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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 Primer15
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Finalizado FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Dom Mar 30, 2014 6:32 pm

Sinopsis
Brittany Pierce, una joven huérfana de diecisiete años que vive en el Londres más salvaje, protegida por la señora Sucksby, la gran «madre» de una dickensiana comunidad de delincuentes, es enviada a una mansión en el campo como doncella de la joven Santana López. Pero Britt va con una misión: ayudar a Noah Puckerman, Puck, un aristócrata desclasado, quien planea casarse con Santana, recluirla luego en un manicomio y gozar de la fortuna que ella ha heredado. Hay un obstáculo, el excéntrico tío de Santana, un bibliófilo empedernido quien la ha educado para que sea la lectora de su secreta biblioteca de pornografía...




Que os parece, la sigo?
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Vn-Hide Dom Mar 30, 2014 7:12 pm

Ohhhh síguelo .. Síguelo ... Espero el capítulo 1
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Pao Up Dom Mar 30, 2014 7:17 pm

Ok ok...:! Un buen prologo. =)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por JulianaLato114 Dom Mar 30, 2014 7:32 pm

Es un buen prologo, espero la próxima actualización :)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Dom Mar 30, 2014 7:50 pm

Me alegra que os haya gustado


Capitulo 1
Mi nombre, en aquel entonces, era Brittany Pierce. La gente me llamaba Britt. Sé en qué año nací, pero durante muchos años no supe la fecha, y celebraba mi cumpleaños en Navidad. Creo que soy huérfana. Sé que mi madre ha muerto. Pero nunca la vi, no era nadie para mí. Yo era, de ser alguien, la hija de la señora Sucksby, y tenía por padre al señor Ibbs, un cerrajero con tienda en Lant Street, en el barrio, cerca del Támesis. Ésta es la primera vez que recuerdo haber pensando en el mundo y en mi lugar en él. Había una chica que se llamaba Flora y que pagaba un penique a la señora Sucksby para llevarme a mendigar a un teatro. La gente solía llevarme a mendigar por entonces, a causa de mi pelo rubio; y como Flora también era rubia, me hacía pasar por su hermana. El teatro al que me llevó, la noche en la que estoy pensando ahora, era el Surrey, en St. George’s Circus. La obra era Oliver Twist. Lo recuerdo como algo terrible. Recuerdo la inclinación del gallinero y el telón hasta la platea. Recuerdo a una mujer borracha que me tiraba de las cintas del vestido. Recuerdo las luces, que daban al escenario una apariencia muy chillona, y el rugido de los actores, los gritos del público. Uno de los personajes llevaba patillas y una peluca roja: yo estaba convencida de que era un mono vestido con un abrigo, de tanto que brincaba. Peor era el perro de ojos rosas, que gruñía; y lo peor de todo era el amo del perro, Bill Sykes, el compinche. Cuando pegó con el garrote a la pobre Nancy, toda la gente que estaba en nuestra fila se levantó. Alguien lanzó una bota al escenario. Una mujer a mi lado gritó:
-¡Oh, bestia! ¡Malvado! ¡Ella vale cuarenta matones como tú!
No sé si fue porque la gente se levantaba -dio la impresión de que el gallinero también se alzaba-, por la mujer que chillaba, o por la visión de Nancy tendida absolutamente inmóvil y pálida a los pies de Bill Sykes, pero me invadió un terror atroz. Pensé que iban a matarnos a todos. Empecé a gritar y Flora no conseguía hacerme callar. Y cuando la mujer que había chillado conseguía hacerme callar. Y cuando la mujer que había chillado extendió los brazos hacia mí y sonrió, yo grité todavía más fuerte. Entonces Flora se echó a llorar; tenía sólo doce o trece años, creo. Me llevó a casa, y la señora Sucksby la abofeteó.
-¿En qué estabas pensando al llevarte a una chiquilla así? - dijo-. Tenías que haberte sentado con ella en los escalones. No alquilo a mis niños para que me los devuelvan así, amoratados de tanto llorar. ¿A qué jugabas?
Me sentó en su regazo y volví a llorar.
-Vamos, vamos, corderito -dijo. Flora, plantada delante de ella, no decía nada, y se tapaba con un mechón de pelo la mejilla escarlata.
La señora Sucksby era un demonio cuando perdía los estribos. Miró a Flora y aplastó contra la alfombra sus pies enfundados en zapatillas, al tiempo que se mecía en su silla —era una silla de madera grande y crujiente, en la que sólo se sentaba ella- y golpeaba con su mano gruesa y recia mi espalda temblorosa.
-Conozco tus mañas —dijo con calma. Conocía las de todo el mundo-. ¿Qué traes? Un par de pañuelos, ¿verdad? ¿Un par de pañuelos y un bolso?
Flora se estiró el mechón hasta la boca y lo mordió.
-Un bolso -dijo al cabo de unos segundos-. Y una botella de perfume.
-Enséñamelo -dijo la señora Sucksby, extendiendo la mano. La cara de Flora se ensombreció. Pero metió los dedos por un desgarrón en el talle de su falda y buscó dentro; e imagínense mi sorpresa cuando la desgarradura resultó no serlo en absoluto, sino un bolsillito de seda cosido dentro del vestido: sacó una bolsa de paño negro y una botella con un tapón en una cadena de plata. El bolso tenía tres peniques dentro y media nuez moscada. Tal vez se lo birló a la mujer borracha que me tiraba del vestido. La botella, al quitar el tapón, olía a rosas. La señora olfateó.
-Un botín de tres al cuarto, ¿no? -dijo.
Flora movió la cabeza.
-Habría pillado más -dijo, mirándome- si ella no se hubiera puesto histérica.
La señora Sucksby se inclinó y le pegó otra vez.
-Si hubiera sabido lo que te proponías -dijo-, no habrías sacado nada. Oye lo que te digo: si quieres un niño para birlar, coges a otra de mis criaturas. No te llevas a Britt. ¿Entendido?
Flora frunció el ceño, pero dijo que sí. La señora Sucksby dijo:
-Bien. Ahora lárgate. Y deja este bolso si no quieres que le diga a tu madre que has andado con caballeros.
Luego me acostó; primero, frotó las sábanas con las manos para calentarlas; después, se agachó para echarme aliento en los dedos para calentarme. Yo era la única de sus niños a la que hacía esto. Dijo:
-No tienes miedo, ¿verdad, Britt?
Pero yo sí tenía, y se lo dije. Dije que tenía miedo de que el compinche me encontrara y me pegara con la estaca. Dijo que había oído hablar de aquel hombre: era un mero fanfarrón. Dijo:
-Era Bill Sykes, ¿no? Bueno, él es de Clerkenwell. No se atreve con el barrio. Los chicos del barrio son demasiado para él.
-Pero ¡oh, señora Sucksby! ¡No ha visto a la pobre Nancy, cómo le pegaba y la asesinaba!
-¡Asesinarla! -dijo ella entonces-. ¿A Nancy? Vaya, ha estado aquí hace una hora. Sólo tenía un golpe en la cara. Ahora tiene el pelo rizado de otro modo, no notarías que le haya puesto la mano encima.
-¿Pero no volverá a pegarle? -dije.
Ella me dijo que Nancy había recobrado el juicio y había dejado a Bill Sykes para siempre; que había conocido a un buen muchacho de Wapping que le había puesto una tiendecita para vender golosinas y tabaco. Me levantó el pelo de alrededor del cuello y lo esparció sobre la almohada. Mi pelo, como ya he dicho, era muy, y la señora Sucksby lo lavaba con vinagre y lo peinaba hasta que relucía. Ahora lo alisó y luego cogió una trenza y la rozó con los labios. Dijo:
-Si Flora intenta llevarte otra vez de birle, me lo dices, ¿lo harás?
Le dije que sí.
-Buena chica -dijo ella.
Luego se fue. Se llevó la vela, pero dejó la puerta entornada; la tela de la ventana era de encaje y a través de ella se veía la farola. Allí nunca estaba oscuro del todo ni en completo silencio. En la planta de arriba había un par de habitaciones donde chicas y chicos se alojaban de vez en cuando: se reían y hacían ruido, tiraban monedas y a veces bailaban. Al otro lado de la pared yacía la hermana del señor Ibbs, que estaba postrada en cama: a menudo se despertaba aterrorizada, gritando. Y por toda la casa -alineados en cunas, como arenques en cajas de sal- estaban los niños de la señora Sucksby. Podían llorar a cualquier hora de la noche, el menor ruido les sobresaltaba. Entonces la señora iba a verlos y les daba una cucharada de una botella de ginebra, con una cuchara que tintineaba contra el vidrio. Pero aquella noche creo que la habitación de arriba estaba vacía y la hermana del señor Ibbs permaneció callada; y quizás debido al silencio los bebés dormían. Como estaba acostumbrada al ruido, me había desvelado. Pensaba otra vez en el cruel Bill Sykes y en Nancy, muerta a sus pies. De alguna casa cercana llegaba el sonido de un hombre maldiciendo. La campana de una iglesia dio la hora; las campanadas eran una nota extraña en las calles ventosas. Me pregunté si a Flora le dolería todavía la bofetada en la cara. Me pregunté a qué distancia del barrio estaría Clerkenwell, y cómo de largo se le haría el camino a un hombre con un bastón. Ya entonces yo tenía una imaginación desbordante. Cuando en Lant Street se oyeron pasos que se detuvieron junto a la ventana; y cuando a los pasos les siguió el gemido de un perro, el arañazo de las patas de un perro, el lento girar del picaporte de la puerta de la tienda, levanté la cabeza de la almohada y habría gritado..., sólo que antes de que el perro ladrara, y de que el ladrido me resultase conocido, yo lo supe: no era el monstruo de ojos rosas del teatro, sino nuestro perro, Jack. Sabía pelear. Luego se oyó un silbido. Bill Sykes nunca silbaba tan bien. Era el señor Ibbs. Había salido a buscar un budín de carne para su cena y la de la señora Sucksby.
-¿Todo bien? -le oí decir-. Huele esta salsa...
Después su voz se redujo a un murmullo, y me tumbé. Debo decir que tenía cinco o seis años. Pero recuerdo esto con toda claridad. Recuerdo que estaba acostada y que oía el sonido de cuchillos, de tenedores y de loza, los suspiros de la señora Sucksby, el crujido de su silla, el golpeteo de su pantufla contra el suelo. Y recuerdo haber visto -algo que no había visto nunca de qué estaba hecho el mundo: que contenía a Bill Sykes malos, y a señores Ibbs buenos; y a Nancys, que podía ser lo uno o lo otro. Pensé en cuánto me alegraba estar ya en el lado al que por fin llegó Nancy: me refiero al lado bueno, en el que había golosinas. Hasta muchos años después, cuando vi por segunda vez Oliver Twisty no comprendí que Nancy, en efecto, había sido asesinada. Para entonces Flora era una «habilidedos» consumada; el Surrey no era nada para ella, trabajaba en los teatros y locales del West End; atravesaba como si tal cosa los gentíos. Pero nunca volvió a llevarme con ella. Era como todo el mundo, tenía pavor a la señora Sucksby. La atraparon por fin, a la pobre, con las manos en la pulsera de una mujer; y se la llevaron para deportarla por ladrona. En Lant Street, todos éramos más o menos ladrones. Pero éramos de esa clase de ladrones que facilitan la mala acción en vez de hacerla. Aunque me había quedado de una pieza al ver a Flora meterse la mano por la tela desgarrada de su falda y sacar un bolso y un perfume, nunca volví a sorprenderme: era muy soso el día en que no entraba nadie en la tienda de Ibbs con una bolsa o un paquete en el forro del abrigo, en el sombrero, la manga o los calcetines.
-¿Todo bien, señor Ibbs? -decía.
-Muy bien, hijo -respondía Ibbs. Hablaba por la nariz-. ¿Qué sabes?
-No mucho.
—¿Me traes algo?
El hombre le guiñaba un ojo.
-Le traigo algo, Ibbs, muy caliente y curioso...
Siempre decían eso o algo parecido. Ibbs asentía, bajaba la cortina sobre la puerta de la tienda y cerraba con llave; era un hombre cauteloso, y nunca miraba una cartera cerca de una ventana. Al fondo del mostrador había una cortina de paño verde y detrás un corredor que llevaba derecho a nuestra cocina. Si conocía al ladrón le llevaba a la mesa.
-Vamos, hijo -le decía-. No hago esto con todo el mundo. Pero tú eres tan veterano que..., bueno, podrías ser de la familia.
Y hacía que el hombre depositara su mercancía entre las tazas, los mendrugos y las cucharas. La señora Sucksby podía estar presente, dando la papilla a un bebé. El ladrón la veía y se quitaba el sombrero.
-¿Todo bien, señora Sucksby?
-Todo bien, querido.
-¿Qué tal, Britt? ¡Cómo has crecido!
Yo los consideraba mejores que los mágos, pues de sus abrigos y mangas salían libros de bolsillo, pañuelos de seda y relojes de pulsera; o si no joyas, vajilla de plata, candelabros de latón, enaguas...; todo tipo de tejidos, a veces. «Esto es tela de calidad», decían, mientras lo exponían a la vista, e Ibbs se frotaba las manos y parecía expectante. Pero después examinaba el botín y se le oscurecía la cara. Era un hombre de aspecto muy apacible, muy honrado de apariencia; de mejillas muy pálidas, de labios y patillas pulcros. Se le apagaba la cara y te partía el corazón.
-Tela -decía, meneando la cabeza, pasando los dedos por un billete-. Muy difícil de endilgar. -O bien-: Velas. La semana pasada recibí de un tugurio de Whitehall una docena de velas de la mejor calidad. No he podido hacer nada con ellas. Las tengo paradas.
Se levantaba, fingía calcular un precio, pero ponía una cara como si no se atreviera a decírselo al hombre por miedo a insultarle. A continuación hacía su oferta y el ladrón hacía una mueca de asco.
-Señor Ibbs -decía-, con esto no me paga ni siquiera la molestia de cruzar el puente de Londres. Vamos, sea justo.
Pero Ibbs ya se había ido hasta su caja y estaba contando los chelines encima de la mesa: uno, dos, tres... Hacía una pausa, con el cuarto en la mano. El ladrón veía el brillo de la plata –por esta razón Ibbs frotaba sus monedas hasta dejarlas muy relucientes-, y era como una liebre para un galgo.
-¿No podrían ser cinco, señor Ibbs?
Ibbs levantaba su cara de hombre honrado y se encogía de hombros.
-Me gustaría, hijo. Nada me gustaría tanto. Y si me trajeras algo poco corriente, mi dinero te respondería. Pero esto... -decía, con un ademán sobre el montón de sedas o de billetes o de latón brillante-, esto son fruslerías. Me estaría robando a mí mismo. Estaría quitando de la boca la comida a los bebés de la señora Sucksby.
Y entregaba al ladrón sus chelines, y éste se los embolsaba, se abotonaba la chaqueta y tosía o se limpiaba la nariz. Y entonces Ibbs parecía pensárselo mejor. Se dirigía de nuevo a la caja y decía:
-¿No has comido nada esta mañana, hijo?
El ladronzuelo siempre respondía: «Ni un mendrugo.» Entonces Ibbs le daba seis peniques y le decía que se lo gastara en un desayuno y no en un caballo, y el ladrón decía algo como: «Es usted una joya, señor Ibbs, una auténtica joya.» Ibbs podía sacar una ganancia de diez o doce chelines de un hombre así: y ello aparentando que era honrado y justo. Pues, por supuesto, lo que había dicho sobre la tela o las velas era puro cuento: distinguía el latón de las cebollas, desde luego. Cuando el ladrón se había marchado, captaba mi mirada y me lanzaba un guiño. Se frotaba las manos y se animaba mucho.
-Oye, Britt -decía-, ¿qué te parecería pasarle un paño a esto y sacarle brillo? Y luego a lo mejor podrías, si tienes un momento, querida, y la señora Sucksby no te necesita, podrías darles un repaso a los bordados de estos moqueros. Sólo un poco, con cuidado, con tus pequeñas tijeras y quizás una aguja: porque esto es batista, ¿ves, querida?, y se desgarra si tiras muy fuerte...
Creo que así aprendí el alfabeto: no poniendo letras, sino quitándolas. Sé que aprendí el aspecto de mi propio nombre viéndolo en pañuelos que llegaban marcados con la palabra Brittany. En cuanto a leer como es debido, nunca nos ocupamos del asunto. La señora Sucksby sabía leer si había que hacerlo; Ibbs también sabía, y hasta escribir; pero, para los demás, era una idea..., bueno, yo diría que como hablar hebreo o dar volteretas: entendías su utilidad para judíos y saltimbanquis; para ellos era su oficio, pero ¿por qué iba a ser el nuestro? Eso pensaba yo, al menos. Pero aprendí las cifras. Las aprendí manejando monedas. Las buenas las guardábamos, faltaría más. Las malas llegaban demasiado brillantes y había que ensuciarlas con betún y grasa antes de pasarlas. También aprendí esto. Hay métodos de lavar y planchar sedas y ropa blanca para que parezcan nuevas. Las joyas las abrillantaba con vinagre ordinario. Tomábamos la cena con la cubertería de plata, pero sólo una vez, debido a las inscripciones y marcas, y cuando habíamos acabado, Ibbs se llevaba las tazas y los boles y los fundía en barras. Hacía lo mismo con el oro y el peltre. Nunca corría riesgos: por eso le iban tan bien las cosas. Todo lo que entraba en nuestra cocina con una apariencia era transformado en algo completamente distinto. Y aunque entraba por la fachada -por la tienda, en Lant Street-, también salía por otro sitio. Salía por la parte trasera. Allí no había calle. En vez de eso, había un pequeño pasaje cubierto y un pequeño patio oscuro. Al entrar allí, te desorientabas; pero, si mirabas bien, había un sendero. Llevaba a un callejón que desembocaba en un camino negro y sinuoso que conducía a su vez hasta los arcos de la vía del tren; y desde uno de los arcos -no diré desde cuál, aunque podría arrancaba otro camino más oscuro que te llevaba, rápidamente y sin ser visto, hasta el río. Allí conocíamos a dos o tres hombres que tenían barcas. De hecho, a lo largo de todo aquel trayecto tortuoso vivían compinches nuestros: los sobrinos de Ibbs, digamos, a los que yo llamaba primos. Desde nuestra cocina, por mediación de cualquiera de ellos, mandábamos mercancía a todas partes de Londres. Lo hacíamos pasar todo, absolutamente todo, a velocidades asombrosas. Pasábamos hielo, en pleno agosto, antes de que una cuarta parte del bloque tuviese la menor ocasión de convertirse en agua. Pasábamos luz del sol en verano: Ibbs le encontraba un comprador. En suma, no había muchas cosas que llegaran a casa que no fuesen despachadas enseguida a otro sitio. Sólo había una cosa, de hecho, que había llegado y se había quedado -una cosa que de alguna manera había sobrevivido a la tremenda presión del tránsito de mercancías-, una cosa a la que Ibbs y la señora Sucksby no parecían haber pensado en poner un precio. Me refiero a mí, por supuesto. Tenía que agradecérselo a mi madre. Su historia había sido trágica. Había llegado a Lant Street una noche de 1844. Había llegado, «muy cargada, querida mía, contigo», dijo la señora Sucksby. Por «cargada», hasta que supe más, yo entendí que mi madre me había llevado quizás metida en un bolsillo detrás de la falda, o cosida en el forro de su abrigo. Porque yo sabía que era una ladrona. «¡Qué ladrona!», decía la señora Sucksby. «¡Tan audaz! ¡Y qué guapa!»
-¿Lo era, señora Sucksby? ¿Era rubia?
-Más rubia que tú; pero de cara afilada, como la tuya, y delgada como el papel. La pusimos arriba. Nadie sabía que estaba aquí, salvo yo y el señor Ibbs, porque la buscaba, dijo, la policía de cuatro divisiones, y si la pillaban iba a columpiarse. ¿Qué oficio tenía? Ella dijo que sólo afanar. Creo que podría haber sido peor. Sé que era dura como una nuez, porque cuando te tuvo a ti te juro que no chistó, no gritó ni una vez. Sólo te miró y te besó la cabecita; luego me dio seis libras para que te cuidase; las seis eran de oro, y las seis de ley. Dijo que sólo le quedaba un trabajo por hacer con el que ganaría una fortuna. Tenía pensado volver a buscarte cuando el camino estuviese despejado... Esto me dijo la señora Sucksby; y cada vez empezaba con una voz serena y terminaba con un tono tembloroso, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Pues había esperado a mi madre y mi madre no había vuelto. Lo que llegó, en su lugar, fue una noticia espantosa. El trabajo que iba a hacerle rica terminó mal. Habían matado a un hombre que intentó salvar su plata. Lo que le mató fue el cuchillo de mi madre. La delató su propio compadre. La policía la atrapó por fin. Estuvo un mes en la cárcel. Después la colgaron. La colgaron, como hacían entonces con las asesinas, del tejado de la cárcel de Horsemonger Lañe. La señora Sucksby presenció al ahorcamiento desde la ventana de la habitación en que yo nací. Desde allí se divisaba una vista maravillosa, la mejor del sur de Londres, decía todo el mundo. Los días en que ahorcaban, la gente estaba dispuesta a pagar con creces un sitio en aquella ventana. Y aunque algunas chicas gritaban cuando caía la trampilla, yo nunca lo hice. Ni una sola vez me estremecí o parpadeé.
-Esa es Brittany Pierce -susurraba entonces alguien-. A su madre la ahorcaron por asesina. ¿No es una chica valiente?
Me gustaba oírles decir esto. ¿A quién no? Pero lo cierto es -y me da igual quién lo sepa ahora-, lo cierto es que no era valiente en absoluto. Porque para serlo en una cosa así, primero tienes que sentir pena. ¿Y cómo iba a sentirla por alguien a quien no había conocido? Suponía que era una lástima que mi madre hubiese acabado ahorcada; pero, puesto que la ahorcaron, me alegraba de que fuese por algo animoso, como asesinar a un fulano por su plata, y no por algo muy malvado, como estrangular a un niño. Suponía que era una lástima que me hubiese dejado huérfana, pero algunas chicas que yo conocía tenían por madre a borrachas o locas: madres a las que odiaban y a las que no podían ver. ¡Prefería una madre muerta a una madre como aquéllas! Prefería a la señora Sucksby. Era mejor, con diferencia. La habían pagado para que me cuidase un mes; me cuidó diecisiete años. ¿Qué es amor, si no es esto? Podría haberme entregado al hospicio. Podría haberme dejado llorar en una cuna expuesta a corrientes de aire. Pero me quería tanto que no me dejaba salir a afanar, por si me pescaba un policía. Me dejaba dormir a su lado, en su propia cama. Me abrillantaba el pelo con vinagre. Así se trata a las joyas. Y yo no era una joya; ni siquiera una perla. Mi pelo, al fin y al cabo, se volvió perfectamente vulgar. Mi cara era ordinaria. Sabía abrir una cerradura sencilla, sabía hacer una llave normal; sabía tirar al suelo una moneda y decir, por el sonido, si era buena o mala. Pero todo el mundo sabe hacer las cosas que le han enseñado. A mi alrededor, llegaban otros niños y se quedaban un tiempo, a otros los reclamaban sus madres, o encontraban nuevas madres, o se morían; y, por supuesto, nadie me reclamó a mí, y no me morí, sino que crecí hasta que por fin tuve la edad suficiente para hacer yo misma el recorrido por las cunas con la botella de ginebra y la cucharilla de plata. A veces parecía que Ibbs se me quedaba mirando con una luz especial en los ojos, como si, pensaba yo, me viera de repente como la mercancía que yo era, y se preguntase cómo me había quedado allí tanto tiempo y a quién podría venderme. Pero cuando la gente hablaba de la sangre -como hacían alguna que otra vez-, y de que es más espesa que el agua, la señora Sucksby se ponía sombría.
-Ven aquí, querida -decía-. Déjame que te mire.
Y me ponía las manos en la cabeza y me acariciaba las mejillas con los pulgares, rumiando sobre mi cara.
—La veo en ti -decía-. Me está mirando, como me miraba aquella noche. Está pensando que volverá y que te hará rica. ¿Cómo iba ella a saberlo? Pobre niña, ¡no volverá nunca! Tu fortuna no está hecha todavía. Ni la tuya, Britt, ni la nuestra con ella...
Esto decía en muchas ocasiones. Cada vez que gruñía o suspiraba -cada vez que se levantaba de una cuna, frotándose la espalda dolorida-, sus ojos me buscaban y su expresión se iluminaba, se ponía contenta. Pero aquí está Britt, podría haber dicho. Ahora tenemos las cosas difíciles. Pero aquí está Britt. Ella las arreglará... Yo la dejaba pensar así; pero pensaba que yo sabía más. Una vez oí que había tenido una hija, muchos años atrás, que nació muerta. Yo pensaba que era la cara de ella la que creía ver cuando me miraba tan intensamente. La idea más bien me estremecía, porque se me hacía raro creer que te amaban no por ti misma, sino por alguien a quien no habías conocido... En aquellos tiempos, yo creía saberlo todo sobre el amor. Creía que lo sabía todo de cualquier cosa. Si me hubieran preguntado qué me gustaría ser, creo que habría dicho que me gustaría criar niños. Tal vez quisiera casarme, con un ladrón o un perista. Cuando yo tenía quince años, hubo un chico que robó un broche para mí y que me dijo que le gustaría besarme. Hubo otro, un poco más tarde, que se plantaba en la puerta trasera y silbaba «La hija del cerrajero», sólo para ver cómo me ruborizaba. La señora Sucksby les ahuyentaba. Cuidaba de mí en esto, así como en todo lo demás.
«¿Para quién te guarda?», decían los chicos. «¿Para el príncipe Eddie?»
Creo que la gente que venía a Lant Street me creía tarda; por tarda quiero decir lo contrario de rápida. Quizás lo fuese para los parámetros del barrio. Pero a mí me parecía que yo era bastante espabilada. No se podía crecer en una casa como aquélla, donde se despachaban negocios de aquel tipo, sin tener una idea muy precisa de lo que valía cada cosa; de lo que podía servir para tal otra; y de lo que podía salir de ella. ¿Me seguís? Están esperando a que empiece mi relato. Quizás yo también lo esperaba por entonces. Pero mi historia ya había empezado; yo era como vosotros, y no lo sabía.


