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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 6 Primer15
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Mensaje por naty_LOVE_GLEE Miér Mayo 07, 2014 10:40 am

Tercera parte!!!

La segunda estuvo bastante reveladora.
Y ahora es la parte de Britt!!

Y no me gusta por lo que esta pasando pero cada vez que leia me acordaba que ella iba a hacer lo mismo para Santana asi que como dije antes se merece una probada de su propia creacion, Santana tenia una vida dura y de por si saber que Brittany la estaba engañando era mas que soportable para hacer lo que hizo, sin embargo Britt fue por pura codicia contra alguien que ella pensaba era inocente y fragil lo que lo hace ver peor y por ultimo tal vez sigo muy suceptible por la promo 5x20 y entonces veo a Britt un poco menos agradable desde ayer.

Pero eso ya no tiene nada que ver, el hecho importante tmb es que dijo que la amaba y que creia que San tmb y nisiquiera eso fue suficiente para parar todo cuando ya estaban en la puerta del manicomio asi que me parece que necesita reflexionar y fue gracioso cuando dijo que saldria y mataria a Santana, lo del guante y la pobre ni sabe sobre su supuesta familia, todavia esta ciega en muchos sentidos pero sus sentimientos no la engañan, el guante es muy importante para ella, y ahora quiero leer, solo espero que no halla mucho maltrato para ella.

Por cierto cuantas partes son? Esto esta buenisino y si es como Honor entonces salto de alegria!!

Siempre gracias Marta, vos siempre me devuelves el animo nunca debi volver a confiar en los escritores de Glee, creo que los Fics son mil veces mas satisfactorios y no volvere a perderme de ellos. Gracias Marta :)

Espero la actu!

PD: yo estoy con la facu, ahora en una pausa con mi novio y trabajo ligero, es bueno y tu? Amada y querida benefactora de muchas sonrisas y emociones en esta fragil chica que te sigue hasta el final de los tiempos?
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Mensaje por monica.santander Miér Mayo 07, 2014 12:00 pm

Me encanta pobre Britt!!!
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Mensaje por Marta_Snix Lun Mayo 26, 2014 11:36 am

perez102 escribió:Bien la tercera parte, que pena lo de brit malditas enfermeras. saludos actualiza pronto.
A Britt le está tocando sufrir...
naty_LOVE_GLEE escribió:Tercera parte!!!

La segunda estuvo bastante reveladora.
Y ahora es la parte de Britt!!

Y no me gusta por lo que esta pasando pero cada vez que leia me acordaba que ella iba a hacer lo mismo para Santana asi que como dije antes se merece una probada de su propia creacion, Santana tenia una vida dura y de por si saber que Brittany la estaba engañando era mas que soportable para hacer lo que hizo, sin embargo Britt fue por pura codicia contra alguien que ella pensaba era inocente y fragil lo que lo hace ver peor y por ultimo tal vez sigo muy suceptible por la promo 5x20 y entonces veo a Britt un poco menos agradable desde ayer.

Pero eso ya no tiene nada que ver, el hecho importante tmb es que dijo que la amaba y que creia que San tmb y nisiquiera eso fue suficiente para parar todo cuando ya estaban en la puerta del manicomio asi que me parece que necesita reflexionar y fue gracioso cuando dijo que saldria y mataria a Santana, lo del guante y la pobre ni sabe sobre su supuesta familia, todavia esta ciega en muchos sentidos pero sus sentimientos no la engañan, el guante es muy importante para ella, y ahora quiero leer, solo espero que no halla mucho maltrato para ella.

Por cierto cuantas partes son? Esto esta buenisino y si es como Honor entonces salto de alegria!!

Siempre gracias Marta, vos siempre me devuelves el animo nunca debi volver a confiar en los escritores de Glee, creo que los Fics son mil veces mas satisfactorios y no volvere a perderme de ellos. Gracias Marta :)

Espero la actu!

