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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 8:17 am

TODAS  LAS CANCIONES DE AMOR  QUE SIEMPRE  SUENA EN LA RADIO



SINOPSIS:

Desde que conoció  a la excitante  Santana Lopez, la vida de Brittany S. Pierce se ha vuelto explosiva. Junto a ella ha disfrutado del amor más intenso que jamás hubiera imaginado, sin embargo, todo se ha complicado. Entre los padres de ambas, que no dejan de interponerse en su relación, la prensa, que está malmetiendo constantemente, y las intrigas empresariales, Brittany acaba replanteándose si debería casarse o no. La vida de Santana dio un vuelco inesperado el día que vio a Brittany por primera vez. La ama con todas sus fuerzas y hará lo imposible para impedir que sufra, aunque eso signifique protegerla de sí misma y del estúpido error que cometió.
Nueva York las ha visto enamorarse, besarse, llorar, reír, y ahora las verá tomar las decisiones más difíciles de su vida y luchar por su historia de amor como nunca antes lo habían hecho.

Las calles de Manhattan serán testigos de este final de cuento de hadas moderno con una príncesa salvaje y arrogante que te enamorará Santana Lopez.


Última edición por marthagr81@yahoo.es el Lun Mar 14, 2016 9:34 pm, editado 1 vez
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 8:49 am

Eres lo mejor que me ha pasado en la vida y por eso cada cosa que haga, cada
palabra que escriba, mi voz, te pertenecerán siempre.

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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por Heya Morrivera Lun Mar 14, 2016 11:15 am

No me digas q en si borrachera se acostó con alguien
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Mensaje por 3:) Lun Mar 14, 2016 4:09 pm

holap,...

intenso es poco,..
que carajo hiso san para que bitt no la perdone!!!
se esta poniendo cada ves mas bueno!!,.. va a ver boda???

nos vemos!!!
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 11:04 pm

Heya Morrivera No me digas q en si borrachera se acostó con alguien escribió:

Espero que no haya cometido esa c.......

3:) holap,... intenso es poco,.. que carajo hiso san para que bitt no la perdone!!! se esta poniendo cada ves mas bueno!!,.. va a ver boda??? nos vemos!!! escribió:

Hola, si que carajo hizo, si lo hizo se cago en su relacion con Britt por que creo que eso si no lo perdonara


Aqui la actualizacion, solo un problema los tres primeros capitulos de la ultima parte, se me revolvieron asi que sera un primer capitulo largo, por que estan los tres capitulos unidos, sorry
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 11:05 pm

CAPITULO 1


—Brittany , ¿estás lista? —repite Sugar. —No lo sé —musito. Sugar y Rachel me miran con los ojos como platos. Yo me siento sobre el delicado taburete del tocador y me llevo las manos a la cara. «¡El maquillaje!», me recuerdo en un grito mental y automáticamente las separo. Afortunadamente, Vera Hamilton ha acompañado a los estilistas a la salida y Evelyn ha subido a ver a papá. Estamos solas. Para asegurarse de que siga siendo así, Rachel va como una exhalación hacia la puerta y echa el pestillo. —Explícanos ahora mismo qué quieres decir con eso de que no lo sabes —me apremia Sugar—. Vas a casarte en menos de una hora. —Ya lo sé —respondo alzando la voz. Estoy nerviosísima. —Me alegra que por lo menos sepas algo —replica del mismo modo. Yo la miro realmente mal y me levanto de un salto. Comienzo a dar breves e inconexos paseos y finalmente me dejo caer en el inmenso sofá blanco. De inmediato, Rachel se sienta a mi lado y Sugar lo hace en el brazo del tresillo. No lleva ni un segundo sentada cuando se levanta de un brinco y camina decidida hasta una pequeña y elegante cómoda. —Lo primero es lo primero —comenta con total seguridad. Abre el primer cajón, saca su bolso y del bolso, una petaca. Se acerca a nosotras desenroscando el pequeño tapón y me la tiende. Rachel y yo la miramos como si le hubiera salido una segunda cabeza. —No me juzguéis —se queja retirando su ofrecimiento—. Soy una mujer de mundo y la petaca está llena de Martini Royale; eso es un cóctel, no es alcohol, lo que me convierte automáticamente en alguien con mucha clase. Sin poder evitarlo, las tres rompemos a reír. Una risa catártica y liberadora que consigue que parte de la presión que siento en mis pulmones se evapore. Sugar le da un trago a su petaca y me la pasa. Parecemos tres vaqueros de una vieja película del Oeste. Sólo nos falta una fogata y andar llevando ganado de un lugar a otro. —Deberías distraerte —me dice Rachel—. Desconectar de todo esto, aunque sólo sea un segundo. Puede que simplemente estés un poco superada. La miro confusa. ¿Cómo se supone que voy a desconectar de mi propia boda a una hora de casarme? —¿Cómo lo hago? —inquiero exasperada. —No lo sé. Distráete —me apremia. —¿Con qué? —pregunto aún más nerviosa. Ésta es la conversación más ridícula que he mantenido en mi vida. —Quinn y yo lo hemos dejado —suelta Sugar en un golpe de voz. Las dos nos giramos a la vez y la miramos con los ojos más atónitos que este salón probablemente ha presenciado. —¿Qué? —inquiero patidifusa—. ¿Cómo? ¿Cuándo ha pasado? No sé a qué quiero que me responda primero. —Ayer. Mutuo acuerdo y estoy bien, gracias. —De esa frase la única palabra que es verdad es ayer —comenta Rachel robándome la petaca de las manos. Sugar le hace un mohín y Rachel se lo devuelve. —¿Por qué no nos lo has contado? —pregunto todavía muy muy sorprendida. —Porque no quería arruinar tu boda… Se interrumpe a sí misma y reflexiona sobre sus propias palabras un instante. —En fin, que estaba buscando el momento adecuado —continúa deslizándose desde el brazo del tresillo al sofá, obligándonos a Rachel y a mí a movernos. Suspiro sin poder dejar de mirarla. No puedo creer que hayan roto. —Me dais demasiado trabajo —se queja Rachel a la vez que da un trago. —Yo no te doy trabajo —protesta Sugar recuperando su cóctel para llevar. —Yo tampoco —comento indignadísima. —Por favor... «odio a Santana, Santana me gusta, quiero a Santana, odio a Santana otra vez, pero siempre me tiro a Santana» —me responde dejándose caer sobre el respaldo del sofá. La miro aún más indignada pero inexplicablemente al borde de la risa.Sugar intenta disimular una sonrisilla, pero Rachel se gira hacia ella y vuelve a quitarle la petaca. —Y tú eres la peor. «Quiero a Joe, odio a Joe, quiero a Quinn, odio a Quinn, quiero a Quinn pero le sigo haciendo ojitos a Joe.» —¿Por qué no hablamos de a quién le hace ahora ojitos Joe? —pregunta Sugar con la clara intención de escurrir el bulto de su vida sentimental. Yo la asesino con la mirada. No es el momento. —¿Te refieres a la «no sé si quiero ser la señora Lopez»? Sugar asiente. —¿Lo sabías? —inquiero absolutamente perpleja. —Claro que lo sabía —pronuncia con rotundidad—. Todos lo sabíamos. Creo que la penúltima persona en darse cuenta fue Joe y la última, tú. Las dos sonríen de lo más impertinentes y yo frunzo los labios. Se están riendo a mi costa. Hoy no me lo merezco. —La última en enterarse fue Sugar —comento socarrona robándole la petaca. Ahora soy yo la que se ríe con Rachel y Sugar la que asesina con la mirada. —Pues no sé de qué te ríes —continúa Sugar, índice en alto—. Tu hermano es algo así como un gigoló del amor en nuestra pequeña pandilla. Rachel cesa sus carcajadas por completo, se gira hacia Sugar y la golpea en el brazo. Ella se queja con un «ay» y le hace un mohín. Yo las miro sin poder dejar de sonreír y al instante ambas hacen lo mismo. Las tres nos quedamos unos segundos en silencio. —Si Joe fuera un gigoló, ¿cuánto creéis que cobraría? —pregunta Rachel absolutamente en serio. —Más de lo que te puedes permitir —sentencio dándole un trago a su petaca. Ella me hace un mohín y Rachel aprovecha para robarme la petaca, aunque inmediatamente Sugar se la quita de las manos. Suspiro hondo de nuevo. No sé qué haría sin las chicas. Ahora mismo me siento más relajada y, a pesar de todo, he podido desconectar. Sin embargo, aunque es lo último que quiero, todas mis dudas siguen estando ahí, clavadas en el fondo de mi estómago. —No sé qué hacer —confieso—. Creo que todo esto se nos está yendo de las manos. Nadie ve bien que nos casemos. —Eso no es verdad —me interrumpe Rachel—. Hay mucha gente que ve bien que os caséis. —¿Tú ves bien que nos casemos? —me apresuro a interrumpirla exigente, mirándola directamente a los ojos. Por primera vez en nuestra relación, la que parece el mentalista soy yo. Rachel abre la boca muy convencida dispuesta a decir algo pero, tras unos segundos, la cierra y resopla. —Sugar —se queja. Yo suspiro con fuerza. —¿Lo veis? Mi padre ha venido prácticamente obligado, y sigue pensando que va a ser un desastre. El suyo está dispuesto literalmente a todo con tal de impedir esta ceremonia. Quiero parar, pero las palabras atraviesan descontroladas mi garganta antes de que pueda contenerlas. —Pero lo peor no es eso —continúo—.Santana y yo no hemos dejado de discutir. A veces creo que no sabemos estar juntas. Me siento como una auténtica perra desagradecida por estar diciendo esto en voz alta, pero no puedo evitar sentirme así. Estoy aterrada. —Eso es una estupidez —me espeta Rachel—. Puede que tenga mis dudas sobre esta boda —se sincera—, pero tenéis que estar juntas, sólo sois felices si estáis juntas. —Jamás me alejaría de Santana —sentencio, porque es la verdad—, pero no sé si puedo casarme con ella. Y eso también es la pura verdad. En ese momento llaman con insistencia a la puerta. Las tres decidimos hacer oídos sordos. Sea quien sea, tendrá que volver más tarde. Esta crisis es nivel rojo intenso. Vuelven a golpear la puerta. Sugar se levanta, petaca en mano, dispuesta a echar a quien quiera que esté siendo tan inoportuno, pero se frena en seco exactamente en el mismo momento en que yo dejo de respirar. —Britt, soy Santana. Miro la puerta y me levanto sintiendo cómo me tiemblan las rodillas. Es la última persona que esperaba y esas tres palabras me han puesto todavía más nerviosa. —Britt —vuelve a llamarme. Me acerco a la puerta con el paso tímido y titubeante. Apenas a unos metros, me vuelvo hacia las chicas y les pido con la mirada que me dejen sola. Rachel asiente y, viendo que Sugar no se mueve, sino que se acomoda, la coge de la mano y la arrastra hasta el baño mientras ella se lamenta. Ya sola, suspiro hondo y cubro la distancia que me separa de la puerta. El corazón me late tan de prisa ahora mismo que creo que va a escapárseme del pecho. —¿Qué quieres, San? —Obligo a las palabras a atravesar mi garganta. —Britt, abre la puerta. Ella también suena nerviosa. —No puedo. Trae mala suerte que me veas con el traje de novia antes de la boda. La oigo resoplar al otro lado. Está muy inquieta. —Eso es una estupidez —se queja—. Ábreme. —Después de todo lo que ha pasado, ¿quieres hacer esto con una maldición encima? Sonrío suavemente. Aunque no la veo, sé que ella también lo está haciendo al otro lado y automáticamente me relajo. Alzo la mano y toco la preciosa madera blanca. En realidad, quiero tocarla a ella. —¿Has traído a mi padre? —murmuro con la voz admirada. Aún no puedo creerme que hiciera algo así por mí. —Quería compensarte por lo que ocurrió ayer —contesta sin dudar. —Si querías hacerlo, sólo tenías que haber hablado conmigo. —Sabes que no se me da muy bien hablar. Sonrío pero es una sonrisa fugaz y resignada que no me llega a los ojos. A veces me siento mal pidiéndoselo, como si no fuese capaz de aceptarla tal y como es, pero es que no puede dejarme siempre al margen de todo. —Lo sé —susurro triste—. Todo se ha complicado demasiado. Santana suspira con fuerza y noto cómo deja caer el peso de su cuerpo contra la puerta. Yo también lo hago. Ha llegado el momento de poner todas las cartas sobre la mesa y sincerarme. —Cásate conmigo —me interrumpe Santana como si fuera capaz de leerme la mente, incorporándose de nuevo. El aire se evapora en mis labios. Me ha pillado completamente por sorpresa. —Sé que todo ha sido una locura y también que no te lo pongo fácil, pero cada vez que te he dicho que no sé vivir sin tocarte ha sido verdad, nena. Suspiro de nuevo. Me siento desbordada. —San… —No sé cómo seguir, así que me decidido por contarle cómo me siento. Llegados a este punto, creo que es lo mejor—. San, estoy muerta de miedo. A veces pienso que todos tienen razón. Follamos como locas y discutimos como locas —sentencio recordando sus palabras—, ¿cuánto va a durar eso? —Durará lo que queramos que dure —replica sin asomo de dudas—. Britt, yo… —se frena y puedo notar lo inquieta, lo acelerada que está—. Joder, sería infinitamente más fácil si abrieras la maldita puerta —protesta—. ¡Motta! —grita. Sobresaltada, me giro hacia la puerta del baño sin comprender nada y me sorprendo aún más al encontrarlas a las dos bajo el marco. Han estado escuchando toda la conversación. —Esa cabronaza de mujer es la más romántica del mundo —comenta Sugar secándose las lágrimas con un pañuelo de papel, con mucho cuidado de no estropearse el maquillaje. —¡MOTTA! —vuelve a llamarla—. Mueve tu culo hasta aquí o te despido. Ella pone los ojos en blanco y rápidamente pasa junto a mí y agarra el pomo de la puerta. No entiendo nada. Me hace un gesto para que me aparte y sale con el máximo cuidado, impidiendo cualquier posibilidad de que Santana vea nada. Les oigo murmurar y finalmente Sugar regresa a la habitación. Cierra la puerta y camina con una sonrisa de oreja a oreja hasta mí. Lleva algo a la espalda. —¿Qué? —pregunto sin poder contener un segundo más ni mis nervios ni mi curiosidad. —Santana me ha pedido que te dé esto y que te diga que te espera en el altar. Saca su mano de la espalda y me tiende la grulla azul de origami. Es la misma que me llevé de la azotea cuando me propuso matrimonio y la misma que utilicé para pedirle que me perdonara. La cojo y sonrío como una idiota. Mi mente se pasea feliz por aquella azotea entre todas esas luces y grullas de colores. Suspiro. Ahora mismo sólo puedo pensar en cuánto le quiero y en que, aunque sea complicada, pasar la vida con ella es lo único que deseo. —¿Hay o no hay boda? —pregunta Rachel nerviosa. —Sí —respondo feliz. Las tres sonreímos exaltadísimas. —Menos mal —comenta Rachel aliviada—. No te haces una idea de lo guapísima que está. Si llegas a decir que no, cuando la hubieses visto, te hubieras pegado un tiro por idiota. Mi amiga asiente su propia teoría y las tres nos echamos a reír. En ese momento Vera Hamilton entra en la habitación seguida de mi padre. Lo miro y no puedo evitar sonreír de nuevo. Él me devuelve el gesto. Supongo que, aunque no esté de acuerdo con nada de esto, ver a su hija pequeña de blanco y feliz le ha ablandado un poco. —¿Britt, estás lista? —quiere saber la organizadora de bodas. —Sí —contesto. Las chicas se apresuran a coger nuestros ramos de flores. Rachel me entrega el mío y me guiña el ojo. Cojo la grulla y la escondo entre las rosas de mi ramo. Estoy más nerviosa que en toda mi vida, pero al mismo tiempo sé que va a salir bien. Atravesamos la mansión de los Lopez y nos detenemos justo en la salida al jardín. Vera se adelanta con las chicas y a los pocos segundos un cuarteto de violines comienza a tocar una preciosa versión del Canon en Re mayor, de Johann Pachelbel.[1] Vera nos hace un gesto y mi padre y yo cruzamos las elegantes puertas de madera y cristal hacia el deslumbrante exterior. En ese preciso instante la música cambia y empieza a sonar la Marcha nupcial.[2] Suspiro sorprendida y por un momento soy incapaz de echar a andar. Todo está sencillamente precioso. La enorme pérgola que siempre he visto en este jardín ha sido sustituida por una aún mayor que, sin embargo, deja pasar la tenue luz de la mañana de mediados de septiembre. Todo está lleno de fantásticas flores blancas y, frente a los centenares de invitados, se levanta una pequeña tarima de madera clara elevada un par de escalones del suelo. Como cenador, un juego de sábanas blancas cae desde la pérgola con pequeñas luces escondidas entre ellas. Bajo él está Santana, y ya no puedo mirar nada más. Sugar tenía razón. Está Bella, su vestido color perla se amolda muy bien a sus cuervas, mucho encaje y que deja un escote discreto para sus atributos, un velo que no esconde la belleza de su rostro como perfecto remate veo un su ramo con flores blancas pero no puedo distinguir tan exquisitas flores, toda ella exquisita su vestido, su cabello arreglado, su maquillaje, todo en ella resplandece. Cuando nuestras miradas se encuentran, me sonríe de esa manera que creo que reserva sólo para mí y me siento llena por dentro. Al fin comenzamos a caminar. Siento todas las miradas de los invitados sobre mí, pero la única que me importa es la de Santana. A unos pasos de la tarima, mi padre se detiene y yo lo hago con él. Santana sale a nuestro encuentro. Me giro despacio hacia mi padre y le sonrío, intentando trasmitirle lo feliz que me siento en este momento. —Muchas gracias, papá —susurro. Él asiente y me da un beso en la frente. —Siempre voy a estar a tu lado. Sé que con esa frase ha querido decir mucho más que un simple «no me hubiera perdido tu boda». Me está dejando claro que, ocurra lo que ocurra con mi matrimonio, siempre podré contar con él. Santana llega hasta nosotros. Mi padre la observa un segundo y, a regañadientes, suelta mi mano para ofrecérsela a ella. No alarga más el momento y camina hasta sentarse junto a Evelyn. Santana me dedica su espectacular sonrisa. Tira suavemente de mi mano y me lleva al centro de la tarima. —Queridos hermanos, nos hemos reunido hoy aquí…. Durante la ceremonia, todo son miradas cómplices y sonrisas con las chicas, con Joe y, sobre todo, con Santana. Sugar no deja de llorar, y ante la risa de todos por las entrecortadas disculpas de mi amiga, Quinn acaba acercándose a ella para darle el pañuelo que asomaba elegante y perfectamente doblado en su chaqueta. Esas dos aún están enamoradas, más de lo que se creen. —Yo, Santana Lopez, te tomo a ti, Brittany Susan Pierce, como esposa y prometo serte fiel y respetarte en las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad todos los días de mi vida. Sonrío como una idiota mirándola mientras dice cada palabra. El corazón me late tan rápido que temo desmayarme en cualquier momento. Santana toma mi mano con cuidado y desliza sobre mi dedo una preciosa alianza de platino. —Yo os declaro esposa y esposa. Toma mi cara entre sus manos y me besa con una sonrisa en los labios, la misma que estoy segura que reflejan los míos. Todo esto es una locura, pero es nuestra locura. Camino entre las mesas dispuestas a lo largo de todo el jardín de los Lopez. Mis pasos resuenan sobre el elegante y reluciente suelo de madera. Miro a mi alrededor disfrutando de cada rincón. No me canso de repetir que todo está precioso. Es como un sueño. Mientras lo observo todo con admiración, sin quererlo, mi mirada se cruza con la de Santana. Está a unas mesas de distancia, charlando con Ryder y los chicos. Sujeta una copa de champagne rosado y, al llevársela a los labios, su mirada negra atrapa la mía por encima del carísimo cristal. Sonrío tímida y decido apartar la vista. Ahora mismo está demasiado bella como para decirle que no a nada. Aún con la sonrisa en los labios, llego hasta la mesa donde mi padre y Evelyn charlan con Sam. —Estás preciosa —dice Sam levantándose y caminando hacia mí—. Ven aquí y dale otro abrazo a este viejo pesado —añade estrechándome entre sus brazos. Me aprieta tan fuerte que me hace reír. —Déjame de una pieza —me quejo divertida. Sam sonríe y me suelta a la vez que me hace un gesto para que me siente junto a él. —¿Adónde va a llevarte tu esposa de luna de miel? —me pregunta. —No lo sé. Es una sorpresa. No puedo disimular lo encantada que estoy con la idea. Me parece de lo más romántico. Evelyn suspira fascinada. Claramente, a ella también le parece de lo más romántico. Se agarra al brazo de mi padre buscando su complicidad, pero él no parece estar por la labor. Odio que no esté disfrutando de este día. —¿Quieres bailar, papá? —inquiero a la vez que me levanto dispuesta a animarlo. Mi padre sonríe fugaz sin que le llegue a los ojos. Va a ponérmelo complicado. —Vamos —gimoteo—. He hablado con el grupo de música y el chico del piano se sabe todos los éxitos de Journey. Aunque intenta disimularlo, su sonrisa se ensancha. Sé de sobra que es su grupo favorito. De pequeña debo de haber escuchado Don’t stop believing alrededor de un millón de veces. —Está bien —claudica. Vamos hasta la pista de baile mientras empieza a sonar Faithfully. Me detengo en el centro y, con una sonrisa de oreja a oreja, extiendo los brazos. Mi padre toma mi mano con la suya y comienza a movernos. —¿Recuerdas cuando me subías sobre tus zapatos y bailábamos en el salón de casa? Quiero ponerlo de buen humor y los recuerdos de mi infancia son mi mejor arma. —¿Cómo voy a olvidarlo? Te encantaba. Podíamos pasarnos horas así. —Pero nunca me dejabas elegir la música. —Eso era porque no quería acabar bailando alguna canción de «Barrio Sésamo» —se queja divertido y por primera vez en todo el día tengo la sensación de que sonríe sincero. —Gracias por venir, papá —susurro. —Eres mi hija. Haría cualquier cosa por ti. Otra vez esas palabras ocultan mucho más sentimientos. Me está diciendo que ha venido aquí por mí, pero también quiere que sepa que estará a mi lado cuando salga mal. Lo conozco. Está totalmente convencido. —Santana me hace feliz. Mi padre suspira suavemente. —No quiero tener la misma conversación otra vez, pequeñaja, y no quiero tenerla ahora. —Pero me gustaría que lo entendieses —trato de explicarle. Necesito que lo comprenda. No quiero que piense que todo esto no ha sido más que un simple capricho. —Lo entiendo —me interrumpe. Sonríe con dulzura y yo imito su gesto. —Nunca he dudado de que os queráis. Lo que me preocupa es qué va a pasar cuando todo deje de ser emocionante y nuevo y se vuelva real. Y ahí está lo que verdaderamente le inquieta. Sigue pensando que se cansará de mí. Lo miro pero no sé qué decir. No voy a negar que yo también he sentido ese miedo, que lo sentí en la habitación con el vestido de novia ya puesto; pero al mismo tiempo sé que Santana hará todo lo posible porque salga bien. La risa de Sugar a unos pocos metros me saca de mi ensoñación. Me vuelvo justo a tiempo de ver cómo Sam la hace girar sobre sí misma al ritmo de la música. —Eres todo un consumado bailarín, Samuel Woodson —le dice con su voz más pizpireta. El mejor amigo de mi padre le sonríe más que satisfecho. —¿Cambio de pareja? —propone mi amiga. Asiento y miro a mi padre. Él se separa de mí pero rehúsa con un leve gesto de mano la invitación de Sugar. —¿Vas a decirle que no? —pregunta Sam sorprendido—. ¿Cuántas veces crees que te vas a ver en la situación de que una chica de veintipocos te pida un baile? —Señor Parker, me siento ofendidísima —protesta Sugar divertida. —Lo siento, preciosa —se disculpa mi padre—. Quizá después. Los tres observamos cómo se marcha de vuelta a su mesa. Sam pone los ojos en blanco y resopla. —No te preocupes —me dice—. Es un gruñón. Se le pasará. —¿De veras lo crees? Odio verlo así. —Sólo necesita acostumbrase a que su pequeñaja ya no sea suya —sentencia con una sonrisa cómplice. Yo no puedo evitar sonreír también. A pesar de todo, me es imposible disimular lo feliz que me hace el simple hecho de pensar que Santana y yo estamos casadas. ¡Casadas! —Sam tiene razón —comenta Sugar mientras observamos cómo ahora él se aleja tras mi padre—. Acabará entendiéndolo. Asiento y la contemplo aún con la vista perdida en el fondo de la sala. En este preciso instante recuerdo que tengo una sorpresa genial para ella; de hecho, me extraña que no se la haya cruzado. Pero entonces caigo en la cuenta de que tenemos un tema más importante que tratar. Puede que estuviera a punto de sufrir una crisis nerviosa, pero es imposible que olvide la bomba que soltó. ¡Quinn y ella han roto! —¿Y tú que tal estás? —pregunto. Sugar me mira y resopla. —A punto de rogarle al camarero otro trozo de tarta de mousse de chocolate, grosellas y savia. Sonrío fugaz y ella también lo hace. —¿Quieres que hablemos de lo que ha pasado? Niega enérgica con la cabeza. —No. Quizá en unos días te llame borracha con la música de Bonnie Tyler a todo volumen y tengas que venir a casa a impedir que meta la cabeza en el horno — bromea—, pero de momento estoy bien. —Siempre has sido muy sentida —respondo socarrona. —Es mi parte latina. La miro con el ceño fruncido mientras ella, como si no hubiera dicho nada fuera de lo común, se alisa el vestido. —Tú no tienes sangre latina —me quejo. —¿Qué? —responde indignadísima—. Cuando llegué a Nueva York, viví en el Harlem hispano siete meses —continúa como si eso ya le hiciera merecedora, por lo menos, de un Grammy Latino— y mi vecina siempre escucha a Pitbull. No puedo evitarlo más y me echo a reír. A los segundos, ella me sigue. —Tengo una sorpresa para ti —le comunico cuando nuestras carcajadas se relajan. Sugar me mira extrañada. Yo echo un rápido vistazo a mi alrededor, la tomo de la mano y la obligo a caminar. —¿Adónde vamos? —me pregunta. —A buscar tu sorpresa. Atravesamos el jardín y llegamos al otro extremo de la carpa, donde un grupo de invitados disfruta del delicioso champagne. Le suelto la mano y echo un nuevo vistazo, esperando encontrar a Thea. ¿Dónde se habrá metido? —¿Sabes? Es cierto que estoy algo deprimida —comenta con la vista clavada en sus Manolos de estreno—, pero después miro estos zapatos y se me pasa. Ante eso no tengo más remedio que sonreír, aunque sigo muy concentrada buscando la sorpresa. Cuando al fin la veo, doy unas palmaditas y me giro hacia Sugar. —Quiero que conozcas a alguien —le digo con una sonrisa enorme. —¿Ésa es mi sorpresa? —pregunta decepcionada—. No quiero conocer a nadie —refunfuña. —¿Sabes que puedes quedarte los zapatos? Sugar lanza una sonrisilla y se olvida de sus reticencias. —Lo sé. Yo también sonrío. —Vamos —la animo. Tiro de su mano y caminamos unos metros más hasta llegar a la barra. —Es un conocido de Thea —le aclaro. Ella asiente sin prestarme atención, colocándose bien el fajín rojo que recorre la cintura de su vestido. Me giro emocionada y toco en el hombro del chico que habla con Ryder. Él me sonríe y yo le devuelvo el gesto. —Gordon, te presento a Sugar Motta. Doy un paso atrás para que Sugar pueda verlo y se saluden, pero ella, que sigue atareada con su vestido, no le presta la más mínima atención. —Sugar, él es Gordon Sumner, aunque quizá tú lo conozcas mejor por Sting. —Concluyo la presentación moviendo las manos como si fuera la asistente de un mago de los ochenta. Sugar alza la mirada boquiabierta. Trata de articular palabra, pero no es capaz. Yo suelto una risilla. Sabía que se quedaría alucinada. No la culpo. Estamos delante del hombre que escribió Roxanne. —Os dejaré solos —me disculpo. —Thea me ha comentado que crees que estoy deprimido —le oigo decir divertido ante una petrificada Sugar. Mientras me alejo, tomo la falda de mi vestido y la levanto delicadamente. No quiero que se ensucie. —Señora Lopez —me llaman cuando sólo he avanzado unos metros. Con sinceridad, me detiene su voz, no la manera en la que me ha llamado. Aún no me he acostumbrado a ser la señora Lopez. Me giro con la sonrisa preparada y Santana sale a mi encuentro. —Señora Pierce —repite satisfecho. —¿Sabes? —replico dejándome envolver por sus perfectos brazos—, creo que me gustaba más ser la señorita Pierce. Suena más pervertido. Santana me dedica su media sonrisa y se inclina sobre mí. Su cálido aliento baña suavemente el lóbulo de mi oreja. —Eso es porque aún no te lo he llamado cuando estemos desnudas —me susurra sensual y peligrosa—. Créeme, va a hacer que te corras sin ni siquiera tocarte. Ahogo un suspiro en una sonrisa nerviosa y, a cambio, recibo la suya absolutamente presuntuosa y espectacular. —Estás preciosa. —Tú tampoco estás mal —comento acariciando con dulzura su sus hombros desnudos que me permite el diseño de su vestido alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Yo sonrío tímida y la miro a través de mis pestañas. No sé si las dos copas de champagne que me he tomado a escondidas en contra de la prescripción médica, verla tan increíblemente bella, su piel gritando a gritos se besada, explorada , el hecho de que acabemos de convertirnos en esposas, pero siento que mi cuerpo brilla como si estuviera hecho de luces de neón. Sin apartar su mano de mi mejilla, se inclina de nuevo sobre mí. —No me lo pongas más difícil —susurra salvaje, indómita, sensual—. Ya me está costando un mundo no abalanzarme sobre ti. Me muerdo el labio inferior. Yo me siento exactamente igual. Santana tira de mi mano para que la siga. Creo que nos dirigimos a la pista de baile, pero la pasamos de largo. —¿Adónde vamos? —pregunto divertida cuando salimos de la carpa y entramos en la casa. —A desenvolver mi regalo de Navidad. Genial. Llegamos a la puerta del pequeño saloncito donde me preparé con las chicas. Santana nos hace entrar y cierra la puerta tras nosotros. Yo ando unos pasos y vuelvo a perderme en la elegancia de la habitación hasta que el sonido sordo del pestillo devuelve toda mi atención a la señorita Lopez . Me observa sexy, hambrienta, mientras camina con paso decidido hasta mí. Sus ojos cafes se oscurecen hasta parecer casi negros. Sin mediar palabra, atraviesa la distancia que nos separa, me estrecha contra su cuerpo tomándome por las caderas y me besa con fuerza. —Joder, llevo esperando este momento todo el maldito día. Alza la mano y la sumerge en mi pelo. Sonríe llena de sensualidad y tira con fuerza, obligándome a levantar la cabeza. —Llevo horas viéndote con este vestido —susurra con sus labios a escasos centímetros de los míos—, imaginando cómo voy a quitártelo botón a botón. Me besa intensa una sola vez y me gira brusca entre sus brazos. Me aparta el pelo y lo deja caer hacia delante. Me da un dulce beso en el hombro y su suave aliento calienta mi piel bajo la tela. Suspiro bajito y su sonrisa vibra a través de mi cuerpo. Coloca sus dedos en mi nuca y los baja acariciando mi espalda. Una corriente eléctrica me estremece a su paso. Suspiro de nuevo y ella vuelve a sonreír. —San—susurro. Pero ella no contesta. Sus hábiles dedos comienzan a desabrochar la interminable fila de diminutos botones a mi espalda. Desliza las mangas por mis hombros y el vestido cae a mis pies, dejando mi sugerente lencería de novia al descubierto. Santana exhala todo el aire de sus pulmones brusca y despacio. Me estrecha aún más contra su cuerpo y, lentamente, hunde su nariz en mi pelo. —Joder, eres un puto sueño —murmura con la voz más sensual que he oído en mi vida. Sus manos recorren ávidas mis costados y se agarran con fuerza otra vez a mis caderas. Sus dedos se hunden en la suave seda de la lencería de La Perla y yo gimo absolutamente extasiada. Comienza a besarme el cuello... besos largos y húmedos que sensibilizan mi piel y me excitan todavía más. Baja su mano por mi vientre hasta esconderla en la tela de encaje. Me muerde con fuerza y desliza un dedo en mi interior. —San —vuelvo a susurrar. —¿Qué quieres? —pregunta torturadora a mi espalda. Antes de que pueda responder, me embiste con los dedos y mis palabras se evaporan en un largo gemido. Su otra mano sube hasta mis pechos. Se deshace de la copa y toma un pezón entre sus dedos. Suspiro con fuerza tratando de controlar mi respiración. Literalmente me estoy derritiendo entre sus brazos. Me besa el cuello sin dejar de torturarme con sus manos. Gimo de nuevo. —¿Qué quieres, Britt? —repite exigente. —A ti —musito antes de que mi mente se esfume por completo. San me gira entre sus brazos y me besa desbocada. Yo le respondo y nuestras bocas se acoplan perfectamente, rápidas y desesperadas. Nos lleva hasta el sofá y me obliga a tumbarme. Sin embargo, cuando creo que ella va a hacerlo sobre mí y calmar mi piel en llamas, me sonríe con malicia y se queda de pie. —San —susurro con la voz quejumbrosa, rota de deseo. —¿Qué? —responde arrogante. Es la diosa del sexo y el rey de la tortura más exquisita y sensual. Involuntariamente, junto los muslos buscando la deseada fricción que ella me está negando y mis manos acarician titubeantes y nerviosas mi estómago. —Ven —le pido en un hilo de voz. Santana niega despacio con la cabeza con una peligrosa y sexy media sonrisa en los labios. Gira sobre sus pasos y camina hasta uno de los muebles. Tomándose su tiempo, como si buscase que acabe ardiendo por combustión espontánea, se busca como quitar su lindo vestido ya que tiene el cierre a un costado, lo baja lentamente y lo deja caer a sus pies, dejándose en lencería color perla y su zapatos de tacon. y yo pueda contemplar cada suculento pecho, sus abdominales, su piel color chocolate que me tiene la boca vuelta agua. Sin que esa media sonrisa tan dura abandone sus labios, . Aún no está del todo desnuda y ya siento que estoy delante de una pura sangre del sexo. Se sirve una copa de Dom Pérignon Rosé helado. Acaricia suavemente mi velo y, con una misteriosa sonrisa, lo coge. Con paso lento y regresa hasta mí. —Eres mi regalo —me advierte con sus impresionantes ojos negros clavados en los míos. Yo asiento. Estoy hechizada. —Pues quiero disfrutar de ti —concluye. Se sienta en la pequeña mesa de centro blanca. A poco más de un metro de mí. Sin liberar mi mirada de la suya, da un nuevo sorbo a su copa y la deja sobre la madera. Yo la observo intentando adivinar qué es lo que está pensado, qué tiene planeado para mí. —¿Quieres que me toque para ti? —pregunto tímida. Ella me dedica su media sonrisa a la vez que, despacio, va reliando la suave tela de tul del velo en sus dos manos. —No —responde. No aparta sus ojos de mí ni de mi cuerpo. Su mirada es tan intensa que por un momento siento que son sus manos y suspiro bajito. San le da un nuevo sorbo a su copa. —Ven aquí —me ordena, y todo mi cuerpo se relame. Instintivamente sé que quiere que me arrodille y así lo hago. San sonríe de nuevo . Alza las manos y pasa el velo por mi cuello, empujándome suavemente hacia ella. Yo suspiro otra vez. El deseo me está consumiendo. —Eres mía —me dice con sus ojos dominándolo todo—. ¿Sabes lo que significa eso? Asiento. Significa que le quiero como nunca pensé que podría querer a alguien. —Significa que todo lo que necesito eres tú, Brittany. Sus palabras rebosan seguridad y me llenan de una manera aún más completa. Me besa con fuerza. Saboreo el champagne de sus labios y todo me da vueltas. —Levántate —me ordena. Sin dudarlo, hago lo que me dice. San suelta el velo de una de sus manos y la tela acaricia mi piel caliente hasta que el extremo cae al suelo. Alza la cabeza. Su mirada me traspasa y me domina. Se inclina sobre mi estómago. Estoy excitada y nerviosa. San sonríe viendo cómo mi cuerpo reacciona al suyo y, con suavidad, me besa junto al ombligo justo antes de levantarse. Elevo la mirada y me relamo observándola. Es una maldita diosa griego. Toma el velo y me lo pone sobre la cabeza. Me sorprendo cuando sus hábiles dedos vuelven a colocármelo en un instante. Me dedica otra vez su sonrisa más peligrosa. Su mano baja despacio acariciándome el cuello, la curva de mis pechos y mis costados hasta llegar a mis caderas. —Eres la novia perfecta —susurra con sus ojos llenos de deseo. Suspiro con fuerza. Todo esto es tan sensual que me abruma. San alza las manos, tira del velo y nos cubre con él a las dos. Sonríe traviesa y se humedece los labios. —Te deseo —sentencia. Toma mi cara entre sus manos y me besa desmedida. Nos tumba sobre el sofá sin separar sus labios de los míos. Sus manos recorren ávidas mi cuerpo. Desliza sus dedos entre la delicada lencería y mi piel y baja mis bragas de La Perla. Gimo. El velo nos rodea. Me muerde con fuerza el cuello. Su boca se pierde en mi piel. Todo mi cuerpo se arquea. Sigue bajando. Torturadora, besa mi estómago dejando que su cálido aliento y su mirada me dominen por completo. —San —susurro. Me da un beso en el centro de mi sexo. La piel me arde y la sangre me recorre entera húmeda y caliente. —San —susurro una vez más. Es mi mantra, mi palabra sagrada, todo mi placer. Desliza dos de sus dedos y los introduce dentro de mí mientras su lengua… joder, su lengua es lo mejor de todo. Gimo con fuerza. Sus dedos bombean en mi interior. Siento calor. Mucho calor. Sus besos son largos y húmedos. Me acarician suaves y salvajes, haciéndome sentir placer puro, sin adulterar. Estoy en el paraíso. San rodea mi clítoris con sus labios, tira suavemente de él y todo mi cuerpo se mece bajo su boca. No puedo más. Una corriente eléctrica me sacude, me recorre entera y me hace explotar llena de amor, excitación y un deseo capaz de iluminar todo Nueva York. Abro los ojos justo a tiempo de ver cómo Santana, destilando una lujuria cautivadora, avanza por mi cuerpo. Me mira directamente a los ojos suspendida sobre mí y sólo puedo rendirme. Estoy hechizada. Levanto la mano despacio y aún más despacio le aparto el pelo negro que le cae desordenado sobre la frente. —Ahora voy a follármela, señora Pierce —murmura amenazadoramente sensual. Yo sonrío abrumada. Tenía razón. He estado a punto de llegar al orgasmo sólo con la manera en la que ha pronunciado mi recién estrenado apellido. Deja que el peso de su cuerpo caiga sobre el mío y se recoloca entre mis piernas. Tímida, extiendo mi mano y acaricio su perfecto torso. Continúo bajando, dejando que el deseo me guíe, y llego hasta el sensual músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus bragas . Sus ojos se vuelven aún más negros, más brillantes, como si la sola idea de que vaya a volver a estar dentro de mí consiguiese que toda la pasión y las emociones que siempre nos rodean se hiciesen aún más fuertes, más indomables. Mueve su mano y la lleva a la mía, que torpe y nerviosa intenta sacar esa prenda que esta entre nosotros y lo hacemos juntas. Un gruñido suave atraviesa su garganta cuando cojo su coño y lo prieto con suavidad. Mi respiración se acelera. Su mirada me abrasa. Su mano sobre la mía guía, pero yo en un movimiento rápido la vuelco contra el sofá y quiero devolverle el favor, sin ninguna pieza que me detenga, bajo rápidamente mi boca a su coño, solo y veo como ya esta humeda lista para mi, y devoro con anhelo y hambre todo lo que pueda darme, todo lo que pueda sacar de ella, ella se retuerce, me toma de mi cabeza, y se levanta sobre sus codos para mirarme, es increíble me la estoy follando con mi boca y quiero alargar su placer, quiero darle tanto como ella me ha dado a mi, mientras mi lengua la recorre dentro de sus pliegues y la paso por el manojo de nervios subo una de mis manos para tocar uno de su pechos, y amasarlo como la cosa mas exquisita, Santana comienza a tensarse, se que esta cerca, pero yo estoy en mi tarea, y tiene que dejarme hacerlo, unos minutos mas, solo me pide que lo haga mas rápido, quiero satisfacerla y obedezco, me detengo un momento y ella me mira interrogante, y meto dos dedos en mi boca, y la penetro, la bombeo, y ella solo vuelca su cabeza recibiendo el placer que le estoy dando, por primera vez yo en control, minutos después estalla en mi boca y succiono todo su delicioso elixir.
Santana hunde la nariz en mi cuello y aspira con suavidad. Finamente, alza la cabeza y sus impresionantes ojos se posan sobre los míos. —Parece que te has divertido —comenta . Imagino que mi cara de absoluta felicidad ha sido una importante pista. Asiento con una sonrisa de oreja a oreja y mi gesto se contagia automáticamente a sus labios. Sin embargo, este estado de relax absoluto no dura mucho. Santana me da un intenso beso en los labios, pero, antes de que pueda reaccionar y atraparla entre mis brazos, se levanta de un salto. —Vístete —me ordena dulcemente, recuperando sus bragas y su vestido del suelo. Me quedo mirándola boquiabierta. Nunca deja de sorprenderme su inconmensurable energía. Eso y que está gloriosamente desnuda. —El avión nos está esperando. Su comentario me saca de un golpe de mi ensoñación. —¿El avión? —planteo sorprendida. Santana me sonríe, divirtiéndose claramente a mi costa, y yo me doy cuenta de lo tonta que soy. Hoy salimos de luna de miel. Al caer en la cuenta, me levanto de un salto con mi feliz sonrisa de vuelta. Estoy deseando saber adónde vamos, además de que la idea de pasar quince días con Santana para mí solita, aunque fuese en mi apartamento, no puede ser más sugerente. Recupero mi ropa interior y me la pongo rápidamente. Ella ya ha vuelto a vestirse, y, ante su divertida mirada, corro hacia la cómoda y busco la ropa que traje puesta: mis vaqueros más gastados, una camiseta de seda color vainilla con pájaros estampados y mis Converse. Estoy sentada en el sofá anudándome las zapatillas cuando caigo en la cuenta de algo. No tengo aquí mi equipaje. De acuerdo que no sé adónde vamos, pero, sea donde sea, necesitaré ropa y mi cepillo de dientes. —¿Vamos directamente al aeropuerto? —inquiero algo confusa. —Sí —responde sin más con la mirada perdida en la pantalla de su iPhone. Se le ve tan concentrada que apuesto a que está comprobando email de trabajo. Espero que en nuestra luna de miel sea capaz de desconectar. Necesita descansar. —Pero tengo que pasar por Chelsea y hacer la maleta —replico. —Tus maletas ya están en el avión. La señora Aldrin preparó el equipaje de las dos. ¿En serio? Coloco las dos manos en el sofá y me apoyo en él tensando los brazos. No sé si me siento del todo cómoda con eso. Me hubiera gustado decidir qué ropa llevarme a mi propia luna de miel. Santana me observa mientras termina de colocarse bien su vestido me imagino que cambiara por algo mas comodo. Debe advertir que algo no termina de convencerme porque, al tiempo que camina hasta mí, Alzo la cabeza y sus ojos me atrapan. Santana me da una rosa y sonríe. —No lo pienses más. No tiene ninguna importancia —susurra. Supongo que tiene razón. Además, no pienso dejar que nada me estropee el buen humor. Toma mi mano, salimos de la habitación y me guía a través de la casa. —Espera —le digo tirando de su mano justo antes de que crucemos la puerta principal—. No podemos marcharnos sin despedirnos de nadie. Santana sonríe dejándome absolutamente claro que sí, que podemos hacerlo, y nos hace seguir caminando. —Puedes mandarles un mensaje —comenta burlóna. —¡Santana Lopez! —me quejo divertida.
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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 11:06 pm