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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Mar 31, 2014 2:37 pm

Capitulo 2
Creo que empezó de verdad una noche de invierno, pocas semanas después de la Navidad en que celebré mi diecisiete cumpleaños. Una noche oscura, una noche de perros, llena de una niebla que era más o menos lluvia, y una lluvia que era más o menos nieve. Las noches oscuras son buenas para ladrones y peristas; las noches oscuras de invierno son las mejores de todas, porque la gente normal se queda en su casa, y todos los ricachones se quedan en el campo, y las grandes mansiones de ricachones Londres permanecen cerradas y vacías y suplicando que las desvalijen. Conseguíamos cantidad de material en noches semejantes, y las ganancias de Ibbs eran más pingües que nunca. El frío hace que los ladrones cierren un trato enseguida. No pasábamos demasiado frío en Lant Street, pues además del fuego común de la cocina teníamos el brasero de cerrajero de Ibbs: siempre mantenía una llama encendida debajo de los carbones, nunca se sabía qué podría surgir que requiriese un retoque o un fundido. Aquella noche había tres o cuatro chicos ocupados en extraer el oro de unos soberanos. Además estaban la señora Sucksby en su silla grande, a su lado un par de bebés en su cuna y un chico y una chica que se alojaban en casa: John Vroom y Dainty Warren. John era un chico delgado, moreno y espigado de unos trece años. Siempre estaba comiendo. Creo que tenía la tenia. Esa noche estaba partiendo cacahuetes y tiraba las cáscaras al suelo. La señora Sucksby vio lo que hacía.
-Cuida tus modales -dijo-. Estás ensuciándolo todo, y Britt tendrá que limpiarlo.
—Pobre Britt —dijo John—. Se me parte el corazón.
Nunca me quiso. Creo que me tenía celos. Había llegado de bebé a nuestra casa, igual que yo; e, igual que yo, su madre había muerto y le había dejado huérfano. Pero tenía un aspecto tan extraño que nadie se lo quitaba de las manos a la señora Sucksby. Ella le había cuidado hasta que tuvo cuatro o cinco años, y después lo mandó a la parroquia; pero incluso entonces fue dificilísimo librarse de él, porque siempre volvía del hospicio: nos pasábamos el día abriendo la puerta de la tienda y encontrándole dormido en el escalón. Al final le había aceptado un capitán de barco y John navegó hasta China; después de eso, cuando volvió al barrio trajo dinero, para alardear. Le duró un mes. Ahora estaba a mano en Lant Street para hacerle trabajos a Ibbs; aparte de esto, hacía por su cuenta apaños con la ayuda de Dainty. Dainty era una chica grande y pelirroja de veintitrés años y, en general, bastante simplona. Pero tenía unas manos blancas preciosas, y cosía como los ángeles. John la tenía ocupada en aquel momento cosiendo pieles de perro sobre chuchos robados, para que parecieran de una raza más fina de la que en realidad eran. John había hecho un trato con un ladrón de perros. Este hombre tenía un par de perras; cuando estaban en celo se paseaba con ellas, tentando a los perros para que se alejasen de sus amos, y luego les cobraba un rescate de diez libras si querían que se los devolviera. Como mejor funcionaba era con perros de caza y con perros de dueñas sentimentales; algunos amos, sin embargo, no pagaban -podías cortarle el rabo a su perro y enviárselo por correo, pero no soltaban ni un penique, tan desalmados eran-; el compinche de John estrangulaba a los perros con los que se quedaba y se los vendía a éste a un precio de saldo. No sé qué hacía John con la carne; la hacía pasar por carne de conejo, quizás, o él mismo se la comía. Pero, como he dicho, las pieles se las daba a Dainty para que se las cosiera a dicho chuchos callejeros que luego él vendía como si fueran de raza en el mercado de Whitechapel. Con los retales de piel que le sobraban ella le estaba cosiendo una chaqueta. Lo estaba haciendo aquella noche. Había terminado el cuello, los hombros y la mitad de las mangas, y ya había empleado pieles de cuarenta clases diferentes de perros. El intenso olor, delante de la lumbre, ponía febril al nuestro, que no era el viejo peleón Jack sino otro marrón al que llamábamos Charley Wag, por el ladrón del cuento. De tanto en tanto Dainty levantaba la chaqueta para que todos viéramos cómo estaba quedando.
-Por suerte para Dainty no eres alto, John -dije una vez en que ella hizo eso.
-Por suerte para ti, no estás muerta -respondió. Era bajo, y le daba rabia-. Aunque es una pena para los demás. Me gustaría llevar un pedazo de tu piel en las mangas de mi abrigo, o quizás en los puños, con los que me limpio la nariz. Te sentirías muy a gusto al lado de un bulldog o un bóxer.
Cogió su navaja, que siempre llevaba encima, y repasó el filo con el pulgar.
-No lo he decidido todavía -dijo-, pero ¿qué tal si una noche te arranco un trozo de piel cuando estés dormida? ¿Qué te parecería coser eso, Dainty?
Ella se llevó la mano a la boca y gritó. Llevaba un anillo demasiado grande para su mano; había enrollado una hebra alrededor del dedo por debajo y la hebra estaba completamente negra.
-¡Qué gracioso! -dijo ella.
John sonrió, y se golpeó un diente roto con la punta de la navaja. La señora Sucksby dijo:
-Eh, vosotros dos, ya basta si no queréis que os arranque la puñetera cabeza. Estáis poniendo nerviosa a Britt.
Dije al instante que me cortaría el cuello si pensara que un mocoso como John Vroom podía ponerme nerviosa. John dijo que le gustaría cortármelo él mismo. Entonces la señora Sucksby se inclinó desde su silla y le pegó, del mismo modo que aquella otra noche, tanto tiempo atrás, se había inclinado para pegar a la pobre Flora, y como se había inclinado para pegar a otros, en todos esos años..., siempre por mi causa. Por un segundo dio la impresión de que John fuera a devolverle el golpe; después me miró, como si quisiera golpearme más fuerte. Entonces Dainty se removió en su asiento y él se volvió y le pegó.
-No entiendo -dijo él, cuando lo hubo hecho- por qué todo el mundo está en mi contra.
Dainty se había echado a llorar. Agarró la manga de John.
-No hagas caso de lo mal que te hablan, Johnny -dijo-. Yo estoy de tu parte, ¿no?
-Estás, sí -contestó él-. Como la mierda pegada a una pala.
Le retiró de un empujón la mano y ella se columpió en su silla, acurrucada sobre la chaqueta de piel de perro y llorando sobre sus costuras.
-Ahora chitón, Dainty -dijo la señora Sucksby-. Estás estropeando tu bonito trabajo.
Dainty lloró un minuto. En eso, uno de los chicos que estaban en el brasero se quemó un dedo con una moneda caliente y empezó a jurar; ella gritaba de risa. John se metió otro cacahuete en la boca y escupió la cáscara al suelo. Guardamos silencio durante quizás un cuarto de hora. Charley Wag, tumbado delante del fuego, se retorcía, persiguiendo coches de caballos en su sueño; tenía el rabo enroscado, de una rueda de carro que le había pillado. Yo saqué unos naipes para un solitario. Dainty cosía. La señora Sucksby dormitaba. John estaba perfectamente ocioso, pero de rato en rato miraba las cartas que yo iba tirando para decirme dónde debía colocarlas.
-La sota de espadas sobre la puta de corazones -decía. O bien-: Dios, mira que eres lenta.
-Pues tú eres odioso -contestaba yo, y seguía jugando a mi manera. La baraja era vieja y las cartas tan sobadas como trapos. Un día habían matado a un hombre en una riña por una partida con trampas que se había jugado con aquellos mismos naipes. Las coloqué una última vez y giré un poco mi silla, para que John no viera cómo iban cayendo. Y entonces, de repente, uno de los bebés se despertó de su sueño y rompió a llorar, y Charley Wag se despertó y ladró. Hubo un súbito golpe de viento que elevó las llamas en la chimenea y la lluvia cayó más torrencial sobre los carbones y los hizo sisear. La señora Sucksby abrió los ojos.
-¿Qué es eso? -dijo.
-¿Qué es qué? -dijo John.
Entonces lo oímos: un ruido sordo, en el corredor que conducía a la parte trasera de la casa. Sonó un nuevo golpe. Después los ruidos se convirtieron en pasos. Los pasos se detuvieron ante la puerta de la cocina -hubo un segundo de silencio- y luego, lentos y pesados, se oyeron golpes de nudillos. Toc, toc y toc. Así. Como llama a una puerta el fantasma de un difunto en una obra de teatro. No como llamaba un ladrón, en todo caso, con golpes rápidos y livianos. Al oírlos sabías de qué iba el asunto. Este, sin embargo, podía ser cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Podía ser un mal asunto. Eso pensamos todos. Nos miramos unos a otros, y la señora Sucksby fue a la cuna para sacar de ella al bebé y ahogó su llanto contra su pecho, y John agarró a Charley Wag y le mantuvo las mandíbulas cerradas. Los chicos en el brasero se callaron como muertos. Ibbs dijo en voz baja:
-¿Esperamos a alguien? Chicos, llevaos eso. Da igual que os queméis los dedos. Si son los azules, estamos aviados.
Empezaron a recoger los soberanos y el oro que habían desprendido de ellos y los envolvieron en pañuelos, que guardaron debajo de sus sombreros o en los bolsillos de los pantalones. Uno de los chicos -era el sobrino mayor de Ibbs, Phil- fue rápidamente a la puerta y se colocó junto a ella, con la espalda pegada a la pared y una mano dentro del abrigo. Había estado dos veces en la cárcel y siempre juraba que no lo estaría una tercera.
Volvieron a llamar. Ibbs dijo:
-¿Todo en orden? Ahora calma, chicos, calma. ¿Qué te parece si abres esa puerta, Britt, querida mía?
Miré de nuevo a la señora Sucksby y, cuando ella asintió, fui y descorrí el cerrojo; la puerta se abrió tan rápido y tan de golpe contra mí, que Phil pensó que habían cargado con los hombros contra ella; le vi preparándose para resistir junto a la pared, sacar el cuchillo y levantarlo en el aire. Pero fue sólo el viento lo que abrió la puerta: irrumpió en la cocina, apagando la mitad de las velas, arrancando chispas del brasero y desperdigando por el aire mi baraja de cartas. En el corredor había un hombre vestido de oscuro, mojado y goteando, y con una bolsa de cuero a sus pies. La luz débil mostró sus mejillas pálidas y sus patillas, pero sus ojos permanecían ocultos por la sombra de su sombrero. Yo no le habría conocido si no hubiese hablado. Dijo:
-¡Britt! ¿Eres Britt? ¡Gracias a Dios! He recorrido setenta kilómetros para venir a verte. ¿Me vas a tener aquí fuera? ¡Me temo que el frío va a matarme!
Entonces le reconocí, aunque no le había visto desde hacía más de un año. Ni un hombre entre cien de los que venían a Lant Street hablaba como él. Se llamaba Noah Puckerman. Pero nosotros le conocíamos por otro nombre, y era el que yo dije, cuando la señora Sucksby me vio mirándole asombrada y preguntó:
-¿Quién es?
-Es Puck -dije, y Phil guardó al punto su cuchillo y escupió y volvió al brasero. La señora Sucksby, sin embargo, se dio la vuelta en su silla, y el bebé apartó la cara colorada de su pecho y abrió la boca.
-¡Puck! -exclamó. El bebé empezó a llorar y Charley Wag, liberado por John, se precipitó ladrando sobre Puck y le puso las patas encima del abrigo-. ¡Qué susto nos has dado! Dainty, enciende las velas. Pon agua a calentar para un té.
-Creímos que eran los azules -dije cuando Puck entró en la cocina.
-Creo que yo estoy azul de frío -contestó. Posó su bolsa y tiritó, se quitó el sombrero y los guantes empapados y luego el abrigo goteante, que al instante empezó a humear. Se frotó las manos y luego se las pasó por la cabeza. Ahora llevaba largo el pelo y las patillas, y como la lluvia les había quitado las ondas, parecían más largos que nunca, y oscuros y lustrosos. Tenía anillos en los dedos y un reloj en el chaleco, con una joya en la leontina. Yo sabía sin mirarlos que los anillos y el reloj eran falsos, y la joya era de estrás, pero eran falsificaciones buenísimas. La habitación se hizo más luminosa con las velas que encendió Dainty. Puck miró a su alrededor, todavía frotándose las manos y asintiendo.
-¿Cómo está usted, señor Ibbs? -dijo con desparpajo-. ¿Qué tal, muchachos?
-Muy bien, mi tulipán -dijo Ibbs. Los chicos no contestaron.
-Ha venido por detrás, ¿eh? -dijo Phil, sin dirigirse a nadie, y otro chico se rió. Los chicos así siempre creen que los hombres como Puck son mariquitas. John también se rió, pero más alto que los demás. Puck le miró.
-Hola, garrapata -dijo-. ¿Se te ha perdido el mono?
Como John tenía las mejillas tan cetrinas, todo el mundo le tomaba por un italiano. Ahora, al oír a Puck, se puso un dedo en la nariz.
-Bésame el culo -le dijo.
-¿Puedo? -dijo Puck, riéndose. Guiñó un ojo a Dainty, y ella agachó la cabeza-. Hola, encanto -dijo. Luego se inclinó hacia Charley Wag y le tiró de las orejas-. Hola, rabudo.
¿Dónde está la policía? ¿Eh? ¿Dónde está la policía? ¡A por ella! -El perro se puso frenético-. Buen chico -dijo Puck, levantándose y alisándose el pelo-. Buen chico. Así se hace.
Fue a plantarse delante de la silla de la señora Sucksby.
-Hola, señora S. -dijo.
El bebé, ahora que había tomado su dosis de ginebra, había parado de llorar. La señora Sucksby tendió la mano. Puck la tomó y se la besó; primero en los nudillos y luego en las yemas de los dedos. La señora dijo:
-Levántate de esa silla, John, y deja que se siente Puck
John, tras poner una cara furibunda durante un minuto, se levantó y cogió el taburete de Dainty. Puck se sentó y extendió las piernas hacia el fuego. Era alto y tenía las piernas largas. Tenía veintisiete o veintiocho años. John, a su lado, aparentaba unos seis. La señora Sucksby no le quitó el ojo de encima mientras Puck bostezaba y se frotaba la cara. El sorprendió su mirada y sonrió.
-Bueno, bueno -dijo-. ¿Cómo van las cosas?
-Bastante bien -respondió ella. El bebé estaba inmóvil, y ella lo palmeó como solía palmearme a mí. Puck asintió al verlo.
-Y este retoño -dijo-, ¿es pupilo o familia?
-Pupilo, por supuesto —dijo ella.
-¿Retoño o retoña?
-Retoño, ¡por todos los santos! Otro pobre huerfanito que criaré en mi regazo.
Puck se inclinó hacia ella.
-¡Un chico con suerte! -dijo, y le lanzó un guiño.
La señora Sucksby exclamó:
-¡Oh! -Y se puso encamada como una rosa-. ¡Qué descaro!
Mariquita o no, sin duda sabía ruborizar a una mujer. Puck había ido a una escuela de pago y tenía padre, madre y una hermana, todos ellos ricachones, cuyo corazón él casi había roto. En otro tiempo había tenido dinero y lo había perdido todo apostando; su padre dijo que nunca volvería a tocar un penique de la fortuna familiar; por este motivo él se vio obligado a ganarse la vida al estilo antiguo, robando y timando. Se la ganaba tan bien, sin embargo, que todos decíamos que debía de haber habido en alguno de sus ancestros la mala sangre que él había heredado. Sabía pintar cuando le apetecía, y en París había probado a falsificar cuadros; cuando esto fracasó, creo que se pasó un año poniendo en inglés libros franceses -o en francés libros ingleses-, y cada vez los cambiaba un poquito y les ponía títulos distintos, de tal modo que hacía pasar una vieja historia por veinte completamente nuevas. Pero sobre todo trabajaba de hombre de confianza y de fullero en los grandes casinos, ya que, por supuesto, podía alternar en sociedad y hacerse pasar por un hombre honrado. Las mujeres, en especial, se volvían locas por él. En tres ocasiones había estado a punto de casarse con una rica heredera, pero cada vez el padre en cuestión había recelado y el compromiso se había roto. Era un hombre muy guapo y la señora Sucksby le adoraba. Venía a Lant Street una vez al año, más o menos, con mercancía para Ibbs, y se llevaba monedas falsas, advertencias y soplos. Supuse que traía material y lo mismo, al parecer, pensó la señora, porque en cuanto él se hubo calentado al fuego y Dainty le hubo dado una taza de té con ron, ella dejó al bebé en la cuna, se alisó la falda y dijo:
-Bueno, Puck, tu visita es un gran placer. No te hemos visto desde hace un par de meses. ¿Traes algo que a Ibbs le gustaría ver?
Puck negó con la cabeza.
-Nada para el señor Ibbs, me temo.
-¿Cómo que nada? ¿Has oído eso, Ibbs?
-Qué pena -dijo Ibbs, desde su sitio en el brasero.
La señora Sucksby adoptó un tono confidencial:
-¿Algo para mí, entonces?
Pero Puck volvió a mover la cabeza.
-Tampoco para usted, señora S. -dijo él-. Ni para usted ni para este Garibaldi -(refiriéndose a John)-, ni para Dakity ni Phil ni los chicos; ni siquiera para Charley Wag.
Dijo esto paseando la mirada por la habitación; por último me miró a mí sin decir nada. Yo había recogido las cartas esparcidas y las estaba ordenando por palos. Cuando le vi mirándome -y, además de él, a John y a Dainty y a la señora, todavía colorada, mirando hacia mí-, dejé las cartas. En el acto él se acercó y las recogió, y empezó a barajarlas. Era de esos hombres que no pueden estar quietos.
-Bueno, Britt -dijo, sin dejar de mirarme. Tenía los ojos de un color oscuro
-¿Bueno qué? -pregunté.
-¿Qué te parece esto? He venido a buscarte.
-¡A ella! -dijo John, con asco.
Puck asintió.
-Tengo algo para ti. Una propuesta.
-¡Una propuesta! -dijo Phil. Lo había entreoído-. ¡Cuidado, Britt, que sólo quiere casarse contigo!
Dainty gritó y los chicos soltaron una risita. Puck pestañeó, apartó por fin los ojos de mí y se agachó hacia la señora Sucksby para decirle:
-Dígales a los chicos del brasero que se vayan, ¿quiere? Pero que se queden John y Dainty. Necesitaré su ayuda.
La señora vaciló, luego miró a Ibbs y éste dijo al punto:
-Venga, muchachos, estos soberanos han sudado tanto que la pobre reina está descolorida. Si los pelamos más van a juzgarnos por traición. -Cogió un cubo y empezó a arrojar al agua las monedas calientes, una por una-. ¡Mirad cómo se callan, gallinas! -dijo-. El oro sabe más. Ahora bien, ¿qué sabe el oro?
-Vamos, tío Humphry -dijo Phil. Se puso el abrigo y se subió el cuello. Los demás chicos hicieron lo mismo.
-Hasta la vista -dijeron, con un saludo hacia mí, John, Dainty y la señora Sucksby. A Puck no le dijeron nada. Él miró cómo se marchaban.
-¡Cuidad la retaguardia! -les gritó cuando la puerta se cerró tras ellos. Oímos que Phil volvía a escupir.
Ibbs giró la llave en la cerradura. Volvió y se sirvió una taza de té, rociándola con ron, como Dainty había hecho para Puck. El aroma del ron se elevó en el vapor y se mezcló con el olor del fuego, el oro fundido, las pieles de perro, el abrigo mojado y humeante. La lluvia sobre la chimenea era más fina. John masticaba un cacachuete y se retiró la cáscara de la lengua. Ibbs había traído lámparas. La mesa y nuestras caras y manos resplandecían, pero el resto de la habitación estaba en penumbra. Pasó un minuto sin que nadie hablara. Puck seguía barajando las cartas y nosotros nos sentamos a observarle. Ibbs le miraba más atento que nadie: entornó los ojos y ladeó la cabeza, como si le estuviese apuntando con el cañón de una pistola.
-Bien, hijo —dijo—, ¿de qué se trata?

