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[Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
micky morales escribió:Es el momento en que Brittany se esta replanteando algunas cosas!!!!
Se esta replanteando su vida entera, incluso creo que quisiera tener un borrador de vida, para borrar su pasado fiestero o fuera de control..... por que no estan en el mismo nivel ella ya tiene mas millas recorridas que Santana.... pero puede que Santana las asemeje..
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Tati.94 escribió:Me encanta lo sincera que es Santana y Britr... Que puedo decir?? Ya no aguanta!! Jajajja!!
Me encanta que hable sin tapujos, sin tabues, para ella la palabra filtro no existe. y tienes razon la tensión sexual ya es imposible de parar....
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 5
Había tomado una decisión: si iba a monopolizar el tiempo de Britt e insistir en entrenar con ella, tendría que..., bueno..., entrenar para algo. Había optado por ponerme seria, dejar de verla como un juego y comenzar realmente a tratarla como un experimento. Empecé a acostarme a una hora decente para poder levantarme y salir a correr con ella, y aun así llegar al laboratorio lo bastante temprano para cumplir con una jornada entera de trabajo. Amplié mi vestuario de running con varios chándales de calidad y otro par de zapatillas.
Dejé de pensar en Starbucks como una cadena de cafeterías y decidí quejarme menos. Y con mucha inquietud por mi parte y muchas garantías por la suya, nos inscribimos en una media maratón que tenía lugar a mediados de abril. Estaba aterrada.
Sin embargo, resultó que Britt estaba en lo cierto: se volvió más fácil.En solo unas semanas mis pulmones habían dejado de arder, mis espinillas habían dejado de parecerme palos quebradizos y ya no tenía ganas de vomitar cuando llegábamos al final del circuito. De hecho, habíamos incrementado la distancia y adoptado el recorrido normal de Britt, el circuito exterior del lago. Britt me dijo que, si yo podía aguantar los nueve kilómetros y aumentar a trece kilómetros dos veces por semana, ella no necesitaría entrenar de forma adicional sin mí.
No solo empezaba a gustarme, sino que además había comenzado a ver una diferencia. Gracias a la genética, siempre había sido relativamente delgada, pero nunca había estado lo que se dice «en forma». Mi estómago estaba un poquitín blando, mis brazos ejecutaban ese bailecillo extraño cuando saludaba, y siempre había un maldito bulto sobre la cintura de mis vaqueros si no metía la barriga.
Pero ahora... las cosas estaban cambiando, y yo no era la única en darse cuenta.
—Bueno, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Marley, observándome desde el interior del vestidor.
Me apuntó con el dedo y dibujó un círculo
—. Te encuentro... distinta.
—¿Cómo que distinta? —pregunté.
En realidad, lo importante del Proyecto Sanny no era pasar el mayor tiempo posible con Britt, aunque se estaba convirtiendo rápidamente en mi persona favorita, sino ayudarme a encontrar el equilibrio, a tener vida fuera del laboratorio. En las dos últimas semanas, Marley y Quinn habían pasado a ser una parte importante del proyecto al arrastrarme a la calle para ir a cenar o venir a mi apartamento a pasar unas horas conmigo.
Ese jueves en particular habían traído la cena y por algún motivo nos habíamos trasladado a mi habitación, donde Marley se había impuesto la tarea de repasar mi vestidor y decidir lo que podía quedarse y lo que por fuerza tenía que desaparecer.
—Distinta en el buen sentido —aclaró, y acto seguido se volvió hacia Quinn, que estaba tumbada en mi cama, hojeando una especie de dossier financiero de su trabajo—. ¿No te parece?
Quinn alzó la mirada y entornó los ojos mientras me observaba.
—En el buen sentido, desde luego. ¿Se siente feliz, quizá?
Marley asentía con la cabeza.
—Iba a decir eso mismo. Desde luego, tienes las mejillas resplandecientes. Y esos pantalones te hacen un culo increíble.
Miré mi reflejo, comprobé la parte delantera y me volví para ver la trasera. En efecto, mi culo parecía muy feliz, y mi delantera tampoco estaba nada mal.
—Los pantalones me quedan un poco flojos —observé, comprobando la talla—. Y mirad, ¡nada de michelines!
—Bueno, eso siempre es una ventaja —dijo Quinn con una carcajada, sacudió la cabeza y luego volvió a sus documentos.
Marley empezó a poner algunas prendas en las perchas y a meter otras en bolsas de plástico.
—Te estás tonificando. ¿Qué has hecho?
—Simplemente, salir a correr. Y muchos estiramientos. Britt les da mucha importancia a los estiramientos. La semana pasada añadió sentadillas a nuestra rutina, y he de dejar claro que las odio con toda mialma. —Continué observando mi reflejo y añadí—: No recuerdo cuándo me comí una galleta por última vez, y me parece un crimen.
—Sigues entrenando con Britt, ¿eh? —preguntó Marley, y no se me escapó la mirada que intercambiaron Quinn y ella. La mirada que decía que yo acababa de dejar caer un dato muy importante en el regazo de ambas, y que iban a discutirlo en detalle y luego diseccionarlo hasta que yo suplicase clemencia.
—Sí, cada mañana.
—¿Britt entrena contigo cada mañana? —preguntó Marley.
Otra mirada.
Asentí y fui a recoger unas cuantas cosas que estaban desperdigadas por ahí.
—Quedamos en el parque. ¿Sabíais que participa en triatlones? Está en muy buena forma.
Cerré la boca de golpe al comprender que probablemente no resultaba seguro ser tan sincera con Marley como lo era con Britt. A aquellas alturas la conocía lo suficiente para saber que no se le escapaba casi nada. Y así fue: enarcó una ceja y se puso una espesa onda de cabello detrás del hombro.
—Hablando de Britany...
Me puse a canturrear mientras doblaba un par de calcetines.
—¿La ves durante el día, aparte de cuando salís a correr cada mañana?
Sentí la atención de ambas como ardientes rayos láser en un lado de mi cara, así que asentí sin mirar a ninguna de las dos.
—Es muy guapa —añadió Marley.
«Peligro, peligro», advirtió mi cerebro.
—Sí que lo es —afirmé.
—¿Os habéis visto desnudas?
Clavé mis ojos en los de Marley.
—¿Qué?
—¡Marley! —exclamó Quinn.
—No —insistí—. Solo somos amigas.
Marley soltó una risita irritada, acercándose al vestidor con un puñado de ropa extendida sobre los brazos.
—Vale —dijo.
—Salimos a correr por las mañanas y a veces quedamos para tomar un café o incluso para desayunar —le conté, encogiéndome de hombros e ignorando que mi calibrador de sinceridad parecía entrar en la zona roja.
Últimamente habíamos desayunado juntas casi todas las mañanas y hablábamos al menos otra vez durante el día. Incluso había empezado a llamarle para pedirle consejo sobre mis experimentos cuando Liemacki estaba ocupado o de viaje..., o porque valoraba su opinión científica —Solo somos amigas —añadí mientras miraba a Quinn, que tenía la vista puesta en sus papeles, pero sonreía sacudiendo la cabeza.
—Y una mierda —dijo Marley, casi cantando—. Brittany Pierce no tiene a ninguna mujer en su vida que solo sea amiga suya, aparte de su familia y de nosotras dos.
—Eso es cierto —convino Quinn a regañadientes.
Sin decir nada, me puse a buscar un jersey en los cajones. No obstante, notaba que Marley me observaba, sentía la presión de su mirada contra la parte posterior de mi cabeza. Nunca había tenido demasiadas amigas, y desde luego ninguna como Marley Rose, pero hasta yo era lo bastante lista para tenerle un poco de miedo. Me daba la impresión de que incluso el mismísimo Ryder se lo tenía.
Encontré el cárdigan que estaba buscando y me lo puse encima de mi camiseta favorita, esforzándome por mantener una expresión neutral y la mente libre de cualquier idea relacionada con Britt que se saliese de la zona de amistad. Algo me decía que aquellas dos se percatarían en un segundo.
—¿Cuánto tiempo hace que os conocéis? —preguntó Quinn—. Puck y ella comparten mucha historia, pero yo solo la conozco desde que vine a Nueva York.
—A mí me pasa lo mismo —añadió Marley—. Desembucha, López. Britt es demasiado engreída y necesitamos tener algo contra ella.
Me eché a reír, aliviada por el ligero cambio de tema.
—¿Qué queréis saber?
—Bueno, la conociste cuando estaba en la universidad. ¿Era una cretino total? Por favor, dinos que era miembro del club de ajedrez o algo así —dijo Marley, esperanzada.
—¡Ja! Nada de eso. Estoy segura de que era una de esas chicas que al cumplir los dieciocho todas las madres se quieren tirar. —Fruncí el ceño, reflexionando—. De hecho, puede que Jake me contase esa anécdota exacta...
—Puck dijo algo de que había salido con tu hermana, ¿no? —preguntó Quinn.
Me mordisqueé el labio y negué con la cabeza.
—Algo hubo unas vacaciones, pero creo que simplemente se dieron el lote. Britt conoció a mi hermano mayor, Jake, el día que llegaron a la universidad, y luego, después de la graduación, vivió con nosotros y trabajó con mi padre. Yo soy la más pequeña, así que en realidad no pasaba demasiado tiempo con ellos, aparte de las comidas.
—Déjate de evasivas —dijo Marley, entornando los ojos—. Tienes que saber más.
Me eché a reír.
—Veamos, ella también es la más pequeña. Tiene dos hermanas mucho mayores que ella, pero no las conozco. Tengo la sensación de que fue una niña mimada. Recuerdo que una vez la oí decir que sus padres eran médicos y que se divorciaron mucho antes de que ella naciese. Años más tarde se encontraron en una convención, se emborracharon y volvieron a conectar por una noche...
—Y bum, Britt —adivinó Quinn.
Asentí despacio con la cabeza.
—Sí, pero la crió su madre. Sus hermanas tienen doce y catorce años más que ella. Era su bebé.
—Bueno, eso explicaría por qué cree que las mujeres están en el mundo solo para complacerla a ella —añadió Marley, dejándose caer en la cama junto a Quinn.
No me gustó que dijera eso y me senté, negando con la cabeza.
—No sé si es eso. Creo que sencillamente le gustan muchísimo las mujeres. Y a ellas también parece gustarles ella —añadí—. Creció rodeada de mujeres, así que sabe cómo piensan y lo que quieren oír.
—Desde luego, sabe montárselo muy bien —dijo Quinn—. Dios, no veas las cosas que me ha contado Puck.
Me acordé de la boda de Jake, donde la vi desaparecer con dos mujeres a la vez sin que nadie más se percatase. Estaba segura de que aquella no era ni la primera ni la última vez que había sucedido algo así.
—A las mujeres siempre les ha encantado —dije—. Cuando Britt trabajaba para mi padre, recuerdo haber oído a algunas de las amigas de mi madre hablar de ella. No os imagináis las cosas que le habrían hecho a esa chica.
—¡Vaya lobas! —chilló Marley, divertida—. Me encanta.
—Dios, todas las chicas estaban enamoradas de ella. —Me llevé un cojín al pecho, recordando—. Yo tenía doce años la primera vez que vino a casa con Jake, y algunas de mis amigas del colegio se inventaban excusas absurdas para visitarme. Una fingió que tenía que devolverme mi jersey el día de Nochebuena, y lo que hizo fue darme un jersey suyo. Imaginaos a Britt a los diecinueve años, bromista, claramente enterada de cómo era el cuerpo femenino y con esa maldita sonrisa perversa. Tocaba en un grupo, llevaba tatuajes... Era el sexo con patas. Cuando se quedó con nosotros un verano, ella tenía veinticuatro años y yo dieciséis. Resultaba insoportable. Era como si le ofendiese llevar camiseta dentro de casa y se viese obligada a exhibir toda esa lisa y perfecta piel nívea.
Al emerger de mi recuerdo, vi que las dos me sonreían de oreja a oreja.
—¿Qué?
—Esas descripciones eran muy lascivas, Santana —dijo Quinn.
La miré y pregunté:
—¿He oído bien? ¿Acabas de emplear la palabra «lascivas»?
—Desde luego que sí —dijo Marley—. Y yo estoy de acuerdo. Me siento como si acabase de presenciar algo obsceno.
Me levanté de la cama con un gruñido.
—Así que está claro que Santana, de adolescente, estaba un poquito colada por Britt —dijo Quinn—.Pero lo más importante es preguntarse: ¿qué piensa Santana de ella ahora que tiene veinticuatro años?
Tuve que pensar unos instantes en aquello, porque, para ser sincera, pensaba mucho en Britt y de todas las formas posibles. Pensaba en su cuerpo y su boca obscena, y por supuesto en todas las cosas que ella podía hacer con ese cuerpo y esa boca, pero también pensaba en su cerebro y su corazón.
—Creo que es sorprendentemente tierno y absurdamente inteligente. Es una seductora irresistible, pero en el fondo es una buena chica.
—¿Y no se te ha pasado por la cabeza tirártela?
Me quedé mirando a Marley.
—¿Qué?
Ella me devolvió la mirada.
—¿Cómo que qué? Las dos sois jóvenes y estáis como un tren. Ahí hay una historia. Apuesto a que sería increíble.
Cientos de imágenes cruzaron mi mente en solo unos segundos, y aunque pensaba en tirármela más de lo que probablemente debía reconocer incluso ante mí misma, me obligué a decir:
—De ningún modo pienso acostarme con Britt.
Quinn se encogió de hombros.
—Quizá todavía no —dijo.
Me volví hacia ella.
—¿No se supone que tú eres la recatada? —le pregunté a Quinn.
Marley soltó una carcajada y sacudió la cabeza, dedicándole a su amiga una falsa mirada de reprobación.
—¡Recatada! Las que parecen dulces e inocentes siempre son las peores, créeme —sentenció Marley.
—Bueno, da igual —dije—. Britt me considera una especie de hermana pequeña.
Marley se incorporó y me miró con seriedad.
—Puedo asegurarte que, cuando alguien como Brittany conoce a una mujer, la pone en una de dos categorías: amiga inequívoca o posible candidata para tirársela.
—¿No va la chica y tiene citas programadas para follar? —pregunté, arrugando la nariz.
Me gustaba la idea de salir con alguien, pero me daba la impresión de que las relaciones de Britt poseían una estructura cuya complejidad iba mucho más allá de una simple falta de compromiso. En cuanto a tener programados encuentros regulares, lo que parecía ser su caso, no estaba segura de poder superar esa clase de límite en algo tan fluido e informe como el sexo.
Quinn asintió con la cabeza.
—Últimamente queda con Kitty los martes por la noche y con Kristy los sábados por la tarde. — Canturreó reflexiva y añadió—: Creo que ya no se ve con Lara, pero estoy segura de que hay otras que hacen cameos de vez en cuando.
Marley le lanzó una mirada a Quinn y esta se la devolvió. Aparté la vista parpadeando para dejar que tuviesen su pequeño enfrentamiento en privado.
—No estoy sugiriendo que se enamore de ella —dijo Marley—. Solo que se la tire.
—Solo pretendo asegurarme de que todo el mundo sabe de qué va la cosa —contestó Quinn con mirada desafiante.
—Bueno —empecé—, de todos modos no importa. Dado que es la mejor amiga de mi hermano, creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que estoy en territorio inequívocamente amistoso.
—¿Ha hablado de tus tetas? —preguntó Marley.
Noté que un rubor ardiente me subía por el cuello. Britt hablaba de mi pecho, lo miraba y parecía idolatrarlo.
—Pues sí.
Marley esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Con eso está todo dicho.
A la mañana siguiente, Britt debía de estar convencida sin duda de que yo tomaba alguna clase de medicación que alteraba mi estado de ánimo... o de que necesitaba tomarla. Mientras corríamos, estuve distraída mientras me dedicaba a repasar mentalmente una y otra vez la conversación que mantuvimos con Quinn y Marley. No solo pensaba en la frecuencia con la que Britt miraba mis tetas, hacía gestos hacia mis tetas y hasta les hablaba; por desgracia, yo me imaginaba a Britt con las demás mujeres que había en su vida: lo que hacía con ellas, cómo se sentían cuando estaban con ella y si se divertían tanto como yo en su compañía. También me la imaginaba
desnuda junto a ellas.
Eso, por supuesto, me llevó a concentrarme solamente en su desnudez, lo cual no contribuyó precisamente a mejorar mi capacidad de avanzar en línea recta por el camino que se extendía ante mí.
Me obligué a no pensar en la chica que corría en silencio a mi lado y a centrarme en el trabajo que me aguardaba en el laboratorio, en el informe técnico que tenía que acabar y en los exámenes que tenía que ayudar a corregir a Liemacki. Sin embargo, más tarde, cuando Britt se inclinó sobre mí para estirarme la pierna derecha después de que prácticamente me desplomase en el camino por culpa de un calambre, me miró con tanta atención, recorriendo mi cara despacio con los ojos, que todos y cada uno de los pensamientos que había tratado de evitar volvieron a mi mente de forma precipitada. Se me encogió el estómago, y un calor delicioso se extendió desde mi pecho hasta el anhelo dormido entre mis piernas. Me pareció que iba a derretirme y a convertirme en un charco en mitad del frío suelo.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
Solo pude asentir con la cabeza.
Frunció el ceño.
—Esta mañana estás muy callada.
—Solo estoy pensando —murmuré.
Apareció su sonrisita sexy, y sentí que el corazón me daba un vuelco y empezaba a martillearme en el pecho.
—Bueno, espero que no estés pensando en películas porno, mamadas ni el modo en que quieres experimentar con el sexo, porque, si crees que vas a guardártelo para ti, lo tienes claro. Vamos cogiendo ritmo, Sanny.
Después de esa carrera tomé una ducha especialmente larga. Nunca se me había dado bien enviar mensajes de texto. De hecho, antes de conocer a Britt, mis únicos mensajes habían consistido en respuestas de una sola palabra para mi familia o mis compañeros de trabajo.
«¿Vas a venir?»
«Sí.»
«¿Puedes traer una botella de vino?»
«Claro.»
«¿Piensas venir con alguien?»
«Ignoro.»
Hasta hacía una semana, cuando por fin había sacado de su envoltorio el iPhone que Niels me había regalado por Navidad, seguía utilizando un teléfono plegable del que Jake decía en broma que era el primer móvil fabricado jamás. ¿Quién tenía tiempo de teclear cien mensajes cuando podía llamar y acabar con el tema en menos de un minuto? Desde luego, no parecía muy eficaz.
Pero con Britt era divertido, y tenía que reconocer que con el teléfono nuevo resultaba más fácil.
Ella me mandaba mensajes con pensamientos que le surgían a lo largo del día, me enviaba imágenes de su cara cuando yo hacía un chiste especialmente malo o una foto de su almuerzo cuando la pechuga de pollo que le habían servido tenía forma de pene. Por eso, tras mi ducha... relajante, cuando sonó mi móvil en la habitación contigua, no me sorprendió ver que se trataba de Britt.
Sin embargo, lo que sí me sorprendió fue la pregunta:
«¿Qué llevas puesto?».
Fruncí el ceño, confusa. Era un pensamiento inesperado, pero ni de lejos lo más raro que me hubiese preguntado jamás. Habíamos quedado para desayunar en media hora y quizá le preocupaba que me presentase con el aspecto de una antisocial estudiante de posgrado, tal como le gustaba decir. Bajé la vista hasta la toalla que llevaba en torno al pecho desnudo y tecleé:
«Vaqueros negros, blusa amarilla, jersey azul».
«No, Sanny. Quiero decir *introducir insinuación* QUÉ LLEVAS PUESTO.»
Ahora estaba realmente confusa.
«No lo entiendo», tecleé.
«Te estoy sexteando.»
Hice una pausa y miré el teléfono unos segundos más antes de responder con:
«¿Qué?».
Ella tecleaba mucho más deprisa que yo, y su respuesta apareció casi de inmediato.
«No es tan sexy cuando tengo que explicarlo. Nueva regla: tienes que tener una competencia mínima en el arte de sextear.»
Se me encendió una bombilla en la cabeza al caer en la cuenta.
«¡Oh! ¡Y ja! “Sextear”. Muy lista, Britt.»
«Aunque agradezco tu entusiasmo y que creas que soy lo bastante ingeniosa para haber pensado en eso —respondió—, yo no inventé el término. Lleva algún tiempo circulando en la cultura popular, ¿sabes? Ahora, contesta la pregunta.»
Me puse a caminar de un lado para otro, reflexionando.
«Vale. Una tarea, podía hacerlo», pensé.
Traté de recordar todas las insinuaciones sexis que había oído en películas y, por supuesto, en ese momento no me vino ninguna a la cabeza. Me acordé de todas y cada una de las frases que utilizaba mi hermano Jake para ligar..., y luego me estremecí, reconsiderando mi respuesta.
Me quedé en blanco.
«Bueno, en realidad, aún no estoy vestida —tecleé—. Estaba aquí tratando de decidir si va contra las reglas ir sin ropa interior, porque creo que se me marca con la falda, pero detesto llevar tanga.»
Me quedé mirando el teléfono mientras los puntitos indicaban que ella estaba respondiendo.
«La hostia. Eso ha sido muy bueno, chica. Pero no digas “ropa interior”. Ni “blusa”. Nunca queda sexy.»
«No te rías de mí. No sé qué decir. Me siento como una idiota, de pie aquí desnuda mandándote mensajes.»
Esperé.
Pasaron unos momentos antes de que volviera a iluminarse la pantalla del móvil.
«Vale. Es evidente que le has pillado el truco. Ahora di algo verde.»
«¿Verde?»
«Estoy esperando.»
Oh, Dios. ¿Tenía tiempo de buscar algo en Google? No. Me estrujé el cerebro y tecleé la primera frase semiobscena que se me ocurrió:
«A veces, mientras corremos y estás controlando la respiración y perdido en el ritmo,
me pregunto qué sonidos emitirás durante el sexo».
Aquello quizá fuese un poco más que semiobsceno, y durante un tiempo que se me antojó una eternidad no respondió.
«¡Oh, Dios!», me dije.
Dejé el teléfono, convencida de que Britt iba a marcharse y no responder nunca más. Probablemente quería algo divertido y no tan... sincero.
Entré en el cuarto de baño, me pasé un cepillo por el pelo húmedo y luego me lo recogí encima de la cabeza. En la otra habitación, el teléfono zumbó sobre el escritorio.
«VAYA» fue el primer mensaje.
El segundo mensaje:
«Menuda forma de... lanzarse. Vale, voy a necesitar un minuto. O cinco».
«OHNOLOSIENTIIO» —tecleé con dedos estúpidos y torpes, deseando con todas mis fuerzas que se me tragase la tierra—.
«QUIERO DECIR QUE LO SIENTO. NO ME PUEDO CREER QUE HAYA DICHO ESO.»
«Me tomas el pelo —respondió—. Ha sido como estar en Navidad. Está claro que tengo que mejorar mis resultados. Un momento, puede que antes tenga que hacer estiramientos.»
Puse los ojos en blanco.
«Espero.»
«Hoy tenías unas tetas preciosas.»
«¿Eso es todo lo que se te ocurre?», tecleé.
Francamente, me había dicho cosas más pervertidas a la cara. Y a las domingas. ¿De verdad creía estar enseñándome a ser sexy?
«¿En serio? ¿No te ha impresionado nada?»
«Zzzzzzzzzzz» —escribí en respuesta.
«¿Puedo VERTE las tetas la próxima vez?»
«Bueno», me dije a mí misma. Noté las mejillas calientes, pero no pensaba reconocerlo de ninguna manera.
«Bostezo.»
Le sonreí al teléfono como una idiota. Apareció en la ventana la pequeña burbuja de texto que indicaba que ella había empezado a teclear.
Esperé. Y esperé. Por fin:
«¿Puedo tocarlas? ¿Probarlas?».
Me tapé los pechos con la toalla y tragué saliva, temblando. Mi cara no era lo único que estaba caliente ahora. Respondí:
«Eso ha estado un poco mejor».
«¿Dejarías que te las chupase y después me las follase?»
Se me cayó el teléfono y lo cogí como pude.
«Muy bueno»,
Tecleé con manos temblorosas. Cerré los ojos, luchando por apartar la imagen de las
caderas de Britt moviéndose sobre mi pecho, de su polla deslizándose sobre la piel de entre mis pechos. Casi pude sentir su determinación a través del móvil al leer:
«Avísame cuando necesites un minuto de tiempo A SOLAS. ¿Estás lista?».
«No. Desde luego que no», pensé.
«Sí.»
«El otro día llevabas esa camiseta, la rosa. Tus tetas se veían de puta madre. Llenas y suaves. Te pude ver los pezones cuando empezó a hacer viento. Solo pude pensar en la sensación que me produciría tocarte, en lo que sentiría al notar tus pezones contra mi lengua. En cómo quedaría mi polla contra tu piel y en la sensación que me produciría correrme encima de tu cuello.»
«Hoooostia.» «¿Britt? ¿Puedo llamarte?»
«¿Por qué?»
«Porque me cuesta teclear con una sola mano.»
Durante un minuto no respondió, y me permití imaginar que esta vez
el teléfono se le había caído a ella. Pero entonces respondió:
«¡SÍ! ¿¿Te estás tocando??».
Me eché a reír mientras tecleaba:
«Has picado»
Y luego arrojé el teléfono a un lado y cerré los ojos. Porque sí, lo estaba haciendo.
Como Britt y yo habíamos quedado para desayunar en Annabeth’s, cuando acabé de «pensar» en sus mensajes me apresuré a vestirme y salí corriendo por la puerta. A pesar de la baja temperatura y de que comenzaba a nevar, noté las mejillas acaloradas hasta llegar a la calle Noventa y tres y me pregunté si sería posible sentarme frente a ella sin que se diese cuenta de que acababa de masturbarme inspirada por sus mensajes. Me daba la sensación de que las cosas se habían desmadrado, e intenté recordar cuándo había sucedido. ¿Fue en la carrera de esa misma mañana, cuando se había inclinado sobre mi cuerpo como si fuese a subírseme encima, o fue un par de semanas atrás, en el bar, cuando empezamos a hablar de películas porno y sexo? Quizá fuese incluso antes, el primer día que salimos a correr juntas y me puso un gorro en la cabeza, dedicándome una sonrisa que hizo que me sintiera como si acabara de follárme contra una pared.
Aquello no iba bien. «Amigas —me recordé a mí misma—. Misión de agente secreto. Aprender la forma de moverse de los ninjas y salir ilesa.»
Caminaba con la cabeza gacha sobre la fina capa de nieve, maldiciendo el frío de marzo, mientras los copos se enredaban en mi pelo suelto. Una pareja joven salía en ese momento del restaurante y me las arreglé para cruzar la puerta abierta mientras pasaban.
—San —oí, y al alzar la mirada vi que Britt me sonreía desde el piso de arriba. La saludé con el brazo antes de dirigirme a las escaleras, quitándome el gorro y la bufanda.
—Me alegro de volver a verte —dijo, poniéndose de pie cuando me acerqué a la mesa.
Me sorprendí sintiéndome irracionalmente molesta por sus buenos modales, y aún más por su pelo aún mojado y la forma en que el jersey se ceñía a su inacabable torso. Debajo llevaba una camisa blanca remangada y vi asomar las líneas de sus tatuajes. Guapísima gilipollas.
—Buenos días —contesté.
—¿Estás de mal humor? ¿Quizá un poco tensa?
—No —le respondí con el ceño fruncido.
Se echó a reír mientras nos sentábamos.
—Ya he pedido lo tuyo.
—¿Qué?
—Tu desayuno. Las tortitas de limón con moras, ¿no? Y ese zumo de flores.
—Sí —contesté, observándola desde mi lado de la mesa. Cogí mi servilleta, la desdoblé y me la apoyé sobre el regazo.
Se inclinó para mirarme a los ojos. Parecía un poco inquieta.
—¿Querías otra cosa? Puedo llamar a la camarera.
—No...
Inspiré hondo, abrí la boca y volví a cerrarla. Era algo muy pequeño: la comida que siempre pedía, el tipo de zumo que me gustaba, que hubiese sabido exactamente cómo estirarme esa mañana. Sin embargo, por algún motivo parecía grande, importante. Me hacía sentir un poco mal que ella hubiese sido tan amable y yo no fuese capaz de sacar la cabeza de sus pantalones
—. Es que no puedo creerme que te hayas acordado de eso.
Se encogió de hombros.
—No es gran cosa. Es un desayuno, San San . No te he donado un riñón.
Me obligué a reprimir la actitud irrazonablemente puñetera que surgió en mi interior al oír esas palabras.
—Bueno, ha sido bonito. A veces me sorprendes.
Pareció un tanto desconcertada.
—¿Cómo es eso?
Suspiré, un poco desanimada.
—Es que di por sentado que me tratarías como si fuese una cría. —
Tan pronto como dije aquello, quedó claro que no le gustó, se apoyó en el respaldo de su silla y exhaló despacio, así que continué divagando
—: Sé que renuncias a tu paz y tranquilidad para dejarme correr contigo. Sé que has cancelado planes con tus «no novias» y has tenido que reorganizar las cosas para tener tiempo para mí, y... quiero que sepas que te lo agradezco. Eres una gran amiga, Britt.
Juntó las cejas y se quedó mirando su agua con hielo en lugar de mirarme a mí.
—Gracias. Bueno, ya sabes, solo intento ayudar a la... hermana pequeña de Jake.
—Vale —dije mientras la irritación volvía a inundarme.
Me entraron ganas de coger su agua y echármela por encima de la cabeza. ¿Por qué estaba de tan mal humor?
—Vale —repitió, parpadeando y dedicándome una media sonrisa que al instante apaciguó mi cabreo e hizo que mis partes volviesen a despertar —. Al menos, eso es lo que le contaremos a todo el mundo.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 6
Algo había cambiado, se había accionado algún interruptor a lo largo de los últimos días, y entre nosotras ahora se respiraba un ambiente enrarecido y tenso. Había empezado unas mañanas atrás, durante una de nuestras sesiones corriendo al aire libre, cuando ella estaba muy callada y dispersa y se había caído al sentir un calambre en la pierna. Después, en el desayuno, estaba de un humor de perros, pero la razón se veía a la legua: estaba luchando consigo misma por algún motivo. Estaba tan enfadada como yo, como si tuviéramos que ser capaces de luchar contra aquel imán que parecía empeñado en atraernos a una zona distinta.
Una zona que no estaba hecha para la simple amistad. Me sonó el móvil en la mesita del café y me incorporé de golpe al ver la foto de Santana iluminando la pantalla. Traté de pasar por alto la agradable sensación de alivio y alegría al ver que me estaba llamando.
—Hola, Sanny.
—Ven conmigo esta noche a una fiesta —dijo sin más, pasando olímpicamente de los saludos tradicionales. La clásica señal de que Santana estaba nerviosa. Hizo una pausa y luego añadió, en voz baja—: A menos que... Mierda, es sábado. A menos que hayas quedado con alguna de tus parejas sexuales fijas, esas que sienten un amor platónico por ti.
Hice caso omiso de la retorcida segunda parte de su comentario y me centré en la primera pregunta, imaginándome una fiesta en una sala de reuniones del departamento de biología de Columbia, con botellas de refrescos de dos litros, patatas de bolsa y salsa mexicana de supermercado.
—¿Qué clase de fiesta?
Esperó unos segundos antes de contestar.
—Una fiesta de inauguración de piso.
Sonreí mirando al teléfono, cada vez más suspicaz.
—¿Qué clase de piso?
Al otro lado de la línea, Santana dejó escapar un gemido, dándose por vencida.
—Muy bien, te lo diré. Es una fiesta de estudiantes. Un colega de mi departamento y sus amigos acaban de mudarse a otro apartamento. Estoy segura de que es un cuchitril. Quiero ir, pero quiero que tú me acompañes.
—¿Así que va a ser una farra universitaria? —pregunté, riéndome—. ¿Y habrá barriles de cerveza y Fritos?
—Doctora Pierce —dijo, suspirando—. No me seas esnob.
—No soy esnob —repliqué—. Soy una treintañera que acabó la universidad hace años y para la que una noche loca consiste en convencer a Puck para que se gaste más de mil pavos en una botella de un buen whisky escocés.
—Ven conmigo, por favor. Te prometo que lo pasarás muy bien.
Lancé un suspiro, mirando la botella semivacía de cerveza que había en mi mesita del café.
—¿Voy a ser la más mayor de la fiesta?
—Probablemente —admitió—. Pero me consta que también vas a ser la tía más buena.
Me eché a reír y entonces pensé en qué planes tenía para esa noche sin aquel a opción. Había anulado mi cita con Kristy, y todavía ni siquiera estaba segura de por qué. Mentira. Sabía exactamente por qué. Me sentía incómoda, como si tal vez estuviese siendo injusta con Santana por estar con otras mujeres cuando ella me estaba dando a mí tanto de sí misma. Cuando le dije a Kristy que no podía quedar, sé que detectó algo más en mi voz. No me preguntó por qué ni intentó quedar otro día, como habría hecho Kitty. Sospechaba que ya no volvería a acostarme con aquella rubia en particular nunca más.
—¿Britt ?
Suspirando, me levanté y me dirigí al rincón donde había dejado los zapatos, junto a la puerta principal.
—Está bien, vale, iré. Pero ponte una camiseta con la que enseñes mucho las tetas, así tendré algo con lo que entretenerme si me aburro.
Soltó una risotada jadeante y prolongada, con un aire travieso y seductor a la vez.
—Trato hecho.
Era exactamente como lo había imaginado: el típico piso de alquiler para estudiantes muertos de hambre y la típica fiesta de universitarios. Sentí una pequeña punzada de nostalgia cuando entramos dentro del apartamento abarrotado. Los dos sofás eran unos futones desvencijados con fundas harapientas y llenas de manchurrones. La televisión estaba sobre un tablón que hacía malabarismos entre dos cajas de plástico para las botellas de leche. La mesa de café había visto días mejores antes de pasar por unos días muy malos y terminar en las manos de aquellos bárbaros, para que acabaran de destrozarla. En la cocina, una horda de hipsters universitarios barbudos se arremolinaban en torno a un barril de cerveza Yuengling, y había un surtido de botellas semivacías de alcohol barato y diversos refrescos.
Sin embargo, por la expresión en la cara de Santana, se diría que acabábamos de franquear las puertas del cielo. Se puso a dar unos saltitos a mi lado, y luego me buscó la mano y me la apretó con fuerza.
—¡Me alegro un montón de que hayas venido conmigo!
—Dime la verdad, ¿habías estado antes en una fiesta? —pregunté.
—Una vez —admitió, arrastrándome hacia el centro del barullo—. En la facultad. Me bebí cuatro chupitos de Bacardi y poté encima de los zapatos de un tío. Todavía no tengo ni idea de cómo volví a casa.
La imagen hizo que se me revolviera el estómago. Había visto a esa misma chica —con los ojos abiertos como platos, paseándose por el lado salvaje de la vida— en casi todas las fiestas a las que había ido durante mi vida universitaria. No soportaba la idea de que Santana hubiese sido aquella chica alguna vez. A mis ojos, ella era demasiado lista para caer en semejante vulgaridad, más digna.
Ella seguía hablando, y me agaché un poco para oír el resto de lo que decía:
—... noches locas las pasábamos básicamente jugando al Magic en la sala común de nuestra residencia de estudiantes y bebiendo ouzo. Bueno, mejor dicho, el ouzo se lo bebían los demás. En cuanto lo huelo, me entran ganas de vomitar. —Se volvió a mirarme por encima del hombro y aclaró—: Es que mi compañera de habitación era griega.
Santana me presentó a un grupo de gente, casi todos chicos. Había un tal Sam Evans, un Hau, un Aaron y creo que un Anil. Uno de ellos le dio a Santana un cóctel hecho con sake de ciruelas, la bebida de moda, y agua de seltz.
Sabía que Santana no bebía casi nunca, y mi instinto protector se activó de inmediato.
—¿Prefieres tomar algo sin alcohol? —le pregunté, lo bastante alto para que me oyeran los demás. Menudos gilipollas, dando por supuesto que querría algo alcohólico.
Todos esperaron su respuesta, pero ella dio un sorbo y emitió un ruidito.
—Esto está muy rico. ¡Joder, está buenísimo!
Al parecer, le gustaba.
—Tú asegúrate de que solo me beba uno —me susurró, arrimándose a mí—. O no me hago responsable de mis actos.
«Mierda, genial», pensé. Con esa sola frase acababa de desbaratar el plan de hacer de hermana mayor, buena y protectora, que tenía preparada para esa noche.
Santana se bebió el cóctel mucho más rápido de lo que esperaba, y sus mejillas se tiñeron de un rosado encendido, acentuado por la luminosidad de su sonrisa. Me miró a los ojos y vi la felicidad que irradiaban. «Dios, qué guapa es», me dije, deseando estar a solas con ella en mi casa viendo una película y recordándome hacer todo lo posible para que eso sucediera pronto. Miré alrededor y me di cuenta de la cantidad de gente que había ido llegando a la fiesta. La cocina estaba cada vez más llena. Otra universitaria se sumó a nuestro pequeño corrillo en mitad de una conversación sobre los profesores más locos del departamento y se me presentó, colocándose entre Sam, que estaba a mi derecha, y yo. A mi izquierda, me percaté de que Santana permanecía atenta a mi reacción. Era hiperconsciente de todos sus movimientos, y me veía a mí misma a través de sus ojos. Tenía razón cuando decía que siempre me estaba fijando en las mujeres, pero aunque aquella otra mujer era guapa, solo me causaba indiferencia, sobre todo teniendo a Santana tan cerca. ¿De verdad creía Santana que tenía la costumbre de acostarme con alguien cada vez que salía a algún sitio?
La miré a los ojos y le lancé una mirada de reprimenda. Santana se rió y dijo en voz baja:
—Te conozco.
—No tanto como tú crees —murmuré. Y qué cojones, llevas puestos, añadí—: Todavía tienes mucho que descubrir acerca de mí.
Se me quedó mirando fijamente durante unos segundos eternos. Vi cómo le palpitaba el pulso en el cuello, la forma en que se le hinchaba y deshinchaba el pecho, con la respiración agitada.
Bajó la vista, apoyó la mano en mis bíceps y recorrió con los dedos el tatuaje del fonógrafo que me había hecho cuando murió mi abuelo. Nos apartamos del grupo los dos a la vez, compartiendo una sonrisa cómplice y secreta.
«Joder, esta chica me tiene trastornada...»
—Háblame de este tatuaje —murmuró.
—Me lo hice hace un año, cuando murió mi abuelo. Él me enseñó a tocar el bajo. Escuchaba música todos los segundos de su vida, todos los días.
—Háblame del que no he visto nunca —dijo, desplazando la atención hacia mis labios.
Cerré los ojos un instante, pensando.
—Llevo la palabra «NO» escrita en la costilla inferior del costado izquierdo.
Riéndose, se acercó un poco más, lo bastante para que llegara hasta a mí el dulce aroma a licor de ciruela de su aliento.
—¿Por qué?
—Me lo hice una noche que me emborraché en la universidad. Me dio un ataque antirreligioso y no me gustaba la idea de que Dios hubiese hecho a Eva de la costilla de Adán.
Santana echó la cabeza hacia atrás, riéndose con mi risa favorita, la que le salía directamente del estómago y se apoderaba de todo su cuerpo.
—Hay que ver qué guapa eres, joder... —murmuré sin pensar, acariciándole la mejilla con el pulgar.
Enderezó la cabeza de golpe y, sin apartar la mirada de mi boca, me sacó a rastras de la cocina con una sonrisa diabólica y sibilina en los labios.
—¿Adónde vamos? —pregunté, dejándome llevar por un pasillo estrecho flanqueado por puertas cerradas.
—¡Chist! Me faltará valor si te lo digo antes de que lleguemos. Tú ven conmigo.
Ella no imaginaba que la habría seguido hasta el mismísimo infierno, aunque el pasillo estuviese en llamas. Después de todo, había acudido a aquella fiestecilla bohemia con ella, ¿no?
Santana se paró delante de una de las puertas cerradas y esperó. Apoyó la oreja en la hoja de madera, me sonrió y cuando no oímos ningún ruido, hizo girar el pomo y soltó un gritito entusiasmado y nervioso.
La habitación estaba oscura, vacía —a Dios gracias— y aún relativamente limpia por la mudanza reciente. Había una cama hecha en medio de la habitación y una cómoda colocada contra una esquina, pero la pared del fondo estaba todavía repleta de cajas.
—¿De quién es esta habitación? —pregunté.
—No estoy segura. —Alargó el brazo, cerró el pestillo a mi espalda y
luego me miró sonriendo
—. Hola.
—Hola, Santana.
Abrió mucho sus preciosos ojos y se quedó boquiabierta.
—No me has llamado Sanny.
—Ya lo sé —susurré con una sonrisa.
—Dilo otra vez. —Lo dijo con voz ronca, como si me hubiese pedido que la tocara otra vez, que la besara otra vez.
Y tal vez cuando la había llamado Santana, había sido como darle un beso. Desde luego, lo había sido para mí. Y una parte de mí, una parte muy importante, decidió que ya no me importaba. No me importaba que hubiese besado a su hermana hacía doce años ni que su hermano fuese uno de mis mejores amigos. No me importaba que Santana fuese siete años menor que yo y en muchos aspectos, muy inocente. No me importaba que seguramente acabara fastidiándolo todo ni que mi pasado pudiera molestarla. Estábamos solas, en una habitación a oscuras, y cada centímetro de mi piel estaba pidiendo a gritos que me tocara.
—Santana —dije en voz baja. Las dos sílabas inundaron mi cabeza, se adueñaron de mis pulsaciones.
Esbozó una sonrisa enigmática y luego me miró a la boca. Asomó la lengua por la suya y se humedeció el labio inferior.
—¿Qué pasa aquí, doña Misteriosa? —susurré—. ¿Qué hacemos en esta habitación tan oscura, intercambiando miradas sugerentes?
Levantó las manos y las palabras le salieron en un torrente precipitado y jadeante.
—Esta habitación es como Las Vegas, ¿vale? Así que lo que pase aquí dentro, se queda aquí dentro. O mejor dicho, lo que se diga aquí dentro, aquí dentro se queda.
Asentí, hechizada por la delicada curva de su labio inferior.
—Muy bien...
—Si te resulta raro o si cruzo alguna frontera de la amistad que por algún milagro no haya cruzado todavía, dímelo y nos iremos, y la situación será igual de ridícula que antes de que entrásemos aquí.
—Muy bien —volví a susurrar y la observé mientras respiraba profundamente y con movimiento trémulo. Estaba un poco achispada y nerviosa. Una corriente de expectación me recorrió la nuca y la espina dorsal.
—Me pongo muy tensa cuando estoy contigo —dijo en voz baja.
—¿Solo cuando estás conmigo? —pregunté, sonriendo.
Se encogió de hombros.
—Quiero que... me enseñes cosas. No solo a comportarme cuando estoy con hombres sino a... estar con alguien. Pienso en ti a todas horas. Y sé que te sientes cómoda haciendo esto sin tener que mantener una relación... —Se interrumpió, mirándome a los ojos en la penumbra de la habitación—. Somos amigas, ¿verdad?
Supe con toda certeza cómo iba a acabar aquello.
—Sea lo que sea —murmuré—, lo haré.
—No sabes qué es lo que voy a pedirte.
Riéndome, le contesté en un susurro.
—Pues pídemelo.
Se acercó un poco más, apoyó la mano en mi pecho y cerré los ojos al sentir que deslizaba su palma cálida por mi abdomen. Por un instante, me pregunté si notaría el martilleo de mi corazón. Yo percibía mis palpitaciones en todas partes, retumbando en mi pecho y por toda mi piel.
—Anoche vi otra peli —dijo—. Otra peli porno.
—Ah.
—La verdad es que esas pelis son muy malas.
Lo dijo muy despacio, como si le preocupara ofender mi sensibilidad de chica alfa amante del porno.
—Sí que lo son —convine riendo.
—Las mujeres son unas histriónicas. Y ahora que lo pienso —añadió, con aire reflexivo— los hombres también, casi todo el tiempo.
—¿Casi todo? —pregunté, intrigada.
—Al final no —dijo, bajando la voz a apenas un decibelio—. ¿Cuándo se corrió el tío? Se salió de dentro de ella y se corrió fuera. —Deslizó los dedos por debajo de mi camisa, haciendo cosquillas en la línea que iba de mi ombligo a la parte inferior de la cintura de mis pantalones.
Contuvo el aliento y desplazó las manos hacia arriba, tanteando mis pechos. Mierda. Estaba tan excitada que me resultaba imposible contenerme y no sujetarla de las caderas con las manos, pero quería que fuera ella quien llevase la iniciativa. Era ella quien me había llevado hasta allí, quien lo había empezado todo. Quería que se desfogara antes de pasarme a mí la testigo. Y entonces no tendría forma humana de contenerme.
—Eso es algo habitual en el cine porno —dije—. Los tíos no se corren dentro.
Me miró a los ojos.
—Esa parte me gustó mucho.
Sentí cómo se me ponía dura por momentos y tragué saliva.
—¿Ah, sí?
—Me gustó porque parecía real. Es como si estuviera descubriendo un mundo nuevo. Nunca he probado algo así y... o a lo mejor no había querido experimentar con los chicos con los que he estado, pero desde que empecé a quedar contigo, no dejo de pensar en esas cosas. Quiero descubrir qué es lo que me gusta.
—Eso está bien.
Me estremecí en el interior de la oscura habitación, arrepintiéndome de haber contestado tan deprisa, de parecer tan desesperada. Me moría de ganas de que me pidiera que la llevara a la cama y me la follara, que la hiciera gritar hasta que toda la fiesta se enterara de dónde nos habíamos metido y de cuánto estaba gozando.
—La verdad es que no sé qué es lo que les gusta a los hombres. Ya sé que dices que son muy simples, pero no lo son. Para mí, no lo son. —Me cogió la mano y, sin apartar los ojos de mi cara, se la acercó al pecho. Bajo la palma de mi mano, era tal y como la había imaginado cien mil veces.
Tan redonda y suave, toda curvas turgentes y piel de terciopelo. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no tomarla en brazos y aplastarla entre mi cuerpo y la pared.
—Quiero que me enseñes cómo —dijo.
—¿Qué quieres decir con que te enseñe «cómo»?
Cerró los ojos un instante, tragando saliva.
—Quiero tocarte y hacer que te corras.
Inspiré hondo y miré a la cama, en mitad de la habitación.
—¿Ahí?
Siguió la dirección de mi mirada y negó.
—No, ahí no. En la cama, todavía no. Solo... —Vaciló un momento y luego preguntó, muy despacio—: ¿Eso es un sí?
—Mmm... Pues claro que es un sí. No creo que pudiera decirte que no, aunque sea eso lo que debería hacer.
Reprimió una sonrisa y deslizó mi mano por su cadera.
—¿Quieres hacerme una paja? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? —Flexioné las rodillas para mirarla a los ojos. Me sentí como una auténtica hija de puta por ser tan bruta, y además, toda la conversación tenía un aire absolutamente surrealista, pero tenía que ser muy clara con lo que estaba pasando allí antes de perder por completo el escaso autocontrol que me quedaba y llevar aquello demasiado lejos—. Solo lo digo para asegurarme de que te he entendido.
Santana tragó saliva de nuevo, avergonzada de pronto, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí.
Di un paso hacia delante y cuando percibí el tenue olor a flores de su champú, me di cuenta de hasta qué punto estaba cachonda. No me había puesto nerviosa hasta ese momento, pero justo entonces estaba aterrorizada. Me daba lo mismo cómo iba a ser —podía mostrarse torpe y vacilante, demasiado lenta o demasiado rápida, demasiado suave o demasiado ruda—: sabía que me iba a deshacer en sus manos. Solo quería que ella siguiera comportándose con la misma franqueza, que siguiera siendo igual de abierta, cada segundo. Quería que el sexo fuese divertido para ella.
—Puedes tocarme —le dije, tratando de alcanzar un equilibrio entre mi necesidad de ser considerada y mi tendencia a ser autoritaria.
Me asió el cinturón, lo desabrochó y desplacé las manos de sus caderas hacia arriba, para llegar a través de su cintura hasta el botón superior de su camisa. A sus labios afloró una sonrisa ebria e intentó esconder la cabeza para que no la viera, pero no lo consiguió. Yo no tenía ni idea de cuál sería la expresión de mi cara, pero imaginaba que debía de tener unos ojos enormes y la boca entreabierta mientras le desabrochaba los botones con manos trémulas. Cuando le deslicé la camisa por los hombros, vi cómo vacilaba al enfrentarse con mi bragueta, con dedos inseguros, antes de apartarse para dejar que la camisa le cayera al suelo. Se quedó de pie delante de mí con un sencillo sujetador de algodón.
La rodeé con los brazos, pidiéndole permiso con los ojos antes de desabrochárselo y quitárselo por los brazos. No estaba preparada para el espectáculo de sus senos desnudos y me quedé mirándolos, embobada.
—Solo para que lo sepas —susurró—, no tienes que hacerme nada si no quieres.
—Solo para que lo sepas tú —repuse, con la misma voz susurrante—, ahora mismo me resultaría imposible no tocarte.
—Es que quiero estar muy concentrada. Y si me tocas, podrías... distraerme.
Lancé un gemido de frustración; aquella mujer me quería matar.
—Qué alumna tan aplicada... —exclamé, inclinándome para besarle el vértice que formaban su cuello y el hombro—. Pero no me pidas que no me ponga a contemplar semejante belleza. A estas alturas, ya te habrás dado cuenta de que estoy un poco obsesionada con tus pechos.
Tenía la piel suave y olía maravillosamente. Abrí la boca y la mordisqueé con cuidado, tanteando. Dio un respingo y apretó el cuerpo contra mí, la mejor reacción posible. Por mi cerebro empezaron a desfilar imágenes de ella arañándome la espalda con las uñas mientras yo abría la boca y me lanzaba con avidez sobre sus pechos al tiempo que me balanceaba sobre ella.
—Tócame, Santana. —Tomé uno de sus pechos con la mano y lo levanté más arriba, apretando. «Joder, esta mujer está para comérsela.»
Había vuelto a desplazar las manos a mi bragueta, pero las dejó ahí, inmóviles.
—Enséñame cómo se hace...
Era probablemente lo más sensual que me había dicho una mujer. Puede que fuese el tono de su voz, un poco ronca, un poco hambrienta. Puede que fuese el hecho de saber lo hábil que era en todos los demás ámbitos de su vida y que justo ese aspecto no lo dominase en absoluto, hasta el punto de que no tenía más remedio que pedir mi ayuda. O tal vez fuese simplemente que estaba loca por ella, y que enseñarle a Santana cómo debía complacerme era como decirle al universo entero: «Mirad, esta mujer me pertenece».
Desplacé sus manos a la cintura de mis tejanos y juntos los bajamos, junto con mis bóxer, hasta la altura de las caderas, liberando mi polla entre las dos. Dejé que me mirara, y asimilara mi aspecto por ser una mujer con partes masculinas, mientras levantaba las manos para apartarle el pelo por detrás de la nuca, inclinándome para besarle el cuello.
—Joder, qué rica estás... —Estaba tan empalmada que sentía las palpitaciones a lo largo de todo el miembro. Necesitaba aliviar toda aquella tensión—. Mierda, Santana, rodéamela con la mano.
—Enséñame, Britt —me imploró, recorriendo mi abdomen hacia arriba y hacia abajo con las manos, rozando apenas la punta de mi polla erecta. Las dos miramos hacia abajo y nos balanceamos levemente al unísono.
Tomé su mano cálida y se la envolví alrededor de mi verga antes de deslizarla arriba y abajo, a la vez que emitía un jadeo ronco y prolongado.
—Jodeeerrr...
Ella empezó a gemir también, un sonido brusco y excitado, y estuve a punto de estallar. Me contuve y cerré los ojos con fuerza, me agaché de nuevo para cubrirle el cuello de besos y la guié. Se movía muy muy despacio. Hacía siglos que no me hacían una paja, y prefería el sexo oral o la penetración cien mil veces, pero en ese momento, aquel o era sencillamente perfecto.
Tenía los labios casi pegados a los míos. Incluso podía percibir su aliento, saborear el regusto dulzón de aquel licor de ciruelas.
—¿No es un poco raro que te esté tocando aquí abajo y ni siquiera nos hayamos besado todavía? —murmuró.
Negué con la cabeza, mirando hacia el lugar en que sus dedos rodeaban el grosor palpitante.
Tragué saliva, casi incapaz de dar forma a mis pensamientos.
—Aquí no hay nada definido sobre lo que está bien y lo que está mal. No hay reglas —dije.
Apartó los ojos del punto de mi boca que había estado observando completamente absorta hasta ese momento.
—No tienes que besarme —me respondió.
La miré perpleja. Hacía varias semanas que me moría de ganas de besarla.
—Mierda, Santana, sí. Tengo que hacerlo.
Deslizó la lengua por sus labios para humedecerlos.
—Bueno —aceptó.
Me agaché, acercándome, sin dejar de guiar su mano hacia arriba y hacia abajo, sin dejar de mirarla intensamente. Tenía los labios a apenas un suspiro de los míos, y de su boca salían pequeños ruidos cada vez que alcanzaba mi glande con la mano y yo dejaba escapar un gemido ronco.
Aquello era increíble para ser una simple paja, y de pronto, todo se volvió demasiado íntimo para que fuésemos simples amigas. La miré a los ojos y luego a la boca, antes de avanzar esos escasos milímetros para besarla.
Fue la cosa más dulce y fogosa del mundo, y nuestro primer beso fue irreal, deslizando mis labios sobre los suyos, como pidiéndole: «Deja que te haga esto. Deja que te haga esto y sea delicada y cuidadosa con cada rincón de tu cuerpo». La besé varias veces, con labios carnosos, unos besos tiernos para que supiese que me iba a dedicar a aquello todo el tiempo que ella necesitase.
Cuando abrí la boca lo justo para engullir su labio inferior, sentí una corriente eléctrica al oír el brusco jadeo de su garganta. Joder, me moría de ganas de levantarla, follarme su boca con mi lengua y tomarla allí mismo, contra la pared, con la fiesta a todo volumen al otro lado y mis ojos clavados en su cara, observándola mientras asimilaba todas y cada una de las sensaciones.
Cuando retrocedió, estudió mi boca, mis ojos y mi frente. Me estaba estudiando a mí. No sabía si lo que sentía era una fascinación general con lo que estaba aprendiendo o era específicamente con aquel momento conmigo, pero lo cierto es que nada habría podido sacarme del trance en el que estaba; ni unos fuegos artificiales, ni un incendio en el pasillo. Mi necesidad de estar dentro de ella algún día —de poseerla por completo—me aguijoneó todo el cuerpo y se plantó debajo de mis costillas, oprimiéndome con una fuerza insoportable.