Ella se gira y tira de mí tomándome por las caderas hasta que nuestros cuerpos chocan. Suspiro bajito, sorprendida por el contacto, y Santana exhala despacio todo el aire de sus pulmones. —No veo el momento de alejarme del mundo y llevarte conmigo —susurra con su voz mientras sus ojos increíblemente negros dominan los míos. Sonrío nerviosa. ¿Qué puedo decir a eso? Acaba de dejarme sin argumentos. Santana se inclina sobre mí dispuesta a besarme. Involuntariamente mis ojos bailan de los suyos a sus labios. Pero, en el último segundo, me dedica su espectacular sonrisa y se separa de mí. —Vamos —dice tirando de nuevo de mi mano. Yo resoplo malhumorada como una niña pequeña que se ha quedado sin caramelo y eso sólo hace que su sonrisa se ensanche. Caminamos por el sendero de piedra que lleva a la enorme cancela. De fondo se oyen risas y al grupo tocar grandes éxitos de los ochenta. Joe tiene que estar encantado. Estamos ya a unos pasos de la grandiosa verja cuando veo a Rachel y Brody entrar de lo más acaramelados. Él se queda rezagado absolutamente a propósito, tira de ella y la estrecha entre sus brazos. Los dos tienen una sonrisa de oreja a oreja. Deben de haber echado el polvo de sus vidas. Al vernos, Rachel se separa avergonzada. —¿Qué hacéis aquí? —pregunta alisándose el vestido. —Podría preguntar lo mismo —respondo con una sonrisilla impertinente—, pero creo que no quiero hacerlo. Me lo estoy pasando de cine haciéndole pasar un rato de lo más bochornoso. Me giro hacia Santana buscando una mirada cómplice, pero ella está muy concentrada en su teléfono. —¿Ya os marcháis? —inquiere mi amiga. —Sí —respondo confirmándole mi respuesta con un movimiento de cabeza. No podría estar más nerviosa y encantada. —Genial —continúa Rachel tratando de tornar el foco de atención descaradamente. —Tenemos que irnos —nos interrumpe Santana con un tono de voz imperturbable, obligándome a volver a andar. Sospecho que ahora mismo no quiere estar cerca de ningún Berry. —Llámame cuando regreses —se despide Rachel a mi espalda—. Celebraremos esta boda como Dios manda. Me giro sin dejar de caminar de la mano de Santana y sonrío. —Cuenta con ello —casi grito para hacerme oír. Atravesamos la cancela y en seguida vislumbro el elegante Audi A8 esperándonos apenas a unos pasos. —Veo que lo tenías todo controlado —comento burlona. San se vuelve hacia mí con una sonrisa de lo más sexy preparada y me guiña un ojo insolente. Está claro que no iba a permitir que se nos hiciera de noche bailando en esa carpa. Finn nos recibe con una discreta sonrisa y nos acomodamos en la parte de atrás del coche. El motor ruge suavemente y en unos pocos minutos nos incorporamos a la carretera principal. Suena una suave canción. Creo que es Cool kids, de Echosmith. Por la ventanilla observo cómo nos alejamos del carísimo barrio de Glen Cove. Me giro de nuevo y miro a San. Sigue concentrada en su teléfono. Apoyo la cabeza en el respaldo del elegante sillón gris y me permito contemplarla. Me pregunto si alguna vez dejaré de sentir todo lo que siento cuando la miro. —¿Hablaste con tu madre? —pregunto muy resuelta. No tengo ninguna intención de discutir, pero necesito saber cuál es la situación. No quiero que vuelva a ser un problema entre nosotras. San exhala todo el aire con fuerza. No quiere tener que hablar. —Sé que no te gusta tener que hablar, pero... —No vamos a hablar de esto —me interrumpe arisca. Suspiro con fuerza. No puedo creerme que sólo llevemos un par de horas casados y ya me esté chocando otra vez con la misma pared. Aunque, por otra parte, no sé qué esperaba, ¿que nos declararan esposas y cambiara por arte de magia? San me mira, vuelve a resoplar y, tomándome por sorpresa, me agarra de las caderas y me coloca en su regazo. He perdido la cuenta de cuántas veces ha hecho eso en la parte de atrás de este coche. Me observa un segundo pero no dice nada. —San —me quejo ante su silencio—, esto es importante. —Brittany, no quiero hablar de ese tema y mucho menos ahora. Está comenzado a cansarse, lo sé, así que la miro sopesando cómo continuar. Tengo que hacer la pregunta que realmente me preocupa. —¿Qué va a pasar con Leroy Berry ? —inquiero con la voz tímida. No sé cómo va a reaccionar, pero necesito asegurarme de que no va a dejarlo en la estacada, aunque francamente entendería que lo hiciese. San clava sus ojos en los míos. Su mirada se ha vuelto casi metálica. —Brittany —me llama con su voz sensual y a la vez que sumerge su mano en mi pelo y me aproxima aún más a ella, dejando que sus ojos se queden peligrosamente cerca de los míos—, no vamos a malgastar un solo segundo hablando de esto. Me besa con fuerza y yo me dejo besar. Cuando se separa de mí, su mirada sigue atrapando la mía. —Prométeme que no vas a dejar que lo pierda todo —le digo apartando mis ojos de los suyos y clavándolos en mis dedos, que hacen dibujos concéntricos en su chaqueta. No quiero mirarla. Su respuesta me da demasiado miedo. San me mete un mechón de pelo tras la oreja y deja que el reverso de sus dedos acaricie mi mejilla. —Ya hemos llegado al aeropuerto —susurra bajándome de su regazo. Su voz ha cambiado. Suspiro bajito y observo cómo el coche se detiene a unos pocos metros del jet privado. San se baja antes de que pueda decir nada más. Cuando lo hago yo, la contemplo caminar hasta el pie de las escalerillas, donde la espera el capitán. Después de hablar con él, lanza la vista a su alrededor y nuestras miradas se encuentran. La brisa revuelve su pelo negro. —Los Berry son importantes para mí. Sé que está dolida y también sé que tiene motivos, pero, aun así, no puedo permitir que hunda a Leroy Berry. Son como mi familia. —Créeme, lo sé —responde sin asomo de dudas. Respiro aliviada mentalmente. De forma egoísta, espero que, aunque sólo sea por mí, ayude a Leroy como había pensado y evite que caiga en la ruina. San me tiende la mano. Yo camino hasta ella y, sin dudarlo, la cojo. No pienso volver a sacar este tema. Confío en él. Maria nos saluda solícita en cuanto entramos en el avión. Santana nos guía hasta los mullidos asientos color crema y nos acomodamos en ellos. La azafata regresa unos minutos después. Nos deja sobre la elegante mesa de centro la prensa del día, varias revistas y dos botellas de agua San Pellegrino sin gas. Le doy las gracias y ella sonríe a la vez que asiente suave y profesional. —Que tengan un buen vuelo, señores Lopez —se despide. Sonrío como una idiota. ¡Soy la señora Lopez! Aún no puedo creerlo. Nos abrochamos los cinturones y el avión despega suavemente. —¿Vas a decirme ya adónde vamos? —pregunto sin poder disimular la felicidad que me inunda ahora mismo. —La curiosidad mató al gato —responde Santana revisando la sección económica del Times. Eso ha sonado a amenaza muy al estilo de Santana Lopez . —¿Al gato? —inquiero impertinente. —Más bien a la gatita —replica socarróna. La miro boquiabierta, tan indignada como divertida. Estoy a punto de decirle lo que esta gatita piensa hacer cuando mi móvil me avisa de que tengo un nuevo mensaje. Te ha salvado la campana, San. Santana sonríe. Apuesto a que sabe lo que estoy pensando ahora mismo. Finalmente miro la pantalla. Es Sugar. No puedo creerlo. Sting ha ido a buscarme una copa. Sonrío y San me mira curiosa. No pienso decir una palabra. —¿Un mensaje? —pregunta. Asiento. Donde las dan, las toman. Ahora mismo sonrío con malicia mentalmente. Ella también sonríe y, ladeando la cabeza, se inclina ligeramente sobre mí. —¿No tienes nada que decir? —susurra con esa voz tan amenazadoramente sensual. —No, la gatita no tiene nada que decir —replico insolente. San se humedece los labios y vuelve a sonreír de esa forma tan sexy, peligrosa y descarada que cortaría la respiración a cualquier chica. Me coge de la mano y tira de mí, obligándome a levantarme. Sin decir una palabra, atravesamos el jet. San abre la puerta del baño y nos encierra a las dos en él. Da un único paso y me acorrala contra la puerta. —Tal vez debería recordarle a la gatita quién manda aquí. Coloca sus manos en mis caderas y elimina cualquier centímetro de aire entre nosotras. Nuestros labios están muy cerca y su cálido aliento se entremezcla con el mío. Tiene los ojos más bellos del mundo. Alzo la cabeza dispuesta a besarla, pero en el último instante Santana se aparta. Yo suspiro frustrada. Ella me mira y sonríe arrogante. ¿Quién se cree que es? No puede tratarme siempre como si me tuviera en la palma de la mano y encima presumir de ello. Estoy a punto de largarme cuando Santana me toma de las muñecas, me empuja de nuevo contra la puerta y me las sujeta por encima de la cabeza. Me sonríe una vez más y me besa con fuerza. Yo quiero protestar, decir algo, pero acabo irremediablemente rendida a ella. Sujeta mis dos muñecas con una sola de sus manos a la vez que me obliga a abrir las piernas con la suya. Baja su mano acelerada y hambrienta por mi costado. Desabrocha el botón de mis vaqueros y se desliza en mi interior. Deja caer su frente contra la puerta y los suspiros de las dos se solapan en la pequeña habitación. —Me vuelve loca que siempre estés lista —gruñe. Se separa lo suficiente para que sus ojos atrapen los míos y comienza a mover sus dedos. —Ya es hora de que te vengas conmigo al Club de las Alturas —comenta socarróna. Me levanta a pulso, me sienta en el lavabo y, con sus caderas entre las mías, sólo existimos las dos. Mientras nos arreglamos la ropa, me da un poco de vergüenza pensar que Maria pueda saber exactamente lo que hemos estado haciendo. Aunque lo cierto es que parece de lo más profesional, e imagino que no soy la primera chica a la que Santana echa un polvo entre las nubes. Sacudo la cabeza, no me ha gustado nada esa idea. —El mensaje era de Sugar —comento para distraerme del pensamiento tan poco agradable que acabo de tener. San sonríe. —Está emocionadísima —continúo—. Gracias por haber hecho que conozca a Sting —añado dando un paso hacia ella y colocando mis dos manos sobre su pecho. —Ryder me comentó que Thea conocía a su mujer, así que ha sido relativamente sencillo —contesta como si nada, pero de pronto parece caer en la cuenta de algo y me mira con expresión divertida—. ¿Realmente Motta cree que está deprimido? Asiento contagiada de su humor. —Ese hombre sabe practicar sexo tántrico. Morirá feliz —sentencia. Yo me echo a reír. La verdad es que esa modalidad sexual siempre me ha llamado la atención. No porque quisiera llevarla a cabo, sino como curiosidad científica. —¿Alguna vez has probado el sexo tántrico? —pregunto. —Sí, y, la verdad, no es algo que me vaya mucho. La miro confusa. A la diosa del sexo debería encantarle una práctica sexual que hace que los polvos duren horas y horas. —Pensé que te encantaría —replico sincera. San sonríe de esa manera tan dura y sexy, como si conociese un secreto increíblemente divertido y no estuviese dispuesta a contármelo, y se inclina un poco sobre mí. —Yo no necesito ninguna técnica para aguantar más —responde con su voz hecha de fantasía erótica—. Eso, a estas alturas, ya deberías saberlo. Sin más, se separa de mí y yo siento que me falta el aire. Esta mujer es la sensualidad personificada. Suspiro bajito y San vuelve a sonreír. Finalmente se apiada de mí y de cuánto me tiemblan las rodillas ahora mismo y, tomándome de la mano, nos saca del baño y nos lleva de vuelta a los cómodos sillones. Creo que no ha pasado ni una hora cuando los ojos comienzan a cerrárseme sistemáticamente. Estoy sentada de lado en el cómodo sillón, con la mirada perdida en la ventanilla; parecemos alejarnos cada vez más del sol, viviendo nuestro propio atardecer privado. Es un espectáculo increíble, pero lo poco que dormí ayer y toda la intensidad del día de hoy me están poniendo muy difícil permanecer despierta. Me acomodo aún más contra el elegante sillón. Alzo las piernas y, en un atrevido gesto, las coloco en el regazo de San. Nunca tengo claro cómo va a reaccionar con estas cosas. Ella sonríe y, sin levantar la vista de los documentos que revisa, comienza a hacer círculos concéntricos con el pulgar sobre mi tobillo. Ahora la que sonríe soy yo. Ha dicho que terminará todo el trabajo pendiente en el vuelo. Espero que sea verdad. Necesita descansar. Con esa idea rondando por mi cabeza otra vez y las increíbles vistas, me quedo dormida. —Britt… Refunfuño y me acomodo de nuevo en el sillón. Tengo muchísimo sueño. —Britt —repite. Es mi esposa y le quiero, pero no pienso abrir los ojos por nada del mundo. Estoy demasiado cansada. —Nena —vuelve a llamarme, hundiendo su nariz en mi cuello y acariciándome despacio —, ya hemos llegado. Esas cuatro palabras llaman poderosamente mi atención. A regañadientes, abro los ojos; la curiosidad me puede, y me incorporo en el asiento ante la divertida mirada de San. Intento adivinar algo a través de la ventanilla, pero la oscuridad es total. San se quita la chaqueta y me ayuda a ponérmela. —Hace frío —dice escuetamente—. No quiero que pilles una pulmonía. Yo sonrío encantada. No sólo porque que San me ponga la chaqueta me parezca muy de cuento, sino porque la prenda está caliente y huele a ella. ¿Qué más se puede pedir? Bajamos del avión y un elegante Mercedes E350 nos espera a unos metros. Es azul oscuro casi negro y, al igual que todos los coches que San ha compartido conmigo, tiene un aspecto reluciente. Parece recién salido de fábrica. Miro a mi alrededor intentando obtener alguna pista, por pequeña que sea, que me diga dónde estamos, pero nada. Todo es aséptico e industrial como en cualquier aeropuerto. Nos montamos en el vehículo. Tras un leve gesto de cabeza de San, el chófer se pone en marcha. Durante unos minutos presto atención a la ventanilla. Si por lo menos pudiese ver el nombre del aeropuerto, sabría dónde estamos; pero finalmente me rindo; aunque comienza a amanecer, no se distingue más que carretera y campo. San tira de mi brazo y me deja caer contra su pecho. —Puedes dormir un poco más —murmura contra mi pelo después de darme un suave beso en la cabeza. No protesto. Me parece una idea fantástica. Aunque soy plenamente consciente de que San quiere que vuelva a dormirme para que no sepa dónde estamos antes de que ella lo decida. La bastarda quiere mantenerme intrigada hasta el final.
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Lun Mar 14, 2016 11:15 pm