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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Lun Mar 31, 2014 3:39 pm

Ohh... relato antiguo, son geniales.
Sigue pronto
Saludos :)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Mar 31, 2014 4:06 pm

Tat-Tat escribió:Ohh... relato antiguo, son geniales.
Sigue pronto
Saludos :)
Me alegro que te guste ya te dejo el siguiente capitulo
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 3750214905 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Mar 31, 2014 4:07 pm

Capitulo 3
Puck alzó la vista.
-Se trata -dijo-, se trata de esto. -Sacó una carta y la depositó en la mesa boca abajo. Era el rey de diamantes-. Imagínese a un hombre -dijo mientras lo hacía-. Un viejo, un sabio, a su manera, un estudioso, de hecho, pero de costumbres raras. Vive en cierta casa apartada, cerca de un pueblo aislado, a algunos kilómetros de Londres, ahora no importa dónde, exactamente. Tiene una habitación grande llena de libros y cuadros, y sólo se ocupa de ellos y de un trabajo que está realizando: un diccionario, digamos. Un diccionario de todos sus libros; pero tampoco descuida las pinturas; tiene pensado encuadernarlas en álbumes lujosos. Pero la tarea es excesiva para él. Pone un anuncio en un periódico: necesita los servicios de -aquí lanzó otro naipe, al lado del primero: la jota de picas un joven avisado para que le ayude a ordenar la colección; y un joven en concreto, que en ese momento es demasiado conocido en las timbas de Londres, y que está muy ansioso de algún empleo discreto, con pensión completa, responde al anuncio, es entrevistado y juzgado apto.
-El joven avisado eres tú -dijo Ibbs.
-Ese joven soy yo. ¡Qué bien me sigue!
-Y pongamos que ese retiro en el campo -dijo John, asumiendo el relato de Puck, a pesar de la expresión hosca de éste- está lleno de tesoros. Y quieres forzar las cerraduras de todas las vitrinas y arcones. Has venido a ver al señor Ibbs para que te preste tenazas y un señuelo y quieres a Britt, con sus ojos inocentes, que parece que nunca ha roto un plato, para que te haga de soplona.
Puck ladeó la cabeza, contuvo la respiración y levantó un dedo, de un modo algo burlón.
-¡Más frío que el hielo! -dijo-. El retiro en el campo es una cochambre: tiene cien años, es oscuro, está lleno de corrientes de aire e hipotecado hasta el mismo tejado, que tiene goteras, dicho sea de paso. Ni una alfombra ni jarrón ni pieza de plata vale un pimiento, me temo. El señor cena con loza, como nosotros.
-¡El muy tacaño! -dijo John-. Pero los roñosos así meten la pasta en el banco, ¿no? Y le has hecho firmar un papel en que te lo deje todo, y ahora has venido a buscar un frasco de veneno...
Puck negó con la cabeza.
-¿Ni una onza de veneno? -dijo John, esperanzado.
-Ni una. Ni una gota. Y no hay pasta en el banco, no a nombre del viejo, en todo caso. Lleva una vida tan callada y excéntrica que apenas sabe para qué sirve el dinero. Pero, atención, no vive solo. Fijaos en quién le hace compañía... La reina de corazones.
-Eh, eh -dijo John, con expresión taimada-. Una esposa, muy fácil.
Pero Puck volvió a mover la cabeza.
-¿Una hija? -dijo John.
-Ni esposa ni hija -dijo Puck, con los ojos y dedos sobre la cara infeliz de la reina-. Una sobrina. De la edad –me miró- de Britt, digamos. Guapa, digamos. Juiciosa, comprensiva y despierta -sonrió-, vaya, digamos que absolutamente tímida.
-¡Acabáramos! -dijo John, encantado-. Dime que es rica, por lo menos.
-Es rica, vaya si lo es -dijo Puck, asintiendo-. Pero sólo como un ciempiés es rico en alas, o un trébol rico en miel. Es una heredera, Johnny: su fortuna está a salvo, su tío no puede tocarla: pero con una condición extraña. Ella no verá un penique hasta el día en que se case. Si muere soltera, el dinero va a parar a un primo. Si toma un marido -acarició la carta con un dedo blanco-, es más rica que una reina.
-¿Cómo de rica? -dijo Ibbs. No había hablado en todo el rato. Puck le oyó entonces, alzó la mirada y sostuvo la de Ibbs.
-Diez mil en efectivo —dijo en voz baja-. Cinco mil en fondos.
Un carbón en el fuego hizo paf. John emitió un silbido por entre sus dientes rotos, y Charley Wag ladró. Miré a la señora Sucksby, pero tenía la cabeza gacha y la expresión sombría. Ibbs dio un sorbo de té, meditabundo.
-Apuesto a que el viejo la mantiene cerca, ¿verdad? -dijo, cuando hubo ingerido el sorbo.
-Bastante cerca -dijo Puck, asintiendo, y se recostó-. Ha sido su secretaria todos estos años; lee para él durante horas seguidas. Creo que apenas se da cuenta de que ella ha crecido y es una señorita. -Esbozó una sonrisa un poco misteriosa-. Pero creo que ella sí lo sabe. En cuanto empiezo a trabajar en los cuadros ella descubre su pasión por la pintura. Quiere lecciones, que yo sea su maestro. Yo soy lo bastante ducho en la materia para darle el pego, y ella, en su inocencia, no distingue un pastel de un cerdo. Pero se instruye, eso sí, con la mayor devoción. Damos una semana de clases: le enseño las líneas, le enseño las sombras. Pasa la segunda semana: pasamos de las sombras al dibujo. La tercera semana: acuarelas rosáceas. La siguiente, la mezcla de los óleos. La quinta...
-¡La quinta, le das un meneo! -dijo John.
Puck cerró los ojos.
-La quinta semana nuestras clases se suspenden -dijo-. ¿Creéis que una chica así puede estar sentada en un cuarto a solas con un tutor? Hemos tenido sentada a nuestro lado, durante todo este tiempo, a su doncella irlandesa..., tosiendo y poniéndose roja cada vez que mis dedos se acercan demasiado a los de su ama, o mi respiración se vuelve demasiado cálida sobre sus mejillas blancas. Pensé que era una ñoña increíble; resulta que había tenido la escarlatina; en este momento se está muriendo de ella, la pobre bruja. Ahora mi señora no tiene más carabina que el ama de llaves... y el ama está tan atareada que no puede asistir a las lecciones. Las clases, por lo tanto, deben acabar, las pinturas se dejan secar en la paleta. Ahora sólo veo a la señorita en la cena, al lado de su tío; y a veces, si paso por delante de su alcoba, la oigo suspirar.
-Y eso cuando empezabais a entenderos tan bien –dijo Ibbs.
-Exactamente —dijo Puck—. Exactamente.
-¡Pobre chica! -dijo Dainty. A sus ojos asomaron lágrimas. Lloraba por todo-. ¿Y dice que es una monada? ¿De cara y de figura?
Puck mostró indiferencia.
-Le alegra la vista a un hombre, supongo -dijo, encogiéndose de hombros. John se rió.
-¡Me gustaría alegrársela a ella!
-Y a mí alegrar la tuya -dijo Puck, impávido. Luego parpadeó-. Con el puño, me refiero.
Las mejillas de John se ensombrecieron y se puso en pie de un salto.
-¡Atrévete!
Ibbs levantó las manos.
-¡Chicos! ¡Chicos! ¡Ya basta! ¡No tolero esto en presencia de mujeres y niños! John, siéntate y deja de fastidiar. Puck, nos has prometido contarnos una historia; lo que has contado hasta ahora no son más que perifollos. ¿Dónde está la chica, hijo? Y, más al grano, ¿cómo puede ayudarte Britt a cocinarla?
John dio un puntapié a la pata de la silla y se sentó. Puck había sacado un paquete de cigarrillos. Aguardamos mientras buscaba una cerilla y la encendía. Observamos en sus ojos la llamarada de azufre. Luego volvió a encorvarse sobre la mesa y tocó las tres cartas depositadas en ella, enderezando sus bordes.
-Quieres la chicha -dijo-. Muy bien, aquí la tienes. –Golpeó la reina de corazones-.Voy a casarme con esa chica y a hacerme con su fortuna. Me propongo robársela a su tío —deslizó la carta hacia un lado- delante de sus mismas barbas. Ya estoy en el buen camino para hacerlo, como ha oído; pero es una chica rara, y no puedo fiarme de ella. Si tomara como doncella nueva a una mujer lista y recia... me dejaría en la ruina. He venido a Londres a comprar una serie de tapas para los álbumes del viejo. Quiero enviar a Britt por delante. Quiero que solicite el puesto de doncella para que luego me ayude a ganármela.
Captó mi mirada. Con una mano pálida seguía jugando ociosamente con el naipe. Ahora bajó la voz.
-Y hay algo más -dijo- para lo que necesitaré la ayuda de Britt. En cuanto me haya casado con la chica, no quiero tenerla encima. Conozco a un hombre que me la quitará de las manos. Tiene una casa donde la guardará. Es un manicomio. La tendrá muy cerca. Cerquísima, quizás... -No terminó la frase, pero giró la carta y mantuvo el dedo encima del reverso-. Sólo tengo que casarme con ella -dijo- y, como diría Johnny, le daré un meneo por cuestión de la pasta. Luego la llevaré, sin que nadie sospeche, a la puerta del manicomio. ¿Qué hay de malo en esto? ¿No he dicho ya que es medio mema? Pero quiero estar seguro. Necesitaré a Britt para que siga siendo igual de mema, y para convencerla, en su simpleza, del plan.
Dio otra calada de su cigarrillo y, como habían hecho antes, todos volvieron los ojos hacia mí. Es decir, todos menos la señora Sucksby. Había escuchado sin decir nada mientras Puck hablaba. La había visto verter un poco del té en el platillo, fuera de la taza, y luego secarla y por último alzarla hasta su boca mientras el relato proseguía. No soportaba el té caliente, decía que le endurecía los labios. Y en verdad no creo que haya conocido a una mujer adulta con labios tan delicados como los suyos. Ahora, en el silencio, posó la taza y el platillo, sacó su pañuelo y se enjugó la boca. Miró a Puck y por fin habló:
-¿Por qué Britt entre todas las chicas de Inglaterra? ¿Por qué mi Britt?
-Porque es suya, señora S. -contestó él-. Porque confío en ella; porque es una buena chica, es decir, una chica mala, no demasiado remilgada con los dictados de la ley.
Ella asintió.
-¿Y cómo vas a «repartir el pastel»? -preguntó a continuación.
De nuevo él me miró, pero le habló a ella.
-Recibirá dos mil libras -dijo, alisándose las patillas-, y se llevará todas las ropas y vestidos y joyas que quiera de la muchacha.
Tal era el trato. Nos lo pensamos.
-¿Qué te parece? -dijo él por fin; esta vez dirigiéndose a mí. Y como no respondí-: Siento decírtelo de sopetón -dijo-, pero ya has visto el poco tiempo con que he tenido que actuar. Tengo que conseguir una chica enseguida. Me gustaría que fueras tú, Britt. Prefiero que seas tú que cualquier otra. Pero si no puede ser, dímelo rápidamente, ¿quieres?, para que pueda buscar a otra.
-Lo hará Dainty -dijo John, al oír esto-. Dainty fue doncella una vez, ¿verdad, Daint?, para una señora en una mansión de Peckham.
-Que yo recuerde -dijo Ibbs, bebiendo su té-, Dainty perdió el puesto por clavar un alfiler de sombrero en el brazo del ama.
-Era una puerca conmigo -dijo Dainty- y perdí los estribos. Esa chica no parece una bruja. Es una mema, como usted ha dicho. Podría servir a una mema.
-Ha pedido a Britt -dijo la señora Sucksby en voz baja-. Y ella no ha contestado todavía.
Entonces todos volvieron a mirarme, y sus ojos me pusieron nerviosa. Giré la cabeza.
-No sé -dije-. Me parece un plan raro. ¿Ponerme a servir para una señora? ¿Cómo sabré lo que tengo que hacer?
-Podemos enseñarte -dijo Puck-. Dainty puede hacerlo, ya que conoce el oficio. ¿Es muy difícil? Sólo tienes que estar sentada y sonreír como una tonta, y pasarle las sales a la señora.
-¿Y si ella no me quiere como doncella? -dije-. ¿Por qué iba a quererme?
Pero él ya había pensado en esto. Había pensado en todo. Dijo que tenía intención de hacerme pasar por la hija de la hermana de su antigua niñera, una chica de ciudad que había venido en tiempos duros. Dijo que creía que en ese caso me aceptaría, por complacerle a él.
-Te escribiremos una recomendación -dijo-. La firmará una tal señora Fanny de Bum Street o algo así... No se enterará. Nunca ha estado en sociedad, no distingue Londres de Jerusalén. ¿A quién puede preguntar?
-No lo sé -repetí-. ¿Y si tú no le importas tanto como crees?
Se volvió modesto.
-Bueno -dijo-, creo que a estas alturas se me debe conceder que sé cuándo le gusto a una inexperta.
-¿Y si no le gustas lo suficiente? -preguntó la señora Sucksby- ¿Y si resulta ser otra señorita Bamber o señorita Finch?
La señorita Bamber y la señorita Finch eran dos de las otras herederas a las que había cortejado. Pero él oyó los nombres y resopló.
-Ella no será como ellas, lo sé -dijo-. Aquellas chicas tenían padres, padres ambiciosos, con abogados por todas partes. El tío de esta chica no ve más allá de la última página de su libro. Y sobre eso de que no le gusto suficiente..., bueno, sólo puedo decir lo siguiente: creo que sí.
-¿Lo suficiente para largarse de la casa de su tío?
-Es una casa muy triste para una chica de su edad - contestó él.
-Pero es su edad la que actuará en tu contra -dijo Ibbs. Picoteabas retales de legislación, claro está, en asuntos como aquél-. Hasta los veintiún años necesitará el consentimiento de su tío. Llévatela todo lo aprisa y callado que quieras: él volverá a quitártela. En ese caso, que seas su marido no contará para nada.
-Pero sí que ella sea mi esposa. Si usted me entiende –dijo Puck, astutamente.
Dainty parecía in albis. John vio su cara.
-Se refiere al meneo -dijo.
-Estará estropeada -dijo la señora Sucksby- No la querrá nadie.
Dainty estaba más boquiabierta que nunca.
-Da igual -dijo Ibbs, levantando la mano. Y luego, a Puck-: Es complicado. Más de lo normal.
-No digo que no lo sea. Pero hay que arriesgarse. ¿Qué tenemos que perder? Si no otra cosa, serán unas vacaciones para Britt.
John se rió.
-Unas vacaciones -dijo-. Y tanto. Unas putas vacaciones; larguísimas, si te pescan.
Me mordí el labio. El tenía razón. Pero no era el riesgo lo que me inquietaba. Si eres un ladrón, no puedes estar angustiándote por contingencias, te volverías loco. Lo único era que no estaba segura de que quisiera unas vacaciones. No estaba segura de que quisiera salir fuera del barrio. Un día había acompañado a la señora Sucksby a visitar a su prima en Bromley y había vuelto de allí con urticaria. Recordaba el campo como tranquilo y extraño, y a la gente de allí como simplones o gitanos. ¿Qué tal resultaría vivir con una mema? No sería como Dainty, que estaba solamente un poco tocada y sólo algunas veces era violenta. La otra chica podría enloquecer. Podría intentar estrangularme, y no habría nadie en kilómetros a la redonda que me oyese gritar. Los gitanos no me ayudarían, iban siempre a lo suyo. Todo el mundo sabe que un gitano no cruzaría la calle para escupirte si estuvieras en llamas. Dije:
-¿Cómo es esa chica? Has dicho que es rarilla de sesera.
-Rara no -dijo Puck-. Yo diría que sólo fantasiosa. Es inocente, natural. La han tenido apartada del mundo. Es huérfana, como tú; pero tú tuviste a la señora Sucksby para espabilarte, y ella no ha tenido a nadie.
Dainty le miró en ese momento. Su madre había sido una alcohólica y había muerto ahogada en el río. Su padre le pegaba. Su hermana murió de una paliza que él le propinó. Dijo en un susurro:
-¿No es una maldad horrible, Puck, lo que piensa hacer? No creo que ninguno de nosotros hubiera pensando en esto antes de que ella lo dijera. Ahora lo había dicho, y miré alrededor, y nadie quería encontrar mi mirada.
En eso Puck se rió.
-¿Maldad? -dijo-. Vaya, bendita tú, Dainty, ¡pues claro que es una maldad! Pero lo es por una cuestión de quince mil libras, ¡ah!, y es una cuestión bonita, lo mires como lo mires. Y, además, ¿tú crees que ese dinero, cuando lo amasaron, fue un dinero ganado honradamente? ¡Ni lo sueñes! Nunca es así. Las familias como la suya lo consiguen con la espalda de los pobres..., veinte espaldas rotas por cada chelín ganado. Habrás oído hablar de Robin Hood, ¿no?
-¡Que si he oído! -dijo ella.
-Pues Britt y yo seremos como él: robaremos el oro de los ricos y lo devolveremos a los pobres de donde procede.
John torció el labio.
-Mariconcete -dijo-. Robin Hood fue un héroe, un hombre de cera. ¿Devolver el dinero a los pobres? ¿Cuáles son tus pobres? Si quieres robar a una mujer, vete a robarle a tu madre.
-¿Mi madre? -contestó Puck, sonrojándose-. ¿Qué tiene que ver mi madre con esto? ¡Que la cuelguen! -Captó la mirada de la señora Sucksby y se dirigió a mí-. Oh, Britt -dijo-. Te pido perdón.
-Está bien -dije, velozmente. Y miré a la mesa, y de nuevo todos se callaron. Quizás estuvieran pensando, como hacían los días de ahorcamiento, «¿No es una valiente?». Confié en que así fuera. Y también en que no lo pensaran: porque, como he dicho, yo nunca he sido valiente, pero la gente ha creído que lo soy, durante diecisiete años. Y allí estaba Puck, que necesitaba una chica audaz y que había recorrido setenta kilómetros, según había dicho, con aquel clima frío y resbaloso, para venir a verme. Levanté la vista hacia él.
-Dos mil libras, Britt -dijo en voz baja.
-Eso da mucho brillo, desde luego -dijo Ibbs.
-¡Y todos esos vestidos y joyas! -dijo Dainty-. ¡Oh, Britt! ¡Estarías guapísima con ellos!
-Parecerías una damisela -dijo la señora Sucksby, y yo la oí, y capté su mirada y supe que me estaba mirando, tal como había hecho tantas veces, y que estaba viendo, por detrás de mi cara, la de mi madre. Tu fortuna no está hecha todavía y casi la oía decir. Tu fortuna no está hecha todavía. Ni la tuya, Britt, ni la nuestra con ella... Y al fin y al cabo había estado en lo cierto. Allí estaba mi fortuna, salida de la nada..., que al fin llegaba. ¿Quién lo hubiera dicho? Miré otra vez a Puck. El corazón me latía fuertemente, como un martillo en el pecho. Dije:
-De acuerdo. Lo haré. Pero por tres mil libras, no por dos mil. Y si la señora no me quiere y me manda a casa, quiero cien libras de todos modos, por la molestia de intentarlo.
Puck dudó, pensándolo. Por supuesto, era una pamema. Al cabo de un segundo sonrió, me tendió la mano y yo le di la mía. Me apretó los dedos y se rió. John se enfurruñó.
-Te apuesto diez a uno a que vuelve llorando dentro de una semana -dijo.
-Volveré vestida con un vestido de terciopelo -contesté-. Con guantes hasta aquí y un sombrero con velo, y una bolsa llena de monedas de plata. Y tú tendrás que llamarme señorita. ¿Verdad que sí, señora Sucksby?
John escupió.
-¡Me cortaría la lengua antes de hacer eso!
-¡Te la cortaré yo antes! -dije.
Hablé como una niña. ¡Era una niña! Quizás la señora Sucksby lo estaba pensando también. Porque no dijo nada, sino que se quedó sentada mirándome, con una mano en su labio blando. Sonrió, pero su cara parecía acongojada. Yo casi habría dicho que tenía miedo. Tal vez lo tuviese. O quizás sólo lo pienso ahora, cuando sé las cosas aciagas y terribles que habrían de ocurrir.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por iFannyGleek Lun Mar 31, 2014 7:30 pm

Ya quiero que salga Santana, me tiene muy interesada ella.

Espero tu actualización, saludos! :)
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Mensaje por Marta_Snix Lun Mar 31, 2014 7:48 pm

iFannyGleek escribió:Ya quiero que salga Santana, me tiene muy interesada ella.