—Me lo dirías si lo hago fatal, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
Me eché a reír, resollando.
—Oh, no lo haces nada fatal. Eres increíble, joder. Esto es increíble, y eso que solo es tu mano...
—¿Es que...? —empezó a preguntar con expresión insegura—. ¿Es que las otras no lo hacen?
Tragué saliva rápidamente, ofuscada ante la mención de otras mujeres en ese momento.
Antes, casi quería que fuesen una presencia constante, un recordatorio para ambas partes de lo que pasaba y lo que no pasaba en un momento como aquel. Con Santana, quería borrar sus sombras de la pared.
—Chist...
—Quiero decir, ¿normalmente solo echas un polvo y ya está?
—Me gusta lo que estamos haciendo. Ahora mismo no quiero otra cosa, ¿quieres concentrarte en la polla que tienes en la mano?
Se echó a reír, y yo seguí palpitando en la palma de su mano, con aquel sonido maravilloso.
—Vale —murmuró—. Tendré que empezar por lo básico.
—Me gusta que quieras aprender a tocarme.
—Me gusta tocarte —murmuró en mi boca—. Me gusta que me enseñes.
En ese momento empezamos a movernos más rápido; le enseñé cuánto podía apretar, y le hice saber que podía sujetarla con fuerza y que necesitaba que empezase a darle más rápido y más fuerte de lo que ella creía.
—Aprieta más —susurré—. Me gusta muy prieta.
—¿No te duele?
—No, me está matando, joder.
—A ver, déjame intentar... —Me apartó el brazo suavemente con la mano que tenía libre.
De ese modo tuve acceso a sus pechos y me agaché para chuparle un pezón, al tiempo que soplaba delicadamente sobre la punta erecta. Lanzó un gemido y bajó el ritmo un momento antes de acelerar de nuevo.
—¿Puedo seguir así hasta que termines? —me preguntó.
Me eché a reír, pegado a su piel. Me tenía prácticamente vibrando en sus manos, luchando por no correrme cada vez que deslizaba la mano abajo y luego arriba hacia el glande.
—La verdad es que contaba con eso.
Le succioné el cuello, cerrando los ojos y preguntándome si me permitiría dejarle una marca allí para poder vérsela al día siguiente. Para que todos la viesen. Alrededor, el mundo me daba vueltas. Su mano era maravillosa, desde luego, pero toda ella me dejaba extasiada. El olor y el sabor de su piel suave y firme, sus gemidos de placer por el simple acto de tocarme... Era sensual, activa y curiosa, y estaba segura de que hacía
mucho, muchísimo tiempo que nadie me ponía tan a cien.
La tensión familiar fue acumulándose en mi vientre, y empecé a balancearme hacia delante y hacia atrás en su mano firme.
—Santana... Oh, mierda, un poco más rápido, ¿vale?
Las palabras parecían mucho más íntimas así, apoyando mi boca en su piel, con el aliento entrecortado.
Solo vaciló un segundo antes de reaccionar, tirando con más fuerza y más deprisa, y enseguida me puse al borde del éxtasis absoluto —vergonzosamente rápido—, y la verdad es que me importaba una mierda.
Siguió envolviéndome con sus dedos alargados y esbeltos, y me dejó succionarle el labio inferior, la mandíbula y el cuello con avidez. Sabía que iba a saber de maravilla en todas partes. Quería enseñarle cómo se follaba.
Con esa idea, la de abalanzarme sobre ella y dentro de ella y hacer que se corriera con mi cuerpo, me aplasté contra Santana y le supliqué me mordiera, que me clavara los dientes en el cuello, en el hombro... donde fuese. No me importaba lo que pensase; de algún modo, sabía que no se acobardaría ni se echaría atrás ante la crudeza de mis palabras.
Sin dudar ni un instante, se inclinó hacia delante, abrió la boca en mi cuello y me hincó los dientes con feroz apetito. Se me nubló el pensamiento, todo se transformó en un calor abrasador y salvaje; por un momento, fue como si todas las sinapsis de mi cuerpo hubiesen sufrido un cortocircuito, como si se hubiesen desconectado, como si se hubiesen fundido. Siguió bombeándome con la mano con rapidez, y mi orgasmo culebreó por mi espina dorsal y me corrí con un gemido suave, el calor abrasándome la espalda y estallando de mi interior a su mano y por su vientre desnudo.
Justo cuando necesitaba que lo hiciese dejó de mover la mano, pero no me soltó. Sentí su mirada clavada donde me había estado sujetando y sufrí una contracción espasmódica cuando volvió a pasear la mano por mi polla, tanteando y explorando.
—No. Más no —exclamé, sin resuello.
—Perdón. —Deslizó el pulgar de la mano que tenía libre por el lugar donde me había corrido, en su palma y se la restregó por la cadera, con los ojos muy abiertos, fascinados. Tenía la respiración tan agitada que el pecho le daba sacudidas con el movimiento.
—Hostia puta —exhalé.
—¿Te ha...?
La habitación parecía inundada con el eco de su pregunta inacabada y el sonido de mi respiración jadeante. Estaba un poco mareada y me dieron ganas de arrastrarla hasta el suelo conmigo y desmayarme.
—Joder, Santana. Ha sido apoteósico.
Me miró, casi con aire triunfal por su descubrimiento.
—Tenía razón..., has hecho un ruido alucinante cuando has llegado al orgasmo.
Se abrió un abismo a mis pies cuando dijo eso, porque ahí estaba yo, perdiendo la erección en su mano, cuando lo único que quería era averiguar si hacerme aquello la había puesto húmeda.
—¿Ahora me toca a mí? —le pregunté, inclinándome sobre la piel suave sedosa de su cuello.
—Sí, por favor —murmuró con voz temblorosa.
—¿Quieres que te lo haga con las manos? —pregunté—. ¿O prefieres algo más?
Dejó escapar una leve risa nerviosa.
—La verdad es que no estoy preparada para más, pero... me parece que las manos conmigo no funcionan.
Retrocedí el espacio suficiente para que viera mi cara de escepticismo, al tiempo que le desabrochaba los vaqueros y la desafiaba a que intentase detenerme.
No lo hizo.
—Quiero decir que no sé si puedo correrme con... con los dedos dentro y eso —aclaró.
—Pues claro que no puedes correrte solo con que te meta los dedos dentro, pero es que tu clítoris no está dentro... —Deslicé la mano bajo sus bragas de algodón y me quedé inmóvil al percibir el tacto de la piel desnuda y aterciopelada, sin rastro de pelo—. Mmm... ¿Santana? No imaginaba que fueras de las que se afeitan.
Se retorció un poco, avergonzada.
—Marley habló de eso el otro día. Tenía curiosidad y...
Le metí un dedo entre los labios; joder, estaba chorreando...
—La hostia... —gemí con voz ronca.
—Me gusta —admitió, apretándome el cuello con la boca—. Me gusta que me toques.
—Joder, ¿me tomas el pelo? Eres tan suave... Quiero chuparte hasta el último rincón ahí abajo.
—Britt ..
.
—Te comería ahí abajo con la boca si no estuviéramos en la habitación de un tío al que ni siquiera conozco.
Se estremeció entre mis dedos y dejó escapar un quejido casi imperceptible.
—No sabes la de veces que he fantaseado con eso —dijo.
Madre del amor hermoso... Sentí cómo me iba empalmando de nuevo, instantáneamente.
—Creo que te derretirías como un azucarillo en mi lengua. ¿Tú qué crees? Se rió a medias, agarrándome de los hombros.
—Creo que me estoy derritiendo ahora mismo.
—Yo también lo creo. Creo que te vas a derretir en mi mano y que luego me la limpiaré chupándola con la lengua. ¿Eres de las que gritan, Ciruela? Cuando te corres, ¿te pones como una salvaje?
Dejó escapar un sonido ahogado antes de contestar:
—Cuando estoy yo sola, no armo mucho escándalo, no.
Mierda. Eso era lo que quería oír. Podía estar un decenio entero teniendo fantasías con la imagen de Santana despatarrada en su sofá o tumbada en mitad de su cama, masturbándose.
—Y cuando estás sola, ¿qué haces? ¿Solo te tocas el clítoris?
—Sí.
—¿Con algún juguete o...?
—A veces.
—Estoy segura de que puedo hacer que te corras así —dije, y le metí dos dedos deslizándolos con cuidado, sintiendo cómo los apretaba con sus músculos vaginales. Le rocé la nariz con la mía —. Dime, ¿te gusta que te meta los dedos? ¿Qué te folle con ellos?
—Britt ..., eres una guarra.
Me eché a reír y le mordisqueé la mandíbula.
—Creo que te gusta. Cuanto más vicio, mejor.
—Creo que me gustaría tener tu boca viciosa entre las piernas —dijo en voz baja.
Lancé un gemido y moví la mano con más rapidez y más firmeza en su interior.
—¿Piensas en eso? —preguntó—. ¿En besarme ahí abajo?
—Sí —admití—. Pienso en eso y me pregunto si conseguiré salir a respirar aire otra vez.
Estaba completamente empapada, deshecha. Se retorcía con furia entre mi mano, emitiendo los ruidos desesperados que tanta hambre me provocaban. Saqué los dedos, haciendo caso omiso de su gemido de protesta, y tracé con ellos una línea húmeda que le subía por la barbilla y le cruzaba los labios, y seguí el mismo el trazo casi inmediatamente con la lengua, cubriéndole la boca con la mía.
Jodeeerrr...
Sabía a mujer toda ella, tierna y embriagadora, y aún tenía la lengua dulzona y pegajosa del licor de antes. Sabía a ciruela, madura, esponjosa y pequeña en mi boca, y me sentí como la puta reina del mambo cuando me suplicó que la tocase «más, otra vez, por favor, Britt , ya estaba muy cerca...».
Volví a concentrarme y le bajé los pantalones y las bragas hasta los tobillos, esperando mientras ella misma se los quitaba. Estaba completamente desnuda y me temblaban los brazos del ansia por deslizarme en el interior de su calor perfecto y abrasador.
Me cogió de la muñeca y me metió la mano entre sus piernas.
—Avariciosa...
Abrió los ojos como platos, avergonzada.
—Es que...
—Chist. —La silencié cubriéndole su boca con la mía, succionándole el labio y chupándole su melosa lengua. Me retiré y murmuré—. Me gusta. Quiero hacerte explotar.
—Y explotaré.
Dio una sacudida en mi mano cuando le metí los dedos entre las piernas y le acaricié el clítoris
—. Nunca había estado así.
—Tan húmeda.
Abrió la boca y dio un grito ahogado cuando volví a meterle los dedos dentro. Se quedó mirando mis labios, mis ojos, todas mis reacciones. Me encantaba que la curiosidad le impidiese incluso apartar la mirada.
—Hazme un favor —le pedí. Ella asintió con la cabeza—. Cuando estés a punto, dímelo. Yo lo sabré igualmente, pero quiero oírtelo decir con palabras.
—Lo haré —jadeó—. Lo haré, lo haré, pero... por favor.
—¿Por favor qué, Ciruela?
Se apoyó tambaleándose ligeramente sobre mí.
—Por favor, no pares.
Deslicé los dedos más adentro, más rápido, apretando el pulgar contra su clítoris y masajeándolo en círculos más pequeños y firmes. «Sí. Joder, está a punto...»
Volví a empalmarme y froté mi erección contra su cadera desnuda, en el punto sobre el que ya me había corrido hacía escasos minutos, y estaba a punto de alcanzar el orgasmo yo también.
—Agárrame la polla, ¿quieres? Sujétala. Es que estás tan mojada, joder, y con esos ruiditos que haces..., joder, yo...
Y entonces colocó la mano donde le pedía, sujetándome lo bastante fuerte para que me follara su puño cerrado, y toda mi mente se concentró en la suavidad alrededor de mis dedos y en la carnosidad frutal de sus labios y su lengua.
Empezó a deshacerse, y su cuerpo perdió el control por completo. Jadeaba en voz baja la misma cantinela todo el tiempo:
«Oh, Dios mío...»,
Que era justo lo que estaba pensando yo también.
—Dilo.
—Me... me... —empezó a decir entrecortadamente, y me sujetó la polla con más fuerza mientras embestía con ella su puño.
—Dilo de una puta vez, joder.
—Britt . Dios mío... —Sus muslos empezaron a temblar y le rodeé la cintura con la mano que tenía libre para que no se cayera—. Me corrooo...
Y con una brusca convulsión de las caderas se corrió, temblando, sudorosa y húmeda. Su orgasmo se propagó a lo largo de mis dedos mientras gritaba, clavándome las uñas en los hombros. Era exactamente lo que necesitaba yo..., ¿cómo coño lo sabía? Con un leve gemido sentí cómo entraba en erupción con mi segundo orgasmo, caliente y líquido en su mano.
Jodeeerrr...
Me temblaban las piernas y me recosté sobre ella, aplastándola contra la pared. Habíamos hecho mucho ruido. ¿Demasiado ruido? Estábamos al fondo del pasillo, separadas de la animada fiesta por varias habitaciones, pero yo no tenía la mínima noción de qué había ocurrido en el mundo exterior mientras me deshacía en los brazos de Santana.
Percibí su aliento cálido y dulce en mi cuello y retiré cuidadosamente los dedos, frotándolos sobre su sexo para regodearme en su piel ardorosa y sensible.
—¿Ha estado bien? —le murmuré al oído.
—Sí —susurró, envolviéndome los hombros con los brazos y enterrando la cara en el hueco de mi cuello—. Dios, muy bien...
Dejé la mano donde estaba, con el cerebro enfebrecido, y le recorrí delicadamente el clítoris con los dedos, antes de deslizarlos de nuevo hacia su abertura y el suave pliegue de su coño.
Era, muy posiblemente, la mejor primera vez que había tenido con una mujer. Y eso que solo habíamos empleado las manos.
—Deberíamos volver a la fiesta —sugirió, con la voz sofocada por mi piel.
De mala gana, retiré la mano e inmediatamente me estremecí cuando encendió el interruptor de la luz, a su espalda. Mientras me subía los pantalones, la observé detenidamente, completamente desnuda en la habitación iluminada.
Vaya por Dios... Tenía unas formas suaves y bien torneadas, un cuerpo tonificado, con pechos turgentes y caderas sinuosas. Su piel todavía llameaba por el orgasmo y me regocijé con el espectáculo del rubor que se le extendía por el cuello y las mejillas mientras yo examinaba la sustancia que mi orgasmo había depositado sobre su vientre.
—Me estás mirando... —dijo al tiempo que se agachaba para coger una caja de pañuelos de papel del tocador. Bajó la vista, se limpió y luego arrojó el pañuelo a una papelera.
Me abroché el cinturón y me senté en el extremo de la cama, observándola mientras volvía a vestirse. Era increíblemente sexy, y no tenía ni idea.
La habitación olía a sexo y yo sabía que Santana era consciente de que toda mi atención estaba centrada en ella, pero no se apresuró. De hecho, parecía plenamente satisfecha dejándome contemplar todos los ángulos posibles, todas las curvas de su cuerpo mientras se ponía las bragas, se enfundaba los pantalones, se ajustaba el sujetador y se abotonaba la camisa despacio.
Mirándome, se pasó la lengua por los labios y sentí que se me aceleraba el corazón al darme cuenta de que podía saborearse a ella misma a través del poso de mis dedos. Pensé que probablemente me acordaría de su sabor durante el resto de mis días.
—¿Y ahora qué? —pregunté, poniéndome de pie.
—Ahora... —Buscó mi brazo y me recorrió con los dedos la línea que iba de mi codo a la muñeca—. Volvemos ahí fuera y nos tomamos otra copa.
La sangre se me enfrió un poco al oír que su voz recuperaba la normalidad. Ya no jadeaba ni hablaba entrecortadamente, ya no se mostraba vacilante ni esperanzada. Volvía a ser la misma Santana efervescente, la misma que veía todo el mundo.
Ya no era mía.
—Me parece bien —le contesté.
Me miró a la cara durante largo rato, los ojos, las mejillas, la barbilla y los labios.
—Gracias por no estar incómoda.
—Pero ¿qué dices? —Me agaché y la besé en la mejilla—. ¿Por qué iba a estar incómoda?
—Acabamos de tocarnos nuestras partes íntimas —susurró.
Me eché a reír y le enderecé el cuello de la camisa.
—Sí, me he dado cuenta —le dije.
—Me parece que podría llevar muy bien eso de que seamos amigas con derecho a roce. Parece tan fácil, tan relajado... Bueno, volvamos ahí fuera —dijo, sonriéndome de oreja a oreja.
Guiñándome un ojo, añadió
—: Y somos las únicas que sabemos que acabas de correrte en mi barriga y que yo acabo de correrme en tu mano.
Hizo girar el pomo, abrió la puerta y dejó paso al bullicio de la fiesta. Era imposible que alguien nos hubiese oído. Podíamos hacer como si nada hubiese pasado.
Ya había hecho aquello antes, millones de veces. Enrollarme con una mujer y luego volver al jaleo de la fiesta, mezclándome con la gente en la habitación y sumergiéndome en otra clase de diversión. Sin embargo, a pesar de que la gente allí era verdaderamente muy simpática, no conseguía quitarle el ojo de encima a Santana y controlar lo que estaba haciendo. En el salón, hablando con el asiático alto que recordaba por el nombre de Mike.
Pasillo abajo, saludándome con la mano antes de meterse en el cuarto de baño. Llenándose el vaso de plástico con agua en la cocina. Mirándome desde el otro extremo de la habitación.
Mike volvió a encontrar a Santana y le sonrió agachándose y diciéndole algo al oído. Tenía una sonrisa radiante, una ropa que sugería que su cuenta corriente estaba lo bastante saneada para pertenecer al sector más chic de los estudiantes universitarios, y parecía muy pendiente de ella. Vi cómo la sonrisa de ella se ensanchaba y luego se hacía un poco más vacilante. Lo abrazó y lo observó dirigirse a la cocina. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando; me encantaba verla pasar un buen rato, pero una extraña comezón empezó a extenderse por mi epidermis, y tras de dos horas de fiesta después de nuestro escarceo particular, me di cuenta de que lo que quería era llevármela a casa, donde las dos pudiésemos explorarnos la una a la otra de verdad el resto de la noche.
Me saqué el móvil del bolsillo y le escribí un mensaje de texto.
«Vámonos de aquí. Ven a casa y quédate a pasar la noche conmigo.»
Desplacé el pulgar hasta el botón de enviar antes de darme cuenta de que ella también estaba escribiendo en nuestra ventana de iMessage. Me detuve, a la espera.
«Mike acaba de pedirme que salga con él» decía.
Me quedé mirando el teléfono antes de levantar la vista y toparme con su mirada de ansiedad desde el otro lado de la habitación. Borrando lo que había escrito, tecleé:
«¿Y qué le has dicho?».
Bajó la vista cuando le vibró el móvil y luego contestó:
«Le he dicho que ya lo hablaremos el lunes».
Me estaba pidiendo consejo, puede que incluso permiso. Hacía apenas un mes estaba acostándome regularmente con dos o tres mujeres distintas cada semana. No tenía ni idea de lo que pensaba con respecto a Santana, mis pensamientos eran demasiado complejos y confusos para ayudarla a traducir los suyos en ese momento.
Me sonó el móvil de nuevo y bajé la vista.
«¿¿No sería un poco extraño después de lo que hemos hecho?? No sé qué hacer, Britt.»
Esto es lo que necesita, me dije. Amigos, citas, una vida aparte de la universidad. Tú no puedes ser lo único que haya en ella.
Por una vez, yo buscaba lo complicado y ella estaba tratando de tomar el camino más sencillo.
«No, qué va —le contesté—. Se llama salir con otra gente.»
Una zona que no estaba hecha para la simple amistad. Me sonó el móvil en la mesita del café y me incorporé de golpe al ver la foto de Santana iluminando la pantalla. Traté de pasar por alto la agradable sensación de alivio y alegría al ver que me estaba llamando.
—Hola, Sanny.
—Ven conmigo esta noche a una fiesta —dijo sin más, pasando olímpicamente de los saludos tradicionales. La clásica señal de que Santana estaba nerviosa. Hizo una pausa y luego añadió, en voz baja—: A menos que... Mierda, es sábado. A menos que hayas quedado con alguna de tus parejas sexuales fijas, esas que sienten un amor platónico por ti.
Hice caso omiso de la retorcida segunda parte de su comentario y me centré en la primera pregunta, imaginándome una fiesta en una sala de reuniones del departamento de biología de Columbia, con botellas de refrescos de dos litros, patatas de bolsa y salsa mexicana de supermercado.
—¿Qué clase de fiesta?
Esperó unos segundos antes de contestar.
—Una fiesta de inauguración de piso.
Sonreí mirando al teléfono, cada vez más suspicaz.
—¿Qué clase de piso?
Al otro lado de la línea, Santana dejó escapar un gemido, dándose por vencida.
—Muy bien, te lo diré. Es una fiesta de estudiantes. Un colega de mi departamento y sus amigos acaban de mudarse a otro apartamento. Estoy segura de que es un cuchitril. Quiero ir, pero quiero que tú me acompañes.
—¿Así que va a ser una farra universitaria? —pregunté, riéndome—. ¿Y habrá barriles de cerveza y Fritos?
—Doctora Pierce —dijo, suspirando—. No me seas esnob.
—No soy esnob —repliqué—. Soy una treintañera que acabó la universidad hace años y para la que una noche loca consiste en convencer a Puck para que se gaste más de mil pavos en una botella de un buen whisky escocés.
—Ven conmigo, por favor. Te prometo que lo pasarás muy bien.
Lancé un suspiro, mirando la botella semivacía de cerveza que había en mi mesita del café.
—¿Voy a ser la más mayor de la fiesta?
—Probablemente —admitió—. Pero me consta que también vas a ser la tía más buena.
Me eché a reír y entonces pensé en qué planes tenía para esa noche sin aquel a opción. Había anulado mi cita con Kristy, y todavía ni siquiera estaba segura de por qué. Mentira. Sabía exactamente por qué. Me sentía incómoda, como si tal vez estuviese siendo injusta con Santana por estar con otras mujeres cuando ella me estaba dando a mí tanto de sí misma. Cuando le dije a Kristy que no podía quedar, sé que detectó algo más en mi voz. No me preguntó por qué ni intentó quedar otro día, como habría hecho Kitty. Sospechaba que ya no volvería a acostarme con aquella rubia en particular nunca más.
—¿Britt ?
Suspirando, me levanté y me dirigí al rincón donde había dejado los zapatos, junto a la puerta principal.
—Está bien, vale, iré. Pero ponte una camiseta con la que enseñes mucho las tetas, así tendré algo con lo que entretenerme si me aburro.
Soltó una risotada jadeante y prolongada, con un aire travieso y seductor a la vez.
—Trato hecho.
Era exactamente como lo había imaginado: el típico piso de alquiler para estudiantes muertos de hambre y la típica fiesta de universitarios. Sentí una pequeña punzada de nostalgia cuando entramos dentro del apartamento abarrotado. Los dos sofás eran unos futones desvencijados con fundas harapientas y llenas de manchurrones. La televisión estaba sobre un tablón que hacía malabarismos entre dos cajas de plástico para las botellas de leche. La mesa de café había visto días mejores antes de pasar por unos días muy malos y terminar en las manos de aquellos bárbaros, para que acabaran de destrozarla. En la cocina, una horda de hipsters universitarios barbudos se arremolinaban en torno a un barril de cerveza Yuengling, y había un surtido de botellas semivacías de alcohol barato y diversos refrescos.
Sin embargo, por la expresión en la cara de Santana, se diría que acabábamos de franquear las puertas del cielo. Se puso a dar unos saltitos a mi lado, y luego me buscó la mano y me la apretó con fuerza.
—¡Me alegro un montón de que hayas venido conmigo!
—Dime la verdad, ¿habías estado antes en una fiesta? —pregunté.
—Una vez —admitió, arrastrándome hacia el centro del barullo—. En la facultad. Me bebí cuatro chupitos de Bacardi y poté encima de los zapatos de un tío. Todavía no tengo ni idea de cómo volví a casa.
La imagen hizo que se me revolviera el estómago. Había visto a esa misma chica —con los ojos abiertos como platos, paseándose por el lado salvaje de la vida— en casi todas las fiestas a las que había ido durante mi vida universitaria. No soportaba la idea de que Santana hubiese sido aquella chica alguna vez. A mis ojos, ella era demasiado lista para caer en semejante vulgaridad, más digna.
Ella seguía hablando, y me agaché un poco para oír el resto de lo que decía:
—... noches locas las pasábamos básicamente jugando al Magic en la sala común de nuestra residencia de estudiantes y bebiendo ouzo. Bueno, mejor dicho, el ouzo se lo bebían los demás. En cuanto lo huelo, me entran ganas de vomitar. —Se volvió a mirarme por encima del hombro y aclaró—: Es que mi compañera de habitación era griega.
Santana me presentó a un grupo de gente, casi todos chicos. Había un tal Sam Evans, un Hau, un Aaron y creo que un Anil. Uno de ellos le dio a Santana un cóctel hecho con sake de ciruelas, la bebida de moda, y agua de seltz.
Sabía que Santana no bebía casi nunca, y mi instinto protector se activó de inmediato.
—¿Prefieres tomar algo sin alcohol? —le pregunté, lo bastante alto para que me oyeran los demás. Menudos gilipollas, dando por supuesto que querría algo alcohólico.
Todos esperaron su respuesta, pero ella dio un sorbo y emitió un ruidito.
—Esto está muy rico. ¡Joder, está buenísimo!
Al parecer, le gustaba.
—Tú asegúrate de que solo me beba uno —me susurró, arrimándose a mí—. O no me hago responsable de mis actos.
«Mierda, genial», pensé. Con esa sola frase acababa de desbaratar el plan de hacer de hermana mayor, buena y protectora, que tenía preparada para esa noche.
Santana se bebió el cóctel mucho más rápido de lo que esperaba, y sus mejillas se tiñeron de un rosado encendido, acentuado por la luminosidad de su sonrisa. Me miró a los ojos y vi la felicidad que irradiaban. «Dios, qué guapa es», me dije, deseando estar a solas con ella en mi casa viendo una película y recordándome hacer todo lo posible para que eso sucediera pronto. Miré alrededor y me di cuenta de la cantidad de gente que había ido llegando a la fiesta. La cocina estaba cada vez más llena. Otra universitaria se sumó a nuestro pequeño corrillo en mitad de una conversación sobre los profesores más locos del departamento y se me presentó, colocándose entre Sam, que estaba a mi derecha, y yo. A mi izquierda, me percaté de que Santana permanecía atenta a mi reacción. Era hiperconsciente de todos sus movimientos, y me veía a mí misma a través de sus ojos. Tenía razón cuando decía que siempre me estaba fijando en las mujeres, pero aunque aquella otra mujer era guapa, solo me causaba indiferencia, sobre todo teniendo a Santana tan cerca. ¿De verdad creía Santana que tenía la costumbre de acostarme con alguien cada vez que salía a algún sitio?
La miré a los ojos y le lancé una mirada de reprimenda. Santana se rió y dijo en voz baja:
—Te conozco.
—No tanto como tú crees —murmuré. Y qué cojones, llevas puestos, añadí—: Todavía tienes mucho que descubrir acerca de mí.
Se me quedó mirando fijamente durante unos segundos eternos. Vi cómo le palpitaba el pulso en el cuello, la forma en que se le hinchaba y deshinchaba el pecho, con la respiración agitada.
Bajó la vista, apoyó la mano en mis bíceps y recorrió con los dedos el tatuaje del fonógrafo que me había hecho cuando murió mi abuelo. Nos apartamos del grupo los dos a la vez, compartiendo una sonrisa cómplice y secreta.
«Joder, esta chica me tiene trastornada...»
—Háblame de este tatuaje —murmuró.
—Me lo hice hace un año, cuando murió mi abuelo. Él me enseñó a tocar el bajo. Escuchaba música todos los segundos de su vida, todos los días.
—Háblame del que no he visto nunca —dijo, desplazando la atención hacia mis labios.
Cerré los ojos un instante, pensando.
—Llevo la palabra «NO» escrita en la costilla inferior del costado izquierdo.
Riéndose, se acercó un poco más, lo bastante para que llegara hasta a mí el dulce aroma a licor de ciruela de su aliento.
—¿Por qué?
—Me lo hice una noche que me emborraché en la universidad. Me dio un ataque antirreligioso y no me gustaba la idea de que Dios hubiese hecho a Eva de la costilla de Adán.
Santana echó la cabeza hacia atrás, riéndose con mi risa favorita, la que le salía directamente del estómago y se apoderaba de todo su cuerpo.
—Hay que ver qué guapa eres, joder... —murmuré sin pensar, acariciándole la mejilla con el pulgar.
Enderezó la cabeza de golpe y, sin apartar la mirada de mi boca, me sacó a rastras de la cocina con una sonrisa diabólica y sibilina en los labios.
—¿Adónde vamos? —pregunté, dejándome llevar por un pasillo estrecho flanqueado por puertas cerradas.
—¡Chist! Me faltará valor si te lo digo antes de que lleguemos. Tú ven conmigo.
Ella no imaginaba que la habría seguido hasta el mismísimo infierno, aunque el pasillo estuviese en llamas. Después de todo, había acudido a aquella fiestecilla bohemia con ella, ¿no?
Santana se paró delante de una de las puertas cerradas y esperó. Apoyó la oreja en la hoja de madera, me sonrió y cuando no oímos ningún ruido, hizo girar el pomo y soltó un gritito entusiasmado y nervioso.
La habitación estaba oscura, vacía —a Dios gracias— y aún relativamente limpia por la mudanza reciente. Había una cama hecha en medio de la habitación y una cómoda colocada contra una esquina, pero la pared del fondo estaba todavía repleta de cajas.
—¿De quién es esta habitación? —pregunté.
—No estoy segura. —Alargó el brazo, cerró el pestillo a mi espalda y
luego me miró sonriendo
—. Hola.
—Hola, Santana.
Abrió mucho sus preciosos ojos y se quedó boquiabierta.
—No me has llamado Sanny.
—Ya lo sé —susurré con una sonrisa.
—Dilo otra vez. —Lo dijo con voz ronca, como si me hubiese pedido que la tocara otra vez, que la besara otra vez.
Y tal vez cuando la había llamado Santana, había sido como darle un beso. Desde luego, lo había sido para mí. Y una parte de mí, una parte muy importante, decidió que ya no me importaba. No me importaba que hubiese besado a su hermana hacía doce años ni que su hermano fuese uno de mis mejores amigos. No me importaba que Santana fuese siete años menor que yo y en muchos aspectos, muy inocente. No me importaba que seguramente acabara fastidiándolo todo ni que mi pasado pudiera molestarla. Estábamos solas, en una habitación a oscuras, y cada centímetro de mi piel estaba pidiendo a gritos que me tocara.
—Santana —dije en voz baja. Las dos sílabas inundaron mi cabeza, se adueñaron de mis pulsaciones.
Esbozó una sonrisa enigmática y luego me miró a la boca. Asomó la lengua por la suya y se humedeció el labio inferior.
—¿Qué pasa aquí, doña Misteriosa? —susurré—. ¿Qué hacemos en esta habitación tan oscura, intercambiando miradas sugerentes?
Levantó las manos y las palabras le salieron en un torrente precipitado y jadeante.
—Esta habitación es como Las Vegas, ¿vale? Así que lo que pase aquí dentro, se queda aquí dentro. O mejor dicho, lo que se diga aquí dentro, aquí dentro se queda.
Asentí, hechizada por la delicada curva de su labio inferior.
—Muy bien...
—Si te resulta raro o si cruzo alguna frontera de la amistad que por algún milagro no haya cruzado todavía, dímelo y nos iremos, y la situación será igual de ridícula que antes de que entrásemos aquí.
—Muy bien —volví a susurrar y la observé mientras respiraba profundamente y con movimiento trémulo. Estaba un poco achispada y nerviosa. Una corriente de expectación me recorrió la nuca y la espina dorsal.
—Me pongo muy tensa cuando estoy contigo —dijo en voz baja.
—¿Solo cuando estás conmigo? —pregunté, sonriendo.
Se encogió de hombros.
—Quiero que... me enseñes cosas. No solo a comportarme cuando estoy con hombres sino a... estar con alguien. Pienso en ti a todas horas. Y sé que te sientes cómoda haciendo esto sin tener que mantener una relación... —Se interrumpió, mirándome a los ojos en la penumbra de la habitación—. Somos amigas, ¿verdad?
Supe con toda certeza cómo iba a acabar aquello.
—Sea lo que sea —murmuré—, lo haré.
—No sabes qué es lo que voy a pedirte.
Riéndome, le contesté en un susurro.
—Pues pídemelo.
Se acercó un poco más, apoyó la mano en mi pecho y cerré los ojos al sentir que deslizaba su palma cálida por mi abdomen. Por un instante, me pregunté si notaría el martilleo de mi corazón. Yo percibía mis palpitaciones en todas partes, retumbando en mi pecho y por toda mi piel.
—Anoche vi otra peli —dijo—. Otra peli porno.
—Ah.
—La verdad es que esas pelis son muy malas.
Lo dijo muy despacio, como si le preocupara ofender mi sensibilidad de chica alfa amante del porno.
—Sí que lo son —convine riendo.
—Las mujeres son unas histriónicas. Y ahora que lo pienso —añadió, con aire reflexivo— los hombres también, casi todo el tiempo.
—¿Casi todo? —pregunté, intrigada.
—Al final no —dijo, bajando la voz a apenas un decibelio—. ¿Cuándo se corrió el tío? Se salió de dentro de ella y se corrió fuera. —Deslizó los dedos por debajo de mi camisa, haciendo cosquillas en la línea que iba de mi ombligo a la parte inferior de la cintura de mis pantalones.
Contuvo el aliento y desplazó las manos hacia arriba, tanteando mis pechos. Mierda. Estaba tan excitada que me resultaba imposible contenerme y no sujetarla de las caderas con las manos, pero quería que fuera ella quien llevase la iniciativa. Era ella quien me había llevado hasta allí, quien lo había empezado todo. Quería que se desfogara antes de pasarme a mí la testigo. Y entonces no tendría forma humana de contenerme.
—Eso es algo habitual en el cine porno —dije—. Los tíos no se corren dentro.
Me miró a los ojos.
—Esa parte me gustó mucho.
Sentí cómo se me ponía dura por momentos y tragué saliva.
—¿Ah, sí?
—Me gustó porque parecía real. Es como si estuviera descubriendo un mundo nuevo. Nunca he probado algo así y... o a lo mejor no había querido experimentar con los chicos con los que he estado, pero desde que empecé a quedar contigo, no dejo de pensar en esas cosas. Quiero descubrir qué es lo que me gusta.
—Eso está bien.
Me estremecí en el interior de la oscura habitación, arrepintiéndome de haber contestado tan deprisa, de parecer tan desesperada. Me moría de ganas de que me pidiera que la llevara a la cama y me la follara, que la hiciera gritar hasta que toda la fiesta se enterara de dónde nos habíamos metido y de cuánto estaba gozando.
—La verdad es que no sé qué es lo que les gusta a los hombres. Ya sé que dices que son muy simples, pero no lo son. Para mí, no lo son. —Me cogió la mano y, sin apartar los ojos de mi cara, se la acercó al pecho. Bajo la palma de mi mano, era tal y como la había imaginado cien mil veces.
Tan redonda y suave, toda curvas turgentes y piel de terciopelo. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no tomarla en brazos y aplastarla entre mi cuerpo y la pared.
—Quiero que me enseñes cómo —dijo.
—¿Qué quieres decir con que te enseñe «cómo»?
Cerró los ojos un instante, tragando saliva.
—Quiero tocarte y hacer que te corras.
Inspiré hondo y miré a la cama, en mitad de la habitación.
—¿Ahí?
Siguió la dirección de mi mirada y negó.
—No, ahí no. En la cama, todavía no. Solo... —Vaciló un momento y luego preguntó, muy despacio—: ¿Eso es un sí?
—Mmm... Pues claro que es un sí. No creo que pudiera decirte que no, aunque sea eso lo que debería hacer.
Reprimió una sonrisa y deslizó mi mano por su cadera.
—¿Quieres hacerme una paja? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? —Flexioné las rodillas para mirarla a los ojos. Me sentí como una auténtica hija de puta por ser tan bruta, y además, toda la conversación tenía un aire absolutamente surrealista, pero tenía que ser muy clara con lo que estaba pasando allí antes de perder por completo el escaso autocontrol que me quedaba y llevar aquello demasiado lejos—. Solo lo digo para asegurarme de que te he entendido.
Santana tragó saliva de nuevo, avergonzada de pronto, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí.
Di un paso hacia delante y cuando percibí el tenue olor a flores de su champú, me di cuenta de hasta qué punto estaba cachonda. No me había puesto nerviosa hasta ese momento, pero justo entonces estaba aterrorizada. Me daba lo mismo cómo iba a ser —podía mostrarse torpe y vacilante, demasiado lenta o demasiado rápida, demasiado suave o demasiado ruda—: sabía que me iba a deshacer en sus manos. Solo quería que ella siguiera comportándose con la misma franqueza, que siguiera siendo igual de abierta, cada segundo. Quería que el sexo fuese divertido para ella.
—Puedes tocarme —le dije, tratando de alcanzar un equilibrio entre mi necesidad de ser considerada y mi tendencia a ser autoritaria.
Me asió el cinturón, lo desabrochó y desplacé las manos de sus caderas hacia arriba, para llegar a través de su cintura hasta el botón superior de su camisa. A sus labios afloró una sonrisa ebria e intentó esconder la cabeza para que no la viera, pero no lo consiguió. Yo no tenía ni idea de cuál sería la expresión de mi cara, pero imaginaba que debía de tener unos ojos enormes y la boca entreabierta mientras le desabrochaba los botones con manos trémulas. Cuando le deslicé la camisa por los hombros, vi cómo vacilaba al enfrentarse con mi bragueta, con dedos inseguros, antes de apartarse para dejar que la camisa le cayera al suelo. Se quedó de pie delante de mí con un sencillo sujetador de algodón.
La rodeé con los brazos, pidiéndole permiso con los ojos antes de desabrochárselo y quitárselo por los brazos. No estaba preparada para el espectáculo de sus senos desnudos y me quedé mirándolos, embobada.
—Solo para que lo sepas —susurró—, no tienes que hacerme nada si no quieres.
—Solo para que lo sepas tú —repuse, con la misma voz susurrante—, ahora mismo me resultaría imposible no tocarte.
—Es que quiero estar muy concentrada. Y si me tocas, podrías... distraerme.
Lancé un gemido de frustración; aquella mujer me quería matar.
—Qué alumna tan aplicada... —exclamé, inclinándome para besarle el vértice que formaban su cuello y el hombro—. Pero no me pidas que no me ponga a contemplar semejante belleza. A estas alturas, ya te habrás dado cuenta de que estoy un poco obsesionada con tus pechos.
Tenía la piel suave y olía maravillosamente. Abrí la boca y la mordisqueé con cuidado, tanteando. Dio un respingo y apretó el cuerpo contra mí, la mejor reacción posible. Por mi cerebro empezaron a desfilar imágenes de ella arañándome la espalda con las uñas mientras yo abría la boca y me lanzaba con avidez sobre sus pechos al tiempo que me balanceaba sobre ella.
—Tócame, Santana. —Tomé uno de sus pechos con la mano y lo levanté más arriba, apretando. «Joder, esta mujer está para comérsela.»
Había vuelto a desplazar las manos a mi bragueta, pero las dejó ahí, inmóviles.
—Enséñame cómo se hace...
Era probablemente lo más sensual que me había dicho una mujer. Puede que fuese el tono de su voz, un poco ronca, un poco hambrienta. Puede que fuese el hecho de saber lo hábil que era en todos los demás ámbitos de su vida y que justo ese aspecto no lo dominase en absoluto, hasta el punto de que no tenía más remedio que pedir mi ayuda. O tal vez fuese simplemente que estaba loca por ella, y que enseñarle a Santana cómo debía complacerme era como decirle al universo entero: «Mirad, esta mujer me pertenece».
Desplacé sus manos a la cintura de mis tejanos y juntos los bajamos, junto con mis bóxer, hasta la altura de las caderas, liberando mi polla entre las dos. Dejé que me mirara, y asimilara mi aspecto por ser una mujer con partes masculinas, mientras levantaba las manos para apartarle el pelo por detrás de la nuca, inclinándome para besarle el cuello.
—Joder, qué rica estás... —Estaba tan empalmada que sentía las palpitaciones a lo largo de todo el miembro. Necesitaba aliviar toda aquella tensión—. Mierda, Santana, rodéamela con la mano.
—Enséñame, Britt —me imploró, recorriendo mi abdomen hacia arriba y hacia abajo con las manos, rozando apenas la punta de mi polla erecta. Las dos miramos hacia abajo y nos balanceamos levemente al unísono.
Tomé su mano cálida y se la envolví alrededor de mi verga antes de deslizarla arriba y abajo, a la vez que emitía un jadeo ronco y prolongado.
—Jodeeerrr...
Ella empezó a gemir también, un sonido brusco y excitado, y estuve a punto de estallar. Me contuve y cerré los ojos con fuerza, me agaché de nuevo para cubrirle el cuello de besos y la guié. Se movía muy muy despacio. Hacía siglos que no me hacían una paja, y prefería el sexo oral o la penetración cien mil veces, pero en ese momento, aquel o era sencillamente perfecto.
Tenía los labios casi pegados a los míos. Incluso podía percibir su aliento, saborear el regusto dulzón de aquel licor de ciruelas.
—¿No es un poco raro que te esté tocando aquí abajo y ni siquiera nos hayamos besado todavía? —murmuró.
Negué con la cabeza, mirando hacia el lugar en que sus dedos rodeaban el grosor palpitante.
Tragué saliva, casi incapaz de dar forma a mis pensamientos.
—Aquí no hay nada definido sobre lo que está bien y lo que está mal. No hay reglas —dije.
Apartó los ojos del punto de mi boca que había estado observando completamente absorta hasta ese momento.
—No tienes que besarme —me respondió.
La miré perpleja. Hacía varias semanas que me moría de ganas de besarla.
—Mierda, Santana, sí. Tengo que hacerlo.
Deslizó la lengua por sus labios para humedecerlos.
—Bueno —aceptó.
Me agaché, acercándome, sin dejar de guiar su mano hacia arriba y hacia abajo, sin dejar de mirarla intensamente. Tenía los labios a apenas un suspiro de los míos, y de su boca salían pequeños ruidos cada vez que alcanzaba mi glande con la mano y yo dejaba escapar un gemido ronco.
Aquello era increíble para ser una simple paja, y de pronto, todo se volvió demasiado íntimo para que fuésemos simples amigas. La miré a los ojos y luego a la boca, antes de avanzar esos escasos milímetros para besarla.
Fue la cosa más dulce y fogosa del mundo, y nuestro primer beso fue irreal, deslizando mis labios sobre los suyos, como pidiéndole: «Deja que te haga esto. Deja que te haga esto y sea delicada y cuidadosa con cada rincón de tu cuerpo». La besé varias veces, con labios carnosos, unos besos tiernos para que supiese que me iba a dedicar a aquello todo el tiempo que ella necesitase.
Cuando abrí la boca lo justo para engullir su labio inferior, sentí una corriente eléctrica al oír el brusco jadeo de su garganta. Joder, me moría de ganas de levantarla, follarme su boca con mi lengua y tomarla allí mismo, contra la pared, con la fiesta a todo volumen al otro lado y mis ojos clavados en su cara, observándola mientras asimilaba todas y cada una de las sensaciones.
Cuando retrocedió, estudió mi boca, mis ojos y mi frente. Me estaba estudiando a mí. No sabía si lo que sentía era una fascinación general con lo que estaba aprendiendo o era específicamente con aquel momento conmigo, pero lo cierto es que nada habría podido sacarme del trance en el que estaba; ni unos fuegos artificiales, ni un incendio en el pasillo. Mi necesidad de estar dentro de ella algún día —de poseerla por completo—me aguijoneó todo el cuerpo y se plantó debajo de mis costillas, oprimiéndome con una fuerza insoportable.
—Me lo dirías si lo hago fatal, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
Me eché a reír, resollando.
—Oh, no lo haces nada fatal. Eres increíble, joder. Esto es increíble, y eso que solo es tu mano...
—¿Es que...? —empezó a preguntar con expresión insegura—. ¿Es que las otras no lo hacen?
Tragué saliva rápidamente, ofuscada ante la mención de otras mujeres en ese momento.
Antes, casi quería que fuesen una presencia constante, un recordatorio para ambas partes de lo que pasaba y lo que no pasaba en un momento como aquel. Con Santana, quería borrar sus sombras de la pared.
—Chist...
—Quiero decir, ¿normalmente solo echas un polvo y ya está?
—Me gusta lo que estamos haciendo. Ahora mismo no quiero otra cosa, ¿quieres concentrarte en la polla que tienes en la mano?
Se echó a reír, y yo seguí palpitando en la palma de su mano, con aquel sonido maravilloso.
—Vale —murmuró—. Tendré que empezar por lo básico.
—Me gusta que quieras aprender a tocarme.
—Me gusta tocarte —murmuró en mi boca—. Me gusta que me enseñes.
En ese momento empezamos a movernos más rápido; le enseñé cuánto podía apretar, y le hice saber que podía sujetarla con fuerza y que necesitaba que empezase a darle más rápido y más fuerte de lo que ella creía.
—Aprieta más —susurré—. Me gusta muy prieta.
—¿No te duele?
—No, me está matando, joder.
—A ver, déjame intentar... —Me apartó el brazo suavemente con la mano que tenía libre.
De ese modo tuve acceso a sus pechos y me agaché para chuparle un pezón, al tiempo que soplaba delicadamente sobre la punta erecta. Lanzó un gemido y bajó el ritmo un momento antes de acelerar de nuevo.
—¿Puedo seguir así hasta que termines? —me preguntó.
Me eché a reír, pegado a su piel. Me tenía prácticamente vibrando en sus manos, luchando por no correrme cada vez que deslizaba la mano abajo y luego arriba hacia el glande.
—La verdad es que contaba con eso.
Le succioné el cuello, cerrando los ojos y preguntándome si me permitiría dejarle una marca allí para poder vérsela al día siguiente. Para que todos la viesen. Alrededor, el mundo me daba vueltas. Su mano era maravillosa, desde luego, pero toda ella me dejaba extasiada. El olor y el sabor de su piel suave y firme, sus gemidos de placer por el simple acto de tocarme... Era sensual, activa y curiosa, y estaba segura de que hacía
mucho, muchísimo tiempo que nadie me ponía tan a cien.
La tensión familiar fue acumulándose en mi vientre, y empecé a balancearme hacia delante y hacia atrás en su mano firme.
—Santana... Oh, mierda, un poco más rápido, ¿vale?
Las palabras parecían mucho más íntimas así, apoyando mi boca en su piel, con el aliento entrecortado.
Solo vaciló un segundo antes de reaccionar, tirando con más fuerza y más deprisa, y enseguida me puse al borde del éxtasis absoluto —vergonzosamente rápido—, y la verdad es que me importaba una mierda.
Siguió envolviéndome con sus dedos alargados y esbeltos, y me dejó succionarle el labio inferior, la mandíbula y el cuello con avidez. Sabía que iba a saber de maravilla en todas partes. Quería enseñarle cómo se follaba.
Con esa idea, la de abalanzarme sobre ella y dentro de ella y hacer que se corriera con mi cuerpo, me aplasté contra Santana y le supliqué me mordiera, que me clavara los dientes en el cuello, en el hombro... donde fuese. No me importaba lo que pensase; de algún modo, sabía que no se acobardaría ni se echaría atrás ante la crudeza de mis palabras.
Sin dudar ni un instante, se inclinó hacia delante, abrió la boca en mi cuello y me hincó los dientes con feroz apetito. Se me nubló el pensamiento, todo se transformó en un calor abrasador y salvaje; por un momento, fue como si todas las sinapsis de mi cuerpo hubiesen sufrido un cortocircuito, como si se hubiesen desconectado, como si se hubiesen fundido. Siguió bombeándome con la mano con rapidez, y mi orgasmo culebreó por mi espina dorsal y me corrí con un gemido suave, el calor abrasándome la espalda y estallando de mi interior a su mano y por su vientre desnudo.
Justo cuando necesitaba que lo hiciese dejó de mover la mano, pero no me soltó. Sentí su mirada clavada donde me había estado sujetando y sufrí una contracción espasmódica cuando volvió a pasear la mano por mi polla, tanteando y explorando.
—No. Más no —exclamé, sin resuello.
—Perdón. —Deslizó el pulgar de la mano que tenía libre por el lugar donde me había corrido, en su palma y se la restregó por la cadera, con los ojos muy abiertos, fascinados. Tenía la respiración tan agitada que el pecho le daba sacudidas con el movimiento.
—Hostia puta —exhalé.
—¿Te ha...?
La habitación parecía inundada con el eco de su pregunta inacabada y el sonido de mi respiración jadeante. Estaba un poco mareada y me dieron ganas de arrastrarla hasta el suelo conmigo y desmayarme.
—Joder, Santana. Ha sido apoteósico.
Me miró, casi con aire triunfal por su descubrimiento.
—Tenía razón..., has hecho un ruido alucinante cuando has llegado al orgasmo.
Se abrió un abismo a mis pies cuando dijo eso, porque ahí estaba yo, perdiendo la erección en su mano, cuando lo único que quería era averiguar si hacerme aquello la había puesto húmeda.
—¿Ahora me toca a mí? —le pregunté, inclinándome sobre la piel suave sedosa de su cuello.
—Sí, por favor —murmuró con voz temblorosa.
—¿Quieres que te lo haga con las manos? —pregunté—. ¿O prefieres algo más?
Dejó escapar una leve risa nerviosa.
—La verdad es que no estoy preparada para más, pero... me parece que las manos conmigo no funcionan.
Retrocedí el espacio suficiente para que viera mi cara de escepticismo, al tiempo que le desabrochaba los vaqueros y la desafiaba a que intentase detenerme.
No lo hizo.
—Quiero decir que no sé si puedo correrme con... con los dedos dentro y eso —aclaró.
—Pues claro que no puedes correrte solo con que te meta los dedos dentro, pero es que tu clítoris no está dentro... —Deslicé la mano bajo sus bragas de algodón y me quedé inmóvil al percibir el tacto de la piel desnuda y aterciopelada, sin rastro de pelo—. Mmm... ¿Santana? No imaginaba que fueras de las que se afeitan.
Se retorció un poco, avergonzada.
—Marley habló de eso el otro día. Tenía curiosidad y...
Le metí un dedo entre los labios; joder, estaba chorreando...
—La hostia... —gemí con voz ronca.
—Me gusta —admitió, apretándome el cuello con la boca—. Me gusta que me toques.
—Joder, ¿me tomas el pelo? Eres tan suave... Quiero chuparte hasta el último rincón ahí abajo.
—Britt ..
.
—Te comería ahí abajo con la boca si no estuviéramos en la habitación de un tío al que ni siquiera conozco.
Se estremeció entre mis dedos y dejó escapar un quejido casi imperceptible.
—No sabes la de veces que he fantaseado con eso —dijo.
Madre del amor hermoso... Sentí cómo me iba empalmando de nuevo, instantáneamente.
—Creo que te derretirías como un azucarillo en mi lengua. ¿Tú qué crees? Se rió a medias, agarrándome de los hombros.
—Creo que me estoy derritiendo ahora mismo.
—Yo también lo creo. Creo que te vas a derretir en mi mano y que luego me la limpiaré chupándola con la lengua. ¿Eres de las que gritan, Ciruela? Cuando te corres, ¿te pones como una salvaje?
Dejó escapar un sonido ahogado antes de contestar:
—Cuando estoy yo sola, no armo mucho escándalo, no.
Mierda. Eso era lo que quería oír. Podía estar un decenio entero teniendo fantasías con la imagen de Santana despatarrada en su sofá o tumbada en mitad de su cama, masturbándose.
—Y cuando estás sola, ¿qué haces? ¿Solo te tocas el clítoris?
—Sí.
—¿Con algún juguete o...?
—A veces.
—Estoy segura de que puedo hacer que te corras así —dije, y le metí dos dedos deslizándolos con cuidado, sintiendo cómo los apretaba con sus músculos vaginales. Le rocé la nariz con la mía —. Dime, ¿te gusta que te meta los dedos? ¿Qué te folle con ellos?
—Britt ..., eres una guarra.
Me eché a reír y le mordisqueé la mandíbula.
—Creo que te gusta. Cuanto más vicio, mejor.
—Creo que me gustaría tener tu boca viciosa entre las piernas —dijo en voz baja.
Lancé un gemido y moví la mano con más rapidez y más firmeza en su interior.
—¿Piensas en eso? —preguntó—. ¿En besarme ahí abajo?
—Sí —admití—. Pienso en eso y me pregunto si conseguiré salir a respirar aire otra vez.
Estaba completamente empapada, deshecha. Se retorcía con furia entre mi mano, emitiendo los ruidos desesperados que tanta hambre me provocaban. Saqué los dedos, haciendo caso omiso de su gemido de protesta, y tracé con ellos una línea húmeda que le subía por la barbilla y le cruzaba los labios, y seguí el mismo el trazo casi inmediatamente con la lengua, cubriéndole la boca con la mía.
Jodeeerrr...
Sabía a mujer toda ella, tierna y embriagadora, y aún tenía la lengua dulzona y pegajosa del licor de antes. Sabía a ciruela, madura, esponjosa y pequeña en mi boca, y me sentí como la puta reina del mambo cuando me suplicó que la tocase «más, otra vez, por favor, Britt , ya estaba muy cerca...».
Volví a concentrarme y le bajé los pantalones y las bragas hasta los tobillos, esperando mientras ella misma se los quitaba. Estaba completamente desnuda y me temblaban los brazos del ansia por deslizarme en el interior de su calor perfecto y abrasador.
Me cogió de la muñeca y me metió la mano entre sus piernas.
—Avariciosa...
Abrió los ojos como platos, avergonzada.
—Es que...
—Chist. —La silencié cubriéndole su boca con la mía, succionándole el labio y chupándole su melosa lengua. Me retiré y murmuré—. Me gusta. Quiero hacerte explotar.
—Y explotaré.
Dio una sacudida en mi mano cuando le metí los dedos entre las piernas y le acaricié el clítoris
—. Nunca había estado así.
—Tan húmeda.