Me rodea el hombro con su brazo y tengo la oportunidad de ver la hora en su sofisticado reloj. Es la una de la madrugada, hora de Nueva York. Con razón estoy tan cansada. Cuando nos montamos en el avión, apenas eran las seis. Eso significa que hemos volado siete horas. Sea donde sea que estemos, también es de noche, pero, claro, hay que sumar la diferencia horaria ¿o restarla? Con todas estas cavilaciones, y arrepintiéndome de no haber prestado más atención cuando Joe me explicó qué era eso de la hora del meridiano de Greenwich, vuelvo a quedarme dormida. Me despierta el coche al detenerse. Miro a mi alrededor adormilada y también algo desorientada. Santana tira de mí y salimos del Mercedes. Al poner un pie fuera del elegante vehículo, suspiro boquiabierta. La calle, a pesar de no tener nada de extraordinario, es sencillamente preciosa. Los adoquines de la calzada forman un bonito dibujo concéntrico y, separando los dos carriles, una hilera de parterres con brillantes flores rojas se extiende por toda la carretera albergada por un centenar de árboles. Sigo caminando por inercia y entonces es un imponente edificio de piedra caliza el que llama toda mi atención. Es maravilloso. Atravesamos una enorme cancela negra y descubro que se trata de un majestuoso hotel. No es muy alto. Sólo tiene siete plantas. Pero es todo elegancia. —Señoras Lopez —nos saluda un hombre impecablemente trajeado que sale a recibirnos a la puerta del hotel. Santana asiente con la cabeza y yo sonrío a modo de saludo. El hombre se parece a Jean Dujardin, el actor de esa película muda que ganó el Óscar hace unos años. Además, su acento me resulta familiar. Poco a poco voy atando cabos. Sin embargo, todas mis cavilaciones se evaporan en un interminable «ooohhh» cuando subimos el puñado de escalones de la puerta principal y llegamos al hall del hotel. El suelo, el techo, las lámparas, cada mueble, incluso los jarrones con flores. Todo destila sofisticación y elegancia. El hombre que se parece al protagonista de The Artist resulta ser el director del hotel. Durante el trayecto hasta los ascensores, imagino que a expensas de Santana, el hombre no pronuncia ni una sola vez la ciudad en la que estamos. Lo último que nos dice, en realidad me lo dice a mí, es «disfrute de las vistas de la suite Shangri-La». Su sonrisa me confirma que, definitivamente, es cómplice activo de mi recién estrenada esposa. Subimos a la séptima planta y caminamos hasta una preciosa puerta lacada en blanco. —¿Todavía no vas a decirme dónde me has traído? —protesto divertida—. Ya estamos aquí. —Siempre ansiosa por saber —replica Santana con una media sonrisa. Abre la puerta pero, antes de entrar, se gira y, torturadora, se coloca a mi espalda. ¡Va a darme un ataque! Nunca me había sentido tan nerviosa, emocionada y curiosa a la vez. —Voy a taparte los ojos —me anuncia. Una de sus suaves manos cubre mis ojos por completo. Oigo cómo la puerta se abre y comenzamos a caminar. Involuntariamente llevo mis manos sobre la suya. —La última vez que me tapaste los ojos me pediste matrimonio en una azotea llena de velas. Tienes el listón muy alto, Lopez. Le oigo sonreír y yo también lo hago. Tras unos segundos, nos detenemos. La brisa fresca de primera hora de la mañana llega desde algún punto. —¿Lista? —susurra Santana a mi espalda. Yo asiento. Estoy tan nerviosa e impaciente que ahora mismo no soy capaz de articular palabra. Santana retira su mano. Abro los ojos. Y la vista me roba el aliento.
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Mensaje por 3:) Mar Mar 15, 2016 8:54 pm

holap,..

al fin se casaron,..
entre tanta dudas al fin el si!!!
a donde la llevo san???

nos vemos!!!
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Mensaje por micky morales Mar Mar 15, 2016 10:21 pm

gracias al cielo se casaron, la duda que me esta matando, que hizo santana para que piense que si su esposa se entera no se lo perdonara????? una infidelidad, o un negocio para destruir a los berry????? supongo que continuare con la duda un tiempo mas, hasta pronto!!!!!
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Mensaje por monica.santander Lun Mar 21, 2016 2:36 am

Al fin me puse al dia!!!!!!
Mas por favor!!
Saludos
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Mensaje por Heya Morrivera Lun Mar 21, 2016 11:45 am

Actualiza
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Mensaje por Heya Morrivera Mar Mar 22, 2016 10:13 pm

Hey actualiza
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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 7:23 pm

Hola a todas lamento mucho no haber podido actualizar antes, pero hoy estoy en eso. Muchas Gracias por comentar

3:) holap,.. al fin se casaron,.. entre tanta dudas al fin el si!!! a donde la llevo san??? nos vemos!!! escribió:

Ya lo descrubriremos,

Micky Morales gracias al cielo se casaron, la duda que me esta matando, que hizo santana para que piense que si su esposa se entera no se lo perdonara????? una infidelidad, o un negocio para destruir a los berry????? supongo que continuare con la duda un tiempo mas, hasta pronto!!!!! escribió:

Espero que la duda la podamos aclarar con el monton de actualizaciones que pienso hacer a la brevedad.


Monica.Santander Al fin me puse al dia!!!!!! Mas por favor!! Saludos escribió:

Hola, lamento haber tardado con la actualizacion aqui mas

Heya Morrivera Hey actualiza escribió:

Hey, Gracias por Leer, y Hey aqui mas para que leas


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Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 7:28 pm