Espero tu actualización, saludos! :)
No queda mucho para que Santana aparezca.
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 3750214905 
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Mensaje por Marta_Snix Lun Mar 31, 2014 7:49 pm

Capitulo 4
Resultó que el viejo libresco se llamaba Figgins López. Su sobrina se llamaba Santana. Vivían en el este de Londres, en Maiden headway, cerca de un pueblo llamado Marlow, y en una casa que llamaban Briar. El plan de Puck consistía en enviarme allí en tren al cabo de dos días. El dijo que se quedaría en Londres otra semana como mínimo, para hacer el recado de las tapas para los libros del viejo. No me preocupaba mucho el pormenor de viajar sola y llegar a la casa por mi cuenta. No había estado nunca más al oeste de Cremorne Gardens, adonde iba en ocasiones con los sobrinos de Ibbs, a ver el baile de la noche del sábado. Allí vi a la chica francesa cruzar el río caminando por un alambre, y casi caerse..., aquello sí que era un espectáculo. Dicen que llevaba medias, aunque a mí me pareció que llevaba las piernas desnudas. Pero me acuerdo de que yo estaba en el puente de Batter- sea mientras ella recorría la cuerda floja, y que contemplé todo el campo que se extendía más allá de Hammersmith, en el que sólo había árboles y colinas, sin una sola chimenea o campanario de iglesia a la vista. ¡Oh!, era algo escalofriante. Si entonces alguien me hubiera dicho que un día habría de abandonar el barrio, y a todos mis compañeros, y a la señora Sucksby y al señor Ibbs, para ir sola a trabajar de sirvienta en una casa al otro lado de aquellas colinas oscuras, me habría reído en su cara. Pero Puck dijo que tenía que irme enseguida, por si el ama -la señorita López- malograba nuestro plan tomando por accidente a otra chica de doncella. Al día siguiente de su llegada a Lant Street, Puck se sentó a escribirle una carta. Le decía que esperaba que le disculpase la libertad de escribirle, pero que había ido a visitar a su antigua niñera -que había sido una madre para él cuando era un niño-, y la había encontrado enloquecida de pena por la suerte de la hija de su hermana difunta. Se suponía, por supuesto, que la hija de la hermana difunta iba a ser yo: la historia era que había estado trabajando de doncella para una señora que se casaba y se marchaba a la India, y que había perdido mi empleo; que estaba buscando otra ama, pero que entretanto me veía tentada por doquier para emprender malos pasos; y que ojalá que una señora bondadosa me diese la oportunidad de una posición alejada de los peligros de la ciudad, etcétera. Dije:
-Si se cree trolas así, Puck, debe de ser más tonta de lo que nos has dicho.
Pero él respondió que había unas cien chicas entre el Strand y Piccadilly que cenaban tan ricamente, cinco noches por semana, contando esta patraña, y que si a los pudientes de Londres se les podía aligerar así de sus chelines, ¿cuánto más amable no habría de ser la señorita Santana López, completamente sola e ignorante y triste como estaba, sin nadie que la previniese?
-Ya verás -dijo. Y cerró la carta y escribió la dirección, y mandó corriendo a uno de los chicos para echarla al correo. A continuación, tan seguro estaba del éxito de su proyecto, que dijo que tenía que empezar en el acto a enseñarme cómo debía comportarse la doncella de una señora. Primero me lavaron el pelo. Yo por entonces lo llevaba, como muchas chicas del barrio, dividido en tres partes, con una peineta en la nuca y, a los lados, unos cuantos rizos gruesos. Si pasabas por los rizos una plancha muy caliente, y después de haber mojado el pelo con azúcar y agua, se quedaban durísimos; duraban en este estado una semana o más tiempo. Puck, sin embargo, dijo que era un estilo demasiado tieso para una mujer del campo: me hizo lavarme el pelo hasta tenerlo perfectamente liso y luego me lo dividió en dos -sólo en dos partes— y, con un alfiler, lo recogió en un moño sencillo en la nuca. Luego hizo que Dainty también se lavara el pelo y, en cuanto hube peinado y repeinado el mío, y lo hube prendido y soltado hasta que él se dio por satisfecho, me dijo que peinara y recogiera el de Dainty de un modo similar, como si su pelo fuese el de la señorita López. El nos toqueteaba como si fuese otra chica. Cuando terminamos, Dainty y yo teníamos un aspecto tan anodino y garbancero que podríamos haber solicitado plaza en un convento de monjas. John dijo que si ponían fotos de nosotras en las lecherías, sería un nuevo método de cortar la leche. Al oír esto, Dainty se quitó los alfileres del pelo y los tiró al fuego. Algunos tenían todavía hebras de pelo enredadas, que sisearon al entrar en contacto con las llamas.
—¿No sabes tratar a tu chica más que para hacerla llorar? -le dijo Ibbs a John.
John se rió.
-Me gusta verla llorar -dijo-. Así suda menos.
Más malo que la tiña era aquel chico. Pero estaba cautivado, a su pesar, por el plan de
Puck. Todos lo estábamos. Por primera vez desde que le conocía, vi a Ibbs bajar la persiana sobre el escaparate de la tienda y dejar que el brasero se enfriase. Despidió a la gente que llamaba para que les hiciera llaves. Rechazó con la cabeza la mercancía que le llevaron dos o tres cacos.
-No puedo, hijo. Hoy no puedo. Tengo algo en el horno.
Sólo mandó llamar a Phil para que viniera por la mañana temprano. Le hizo sentarse y le repasó los puntos de una lista que Puck había confeccionado la noche anterior. Phil se bajó luego la gorra sobre los ojos y se fue. Volvió dos horas después, con una bolsa y un baúl cubierto con una lona, que había obtenido de un hombre que conocía y que manejaba un almacén turbio en el río. El baúl era para que yo me lo llevase al campo. En la bolsa había un vestido marrón, más o menos de mi talla; y una capa, y zapatos, y medias de seda negras, y, encima de todo, un montón de ropa interior blanca, de auténtica señorita. Ibbs se limitó a desatar la cuerda de cuello de la bolsa, miró dentro y vio las prendas blancas; luego fue a sentarse en el rincón más alejado de la cocina, donde tenía pólvora y una cerradura que a veces le gustaba desmontar y recomponer. Pidió a John que le acompañara para sujetar los tornillos. Puck, en cambio, sacó uno por uno todos los artículos femeninos y los colocó ante él en el suelo. Delante de la mesa puso una silla de cocina.
-Ahora, Britt -dijo-, supon que esta silla es la de Santana López. ¿Cómo vas a vestirla? Pongamos que empiezas por las medias y las bragas.
-¿Las bragas? -dije-. ¿Quieres decir que está desnuda?
Dainty se tapó la boca con la mano y soltó una risita. Estaba sentada a los pies de la señora Sucksby, mientras volvían a rizarle el pelo.
-¿Desnuda? -dijo Puc-. Como vino al mundo. ¿Cómo, si no? Tiene que quitarse toda la ropa cuando se le ensucia; tiene que quitársela para bañarse. Tu tarea consiste en recogerla cuando lo hace. Tu trabajo será entregarle la limpia.
Yo no había pensado en esto. Me pregunté cómo sería tener que esperar de pie para pasarle unas bragas a una desconocida en cueros. Una desconocida en cueros había corrido, en una ocasión, gritando Lant Street abajo, con un policía y una enfermera a la zaga. ¿Y si la señorita López se asustaba de aquel modo y tenía que agarrarla? Me ruboricé, y Puck se dio cuenta.
-Vamos -dijo, casi sonriendo-, no me digas que eres melindrosa.
Sacudí la cabeza para mostrar que no lo era. El asintió y cogió un par de medias y luego unas bragas. Las colocó, colgando, sobre el asiento de la silla de la cocina.
-¿Qué viene después? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
-Su corpiño, supongo.
-Su blusa, debes llamarla -dijo-. Y tienes que asegurarte de que esté caliente antes de que se la ponga.
Levantó el corpiño y lo sostuvo cerca del fuego de la cocina. Luego lo colocó con cuidado encima de las bragas, en el respaldo de la silla, como si ésta lo llevara puesto.
-Ahora su corsé -dijo a continuación-. Querrá que se lo ates, todo lo fuerte que puedas. Venga, veamos cómo lo haces.
Puso el corsé encima de la blusa, con las cintas detrás, y mientras él se inclinaba sobre la silla para sujetarla fuerte, hizo que yo tirara de ellas y las atase en un lazo. Me dejaron en las palmas marcas rojas y blancas, como si me las hubieran fustigado.
-¿Por qué no lleva uno con ballenas que se abrochan por delante, como una chica normal? -dijo Dainty, observando.
-Porque entonces no necesitaría a una doncella –dijo Puck-. Y si no necesitara a una doncella, no sabría que es una dama. ¿Eh? -dijo con un guiño.
Después del corsé vino una camisola y sobre ella una pechera; después, un miriñaque de diez aros, y luego más enaguas, esta vez de seda. Luego Puck mandó arriba a Dainty, a buscar un frasco de perfume de la señora Sucksby, y me hizo rociar con él por donde la madera astillada del respaldo de la silla asomaba entra las cintas de la blusa, donde él dijo que estaría la garganta de López.
Y durante todo este tiempo yo tenía que decir:
-¿Puede levantar el brazo, señorita, para que enderece este volante?
-¿Cómo le gusta, señorita, con vuelo o liso?
-¿Ahora ya está lista, señorita?
-¿Quiere que lo apriete?
-¿Lo quiere más prieto?
-¡Oh! Perdone si le pellizco.
Por fin, con todo este ajetreo, me acaloré como un cerdo. La señorita López estaba sentada delante de nosotros con su corsé prieto, sus enaguas extendidas por el suelo y despidiendo un olor más fresco que una rosa, pero un poco desguarnecida, desde luego, en los hombros y el cuello. John dijo:
-No dice gran cosa, ¿eh?
Nos había estado lanzando continuas ojeadas mientras Ibbs aplicaba los polvos a la cerradura.
-Es una damisela -dijo Puck, acariciándose la barba -y, naturalmente, tímida. Pero aprenderá de lo lindo si Britt y yo le enseñamos. Lo harás, ¿verdad, querida?
Se puso en cuclillas al lado de la silla y alisó con los dedos las faldas abultadas, luego hundió la mano por debajo de ellas y la deslizó hasta las capas de seda de arriba. Lo hizo con tal destreza que me pareció que conocía muy bien el camino; y cuando llegó más arriba las mejillas se le pusieron rosadas, la seda emitió un crujido, el miriñaque corcoveó, la silla tembló sobre el suelo de la cocina, las junturas de las patas chirriaron débilmente. Acto seguido todo quedó inmóvil.
-Toma, mi dulce perra -dijo, suavemente. Sacó la mano y levantó una media. Me la pasó, bostezando-. Ahora, supongamos que es la hora de acostarse.
John seguía observándonos, sin decir nada, pestañeando y meneando la pierna. Dainty se frotó un ojo, con el pelo a medio rizar, oliendo intensamente a toffee. Empecé por las cintas del talle de la pechera, y luego desaté los cordones del corsé y se lo retiré.
-¿Puede levantar el pie, señorita, para que le quite esto?
-¿Puede respirar un poco más suave, para que pueda sacarlo?
Me tuvo como una hora o más trabajando de este modo. Después calentó una plancha.
-Escupe aquí, ¿quieres, Dainty? -dijo, sosteniéndole la plancha. Ella lo hizo, y cuando el escupitajo produjo un chisporroteo, él sacó un cigarrillo y lo encendió en su superficie.
Luego, mientras él miraba y fumaba, la señora Sucksby, que había sido en un tiempo, hacía mucho, en la época antes de que pensara siquiera en criar niños, planchadora en una lavandería, me enseñó cómo planchar y plegar la ropa blanca de una señora, cosa que llevó, yo diría, alrededor de otra hora. A renglón seguido Puck me mandó arriba a ponerme el vestido que Phil me había agenciado. Era un vestido marrón ordinario, cuando bajé apenas se veía. Yo habría preferido uno de color azul o violeta, pero Puck dijo que era el vestido perfecto para una soplona o una doncella, y por lo tanto el ideal para mí, que iba a ser ambas cosas en Briar. Nos reímos de esto; y luego, en cuanto hube deambulado por la habitación para habituarme a la falda (que era estrecha) y para que Dainty viera dónde el corte era demasiado ancho y necesitaba unas puntadas, me hizo pararme para ensayar una reverencia. Fue más difícil de lo que parece. Se diga lo que se diga de la vida a la que estaba habituada, era una vida sin amos: nunca le había hecho una reverencia a nadie. Ahora Puck me obligó a erguirme y agacharme hasta que creí que me mareaba. Dijo que eran reverencias tan naturales en una doncella como el viento que pasa. Dijo que en cuanto le cogiese el tranquillo no se me olvidaría nunca, y en esto tenía razón, por lo menos, porque incluso ahora sé hacer una reverencia como es debido. O sabría, si fuera necesario. Bueno. Cuando terminamos con las reverencias tuve que aprenderme mi historia. Para ponerme a prueba, me plantó delante de él para que repitiese mi papel, como una niña que recita el catecismo.
-Vamos a ver -dijo-. ¿Cómo te llamas?
-¿No me llamo Brittany?
-¿No te llamas Brittany qué?
-¿No soy Brittany Pierce?
-¿No soy Brittany, señor? Recuerda que no seré Puck para ti en Briar. Seré Noah Puckerman. Tienes que llamarme señor; y tienes que llamar señor al señor López, y al ama tienes que llamarla señorita o señorita López o señorita Santana, como ella te diga. Y a ti todos te llamaremos Brittany. Muy bien. ¿Y dónde vives?
-Vivo en Londres, señor -dije-. Como mi madre ha muerto, vivo con una tía anciana, que es la señora que fue su niñera cuando era un niño, señor.
Él asintió.
-Muy bien los detalles. No tan bien el estilo. Vamos: sé que la señora Sucksby te educó mejor que esto. No estás vendiendo violetas. Dilo otra vez.
Hice una mueca, pero dije, con más cuidado:
-La señora que fue su niñera cuando usted era un niño, señor.
-Mejor, mejor. ¿Y en qué situación te hallabas antes de esto?
-Con una señora amable, señor, en Mayfair, la cual, como acaba de casarse y está a punto de viajar a la India, tendrá una chica nativa para vestirla y no me necesitará.
-Ay, madre. Das pena, Britt.
-Eso creo, señor.
-¿Y estás agradecida a la señorita López por admitirte en Briar?
-¡Oh, señor! ¡Gratitud es poco!
-¡Otra vez violetas! -Agitó la mano-. Da igual, servirá. Pero no me sostengas la mirada con esa insolencia, ¿de acuerdo? Mira más bien a mi zapato. Así está bien. Ahora dime lo siguiente. Es importante. ¿Cuáles son tus tareas de sirvienta con tu nueva señora?
-Tengo que despertarla por la mañana -dije- y servirle el té. Tengo que lavarla y vestirla y peinarla. Tengo que conservar sus joyas limpias y no robárselas. Tengo que acompañarla cuando le apetezca pasear y sentarme cuando quiera sentarse. Tengo que llevarle el abanico para cuando tenga mucho calor, el chal para cuando tenga frío, el agua de colonia por si le duele la cabeza, y las sales para cuando esté indispuesta. Tengo que ser su carabina en las clases de dibujo y no mirar cuando se sonroje.
-¡Espléndido! ¿Y qué dicen tus referencias?
-Honrada a carta cabal.
-¿Y cuál es tu objetivo, que nadie más que nosotros debe conocer?
-Que se enamorará de ti y dejará a su tío por ti. Que ella te hará rico, y que tú, señor Puckerman, me harás rica a mí.
Agarré mis faldas y le mostré una de aquellas reverencias ágiles, sin despegar los ojos ni un instante de la puntera de su zapato. Dainty me aplaudió. La señora Sucksby se frotó las manos y dijo:
-Tres mil libras, Britt. ¡Caray! Dainty, pásame un bebé, que quiero estrujar algo.
Puck se apartó a un lado y encendió un cigarrillo.
-No está mal -dijo-. Nada mal. Lo único que falta ahora, creo, es un pequeño retoque. Lo intentaremos más tarde.
-¿Más tarde? -dije-. Oh, Puck, ¿todavía no hemos terminado? Si la señorita López me acepta como doncella para complacerte, ¿qué más le dará lo perfecta que yo sea?
-Puede que a ella le dé igual -contestó-. Creo que, por lo que a ella respecta, podríamos mandarle al perro Charley Wag con un delantal. Pero no sólo tendremos que embaucarla a ella. Está el viejo, su tío; y además de él, todo el servicio doméstico.
-¿El servicio doméstico? -dije-. No había pensado en eso.
-Por supuesto -dijo él-. ¿Crees que una mansión se lleva sola? En primer lugar está el mayordomo, el señor Way...
-¡Way! -dijo John con un suspiro—. ¿No le llaman Milky?
-No -dijo Puck. Se dirigió a mí-. El señor Way -repitió-. Pero yo diría que no te causará problemas. Sin embargo también está la señora Stiles, el ama de llaves..., puede que te examine un poco más de cerca, tienes que estar ojo avizor con ella. Y luego está el ayudante de Way, Charles, y supongo que una o dos chicas para las tareas de la cocina, y un par de camareras; y mozos de cuadra y jardineros, aunque no les verás mucho, no los tengas en cuenta.
Le miré horrorizada. Dije:
-No me habías hablado de ellos. Señora Sucksby, ¿nos ha dicho algo de ellos? ¿Ha dicho que había unos cien criados para los que tendré que interpretar a una sirvienta?
La señora Sucksby tenía a un bebé en brazos y le estaba dando vueltas como si fuera una masa.
-Di la verdad ahora, Puck -dijo ella, sin mirarle-. No entraste mucho en la cuestión de la servidumbre anoche.
Él se encogió de hombros.
-Un mero detalle -dijo.
¿Un detalle? Era muy propio de él: contarte la mitad de la historia y dar por sentado que la sabías entera. Pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión. Al día siguiente, Puck me trabajó a fondo, y al otro recibió una carta de la señorita López. La recibió en la estafeta de la City. Nuestros vecinos se habrían hecho preguntas si hubiera llegado una carta a casa. La cogió, la trajo y la abrió mientras todos le mirábamos; luego guardamos silencio para oír lo que decía: Ibbs tamborileaba un poco con los dedos en el tablero de la mesa, por lo cual supe que estaba nervioso, y eso me puso más nerviosa a mí. La carta era breve. La señorita López decía, primero, que era un gran placer haber recibido la nota del señor Puckerman; y lo considerado que era, y qué bueno era con su antigua niñera. ¡Estaba convencida de que ojalá hubiera caballeros tan buenos y considerados como él! Su tío se las apañaba muy mal, decía, ahora que su ayudante estaba ausente. La casa parecía muy cambiada y silenciosa y sosa; tal vez fuese por el tiempo, que parecía haber dado un vuelco. En cuanto a su doncella -aquí Puck ladeó la carta para captar mejor la luz—, en cuanto a su doncella, pobre Agnes, le complacía poder decirle que Agnes, al fin y al cabo, no parecía estar en trance de morirse...
Al oír esto, todos contuvimos la respiración. La señora Sucksby cerró los ojos y vi que Ibbs lanzaba una mirada al brasero frío y calculaba las ganancias que había perdido en los dos últimos días. Pero entonces Puck sonrió. La doncella no estaba a punto de morir, pero su salud estaba tan quebrantada y sus ánimos tan bajos que la enviaban a Cork.
-¡Dios bendiga a los irlandeses! -dijo Ibbs, sacando el pañuelo y enjugándose la frente.
Puck continuó leyendo.
-«Tendré mucho gusto en recibir a la chica de la que me habla», escribía la señorita López. «Me gustaría que me la mandara de inmediato. Estoy agradecida a todos por acordarse de mí. No estoy muy acostumbrada a que la gente piense en mi bienestar. Si es una chica buena y servicial, estoy segura de que la querré. Y me será tanto más querida, señor Puckerman, porque ella me habrá llegado de Londres, donde está usted.»
Sonrió de nuevo, se llevó la carta hasta la boca y se la pasó de un lado a otro de los labios. Su anillo falso brilló a la luz de las lámparas. Todo había salido, por supuesto, como el sagaz diablo había prometido. Aquella noche -que iba a ser mi última en Lant Street y la primera de todas las que supuestamente desembocarían en la obtención por ûck de la fortuna de la señorita López-, Ibbs mandó ir a buscar para la cena un asado caliente y puso hierros en el fuego para hacer un ponche de celebración. La cena consistió en una cabeza de cerdo con las orejas rellenas, uno de mis platos favoritos, y ofrecido en mi honor. Ibbs llevó el cuchillo de trinchar al escalón de la puerta trasera, se remangó y se agachó para afilar la hoja. Con una mano se apoyaba en el marco de la puerta, y yo lo observé con una extraña sensación en las raíces de mi cabello, pues a lo largo de dicho marco estaban las marcas que cada Navidad, cuando yo era una niña, el cuchillo había hecho encima de mi cabeza para ver cuánto había crecido. Ahora lo pasó sobre la piedra, hacia atrás y hacia delante, hasta que el filo chirrió; entonces se lo dio a la señora Sucksby y ésta repartió la carne. En nuestra casa siempre trinchaba ella. Una oreja cada uno, para Puck e Ibbs; el hocico para John y Dainty, y las carrilleras, que eran la parte más tierna, para ella y para mí. Todo esto, como he dicho, era en mi honor. Pero no sé..., quizás fue ver las marcas en el marco de la puerta; quizás fue pensar en la sopa que haría la señora Sucksby, con los huesos de la cabeza del cerdo asado, cuando yo ya no estuviera allí para tomarla; quizás fue la cabeza misma -que me pareció que hacía muecas; más bien eran las pestañas de sus ojos y las cerdas de su morro pegadas y tostadas por lágrimas de melaza-, pero cuando nos sentamos a la mesa, me entristecí. John y Dainty devoraron su cena, riendo y peleándose, enardeciéndose en los ratos en que Puck bromeaba, y a ratos enfurruñados. Ibbs trabajaba pulcramente su plato, y la señora Sucksby despachaba con toda limpieza el suyo, y yo miraba sin apetito mi ración de cerdo. Le di la mitad a Dainty. Ella se la dio a John. El chasqueó las mandíbulas y aulló, como un perro. Después, cuando ya se habían retirado los platos, Ibbs batió los huevos y el azúcar y el ron para hacer el ponche. Llenó siete vasos, sacó los hierros del brasero, los agitó durante un segundo para rebajarles el punto de calor y los metió dentro de los vasos. Calentar el ponche era como flambear al brandy de un budín de ciruelas: a todo el mundo le gustaba ver cómo se hacía y oír el chisporroteo de la bebida. John dijo: «¿Puedo hacer uno, Ibbs?», con la cara colorada por la cena y reluciente pintura, como la cara de un chico en un dibujo del escaparate de una juguetería. Nos sentamos y todo el mundo hablaba y se reía, diciendo lo bonito que sería cuando Puck se hiciese rico y yo volviera a casa con mis preciosas tres mil libras; pero yo estaba bastante callada, y nadie parecía advertirlo. Finalmente la señora Sucksby se palmeó el estómago y dijo:
-¿No nos cantas algo, Ibbs, para acostar al bebé?
Ibbs sabía silbar como una cafetera, durante una hora seguida. Apartó su vaso, se enjugó el ponche del bigote y empezó con «The Tarpaulin Jacket». La señora Sucksby le acompañó tarareando hasta que se le humedecieron los ojos y dejó de cantar. Su marido había sido marino y se había perdido en el mar. Perdido para ella, quiero decir. Vivía en las Bermudas.
-Precioso -dijo cuando terminó la canción-. ¡Pero cantemos algo más animado, por el amor del cielo! Si no me pondré muy sensiblera. Que los jóvenes bailen un poco.
Ibbs entonó entonces una canción rápida, y la señora dio palmadas y John y Dainty se levantaron y retiraron las sillas.
-¿Me guarda los pendientes, señora Sucksby? –dijo Dainty. Bailaron la polca hasta que saltaron los adornos de porcelana sobre la repisa de la chimenea y el zapateado levantó el polvo varios centímetros. Puck se levantó y les observó, fumando un cigarro, y gritaba «¡Hop!» y «¡Adelante, Johnny!» como gritaría, riéndose, a un terrier en una pelea en la que hubiese apostado. Dije que no cuando me pidieron que me uniera a ellos. El polvo me hacía estornudar y, además, el hierro que había calentado mi ponche estaba demasiado caliente y el huevo se había cuajado. La señora Sucksby había apartado un vaso y un plato de bocados de carne para la hermana de Ibbs, y dije que yo se los llevaría. «Muy bien, querida», dijo ella, sin perder el compás de las palmadas. Cogí el plato y el vaso y una vela y subí. Siempre pensaba que salir de nuestra cocina en una noche de invierno era como abandonar el cielo. Aun así, cuando hube dejado la comida al lado de la hermana dormida de Ibbs y atendido a un par de bebés que se habían despertado con el ruido del baile abajo, no volví a donde estaban los demás. Recorrí la breve distancia del rellano hasta la puerta del cuarto que yo compartía con la señora Sucksby, y subí el tramo de escalera que llevaba al pequeño desván donde yo había nacido. Aquella habitación estaba siempre fría. Esa noche se había levantado una brisa, la ventana estaba suelta y hacía más frío que nunca. El suelo era de tablones lisos, con tiras de tosca alfombra. Las paredes estaban desnudas, salvo por un pedazo de hule azul que había sido clavado con tachuelas para recoger las salpicaduras de un lavabo. Este, en aquel momento, estaba cubierto por un chaleco y una camisa de Puck y un par de cuellos. El siempre dormía aquí cuando nos visitaba, aunque habría podido compartir una cama con Ibbs en la cocina. Sé qué sitio habría elegido yo. En el suelo destacaban sus botas altas de cuero, de las que había raspado el barro y a las que había embetunado. Detrás de ellas estaba su bolsa, de la que asomaba más ropa blanca. En el asiento de una silla había unas monedas de su bolsillo, un paquete de tabaco y lacre. Las monedas eran livianas. El lacre era quebradizo, como toffee. La cama estaba mal hecha. Sobre ella había una cortina de terciopelo rojo, con los aros quitados, que servía de colcha: procedía de una casa incendiada y todavía olía a cenizas. La cogí y me la puse alrededor de los hombros, como una capa. Luego apagué con dos dedos la llama de mi vela y permanecí en la ventana, tiritando, mirando los tejados y chimeneas, y la cárcel de Horsemonger Lañe, donde habían ahorcado a mi madre. En el cristal de la ventana había unos cuantos festones de escarcha reciente, y los aplasté con el dedo para que el hielo se transformara en agua sucia. Desde allí seguía oyendo los silbidos de Ibbs y los brincos de Dainty, pero ante mí las calles del barrio estaban oscuras. Aquí y allá sólo se veía una débil luz en alguna ventana como la mía, y luego la farola de un carruaje, arrojando sombras; después, una persona que corría aprisa contra el frío, rauda y oscura como las sombras, y que desaparecía tan pronto como había aparecido. Pensé en todos los ladrones que debía de haber por allí, y en todos sus hijos; y en todos los hombres y mujeres normales que vivían su vida -su vida extraña y corriente en otras casas, otras calles, en los barrios más luminosos de Londres. Pensé en Santana López y en su casa grande. Ella no conocía mi nombre; tres días antes, yo no conocía el suyo. Ella ignoraba que yo estaba allí, planeando su ruina, mientras John y Dainty bailaban una polca en la cocina. ¿Como sería ella? Una vez conocí a una chica que se llamaba Santana a la que le faltaba la mitad del labio. Le gustaba contar que lo había perdido en una pelea; yo sabía, sin embargo, que había nacido así, y que era incapaz de matar una mosca. Al final se murió, no en una pelea, sino por haber comido carne en mal estado. Un trocito de carne mala la había matado, nada más que eso. Pero era muy rubia. Puck había dicho que la otra Santana, su Santana, era morena y bastante guapa. Pero cuando yo pensaba en ella sólo acertaba a imaginármela tan delgada y castaña y tiesa como la silla de la cocina en la que había atado el corsé.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Invitado Mar Abr 01, 2014 9:46 am