PD: yo estoy con la facu, ahora en una pausa con mi novio y trabajo ligero, es bueno y tu? Amada y querida benefactora de muchas sonrisas y emociones en esta fragil chica que te sigue hasta el final de los tiempos?
Hola!!
La segunda parte era muy necesaria para saber el porque de todo y para conocer un poco mejor a San y el porqué hizo las cosas que hizo.


De nuevo volvemos a Britt, donde no lo está pasando nada bien, pero como bien dijiste es lo que ella misma quería para San, asi que un poco se lo tiene merecido, pero bueno, seguimos adelante para ver como acaba esta historia, solo son 3 partes, por lo que esta será la última, pero no te preocupes que os hartareis de mi y mis fic jajajaja

Nos vemos ;)


PD: Pues yo ando con poco tiempo, por eso me esta costando tanto actualizar, pero hago todo lo posible para poner mis fics al día. Espero verte pronto, besos
monica.santander escribió:Me encanta pobre Britt!!!
Me alegro, y sí, Britt va a sufrir ahora...
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Mayo 26, 2014 11:37 am

Capitulo 2
Quizás advirtieron la expresión de mis ojos.
-Total, un guante no vale para nada -dijo la morena a Spiller en voz baja-. ¿Te acuerdas de la señorita Taylor, que tenía ensartados en un hilo unos botones y decía que eran sus bebés? Bueno, ¡le habría cortado la mano de cuajo a quien intentase quitarle alguno!
Así pues, me dejaron conservarlo, y yo les dejé vestirme sin oponer resistencia, por miedo a que cambiaran de idea. Toda la ropa era especial para el manicomio. El corsé tenía ganchos en lugar de cintas y me quedaba grande.
-Da igual -dijeron, riéndose. Las dos eran pechugonas-. Hay mucho de sitio para que crezcan.
El vestido debió de ser de tela escocesa, pero los colores se habían desteñido. Las medias eran cortas, como las de un chico. Las botas eran de caucho.
-Aquí está la Cenicienta -dijo la morena al ponérmelas. Y a continuación, al supervisarme, añadió-: ¡Bueno! ¡Con esto vas a brincar como una pelota!
Se rieron otra vez, durante un minuto. Luego hicieron lo siguiente: me sentaron en la butaca, me peinaron el pelo y me hicieron trenzas; y sacaron una aguja e hilo y me cosieron las trenzas a la cabeza.
-O esto o te lo rapamos -dijo la morena, cuando yo forcejeé-, y a mí me da lo mismo cualquiera de las dos cosas.
-Déjame a mí —dijo Spiller. Remató la faena, no si hundirme, dos o tres veces, la punta de la aguja en el cuero cabelludo, como por accidente. Es otro de los sitios donde no se ven los cortes y las magulladuras. Y de este modo, entre las dos, me prepararon y me llevaron a la habitación que habría de ser la mía.
-Y ahora procura cuidar tus modales -me dijeron por el camino-. Pierde otra vez los nervios y te metemos en el cuarto acolchado, o te zambullimos.
-¡No es justo! -dije-. ¡No es justo!
Me zarandearon sin decir nada. Así que me callé de nuevo y traté de memorizar el trayecto. También me estaba entrando el miedo. Me había forjado una idea -que creo que saqué de un cuadro o de una obra de teatro- de cómo era un manicomio y, hasta entonces, aquella casa no lo parecía. Pensé. «Me han tenido en el lugar donde viven los médicos y las enfermeras. Ahora me llevarán donde están las locas.» Creo que supuse que sería algo como una mazmorra o un calabozo. Pero seguimos recorriendo más pasillos de colores insulsos y rebasando puertas de tonos mustios, y empecé a mirar alrededor y a ver cosas como que las lámparas eran de latón, normales, salvo que tenían en torno a las llamas recias protecciones de alambre, y que las puertas tenían pestillos bonitos pero cerrojos feos, y que en las paredes, aquí y allá, había pomos que daban la impresión de que, si los girabas, sonarían timbres. Y finalmente llegué a la conclusión de que aquello era el manicomio, aunque antaño había sido la mansión de un caballero, y que las paredes debieron de tener pinturas y espejos, y que los suelos debieron de estar recubiertos de alfombras, pero que ahora todo había sido habilitado para las dementes, y que la casa, a su estilo, era como una persona elegante y guapa que también se hubiese vuelto loca. Y no sabría decir por qué, pero esta idea era aún peor y me asustaba más que si la casa hubiese parecido una mazmorra. Me estremecí y reduje el paso, y a punto estuve de tropezar. Era difícil caminar con las botas de caucho.