CAPITULO 4


-San —susurro deslumbrada—, es fantástico. La vista más espectacular de París literalmente se extiende a mis pies. Veo preciosos edificios albergados por frondosos jardines. Todo del color perfecto en el lugar perfecto. Y en un extremo de esta maravillosa postal, la torre Eiffel se yergue dejándome sin palabras. El sol, que comienza a dibujarse en el horizonte, atraviesa cada rincón de acero del monumento y lo envuelve de una bellísima luz grisácea. Nunca había visto nada así. —Santana —repito, pero no sé cómo seguir. No tengo palabras. —Sabía que no habías estado en París —me explica—, y quería que la primera vez que lo vieses fuera conmigo. —Es el mejor regalo que me han hecho nunca —respondo girándome hacia ella. Santana me dedica su espectacular sonrisa y me acaricia la mejilla con el reverso de sus dedos. —Pues sólo acaba de empezar. Me coge en brazos, atraviesa la enorme suite, cuya pared frontal, a pesar de que cruzamos tres salas diferentes, sigue siendo un inmenso ventanal desde el que se ve París, y me tumba sobre la cama. Sospecho que no va a ser para dormir. Así nos pasamos los cinco días siguientes con sus cinco correspondientes noches. Sólo salimos de la gigantesca cama para comer y siempre lo hacemos en la maravillosa terraza. No me canso de contemplar París de día, de noche, al amanecer, al atardecer. Me gusta lo bulliciosa que es y también lo íntima que se vuelve cuando la torre Eiffel se apaga, como si discretamente toda la ciudad dijera «es la hora del amor y el sexo desenfrenado, no desperdicies la oportunidad». Tampoco tengo quejas de la comida: crêpes, macaroons... Incluso cosas tan simples como el pan y el queso están sencillamente deliciosas. Me estiro en el inmenso colchón y sonrío como una idiota. No hemos puesto un pie fuera de la suite. Con Santana ha sido complicado incluso ponerla fuera de la cama. Están siendo unos días de ensueño. Sin embargo, tumbada en diagonal con los brazos extendidos, me doy cuenta de que ella no está. Me levanto y me envuelvo en el suave albornoz cortesía del hotel. Voy hasta el salón, esperando encontrarla en la terraza, nuestro segundo lugar preferido, leyendo Le Monde diplomatique con la misma facilidad con la que lee el Times, pero tampoco está. Suspiro extrañada y miro a mi alrededor. Me resulta muy raro que San se haya marchado sin avisarme. Veo un pequeño cuenco con frambuesas que nos trajeron ayer con la cena y me abalanzo sobre él. Estoy hambrienta. En ese instante oigo abrirse la puerta principal. —No, joder —se queja San furiosa—. Sencillamente no me puedo creer que trabaje rodeado de inútiles. Cierra de un sonoro portazo y atraviesa el arco del salón como un torbellino. Está de un humor de perros. —Ryder, es mi puta luna de miel. Quiero a ese gilipollas en la calle... Claro que me ocuparé —responde arisca y resignada. Se da cuenta de mi presencia. Me observa durante unos segundos y finalmente resopla. —¿Acaso tengo otra opción? —masculla. Por un momento se le ve exhausta y frustrada. Nada que ver con la San que ha estado disfrutando de la cama king size y de las vistas de París. Sin embargo, esos sentimientos duran poco en su mirada. Una chispa de pura arrogancia brilla en el fondo de sus ojos negros y sé que acaba de recuperar todo su autocontrol. —Mándame todos los archivos —continúa, caminando hacia los enormes ventanales—. Asegúrate de que están encriptados o te juro por Dios que pongo a todo el departamento en la calle... No, joder, tranquilízate tú. Necesitáis una puta niñera y ya estoy harta. Santana cuelga, lanza el teléfono de malos modos sobre la mesa y se pasa las dos manos por el pelo. Está más que enfadada. Dejo despacio el cuenco de fruta sobre la isla de la cocina intentado no hacer ruido y camino hacia Santana. A unos pasos de ella, no sé muy bien qué hacer. No sé cómo reaccionará, pero ahora mismo sólo puedo pensar en intentar hacer que se sienta mejor. —San —susurro. No dice nada. Sigue con la vista clavada en la panorámica de la ciudad. —¿Estás bien? —pregunto. Resopla y los músculos de su espalda se tensan. —No pasa nada —responde con la voz endurecida. —San, no quiero presionarte. —Pues no lo hagas, Britt —me interrumpe girándose. Una lucecita en el fondo de mi cerebro me dice que debería parar si no quiero que acabemos discutiendo. —¿Es la empresa? —inquiero con la voz tímida. Definitivamente debo ser masoquista. San resopla una vez más y, resuelta, gira sobre sus pasos y recupera su iPhone de la mesa. —Tengo que trabajar —me anuncia arisca. Está muy enfadada. Una parte de mí me grita que debería dejarla que se relajase, pero no quiero que se inunde de una montaña de trabajo pensando que ese simple hecho nos está arruinando la luna de miel. —El viaje está siendo fantástico —digo casi en un susurro pero tratando de sonar llena de seguridad. San se gira. Parece que mi comentario era lo último que esperaba. —No pasa nada si tienes que trabajar. Lo entiendo. San lanza el teléfono otra vez contra la mesa y, tras farfullar un juramento ininteligible, camina decidida hasta mí, toma mi cara entre sus manos y me besa con fuerza. —Joder, eres lo mejor que me ha pasado en la vida —murmura contra mis labios, pero no son palabras cariñosas, son duras, como si le golpeara sentir algo así por otra persona—. Nunca me cansaré de repetirlo. Me besa acelerada, con desesperación, y la acojo de la misma forma. Ya me dijo una vez que yo era lo único capaz de calmarla y, si me necesita de esa forma, siempre voy a estar aquí para ella. —Esto no va a llevarme más de un par de días y después pienso meterte en esa cama y no voy a moverme de encima de ti hasta que pierdas el conocimiento. Uau. Me apunto a eso. Santana me besa con fuerza una vez más y finalmente se separa de mí. Con las rodillas temblándome, la observo volver hasta la mesa. Coge su móvil y, sea quien sea a quien llama, ni siquiera le da oportunidad de responder antes de pedirle un ordenador portátil. También llama a Ryder y más tarde a Mackenzie y a Miller. Es fascinante ver cómo en apenas segundos toma el control de la situación y, a pesar de estar a más de cinco mil kilómetros de distancia, consigue organizar una cantidad de trabajo casi inimaginable para cualquier otra persona. No podría resultar más sexy. Es tan brillante y capaz. Yo aprovecho para darme un baño. El maratón de cinco días, más la mañana de hoy, con la diosa del sexo me ha dejado exhausta. Una sesión relajante me vendrá de perlas. Hay tantas esencias, chorros térmicos e incluso luces de cromoterapia que me siento como si estuviese en un spa. Envuelta de nuevo en el albornoz más cómodo del mundo, abro mi maleta. Al ver mi ropa perfectamente doblada y ordenada, me doy cuenta de que es la primera vez que la abro en seis días. Sonrío y me pongo los ojos en blanco. Estar con Santana en una habitación de hotel tiene ese efecto. «En una habitación de hotel y en cualquier otro sitio.» Me pongo mi vestido de flores y mi cazadora vaquera. En París hace más frío que en Nueva York, pero también es menos húmedo. Imagino que dentro de poco más de un mes los parisinos estarán como los neoyorquinos, tapados con lana hasta las orejas. Si San tiene que trabajar, yo utilizaré estas horas para conocer un poco la ciudad. Me compraré una guía en la tienda del hotel e iré a ver los monumentos más típicos. La vista es increíble, pero me apetece verlo todo: el arco del Triunfo, los campos Elíseos, la Ópera... Me muero de ganas. Salgo de la habitación recogiéndome el pelo en una cómoda cola de caballo. San está de pie junto a la mesa, con la vista fijada en la pantalla de un MacBook Pro reluciente. —Como tienes que trabajar, voy a bajar a dar una vuelta —comento rastreando el salón con la mirada en busca de mi bolso. Santana alza la cabeza y me observa como si hubiese dicho la mayor insensatez de mi vida. —No —responde tajante. —¿Por qué? Veo mi bolso sobre uno de los kilométricos sofás, pero ahora no puedo entretenerme y desconcentrarme. Se avecina una batalla con la señora irascible. No puedo permitirme perder el hilo. —San, tú tienes que trabajar —trato de razonar con ella—. Yo nunca he estado en París y tengo ganas de conocer la ciudad. Además —continúo, alzando las cejas—, es más que obvio que tú no tienes ningún interés en visitar monumentos. Santana intenta disimular una sonrisa por mi última frase. Sabe que tengo razón. —No vas a salir sola a conocer una ciudad cuando ni siquiera hablas el idioma. ¿Qué harás si te pierdes? —Me montaré en un taxi y le diré al taxista que me traiga al hotel —contesto resuelta. «Muy bien dicho, Pierce. Déjale claro que eres una chica con recursos.» Santana entorna la mirada. Una chispa de pura arrogancia reluce en el fondo de sus ojos. Una sonrisa de lo más presuntuosa inunda sus labios. Involuntariamente trago saliva. —Dime cómo se dice en francés «por favor, lléveme al hotel Shangri-La» y podrás marcharte. ¡Sucia bastarda! Frunzo los labios y le dedico mi peor mirada. Sabe de sobra que no sé hablar francés. Intento buscar una respuesta que me dé la razón y le haga quedar como la idiota arrogante que es, pero, por mucho que pienso, no encuentro nada. —Eso pensaba —comenta de lo más impertinente. —San —me quejo al borde de la pataleta—, ahora mismo te odio. —Me odias pero no puedes vivir sin mí —continúa burlona—. Eso debe ser de lo más frustrante. ¡Qué pendeja! Cojo lo que tengo más a mano, un cojín de esos con pinta de valer quinientos dólares, y se lo lanzo a la cara. Ella lo esquiva sin problemas y yo resoplo malhumorada. Ahora sí que la odio, aunque, en el fondo, muy muy en el fondo, me parezca tan encantadora como impertinente. —¿Y me está permitido bajar al vestíbulo del hotel, señorita Lopez? Sonríe. Está más que satisfecha de haberse salido con la suya. —Si vas a ir al vestíbulo del hotel, necesitarás esto. Se mete la mano en el bolsillo de sus vaqueros y me tiende una tarjeta. Yo camino hasta ella fingiéndome absolutamente indignada. Cojo la tarjeta con el gesto más displicente que soy capaz de esgrimir, pero, cuando tiro de ella, Santana no la suelta. Alzo la cabeza y ella me dedica su sonrisa diseñada para fulminar lencería. Yo vuelvo a entornar la mirada, aunque no aguanto mucho, es imposible, y acabo sonriendo. —No me hagas reír —protesto divertida—. Estoy enfadada contigo. Santana suelta el plástico y al fin cojo la tarjeta. La miro un segundo por inercia y me quedo boquiabierta. Es una American Express negra... ¡¡a mi nombre!! Pensé que me estaba dando la llave de la suite. —Santana, esto es... —Otra vez no sé cómo seguir. He perdido la cuenta de cuántas veces me ha pasado eso desde que la conocí—... demasiado —acierto a pronunciar. —Basta —me advierte tomándome por las caderas y llevándome hasta ella. Suena tajante pero no enfadada—. No quiero tener la misma conversación cada vez que te haga un regalo o me gaste dinero en ti. Pienso seguir comprándote todo lo que crea que va a hacerte feliz y pienso seguir asegurándome de que nunca te falte nada, y eso incluye una tarjeta de crédito. Bajo la mirada hasta la American Express Negra y después vuelvo a entrelazarla con la suya. No quiero que se gaste dinero en mí, pero, ahora que estamos casadas, supongo que es diferente. A veces creo que le doy demasiada importancia a esto. Ella no se la da. Como si notara que estoy a punto de rendirme, Santana se inclina sobre mí y me da un beso en la punta de la nariz. Yo no puedo evitar sonreír. —Buena chica. Me da otro beso, esta vez en los labios, y finalmente se separa de mí. Yo suspiro mientras la observo volver al trabajo. Es urgente que encuentre una manera de salirme con la mía. «Lleva siendo urgente desde hace meses.» El vestíbulo del Shangri-La no es como el de otros hoteles. Normalmente son lugares bulliciosos donde los huéspedes entrantes y los que abandonan el hotel se mezclan, y todo eso, unido a las visitas, los ejecutivos de camino a alguna sala de conferencias y el propio personal del hotel, generan un ambiente frenético. Sin embargo, aquí no. Todo tiene otro ritmo, como si este hotel fuera el último pedacito desestresado del mundo. Camino fijándome en cada elegante detalle. Es un sitio precioso. Todos los empleados con los que me encuentro me saludan discretos con una sonrisa que les devuelvo. Eso me intimida un poco. Siempre he preferido pasar desapercibida. Supongo que es otra cosa a la que tendré que acostumbrarme ahora que soy la señora Lopez. —Bonjour —me saluda la dependienta de la tienda de regalos. —Bonjour —repito automática. Le devuelvo la sonrisa que me ofrece y rápidamente me escabullo hasta el fondo de la tienda. Tras varias vueltas, no sé que comprar. Cojo una figurita de la torre Eiffel y la giro entre mis dedos. Mi idea era elegir regalos para las chicas, pero no hay nada que me guste. Quiero algo más especial que un souvenir. Quizá logre convencer a Santana para que me lleve de compras cuando termine el trabajo. Debería poner en práctica la técnica de Sugar y pedirle las cosas cuando esté a punto de llegar al orgasmo. Asegura que así consiguió que Joe aceptara ver Querido John y que encima contara como regalo de aniversario de ella a él. Me pregunto vagamente si eso funcionaría con Santana. Resoplo. Probablemente no. Seguro que hasta en esos instantes es capaz de mantener todo su autocontrol. Suspiro de nuevo, dejo la figurita en el estante y me dirijo hacia la puerta. —Madame —me llama la dependienta cuando estoy a unos pasos de la salida. Me giro y ella sonríe. —Je peux vous aider en quelque chose? —me pregunta con expresión amable. Le devuelvo la sonrisa pero no sé qué decir. No he entendido una sola palabra. Ella parece comprender en seguida mi problema y, con una sonrisa enorme, alza la mano pidiéndome un segundo. Parece hacer memoria. —¿Puedo ayudarla en algo? —demanda de nuevo. Yo sonrío sincera y me acerco a ella. —No, muchas gracias. Pero entonces recapacito sobre mis propias palabras. —En realidad sí, ¿sabe dónde puedo comprar una guía para aprender francés? Si consigo manejarme lo suficiente con el idioma, Santana ya no tendrá ninguna excusa y al fin podré salirme con la mía. «¿En serio crees que tienes alguna oportunidad?» La dependienta se toma unos segundos. Creo que está traduciendo mentalmente lo que acabo de preguntarle. —Apprendre le français? Sale de detrás del mostrador y camina hasta una de las estanterías. Revisa un par de baldas y finalmente coge un libro. —Apprendre le français —repite tendiéndomelo—. Aprender francés —me aclara con un melodioso acento. Me recuerda al de la señora Aldrin. El libro es una guía rápida para aprender el idioma. No me va a dar un máster en filología francesa, pero me servirá para aprender a decir «por favor, puede llevarme al hotel Shangri-La». Asiento haciéndole ver que me lo quedo y niego con la cabeza e intento explicarle lo mejor que puedo que no necesito que lo envuelva para regalo. —Son cuarenta y un euros. Voy a coger la tarjeta que me dio Santana, pero en el último momento no me siento del todo cómoda. Cojo mi cartera y, al abrirla, me doy cuenta de que no he cambiado de moneda. —¿Puedo pagar en dólares? —Por supuesto —contesta solícita. Hace un rápido cálculo y, para agilizar la comunicación, me enseña el resultado en la calculadora. Son cincuenta y un dólares con nueve centavos. Pago con tres billetes de veinte y resoplo. A Santana no le haría ninguna gracia verme ahora mismo. Soy plenamente consciente de que, más tarde o más temprano, tendré que acostumbrarme a tener una esposa multimillonaria, pero de momento necesito un poco más de tiempo para aclimatarme. Mientras espero el cambio, veo unas postales de la foto de El beso, de Robert Doisneau, esa fotografía en blanco y negro de la pareja besándose frente al ayuntamiento de París. Cojo una como recuerdo y resulta ser el anuncio de una exposición de la obra del artista. Me apetece muchísimo ir. Me despido de la dependienta y camino de la suite ojeo la postal. Tuerzo el gesto cuando leo que hoy es el último día que la exposición estará en París. Mañana se traslada a Holanda. En el ascensor le echo un vistazo a la guía. Viene con un código bidi que, al leerlo con el móvil, te descarga un podcast con un curso virtual. Es la versión moderna del «repita después de mí». Entro en la suite buscando los cascos del iPhone en mi bolso. Cierro despacio y voy hasta el salón. Santana sigue trabajando con la torre Eiffel de fondo. Al darse cuenta de que he llegado, sonríe y continúa concentrada en sus documentos. —No le molesto, señorita Lopez —comento socarrona—. Me voy a nuestra gigantesca cama —añado haciendo hincapié en lo de gigantesca y también un poco en lo de cama. Se humedece los labios rápido y fugaz sin perder su media sonrisa sexy, pero sigue sin mirarme. Camino de la habitación decido enseñarle mis encantos quitándome la chaqueta, como si de repente trabajara en el mejor local de estriptis de Las Vegas. San deja su carísima estilográfica Montblanc sobre la mesa y se acomoda en su silla presenciando semejante espectáculo. Cuando la prenda cae al suelo, me marcho corriendo. De reojo veo que ya no es capaz de disimularlo más y sonríe abiertamente. Misión cumplida. La señora irascible también necesita desestresarse en mitad de fusiones empresariales y opas hostiles. Dejo mi bolso y la postal de Doisneau sobre la mesita. Me siento en la cama y busco las instrucciones y el código bidi para mandar el podcast a mi móvil. Me acomodo entre el millón de almohadones y abro el libro por la primera lección. Echo un rápido vistazo, me pongo los cascos y le doy al play. Después de una canción muy parisina, creo que de Édith Piaf, una voz muy amable me pide que repita después de escuchar cada frase. —Bonjour —susurro—. Je m’appelle Brittany —continúo repitiendo. Leo las siguientes páginas del libro y miro las viñetas. Siempre me ha encantado que lo primero que te enseñen en los libros de idiomas sea a hacer amigos. —Comment ça va?... Ça va bien, merci, et vous? No tengo ni idea de cómo sueno, porque llevo los cascos, pero en actitud no me gana nadie. Estoy lanzada. Sonrío como una idiota cuando paso la siguiente página. La primera viñeta habla de cómo tomar los transportes públicos. Estoy a diez minutos de poder coger un taxi. Chúpate ésa, Lopez. —Quelle... heure...? Me trabo y soy incapaz de terminar la frase. Deslizo el índice por la pantalla del Smartphone y vuelvo a escuchar la frase. —Quelle heure... le train...? Resoplo. Esto es imposible. Vuelvo a tener quince años y a pensar que el francés me odia. —À quelle heure le train arrive à la gare? La sugerente voz de Santana me hace quitarme los cascos y alzar la mirada. Está de pie, junto a la cama, con sus impresionantes ojos posados sobre mí. Tiene las manos en los bolsillos y me observa con una media sonrisa amenazadoramente sexy y llena de un peligro rebosante de placer y deseo. —Creí que tenías que trabajar —murmuro. —Es muy difícil concentrarse cuando no paro de oírte susurrar palabras en francés. —Lo siento —me disculpo, pero lo cierto es que no lo siento en absoluto. Me encanta haberle distraído. Intento disimular una incipiente sonrisa mientras observo cómo San se sienta en la cama frente a mí y cierra el libro sobre el colchón. Alza la mano, me aparta un mechón de pelo y juega con él entre sus dedos. —Cheveux —pronuncia con la voz más sensual que he oído en mi vida. Me mira esperando que lo repita, pero no soy capaz. Estoy absolutamente hechizada. —Cheveux —musito nerviosa. Santana sonríe y baja su mano. Me acaricia el cuello con el reverso del índice y todo mi cuerpo se enciende. —Cou —susurra —, beau cou. Trago saliva. Con esas dos últimas palabras he estado a punto de derretirme. La mano de Santana se desliza por mi vestido. Lo acaricia suavemente y suspiro bajito. —Robe. —Su mano continúa bajando y acaricia mi estómago por encima de la tela. —¿Eso significa vestido? San asiente. Su mano pasa al otro lado de la tela, me acaricia la piel desnuda de mi muslo y nuevamente estoy a punto de suspirar. Sin decir una palabra, se inclina sobre mí y me besa. Me obliga a tumbarme y rodeo inmediatamente su cuello con mis brazos. Sabe de maravilla. Santana se separa lo suficiente para que nuestras miradas vuelvan a encontrarse. Una vez más estoy hechizada. A veces me asusta cómo me siento cuando estoy entre sus brazos. Todo lo demás deja de existir. —Quiero follarte, muy duro, Britt —susurra con su cálido aliento acariciando mis labios. Mi respiración entrecortada se frena de golpe y después se acelera aún más. Todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se han tensado deliciosamente, expectantes. —Muy duro —musito. Esas dos palabras son el sí más entregado del mundo. Sus ojos se oscurecen. Su mirada es intensa, brillante, llena de lujuria y deseo. Deja caer su cuerpo sobre el mío. Alzo las manos tímidamente y acaricio sus brazos. Cuando nuestras bocas se vuelven más salvajes y desenfrenadas, San se separa dejándome con ganas de más. Todo mi cuerpo se relame. Suspiro con fuerza, casi gimo. Estoy muy nerviosa pero también muy excitada, llena de placer anticipado. Se levanta de un golpe. Me toma brusca por las caderas y tira de mí, arrastrándome por la cama hasta que mis pies tocan el suelo. —De rodillas —me ordena con su voz más ronca y sensual. Sus ojos están clavados en los míos y ésa es su mejor manera de dominarme. Hago lo que me dice y me arrodillo frente a ella . El frío de las losas de mármol me eriza la piel, pero pronto el calor de todo mi cuerpo gana la partida. Sin apartar su mirada de la mía, Santana se baja el pantalón jeans que viste . Sus hábiles dedos se mueven despacio , torturándome, demostrándome una vez más quién tiene el control. Sin llegar a bajárselos, miro su precioso coño ya lista para mi, y yo no puedo evitar que mis ojos vuelen golosos hacia ella. Santana se inclina sobre mí, toma mi cara entre sus manos y en un movimiento fluido me obliga a estirar mi cuerpo para poder besarme. Me está diciendo que éste va a ser el último momento suave. El juego ha empezado. Deja una de sus manos en mi mejilla y me acaricia dulcemente. En estos momentos sus ojos brillan con tanta fuerzan que podrían abrasarme. Despacio, posa coño sobre mis labios y sigue el contorno de mi boca con ella. Mueve con delicadeza el pulgar cerca de mis labios y automáticamente sé que quiere que los abra. No dudo. Lo hago. Un gruñido atraviesa su garganta y escapa de sus labios. Está disfrutando y yo me siento poderosa. Pierde sus manos en mi pelo cada vez más rápido, Quiero conseguir que se deshaga entre mis labios. Mi libido está desatada. Santana ladea mi cabeza sin delicadeza, . —Sí, nena, así —sisea. La acojo otra vez disfrutando de su sabor salado y limpio. Yo alzo la mirada y dejo que mis ojos se encuentren con los suyos a través de mis pestañas. Gruñe. La atmósfera se carga de su magnetismo animal y de toda su lujuria. Suspiro bajito. No podría estar más excitada. Sin delicadeza, me toma por los hombros y me tumba bocabajo en la cama. Tira de mis caderas hasta que doblo las rodillas y mi estómago se apoya en ellas. Oigo más que veo cómo se quita los pantalones y la camiseta prácticamente todo a la vez. Me rompe las bragas de un tirón y me embiste con sus dedos largos con fuerza a la vez que me da un azote en el trasero. Las sensaciones se solapan y no puedo evitar gemir, casi gritar. —No te corras hasta que te lo diga —me advierte agarrándome por las caderas — o vas a meterte en un buen lío. Gimo de nuevo. Esta vez por sus palabras. Mi mente entra en estado de shock y se evapora. ¿Cómo se supone que voy a hacer eso? Empieza un ritmo endiablado, salvaje. Me penetra con fuerza. Gimo descontrolada. Me muerdo el labio inferior intentando controlarme, pero no tengo ningún éxito. Mi cuerpo se tensa. Joder, no. Y, sin quererlo, me corro y además muy rápido. Cierro los ojos y rezo mentalmente para que no se haya dado cuenta, aunque algo dentro de mí sabe que eso es absolutamente imposible. Santana ralentiza el ritmo y, despacio, se deja caer sobre mí. —¿Qué voy a hacer contigo, señora Lopez Pierce? —susurra con una voz hecha de pura fantasía erótica. Me besa bajo la oreja lentamente, dejando que su cálido aliento encienda mi piel. Esto es una tortura. —No has sido una chica obediente —añade—, y eso tiene sus consecuencias. Se yergue sobre mí y por un segundo nuestros cuerpos están completamente separados, pero entonces siento una fuerte palmada en el trasero y de inmediato San hunde sus morenos dedos en mí aún con más fuerza. Grito. Todo mi cuerpo se arquea. Santana saca sus dedos por completo. Vuelve a azotarme. Vuelve a embestirme. Grito otra vez. Me azota de nuevo. Me embiste de nuevo. —¡San! —grito. Dios, es espectacular. Y cuando la siento entrar triunfal, maravillosa, por cuarta vez, un orgasmo increíblemente intenso me sacude de pies a cabeza, arrollándome por dentro, asolándolo todo, haciendo sentir la obra, vida y milagros de Santana Lopez en cada centímetro de mi cuerpo. Ella se aferra con más fuerza a mis caderas y continúa embistiéndome, alargando sus movimientos. Todo mi placer se transforma y prepara mi cuerpo para estallar de nuevo. Mi respiración se acelera. Se entrecorta. Gimo. Todo mi cuerpo se tensa. ¡Va a partirme en pedazos! —¡Córrete, Britt! Como una prueba más de que le pertenezco, mi cuerpo obedece al instante y una corriente eléctrica todavía más intensa que la anterior me recorre por dentro y alcanzo el orgasmo por tercera vez. Tiemblo con sus embestidas. La recibo y la despido extasiada y a los pocos segundos se pierde dentro de mí transformando mi nombre en un alarido. Nos dejamos caer en la cama, exhaustas. Soy vagamente consciente de que Santana me acomoda entre los almohadones y me tapa con la colcha. —Eres increíble, nena —susurra admirada justo antes de darme un dulce beso. Quiero pedirle que se quede, pero no soy capaz de articular palabra. Estoy cansadísima. Me despierto desorientada. No sé qué hora es. Estoy sola en la inmensa cama. Me levanto despacio y me paso las manos por el pelo intentando despertarme. Ya es de noche. Aún adormilada, camino hasta el salón de la elegante suite. Al verme, Santana levanta la cabeza y me dedica su media sonrisa. Sin embargo, otra vez parece agotada. Suspiro y me apoyo en el marco de la puerta uniendo mis manos a mi espalda. —Hola —susurro. —Hola —responde. —Tienes que descansar —musito, pero lo hago muy seria. Tiene que entenderlo de una maldita vez. —Ni siquiera sabes qué hora es —comenta socarrona. Está claro que, por mucho que lo intente, no le intimido lo más mínimo. Puede que tenga razón en que no sé qué hora es, pero yo la tengo en que necesita descansar, así que acabo dedicándole un mohín y su sonrisa se ensancha. Me hace un gesto para que me siente en su regazo. No necesita repetirlo. Santana rodea mi cintura con sus brazos. Hunde su nariz en mi pelo y aspira suavemente. Ahora mismo estoy en el mejor lugar del mundo. Suspiro bajito y me acomodo contra ella. Santana desliza las manos por mi estómago y llega a la piel desnuda bajo mi vestido, pero apenas me ha acariciado un segundo cuando las separa rápidamente al tiempo que sonríe incrédula y creo que algo frustrada. —¿Qué me has hecho? —farfulla divertida. Yo sonrío encantada. Adoro ser su tentación como ella es la mía. —Deberías volver a la cama. Es muy tarde —susurra, pero no se mueve lo más mínimo. Desliza la nariz por mi cuello y su cálido aliento me derrite despacio. —No voy a irme sin ti —murmuro con los ojos cerrados, disfrutando de su caricia. —Tengo mucho que hacer, nena. No puedo meterme en la cama contigo aunque me muera de ganas. Suspiro bajito. Me encanta cuando dice eso. ¡Suena tan sensual! —Pues entonces las dos nos quedaremos despiertas —le anuncio tras pensarlo un instante—. Yo también tengo cosas que hacer. Valoro la posibilidad de seguir con el curso de francés, pero, sinceramente, en estos momentos no me veo con fuerzas suficientes para asimilar otro idioma. Echo un vistazo a mi alrededor buscando una excusa para quedarme despierta. De pronto la reluciente cocina llama mi atención y tengo la idea más estúpida del mundo. —Voy a hacer galletas —sentencio muy resuelta Santana sonríe. No me está tomando en serio. No le culpo, pero yo estoy decidida. Si ella no piensa descansar, yo tampoco voy a hacerlo. Puede llamarlo solidaridad matrimonial. Así quizá entienda que no puede pasarse las noches en vela. Me levanto muy segura de mí misma y voy hasta la cocina. Obviamente no hay nada con lo que hacer galletas. Esta cocina está pensada para que finjas que cocinas, no para que lo hagas de verdad. Suspiro y camino hasta la mesita junto al sofá, donde hay uno de los más de diez teléfonos repartidos por toda la suite. Marco el botón de recepción y espero. Santana se levanta y, sin decir una palabra, camina hasta colocarse frente a mí, dejándonos tan sólo separadas por uno de los elegantes sofás. —Buenas noches, le llamo de la suite Shangri-La —saludo a la chica al otro lado de la línea. Tengo que ser amable. Estoy a punto de encargarle la lista de la compra—. Necesitaría que me subieran algunas cosas. —¿En serio vas a ponerte a hacer galletas a las cuatro de la mañana? — pregunta incrédula. Yo me separo el auricular de la boca al tiempo que le tapo con la otra mano. —¿Vas a seguir trabajando? Santana asiente a la vez que se pasa la lengua fugaz y sexy por el labio inferior. —Pues yo voy a cocinar. Además, ahora soy una Lopez. Ya es hora de que empiece a hacer uso de mi apellido —añado burlona. En realidad, no me siento muy cómoda, pero esta noche es una emergencia. No me hace ninguna gracia imaginarme como una de esas mujeres de la alta sociedad que se pasean de tienda en tienda con cara de haberse pasado con el bótox el mismo día que renunciaron al sexo. La sonrisa de Santana se ensancha mientras me observa pedir todos los ingredientes que necesito: mantequilla, azúcar, huevos, esencia de vainilla, harina de repostería, cacao en polvo y chocolate. La puerta no tarda en sonar. Voy a abrirla prácticamente dando saltitos. Un chico entra empujando un sofisticado carrito con todo lo que necesito. Me despido con un orgulloso merci y voy hasta la cocina. Santana me contempla con una media sonrisa en los labios y, nuevamente sin decir nada más, gira sobre sus talones y regresa a su escritorio. Pongo los ingredientes en la encimera de la cocina y los observo con detenimiento. No tengo ni la más remota idea de cómo hacer galletas. Me sé los ingredientes por la cantidad de veces que Sam me mandó a comprarlos cuando trabajaba en el restaurante. Suspiro. No puede ser tan difícil. —¿Algún problema, señora Lopez? —pregunta burlona desde su mesa. Yo alzo la mirada y frunzo los labios. Ella apoya ambos codos en la mesa y se lleva el reverso de sus dedos entrelazados a los labios, escondiendo su insolente sonrisa tras ellos. No podría ser más sexy. «No te distraigas, Pierce.» Interiormente me sigo llamando Pierce. Me da más poder para continuar sublevada. —Ninguno, señorita Lopez —replico impertinente. —Me alegro. ¡Sucia bastarda! Se lo está pasando de cine riéndose a mi costa. Una hora después, estoy embadurnada de harina y no hay rastro de galletas. Como está claro que improvisar no me está dando ningún resultado, cojo mi iPhone y busco una aplicación de repostería. Por suerte para mí hay miles. Con ayuda me resulta mucho más sencillo. Consigo hacer la masa y la divido en bolas. Las pongo ordenadas sobre la bandeja y las meto en el horno. Dentro de una hora podré decir algo tan francés como voilà cuando las saque terminadas. Lo dejo todo más o menos recogido. Le hecho un último vistazo al horno y, como ya sólo me queda esperar, me voy al sofá. Estoy cansadísima, pero no pienso reconocerlo. No voy a rendirme. Todo esto es para hacerle comprender que necesita descansar, aunque ahora mismo no recuerde exactamente la lógica del plan. Tengo demasiado sueño. Miro el reloj. Todavía faltan más de veinte minutos. Pienso en encender la tele pero no quiero molestarla. Me acomodo un poco más y subo mis pies descalzos al tresillo. Deben ser casi las seis. Quiero mirar el reloj, pero ya se me han cerrado los ojos. Sólo cinco minutos. —Despierta, repostera. Tus galletas están listas. Abro los ojos desorientada otra vez. Por un segundo no recuerdo qué hago durmiendo en el sofá, pero entonces me llega un aroma dulzón e inmediatamente recuerdo mi aventura en la cocina. Me levanto y sigo con la mirada a Santana. Lleva un traje de corte italiano gris marengo y una impoluta camisa blanca. Está espectacular. Santana Lopez, directora ejecutiva, en estado puro. Camina hasta la cocina y coge una galleta directamente de la bandeja. Se la pasa de una mano a otra intentando no quemarse los dedos y le da un bocado. Debe de estar muy caliente porque lanza un gruñido mitad satisfecha, mitad protesta. Me mira, sonríe de oreja a oreja y yo no puedo evitar imitar su gesto. Parece una niña en una tienda de caramelos. No puedo evitar reconocer que he fracasado un poco. Me quedé dormida y obviamente ella no lo hizo. ¿Cómo es posible que no necesite dormir? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que sin hacerlo esté así de guapa? A veces creo que es una robot preparada para el trabajo ejecutivo y el sexo alucinante. Santana se acerca a mí y, tomándome por las caderas, une nuestros cuerpos hasta que no hay ni una pizca de aire entre ellos. —Llegaré a eso de las dos —me promete. Me da un beso que me deja con las rodillas temblando y se marcha con la sonrisa en los labios. La observo hasta que la puerta se cierra tras ella y me pongo los ojos en blanco por no ser capaz de dejar de sonreír ni siquiera ahora que ya se ha ido. Camino el único paso que me separa de la isla de la cocina y cojo una galleta. Mmm… Estoy muy orgullosa. Me han quedado de muerte. Me paso toda la mañana viendo la tele en francés. Me autoconvenzo de que ése es un método tan válido como cualquier otro para aprender el idioma. Después me doy una ducha larga y relajante. No salgo hasta que los dedos de las manos se me arrugan. Cojo otra galleta y voy hasta la sofisticada radio del salón. Tardo más de lo que me gustaría admitir, pero al fin la enciendo. Comienza a sonar una canción muy pegadiza. Con ella de fondo, abro la maleta y busco qué ponerme. Para cuando Santana regrese, quiero estar lista para que me lleve a almorzar y después a ver París. Afortunadamente la señora Aldrin incluyó mi vestido de cóctel de Valentino. Me encanta y será perfecto para pasear por la ciudad de la luz. Me como otra galleta y termino de prepararlo todo. Saco el vestido, busco los zapatos a juego y mi clutch vintage. Sólo me falta la laca de uñas, así que me pongo mis vaqueros y una camiseta y bajo a la tienda de regalos. Vuelvo a pagar en dólares. He decidido que la American Express será sólo para emergencias. En realidad, teniendo en cuenta cuánto me incomoda, la dejaré exclusivamente para casos de vida o muerte. Cuando estoy a punto de marcharme, comienza a sonar la misma canción que escuchaba en mi habitación. Ésa tan pegadiza. Le pregunto a la dependienta y me explica que es Mi amor, de Vanessa Paradis. Como prometió, Santana vuelve sobre las dos. A pesar de la prisa que he pretendido darme, aún no estoy lista cuando oigo cerrarse la puerta de la suite. Me subo rápido a mis Manolos y voy hasta el salón. —Hola —le digo con una sonrisa de oreja a oreja. La he echado de menos como una idiota. Santana me dedica su sexy media sonrisa como saludo. —Había pensado que podríamos salir a almorzar y después dar una vuelta por el barrio de los pintores —comento. Se quita la chaqueta. —También podríamos ir al Louvre —continúo—, subir al Sacre Coeur, pasear por los campos Elíseos. Santana camina con el paso decidido hasta mí, me toma entre sus brazos y me besa con fuerza haciendo que olvide los monumentos de París. Sus labios saben mejor que todos y cada uno de ellos. Me levanta la rodilla obligándome a rodear su cadera con ella y hago lo mismo con la otra. Santana nos lleva hasta la habitación sin dejar de besarnos. Nos deja caer en la cama y no puedo evitar sonreír absolutamente encantada contra sus labios. —Hola —susurra separándose lo justo para que sus ojos atrapen los míos. —Hola —repito extasiada. Es la mujer mas bella que he visto en mi vida, y es mia , mi morena complicada. Sin desatar nuestras miradas, sus manos vuelan y se cuelan bajo mi vestido hasta llegar al encaje de mis bragas de La Perla. —Apuesto a que van a volverme loca —comenta refiriéndose a mi lencería. Su voz es un auténtico delirio. —Deberían —contesto contagiándome de todo este ambiente tan sensual—. Las elegiste tú. Santana sonríe lobuna y un brillo de puro deseo refulge en el fondo de sus ojos . Sé que ahora mismo está recordando cuando cerró la boutique para nosotras. —Nunca vas a dejarme salir de este hotel, ¿verdad? —comento fingidamente consternada. Ella niega despacio. —Tengo otros planes para ti —responde descarada— y, créeme, te van a encantar. Y aunque lo intento, no puedo disimularlo más y acabo sonriendo como una idiota mientras Santana se encarga de que no haya un solo centímetro de aire entre nosotras. Nos pasamos el resto de la tarde enredadas, acariciándonos, besándonos y hablando. Bueno, hablando yo y ella escuchando. No la sentía tan despreocupada y feliz desde que estuvimos en Santa Helena. Definitivamente se nos dan muy bien los hoteles. —¿Qué es eso? —pregunta curiosa, cogiendo la postal de la mesita. —Es una exposición sobre Robert Doisneau, el autor de El beso. Santana sonríe. Obviamente ella ya sabía quién es Robert Doisneau. —¿Quieres verla? —inquiere girando la postal entre sus dedos. —Sí, pero el último día era ayer —respondo encogiéndome de hombros para restarle importancia. No quiero que por nada del mundo piense que, que haya tenido que trabajar, ha sido un problema. Santana me sonríe y deja la postal de nuevo sobre la mesita. No dice nada y por un momento sólo nos miramos. Vuelve a sonreírme pero no le llega a los ojos. Sé que ahora mismo está pensando exactamente lo que yo no quería que pensara, que su trabajo ha estropeado nuestro viaje. Quiero decir algo para quitarle esa idea de la cabeza, pero la arrogancia irrumpe en sus ojos y su sonrisa se vuelve increíblemente presuntuosa. —No te preocupes —comenta pícara—. Si quieres ver besos, yo puedo enseñarte un par. Sonrío escandalizada. ¿Se puede ser más arrogante? —Eres… Pero antes de que pueda protestar, Santana se inclina sobre mí y me besa acallando cada una de mis quejas. Es una auténtica sinvergüenza. No sé cuánto tiempo pasamos besándonos, saboreándonos como si nada más importara. Finalmente Santana se separa despacio, me da un nuevo beso más corto y dulce y acaricia suavemente mi nariz con la suya. Mmm… estoy en el paraíso.
—Eres insufrible —se queja con una sonrisa. —Bueno, ahora soy una Lopez —respondo con otra de oreja a oreja—. Ser insufrible es parte del encanto del apellido. —Pero se puede ser más... Santana no termina la frase y, si lo hace, no puedo oírle porque me hace cosquillas de nuevo y mis gritos y mis súplicas para que pare tapan cualquier otro sonido. En un ágil movimiento, me inmoviliza sujetando mis manos contra el colchón a ambos lados de mi cabeza. Sus ojos están clavados en los míos. Nuestras respiraciones jadeantes dejan de estarlo por las cosquillas y comienzan a estarlo por nuestra proximidad. Su olor me envuelve y tengo la tentación de alzar la cabeza y olerla directamente desde su cuello. —Siempre hueles tan bien —musito absolutamente perdida en su mirada. San sonríe. Despacio, se deja caer sobre mí y hunde su nariz en mi cuello. —No tan bien como tú —murmura contra mi piel—. Cuando estamos juntas, tu olor se queda impregnado en mi ropa y después no puedo dejar de pensar en ti. Entreabre los labios y deja que su cálido aliento soliviante mi piel. Sonrío y me revuelvo bajo ella. Es delicioso. —¿Te haces una idea de lo complicado que me pones concentrarme en otra cosa que no seas tú? —añade. Me muerde y gimo. Antes de que el sonido se evapore, San lame sensual la piel que han marcado sus dientes y me da un suave beso. —Te tengo en mi cabeza todo el maldito día, imaginando lo que te haré y cómo te desharás entre mis brazos. Cubre con su boca cada centímetro de mi cuello y yo sólo puedo ser consciente de su voz, de sus labios,. Sigue bajando, su boca acaricia mi pecho, mis pezones. Los endurece con su cálido aliento y estremece mi piel. Cierro los ojos y hecho la cabeza hacia atrás. Estoy perdida.
Baja por mi cuerpo torturándome despacio. Primero mis pechos. Toma mi pezón entre sus labios. Lo endurece aún más con su lengua mientras su mano avanza por mi costado hasta tomar mi otro pezón. Perfectamente sincronizado, tira de ellos y mi espalda se arquea, acercándome más a ella y a sus habilísimos dedos. Sigue hacia abajo. Su cuerpo es el dueño del mío. Su cálido aliento impregna la piel de mis costillas, mi estómago, mi ombligo. Una leve súplica se escapa de mis labios. Me estoy consumiendo en un mar de excitación y deseo. Santana baja un poco más. Sus sensuales labios se pierden en mi interior más húmedo. Gimo y mi cuerpo se inunda de excitación, sudoroso, lleno de tanto placer y tanto deseo que temo desintegrarme en los brazos de esta diosa del sexo. Sus dedos se unen a todo mi placer y sus caricias me erizan la piel. Gimo de nuevo. Más fuerte. Me penetra con dos dedos. Todo mi cuerpo se tensa, todas las sensaciones se multiplican por mil. Estoy sobreestimulada y soy aún más consciente de todo lo que Santana está provocando en mí. Muevo las caderas de forma inconexa tratando de escapar de sus besos o buscándolos todos, quién sabe. Sólo soy placer, placer, placer. Santana añade un tercer dedo. Sus besos se hacen más profundos. Gimo más fuerte. Me duele. Me gusta. ¡Dios! Me deshago entre sus manos y su boca. Grito su nombre. El placer brilla, me traspasa, me ilumina y me hace alcanzar un orgasmo increíble. Mi cuerpo se tensa y se mueve, disfrutando del placer que lo atraviesa. . —Ver cómo te has corrido con mi nombre en los labios —susurra con nuestros alientos entremezclándose—, eso sí que ha sido increíble. Sus palabras me roban por completo la reacción. Santana deja que sus ojos me atrapen una vez más y vuelve a besarme antes de salir triunfal de la habitación. Yo me quedo en la cama. Necesito un segundo. Con ese único beso y esa mirada ha conseguido volver a ponerme el corazón a mil. Finalmente suspiro con fuerza, absolutamente encantada, y voy al baño. Cuando salgo, me detengo bajo el umbral y estiro los brazos por encima de la cabeza. Estoy exhausta. Ahora mismo sólo puedo pensar en dormir diez horas seguidas. Bueno, quizá, primero coger un par de galletas y después dormir diez horas seguidas. Sexo espectacular, galletas caseras y una cama con un millón de almohadones... quien afirme tener un plan mejor, está mintiendo descaradamente. Apenas he dado unos pasos en dirección a la cocina de la suite cuando Santana aparece frente a mí. Ya se ha vestido de nuevo con unos vaqueros, una camiseta de manga larga blanca y otra igual de color gris encima. De las dos se ha remangado las mangas y desabrochado los botones del cuello. Es curioso cómo con algo tan sencillo está espectacular. —Hola —la saludo sorprendida al verla tan llena de energía. A veces creo que el sexo le recarga las pilas. —Vístete —me apremia—. Tenemos algo que hacer. Sin darme tiempo a decir nada más, gira sobre sus pasos y va hasta el escritorio, de donde recupera su teléfono. Al darse cuenta de que no me muevo, alza su vista del Smartphone y me dedica su media sonrisa. —¿No me has oído, Britt? —pregunta con ese tono de jefa exigente y tirana que hace que me tiemblen las rodillas. Yo asiento. No puedo hacer otra cosa—. Vístete —repite y, no sé cómo, consigue que esa simple palabra suene peligrosa, amenazante y absolutamente excitante. Ahora estoy dispuesta a moverme pero mi cuerpo no me responde. Suspiro bajito y mentalmente me pongo los ojos en blanco. No puedo dejarle siempre tan claro cuánto me afecta. Al fin consigo mandar el ansiado impulso eléctrico a mis piernas y regreso a la habitación. De pasada echo un vistazo al reloj. Es más de medianoche. ¿Adónde vamos a ir? Saco un bonito vestido azul marino con pequeños estampados de mi maleta y la cazadora vaquera que llevaba ayer. Me calzo mis botas y camino del salón me sacudo un poco el pelo e intento ordenar mis ondas castañas con los dedos. Sólo espero que no esté hecho un completo desastre. —Lista —digo deteniéndome en el centro del salón y chocando las palmas de mis manos contra los costados. Santana sonríe y yo imito su gesto. ¿Qué estará planeando? Me tiene de lo más intrigada. —¿Vas a decirme adónde me llevas? —pregunto divertida. Su sonrisa se ensancha. Anda hasta mí a la vez que niega con la cabeza, me toma de la mano y salimos de la habitación. Santana camina decidida. Así lo hace mientras cruzamos el vestíbulo del hotel y también cuando salimos a la calle. —San, ¿adónde vamos? —pregunto sin poder evitar sonreír mientras avanzamos por un París perfectamente iluminado. Puedo ver su media sonrisa pero no dice nada. Cruzamos una calle decorada con unos bonitos adoquines y nos encontramos en la ribera del río Sena. La brisa sopla más fuerte y más fría. Tengo la tentación de abrazarme a mi misma para repeler el viento, pero me contengo. No quiero que exagere y se ponga de mal humor pensando que voy a pillar una pulmonía. Sin embargo, San parece darse cuenta, porque se gira hacia mí, chasquea la lengua molesta y sin soltarme la mano me rodea los hombros. Su cuerpo cálido calma inmediatamente cualquier sensación de frío. Estoy en el cielo con acento francés. —Ya casi hemos llegado —comenta a la vez que sus labios acarician mi sien. La torre Eiffel al otro lado del río llama mi atención. Es increíble. Da igual todas las veces que la había visto en fotos o en la tele, jamás imaginé que fuese tan espectacular. Estoy tan ensimismada que ni siquiera me doy cuenta cuando Santana nos hace girar a la altura de uno de los fastuosos puentes. Me obligo a mirar por dónde me hace caminar y boquiabierta me encuentro rodeada de unos preciosos jardines. Están cuidados hasta el más mínimo detalle y hay una majestuosa fuente con decenas de chorros en el centro. Desde luego en esta ciudad el sentido del lujo toma un cariz absolutamente diferente. —Son los jardines del Trocadero —me explica Santana —. Ésa es la fuente de Varsovia. Estoy a punto de pedirle que ralentice el paso para poder admirar los jardines como se merecen, pero entonces me doy cuenta de adónde vamos realmente. Un precioso palacio formado por tres edificios se levanta ante nosotras. Es de piedra caliza y unos juegos de columnas blancas y brillantes lo presiden. Santana se separa de mí pero sigue manteniendo nuestras manos entrelazadas. Me da un segundo para que suspire maravillada y tira de mí para que suba la impoluta escalinata. —Y éste es el palacio de Chaillot. De reojo veo cómo hace un levísimo gesto con la cabeza y mi atención se centra donde ella mira. Hay un hombre a unos metros de nosotras, que tras asentir ligeramente se marcha. De pronto lo comprendo todo. Lo ha preparado para que nos dejen entrar en este horario tan peculiar. Cuando llegamos a lo alto de la escalinata, San me suelta de la mano y yo paseo impresionada, girando sobre mis pies, tratando de asimilar todos y cada uno de los detalles. Ella me observa divertida y yo no puedo entender cómo prefiere mirarme a mí en vez de a este lugar de ensueño. —Esto es fantástico —murmuro deslumbrada. El viento vuelve a soplar, pero no me importa. —San, es increíble. —Y aún no has visto lo mejor —me advierte con una sonrisa. Camina hasta mí, me toma de la muñeca y guía mi cuerpo hasta que su pecho envuelve mi espalda. La torre Eiffel se levanta al otro lado del Sena. Las vistas desde aquí son impresionantes… Y entonces un golpe de luz me roba toda la atención. El monumento se apaga un segundo y, tras él, se ilumina por completo y por un momento tengo la sensación de que toda la ciudad lo hace con él. Una preciosa coreografía de luces se desata y me deja boquiabierta. Los destellos blancos recorren la torre de arriba abajo. Desaparecen y vuelven a entrar en escena formando dibujos concéntricos. Es maravilloso. —San —susurro con la mirada perdida al frente, llena de luz. —Cada noche apagan la torre así y éste es el mejor sitio para verlo. Sonrío, casi río. Nunca imaginé ver algo así. Sacándome de mi ensoñación, San me gira entre sus brazos y me besa. Yo la recibo encantada y disfruto de ella y de toda esa luz que nos baña. Me ha traído a la ciudad del amor y la ha puesto a mis pies. El resto de nuestra luna de miel nos lo pasamos encerrados en la suite. Por supuesto no consigo visitar un solo monumento, pero el recuerdo de los jardines del Trocadero y el palacio de Chaillot es inmejorable. Son tres días perfectos de sexo pervertido y alucinante entre las sabanas más suaves del mundo; pero también nos reímos y consigo hacerle hablar, aunque me veo obligada a recurrir a las dos únicas cosas de las que sé que no puede evitar hacerlo: la arquitectura y el surf. Nunca pensé que serían dos temas que me acabarían resultando tan interesantes, pero ver a San hablando absolutamente entregada, disfrutando, me resulta fascinante. —¿Ya estás lista? —pregunta asomándose al dormitorio de lasuite. Yo estoy peleándome con la maleta, sentada sobre ella, intentando cerrarla. No es sólo que la señora Aldrin lo dobló todo con un exquisito cuidado que yo, aunque lo he intentado, no he conseguido imitar y la ropa ahora ocupe prácticamente el doble, sino que pretendo cerrarla habiendo guardado todos los regalos que he comprado para Joe y las chicas, mi familia, los Lopez, Quinn, incluso para la señora Aldrin y Finn. San cabecea sin perder la sonrisa y se acerca a mí. Se acuclilla junto a la maleta, coloca su mano sobre el equipaje y, presionando lo justo, comienza a cerrarla. Yo aprovecho para contemplarla. Está bella. Su pelo se ha secado al aire y le cae indomable sobre la espalda. No sé cómo, pero parece más negro, como si hubiese absorbido el sol de cada desayuno que hemos tomado en la terraza. Lleva puesta una camisa de cuadros de la que se ha desabrochado los primeros botones, remangado las mangas y dejado por fuera de sus vaqueros. Tiene un aspecto relajado y jovial. Me encanta verla así. Santana resopla y, sorteándome, cierra la maleta definitivamente. —Has comprado demasiadas cosas —protesta divertida a la vez que se levanta. Al ver que no me quejo, me busca con la mirada. Me pilla de lleno contemplándola embobada, pero no me importa. Estoy disfrutando, y mucho, de lo que tengo delante. —¿Qué? —pregunta con una media sonrisa en los labios. Sabes perfectamente cuál es la respuesta a esa pregunta. —Nada —respondo imitando su gesto—. Tienes un aspecto muy diferente — comento socarrona—, muy europeo —añado. San se humedece el labio inferior y, antes de que me dé cuenta, me toma de las manos y tira de mí hasta cogerme en brazos. Automáticamente rodeo su cintura con mis piernas. Enreda su mano en mi pelo y tira de él para obligarme a echar la cabeza hacia atrás. Me besa con fuerza y, llena de esa seguridad, me lleva contra la pared. —Podríamos quedarnos otros quince días aquí —susurro contra sus labios. —No me tientes —replica sonriendo contra los míos. Sus manos bajan hasta anclarse en mi culo y las mías suben hasta rodear su cuello. Podría quedarme a vivir en esta habitación de hotel para siempre. En ese instante llaman a la puerta. Desde el descansillo, el botones nos anuncia que viene a buscar nuestras maletas. Santana resopla contra mis labios, me besa una vez más y me desliza despacio por la pared hasta que mis pies enfundados en mis botas preferidas tocan el suelo. Parece que ella también estaba dispuesta a quedarse a vivir aquí. Malhumorada, comienza a caminar hacia la puerta. No sé por qué, ese movimiento me excita todavía más y no puedo evitar morderme el labio inferior a la vez que sonrío. «Probablemente tenga que ver con que seas adicta al sexo.» Mientras el botones comienza a sacar las maletas con sumo cuidado, puedo notar la mirada de San llena de un salvaje deseo y como me desnuda y enciende en cada centímetro. Da igual que se haya alejado unos pasos prudenciales. Sin poder ni querer contenerme, alzo la cabeza y sus ojos me atrapan sin remedio. Involuntariamente me llevo la uña del pulgar a los dientes y la araño con delicadeza. Ahora mismo siento el deseo y la sangre húmeda y caliente latiendo descontrolados por mis venas. La atmósfera ha ido cargándose suavemente y sólo el botones está impidiendo que nos abalancemos la una sobre la otra. Finalmente Santana resopla mientras se gira y se aleja otro par de pasos cabeceando divertida. Es increíble cómo nuestros cuerpos están conectados de una manera que se escapa por completo a nuestro control. Bajamos al vestíbulo. Estamos a punto de marcharnos pero recuerdo que quiero hacer una última compra en la tienda del hotel. Santana me observa resignada y divertida a partes iguales. —Bonjour, madame Lopez —me saluda la dependienta con una sonrisa al verme entrar. Es la misma chica que me atendió los primeros días. Cuando ayer arrastré a Santana a comprar todos los regalos, no estaba y nos atendió un chico con la piel aceitunada y un curioso acento. Al final acabó explicándonos que había nacido en Argelia, pero que ahora vivía en París. Le devuelvo la sonrisa y camino decidida por la tienda hasta llegar a una estantería llena de cedés. Ayer recorrí la boutique tantas veces que ya me la conozco casi tan bien como el supermercado D’Agostino de la 14 Oeste. Reviso la segunda fila de discos y rápidamente localizo «Love Songs», de Vanessa Paradis. Lo giro entre mis manos y sonrío al ver que Mi amor es la tercera canción del segundo cedé. Llevo tarareándola desde que la oí en la radio y no quiere irme sin ella. Podría encontrarlo en Nueva York sin problemas, pero me hace ilusión comprarlo aquí. Con el disco en la mano, me encamino al mostrador. Santana sale a mi encuentro y yo le devuelvo una sonrisa de oreja a oreja a la suya exasperada. Cada vez que se pone así, no puedo evitar recordar la frase de Blaine cuando me dijo aquello de que la señorita Lopez no es una mujer paciente. Desde luego no podría tener más razón. Doy el paso definitivo hacia el mostrador y Santana se coloca a mi lado. — ¿ pagara en dólares como la ultima vez ? — me pregunta solicita la dependiente . ¡Mierda! «¡Mierda!»
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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 7:29 pm