Abrió la boca y dio un grito ahogado cuando volví a meterle los dedos dentro. Se quedó mirando mis labios, mis ojos, todas mis reacciones. Me encantaba que la curiosidad le impidiese incluso apartar la mirada.
—Hazme un favor —le pedí. Ella asintió con la cabeza—. Cuando estés a punto, dímelo. Yo lo sabré igualmente, pero quiero oírtelo decir con palabras.
—Lo haré —jadeó—. Lo haré, lo haré, pero... por favor.
—¿Por favor qué, Ciruela?
Se apoyó tambaleándose ligeramente sobre mí.
—Por favor, no pares.
Deslicé los dedos más adentro, más rápido, apretando el pulgar contra su clítoris y masajeándolo en círculos más pequeños y firmes. «Sí. Joder, está a punto...»
Volví a empalmarme y froté mi erección contra su cadera desnuda, en el punto sobre el que ya me había corrido hacía escasos minutos, y estaba a punto de alcanzar el orgasmo yo también.
—Agárrame la polla, ¿quieres? Sujétala. Es que estás tan mojada, joder, y con esos ruiditos que haces..., joder, yo...
Y entonces colocó la mano donde le pedía, sujetándome lo bastante fuerte para que me follara su puño cerrado, y toda mi mente se concentró en la suavidad alrededor de mis dedos y en la carnosidad frutal de sus labios y su lengua.
Empezó a deshacerse, y su cuerpo perdió el control por completo. Jadeaba en voz baja la misma cantinela todo el tiempo:
«Oh, Dios mío...»,
Que era justo lo que estaba pensando yo también.
—Dilo.
—Me... me... —empezó a decir entrecortadamente, y me sujetó la polla con más fuerza mientras embestía con ella su puño.
—Dilo de una puta vez, joder.
—Britt . Dios mío... —Sus muslos empezaron a temblar y le rodeé la cintura con la mano que tenía libre para que no se cayera—. Me corrooo...
Y con una brusca convulsión de las caderas se corrió, temblando, sudorosa y húmeda. Su orgasmo se propagó a lo largo de mis dedos mientras gritaba, clavándome las uñas en los hombros. Era exactamente lo que necesitaba yo..., ¿cómo coño lo sabía? Con un leve gemido sentí cómo entraba en erupción con mi segundo orgasmo, caliente y líquido en su mano.
Jodeeerrr...
Me temblaban las piernas y me recosté sobre ella, aplastándola contra la pared. Habíamos hecho mucho ruido. ¿Demasiado ruido? Estábamos al fondo del pasillo, separadas de la animada fiesta por varias habitaciones, pero yo no tenía la mínima noción de qué había ocurrido en el mundo exterior mientras me deshacía en los brazos de Santana.
Percibí su aliento cálido y dulce en mi cuello y retiré cuidadosamente los dedos, frotándolos sobre su sexo para regodearme en su piel ardorosa y sensible.
—¿Ha estado bien? —le murmuré al oído.
—Sí —susurró, envolviéndome los hombros con los brazos y enterrando la cara en el hueco de mi cuello—. Dios, muy bien...
Dejé la mano donde estaba, con el cerebro enfebrecido, y le recorrí delicadamente el clítoris con los dedos, antes de deslizarlos de nuevo hacia su abertura y el suave pliegue de su coño.
Era, muy posiblemente, la mejor primera vez que había tenido con una mujer. Y eso que solo habíamos empleado las manos.
—Deberíamos volver a la fiesta —sugirió, con la voz sofocada por mi piel.
De mala gana, retiré la mano e inmediatamente me estremecí cuando encendió el interruptor de la luz, a su espalda. Mientras me subía los pantalones, la observé detenidamente, completamente desnuda en la habitación iluminada.
Vaya por Dios... Tenía unas formas suaves y bien torneadas, un cuerpo tonificado, con pechos turgentes y caderas sinuosas. Su piel todavía llameaba por el orgasmo y me regocijé con el espectáculo del rubor que se le extendía por el cuello y las mejillas mientras yo examinaba la sustancia que mi orgasmo había depositado sobre su vientre.
—Me estás mirando... —dijo al tiempo que se agachaba para coger una caja de pañuelos de papel del tocador. Bajó la vista, se limpió y luego arrojó el pañuelo a una papelera.
Me abroché el cinturón y me senté en el extremo de la cama, observándola mientras volvía a vestirse. Era increíblemente sexy, y no tenía ni idea.
La habitación olía a sexo y yo sabía que Santana era consciente de que toda mi atención estaba centrada en ella, pero no se apresuró. De hecho, parecía plenamente satisfecha dejándome contemplar todos los ángulos posibles, todas las curvas de su cuerpo mientras se ponía las bragas, se enfundaba los pantalones, se ajustaba el sujetador y se abotonaba la camisa despacio.
Mirándome, se pasó la lengua por los labios y sentí que se me aceleraba el corazón al darme cuenta de que podía saborearse a ella misma a través del poso de mis dedos. Pensé que probablemente me acordaría de su sabor durante el resto de mis días.
—¿Y ahora qué? —pregunté, poniéndome de pie.
—Ahora... —Buscó mi brazo y me recorrió con los dedos la línea que iba de mi codo a la muñeca—. Volvemos ahí fuera y nos tomamos otra copa.
La sangre se me enfrió un poco al oír que su voz recuperaba la normalidad. Ya no jadeaba ni hablaba entrecortadamente, ya no se mostraba vacilante ni esperanzada. Volvía a ser la misma Santana efervescente, la misma que veía todo el mundo.
Ya no era mía.
—Me parece bien —le contesté.
Me miró a la cara durante largo rato, los ojos, las mejillas, la barbilla y los labios.
—Gracias por no estar incómoda.
—Pero ¿qué dices? —Me agaché y la besé en la mejilla—. ¿Por qué iba a estar incómoda?
—Acabamos de tocarnos nuestras partes íntimas —susurró.
Me eché a reír y le enderecé el cuello de la camisa.
—Sí, me he dado cuenta —le dije.
—Me parece que podría llevar muy bien eso de que seamos amigas con derecho a roce. Parece tan fácil, tan relajado... Bueno, volvamos ahí fuera —dijo, sonriéndome de oreja a oreja.
Guiñándome un ojo, añadió
—: Y somos las únicas que sabemos que acabas de correrte en mi barriga y que yo acabo de correrme en tu mano.
Hizo girar el pomo, abrió la puerta y dejó paso al bullicio de la fiesta. Era imposible que alguien nos hubiese oído. Podíamos hacer como si nada hubiese pasado.
Ya había hecho aquello antes, millones de veces. Enrollarme con una mujer y luego volver al jaleo de la fiesta, mezclándome con la gente en la habitación y sumergiéndome en otra clase de diversión. Sin embargo, a pesar de que la gente allí era verdaderamente muy simpática, no conseguía quitarle el ojo de encima a Santana y controlar lo que estaba haciendo. En el salón, hablando con el asiático alto que recordaba por el nombre de Mike.
Pasillo abajo, saludándome con la mano antes de meterse en el cuarto de baño. Llenándose el vaso de plástico con agua en la cocina. Mirándome desde el otro extremo de la habitación.
Mike volvió a encontrar a Santana y le sonrió agachándose y diciéndole algo al oído. Tenía una sonrisa radiante, una ropa que sugería que su cuenta corriente estaba lo bastante saneada para pertenecer al sector más chic de los estudiantes universitarios, y parecía muy pendiente de ella. Vi cómo la sonrisa de ella se ensanchaba y luego se hacía un poco más vacilante. Lo abrazó y lo observó dirigirse a la cocina. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando; me encantaba verla pasar un buen rato, pero una extraña comezón empezó a extenderse por mi epidermis, y tras de dos horas de fiesta después de nuestro escarceo particular, me di cuenta de que lo que quería era llevármela a casa, donde las dos pudiésemos explorarnos la una a la otra de verdad el resto de la noche.
Me saqué el móvil del bolsillo y le escribí un mensaje de texto.
«Vámonos de aquí. Ven a casa y quédate a pasar la noche conmigo.»
Desplacé el pulgar hasta el botón de enviar antes de darme cuenta de que ella también estaba escribiendo en nuestra ventana de iMessage. Me detuve, a la espera.
«Mike acaba de pedirme que salga con él» decía.
Me quedé mirando el teléfono antes de levantar la vista y toparme con su mirada de ansiedad desde el otro lado de la habitación. Borrando lo que había escrito, tecleé:
«¿Y qué le has dicho?».
Bajó la vista cuando le vibró el móvil y luego contestó:
«Le he dicho que ya lo hablaremos el lunes».
Me estaba pidiendo consejo, puede que incluso permiso. Hacía apenas un mes estaba acostándome regularmente con dos o tres mujeres distintas cada semana. No tenía ni idea de lo que pensaba con respecto a Santana, mis pensamientos eran demasiado complejos y confusos para ayudarla a traducir los suyos en ese momento.
Me sonó el móvil de nuevo y bajé la vista.
«¿¿No sería un poco extraño después de lo que hemos hecho?? No sé qué hacer, Britt.»
Esto es lo que necesita, me dije. Amigos, citas, una vida aparte de la universidad. Tú no puedes ser lo único que haya en ella.
Por una vez, yo buscaba lo complicado y ella estaba tratando de tomar el camino más sencillo.
«No, qué va —le contesté—. Se llama salir con otra gente.»
Última edición por marthagr81@yahoo.es el Miér Mayo 24, 2017 10:27 pm, editado 1 vez
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 7
Si alguna vez me había preguntado cómo sonaba una gata en celo, ahora lo sabía. Los maullidos, gemidos y aullidos habían empezado hacía una hora más o menos y no habían hecho sino empeorar hasta que el animal sexualmente frustrado casi chillaba al otro lado de la ventana de mi dormitorio.
Sabía exactamente lo que sentía. Gracias, vida, por darme la metáfora viva de cómo me sentía yo.
Con un gruñido, me puse boca abajo y alargué la mano a ciegas en busca de un cojín con el que ahogar el sonido o con el que asfixiarme. No lo tenía decidido. Hacía tres horas que había llegado a casa procedente de la cita con Mike y no había dormido ni unos minutos.
Estaba destrozada después de dar vueltas y más vueltas desde que me había metido en la cama, mirando el techo como si el secreto de todos mis problemas se hallase oculto en el yeso moteado.
¿Por qué me parecía todo tan complicado? ¿No era eso lo que yo quería? ¿Citas? ¿Vida social? ¿Tener un orgasmo en compañía de otra persona? ¿Cuál era el problema entonces?
La forma en que Mike hizo saltar por los aires ese rollo de «solo amigos» era un problema. Pero el mayor problema era que habíamos ido a uno de mis restaurantes favoritos y yo estuve hecha polvo, pensando en Britt cuando debería haber estado derritiéndome por Mike. No estaba pensando en la sonrisa de Mike cuando pasó a recogerme, en su detalle de abrirme la puerta ni en la adoración con que me miró durante toda la cena.
En lugar de eso, estaba obsesionada con la sonrisa burlona de Britt, su expresión mientras miraba cómo le tocaba la polla, sus mejillas encendidas, las palabras exactas con las que me había indicado lo que debía hacer, los sonidos que había hecho al correrse y el aspecto que tenía aquello sobre mi piel.
Molesta, volví a ponerme boca arriba y aparté las mantas de una patada. Estábamos en marzo, había caído una nieve ligera durante todo el día y yo estaba sudada. Eran las dos de la madrugada y estaba despierta y frustrada. Muy... muy frustrada. Lo más difícil de comprender era lo amable, tierna y atenta que se había mostrado Britt en la fiesta y mi certeza de que todo aquello se traduciría fácilmente en sexo. Se había mostrado alentadora, diciendo todo lo que yo necesitaba oír, aunque sin empujarme nunca, sin pedirme nunca más de lo que estaba dispuesta a dar. Dios, qué buena estaba. Esas manos..., esa boca. Su modo de chuparme la piel, besándome como si llevase años de necesidad acumulada y por fin se hubiese desatado. Quería que me follase más de lo que nunca había querido nada, y era el siguiente paso más lógico del mundo: ambas estábamos allí, estaba oscuro, ella estaba encendida y Dios sabe que yo estaba a punto de explotar, había una cama..., pero no me pareció bien. No me sentía preparada.
Ella no había insistido. Yo esperaba que la situación fuese incómoda, pero no lo fue en absoluto. Era la única persona con la que quería hablar de Mike, y ella me animó. En el taxi, mientras volvíamos a casa, me dijo que debía salir a divertirme. Me dijo que ella no se iba a ninguna parte y que lo que habíamos hecho era perfecto. Me dijo que explorase y que fuese feliz.
Dios, solo consiguió que la deseara aún más.
Tras decidir que aquella era una batalla perdida y que ya no me dormiría, me levanté y fui a la cocina. Metí la cabeza en el frigorífico y cerré los ojos, dejando que el aire frío flotase sobre mi piel caliente. Tenía mojada la entrepierna, y aunque habían pasado seis días desde que Britt me había tocado allí, me sentía anhelante. Había salido a correr con ella cada día, y habíamos desayunado juntas tres de esos días. Había sido fácil; con Britt, siempre era fácil. Sin embargo, cada vez que estaba cerca me entraban ganas de preguntarle si podía tocarme otra vez, si yo podía tocarla a ella. Aún podía sentir el eco de cada caricia de sus dedos, pero no confiaba en mi memoria. No podía haber sido tan buena. Entré en la sala de estar y miré por la ventana. El cielo estaba oscuro, de un gris plateado, y había destellos de escarcha en las azoteas. Conté las farolas y calculé cuántas de ellas había entre su edificio de apartamentos y el mío. Me pregunté si existía siquiera una posibilidad de que también estuviese despierta, sintiendo una pequeña parte del deseo que yo sentía en ese momento.
Mis dedos encontraron el pulso en mi cuello y cerré los ojos, sintiendo el ritmo salvaje bajo mi piel. Me dije a mí misma que debía volver a la cama. Quizá aquella fuese una buena oportunidad para probar el coñac que mi padre siempre guardaba en la sala de estar. Me dije a mí misma que llamar a Britt era mala idea y que nada bueno podía salir de ahí. Yo era inteligente y lógica, y lo pensaba todo muy bien.
Estaba harta de pensar.
Ignorando la advertencia dentro de mi mente, cogí mis cosas, salí a la calle y eché a andar. La nieve compacta formaba una gruesa capa en la acera. Mis botas provocaban crujidos a cada paso, y cuanto más me acercaba al apartamento de Britt, más se convertía el caos de mis pensamientos en un constante zumbido de fondo.
Cuando alcé la mirada me hallaba delante de su edificio. Mis manos temblaron al sacar mi teléfono móvil, encontrar su foto y teclear lo único que se me ocurrió:
«¿Estás despierta?».
Casi se me cayó el teléfono por la sorpresa cuando llegó una respuesta solo unos segundos más tarde.
«Por desgracia.»
«¿Me dejas pasar?», pregunté. Francamente, ¿quería que dijese que sí o que me enviase de vuelta a casa? A aquellas alturas ni siquiera yo lo sabía.
«¿Dónde estás?»
Vacilé.
«Delante de tu edificio.»
«QUÉ. Ahora bajo.»
Apenas tuve tiempo de considerar lo que estaba haciendo, volviéndome para mirar hacia el lugar del que venía, cuando se abrió de golpe la puerta de la calle y Britt salió al exterior.
—¡Hace un frío de la hostia! —vociferó, y luego miró detrás de mí, hacia el bordillo vacío—. ¡Me cago en la puta, Santana! ¿Has cogido al menos un taxi hasta aquí?
—He venido a pie —reconocí con una mueca.
—¿A las tres de la mañana? ¡Joder! ¿Has perdido la cabeza?
—Lo sé, lo sé. Es que...
Negó con la cabeza y tiró de mí hacia el interior.
—Entra. Estás loca, ¿lo sabías? Me entran ganas de estrangularte ahora mismo. No se puede caminar por Manhattan sola a las tres de la mañana, Santana.
Sentí un cálido aguijonazo en el estómago cuando pronunció mi nombre, y supe que me habría pasado toda la noche en la fría calle si eso la hubiese llevado a pronunciarlo otra vez. Sin embargo, me lanzó una mirada de advertencia y asentí con la cabeza mientras me acompañaba hasta el ascensor. Las puertas se cerraron y Britt me miró desde la pared de enfrente.
—Entonces, ¿acabas de volver a casa? —preguntó; tenía un aspecto demasiado soñoliento y sexy para mi presente estado de ánimo—. La última vez que me has mandado un mensaje acababas de subirte al taxi para reunirte con Mike en el restaurante.
Negué y bajé la vista hasta la alfombra, parpadeando y tratando de entender en qué estaba pensando exactamente cuando decidí ir allí. No estaba pensando, ese era el problema.
—He vuelto a casa sobre las nueve.
—¿Las nueve? —preguntó, nada impresionada.
—Sí —la desafié.
—¿Y?
Su tono era mesurado; su rostro, impasible. No obstante, la rapidez de sus preguntas me indicó que estaba alterada. Cambié de posición sin saber qué decir. La cita había sido un completo desastre. Mike era amable e interesante, pero yo había estado totalmente ausente.
Me salvé de contestar cuando llegamos al piso de Britt. Salí del ascensor detrás de ella y la seguí por el largo pasillo, mirando cómo se flexionaban su espalda y sus hombros con cada paso. Llevaba un pantalón de pijama azul, y los contornos de algunos de sus tatuajes más oscuros resultaban visibles a través de la fina camiseta blanca. Tuve que reprimir el impulso de alargar el brazo y rozarlos con la punta del dedo, de quitarle la
camiseta y verlos todos. Estaba claro que había más que todos aquellos años atrás, pero ¿qué eran? ¿Qué historias se ocultaban bajo la tinta de su piel?
—Bueno, ¿vas a contármelo? —preguntó.
Se había detenido delante de su puerta, mi mirada se clavó en sus ojos.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
—Lo de la cita, Santana.
—Oh —murmuré, parpadeando y tratando de poner orden en el caos que ocupaba mi cabeza—. Cenamos y bla, bla, bla, y luego cogí un taxi hasta casa. ¿Segura que no te he despertado?
Exhaló un suspiro profundo y prolongado y me invitó a entrar con un gesto.
—Por desgracia, no. —Me arrojó una manta que estaba apoyada en el respaldo del sofá—. Aún no he podido conciliar el sueño.
Quise prestar atención, pero de pronto me vi rodeada de un montón de piezas de la vida de Britt.
Su apartamento se encontraba en uno de los edificios más nuevos de la zona y era moderno, aunque modesto. Pulsó el interruptor de una pequeña chimenea situada contra una pared y las llamas cobraron vida, bañando con una luz parpadeante las paredes de color miel.
—Caliéntate mientras te preparo algo de beber —dijo, indicando con un gesto la alfombra que se hallaba delante de la chimenea—. Y cuéntame algo más sobre esa cita que se ha acabado a las nueve.
La cocina resultaba visible desde la sala de estar, y vi cómo abría y cerraba armarios. Acto seguido llenó de agua una tetera de aspecto antiguo y la puso a calentar sobre los fogones. Su piso era más pequeño de lo que yo imaginaba, con suelos de madera y estanterías abarrotadas de novelas muy leídas, gruesos volúmenes sobre genética y una pared entera dedicada a lo que parecía una impresionante colección de cómics. Dos sofás de piel dominaban la sala de estar, y unos cuadros enmarcados con sencillez
colgaban de las paredes. En el suelo había un revistero lleno, y sobre la repisa de la chimenea descansaba una pila de correo y un vaso rebosante de chapas de botellas.
Traté de concentrarme en lo que me preguntaba, pero cada objeto de su apartamento era una fascinante pieza del rompecabezas de la historia de Britt.
—La verdad es que no hay mucho que contar —dije, distraída.
—Santana.
Solté un gemido, me quité el abrigo y lo dejé en el respaldo de una silla.
—Tenía la cabeza en otra parte, ¿sabes? —dije, y me detuve al ver su expresión: había abierto la boca y sus ojos, como dos luceros, se movían despacio por mi cuerpo—. ¿Qué?
—¿Qué estás...? —Tosió—. ¿Has venido hasta aquí con eso?
Bajé la mirada y, si ello era posible, me sentí aún más mortificada que antes. Me había metido en la cama con unos shorts y una camiseta de tirantes, y antes de salir solo me había puesto un par de pantalones de pijama, mis botas de pelo y el viejo abrigo gigante de Jake. Mi camiseta no dejaba nada a la imaginación y mis pezones estaban duros, completamente visibles bajo la tela delgada.
—¡Oh! ¡Uy! —Crucé los brazos sobre el pecho, intentando ocultar el hecho obvio de que fuera hacía mucho mucho frío—. Seguramente debería haber prestado más atención, pero quería... quería verte. ¿Es eso raro? Es raro, ¿verdad? Seguramente estoy infringiendo una docena de tus reglas.
Parpadeó.
—Esto... creo que hay una cláusula que obliga a mostrarse permisiva ante la infracción de cualquier regla mientras se lleve una ropa como esa —dijo, logrando apartar los ojos de mi pecho el tiempo suficiente para terminar lo que estaba haciendo en la cocina.
Mi capacidad de ponerla nerviosa me produjo una insólita sensación de poder, y traté de no darme demasiados aires cuando salió con dos tazas humeantes en la mano.
—Bueno, ¿por qué ha habido tan pocos acontecimientos de interés en esa cita? —preguntó.
Me senté con las piernas estiradas en el suelo, delante del fuego.
—Tenía otras cosas en la cabeza.
—¿Como por ejemplo?
—Coooooomo... —dije, arrastrando la palabra el tiempo suficiente para decidir si realmente quería abordar el tema. Decidí que sí—. Como la fiesta.
Se hizo un instante de incómodo silencio.
—Ya.
—Sí.
—Por si no te has dado cuenta —dijo Britt, lanzándome una ojeada—, yo no estaba exactamente dormida como un tronco.
Asentí con la cabeza y me volví hacia el fuego, sin saber cómo seguir.
—Siempre he podido controlar adónde iba mi mente, ¿sabes? Si es momento de estudiar, pienso en estudiar. Si estoy trabajando, pienso en el trabajo. Sin embargo, últimamente —dije, sacudiendo la cabeza—, mi concentración es una mierda.
Se rió suavemente junto a mí.
—Sé muy bien cómo te sientes.
—No estoy centrada.
—Sí.
Se rascó la nuca y me miró a través de sus pestañas.
—No duermo demasiado bien.
—Igual que yo.
—Estoy tan alterada que apenas puedo quedarme sentada —reconocí.
Oí el sonido de su respiración, larga y mesurada, y solo entonces me di cuenta de cuánto nos habíamos acercado. Alcé la vista y vi que me miraba. Sus ojos recorrieron cada centímetro de mi cara.
—No sé... si alguna vez me ha distraído tanto alguien —dijo.
Estaba muy cerca de ella, tan cerca que pude ver cada una de sus pestañas a la luz del fuego, las pecas que le cubrían el puente de la nariz. Sin pensar, rocé sus labios con los míos. Abrió los ojos de par en par y noté que se quedaba rígida, paralizada. Solo fue un momento, y sus hombros se relajaron enseguida.
—No debería querer esto —dijo—. No tengo ni idea de lo que estamos haciendo.
No nos estábamos besando, no de verdad; solo coqueteábamos, respirando el mismo aire. Pude oler su jabón, un atisbo de pasta de dientes. Veía mi propio reflejo en su pupila.
Ladeó la cabeza, cerró los ojos y se acercó para darme un beso con los labios separados.
—Dime que pare, Santana.
No pude. En vez de eso, le apoyé una mano en la nuca para aproximarla más a mí. Y entonces fue ella quien se impulsó hacia delante con más fuerza, durante más tiempo, y tuve que aferrarme a su camiseta para no caerme. Abrió la boca y me chupó el labio inferior y la lengua.
Sentí en el vientre un calor creciente y noté que me estaba fundiendo hasta convertirme en un corazón desbocado y unas extremidades que se retorcían con las suyas, arrastrándonos a ambas hasta el suelo.
—No... —empecé, sin aliento—. Dime qué debo hacer.
Noté su forma dura contra mi cadera y me pregunté cuánto tiempo llevaba así, si había estado pensando en aquello tanto como yo. Me entraron ganas de bajar el brazo y tocarla, de ver cómo se venía abajo tal como le había ocurrido en la fiesta, como le sucedía en mi mente cada vez que cerraba los ojos.
Sus labios se movieron por mi mandíbula y bajaron por mi garganta.
—Relájate, todo saldrá bien. Dime qué quieres hacer.
Le metí la mano debajo de la camiseta, y sentí la sólida fuerza de los músculos de su espalda y sus brazos mientras se echaba sobre mí.
Pronuncié su nombre. No me gustaba nada lo débil y extraña que sonaba mi voz, pero había en ella algo nuevo, algo crudo y desesperado, y quería más.
—Me imaginaba cómo sería tenerte encima de mí —reconocí, sin saber de dónde salían las palabras, mientras ella apoyaba mejor su cuerpo sobre el mío y sus caderas se instalaban entre mis piernas abiertas—. Cuando estabas repantigada en el salón con mi hermano, y también cuando te quitabas la camiseta en el jardín para lavar el coche.
Dejó escapar un gemido y me puso una mano en el pelo. Deslizó el pulgar por mi cara y me presionó la piel de la mandíbula.
—No me digas eso.
Pero no podía pensar en otra cosa: cómo la recordaba de aquellos años y la realidad del presente.
Me resultaba imposible contar las veces que me pregunté qué aspecto tendría Britt sin ropa, los sonidos que haría cuando persiguiese su placer. Y allí estaba, pesada sobre mí, dura entre mis piernas, bajo su ropa. Me entraron ganas de catalogar cada tatuaje, cada línea de músculo, cada centímetro de su mandíbula cincelada.
—Te miraba desde mi ventana —dije, y lancé un grito ahogado cuando cambió de posición y su miembro me presionó directamente el clítoris—. Dios, cuando tenía dieciséis años protagonizabas todos y cada uno de mis sueños eróticos.
Se apartó lo justo para mirarme sorprendida.
Tragué saliva.
—¿No debería haberte dicho eso?
—Pues... —empezó, y se humedeció los labios—. No lo sé.
Parecía mareada y confusa, yo no podía apartar la mirada de su boca
—. Sé que debería pensar que lo que dices es sexy, pero, joder, Santana. Si me corro en
los pantalones, solo será culpa tuya.
«¿Podía yo hacer eso?», pensé. Sus palabras me encendieron el pecho, y me entraron ganas de contárselo todo:
—Me tocaba bajo las sábanas —reconocí en un susurro—. Algunas veces te oía hablar... y me preguntaba... cómo sería si estuvieses allí. Me corría y me imaginaba que estaba contigo.
Ella soltó una maldición y volvió a besarme, más hondo y más húmedo, arrastrando los dientes por mi labio inferior.
—¿Qué decía yo?
—Lo agradable que era tocarme y lo mucho que me deseabas —dije contra sus labios—. En aquella época no era muy creativa y estoy segura de que tu boca es mucho más sucia en la realidad.
Se echó a reír, y el sonido era tan bajo y áspero que se convirtió en una presión física sobre mi cuello, donde respiraba.
—Pues imaginémonos que tienes dieciséis años y me acabo de colar en tu habitación —dijo con voz ligeramente insegura, poniendo su boca sobre la mía—. No tenemos por qué quitarnos la ropa si no estás preparada.
Y no supe qué decir, porque sí, quería estar completamente desnuda debajo de ella, imaginar cómo sería tenerla desnuda y dentro de mí. Pero practicar el sexo real esa noche con Britt se me antojaba demasiado rápido, demasiado pronto. Demasiado peligroso.
—¿Me enseñarías? —pregunté—. No sé cómo puedes hacerlo sin quitarnos la ropa. —Hice una pausa y añadí en un susurro—: Ni aunque nos la quitemos, supongo. Obviamente.
Se echó a reír, me besó la oreja y gimió en voz baja mientras me mordisqueaba el lóbulo. El modo en que sus manos se movían sobre mí, el modo en que sus labios se deslizaban por mi piel... Tocar de ese modo parecía formar parte de la naturaleza de Britt, tanto como respirar.
Ella exhaló su aliento cálido contra mi cuello y susurró:
—Muévete debajo de mí. Busca lo que te resulte agradable, ¿vale?
Asentí con la cabeza, cambié de posición bajo su cuerpo y sentí la dura presión de su polla entre mis piernas.
—¿Puedes notar eso? —preguntó, presionando intencionadamente contra mi clítoris—. ¿Es ahí donde te gusta?
—Sí.
Llevé las manos a su pelo y tiré con fuerza. La oí sisear mientras se balanceaba contra mí, cada vez más deprisa.
—Joder, Santana.
Me subió la camiseta de tirantes por encima de las costillas e hizo una bola con ella. Y luego se inclinó y se metió uno de mis pezones en la boca. Me quedé sin aire en los pulmones y mis caderas se alzaron del suelo, buscándola. Le arañé la piel y me vi recompensada con maldiciones y gruñidos.
—Eso es —dijo—. No pares.
Su boca seguía a sus manos y cerré los ojos, sintiendo el calor de su lengua mientras se movía sobre mí. Me besó en los labios, en la garganta. El anhelo entre mis piernas aumentó, y pude sentir lo mojada que estaba, lo vacía, lo mucho que quería su boca contra mí, sus dedos en mi interior. Su polla.
Nos deslizamos por el suelo y noté que tenía algo debajo de la espalda, pero no me importó. Lo único que quería era perseguir esa sensación.
—Me falta muy poco —dije con un grito ahogado, sorprendida de encontrarla mirándome, con los labios separados y el pelo sobre la frente.
—¿Sí? —preguntó Britt, con los ojos abiertos como platos y encendidos de emoción.
Asentí, y el resto del mundo se fue volviendo borroso a medida que crecía la sensación entre mis piernas, volviéndose más ardiente y apremiante. Me entraron ganas de clavarme las uñas en la piel y rogarle que me quitase la ropa, que me follase, que me obligase a suplicarle.
—Joder. No pares —dijo ella, balanceando las caderas hacia delante, contra mí, con una combinación perfecta de calor y presión justo donde yo la necesitaba—. Ya casi estoy.
—¡Oh! —exclamé.
Mis dedos se retorcieron contra la tela delgada de su camiseta al sentir que me precipitaba. Cerré los ojos mientras el orgasmo bajaba por mi columna para explotar entre mis piernas. Chillé y grité su nombre, notando cómo aceleraba sus movimientos contra mí. Sus dedos me apretaron con fuerza las caderas al empujar una y otra vez. Britt gruñó contra mi cuello mientras se corría.
La sensibilidad volvió a filtrarse en mi cuerpo poco a poco. Me sentía pesada y lánguida, tan agotada de pronto que apenas podía mantener los ojos abiertos. Britt se derrumbó contra mí. Noté su aliento cálido contra mi cuello, su piel húmeda de sudor y caliente por el fuego.
Se incorporó sobre los codos y me miró con expresión soñolienta,
dulce y un poco tímida.
—Hola —dijo, y esbozó una sonrisa torcida—. Siento haberme colado en tu dormitorio, Santana adolescente.
Me aparté los rizos de la frente de un soplido y le devolví la sonrisa.
—Puedes venir siempre que quieras.
—Esto... —empezó, y se echó a reír—. No pretendo salir corriendo, pero es que... necesito limpiarme.
De pronto, me saltó a la vista lo absurdo de toda la situación y empecé a reírme. Estábamos en el suelo, tenía un zapato o algo así debajo de la espalda y ella acababa de correrse en los pantalones.
—¡Eh, oye! —dijo—. No te rías. Ya te he dicho que sería culpa tuya.
De repente me entró mucha sed y me humedecí los labios con la
lengua.
— Vete —dije, dándole una palmadita en la espalda.
Me besó dulcemente en los labios dos veces, se puso de pie y se marchó al cuarto de baño. Me quedé allí unos momentos mientras el sudor se me secaba en la piel y se calmaban los latidos de mi corazón. Me sentía al mismo tiempo mejor y peor. Mejor porque estaba realmente cansada, pero peor porque el eco reciente de la polla de Britt moviéndose entre mis piernas era una distracción mucho mayor que el recuerdo de sus dedos.
Llamé a un taxi y entré en la cocina para echarme un poco de agua fresca en la cara y beber algo.
Volvió a la habitación con un pijama diferente, oliendo a jabón y pasta de dientes.
—He llamado a un taxi —le aseguré, dedicándole una mirada que significaba «no te preocupes».
Por un instante pareció desanimarse, pero sucedió tan deprisa que no supe si creer lo que habían visto mis ojos.
—Bien hecho —murmuró mientras se me acercaba para darme mi sudadera—. La verdad, creo que ahora sí podré dormir.
—Necesitabas el orgasmo —dije, sonriendo de oreja a oreja.
—Lo cierto es que ya lo había intentado varias veces esta noche — dijo con voz profunda—, pero hasta ahora no había funcionado...
«Hostia puta.» Toda la somnolencia que sentía se desvaneció al instante. Iba a pasarme el resto de la noche imaginando cómo sería mirar a Britt masturbarse. No estaba segura de poder volver a dormir nunca más.
Me acompañó hasta abajo, me dio un beso en la frente al llegar a la puerta y se quedó mirando mientras caminaba hasta el bordillo, subía al taxi y me marchaba.
Mi teléfono se iluminó con un mensaje suyo:
«Avísame cuando llegues a casa».
Vivía a solo siete manzanas de distancia; estuve en casa en cuestión de minutos. Me acosté y me agarré a la almohada antes de contestar:
«En casa sana y salva».
Sabía exactamente lo que sentía. Gracias, vida, por darme la metáfora viva de cómo me sentía yo.
Con un gruñido, me puse boca abajo y alargué la mano a ciegas en busca de un cojín con el que ahogar el sonido o con el que asfixiarme. No lo tenía decidido. Hacía tres horas que había llegado a casa procedente de la cita con Mike y no había dormido ni unos minutos.
Estaba destrozada después de dar vueltas y más vueltas desde que me había metido en la cama, mirando el techo como si el secreto de todos mis problemas se hallase oculto en el yeso moteado.
¿Por qué me parecía todo tan complicado? ¿No era eso lo que yo quería? ¿Citas? ¿Vida social? ¿Tener un orgasmo en compañía de otra persona? ¿Cuál era el problema entonces?
La forma en que Mike hizo saltar por los aires ese rollo de «solo amigos» era un problema. Pero el mayor problema era que habíamos ido a uno de mis restaurantes favoritos y yo estuve hecha polvo, pensando en Britt cuando debería haber estado derritiéndome por Mike. No estaba pensando en la sonrisa de Mike cuando pasó a recogerme, en su detalle de abrirme la puerta ni en la adoración con que me miró durante toda la cena.
En lugar de eso, estaba obsesionada con la sonrisa burlona de Britt, su expresión mientras miraba cómo le tocaba la polla, sus mejillas encendidas, las palabras exactas con las que me había indicado lo que debía hacer, los sonidos que había hecho al correrse y el aspecto que tenía aquello sobre mi piel.
Molesta, volví a ponerme boca arriba y aparté las mantas de una patada. Estábamos en marzo, había caído una nieve ligera durante todo el día y yo estaba sudada. Eran las dos de la madrugada y estaba despierta y frustrada. Muy... muy frustrada. Lo más difícil de comprender era lo amable, tierna y atenta que se había mostrado Britt en la fiesta y mi certeza de que todo aquello se traduciría fácilmente en sexo. Se había mostrado alentadora, diciendo todo lo que yo necesitaba oír, aunque sin empujarme nunca, sin pedirme nunca más de lo que estaba dispuesta a dar. Dios, qué buena estaba. Esas manos..., esa boca. Su modo de chuparme la piel, besándome como si llevase años de necesidad acumulada y por fin se hubiese desatado. Quería que me follase más de lo que nunca había querido nada, y era el siguiente paso más lógico del mundo: ambas estábamos allí, estaba oscuro, ella estaba encendida y Dios sabe que yo estaba a punto de explotar, había una cama..., pero no me pareció bien. No me sentía preparada.
Ella no había insistido. Yo esperaba que la situación fuese incómoda, pero no lo fue en absoluto. Era la única persona con la que quería hablar de Mike, y ella me animó. En el taxi, mientras volvíamos a casa, me dijo que debía salir a divertirme. Me dijo que ella no se iba a ninguna parte y que lo que habíamos hecho era perfecto. Me dijo que explorase y que fuese feliz.
Dios, solo consiguió que la deseara aún más.
Tras decidir que aquella era una batalla perdida y que ya no me dormiría, me levanté y fui a la cocina. Metí la cabeza en el frigorífico y cerré los ojos, dejando que el aire frío flotase sobre mi piel caliente. Tenía mojada la entrepierna, y aunque habían pasado seis días desde que Britt me había tocado allí, me sentía anhelante. Había salido a correr con ella cada día, y habíamos desayunado juntas tres de esos días. Había sido fácil; con Britt, siempre era fácil. Sin embargo, cada vez que estaba cerca me entraban ganas de preguntarle si podía tocarme otra vez, si yo podía tocarla a ella. Aún podía sentir el eco de cada caricia de sus dedos, pero no confiaba en mi memoria. No podía haber sido tan buena. Entré en la sala de estar y miré por la ventana. El cielo estaba oscuro, de un gris plateado, y había destellos de escarcha en las azoteas. Conté las farolas y calculé cuántas de ellas había entre su edificio de apartamentos y el mío. Me pregunté si existía siquiera una posibilidad de que también estuviese despierta, sintiendo una pequeña parte del deseo que yo sentía en ese momento.
Mis dedos encontraron el pulso en mi cuello y cerré los ojos, sintiendo el ritmo salvaje bajo mi piel. Me dije a mí misma que debía volver a la cama. Quizá aquella fuese una buena oportunidad para probar el coñac que mi padre siempre guardaba en la sala de estar. Me dije a mí misma que llamar a Britt era mala idea y que nada bueno podía salir de ahí. Yo era inteligente y lógica, y lo pensaba todo muy bien.
Estaba harta de pensar.
Ignorando la advertencia dentro de mi mente, cogí mis cosas, salí a la calle y eché a andar. La nieve compacta formaba una gruesa capa en la acera. Mis botas provocaban crujidos a cada paso, y cuanto más me acercaba al apartamento de Britt, más se convertía el caos de mis pensamientos en un constante zumbido de fondo.
Cuando alcé la mirada me hallaba delante de su edificio. Mis manos temblaron al sacar mi teléfono móvil, encontrar su foto y teclear lo único que se me ocurrió:
«¿Estás despierta?».
Casi se me cayó el teléfono por la sorpresa cuando llegó una respuesta solo unos segundos más tarde.
«Por desgracia.»
«¿Me dejas pasar?», pregunté. Francamente, ¿quería que dijese que sí o que me enviase de vuelta a casa? A aquellas alturas ni siquiera yo lo sabía.
«¿Dónde estás?»
Vacilé.
«Delante de tu edificio.»
«QUÉ. Ahora bajo.»
Apenas tuve tiempo de considerar lo que estaba haciendo, volviéndome para mirar hacia el lugar del que venía, cuando se abrió de golpe la puerta de la calle y Britt salió al exterior.
—¡Hace un frío de la hostia! —vociferó, y luego miró detrás de mí, hacia el bordillo vacío—. ¡Me cago en la puta, Santana! ¿Has cogido al menos un taxi hasta aquí?
—He venido a pie —reconocí con una mueca.
—¿A las tres de la mañana? ¡Joder! ¿Has perdido la cabeza?
—Lo sé, lo sé. Es que...
Negó con la cabeza y tiró de mí hacia el interior.
—Entra. Estás loca, ¿lo sabías? Me entran ganas de estrangularte ahora mismo. No se puede caminar por Manhattan sola a las tres de la mañana, Santana.
Sentí un cálido aguijonazo en el estómago cuando pronunció mi nombre, y supe que me habría pasado toda la noche en la fría calle si eso la hubiese llevado a pronunciarlo otra vez. Sin embargo, me lanzó una mirada de advertencia y asentí con la cabeza mientras me acompañaba hasta el ascensor. Las puertas se cerraron y Britt me miró desde la pared de enfrente.
—Entonces, ¿acabas de volver a casa? —preguntó; tenía un aspecto demasiado soñoliento y sexy para mi presente estado de ánimo—. La última vez que me has mandado un mensaje acababas de subirte al taxi para reunirte con Mike en el restaurante.
Negué y bajé la vista hasta la alfombra, parpadeando y tratando de entender en qué estaba pensando exactamente cuando decidí ir allí. No estaba pensando, ese era el problema.
—He vuelto a casa sobre las nueve.
—¿Las nueve? —preguntó, nada impresionada.
—Sí —la desafié.
—¿Y?
Su tono era mesurado; su rostro, impasible. No obstante, la rapidez de sus preguntas me indicó que estaba alterada. Cambié de posición sin saber qué decir. La cita había sido un completo desastre. Mike era amable e interesante, pero yo había estado totalmente ausente.
Me salvé de contestar cuando llegamos al piso de Britt. Salí del ascensor detrás de ella y la seguí por el largo pasillo, mirando cómo se flexionaban su espalda y sus hombros con cada paso. Llevaba un pantalón de pijama azul, y los contornos de algunos de sus tatuajes más oscuros resultaban visibles a través de la fina camiseta blanca. Tuve que reprimir el impulso de alargar el brazo y rozarlos con la punta del dedo, de quitarle la
camiseta y verlos todos. Estaba claro que había más que todos aquellos años atrás, pero ¿qué eran? ¿Qué historias se ocultaban bajo la tinta de su piel?
—Bueno, ¿vas a contármelo? —preguntó.
Se había detenido delante de su puerta, mi mirada se clavó en sus ojos.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
—Lo de la cita, Santana.
—Oh —murmuré, parpadeando y tratando de poner orden en el caos que ocupaba mi cabeza—. Cenamos y bla, bla, bla, y luego cogí un taxi hasta casa. ¿Segura que no te he despertado?
Exhaló un suspiro profundo y prolongado y me invitó a entrar con un gesto.
—Por desgracia, no. —Me arrojó una manta que estaba apoyada en el respaldo del sofá—. Aún no he podido conciliar el sueño.
Quise prestar atención, pero de pronto me vi rodeada de un montón de piezas de la vida de Britt.
Su apartamento se encontraba en uno de los edificios más nuevos de la zona y era moderno, aunque modesto. Pulsó el interruptor de una pequeña chimenea situada contra una pared y las llamas cobraron vida, bañando con una luz parpadeante las paredes de color miel.
—Caliéntate mientras te preparo algo de beber —dijo, indicando con un gesto la alfombra que se hallaba delante de la chimenea—. Y cuéntame algo más sobre esa cita que se ha acabado a las nueve.
La cocina resultaba visible desde la sala de estar, y vi cómo abría y cerraba armarios. Acto seguido llenó de agua una tetera de aspecto antiguo y la puso a calentar sobre los fogones. Su piso era más pequeño de lo que yo imaginaba, con suelos de madera y estanterías abarrotadas de novelas muy leídas, gruesos volúmenes sobre genética y una pared entera dedicada a lo que parecía una impresionante colección de cómics. Dos sofás de piel dominaban la sala de estar, y unos cuadros enmarcados con sencillez
colgaban de las paredes. En el suelo había un revistero lleno, y sobre la repisa de la chimenea descansaba una pila de correo y un vaso rebosante de chapas de botellas.
Traté de concentrarme en lo que me preguntaba, pero cada objeto de su apartamento era una fascinante pieza del rompecabezas de la historia de Britt.
—La verdad es que no hay mucho que contar —dije, distraída.
—Santana.
Solté un gemido, me quité el abrigo y lo dejé en el respaldo de una silla.
—Tenía la cabeza en otra parte, ¿sabes? —dije, y me detuve al ver su expresión: había abierto la boca y sus ojos, como dos luceros, se movían despacio por mi cuerpo—. ¿Qué?
—¿Qué estás...? —Tosió—. ¿Has venido hasta aquí con eso?
Bajé la mirada y, si ello era posible, me sentí aún más mortificada que antes. Me había metido en la cama con unos shorts y una camiseta de tirantes, y antes de salir solo me había puesto un par de pantalones de pijama, mis botas de pelo y el viejo abrigo gigante de Jake. Mi camiseta no dejaba nada a la imaginación y mis pezones estaban duros, completamente visibles bajo la tela delgada.
—¡Oh! ¡Uy! —Crucé los brazos sobre el pecho, intentando ocultar el hecho obvio de que fuera hacía mucho mucho frío—. Seguramente debería haber prestado más atención, pero quería... quería verte. ¿Es eso raro? Es raro, ¿verdad? Seguramente estoy infringiendo una docena de tus reglas.
Parpadeó.
—Esto... creo que hay una cláusula que obliga a mostrarse permisiva ante la infracción de cualquier regla mientras se lleve una ropa como esa —dijo, logrando apartar los ojos de mi pecho el tiempo suficiente para terminar lo que estaba haciendo en la cocina.
Mi capacidad de ponerla nerviosa me produjo una insólita sensación de poder, y traté de no darme demasiados aires cuando salió con dos tazas humeantes en la mano.
—Bueno, ¿por qué ha habido tan pocos acontecimientos de interés en esa cita? —preguntó.
Me senté con las piernas estiradas en el suelo, delante del fuego.
—Tenía otras cosas en la cabeza.
—¿Como por ejemplo?
—Coooooomo... —dije, arrastrando la palabra el tiempo suficiente para decidir si realmente quería abordar el tema. Decidí que sí—. Como la fiesta.
Se hizo un instante de incómodo silencio.
—Ya.
—Sí.
—Por si no te has dado cuenta —dijo Britt, lanzándome una ojeada—, yo no estaba exactamente dormida como un tronco.
Asentí con la cabeza y me volví hacia el fuego, sin saber cómo seguir.
—Siempre he podido controlar adónde iba mi mente, ¿sabes? Si es momento de estudiar, pienso en estudiar. Si estoy trabajando, pienso en el trabajo. Sin embargo, últimamente —dije, sacudiendo la cabeza—, mi concentración es una mierda.
Se rió suavemente junto a mí.
—Sé muy bien cómo te sientes.
—No estoy centrada.
—Sí.
Se rascó la nuca y me miró a través de sus pestañas.
—No duermo demasiado bien.
—Igual que yo.
—Estoy tan alterada que apenas puedo quedarme sentada —reconocí.
Oí el sonido de su respiración, larga y mesurada, y solo entonces me di cuenta de cuánto nos habíamos acercado. Alcé la vista y vi que me miraba. Sus ojos recorrieron cada centímetro de mi cara.
—No sé... si alguna vez me ha distraído tanto alguien —dijo.
Estaba muy cerca de ella, tan cerca que pude ver cada una de sus pestañas a la luz del fuego, las pecas que le cubrían el puente de la nariz. Sin pensar, rocé sus labios con los míos. Abrió los ojos de par en par y noté que se quedaba rígida, paralizada. Solo fue un momento, y sus hombros se relajaron enseguida.
—No debería querer esto —dijo—. No tengo ni idea de lo que estamos haciendo.
No nos estábamos besando, no de verdad; solo coqueteábamos, respirando el mismo aire. Pude oler su jabón, un atisbo de pasta de dientes. Veía mi propio reflejo en su pupila.
Ladeó la cabeza, cerró los ojos y se acercó para darme un beso con los labios separados.
—Dime que pare, Santana.
No pude. En vez de eso, le apoyé una mano en la nuca para aproximarla más a mí. Y entonces fue ella quien se impulsó hacia delante con más fuerza, durante más tiempo, y tuve que aferrarme a su camiseta para no caerme. Abrió la boca y me chupó el labio inferior y la lengua.
Sentí en el vientre un calor creciente y noté que me estaba fundiendo hasta convertirme en un corazón desbocado y unas extremidades que se retorcían con las suyas, arrastrándonos a ambas hasta el suelo.
—No... —empecé, sin aliento—. Dime qué debo hacer.
Noté su forma dura contra mi cadera y me pregunté cuánto tiempo llevaba así, si había estado pensando en aquello tanto como yo. Me entraron ganas de bajar el brazo y tocarla, de ver cómo se venía abajo tal como le había ocurrido en la fiesta, como le sucedía en mi mente cada vez que cerraba los ojos.
Sus labios se movieron por mi mandíbula y bajaron por mi garganta.
—Relájate, todo saldrá bien. Dime qué quieres hacer.
Le metí la mano debajo de la camiseta, y sentí la sólida fuerza de los músculos de su espalda y sus brazos mientras se echaba sobre mí.
Pronuncié su nombre. No me gustaba nada lo débil y extraña que sonaba mi voz, pero había en ella algo nuevo, algo crudo y desesperado, y quería más.
—Me imaginaba cómo sería tenerte encima de mí —reconocí, sin saber de dónde salían las palabras, mientras ella apoyaba mejor su cuerpo sobre el mío y sus caderas se instalaban entre mis piernas abiertas—. Cuando estabas repantigada en el salón con mi hermano, y también cuando te quitabas la camiseta en el jardín para lavar el coche.
Dejó escapar un gemido y me puso una mano en el pelo. Deslizó el pulgar por mi cara y me presionó la piel de la mandíbula.
—No me digas eso.
Pero no podía pensar en otra cosa: cómo la recordaba de aquellos años y la realidad del presente.
Me resultaba imposible contar las veces que me pregunté qué aspecto tendría Britt sin ropa, los sonidos que haría cuando persiguiese su placer. Y allí estaba, pesada sobre mí, dura entre mis piernas, bajo su ropa. Me entraron ganas de catalogar cada tatuaje, cada línea de músculo, cada centímetro de su mandíbula cincelada.
—Te miraba desde mi ventana —dije, y lancé un grito ahogado cuando cambió de posición y su miembro me presionó directamente el clítoris—. Dios, cuando tenía dieciséis años protagonizabas todos y cada uno de mis sueños eróticos.
Se apartó lo justo para mirarme sorprendida.
Tragué saliva.
—¿No debería haberte dicho eso?
—Pues... —empezó, y se humedeció los labios—. No lo sé.
Parecía mareada y confusa, yo no podía apartar la mirada de su boca
—. Sé que debería pensar que lo que dices es sexy, pero, joder, Santana. Si me corro en
los pantalones, solo será culpa tuya.
«¿Podía yo hacer eso?», pensé. Sus palabras me encendieron el pecho, y me entraron ganas de contárselo todo:
—Me tocaba bajo las sábanas —reconocí en un susurro—. Algunas veces te oía hablar... y me preguntaba... cómo sería si estuvieses allí. Me corría y me imaginaba que estaba contigo.
Ella soltó una maldición y volvió a besarme, más hondo y más húmedo, arrastrando los dientes por mi labio inferior.
—¿Qué decía yo?
—Lo agradable que era tocarme y lo mucho que me deseabas —dije contra sus labios—. En aquella época no era muy creativa y estoy segura de que tu boca es mucho más sucia en la realidad.
Se echó a reír, y el sonido era tan bajo y áspero que se convirtió en una presión física sobre mi cuello, donde respiraba.
—Pues imaginémonos que tienes dieciséis años y me acabo de colar en tu habitación —dijo con voz ligeramente insegura, poniendo su boca sobre la mía—. No tenemos por qué quitarnos la ropa si no estás preparada.
Y no supe qué decir, porque sí, quería estar completamente desnuda debajo de ella, imaginar cómo sería tenerla desnuda y dentro de mí. Pero practicar el sexo real esa noche con Britt se me antojaba demasiado rápido, demasiado pronto. Demasiado peligroso.
—¿Me enseñarías? —pregunté—. No sé cómo puedes hacerlo sin quitarnos la ropa. —Hice una pausa y añadí en un susurro—: Ni aunque nos la quitemos, supongo. Obviamente.
Se echó a reír, me besó la oreja y gimió en voz baja mientras me mordisqueaba el lóbulo. El modo en que sus manos se movían sobre mí, el modo en que sus labios se deslizaban por mi piel... Tocar de ese modo parecía formar parte de la naturaleza de Britt, tanto como respirar.
Ella exhaló su aliento cálido contra mi cuello y susurró:
—Muévete debajo de mí. Busca lo que te resulte agradable, ¿vale?
Asentí con la cabeza, cambié de posición bajo su cuerpo y sentí la dura presión de su polla entre mis piernas.
—¿Puedes notar eso? —preguntó, presionando intencionadamente contra mi clítoris—. ¿Es ahí donde te gusta?
—Sí.
Llevé las manos a su pelo y tiré con fuerza. La oí sisear mientras se balanceaba contra mí, cada vez más deprisa.
—Joder, Santana.
Me subió la camiseta de tirantes por encima de las costillas e hizo una bola con ella. Y luego se inclinó y se metió uno de mis pezones en la boca. Me quedé sin aire en los pulmones y mis caderas se alzaron del suelo, buscándola. Le arañé la piel y me vi recompensada con maldiciones y gruñidos.
—Eso es —dijo—. No pares.
Su boca seguía a sus manos y cerré los ojos, sintiendo el calor de su lengua mientras se movía sobre mí. Me besó en los labios, en la garganta. El anhelo entre mis piernas aumentó, y pude sentir lo mojada que estaba, lo vacía, lo mucho que quería su boca contra mí, sus dedos en mi interior. Su polla.
Nos deslizamos por el suelo y noté que tenía algo debajo de la espalda, pero no me importó. Lo único que quería era perseguir esa sensación.
—Me falta muy poco —dije con un grito ahogado, sorprendida de encontrarla mirándome, con los labios separados y el pelo sobre la frente.
—¿Sí? —preguntó Britt, con los ojos abiertos como platos y encendidos de emoción.
Asentí, y el resto del mundo se fue volviendo borroso a medida que crecía la sensación entre mis piernas, volviéndose más ardiente y apremiante. Me entraron ganas de clavarme las uñas en la piel y rogarle que me quitase la ropa, que me follase, que me obligase a suplicarle.
—Joder. No pares —dijo ella, balanceando las caderas hacia delante, contra mí, con una combinación perfecta de calor y presión justo donde yo la necesitaba—. Ya casi estoy.
—¡Oh! —exclamé.
Mis dedos se retorcieron contra la tela delgada de su camiseta al sentir que me precipitaba. Cerré los ojos mientras el orgasmo bajaba por mi columna para explotar entre mis piernas. Chillé y grité su nombre, notando cómo aceleraba sus movimientos contra mí. Sus dedos me apretaron con fuerza las caderas al empujar una y otra vez. Britt gruñó contra mi cuello mientras se corría.
La sensibilidad volvió a filtrarse en mi cuerpo poco a poco. Me sentía pesada y lánguida, tan agotada de pronto que apenas podía mantener los ojos abiertos. Britt se derrumbó contra mí. Noté su aliento cálido contra mi cuello, su piel húmeda de sudor y caliente por el fuego.