Hola me gusta tu adaptacion de Fingersmith me encanta, para mi todos los libros de Sarah Walters son una joya :) y aqui tienes una fiel lectora desde hoy
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 01, 2014 11:27 am

yaadiizbear12 escribió:Hola me gusta tu adaptacion de Fingersmith me encanta, para mi todos los libros de Sarah Walters son una joya :) y aqui tienes una fiel lectora desde hoy
Hola!! Sí, Sarah Walters es una gran escritora que te envuelve en todas sus historias. Me alegro tenerte por aqui ;)
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Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 01, 2014 11:28 am

Capitulo 5
Ensayé otra reverencia. Me entorpeció la cortina de terciopelo. Probé otra vez. Empecé a sudar, de súbito miedo. En esto se abrió la puerta de la cocina y oí el sonido de pisadas en la escalera, y luego la voz de la señora Sucksby que me llamaba. No respondí. La oí caminar hasta el dormitorio de abajo y buscarme allí; de nuevo se hizo el silencio, seguido de sus pasos subiendo las escaleras del desván, y luego vi la luz de su vela. La ascensión le arrancó unos suspiros; sólo unos pocos, porque era muy ágil, a pesar de ser bastante corpulenta.
-¿Estás aquí, Britt? -dijo en voz baja-. ¿Y sola, en la oscuridad?
Miró a su alrededor todo lo que yo había mirado, las monedas y el lacre, las botas y la bolsa de cuero de Puck. Se me acercó y me tocó la mejilla con su mano caliente y seca, y dije, como si me hubiera hecho cosquillas o pellizcado, y las palabras fueron una risa o un llanto que no pude contener:
-¿Y si no soy capaz, señora Sucksby? ¿Y si no puedo hacerlo? ¿Y si pierdo el valor y le fallo? ¿No sería mejor mandar a Dainty?
Ella movió la cabeza y sonrió:
-Anda, vamos -dijo. Me condujo a la cama, nos sentamos y me inclinó la cabeza hasta que la tuve en su regazo; retiró el pelo de mi mejilla y me lo acarició-. Anda, vamos.
-¿No es un trayecto muy largo? -dije, mirándola a la cara.
-No tan largo -contestó.
-¿Pensará en mí cuando esté allí?
Me retiró un mechón que se me había quedado atrapado alrededor de la oreja.
-Cada minuto -dijo con calma-. ¿No eres mi niña? ¿Y no voy a preocuparme? Pero tendrás a Puck al lado. Nunca te dejaría ir con un granuja vulgar.
Al menos eso era verdad. Pero el corazón todavía me latía deprisa. Pensé de nuevo en Santana López, suspirando en su alcoba, aguardando a que yo llegara para desatarle las cintas y sostener su camisón delante del fuego. Pobre chica, había dicho Dainty. Me mordí el interior del labio. Dije:
-¿Pero tengo que hacerlo, señora Sucksby? ¿No es una mala pasada, y muy mezquina?
Ella sostuvo mi mirada y luego alzó los ojos y asintió con la cabeza hacia la vista que se extendía fuera de la ventana. Dijo:
-Sé que ella lo habría hecho sin pararse a pensarlo. Y sé lo que habría sentido..., qué miedo, pero también qué orgullo, y el orgullo ganando la partida, al verte hacer esto ahora.
Estas palabras me dejaron pensativa. Durante un minuto no dijimos nada. Y lo que pregunté a continuación fue algo que no había preguntado nunca, algo que, en todos mis años en Lant Street, entre todos aquellos timadores y ladrones, no había oído preguntar a nadie, ni una sola vez. Dije, en un susurro:
-¿Usted cree, señora Sucksby, que duele cuando te cuelgan?
Su mano, que estaba alisándome el pelo, se puso rígida. Después siguió acariciándome, con la misma calma que antes. Dijo:
-Creo que no sientes nada más que la soga en el cuello. Yo diría que como un cosquilleo.
-¿Cosquilleo?
-Como un picor.
Su mano continuaba acariciándome.
-Pero cuando se abre la trampilla -dije-, ¿no cree que entonces lo sientes?
Ella cambió la pierna de sitio.
-Quizás un tirón cuando se abre la trampilla -admitió.
Pensé en los hombres a los que había visto caer en Horsemonger Lañe. Se movían, sí. Se movían y pataleaban, como monos sobre ramas.
-Pero al final ocurre tan aprisa -prosiguió ella- que más bien creo que la rapidez hace que no duela. Y cuando ajustician a una mujer..., bueno, ya sabes que le hacen un nudo de tal manera, Britt, que el fin llega mucho más rápido.
Volví a levantar los ojos hacia ella. Había dejado la vela en el suelo, y la luz que la iluminaba desde abajo hacía que sus mejillas pareciesen hinchadas y sus ojos ancianos. Tirité, y ella desplazó la mano hasta mi hombro y me frotó fuerte, a través del terciopelo. Después ladeó la cabeza.
-Y ahí tienes a la hermana de Ibbs -dijo-, totalmente aturdida otra vez y llamando a su madre. La ha estado llamando, la pobre, estos quince últimos años. No me gustaría llegar a ese extremo, Britt. Yo diría que de todos los modos en que un cuerpo puede perecer, el más rápido y limpio sería en definitiva el mejor.
Dijo esto y parpadeó. Lo dijo y pareció que lo decía en serio. A veces me pregunto, sin embargo, si no lo había dicho únicamente para ser amable. Pero esto no lo pensé entonces. Lo único que hice fue levantarme y besarla, y arreglarme el pelo donde ella lo había esparcido con sus caricias, y en eso volvió a oírse el ruido de la puerta de la cocina, y esta vez pasos más fuertes en las escaleras, y después la voz de Dainty.
—¿Dónde estás, Britt? ¿No vienes a bailar? Ibbs se ha llevado un susto y nos estamos partiendo de risa aquí abajo.
Sus gritos despertaron a la mitad de los bebés, y esta mitad despertó a la otra. Pero la señora Sucksby dijo que les atendería ella, y yo bajé y esta vez bailé, con Puck de pareja. Me llevó a compás de vals. Estaba borracho y me sujetaba con firmeza. John volvió a bailar con Dainty, y trotamos por la cocina como una media hora, Puck gritando todo el rato «¡Adelante, John!» y «¡Vamos, chico! ¡Vamos!», e Ibbs parando para untarse los labios con un poco de mantequilla a fin de que los silbidos le salieran melodiosos. Al mediodía del día siguiente abandoné la casa. Empaqué todas mis cosas en el baúl cubierto por una lona y me puse el vestido marrón y la capa y una gorra sobre mi pelo liso. Había aprendido todo lo que Puck pudo enseñarme en tres días de trabajo. Me sabía mi historia. Sólo quedaba una cosa por hacer, y Puck la hizo mientras yo me sentaba a tomar mi última comida en aquella cocina, que consistió en carne seca con pan, la carne tan seca que se me pegaba a las encías. Sacó de su bolsa un pedazo de papel, una pluma y algo de tinta, y me escribió unas referencias. Las escribió de un voleo. Estaba acostumbrado a falsificar papeles, por supuesto. Lo mantuvo en alto para que la tinta se secara y luego lo leyó. Decía:
«A quien pueda interesar. Lady Alice Dunraven, de Whelk Street, Mayfair, recomienda a la señorita Brittany Pierce...», y continuaba de este modo, pero me he olvidado del resto, aunque me pareció muy bien. Posó la hoja y la firmó con la escritura redondeada de una dama. Después se la enseñó a la señora Sucksby.
-¿Qué le parece, señora S.? -dijo, sonriendo-. ¿Servirá para que Britt consiga el puesto?
Pero la señora Sucksby dijo que no podía juzgarlo.
-Tú sabes más, querido -dijo, apartando la vista.
Naturalmente, si alguna vez recurríamos a ayudas en Lant Street, no buscábamos tanto referencias como ausencia de ellas. Había un chiquilla casi enana que venía a veces a hervir los pañales de los bebés y a fregar los suelos; pero era una ladrona. No habríamos podido contratar a gente honrada. Al cabo de tres minutos se habría percatado de los negocios que se despachaban en la casa. No podíamos arriesgarnos. Así que la señora Sucksby rechazó la hoja y Puck la leyó de nuevo entera, me guiñó un ojo, la plegó, la selló con lacre y la metió en mi baúl. Tragué lo que quedaba de pan y carne seca y me até la capa. Sólo tenía que despedirme de la señora Sucksby. John Vroom y Dainty no se levantaban nunca antes de la una. Ibbs se había ido a reventar una caja de caudales en Bow: me había besado en la mejilla una hora antes y me había dado un chelín. Me puse el sombrero. Era un feo gorro marrón, como el vestido. La señora Sucksby me lo enderezó. Luego me cogió la cara entre sus manos y sonrió.
-¡Dios te bendiga, Britt! -dijo-. ¡Vas a hacernos ricos!
Pero entonces se le agrió la sonrisa. En toda mi vida no me había separado de ella más de un día. Se dio media vuelta, para ocultar sus lágrimas.
-¡Llévatela aprisa! —le dijo a Puck-. ¡Llévatela y que yo no la vea!
Y así, él me rodeó los hombros con su brazo y me sacó de la casa. Encontró un chico para que nos siguiera, con el baúl a cuestas. Iba a llevarme a una parada de taxis que nos transportara a la estación de Paddington, donde me acompañaría al tren. Hacía un día de perros. Aun así, como yo no tenía muchas ocasiones de cruzar el río, dije que me gustaría ir andando hasta el puente de Southwark, para contemplar el panorama. Había pensado que desde allí vería todo Londres, pero la niebla se espesaba a medida que avanzábamos. En el puente era donde más había. Se divisaba la bóveda negra de St. Paul, las gabarras en el agua; se veían todas las cosas oscuras de la ciudad, pero no las claras; las claras se perdían o parecían sombras.
-Qué raro pensar que el río está ahí abajo -dijo Puck, mirando por el pretil. Se inclinó y escupió.
No habíamos contado con la niebla. Lentificaba el tráfico hasta casi atascarlo, y aunque encontramos un taxi, veinte minutos después pagamos al taxista y nos apeamos para seguir a pie. Yo tenía que haber partido en el tren de la una; mientras cruzábamos una plaza grande, oímos que sonaba esa hora, seguida del cuarto y luego de la media, con un tañido enloquecedoramente húmedo y mortecino, como si los badajos y las campanas contra las que resonaban hubieran sido enfundados en franela.
-¿No sería mejor que volviéramos y lo dejásemos para mañana? -dije.
Pero Puck dijo que enviarían a Marlow un carruaje con su cochero para esperar el tren, y pensaba que más valía con su cochero para esperar el tren, y pensaba que más valía llegar tarde que no llegar. Pero al final, cuando por fin llegamos a Paddington, descubrimos que todos los trenes circulaban con retraso y lentamente, lo mismo que el tráfico; tuvimos que esperar otra hora más hasta que el jefe de estación levantó la señal de que el tren de Bristol -que sería el mío hasta Maidenhead, donde tendría que transbordar a otro- estaba listo para el embarque. Aguardamos debajo del reloj, inquietos y echándonos el aliento en las manos. En la estación habían encendido grandes lámparas, pero la niebla que entraba se había mezclado con el vapor, y al desplazarse de un arco al otro empañaba mucho la luz. En las paredes había colgaduras negras por la muerte del príncipe Alberto; los pájaros habían ensuciado el crespón. Me pareció muy lúgubre, para un lugar tan grandioso. Y, desde luego, había muchísima gente a nuestro lado, todos esperando y jurando, o dándose empellones, o permitiendo que sus niños y sus perros se nos metieran entre las piernas.
-Cojones -dijo Puck, con una voz seca y quisquillosa, cuando le pasó por encima del pie la rueda de una silla. Se agachó para limpiarse el polvo de la bota, luego se irguió, encendió un cigarrillo y tosió. Tenía el cuello vuelto hacia arriba y llevaba un sombrero blando y negro. Tenía amarillos los blancos de los ojos, como manchados de ponche. En aquel momento no parecía para nada un hombre por el que una chica perdiese la cabeza.
Tosió de nuevo.
-Vaya mierda este tabaco barato -dijo, extrayendo una hebra que se le había desprendido en la boca. Su cara cambió al topar con mi mirada-. Y una mierda esta vida de pobres, en todas sus formas, ¿eh, Britt? Pronto se acabará para ti y para mí.
Miré a otra parte sin decir nada. Había bailado con él un vals rápido la noche anterior; ahora, lejos de Lant Street y de la señora Sucksby y de Ibbs, entre todos aquellos hombres y mujeres congregados y gruñendo alrededor, parecía tan sólo un desconocido más, y me avergonzaba de él. Pensé: Para mí no eres nada. Y a punto estuve de repetir que volviéramos a casa, pero yo sabía que si lo decía él se pondría de peor talante y mostraría su mal genio, así que no lo hice. Terminó su pitillo y fumó otro. Fue a orinar y yo también fui pero por mi lado. Oí el silbato cuando me estaba subiendo las faldas; cuando volví, descubrí que el jefe de estación había dado la orden y la mitad de la muchedumbre se había levantado y se dirigía como una gran avalancha sudorosa hacia el tren que esperaba. Seguimos a la gente y Puck me llevó a un vagón de segunda clase y entregó el baúl al hombre que estaba colocando las bolsas y cajas en el techo. Ocupé un asiento al lado de una mujer de cara blanca con un bebé en brazos; frente a ella había dos campesinos robustos. Creo que se alegró de verme entrar, pues como iba vestida tan limpia y bonita no se le ocurrió pensar -¡ja, ja!- que fuese una ladronzuela del barrio. Detrás de mí entraron un chico y su papá anciano, con un canario en una jaula. El chico se sentó al lado de los labriegos. El padre se sentó a mi lado. El vagón se escoró y crujió, y todos echamos atrás la cabeza y miramos las costras de polvo y de esmalte que se desprendían del techo, donde los equipajes retumbaban y resbalaban de su sitio. La puerta permaneció abierta durante otro minuto y después se cerró. Con todo el barullo de subir al vagón apenas me había fijado en Puck. Me había acomodado y luego se había ido a hablar con el jefe de estación. Ahora se acercó a la ventana abierta y dijo:
-Me temo que quizás llegues muy tarde, Puck. Pero confío en que el coche te esperará en Marlow. Estoy seguro de que sí. Tienes que confiar en que lo hará.
Supe al instante que no sería así, y me invadió una oleada de desdicha y miedo. Dije rápidamente:
-Ven conmigo, ¿quieres?, y me enseñas la casa.
¿Pero cómo iba a hacerlo? Movió la cabeza con aire apenado. Los dos campesinos, la mujer, el chico y su padre nos observaban, preguntándose, supongo, qué queríamos decir con la casa, y qué hacía un hombre con sombrero flexible, y con una voz así, hablando de aquello con una chica como yo. En eso el maletero bajó del techo, sonó otro silbato, el tren dio una sacudida tremenda y se puso en marcha. Puck alzó su sombrero hasta que la locomotora adquirió velocidad; por fin desistió: le vi girarse, ponerse el sombrero, alzarse el cuello. Ya se había ido. El vagón crujió aún más fuerte y empezó a balancearse. La mujer y los hombres se agarraron a las correas de cuero; el chico pegó la cara a la ventana. El canario acercó el pico a los barrotes de su jaula. El bebé empezó a llorar. Lloró durante media hora.
-¿No tiene un poco de ginebra? -le dije a la mujer, por fin.
-¿Ginebra? -dijo ella, como si yo hubiese dicho «veneno».
Luego esbozó una mueca y no me prestó atención, no tan contenta de que me hubiera sentado a su lado, la puerca con ínfulas, después de todo. Entre la mujer y el niño, el pájaro que revoloteaba, el viejo -que se quedó dormido y roncaba- y el chico -que hacía bolas de papel-, los labriegos -que fumaban y apestaban- y la niebla - que hacía que el tren diera bandazos y se detuviera, y que provocó que llegase a Maidenhead con dos horas de retraso sobre el horario previsto, con lo que perdí el tren de Marlow y tuve que esperar al siguiente-, entre una cosa y otra, mi viaje fue espantoso. No llevaba conmigo nada de comer, porque todos habíamos supuesto que llegaría a Briar a tiempo para tomar el té con el servicio doméstico. No había probado bocado desde el almuerzo al mediodía, de pan y carne seca: entonces se me había pegado a las encías, pero me habría parecido suculento siete horas más tarde, en Maidenhead. La estación no era como la de
Paddington, donde había puestos de café y de leche y pastelerías. Había una sola tienda con vituallas, y estaba cerrada. Me picaban los ojos a causa de la niebla. Al sonarme la nariz dejé el pañuelo negro. Un hombre me vio sonarme.
-No llore -me dijo, sonriendo.
-No estoy llorando -dije.
Él parpadeó y me preguntó mi nombre. Una cosa era coquetear en la ciudad, pero yo no estaba en la ciudad ahora, y no contesté. Cuando el tren llegó a Marlow me senté al fondo del vagón y él se sentó en la parte delantera, pero con la cara mirando en mi dirección; durante una hora trató de que nuestras miradas se cruzasen. Recordé que Dainty me había contado que una vez que viajaba sentada en un tren, con un señor cerca, él se había abierto los pantalones y le había enseñado la polla y pedido que se la tocara; ella lo había hecho y él le había dado una libra. No supe qué haría si aquel hombre me pedía que le tocara la suya, si gritaría o miraría a otra parte, o se la tocaría o qué. ¡Pero no necesitaba la libra, en el lugar adonde me dirigía! De todos modos, el dinero así obtenido era difícil de gastar. Dainty nunca había podido gastar el suyo por miedo a que su padre la viese y supiera que había sido una casquivana. Escondió la libra detrás de un ladrillo suelto en la pared de los arreglos de almidón, y le puso una marca que sólo ella conocía. Dijo que lo revelaría en el lecho de muerte, para que utilizásemos la libra en pagar su entierro. Bueno, pues el hombre del tren no paraba de mirarme, pero no vi si tenía los pantalones abiertos, y al final me saludó levantando un poco el sombrero y se apeó. Hubo más paradas después de ésta, y en cada una se apeaba alguien de otros vagones del tren, pero no subió nadie. Las estaciones eran cada vez más pequeñas y oscuras, hasta que por fin no había en ellas nada más que un árbol; en ninguna parte se veía más que nada más que un árbol; en ninguna parte se veía más que árboles, y más allá arbustos, y más allá niebla -niebla gris, no parda-, y el cielo de la noche oscura sobre ellos. Y cuando los árboles y los arbustos parecieron más espesos que nunca, y el cielo fue más negro de lo que yo hubiera creído que podía ser un cielo, el tren se detuvo por última vez; aquello era Marlow. Allí no se apeó nadie más que yo. Era la última pasajera de todos. El jefe de estación dio el alto y vino a bajar mi baúl. Dijo:
-Le pesará mucho esto. ¿Viene a recogerla alguien?
Le dije que supuestamente tenía que esperarme un hombre con un carruaje para llevarme a Briar. Me preguntó si me refería al coche que venía a recoger el correo. Había llegado y se había ido hacía tres horas. Me miró de arriba abajo.
-Viene de Londres, ¿verdad? —dijo. Llamó al maquinista, que nos miraba desde su cabina-. Ha venido de Londres y se dirige a Briar. Le he dicho que el coche de Briar ha venido y se ha ido.
-Ha venido y se ha ido, desde luego —dijo el maquinista-. Ha venido y se ha ido, yo diría, hace tres horas.
Yo tirité. Allí hacía más frío que en casa. Hacía más frío y estaba más oscuro y el aire olía raro, y la gente de allí -¿no lo he dicho?- eran simplones vociferantes. Dije:
-¿No hay un taxista que pueda llevarme?
-¿Un taxista? -dijo el jefe. Se lo gritó al maquinista-: ¡Quiere un taxista!
-¡Un taxista!
Se rieron hasta que les entró la tos. El jefe sacó un pañuelo y se limpió la cara, diciendo:
-¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Un taxista, en Marlow!
-¡Oh, que os jodan! -dije-. ¡Que os jodan a los dos!
Y, cogiendo el baúl, caminé con él hacia un par de luces que brillaban, que pensé que serían de las casas del pueblo. El jefe dijo:
-¡Caramba, qué descarada...! Se lo pienso decir al señor Way. A ver qué le parece, ¡venir aquí con esa lengua de Londres!
Yo no sabía qué hacer a continuación. Ignoraba la distancia que había hasta Briar. Ni siquiera sabía qué carretera coger. Londres estaba a sesenta kilómetros, y tenía miedo de las vacas y los toros. Pero, al fin y al cabo, las carreteras del campo no son como las calles de la ciudad. Hay sólo unas cuatro, y todas, además, van a parar al mismo sitio.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Miér Abr 02, 2014 12:46 am

Waaaa... así que estafa?
Y san enferma?(o yo entendí mal??)