Capitulo 5
Yo la miro con los ojos como platos rezando para que Santana no le haya prestado atención. Sin embargo, por la manera en la que se humedece el labio inferior y se apoya despacio en el mostrador, como si fuera una leona acorralando a un pobre cervatillo, me doy cuenta de que no voy a tener esa suerte. —¿Dice que la última vez pagó en dólares? —pregunta Santana dedicándole su sonrisa diseñada para fulminar lencería. Ese gesto es su mejor suero de la verdad. Ahora rezo para que la dependienta entienda milagrosamente mi situación o, mejor aún, sea una lesbiana militante y la única mujer inmune a los encantos de mi novia, quiero decir, mi esposa, pero otra vez sospecho que no tendré esa suerte. —Madame pagó en dólares la guía para aprender francés y también la laca de uñas. Santana vuelve a sonreírle como agradecimiento y puedo ver perfectamente cómo ella se derrite por completo, tratando de disimularlo sin ningún éxito. Le agradezco que por lo menos intente ser discreta. Quiero decir algo para aliviar la tensión que ahora mismo se respira en esta elegante tienda, pero no sé el qué. Cuando estoy a punto de abrir la boca, Santana me quita el disco de las manos y se lo entrega a la chica junto con un billete de cincuenta euros. La dependienta cobra todo lo de prisa que puede y mete el cedé en una coqueta bolsa de papel. Sin decir nada más, Santana me toma de la mano y salimos de la tienda. Me despido de la chica con una sonrisa. Al fin y al cabo, ella no tiene la culpa del lío en el que me he metido. Bueno, un poco sí, pero parece sentirse muy culpable por la decena de pensamientos muy poco decentes que debe de haber tenido con madame Lopez delante de madame Lopez Pierce. En su defensa diré que, aunque haya suplicado por ello, no hay mujer que pueda resistirse. En el coche, camino del aeropuerto, la tensión satura cada átomo de aire vacío. San no ha vuelto a decir una palabra y parece de lo más pensativa. Es obvio que está enfadada, así que por primera vez decido hacer caso a la vocecita de mi conciencia y me quedo callada y en mi lado del asiento. Intento distraerme contemplando a través de la ventanilla cómo atravesamos París, pero no lo consigo. La verdad es que me siento muy culpable. Miro su mano descansando sobre la tapicería crema entre las dos y suspiro bajito. Fingiéndome desinteresada, coloco la mía muy cerca de la suya, esperando que el que estén tan próximas la ablande lo suficiente para que me la coja, pero no lo hace. Soy una estúpida por no haber usado la maldita tarjeta de crédito. Llegamos a los hangares privados del aeropuerto de París-Orly. De nuevo sin decir nada, San se baja, espera a que yo lo haga y me toma de la mano. No es un gesto cariñoso. Sigue tensa y muy fría. Me lleva hasta el pie de las escalerillas y, tras hablar con el capitán unos segundos, subimos definitivamente. —Señoras Lopez, bienvenidos de nuevo —nos recibe Maria—. ¿Desean tomar algo antes...? San niega con la cabeza interrumpiéndola y ordenándole con la mirada que se marche. Yo suspiro de nuevo. La situación cada vez es más incómoda. Espero hasta que Maria desaparece al fondo del avión y, al tiempo que suspiro para coger fuerza, alzo la cabeza para buscar su mirada. —Siento lo que ha pasado. —Y, exactamente, ¿qué sientes, Brittany? —pregunta arisca. Por un momento no sé qué contestar. Mentiría si dijera que siento no haber usado la tarjeta, tengo mis motivos para comportarme como lo hice, pero lo cierto es que odio que estemos peleadas. —Que hayamos discutido —musito apartando mi mirada de la suya. San resopla con fuerza. —¿Te haces una idea de lo jodidamente complicado que me lo pones? — inquiere malhumorada—. Eres mi mujer —se queja exasperada—. Quiero cuidar de ti. —Puedes cuidar de mí. Clava su metálica mirada en la mía y resopla brusca una vez más. Está a punto de estallar. —Es sólo que no quiero que te gastes dinero —intento explicarme con un hilo de voz pero tratando de sonar todo lo segura que puedo. —Pues yo quiero que, cuando lo haga, te limites a sonreír y darme las gracias, así que está claro que ninguno de las dos va a conseguir lo que desea —replica presuntuosa y aún más arisca, dejándose caer sobre el mullido asiento color crema. Ha usado un tono tan arrogante, incluso exigente, que, sin que pueda controlarlo, mi enfado se transforma en pura dignidad y orgulloso bulliciosos. No tengo por qué sentirme culpable con respecto a este asunto. Llevo la razón. —No quiero tu dinero. —Trato de sonar todo lo tajante que soy capaz—. No necesito tarjetas de crédito exclusivas, ni que me compres apartamentos. Yo te quiero a ti, San. Siempre me he valido por mí misma y no pienso dejar que eso cambie. Me gusta ganar mi propio dinero y también gastarlo, y tú tienes que entenderlo, por favor. Añado ese «por favor» en un intento de suavizar mi discurso. Santana no aparta su fría mirada de mí pero no dice nada y yo cada vez me siento más intimidada. No he dicho nada que no quisiera decir y me gustaría que fuera razonable, lo entendiese y no discutiésemos más. Su silencio me está matando y no sé cómo actuar, así que simplemente hago lo que quiero hacer y, tomándola por sorpresa y rezando porque no me rechace, me siento a horcajadas en su regazo. Santana exhala todo el aire con fuerza, con sus ojos todavía posados en los míos, intentando mantenerse fría, pero algo me dice que lo bien que se acoplan nuestros cuerpos le afecta tanto como a mí. —No quiero que discutamos más —susurro rompiendo el contacto con sus impresionantes ojos y centrando la vista en mis manos sobre su pecho. San vuelve a resoplar, apoya el reservo de su índice en mi barbilla y me obliga a alzarla hasta que nuestras miradas se encuentran de nuevo. —Vas a volverme completamente loca, lo sabes, ¿verdad? Una incipiente sonrisa se cuela en mis labios. —¿Significa eso que estoy perdonada? —pregunto. Aunque intenta disimularlo, sus labios se curvan hacia arriba. Sus manos se sumergen en mi pelo y me atrae hacia ella. —De eso nada —responde sin asomo de duda, justo antes de besarme con fuerza. El avión despega suavemente y volvemos a estar en la cama king size de nuestra suite de hotel con vistas a la torre Eiffel. Siete horas después aterrizamos en el JFK. He dormido la mayor parte del viaje, así que ahora, aunque son las cinco de la mañana, estoy de lo más despejada. —Señoras Lopez —nos saluda Finn junto al Audi A8—, espero que hayan tenido un vuelo agradable. —Fantástico, Finn —responde San llevándonos hasta el coche con paso decidido. Nos acomodamos en la parte trasera. Estoy a punto de ponerme el cinturón cuando San me toma por las caderas y me acomoda en su regazo. —Me gusta tenerte exactamente aquí —murmura hundiendo su nariz en mi cuello. Yo sonrío y me dejo hacer. Finn arranca el coche y, tras un fuerte pero armónico rugido del motor, comienza a sonar Supersoaker, de Kings of Leon. El sonido metálico del iPhone de San rompe la armonía de la canción y la suave caricia de su nariz contra la piel bajo mi oreja. Pone los ojos en blanco malhumorada y, sin bajarme de su regazo, se saca el móvil del bolsillo interior de la chaqueta de cuero. —Lopez... —responde resoplando—... El seis por ciento en un intervalo de dos no es suficiente. Desconecto de la conversación y pierdo mi vista en la ventanilla. París me ha encantado, pero no cambiaría Nueva York por nada del mundo. Adoro cada calle. Llegamos a Chelsea relativamente pronto. Aún es muy temprano y apenas hay tráfico. De la mano de San, subimos las inconfundibles escaleras de acero amarillo y accedemos primero al vestíbulo y después al ascensor. Estoy concentrada contemplando la increíble bóveda del hall mientras San marca el código de acceso en la puerta de entrada. Nunca deja de sorprenderme la decoración de este techo, es deslumbrantemente minuciosa, pero entonces, sacándome de mis pensamientos, San me pasa un brazo por la espalda, otro por detrás de las rodillas y me levanta como el príncipe a la princesa en las películas de Disney. Chillo por la sorpresa y rompo a reír mientras por inercia me agarro a su cuello. —¿Qué haces? —me quejo divertida. Santana camina hasta las escaleras y las sube sin aparente esfuerzo. —Es la primera vez que entramos en casa desde que nos casamos. Es la tradición —responde sin asomo de duda. Atraviesa el salón y nos sube a la primera planta. —Bájame —le pido entre risas—. Ya hemos pasado el umbral. —No quiero correr ningún riesgo —comenta —. Las tradiciones son muy importantes para mí. Abro la boca escandalizada por semejante mentira, pero vuelvo a romper en risas cuando me deja caer en la cama e inmediatamente lo hace sobre mí. —Bienvenida a casa, señora Lopez Pierce —me dice con su espectacular voz, apartándome mi indómito pelo de la cara. —Bienvenido a casa, señora Lopez —respondo cuando mis carcajadas se calman. Todavía tengo la respiración agitada. Su cuerpo me envuelve y me besa con fuerza. Sus manos avanzan desde detrás de mi rodilla por debajo de mi vestido hasta llegar a mi cadera. Yo me revuelvo bajo ella. Estoy descansada y quiero a mi diosa del sexo. —Joder —masculla contra mis labios—, te echaría el polvo de tu vida, pero tengo que ir a la oficina. —Sólo son las seis —murmuro rodeando de nuevo su cuello. Me niego a soltarla. —Llevo tres días sin quitarte las manos de encima —continúa sin dejar de besarme—. Tengo mucho trabajo. —En Nueva York aún no ha amanecido —contraataco—. Técnicamente seguimos de luna de miel. Santana frena nuestro intenso beso, me da uno más corto a modo de despedida y sonríe mientras resoplo malhumorada como la niña a la que le han quitado los caramelos. Se levanta y se queda al borde de la cama, observando llena de autosuficiencia cómo me ha dejado hecha una maraña de excitación y deseo. Yo le dedico mi peor mohín y ella sonríe encantada. Debe ser maravilloso tener todo ese autocontrol. Finalmente se da media vuelta y entra en el baño. A los pocos segundos oigo el agua de la ducha correr y me siento más que tentada de entrar. Sin embargo, aprendí hace mucho que, cuando la señora irascible-sexo increíble dice no, es no. Tras un tiempo indeterminado mirando el techo, me levanto de un salto dispuesta a tomar las riendas del grupo descontrolado de hormonas calientes en el que se ha convertido mi cuerpo y salgo de la habitación. Bajo las escaleras prácticamente dando saltitos e inspecciono la casa en busca de Lucky. No tarda en aparecer corriendo desde el estudio de San. Al verme, suelta un ladrido y agita la cola contento. ¡Está enorme! Me arrodillo y lo recibo con una sonrisa. Cojo su adorable carita de peluche entre mis manos y le acaricio mientras hago muecas como una auténtica idiota. No me importa. Es mi cachorrito y hace días que no lo veo. Después de acariciarlo y hacerlo rabiar un poco, me levanto y camino hasta la cocina. Me resulta muy extraño no ver a la señora Aldrin por aquí. Supongo que debe de estar todavía durmiendo. Abro la enorme nevera y cojo una botellita de agua San Pellegrino sin gas. Apenas he dado un par de sorbos cuando un ruido en el piso de arriba me hace alzar la mirada. San está bajando las escaleras. Yo apoyo la botella sobre el elegante mármol italiano. En estos momentos las piernas me flaquean.
. —Al final voy a pensar que lo que realmente te gusta de mí son los trajes — comenta , acercándose. —Pues yo estoy empezando a pensar que sólo te vistes así para provocar a todas las pobres mujeres que se cruzan en tu camino. San me dedica su media sonrisa y da el peligroso y definitivo paso que nos separa. —A todas, no —dice colocando su mano en mi cadera—. A ti —continúa tirando de mí hasta que nuestros cuerpos chocan—, probablemente —sentencia en el susurro más sensual que he oído en mi vida. —Probablemente —repito saboreando cada letra. Me besa con suavidad, asegurándose de encender cada rincón de mi cuerpo. —Mi madre ha llamado para decir que nos espera a cenar mañana en Glen Cove. Asiento. Ahora mismo podría decir que la casa está en llamas y aun así no podría dejar de mirarla. —¿Qué harás hoy? —inquiere a escasísimos centímetros de mis labios. Quiero contestar pero necesito recuperar la concentración. Esos ojos me lo están poniendo realmente complicado. —Llamaré a Sugar para desayunar juntas —respondo en un golpe de voz. Carraspeo e intento recuperar la compostura. San sonríe. Está claro que le divierte muchísimo lo que puede hacer conmigo con una sola mirada. —Después iré a la oficina —añado—. No estoy cansada. —¿A la oficina? —inquiere sin llegar a besarme. Inmediatamente sé a lo que se refiere y asiento divertida. —Cuando llegues a la oficina —continúa—, ven a mi despacho. Hay algunas cosas que tengo que comentar contigo. —¿Y si no quiero ir? —pregunto impertinente. —Querrás —sentencia y su seguridad me derrite aún más. Me besa y yo me dejo besar más que encantada. Sin embargo, cuando ya me tiene exactamente donde quiere, se separa de mí y se dirige hacia la puerta del salón. —Eres una torturadora —me quejo divertida. Santana se vuelve a la vez que se mete las manos en los bolsillos y, caminando hacia atrás, me dedica su media sonrisa y se encoje de hombros despreocupada. —Probablemente —responde insolente. Finalmente se da media vuelta y se marcha. Yo resoplo divertida. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Resignada y tratando de controlar este aluvión de hormonas calientes, otra vez, subo a darme una ducha y cambiarme de ropa. Aún no he llamado a Sugar. Quiero ser buena amiga y darle una hora más de sueño. Con mi vestido marrón con pequeños lunares blancos puesto y tras calzarme mis botas de media caña también marrones, me siento en el borde de la cama y llamo a Sugar. —Diga —responde una voz congestionada al otro lado de la línea telefónica. —¿Estás enferma? —pregunto realzando lo obvio. —Sí —contesta y comienza a toser como una loca durante más de treinta segundos—. Tengo un catarro monumental. —¿Peor que la fiebre de 2011? En el invierno de 2011 Sugar tuvo la gripe, que le contagió Joe. Sólo era gripe, pero ella no paraba de gritar que era la antesala de la muerte. Una noche, llena de antibióticos y, tras haberse tomado por cuarta vez en el día un analgésico que sólo se podía tomar dos, nos reunió a todos a los pies de su cama y, al más puro estilo Elisabeth Taylor, repartió sus pertenecías. No puedo quejarme, a mí me tocaron todos sus zapatos. Rachel juró que nunca le perdonaría esa afrenta. —Peor —responde sin asomo de duda. Yo sonrío y voy hasta el vestidor en busca de mi inmensa rebeca marrón. —Estaré allí en quince minutos —replico divertida. —Por favor —gimotea. Cuelgo, cojo mi bolso y voy hasta la puerta principal. Estoy a punto de salir cuando oigo la profesional voz de Finn llamarme a mi espalda. —¿En qué puedo ayudarte? —pregunto confusa. Creí que estaría con Santana. — La señora Lopez me pidió que regresara para llevarla a donde deseara ir. Frunzo el ceño. Adonde deseo ir, deseaba ir en metro. En estos días en París había olvidado el hecho de que, según San, necesito guardaespaldas. —Entonces... —me apremia Finn amablemente dejando el resto de la frase en el aire. Resoplo resignada. No es con su hombre para todo con quien tengo que hablar de esto. —A casa de la señorita Stevens, al 244 de la 14 Este. Lo bueno de que me lleve es que llego a mi destino en un santiamén. Finn se ofrece a esperarme, pero yo, armándome de paciencia, le explico que Sugar está enferma y que pasaré toda la mañana con ella. Aun así, es un hombre muy duro de pelar y no parece dispuesto a moverse de la acera frente al bloque de apartamentos de mi amiga. Me armo de paciencia de nuevo y le prometo que, si decido volver a casa, lo llamaré para que venga a buscarme. Finn me escucha, asiente profesional, pero me comunica que no le está permitido moverse de aquí. Parece que las órdenes de la señora Lopez han sido muy contundentes. Acabo marchándome tras resoplar en clara señal de protesta. Tengo que hablar con Santana muy seriamente sobre este tema. Saludo a la camarera del restaurante Winslow, que se está fumando un cigarrillo en la puerta, y subo a casa de Sugar. Cuando me abre, me encuentro exactamente lo que me esperaba. Mi mocosa amiga está envuelta en una manta y bajo ella se vislumbra un pijama de franela. Con una mano sujeta un pañuelo de papel y con la otra, los extremos de la susodicha manta. Yo la empujo, entro, cierro la puerta tras de mí y continúo empujándola hasta que llega al sofá y ella sola se deja caer sobre el tresillo tan pesada y cansada como si viniera de luchar en la primera guerra mundial. —Te prepararé un tazón de cereales —digo quitándome la rebeca y dejándola junto a mi bolso en el viejo sillón de Raymour & Flanigan, la tienda de muebles más famosa de toda Nueva York. —Mejor tostadas francesas —gimotea desde el sofá. Pongo los ojos en blanco divertida y voy hasta su frigorífico. Mientras le preparo el desayuno, Sugar tose como si estuviera al borde de la muerte una docena de veces, se queja de frío y de un intenso dolor. Comienza a tener un aspecto realmente horrible. Tiene que verla un médico. Absolutamente en contra de su voluntad, le arranco la manta de las manos, la obligo a calzarse unas deportivas y a ponerse un abrigo y salimos de su apartamento. —No quiero ir —se queja en mitad de las escaleras. —Necesitas que te vea un médico. —El pinche del Winslow está estudiando enfermería. Pídele que suba, así no tendré que salir del edificio. Hace mucho frío —gimotea— y me has quitado la manta, perra —sentencia. Yo le hago un mohín por el cariñoso epíteto y la obligo a bajar el siguiente peldaño. Ella hace peso muerto con su congestionado cuerpo y no consigo moverla. Finalmente me rindo, resoplo y Lauren sonríe satisfecha. Debería plantearme ir a un gimnasio. Mi fuerza es bochornosamente ridícula. —Necesitas un médico de verdad —trato de hacerle entender—, de esos que trabajan en un hospital. Si por ti fuera, accederías a que te viera el doctor Nick Riviera con tal de no salir de tu apartamento. Las dos sonreímos al visualizar al desastroso doctor Nick de «Los Simpsons» pero mi sonrisa dura poco y vuelvo a intentar hacerla bajar. Esta vez lo consigo. —Finn está abajo —comento—, así que no tienes que preocuparte porque alguien te vea con este maravilloso pijama. No puedo evitar que una sonrisilla maliciosa se me escape. El pijama es tremendo: rosa con estampados a medio camino entre ponis y unicornios. —Me verá Finn —se lamenta. —Finn es un profesional —sentencio—. Está por encima del bien y del mal. Ella asiente dándome la razón y yo le devuelvo el gesto. Ese hombre es la eficacia personalizada. Nos montamos en el Audi A8 y le indico a Finn que nos lleve al Hospital Universitario Presbiteriano. Está más al norte de Central Park, pero, aunque nos pille un poco lejos, es el mejor hospital de la ciudad. Además, Sean trabaja allí. Atravesamos el vestíbulo atestado de gente. Siento a Sugar en una de las sillas de plástico de la sala de espera y voy hasta el mostrador de recepción. Me sorprendo muchísimo cuando una simpatiquísima enfermera, llamada Molly, me comunica que el doctor Sean Berrry se ha ausentado hoy del trabajo. Al explicarme que ha sido por motivos personales, automáticamente me preocupo. Continúa diciéndome que no tengo por qué inquietarme y me refiere la lista de credenciales de la doctora que lo sustituye al tiempo que me da los formularios de admisión sujetos por el extremo superior a una carpeta de plástico transparente. Asiento pero lo cierto es que no le estoy prestando demasiada atención. Todo esto me da mala espina. Me alejo unos pasos del mostrador mientras saco mi teléfono móvil y llamo a Rachel. Da línea hasta que finalmente salta el contestador. El de Joe está directamente apagado. Mi preocupación adquiere nivel de alarma. Me niego a pensar lo que estoy pensando. Regreso junto a Sugar y me siento a su lado. —¿Has hablado hoy con los Berry? —pregunto tratando de sonar despreocupada a la vez que desengancho el bolígrafo de la carpeta y comienzo a rellenar los formularios con los datos de Sugar. Mi amiga niega con la cabeza. —La última vez que los vi fue hace dos días. Fuimos a tomar algo a The Vitamin —me aclara—. Aposté con ellos a que os detendrían en París por escándalo público. He perdido cinco pavos y me has decepcionado, Brittany Spierce. La miro boquiabierta con las cejas enarcadas. ¿A qué ha venido eso? Ella se sorbe los mocos y se encoge de hombros como si realmente hubiera dado por hecho que un gendarme francés nos pillaría follando en los campos Elíseos. Me pregunto si debería contarle que sí hubo sexo en público, sólo que Santana se encargo de que nadie nos molestara. —¿Por qué me lo preguntas? —inquiere. —Por nada —me excuso—. Curiosidad. No quiero decirle que me preocupa que los Berry hayan caído en la ruina. No sé si es verdad y, en cualquier caso, prometí no contarlo. Además, confío en Santana y ella sabe lo importantes que son para mí. No permitiría que nada les pasase. «¿Seguro?» Sacudo discretamente la cabeza. No quiero pensar en otra posibilidad. Tal vez Sean, al fin, se haya echado una novia y Rachel y Jose estén trabajando. Antes de que pueda seguir divagando, una enfermera llama a Sugar y nos guía hasta uno de los boxes de exploración. En cuanto ve la cama, mi amiga se tumba en ella. Yo le doy un pellizco, por fastidiar básicamente, mientras suelto una risilla malvada y me quedo de pie junto a ella. Una doctora de mediana edad, con un andar muy decidido y elegante, camina hasta nosotras y corre las cortinas. —Buenos días —nos saluda. —Buenos días —respondemos al unísono. —Como les habrán informado en admisiones —dice abriendo una carpeta y ojeando la información que contiene—, hoy me encargo de los pacientes del doctor Berry. Asiento. Sugar me mira confusa y yo vuelvo a asentir para que ella también lo haga. —Por lo que leo aquí —continúa profesional—, tiene fiebre, malestar general y tos con mucosidad. ¿Cuándo empezaron los síntomas? —Ayer. —¿Tiene ronchas? Miro extrañada a Sugar. ¿Ronchas? Ella le da un tímido sí y mi confusión aumenta. La doctora asiente y se saca un bolígrafo del bolsillo de su impoluta bata blanca. Es tan perfectamente blanca que por un momento me recuerda las camisas de Santana y no puedo evitar sonreír como una idiota, aunque me recompongo rápido. —No necesito más para saber que está atravesando un proceso de varicela, señorita Motta. Tendrá que tomar antibióticos durante siete días y analgésicos mientras los síntomas persistan. Este año el virus es especialmente virulento, por lo que le recetaré una dosis de amoxicilina bastante alta que le causará somnolencia. Sería conveniente que, para controlar la fiebre, alguien se quedara con usted al menos esta noche. De lo contrario tendría que quedarse ingresada. Sugar me mira con cara de espanto. Pienso en hacerla sufrir un poco pero al final intervengo. —Yo la cuidaré —comento. —Perfecto. —La doctora recapacita un segundo—. ¿Usted está vacunada contra la varicela? —me pregunta. —No —contesto despreocupada—, pero la pase de pequeña. La doctora me mira con autosuficiencia, diciéndome sin palabras que soy una pobre confiada. —Eso no la salva al ciento por ciento —sentencia—. Lo mejor será que la vacunemos. Asiento. No era el plan que tenía pensado para hoy, pero si no hay más remedio... La doctora vuelve a anotar algo en los documentos de la carpeta. —¿Alguna de las dos cree estar embarazada? —pregunta sin levantar su vista de los papeles. —No —responde tajante Sugar—. No he tenido relaciones sexuales desde mi última regla —comenta igual de resignada que si estuviera admitiendo que cae sobre ella una maldición egipcia. —No —respondo también—. Tomo la píldora. La doctora vuelve a mirarme de la misma manera. Debe pensar que soy la persona más ingenua sobre la faz de la tierra. —Eso no es un no rotundo. No es un no rotundo, pero sí un método anticonceptivo con casi un noventa por ciento de efectividad. —Para asegurarnos, le haremos un test de embarazo. Inspecciona un carrito junto a la cama, abre uno de los cajones y me entrega un vasito para muestras de orinas en un paquete esterilizado. Abro los ojos como platos. No puede estar hablando en serio. —Si la vacunamos contra la varicela y está embarazada, los daños al bebé, independientemente de las semanas de gestación, serían irreversibles. Sus palabras me asustan a pesar de que es imposible que esté embarazada, así que cojo el vasito con manos titubeantes y salgo en dirección al baño. De regreso al box, una enfermera afroamericana con un sensacional corte de pelo afro me quita la muestra de las manos y me pide que espere junto a Sugar. —Esto es surrealista —me quejo al llegar a la cama donde sigue tumbada.
—Lo surrealista es que no me hayan dado todavía ninguna clase de drogas y que lleve diecisiete días sin echar un polvo. Alzo la mirada con una socarrona sonrisa mientras hago cuentas.
—¿No echaste un polvo de despedida? —No —responde resignada— y debí haberlo hecho. —Esos polvos son los mejores —sentencio. —Los mejores son los polvos furiosos de reconciliación. Yo frunzo el ceño. —¿Cómo puede ser furioso y de reconciliación al mismo tiempo? —pregunto confusa. —Chica, los que echas porque, a pesar de cuánto la odias, está tan buena que se te caen las bragas y te autoconvences de que ya lo has perdonado. Creí que eran la especialidad de la señorita irascible —continúa burlona. No pienso admitir que en esos somos unas auténticas expertos, así que le dedico mi mohín más indignado y ella, que no necesita ninguna confirmación, ríe encantada. —¿Así que diecisiete días? —pregunto socarrona. La risa se le corta de golpe y ahora la que estalla en carcajadas soy yo. Sugar abre la boca dispuesta a responderme, pero en ese preciso instante regresa la doctora. Sonríe muy satisfecha con su profesionalidad antes de levantar la vista de la carpeta que lleva en las manos. —Señora Lopez Pierce —me llama—, está usted embarazada. Ni siquiera oigo la voz de mi conciencia. Se ha desmayado y en breve yo seguiré su mismo camino. ¿Embarazada? ¿Cómo es posible? ¿Qué pasa , o no Dios mio no puede ser mi tratamiento en la Clinica de Tratamiento de Fertilizacion ? Las preguntas se agolpan en mi garganta sin que sea capaz de pronunciar ninguna. No sé cómo reaccionar. Sonrío pero rápidamente se transforma en un gesto nervioso. Estoy feliz y aterrada a partes demasiado iguales. —No lo entiendo —musito faltándome el aire en cada palabra—. Se supone que... Es imposible que... —Follan todo el día, doctora —me interrumpe Sugar resignadísima—, a todas horas. Y nada de polvos de mala muerte. Estamos hablando de caída de muebles, orgasmos múltiples, esas cosas. La miro sin poder creerme lo que acaba de decir, aunque en realidad es el menor de mis problemas. ¡Estoy embarazada, joder! —Señora Lopez Pierce —me llama la doctora sacándome de mi ensoñación—, sería conveniente que se marchara —me apremia—. No debe estar expuesta a la varicela. Recuerde lo que le he comentado antes. Asiento y algo dentro de mí se activa. «Reacciona, Pierce.» Asiento de nuevo y doy un paso hacia la cama. Sugar está enferma. No voy a dejarla tirada en el hospital sin más. —Alguien tiene que cuidar de ti —le digo—. Le pediré a Finn que vaya a buscar a Marley a la redacción y la traiga hasta que encontremos a Rachel o Joe ¿de acuerdo? —De acuerdo. —Eres contagiosa —comento burlona y ella me hace un mohín—, así que, hasta que venga, esperaré en la sala de espera, ¿vale? Ahora es ella la que asiente. Tras unos segundos, caigo en la cuenta de algo. —¿Por qué no estás sorprendida? —pregunto confusa. Yo estoy al borde del colapso. —Te lo he dicho —se defiende—. Folláis como si se fuera a acabar el mundo. Era cuestión de tiempo —añade con una sonrisa—. ¿Tú estás bien? Pienso la respuesta pero lo cierto es que ni siquiera sé cómo me siento, así que acabo resoplando, encogiéndome de hombros y sonriendo nerviosa todo a la vez. ¿Qué voy a hacer? —No lo sé —me sincero. —De momento nos conformaremos con eso —responde Sugar tranquilizadora. —Señora Lopez Pierce —me apremia la doctora. Yo la miro y asiento un par de veces. Tengo la sensación de que no he dejado de hacerlo en los últimos minutos. Le lanzo a Sugar un beso y salgo en dirección a la inmensa puerta de admisión de urgencias. Por suerte Finn está exactamente donde lo dejé, apoyado en el coche aparcado en la zona de acceso al hospital, ignorando por completo la advertencia de que es un área reservada a ambulancias. Al verme, se incorpora y entrelaza las manos por debajo de la cintura. —Finn —lo llamo—, necesito un favor. —Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarla? —Tienes que ir a Spaces, recoger a Marley Rose y traerla aquí. Yo la llamaré por teléfono para que te espere en la puerta. Él asiente y yo regreso al hospital antes de que se monte de nuevo en el coche. Trato de llamar a Rachel y Joe, pero no consigo ponerme en contacto con ninguno. Sí logro hacerlo con Brody. Me explica que Rachel durmió en su casa pero que se despidieron temprano porque él tenía que estudiar y que desde entonces no la ha visto ni hablado con ninguno de los dos. Cada vez estoy más preocupada. «Y no es por lo único que deberías estarlo.» Sacudo discretamente la cabeza y de forma involuntaria me miro la barriga como si esperara que hubiese engordado ya veinte kilos desde que me enteré. Todo esto es una locura. Decido concentrarme en los problemas uno a uno. Llamo a Marley y le explico que tiene que venir a cuidar a Sugar. Lógicamente me guardo el pequeño secretito del embarazo y le digo que no puedo hacerlo porque también estoy enferma y la doctora considera que, si Sugar pillase la gripe en estos momentos, podría ser incluso peligroso para ella. En la sala de espera no puedo dejar de pensar en la noticia bomba que tengo entre mis manos o, mejor dicho, en mi vientre. ¿Cómo voy a decírselo a Santana? Dios, ¿cómo va a tomárselo? Nunca hemos hablado de tener niños. Ni siquiera sé si quiere ser mamá. No puedo evitar pensar en Sugar, . ¿Y si a Santana no lo quiere? Suspiro hondo. Tengo que tranquilizarme, decidir la mejor manera de decírselo y hacerlo cuanto antes. Afortunadamente Marley no tarda mucho en llegar. Para no levantar sospechas, toso un par de veces mientras me pregunta qué tal estoy y me marcho. Decido preparar el escenario ideal para darle la noticia. Haré la cena, pondré velitas y música suave, y dejaré la grulla azul a mano por si me veo obligada a recurrir al chantaje emocional. Le pido a Finn que nos detengamos en el mercado de Chelsea. Es uno de los mejores de la ciudad y está a poco más de diez manzanas de la casa de Santana. Me bajo antes de que Finn lo haga. No es necesaria toda esta ceremonia. Sé que no le ha parecido bien, pero no ha dicho nada. Ya en la acera de la Novena Avenida, contemplo el edificio del mercado. Como todo en este barrio, es ridículamente pijo. De un cuidado ladrillo visto con un enorme parasol de hierro y cristal templado.
marthagr81@yahoo.es
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El mundo de Brittany