Se incorporó sobre los codos y me miró con expresión soñolienta,
dulce y un poco tímida.
—Hola —dijo, y esbozó una sonrisa torcida—. Siento haberme colado en tu dormitorio, Santana adolescente.
Me aparté los rizos de la frente de un soplido y le devolví la sonrisa.
—Puedes venir siempre que quieras.
—Esto... —empezó, y se echó a reír—. No pretendo salir corriendo, pero es que... necesito limpiarme.
De pronto, me saltó a la vista lo absurdo de toda la situación y empecé a reírme. Estábamos en el suelo, tenía un zapato o algo así debajo de la espalda y ella acababa de correrse en los pantalones.
—¡Eh, oye! —dijo—. No te rías. Ya te he dicho que sería culpa tuya.
De repente me entró mucha sed y me humedecí los labios con la
lengua.
— Vete —dije, dándole una palmadita en la espalda.
Me besó dulcemente en los labios dos veces, se puso de pie y se marchó al cuarto de baño. Me quedé allí unos momentos mientras el sudor se me secaba en la piel y se calmaban los latidos de mi corazón. Me sentía al mismo tiempo mejor y peor. Mejor porque estaba realmente cansada, pero peor porque el eco reciente de la polla de Britt moviéndose entre mis piernas era una distracción mucho mayor que el recuerdo de sus dedos.
Llamé a un taxi y entré en la cocina para echarme un poco de agua fresca en la cara y beber algo.
Volvió a la habitación con un pijama diferente, oliendo a jabón y pasta de dientes.
—He llamado a un taxi —le aseguré, dedicándole una mirada que significaba «no te preocupes».
Por un instante pareció desanimarse, pero sucedió tan deprisa que no supe si creer lo que habían visto mis ojos.
—Bien hecho —murmuró mientras se me acercaba para darme mi sudadera—. La verdad, creo que ahora sí podré dormir.
—Necesitabas el orgasmo —dije, sonriendo de oreja a oreja.
—Lo cierto es que ya lo había intentado varias veces esta noche — dijo con voz profunda—, pero hasta ahora no había funcionado...
«Hostia puta.» Toda la somnolencia que sentía se desvaneció al instante. Iba a pasarme el resto de la noche imaginando cómo sería mirar a Britt masturbarse. No estaba segura de poder volver a dormir nunca más.
Me acompañó hasta abajo, me dio un beso en la frente al llegar a la puerta y se quedó mirando mientras caminaba hasta el bordillo, subía al taxi y me marchaba.
Mi teléfono se iluminó con un mensaje suyo:
«Avísame cuando llegues a casa».
Vivía a solo siete manzanas de distancia; estuve en casa en cuestión de minutos. Me acosté y me agarré a la almohada antes de contestar:
«En casa sana y salva».
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
era imposible que aguanten mucho una sin la otra en meterse mano,..
cuidado que la alumna no supre a la maestra,.. que es muy seguro jajaja
ahi que recuperar el tiempo perdido,.. son 10 años o mas!!! la van a pasar buen super bien!!
cuidado que la alumna no supre a la maestra,.. que es muy seguro jajaja
ahi que recuperar el tiempo perdido,.. son 10 años o mas!!! la van a pasar buen super bien!!
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Este jueguito no va a terminar bn y mucho menos cuando empiezen a colarse los sentimientos!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
3:) escribió:era imposible que aguanten mucho una sin la otra en meterse mano,..
cuidado que la alumna no supre a la maestra,.. que es muy seguro jajaja
ahi que recuperar el tiempo perdido,.. son 10 años o mas!!! la van a pasar buen super bien!!
Ya estan casi desesperadas ambas, solo que ninguna quiere dar el primer paso....
tienes toda la razón...
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
micky morales escribió:Este jueguito no va a terminar bn y mucho menos cuando empiezen a colarse los sentimientos!!!!
Si es muy cierto lo que dices, pero aqui ya existe atracción y sentimiento, espero que no se vuelva un caos...
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 8
Al vivir cerca del campus de Columbia, era normal estar siempre rodeada de grandes muchedumbres de gente, pero por alguna oscura razón, el Dunkin’ Donuts más próximo a mi edificio siempre parecía más lleno los jueves. Sin embargo, aunque el local hubiese estado semivacío, probablemente tampoco habría reconocido a Mike en la cola, justo delante de mí. De manera que me llevé un buen susto cuando se volvió, abrió los ojos al reconocerme y me saludó con un efusivo:
—¡Eh! Eres Britt , ¿verdad?
Pestañeé, sintiendo que acababa de pillarme desprevenida. Había estado pensando en Santana y en las consecuencias de lo que había pasado dos noches atrás, cuando se había presentado en mi apartamento a las tantas y había acabado debajo de mí, y las dos habíamos llegado al orgasmo sin quitarnos la ropa siquiera. El recuerdo de esa noche era mi imagen favorita del momento, la que recreaba cada vez que tenía oportunidad, fantaseando con ella, para ponerme a tono, para calentarme la sangre. Hacía años de la última vez que me había corrido sola con tocamientos y frotándome con una mujer con la ropa puesta, pero, joder, se me había olvidado lo sucia y excitante que era la sensación de estar haciendo algo prohibido.
Sin embargo, ver a aquel chico delante de mí, el tipo con el que Santana estaba saliendo, fue como si me echaran un jarro de agua fría por la cabeza. Mike tenía la misma pinta que cualquier otro estudiante de Columbia de por allí: vestido de cualquier manera, parecía un cruce entre un sonámbulo en pijama y un vagabundo harapiento.
—Sí —dije, extendiendo la mano para estrecharle la suya—. Hola, Mike. Me alegro de verte de nuevo.
Dimos un paso adelante cuando la cola avanzó y fui sintiéndome cada vez más torpe e incómoda. En la fiesta no me había dado cuenta de lo joven que era: estaba casi todo el tiempo dando botes con ese aire entre ansioso y espitoso, como constantemente entusiasmado por algo.
Asentía mucho con la cabeza y me miraba como si fuese alguien a quien había que tratar como a un superior.
Bajé la vista y me di cuenta del aspecto tan formal que tenía yo con aquel traje hecho a medida. «¿Desde cuándo me había convertido en aquella señorita trajeada?
¿Desde cuándo tenía tan poca paciencia con los universitarios veinteañeros y estúpidos? Probablemente desde el día en que Santana me hizo una paja en el dormitorio de una fiesta de universitarios y fue la mejor experiencia sexual que he tenido en la vida», me dije.
—¿Lo pasaste bien el otro día en lo de Denny?
Me quedé mirándolo un buen rato, tratando de recordar cuándo era la última vez que había estado en uno de los restaurantes de la popular cadena Denny’s.
—Pues...
—Me refiero a la fiesta, no al restaurante —me aclaró, riendo—. El apartamento era de un amigo que se llama Denny.
—Ah, sí. La fiesta... —Mi mente reprodujo de inmediato la imagen de la cara de Santana mientras le deslizaba los dedos por las bragas y la piel desnuda. Recordaba perfectamente su expresión justo antes de correrse, como si le hubiese hecho algún puto truco de magia. Parecía estar descubriendo esa sensación por primera vez en su vida—. Sí, la fiesta fue genial.
Se puso a toquetear el móvil, y luego levantó la vista y me miró con aire reflexivo.
—¿Sabes qué? —dijo, acercándose un poco más a mí—. Es la primera vez que me encuentro así, de casualidad, con alguien que está saliendo con la misma chica con la que salgo yo. Da un poco de mal rol o, ¿no?
Reprimí una carcajada. Bueno, desde luego, al menos tenía en común con Santana que era igual de directo que ella.
—¿Qué te hace pensar que estoy saliendo con ella?
Mike se puso rojo inmediatamente.
—Es que... en la fiesta..., como en la fiesta estabais así... parecíais...
Esbocé una sonrisa maliciosa y decidí hacerle pasar un mal rato.
—¿Y le pediste que saliera contigo de todos modos?
Se echó a reír como si él tampoco pudiera creerse su atrevimiento.
—¡Es que estaba muy borracho! Supongo que me lancé y ya está.
Me dieron ganas de darle un puñetazo. Y me di cuenta de que era la mayor hipócrita del mundo; no tenía absolutamente ningún derecho a sentirme indignada por su comportamiento.
—No pasa nada —dije, tranquilizándolo.
Nunca había estado a aquel lado en la conversación, y por un momento me pregunté si alguna de mis amantes se habría encontrado con otra en un lugar parecido a aquel. Qué violento...
Traté de imaginarme lo que Kitty o Lara —tan alegres y sonrientes las dos— y Natalia o Kristy —que no sonreían jamás, ni en sus mejores momentos— harían en aquella clase de situación.
—Santana y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dije, encogiéndome de hombros—. Eso es todo.
Se echó a reír y asintió con la cabeza, como si eso respondiera a todas las preguntas que ni siquiera había formulado aún.
—Me ha dicho que ahora mismo está saliendo con alguien más. Lo entiendo. Es una chica fantástica y hace un montón de tiempo que tenía intención de pedirle que saliera conmigo, así que me conformaré con lo que ella quiera darme, ¿sabes lo que quiero decir?
Miré a la cajera, rezando porque atendiese a los clientes un poco más rápido. Por desgracia, sabía exactamente lo que quería decir.
—Sí.
Volvió a hacer un gesto afirmativo y sentí la tentación de hablarle de la regla del silencio: a veces, un silencio incómodo es preferible a mantener una conversación forzada.
Mike se adelantó a pedir su café y yo pude volver a la seguridad que me proporcionaban las distracciones de mi smartphone. No volví a mirarlo a la cara mientras pagaba y se alejaba, pero sentí una especie de nudo en el estómago.
¿Qué cojones estaba haciendo?
De camino a la oficina, fui sintiéndome cada vez más y más incómoda. A lo largo de casi los diez años anteriores había establecido los límites de una relación con cada una de mis compañeras sexuales, antes incluso de llegar a la cama siquiera. A veces la conversación tenía lugar cuando abandonábamos juntas algún sitio, u otras veces sucedía espontáneamente cuando me preguntaban si tenía novia y yo podía decir sin más: «Salgo con varias chicas, pero con nadie en especial en este momento». En las contadas ocasiones en que el sexo se convertía en algo más, siempre había querido dejar muy claro cuál era mi postura, me había preocupado de saber cuál era la postura de mi compañera y habíamos hablado abiertamente de cuáles eran las expectativas de ambas.
No me había dado cuenta de hasta qué punto la aparición de Mike me había pillado por sorpresa: en mi mundo y, más importante aún, en el de Santana. Por primera vez en mi vida, había dado por sentado que cuando me arrastró a aquel dormitorio en la fiesta, querría explorar el sexo conmigo... y solo conmigo.
Estaba claro que el karma era un auténtico cabrón. Esa mañana me zambullí en el trabajo, despaché tres prospectos y una pila de papeleo que llevaba arrastrando desde hacía una semana. Contesté llamadas pendientes y organicé un viaje de negocios a la zona de San Francisco para visitar unas cuantas compañías de biotecnología. Apenas paré ni para respirar.
Pero cuando llegó la tarde y llevaba ya varias horas sin comer y mi dosis de cafeína hacía ya tiempo que se había diluido en mi torrente sanguíneo, Santana volvió a abrirse paso en mi pensamiento.
Se abrió la puerta de mi despacho y apareció Puck, que me arrojó un sándwich gigantesco encima de la mesa y se desplomó en la silla que tenía delante.
—¿Qué pasa, Brittany? Por tu cara, parece como si acabaras de descubrir que el ADN es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha.
—Es que es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha —repliqué—. Solo que gira a la izquierda.
—¿Como tu polla?
—Exacto. —Me acerqué el sándwich y lo desenvolví. No me di cuenta del hambre que tenía hasta que lo tuve delante y percibí el delicioso olor —. Pienso demasiado, eso es todo.
—Entonces, ¿por qué pareces una zumbada? Pensar demasiado es uno de tus putos superpoderes, rubia.
—No, en este caso, no. —Me froté la cara con las manos, optando por la sinceridad en lugar de seguir bromeando—. Estoy un poco confusa respecto a un asunto.
Dio un mordisco a su sándwich y me miró con expresión reflexiva. Al cabo de unos minutos, preguntó:
—Es por Miss Tetas, ¿verdad?
Lo miré con cara inexpresiva.
—No puedes llamarla así, Puck.
—No, claro que no. Al menos, no a la cara. A ver, que yo llamo a mi Quinn «Miss Lengua», eso es verdad, pero ella no lo sabe.
Pese a mi mal humor, no tuve más remedio que reírme.
—No es verdad.
—No, no lo es. —Su sonrisa dio paso a una cara de fingido arrepentimiento—. Eso sería una horterada, ¿verdad?
—Totalmente.
—Aunque no he podido evitar fijarme en que Santana tiene una delantera espectacular.
Riéndome otra vez, mascullé:
—Puckerman, ni te lo imaginas...
Se incorporó en la silla.
—No, no me lo imagino, pero parece que tú sí. ¿Es que se las has visto? No tenía ni idea de que hubiese habido algún progreso más allá de tu rollo ese de la mentora para ayudarla a ligar.
Cuando levanté la vista, supe que era un libro abierto para él: me había dado fuerte con Santana.
—Pues sí. Hubo... ciertos progresos la otra noche. Y también hace un par de noches. —Di un mordisco a mi sándwich—. No nos hemos ido a la cama técnicamente, pero... El caso es que, desgraciadamente, esta noche va a salir con otro tipo.
—¿Va a hacer eso que quería hacer desde el principio, no?
Asentí.
—Eso parece.
—¿Y sabe ella que te consumes de amor por ella y vas por ahí con ojos de carnera degollada?
Di otro mordisco a mi sándwich y lo fulminé con la mirada.
—No —mascullé—, capullo.
—Parece una tía estupenda —se aventuró a decir, con tacto.
Me limpié la boca con la servilleta y me recosté en la silla.
«Estupenda» ni siquiera empezaba a describir a Santana. Nunca había conocido a una mujer como ella.
—Puck, lo tiene todo: es divertida, cariñosa, sincera, guapa... Estoy tan perdida... No es mi terreno, para nada.
En cuanto pronuncié aquellas palabras, me di cuenta de lo raras que sonaban en mi boca. Un extraño silencio inundó la habitación y supe de inmediato que estaba a punto de caerme encima una tonelada de burlas. Era evidente en el leve temblor en los labios de Puck.
Mierda.
Me miró un instante antes de levantar un dedo pidiéndome que esperara y sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté con recelo.
Me hizo callar y activó el altavoz para que los dos oyéramos el tono de llamada. La voz de Ryder respondió al otro extremo:
—Puck.
—Ryder —dijo Puck, recostándose en su asiento con una sonrisa enorme en la cara—. Por fin ha ocurrido.
Lancé un gemido de protesta, apoyando la cabeza en mis manos.
—¿Te ha venido la regla? —preguntó Ryder—. Felicidades.
—No, gilipollas —dijo Puck, riéndose—. Es Britt . Está colada por una tía.
Una sonora palmada resonó al otro lado de la línea y supuse que el escritorio de Ryder acababa de recibir un entusiasta cachete.
—¡Genial! ¿Y está triste y deprimida?
Puck hizo como que me examinaba un momento.
—El ser más triste y deprimida del mundo. Y no te lo pierdas: ella va a salir esta noche con otro tío.
—¡Oooh! Eso duele. ¿Y qué piensa hacer nuestra chica? —preguntó Ryder.
—Seguir hecha polvo y sintiéndose como una mierda, supongo — respondió Puck por mí antes de arquear las cejas como si ahora ya pudiera responder
.
—Me quedaré en casa —dije—, viendo el partido de los Knicks. Seguro que Santana me contará hasta el último detalle de su cita. Mañana. Cuando salgamos a correr.
Ryder emitió una especie de zumbido al otro lado del teléfono.
—Seguramente debería informar a las chicas.
Protesté con un gemido.
—No informes a las chicas, anda.
—Querrán ir a consolarte en plan madre —dijo Ryder—. Puck y yo tenemos una cena de trabajo de todos modos. No podemos dejarte sola en ese estado tan lamentable.
—No estoy en un estado lamentable, ¡estoy bien! Joder —mascullé —, ¿para qué habré dicho nada?
Sin hacerme caso, Ryder siguió hablando.
—Puck, yo me encargo de esto. Gracias por decírmelo.
Y colgó el teléfono.
Marley me apartó a un lado y entró en mi apartamento. Iba cargada con un montón de bolsas de comida para llevar.
—¿Es que has invitado a gente a cenar a mi casa? —pregunté. Me miró con cara de pocos amigos y se fue directa a la cocina.
Quinn asomó detrás de ella en el pasillo, cargada con un paquete de seis cervezas y unas botellas de agua mineral.
—Tenía hambre —admitió—. He hecho que Marley pida una ración de todo.
Abrí más la puerta para que entrase y la seguí a la cocina, donde Marley estaba atareada desempaquetando comida suficiente para un regimiento.
—Yo ya he comido —admití, casi pidiendo perdón—. No sabía que ibais a traer la cena.
—¿Cómo no íbamos a traer la cena? Ryder dijo que estabas hecha polvo, y cuando una está hecha polvo, eso significa que necesitas pad thai, magdalenas de chocolate y cerveza. Además, te he visto comer —dijo, señalando al aparador donde guardaba los platos—. Puedes comer más.
Encogiéndome de hombros, saqué tres platos, unos cubiertos y una cerveza. Me fui al salón y coloqué los platos en la mesita del café. Las chicas me siguieron; Marley se sentó en el suelo y Quinn se acurrucó a mi lado en el sofá, y las tres nos abalanzamos sobre la comida. Comimos delante del televisor, viendo un partido de baloncesto mientras charlábamos cómodamente, callándonos de vez en cuando.
Pensándolo bien, me alegraba de que estuvieran allí. No me molestaron con un interrogatorio sobre mis sentimientos, sino que se limitaron a venir a casa, comer conmigo y hacerme compañía. Me ayudaron a no desesperarme y hacerme un lío con todos los pensamientos que me rondaban la cabeza. Estaba segura de que no era la primera vez que alguien con quien me veía estaba saliendo a la vez con otro, pero sí era la primera vez que me importaba.
Me alegraba de que Santana estuviese saliendo por ahí y divirtiéndose. Eso era lo más raro de todo, que quería que tuviese todo lo que quisiese..., solo que quería precisamente que solo me quisiese a mí. Quería que fuese a mi casa esa noche, que admitiese que prefería follarme a mí y olvidarse de toda esa tontería de salir con chicos y punto. Era una idea ridícula y era la mayor gilipollas del mundo por pensarla, sobre todo teniendo en cuenta que en el pasado yo había hecho que centenares de mujeres se sintieran exactamente como me sentía yo en ese momento, pero era lo que quería.
Y joder, estaba que me subía por las paredes. En cuanto acabé de cenar, me puse a comprobar el móvil en plan obsesivo, y a mirar la hora también. ¿Por qué no me había enviado ningún mensaje? ¿No necesitaba que le respondiese a ninguna pregunta, aunque fuese solo una?
¿Ni siquiera quería decirme hola?
Dios, me odiaba a mí misma.
—¿Has tenido noticias suyas? —me preguntó Marley, interpretando correctamente mi ansiedad.
Negué con la cabeza.
—No pasa nada. Seguro que está bien.
—¿Y qué dijeron Kitty y Kristy? —quiso saber Quinn, dejando el vaso de agua encima de la mesa.
—¿Qué dijeron respecto a qué? —pregunté.
El silencio se adueñó del espacio que había entre nosotras y pestañeé, confusa.
—¿Respecto a qué? —insistí.
—Cuando cortaste con ellas —repuso Quinn, arqueando las cejas.
«Mierda. Mieeerda», pensé.
—Ah —dije, rascándome la barbilla—. Es que técnicamente no he cortado con ellas.
—¿Así que estás colada por Santana, pero todavía no les has dicho a tus otras dos amantes que sientes algo muy fuerte por otra mujer?
Cogí mi cerveza y hundí la mirada en ella. No era solo el tostón de tener que mantener la desagradable conversación de poner fin a lo nuestro con Kitty y Kristy; si era sincera conmigo misma, en parte también se trataba del consuelo y la distracción que las dos podrían proporcionarme si la cosa con Santana no acababa de cuajar. Eso era una auténtica cabronada hasta para mí.
—Todavía no —admití—. Con ellas nunca ha habido nada serio. Siempre era sexo ocasional. A lo mejor ni siquiera tengo que decírselo...
Marley se inclinó hacia delante, dejó la botella y me miró hasta que la miré a la cara.
—Britt , te quiero mucho. De verdad que sí. Vas a formar parte activa en nuestra boda, vas a entrar a formar parte de nuestra familia. Quiero todo lo mejor para ti. —Entrecerró los ojos para mirarme y sentí que se me encogían los cojones—. Pero aun así, no le aconsejaría nunca a una amiga que se arriesgase a salir contigo. Le diría que te dejase echarle los polvos más inolvidables de su vida, pero que mantuviese sus sentimientos al margen porque eres una hiija de puta de mierda.
Me estremecí, di un chasquido con la lengua y negué con la cabeza.
—A eso lo llamo yo ser franca.
—Lo digo en serio. Sí, siempre has sido sincera con todas tus parejas sexuales. No, no tienes nada que ocultar, pero ¿se puede saber qué tienes en contra de las relaciones?
Lancé las manos al aire con exasperación.
—¡No tengo nada en contra de las relaciones! —exclamé.
—Desde el primer momento —intervino Quinn— das por sentado que no vas a querer otra cosa más que sexo ocasional. —Acto seguido, suavizando el tono, añadió—: Déjame que te diga, desde el punto de una mujer, que cuando eres joven, quieres a la persona que sabe cómo se juega este juego, pero cuando eres mayor, quieres a la persona que sabe cuándo deja de ser un juego. Tú ni siquiera sabes eso todavía y ya tienes... ¿qué, treinta y uno? Puede que Santana sea joven en años, pero es mayor en edad mental y no tardará en darse cuenta de que el modelo que tú le propones no es el que le conviene. Estás enseñándole a Santana cómo hacer malabarismos con distintos amantes, cuando lo que deberías enseñarle es qué se siente siendo amada por una persona.
Le sonreí y luego me froté la cara con las manos.
—¿Habéis venido aquí a echarme un sermón? —exclamé, gruñendo.
—No —dijo Quinn.
—Sí —dijo Marley al unísono.
Al final, Quinn se rió y dijo:
—Sí.
Se inclinó y apoyó la mano en mi rodilla.
—Eres una negada para el amor, Britt . Eres como nuestra pequeña mascota peluda.
—Eso es horrible —protesté—. Ni se les ocurra volver a decir eso.
Volvimos a concentrarnos en el partido de baloncesto. No era una situación violenta o incómoda. No me sentía a la defensiva. Sabía que tenían razón, solo que no estaba segura de qué podía hacer al respecto, teniendo en cuenta que ahora mismo Santana estaba con aquel puto Mike.
Estaba muy bien que admitiera que quería algo más con ella y que no quería que saliera con otro tipo, pero eso no tenía la menor relevancia mientras Santana y yo estuviésemos en planos distintos. Y la verdad era que aunque quería que follara conmigo y solo conmigo, no quería que cambiasen las cosas entre las dos.
¿Verdad que no?
Cogí el teléfono para ver si, por algún milagro, se me había pasado por alto algún mensaje de ella en los últimos dos minutos.
—Joder, Britt . ¡Mándale un maldito mensaje y ya está! —dijo Marley, tirándome una servilleta.
Me levanté de golpe, no tanto para obedecer las órdenes de Marley como para moverme un poco. ¿Qué estaría Santana haciendo en ese momento? ¿Dónde estaban? Eran casi las nueve. ¿No deberían haber acabado ya de cenar?
De hecho, conociendo su historial, lo más probable era que estuviese en casa..., ¿a menos que estuviesen en la de él?
Sentí que los ojos se me abrían como platos. ¿Era posible que estuviese en su cama? ¿En la cama con él?
Cerré los ojos inmediatamente, recordando boquiabierta el tacto de su cuerpo bajo el mío, sus curvas, el contacto de sus rodillas presionándome los costados. Solo de pensar que podía estar con ese fantoche... Desnuda...
«A la mierda», me dije.
Me volví y eché a andar por el pasillo en dirección a mi dormitorio, pero me detuve cuando me sonó el móvil en la mano. Nunca en toda mi vida mis reflejos para mirar la pantalla habían sido tan rápidos..., pero solo era Puck.
«Tu chica está aquí en el restaurante conmigo y con Ryder. Has hecho un buen trabajo con el Proyecto Santana, Britt. Está explosiva.»
Lancé un gemido y me apoyé en la pared del pasillo mientras tecleaba.
«¿Está besando a ese niñato?»
«No, pero está mirando el móvil cada dos por tres —contestó—. Deja de enviarle mensajes, cabronceta. Ahora mismo está explorando la vida, no lo olvides.»
Haciendo caso omiso de su intento de fastidiarme, me quedé mirando el texto, releyéndolo una y otra vez. Sabía que yo era la única persona que enviaba mensajes de texto a Santana de forma regular, y no le había enviado ninguno en toda la noche. ¿Había alguna posibilidad de que estuviese comprobando su móvil tan obsesivamente como yo había estado comprobando el mío?
Avancé por el pasillo y me encerré en el cuarto de baño con el pretexto de utilizarlo para lo que servía realmente, y en vez de eso me senté en el borde de la bañera. Con ella no estaba jugando a ningún juego, Quinn se equivocaba en eso. Yo sabía perfectamente que no era ningún juego. Desde luego, en ese momento, maldita la gracia que tenía. Todo el tiempo que pasaba sin estar con Santana oscilaba entre la euforia más absoluta y la ansiedad más obsesiva. ¿De eso iba todo esto? ¿De correr esa
clase de riesgo, abrirle el corazón a alguien y confiar en que ese alguien tuviese la capacidad de tratar tus sentimientos como si fueran lo más delicado del mundo?
Dejé los pulgares suspendidos sobre las letras durante varias palpitaciones aceleradas y luego tecleé una sola frase y la releí una y otra vez, asegurándome de haber elegido correctamente las palabras, el estilo y el tono general de
«No estoy obsesionada con cómo te está yendo la noche. Qué va. Para nada».
Al final, cerré los ojos y pulsé «ENVIAR».
—¡Eh! Eres Britt , ¿verdad?
Pestañeé, sintiendo que acababa de pillarme desprevenida. Había estado pensando en Santana y en las consecuencias de lo que había pasado dos noches atrás, cuando se había presentado en mi apartamento a las tantas y había acabado debajo de mí, y las dos habíamos llegado al orgasmo sin quitarnos la ropa siquiera. El recuerdo de esa noche era mi imagen favorita del momento, la que recreaba cada vez que tenía oportunidad, fantaseando con ella, para ponerme a tono, para calentarme la sangre. Hacía años de la última vez que me había corrido sola con tocamientos y frotándome con una mujer con la ropa puesta, pero, joder, se me había olvidado lo sucia y excitante que era la sensación de estar haciendo algo prohibido.
Sin embargo, ver a aquel chico delante de mí, el tipo con el que Santana estaba saliendo, fue como si me echaran un jarro de agua fría por la cabeza. Mike tenía la misma pinta que cualquier otro estudiante de Columbia de por allí: vestido de cualquier manera, parecía un cruce entre un sonámbulo en pijama y un vagabundo harapiento.
—Sí —dije, extendiendo la mano para estrecharle la suya—. Hola, Mike. Me alegro de verte de nuevo.
Dimos un paso adelante cuando la cola avanzó y fui sintiéndome cada vez más torpe e incómoda. En la fiesta no me había dado cuenta de lo joven que era: estaba casi todo el tiempo dando botes con ese aire entre ansioso y espitoso, como constantemente entusiasmado por algo.
Asentía mucho con la cabeza y me miraba como si fuese alguien a quien había que tratar como a un superior.
Bajé la vista y me di cuenta del aspecto tan formal que tenía yo con aquel traje hecho a medida. «¿Desde cuándo me había convertido en aquella señorita trajeada?
¿Desde cuándo tenía tan poca paciencia con los universitarios veinteañeros y estúpidos? Probablemente desde el día en que Santana me hizo una paja en el dormitorio de una fiesta de universitarios y fue la mejor experiencia sexual que he tenido en la vida», me dije.
—¿Lo pasaste bien el otro día en lo de Denny?
Me quedé mirándolo un buen rato, tratando de recordar cuándo era la última vez que había estado en uno de los restaurantes de la popular cadena Denny’s.
—Pues...
—Me refiero a la fiesta, no al restaurante —me aclaró, riendo—. El apartamento era de un amigo que se llama Denny.
—Ah, sí. La fiesta... —Mi mente reprodujo de inmediato la imagen de la cara de Santana mientras le deslizaba los dedos por las bragas y la piel desnuda. Recordaba perfectamente su expresión justo antes de correrse, como si le hubiese hecho algún puto truco de magia. Parecía estar descubriendo esa sensación por primera vez en su vida—. Sí, la fiesta fue genial.
Se puso a toquetear el móvil, y luego levantó la vista y me miró con aire reflexivo.
—¿Sabes qué? —dijo, acercándose un poco más a mí—. Es la primera vez que me encuentro así, de casualidad, con alguien que está saliendo con la misma chica con la que salgo yo. Da un poco de mal rol o, ¿no?
Reprimí una carcajada. Bueno, desde luego, al menos tenía en común con Santana que era igual de directo que ella.
—¿Qué te hace pensar que estoy saliendo con ella?
Mike se puso rojo inmediatamente.
—Es que... en la fiesta..., como en la fiesta estabais así... parecíais...
Esbocé una sonrisa maliciosa y decidí hacerle pasar un mal rato.
—¿Y le pediste que saliera contigo de todos modos?
Se echó a reír como si él tampoco pudiera creerse su atrevimiento.
—¡Es que estaba muy borracho! Supongo que me lancé y ya está.
Me dieron ganas de darle un puñetazo. Y me di cuenta de que era la mayor hipócrita del mundo; no tenía absolutamente ningún derecho a sentirme indignada por su comportamiento.
—No pasa nada —dije, tranquilizándolo.
Nunca había estado a aquel lado en la conversación, y por un momento me pregunté si alguna de mis amantes se habría encontrado con otra en un lugar parecido a aquel. Qué violento...
Traté de imaginarme lo que Kitty o Lara —tan alegres y sonrientes las dos— y Natalia o Kristy —que no sonreían jamás, ni en sus mejores momentos— harían en aquella clase de situación.
—Santana y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dije, encogiéndome de hombros—. Eso es todo.
Se echó a reír y asintió con la cabeza, como si eso respondiera a todas las preguntas que ni siquiera había formulado aún.
—Me ha dicho que ahora mismo está saliendo con alguien más. Lo entiendo. Es una chica fantástica y hace un montón de tiempo que tenía intención de pedirle que saliera conmigo, así que me conformaré con lo que ella quiera darme, ¿sabes lo que quiero decir?
Miré a la cajera, rezando porque atendiese a los clientes un poco más rápido. Por desgracia, sabía exactamente lo que quería decir.
—Sí.
Volvió a hacer un gesto afirmativo y sentí la tentación de hablarle de la regla del silencio: a veces, un silencio incómodo es preferible a mantener una conversación forzada.
Mike se adelantó a pedir su café y yo pude volver a la seguridad que me proporcionaban las distracciones de mi smartphone. No volví a mirarlo a la cara mientras pagaba y se alejaba, pero sentí una especie de nudo en el estómago.
¿Qué cojones estaba haciendo?
De camino a la oficina, fui sintiéndome cada vez más y más incómoda. A lo largo de casi los diez años anteriores había establecido los límites de una relación con cada una de mis compañeras sexuales, antes incluso de llegar a la cama siquiera. A veces la conversación tenía lugar cuando abandonábamos juntas algún sitio, u otras veces sucedía espontáneamente cuando me preguntaban si tenía novia y yo podía decir sin más: «Salgo con varias chicas, pero con nadie en especial en este momento». En las contadas ocasiones en que el sexo se convertía en algo más, siempre había querido dejar muy claro cuál era mi postura, me había preocupado de saber cuál era la postura de mi compañera y habíamos hablado abiertamente de cuáles eran las expectativas de ambas.
No me había dado cuenta de hasta qué punto la aparición de Mike me había pillado por sorpresa: en mi mundo y, más importante aún, en el de Santana. Por primera vez en mi vida, había dado por sentado que cuando me arrastró a aquel dormitorio en la fiesta, querría explorar el sexo conmigo... y solo conmigo.
Estaba claro que el karma era un auténtico cabrón. Esa mañana me zambullí en el trabajo, despaché tres prospectos y una pila de papeleo que llevaba arrastrando desde hacía una semana. Contesté llamadas pendientes y organicé un viaje de negocios a la zona de San Francisco para visitar unas cuantas compañías de biotecnología. Apenas paré ni para respirar.
Pero cuando llegó la tarde y llevaba ya varias horas sin comer y mi dosis de cafeína hacía ya tiempo que se había diluido en mi torrente sanguíneo, Santana volvió a abrirse paso en mi pensamiento.
Se abrió la puerta de mi despacho y apareció Puck, que me arrojó un sándwich gigantesco encima de la mesa y se desplomó en la silla que tenía delante.
—¿Qué pasa, Brittany? Por tu cara, parece como si acabaras de descubrir que el ADN es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha.
—Es que es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha —repliqué—. Solo que gira a la izquierda.
—¿Como tu polla?
—Exacto. —Me acerqué el sándwich y lo desenvolví. No me di cuenta del hambre que tenía hasta que lo tuve delante y percibí el delicioso olor —. Pienso demasiado, eso es todo.
—Entonces, ¿por qué pareces una zumbada? Pensar demasiado es uno de tus putos superpoderes, rubia.
—No, en este caso, no. —Me froté la cara con las manos, optando por la sinceridad en lugar de seguir bromeando—. Estoy un poco confusa respecto a un asunto.
Dio un mordisco a su sándwich y me miró con expresión reflexiva. Al cabo de unos minutos, preguntó:
—Es por Miss Tetas, ¿verdad?
Lo miré con cara inexpresiva.
—No puedes llamarla así, Puck.
—No, claro que no. Al menos, no a la cara. A ver, que yo llamo a mi Quinn «Miss Lengua», eso es verdad, pero ella no lo sabe.
Pese a mi mal humor, no tuve más remedio que reírme.
—No es verdad.
—No, no lo es. —Su sonrisa dio paso a una cara de fingido arrepentimiento—. Eso sería una horterada, ¿verdad?
—Totalmente.
—Aunque no he podido evitar fijarme en que Santana tiene una delantera espectacular.
Riéndome otra vez, mascullé:
—Puckerman, ni te lo imaginas...
Se incorporó en la silla.
—No, no me lo imagino, pero parece que tú sí. ¿Es que se las has visto? No tenía ni idea de que hubiese habido algún progreso más allá de tu rollo ese de la mentora para ayudarla a ligar.
Cuando levanté la vista, supe que era un libro abierto para él: me había dado fuerte con Santana.
—Pues sí. Hubo... ciertos progresos la otra noche. Y también hace un par de noches. —Di un mordisco a mi sándwich—. No nos hemos ido a la cama técnicamente, pero... El caso es que, desgraciadamente, esta noche va a salir con otro tipo.
—¿Va a hacer eso que quería hacer desde el principio, no?
Asentí.
—Eso parece.
—¿Y sabe ella que te consumes de amor por ella y vas por ahí con ojos de carnera degollada?
Di otro mordisco a mi sándwich y lo fulminé con la mirada.
—No —mascullé—, capullo.
—Parece una tía estupenda —se aventuró a decir, con tacto.
Me limpié la boca con la servilleta y me recosté en la silla.
«Estupenda» ni siquiera empezaba a describir a Santana. Nunca había conocido a una mujer como ella.
—Puck, lo tiene todo: es divertida, cariñosa, sincera, guapa... Estoy tan perdida... No es mi terreno, para nada.
En cuanto pronuncié aquellas palabras, me di cuenta de lo raras que sonaban en mi boca. Un extraño silencio inundó la habitación y supe de inmediato que estaba a punto de caerme encima una tonelada de burlas. Era evidente en el leve temblor en los labios de Puck.
Mierda.
Me miró un instante antes de levantar un dedo pidiéndome que esperara y sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté con recelo.
Me hizo callar y activó el altavoz para que los dos oyéramos el tono de llamada. La voz de Ryder respondió al otro extremo:
—Puck.
—Ryder —dijo Puck, recostándose en su asiento con una sonrisa enorme en la cara—. Por fin ha ocurrido.
Lancé un gemido de protesta, apoyando la cabeza en mis manos.
—¿Te ha venido la regla? —preguntó Ryder—. Felicidades.
—No, gilipollas —dijo Puck, riéndose—. Es Britt . Está colada por una tía.
Una sonora palmada resonó al otro lado de la línea y supuse que el escritorio de Ryder acababa de recibir un entusiasta cachete.
—¡Genial! ¿Y está triste y deprimida?
Puck hizo como que me examinaba un momento.
—El ser más triste y deprimida del mundo. Y no te lo pierdas: ella va a salir esta noche con otro tío.
—¡Oooh! Eso duele. ¿Y qué piensa hacer nuestra chica? —preguntó Ryder.
—Seguir hecha polvo y sintiéndose como una mierda, supongo — respondió Puck por mí antes de arquear las cejas como si ahora ya pudiera responder
.
—Me quedaré en casa —dije—, viendo el partido de los Knicks. Seguro que Santana me contará hasta el último detalle de su cita. Mañana. Cuando salgamos a correr.
Ryder emitió una especie de zumbido al otro lado del teléfono.
—Seguramente debería informar a las chicas.
Protesté con un gemido.
—No informes a las chicas, anda.
—Querrán ir a consolarte en plan madre —dijo Ryder—. Puck y yo tenemos una cena de trabajo de todos modos. No podemos dejarte sola en ese estado tan lamentable.
—No estoy en un estado lamentable, ¡estoy bien! Joder —mascullé —, ¿para qué habré dicho nada?
Sin hacerme caso, Ryder siguió hablando.
—Puck, yo me encargo de esto. Gracias por decírmelo.
Y colgó el teléfono.
Marley me apartó a un lado y entró en mi apartamento. Iba cargada con un montón de bolsas de comida para llevar.
—¿Es que has invitado a gente a cenar a mi casa? —pregunté. Me miró con cara de pocos amigos y se fue directa a la cocina.
Quinn asomó detrás de ella en el pasillo, cargada con un paquete de seis cervezas y unas botellas de agua mineral.
—Tenía hambre —admitió—. He hecho que Marley pida una ración de todo.
Abrí más la puerta para que entrase y la seguí a la cocina, donde Marley estaba atareada desempaquetando comida suficiente para un regimiento.
—Yo ya he comido —admití, casi pidiendo perdón—. No sabía que ibais a traer la cena.
—¿Cómo no íbamos a traer la cena? Ryder dijo que estabas hecha polvo, y cuando una está hecha polvo, eso significa que necesitas pad thai, magdalenas de chocolate y cerveza. Además, te he visto comer —dijo, señalando al aparador donde guardaba los platos—. Puedes comer más.
Encogiéndome de hombros, saqué tres platos, unos cubiertos y una cerveza. Me fui al salón y coloqué los platos en la mesita del café. Las chicas me siguieron; Marley se sentó en el suelo y Quinn se acurrucó a mi lado en el sofá, y las tres nos abalanzamos sobre la comida. Comimos delante del televisor, viendo un partido de baloncesto mientras charlábamos cómodamente, callándonos de vez en cuando.
Pensándolo bien, me alegraba de que estuvieran allí. No me molestaron con un interrogatorio sobre mis sentimientos, sino que se limitaron a venir a casa, comer conmigo y hacerme compañía. Me ayudaron a no desesperarme y hacerme un lío con todos los pensamientos que me rondaban la cabeza. Estaba segura de que no era la primera vez que alguien con quien me veía estaba saliendo a la vez con otro, pero sí era la primera vez que me importaba.
Me alegraba de que Santana estuviese saliendo por ahí y divirtiéndose. Eso era lo más raro de todo, que quería que tuviese todo lo que quisiese..., solo que quería precisamente que solo me quisiese a mí. Quería que fuese a mi casa esa noche, que admitiese que prefería follarme a mí y olvidarse de toda esa tontería de salir con chicos y punto. Era una idea ridícula y era la mayor gilipollas del mundo por pensarla, sobre todo teniendo en cuenta que en el pasado yo había hecho que centenares de mujeres se sintieran exactamente como me sentía yo en ese momento, pero era lo que quería.
Y joder, estaba que me subía por las paredes. En cuanto acabé de cenar, me puse a comprobar el móvil en plan obsesivo, y a mirar la hora también. ¿Por qué no me había enviado ningún mensaje? ¿No necesitaba que le respondiese a ninguna pregunta, aunque fuese solo una?
¿Ni siquiera quería decirme hola?
Dios, me odiaba a mí misma.
—¿Has tenido noticias suyas? —me preguntó Marley, interpretando correctamente mi ansiedad.
Negué con la cabeza.
—No pasa nada. Seguro que está bien.
—¿Y qué dijeron Kitty y Kristy? —quiso saber Quinn, dejando el vaso de agua encima de la mesa.
—¿Qué dijeron respecto a qué? —pregunté.
El silencio se adueñó del espacio que había entre nosotras y pestañeé, confusa.
—¿Respecto a qué? —insistí.
—Cuando cortaste con ellas —repuso Quinn, arqueando las cejas.
«Mierda. Mieeerda», pensé.
—Ah —dije, rascándome la barbilla—. Es que técnicamente no he cortado con ellas.
—¿Así que estás colada por Santana, pero todavía no les has dicho a tus otras dos amantes que sientes algo muy fuerte por otra mujer?
Cogí mi cerveza y hundí la mirada en ella. No era solo el tostón de tener que mantener la desagradable conversación de poner fin a lo nuestro con Kitty y Kristy; si era sincera conmigo misma, en parte también se trataba del consuelo y la distracción que las dos podrían proporcionarme si la cosa con Santana no acababa de cuajar. Eso era una auténtica cabronada hasta para mí.
—Todavía no —admití—. Con ellas nunca ha habido nada serio. Siempre era sexo ocasional. A lo mejor ni siquiera tengo que decírselo...
Marley se inclinó hacia delante, dejó la botella y me miró hasta que la miré a la cara.
—Britt , te quiero mucho. De verdad que sí. Vas a formar parte activa en nuestra boda, vas a entrar a formar parte de nuestra familia. Quiero todo lo mejor para ti. —Entrecerró los ojos para mirarme y sentí que se me encogían los cojones—. Pero aun así, no le aconsejaría nunca a una amiga que se arriesgase a salir contigo. Le diría que te dejase echarle los polvos más inolvidables de su vida, pero que mantuviese sus sentimientos al margen porque eres una hiija de puta de mierda.
Me estremecí, di un chasquido con la lengua y negué con la cabeza.
—A eso lo llamo yo ser franca.
—Lo digo en serio. Sí, siempre has sido sincera con todas tus parejas sexuales. No, no tienes nada que ocultar, pero ¿se puede saber qué tienes en contra de las relaciones?
Lancé las manos al aire con exasperación.
—¡No tengo nada en contra de las relaciones! —exclamé.
—Desde el primer momento —intervino Quinn— das por sentado que no vas a querer otra cosa más que sexo ocasional. —Acto seguido, suavizando el tono, añadió—: Déjame que te diga, desde el punto de una mujer, que cuando eres joven, quieres a la persona que sabe cómo se juega este juego, pero cuando eres mayor, quieres a la persona que sabe cuándo deja de ser un juego. Tú ni siquiera sabes eso todavía y ya tienes... ¿qué, treinta y uno? Puede que Santana sea joven en años, pero es mayor en edad mental y no tardará en darse cuenta de que el modelo que tú le propones no es el que le conviene. Estás enseñándole a Santana cómo hacer malabarismos con distintos amantes, cuando lo que deberías enseñarle es qué se siente siendo amada por una persona.
Le sonreí y luego me froté la cara con las manos.
—¿Habéis venido aquí a echarme un sermón? —exclamé, gruñendo.
—No —dijo Quinn.
—Sí —dijo Marley al unísono.
Al final, Quinn se rió y dijo:
—Sí.
Se inclinó y apoyó la mano en mi rodilla.
—Eres una negada para el amor, Britt . Eres como nuestra pequeña mascota peluda.
—Eso es horrible —protesté—. Ni se les ocurra volver a decir eso.
Volvimos a concentrarnos en el partido de baloncesto. No era una situación violenta o incómoda. No me sentía a la defensiva. Sabía que tenían razón, solo que no estaba segura de qué podía hacer al respecto, teniendo en cuenta que ahora mismo Santana estaba con aquel puto Mike.
Estaba muy bien que admitiera que quería algo más con ella y que no quería que saliera con otro tipo, pero eso no tenía la menor relevancia mientras Santana y yo estuviésemos en planos distintos. Y la verdad era que aunque quería que follara conmigo y solo conmigo, no quería que cambiasen las cosas entre las dos.
¿Verdad que no?
Cogí el teléfono para ver si, por algún milagro, se me había pasado por alto algún mensaje de ella en los últimos dos minutos.
—Joder, Britt . ¡Mándale un maldito mensaje y ya está! —dijo Marley, tirándome una servilleta.
Me levanté de golpe, no tanto para obedecer las órdenes de Marley como para moverme un poco. ¿Qué estaría Santana haciendo en ese momento? ¿Dónde estaban? Eran casi las nueve. ¿No deberían haber acabado ya de cenar?
De hecho, conociendo su historial, lo más probable era que estuviese en casa..., ¿a menos que estuviesen en la de él?
Sentí que los ojos se me abrían como platos. ¿Era posible que estuviese en su cama? ¿En la cama con él?
Cerré los ojos inmediatamente, recordando boquiabierta el tacto de su cuerpo bajo el mío, sus curvas, el contacto de sus rodillas presionándome los costados. Solo de pensar que podía estar con ese fantoche... Desnuda...
«A la mierda», me dije.
Me volví y eché a andar por el pasillo en dirección a mi dormitorio, pero me detuve cuando me sonó el móvil en la mano. Nunca en toda mi vida mis reflejos para mirar la pantalla habían sido tan rápidos..., pero solo era Puck.
«Tu chica está aquí en el restaurante conmigo y con Ryder. Has hecho un buen trabajo con el Proyecto Santana, Britt. Está explosiva.»
Lancé un gemido y me apoyé en la pared del pasillo mientras tecleaba.
«¿Está besando a ese niñato?»
«No, pero está mirando el móvil cada dos por tres —contestó—. Deja de enviarle mensajes, cabronceta. Ahora mismo está explorando la vida, no lo olvides.»
Haciendo caso omiso de su intento de fastidiarme, me quedé mirando el texto, releyéndolo una y otra vez. Sabía que yo era la única persona que enviaba mensajes de texto a Santana de forma regular, y no le había enviado ninguno en toda la noche. ¿Había alguna posibilidad de que estuviese comprobando su móvil tan obsesivamente como yo había estado comprobando el mío?
Avancé por el pasillo y me encerré en el cuarto de baño con el pretexto de utilizarlo para lo que servía realmente, y en vez de eso me senté en el borde de la bañera. Con ella no estaba jugando a ningún juego, Quinn se equivocaba en eso. Yo sabía perfectamente que no era ningún juego. Desde luego, en ese momento, maldita la gracia que tenía. Todo el tiempo que pasaba sin estar con Santana oscilaba entre la euforia más absoluta y la ansiedad más obsesiva. ¿De eso iba todo esto? ¿De correr esa
clase de riesgo, abrirle el corazón a alguien y confiar en que ese alguien tuviese la capacidad de tratar tus sentimientos como si fueran lo más delicado del mundo?
Dejé los pulgares suspendidos sobre las letras durante varias palpitaciones aceleradas y luego tecleé una sola frase y la releí una y otra vez, asegurándome de haber elegido correctamente las palabras, el estilo y el tono general de
«No estoy obsesionada con cómo te está yendo la noche. Qué va. Para nada».
Al final, cerré los ojos y pulsé «ENVIAR».
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Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 9
«No pensaba mandarle ningún mensaje a Brittany.»
—... y luego quizá vivir en el extranjero algún día...
«No pensaba mandarle ningún mensaje a Brittany.»
—... quizá en Alemania. O quizá en Turquía...
Volví parpadeando a la conversación y asentí con la cabeza mirando a Mike, que estaba sentado frente a mí y que prácticamente había recorrido el mundo entero durante nuestra conversación.
—Eso suena muy emocionante —dije con una amplia sonrisa.
Bajó la mirada hasta el mantel de lino. Tenía las mejillas sonrosadas. Vale, era bastante mono. Como un cachorrito.
—Hubo una época en la que me planteé irme a Brasil —siguió—, pero me gusta tanto ir de visita que no quiero acostumbrarme, ¿sabes?
Asentí otra vez, esforzándome por prestar atención y controlar mis pensamientos, por centrarme en mi acompañante y no en el hecho de que mi móvil llevaba toda la noche en silencio.
El restaurante que Mike había escogido era agradable, no excesivamente romántico, pero acogedor. Luces suaves, amplias ventanas, nada demasiado serio. Nada que proclamase «cita» a gritos. Yo había tomado halibut y Mike había pedido un filete. Su plato estaba casi vacío; yo apenas había tocado el mío.
¿Qué estaba diciendo? ¿Un verano en Brasil?
—¿Cuántos idiomas has dicho que hablas? —pregunté, esperando acertar.
Debió de ser así porque sonrió, claramente satisfecho de que yo hubiese recordado ese detalle. O al menos que dicho detalle existía.
—Tres.
Me apoyé en el respaldo, impresionada.
—Vaya, eso es... eso es realmente increíble, Mike.
Y era cierto. Era increíble. Mike era atractivo, listo y todo lo que podía desear una chica inteligente. Sin embargo, cuando el camarero se detuvo junto a nuestra mesa para llenarnos las copas, nada de eso impidió que le echase otro rápido vistazo a mi móvil y frunciese el ceño al ver la pantalla vacía.
Ni mensajes, ni llamadas perdidas. Nada. Maldita sea.
Pasé un dedo por el nombre de Brittany y releí algunos de sus mensajes del día.
«Un pensamiento que me ha surgido: me gustaría verte colocada. La maría amplifica los rasgos de la personalidad, así que probablemente hablarías tanto que tu cabeza explotaría, aunque no sé cómo sería posible que dijeras aún más locuras que ahora.»
Y otro:
«Te acabo de ver en el cruce de la Ochenta y uno con Amsterdam Avenue. Iba en un taxi con Puck y te he visto cruzar la calle delante de nosotros. ¿Llevabas bragas debajo de esa falda? Pienso guardar la información en mi archivo mental porno, así que en cualquier caso di que no».
Me había enviado el último mensaje poco después de la una de la tarde, casi seis horas atrás.
Repasé varios mensajes más antes de pulsar la casilla para teclear. Mi pulgar vaciló sobre el teclado. ¿Qué estaría haciendo Brittany? Se coló en mis pensamientos la coletilla «y con quién», y noté que fruncía el ceño todavía más.
Empecé a teclear un mensaje y lo borré enseguida. «No pienso mandarle ningún mensaje a Brittany — me dije—. No pienso mandarle ningún mensaje a Brittany. Ninja. Agente secreto. Consigue los secretos y escapa indemne.»
—¿Santana?
Alcé la vista; Mike me estaba mirando.
—¿Mmm?
Juntó las cejas un momento antes de soltar una risita insegura.
—¿Te encuentras bien? Esta noche pareces un poco distraída.
—Sí —dije, y comprendí horrorizada que me había pillado. Levanté el móvil de mi regazo—. Estoy esperando un mensaje de mi madre —mentí... vergonzosamente.
—Pero ¿va todo bien?
—Desde luego.
Con un pequeño suspiro de alivio, Mike apartó su plato y se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos sobre la mesa.
—Bueno, ¿y tú? Me parece que no he parado de hablar. Háblame del estudio que estás haciendo.
Por primera vez en toda la noche, noté que agarraba el móvil con menos fuerza. Eso podía hacerlo. ¿Hablar de mi trabajo, mis estudios y la ciencia? Por supuesto.
Acabábamos de tomarnos el postre y le había explicado que estaba colaborando con otro laboratorio de nuestro departamento en la creación de unas vacunas para el Trypansoma cruzi cuando noté que me daban un golpecito en el hombro. Al volverme, vi a Puck de pie detrás de mí.
—¡Hola! —dije, sorprendida de verlo allí.
A pesar de su metro noventa y cinco de estatura, cuando se inclinó para darme un beso en la mejilla no pareció nada incómodo.
—Santana, esta noche estás absolutamente imponente.
Demonios. Ese acento iba a acabar conmigo. Sonreí.
—Bueno, puedes pasarle tus cumplidos a Quinn; fue ella quien escogió este vestido.
No habría creído posible que se volviese aún más atractivo, pero la sonrisa orgullosa que se dibujó en sus labios obró el milagro.
—Lo haré. ¿Y quién es este? —dijo, volviéndose hacia Mike.
—¡Oh! —dije, mirando a mi acompañante—. Lo siento, Puck, te presento a Mike Chang. Mike, este es Noah Puckerman, el socio de mi amiga Brittany.
Los dos hombres se estrecharon la mano y charlaron unos momentos, y tuve que contenerme para no preguntar por Brittany. Al fin y al cabo, había salido con otro. Para empezar, no debería estar pensando en ella.
—Bueno, pues os dejo solos —dijo Puck.
—Dale recuerdos a Quinn.
—Desde luego. Que lo paséis bien.
Vi cómo Puck volvía a su mesa, donde lo aguardaba un grupo de hombres. Me pregunté si habría salido para una cena de negocios, y en tal caso, ¿por qué no había ido Brittany con él? Me daba cuenta de que no sabía gran cosa de su trabajo, pero ¿no hacían juntos esa clase de cosas?
Unos minutos después, justo cuando llegaba la cuenta, el móvil vibró en mi regazo.
«¿Qué tal va la noche, Perla?»
Cerré los ojos, sintiendo que esa palabra me atravesaba como si fuese una corriente eléctrica. Me acordé de la última vez que me había llamado así y noté que mis entrañas se licuaban.
«Muy bien. Puck está aquí. ¿Lo has enviado a vigilarme?»
«¡Ja! Como si él estuviese dispuesto a hacer eso por mí. Me acaba de mandar un mensaje. Dice que esta noche estás muy buena.»
Antes de conocer a Brittany nunca me ruborizaba, pero en ese momento sentí que el calor invadía mis mejillas.
«Él también está muy bueno.»
