lo busco,...
todo tiene su causa y efecto,...
quiero el otro cap!!!
nos vemos!!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
Fecha de inscripción : 06/11/2013
Edad : 33
Página 10 de 12. • 1, 2, 3 ... 9, 10, 11, 12
Temas similares
» Brittana Mordedura de Amor Epílogo FIN
» [Resuelto]Fic Brittana: El amor no tiene barreras - Epílogo
» [Resuelto]Brittana: A mi profesora con Amor. epilogo
» [Resuelto]BRITTANA: NO LE RECLAMES AL AMOR. Epilogo
» FanFic-Brittana-Amor De Diosas- Epilogo
» [Resuelto]Fic Brittana: El amor no tiene barreras - Epílogo
» [Resuelto]Brittana: A mi profesora con Amor. epilogo
» [Resuelto]BRITTANA: NO LE RECLAMES AL AMOR. Epilogo
» FanFic-Brittana-Amor De Diosas- Epilogo
Página 10 de 12.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Lun Mar 14, 2022 3:20 pm por Laidy T
» Busco fanfic brittana
Lun Feb 28, 2022 10:01 pm por lana66
» Busco fanfic
Sáb Nov 21, 2020 2:14 pm por LaChicken
» [Resuelto]Brittana: (Adaptación) El Oscuro Juego de SATANÁS... (Gp Santana) Cap. 7 Cont. Cap. 8
Jue Sep 17, 2020 12:07 am por gaby1604
» [Resuelto]FanFic Brittana: La Esposa del Vecino (Adaptada) Epílogo
Mar Sep 08, 2020 9:19 am por Isabella28
» Brittana: Destino o Accidente (GP Santana) Actualizado 17-07-2017
Dom Sep 06, 2020 10:27 am por Isabella28
» [Resuelto]Mándame al Infierno pero Besame (adaptación) Gp Santana Cap. 18 y Epilogo
Vie Sep 04, 2020 12:54 am por gaby1604
» Fic Brittana----Más aya de lo normal----(segunda parte)
Mar Ago 25, 2020 7:50 pm por atrizz1
» [Resuelto]FanFic Brittana: Wallbanger 3 Last Call (Adaptada) Epílogo
Lun Ago 03, 2020 5:10 pm por marthagr81@yahoo.es
» Que pasó con Naya?
Miér Jul 22, 2020 6:54 pm por marthagr81@yahoo.es
» [Resuelto]FanFic Brittana: Medianoche V (Adaptada) Cap 31
Jue Jul 16, 2020 7:16 am por marthagr81@yahoo.es
» No abandonen
Miér Jun 17, 2020 3:17 pm por Faith2303
» FanFic Brittana: " Glimpse " Epilogo
Vie Abr 17, 2020 12:26 am por Faith2303
» FanFic Brittana: Pídeme lo que Quieras 4: Y Yo te lo Daré (Adaptada) Epílogo
Lun Ene 20, 2020 1:47 pm por thalia danyeli
» Brittana, cafe para dos- Capitulo 16
Dom Oct 06, 2019 8:40 am por mystic
» brittana. amor y hierro capitulo 10
Miér Sep 25, 2019 9:29 am por mystic
» holaaa,he vuelto
Jue Ago 08, 2019 4:33 am por monica.santander
» [Resuelto]FanFic Brittana: Wallbanger 3 Last Call (Adaptada) Epílogo
Miér Mayo 08, 2019 9:25 pm por 23l1
» [Resuelto]FanFic Brittana: Comportamiento (Adaptada) Epílogo
Miér Abr 10, 2019 9:29 pm por 23l1
» [Resuelto]FanFic Brittana: Justicia V (Adaptada) Epílogo
Lun Abr 08, 2019 8:29 pm por 23l1