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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 8:21 pm

Estoy a un par de metros de la entrada cuando me doy cuenta de que sólo llevo veinte dólares. Miro a mi alrededor y en seguida diviso un cajero del National Bank en la acera de enfrente.
—Voy a sacar dinero —le comunico a Finn desde el otro lado del coche—. No tardaré.
Echo a andar y él da un paso al frente, otra toda la calle y me sigue con la mirada. Sinceramente creo que Santana está exagerando con todo el tema de mi seguridad.
Miro a ambos lados, cruzo desafiando el tráfico de Manhattan y no puedo evitar sonreír cuando un mensajero en bici me observa de arriba abajo y, divertido, me ofrece llevarme al fin del mundo sentada en su manillar. Sin embargo, la sonrisa desaparece de mis labios cuando, tras teclear mi número secreto, el cajero me indica que no tengo fondos disponibles. Frunzo el ceño. Deberían quedarme cien dólares. Pienso en usar la American Express negra,
pero, antes de recurrir a la tarjeta «sólo para emergencias de vida o muerte», opto por entrar en el barco e intentar averiguar qué ha pasado. Espero una cola casi interminable en el aparentemente interminable vestíbulo. A pesar de lo contrariada que estoy, no puedo dejar de admirar este sitio. Es uno de esos bancos que conservan las estructuras de los edificios de principios de siglo,
con enormes mostradores de mármol y rejas de cuidado hierro forjado que se levantan hasta los dos metros de altura.
Cuando al fin llego a la ventanilla, una señora con gafas de montura metálica me sonríe con cara de pocos amigos. Sospecho que es la misma cara que pone a cualquier chica o chico de menos de treinta años que se acerca por aquí.
—Verá —comienzo a explicarme amablemente—, he intentado sacar dinero del cajero y debe de haber algún problema con mi tarjeta porque me dice que no tengo saldo.
Ella no dice nada. Me mira durante unos segundos, que se me hacen eternos, y finalmente, llena de desgana, lleva su vista hacia el ordenador y teclea algo.
—Nombre y número de cuenta —me pide.
Tras unos minutos de infinitas comprobaciones, su rostro cambia
imperceptiblemente. Sin decir nada, se levanta y camina hasta el fondo de la estancia. La sigo a través de la ornamentada reja y observo cómo llama a una puerta con un cartelito de «Privado» y entra. A los segundos, reaparece en compañía de un
hombre que se ajusta atropellado la corbata.
—Señora Lopez Pierce —me saluda solícito tendiéndome la mano.
Yo pongo los ojos en blanco mentalmente. Si soy una chica normal y corriente, merezco que me traten con la punta del pie, pero si sale a relucir mi recién estrenado apellido, me atiende el director de la sucursal en persona. Santana tenía razón cuando dijo que hay mucha gente predispuesta a hacerle feliz.
—Permítame presentarme —continúa el hombre—. Soy Tom Caddie, el director de esta sucursal.
—Encantada —respondo algo incomoda por tantas atenciones a la vez que le estrecho la mano.
—Me comentaban que tiene algún problema con su cuenta.
Yo miro de reojo a la mujer con gafas de montura metálica que desaparece tras el mostrador. Apuesto a que ahora mismo está rezando para que no le cuente a su jefe, o a mi mujer, lo antipática que ha sido. Finalmente suspiro y me obligo a sonreír. Sólo quiero mis cien dólares y marcharme de aquí.
—Sí, mi tarjeta parece que no funciona.
En ese momento miss simpatía le entrega un papel. Él lo lee y enarca las cejas sorprendido.
—Sus cien dólares han sido transferidos a otra cuenta —me explica sin perder la sonrisa.
—¿Y quién ha hecho eso?
Lo pregunto pero creo que tengo una ligera sospecha de quién ha sido. Él vacila y no hay una respuesta más clara.
—La señorita Lopez ordenó que se realizaran los trámites hace unas horas. ¡Sucia bastarda! ¡No me lo puedo creer!
Quiero gritar de rabia pero decido fingir que la noticia no me sorprende lo más mínimo. No me gustaría que el señor Caddie notase que estoy contrariada y avisase a mi querida esposa. Quiero ver su cara de sorpresa cuando, dentro de un momento, le tire otro carísimo pisapapeles por robarme mis cien pavos.
Me despido con una forzada sonrisa y salgo a paso acelerado del banco.
Vuelvo a cruzar la calle y camino, casi corro, hasta el coche. Por un instante pienso en salir disparada hacia la parada de metro, que es lo que me muero por hacer, pero no quiero perder tiempo discutiendo con Finn. Además, estoy tan furiosa que, si alguien me lleva la contraria, explotaré, y verme estallar es un espectáculo que quiero reservar para el bastardo presuntuoso de mi marido. ¡No
puedo creer lo que ha hecho! ¡Es una gilipollas!
Menos de diez minutos después estoy atravesando las puertas de cristal del Lopez Group. Noah me saluda como siempre, pero puedo notar cómo cuadra los hombros y se retoca la corbata. Decido pasarlo por alto como también lo hago con las miraditas de los ejecutivos con los que me cruzo en el ascensor. Si el ambiente
estaba enrarecido la mañana después de que Santana anunciara nuestro compromiso, ahora es tan extraño que por un momento tengo la tentación de palparme el cuello por si me ha salido una segunda cabeza. Aun así, lo ignoro todo; soy una mujer con una misión. Cruzo la redacción y voy hasta el despacho de Santana.
—Hola, Blaine —la saludo con una sonrisa de puro trámite.
—Hola, Britt.
Sospecho que pretendía tener una amable charla conmigo sobre la luna de miel y esas cosas, pero la tensión que desprende mi cuerpo debe haberle hecho entender que no es el mejor momento.
Llamo a la puerta de su oficina esperando a que me dé paso. Tras un microsegundo, me pongo los ojos en blanco e irrumpo en su despacho. Tengo todo el derecho del mundo a montar una escena.
Voy a tomarme una licencia enorme.
—¿Qué has hecho, Santana? —le pregunto entornando la mirada.
No voy a gritar. No voy a gritar. Santana se recuesta sobre su elegante sillón de ejecutiva y clava su arrogante mirada oscura en mis furiosos ojos azules. Está bella, aunque ahora mismo no
me puedo permitir fijarme en ese detalle.
—¿Qué he hecho con qué?
Es una capullo. Su impertinente sonrisa mal disimulada la delata. Sabe perfectamente a qué me refiero.
—Mi cuenta del banco —respondo lacónica—. Está vacía.
—Ah, te refieres a eso —contesta insolente, como si acabara de caer en ello.
Estoy a punto de saltar su elegante mesa de Philippe Starck y estrangularla con su propia piel.
—He hecho números —añade sin darle mayor importancia.
Su respuesta me pilla fuera de juego e involuntariamente mi mirada lo refleja.No entiendo nada.
—¿Qué quieres decir? —inquiero confusa.
—A que, en el avión, diste un discurso muy digno sobre que no querías mi dinero y lo entendí. Así que he dado por hecho que eso significa que quieres que compartamos gastos.
Sonríe con malicia y me dedica una mirada que hace que una corriente eléctrica, fría y aguda, me recorra la columna. De pronto lo entiendo todo a la perfección. Ha cogido mi dinero por todas las cosas que ya ha pagado ella. ¡Maldita cabrona!
Ahogo una risa nerviosa en un suspiro y la arrogancia en su mirada se intensifica.
—Eres una capullo —protesto—. En mi cuenta había ciento dos dólares. Espero que hayas llenado la nevera.
No es mucho, pero pensaba aguantar con eso hasta la nómina de la semana que viene y también comprarme un vestido.
—Con ciento dos dólares no pagas ni tu mitad del vino de la cena de ayer. Abro la boca indignada dispuesta a llamarla de todo.
—Y te advierto —me interrumpe con una presuntuosa media sonrisa, como si ya supiese todo lo que pensaba decirle— que tus nóminas están secuestradas hasta nueva orden.
¡¿Qué?!
—¿Por qué? —me quejo con la voz más aguda de lo que me hubiese gustado.
Tiene que ser una maldita broma.
—Vives en Chelsea, en una casa de diseño con servicio y chófer. El agua San Pellegrino sin gas no es barata, nena.
Se acomoda aún más en su sillón, dejándome claro lo cómodo que está con la misma situación que hace que a mí me esté hirviendo la sangre. La muy gilipollas está disfrutando con esto y, maldita sea, pienso hacer que me las pague.
—La luna de miel en París —continúa— y los vestidos de Valentino, incluido el que Sugar amenazó con quemar antes que devolver... —ésa es mi amiga—... voy a seguir considerándolos un regalo. Tampoco quiero que tengas que pedir un préstamo.
—Santana... —la llamo con un tono de voz fabricado de pura rabia.
—¿Qué? —me interrumpe presuntuosa, seguro que para no darme tiempo a pensar.
Quiero decirle tantas cosas que no sé por dónde empezar. Las palabras bullen en mi garganta descontroladas.
—¿Y por qué has enviado a Finn a que me llevara donde quisiera esta mañana?
—pregunto exasperada casi en un grito.
—Me pareció un detalle de buena novia.
—Querrás decir buena esposa —replico displicente y muy cabreada. La arrogante sonrisa de Santana reluce en sus perfectos labios.
—Tú te has empeñado en que sea así y así será —sentencia.
Su mirada se intensifica sobre la mía y suspiro con fuerza. ¿Cómo pude ser tan ilusa de pensar que, por una vez, me había entendido? En este momento la odio.
Giro sobre mis pasos valorando todavía la idea de tirarle algo a la cabeza.
—¿Adónde vas? —pregunta.
—A mi puesto de trabajo —respondo arisca, aunque eso no hace que su sonrisa desaparezca—. No puedo permitirme perder un día de sueldo ahora que tengo que pagar por el sitio en el que vivo.
No le doy oportunidad a responderme y me marcho dando un portazo. Cruzo la redacción como una exhalación y, con mi enfado en toda su plenitud, entro en mi oficina.
Dejo el bolso con fuerza sobre mi mesa y me quito la rebeca peleándome con cada centímetro de prenda.
—Buenos días, señora Lopez Pierce.
La voz de Quinn a mi espalda me hace dar un respingo. Me paso las manos por la cara suavemente tratando de apaciguarme.
—Mi esposa es una capullo —respondo girándome.
Está claro que no he conseguido apaciguarme.
Quinn sonríe sincera.
—Creo que ya lo era antes de iros de luna de miel. Hay quien diría que hasta ha mejorado —sentencia burlona.
Yo entorno la mirada, no estoy de humor para bromas, pero sólo consigo que la sonrisa de Quinn se ensanche.
—¿Qué ha hecho esta vez? —pregunta sentándose en mi mesa y observando cómo me giro para tenerla de nuevo de cara.
—¿Qué no ha hecho? —Estallo—. Estoy muy cabreada. Creí que por una maldita vez había sido razonable y había entendido cómo me siento y de pronto me doy cuenta de que no. —Quinn está a punto de volver a sonreír pero, tras fulminarla con la mirada, intenta contenerse—. Como no quise usar su estúpida American Express negra, el irracional de tu amiga ha decido coger todo el dinero
de mi cuenta y secuestrar mi nómina. He tenido una locura de día acompañando a Sugar al hospital y… —Me freno a mí misma.
No puedo contarle a Quinn la noticia estrella. No antes de contársela a la sucia bastarda que tengo por esposa. Finalmente resoplo y miro al techo. ¿Cómo ha podido complicarse de semejante manera el día?

—Tiene varicela —le explico amable—. Marley está con ella.
—¿Marley? —pregunta confusa.
Le entiendo. Suena de lo más raro que sea ella quien esté con Sugar y no yo.
—Yo no he pasado la varicela —una mentirijilla piadosa— y la doctora no me ha permitido quedarme.
Quinn asiente pensativa y también algo triste.
—¿Tú estás bien?
Mis palabras hacen que inmediatamente se obligue a sonreír.
—Estoy bien —sentencia.
Pero es más que obvio que no lo está.
—Si quieres hablar...
—Lo sé —me interrumpe—, pero ahora tenemos que volver al trabajo. Asiento y observo cómo mi jefa se levanta y entra en su despacho. Está abatida y mi queridísima amiga, por mucho que intente disimularlo y echarle la culpa a la varicela, también lo está. ¿Por qué habrán roto? Me dejo caer en mi silla y, mientras espero a que se encienda el ordenador, no puedo evitar recordar lo enfadadísima que estoy. Esta vez se ha superado. Joder, se
ha superado incluso tratándose de ella y el listón estaba bien alto.
Cruzo los brazos sobre la mesa y hundo mi cabeza en ellos. Mi sentido común regresa en ese preciso instante para comunicarme que es más que probable que esté exagerando con todo esto. Estamos casadas. Si quiere darme una maldita tarjeta de
crédito, debería aceptarla y ya está. Sin embargo, cuando estoy a punto de sucumbir, me recuerdo que esto va de otras muchas cosas y la más importante es que tiene que aprender a respetar mis decisiones. Vamos a ser mamás. Necesito algo, por
insignificante que sea, que me diga que entiende que no puede salirse siempre con la suya.
Saco la cabeza de mi nido de avestruz y vuelvo al mundo. Tengo razón. No pienso claudicar.
Me levanto de un salto y comienzo a trabajar. El plan es muy sencillo: hoy no existen trajes italianos a medida, ni oficinas con escritorios de Philippe Starck, ni ojos oscuros casi negros. Hoy sólo estamos yo, mi profesionalidad y mi orgullo (en proceso de
ser) fiero. A la hora de la comida, Quinn, que no ha salido de su despacho en toda la mañana, se planta delante de mi mesa con una sonrisa de oreja a oreja. Yo se la devuelvo por inercia, aunque inmediatamente frunzo el ceño. ¿Por qué estará tan
contenta?
—Me marcho —me anuncia—. Ya he revisado todos los artículos. Sólo tienes
que entregarlos. Dile a Dilson que mañana quiero hablar con él, asústalo un poco.
Me guiña un ojo divertido por su último encargo y, sin más, se va.
Yo la observo cruzar la redacción y prácticamente acabo tumbada sobre la mesa, poniendo en peligro mi integridad física, con tal de poder ver si habla con alguien camino de los ascensores. Este cambio de actitud es, cuanto menos, sospechoso.
Hago un mohín al aire y me prometo estar atenta ante próximos
acontecimientos.
Aprovechando esta parada, hago la misma ronda de llamadas que llevo haciendo prácticamente cada hora desde que llegué. Sugar me explica que Sugar sigue durmiendo. Lleva así desde que salieron del hospital. En esta ocasión tampoco consigo hablar ni con Rachel ni con Joe. Empiezo a preocuparme de verdad y me
pongo un plazo máximo. Si para esta noche no consigo hablar con ninguno de los dos, iré a buscarlos a su apartamento.
En un primer momento opto por no bajar a comer, pero la redacción se queda prácticamente desierta y, ya que ni siquiera tengo a Quinn como contención, me doy cuenta de que aquí soy una presa demasiado fácil para la señorita Lopez. Sin
embargo, tampoco sé si ella ha bajado o no, así que me decido por la idea más segura: bajaré a comer pero lo haré en el Tang Pavillion. Siempre me ha parecido que ir sola a un restaurante chino es un poco deprimente, pero opto por no pensar
en ello. Tengo problemas muchos peores.
Salgo del restaurante asiático relativamente pronto, pero lo compenso con un paso pasmosamente lento de vuelta a la oficina.
Ya en mi mesa, termino todo el trabajo que me ha encargado Quinn, incluido lo de asustar a Dilson. Aunque suene horrible, he de confesar que me divierto un poco haciéndolo. Después pienso que estoy de muy mal humor, que tengo una esposa muy poco razonable y que me merezco un respiro y también que Dilson es
un poco gilipollas, así que ya me siento un poco mejor.
A las cinco en punto pongo fin a mi jornada laboral. Estoy revisando que lo llevo todo en el bolso antes de salir definitivamente de mi oficina cuando me doy cuenta de un ínfimo detalle: no ha venido a buscarme ni me ha llamado ni me ha mandado un mísero mensaje en todo el día. Normalmente, cuando me enfado, Santana
se las apaña para que nos veamos incluso en contra de mi voluntad y en esta ocasión ni siquiera ha hecho el intento. ¿Qué demonios le pasa? ¿Y qué demonios me pasa a mí? No quiero verla y, si ella por una vez no se comporta como una adolescente y me
deja estar enfadada, mucho mejor. Me llevo la palma de la mano a la frente y cabeceo. Debería empezar a grabarme con el móvil para oír lo ridícula que puedo llegar a ser.
«Ni que lo digas.»
Iré a ver a Santana para informarle de que me marcho. No quiero verla, pero tampoco me parece bien largarme sin más. Sólo quiero llegar a Chelsea antes que ella, meterme en la cama y suplicar para que este día termine de una maldita vez. Lo cierto es que me gustaría irme a mi apartamento, pero no puedo esconderme allí
cada vez que discutamos. Además, no pienso darle la oportunidad a Santana de echármelo en cara.
«Eso sí que es maduro.»
Me pongo la rebeca mientras cruzo la redacción camino del despacho de Santana.
En su antesala me sorprende no ver a Blaine. Imagino que estará buscando algún documento o concretando reuniones en cualquiera de las otras cuarenta y nueve plantas del edificio.
Delante de su puerta, con la mano levantada dispuesta a llamar, resoplo y me preparo mentalmente para un nuevo combate con la señorita irascible. La táctica es la de siempre: no sucumbir a esos ojos oscuros. Sólo espero tener, por una vez, la
fuerza necesaria para llevarla a cabo.
Asiento para infundirme más valor y, cuando mis nudillos están a punto de tocar la madera, tomándome por sorpresa, la puerta se abre.
—Hola —murmuro al ver a Santana ante mí ajustándose la chaqueta. Inmediatamente me siento como una idiota por saludarla y, sobre todo, por lo admirada que ha sonado esa única palabra.
Ella me dedica su media sonrisa y se apoya en el marco de la puerta a la vez que se cruza de brazos. Me recorre con la mirada llena de descaro hasta que sus impertinentes y espectaculares ojos se posan en los míos.
—¿Qué quieres? —pregunta.
No sé si lo hace o no a propósito, pero su voz suena increíblemente sensual.
Además, está muy cerca. Debería huir o acabaré aprisionada entre ella y la pared más próxima antes siquiera de que me dé cuenta.
—Me marcho —digo en un golpe de voz.
Me doy la vuelta y, sin despedirme, me encamino hacia la puerta.
—Yo también me marcho ya —comenta.
Genial, justo lo que necesitaba, estar encerrada a solas con ella en su coche durante veinte minutos. Ese Audi es como el batmóvil del sexo descontrolado.
Me giro despacio intentando discernir una escapatoria y, cuando al fin nuestras miradas vuelven a encontrarse, todas mis alarmas suenan a la vez. Tiene una sonrisa tan presuntuosa como peligrosa y traviesa en los labios. Es esa sonrisa la que me dice que se trae algo entre manos.
Sabe exactamente lo que estoy pensando, porque su gesto se ensancha y yo involuntariamente trago saliva. Me espera un viaje de lo más interesante.
—Nos vemos en Chelsea —comenta al fin con una media sonrisa en los labios, caminando hacia la salida.
Mis alarmas ya no suenan, ahora gritan desbocadas.
—¿Cómo que nos vemos en Chelsea? —musito nerviosa y confusa.
Mis palabras le hacen detenerse cuando ya estaba a punto de alcanzar la puerta y girarse despacio.
—Yo me voy en coche —responde presuntuosa—. Tú te vas en metro. Cien dólares no te dan derecho a trasporte privado.
Entorno la mirada. No me puedo creer que vaya a ser tan capulla. Santana sonríe de nuevo y su mirada, toda su arrogancia y su magnetismo de femme fatal y salvaje me sacuden.
—Tendrías que haber venido a disculparte —comenta sin que la maldita sonrisa la abandone y, sin más, sale de la oficina.
Está disfrutando con esto.
Yo estoy petrificada, procesando sus palabras y preguntándome por qué no le tiré el pisapapeles a la cabeza cuando tuve la oportunidad.
Más enfadada de lo que llegué esta mañana, salgo del Lopez Group y prácticamente corro hasta la parada de la 59 con Columbus Circus. No me puedo creer que se esté comportando así. ¡Pretendía que le pidiese disculpas!
Me monto en el vagón y, malhumorada, me escabullo entre la nube de ejecutivos y neoyorquinos en general hasta el fondo del tren. Me cruzo de brazos, clavo mi vista en el techo y resoplo. No me lo puedo creer, sencillamente no me lo puedo creer. Ahora mismo estoy muy cabreada con ella por comportarse exactamente
como siempre y lo estoy aún más conmigo misma por ser tan ilusa de pensar que por primera vez había entendido cómo me sentía.
En mitad de mis pensamientos, sin ningún motivo en especial, pierdo mi vista en el vagón y no puedo evitar fruncir el ceño cuando claramente distingo a Finn en mitad de la gente que lo llena. Aunque intente disimularlo, esa percha de exSEAL con traje caro es indisimulable. Entorno la mirada y rápidamente la aparto. La muy capullo me manda a casa en metro, pero su parte irracional y posesiva no puede permitir que lo haga sola.
Ahora sí que acaba de superarse.
El tren está a punto de detenerse en la estación de la 28 Oeste, la parada Chelsea. De reojo puedo ver cómo Finn se prepara para salir, pero yo, lejos de hacerlo, me acomodo contra la pared. Aunque no puedo verlo, puedo notar su confusión, más aún cuando las puertas se cierran definitivamente y el metro reanuda
su marcha. Si la señorita Lopez piensa que soy su muñequita, está muy equivocada.
Esta vez no voy a rendirme y, como ella mismo se ha encargado de dejarme sublevada y sola, no tiene la posibilidad de engatusarme con el sexo para hacerme cambiar de opinión.
Dos paradas después me levanto tomándome mi tiempo y eso activa a Finn, que también se acerca a las puertas. Me bajo en la parada de la calle 18 sin saber exactamente adónde ir. Aun así, recorro el andén a paso ligero. Estoy muy furiosa.
Soy plenamente consciente de que Finn me sigue a una distancia prudencial y eso me enfada todavía más. Odio esta situación.
Sin dudarlo, me detengo en seco y me giro.
—Finn —lo llamo.
Él me mira confuso, como si hubiera traspasado una frontera imaginaria.
—¿Sí, Britt? —responde profesional.
—No quiero que camines detrás de mí —le digo con total convencimiento—.
Si vas a acompañarme, acompáñame.
La gente que pasa junto a nosotros en dirección a las escaleras de salida nos observa intrigada, pero no me importa.
—Britt, la señorita Lopez...
—La señorita Lopez no está aquí —lo interrumpo muy resuelta.
Quizá no pueda luchar con la loca de mi novia, quiero decir mi esposa, y su necesidad de protegerme, pero sí puedo hacer que mi guardaespaldas se parezca menos a un guardaespaldas y más a un amigo. Finn me mira sopesando opciones y yo me cruzo de brazos indicándole que no voy a cambiar de opinión. Estoy furiosa y pienso salirme con la mía.
Finalmente asiente y camina hasta mí. Yo sonrío de oreja a oreja y me giro para reanudar la marcha. Alzo la mano y la entrelazo con su brazo. Él se pone tenso al instante y creo que me he pasado, pero aun así no lo suelto. Es una declaración de intenciones y no puedo flaquear. Salimos de la boca de metro y automáticamente decido que me apetece muchísimo tomar un perrito caliente. Miro a mi alrededor y, por suerte, veo una pequeña cafetería exactamente a una manzana. Mi móvil comienza a sonar en mi bolso pero yo decidido ignorarlo. Sé que es Santana y ahora mismo no me apetece hablar con ella.
—Comamos algo —propongo señalando la cafetería.
Finn no contesta, pero yo finjo que me ha dado el sí más grande del mundo y tiro suavemente de su brazo para que nos dirijamos al pequeño restaurante. Apenas a un paso de la puerta del local, mi iPhone vuelve a sonar. No pienso cogerlo. De reojo puede ver cómo Finn me mira con el ceño fruncido.
Probablemente le parezca una insensatez que no le coja el teléfono a la señorita irascible, pero no hace el más mínimo comentario.
Se adelanta para abrirme la puerta y yo le devuelvo una sonrisa. Mentalmente le agradezco que no haya intentado convencerme para que volvamos a casa. Supongo que es parte de su profesionalidad. Nunca cuestionar a la jefa, y ahora la
jefa soy yo. Nos instalamos en una mesa alta junto al enorme ventanal. La Séptima Avenida se expande ante nosotros con un tráfico endemoniado. Yo me quito la rebeca y la
dejo junto al bolso en uno de los taburetes. Me aliso el vestido y miro a Finn dispuesta a preguntarle qué le apetece comer, pero, al comprobar que ni siquiera se ha desabrochado un mísero botón de su elegante abrigo negro de paño, frunzo los
labios. —¿Qué quieres tomar? —pregunto intentando que se relaje. Él no responde y yo opto por un cambio de estrategia—. Pediré perritos completos sin cebolla para los dos.
Cuando voy a echar a andar, Finn me adelanta de una zancada.
—Si no le importa, Britt, iré yo —pronuncia ese Britt como si fuera un profesional señora. Supongo que no puedo pretender un cambio radical en un solo día.
Lo observo desaparecer esquivando mesas hasta llegar a la barra y yo cojo mi teléfono. Por un momento pienso en enviarle un mensaje a Santana comentándole dónde estoy y las pocas ganas que tengo de volver, pero me contengo. Tampoco quiero despertar a la leona.
Finn regresa a los pocos minutos con dos perritos con una pinta deliciosa. Sólo le he dado un bocado cuando mi móvil vuelve a sonar y yo vuelvo a ignorarlo.
Finn me mira con cierto aire cómplice y muchísima advertencia, como si tuviera más claro que yo en el lío en el que me estoy metiendo. Decido ignorar la segunda parte y quedarme con su complicidad. Me conviene tenerlo de mi lado. No han pasado ni un par de segundos desde que mi Smartphone ha dejado de
sonar cuando comienza a hacerlo el de Finn. Se lo saca inmediatamente del bolsillo y, sin ni siquiera mirar la pantalla, se lo lleva a la oreja. Yo lo miro suplicándole mentalmente que no le diga dónde estamos.
—Sí, señora... —responde y todo su cuerpo se cuadra como respuesta. Parece que la ira de la señorita Santana Lopez se trasmite a través de la línea telefónica—... En la 17 esquina con la Séptima. Cuelga y por un segundo evita mi mirada. Puede que yo haya despertado a la leona negándome a ir a casa y a cogerle el teléfono, pero es plenamente consciente de que ha sido ella quien acaba de permitir que la leona acorrale a la pobre ratoncita.
No sé qué veo llegar antes a la acera al otro lado del inmenso ventanal, la estela de pura rabia de Santana o su flamante BMW.
Entra en el local como un ciclón y, con una sola mirada, fulmina a Finn, que asiente y sale en dirección al coche. Sin decir nada, me toma con brusquedad de la mano y tira de mí hasta llevarme al mostrador. Cada centímetro de su piel destila una furia ensordecedora, pero, por muy intimidada que me sienta, pienso
mantenerme en mis trece.
—La cuenta —ladra más que pide al pobre camarero.
Santana se saca un billete de veinte del bolsillo y lo tira arisca sobra la barra.
—Quería pagar yo —me quejo.
Se vuelve y clava su metálica mirada en la mía. Sus ojos brillan oscuros y furiosos.
—No me provoques —masculla.
Y, por muy sublevada que esté, no me atrevo a contradecirla. Creo que podría traspasarme con esa mirada.
Santana tira de mí y me saca del restaurante tan de prisa que prácticamente me cuesta seguirle el paso. Ya junto al coche, me abre brusca la puerta del copiloto, pero yo me zafo de su brazo dispuesta a oponer resistencia. ¿Ahora ya no quiere
que vaya en metro? Debe advertir que estoy a punto de protestar, porque se gira a la vez que resopla y vuelve a atrapar mi mirada con la suya, que ya parece de puro acero.
—Entra en el puto coche, Britt —ruge con una voz tan suave como
amenazadora al mismo tiempo que trago saliva instintivamente.
Con rapidez, me recompongo y frunzo los labios en un pobre intento de demostrarle lo furiosa que estoy, aunque finalmente entro en el vehículo. Santana se sienta al volante y, veloz, Finn lo hace detrás. Arranca el BMW, el motor ruge y en un par de segundos alcanza una velocidad de vértigo, algo bastante peligroso y kamikaze teniendo en cuenta el delirante tráfico de Manhattan a esta
hora. No dice una palabra. De reojo puedo ver cómo tiene la mandíbula tensísima y aprieta el volante con tanta fuerza que la piel de sus dedos está blanca. No aparta su
mirada de la calzada y yo decidido perder la mía en mi ventanilla a la vez que me cruzo de brazos. Puede que me haya montado en el coche, pero no pienso ceder en este asunto.
Llegamos a Chelsea en tiempo récord. Finn se baja del BMW prácticamente en marcha. Santana lo detiene junto a las escaleras de acero amarillo, sale todavía más malhumorada y le entrega las llaves a su hombre para todo. Yo también me bajo. Pretendo mantener una distancia de seguridad con ella, pero
Santana atraviesa la distancia que nos separa y, con la misma brusquedad que antes, me toma de la mano y vuelve a tirar de mí. Intento soltarme pero Santana no me lo permite.
Ni siquiera tiene la paciencia suficiente para esperar el ascensor y acabamos subiendo por las escaleras. No protesto porque sólo son dos plantas. Además, mi parte más curiosa me recuerda que nunca he estado aquí.
—¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —farfulla abriendo de un manotazo la puerta del vestíbulo.
La madera choca violentamente contra la pared y estoy casi segura de que ha hecho una mella en la impoluta pintura.
—No lo sé. Se me ocurrió en el vagón de metro —respondo impertinente.
Santana me fulmina con la mirada, pero yo no me amilano. ¡Ella tiene la culpa de todo!
Atravesamos la puerta del salón y al fin me suelta la mano.
—¿Te haces una idea de lo preocupada que estaba? —me pregunta casi en un grito. Se pasa las dos manos por el pelo a la vez que esboza un casi ininteligible «joder» entre dientes. Está intentando controlar su enfado, pero está a punto de
fracasar.
—Pues no entiendo por qué si mandaste a tu gorila para asegurarte de que no diera un paso sin tu consentimiento.
Santana ahoga un suspiro de pura rabia en una sonrisa acelerada y fugaz. Algo dentro de mí me dice que no debería seguir provocándola así. Es una olla a presión y va a estallarme entre las manos.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —pregunto tratando de no sonar
exasperada. Yo sí que fracaso.
—No lo sé —responde presuntuosa y lleno de rabia—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir comportándote como una cría?
No puedo creer que haya dicho eso. ¡Es una gilipollas!
—No lo sé. ¿Cuánto tiempo vas a seguir siendo tú una capullo presuntuosa?
Santana me mira y puedo notar cómo el brillo de sus ojos se intensifica todavía más metálico y furiosa. Sin decir nada y sin levantar su mirada de mí, atraviesa la distancia que nos separa y me carga sobre su hombro tomándome por sorpresa. Yo comienzo a patalear y a golpearla, pero no le afecta lo más mínimo y
sube las escaleras.
—¡Santana, bájame! —grito furiosa.
¡No tiene ninguna gracia, joder! Me lleva hasta el dormitorio a grandes zancadas y sin ninguna delicadeza me deja caer sobre la cama. Yo me revuelvo y me levanto por el otro lado del mueble,
dejando que el colchón y la carísima estructura de madera nos separen.
—Vas a quedarte aquí —masculla haciendo un furioso hincapié en cada letra.
—¡No pienso quedarme aquí! —replico insolente.
Es una gilipollas.
—Sí que vas a hacerlo, joder —me interrumpe de nuevo con su voz fría y calmada, esa que es mil veces peor que un grito—. Vas a quedarte en esta maldita habitación porque ahora mismo te juro por Dios que no sé qué hacer contigo, Britt.
Su mirada me intimida de una manera tan intensa que tengo la sensación de que ha desaparecido el aire a mi alrededor. Santana se pasa las manos por el pelo, gira su perfecto cuerpo y comienza a caminar en dirección a la puerta.
De pronto miro a mi alrededor y reparo en unas cajas apiladas en la entrada del vestidor. Por un segundo me quedo boquiabierta pero en seguida resoplo aún más enfadada. ¡Son mis cosas! ¡Ha traído mis cosas de mi apartamento sin ni siquiera consultármelo!
—No me lo puedo creer —me quejo casi en un grito.
Santana se para en seco y se gira de nuevo. Por una milésima de segundo parece confusa, pero no tarda en caer en la cuenta de a qué me refiero e inmediatamente vuelve a ponerse en guardia.
—Perdona por haberte facilitado la vida —replica mordaz—. Sólo es una maldita mudanza, joder.
—¡Son mis cosas! —grito—. ¡No tenías ningún derecho!
Santana, furiosa, exhala todo el aire de sus pulmones y se lleva las manos a las caderas. Todo su cuerpo está tenso, preparado para el combate. La leona en estado puro.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —pregunta tratando de sonar calmada aunque su voz siga siendo amenazadoramente suave. Está sacando todo su autocontrol a relucir.
Yo resoplo. No sé qué contestar. Soy plenamente consciente de que el hecho de que haya mandado traer mis cosas no es para tanto, pero también sé que no estoy enfadada sólo por eso. Vamos a ser madres y vamos a serlo juntas. Necesito saber que puede ser razonable y ceder. Sería más fácil si pudiese sincerarme y contárselo todo, pero no quiero hacerlo en mitad de una discusión. Así que, sin saber qué otra cosa hacer, resoplo de nuevo e intento llegar a la puerta.
—¿Adónde te crees que vas? —pregunta malhumorada, tomándome de la muñeca y obligándome a girarme.
—Estoy cansada de discutir, Santana —replico zafándome de su mano y dando un paso atrás—. Sólo hace un día que hemos vuelto y míranos. De pronto me descubro a punto de llorar. El día de hoy ha sido como una montaña rusa y creo que no soy capaz de digerirlo todo. Además, no he dicho nada que no fuera verdad. No llevamos ni veinticuatro horas en Nueva York y ya estamos
discutiendo. ¿Qué clase de madres vamos a ser? Ella parece darse cuenta, porque también resopla con fuerza. Alza la mano y,
despacio, la coloca sobre mi cadera, atrayéndome de nuevo hacia ella. Yo sigo enfadada y triste, pero dejo que lo haga.
—Britt —me llama y algo en la calidez de su voz me llena por dentro.
Suspiro bajito y por un momento dejo que el tacto de sus dedos sobre mi piel me tranquilice.
—Lo único que quiero es cuidar de ti —susurra.
Repite las mismas palabras que en el avión y comienzo a pensar que todo este ataque de dignidad es un sinsentido. Estamos casadas. Le quiero. Si quiere cuidar de mí, debería dejarle hacerlo. Sin embargo, también tengo la sensación de que no
puedo rendirme sin más a sus deseos, ya no.
Santana se inclina sobre mí y yo tomo aire para decir lo que quiero decir antes de que consiga que me olvide de todo.
—Yo no necesito una American Express Negra —musito reafirmándome.
—Pero yo quiero que la tengas —replica dejando que su aliento se entremezcle con el mío.
Suspiro una vez más con la respiración acelerada y el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Santana sonríe. Sabe que está consiguiendo que me derrita poco a poco. Soy consciente de que no me besará hasta que me rinda. Negarme sus
perfectos labios es su mejor arma.
—Sólo para emergencias... —casi tartamudeo—... por favor —prácticamente gimoteo.
Necesito que ceda aunque sólo sean unos insignificantes centímetros.
—Dejarás que te compre todo lo que quiera —contraataca— y lo aceptarás.
—Lo aceptaré.
Sonríe y me besa calmando con su boca toda la ansiedad que ella mismo ha creado.
—Y me lo agradecerás —añade presuntuosa contra mis labios, volviéndome a besar antes de que pueda protestar.
—Y te lo agradeceré.
Santana me estrecha contra su cuerpo. Inmediatamente sus manos vuelan hasta anclarse en mi trasero y me levanta para que yo sólo tenga que rodear sus caderas con mis piernas, volviendo así a nuestro lugar favorito en el mundo.
—Nada de apartamentos en el Village —le advierto divertida, separándome apenas unos milímetros.
—No soy quisquillosa con el barrio —replica socarrona.
Atrapa mi boca de nuevo y me muerde el labio inferior al tiempo que sonríe encantada. Cuando nos deja caer en la cama, mi sonrisa se une a la suya y a nuestros besos.— Deberíamos irnos otra vez de luna de miel —bromeo.
En París todo era sexo, más sexo y desayunos en la terraza. No había tiempo para discutir.
—¿Y tenerte otros doce días en una cama de hotel? Elige destino.
Sonrío de nuevo y Santana aprovecha para hacer sus besos más profundos y deliciosos. Se le da demasiado bien.
—La exposición de Robert Doisneau se trasladaba a Holanda. Es una pena que tú ya hayas estado allí.
Santana se separa hasta que sus preciosos ojos me miran confusos desde arriba.— Yo no he estado en Holanda.
Ahora la que la mira confusa soy yo.
—Cuando volví de los Hamptons, Quinn me dijo que estabas de viaje de negocios en Holanda.
Santana lo piensa un segundo y finalmente sonríe al caer en la cuenta del malentendido.
—No estuve en Holanda —me explica—, estuve en Luxemburgo.
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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 8:42 pm