«No tiene gracia, Santana.»
«¿Estás en casa?» Pulsé «ENVIAR» y luego contuve la respiración.
¿Qué haría si decía que no?
«Sí.»
Iba a tener que hablar conmigo misma; saber que Brittany estaba en casa y me mandaba mensajes no debería haberme puesto tan contenta.
«¿Salimos a correr mañana?», pregunté.
«Por supuesto.»
Borré rápidamente la sonrisa de mi cara antes de que Mike se diese cuenta y guardé mi móvil.
Brittany estaba en casa, y yo podía quedarme tranquila e intentar disfrutar del resto de la noche.
—Bueno, ¿cómo fue tu cita? —preguntó, haciendo estiramientos a mi lado.
—Bien —dije—. Muy bien.
—¿Muy bien?
—Sí. —Me encogí de hombros, incapaz de encontrar una respuesta más entusiasta—. Muy bien — volví a decir—. Bien.
Esa mañana, mi codependencia con Brittany me hacía sentir mucho peor que la noche anterior. Tendría que poner en claro mis ideas y recordar:
«Agente secreto. Como un Ninja. Aprender de la mejor.»
Sacudió la cabeza.
—Una brillante evaluación.
No respondí; en lugar de eso, fui a buscar la botella de agua que había dejado apoyada en un árbol situado a poca distancia. Hacía tanto frío que el agua se había convertido en granizado y se agitaba ruidosamente mientras yo trataba de abrir la botella. Habíamos finalizado nuestro circuito, un momento en el que Brittany acostumbraba a darme un discurso de ánimo y hacer algún comentario inapropiado acerca de mis tetas, y yo acostumbraba a quejarme del frío y la falta de aseos a mano en Manhattan.
No estaba nada segura de querer tener esa conversación ese día ni de reconocer que, aunque Mike me caía muy bien, no soñaba despierta con besarlo, chuparle el cuello o mirar cómo se corría sobre mi cadera, tal como hacía con otra persona. No quería decirle que me pasaba nuestras citas constantemente distraída y que me costaba poner algo de mi parte.
También me negaba a admitir que aquello de salir con hombres no se me daba bien y que quizá no aprendiese nunca a mantener relaciones informales, disfrutar de la vida, ser joven y experimentar cosas igual que hacía Brittany.
Se agachó para mirarme a los ojos y me di cuenta de que estaba repitiendo una pregunta:
—¿A qué hora volviste?
—Un poco después de las nueve, creo.
—¿De las nueve? —dijo entre risas—. ¿Otra vez?
—Quizá un poco más tarde. ¿Por qué te hace tanta gracia?
—¿Dos citas seguidas acaban a las nueve? ¿Es que ese tío es tu abuelo? ¿Quiso que te acostaras temprano después de llevarte a cenar?
—Para tu información, tenía que estar en el laboratorio esta mañana a primera hora. ¿Y tu noche desenfrenada, seductora? ¿Participaste en alguna orgía? ¿Quizá en un par de macrofiestas? —pregunté, intentando cambiar de conversación.
—Puede decirse que estuve en el Club de Lucha —dijo, rascándose la mandíbula—. Aunque sin tíos ni puñetazos. —Al ver mi mirada confusa, aclaró—: Lo cierto es que cené en mi casa con Marley y Quinn. Eh, ¿tienes agujetas hoy?
Recordé al instante el delicioso dolorcillo que habían dejado en mí sus dedos después de la fiesta de Denny y las molestias que notaba en el hueso pélvico tras haberme frotado contra ella en el suelo de su apartamento.
—¿Agujetas? —repetí, parpadeando.
Me dedicó una sonrisa perspicaz.
—Agujetas de correr ayer. Hostia, Santana. Deja de pensar en guarrerías. Estabas en casa a las nueve, ¿de qué otra cosa podría estar hablando?
Di otro trago de mi botella de agua e hice una mueca al notar el frío en los dientes.
—Estoy bien.
—Otra regla, Perla. Solo puedes utilizar la palabra «bien» cierto número de veces en una conversación antes de que empiece a sonar falsa. Busca mejores adverbios para describir tu estado de ánimo después de las citas.
No estaba muy segura de cómo manejar a Brittany. Esa mañana parecía un poco tensa. Creía tenerla calada, pero mis pensamientos resultaban muy confusos, un problema que iba en aumento cuando estábamos juntas y, a juzgar por la noche anterior, también cuando estábamos separadas. ¿Le importaba acaso que hubiese salido con Mike?
¿Quería yo que le importase?
Uf. Aquello de tener citas con era demasiado complicado, y ni siquiera sabía con certeza si podía decirse técnicamente que Brittany y yo teníamos citas. Parecía ser una de las pocas preguntas que no podía hacerle.
—Bueno —empezó a decir, y me miró con una sonrisa burlona—, para que tengas claro el significado de la palabra «cita», quizá deberías salir con otra persona. Solo para ver cómo funciona. ¿Qué te parecería otro de los tíos de la fiesta? ¿Aaron? ¿Y Hau?
—Hau tiene novia. En cuanto a Aaron...
Asintió con gesto alentador.
—Parecía en muy buena forma —comentó.
—Está en muy buena forma —convine en tono evasivo—. Sin embargo, es un poco... SN2.
Brittany frunció el ceño, confusa.
—¿SN2?
—Ya sabes —dije, agitando las manos con torpeza—. Como cuando se rompe el enlace C-X y el nucleófilo ataca al carbono a ciento ochenta grados del grupo saliente —dije a toda velocidad, sin tomar aire.
—Oh, Dios mío. ¿Acabas de utilizar una referencia de química orgánica para decirme que Aaron es de la acera de enfrente?
Aparté la mirada con un gruñido.
—Creo que acabo de batir mi propio récord de sabihonda.
—No, ha sido divertidísimo —dijo, y parecía sinceramente impresionada—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí hace diez años. —Sus labios dibujaron una mueca al considerar aquello—. Aunque, la verdad, es impresionante cuando lo dices tú, pero si lo dijese yo quedaría como una enorme capulla.
Tragué saliva y evité mirarle los shorts.
A pesar de las bajas temperaturas y de la hora temprana, había más gente de lo habitual que había decidido desafiar el frío. Un par de estudiantes universitarios muy monos se pasaban una pelota de fútbol; llevaban casquetes oscuros en la cabeza y habían dejado en la hierba unos vasos de porexpán llenos de un café que se enfriaba rápidamente. Una mujer con una enorme sillita de bebé pasó a toda velocidad por nuestro lado, y otras personas corrían por diversos senderos. Miré a Brittany justo a tiempo de ver cómo se inclinaba delante de mí y alargaba los brazos para atarse la zapatilla.
—Tengo que reconocértelo. Estoy muy impresionada con lo duro que estás trabajando —me dijo por encima del hombro.
—Sí —murmuré, moviéndome para estirar los tendones de la corva tal como ella me había enseñado y evitando mirarle el culo—. Duro.
—¿Qué has dicho?
—Trabajo duro —repetí—. Muy duro.
Enderezó la espalda y seguí el movimiento, obligándome a apartar la vista antes de que se volviese.
—No voy a mentirte —dijo, estirando la espalda—. Me sorprendió que no te rajaras aquella primera semana.
Debería haberla fulminado con la mirada al saber que había dado por sentado que me rendiría tan deprisa, pero en cambio asentí con la cabeza, intentando mirar a cualquier parte que no fuese aquella franja de estómago que se le veía cuando estiraba los brazos por encima de la cabeza o la línea de músculo que le bajaba por ambos lados del abdomen.
—Si sigues así, hasta podrías situarte entre las cincuenta primeras en la carrera.
Mis ojos cruzaron a toda velocidad ese pequeño trozo de piel y el paisaje de músculo que se hallaba debajo. Tragué saliva, recordando al instante la sensación que me había producido notarlo bajo las puntas de los dedos.
—Pues voy a seguir así, desde luego —murmuré, rindiéndome y mirando directamente su piel expuesta.
Carraspeé, me aparté de ella y empecé a andar por el sendero, porque, francamente, aquel cuerpo resultaba obsceno.
—¿A qué hora has quedado hoy? —preguntó, al tiempo que echaba a correr para ponerse a mi altura.
—Mañana —la corregí.
Se rió junto a mí.
—Está bien, ¿a qué hora has quedado mañana?
—Mmm..., a las seis. —Me estrujé la nariz, tratando de recordar—. No, a las ocho.
—¿No deberías estar segura?
Mis ojos se posaron en ella y le dediqué una sonrisa de culpabilidad.
—Probablemente.
—¿Te hace ilusión?
Me encogí de hombros.
—Supongo.
Se echó a reír y me pasó el brazo por el hombro.
—¿A qué me dijiste que se dedicaba?
—Estudia la drosófila —murmuré.
Me había dado una excusa para hablar de ciencia, y esa mañana yo ni siquiera era capaz de hacer eso. Estaba destrozada.
—¡Un experto en genética! —exclamó con voz resonante—. Thomas Hunt Morgan nos dio el cromosoma, y ahora laboratorios de todo el país dan a otros laboratorios minúsculas y fugitivas moscas de la fruta que vuelan por todo el edificio. —Trataba de mostrarse jovial, pero su voz era tan profunda y sexual, incluso cuando se comportaba como una friki, que hacía que me crujiesen los huesos y que mis miembros se volviesen líquidos—. ¿Y es agradable ese Mike? ¿Divertido? ¿Genial en la cama?
—Claro.
Brittany se detuvo con la mirada ensombrecida.
—¿Claro?
La miré.
—Claro que lo es. —Y entonces asimilé sus palabras—. Bueno, excepto la parte de «genial en la cama». No he probado la mercancía.
Brittany se volvió para seguir caminando en silencio y me aventuré a mirarla otra vez.
—A propósito, ¿puedo hacerte una pregunta?
Me miró de reojo, cautelosa.
—Sí —dijo despacio.
—¿Qué es lo que acostumbra a pasar en la tercera cita? Lo he buscado en Google...
—¿Que lo has buscado en Google?
—Pues sí, y parece haber consenso acerca de que la tercera cita es la cita del sexo.
Se detuvo y tuve que volverme hacia ella. Se había puesto colorada.
—¿Te está presionando para acostarse contigo?
—¿Qué? —Me quedé mirándola, desconcertada. ¿De dónde sacaba esa idea?—. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué preguntas por el sexo?
—Cálmate —dije—. Puedo preguntarme cuáles son las expectativas sin que él tenga que ponerse pesado. Por el amor de Dios, Brittany, solo quiero estar preparada.
Respiró hondo antes de soltar el aire muy despacio, sacudiendo la cabeza.
—A veces me vuelves loca.
—Lo mismo digo. —Me quedé con la mirada perdida, pensando en voz alta—: Es que parece haber una especie de tabla de progresión. Las citas uno y dos parecían más o menos lo mismo. Pero ¿cómo se llega desde ahí hasta la cita del sexo? Desde luego, si tuviera una chuleta no me resultaría tan confuso.
—No necesitas una chuleta. La hostia. —Se quitó el casquete y se echó el pelo hacia atrás; prácticamente pude ver cómo daban vueltas los engranajes de su cabeza—. Vale, pues... la primera cita es una especie de entrevista. Él ha echado una ojeada a tu currículo —me miró con intención y levantó las cejas, posando los ojos directamente en mi pecho— y ahora es el momento de ver si estás a la altura. Está el trabajo de campo, las preguntas y respuestas, el proceso de pensamiento tipo «¿podría esta persona ser un asesino en serie?» y, por supuesto, la decisión eliminatoria «¿quiero acostarme con esta persona?». Y, seamos sinceras, si un hombre te ha invitado a salir ya quiere acostarse contigo.
—Vale —dije, mirándola con escepticismo. Traté de imaginarme a Brittany en esa situación: conociendo a una mujer, llevándola a cenar, decidiendo si quería o no acostarse con ella. Estuve segura al noventa y siete por ciento de que no me gustaba—. ¿Y la cita dos?
—Bueno, la cita dos es la respuesta. Has superado la criba preliminar, así que es evidente que a la otra parte le gusta lo que aportas, y ahora es el momento de seguir adelante. De acudir a recursos humanos y ver si tus encantadoras respuestas y tu brillante personalidad fueron pura chiripa. Y también de ver si sigue queriendo acostarse contigo. Lo cual, una vez más... —dijo, y se encogió de hombros como para decir «obvio».
—¿Y la tercera cita? —pregunté.
—Bueno, es cuando la cosa se pone seria. Habéis salido dos veces y es evidente que os sigue gustando la otra persona; ha cumplido todos vuestros requisitos, así que es ahora cuando todo se pone a prueba. Sois compatibles a algún nivel y suele ser entonces cuando os desnudáis para ver si podéis «funcionar bien juntos». Los tíos acostumbran a sacar la artillería pesada: flores, cumplidos, restaurante romántico...
—Así que... llega el sexo.
—A veces. Pero no siempre —subrayó—. No tienes que hacer nada que no quieras, Santana. Jamás. Si me entero de que algún hombre te presiona, le arrancaré las pelotas.
Sentí cómo se calentaban y licuaban mis entrañas. Mis hermanos me habían dicho casi lo mismo en distintas ocasiones, y puedo garantizar que sonaba muy diferente saliendo de la boca de Brittany Pierce.
—Lo sé.
—¿Quieres acostarte con él? —preguntó, intentando hablar en tono ligero, pero fracasando estrepitosamente.
Ni siquiera podía mirarme, así que bajó la vista hasta un hilo del dobladillo de su camiseta y se puso a tirar de él. Un estremecimiento recorrió mi columna al adivinar que esa posibilidad no acababa de parecerle bien.
Inspiré hondo, pensé en ello. Mi primer instinto fue pronunciar enseguida un «no» automático, pero en vez de eso me limité a encogerme de hombros, evasiva. Mike era mono y le había dejado darme un beso de buenas noches en mi puerta, pero no era nada comparado con lo que había experimentado con Brittany. Y aquello constituía el cien por cien de mi problema. Estaba convencida de que la razón por la que Brittany tenía la capacidad de hacerme sentir tan bien era su experiencia. Sin embargo, ese
era el motivo exacto por el que estaba prohibida.
—Francamente —reconocí—, ni siquiera estoy segura. Supongo que tendré que ver cómo me siento cuando llegue el momento.
Cualquier duda que pudiese albergar acerca del protocolo de Brittany para la tercera cita quedó rápidamente descartada en cuanto Mike y yo entramos en el restaurante que había elegido.
Mike quería llevarme a algún sitio en el que nunca hubiese estado, algo nada difícil teniendo en cuenta que llevaba tres años en Nueva York y apenas había salido del laboratorio para comer. Sonrió orgulloso cuando el taxi paró y nos depositó en Daniel, en el cruce de Park Avenue con la Sesenta y cinco.
Si me hubiesen pedido que hiciese un dibujo de un local romántico, habría tenido exactamente el mismo aspecto que aquel: paredes color crema, grises plateados y marrones chocolate, arcos y columnas griegas que rodeaban la zona de comedor. Mesas redondas cubiertas de manteles suntuosos, macetas por todas partes, y todo iluminado por unas enormes lámparas de cristal. Era todo lo contrario del restaurante al que habíamos ido en nuestra segunda cita. Mike había sacado su mejor artillería.
No estaba preparada.
La cena empezó muy bien. Escogimos los aperitivos y Mike pidió una botella de vino, pero a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Me había prometido a mí misma no mandarle mensajes a Brittany, pero hacia el final, cuando Mike se disculpó para ir al lavabo, me rendí.
«Creo que estoy fracasando en la tercera cita.»
Contestó casi de inmediato:
«¿Qué? Imposible. ¿Has hablado con tu profe?».
«Ha pedido un vino caro y me ha parecido ofendido cuando no he querido probarlo. A ti nunca te importa que no beba», tecleé.
Apareció el icono que mostraba que Brittany había introducido texto, y a djuzgar por el rato que tardaba debía de ser largo, así que esperé y miré a mi alrededor para asegurarme de que Mike no volvía a la mesa.
«Eso es porque soy una genio y sé de mates: te sirvo media copa, finges bebértela toda la noche y así el resto de la botella es para mí. Bum, soy la chica más lista del mundo.»
«Seguro que él no lo ve así», tecleé.
«Pues dile que eres mucho más divertida cuando estás despierta y no babeando en la sopa. Por cierto, ¿por qué me mandas mensajes? ¿Dónde está el Príncipe Azul?»
«En el lavabo. Nos marchamos.»
Pasó un minuto entero antes de que contestase:
«¿Ah, sí?».
«Sí, a mi casa. Ya vuelve. Ya te contaré cómo ha ido.»
El trayecto hasta mi apartamento resultó incómodo. Estúpidas reglas, expectativas y Google, y estúpida Brittany por meterse en mi cabeza. No entendía lo que estaba ocurriendo. En realidad, no quería nada con Brittany. Brittany tenía un programa de amantes y un pasado lleno de sombras.
Brittany no quería apegos ni relaciones, y yo al menos quería estar abierta a esa posibilidad. Brittany no era una opción ni formaba parte del plan. Me gustaba el sexo; quería volver a practicarlo con un hombre. ¿No era así como iba la cosa? Chico conoce a chica, a la chica le gusta el chico, la chica deja que el chico le quite las bragas. Desde luego, estaba preparada para dejar que alguien me quitara las bragas. Entonces, ¿dónde estaba la prisa, la sensación de calor subiéndome por las piernas y asentándose en mi estómago, el deseo que generaba en mí la simple idea de meter en mi cuarto a Brittany, la sensación que me había llevado a salir a la calle nevada a las tres de la mañana y el pensamiento de que podía explotar en cuanto sus manos encontrasen mi piel?
Desde luego, ahora no sentía eso.
Cuando llegamos a mi edificio empezaba a nevar. Al entrar en mi apartamento encendí una lámpara, y Mike, incómodo, se quedó unos momentos junto a la puerta de la calle hasta que lo invité a pasar. Me sentía como si fuera en piloto automático. Tenía un nudo en el estómago, y el zumbido constante que llenaba mi cabeza era tan fuerte que me entraron ganas de poner la música más repulsiva que pudiese encontrar solo para
dejar de oírlo.
«¿Debía hacerlo? ¿No debía hacerlo? ¿Quería hacerlo siquiera?»
Le ofrecí la última copa, pronunciando exactamente las palabras «la última copa», y él dijo que sí.
Fui a la cocina, saqué unos vasos de un armario y eché una pequeña cantidad para mí y una cantidad generosa para él, confiando en que le entrase sueño. Me volví para darle el vaso y me sorprendió encontrarlo allí mismo, invadiendo por completo mi espacio. Se coló en mi pecho la extraña sensación de que algo no iba bien.
Sin decir nada, Mike me quitó el vaso de la mano y lo dejó sobre la encimera. Las suaves puntas de sus dedos me rozaron las mejillas, la nariz. Cogió mi cara entre sus manos. Su primer beso fue vacilante, lento, de exploración. Me besó en la mejilla antes de volver a por otro. Cerré los ojos con fuerza al notar el primer contacto con su lengua, sentí que se me aceleraba el corazón y deseé que se debiera al instinto y al deseo, y no al ramalazo de pánico que había empezado a crecer en mi garganta.
Sus labios eran demasiado suaves y vacilantes. Labios de almohada. Su aliento sabía a patatas.
Tomé conciencia del tictac del reloj colgado sobre los fogones, del sonido de alguien chillando en un apartamento cercano. ¿Me fijé en algo cuando besé a Brittany? Me fijé en la forma en que olía, en la sensación que me producía su piel bajo las puntas de los dedos y la sensación de ir a explotar si no me tocaba allí y más hondo. Pero nunca nada tan vulgar como los camiones de la basura retumbando en la calle.
—¿Qué pasa? —dijo Mike, dando un paso atrás.
Me toqué los labios; parecían estar bien, ni hinchados ni maltratados. No parecían totalmente estropeados.
—No creo que esto vaya a funcionar —dije.
Guardó silencio un momento y me miró a los ojos, claramente confundido.
—Pero creía que...
—Lo sé —dije—. Lo siento.
Asintió con la cabeza y dio otro paso atrás antes de pasarse las manos por el pelo.
—Supongo que... Si esto es por Brittany, bueno, pues felicítala de mi parte.
Cerré la puerta detrás de Mike, me volví y apoyé la espalda contra la madera fría. El móvil me pesaba como el plomo en el bolsillo y lo saqué, busqué el nombre de la chica que me tenía sorbido el seso y empecé a teclear.
Inicié y borré una docena de mensajes diferentes hasta que me decidí finalmente por uno. Lo tecleé y esperé solo un momento antes de pulsar «ENVIAR».
«¿Dónde estás?»
—... y luego quizá vivir en el extranjero algún día...
«No pensaba mandarle ningún mensaje a Brittany.»
—... quizá en Alemania. O quizá en Turquía...
Volví parpadeando a la conversación y asentí con la cabeza mirando a Mike, que estaba sentado frente a mí y que prácticamente había recorrido el mundo entero durante nuestra conversación.
—Eso suena muy emocionante —dije con una amplia sonrisa.
Bajó la mirada hasta el mantel de lino. Tenía las mejillas sonrosadas. Vale, era bastante mono. Como un cachorrito.
—Hubo una época en la que me planteé irme a Brasil —siguió—, pero me gusta tanto ir de visita que no quiero acostumbrarme, ¿sabes?
Asentí otra vez, esforzándome por prestar atención y controlar mis pensamientos, por centrarme en mi acompañante y no en el hecho de que mi móvil llevaba toda la noche en silencio.
El restaurante que Mike había escogido era agradable, no excesivamente romántico, pero acogedor. Luces suaves, amplias ventanas, nada demasiado serio. Nada que proclamase «cita» a gritos. Yo había tomado halibut y Mike había pedido un filete. Su plato estaba casi vacío; yo apenas había tocado el mío.
¿Qué estaba diciendo? ¿Un verano en Brasil?
—¿Cuántos idiomas has dicho que hablas? —pregunté, esperando acertar.
Debió de ser así porque sonrió, claramente satisfecho de que yo hubiese recordado ese detalle. O al menos que dicho detalle existía.
—Tres.
Me apoyé en el respaldo, impresionada.
—Vaya, eso es... eso es realmente increíble, Mike.
Y era cierto. Era increíble. Mike era atractivo, listo y todo lo que podía desear una chica inteligente. Sin embargo, cuando el camarero se detuvo junto a nuestra mesa para llenarnos las copas, nada de eso impidió que le echase otro rápido vistazo a mi móvil y frunciese el ceño al ver la pantalla vacía.
Ni mensajes, ni llamadas perdidas. Nada. Maldita sea.
Pasé un dedo por el nombre de Brittany y releí algunos de sus mensajes del día.
«Un pensamiento que me ha surgido: me gustaría verte colocada. La maría amplifica los rasgos de la personalidad, así que probablemente hablarías tanto que tu cabeza explotaría, aunque no sé cómo sería posible que dijeras aún más locuras que ahora.»
Y otro:
«Te acabo de ver en el cruce de la Ochenta y uno con Amsterdam Avenue. Iba en un taxi con Puck y te he visto cruzar la calle delante de nosotros. ¿Llevabas bragas debajo de esa falda? Pienso guardar la información en mi archivo mental porno, así que en cualquier caso di que no».
Me había enviado el último mensaje poco después de la una de la tarde, casi seis horas atrás.
Repasé varios mensajes más antes de pulsar la casilla para teclear. Mi pulgar vaciló sobre el teclado. ¿Qué estaría haciendo Brittany? Se coló en mis pensamientos la coletilla «y con quién», y noté que fruncía el ceño todavía más.
Empecé a teclear un mensaje y lo borré enseguida. «No pienso mandarle ningún mensaje a Brittany — me dije—. No pienso mandarle ningún mensaje a Brittany. Ninja. Agente secreto. Consigue los secretos y escapa indemne.»
—¿Santana?
Alcé la vista; Mike me estaba mirando.
—¿Mmm?
Juntó las cejas un momento antes de soltar una risita insegura.
—¿Te encuentras bien? Esta noche pareces un poco distraída.
—Sí —dije, y comprendí horrorizada que me había pillado. Levanté el móvil de mi regazo—. Estoy esperando un mensaje de mi madre —mentí... vergonzosamente.
—Pero ¿va todo bien?
—Desde luego.
Con un pequeño suspiro de alivio, Mike apartó su plato y se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos sobre la mesa.
—Bueno, ¿y tú? Me parece que no he parado de hablar. Háblame del estudio que estás haciendo.
Por primera vez en toda la noche, noté que agarraba el móvil con menos fuerza. Eso podía hacerlo. ¿Hablar de mi trabajo, mis estudios y la ciencia? Por supuesto.
Acabábamos de tomarnos el postre y le había explicado que estaba colaborando con otro laboratorio de nuestro departamento en la creación de unas vacunas para el Trypansoma cruzi cuando noté que me daban un golpecito en el hombro. Al volverme, vi a Puck de pie detrás de mí.
—¡Hola! —dije, sorprendida de verlo allí.
A pesar de su metro noventa y cinco de estatura, cuando se inclinó para darme un beso en la mejilla no pareció nada incómodo.
—Santana, esta noche estás absolutamente imponente.
Demonios. Ese acento iba a acabar conmigo. Sonreí.
—Bueno, puedes pasarle tus cumplidos a Quinn; fue ella quien escogió este vestido.
No habría creído posible que se volviese aún más atractivo, pero la sonrisa orgullosa que se dibujó en sus labios obró el milagro.
—Lo haré. ¿Y quién es este? —dijo, volviéndose hacia Mike.
—¡Oh! —dije, mirando a mi acompañante—. Lo siento, Puck, te presento a Mike Chang. Mike, este es Noah Puckerman, el socio de mi amiga Brittany.
Los dos hombres se estrecharon la mano y charlaron unos momentos, y tuve que contenerme para no preguntar por Brittany. Al fin y al cabo, había salido con otro. Para empezar, no debería estar pensando en ella.
—Bueno, pues os dejo solos —dijo Puck.
—Dale recuerdos a Quinn.
—Desde luego. Que lo paséis bien.
Vi cómo Puck volvía a su mesa, donde lo aguardaba un grupo de hombres. Me pregunté si habría salido para una cena de negocios, y en tal caso, ¿por qué no había ido Brittany con él? Me daba cuenta de que no sabía gran cosa de su trabajo, pero ¿no hacían juntos esa clase de cosas?
Unos minutos después, justo cuando llegaba la cuenta, el móvil vibró en mi regazo.
«¿Qué tal va la noche, Perla?»
Cerré los ojos, sintiendo que esa palabra me atravesaba como si fuese una corriente eléctrica. Me acordé de la última vez que me había llamado así y noté que mis entrañas se licuaban.
«Muy bien. Puck está aquí. ¿Lo has enviado a vigilarme?»
«¡Ja! Como si él estuviese dispuesto a hacer eso por mí. Me acaba de mandar un mensaje. Dice que esta noche estás muy buena.»
Antes de conocer a Brittany nunca me ruborizaba, pero en ese momento sentí que el calor invadía mis mejillas.
«Él también está muy bueno.»
«No tiene gracia, Santana.»
«¿Estás en casa?» Pulsé «ENVIAR» y luego contuve la respiración.
¿Qué haría si decía que no?
«Sí.»
Iba a tener que hablar conmigo misma; saber que Brittany estaba en casa y me mandaba mensajes no debería haberme puesto tan contenta.
«¿Salimos a correr mañana?», pregunté.
«Por supuesto.»
Borré rápidamente la sonrisa de mi cara antes de que Mike se diese cuenta y guardé mi móvil.
Brittany estaba en casa, y yo podía quedarme tranquila e intentar disfrutar del resto de la noche.
—Bueno, ¿cómo fue tu cita? —preguntó, haciendo estiramientos a mi lado.
—Bien —dije—. Muy bien.
—¿Muy bien?
—Sí. —Me encogí de hombros, incapaz de encontrar una respuesta más entusiasta—. Muy bien — volví a decir—. Bien.
Esa mañana, mi codependencia con Brittany me hacía sentir mucho peor que la noche anterior. Tendría que poner en claro mis ideas y recordar:
«Agente secreto. Como un Ninja. Aprender de la mejor.»
Sacudió la cabeza.
—Una brillante evaluación.
No respondí; en lugar de eso, fui a buscar la botella de agua que había dejado apoyada en un árbol situado a poca distancia. Hacía tanto frío que el agua se había convertido en granizado y se agitaba ruidosamente mientras yo trataba de abrir la botella. Habíamos finalizado nuestro circuito, un momento en el que Brittany acostumbraba a darme un discurso de ánimo y hacer algún comentario inapropiado acerca de mis tetas, y yo acostumbraba a quejarme del frío y la falta de aseos a mano en Manhattan.
No estaba nada segura de querer tener esa conversación ese día ni de reconocer que, aunque Mike me caía muy bien, no soñaba despierta con besarlo, chuparle el cuello o mirar cómo se corría sobre mi cadera, tal como hacía con otra persona. No quería decirle que me pasaba nuestras citas constantemente distraída y que me costaba poner algo de mi parte.
También me negaba a admitir que aquello de salir con hombres no se me daba bien y que quizá no aprendiese nunca a mantener relaciones informales, disfrutar de la vida, ser joven y experimentar cosas igual que hacía Brittany.
Se agachó para mirarme a los ojos y me di cuenta de que estaba repitiendo una pregunta:
—¿A qué hora volviste?
—Un poco después de las nueve, creo.
—¿De las nueve? —dijo entre risas—. ¿Otra vez?
—Quizá un poco más tarde. ¿Por qué te hace tanta gracia?
—¿Dos citas seguidas acaban a las nueve? ¿Es que ese tío es tu abuelo? ¿Quiso que te acostaras temprano después de llevarte a cenar?
—Para tu información, tenía que estar en el laboratorio esta mañana a primera hora. ¿Y tu noche desenfrenada, seductora? ¿Participaste en alguna orgía? ¿Quizá en un par de macrofiestas? —pregunté, intentando cambiar de conversación.
—Puede decirse que estuve en el Club de Lucha —dijo, rascándose la mandíbula—. Aunque sin tíos ni puñetazos. —Al ver mi mirada confusa, aclaró—: Lo cierto es que cené en mi casa con Marley y Quinn. Eh, ¿tienes agujetas hoy?
Recordé al instante el delicioso dolorcillo que habían dejado en mí sus dedos después de la fiesta de Denny y las molestias que notaba en el hueso pélvico tras haberme frotado contra ella en el suelo de su apartamento.
—¿Agujetas? —repetí, parpadeando.
Me dedicó una sonrisa perspicaz.
—Agujetas de correr ayer. Hostia, Santana. Deja de pensar en guarrerías. Estabas en casa a las nueve, ¿de qué otra cosa podría estar hablando?
Di otro trago de mi botella de agua e hice una mueca al notar el frío en los dientes.
—Estoy bien.
—Otra regla, Perla. Solo puedes utilizar la palabra «bien» cierto número de veces en una conversación antes de que empiece a sonar falsa. Busca mejores adverbios para describir tu estado de ánimo después de las citas.
No estaba muy segura de cómo manejar a Brittany. Esa mañana parecía un poco tensa. Creía tenerla calada, pero mis pensamientos resultaban muy confusos, un problema que iba en aumento cuando estábamos juntas y, a juzgar por la noche anterior, también cuando estábamos separadas. ¿Le importaba acaso que hubiese salido con Mike?
¿Quería yo que le importase?
Uf. Aquello de tener citas con era demasiado complicado, y ni siquiera sabía con certeza si podía decirse técnicamente que Brittany y yo teníamos citas. Parecía ser una de las pocas preguntas que no podía hacerle.
—Bueno —empezó a decir, y me miró con una sonrisa burlona—, para que tengas claro el significado de la palabra «cita», quizá deberías salir con otra persona. Solo para ver cómo funciona. ¿Qué te parecería otro de los tíos de la fiesta? ¿Aaron? ¿Y Hau?
—Hau tiene novia. En cuanto a Aaron...
Asintió con gesto alentador.
—Parecía en muy buena forma —comentó.
—Está en muy buena forma —convine en tono evasivo—. Sin embargo, es un poco... SN2.
Brittany frunció el ceño, confusa.
—¿SN2?
—Ya sabes —dije, agitando las manos con torpeza—. Como cuando se rompe el enlace C-X y el nucleófilo ataca al carbono a ciento ochenta grados del grupo saliente —dije a toda velocidad, sin tomar aire.
—Oh, Dios mío. ¿Acabas de utilizar una referencia de química orgánica para decirme que Aaron es de la acera de enfrente?
Aparté la mirada con un gruñido.
—Creo que acabo de batir mi propio récord de sabihonda.
—No, ha sido divertidísimo —dijo, y parecía sinceramente impresionada—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí hace diez años. —Sus labios dibujaron una mueca al considerar aquello—. Aunque, la verdad, es impresionante cuando lo dices tú, pero si lo dijese yo quedaría como una enorme capulla.
Tragué saliva y evité mirarle los shorts.
A pesar de las bajas temperaturas y de la hora temprana, había más gente de lo habitual que había decidido desafiar el frío. Un par de estudiantes universitarios muy monos se pasaban una pelota de fútbol; llevaban casquetes oscuros en la cabeza y habían dejado en la hierba unos vasos de porexpán llenos de un café que se enfriaba rápidamente. Una mujer con una enorme sillita de bebé pasó a toda velocidad por nuestro lado, y otras personas corrían por diversos senderos. Miré a Brittany justo a tiempo de ver cómo se inclinaba delante de mí y alargaba los brazos para atarse la zapatilla.
—Tengo que reconocértelo. Estoy muy impresionada con lo duro que estás trabajando —me dijo por encima del hombro.
—Sí —murmuré, moviéndome para estirar los tendones de la corva tal como ella me había enseñado y evitando mirarle el culo—. Duro.
—¿Qué has dicho?
—Trabajo duro —repetí—. Muy duro.
Enderezó la espalda y seguí el movimiento, obligándome a apartar la vista antes de que se volviese.
—No voy a mentirte —dijo, estirando la espalda—. Me sorprendió que no te rajaras aquella primera semana.
Debería haberla fulminado con la mirada al saber que había dado por sentado que me rendiría tan deprisa, pero en cambio asentí con la cabeza, intentando mirar a cualquier parte que no fuese aquella franja de estómago que se le veía cuando estiraba los brazos por encima de la cabeza o la línea de músculo que le bajaba por ambos lados del abdomen.
—Si sigues así, hasta podrías situarte entre las cincuenta primeras en la carrera.
Mis ojos cruzaron a toda velocidad ese pequeño trozo de piel y el paisaje de músculo que se hallaba debajo. Tragué saliva, recordando al instante la sensación que me había producido notarlo bajo las puntas de los dedos.
—Pues voy a seguir así, desde luego —murmuré, rindiéndome y mirando directamente su piel expuesta.
Carraspeé, me aparté de ella y empecé a andar por el sendero, porque, francamente, aquel cuerpo resultaba obsceno.
—¿A qué hora has quedado hoy? —preguntó, al tiempo que echaba a correr para ponerse a mi altura.
—Mañana —la corregí.
Se rió junto a mí.
—Está bien, ¿a qué hora has quedado mañana?
—Mmm..., a las seis. —Me estrujé la nariz, tratando de recordar—. No, a las ocho.
—¿No deberías estar segura?
Mis ojos se posaron en ella y le dediqué una sonrisa de culpabilidad.
—Probablemente.
—¿Te hace ilusión?
Me encogí de hombros.
—Supongo.
Se echó a reír y me pasó el brazo por el hombro.
—¿A qué me dijiste que se dedicaba?
—Estudia la drosófila —murmuré.
Me había dado una excusa para hablar de ciencia, y esa mañana yo ni siquiera era capaz de hacer eso. Estaba destrozada.
—¡Un experto en genética! —exclamó con voz resonante—. Thomas Hunt Morgan nos dio el cromosoma, y ahora laboratorios de todo el país dan a otros laboratorios minúsculas y fugitivas moscas de la fruta que vuelan por todo el edificio. —Trataba de mostrarse jovial, pero su voz era tan profunda y sexual, incluso cuando se comportaba como una friki, que hacía que me crujiesen los huesos y que mis miembros se volviesen líquidos—. ¿Y es agradable ese Mike? ¿Divertido? ¿Genial en la cama?
—Claro.
Brittany se detuvo con la mirada ensombrecida.
—¿Claro?
La miré.
—Claro que lo es. —Y entonces asimilé sus palabras—. Bueno, excepto la parte de «genial en la cama». No he probado la mercancía.
Brittany se volvió para seguir caminando en silencio y me aventuré a mirarla otra vez.
—A propósito, ¿puedo hacerte una pregunta?
Me miró de reojo, cautelosa.
—Sí —dijo despacio.
—¿Qué es lo que acostumbra a pasar en la tercera cita? Lo he buscado en Google...
—¿Que lo has buscado en Google?
—Pues sí, y parece haber consenso acerca de que la tercera cita es la cita del sexo.
Se detuvo y tuve que volverme hacia ella. Se había puesto colorada.
—¿Te está presionando para acostarse contigo?
—¿Qué? —Me quedé mirándola, desconcertada. ¿De dónde sacaba esa idea?—. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué preguntas por el sexo?
—Cálmate —dije—. Puedo preguntarme cuáles son las expectativas sin que él tenga que ponerse pesado. Por el amor de Dios, Brittany, solo quiero estar preparada.
Respiró hondo antes de soltar el aire muy despacio, sacudiendo la cabeza.
—A veces me vuelves loca.
—Lo mismo digo. —Me quedé con la mirada perdida, pensando en voz alta—: Es que parece haber una especie de tabla de progresión. Las citas uno y dos parecían más o menos lo mismo. Pero ¿cómo se llega desde ahí hasta la cita del sexo? Desde luego, si tuviera una chuleta no me resultaría tan confuso.
—No necesitas una chuleta. La hostia. —Se quitó el casquete y se echó el pelo hacia atrás; prácticamente pude ver cómo daban vueltas los engranajes de su cabeza—. Vale, pues... la primera cita es una especie de entrevista. Él ha echado una ojeada a tu currículo —me miró con intención y levantó las cejas, posando los ojos directamente en mi pecho— y ahora es el momento de ver si estás a la altura. Está el trabajo de campo, las preguntas y respuestas, el proceso de pensamiento tipo «¿podría esta persona ser un asesino en serie?» y, por supuesto, la decisión eliminatoria «¿quiero acostarme con esta persona?». Y, seamos sinceras, si un hombre te ha invitado a salir ya quiere acostarse contigo.
—Vale —dije, mirándola con escepticismo. Traté de imaginarme a Brittany en esa situación: conociendo a una mujer, llevándola a cenar, decidiendo si quería o no acostarse con ella. Estuve segura al noventa y siete por ciento de que no me gustaba—. ¿Y la cita dos?
—Bueno, la cita dos es la respuesta. Has superado la criba preliminar, así que es evidente que a la otra parte le gusta lo que aportas, y ahora es el momento de seguir adelante. De acudir a recursos humanos y ver si tus encantadoras respuestas y tu brillante personalidad fueron pura chiripa. Y también de ver si sigue queriendo acostarse contigo. Lo cual, una vez más... —dijo, y se encogió de hombros como para decir «obvio».
—¿Y la tercera cita? —pregunté.
—Bueno, es cuando la cosa se pone seria. Habéis salido dos veces y es evidente que os sigue gustando la otra persona; ha cumplido todos vuestros requisitos, así que es ahora cuando todo se pone a prueba. Sois compatibles a algún nivel y suele ser entonces cuando os desnudáis para ver si podéis «funcionar bien juntos». Los tíos acostumbran a sacar la artillería pesada: flores, cumplidos, restaurante romántico...
—Así que... llega el sexo.
—A veces. Pero no siempre —subrayó—. No tienes que hacer nada que no quieras, Santana. Jamás. Si me entero de que algún hombre te presiona, le arrancaré las pelotas.
Sentí cómo se calentaban y licuaban mis entrañas. Mis hermanos me habían dicho casi lo mismo en distintas ocasiones, y puedo garantizar que sonaba muy diferente saliendo de la boca de Brittany Pierce.
—Lo sé.
—¿Quieres acostarte con él? —preguntó, intentando hablar en tono ligero, pero fracasando estrepitosamente.
Ni siquiera podía mirarme, así que bajó la vista hasta un hilo del dobladillo de su camiseta y se puso a tirar de él. Un estremecimiento recorrió mi columna al adivinar que esa posibilidad no acababa de parecerle bien.
Inspiré hondo, pensé en ello. Mi primer instinto fue pronunciar enseguida un «no» automático, pero en vez de eso me limité a encogerme de hombros, evasiva. Mike era mono y le había dejado darme un beso de buenas noches en mi puerta, pero no era nada comparado con lo que había experimentado con Brittany. Y aquello constituía el cien por cien de mi problema. Estaba convencida de que la razón por la que Brittany tenía la capacidad de hacerme sentir tan bien era su experiencia. Sin embargo, ese
era el motivo exacto por el que estaba prohibida.
—Francamente —reconocí—, ni siquiera estoy segura. Supongo que tendré que ver cómo me siento cuando llegue el momento.
Cualquier duda que pudiese albergar acerca del protocolo de Brittany para la tercera cita quedó rápidamente descartada en cuanto Mike y yo entramos en el restaurante que había elegido.
Mike quería llevarme a algún sitio en el que nunca hubiese estado, algo nada difícil teniendo en cuenta que llevaba tres años en Nueva York y apenas había salido del laboratorio para comer. Sonrió orgulloso cuando el taxi paró y nos depositó en Daniel, en el cruce de Park Avenue con la Sesenta y cinco.
Si me hubiesen pedido que hiciese un dibujo de un local romántico, habría tenido exactamente el mismo aspecto que aquel: paredes color crema, grises plateados y marrones chocolate, arcos y columnas griegas que rodeaban la zona de comedor. Mesas redondas cubiertas de manteles suntuosos, macetas por todas partes, y todo iluminado por unas enormes lámparas de cristal. Era todo lo contrario del restaurante al que habíamos ido en nuestra segunda cita. Mike había sacado su mejor artillería.
No estaba preparada.
La cena empezó muy bien. Escogimos los aperitivos y Mike pidió una botella de vino, pero a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Me había prometido a mí misma no mandarle mensajes a Brittany, pero hacia el final, cuando Mike se disculpó para ir al lavabo, me rendí.
«Creo que estoy fracasando en la tercera cita.»
Contestó casi de inmediato:
«¿Qué? Imposible. ¿Has hablado con tu profe?».
«Ha pedido un vino caro y me ha parecido ofendido cuando no he querido probarlo. A ti nunca te importa que no beba», tecleé.
Apareció el icono que mostraba que Brittany había introducido texto, y a djuzgar por el rato que tardaba debía de ser largo, así que esperé y miré a mi alrededor para asegurarme de que Mike no volvía a la mesa.
«Eso es porque soy una genio y sé de mates: te sirvo media copa, finges bebértela toda la noche y así el resto de la botella es para mí. Bum, soy la chica más lista del mundo.»
«Seguro que él no lo ve así», tecleé.
«Pues dile que eres mucho más divertida cuando estás despierta y no babeando en la sopa. Por cierto, ¿por qué me mandas mensajes? ¿Dónde está el Príncipe Azul?»
«En el lavabo. Nos marchamos.»
Pasó un minuto entero antes de que contestase:
«¿Ah, sí?».
«Sí, a mi casa. Ya vuelve. Ya te contaré cómo ha ido.»
El trayecto hasta mi apartamento resultó incómodo. Estúpidas reglas, expectativas y Google, y estúpida Brittany por meterse en mi cabeza. No entendía lo que estaba ocurriendo. En realidad, no quería nada con Brittany. Brittany tenía un programa de amantes y un pasado lleno de sombras.
Brittany no quería apegos ni relaciones, y yo al menos quería estar abierta a esa posibilidad. Brittany no era una opción ni formaba parte del plan. Me gustaba el sexo; quería volver a practicarlo con un hombre. ¿No era así como iba la cosa? Chico conoce a chica, a la chica le gusta el chico, la chica deja que el chico le quite las bragas. Desde luego, estaba preparada para dejar que alguien me quitara las bragas. Entonces, ¿dónde estaba la prisa, la sensación de calor subiéndome por las piernas y asentándose en mi estómago, el deseo que generaba en mí la simple idea de meter en mi cuarto a Brittany, la sensación que me había llevado a salir a la calle nevada a las tres de la mañana y el pensamiento de que podía explotar en cuanto sus manos encontrasen mi piel?
Desde luego, ahora no sentía eso.
Cuando llegamos a mi edificio empezaba a nevar. Al entrar en mi apartamento encendí una lámpara, y Mike, incómodo, se quedó unos momentos junto a la puerta de la calle hasta que lo invité a pasar. Me sentía como si fuera en piloto automático. Tenía un nudo en el estómago, y el zumbido constante que llenaba mi cabeza era tan fuerte que me entraron ganas de poner la música más repulsiva que pudiese encontrar solo para
dejar de oírlo.
«¿Debía hacerlo? ¿No debía hacerlo? ¿Quería hacerlo siquiera?»
Le ofrecí la última copa, pronunciando exactamente las palabras «la última copa», y él dijo que sí.
Fui a la cocina, saqué unos vasos de un armario y eché una pequeña cantidad para mí y una cantidad generosa para él, confiando en que le entrase sueño. Me volví para darle el vaso y me sorprendió encontrarlo allí mismo, invadiendo por completo mi espacio. Se coló en mi pecho la extraña sensación de que algo no iba bien.
Sin decir nada, Mike me quitó el vaso de la mano y lo dejó sobre la encimera. Las suaves puntas de sus dedos me rozaron las mejillas, la nariz. Cogió mi cara entre sus manos. Su primer beso fue vacilante, lento, de exploración. Me besó en la mejilla antes de volver a por otro. Cerré los ojos con fuerza al notar el primer contacto con su lengua, sentí que se me aceleraba el corazón y deseé que se debiera al instinto y al deseo, y no al ramalazo de pánico que había empezado a crecer en mi garganta.
Sus labios eran demasiado suaves y vacilantes. Labios de almohada. Su aliento sabía a patatas.
Tomé conciencia del tictac del reloj colgado sobre los fogones, del sonido de alguien chillando en un apartamento cercano. ¿Me fijé en algo cuando besé a Brittany? Me fijé en la forma en que olía, en la sensación que me producía su piel bajo las puntas de los dedos y la sensación de ir a explotar si no me tocaba allí y más hondo. Pero nunca nada tan vulgar como los camiones de la basura retumbando en la calle.
—¿Qué pasa? —dijo Mike, dando un paso atrás.
Me toqué los labios; parecían estar bien, ni hinchados ni maltratados. No parecían totalmente estropeados.
—No creo que esto vaya a funcionar —dije.
Guardó silencio un momento y me miró a los ojos, claramente confundido.
—Pero creía que...
—Lo sé —dije—. Lo siento.
Asintió con la cabeza y dio otro paso atrás antes de pasarse las manos por el pelo.
—Supongo que... Si esto es por Brittany, bueno, pues felicítala de mi parte.
Cerré la puerta detrás de Mike, me volví y apoyé la espalda contra la madera fría. El móvil me pesaba como el plomo en el bolsillo y lo saqué, busqué el nombre de la chica que me tenía sorbido el seso y empecé a teclear.
Inicié y borré una docena de mensajes diferentes hasta que me decidí finalmente por uno. Lo tecleé y esperé solo un momento antes de pulsar «ENVIAR».
«¿Dónde estás?»
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Que horror ambas sufriendo... san por seguir adelante probando con otros chicos y Britt por no decirle a la morena que se muere por saber que ve a otra persona.... Sin embargo su relación rara jajaja va avanzando poco a poco, porque si fuera por ellas se la pasarían todo el día juntas!
Ahora haber como siguen o modifican las cosas...
Ahora haber como siguen o modifican las cosas...
JVM- - Mensajes : 1170
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
las dos tienen que asimilar lo que sienten,.. o mejor dicho reconocer de una vez por todas lo que sienten,...
bueno san hizo el intento de estar con alguien,..
a ver que pasa ahora????
bueno san hizo el intento de estar con alguien,..
a ver que pasa ahora????
3:)-*-*-* - Mensajes : 5621
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
JVM escribió:Que horror ambas sufriendo... san por seguir adelante probando con otros chicos y Britt por no decirle a la morena que se muere por saber que ve a otra persona.... Sin embargo su relación rara jajaja va avanzando poco a poco, porque si fuera por ellas se la pasarían todo el día juntas!
Ahora haber como siguen o modifican las cosas...
bueno por lo menos creo que Santana por lo menos tiene que pasar la experiencia, o el experimento como ella lo llama, ya que entre ellas halla surgido la atracción y acabado con los planes esa es parte de la trama de la historia..... tendremos que ver el giro que toma la historia de ahora en adelante..... como tu dices siguen con lo de que Santana experimente o siga experimentando con otros o se queda experimentando unicamente con Brittany
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
3:) escribió:las dos tienen que asimilar lo que sienten,.. o mejor dicho reconocer de una vez por todas lo que sienten,...
bueno san hizo el intento de estar con alguien,..
a ver que pasa ahora????
Bueno veremos si son tan valientes, de reconcer la atracción y la necesidad de establecer una relación entre las dos , y que Santana deje a un lado el experimentar con hombres si lo que necesita, todo lo que necesita se lo puede proporcionar Brittany. vamos a ver quien dara el primer paso....
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 10
La verdad es que no tenía ni idea de lo que hacía. Estaba andando, caminando como si realmente tuviera que ir a algún sitio, cuando en realidad no tenía que ir a ninguna parte, y en el fondo, no tenía por qué estar encaminando mis pasos directamente al edificio donde vivía Santana.
«Sí, a mi casa. Ya vuelve. Ya te contaré cómo ha ido.»
Cerré los puños al recordar el mensaje de texto —tenía las palabras grabadas a fuego en la memoria— e imaginarme la imagen de ella allí, con Mike. Se me encogía el corazón solo de pensarlo y me daban ganas de romper todo lo que veía.
Hacía frío, tanto frío que veía las vaharadas de mi propio aliento, y se me adormecían las puntas de los dedos a pesar de llevarlos metidos en el fondo de los bolsillos. En cuanto recibí su mensaje de texto, salí corriendo de casa, sin guantes, con una chaqueta demasiado fina y con las zapatillas de correr, sin calcetines.
Durante siete manzanas enteras, estuve furiosa con ella por hacerme aquello . Yo era una chica feliz hasta que había entrado en mi vida con aquella boca parlanchina y sus ojos traviesos. Era feliz hasta que irrumpió en mi plácida rutina, y casi quería que Mike se largara de una puta vez de su apartamento para poder subir y decirle a la cara que me estaba hinchando las narices, para soltarle lo cabreada que estaba con ella por
haber puesto patas arriba mi plácida, estable y predecible existencia. Sin embargo, cuando me aproximaba a su casa y vi luz en su ventana, cuando vi unas siluetas de pie y moviéndose, solo sentí un gran alivio al comprobar que todavía no estaba acostada en su cama, debajo de él.
Encasquetándome el gorro con fuerza en la cabeza, empecé a refunfuñar, mirando a ambos lados de la calle buscando alguna cafetería o algo que hacer, pero solo había más edificios de apartamentos, tiendas que habían echado el cierre hacía tiempo y, a lo lejos, un pequeño bar de barrio. Lo último que necesitaba en ese momento era alcohol. Y si estaba a dos manzanas del piso de Santana, más me valía volverme a mi propia casa.
¿Cuánto tiempo iba a tener que esperar ahí abajo? ¿Hasta que volviera a enviarme un mensaje? ¿Hasta la mañana siguiente, cuando salieran juntos del edificio, con el pelo alborotado y sonriendo de oreja a oreja con los recuerdos compartidos de la noche anterior, de la perfección de Santana y la penosa inexperiencia de Mike?
Lancé un gemido y levanté la vista justo a tiempo de ver a un hombre saliendo del edificio, agachando la cabeza para protegerse del viento, subiéndose el cuello de la chaqueta. Se me aceleró el corazón. Sin ninguna duda, era Mike, y a pesar de que una poderosa oleada de alivio me recorrió todo el cuerpo, el hecho de que pudiese reconocerlo desde tantos metros de distancia hizo que me sintiese la sabandija más siniestra y rastrera del mundo. Aguardé unos minutos para ver si volvía al piso, pero siguió andando calle abajo, sin aminorar el paso.
«Ya está —me dije—. Has cruzado una línea y ahora vas a tener que volver a encontrar el camino al otro lado.»
Pero ¿y si Santana me necesitaba? Probablemente debía que darme por allí para asegurarme de que estaba bien antes de volver a mi casa. Me quedé mirando el móvil, arrugando la frente. Si me iba en ese momento, saldría a correr. Me importaba un huevo que fuesen casi las once de la noche e hiciese un frío de muerte, iba a correr varios kilómetros. Estaba tan acelerada con la mezcla de nervios, frustración y energía incombustible que apenas podía sostener en alto el pulgar para darle al icono y abrir
nuestro hilo de mensajes de texto.
Di un respingo al ver que ya me estaba escribiendo algo. Los minutos se me hicieron eternos, minutos enteros durante los cuales sujeté el móvil con todas mis fuerzas, mirándolo fijamente y aguardando a que apareciese su mensaje. Cuando me lo envió al fin, vi que en lugar de la parrafada que me esperaba, solo decía:
«¿Dónde estás?»
Solté una carcajada, me pasé la mano por el pelo y respiré hondo.
«Vale, no me mates —escribí—. Estoy enfrente de tu casa.»
Santana salió del portal del edificio con un anorak de plumas encima de un vestido azul de seda, sin medias y con unas zapatillas de la rana Gustavo. Avanzó hacia mí y descubrí que no podía moverme, casi no podía ni respirar.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, deteniéndose delante de donde estaba sentada, encaramada a una boca de incendio.
—No lo sé —murmuré. Alargué el brazo, atrayéndola hacia mí y apoyando las manos en sus caderas.
Se estremeció levemente cuando las apreté —¿qué diablos me estaba pasando?—, pero en vez de apartarse, se acercó aún más a mí.
—Britt
—¿Sí? —pregunté, mirándola a la cara al fin. Estaba increíblemente guapa. Se había puesto apenas una pizca de maquillaje y se había secado el pelo al natural, de manera que le caía en unos rizos sueltos y alborotados. Tenía los ojos encendidos con la misma expresión que había visto en ellos cuando la tenía tumbada en el suelo de mi salón o cuando le había deslizado los dedos por la suave cordillera de su clítoris. Cuando centré mi atención en su boca, desplegó la lengua y se humedeció los labios.
—Necesito saber por qué estás aquí, de verdad.
Encogiéndome de hombros, me incliné hacia delante y apoyé la frente en su clavícula.