Sigue pronto.
Me intrigan las historias así.
Gracias por darte el tiempo de adaptarlas. :)
Saludos*
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Mensaje por Marta_Snix Miér Abr 02, 2014 10:01 am

Tat-Tat escribió:Waaaa... así que estafa?
Y san enferma?(o yo entendí mal??)

Sigue pronto.
Me intrigan las historias así.
Gracias por darte el tiempo de adaptarlas. :)
Saludos*
Sí, quieren estafar a los López
San... bueno pronto te enteraras de lo que le pasa...
Ya te dejo nuevo cap, me alegro que te guste y gracias a ti por tomarte el tiempo de leerla
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 3750214905 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Miér Abr 02, 2014 10:02 am

Capitulo 6
Eché a andar, y llevaba andando un minuto cuando, a mi espalda, oí el sonido de cascos y el chirrido de ruedas. Y entonces un carro paró junto a mí y el cochero sacó una linterna y me enfocó con ella para verme la cara.
-Usted debe de ser Brittany Pierce -dijo-, que ha venido de Londres. La señorita Santana ha estado preocupada por usted todo el día.
Era un hombre de edad y se llamaba William Inker. Era el mozo de cuadra de la señorita López. Cogió el baúl y me ayudó a subir al asiento junto al suyo, y arreó al caballo; y cuando –la brisa nos azotaba mientras avanzábamos- notó que yo tiritaba, me alcanzó una manta escocesa para que me la pusiera en las piernas. Había unos diez u once kilómetros hasta Briar, y él llevó el carro al trote, fumando una pipa. Le hablé de la niebla –había todavía una especie de bruma, incluso allí, incluso entonces- y del retraso de los trenes. Dijo:
-Así es Londres. Conocido por su niebla, ¿no? ¿No has estado mucho por el campo?
-No mucho -dije.
-Has trabajado de sirvienta en la ciudad, ¿no? ¿Era bueno tu último puesto?
-Bastante bueno -dije.
-Tienes un modo raro de hablar para ser doncella de una señora -dijo entonces-. ¿Has estado alguna vez en Francia?
Tardé un segundo en contestar, mientras alisaba la manta sobre mi regazo.
-Una o dos veces -dije.
-Gente bajita, los franceses, creo. Cortos de piernas, me refiero. Ahora bien, yo sólo conocía a un francés -un desvalijador de casas al que llamaban Jack el Alemán, no sé por qué. Era bastante alto; pero dije, para complacer a William Inker:
-Bajitos, sí.
-Lo suponía -dijo él.
La carretera estaba en perfecto silencio y completamente oscura, y me figuré que el ruido del caballo y de las ruedas se transmitiría a gran distancia a través de los campos. De pronto, bastante cerca, oí el lento tañido de una campana; en aquel momento me pareció un sonido muy lastimero, no como las alegres campanas de Londres. Dieron nueve campanadas.
-Es la campana de Briar dando las horas -dijo William Inker.
Guardamos silencio después de eso, y al cabo de poco tiempo llegamos a una alta tapia de piedra y tomamos la carretera que discurría a su lado. Pronto la tapia se transformó en un arco grande, y entonces vi detrás de él el tejado y las ventanas puntiagudas de una casa grisácea, medio cubierta de hiedra. Me pareció una mansión magnífica, aunque no tan grande ni tan sombría como Puck la había pintado. Pero cuando William Inker puso el caballo al paso y me retiró la manta y descargó el baúl, dijo:
-¡Espera, mi niña, todavía queda un kilómetro! -Y a continuación, a un hombre que había aparecido con una linterna en la puerta de la casa, le gritó-: Buenas noches, señor Mack. Puede cerrar la verja cuando hayamos pasado. Mire, le presento a la señorita Pierce, sana y salva.
¡El edificio que yo había creído que era Briar era tan sólo el pabellón del guardés! Agucé la vista, sin divisar nada, y rebasamos la casa, entre dos filas de oscuros árboles pelados, que se curvaban como la carretera y se adentraban luego en una especie de hueco donde el aire -que en apariencia se había aclarado un poco, en las alamedas descubiertas— se espesó de nuevo. Tan tupido se hizo que noté humedad en la cara, pestañas y labios, y cerré los ojos. Después se disipó la humedad. Miré otra vez fijamente. El camino ascendía, salimos de la hilera de árboles a un claro de grava, y allí —alzándose enorme y recta y severa de entre la niebla lanosa, con todas sus ventanas negras o cerradas, sus muros tapizados de una clase de hiedra muerta, y un par de chimeneas despidiendo volutas de un humo gris tenue-, allí estaba Briar, la mansión de la señorita López, que a partir de entonces debía llamar mi casa. No cruzamos por delante de la fachada, sino que la rodeamos por un lado y tomamos un camino que la circundaba por detrás, donde había un revoltijo de patios y pórticos y edificios anejos, y más paredes oscuras y ventanas cerradas y ladridos de perros. En lo alto de uno de los edificios estaba la esfera redonda y blanca y las grandes agujas negras del reloj que yo había oído sonar a través de los campos. William Inker detuvo al caballo debajo y me ayudó a apearme. Una puerta se abrió en uno de los muros y apareció una mujer que nos miraba con los brazos cruzados contra el frío.
-Es la señora Stiles, que ha oído llegar al coche –dijo William. Atravesamos el patio en dirección a ella. Encima de nosotros, en una ventanita, creí ver brillar la llama de una vela, que ondeó antes de apagarse.
La puerta daba acceso a un corredor que a su vez llevaba a una cocina espaciosa y brillante, como unas cinco veces más grande que la nuestra en Lant Street, y con tiestos en hileras sobre una pared encalada, y unos cuantos conejos colgados de ganchos de las vigas del techo. Ante una amplia mesa fregoteada estaban sentados un chico, una mujer y tres o cuatro chicas; por supuesto, todos me miraron con severidad. Las chicas examinaron mi gorra y el corte de mi capa. Como sus vestidos y sus delantales no eran sino el atuendo de criadas, no me molesté en examinarlos. La señora Stiles dijo:
-Bueno, ha llegado todo lo tarde que se puede llegar. Un poco más y habría tenido que quedarse en el pueblo. Aquí seguimos un horario temprano.
Rondaba los cincuenta, llevaba una gorra blanca con flecos y se las arreglaba para no mirarte del todo a los ojos cuando te dirigía la palabra. Llevaba un manojo de llaves en una cadena atada a la cintura. Llaves simples, anticuadas; yo habría podido hacer una copia de cualquiera de ellas. Hice una media reverencia. No dije -como podría haber hecho— que ella podía estar agradecida de que yo no me hubiese vuelto a Paddington; que ojalá me hubiera vuelto; y que haber vivido la experiencia que yo acababa de vivir en el intento de viajar a sesenta kilómetros de Londres quizás demostrase que era una ciudad que no estaba hecha para abandonarla; no dije nada de esto. Dije, en cambio:
-Agradezco mucho, desde luego, que me enviaran el coche. -Las chicas sentadas a la mesa se rieron a escondidas al oírme hablar. La mujer sentada con ellas -y que resultó ser la cocinera- se levantó y empezó a prepararme una bandeja para la cena. William Inker dijo:
-La señorita Pierce viene de una casa muy fina de Londres, señora Stiles. Y ha estado varias veces en Francia.
—¿Ah, sí? -dijo Stiles.
-Sólo una o dos veces -dije. Ahora todos pensarían que me había estado dando aires.
-Dice que los hombres de allí son muy cortos de piernas.
La señora Stiles asintió. Las chicas a la mesa volvieron a reírse, y una de ellas susurró algo que al chico le hizo sonrojarse. Pero mi bandeja estaba ya lista, y Stiles dijo:
-Margaret, puedes llevar esto a la antecocina. Señorita Pierce, supongo que querrá que le indique dónde lavotearse las manos y la cara.
Entendí que me estaba diciendo que me llevaría a la antecocina, y dije que la seguiría encantada. Me dio una vela y me condujo por otro pasillo corto hasta otro patio donde había un retrete de tierra con papel colgado de un clavo. Luego me llevó a su cuartito. Tenía una chimenea con flores blancas de cera encima, una foto enmarcada de un marino, que supuse que sería el señor Stiles, navegando en el mar, y otra foto de un ángel, con el pelo totalmente negro, que supuse que sería el señor Stiles, ahora en el cielo. Ella se sentó a observar cómo cenaba. La cena era picadillo de cordero y pan con mantequilla; como podrán imaginar, con el hambre que tenía enseguida di buena cuenta del refrigerio. Mientras comía, se oyeron las lentas campanadas del reloj que yo había oído antes, dando las nueve y media. Dije:
-¿El reloj suena toda la noche?
La señora Stiles asintió.
-Toda la noche y todo el día, da las horas y las medias. Al señor López le gusta la vida metódica. Ya lo verá.
-¿Y a la señorita López? -dije, recogiendo las migas de las comisuras de los labios-. ¿Qué vida le gusta a ella?
Ella se alisó el mandil.
-A la señorita Santana le gusta lo que a su tío -respondió. Recompuso los labios y añadió-: Verá usted, señorita Pierce, que la señorita Santana es una chica muy joven, a pesar de ser el ama de esta mansión. Los criados no la molestan, porque las cuentas me las dan a mí. Debería haberle dicho que he sido ama de llaves el tiempo suficiente como para saber conseguir una sirvienta para mi señora..., pero hasta un ama de llaves tiene que hacer lo que le ordenan, y la señorita Santana se ha propasado conmigo a este respecto. Propasado mucho. Yo no diría que sea muy juicioso en una chica de su edad, pero veremos adonde van a parar las cosas.
-Estoy segura de que haga lo que haga la señorita tiene que salir bien -dije.
-Tengo una gran servidumbre para asegurarme de que sea así. Esta es una casa bien gobernada, señorita Pierce, y espero que se habitúe. No sé las costumbres que tendría en su último puesto. No sé cuáles son las cosas que en Londres se consideran los deberes de una sirvienta. Como nunca he estado allí -¡nunca había estado en Londres!-, no puedo decirlo. Pero si respeta a mis otras chicas, ellas la respetarán también. Espero, por supuesto, que no la veré hablando más de lo debido con los hombres y los mozos de cuadra...
Continuó así durante un cuarto de hora, y en todo este tiempo, como ya he dicho, no me miró a los ojos. Me informó de los sitios de la casa en que podía entrar, de dónde debía comer y de qué ración de azúcar podría disponer, y de cuánta cerveza, y de cuándo podría mandar a lavar mi ropa interior. Me dijo que la criada de la última señora tenía por costumbre pasar a las chicas de la cocina el té que ya había hervido en la tetera de la señorita Santana. Lo mismo se hacía con las sobras de cera de sus velas; había que dárselas al señor Way. Y éste sin duda sabría cuántas tenía que recibir, pues era él quien se encargaba de apagar las velas. Los corchos se entregaban a Charles, el afilador. Los huesos y las peladuras se los daban a la cocinera.
-Pero puede quedarse con los restos de jabón que la señorita Santana deje en el lavabo porque están demasiado secos para producir espuma.
Eso era, pues, una criada: siempre escarbando en tu pequeña parcela. ¡Como si a mí me importaran el jabón y los cabos de vela! Si no lo había sabido, ahora sabía lo que era tener expectativas de obtener tres mil libras. Después me dijo que si había terminado mi cena le gustaría enseñarme mi habitación. Pero debía pedirme que no dijera ni pío durante el trayecto, porque al señor le gustaba que la casa estuviera en silencio y no soportaba ruidos, y la señorita Santana tenía un sistema nervioso parecido al de su tío, que no consentía que turbara su descanso ninguna clase de molestia. Después de decir esto ella cogió su lámpara y yo mi vela y me condujo por el corredor hasta una escalera oscura.
-Este camino es el de los criados -dijo, mientras caminábamos-, el que debe tomar siempre, a no ser que la señorita Santana le indique otra cosa.
Su voz y sus pisadas se hicieron más débiles a medida que nos alejábamos. Por fin, cuando ya habíamos subido tres pisos, me llevó hasta una puerta y me dijo en un susurro que era la de mi cuarto. Giró despacio la manija, poniéndose un dedo delante de los labios. Yo nunca había tenido una habitación propia. Ahora no deseaba especialmente una. Pero, como debía tenerla, supuse que aquélla me serviría. Era pequeña y sencilla: habría estado mejor, quizás, con algunas guirnaldas de papel y unos cuantos perros de escayola. Pero había un espejo sobre la repisa de la chimenea, y una alfombra delante del fuego. Junto a la cama -William Inker debía de haberlo subido— estaba mi baúl. Cerca de la cabecera de la cama había otra puerta, cerrada a cal y canto y sin llave en ella.
-¿Adonde da? -pregunté a Stiles, pensando que quizás diese a otro pasillo o a un excusado.
-Es la puerta del cuarto de la señorita Santana -dijo.
-¿La señorita está ahí, durmiendo en su cama?
Puede que lo dijera un poco alto, pero Stiles se estremeció, como si yo acabara de chillar o de agitar un sonajero.
-La señorita Santana duerme muy mal –contestó rápidamente-. Si se despierta de noche, quiere que acuda su doncella. No la llamará esta noche, porque usted es una desconocida para ella; pondremos a Margaret en una silla delante de su puerta, y ella le servirá el desayuno mañana y la vestirá para el día. Después, tiene que estar lista para cuando la señorita la llame para conocerla.
Dijo que esperaba que el ama me encontrase agradable. Dije que yo también lo esperaba. Después me dejó. Se retiró muy suavemente, pero en la puerta se detuvo para llevarse la mano a su manojo de llaves. Cuando la vi hacer eso me entró un escalofrío, porque de repente me pareció ni más ni menos que la carcelera de una prisión. Dije, sin poder contenerme:
-¿Va a encerrarme aquí dentro?
-¿Encerrarla? -respondió, frunciendo el ceño-. ¿Por qué iba a hacer eso?
Dije que no lo sabía. Me miró de arriba abajo, alzó la barbilla y luego cerró la puerta y se marchó. Levanté el pulgar: «¡Chúpate esto!», pensé. Me senté en la cama. Era dura. Me pregunté si habrían cambiado las sábanas y las mantas después de que la última doncella se hubiere marchado con la escarlatina. No se veía en la oscuridad. La señora Stiles se había llevado la lámpara y yo había plantado mi vela en una corriente de aire: la llama cabeceaba y producía grandes sombras negras. Desaté mi capa, pero la dejé colgada de mis hombros. Estaba dolorida por el frío y el viaje, y había cenado demasiado tarde el picadillo de carne, que asentado en mi estómago me hacía daño. Eran las diez de la noche. En casa nos reíamos de la gente que se acostaba antes de medianoche. Pensé que era como si me hubiesen metido en la cárcel. Una cárcel habría sido más animada. Allí sólo reinaba un silencio espantoso: escuchabas y te trastornaba los oídos. Y cuando te levantabas e ibas a la ventana y te asomabas fuera, casi te desmayabas al ver lo alto que estabas, lo oscuro que estaban el patio y los establos, y lo inmóvil y silencioso el campo de más allá. Recordé la vela que había visto ondeando en una ventana cuando caminaba con William Inker. Me pregunté cuál sería la ventana en la que ardía la luz. Abrí el baúl para ver todas las cosas que había llevado conmigo de Lant Street, pero ninguna era mía, en realidad, excepto las enaguas y blusas que Puck me había dicho que cogiera. Me quité el vestido y durante un segundo lo sostuve a la altura de mi cara. Tampoco era mío, pero encontré las puntadas que Dainty había dado, y las olí. Me pareció que su aguja había dejado allí el olor de la chaqueta de piel de perro de John Vroom. Pensé en la sopa que la señora Sucksby habría hecho con los huesos de aquella cabeza de cerdo; y se me hizo rarísimo imaginarlos a todos tomando la sopa sentados a la mesa, quizás pensando en mí, quizás pensando totalmente en otra cosa. Si hubiera sido una chica llorona, al imaginar aquello sin duda habría llorado. Pero no era de esas chicas. Me puse el camisón, volví a ponerme la capa encima y me quedé con las medias puestas y los zapatos atados. Miré a la puerta cerrada junto a la cabecera de la cama, y al agujero de la cerradura. Me pregunté si Santana tendría una llave en su lado y si la habría echado. Quise saber qué vería si iba hasta la puerta y me agachaba y miraba, ¿y quién que ha pensado eso no lo hace? Pero cuando fui de puntillas y me agaché para mirar, vi una luz tenue, una sombra..., nada que fuese más claro, ni el menor rastro de una chica que duerme o vela o se inquieta. Pero quería saber si se le oía respirar. Me enderecé, contuve la respiración y pegué el oído a la puerta. Oí los latidos de mi corazón y el bramido de mi sangre. Oí un ruidito tenso que debía de ser el de un gusano o un escarabajo que se arrastraba por el bosque. Aparte de eso no se oía nada, aunque escuché durante un minuto, quizás dos. Luego desistí. Me descalcé, me quité las ligas y me metí en la cama: las sábanas estaban frías y húmedas, como láminas de hojaldre. Coloqué la capa encima de la cama, para tener más calor, y también para tenerla a mano por si alguien venía por la noche y yo necesitaba huir. Nunca se sabía. Dejé la vela encendida. Tanto peor si el señor Way se quejaba de que le faltaba un cabo.
Hasta un ladrón tiene su punto flaco. Las sombras seguían bailando alrededor. Las láminas de hojaldre continuaban frías. El gran reloj dio las diez y media, las once, las once y media, las doce. Yo tiritaba, tumbada, y añoraba con toda mi alma a la señora Sucksby, Lant Street, mi casa.

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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Miér Abr 02, 2014 3:49 pm

me encanta esta historia
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Mensaje por Marta_Snix Miér Abr 02, 2014 4:50 pm