Capitulo 7

¿Luxemburgo? La expresión me cambia por completo, aunque trato de disimularlo rápidamente. Nunca imaginé que un país tan pequeño pudiera hacerme sentir un malestar tan grande.
—¿Estás bien, nena? —pregunta Santana y sus ojos se tiñen de preocupación. Asiento de prisa sin saber qué otra cosa hacer. Me obligo a sonreír y a olvidar todo estos estúpidos temores. Supongo que si Savannah Sandford no fuera un metro setenta de pura elegancia, me preocuparía menos en qué parte de los Países Bajos
Santana hizo negocios cuando estábamos separadas.
—Estoy bien —respondo.
Es una estupidez. Que estuviera en el mismo país que ella no implica que la viese, y que la viese no implica nada más.
«Ahora sólo hace falta que te lo creas.»
Santana me observa un segundo, se levanta sin dudarlo y tira de mí hasta que quedo sentada en su regazo.
—¿Tienes algo que contarme? —inquiere.
Sus ojos me escrutan intentando leer los míos. Yo reprimo el
movimiento voluntario de llevarme la mano al vientre. No quiero contarle lo del bebé ahora con Luxemburgo y Savannah Sandford sobrevolándome. Opto por lo más fácil. Niego con la cabeza y me obligo a esbozar mi mejor sonrisa.
—Ha sido un día raro, nada más —contesto alzando la mano para meterme un mechón de pelo tras la oreja—. He tenido que acompañar a Sugar al hospital y estoy cansada del viaje.
Siendo técnicos, no he mentido. El día ha sido más que raro.
—Quinn me ha dicho que tiene varicela.
Asiento.
Santana coloca su mano en mi mejilla y hunde las puntas de sus dedos en mi pelo.
—Necesitas dormir —susurra.
Pero por la forma en la que me mira y por la fuerza que irradia su cuerpo, sé que eso es lo último en lo que está pensando ahora mismo y, con sinceridad, yo me siento exactamente igual. Quiero, necesito, que me haga olvidar todo lo que ha
pasado hoy: las visitas a hospitales, a bancos, la maldita American Express negra y las peleas.
—Necesito distraerme —murmuro mordiéndome el labio inferior para tratar de tentarlo.
Santana me dedica su media sonrisa y alza una mano para liberar suavemente mi labio de mis dientes. Sabe que he intentado provocarla de forma deliberada.
—¿Estás segura? —pregunta.
—Sí —musito llena de convicción.
Es el efecto que provocan sus manos en mi piel.
Santana mueve su mano y la sumerge en mi pelo. Deja que sus ojos se claven en los míos y, despacio, me acerca hasta que nuestros labios chocan con fuerza. Su boca toma con decisión la mía y me rinde por completo a ella y a todo el magnetismo animal que desprende. Cuando ya ha conseguido que todo mi cuerpo suspire, me deja sobre la cama hecha un manojo de deseo descontrolado y se levanta ágil.
—Vuelvo en seguida —me anuncia—. Cuando lo haga, quiero encontrarte exactamente así.
Utiliza su voz de jefa exigente y tirana y todo mi cuerpo sube al siguiente escalón de placer.
Sale de la habitación y regresa unos minutos después. Ya no lleva la americana y se ha desabrochado los primeros botones de la camisa. Se detiene a los pies de la cama y su mirada salvaje recorre cada centímetro de mi cuerpo hasta clavarse en mis ojos. No necesita hablar para hacerme entender que quiere que me
levante y vaya hasta ella y quiere que lo haga ya.
Sin romper el contacto visual, me incorporo y avanzo por la cama hasta quedar de rodillas frente a ella.
—Quítate el vestido —me ordena.
Su espectacular mirada se ha oscurecido. Sus ojos me excitan más que ninguna otra cosa. Otra vez sin desatar nuestras miradas, me llevo las manos hasta el bajo del vestido y lenta, casi agónicamente, tiro de la prenda hasta sacármela por la cabeza.
Santana sonríe de esa manera tan dura y sexy, satisfecha de que, mientras que ella sigue elegantemente vestida, yo ya sólo lleve ropa interior. Me recorre con un deseo indomable en la mirada. Logra provocar mi piel y siento que sus manos me tocan allá donde sus ojos se posan. Involuntariamente me muerdo el labio
inferior para contener todo el deseo, la excitación y el placer anticipado que estallan dentro de mí, arrollándome por dentro.
Se inclina sobre mí y se queda cerca, muy cerca, aunque sin llegar a besarme.
—Vamos a jugar —me advierte en un susurro con su voz hecha de fantasía erótica.
Santana se mete la mano en el bolsillo de sus pantalones y saca unas relucientes esposas. Alza la mano y suavemente acaricia la parte baja de mi cuello con el frío metal de una de las argollas. Sin ninguna prisa, las baja hasta llegar a mi ombligo.
El frío del acero choca contra mi piel, que ya arde por este dios del sexo. La explosión de sensaciones me hace suspirar bajito, despacio, pero llena de una intensidad desbordante, exactamente como es su caricia.
—Date la vuelta —me apremia con su voz más sensual.
A veces creo que podría hacer todo lo que me pidiera con esa voz.
El ruido de las esposas al cerrarse sobre mis muñecas me corta la respiración.
—No te muevas —me advierte en un susurro impregnado de un deseo salvaje.
Deja mis muñecas esposadas descansar sobre el final de mi espalda mientras su mano sube poco a poco por mi costado hasta colocarse en mi garganta. Me obliga a echar la cabeza hacia atrás sin ninguna delicadeza y yo suspiro, casi gimo. Estoy
demasiado excitada. Santana me dedica su media sonrisa. Mis ojos ascienden y se encuentran con los suyos, tan oscuros e intensos, que me hechizan.
—Eres mía —vuelve a advertirme acariciando mi labio inferior con su pulgar, haciéndome sentir cada letra que pronuncia—. Despiertas la animal que llevo dentro y sólo puedo pensar en tocarte, morderte, follarte. Su otra mano avanza tortuosa desde mi cadera hasta el centro de mi vientre. Mi respiración se desboca. Mi piel arde por donde su mano pasa. Sus labios están muy cerca de los míos, pero no me besa. Quiere que me derrita en mi propia excitación
y lo está consiguiendo.
—¿Te haces una idea de cuánto te deseo? —pregunta con su voz más ronca y femenina, esa que me hace perder la cordura por completo. Yo asiento tímidamente porque sé que es lo que ella quiere que haga.
Santana sonríe satisfecha, se inclina un poco y al fin me da mi recompensa. Su mano se hace más exigente en mi cuello y me besa con fuerza. Muevo mi boca para tratar de atrapar la suya, pero no me lo permite. Se aparta apenas unos centímetros,
me muerde el labio inferior y tira de él hasta que todo el placer se entremezcla con un fino hilo de dolor.
Gimo y Santana pasa despacio su lengua por mi labio, calmándome y soliviantándome al mismo tiempo.
Antes de que pueda pensarlo, mis manos se revuelven en busca de su poderosa entrepierna. Sonrío cuando la atrapo con ganas de jugar al otro lado de sus pantalones a medida.
Santana gruñe contra mi boca y se separa de mí.
—Te dije que no te movieras —me recuerda con sus ojos clavados en los míos. No podría escapar de esa mirada aunque me fuera la vida en ello—. Ahora voy a tener que castigarte.
Mi respiración se acelera aún más. La promesa de esa castigo ha sido demasiado.
Santana baja su mano y sin previo aviso me embiste con dos dedos. El placer me recorre entera como un rayo. Sonríe contra mis labios justo antes de volver a tomar mi boca para acallar todos y cada uno de mis gemidos.
Sus dedos se mueven expertos, entran y salen, me acarician, hacen que me estremezca sin remedio presa del placer más infinito, mientras su boca posee la mía y su mano acaricia mi garganta. Ni siquiera entiendo por qué es precisamente su mano en mi cuello, esa muestra perfecta de posesión, lo que más me excita de todo.
Mis gemidos se hacen cada vez más fuertes. Mueve sus hábiles dedos y tira de mi clítoris. El placer me atraviesa de nuevo y sin poder evitarlo todo mi cuerpo se convulsiona.
Santana se separa lo suficiente para que su cálido aliento bañe mis labios.
—Has vuelto a moverte.
Su voz es salvaje,sensual.
Me empuja suavemente y caigo sobre la cama. Tomándome por las caderas, me gira hasta dejarme bocarriba y, sin perder un segundo, avanza sobre mí hasta que sus ojos increíblemente oscuros dominan los míos.
—¿Qué voy a hacer contigo? —susurra.
Y su maravilloso cuerpo de diosa griega enfundado en uno de sus maravillosos trajes de diseñador a medida me cubre por completo. Estoy en el paraíso.Me besa con fuerza mientras su mano se desliza de nuevo bajo mis bragas y me embiste con sus hábiles dedos. Nuestras piernas se enredan. Mi respiración se acelera. Quiero gemir, gritar, pero Santana continúa besándome y acabo jadeando contra sus labios llena de placer.
Acelera el ritmo y yo me revuelvo bajo su mano. Todo mi cuerpo se tensa. No se detiene. Se mueve aún más rápido, mejor.
Gimo más fuerte. Sus ojos son lo último que veo antes de cerrar los míos, antes de que el placer más asombroso, salvaje y delirante nazca en sus perfectos dedos y traspase todo mi cuerpo.
¡Joder! Santana ralentiza el ritmo hasta detenerse por completo y sacar sus dedos de mí.
Hipnotizada, observo cómo pinta mis labios con los restos de mi propio placer y a continuación se inclina sobre mí para besarme con esmero, saboreándome a través de mi boca.
Me da un beso más corto a modo de despedida y se levanta. Todo mi cuerpo protesta por su marcha. Quiero incorporarme para observarla, pero tener las manos esposadas a la espalda me dificulta demasiado la tarea.
Mi respiración comienza a acelerarse de nuevo y el corazón me late aún más de prisa. Mi cuerpo ha vuelto a encenderse como si el hecho de no verlo implicara que está preparando algo sensual y sexy. Un juego con el que estoy segura de que me hará ver el cielo.
Muevo las caderas inquieta, impaciente, tratando de calmar todo el deseo que se ha despertado en mi cuerpo como un huracán.
Santana aparece de nuevo en mi campo de visión y tira de mí sin ninguna dificultad hasta volverme a poner de pie sobre el elegante parqué. Está gloriosamente desnuda y no puedo evitar que mi mirada hambrienta y golosa la recorra como si estuviera fabricada de agua fresca y yo estuviera muerta de sed.
Sonríe. Sabe sin asomo de duda en qué estoy pensando. El perfecto sonido de sus labios me hace reconducir mi mirada hasta posarla en ellos, pero Santana coloca el reverso de sus dedos en mi barbilla y me obliga a alzarla suavemente hasta que
nuestras miradas se encuentran. La suya es de dominación absoluta. La jefa fuera y dentro de la cama, la diosa del sexo, la dueña del control, del mundo, de mí.
—En lo único en lo que puedo pensar cuando te miro —sube su mano y sus dedos acarician mi labio inferior— es en tenerte exactamente así, cada día, Britt, cada maldito día, nena.
Despacio, introduce su pulgar en mi boca y yo lo chupo lentamente sin desunir nuestras miradas.
—Cuidarte me hace feliz, tocarte me hace feliz —Santana aparta su pulgar y se inclina sobre mí—, pero estar dentro de ti —susurra a escasos, escasísimos centímetros de mis labios— me vuelve loca.
Sonrío absolutamente extasiada justo antes de que me bese. Santana baja rápido sus manos por mis costados, soliviantándome. Las ancla en mi trasero y me levanta de un solo movimiento. Yo rodeo su cintura con mis piernas y otra vez vuelvo al único lugar donde quiero estar.
—Señora Lopez Pierce —susurra contra mis labios.
En mi mente le digo que vamos a tener un bebé y el momento es perfecto. Nos besamos con una fuerza desmedida, acelerados. Le deseo. Santana aparta la tela de mis bragas y con un certero movimiento entra en mí.
Grito. La gravedad se alía con ella para volverme completamente loca y llega profundo, casi invencible.
Es maravilloso.
Se mueve cada vez más rápido pero sin disminuir un ápice su intensidad. Gimo con fuerza.
Gruñe salvaje.
Mis caderas se mueven acompasadas a las suyas. Las esposas lo vuelven todo más sensual, más íntimo, como si me unieran más a ella, como si me dejaran completamente en sus manos.
Sigo bajo el hechizo de toda su sensualidad y mi cuerpo responde a cada uno de sus deseos. Me embiste aún más intenso.
El calor me quema. Mi cuerpo se tensa.
Grito.
—¡Dios!
Un placer insaciable, demoledor, recorre con fuerza cada rincón de mi cuerpo hasta estallar en mis muñecas, en mis esposas. Es un orgasmo puro, fabricado de un placer aún más puro. La marca de la casa de la señorita irascible-sexo increíble.
Santana me estrecha aún más contra su cuerpo. Sus brazos se tensan a mi alrededor y, tras una espectacular embestida, se pierde en mí con mi nombre en sus labios. Mi respiración todavía es un sinsentido jadeante cuando Santana sale de mí y me
baja, deslizándome por su cuerpo hasta que mis pies tocan el suelo. Me gira entre sus brazos y, mientras me da un cálido y sensual beso en el centro de la nuca, me quita las esposas.
Yo me llevo las manos a las muñecas y me giro con la sonrisa en los labios.
Santana rápidamente toma el relevo en mi tarea y, con el mismo gesto en su perfecta boca, inspecciona mis muñecas asegurándose de que no me ha hecho el más mínimo daño.
La observo concentrado en mi piel. Por Dios, creo que es la mujer mas bella que he visto en mi vida.
Cuando se queda satisfecha, me suelta. Yo cojo su camisa del suelo y me la pongo mientras camino con el paso acelerado hasta el baño. Siempre bajo su atenta mirada. Me miro en el enorme espejo y sonrío. Tengo las mejillas brillantes y el pelo revuelto. No habría manera de negar que he tenido una sesión de sexo alucinante.
Mi sonrisa se ensancha aún más pero poco a poco va transformándose en otro de tipo de sonrisa. Ha llegado el momento de que le eche valor y le cuente a Santana que
pronto seremos tres.
Me remango las mangas por encima de las muñecas, me refresco la cara y me recojo el pelo en un moño con un par de horquillas. Estoy tratando de ganar tiempo inútilmente. Suspiro de nuevo.
«No te acobardes, Pierce.»
Agarro con fuerza el pomo con una mano y me llevo la otra al vientre.
—A ver cómo se lo toma mamá —murmuro.
Resoplo con más fuerza que ninguna otra vez y finalmente abro la puerta. Atravieso el umbral con una sonrisa, pero el gesto desaparece de mis labios cuando veo a Santana hablando con Finn en la puerta del dormitorio. Lo hacen con tanta discreción que no puedo oír lo que dicen. Sin embargo, la situación me preocupa al
instante. Santana sólo lleva una bata, es más que obvio que no ha sido ella quien ha llamado a su hombre para todo, y Finn jamás se atrevería a subir a buscarlo si no fuese algo realmente importante.
Doy un paso hacia ellos. El movimiento alerta a Finn, que lleva su vista hacia mí, haciendo que Santana se gire para mirarme también. Sus ojos se clavan en los míos y lo que veo en ellos no me tranquiliza. Están endurecidos y toda su expresión luce tensísima. Sin decir nada, vuelve a prestarle toda su atención a Finn,
le hace un último comentario casi inaudible y, tras observar cómo se marcha, camina hacia mí. Por un momento la manera tan sexy en la que usa la bate me distrae.
—Rachel Berry está abajo —me dice con la voz imperturbable—. Está muy nerviosa y quiere hablar contigo.
Sus palabras me reactivan por completo y el mal presentimiento que llevo sintiendo desde esta mañana se materializa. Ya tengo claro por qué Sean no estaba en el hospital esta mañana.
Camino de prisa hasta el vestidor, tiro de los primeros vaqueros que veo y me los pongo apenas en un segundo.
Tendría que haber ido a su apartamento a asegurarme de que estaba bien antes de venir aquí. Soy una amiga horrible.
Ya desde mitad de las escaleras puedo verla nerviosa dar vueltas de un lado a otro. Está llorando como una magdalena y tiene aspecto de haberlo hecho durante horas.— Rachel —la llamo con la voz llena de preocupación—, ¿qué ocurre?
Al verme, sale corriendo hacia mí y se tira en mis brazos. Creo que no la había visto nunca tan asustada.
—Rachel, ¿qué pasa? —repito.
—Vamos fuera —replica acelerada, separándose de mí.
—Pero ¿qué pasa...?
—Britt, por favor, vamos fuera —me interrumpe demasiado inquieta.
Yo asiento y, sin pensar siquiera en que voy descalza, la cojo de la mano y la llevo hasta la puerta principal. Ella sale, da unos pasos y se sienta en el primer escalón. No es un gesto relajado, más bien es como si se sentara porque el corazón le late demasiado deprisa para mantenerse en pie. Cierro despacio y me siento junto a ella. La observo unos segundos y abro la boca dispuesta a preguntar una vez más qué pasa. —Estamos arruinados —me interrumpe y, aunque ya lo sospechaba, el corazón me da un vuelco.
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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por micky morales Jue Mar 24, 2016 9:48 pm

como siempre santana se toma la justicia en sus manos, cosa que no entiendo pq tampoco es que el papa de rachel violo a la mama de santana, la culpa de la infidelidad es de ambos carajo!!!! y ahora que hara britt??????
micky morales
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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 10:30 pm



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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 10:44 pm

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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 10:45 pm

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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por marthagr81@yahoo.es Jue Mar 24, 2016 10:51 pm

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Mensaje por monica.santander Vie Mar 25, 2016 2:08 am

Me agota San tan posesiva pero mas me cansa que Britt sea taaannn tonta y con tan poco amor propio, a veces pienso que Britt es un juguete para Santana!!
Saludos
monica.santander
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Finalizado Re: Brittana:Todas las Canciones de Amor que SIEMPRE suenan en la Radio Cap. 23 y 24 Y EPILOGO

Mensaje por 3:) Vie Mar 25, 2016 10:35 pm

holap,..

san es demasiado posesiva,..
espero que bitt le cuente lo del bebe,.. antes de que se entere san sola!!!
espero que san no tengo anda que ver o que britt piense eso!!

nos vemos!!
3:)
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