—No estaba segura de que ese tipo te gustase de verdad y me molestaba la idea de que hubiese vuelto a tu casa contigo.
Deslizó los dedos bajo el cuello de mi chaqueta y me acarició la nuca.
—Creo que Mike pensaba que esta noche nos iríamos a la cama.
Sin pretenderlo, le hundí los dedos más profundamente en la carne, justo por encima de las caderas.
—Estoy segura —murmuré.
—Pero... y no sé cómo llevar toda esta historia porque, debería ser fácil, ¿no? Debería ser fácil disfrutar de la compañía de la gente que me gusta. Quiero decir, que lo encuentro atractivo. ¡Lo paso bien con él! Es muy agradable y atento. Es divertido y es guapo.
Permanecí en silencio, reprimiendo un aullido de frustración.
—Pero cuando me besó... No perdí el sentido como lo pierdo contigo.
Retirándome, la miré a la cara. Se encogió de hombros, con una expresión casi como de disculpa.
—Se ha portado bien conmigo esta noche —susurró.
—Bien.
—Y ni siquiera parecía enfadado cuando le he pedido que se fuera.
—Bien, Santana. Porque si te hubiese hecho pasar un mal rato juro por Dios que...
—¡Britt !
Cerré la boca, apaciguado por su interrupción y esperando que me dijera lo que necesitaba.
Haría cualquier cosa que me pidiera, como si me pedía que me arrastrara. Si me pedía que me marchase, lo haría. Si me pedía que la ayudase a subirse la cremallera del anorak, lo haría también.
—¿Quieres venir a casa conmigo?
El corazón se me subió a la garganta. Seguí mirándola fijamente por espacio de unos segundos, pero ella no se desdijo interrumpiendo el contacto visual o riéndose de sí misma. Se limitó a estudiar mi reacción, aguardando mi respuesta. Me incorporé y ella retrocedió para dejarme espacio, pero no demasiado, porque en cuanto me incorporé prácticamente me abalancé sobre ella con el peso de mi cuerpo. Ella deslizó las manos por mis costados y las detuvo posándolas en mis caderas.
—Si subo contigo... —empecé a decir.
Santana ya estaba asintiendo.
—Sí, lo sé.
—No sé si podré ir despacio.
Su mirada se ensombreció y aplastó su cuerpo contra el mío.
—Sí, lo sé.
Una de las luces laterales del ascensor se había fundido, sumiendo el espacio en una penumbra extraña. Santana se apoyó en la esquina, observándome desde allí, de pie en el extremo más oscuro.
—¿Qué estás pensando? —preguntó. Siempre la científica curiosa, tratando de diseccionarme.
Estaba pensando absolutamente en todo a la vez, en que lo quería todo, y también en el pánico que sentía, preguntándome si no estaría cortando el último nexo de unión con el control sobre mis emociones. Estaba pensando en lo que iba a hacerle a aquella mujer cuando nos metiésemos en su cama. Estaba pensando en muchas... muchísimas cosas. A pesar de las sombras, veía su sonrisa.
—¿Podrías ser un poco más explícita?
—No me gusta que ese tío haya subido a tu casa esta noche.
Ladeó la cabeza, escrutándome.
—Creía que eso formaba parte del ritual de salir con chicos. A veces me traeré a esos chicos a casa.
—Sí, lo entiendo —murmuré—. Pero me has preguntado en qué estaba pensando. Te lo estoy diciendo.
—Es un buen chico.
—Seguro que sí. Puede ser un buen chico que no llegue a besarte nunca.
Se enderezó un poco.
—¿Es que estás celosa?
La miré fijamente y asentí.
—¿De Mike?
—No me gusta nada la idea de que te acuestes con un hombre.
—Pero todo este tiempo tú has estado viéndote con Kitty y Kristy.
No me molesté en sacarla de su error, todavía.
—¿En qué pensabas cuando estabas con él esta noche?
Su sonrisa se desdibujó un poco.
—Básicamente estaba pensando en ti. En si estarías con alguien.
—No estaba con nadie esta noche.
Aquello pareció descolocarla un poco y se quedó en silencio durante unos minutos que se me hicieron eternos. Llegamos a su planta, las puertas se abrieron, permanecieron abiertas y luego se cerraron con un pequeño sonido tintineante. La cabina del ascensor se quedó en silencio y no volvería a moverse hasta que alguien lo llamara.
—¿Por qué? —preguntó—. Es sábado. Es tu noche con Kristy.
—¿Y se puede saber cómo sabes tú eso? —exclamé, sintiendo una rabia furibunda contra quienquiera que le hubiese dado aquella información—. Además, estuve contigo los dos sábados anteriores.
Bajó la vista, mirándose los pies con aire pensativo, y luego me miró de nuevo.
—Esta noche pensaba en todo lo que quería que me hicieras — contestó y acto seguido añadió—: Y en todo lo que quería hacerte a ti.. . Y en que no quería hacer ninguna de esas cosas con Mike.
Di un paso hacia delante en la oscuridad y le recorrí el costado con la mano desplazándola hacia arriba, hacia la sinuosa curva de uno de sus pechos.
—Dime lo que quieres ahora. Dime qué es lo que quieres que te haga, si estás lista.
Percibí el movimiento ascendente y descendente de su pecho, al ritmo de su respiración, cada vez más agitada. Recorrí con la yema del pulgar la cima erecta de uno de sus pezones.
—Quiero que me comas —dijo, con la voz un poco temblorosa—. Que lo hagas hasta que me corra.
—Naturalmente —susurré, riéndome a medias—. Cuando te lo haga, te correrás más de una vez.
Separó los labios y me envolvió la muñeca con la mano, apretándome la palma con fuerza contra su pecho.
—Quiero que te recuestes sobre mí en el sofá mientras te haces una paja y que te corras en mis pechos.
Ya estaba completamente empalmada y encima..., joder, aquella imagen era muy gráfica.
—¿Qué más?
Meneó la cabeza, y al final se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Todo lo demás. Quiero sexo en todos los rincones de mi cuerpo. Que quieras que te muerda y que veas lo mucho que me gusta morderte. Que estemos en plena faena y yo esté haciendo todo lo que tú quieras y que no solo me guste a mí, que tú también disfrutes.
Me quedé momentáneamente sin habla, mirándola con cara de perplejidad.
—¿Es que eso te preocupa? ¿Que solo lo haga por seguirte la corriente o algo por el estilo?
Levantó la vista y me miró a los ojos.
—Pues claro, Britt .
Me acerqué aún más a ella hasta aplastarla casi por completo, de manera que tuvo que recostar la cabeza hacia atrás para poder seguir mirándome a los ojos. Orientando las caderas, presioné el bulto rígido de mi erección contra su vientre.
—Santana. Me parece que nunca en toda mi vida he deseado nada tanto como te deseo a ti. De verdad que no, nunca —dije—. No pienso en nada más que en besarte, durante horas y horas. Todo el puto día pensando en lo mismo. ¿Sabes a qué clase de besos me refiero? Unos besos que bastan y sobran para que no puedas ni pensar en otra cosa más que en seguir besando.
Negó con la cabeza, dejando escapar el aliento sobre mi cuello en ráfagas bruscas y entrecortadas.
—No sé qué clase de besos son esos, porque nunca hasta ahora había querido esos besos.
Santana deslizó las manos por debajo de mi chaqueta y mi camisa. Las tenía calientes, y los músculos de mi abdomen se contrajeron y se tensaron bajo sus dedos.
—Pienso en tenerte despatarrada sobre mi cara —dije— . Y en arrojarte al suelo en mi apartamento porque no puedo esperar a llegar a ninguna otra parte más cómoda de la casa.
Últimamente no quiero estar con nadie más, y eso significa que paso un montón de tiempo saliendo a correr a las horas más intempestivas, o con la mano en la polla pensando que ojalá fuese la tuya en lugar de la mía.
—Salgamos del ascensor —dijo ella, empujándome con delicadeza por las puertas abiertas hacia el rellano.
Sacó con torpeza la llave de su piso y trató de acertar a meterla en la cerradura mientras, con manos temblorosas, yo alargaba los brazos y recorría su silueta desde la cintura hasta las caderas. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no arrebatarle las llaves de las manos y meterlas yo misma en la cerradura.
Cuando consiguió abrir la puerta al fin, empujé a Santana dentro de la casa, cerré de un portazo a nuestra espalda y la aplasté contra la pared cuando apenas llevábamos recorridos unos metros. Me agaché, le succioné el cuello y la línea de la mandíbula, acariciándola por debajo del vestido para deleitarme con la piel suave de sus caderas.
—Vas a tener que pedirme que pare si voy demasiado deprisa.
Le temblaban las manos cuando las hundió en mi pelo y me hincó las uñas en el cuero cabelludo.
—No lo haré.
Fui subiendo con mis labios por la barbilla hasta su boca, lamiendo y mordisqueando, saboreando cada centímetro de sus carnosos labios y su lengua dulce y hambrienta. Quería que ella me lamiera también, que me dejara marcas en el pecho y sentir sus dentelladas sobre la piel de mis caderas, mis muslos, mis dedos. Me sentía casi como una criminal desenfrenada, chupándola y mordiéndola, separándome de ella únicamente el tiempo suficiente para quitarnos las chaquetas, arrancarme la camisa por la cabeza, bajarle la cremallera del vestido y arrojarlo al suelo. Le desabroché el sujetador con un simple movimiento con los dedos, y ella acabó de quitárselo sacudiendo los hombros y se arrojó en mis brazos. Aplastó los pechos contra mi carne y me dieron ganas de abalanzarme sobre ella, engullirla y abrirme paso sin dilación en su interior.
Me empujó hacia atrás, me cogió de la mano y me guió por el pasillo hasta su dormitorio, sonriéndome maliciosamente por encima del hombro. Era una habitación ordenada y espartana. Había una cama de matrimonio junto a una pared, y además de Santana, eso fue prácticamente lo único que vi. Estaba de pie ante mí en bragas, con el pelo suelto y sedoso alrededor de los hombros mientras deslizaba los ojos por mis pechos en dirección ascendente, por mi cuello y luego mi rostro.
En la habitación el silencio era abrumador.
—Me he imaginado esto tantas veces... —dijo, acariciándome el vientre con las manos y luego pellizcándome levemente los pechos.
Recorrió el trazo del tatuaje en mi hombro izquierdo y deslizó los dedos hacia abajo por mi brazo.
—. Dios, es como si hubiese estado esperando esto toda mi vida. Pero solo de tenerte aquí de verdad... Estoy nerviosa.
—No tienes por qué estar nerviosa.
—Me ayuda mucho que me digas lo que tengo que hacer —admitió con un hilo de voz.
Le rodeé un pecho con la mano, lo levanté y agaché la cabeza para engullir el pico erecto con avidez. Ella dio un respingo y hundió las manos en mi pelo. Sonreí y le mordí bruscamente la curva turgente bajo el pezón.
—Podrías empezar por bajarme los pantalones.
Me desabrochó el cinturón y luego fue liberando uno a uno los botones de mis tejanos. Me había obsesionado con el recuerdo de sus manos temblorosas cuando estaba así de excitada y un poco nerviosa también. Estudié su cuerpo semidesnudo bajo la tenue luz de la calle que se filtraba desde el exterior: su cuello y sus pechos, la suave hondonada de su cintura, sus caderas redondas y sus piernas largas y sedosas . Adelanté las manos, le recorrí el ombligo con dos dedos y luego el camino que se abría entre sus muslos y, acto seguido, los deslicé bajo la tela de sus bragas. Sumergí un nudillo bajo el encaje y lo hundí en el néctar embriagador que manaba de su cuerpo.
—Me encanta tu piel, me encanta sentirte húmeda —susurré.
—Quítate los pantalones del todo —dijo, con timidez—. Puedes tocarme toda la noche.
Pestañeé al darme cuenta de que tenía los tejanos en los tobillos y que estaba en boxers. Santana no me los había quitado, ya fuese porque aún estaba nerviosa o porque quería dejarse algo para el final; a mí no me importaba. Me aparté de los tejanos, dejándolos olvidados en el suelo, y la conduje de espaldas hacia la cama, haciéndole señas para que se tumbara. Se tendió muy despacio, retrocediendo hasta la cabecera mientras yo me encaramaba sobre ella. Sus enormes ojos marrones me miraban con expresión expectante, mi dulce presa ansiosa y jadeante.
Llevaba unas bragas azul celeste, acentuando el color níveo de su piel, como si estuviera hecha de vidrio soplado. Tan solo el lunar diminuto que tenía junto al ombligo insinuaba que era remotamente real.
—¿Te pusiste esas bragas para él? —le pregunté antes de que mi cerebro tuviese tiempo de arrepentirse.
Ella se miró la tela de encaje y yo desplacé la mirada a sus pechos turgentes y rotundos mientras contestaba:
—Ni siquiera le dejé que me quitara la camisa, así que no, no creo que me las pusiera para él.
Cubrí de besos el sendero descendente hasta la tira elástica de sus bragas. Santana nunca se había mostrado tímida ni apocada, pero aquello era nuevo para ella. Estaba recostada sobre los codos, observando. Por debajo de donde yo me apoyaba sobre ella, estaba temblando, y el corazón le latía tan deprisa que veía las palpitaciones de su ritmo acelerado en su cuello.
Aquello había dejado de ser una escena entre mentora y alumna, no tenía esa aureola . Aquello parecía demasiado real, y Santana estaba demasiado perfecta, allí tendida casi desnuda ante mis ojos. Estaría dándome cabezazos contra la pared durante el resto de mi vida si se me ocurría meter la pata y fastidiar aquello nuestro.
—Bueno, entonces haré como si te las hubieses puesto para mí.
—Es que, a lo mejor, así es.
Tiré del elástico con los dientes y lo solté bruscamente, de manera que le fustigó con fuerza sobre la cadera.
—Y haré como si, ya sea vestida o desnuda, te pasaras el día pensando en mí.
Levantó la vista, escrutándome con los ojos muy abiertos.
—Últimamente, creo que eso es justo lo que hago. ¿Te preocupa?
Le recorrí todo el cuerpo devorándola con la mirada.
—¿Por qué habría de preocuparme? —repuse.
—Ya sé de qué va esto, Britt . No espero de ti que seas alguien que no eres.
No tenía ni idea de a qué se refería; a decir verdad, no tenía ni idea de lo que aquello podía llegar a ser o dejar de ser, y por una vez en mi vida, no quería definirlo ni dejar las cosas claras antes incluso de que empezase. Fui subiendo lentamente hasta dejar la cara suspendida justo encima de la suya y me incliné para besarla.
—No sé por dónde empezar —susurré.
Estaba en un estado salvaje y desenfrenado, con ganas de comérmela entera, follármela de una puta vez y sentir aquellos labios alrededor de mi sexo. Por un momento, temí que aquellas fuesen a ser unas pocas horas fugaces, un encuentro de una sola noche, y tenía que encontrar la manera de condensarlo todo en un corto espacio de tiempo.
—No te voy a dejar dormir en toda la noche.
Abrió los ojos con entusiasmo y esbozó una leve sonrisa.
—No quiero dormir. —Ladeando la cabeza, añadió— . Y empieza por lo primero que te he dicho cuando estábamos en el ascensor.
Fui dejándole un reguero de besos por el cuello, el pecho, las costillas y el vientre. Cada centímetro de su cuerpo estaba terso y suave, y se estremecía bajo mis labios, encendido de deseo. No cerró los ojos en ningún momento, ni siquiera una vez. Había estado con mujeres a las que les gustaba mirar, pero nunca de aquella manera, tan íntima y en conexión absoluta.
A medida que me acercaba al espacio entre sus piernas veía tensarse sus músculos y oía el jadeo de su respiración entrecortada. Torcí levemente la cabeza y le succioné la parte interna del muslo.
—Joder, voy a volverme loca aquí con la boca en todo tu cuerpo.
—Britt , dime qué quieres que haga —dijo con voz tensa—. Yo nunca...
—Ya lo sé. Eres perfecta —le dije—. ¿Te gusta mirar?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—¿Por qué, Ciruela? ¿Por qué miras todo lo que te hago?
Vaciló unos instantes antes de contestar, resistiéndose a decir la verdad mientras tragaba saliva.
—Tú sabes cómo... —Dejó que las palabras se fueran apagando y terminó su reflexión encogiéndose de hombros con aire cohibido.
—¿Quieres decir que te gusta mirarme porque sé cómo hacer que te corras?
Volvió a asentir con la cabeza, abriendo aún más los ojos cuando le bajé las bragas y se las deslicé por encima de las caderas.
—Puedes correrte tú sola con una mano. ¿Te miras la mano cuando te masturbas?
—No.
Seguí bajándole las bragas y deslizándoselas por las piernas, hasta quitárselas y arrojarlas al suelo, a mi espalda, antes de volver a concentrarme en el espacio de colchón que se extendía entre sus piernas abiertas.
—¿Tienes algún vibrador?
Asintió, con la mirada aturdida.
—Con eso puedes correrte perfectamente. ¿Cuando miras el vibrador también te pones así de húmeda?
Hundí un dedo en su interior, y volví a incorporarme y a situarme encima de ella para meterle el mismo dedo en la boca. Lanzó un gemido, chupando el dedo con avidez y atrayéndome hacia el a para que la besara.
Sus labios sabían a sexo, a deseo enfebrecido y, joder..., lo que yo quería era paladearla directamente.
—¿Es porque te gusta verme haciéndote esto?
—Britt ...
—No te me pongas tímida ahora. —La besé y le succioné el labio inferior—. ¿Eres como una estudiante de ingeniería, observando el proceso mecánico de cómo una chupa un coño? ¿O es la imagen de mi boca haciéndotelo lo que te verdad te pone?
Me recorrió los pechos con las manos y las envolvió alrededor de mi polla, por encima de mis ropas que cubrían mi partes nobles, al tiempo que apretaba, despacio pero
con fuerza.
—Me gusta mirarte a ti.
—Y a mí me gusta cuando me miras —acerté a decir entre gemidos
—. Pierdo la cabeza cuando me miras con esos ojos tuyos.
—Por favor...
—Ahora suelta, para que puedas verme la boca.
—Britt —dijo, con voz temblorosa.
—¿Sí?
—Después de esto..., por favor, no me hagas daño.
Me detuve y escudriñé su rostro. Su voz parecía asustada, pero su cara era de apetito voraz.
—Descuida —dije, besándola en el cuello, sobre los pechos, succionando, mordiendo. Me desplacé hacia abajo por su cuerpo y le temblaron los muslos cuando se los separé, al tiempo que soplaba con delicadeza sobre su carne encendida.
Volvió a apoyarse en los codos y le dediqué una sonrisa antes de zambullirme con la cabeza entre sus piernas y abrir la boca para perderme entre los suaves pliegues de su hendidura. Cerré los ojos ante el calor que manaba de aquel a parte de su cuerpo y lancé un gemido, chupando delicadamente.
Con un alarido tembloroso, echó la cabeza hacia atrás y arqueó las caderas en la superficie de la cama.
—Oh, Dios mío...
Le sonreí, trepando con la lengua por una ladera y descendiendo luego por la otra antes de cubrirle el clítoris con la lengua y empezar a trazar círculos con ella, una y otra vez.
—No pares —susurró.
No iba a parar. No podía parar. Acompañé a mi lengua con los dedos, deslizándolos unos centímetros más abajo, en el rincón secreto más húmedo y más dulce, y el contacto electrizante cuando le hundí los dos dedos dentro hizo que diese una brusca sacudida hacia atrás, tanteando a ciegas el cabecero de la cama. Mientras la observaba, volvió la cabeza y se colocó la funda de la almohada entre los dientes, tirando de ella con fuerza. Mis movimientos le arrancaban de los labios quejidos suplicantes de impaciencia y de placer insoportable, y yo hice todo lo posible por mantener el ritmo, por no perderlo ni un puto segundo.
Estaba a punto, al borde del precipicio. Seguí follándola con los dos dedos, adentrándome con ellos hasta el fondo, succionando con tanta fuerza que se me hundían las mejillas, levantando la vista y contemplando el espectáculo de su cuerpo, sus pechos perfectos y su cuello esbelto. Cuando retorcí la muñeca, arqueó la espalda por completo, hasta levantarse del colchón, y se aplastó contra mi boca. Santana dejó escapar otro grito, y otro más mientras se convulsionaba alrededor de mis dedos.
«Uno», pensé.
Estaba tan empalmada que prácticamente me estaba follando el colchón y percibí cómo se tensaban los tendones de sus muslos, regodeándome al comprobar que los sonidos que emitía eran cada vez más desesperados, más agudos, y empezó a buscarme con las manos, para hincar los dedos en mi pelo, y entonces..., joder, entonces empezó a mecerse dentro de mí, abriendo las piernas por completo y acelerando el ritmo de las caderas, follándose mi cara sin contemplaciones durante largo rato, durante unos minutos perfectos. El sexo oral nunca se había parecido tanto al acto de follar en sí como con aquella mujer, y me entregué a él por completo, como una animal, devorándola sin piedad.
Se corrió de nuevo con un grito, dulce y febril, tirándome con tanta fuerza del pelo que creí estar a punto de irme con ella yo también. No podía cerrar los ojos, no podía, ni por un segundo, apartar la mirada del espectáculo que tenía lugar encima de mí, en la cama. Seguí chupando y chupando la seda de su piel, perdido por completo en su abandono absoluto.
—Por favor... —imploró con un gemido ahogado, con las piernas temblorosas y los ojos más oscuros e intensos que nunca. Se recostó sobre un codo y siguió tirándome del pelo con la otra mano—. Sube aquí arriba.
Me bajé los bóxer y arrastré mi miembro erecto por encima de su pierna mientras me deslizaba por su cuerpo, saboreándola, paladeando la hondonada de su ombligo, las lomas de sus senos, la tensa cumbre de sus pezones.
Quería follarme hasta el último rincón de su cuerpo: el valle entre sus pechos y la carnosidad dulce de su boca, el trazo curvilíneo de su trasero y sus manos suaves y hábiles. En ese momento, sin embargo, solo quería deslizarme dentro de ella, al calor de su sexo. Se abrió aún más de piernas al tiempo que sacaba una caja de condones de su mesita de noche. Me quedé mirando embobada el rubor que le encendía el pecho mientras me acariciaba sin pensar la extensión de mi erección, hasta que me percaté de que me estaba ofreciendo la caja.
—Empecemos con uno —dije, riendo.
Me depositó la caja en las manos y asintió, con mirada arrebatada y suplicante.
—Pues anda, saca uno —le ordené con voz ronca.
—Es que no sé cómo colocarlo —protestó con voz melosa, tratando de abrir la caja con dedos torpes. Lo abrió de cualquier manera, rasgando el cartón, y una ristra de condones cayeron de golpe sobre su vientre.
Arranqué uno de los envoltorios del resto del paquete y se lo di, antes de dejar el resto encima de la mesita, a su lado.
—Es muy fácil. Sácalo de ahí y pónmelo en la polla, desenrollándolo.
Al ver cómo le temblaban las manos, deseé que fuese de expectación y no de nervios, pero rápidamente sentí un gran alivio al ver que se precipitaba ávidamente sobre mí y me cubría el glande con el látex... Aunque me di cuenta de inmediato de que lo había colocado al revés: no se desenrollaba.
Tras varios segundos frustrantes, ella también se percató y lo arrancó y lo tiró, lanzando un resoplido y una imprecación antes de coger otro del paquete.
Yo estaba completamente empalmada e hinchada, y tan cachonda y ansiosa que me rechinaban los dientes cuando sacó el segundo condón, examinándolo con atención, y esta vez lo colocó correctamente. Tenía las manos muy calientes, y la cara tan cerca de mi polla que sentía su aliento de excitación sobre mis muslos.
Necesitaba follármela.
Lo desenrolló con torpeza, con dedos demasiado toscos e inseguros, y tardó una eternidad en completar el proceso. Fue deslizándolo sobre mi verga muy muy despacio y con sumo cuidado, como si estuviera hecha de cristal y no a punto de follármela tan salvajemente que la cama sin duda iba a romper el techo de los vecinos de abajo.
Cuando llegó a la base de mi polla lanzó un suspiro de alivio, se tumbó de espaldas y me ofreció sus caderas, pero acto seguido, esbozando una sonrisa diabólica, me quité el condón y lo tiré.
—Hazlo otra vez —le dije, entre dientes, luchando con mi propia agonía—. Con más seguridad. Ponme el condón en la polla para que te pueda follar de una puta vez.
Se me quedó mirando boquiabierta, con un mar de confusión en aquellos ojos marrones. Al final, sus dudas se disiparon y un brillo cómplice le iluminó la mirada, como si pudiese leerme el pensamiento:
«No quiero que te sientas insegura conmigo ni por un segundo. Nadie en toda mi vida me la había puesto tan dura como tú en este momento, acabo de chuparte el coño hasta hacerte gritar y no me ando con miramientos de ninguna clase».
Sin apartar los ojos de los míos, se llevó el envoltorio a los dientes, lo abrió de una dentellada y sacó la goma de látex. Palpó el contorno, le dio la vuelta en la mano, me lo desenrolló sobre el pene tieso con suavidad y rapidez, y al llegar a la base, lo apretó con firmeza. Deslizó la mano aún más abajo, me tiró con delicadeza de las pelotas y luego deslizó la mano por la parte interna del muslo.
—¿Lo hago bien? —murmuró, acariciando la piel sensible, sin acompañar sus palabras de una sonrisa, sin arrugar la frente, solo con la necesidad de saberlo, simplemente.
Asentí y le pasé el pulgar por la mejilla.
—Lo haces perfectamente.
Esbozó una sonrisa de alivio, se reclinó hacia atrás y yo la seguí, deslizándome despacio por la superficie en llamas de su hendidura, torturándola, torturándome a mí misma y..., hostia puta..., ¡cuánto la deseaba, joder! Tenía las caderas en tensión, listas para arquearse y empezar las embestidas salvajes, con la columna vertebral ardiendo de la necesidad de explotar en el interior de aquella mujer.
No estaba preparada para la sensación del roce de mis pechos desnudos contra el suyo, de sus muslos enroscándose alrededor de mis caderas. Era demasiado. Santana era demasiado.
—Méteme dentro de ti.
Ella dio un grito ahogado y hundió la mano entre ambas. No le había dejado demasiado espacio. Estaba tendida completamente encima de ella, piel ardiente contra piel ardiente, pero me encontró y me guió hasta que supe hallar el hueco de su abertura, y a continuación me guió más arriba, retozando con mi polla y deslizándola sobre el promontorio líquido de su clítoris y los pliegues sedosos y llameantes de su sexo.
—Puede que me ponga un poco bruta.
Exhaló una bocanada de aire y exclamó, sin resuello:
—Bien. Muy bien...Me incorporé sobre las manos y la observé mientras me frotaba sobre su piel. Cerró los ojos y sus labios dejaron escapar un leve gemido.
—Es solo que... hace mucho tiempo de la última vez —susurró.
La miré a la cara y la vi humedecerse los labios con la lengua, al tiempo que abría los ojos para poder mirar al espacio entre ambas, verse a sí misma jugar conmigo.
—¿Cuánto tiempo? —le pregunté.
Volvió a mirarme a los ojos, pestañeando, y su mano se quedó inmóvil entre las dos.
—Unos tres años. —Arrugó la frente ligeramente cuando añadió—: Me he acostado con cinco hombres, pero es probable que solo haya practicado el sexo propiamente dicho unas ocho veces. De verdad que no sé lo que hago, Britt .
Tragué saliva y me agaché para besarle la mandíbula.
—En ese caso, a lo mejor no seré tan bruta —susurré, pero ella se echó a reír y negó con la cabeza.
—Tampoco quiero que seas muy delicada.
Le miré los pechos, el vientre, el punto por donde me sujetaba entre sus piernas. Quería sentir su piel desnuda sobre mi polla. Nunca en mi vida lo había hecho a pelo y tenía tantas ganas de sentirla piel contra piel que se me ponía más dura aún solo de pensarlo.
—Te lo haré muy bien —le dije, hablándole al recoveco de piel de su cuello—. Pero deja que te sienta tal como eres.
Santana dio una sacudida bajo el peso de mi cuerpo, apretándome contra su hendidura, cerrando los ojos mientras yo la penetraba.
Una llamarada de rubor se apoderó de su cuello y separó los labios con un dulce suspiro. Para mí era abrumador ver cómo ella iba asimilando lo que estábamos a punto de hacer, y vi el momento en que sucedió, cuando realmente comprendió en toda su magnitud que estábamos a punto de follar de verdad. Volvió a abrir los ojos y al desplazar la mirada a mis labios, se dulcificó, se calmó momentáneamente del frenesí. Me recorrió los pechos con las manos, me acarició el cuello y murmuró:
—Hola.
Esa mirada, esa ternura en sus ojos, hicieron que comprendiera por primera vez qué era lo que me estaba pasando: me estaba enamorando.
—Hola —repuse con voz ronca, agachándome para besarla.
Fue un alivio tan grande que me robó el aire de los pulmones y mi beso se hizo mucho más profundo, y me pregunté en ese momento si se habría dado cuenta, por la intensidad de mi reacción, que acababa de poner nombre a lo que estábamos haciendo —hacer el amor—, o si simplemente saboreaba el sabor de su propio sexo en mi boca y no comprendía que todo mi mundo acababa de salirse disparado de su órbita programada.
Retiré la cabeza hacia atrás, pero adelanté las caderas, empujando y arqueándome para sentir la esencia de su cuerpo completamente aplastado contra el mío; solo quería hundirme en lo más hondo de ella y quedarme allí sumergida para siempre.
Joder. Qué bueno era aquello...
Joder, la hostia... Jodeeerrr...
Me miró mientras me hundía más adentro, pero ahora ya no parecía capaz de enfocar la mirada y verme la cara. Tenía los ojos empañados, saturados, y unos jadeos leves y sincopados acompañaban su respiración cada vez que inhalaba el aire. Un brusco estremecimiento de dolor se apoderó de su rostro. Solo había conquistado unos pocos centímetros y su sexo estaba muy prieto, pero la sensación era pura gloria. Oí el sonido de mi propia voz, pero parecía provenir de muy lejos.
—Ábrete para mí, mi Ciruela. Muévete conmigo.
Santana se relajó y levantó más las piernas para que yo pudiera hundirme más aún y las dos dejamos escapar un gemido tenso. Ella quiso experimentar torciendo las caderas, atrayéndome así hasta el fondo, por completo, y la sensación de tener sus muslos ardientes enroscados sobre mis caderas me arrancó un gruñido bronco y prolongado.
—No me puedo creer que estemos haciendo esto —me susurró, quedándose inmóvil bajo mi peso.
—Ya lo sé.
Le besé la mandíbula, la mejilla y la comisura de los labios. Asintió, incorporándose, transmitiéndome de forma inconsciente con su cuerpo que necesitaba moverse.
Me retiré hacia atrás y empecé las acometidas a un ritmo suave, entregándome al calor de su cuerpo. Aceleraba el ritmo, succionándole el cuello con apetito voraz, cada vez más salvaje y enfebrecida, y luego aminoraba la velocidad y me detenía por completo, besándola intensamente, deleitándome con la manera en que sus manos exploraban mi espalda, mi trasero, mis brazos y mi rostro.
—¿Estás bien? —le pregunté, moviéndome de nuevo, aunque despacio—. ¿No te hago mucho daño?
—Estoy bien —susurró, volviendo la cabeza hacia mi mano cuando le aparté un mechón sudoroso de la frente.
—Estás increíblemente perfecta ahí, debajo de mí.
Quería llevar su deseo hasta las cumbres más altas, hacer que sintiese cada vez más urgencia y que explotase como una bomba cuando se corriese al fin conmigo dentro de ella. Se ponía a temblar cuando aceleraba el ritmo, pero gruñía de frustración cuando frenaba de nuevo. Sin embargo, sabía que confiaba en mí, y quería enseñarle lo bueno que podía ser el sexo si no había prisa, cuando no había necesidad de hacer otra cosa más que aquello durante horas y horas.
La besé, le succioné la lengua y engullí cada uno de los sonidos que le arrancaba de la garganta con mi boca, devorándolos como una cabrona avariciosa. Me encantaban sus gemidos roncos, las veces que imploraba «por favor», cómo dejaba que fuera yo quien impusiera los tiempos de lo que hacíamos. La realidad de su cuerpo, sudoroso y complaciente bajo mi peso, fue consumiendo poco a poco toda mi calma, y pasé de los envites indolentes a embestidas mucho más rápidas y hambrientas. Ella correspondió con movimientos equivalentes con las caderas, arqueándose contra mi cuerpo, y supe que esta vez estaba muy cerca y que no podría parar ni reducir el ritmo o la intensidad.
—¿Te gusta? —exclamé con voz ronca, enterrando la cara en su cuello.
Ella asintió, sin habla, incapaz de responder con palabras, agarrándome el culo con las manos y clavándome las uñas con ferocidad en la carne. Le levanté una pierna, aplastándole la rodilla sobre el hombro y di rienda suelta a mis embestidas, bombeando tan rápido, tan duro y tan pegada a ella como fuera posible.
La forma en que su orgasmo iba cobrando fuerza antes de estallar era salvaje, irreal, explosiva, primero en forma de intensa llamarada y luego en la tensión de sus músculos, hasta que empezó a temblar, a sudar y a suplicar palabras ininteligibles bajo mi cuerpo, a punto de alcanzar el clímax.
—Así, muy bien —susurré, luchando desesperadamente por contener mi propia descarga a pesar de la presión insoportable en mi vientre—.Joder, Ciruela, ya estás a punto...
La vi apretar los ojos con fuerza y abrir la boca mientras su cuerpo se catapultaba hacia arriba desde la cama y ella gritaba extasiada. No paré en ningún momento, dándole cada segundo de placer que pudiese arrancar de su cuerpo.
Dejó caer los brazos a un lado, inertes, y yo me apoyé en las manos, bajando la mirada hacia el punto donde penetraba en ella, percibiendo sus ojos sobre mi rostro.
—Britt ... —exhaló, y oí el lánguido alborozo en su voz—. Dios mío...
—Joder. Qué bueno. Estás empapada...
Alargó el brazo y me metió el dedo en la boca para que pudiera paladear el sabor dulzón de su esencia. Situé una mano entre las dos y le acaricié el clítoris, consciente de que no tardaría en estar cansada y dolorida, pero necesitando a la vez sentir cómo se corría conmigo dentro otra vez.
Al cabo de escasos minutos, arqueó la espalda y aceleró el balanceo de las caderas, a mi ritmo.
—Britt ... Britt ...
—Chist... —murmuré, observando el movimiento de mi mano en ella, al tiempo que deslizaba la polla dentro y fuera—. Dame uno más.
Cerré los ojos y mi cerebro se abandonó al deleite de las sensaciones en estado puro: sus muslos temblorosos alrededor de mi cuerpo, las rítmicas contracciones de su vagina mientras se corría otra vez con un grito ronco de sorpresa. Solté el último amarre de mi autocontrol, embistiendo más adentro y con más fuerza, prolongando su orgasmo y oprimiéndole el clítoris con el pulgar. Santana tenía la cabeza reclinada hacia atrás en la almohada, sujetándome el culo con las manos, tirando de mí hacia delante mientras seguía meciéndose, conmigo dentro. Tenía los ojos cerrados, los labios separados y el pelo alborotado en la almohada. Nunca en mi vida había visto un espectáculo tan hermoso.
Me recorrió la espalda con las uñas, observando mi rostro, fascinada. La sensación era demasiado para mí: sus manos enfebrecidas, aquel cuerpo suave debajo y su mirada de fascinación.
—Dime que te gusta —murmuró, con los labios hinchados y húmedos, las mejillas sonrosadas y el pelo empapado en sudor.
—Claro que me gusta —exclamé precipitadamente, sin resuello—. No puedo..., joder, no puedo ni pensar...
Me hincó las uñas con fuerza, clavándomelas con ferocidad, y supe de inmediato que con la punzada de dolor de sus uñas y el dulce placer de su cuerpo húmedo, contrayéndose a mi alrededor, no iba a resistir mucho más. El placer inundó mis venas, como un torrente de llamas, frenético.
—Más duro —imploré.
Se enroscó alrededor de mi cuerpo y se deslizó dándome mordiscos desde el hombro hasta el pecho.
—Córrete —exclamó, con voz ahogada, trazando surcos con las uñas en mi espalda con movimiento posesivo—. Quiero sentir cómo te corres.
Fue como si alguien me hubiese enchufado a la corriente, cada centímetro de mi cuerpo electrizado y llameante de calor. Bajé la vista y la miré: sus pechos moviéndose con la fuerza de mis embestidas, la piel sudorosa y perfecta, las marcas furiosas de mis dentelladas diseminadas por su cuello, sus hombros y su barbilla. Pero cuando levanté la vista y fui al encuentro de su mirada, perdí la razón. Me estaba mirando, y era ella:
Santana, la chica la que veía todas las mañanas y de la que me estaba enamorando más y más cada vez que abría la boca.
Aquello era increíblemente real. Con un fuerte alarido, me desplomé sobre ella, entre convulsiones salvajes y desbordado por un placer tan intenso que apenas era consciente del calor que manaba de sus brazos alrededor de mi cuello, de la presión de sus besos cuando me quedé inmóvil encima de ella, y solo percibí a medias lo que decía cuando susurró:
—Quédate así, encima de mí, para siempre.
—No dejes nunca de ser tan franca y directa —murmuré, mirándola a la cara—. No dejes nunca de pedir lo que quieres.
—No lo haré —susurró—. Esta noche sí te he sorprendido, ¿verdad?
Y fue así, sin más, como se ganó mi corazón.__
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Bueno ya brittany se aclaro con respecto a sus sentimientos, ahora que pensara santana????
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Parece que Britt está bien con lo que siente, digo no se está negando a ello. Pero San, sintió todo lo que sintió Britt en ese momento? Ella también se daría cuenta de lo que siente?
Tati.94******* - Mensajes : 442
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Edad : 30
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
micky morales escribió:Bueno ya brittany se aclaro con respecto a sus sentimientos, ahora que pensara santana????
vamos a hacer un poco de spoiler, si es cierto que Britt ya se aclaro, pero no ha aclarado a sus no novias... y eso a Santana como creer que le va a caer????? y ahi vamos con la segunda pregunta como pensara Santana??? en este cap. vamos a tener unas respuestas...
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Tati.94 escribió:Parece que Britt está bien con lo que siente, digo no se está negando a ello. Pero San, sintió todo lo que sintió Britt en ese momento? Ella también se daría cuenta de lo que siente?
Si Britt esta bien con lo que siente, pero no ha hecho todo el trabajo completo ya me comprenderan a lo que me refiero......... Santana,,, uhmmm creo que sip, pero va a ver ciertas circunstancias que le impidan que lo diga o exprese como ella quiere..... ya veras......
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 11
Me despertó el movimiento del colchón, el sonido que hicieron los muelles cuando Britt salió de la cama. Una débil luz azulada se filtraba por la ventana y parpadeé en la oscuridad, tratando de distinguir la forma de los objetos cercanos: la puerta, mi cómoda, su silueta desapareciendo por la puerta del baño... Sin que Britt encendiese las luces, oí que corría el agua y que la puerta de la ducha se abría y volvía a cerrarse. Consideré la posibilidad de unirme a ella, pero me pareció que no podía moverme: notaba los músculos de goma, el cuerpo pesado y hundido en el colchón. Había un dolorcillo profundo e insólito entre mis piernas y me estiré, apretando los muslos para volver a sentirlo. Para recordar.
Ahora mi habitación olía a sexo y a Britt. Me sentí mareada por ello, por causa de su proximidad y la idea de toda su piel desnuda justo al otro lado de la pared. Brazos, piernas, un estómago como el granito. ¿Cuál era exactamente el protocolo en este caso? ¿Tendría la suerte de que volviese y lo hiciéramos todo otra vez? ¿Funcionaba así?
Cruzaron por mi mente pensamientos sobre Kitty y Kristy, y me pregunté si esa noche habría sido igual que todas las demás noches que ella había pasado con otras muchas mujeres. Si las abrazaba del mismo modo, si hacía los mismos sonidos, si les brindaba las mismas promesas sobre lo bien que haría que se sintiesen. Britt no pasaba cada noche conmigo, pero pasábamos muchas de ellas juntas.
¿Cuándo las veía? Una parte de mí quería preguntarlo para poder conocer en detalle cómo nos encajaba a todas en su vida, pero una parte mayor no quería saberlo.
Me pasé la mano por el pelo enmarañado y pensé en esa noche: en Mike y nuestra desastrosa cita, en Britt y en la sensación que me produjo comprender que había estado en la puerta de mi apartamento. Preocupándose. Esperando. Deseando. En las cosas que habíamos hecho y en lo que me había hecho sentir. Yo no sabía que el sexo pudiera ser así: tanto duro como suave, y alternando entre las dos modalidades durante un tiempo que me había parecido una eternidad. Fue un sexo salvaje.
Las manos y los dientes de Britt me provocaron deliciosos cardenales, y hubo momentos en que creí que estallaría en un millón de pedazos si no podía tenerla aún más hondo dentro de mí.
Por encima del chorro de agua sonó el chirrido familiar del grifo y volví la cabeza hacia la puerta. El ruido de la ducha fue disminuyendo hasta desaparecer del todo y escuché a Britt salir, coger una toalla del toallero colgado en la pared y secarse.
Cuando salió no pude apartar los ojos de su cuerpo desnudo, que se movía iluminado por la luna del cielo nocturno. Me incorporé y me arrastré hasta el borde de la cama. Ella se detuvo justo delante de mí, y su polla se alargó ante mi mirada. Con cuidado, Britt me pasó los dedos por el pelo enredado, bajó por un lado de mi cara y, finalmente, me acarició los labios con la punta de un dedo. No se agachó para mirarme a los ojos.
Era como si supiese que la estaba observando. Como si quisiera que me limitase a mirarla.
Juro que pude oír mi corazón martilleándome en los oídos. Quería tocarla. Quería más que eso, quería saborearla.
—Me da la impresión de que quieres ponerme la boca encima —dijo con voz grave y áspera.
Tragué saliva y asentí con la cabeza.
—Quiero ver qué sabor tienes.
Deslizó la mano por su miembro y se acercó un poco más, pasándome el extremo de la polla por los labios y pintándome con la gota de humedad que había allí. Cuando saqué la lengua para saborearla y saborearla a ella dejó escapar un suave gemido, deslizando su mano por la base mientras yo le rodeaba la punta con la boca, chupando un poco.
—Sí —susurró—. Qué... bien.
No sé qué esperaba yo, pero no era eso. No esperaba excitarme tanto con el acto en sí ni sentirme tan poderosa por ser la persona que llevaba a aquella chica tan guapa a perder la compostura. Me puso las manos en el pelo y cerré los ojos. Respiraba de forma entrecortada mientras yo movía la boca más y más lejos. Finalmente oí que tragaba saliva, ahogaba un grito e inspiraba de forma temblorosa.
—Para, para —me pidió, y dio un paso atrás. Parecía haber disputado una maratón—. Joder, Santana, no tienes ni idea de cuánto me encantaría dejarte jugar con la lengua y con esos labios. — Deslizó el pulgar por la curva de mi barbilla—. Pero quiero tener cuidado contigo la primera vez que me tomes en tu boca, y ahora mismo me siento demasiado descontrolada y demasiado ávida.
Sabía exactamente cómo se sentía. El cuerpo me vibraba, el pulso me martilleaba en el cuello y volví a apretar los muslos, sintiendo cómo crecía el dulce e impaciente anhelo.
Se inclinó, me besó y susurró:
—Date la vuelta, Perla. Quiero follarte boca abajo.
Asentí y me tumbé sobre el estómago. Tenía la mente demasiado ofuscada para pensar una respuesta. La cama se hundió y la noté detrás de mí, colocándose entre mis piernas abiertas. Su mano me recorrió la parte posterior de los muslos y el culo. Britt se agarró a mis caderas, y sus dedos me quemaron la piel al ponerme de rodillas y arrastrarme por la cama hacia su cuerpo. Sentía lo húmeda que estaba, la sentía en sus dedos, que se movían contra mí, sobre mis muslos. El corazón me martilleaba en el
pecho y traté de olvidarlo todo salvo el calor de su piel, el roce de sus labios y su pelo en mi espalda.
Siempre había entendido por qué deseaban a Britt las mujeres. No era guapa del mismo modo que Ryder, ni era rudo tierno como Puck. Era visceral e imperfecta, oscura y muy muy perspicaz. Daba la sensación de poder mirar a una mujer y adivinar al instante todas las necesidades que tenía. Pero ahora sabía por qué las mujeres perdían la cabeza por ella. Porque, al fin y el cabo, conocía de verdad todas las necesidades que tenía una mujer, que tenía yo. Había echado por tierra mis posibilidades de estar con un hombre antes incluso de tocarme por primera vez. Y cuando se inclinó detrás de mí, me rozó la oreja con los labios sin llegar a besarme y me preguntó si creía que esa vez, cuando me corriese, también gritaría.
Me sentí perdida.
Alargó el brazo por encima de mí y cogió un condón de la pila. Oí desgarrarse el papel de aluminio, el sonido que produjo cuando Britt hizo una bola con él. Aún recordaba el aspecto que tenía ese delgado trozo de goma estirado al máximo en torno a su miembro. Quería que se apresurase. Necesitaba que se apresurase y me follase, que hiciese desaparecer ese anhelo
.—Así puedo llegar más hondo —dijo, y se inclinó para darme otro beso en la espalda—. Pero dime si te hago daño, ¿vale?
Asintiendo con gesto frenético, empujé contra sus manos, deseando que apagase el hambre enajenada que había en mi interior. La palma de su mano estaba sorprendentemente fría y ahogué un grito de sorpresa cuando la apoyó en mis riñones para sujetarme. ¿Estaba temblando? En la oscuridad pude ver mi mano contra el blanco puro de la sábana, ver la tela retorcida en mi puño, tenso como el resto de mi cuerpo.
—Limítate a sentir —dijo como si adivinase mis pensamientos; su voz era tan profunda que parecía más una vibración que un sonido—. Ahora mismo solo quiero que recibas, ¿vale?
Sentí la sólida musculatura de sus piernas moviéndose entre las mías, la punta de su polla mientras se situaba. Con cada deslizamiento de su piel contra la mía, yo arqueaba la espalda, levantando el culo para cambiar el ángulo y esperando que esa vez, por fin, pudiera deslizarse en mi interior. Noté su boca en mi hombro, mi espalda y mis costillas. Aún era temprano, aún hacía frío en mi habitación, y me estremecí cuando el aire aterrizó en la piel que ella acababa de besar, saborear y rascar con los
dientes.
Y cuando me susurró al oído que tenía un aspecto increíble desde su posición y que me deseaba un montón, me dio la impresión de que el corazón iba a estallarme bajo las costillas. En esa postura, con ella detrás de mí, fuera de mi vista, mis sensaciones eran muy distintas. No podía ver su intensa expresión ni contar con la seguridad de su mirada fija en mi rostro.
Hube de cerrar los ojos y prestar atención a sus manos temblorosas, a la rigidez de Britt mientras se deslizaba hacia delante por encima de mi clítoris. Escuché su respiración entrecortada y sus minúsculos gruñidos, me apreté contra ella y sentí que el placer inundaba mi pecho cuando el contacto entre sus muslos y mi culo la hizo gemir. Tenía el miembro muy grueso y rígido, y me quedé sin respiración cuando retrocedió para poder situarse contra mi piel tierna y, por fin, entró poco a poco.
—Oh —dije, un sonido que pareció haber sido arrancado de mi garganta, porque fue la única palabra que se me ocurrió.
«Oh. No sabía que me produciría esa sensación.»
«Oh. Duele, pero de la forma más deliciosa.»
«Oh. Por favor, no pares nunca. Más, más.»
Como si hubiese pronunciado esas palabras en voz alta, Britt asintió contra mi piel, moviéndose más despacio, más profundo. Acabábamos de empezar, pero ya era demasiado bueno, demasiado perfecto. Sentía su movimiento en lo más hondo de mí, muy cerca de ese lugar que me llevaba al borde de una minúscula explosión.
—¿Todo bien? —preguntó, y asentí con la cabeza, abrumada. Empezó a mover las caderas con pequeños empujones que me impulsaban colchón arriba, que me impulsaban más cerca de ese punto en el que todo en mi interior amenazaba con hacerse añicos—. ¡Joder, qué guapa estás!
Noté su mano en mi hombro y luego en mi pelo; sus dedos se enredaron en los mechones para sujetarme y mantenerme justo donde ella quería.
—Abre más las piernas —gruñó—. Apóyate en los codos.
De inmediato hice lo que decía, gritando por lo profundo de la postura. Una sensación de calor se instaló en mi estómago y entre mis piernas ante la idea de que ella utilizase mi cuerpo bien dispuesto para correrse. Estaba convencida de que nunca en toda mi vida me había sentido más sexy.
—Estaba segura de que sería así —dijo, y no pude comprender sus palabras.
Me pareció que iba a desplomarme y deslicé los brazos hacia abajo, con la cara apretada contra la almohada y el culo en el aire, mientras Britt continuaba follándome. La tela estaba fresca contra mi mejilla y cerré los ojos, humedeciéndome los labios con la lengua mientras escuchaba los sonidos de nuestros cuerpos moviéndose juntos, su respiración desigual.
Britt era muy buena, y alargué los brazos por encima de la cabeza, rozando el cabecero de la cama con las puntas de los dedos, con el cuerpo tan estirado debajo de ella que me pareció que había perdido espesor, que podía partirme por la mitad cuando por fin me corriese.
Su pelo mojado goteaba sobre mi espalda, e imaginé qué aspecto debía de tener: situada encima de mí, soportando su peso con los brazos mientras se inclinaba sobre mi cuerpo tembloroso, enterrándose en mí una y otra vez al tiempo que la cama se balanceaba debajo de nosotras.
Recordé cuando solía esconderme bajo las sábanas e imaginar eso mismo, tocándome con gestos vacilantes e inexpertos hasta que me corría. Me producía la misma sensación, igual de obscena y prohibida. Sin embargo, esto era mejor que todas las fantasías y todos los sueños secretos combinados.
—Dime lo que quieres, Perla —logró decir, con una voz tan ronca que casi resultaba inaudible.
—Más —me oí decir—. Entra más hondo.
—Tócate —dijo con voz áspera—. No voy a correrme sin ti.
Deslicé la mano entre el colchón y mi cuerpo sudoroso y encontré mi clítoris, suave e hinchado.
Britt estaba muy cerca de mí, lo bastante cerca para que pudiese sentir el calor de cada respiración y el contacto resbaladizo de su piel. Sentí cómo temblaban sus músculos, cómo cambiaba su respiración y cómo se hacían más fuertes los sonidos que emitía. Entonces modificó el ángulo de sus caderas y entró tan hondo que arqueé la espalda de forma involuntaria.
—¡Joder, Santana! ¡Córrete para mí! —me pidió, acelerando el ritmo de sus caderas.
Para correrme solo necesité un momento y unos cuantos círculos de mis dedos. Me atraganté con los sonidos que quedaron atascados en mi garganta. Me sumergió una oleada tan potente que juro que mis huesos vibraron.
Un zumbido constante llenó mis orejas. Sentí el choque de su piel contra la mía y cómo se ponía rígida detrás de mí. Sus músculos se tensaron, y exhaló un gemido grave y largo contra mi cuello. Estaba agotada; tenía las extremidades flojas y me parecía que las articulaciones se me iban a descoyuntar. Tenía la piel acalorada, y estaba tan cansada que no podía abrir los ojos. Noté que Britt cogía la base del condón y lo agarraba bien antes de sacarlo. Hubo una serie de movimientos antes de que se levantase de la cama y se fuese al baño, y luego otra vez el sonido del agua.
Cuando se hundió el colchón y regresó su calor, apenas estaba consciente. Abrí los ojos y noté que olía a café; oí el sonido que hacía el lavavajillas al abrirse y un estrépito de platos. Miré al techo parpadeando y los últimos restos de sueño se desvanecieron de mi cerebro mientras me asaltaba la realidad de la noche anterior.
Lo primero que pensé fue:
«Aún está aquí», seguido de «¿y ahora qué?».
La noche anterior se había desarrollado fácilmente; yo había dejado de pensar y había hecho lo que me apetecía, lo que deseaba. Lo que deseaba era a Britt, y por algún motivo ella también me deseaba a mí. Pero ahora, con el sol entrando a raudales por las ventanas y el mundo exterior despierto y respirando, me sentía llena de inseguridad, sin saber cuáles eran nuestros límites o en qué punto nos hallábamos.
Tenía el cuerpo rígido y dolorido en los sitios más dispares. Me sentía como si hubiese hecho un millar de sentadillas. Me dolían los muslos y los hombros. Tenía la espalda rígida. Y entre las piernas notaba una tierna palpitación, como si Britt me hubiese embestido durante horas y horas en la oscuridad de la noche.
Imagínate eso.
Me levanté de la cama, fui de puntillas al baño y cerré la puerta con cuidado. Siseé al oír el fuerte chasquido del pestillo. No quería que la situación se volviese extraña ni estropear la cálida relación que siempre habíamos tenido. No sabía qué haría si la perdíamos.
Tras cepillarme los dientes y peinarme, me puse un par de shorts de chico y una camiseta de tirantes, y me dirigí a la cocina, decidida a hacerle saber que podía asumir la situación y que no tenían por qué cambiar las cosas. Britt estaba de espaldas, de pie ante los fogones, vestida con solo un short y sport bra ambos negro, dándoles la vuelta a lo que parecían ser unas tortitas.
—Buenos días —la saludé mientras atravesaba la habitación e iba directamente hacia la cafetera.
—Buenos días —dijo ella con una ancha sonrisa.
Se inclinó, retorció la tela de mi camiseta y la utilizó para atraerme hacia ella y darme un beso rápido en los labios. Ignoré las minúsculas mariposas que invadían mi estómago y cogí una taza, procurando dejar una larga franja de encimera entre nosotras. Cuando estábamos de vacaciones, mi madre nos preparaba el desayuno cada domingo en esa cocina, y había insistido en que fuese lo bastante grande para que cupiese en ella toda la familia. Esa cocina era el doble de grande que las demás cocinas del edificio, y tenía unos relucientes armarios de cerezo y unas cálidas baldosas. Una de las paredes estaba ocupada por unas ventanas amplias que daban a la calle Ciento uno; a lo largo de otra se extendía una ancha encimera con taburetes suficientes para
todos nosotros. La amplia extensión de mármol de la encimera había sido siempre demasiado grande para el apartamento, y ahora que solo yo vivía en ese piso parecía un derroche de espacio. Sin embargo, con el recuerdo de la noche anterior dando vueltas en mi cabeza y con tanta piel desnuda de Britt a la vista, me sentía como si estuviera dentro de una caja de zapatos, como si las paredes se estrechasen y me empujasen cada vez más hacia esa chica sexy y extraña. Desde luego, necesitaba un poco de aire.