Capitulo 7
Me despertaron a las seis de la mañana. A mí me pareció que era todavía media noche, porque mi vela, por supuesto, se había consumido, y las cortinas eran gruesas y no dejaban pasar la luz. Cuando la criada, Margaret, vino a llamar a mi puerta, creí que estaba en mi antiguo cuarto de Lant Street. Estaba convencida de que era un ladrón que se había escapado de la cárcel y que necesitaba que Ibbs le limase los grillos. Eso ocurría algunas veces, y algunas veces los ladrones eran gente amable, que nos conocía, y otras eran maleantes desesperados. Una vez un hombre puso un cuchillo en la garganta de Ibbs, porque dijo que limaba demasiado despacio. De modo que al oír la llamada de Margaret salté de la cama, gritando «¡Oh! ¡Espere!», aunque no sabría decir por qué tenía que esperar, y quién debía hacerlo; y supongo que tampoco sabría decirlo Margaret. Asomó la cara por la puerta y susurró: «¿Me ha llamado, señorita?» Me traía una jofaina de agua caliente, y entró y encendió el fuego; después buscó debajo de la cama y sacó el orinal y lo vació en su cubo de desechos, y lo lavó con un paño húmedo que llevaba colgado del delantal. En mi casa yo estaba acostumbrada a lavar los orinales. Ahora, al ver que Margaret vaciaba mi pipí en el cubo, no supe con certeza si me gustaba que lo hiciera. Pero dije: «Gracias, Margaret», y luego me arrepentí de haberlo dicho, pues ella lo oyó y ladeó la cabeza, como diciendo que quién me creía yo que era, agradeciéndole a ella. Criadas. Dijo que tenía que desayunar en la antecocina de la señora Stiles. Luego se dio media vuelta y se fue, echando una rápida ojeada de paso, me pareció, a mi vestido, mis zapatos y mi baúl abierto. Aguardé a que el fuego se avivara y me levanté y vestí. Hacía demasiado frío para lavarse. Mi camisón estaba pegajoso. Al retirar la cortina e irrumpir la luz del día, vi -como no había podido ver la noche anterior, a la luz de la vela- que el techo tenía manchas marrones de humedad, y que la madera y las paredes estaban manchadas de blanco. De la habitación contigua llegaba un murmullo de voces. Oí a Margaret decir: «Sí, señorita», seguido del ruido al cerrarse la puerta. Después reinó el silencio. Bajé a desayunar, me perdí en los oscuros corredores al pie de la escalera del servicio, y me encontré en el patio donde estaba el retrete. Entonces vi que éste estaba rodeado de ortigas y los ladrillos del patio agrietados por la maleza. Los muros de la casa estaban recubiertos de hiedra, y a algunas ventanas les faltaban cristales. Puck tenía razón, después de todo, en que no valía la pena desvalijar la mansión. También estaba en lo cierto respecto a la servidumbre. Cuando por fin encontré la antecocina de Stiles, vi en ella a un hombre que llevaba tirantes y medias de seda, y una peluca empolvada en la cabeza. Era el señor Way. Había sido mayordomo del señor López durante cuarenta y cinco años, dijo, y lo parecía. La chica que trajo el desayuno le sirvió a él primero. Tomamos jamón, un huevo y un vaso de cerveza. Allí acompañaban todas las comidas con cerveza, la fabricaban en una habitación entera. ¡Y dicen que los londinenses son unos borrachínes! El señor Way apenas me dirigió la palabra, pero habló con la señora Stiles sobre el gobierno de la casa. Me preguntó sólo acerca de la familia a la que se suponía que yo acababa de dejar; y cuando le dije que eran los Dunraven, de Whelk Street, Mayfair, asintió y se hizo el listo diciendo que creía que conocía al señor Dunraven, lo cual demuestra lo farsante que era. Se marchó a las siete. La señora Stiles no se levantó de la mesa hasta que él lo hizo. Entonces dijo:
-Le alegrará saber, señorita Pierce, que la señorita Santana ha dormido bien.
No supe qué contestar. Ella prosiguió, no obstante:
-La señorita se levanta temprano. Ha pedido que vaya a verla. ¿Quiere lavarse las manos antes de subir? La señorita Santana es como su tío, muy puntillosa.
Yo pensé que tenía las manos limpias, pero me las lavé de todos modos en un pequeño fregadero de piedra que había en el rincón del cuarto. Noté la cerveza que había bebido, y lamenté haberlo hecho. Hubiera querido utilizar el retrete cuando atravesé el patio. Estaba segura de que no volvería a encontrarlo. Estaba nerviosa. Ella me guió. Subimos de nuevo por la escalera del servicio, pero esta vez salimos a un pasillo más noble que llevaba a una o dos puertas. Llamamos a una de ellas. No percibí la respuesta que dieron, pero supongo que Stiles sí la oyó. Enderezó la espalda, giró el picaporte de hierro y me hizo entrar. La habitación era oscura, como todas las de allí. Todas las paredes estaban revestidas de vieja madera negra, y el suelo —desnudo, salvo por un par de nimias alfombras turcas, que tenían desgastadas partes de la trama- también era negro. Había alrededor algunas mesas grandes y pesadas, y un par de sofás duros. Había un cuadro de una colina parda, y un jarrón lleno de hojas secas, y una serpiente muerta en una urna de cristal, con un huevo blanco en la boca. Por las ventanas se veía el cielo gris y ramas peladas y húmedas. Los cristales eran pequeños y emplomados, y crujían en sus marcos. Un fuego tenue chisporroteaba en una espaciosa chimenea antigua, y ante ella -contemplando de pie las llamas débiles y el humo, pero girándose al oír mis pasos, sobresaltada, y parpadeando- estaba la señorita Santana López, el ama de la casa, sobre la cual habíamos urdido nuestro plan. Por todo lo que Puck me había dicho, había esperado que fuese una beldad extraordinaria. Pero no lo era; al menos, no me lo pareció cuando la examiné entonces, sino que la encontré más bien ordinaria. Era tres o cuatro centímetros más baja que yo, lo cual quiere decir de una estatura normal, ya que a mí me consideran alta; y su pelo era moreno. Tenía los labios y las mejillas muy rellenos y tersos; en eso me ganaba, lo admito, porque a mí me gustaba morderme el labio, y mis mejillas tenían pecas, y de mis facciones, en general, se decía que eran angulosas. También se me consideraba juvenil; en cuanto a esto..., bueno, me habría gustado que la gente que lo pensaba hubiera estudiado a la señorita Santana López cuando la tuve delante de mí. Pues si yo era joven, ella era una niña, era una chiquilla, una palomita que no sabía nada. Al verme aparecer se sobresaltó, como he dicho, y dio un par de pasos hacia mí y la mejilla pálida se le inflamó de rubor. Luego se detuvo y colocó las manos pulcramente en su falda. La falda -nunca había visto nada igual en una chica de su edad- era amplia y corta y mostraba sus tobillos; y llevaba una faja alrededor del talle, que era increíblemente estrecho. Tenía el pelo recogido en una redecilla de terciopelo. Calzaba pantuflas de un rojo ciruela. Sus manos estaban envueltas en limpios guantes blancos, abotonados hasta la muñeca. Dijo:
-Señorita Pierce. Eres la señorita Pierce, ¿verdad? ¡Y has venido desde Londres para ser mi sirvienta! ¿Puedo llamarte Brittany? Espero que te guste Briar, Brittany; y espero que yo te agrade. De todos modos no hay mucho donde elegir. Creo que te apañarás muy bien. Muy bien, seguramente.
Hablaba con una voz suave, dulce, vacilante, ladeando la cabeza, sin apenas mirarme, con las mejillas coloradas todavía. Dije:
-Estoy segura de que usted me gustará, señorita.
Recordé entonces todos los ensayos que había hecho en Lant Street, y me recogí la falda e hice una reverencia. Al levantarme ella sonrió y me tomó la mano con la suya. Miraba a la señora Stiles, que se había quedado detrás de mí en la puerta-. No hace falta que se quede, señora Stiles -dijo grácilmente-. Pero sé que ha sido cariñosa con la señorita Pierce. -Me miró-. Quizás sepas, Brittany, que soy huérfana, como tú. Vine a Briar de niña: muy joven y sin nadie que me cuidara. No sabría explicarte todas las maneras en que la señora Stiles me ha dado a conocer desde entonces lo que es el amor de madre.
Sonrió y ladeó la cabeza. La señora Stiles no se atrevió a mirarla, pero un toque de color asomó a sus mejillas, y sus párpados se agitaron. Yo nunca la habría tenido por una mujer maternal; pero las criadas se encariñan de los ricos para quienes trabajan, como los perros cobran afecto a los bravucones. Lo sé de buena tinta. En resumidas cuentas, parpadeó y exhibió recato durante otro minuto; después nos dejó. Santana volvió a sonreír y me condujo a uno de los sofás de respaldo duro que había cerca del fuego. Se sentó a mi lado. Me preguntó por mi viaje -«¡Pensamos que te habías perdido!», dijo- y por mi habitación. ¿Me gustaba la cama? ¿Me había gustado el desayuno?
-¿Y de verdad vienes de Londres? -dijo. Era lo que me preguntaba todo el mundo desde que salí de Lant Street, ¡como si hubiese podido venir de otro sitio! Pero de nuevo pensé que ella lo preguntaba de una manera distinta; no como una pueblerina boquiabierta, sino de una forma apreciativa y expectante, como si la ciudad significara algo, como si la ciudad significara algo para ella y anhelara que le hablasen de ella. Por supuesto, creí saber el motivo. A continuación me dijo todas las cosas que yo debía hacer mientras fuese su doncella; la principal, como yo ya sabía, era que me sentara a hacerle compañía, que paseara con ella por el parque y que me ocupara de sus vestidos. Bajó los ojos.
-Ya verás que aquí en Briar estamos bastante anticuados -dijo-. No importa mucho, supongo, porque recibimos muy pocas visitas. A mi tío sólo le gusta verme bien arreglada. Pero tú, claro, estarás acostumbrada a las modas de Londres.
Pensé en el pelo de Dainty, en la chaqueta de John, de piel de perro.
-Bastante acostumbrada -dije.
-Y tu última señora -continuó-, ¿era una perfecta dama? ¡Se reiría si me viese, me figuro!
Se sonrojó todavía más al decir esto, y otra vez apartó de mí la mirada; y de nuevo pensé: «¡Palomita!» Pero dije que Lady Alice -que era el ama que Puck se había inventado para mí- era demasiado bondadosa para reírse de nadie, y que de todos modos sabía que las ropas suntuosas no significaban nada, porque lo que había que juzgar era a la persona que había dentro de la ropa. En conjunto, pensé, era un comentario bastante avispado, y pareció que ella también lo pensaba, porque cuando lo hube hecho me miró de otra forma y se le apagó el rubor, me cogió de la mano y dijo:
-Creo que eres una buena chica, Brittany.
-Lady Alice siempre me lo decía, señorita -dije. Entonces me acordé de la recomendación que Puck me había escrito, y pensé que quizás fuese el momento de presentarla. La saqué del bolsillo y se la entregué. Ella se levantó, rompió el lacre y fue hasta la ventana para ver el papel a la luz. Permaneció largo tiempo observando la escritura enrulada, y en un momento dado me lanzó una ojeada y el corazón se me aceleró un poco al pensar que quizás hubiese notado algo raro en la carta. Pero no era eso, porque al final vi que su mano, que sostenía la hoja, temblaba, y supuse que tenía la misma idea que yo sobre lo que era una recomendación correcta, y que sólo estaba pensando lo que debía decir. Pensé al intuirlo que casi era una pena que no tuviese madre.
-Bueno -dijo, doblando el papel en pliegues muy pequeños, y se lo guardó en el bolsillo- Lady Alice, en efecto, habla muy bien de ti. Supongo que debes de estar apenada por haber dejado su casa.
-Lo estoy, señorita -dije-. Pero claro, verá, Lady Alice se ha marchado a la India. Creo que el sol de allí le habrá parecido muy fuerte.
Ella sonrió.
-¿Preferirás los cielos grises de Briar? Aquí nunca brilla el sol, ¿sabes? Mi tío lo ha prohibido. La luz intensa desluce las páginas.
Se rió enseñando los dientes, que eran pequeños y muy blancos. Yo sonreí, pero mantuve los labios cerrados, pues mis dientes, que ahora son amarillos, ya lo eran, siento decirlo, entonces; y al ver los suyos me parecieron aún más amarillentos. Ella dijo:
-¿Sabes que mi tío es un sabio, Brittany?
-Me lo han dicho, señorita.
-Tiene una gran biblioteca. La mayor en su género de toda Inglaterra. Creo que la verás pronto.
-Será digna de ver, seguro.
Volvió a sonreír.
-¿Te gusta leer, no?
Tragué saliva.
-¿Leer, señorita? -Ella asintió, aguardando-. Mucho –dije por fin-. Es decir, seguro que me gustaría, si estuviera rodeada de libros y papeles. O sea -tosí-, si me enseñaran.
Me miró pasmada.
-A leer, me refiero -dije.
Me miró con más pasmo, y luego soltó una especie de risa breve e incrédula.
-Estás bromeando -dijo-. ¿Quieres decir que no sabes leer? ¿De veras? ¿Ni una palabra, ni una letra? —Su sonrisa se volvió ceñuda. Junto a ella había una mesita con un libro encima. Mitad con una sonrisa, mitad con el ceño fruncido, lo cogió y me lo dio—. Vamos —dijo con dulzura-. Creo que estás siendo modesta. Léeme cualquier frase, da igual si tartamudeas.
Cogí el libro y no dije nada, pero empecé a sudar. Lo abrí y miré una página. Estaba llena de apretadas letras negras. Busqué otra. Esta era peor. Sentía la mirada de Santana, como una llama contra mi cara caliente. Noté el silencio. Me acaloré aún más. Arriésgate, pensé.
—Padre Nuestro -probé-, que estás en los cielos...
Pero en aquel momento me olvidé del resto. Cerré el libro, me mordí el labio y miré al suelo. Pensé, muy amargamente:
«Bueno, aquí termina todo nuestro plan. ¡No querrá una doncella que no sepa leer un libro ni escribir bonitas cartas con escritura enrulada!» Alcé los ojos hacia los suyos y dije:
-Podrían enseñarme, señorita. Estoy muy dispuesta. Seguro que aprendería en un santiamén...
Pero ella movía la cabeza, y la expresión de su cara era digna de ver.
-¿Enseñarte? —dijo, acercándose y cogiendo con suavidad el libro-. ¡Oh, no! No, no, no lo permitiré. ¡No leer! Ah, Brittany, si vivieras en esta casa, como sobrina de mi tío, sabrías lo que eso significa. ¡Vaya si lo sabrías!
Sonrió. Y mientras seguía mirándome, todavía sonriente, se oyó el lento y sordo tañido de la gran campana de la casa, que sonó ocho veces; entonces se le borró la sonrisa.
-Ahora -dijo, dándose la vuelta- tengo que ir a ver al señor López; cuando el reloj dé la una, volveré a estar libre.
Lo dijo como lo haría, pensé, una chica de cuento. ¿Acaso no hay cuentos de chicas que tienen tíos magos..., brujos, fieras, qué sé yo? Dijo:
-Ven a buscarme a la una al estudio de mi tío, Brittany.
-Iré, señorita -dije.
Ella miraba ahora a su alrededor, como distraída. Había un espejo encima de la chimenea y se acercó a él, se llevó las manos enguantadas a la cara y después al cuello. Vi que se inclinaba. Su falda corta se le subió por detrás y enseñó sus pantorrillas. Captó mi mirada en el espejo. Hice otra reverencia.
-¿Debo retirarme, señorita?
Ella retrocedió.
-Quédate -dijo, moviendo la mano- y ordena mis habitaciones, ¿quieres?
Se dirigió a la puerta. Pero al tocar la manilla se detuvo. Dijo:
-Espero que seas feliz aquí, Brittany. -Se estaba sonrojando de nuevo. Mi mejilla se enfrió al verlo-. Espero que tu tía, en Londres, no te eche mucho de menos. El señor Puckerman mencionó a una tía, ¿verdad? -Bajó los ojos-. Supongo que el señor Puckerman se encontraba muy bien cuando le viste, ¿no?
Dejó caer la pregunta como si no le diera importancia; yo conocía a timadores que hacían lo mismo, lanzaban un chelín auténtico entre una pila de falsos para que todas las monedas pareciesen buenas. ¡Como si a ella le importásemos una higa yo y mi anciana tía! Dije:
-Estaba muy bien, señorita. Y le manda saludos.
Ella ya había abierto la puerta, y estaba medio escondida detrás de ella.
-¿De verdad? -dijo.
-De verdad, señorita.
Apoyó la frente en el marco.
-Creo que es un hombre agradable -dijo en voz baja.
Recordé a Puck acuclillado al lado de aquella silla de la cocina, introduciendo la mano por debajo de las capas de enaguas y diciendo: Mi dulce perra.
-Sí que lo es, señorita -dije.
De algún lugar de la casa llegó entonces el rápido e irritado tintineo de una campanilla y ella gritó: «¡Es mi tío!», mirando por encima del hombro. Se volvió y salió corriendo, tras dejar entornada la puerta. Oí el susurro de sus pantuflas y el crujido de la escalera mientras bajaba. Aguardé un segundo, me encaminé a la puerta, le di con el pie y la cerré de una patada. Fui a la lumbre y me calenté las manos. Creo que no había sentido calor desde que salí de Lant Street. Alcé la cabeza y, al ver el espejo en que Santana se había mirado, me levanté y contemplé mi cara, mis mejillas pecosas y mis dientes. Me saqué la lengua. Me froté las manos y solté una risita, pues ella era exactamente como Puck me había prometido, y a todas luces ya estaba encelada de amor por él, y era como si las tres mil libras ya hubiesen sido contadas y envueltas y tuvieran mi nombre encima, y como si el médico ya tuviera preparada la camisa de fuerza en la puerta del manicomio. Eso pensé después de haber visto a Santana. Pero lo pensé sin mucha satisfacción, y debo confesar que la risa fue algo forzada. Aunque no habría sabido decir por qué. Supuse que era la melancolía, porque la casa parecía más oscura y silenciosa ahora que ella se había marchado. Sólo se oía el goteo de ceniza en la parrilla, la vibración y el chirrido de los cristales. Fui a la ventana. La corriente de aire era fortísima. Para interceptarla habían puesto saquitos rojos de arena en los alféizares, pero no hacían nada, y todos estaban mojados y mohosos. Toqué un saco con la mano y el dedo se me tiñó de verde. Tiritando, miré el panorama, si es que podía llamarse así, porque sólo se veía hierba y árboles. Unos pájaros negros picoteaban gusanos en el césped. Me pregunté en qué dirección estaría Londres. Deseé intensamente oír llorar a un bebé o a la hermana de Ibbs. Habría dado cinco libras por un paquete robado o unas monedas falsas que deslustrar. Luego pensé en otra cosa. Ordena mis habitaciones, había dicho Santana, y allí sólo había una, que supuse que era su salón, conque en otro sitio debía de haber otra donde dormía. Ahora bien, todas las paredes de aquella casa eran de oscuros paneles de roble, de apariencia muy sombría y desconcertante, pues las puertas estaban tan encajadas en sus marcos que no las encontrabas. Pero miré a conciencia y en la pared del lado opuesto a donde yo estaba vi una grieta y después un pomo, y por fin, clara como la luz del día, apareció la forma de la puerta. Era la puerta de su dormitorio, como yo había supuesto; naturalmente este cuarto tenía otra puerta dentro, que era la que daba al mío, donde yo había dormido la noche anterior y aguzado el oído para escuchar la respiración de Santana. Me parecía una idiotez haberlo hecho, ahora que veía lo que había en el otro lado. No era, en efecto, más que una habitación normal: no muy grande, pero lo suficiente, y con un olor débil y dulzón en ella, y una cama alta de cuatro columnas, con cortinas y un dosel de moaré antiguo. No estaba segura de que no me diera reparo dormir en una cama así: pensé en todo el polvo y las moscas y arañas muertas que debía de haber en el dosel, que tenía aspecto de no haber sido descolgado en noventa años. La cama estaba hecha, pero había un camisón encima; lo doblé y lo metí debajo de la almohada; encontré dos o tres pelos morenos que recogí y arrojé al fuego. Ya había cumplido con mis deberes de doncella. Sobre la repisa de la chimenea había un gran espejo antiguo, veteado de gris y plata, como un mármol. Más allá vi un ropero pequeño y anticuado, todo tallado con flores y uvas, negro a fuerza de barnizarlo, y agrietado en algunos trozos. Yo diría que las mujeres no llevaban nada más que hojas encima cuando lo fabricaron, pues guardaba dentro, en un revoltijo, seis o siete vestidos ligeros, que hacían gemir los estantes, y un armazón de miriñaque que impedía el cierre de las puertas. Cuando lo vi, volví a pensar que era una pena que Santana no tuviese madre, porque sin duda se habría deshecho de aquellos ropajes anticuados y habría buscado para su hija algo más actual y refinado. Pero una cosa que se aprende en un negocio como el nuestro en Lant Street es a manejar como es debido artículos de calidad. Agarré los vestidos -todos eran igual de raros, cortos e infantiles- y los sacudí, antes de volver a ponerlos en su sitio. A continuación aplasté un zapato contra el miriñaque para aplanarlo, tras lo cual las puertas se cerraron como era menester. Este ropero estaba dentro de un nicho. En otro había un tocador. Estaba sembrado de cepillos, frascos y alfileres -también los puse en orden-, y provisto de una serie de cajones historiados. Los abrí. En todos había..., bueno, eso es lo curioso, en todos había guantes. Más guantes que en una sombrerería. Blancos, en el cajón de más arriba; negros y de seda en el del medio; y mitones de gamuza en el inferior. Todos llevaban en la cara interior de la muñeca una tira carmesí donde supuse que estaba escrito el nombre de Santana. Me habría gustado ocuparme de ellos, con tijeras y una aguja. No lo hice, por supuesto, sino que los dejé en perfecto orden, y deambulé por la habitación de nuevo hasta que la hube tocado y examinado entera. No había mucho más que ver; pero sí una cosa curiosa, y era una cajita de madera con incrustaciones de marfil encima de una mesa junto a la cama. La caja estaba cerrada con llave, y cuando la levanté emitió un ruido sordo. No tenía llave: supuse que Santana la llevaría encima, quizás atada con un cordel. Pero la cerradura era sencilla, y en casos así basta con enseñarle el alambre para que se abra; es como darle agua salada a una ostra. Utilicé una horquilla de Santana. La caja estaba forrada de felpa. La bisagra era de plata, y estaba engrasada para que no chirriase. No sé qué pensaba encontrar dentro: quizás un recuerdo de Puck, alguna carta, un mensaje. Pero lo que había era un retrato en miniatura, en marco de oro colgado de una cinta desvaída, de una mujer morena y guapa. Sus ojos eran bondadosos. Estaba vestida al estilo de veinte años atrás, y el marco era antiguo: la cara del retrato no se parecía mucho a Santana, pero me pareció casi seguro que era su madre, aunque también pensé que, si lo era, resultaba raro que Santana guardara la foto en una caja con llave en lugar de llevarla encima. Dediqué tanto tiempo a pensar en ello, dando la vuelta al retrato y buscando marcas, que el marco, que había estado frío cuando lo cogí, como todo lo demás, se había calentado. Pero entonces se oyó un ruido en algún lugar de la casa y pensé en lo que ocurriría si Santana -o Margaret, o la señora Stiles- entraba en la habitación y me pillaba plantada junto a la caja abierta, con el retrato en la mano. Me apresuré a ponerlo en su sitio y cerré la caja. Guardé la horquilla que había utilizado para abrirla. No me habría gustado que Santana la encontrara y me tomase por una ladrona. Hecho aquello, no había nada que hacer.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Alisseth Miér Abr 02, 2014 7:10 pm

Hola!!!! n.n
Leí todo de una sola vez y solo puedo decirte que me encanta!Esta muy interesante.. Me dejas con la intriga..
Espero q puedas actualizar pronto..

Besos..
Alii :)
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Mensaje por Invitado Miér Abr 02, 2014 7:36 pm

Hola de nuevo estoy x aki, insisto me encanta esta historia eh leid veceso el libro y visto la pelicula muchas, pero imaginarme esta historia entre las Brittana es lo maximo, no se si hagas complacencias pero me encantaria ke adaptaras affinity tambien de Sarah walters en historia Brittana :) crees ke se pueda mas delante? Espero el proximo capitulo. Te mando un fuerte saludo
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Mensaje por Marta_Snix Miér Abr 02, 2014 8:37 pm

Alisseth escribió:Hola!!!! n.n
Leí todo de una sola vez y solo puedo decirte que me encanta!Esta muy interesante.. Me dejas con la intriga..
Espero q puedas actualizar pronto..