—¿Cuánto hace que te has levantado? —pregunté.
Se encogió de hombros, y los músculos de su espalda se flexionaron con el movimiento. Vi el extremo del tatuaje que le rodeaba las costillas.
—Un rato.
Eché un vistazo al reloj de la pared. Era temprano, demasiado temprano para estar despiertas un domingo sin ningún plan, sobre todo después de la noche que habíamos pasado.
—¿No podías dormir?
—Algo así —contestó Britt, dándole la vuelta a otra tortita y colocando dos más en una fuente.
Me serví el café, clavando la mirada en el líquido oscuro que llenaba la taza, en el vapor que se retorcía a través de un rayo de sol. La encimera estaba preparada, con un mantelito individual y un plato para cada una, y sendos vasos de zumo de naranja a un lado. Me asaltó una imagen de Britt con una de sus «no novias», y no pude evitar preguntarme si formaría parte de la rutina prepararles el desayuno a sus damas antes de dejarlas solas en su apartamento con las piernas temblorosas y una sonrisa bobalicona en la cara.
Sacudí un poco la cabeza al volver a colocar la jarra en su sitio y cuadré los hombros.
—Me alegro de que sigas aquí —dije.
Sonrió mientras rascaba los últimos restos de masa del cuenco.
—Bien.
El silencio llenó la cocina mientras yo añadía azúcar y leche a mí café para trasladarme a un taburete situado al otro lado de la encimera.
—Quiero decir que me habría sentido ridícula si te hubieses marchado. Así es más fácil.
Le dio la vuelta a la última tortita y me habló por encima del hombro:
—¿Más fácil?
—Menos incómodo —dije, encogiéndome de hombros.
Sabía que debía mantener la informalidad de la relación, impedir que hubiese nada serio entre nosotras. No quería que Britt pensase que yo no podía manejar la situación.
—No estoy segura de entenderte, Santana.
—Es que es más fácil sobrellevar ahora esa parte tan incómoda de: «Te he visto desnuda». Más tarde será más difícil, cuando tratemos de recordar cómo interactuar con la ropa puesta.
Durante un instante, pareció confusa mientras observaba la sartén vacía. No había asentido ni se había reído, no me había dado las gracias por decirlo antes de que tuviese que hacerlo ella. Y ahora era yo quien se sentía confusa.
—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad? —dijo, volviéndose por fin.
—Por favor. Sabes que prácticamente te tengo por una diosa. Lo que pasa es que no quiero que te entre la neura y pienses que espero algún cambio.
—A mí no me está entrando ninguna neura.
—Solo digo que ya sé que lo de anoche significó cosas diferentes para cada una de nosotras.
Juntó las cejas.
—¿Y qué fue para ti?
—Una pasada. Me recordó que, aunque fracasé miserablemente con Mike, puedo divertirme con una persona. Puedo soltarme y disfrutar. Sé que es probable que lo de anoche no haya cambiado quién eres tú, pero tengo la impresión de que a mí sí me ha cambiado un poco. Así que gracias.
Britt entornó los ojos.
—¿Y quién crees que soy exactamente?
Me acerqué a ella y me estiré para darle un beso en la barbilla. Su teléfono móvil sonó en la encimera, y el nombre «Kitty» iluminó la pantalla. Esa pregunta quedaba contestada. Inspiré hondo y me concedí un momento para dejar que todas las piezas se alineasen en mi cabeza.
Y luego me eché a reír, indicando con un gesto su móvil, que continuaba zumbando al otro lado de la encimera.
—Una chica muy buena en la cama.
Frunció el ceño, cogió el móvil y lo desconectó.
—Santana... —Me atrajo hacia sí, y luego me dio un beso en la sien—. Lo de anoche...
Suspiré al ver lo fácilmente que encajábamos, lo perfecto que sonaba mi nombre en su boca.
—No tienes que darme explicaciones, Britt. Siento haber creado una situación incómoda.
—No, yo...
Con una mueca, le apoyé los dedos en los labios.
—Dios, debes detestar el proceso que sigue al sexo, y no lo necesito, te lo juro. Puedo soportar todo esto.
Sus ojos observaron mi cara y me pregunté qué buscaba. ¿No me creía? Le di un beso en la mandíbula y sentí cómo desaparecía la tensión de su cuerpo.
Apoyó sus manos en mis caderas.
—Me alegro de que lo lleves bien —dijo por fin.
—Así es, te lo prometo. Nada de cosas raras.
—Nada de cosas raras —repitió.
Ahora mi habitación olía a sexo y a Britt. Me sentí mareada por ello, por causa de su proximidad y la idea de toda su piel desnuda justo al otro lado de la pared. Brazos, piernas, un estómago como el granito. ¿Cuál era exactamente el protocolo en este caso? ¿Tendría la suerte de que volviese y lo hiciéramos todo otra vez? ¿Funcionaba así?
Cruzaron por mi mente pensamientos sobre Kitty y Kristy, y me pregunté si esa noche habría sido igual que todas las demás noches que ella había pasado con otras muchas mujeres. Si las abrazaba del mismo modo, si hacía los mismos sonidos, si les brindaba las mismas promesas sobre lo bien que haría que se sintiesen. Britt no pasaba cada noche conmigo, pero pasábamos muchas de ellas juntas.
¿Cuándo las veía? Una parte de mí quería preguntarlo para poder conocer en detalle cómo nos encajaba a todas en su vida, pero una parte mayor no quería saberlo.
Me pasé la mano por el pelo enmarañado y pensé en esa noche: en Mike y nuestra desastrosa cita, en Britt y en la sensación que me produjo comprender que había estado en la puerta de mi apartamento. Preocupándose. Esperando. Deseando. En las cosas que habíamos hecho y en lo que me había hecho sentir. Yo no sabía que el sexo pudiera ser así: tanto duro como suave, y alternando entre las dos modalidades durante un tiempo que me había parecido una eternidad. Fue un sexo salvaje.
Las manos y los dientes de Britt me provocaron deliciosos cardenales, y hubo momentos en que creí que estallaría en un millón de pedazos si no podía tenerla aún más hondo dentro de mí.
Por encima del chorro de agua sonó el chirrido familiar del grifo y volví la cabeza hacia la puerta. El ruido de la ducha fue disminuyendo hasta desaparecer del todo y escuché a Britt salir, coger una toalla del toallero colgado en la pared y secarse.
Cuando salió no pude apartar los ojos de su cuerpo desnudo, que se movía iluminado por la luna del cielo nocturno. Me incorporé y me arrastré hasta el borde de la cama. Ella se detuvo justo delante de mí, y su polla se alargó ante mi mirada. Con cuidado, Britt me pasó los dedos por el pelo enredado, bajó por un lado de mi cara y, finalmente, me acarició los labios con la punta de un dedo. No se agachó para mirarme a los ojos.
Era como si supiese que la estaba observando. Como si quisiera que me limitase a mirarla.
Juro que pude oír mi corazón martilleándome en los oídos. Quería tocarla. Quería más que eso, quería saborearla.
—Me da la impresión de que quieres ponerme la boca encima —dijo con voz grave y áspera.
Tragué saliva y asentí con la cabeza.
—Quiero ver qué sabor tienes.
Deslizó la mano por su miembro y se acercó un poco más, pasándome el extremo de la polla por los labios y pintándome con la gota de humedad que había allí. Cuando saqué la lengua para saborearla y saborearla a ella dejó escapar un suave gemido, deslizando su mano por la base mientras yo le rodeaba la punta con la boca, chupando un poco.
—Sí —susurró—. Qué... bien.
No sé qué esperaba yo, pero no era eso. No esperaba excitarme tanto con el acto en sí ni sentirme tan poderosa por ser la persona que llevaba a aquella chica tan guapa a perder la compostura. Me puso las manos en el pelo y cerré los ojos. Respiraba de forma entrecortada mientras yo movía la boca más y más lejos. Finalmente oí que tragaba saliva, ahogaba un grito e inspiraba de forma temblorosa.
—Para, para —me pidió, y dio un paso atrás. Parecía haber disputado una maratón—. Joder, Santana, no tienes ni idea de cuánto me encantaría dejarte jugar con la lengua y con esos labios. — Deslizó el pulgar por la curva de mi barbilla—. Pero quiero tener cuidado contigo la primera vez que me tomes en tu boca, y ahora mismo me siento demasiado descontrolada y demasiado ávida.
Sabía exactamente cómo se sentía. El cuerpo me vibraba, el pulso me martilleaba en el cuello y volví a apretar los muslos, sintiendo cómo crecía el dulce e impaciente anhelo.
Se inclinó, me besó y susurró:
—Date la vuelta, Perla. Quiero follarte boca abajo.
Asentí y me tumbé sobre el estómago. Tenía la mente demasiado ofuscada para pensar una respuesta. La cama se hundió y la noté detrás de mí, colocándose entre mis piernas abiertas. Su mano me recorrió la parte posterior de los muslos y el culo. Britt se agarró a mis caderas, y sus dedos me quemaron la piel al ponerme de rodillas y arrastrarme por la cama hacia su cuerpo. Sentía lo húmeda que estaba, la sentía en sus dedos, que se movían contra mí, sobre mis muslos. El corazón me martilleaba en el
pecho y traté de olvidarlo todo salvo el calor de su piel, el roce de sus labios y su pelo en mi espalda.
Siempre había entendido por qué deseaban a Britt las mujeres. No era guapa del mismo modo que Ryder, ni era rudo tierno como Puck. Era visceral e imperfecta, oscura y muy muy perspicaz. Daba la sensación de poder mirar a una mujer y adivinar al instante todas las necesidades que tenía. Pero ahora sabía por qué las mujeres perdían la cabeza por ella. Porque, al fin y el cabo, conocía de verdad todas las necesidades que tenía una mujer, que tenía yo. Había echado por tierra mis posibilidades de estar con un hombre antes incluso de tocarme por primera vez. Y cuando se inclinó detrás de mí, me rozó la oreja con los labios sin llegar a besarme y me preguntó si creía que esa vez, cuando me corriese, también gritaría.
Me sentí perdida.
Alargó el brazo por encima de mí y cogió un condón de la pila. Oí desgarrarse el papel de aluminio, el sonido que produjo cuando Britt hizo una bola con él. Aún recordaba el aspecto que tenía ese delgado trozo de goma estirado al máximo en torno a su miembro. Quería que se apresurase. Necesitaba que se apresurase y me follase, que hiciese desaparecer ese anhelo
.—Así puedo llegar más hondo —dijo, y se inclinó para darme otro beso en la espalda—. Pero dime si te hago daño, ¿vale?
Asintiendo con gesto frenético, empujé contra sus manos, deseando que apagase el hambre enajenada que había en mi interior. La palma de su mano estaba sorprendentemente fría y ahogué un grito de sorpresa cuando la apoyó en mis riñones para sujetarme. ¿Estaba temblando? En la oscuridad pude ver mi mano contra el blanco puro de la sábana, ver la tela retorcida en mi puño, tenso como el resto de mi cuerpo.
—Limítate a sentir —dijo como si adivinase mis pensamientos; su voz era tan profunda que parecía más una vibración que un sonido—. Ahora mismo solo quiero que recibas, ¿vale?
Sentí la sólida musculatura de sus piernas moviéndose entre las mías, la punta de su polla mientras se situaba. Con cada deslizamiento de su piel contra la mía, yo arqueaba la espalda, levantando el culo para cambiar el ángulo y esperando que esa vez, por fin, pudiera deslizarse en mi interior. Noté su boca en mi hombro, mi espalda y mis costillas. Aún era temprano, aún hacía frío en mi habitación, y me estremecí cuando el aire aterrizó en la piel que ella acababa de besar, saborear y rascar con los
dientes.
Y cuando me susurró al oído que tenía un aspecto increíble desde su posición y que me deseaba un montón, me dio la impresión de que el corazón iba a estallarme bajo las costillas. En esa postura, con ella detrás de mí, fuera de mi vista, mis sensaciones eran muy distintas. No podía ver su intensa expresión ni contar con la seguridad de su mirada fija en mi rostro.
Hube de cerrar los ojos y prestar atención a sus manos temblorosas, a la rigidez de Britt mientras se deslizaba hacia delante por encima de mi clítoris. Escuché su respiración entrecortada y sus minúsculos gruñidos, me apreté contra ella y sentí que el placer inundaba mi pecho cuando el contacto entre sus muslos y mi culo la hizo gemir. Tenía el miembro muy grueso y rígido, y me quedé sin respiración cuando retrocedió para poder situarse contra mi piel tierna y, por fin, entró poco a poco.
—Oh —dije, un sonido que pareció haber sido arrancado de mi garganta, porque fue la única palabra que se me ocurrió.
«Oh. No sabía que me produciría esa sensación.»
«Oh. Duele, pero de la forma más deliciosa.»
«Oh. Por favor, no pares nunca. Más, más.»
Como si hubiese pronunciado esas palabras en voz alta, Britt asintió contra mi piel, moviéndose más despacio, más profundo. Acabábamos de empezar, pero ya era demasiado bueno, demasiado perfecto. Sentía su movimiento en lo más hondo de mí, muy cerca de ese lugar que me llevaba al borde de una minúscula explosión.
—¿Todo bien? —preguntó, y asentí con la cabeza, abrumada. Empezó a mover las caderas con pequeños empujones que me impulsaban colchón arriba, que me impulsaban más cerca de ese punto en el que todo en mi interior amenazaba con hacerse añicos—. ¡Joder, qué guapa estás!
Noté su mano en mi hombro y luego en mi pelo; sus dedos se enredaron en los mechones para sujetarme y mantenerme justo donde ella quería.
—Abre más las piernas —gruñó—. Apóyate en los codos.
De inmediato hice lo que decía, gritando por lo profundo de la postura. Una sensación de calor se instaló en mi estómago y entre mis piernas ante la idea de que ella utilizase mi cuerpo bien dispuesto para correrse. Estaba convencida de que nunca en toda mi vida me había sentido más sexy.
—Estaba segura de que sería así —dijo, y no pude comprender sus palabras.
Me pareció que iba a desplomarme y deslicé los brazos hacia abajo, con la cara apretada contra la almohada y el culo en el aire, mientras Britt continuaba follándome. La tela estaba fresca contra mi mejilla y cerré los ojos, humedeciéndome los labios con la lengua mientras escuchaba los sonidos de nuestros cuerpos moviéndose juntos, su respiración desigual.
Britt era muy buena, y alargué los brazos por encima de la cabeza, rozando el cabecero de la cama con las puntas de los dedos, con el cuerpo tan estirado debajo de ella que me pareció que había perdido espesor, que podía partirme por la mitad cuando por fin me corriese.
Su pelo mojado goteaba sobre mi espalda, e imaginé qué aspecto debía de tener: situada encima de mí, soportando su peso con los brazos mientras se inclinaba sobre mi cuerpo tembloroso, enterrándose en mí una y otra vez al tiempo que la cama se balanceaba debajo de nosotras.
Recordé cuando solía esconderme bajo las sábanas e imaginar eso mismo, tocándome con gestos vacilantes e inexpertos hasta que me corría. Me producía la misma sensación, igual de obscena y prohibida. Sin embargo, esto era mejor que todas las fantasías y todos los sueños secretos combinados.
—Dime lo que quieres, Perla —logró decir, con una voz tan ronca que casi resultaba inaudible.
—Más —me oí decir—. Entra más hondo.
—Tócate —dijo con voz áspera—. No voy a correrme sin ti.
Deslicé la mano entre el colchón y mi cuerpo sudoroso y encontré mi clítoris, suave e hinchado.
Britt estaba muy cerca de mí, lo bastante cerca para que pudiese sentir el calor de cada respiración y el contacto resbaladizo de su piel. Sentí cómo temblaban sus músculos, cómo cambiaba su respiración y cómo se hacían más fuertes los sonidos que emitía. Entonces modificó el ángulo de sus caderas y entró tan hondo que arqueé la espalda de forma involuntaria.
—¡Joder, Santana! ¡Córrete para mí! —me pidió, acelerando el ritmo de sus caderas.
Para correrme solo necesité un momento y unos cuantos círculos de mis dedos. Me atraganté con los sonidos que quedaron atascados en mi garganta. Me sumergió una oleada tan potente que juro que mis huesos vibraron.
Un zumbido constante llenó mis orejas. Sentí el choque de su piel contra la mía y cómo se ponía rígida detrás de mí. Sus músculos se tensaron, y exhaló un gemido grave y largo contra mi cuello. Estaba agotada; tenía las extremidades flojas y me parecía que las articulaciones se me iban a descoyuntar. Tenía la piel acalorada, y estaba tan cansada que no podía abrir los ojos. Noté que Britt cogía la base del condón y lo agarraba bien antes de sacarlo. Hubo una serie de movimientos antes de que se levantase de la cama y se fuese al baño, y luego otra vez el sonido del agua.
Cuando se hundió el colchón y regresó su calor, apenas estaba consciente. Abrí los ojos y noté que olía a café; oí el sonido que hacía el lavavajillas al abrirse y un estrépito de platos. Miré al techo parpadeando y los últimos restos de sueño se desvanecieron de mi cerebro mientras me asaltaba la realidad de la noche anterior.
Lo primero que pensé fue:
«Aún está aquí», seguido de «¿y ahora qué?».
La noche anterior se había desarrollado fácilmente; yo había dejado de pensar y había hecho lo que me apetecía, lo que deseaba. Lo que deseaba era a Britt, y por algún motivo ella también me deseaba a mí. Pero ahora, con el sol entrando a raudales por las ventanas y el mundo exterior despierto y respirando, me sentía llena de inseguridad, sin saber cuáles eran nuestros límites o en qué punto nos hallábamos.
Tenía el cuerpo rígido y dolorido en los sitios más dispares. Me sentía como si hubiese hecho un millar de sentadillas. Me dolían los muslos y los hombros. Tenía la espalda rígida. Y entre las piernas notaba una tierna palpitación, como si Britt me hubiese embestido durante horas y horas en la oscuridad de la noche.
Imagínate eso.
Me levanté de la cama, fui de puntillas al baño y cerré la puerta con cuidado. Siseé al oír el fuerte chasquido del pestillo. No quería que la situación se volviese extraña ni estropear la cálida relación que siempre habíamos tenido. No sabía qué haría si la perdíamos.
Tras cepillarme los dientes y peinarme, me puse un par de shorts de chico y una camiseta de tirantes, y me dirigí a la cocina, decidida a hacerle saber que podía asumir la situación y que no tenían por qué cambiar las cosas. Britt estaba de espaldas, de pie ante los fogones, vestida con solo un short y sport bra ambos negro, dándoles la vuelta a lo que parecían ser unas tortitas.
—Buenos días —la saludé mientras atravesaba la habitación e iba directamente hacia la cafetera.
—Buenos días —dijo ella con una ancha sonrisa.
Se inclinó, retorció la tela de mi camiseta y la utilizó para atraerme hacia ella y darme un beso rápido en los labios. Ignoré las minúsculas mariposas que invadían mi estómago y cogí una taza, procurando dejar una larga franja de encimera entre nosotras. Cuando estábamos de vacaciones, mi madre nos preparaba el desayuno cada domingo en esa cocina, y había insistido en que fuese lo bastante grande para que cupiese en ella toda la familia. Esa cocina era el doble de grande que las demás cocinas del edificio, y tenía unos relucientes armarios de cerezo y unas cálidas baldosas. Una de las paredes estaba ocupada por unas ventanas amplias que daban a la calle Ciento uno; a lo largo de otra se extendía una ancha encimera con taburetes suficientes para
todos nosotros. La amplia extensión de mármol de la encimera había sido siempre demasiado grande para el apartamento, y ahora que solo yo vivía en ese piso parecía un derroche de espacio. Sin embargo, con el recuerdo de la noche anterior dando vueltas en mi cabeza y con tanta piel desnuda de Britt a la vista, me sentía como si estuviera dentro de una caja de zapatos, como si las paredes se estrechasen y me empujasen cada vez más hacia esa chica sexy y extraña. Desde luego, necesitaba un poco de aire.
—¿Cuánto hace que te has levantado? —pregunté.
Se encogió de hombros, y los músculos de su espalda se flexionaron con el movimiento. Vi el extremo del tatuaje que le rodeaba las costillas.
—Un rato.
Eché un vistazo al reloj de la pared. Era temprano, demasiado temprano para estar despiertas un domingo sin ningún plan, sobre todo después de la noche que habíamos pasado.
—¿No podías dormir?
—Algo así —contestó Britt, dándole la vuelta a otra tortita y colocando dos más en una fuente.
Me serví el café, clavando la mirada en el líquido oscuro que llenaba la taza, en el vapor que se retorcía a través de un rayo de sol. La encimera estaba preparada, con un mantelito individual y un plato para cada una, y sendos vasos de zumo de naranja a un lado. Me asaltó una imagen de Britt con una de sus «no novias», y no pude evitar preguntarme si formaría parte de la rutina prepararles el desayuno a sus damas antes de dejarlas solas en su apartamento con las piernas temblorosas y una sonrisa bobalicona en la cara.
Sacudí un poco la cabeza al volver a colocar la jarra en su sitio y cuadré los hombros.
—Me alegro de que sigas aquí —dije.
Sonrió mientras rascaba los últimos restos de masa del cuenco.
—Bien.
El silencio llenó la cocina mientras yo añadía azúcar y leche a mí café para trasladarme a un taburete situado al otro lado de la encimera.
—Quiero decir que me habría sentido ridícula si te hubieses marchado. Así es más fácil.
Le dio la vuelta a la última tortita y me habló por encima del hombro:
—¿Más fácil?
—Menos incómodo —dije, encogiéndome de hombros.
Sabía que debía mantener la informalidad de la relación, impedir que hubiese nada serio entre nosotras. No quería que Britt pensase que yo no podía manejar la situación.
—No estoy segura de entenderte, Santana.
—Es que es más fácil sobrellevar ahora esa parte tan incómoda de: «Te he visto desnuda». Más tarde será más difícil, cuando tratemos de recordar cómo interactuar con la ropa puesta.
Durante un instante, pareció confusa mientras observaba la sartén vacía. No había asentido ni se había reído, no me había dado las gracias por decirlo antes de que tuviese que hacerlo ella. Y ahora era yo quien se sentía confusa.
—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad? —dijo, volviéndose por fin.
—Por favor. Sabes que prácticamente te tengo por una diosa. Lo que pasa es que no quiero que te entre la neura y pienses que espero algún cambio.
—A mí no me está entrando ninguna neura.
—Solo digo que ya sé que lo de anoche significó cosas diferentes para cada una de nosotras.
Juntó las cejas.
—¿Y qué fue para ti?
—Una pasada. Me recordó que, aunque fracasé miserablemente con Mike, puedo divertirme con una persona. Puedo soltarme y disfrutar. Sé que es probable que lo de anoche no haya cambiado quién eres tú, pero tengo la impresión de que a mí sí me ha cambiado un poco. Así que gracias.
Britt entornó los ojos.
—¿Y quién crees que soy exactamente?
Me acerqué a ella y me estiré para darle un beso en la barbilla. Su teléfono móvil sonó en la encimera, y el nombre «Kitty» iluminó la pantalla. Esa pregunta quedaba contestada. Inspiré hondo y me concedí un momento para dejar que todas las piezas se alineasen en mi cabeza.
Y luego me eché a reír, indicando con un gesto su móvil, que continuaba zumbando al otro lado de la encimera.
—Una chica muy buena en la cama.
Frunció el ceño, cogió el móvil y lo desconectó.
—Santana... —Me atrajo hacia sí, y luego me dio un beso en la sien—. Lo de anoche...
Suspiré al ver lo fácilmente que encajábamos, lo perfecto que sonaba mi nombre en su boca.
—No tienes que darme explicaciones, Britt. Siento haber creado una situación incómoda.
—No, yo...
Con una mueca, le apoyé los dedos en los labios.
—Dios, debes detestar el proceso que sigue al sexo, y no lo necesito, te lo juro. Puedo soportar todo esto.
Sus ojos observaron mi cara y me pregunté qué buscaba. ¿No me creía? Le di un beso en la mandíbula y sentí cómo desaparecía la tensión de su cuerpo.
Apoyó sus manos en mis caderas.
—Me alegro de que lo lleves bien —dijo por fin.
—Así es, te lo prometo. Nada de cosas raras.
—Nada de cosas raras —repitió.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Mmmmm.... Ahora se me hace que britt tiene que seguir el consejo de marley y quinn y cortar con sus liges programados...
Y sobretodo mostrarle a san que si quiere algo con ella,... Por que britt ya sabe que se enamoro que se lo diga es otra....
No me gusta mucho que san de por sentado ciertas cosas de britt!!
Y sobretodo mostrarle a san que si quiere algo con ella,... Por que britt ya sabe que se enamoro que se lo diga es otra....
No me gusta mucho que san de por sentado ciertas cosas de britt!!
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
3:) escribió:Mmmmm.... Ahora se me hace que britt tiene que seguir el consejo de marley y quinn y cortar con sus liges programados...
Y sobretodo mostrarle a san que si quiere algo con ella,... Por que britt ya sabe que se enamoro que se lo diga es otra....
No me gusta mucho que san de por sentado ciertas cosas de britt!!
lo que puedo decir es que no todo esta dicho entre ellas, eso es mas que claro, están basando todo esto sobre suposiciones...... vamos a ver como siguen....
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Después de esa gran noche y de que lo que paso entre ellas tuvo un gran significado ninguna lo dice en realidad. . y me siento un poco mal por Britt porque es cierto que tiene un pasado pero que feo que te tomen por algo que no eres ... Y pues para evitar lo "incomodo" actuaran como todo esta bien y lo que paso no fue tan grande..... Haber como lo siguen llevando
Gracias por los capítulos!!
Gracias por los capítulos!!
JVM- - Mensajes : 1170
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Re: [Resuelto]Brittana: Seductora Irresistible (adaptación. GP Brittany) cap. 20 mas Epilogo
Capitulo 12
Yo salía a correr todos los días sin excepción, salvo que estuviera gravemente enferma o si tenía que coger un avión para ir a algún sitio, así que el lunes por la mañana me odié a mí misma un poquito por apagar la alarma del reloj y darme media vuelta en la cama. Simplemente, no tenía ningún interés por ver a Santana.
Sin embargo, en cuanto hube formulado ese pensamiento, no tuve más remedio que recapacitar. A quien no quería ver era a Sanny, tan dicharachera y llena de energía como siempre, como si no hubiese hecho temblar el suelo bajo mis pies dos noches atrás, con su cuerpo, con sus palabras y sus necesidades cuando esa noche era Santana.
Y sabía que si era Sanny quien aparecía esa mañana, actuando como si el sábado anterior no hubiese pasado nada, me dolería. Me había criado una madre soltera, junto con dos hermanas mayores que no me dieron más opción que comprender a las mujeres, conocer a las mujeres y, sobre todo, amar a las mujeres.
En una de las dos relaciones serias que había mantenido en mi vida, había hablado con mi novia sobre la posibilidad de que aquel buen entendimiento con las mujeres me hubiese funcionado muy bien cuando alcancé la pubertad, y eso hizo que acabara queriendo mantener relaciones sexuales con todas las chicas a las que conocía. Creo que esa novia había tratado de insinuarme, de una forma nada sutil, que yo manipulaba a las mujeres fingiendo escucharlas. No llegué a profundizar demasiado en el asunto; rompimos poco después.
Sin embargo, mi buen entendimiento con el sexo opuesto no parecía ayudarme demasiado en el caso de Santana. Para mí, era como una criatura de otro mundo, una especie completamente distinta. Con ella, mi experiencia no me servía para nada.
El caso es que cuando volví a dormirme, empecé a soñar que me la follaba sobre una pila gigantesca de material deportivo. En el sueño se me clavaba un stick de lacrosse en la espalda, pero no me importaba. Solo la veía balancearse encima de mí, con la mirada transparente clavada en la mía y recorriéndome los pechos con las manos.
Me sonó el móvil, que tenía incrustado en la columna, debajo del cuerpo, y me desperté sobresaltada. Miré el reloj y me di cuenta de que me había dormido: eran casi las ocho y media.
Respondí sin mirar a la pantalla, dando por sentado que sería Puck preguntándome dónde coño estaba para nuestra reunión del lunes por la mañana.
—Sí, tío. Estaré ahí dentro de una hora, ¿vale?
—¿Britt ?
Mierda.
—Ah, hola.
El corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que lancé un gemido y me tapé la boca con la mano para sofocarlo.
—¿Todavía estás durmiendo? —preguntó Santana. Parecía estar sin aliento.
—Sí, estaba durmiendo.
Se calló y el viento que se oía al otro lado azotó la línea. Estaba en la calle y con la respiración jadeante: había salido a correr sin mí.
—Perdona si te he despertado.
Cerré los ojos y me llevé un puño a la frente.
—No, no importa.
Se quedó en silencio durante unos segundos eternos y exasperantes, y en ese tiempo mantuvimos varias conversaciones distintas en mi cabeza. En una me decía que me comportaba como una gilipollas. En otra me pedía disculpas por insinuar que pudiese ser tan comprensiva como dama con lo ocurrido la intensa noche que habíamos pasado juntas. En otra se ponía a hablar sin parar sobre cualquier cosa, al más puro estilo Sanny. Y en otra me preguntaba si podía ir a mi casa.
—He salido a correr —dijo—. Creí que habrías empezado sin mí y fui a ver si te encontraba en el recorrido.
—¿Creías que había empezado sin ti? —exclamé, riendo—. Eso sería de muy mala educación.
No dijo nada, y me di cuenta demasiado tarde de que lo que había hecho —no presentarme, no molestarme siquiera en llamarla— era igual de malo.
—Mierda, Sanny, lo siento.
La oí tomar aire profundamente.
—Así que hoy soy Sanny... Interesante.
—Sí —murmuré, y luego me odié a mí misma inmediatamente—. No. Mierda, no sé quién eres esta mañana. —Aparté las sábanas de un puntapié, obligando a mi cerebro embotado a despertarse de una puta vez—. Mi cerebro se confunde si te llamo Santana.
«Hace que piense que eres mía», me dije a mí misma, sin añadirlo en voz alta.
Soltó una risotada, y cuando echó a andar de nuevo, el viento azotó con más fuerza el teléfono.
—Supera tu angustia de mujer alfa, Britt . La otra noche nos acostamos. Se supone que precisamente tú deberías saber mejor que nadie cómo manejar esta situación. No te estoy pidiendo las llaves de tu apartamento. —Hizo una pausa y se me encogió el corazón al darme cuenta del mensaje que, con mi distanciamiento, le estaba transmitiendo: creía que me la estaba quitando de encima, que trataba de ahuyentarla.
Abrí la boca para sacarla de su error, pero ella fue más rápida:
—Ni siquiera te estoy pidiendo que volvamos a repetirlo, maldita cabrona engreída.
Y dicho eso, colgó el teléfono.
Pedí a mis amigos que adelantásemos nuestro almuerzo de los martes al lunes con la excusa de que había perdido las pelotas y la cabeza, y nadie se opuso. Por lo visto, mi enamoramiento había alcanzado tal nivel de empalago que darme caña había dejado de ser un pasatiempo divertido para mis amigos.
Quedamos en Le Bernardin, pedimos lo de siempre y, aparentemente, era como si la vida siguiese igual que en los nueve meses anteriores: Puck besando a Quinn hasta que ella se lo quitó de encima, y Ryder y Marley haciendo como que se odiaban mientras daban cuenta de la ensalada que ella misma había insistido que compartieran para almorzar, escenificando una forma un tanto extraña de coquetear para ponerse a tono. Lo único aparentemente distinto es que me bebí la copa de alcohol con la que acompañaba el almuerzo en menos de cinco minutos y nuestro camarero habitual enarcó una ceja cuando le pedí otra.
—Creo que yo soy Kitty —dije cuando se alejó el camarero. Al ver que la conversación enmudecía de repente, me di cuenta de que mis amigos habían estado charlando alegremente de cualquier gilipollez mientras mi pobre cerebro se sumía en la desesperación delante de sus narices—. Me refiero a lo mío con Santana —aclaré, escrutando sus rostros para captar alguna señal de si me seguían o no—. En nuestra relación, yo soy Kitty. Yo soy la que dice que me basta con que nos enrollemos y ya está, pero no es verdad. Soy yo la que dice que me parece bien que echemos un polvo el tercer jueves de los meses impares con tal de poder estar un rato con ella. Es ella la que dice: «Oh, no necesito que volvamos a enrollarnos».
Me encontré con la palma abierta de la mano de Marley delante de mi cara.
—Espera un momento, Brittany. ¿Te la estás follando?
Me incorporé de golpe, con los ojos muy abiertos y a la defensiva.
—Tiene veinticuatro años, no trece, Marley. ¿Qué cojones...?
—Me importa un bledo que te la estés tirando... Lo que me molesta es que te la hayas follado y que no nos haya llamado a ninguna de las dos inmediatamente. ¿Cuándo ha sido?
—El sábado. Hace dos días, cálmate —murmuré.
Se recostó hacia atrás y su rostro se dulcificó un poco. Más relajada, fui a coger mi nueva copa en cuanto el camarero la depositó delante de mí en la mesa, pero Puck fue más rápido y la quitó de mi alcance antes de que pudiera levantarla.
—Esta tarde tenemos una reunión con Albert Samuelson y te necesito muy despejada.
Asentí y me incliné para frotarme los ojos.
—Os odio a todos.
—¿Por tener razón? —dedujo Ryder correctamente.
No le hice ningún caso.
—Bueno y al final, ¿has cortado ya oficialmente con Kitty y Kristy?—quiso saber Quinn.
Mierda. Aquello otra vez.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? No hay nada entre Santana y yo.
—Solo que sientes algo muy fuerte por ella —insistió Quinn, arrugando la frente. No soportaba que no aprobase mi conducta. De todos mis amigos, Quinn solo me echaba la bronca y me daba caña cuando realmente me lo merecía.
—Es que no sé si es buena idea montar un drama innecesario ahora mismo —fue mi patética justificación.
—¿Ha llegado a decir Santana realmente que no quiere nada más contigo? —preguntó Marley.
—Creo que es evidente por la forma en que reaccionó el domingo por la mañana.
Asintiendo ya con la cabeza, Puck añadió:
—Detesto señalar lo obvio, rubia, pero ¿se puede saber por qué no has tenido la típica charla de Britt Pierce con ella? No te estás poniendo precisamente como ejemplo de eso que siempre nos dices con respecto a tus ligues: que es mejor dejar las cosas claras desde el principio que dejar los temas sin resolver.
—Porque es fácil mantener esa conversación cuando ya sabes lo que quieres y lo que no quieres —expliqué.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabes? —insistió Puck, apartándose un poco para que el camarero pudiese dejarle el plato delante.
—Sé que no quiero que Santana folle con nadie más —mascullé.
—Bueno... —empezó a decir Ryder con cara de intriga—, ¿y si te dijera que la otra noche vi a Kitty enrollándose con otro tío?
Sentí una enorme oleada de alivio.
—¿De verdad?
Negó con la cabeza.
—No, pero, desde luego, tu reacción es más que elocuente. Soluciona las cosas con Santana. Deja las cosas claras con Kitty. —Cogió el tenedor y añadió—: Y ahora, cállate de una puta vez para que podamos comer a gusto.
A la mañana siguiente, me levanté a las cinco y esperé debajo del edificio de Santana. Sabía que ahora que se había acostumbrado a salir a correr, saldría todos los días. Tenía que arreglar las cosas con ella..., solo que no estaba segura de cómo hacerlo todavía.
Se paró en seco al verme y abrió los ojos con expresión de sorpresa antes de colocarse una máscara de serenidad e indiferencia.
—Ah, hola, Britt .
—Buenos días.
Echó a andar y pasó a mi lado, dejándome atrás, con la mirada fija hacia delante. Me rozó el hombro con el suyo al pasar, y supe por la forma en que se estremeció que había sido sin querer.
—Espera —dije, y se paró, pero no se volvió—. Santana.
Lanzó un suspiro.
—Y hoy vuelvo a ser Santana otra vez.
Me acerqué hasta donde se había parado, la miré a la cara y le apoyé las manos sobre los hombros. Percibí el leve temblor de su cuerpo. ¿Era enfado o la misma excitación que sentía yo al entrar en contacto?
—Siempre has sido Santana.
Su mirada se ensombreció.
—Pues ayer no lo era.
—Ayer la cagué, ¿vale? Siento no haber aparecido para ir a correr y siento haberme comportado como una capulla.
Me miró con recelo.
—Una capullo integral.
—Sé que se supone que soy yo la que sabe qué hago aquí, pero admito que el sábado por la noche para mí fue distinto. —Vi que su mirada se dulcificaba y relajaba los hombros , yo seguí hablando, con voz más serena —: Fue muy intenso, ¿vale ? Y ya sé que parece una locura, pero me quedé un poco desconcertada cuando vi que al día siguiente estabas tan... tan tranquila, como si tal cosa.
Le solté los hombros y di un paso atrás para darle espacio. Me miró como si acabara de salirme la cabeza de un lagarto en la frente.
—¿Y cómo se suponía que tenía que estar? ¿Rara? ¿Enfadada? ¿Enamorada? —Sacudiendo la cabeza, añadió—: No estoy segura de qué fue lo que hice mal. Creía que lo había llevado bastante bien. Creía que había actuado como tú me habrías dicho que lo hiciera si me hubiese acostado con otro y no contigo.
Se ruborizó intensamente y tuve que meterme las manos en los bolsillos de la sudadera para no tocarla. Inspiré hondo. Era el momento en que podía decirle: «Siento algo por ti, algo que no había sentido nunca por nadie. Llevo luchando contra esos sentimientos desde el momento en que te vi, hace semanas. No sé qué significan esos sentimientos, pero quiero averiguarlo».
Pero no estaba preparada para eso. Levanté la mirada al cielo. Estaba muy perdida y no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Para empezar, podía estar así simplemente por el hecho de estar acostándome con alguien a cuya familia conocía de toda la vida, podía ser un ansia protectora, la necesidad de tener mucho cuidado con los sentimientos de ambas.
Necesitaba más tiempo para poner las cosas en orden.
—Hace mucho tiempo que conozco a tu familia —dije, mirándola a los ojos de nuevo—. No es lo mismo que tener una historia con cualquier otra persona, aunque las dos queramos que esto solo sea un simple rollo. Para mí, eres algo más que alguien con quien quiero mantener encuentros sexuales y... —Me recorrí la cara con la mano—. Solo intento ir con cuidado, ¿de acuerdo?
Me dieron ganas de pegarme una patada en el culo. Me estaba acojonando. Todo lo que había dicho era verdad, pero era una verdad a medias bastante endeble. No era solo que la conociese desde hacía tantos años: era el hecho de querer seguir conociéndola, así, íntimamente, durante muchos años más.
Cerró los ojos un momento y cuando los abrió, estaba mirando a un lado, a un punto indefinido, a lo lejos.
—Vale —murmuró.
—¿Vale?
Al final, levantó la vista, me miró y sonrió.
—Sí.
Ladeó la cabeza para indicarme que nos pusiéramos en marcha, se volvió y enseguida nuestros pies empezaron a golpetear el pavimento de la acera a un ritmo pausado y regular, pero yo no tenía ni idea de a qué conclusión acabábamos de llegar.
Hacía un día precioso, por primera vez en muchos meses, y a pesar de que probablemente estábamos aún por debajo de los cinco grados, el ambiente era primaveral. El cielo estaba despejado, sin rastro de nubes amenazadoras, solo luz, sol y aire fresco. A tres manzanas de su casa empecé a tener demasiado calor y reduje un poco el ritmo para quitarme el polar de manga larga y anudármelo alrededor de los pantalones de deporte.
Oí el ruido de un golpe contra la acera y antes de darme cuenta de qué ocurría, vi a Santana en el suelo y sin resuello, como si acabara de perder todo el aire de los pulmones.
—Madre mía, ¿estás bien? —le pregunté, arrodillándome a su lado y ayudándola a incorporarse.
Aún tardó unos segundos en recobrar la respiración, y cuando lo hizo, fue con ansia y desesperación. Era la sensación más horrible del mundo, la de quedarte sin aire en los pulmones.
Había tropezado con una grieta en la acera y aterrizado en el suelo con gran estruendo, y en ese momento apretaba los brazos contra las costillas. Tenía los pantalones rotos a la altura de la rodil a y se sujetaba un tobillo.
—Ay... —aullaba de dolor, meciéndose.
—Mierda —mascullé, agachándome para pasarle la mano por detrás de las rodillas y la cintura y levantarla del suelo—. Vamos a tu casa a ponerte hielo.
—Estoy bien —acertó a decir, forcejeando para que no la levantara en brazos.
—Santana.
Tratando de darme manotazos, suplicó:
—No me cojas en brazos, Britt , te los vas a romper.
Me eché a reír.
—No creo. No pesas nada, y solo son tres manzanas.
Al final cedió y me envolvió los brazos alrededor del cuello.
—¿Qué te ha pasado?
Santana no me contestó, y cuando incliné la cabeza para mirarla a los ojos, se puso a reír.
—Que te has quitado la sudadera.
—Llevaba otra camiseta debajo, boba —murmuré, confusa.
—No, quiero decir que te he visto los tatuajes. —Se encogió de hombros—. Solo te los había visto en otras dos ocasiones, pero el sábado pasado los vi mucho rato, y eso me ha hecho pensar..., me los he quedado mirando y...
—¡¿Y te has caído?! —exclamé, riéndome a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
Santana lanzó un gemido de protesta.
—Sí —murmuró—. Y no digas nada.
—Bueno, puedes mirármelos si quieres mientras te llevo en brazos — le dije—. Y no te cortes y dame mordiscos en el lóbulo de la oreja, si quieres mientras —susurré, sonriendo— . Ya sabes que me gustan tus dientes.
Soltó una carcajada, pero la risa no duró mucho, y en cuanto me di cuenta de lo que acababa de decir, la tensión se materializó en un espeso silencio entre las dos. Seguí avanzando por la acera en dirección a su edificio, y con cada paso que daba, aquella tensión monumental seguía creciendo. Eran las palabras tácitas, la forma tan despreocupada en que había aludido a lo que ella sabía que me gustaba en la cama, la realidad del lugar adonde nos dirigíamos: su apartamento, donde nos habíamos pasado toda la noche del sábado follando.
Estuve hurgando en mi cerebro para tratar de decir algo, pero las únicas palabras que cabeceaban en la superficie eran palabras sobre nosotras, o sobre esa noche, o sobre ella, y mi jodido cerebro hecho un lío. La dejé en el suelo cuando llegamos al ascensor y tuve que pulsar el botón de subida. El aparato anunció su llegada con un tintineo y ayudé a Santana a entrar a la pata coja.
Se cerraron las puertas, pulsé el botón de la planta veintitrés y la cabina dio una sacudida con el impulso inicial. Santana se situó en la misma esquina que había ocupado la última vez que habíamos estado allí juntas.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja.
Asintió, y todo lo que habíamos dicho allí dentro hacía dos noches inundó el espacio del ascensor como si fuera humo ascendiendo del suelo.
«Quiero que me comas. Que lo hagas hasta que me corra.»
—¿Puedes mover el tobillo? —pregunté de sopetón, sintiendo una opresión insoportable en el pecho de puras ganas de acercarme a ella y besarla.
Volvió a asentir, sin apartar los ojos de los míos.
—Me duele, pero creo que no me he hecho nada.
—Aun así —dije—, deberíamos ponerte hielo.
—Vale.
El engranaje del ascensor emitió un crujido y alguna pieza encajó en su lugar con un sonoro estruendo.
«Quiero que te recuestes sobre mí en el sofá mientras te haces una paja y que te corras en mis pechos.»
Me humedecí los labios, dejando que mis ojos se posaran sobre su boca, mientras mi cabeza se recreaba en el recuerdo del placer que me daba besarla. El eco de sus palabras resonaba con tanta fuerza en mi cerebro que era como si las hubiese dicho en voz alta:
«Quiero sexo en todos los rincones de mi cuerpo. Que quieras que te muerda y que veas lo mucho que me gusta morderte».
Di un paso para acercarme a ella, preguntándome si se acordaría de haber dicho: «Que estemos en plena faena y yo esté haciendo todo lo que tú quieras y que no solo me guste a mí, que tú también disfrutes». Y si se acordaba, me pregunté si vería en mis ojos que había disfrutado, lo mucho que había disfrutado; tanto que me daban ganas de arrodillarme a sus pies en ese preciso instante.
Llegamos a su planta y esta vez accedí cuando insistió en recorrer el pasil o cojeando, pues necesitaba romper la tensión de algún modo. Una vez dentro del apartamento, saqué una bolsa de guisantes congelados del congelador, la conduje al baño y la hice sentarse en la tapa del retrete mientras yo rebuscaba en su armario para encontrar algún antinflamatorio o alguna clase de antiséptico. Me contenté con un poco de agua oxigenada.
Solo llevaba un agujero en una de las rodillas del pantalón, pero la otra también estaba llena de rozaduras, por lo que supuse que debía de tener las dos bastante magulladas. Le subí las dos perneras del pantalón, ignorando sus intentos de impedírmelo y apartarme las manos cuando vi que no se había depilado las piernas.
—No sabía que ibas a tocarme las piernas hoy —dijo, riéndose a medias.
—Anda, basta ya.
Cuando le limpié los arañazos con una bola húmeda de algodón, sentí un gran alivio al ver que solo eran superficiales. Estaban sangrando, pero no era nada que no pudiese curarse en un par de días y sin necesidad de dar puntos.
Al final bajó la vista y estiró una pierna mientras yo le limpiaba la otra.
—Parece como si hubiese estado andando de rodillas. Menuda pinta tengo...
Cogí un par de bolas limpias de algodón y le empapé los cortes con agua oxigenada, tratando en vano de sofocar una sonrisa. Se inclinó para verme mejor la cara.
—Eres una pervertida, por sonreír así al verme las rodillas todas llenas de magulladuras.
—¡Eres tú la pervertida! Por saber por qué sonrío...
—¿Te gusta la idea de ponerme a andar de rodillas y llenármelas de magulladuras? — preguntó, con una sonrisa cada vez más amplia ella también.
—Lo siento —dije, moviendo la cabeza con una falta de sinceridad absoluta—, pero la verdad es que sí.
Su sonrisa se fue diluyendo lentamente mientras me recorría la barbilla con el dedo, examinando la pequeña cicatriz que tenía alli.
—¿Cómo te hiciste eso?
—Fue en la universidad. Una chica me estaba haciendo una mamada cuando no sé que le entró y me mordió la polla. Me golpeé la cara contra el cabecero de la cama.
Abrió los ojos con expresión horrorizada: su peor pesadilla con el sexo oral hecha realidad.
—¿De verdad?
Estallé en carcajadas, incapaz de seguir adelante con la historia.
—No, no es verdad. Me di un golpe con un stick de lacrosse cuando tenía dieciséis años.
Cerró los ojos, haciendo como que no le hacía gracia, pero la vi disimular una sonrisa. Al final me miró de nuevo.
—¿Britt ?
—¿Mmm...?
Tiré la última bola de algodón y cerré el tapón del bote de agua oxigenada mientras le soplaba con delicadeza encima de los cortes. Cuando los hube limpiado todos, pensé que ni siquiera iba a necesitar tiritas.
—He oído eso que has dicho de que quieres ir con cuidado con nuestra historia. Y siento que el otro día pensaras que me lo había tomado como si no pasara nada, como si tal cosa.
Le dediqué una sonrisa, acariciándole distraídamente la pantorrilla con la mano, antes de darme cuenta de la familiaridad que implicaba ese gesto. Se mordió el labio inferior un momento antes de susurrar:
—He estado pensando en lo que pasó el sábado por la noche casi constantemente
desde entonces.
Fuera, en la calle, sonó un claxon, los coches pasaban a toda velocidad por la Ciento uno y la gente corría para ir al trabajo, pero en el apartamento de Santana, reinaba un silencio absoluto.
Ella y yo nos mirábamos fijamente la una a la otra. Sus ojos fueron agrandándose cada vez más, impregnados de ansiedad, y me di cuenta de que cuanto más tardaba en contestarle, más abochornada se sentía ella.
Yo ni siquiera conseguía hacer pasar el aire por el nudo que me atenazaba la garganta, hasta que al final, acerté a decir:
—Yo también.
—Nunca creí que el sexo pudiese ser así.
Vacilé un momento, preocupada porque no me creyera cuando le dije:
—Ni yo tampoco.
Levantó una mano y la dejó suspendida en el aire, a su lado, antes de alargarla. Deslizó los dedos entre mi pelo y repitió el mismo movimiento con el cuerpo, con los ojos completamente abiertos mientras me cubría la boca con la suya.
Lancé un gemido mientras el corazón me palpitaba con fuerza contra el esternón y la piel se me encendía al tiempo que crecía mi erección; cada rincón de mi cuerpo tenso y rígido.
—¿Bien? —preguntó, retirándose un momento, con la mirada ansiosa.
La deseaba tan ardorosamente que temía no poder controlarme y obrar con delicadeza.
—Joder, mejor que bien... Tenía miedo de no poder tenerte otra vez.
Se puso de pie con las piernas trémulas y tiró del borde de su camiseta hacia arriba para quitársela por la cabeza. La piel le brillaba con una tenue capa de sudor y tenía el pelo alborotado, pero yo solo quería enterrarme en ella y dejar que se entregara a mí durante horas.
—Llegarás tarde al trabajo —le susurré, mirándola mientras se quitaba el sujetador de deporte.
—Y tú también.
—Me da igual.
Se quitó los pantalones y, meneando el culo con un rápido movimiento, se dio media vuelta y se fue dando saltitos al dormitorio. Yo me desnudé mientras caminaba, quitándome la camiseta y luego los pantalones, y dejándolo todo desperdigado por el suelo en el pasillo.
Encontré a Santana en su cama, tumbada encima del edredón.
—¿Necesitas más primeros auxilios? —pregunté, sonriendo mientras me encaramaba encima de ella, dejándole un reguero de besos desde el vientre hasta sus pechos—. ¿Te duele algo más?
—Adivina —dijo, con un suspiro.
Sin tener que preguntar, estiré el brazo y abrí el cajón donde guardaba los condones. Sin mediar palabra, arranqué uno del paquete y se lo di. Ya tenía la mano extendida con aire expectante.
—Mierda. Deberíamos jugar un poco primero —le dije, enterrando la boca en su cuello mientras percibía el tacto de su mano desenrollando el condón sobre mi pene erecto.
—Llevamos jugando en mi imaginación desde el domingo por la mañana —susurró—. Me parece que no necesito más calentamiento.
Tenía razón. Cuando me situó encima de ella y buscó luego mis caderas, atrayéndome hacia dentro con un único movimiento pausado y firme, ya estaba húmeda y lista, y rápidamente me empujó las nalgas para que acelerara y la bombeara con más fuerza.
—Me gusta cuando estás hambrienta, como ahora —murmuré en su piel—. Es como si nunca fuera a tener bastante. Así, aplastándote contra mí, debajo de mí.
—Britt ... —Empujó la pelvis hacia arriba, hundiéndome dentro de ella y deslizando las manos sobre mis hombros.
Oía el crujido de las sábanas que acompañaba a nuestros movimientos, los sonidos húmedos de nuestros cuerpos acoplándose... y absolutamente nada más. El resto del mundo parecía haber desaparecido, parecía haber enmudecido de repente.
Ella también estaba callada, mirando fascinada, con la vista fija abajo, donde yo entraba y salía de su cuerpo.
Deslicé una mano entre las dos, jugué con su cuerpo, extasiado al ver cómo arqueaba la espalda en la cama, con las manos encima de la cabeza, tratando de sujetarse al cabecero.
Joder...
Estiré la mano que tenía libre hacia arriba, la sujeté de las muñecas y dejé que todo mi ser se disolviera en ella, ausente y encendida, el ritmo de nuestros cuerpos trabajando al unísono, estremecidas y húmedas de sudor. Le succioné y le mordisqueé los pechos, aplastándole las muñecas y sintiendo la inminencia de mi orgasmo, que con su familiaridad habitual se apoderaba de mis caderas, de la parte baja de mi espalda. Me estremecí encima de ella, dándole cada vez más fuerte y más duro, deleitándome con
el ruido de mis caderas al entrechocar con sus muslos.
—Oh, joder, Ciruela...
Abrió los ojos, enardecidos de placer y de salvaje excitación al comprender que estaba al borde del éxtasis.
—Casi —susurró—. Estoy a punto.
Le acaricié el clítoris más rápidamente, friccionando con las yemas de los dedos planos, y sus jadeos roncos se hicieron cada vez más tensos y más agudos, al tiempo que el revelador rubor de su piel se le extendía por todo el cuello. Forcejeó, tratando de liberar sus muñecas de mis puños en actitud de completo abandono, y entonces se corrió con un grito ensordecedor, contoneando las caderas en espasmos salvajes, con pequeñas contracciones que no daban tregua a mi miembro, dentro de ella.
Aguanté aún una milésima de segundo más, con movimientos rápidos e implacables hasta que su cuerpo quedó inerte y abandonado, y entonces llegué yo también, con la voz ronca y quebrada.
—Me corro...
Salí de ella en ese momento, me arranqué el condón y lo tiré antes de cogerme la polla y apretármela mientras seguía acariciándomela.
Santana tenía los ojos en llamas de pura expectación y se recostó sobre los codos, con la mirada fija en el punto donde mi mano bombeaba mi sexo, entre las dos. Su atención, tan intensa, y lo mucho que disfrutaba observando... me abrumaba.
Una ola abrasadora me recorrió las piernas y la espina dorsal, y mi espalda se arqueó en una contracción animal. Mi orgasmo reverberó por todo mi cuerpo con una intensidad sobrecogedora y me arrancó un intenso gemido de la garganta mientras me corría. Por mi cerebro desfilaban imágenes de Santana, con los muslos abiertos bajo mi cuerpo, la piel resbaladiza, los ojos abiertos y diciéndome sin palabras lo mucho que disfrutaba. Lo mucho que la hacía disfrutar.
Una oleada palpitante de calor abrasador... y todo mi cuerpo se abandonó por completo.
Mi mano se apaciguó y abrí los ojos, mareada y sin resuello. Ella tenía los ojos en llamas, de un color oscuro y fascinados mientras se recorría el vientre con los dedos y examinaba embobada mi orgasmo sobre su piel.