Besos..
Alii :)
Hola Ali!! Cuanto tiempo, como estas?
Me alegro que te guste!!!
Te pongo cap para quitarte la intriga
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 3750214905 
yaadiizbear12 escribió:Hola de nuevo estoy x aki, insisto me encanta esta historia eh leid veceso el libro y visto la pelicula muchas, pero imaginarme esta historia entre las Brittana es lo maximo, no se si hagas complacencias pero me encantaria ke adaptaras affinity tambien de Sarah walters en historia Brittana :) crees ke se pueda mas delante? Espero el proximo capitulo. Te mando un fuerte saludo
Hola de nuevo!! Pues yo primero vi la pelicula, la encontre sin querer y la vi, me encanto, después busque el libro, la autora me encanta, me engancho enseguida.
Hombre si me hacen peticiones yo no tengo ningún problema, en cuanto termine con este fic, pues puedo adaptar Affinity. ¿Quieres que alguna de las dos sea San o Britt? ¿O te da igual?
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 3750214905 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Miér Abr 02, 2014 8:57 pm

Capitulo 8
Permanecí un rato más en la ventana. A las once, una criada trajo una bandeja. «La señorita Santana no está», dije al ver la tetera de plata, pero el té era para mí. Lo bebí a sorbitos, para que durase más. Después bajé la bandeja, creyendo que ahorraría un viaje a la sirvienta. Pero cuando me vieron entrar con ella en la cocina, las chicas se me quedaron mirando y la cocinera dijo:
-¡Vaya, yo...! Si piensa que Margaret no se espabila, deberá hablar con la señora Stiles. Desde luego, la señorita Fee nunca llamó indolente a nadie.
La señorita Fee era la doncella irlandesa que había enfermado de escarlatina. Me pareció muy cruel que me creyeran más orgullosa que ella, cuando yo sólo procuraba ayudar. Pero no dije nada. Pensé: «¡Si a vosotras no os gusto, a Santana sí!»
Ella era la única que me había dedicado una palabra agradable; de repente anhelé que el tiempo pasara, simplemente porque quería estar de nuevo con ella. En Briar, por lo menos, siempre sabías la hora que era. Dieron las doce, y después la media, y fui a la escalera de servicio y esperé allí hasta que pasó una de las criadas y me indicó el camino a la biblioteca. Se hallaba en el primer piso y se llegaba a ella por una galería que daba a una gran escalera de madera y un vestíbulo; pero estaba a oscuras y en penumbra y destartalado, como lo estaba todo en aquella casa..., nunca habrías pensado, mirando alrededor, que aquello era la casa de un sabio tremendo. Junto a la puerta de la biblioteca, sobre un escudo de madera colgaba la cabeza de una criatura con un ojo de cristal. Me alcé para tocar sus pequeños dientes blancos, mientras esperaba a que dieran la una. A través de la puerta se oyó la voz de Santana. Muy débil, pero lenta y serena, como si le estuviera leyendo un libro a su tío. Primero vi a Santana, sentada a un escritorio, con un libro delante y las manos sobre la tapa. Tenía las manos desnudas, había dejado en orden sus pequeños guantes, pero estaba sentada junto a una lámpara con pantalla cuya luz iluminaba sus dedos, que parecían pálidos como ceniza sobre la página impresa. Encima de Santana había una ventana. El cristal estaba pintado de amarillo. Alrededor de Santana, en todas las paredes de la habitación, había estanterías, y en ellas una cantidad nunca vista de libros. Una cantidad increíble. ¿Cuántas historias necesita un hombre? Me estremecí al mirarlos. Santana se levantó, tras cerrar el libro que tenía delante. Recogió los guantes y se los puso. Miró a la derecha, hacia el fondo de la biblioteca, que yo no veía por culpa de la puerta abierta. Una voz enojada dijo:
-¿Qué es eso?
Empujé un poco más la puerta y vi otra ventana pintada, más estanterías, más libros y otro escritorio grande. Sobre él había una montaña de papeles y otra lámpara con pantalla. Detrás estaba sentado el señor López, el tío anciano de Santana; describirle como le vi es decirlo todo. Llevaba una chaqueta y un birrete de terciopelo del que asomaba un cordel de lana roja donde en otro tiempo habría habido una borla. Tenía una pluma en la mano y la mantenía a distancia del papel; la mano misma era tan morena como la de Santana era blanca, porque estaba manchada por todas partes de tinta china, como podrían estar manchadas de tabaco las de un hombre normal. Su pelo, sin embargo, era blanco. La barbilla estaba bien afeitada. La boca era pequeña y descolorida, pero la lengua -que era dura y puntiaguda- la tenía casi negra, porque debía de chuparse el pulgar y el índice cuando pasaba las páginas. Tenía los ojos húmedos y débiles. La nariz sostenía unas gafas con cristales verdes. Me vio y dijo:
-¿Quién demonios eres?
Santana se ataba los botones de la muñeca.
-Es mi nueva doncella, tío -dijo con voz suave-. La señorita Pierce. Detrás de sus gafas verdes, vi que los ojos del tío, después de entrecerrarlos, se humedecían más.
-Señorita Pierce -dijo, mirándome a mí pero hablando a su sobrina-. ¿Es papista, como la anterior?
-No lo sé -dijo Santana-. No se lo he preguntado. ¿Eres papista, Brittany?
Yo no sabía lo que era aquello, pero dije:
-No, señorita. Creo que no.
El señor López se tapó al instante el oído con la mano.
-No me gusta esa voz -dijo-. ¿No puede estarse callada? ¿No sabe hablar en voz baja?
Santana sonrió.
-Sí sabe, tío -dijo.
-¿Entonces por qué está aquí, molestándome?
-Ha venido a buscarme.
-¡A buscarte! -dijo- ¿Ha sonado el reloj?
Se llevó la mano a la leontina del chaleco y sacó un gran reloj de repetición antiguo, ladeando la cabeza para oír su sonido y abriendo la boca. Miré a Santana, que seguía manoseando el cierre de su guante, y avancé un paso con intención de ayudarla. Pero cuando el viejo me vio hacer esto, saltó como Punch en la función de marionetas y sacó la lengua negra.
-¡El dedo, señorita! -gritó-. ¡El dedo! ¡El dedo!
Me apuntó con su dedo negro y agitó la pluma hasta que brotó tinta: más tarde vi que el pedazo de alfombra debajo de su escritorio estaba completamente negro, con lo que supuse que agitaba la pluma con frecuencia. Pero en aquel momento tenía un aspecto tan raro y hablaba con una voz tan estridente que el corazón casi se me para. Pensé que debía de ser propenso a ataques. Di otro paso, y él chilló todavía más fuerte; finalmente,
Santana se me acercó y me tocó el brazo.
-No te asustes, Brittany -dijo en voz baja-. Sólo se refiere a esto, mira.
Y me mostró que, a mis pies, encajada en las tablas del suelo, en el espacio que mediaba entre la entrada y el borde de la alfombra, había una mano de latón plana con un dedo que apuntaba.
-A mi tío no le gusta que los sirvientes miren sus libros -dijo-, por miedo a que los estropeen. No quiere que ningún criado, al entrar en la habitación, sobrepase esta marca.
Colocó la punta de su pantufla encima de la mano de latón. Tenía la cara tan tersa como la cera, y su voz era como agua.
-¿La ve? -dijo el tío.
-Sí -respondió ella, retirando la punta-. La ve muy bien. La próxima vez lo tendrá en cuenta, ¿verdad, Brittany?
-Sí, señorita -dije, sin saber qué decir, o qué cara poner, o a quién mirar, pues para mí era sin duda algo nuevo que mirar una línea impresa pudiese estropearla. Pero ¿qué sabía yo de eso? Además, el viejo era tan raro, y me había sobresaltado tanto, que pensé que cualquier cosa podría ser cierta-. Sí, señorita -repetí, y después-: Sí, señor.
Hice una reverencia. El señor López resopló, mirándome fijamente a través de sus cristales verdes. Santana se abrochó el guante y nos volvimos para salir de la biblioteca.
-Que no haga ruido, Santana -dijo él, cuando ella empujó la puerta detrás de nosotras.
-Sí, tío -murmuró.
Ahora el pasillo parecía más oscuro que nunca. Me condujo alrededor de la galería y por una escalera al segundo piso, donde estaban sus habitaciones. Allí había un almuerzo preparado y café en otro recipiente de plata, pero cuando vio lo que había mandado la cocinera puso mala cara.
-Huevos -dijo—. Pasados por agua, faltaría más. ¿Qué te ha parecido mi tío, Brittany?
-Sin duda es muy inteligente, señorita -dije.
-Lo es.
-Y creo que está escribiendo un gran diccionario, ¿no?
Ella parpadeó, y luego asintió.
-Un diccionario, sí. Un trabajo de muchos años. Ahora estamos en la E
Escrutó mi mirada, como para saber mi opinión al respecto.
-Increíble -dije.
Volvió a parpadear, golpeó con una cuchara el primer huevo y lo rompió. Miró la masa blanca y amarilla de su interior, hizo una mueca y lo apartó.
-Tendrás que comértelos tú -dijo-. Todos. Y yo me comeré el pan con mantequilla. '
Había tres huevos. No sé lo que vio en ellos para ser tan remilgada. Me los pasó y, mientras yo me los comía, ella me observaba, dando bocados de pan y sorbos de café, y en un momento dado se frotó durante un minuto un punto sobre el guante y dijo:
-Mira aquí, encima de mi dedo hay una gota amarilla. ¡Oh, qué horroroso es el amarillo sobre el blanco!
La vi mirar enfurruñada aquella marca hasta que terminamos el almuerzo. Cuando llegó Margaret a recoger la bandeja, Santana se levantó y entró en su dormitorio; cuando volvió, sus guantes estaban blancos: había ido al cajón y cogido un par nuevo. Más tarde encontré los viejos, cuando echaba carbón en el fuego de su alcoba: los había tirado al fondo de la chimenea, y las llamas habían retorcido la piel de cabritilla y ahora parecían los guantes de una muñeca. Así que era, en verdad, lo que podríamos llamar una persona original. ¿Pero estaba loca o era una ingenua, como Puck había dicho en Lant Street? Entonces no lo pensé. Pensé únicamente que estaba muy sola y aburrida entre tantos libros, ¡quién no lo estaría en una casa así! Cuando terminamos el almuerzo ella fue a la ventana: el cielo estaba gris y amenazaba lluvia, pero dijo que le apetecía salir a pasear. «Pero ¿qué me pongo?», dijo, y nos plantamos delante de su pequeño ropero negro, a examinar sus abrigos, sus gorros y sus botas. Así pasamos casi una hora. Creo que lo hizo para matar el rato. Como yo no acertaba a atarle el zapato, ella me puso la mano en las mías y dijo:
-Ve más despacio. ¿Qué prisa hay? No nos espera nadie, ¿verdad?
Sonrió, pero sus ojos estaban tristes.
-No, señorita -dije.
Al final se puso una capa gris pálido y mitones encima de los guantes. Tenía ya preparada una bolsita de cuero que contenía un pañuelo, una botella de agua y unas tijeras; me mandó que la cogiera, sin decirme para qué eran las tijeras: presumí que quería cortar flores. Me llevó por la escalera principal hasta la puerta, y el señor Way nos oyó y acudió corriendo a descorrer los cerrojos.
-¿Cómo está usted, señorita Santana? -dijo, inclinándose, y luego añadió—: ¿Y usted, señorita Pierce?
El vestíbulo estaba oscuro. Cuando salimos parpadeamos, tapándonos los ojos con las manos para protegernos del cielo y del sol acuoso. La casa me había parecido lúgubre la primera vez que la vi, de noche, en la niebla, y me gustaría decir que tenía un aire menos lúgubre a la luz del día: pero tenía un aspecto peor. Me imagino que debió de ser grandiosa en un tiempo, pero ahora las chimeneas se encorvaban como borrachos, y los tejados estaban verdes de musgo y nidos de pájaros. La recubría entera una capa muerta de enredaderas, o bien las manchas producidas antaño por alguna planta trepadora, y circundaban el pie de los muros tocones de hiedra talados. La puerta de la fachada, de dos hojas, era suntuosa, pero la lluvia había alabeado la madera, y sólo se podía abrir una. Santana tuvo que aplastar su miriñaque y pasar de costado para poder salir de la casa. Se me hizo raro verla salir de aquel lugar sombrío, como si fuera una perla saliendo de una ostra. Más raro todavía fue verla entrar de nuevo, y ver la concha de la ostra abrirse y cerrarse de nuevo a la espalda de Santana. Pero no había muchos motivos para quedarse en el parque. Estaba la alameda que conducía a la casa. Estaba el espacio descubierto de grava donde la casa se asentaba. Estaba un lugar que llamaban el herbario, donde sobre todo había ortigas, y un bosque lleno de malezas, con senderos cegados. En el lindero del bosque había un pequeño edificio de piedra sin ventanas que Santana dijo que era para almacenar hielo. «Vamos a asomarnos a la puerta para echar un vistazo», decía, y contemplaba los bloques de hielo empañados hasta que empezaba a tiritar. De detrás del edificio arrancaba un camino embarrado que llevaba a una antigua y cerrada capilla roja, rodeada de tejos. Era el lugar más misterioso y silencioso que yo había visto nunca. Allí jamás oí el menor canto de pájaros. No me gustaba el paraje, pero Santana me llevaba allí a menudo, porque en la capilla había tumbas de todos los López que la habían precedido, y una de ellas era una tumba sencilla de piedra que era la sepultura de su madre. Era capaz de permanecer allí sentada, sin pestañear, durante una hora seguida. No usaba las tijeras para cortar flores, sino para podar la hierba que crecía alrededor, y utilizaba el pañuelo mojado para borrar las manchas en las letras de plomo que formaban el nombre de su madre. Frotaba hasta que le temblaba la mano y se le aceleraba la respiración. Nunca me permitía ayudarla. Aquel primer día, cuando lo intenté, me dijo:
-Es el deber de una hija cuidar la tumba de su madre. Ve a dar un paseo y no me observes.
Así que yo la dejé hacer y vagué entre las tumbas. El suelo era duro como hierro y sobre él resonaban mis botas. Mientras paseaba pensaba en mi madre. Ella no tenía sepultura, no se la daban a las asesinas. Enterraban sus cadáveres en cal viva. ¿Alguna vez han echado sal sobre el lomo de una babosa? John Vroom lo hacía, y se reía al ver burbujear al bicho. Una vez me dijo:
-Tu madre hizo como él. Burbujeó, ¡y diez hombres murieron al olerlo!
No volvió a decírmelo. Cogí un par de tijeras de cocina y se las puse en el cuello. Dije:
-La mala sangre se hereda. La mala sangre rebrota.
¡Y vaya cara que puso! Me pregunté la que pondría Santana si supiera la sangre que fluía en mis venas. Pero nunca se le ocurrió preguntármelo. Se quedó sentada, mirando intensamente el nombre de su madre, mientras yo erraba y estampaba los pies contra el suelo. Por último suspiró, miró alrededor, se pasó la mano por los ojos y se cubrió con la capucha.
-Este lugar es melancólico -dijo-. Demos otro paseo.
Me condujo fuera del círculo de tejos, salimos al camino entre los setos y nos alejamos del bosque y el almacén del hielo hasta que llegamos al lindero del parque. Desde allí, siguiendo un camino que corría a lo largo de una tapia, se llegaba a una verja. Ella tenía la llave. Conducía a la orilla del río. Desde la casa no se veía el río. Había allí un atracadero medio podrido, y una pequeña batea volcada que servía de asiento. El río era estrecho y el agua muy quieta y fangosa y llena de peces veloces. A lo largo de la orilla había juncos. Crecían altos y gruesos. Santana pasó caminando despacio junto a ellos, mirando nerviosa la oscuridad que formaban donde se juntaban con el agua. Supuse que tenía miedo de las serpientes. Luego cogió un junco y lo partió, y se sentó con la punta del tallo apretada contra su boca carnosa. Me senté a su lado. Era un día sin viento, pero frío, y tan silencioso que casi te dolían los oídos. El aire olía a despejado.
-Bonita extensión de agua -dije, por cortesía.
Pasó una barcaza. Los hombres se tocaron el sombrero al vernos. Les saludé con la mano.
-Van a Londres -dijo Santana, mirando cómo pasaban.
-¿Londres?
Ella asintió. Yo entonces no sabía -¿cómo hubiera podido saberlo?- que aquella nimia corriente de agua era el Támesis. Creí que se refería a que la embarcación se internaría más adelante en un río más grande. Aun así, la idea de que llegase a la ciudad -que quizás pasara por debajo del puente de Londres me hizo suspirar. El ruido del motor se iba apagando, el humo de su chimenea se unía con el cielo gris y se perdía. El aire volvió a despejarse. Santana seguía sentada con la punta del junco roto contra el labio y la mirada ausente. Recogí piedras y empecé a tirarlas al agua. Ella me miró hacer eso, con una mueca a cada salpicadura. Después me llevó de vuelta a la casa. Fuimos a su habitación. Sacó una labor de costura, una cosa informe e incolora, no sé si pretendía ser un mantel o qué. Nunca le vi cosiendo otra cosa. Se cosió los guantes con muy poca pericia, dando puntadas torcidas y luego arrancando la mitad de las hechas. Me ponía nerviosa. Sentadas juntas ante el chisporroteo de la lumbre, hablamos con desgana -no recuerdo de qué- y se hizo de noche y una criada nos trajo velas; se levantó el viento y las ventanas -empezaron a vibrar más que nunca. Me dije: «¡Dios mío, que Puck venga pronto! Una semana más así acabará conmigo», y bostecé. Santana me miró. Ella también bostezó. Me dieron ganas de bostezar más fuerte. Por fin dejó la labor, se arropó los pies, descansó la cabeza en el brazo del sofá y pareció que se quedaba dormida. Era lo único que se podía hacer, hasta que el reloj dio las siete. Cuando lo oyó bostezó más fuerte que nunca, se llevó los dedos a los ojos y se levantó. Las siete era la hora en que tenía que volver a cambiarse de vestido -y cambiarse los guantes por unos de seda- para cenar con su tío. Estuvo con él dos horas. No vi nada de su entrevista, por supuesto, pues cené en la cocina con las criadas. Me dijeron que, después de cenar, al señor López le gustaba que su sobrina se sentara a leerle en el salón. Era la idea de la diversión que él tenía, supongo, porque me dijeron que apenas recibían a invitados, y cuando lo hacían eran siempre otros caballeros sabihondos de Oxford y Londres; entonces él quería que Santana leyese para todos.
-¿No hace más que leer, la pobre? -pregunté.
-Su tío no la deja suelta -dijo una camarera-, de tanto que la aprecia. Casi no la deja salir, tiene miedo de que se parta en dos. Es él, ¿sabe?, el que la obliga a llevar guantes siempre.
-¡Ya basta! -dijo la señora Stiles-. ¿Qué diría la señorita Santana?
La camarera se calló. Yo pensaba en el señor López, con su birrete rojo y su reloj de oro, sus gafas verdes y su dedo y su lengua negros; y luego en Santana, en su gesto ceñudo al ver los huevos, en cómo restregaba la tumba de su madre. Era una forma extraña de apreciarla hacerle aquello a una chica como ella. Pensé que lo sabía todo de ella. Por supuesto, no sabía nada. Cené, oyendo hablar a las criadas y sin apenas abrir la boca, y luego la señora Stiles me preguntó si me apetecía ir a tomar el budín con ella y el señor Way en su antecocina. Me figuré que debía hacerlo. Miré el cuadro del ángel. Way nos leyó fragmentos del periódico de Maidenhead, y en cada artículo -todos hablaban de toros que rompían cercas, o de párrocos que pronunciaban sermones interesantes en la iglesia- ella movía la cabeza, diciendo: «Vaya, ¿alguna vez se ha oído algo semejante?», y Way se reía y decía: «¡Ya verá, señorita Pierce, que estamos a la altura de Londres en cuanto a noticias!» Por encima de su voz sonó el débil rumor de risas y arrastre de sillas, que era el ruido que hacían la cocinera y las fregonas y William Inker y el afilador, divirtiéndose en la cocina. El reloj grande de la casa dio la hora y a continuación sonó la campanilla de las sirvientas, lo cual significaba que el señor estaba preparado para que Way le ayudara a acostarse, y que Santana estaba lista para que yo la ayudase a ella. Casi volví a perderme en el camino de vuelta, pero aun así cuando me vio me dijo:
-¿Eres tú, Brittany? Eres más rápida que Agnes. -Sonrió—. Creo que también eres más guapa. No creo que una chica pelirroja pueda ser guapa, ¿y tú? Pero tampoco una morena. ¡Me gustaría ser rubia, Brittany!
Ella había cenado con vino, y yo había bebido una cerveza. Debo decir que estábamos, cada una a su manera, un poco achispadas. Me hizo ponerme a su lado delante del gran espejo plateado de encima de la chimenea y me acercó la cabeza a la suya para comparar nuestro color de pelo.
-El tuyo es muy rubio -dijo.
Se retiró de la chimenea para que yo le pusiera el camisón. No se parecía mucho, después de todo, a desvestir a la silla en nuestra vieja cocina. Ella tiritaba, diciendo: «¡Rápido! ¡Me voy a congelar! ¡Oh, Dios mío!», porque en el dormitorio había tanta corriente como en todos los demás sitios de la casa, y yo tenía los dedos tan fríos que la hacían saltar. Pero entraron en calor al cabo de un minuto. Desvestir a una dama es muy laborioso. Su corsé era largo, con un armazón de acero, y su talle estrecho, como creo que ya he dicho; el tipo de cintura que según los médicos enferma a una chica. Su miriñaque estaba hecho con muelles de reloj. El pelo, recogido dentro de la redecilla, lo tenía sujeto con un cuarto de kilo de alfileres y una peineta de plata. Las enaguas y la blusa eran de algodón. Por debajo de todo esto, sin embargo, era suave y tersa como mantequilla. Demasiado suave, a mi modo de ver. La imaginé magullándose. Era como una langosta sin su caparazón. Permaneció con las medias puestas mientras yo iba a buscar el camisón, con los brazos levantados por encima de la cabeza y los ojos cerrados; por un segundo me giré para mirarla. Mi mirada no la inmutaba. Vi su pecho, su trasero, su vellón y todo lo demás. Guardé su vestido doblado en el ropero y cerré la puerta. Ella aguardaba sentada y bostezando a que yo le cepillara el pelo. Lo tenía sano y muy largo. Lo cepillé, lo aferré y calculé lo que podría valer.
-¿En qué estás pensando? -dijo ella, con los ojos puestos en los míos en el espejo-. ¿En tu antigua ama? ¿Tenía el pelo más bonito?
-Lo tenía muy feo -dije. Y, apiadándome de Lady Alice, añadí-: Pero caminaba bien.
-¿Yo camino bien?
-Sí, señorita.
Era cierto. Tenía los pies pequeños, los tobillos esbeltos como el talle. Sonrió. Como había hecho con las cabezas, me hizo poner el pie junto al suyo para compararlos.
-El tuyo es casi igual de perfecto -dijo amablemente.
Se metió en la cama. Dijo que no le gustaba dormir a oscuras. Tenía una palmatoria con una pantalla de estaño junto a la almohada, de las que usan los viejos avaros, y me mandó que la encendiera con la llama de mi vela, y no me dejó atar las cortinas de su cama, sino que pidió que las dejara sólo entornadas, para que pudiese ver la habitación alrededor.
-Y no cerrarás del todo tu puerta, ¿verdad? -dijo-. Agnes no lo hacía. Antes de que vinieras, no me gustaba que pusieran a Margaret sentada en una silla. Tenía miedo de llamarla en sueños. Margaret pellizca cuando te toca. Tú, Brittany, tienes las manos tan fuertes como ella, pero tu tacto es suave.
Al decir esto, extendió la mano y rápidamente puso sus dedos sobre los míos, y casi me estremecí al sentir el contacto de la piel de cabritilla, porque se había cambiado los guantes de seda para abrocharse otro par de guantes blancos. Retiró las manos y metió los brazos debajo de la manta. La alisé por todas partes. Dije:
-¿Es todo, señorita?
-Sí, Brittany -respondió. Posó la mejilla en la almohada. No le gustaba que el cabello le cosquillease el cuello: se lo había esparcido hacia atrás, y se sumió en la sombra, lacio, oscuro y fino como una cuerda.
Cuando apagué mi vela, la sombra cubrió a Santana como una ola. La lamparilla iluminaba débilmente el dormitorio, pero la cama estaba en la oscuridad. Dejé entornada la puerta, y oí que ella levantaba la cabeza y decía «Un poco más abierta» en voz baja, y obedecí. Luego me froté la cara. Sólo llevaba en Briar un día, pero había sido el más largo de mi vida.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Miér Abr 02, 2014 10:41 pm

Me parece a mi o esta historia va a ser larga??
Es bastante intrigante.
Saludos
monica.santander
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