—Britt . —Pronunció mi nombre como una especie de ronroneo. No habíamos terminado aún, imposible.
Apoyé una mano en la almohada junto a su cabeza, mirándola.
—¿Te ha gustado?
Asintió, con el labio inferior atrapado maliciosamente entre sus dientes.
—Demuéstramelo. Mastúrbate para mí.
Al principio pareció vacilar, pero su inseguridad se transformó en decisión. La observé mientras se recorría el torso con la mano, rozando durante un momento mi polla, aún erecta, tocándome primero a mí y luego a ella. Deslizó dos dedos por encima de su clítoris, arqueándose al percibir el contacto.
Planeé con mi mano por su costado y encima de su pecho, y me agaché para besarle el pezón firme antes de decirle que siguiera tocándose hasta correrse.
—Ayúdame —dijo, con los ojos entornados.
—Yo no estoy contigo cuando haces esto sola. Enséñame lo que haces. A lo mejor a mí también me gusta mirar.
—Quiero que mires mientras me ayudas.
Aún tenía la piel ardiendo tras la fricción de nuestros sexos, la carne suave, y estaba completamente húmeda, chorreando. Con mis dedos dentro y los suyos fuera, nos acompasamos a un mismo ritmo —ella se acariciaba mientras yo bombeaba— y fue el espectáculo más increíblemente alucinante del mundo, verla des inhibida por completo y salvaje, alternando entre bajar la vista a donde yo me había corrido sobre ella y al punto entre las dos donde yo estaba volviendo a empalmarme.
No tardó mucho en estar al borde del abismo y enseguida empezó a empujarse contra mi mano, con las piernas rígidas a los lados, extendidas, y los labios cada vez más separados a medida que incrementaba la tensión, y entonces estalló con un grito.
Estaba muy hermosa cuando se corría, con la piel reluciente y los pezones tiesos; no pude evitar saborear su piel, mordisquearle la parte inferior del pecho y reducir el movimiento con la mano mientras ella se apaciguaba. Se fijó de repente en el aspecto que teníamos: ambas empapadas en sudor, y sobre su vientre, mi orgasmo.
—Me parece que necesitamos una ducha.
Me eché a reír.
—Sí, creo que tienes razón.
Pero no nos duchamos. Teníamos intención de levantarnos, pero entonces yo le besaba el hombro, o ella me mordía el mío, y todas las veces nos desplomábamos de nuevo sobre el colchón, hasta que al final se nos hicieron las once de la mañana, cuando hacía rato que las dos habíamos descartado ya por completo la idea de ir a trabajar.
Cuando los besos fueron aumentando de intensidad de nuevo y yo volví a poseerla tumbada de espaldas sobre la orilla de la cama, cuando me hube desplomado sobre ella, se volvió a medias, me miró y se puso a toquetearme el pelo sudoroso.
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
Hizo amago de levantarse, pero yo se lo impedí empujándola hacia la cama de nuevo, besándole el estómago.
—No lo bastante hambrienta para levantarme todavía. —Me fijé en un bolígrafo que tenía en la mesita de noche y lo cogí sin pensar, murmurando—: No te muevas. —Le quité el capuchón con los dientes y apreté la punta del bolígrafo sobre su piel.
Había dejado entreabierta la ventana que había junto a la cama, y escuchamos los ruidos de la ciudad mientras yo dibujaba mis garabatos sobre la porción de piel suave de su cadera. No me preguntó qué estaba haciendo, ni siquiera parecía importarle en realidad. Deslizó las manos por mi pelo y me acarició luego los hombros y la barbilla. Recorrió muy despacio el trazo de mis labios, las cejas y el puente de la nariz, palpándome como lo haría si hubiese sido ciega, tratando de memorizar todos los detalles.
Cuando terminé, me recosté hacia atrás, admirando mi obra de arte. Había escrito un fragmento de mi cita favorita en letra diminuta, desde el hueso de la cadera hasta la zona púbica desnuda.
«Todo lo raro y singular, para los raros y singulares.»
Me encantaba la imagen de la tinta negra sobre su piel, y aún más verla en mi propia letra.
—Quiero tatuarte eso en la piel.
—Nietzsche —susurró—. En general, es una buena cita, a pesar de todo.
—¿A pesar de todo? —repetí, acariciando con el pulgar la piel sin marca de debajo, pensando en todas las cosas que podría añadir ahí.
—Era un poco misógino, pero tiene algunos aforismos que no están del todo mal.
«Joder, con el cerebro de esta mujer...»
—¿Como por ejemplo? —pregunté, al tiempo que soplaba sobre la tinta casi seca.
—«Muchas veces la sensualidad se adelanta a la maduración del amor, de manera que la raíz queda poco profunda y es fácil de arrancar» —citó.
Vaya, vaya... Levanté la vista a tiempo de ver cómo sus dientes soltaban sus labios y sus ojos emitían un brillo divertido. Aquello era interesante.
—¿Y qué más?
Me acarició con el dedo la cicatriz de la barbilla y escudriñó mi rostro detenidamente.
—«No es oro todo lo que reluce. Un brillo tenue caracteriza al metal más precioso.»
Sentí que se me desdibujaba la sonrisa.
—«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de su deseo.»
Ladeó la cabeza, pasándome la mano por el pelo.
—¿Crees que eso es verdad?
Tragué saliva, sintiéndome atrapada. Estaba demasiado confusa en mi propia maraña de pensamientos para saber si estaba escogiendo citas significativas sobre mi pasado o simplemente estaba poniéndose filosófica.
—Creo que a veces es verdad.
—Pero lo de todo lo raro y singular, para los raros y singulares... — dijo en voz baja, mirándose la cadera—. Me gusta.
—Bien. —Me incliné para nivelar una letra y oscurecer otra, tarareando una canción.
—Has estado cantando esa canción todo el rato, mientras escribías — susurró.
—¿De verdad? —No me había dado cuenta siquiera de estar haciendo ruido. Canturreé un poco más, tratando de recordar qué era lo que estaba cantando: «She Talks to Angels»—. Mmm..., un clásico antiguo pero muy bueno —dije, soplándole sobre el ombligo para secar la tinta.
—Recuerdo haber oído a tu grupo tocándola.
Levanté la vista para mirarla, sin saber a qué se refería.
—¿A mi grupo? ¿En un disco? Me parece que ni siquiera tengo esa canción.
—No —contestó en un susurro—. En directo. Había ido a visitar a Jake a Baltimore el fin de semana que tu grupo la tocó. Me dijo que vosotros siempre tocabais una canción distinta en cada actuación para no tener que volver a tocarla nunca más. Estuve allí cuando tocasteis esa.
Sus ojos ocultaban algo más cuando dijo aquello.
—Ni siquiera sabía que estabas allí.
—Nos saludamos antes del concierto. Tú estabas en el escenario, ajustando el amplificador.
—Sonrió, humedeciéndose los labios—. Yo tenía diecisiete años, y fue justo después de que estuvieras trabajando con papá, en las vacaciones de otoño.
—Ah —dije, preguntándome qué habría pensado la Santana de diecisiete años de aquel concierto. Yo todavía lo recordaba, aun después de tanto tiempo. Habíamos tocado como fieras esa noche, y el público había estado increíble. Seguramente había sido uno de nuestros mejores conciertos.
—Tú tocabas el bajo —dijo, dibujando pequeños círculos con los dedos en mis hombros—, pero cantaste esa canción. Jake me dijo que normalmente no cantabas casi nunca.
—No, es verdad —convine—. No se me daba muy bien cantar, pero con esa no me importaba. Era más emoción que otra cosa.
—Te vi coqueteando con una chica gótica que estaba delante. Tuvo su gracia que sintiera celos cuando nunca en toda mi vida me había puesto celosa por nada. Me parece que fue porque, como vivías en nuestra casa, sentía casi como si nos pertenecieras. —Me sonrió—. Dios, esa noche abría matado por ser ella.
Observé su cara mientras rememoraba el recuerdo, esperando a oír cómo acabó aquella noche para ella. Y para mí. No recordaba haber visto a Santana cuando vivía en Baltimore, pero hubo un millón de noches como aquella, en un bar con el grupo, una chica gótica, o pija, o hippy en la fila de delante, y luego, más tarde, conforme avanzaba la noche, encima o debajo de mí.
Se humedeció los labios.
—Le pregunté a Jake si luego quedaríamos contigo y él se puso a reír.
Seguí tarareando la canción, sacudiendo la cabeza con aire divertido y recorriéndole el muslo con la mano.
—No me acuerdo de lo que pasó después del concierto. Me di cuenta demasiado tarde de lo mal que sonaba eso, pero la realidad era que si quería estar con Santana, tarde o temprano acabaría sabiendo la verdad de lo desenfrenada que había sido mi vida sexual.
—¿Era esa la clase de chicas que te gustaban? ¿«Se pinta los ojos de negro como la noche más negra»?
Lancé un suspiro y me encaramé encima de ella para situarme cara a cara.
—Me gustaban las chicas de todas clases. Creo que eso ya lo sabes.
Traté de poner énfasis en el tiempo pasado, pero me di cuenta de que no había conseguido mi propósito cuando oí lo que me susurraba.
—Estás hecha una seductora irresistible. Toda un donjuán.
Lo dijo con una sonrisa en los labios, pero a mí no me gustó nada. No me gustó nada oír el deje de su voz y saber que así era exactamente como me veía ella: capaz de follarme a cualquier cosa que se me pusiera por delante, y ahora a ella, en aquella maraña de brazos y piernas, labios y placer.
«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de deseo», pensé. Y no tenía defensa posible; había sido verdad durante mucho, muchísimo tiempo.
Rodando en mis brazos, me rodeó el pene semierecto con la mano y empezó a acariciarlo, ejerciendo una leve presión.
—¿Y cuál es tu tipo ahora?
Estaba dándome una salida. Ella tampoco quería que fuese verdad. Me incliné y le besé la barbilla.
—Mi tipo se parece más a una diosa del sexo de ascendencia Latina y que responde al nombre de Ciruela.
—¿Por qué te ha molestado cuando te he dicho que eres una donjuán?
Lancé un gemido y me aparté de sus manos.
—Te lo pregunto en serio.
Me tapé los ojos con el brazo, tratando de poner en orden mis pensamientos.
—¿Y si ya no soy esa mujer? —dije al fin—. ¿Y si han pasado doce años desde que era esa mujer? Soy muy sincera con mis conquistas sobre lo que quiero. No juego con el las ni voy de donjuán por la vida.
Se echó un poco hacia atrás y me miró con una sonrisa divertida.
—Eso no te convierte en un ser sensible y profunda, Britt . Nadie dice que porque seas un seductor tengas que ser una gilipollas.
Me restregué la cara.
—Creo que esas palabras, «donjuán» o «seductora», tienen unas connotaciones que no encajan conmigo. Siento que me esfuerzo mucho por portarme correctamente con las mujeres con las que estoy, por hablar sobre lo que hacemos juntas.
—Bueno —dijo—, pues conmigo no has hablado de qué es lo que quieres.
Vacilé, con el corazón latiéndome desbocado. No lo había hecho, y era porque con ella era completamente distinto de las otras veces que había estado con una mujer. Estar con Santana no implicaba únicamente un intenso placer físico, también hacía que me sintiera relajada, entusiasmada y... comprendida. No había querido hablar de aquello porque no quería que ninguna de las dos tuviese la posibilidad de ponerle límites.
Respiré profundamente y murmuré:
—Eso es porque contigo no estoy del todo segura de que quiera sexo. Se apartó de golpe y se incorporó muy despacio. Las sábanas se deslizaron de su cuerpo y buscó la camisa a los pies de la cama.
—Ah. Bueno..., esto es un poco incómodo, la verdad.
No, mierda. No me había expresado bien.
—No, no —dije, incorporándome yo también y besándole el hombro.
Le arrebaté la camisa de las manos y la arrojé al suelo. Le lamí la espalda con la lengua y le rodeé la cintura con la mano y la deslicé hacia arriba, apoyando la palma sobre su corazón.
—. Estoy tratando de encontrar la manera de decir que quiero algo más que sexo. Siento algo por ti que va más allá de lo puramente sexual.
Se quedó inmóvil, paralizada por completo.
—No es verdad.
—¿No es verdad? —Me quedé mirando su espalda rígida, con el pulso acelerado de rabia más que de angustia—. ¿Qué quieres decir con eso?
Se levantó y se envolvió en la sábana. Se me heló la sangre en las venas, paralizándome cada rincón del cuerpo. Me incorporé, observándola perpleja.
—¿Es que te...? ¿Qué haces?
—Lo siento, pero... tengo que resolver unas cosas. —Se dirigió a la cómoda y sacó algo de ropa de los cajones—. Tengo que ir al trabajo.
—¿Ahora?
—Sí —dijo.
—¿Te digo que siento algo por ti y tú me echas de tu casa?
Se volvió para mirarme de frente.
—Tengo que irme ahora mismo, ¿vale?
—Sí, ya lo veo —dije, y se fue cojeando al baño.
Me sentía humillada y furiosa. Y aterrorizada ante la posibilidad de que aquello fuese el final.
¿Quién habría pensado que lo fastidiaría todo con una chica por enamorarme de ella? Quería largarme de allí cuanto antes, y quería salir de la cama y sacarla a rastras del cuarto de baño. A lo mejor las dos necesitábamos recapacitar sobre unas cuantas cosas.
Sin embargo, en cuanto hube formulado ese pensamiento, no tuve más remedio que recapacitar. A quien no quería ver era a Sanny, tan dicharachera y llena de energía como siempre, como si no hubiese hecho temblar el suelo bajo mis pies dos noches atrás, con su cuerpo, con sus palabras y sus necesidades cuando esa noche era Santana.
Y sabía que si era Sanny quien aparecía esa mañana, actuando como si el sábado anterior no hubiese pasado nada, me dolería. Me había criado una madre soltera, junto con dos hermanas mayores que no me dieron más opción que comprender a las mujeres, conocer a las mujeres y, sobre todo, amar a las mujeres.
En una de las dos relaciones serias que había mantenido en mi vida, había hablado con mi novia sobre la posibilidad de que aquel buen entendimiento con las mujeres me hubiese funcionado muy bien cuando alcancé la pubertad, y eso hizo que acabara queriendo mantener relaciones sexuales con todas las chicas a las que conocía. Creo que esa novia había tratado de insinuarme, de una forma nada sutil, que yo manipulaba a las mujeres fingiendo escucharlas. No llegué a profundizar demasiado en el asunto; rompimos poco después.
Sin embargo, mi buen entendimiento con el sexo opuesto no parecía ayudarme demasiado en el caso de Santana. Para mí, era como una criatura de otro mundo, una especie completamente distinta. Con ella, mi experiencia no me servía para nada.
El caso es que cuando volví a dormirme, empecé a soñar que me la follaba sobre una pila gigantesca de material deportivo. En el sueño se me clavaba un stick de lacrosse en la espalda, pero no me importaba. Solo la veía balancearse encima de mí, con la mirada transparente clavada en la mía y recorriéndome los pechos con las manos.
Me sonó el móvil, que tenía incrustado en la columna, debajo del cuerpo, y me desperté sobresaltada. Miré el reloj y me di cuenta de que me había dormido: eran casi las ocho y media.
Respondí sin mirar a la pantalla, dando por sentado que sería Puck preguntándome dónde coño estaba para nuestra reunión del lunes por la mañana.
—Sí, tío. Estaré ahí dentro de una hora, ¿vale?
—¿Britt ?
Mierda.
—Ah, hola.
El corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que lancé un gemido y me tapé la boca con la mano para sofocarlo.
—¿Todavía estás durmiendo? —preguntó Santana. Parecía estar sin aliento.
—Sí, estaba durmiendo.
Se calló y el viento que se oía al otro lado azotó la línea. Estaba en la calle y con la respiración jadeante: había salido a correr sin mí.
—Perdona si te he despertado.
Cerré los ojos y me llevé un puño a la frente.
—No, no importa.
Se quedó en silencio durante unos segundos eternos y exasperantes, y en ese tiempo mantuvimos varias conversaciones distintas en mi cabeza. En una me decía que me comportaba como una gilipollas. En otra me pedía disculpas por insinuar que pudiese ser tan comprensiva como dama con lo ocurrido la intensa noche que habíamos pasado juntas. En otra se ponía a hablar sin parar sobre cualquier cosa, al más puro estilo Sanny. Y en otra me preguntaba si podía ir a mi casa.
—He salido a correr —dijo—. Creí que habrías empezado sin mí y fui a ver si te encontraba en el recorrido.
—¿Creías que había empezado sin ti? —exclamé, riendo—. Eso sería de muy mala educación.
No dijo nada, y me di cuenta demasiado tarde de que lo que había hecho —no presentarme, no molestarme siquiera en llamarla— era igual de malo.
—Mierda, Sanny, lo siento.
La oí tomar aire profundamente.
—Así que hoy soy Sanny... Interesante.
—Sí —murmuré, y luego me odié a mí misma inmediatamente—. No. Mierda, no sé quién eres esta mañana. —Aparté las sábanas de un puntapié, obligando a mi cerebro embotado a despertarse de una puta vez—. Mi cerebro se confunde si te llamo Santana.
«Hace que piense que eres mía», me dije a mí misma, sin añadirlo en voz alta.
Soltó una risotada, y cuando echó a andar de nuevo, el viento azotó con más fuerza el teléfono.
—Supera tu angustia de mujer alfa, Britt . La otra noche nos acostamos. Se supone que precisamente tú deberías saber mejor que nadie cómo manejar esta situación. No te estoy pidiendo las llaves de tu apartamento. —Hizo una pausa y se me encogió el corazón al darme cuenta del mensaje que, con mi distanciamiento, le estaba transmitiendo: creía que me la estaba quitando de encima, que trataba de ahuyentarla.
Abrí la boca para sacarla de su error, pero ella fue más rápida:
—Ni siquiera te estoy pidiendo que volvamos a repetirlo, maldita cabrona engreída.
Y dicho eso, colgó el teléfono.
Pedí a mis amigos que adelantásemos nuestro almuerzo de los martes al lunes con la excusa de que había perdido las pelotas y la cabeza, y nadie se opuso. Por lo visto, mi enamoramiento había alcanzado tal nivel de empalago que darme caña había dejado de ser un pasatiempo divertido para mis amigos.
Quedamos en Le Bernardin, pedimos lo de siempre y, aparentemente, era como si la vida siguiese igual que en los nueve meses anteriores: Puck besando a Quinn hasta que ella se lo quitó de encima, y Ryder y Marley haciendo como que se odiaban mientras daban cuenta de la ensalada que ella misma había insistido que compartieran para almorzar, escenificando una forma un tanto extraña de coquetear para ponerse a tono. Lo único aparentemente distinto es que me bebí la copa de alcohol con la que acompañaba el almuerzo en menos de cinco minutos y nuestro camarero habitual enarcó una ceja cuando le pedí otra.
—Creo que yo soy Kitty —dije cuando se alejó el camarero. Al ver que la conversación enmudecía de repente, me di cuenta de que mis amigos habían estado charlando alegremente de cualquier gilipollez mientras mi pobre cerebro se sumía en la desesperación delante de sus narices—. Me refiero a lo mío con Santana —aclaré, escrutando sus rostros para captar alguna señal de si me seguían o no—. En nuestra relación, yo soy Kitty. Yo soy la que dice que me basta con que nos enrollemos y ya está, pero no es verdad. Soy yo la que dice que me parece bien que echemos un polvo el tercer jueves de los meses impares con tal de poder estar un rato con ella. Es ella la que dice: «Oh, no necesito que volvamos a enrollarnos».
Me encontré con la palma abierta de la mano de Marley delante de mi cara.
—Espera un momento, Brittany. ¿Te la estás follando?
Me incorporé de golpe, con los ojos muy abiertos y a la defensiva.
—Tiene veinticuatro años, no trece, Marley. ¿Qué cojones...?
—Me importa un bledo que te la estés tirando... Lo que me molesta es que te la hayas follado y que no nos haya llamado a ninguna de las dos inmediatamente. ¿Cuándo ha sido?
—El sábado. Hace dos días, cálmate —murmuré.
Se recostó hacia atrás y su rostro se dulcificó un poco. Más relajada, fui a coger mi nueva copa en cuanto el camarero la depositó delante de mí en la mesa, pero Puck fue más rápido y la quitó de mi alcance antes de que pudiera levantarla.
—Esta tarde tenemos una reunión con Albert Samuelson y te necesito muy despejada.
Asentí y me incliné para frotarme los ojos.
—Os odio a todos.
—¿Por tener razón? —dedujo Ryder correctamente.
No le hice ningún caso.
—Bueno y al final, ¿has cortado ya oficialmente con Kitty y Kristy?—quiso saber Quinn.
Mierda. Aquello otra vez.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? No hay nada entre Santana y yo.
—Solo que sientes algo muy fuerte por ella —insistió Quinn, arrugando la frente. No soportaba que no aprobase mi conducta. De todos mis amigos, Quinn solo me echaba la bronca y me daba caña cuando realmente me lo merecía.
—Es que no sé si es buena idea montar un drama innecesario ahora mismo —fue mi patética justificación.
—¿Ha llegado a decir Santana realmente que no quiere nada más contigo? —preguntó Marley.
—Creo que es evidente por la forma en que reaccionó el domingo por la mañana.
Asintiendo ya con la cabeza, Puck añadió:
—Detesto señalar lo obvio, rubia, pero ¿se puede saber por qué no has tenido la típica charla de Britt Pierce con ella? No te estás poniendo precisamente como ejemplo de eso que siempre nos dices con respecto a tus ligues: que es mejor dejar las cosas claras desde el principio que dejar los temas sin resolver.
—Porque es fácil mantener esa conversación cuando ya sabes lo que quieres y lo que no quieres —expliqué.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabes? —insistió Puck, apartándose un poco para que el camarero pudiese dejarle el plato delante.
—Sé que no quiero que Santana folle con nadie más —mascullé.
—Bueno... —empezó a decir Ryder con cara de intriga—, ¿y si te dijera que la otra noche vi a Kitty enrollándose con otro tío?
Sentí una enorme oleada de alivio.
—¿De verdad?
Negó con la cabeza.
—No, pero, desde luego, tu reacción es más que elocuente. Soluciona las cosas con Santana. Deja las cosas claras con Kitty. —Cogió el tenedor y añadió—: Y ahora, cállate de una puta vez para que podamos comer a gusto.
A la mañana siguiente, me levanté a las cinco y esperé debajo del edificio de Santana. Sabía que ahora que se había acostumbrado a salir a correr, saldría todos los días. Tenía que arreglar las cosas con ella..., solo que no estaba segura de cómo hacerlo todavía.
Se paró en seco al verme y abrió los ojos con expresión de sorpresa antes de colocarse una máscara de serenidad e indiferencia.
—Ah, hola, Britt .
—Buenos días.
Echó a andar y pasó a mi lado, dejándome atrás, con la mirada fija hacia delante. Me rozó el hombro con el suyo al pasar, y supe por la forma en que se estremeció que había sido sin querer.
—Espera —dije, y se paró, pero no se volvió—. Santana.
Lanzó un suspiro.
—Y hoy vuelvo a ser Santana otra vez.
Me acerqué hasta donde se había parado, la miré a la cara y le apoyé las manos sobre los hombros. Percibí el leve temblor de su cuerpo. ¿Era enfado o la misma excitación que sentía yo al entrar en contacto?
—Siempre has sido Santana.
Su mirada se ensombreció.
—Pues ayer no lo era.
—Ayer la cagué, ¿vale? Siento no haber aparecido para ir a correr y siento haberme comportado como una capulla.
Me miró con recelo.
—Una capullo integral.
—Sé que se supone que soy yo la que sabe qué hago aquí, pero admito que el sábado por la noche para mí fue distinto. —Vi que su mirada se dulcificaba y relajaba los hombros , yo seguí hablando, con voz más serena —: Fue muy intenso, ¿vale ? Y ya sé que parece una locura, pero me quedé un poco desconcertada cuando vi que al día siguiente estabas tan... tan tranquila, como si tal cosa.
Le solté los hombros y di un paso atrás para darle espacio. Me miró como si acabara de salirme la cabeza de un lagarto en la frente.
—¿Y cómo se suponía que tenía que estar? ¿Rara? ¿Enfadada? ¿Enamorada? —Sacudiendo la cabeza, añadió—: No estoy segura de qué fue lo que hice mal. Creía que lo había llevado bastante bien. Creía que había actuado como tú me habrías dicho que lo hiciera si me hubiese acostado con otro y no contigo.
Se ruborizó intensamente y tuve que meterme las manos en los bolsillos de la sudadera para no tocarla. Inspiré hondo. Era el momento en que podía decirle: «Siento algo por ti, algo que no había sentido nunca por nadie. Llevo luchando contra esos sentimientos desde el momento en que te vi, hace semanas. No sé qué significan esos sentimientos, pero quiero averiguarlo».
Pero no estaba preparada para eso. Levanté la mirada al cielo. Estaba muy perdida y no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Para empezar, podía estar así simplemente por el hecho de estar acostándome con alguien a cuya familia conocía de toda la vida, podía ser un ansia protectora, la necesidad de tener mucho cuidado con los sentimientos de ambas.
Necesitaba más tiempo para poner las cosas en orden.
—Hace mucho tiempo que conozco a tu familia —dije, mirándola a los ojos de nuevo—. No es lo mismo que tener una historia con cualquier otra persona, aunque las dos queramos que esto solo sea un simple rollo. Para mí, eres algo más que alguien con quien quiero mantener encuentros sexuales y... —Me recorrí la cara con la mano—. Solo intento ir con cuidado, ¿de acuerdo?
Me dieron ganas de pegarme una patada en el culo. Me estaba acojonando. Todo lo que había dicho era verdad, pero era una verdad a medias bastante endeble. No era solo que la conociese desde hacía tantos años: era el hecho de querer seguir conociéndola, así, íntimamente, durante muchos años más.
Cerró los ojos un momento y cuando los abrió, estaba mirando a un lado, a un punto indefinido, a lo lejos.
—Vale —murmuró.
—¿Vale?
Al final, levantó la vista, me miró y sonrió.
—Sí.
Ladeó la cabeza para indicarme que nos pusiéramos en marcha, se volvió y enseguida nuestros pies empezaron a golpetear el pavimento de la acera a un ritmo pausado y regular, pero yo no tenía ni idea de a qué conclusión acabábamos de llegar.
Hacía un día precioso, por primera vez en muchos meses, y a pesar de que probablemente estábamos aún por debajo de los cinco grados, el ambiente era primaveral. El cielo estaba despejado, sin rastro de nubes amenazadoras, solo luz, sol y aire fresco. A tres manzanas de su casa empecé a tener demasiado calor y reduje un poco el ritmo para quitarme el polar de manga larga y anudármelo alrededor de los pantalones de deporte.
Oí el ruido de un golpe contra la acera y antes de darme cuenta de qué ocurría, vi a Santana en el suelo y sin resuello, como si acabara de perder todo el aire de los pulmones.
—Madre mía, ¿estás bien? —le pregunté, arrodillándome a su lado y ayudándola a incorporarse.
Aún tardó unos segundos en recobrar la respiración, y cuando lo hizo, fue con ansia y desesperación. Era la sensación más horrible del mundo, la de quedarte sin aire en los pulmones.
Había tropezado con una grieta en la acera y aterrizado en el suelo con gran estruendo, y en ese momento apretaba los brazos contra las costillas. Tenía los pantalones rotos a la altura de la rodil a y se sujetaba un tobillo.
—Ay... —aullaba de dolor, meciéndose.
—Mierda —mascullé, agachándome para pasarle la mano por detrás de las rodillas y la cintura y levantarla del suelo—. Vamos a tu casa a ponerte hielo.
—Estoy bien —acertó a decir, forcejeando para que no la levantara en brazos.
—Santana.
Tratando de darme manotazos, suplicó:
—No me cojas en brazos, Britt , te los vas a romper.
Me eché a reír.
—No creo. No pesas nada, y solo son tres manzanas.
Al final cedió y me envolvió los brazos alrededor del cuello.
—¿Qué te ha pasado?
Santana no me contestó, y cuando incliné la cabeza para mirarla a los ojos, se puso a reír.
—Que te has quitado la sudadera.
—Llevaba otra camiseta debajo, boba —murmuré, confusa.
—No, quiero decir que te he visto los tatuajes. —Se encogió de hombros—. Solo te los había visto en otras dos ocasiones, pero el sábado pasado los vi mucho rato, y eso me ha hecho pensar..., me los he quedado mirando y...
—¡¿Y te has caído?! —exclamé, riéndome a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
Santana lanzó un gemido de protesta.
—Sí —murmuró—. Y no digas nada.
—Bueno, puedes mirármelos si quieres mientras te llevo en brazos — le dije—. Y no te cortes y dame mordiscos en el lóbulo de la oreja, si quieres mientras —susurré, sonriendo— . Ya sabes que me gustan tus dientes.
Soltó una carcajada, pero la risa no duró mucho, y en cuanto me di cuenta de lo que acababa de decir, la tensión se materializó en un espeso silencio entre las dos. Seguí avanzando por la acera en dirección a su edificio, y con cada paso que daba, aquella tensión monumental seguía creciendo. Eran las palabras tácitas, la forma tan despreocupada en que había aludido a lo que ella sabía que me gustaba en la cama, la realidad del lugar adonde nos dirigíamos: su apartamento, donde nos habíamos pasado toda la noche del sábado follando.
Estuve hurgando en mi cerebro para tratar de decir algo, pero las únicas palabras que cabeceaban en la superficie eran palabras sobre nosotras, o sobre esa noche, o sobre ella, y mi jodido cerebro hecho un lío. La dejé en el suelo cuando llegamos al ascensor y tuve que pulsar el botón de subida. El aparato anunció su llegada con un tintineo y ayudé a Santana a entrar a la pata coja.
Se cerraron las puertas, pulsé el botón de la planta veintitrés y la cabina dio una sacudida con el impulso inicial. Santana se situó en la misma esquina que había ocupado la última vez que habíamos estado allí juntas.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja.
Asintió, y todo lo que habíamos dicho allí dentro hacía dos noches inundó el espacio del ascensor como si fuera humo ascendiendo del suelo.
«Quiero que me comas. Que lo hagas hasta que me corra.»
—¿Puedes mover el tobillo? —pregunté de sopetón, sintiendo una opresión insoportable en el pecho de puras ganas de acercarme a ella y besarla.
Volvió a asentir, sin apartar los ojos de los míos.
—Me duele, pero creo que no me he hecho nada.
—Aun así —dije—, deberíamos ponerte hielo.
—Vale.
El engranaje del ascensor emitió un crujido y alguna pieza encajó en su lugar con un sonoro estruendo.
«Quiero que te recuestes sobre mí en el sofá mientras te haces una paja y que te corras en mis pechos.»
Me humedecí los labios, dejando que mis ojos se posaran sobre su boca, mientras mi cabeza se recreaba en el recuerdo del placer que me daba besarla. El eco de sus palabras resonaba con tanta fuerza en mi cerebro que era como si las hubiese dicho en voz alta:
«Quiero sexo en todos los rincones de mi cuerpo. Que quieras que te muerda y que veas lo mucho que me gusta morderte».
Di un paso para acercarme a ella, preguntándome si se acordaría de haber dicho: «Que estemos en plena faena y yo esté haciendo todo lo que tú quieras y que no solo me guste a mí, que tú también disfrutes». Y si se acordaba, me pregunté si vería en mis ojos que había disfrutado, lo mucho que había disfrutado; tanto que me daban ganas de arrodillarme a sus pies en ese preciso instante.
Llegamos a su planta y esta vez accedí cuando insistió en recorrer el pasil o cojeando, pues necesitaba romper la tensión de algún modo. Una vez dentro del apartamento, saqué una bolsa de guisantes congelados del congelador, la conduje al baño y la hice sentarse en la tapa del retrete mientras yo rebuscaba en su armario para encontrar algún antinflamatorio o alguna clase de antiséptico. Me contenté con un poco de agua oxigenada.
Solo llevaba un agujero en una de las rodillas del pantalón, pero la otra también estaba llena de rozaduras, por lo que supuse que debía de tener las dos bastante magulladas. Le subí las dos perneras del pantalón, ignorando sus intentos de impedírmelo y apartarme las manos cuando vi que no se había depilado las piernas.
—No sabía que ibas a tocarme las piernas hoy —dijo, riéndose a medias.
—Anda, basta ya.
Cuando le limpié los arañazos con una bola húmeda de algodón, sentí un gran alivio al ver que solo eran superficiales. Estaban sangrando, pero no era nada que no pudiese curarse en un par de días y sin necesidad de dar puntos.
Al final bajó la vista y estiró una pierna mientras yo le limpiaba la otra.
—Parece como si hubiese estado andando de rodillas. Menuda pinta tengo...
Cogí un par de bolas limpias de algodón y le empapé los cortes con agua oxigenada, tratando en vano de sofocar una sonrisa. Se inclinó para verme mejor la cara.
—Eres una pervertida, por sonreír así al verme las rodillas todas llenas de magulladuras.
—¡Eres tú la pervertida! Por saber por qué sonrío...
—¿Te gusta la idea de ponerme a andar de rodillas y llenármelas de magulladuras? — preguntó, con una sonrisa cada vez más amplia ella también.
—Lo siento —dije, moviendo la cabeza con una falta de sinceridad absoluta—, pero la verdad es que sí.
Su sonrisa se fue diluyendo lentamente mientras me recorría la barbilla con el dedo, examinando la pequeña cicatriz que tenía alli.
—¿Cómo te hiciste eso?
—Fue en la universidad. Una chica me estaba haciendo una mamada cuando no sé que le entró y me mordió la polla. Me golpeé la cara contra el cabecero de la cama.
Abrió los ojos con expresión horrorizada: su peor pesadilla con el sexo oral hecha realidad.
—¿De verdad?
Estallé en carcajadas, incapaz de seguir adelante con la historia.
—No, no es verdad. Me di un golpe con un stick de lacrosse cuando tenía dieciséis años.
Cerró los ojos, haciendo como que no le hacía gracia, pero la vi disimular una sonrisa. Al final me miró de nuevo.
—¿Britt ?
—¿Mmm...?
Tiré la última bola de algodón y cerré el tapón del bote de agua oxigenada mientras le soplaba con delicadeza encima de los cortes. Cuando los hube limpiado todos, pensé que ni siquiera iba a necesitar tiritas.
—He oído eso que has dicho de que quieres ir con cuidado con nuestra historia. Y siento que el otro día pensaras que me lo había tomado como si no pasara nada, como si tal cosa.
Le dediqué una sonrisa, acariciándole distraídamente la pantorrilla con la mano, antes de darme cuenta de la familiaridad que implicaba ese gesto. Se mordió el labio inferior un momento antes de susurrar:
—He estado pensando en lo que pasó el sábado por la noche casi constantemente
desde entonces.
Fuera, en la calle, sonó un claxon, los coches pasaban a toda velocidad por la Ciento uno y la gente corría para ir al trabajo, pero en el apartamento de Santana, reinaba un silencio absoluto.
Ella y yo nos mirábamos fijamente la una a la otra. Sus ojos fueron agrandándose cada vez más, impregnados de ansiedad, y me di cuenta de que cuanto más tardaba en contestarle, más abochornada se sentía ella.
Yo ni siquiera conseguía hacer pasar el aire por el nudo que me atenazaba la garganta, hasta que al final, acerté a decir:
—Yo también.
—Nunca creí que el sexo pudiese ser así.
Vacilé un momento, preocupada porque no me creyera cuando le dije:
—Ni yo tampoco.
Levantó una mano y la dejó suspendida en el aire, a su lado, antes de alargarla. Deslizó los dedos entre mi pelo y repitió el mismo movimiento con el cuerpo, con los ojos completamente abiertos mientras me cubría la boca con la suya.
Lancé un gemido mientras el corazón me palpitaba con fuerza contra el esternón y la piel se me encendía al tiempo que crecía mi erección; cada rincón de mi cuerpo tenso y rígido.
—¿Bien? —preguntó, retirándose un momento, con la mirada ansiosa.
La deseaba tan ardorosamente que temía no poder controlarme y obrar con delicadeza.
—Joder, mejor que bien... Tenía miedo de no poder tenerte otra vez.
Se puso de pie con las piernas trémulas y tiró del borde de su camiseta hacia arriba para quitársela por la cabeza. La piel le brillaba con una tenue capa de sudor y tenía el pelo alborotado, pero yo solo quería enterrarme en ella y dejar que se entregara a mí durante horas.
—Llegarás tarde al trabajo —le susurré, mirándola mientras se quitaba el sujetador de deporte.
—Y tú también.
—Me da igual.
Se quitó los pantalones y, meneando el culo con un rápido movimiento, se dio media vuelta y se fue dando saltitos al dormitorio. Yo me desnudé mientras caminaba, quitándome la camiseta y luego los pantalones, y dejándolo todo desperdigado por el suelo en el pasillo.
Encontré a Santana en su cama, tumbada encima del edredón.
—¿Necesitas más primeros auxilios? —pregunté, sonriendo mientras me encaramaba encima de ella, dejándole un reguero de besos desde el vientre hasta sus pechos—. ¿Te duele algo más?
—Adivina —dijo, con un suspiro.
Sin tener que preguntar, estiré el brazo y abrí el cajón donde guardaba los condones. Sin mediar palabra, arranqué uno del paquete y se lo di. Ya tenía la mano extendida con aire expectante.
—Mierda. Deberíamos jugar un poco primero —le dije, enterrando la boca en su cuello mientras percibía el tacto de su mano desenrollando el condón sobre mi pene erecto.
—Llevamos jugando en mi imaginación desde el domingo por la mañana —susurró—. Me parece que no necesito más calentamiento.
Tenía razón. Cuando me situó encima de ella y buscó luego mis caderas, atrayéndome hacia dentro con un único movimiento pausado y firme, ya estaba húmeda y lista, y rápidamente me empujó las nalgas para que acelerara y la bombeara con más fuerza.
—Me gusta cuando estás hambrienta, como ahora —murmuré en su piel—. Es como si nunca fuera a tener bastante. Así, aplastándote contra mí, debajo de mí.
—Britt ... —Empujó la pelvis hacia arriba, hundiéndome dentro de ella y deslizando las manos sobre mis hombros.
Oía el crujido de las sábanas que acompañaba a nuestros movimientos, los sonidos húmedos de nuestros cuerpos acoplándose... y absolutamente nada más. El resto del mundo parecía haber desaparecido, parecía haber enmudecido de repente.
Ella también estaba callada, mirando fascinada, con la vista fija abajo, donde yo entraba y salía de su cuerpo.
Deslicé una mano entre las dos, jugué con su cuerpo, extasiado al ver cómo arqueaba la espalda en la cama, con las manos encima de la cabeza, tratando de sujetarse al cabecero.
Joder...
Estiré la mano que tenía libre hacia arriba, la sujeté de las muñecas y dejé que todo mi ser se disolviera en ella, ausente y encendida, el ritmo de nuestros cuerpos trabajando al unísono, estremecidas y húmedas de sudor. Le succioné y le mordisqueé los pechos, aplastándole las muñecas y sintiendo la inminencia de mi orgasmo, que con su familiaridad habitual se apoderaba de mis caderas, de la parte baja de mi espalda. Me estremecí encima de ella, dándole cada vez más fuerte y más duro, deleitándome con
el ruido de mis caderas al entrechocar con sus muslos.
—Oh, joder, Ciruela...
Abrió los ojos, enardecidos de placer y de salvaje excitación al comprender que estaba al borde del éxtasis.
—Casi —susurró—. Estoy a punto.
Le acaricié el clítoris más rápidamente, friccionando con las yemas de los dedos planos, y sus jadeos roncos se hicieron cada vez más tensos y más agudos, al tiempo que el revelador rubor de su piel se le extendía por todo el cuello. Forcejeó, tratando de liberar sus muñecas de mis puños en actitud de completo abandono, y entonces se corrió con un grito ensordecedor, contoneando las caderas en espasmos salvajes, con pequeñas contracciones que no daban tregua a mi miembro, dentro de ella.
Aguanté aún una milésima de segundo más, con movimientos rápidos e implacables hasta que su cuerpo quedó inerte y abandonado, y entonces llegué yo también, con la voz ronca y quebrada.
—Me corro...
Salí de ella en ese momento, me arranqué el condón y lo tiré antes de cogerme la polla y apretármela mientras seguía acariciándomela.
Santana tenía los ojos en llamas de pura expectación y se recostó sobre los codos, con la mirada fija en el punto donde mi mano bombeaba mi sexo, entre las dos. Su atención, tan intensa, y lo mucho que disfrutaba observando... me abrumaba.
Una ola abrasadora me recorrió las piernas y la espina dorsal, y mi espalda se arqueó en una contracción animal. Mi orgasmo reverberó por todo mi cuerpo con una intensidad sobrecogedora y me arrancó un intenso gemido de la garganta mientras me corría. Por mi cerebro desfilaban imágenes de Santana, con los muslos abiertos bajo mi cuerpo, la piel resbaladiza, los ojos abiertos y diciéndome sin palabras lo mucho que disfrutaba. Lo mucho que la hacía disfrutar.
Una oleada palpitante de calor abrasador... y todo mi cuerpo se abandonó por completo.
Mi mano se apaciguó y abrí los ojos, mareada y sin resuello. Ella tenía los ojos en llamas, de un color oscuro y fascinados mientras se recorría el vientre con los dedos y examinaba embobada mi orgasmo sobre su piel.
—Britt . —Pronunció mi nombre como una especie de ronroneo. No habíamos terminado aún, imposible.
Apoyé una mano en la almohada junto a su cabeza, mirándola.
—¿Te ha gustado?
Asintió, con el labio inferior atrapado maliciosamente entre sus dientes.
—Demuéstramelo. Mastúrbate para mí.
Al principio pareció vacilar, pero su inseguridad se transformó en decisión. La observé mientras se recorría el torso con la mano, rozando durante un momento mi polla, aún erecta, tocándome primero a mí y luego a ella. Deslizó dos dedos por encima de su clítoris, arqueándose al percibir el contacto.
Planeé con mi mano por su costado y encima de su pecho, y me agaché para besarle el pezón firme antes de decirle que siguiera tocándose hasta correrse.
—Ayúdame —dijo, con los ojos entornados.
—Yo no estoy contigo cuando haces esto sola. Enséñame lo que haces. A lo mejor a mí también me gusta mirar.
—Quiero que mires mientras me ayudas.
Aún tenía la piel ardiendo tras la fricción de nuestros sexos, la carne suave, y estaba completamente húmeda, chorreando. Con mis dedos dentro y los suyos fuera, nos acompasamos a un mismo ritmo —ella se acariciaba mientras yo bombeaba— y fue el espectáculo más increíblemente alucinante del mundo, verla des inhibida por completo y salvaje, alternando entre bajar la vista a donde yo me había corrido sobre ella y al punto entre las dos donde yo estaba volviendo a empalmarme.
No tardó mucho en estar al borde del abismo y enseguida empezó a empujarse contra mi mano, con las piernas rígidas a los lados, extendidas, y los labios cada vez más separados a medida que incrementaba la tensión, y entonces estalló con un grito.
Estaba muy hermosa cuando se corría, con la piel reluciente y los pezones tiesos; no pude evitar saborear su piel, mordisquearle la parte inferior del pecho y reducir el movimiento con la mano mientras ella se apaciguaba. Se fijó de repente en el aspecto que teníamos: ambas empapadas en sudor, y sobre su vientre, mi orgasmo.
—Me parece que necesitamos una ducha.
Me eché a reír.
—Sí, creo que tienes razón.
Pero no nos duchamos. Teníamos intención de levantarnos, pero entonces yo le besaba el hombro, o ella me mordía el mío, y todas las veces nos desplomábamos de nuevo sobre el colchón, hasta que al final se nos hicieron las once de la mañana, cuando hacía rato que las dos habíamos descartado ya por completo la idea de ir a trabajar.
Cuando los besos fueron aumentando de intensidad de nuevo y yo volví a poseerla tumbada de espaldas sobre la orilla de la cama, cuando me hube desplomado sobre ella, se volvió a medias, me miró y se puso a toquetearme el pelo sudoroso.
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
Hizo amago de levantarse, pero yo se lo impedí empujándola hacia la cama de nuevo, besándole el estómago.
—No lo bastante hambrienta para levantarme todavía. —Me fijé en un bolígrafo que tenía en la mesita de noche y lo cogí sin pensar, murmurando—: No te muevas. —Le quité el capuchón con los dientes y apreté la punta del bolígrafo sobre su piel.
Había dejado entreabierta la ventana que había junto a la cama, y escuchamos los ruidos de la ciudad mientras yo dibujaba mis garabatos sobre la porción de piel suave de su cadera. No me preguntó qué estaba haciendo, ni siquiera parecía importarle en realidad. Deslizó las manos por mi pelo y me acarició luego los hombros y la barbilla. Recorrió muy despacio el trazo de mis labios, las cejas y el puente de la nariz, palpándome como lo haría si hubiese sido ciega, tratando de memorizar todos los detalles.
Cuando terminé, me recosté hacia atrás, admirando mi obra de arte. Había escrito un fragmento de mi cita favorita en letra diminuta, desde el hueso de la cadera hasta la zona púbica desnuda.
«Todo lo raro y singular, para los raros y singulares.»
Me encantaba la imagen de la tinta negra sobre su piel, y aún más verla en mi propia letra.
—Quiero tatuarte eso en la piel.
—Nietzsche —susurró—. En general, es una buena cita, a pesar de todo.
—¿A pesar de todo? —repetí, acariciando con el pulgar la piel sin marca de debajo, pensando en todas las cosas que podría añadir ahí.
—Era un poco misógino, pero tiene algunos aforismos que no están del todo mal.
«Joder, con el cerebro de esta mujer...»
—¿Como por ejemplo? —pregunté, al tiempo que soplaba sobre la tinta casi seca.
—«Muchas veces la sensualidad se adelanta a la maduración del amor, de manera que la raíz queda poco profunda y es fácil de arrancar» —citó.
Vaya, vaya... Levanté la vista a tiempo de ver cómo sus dientes soltaban sus labios y sus ojos emitían un brillo divertido. Aquello era interesante.
—¿Y qué más?
Me acarició con el dedo la cicatriz de la barbilla y escudriñó mi rostro detenidamente.
—«No es oro todo lo que reluce. Un brillo tenue caracteriza al metal más precioso.»
Sentí que se me desdibujaba la sonrisa.
—«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de su deseo.»
Ladeó la cabeza, pasándome la mano por el pelo.
—¿Crees que eso es verdad?
Tragué saliva, sintiéndome atrapada. Estaba demasiado confusa en mi propia maraña de pensamientos para saber si estaba escogiendo citas significativas sobre mi pasado o simplemente estaba poniéndose filosófica.
—Creo que a veces es verdad.
—Pero lo de todo lo raro y singular, para los raros y singulares... — dijo en voz baja, mirándose la cadera—. Me gusta.
—Bien. —Me incliné para nivelar una letra y oscurecer otra, tarareando una canción.
—Has estado cantando esa canción todo el rato, mientras escribías — susurró.
—¿De verdad? —No me había dado cuenta siquiera de estar haciendo ruido. Canturreé un poco más, tratando de recordar qué era lo que estaba cantando: «She Talks to Angels»—. Mmm..., un clásico antiguo pero muy bueno —dije, soplándole sobre el ombligo para secar la tinta.
—Recuerdo haber oído a tu grupo tocándola.
Levanté la vista para mirarla, sin saber a qué se refería.
—¿A mi grupo? ¿En un disco? Me parece que ni siquiera tengo esa canción.
—No —contestó en un susurro—. En directo. Había ido a visitar a Jake a Baltimore el fin de semana que tu grupo la tocó. Me dijo que vosotros siempre tocabais una canción distinta en cada actuación para no tener que volver a tocarla nunca más. Estuve allí cuando tocasteis esa.
Sus ojos ocultaban algo más cuando dijo aquello.
—Ni siquiera sabía que estabas allí.
—Nos saludamos antes del concierto. Tú estabas en el escenario, ajustando el amplificador.
—Sonrió, humedeciéndose los labios—. Yo tenía diecisiete años, y fue justo después de que estuvieras trabajando con papá, en las vacaciones de otoño.
—Ah —dije, preguntándome qué habría pensado la Santana de diecisiete años de aquel concierto. Yo todavía lo recordaba, aun después de tanto tiempo. Habíamos tocado como fieras esa noche, y el público había estado increíble. Seguramente había sido uno de nuestros mejores conciertos.
—Tú tocabas el bajo —dijo, dibujando pequeños círculos con los dedos en mis hombros—, pero cantaste esa canción. Jake me dijo que normalmente no cantabas casi nunca.
—No, es verdad —convine—. No se me daba muy bien cantar, pero con esa no me importaba. Era más emoción que otra cosa.
—Te vi coqueteando con una chica gótica que estaba delante. Tuvo su gracia que sintiera celos cuando nunca en toda mi vida me había puesto celosa por nada. Me parece que fue porque, como vivías en nuestra casa, sentía casi como si nos pertenecieras. —Me sonrió—. Dios, esa noche abría matado por ser ella.
Observé su cara mientras rememoraba el recuerdo, esperando a oír cómo acabó aquella noche para ella. Y para mí. No recordaba haber visto a Santana cuando vivía en Baltimore, pero hubo un millón de noches como aquella, en un bar con el grupo, una chica gótica, o pija, o hippy en la fila de delante, y luego, más tarde, conforme avanzaba la noche, encima o debajo de mí.
Se humedeció los labios.
—Le pregunté a Jake si luego quedaríamos contigo y él se puso a reír.
Seguí tarareando la canción, sacudiendo la cabeza con aire divertido y recorriéndole el muslo con la mano.
—No me acuerdo de lo que pasó después del concierto. Me di cuenta demasiado tarde de lo mal que sonaba eso, pero la realidad era que si quería estar con Santana, tarde o temprano acabaría sabiendo la verdad de lo desenfrenada que había sido mi vida sexual.
—¿Era esa la clase de chicas que te gustaban? ¿«Se pinta los ojos de negro como la noche más negra»?
Lancé un suspiro y me encaramé encima de ella para situarme cara a cara.
—Me gustaban las chicas de todas clases. Creo que eso ya lo sabes.
Traté de poner énfasis en el tiempo pasado, pero me di cuenta de que no había conseguido mi propósito cuando oí lo que me susurraba.
—Estás hecha una seductora irresistible. Toda un donjuán.
Lo dijo con una sonrisa en los labios, pero a mí no me gustó nada. No me gustó nada oír el deje de su voz y saber que así era exactamente como me veía ella: capaz de follarme a cualquier cosa que se me pusiera por delante, y ahora a ella, en aquella maraña de brazos y piernas, labios y placer.
«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de deseo», pensé. Y no tenía defensa posible; había sido verdad durante mucho, muchísimo tiempo.
Rodando en mis brazos, me rodeó el pene semierecto con la mano y empezó a acariciarlo, ejerciendo una leve presión.
—¿Y cuál es tu tipo ahora?
Estaba dándome una salida. Ella tampoco quería que fuese verdad. Me incliné y le besé la barbilla.
—Mi tipo se parece más a una diosa del sexo de ascendencia Latina y que responde al nombre de Ciruela.
—¿Por qué te ha molestado cuando te he dicho que eres una donjuán?
Lancé un gemido y me aparté de sus manos.
—Te lo pregunto en serio.
Me tapé los ojos con el brazo, tratando de poner en orden mis pensamientos.
—¿Y si ya no soy esa mujer? —dije al fin—. ¿Y si han pasado doce años desde que era esa mujer? Soy muy sincera con mis conquistas sobre lo que quiero. No juego con el las ni voy de donjuán por la vida.
Se echó un poco hacia atrás y me miró con una sonrisa divertida.
—Eso no te convierte en un ser sensible y profunda, Britt . Nadie dice que porque seas un seductor tengas que ser una gilipollas.
Me restregué la cara.
—Creo que esas palabras, «donjuán» o «seductora», tienen unas connotaciones que no encajan conmigo. Siento que me esfuerzo mucho por portarme correctamente con las mujeres con las que estoy, por hablar sobre lo que hacemos juntas.
—Bueno —dijo—, pues conmigo no has hablado de qué es lo que quieres.
Vacilé, con el corazón latiéndome desbocado. No lo había hecho, y era porque con ella era completamente distinto de las otras veces que había estado con una mujer. Estar con Santana no implicaba únicamente un intenso placer físico, también hacía que me sintiera relajada, entusiasmada y... comprendida. No había querido hablar de aquello porque no quería que ninguna de las dos tuviese la posibilidad de ponerle límites.
Respiré profundamente y murmuré:
—Eso es porque contigo no estoy del todo segura de que quiera sexo. Se apartó de golpe y se incorporó muy despacio. Las sábanas se deslizaron de su cuerpo y buscó la camisa a los pies de la cama.
—Ah. Bueno..., esto es un poco incómodo, la verdad.
No, mierda. No me había expresado bien.
—No, no —dije, incorporándome yo también y besándole el hombro.
Le arrebaté la camisa de las manos y la arrojé al suelo. Le lamí la espalda con la lengua y le rodeé la cintura con la mano y la deslicé hacia arriba, apoyando la palma sobre su corazón.
—. Estoy tratando de encontrar la manera de decir que quiero algo más que sexo. Siento algo por ti que va más allá de lo puramente sexual.
Se quedó inmóvil, paralizada por completo.
—No es verdad.
—¿No es verdad? —Me quedé mirando su espalda rígida, con el pulso acelerado de rabia más que de angustia—. ¿Qué quieres decir con eso?
Se levantó y se envolvió en la sábana. Se me heló la sangre en las venas, paralizándome cada rincón del cuerpo. Me incorporé, observándola perpleja.
—¿Es que te...? ¿Qué haces?
—Lo siento, pero... tengo que resolver unas cosas. —Se dirigió a la cómoda y sacó algo de ropa de los cajones—. Tengo que ir al trabajo.
—¿Ahora?
—Sí —dijo.
—¿Te digo que siento algo por ti y tú me echas de tu casa?
Se volvió para mirarme de frente.
—Tengo que irme ahora mismo, ¿vale?
—Sí, ya lo veo —dije, y se fue cojeando al baño.
Me sentía humillada y furiosa. Y aterrorizada ante la posibilidad de que aquello fuese el final.
¿Quién habría pensado que lo fastidiaría todo con una chica por enamorarme de ella? Quería largarme de allí cuanto antes, y quería salir de la cama y sacarla a rastras del cuarto de baño. A lo mejor las dos necesitábamos recapacitar sobre unas cuantas cosas.
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