-Sigue -dijo la enfermera Spiller, dándome un empujón.
-¿Qué número es? -preguntó la otra, mirando las puertas.
-La catorce. Es ésta.
En todas las puertas había placas atornilladas. Nos detuvimos ante una de ellas a la que Spiller llamó y en la que luego introdujo una llave y la hizo girar. La llave era ordinaria, pulida por el uso. La guardaba en una cadena dentro del bolsillo. El cuarto adonde nos llevó no era un cuarto propiamente dicho, sino que estaba encajado dentro de otro, mediante la construcción de una pared de madera. Como he dicho, aquella casa había sido demolida a hachazos y reconstruida de un modo demencial. La pared de madera tenía arriba un cristal por el que entraba la luz de una ventana situada detrás, pero la habitación no tenía una ventana propia. El aire estaba viciado. Había allí cuatro camas, además de un catre donde dormía una enfermera. Junto a tres de las camas se estaban vistiendo otras tantas mujeres. Había una cama vacía.
-Esta será la tuya -me dijo Spiller. La cama estaba colocada muy cerca del catre de la enfermera-. Aquí es donde ponemos a las chicas problemáticas. Prueba aquí una de tus gracias y la enfermera Bacon sabrá ocuparse de ti. ¿Verdad, Bacon?
Era la que atendía aquella habitación.
-Oh, sí -dijo. Asintió y se frotó las manos. Sufría alguna dolencia que le ponía los dedos muy gordos y rosáceos, como salchichas -una afección infortunada para alguien que se llamaba como ella-, y le gustaba frotárselos a menudo. Me miró de los pies a la cabeza, con la misma frialdad con que me habían inspeccionado las otras, y, al igual que ellas, dijo:
-Es joven, ¿no?
-Dieciséis años -dijo la morena.
-Diecisiete -dije yo.
-¿Dieciséis? Serías la benjamina de la casa si no fuera por Betty. ¡Mira, Betty! Aquí llega una nueva que es casi de tu edad. Seguro que sube y baja muy rápido las escaleras. Yo diría que es muy apañada, ¿eh, Betty?
Se dirigía a una mujer que estaba junto a la cama que habría frente a la mía, poniéndose un vestido sobre una gran barriga. Al principio pensé que era una chica, pero cuando se volvió y le vi la cara, vi que era una adulta, retrasada mental. Me miró con una expresión de apuro, y las enfermeras se rieron. Descubrí más tarde que la utilizaban más o menos como a una criada, y que la tenían ocupada con toda clase de tareas, a pesar de que era -por difícil que fuera creerlo- hija de una familia muy distinguida. Agachó la cabeza mientras las enfermeras se reían, y lanzó unas cuantas miradas furtivas a mis pies, como si quisiera comprobar por sí misma lo ligeros que podían ser. Por fin, una de las otras dos mujeres dijo quedamente:
-No les hagas caso, Betty. Sólo quieren provocarte.
-¿Quién te manda hablar a ti? —dijo al instante la enfermera Spiller.
La mujer movió los labios. Era vieja y tenía las mejillas muy pálidas. Cruzó conmigo una mirada y apartó la vista, como avergonzada. Parecía totalmente inofensiva, pero al mirarla a ella, a Betty y a la tercera mujer -de pie, sin mirar a nada, esparciéndose el pelo delante de la cara-, pensé que, por lo que yo sabía, bien podían estar todas chaladas; y allí estaba yo, obligada a ocupa una cama entre ellas. Fui hacia las enfermeras y les dije:
-No voy a quedarme aquí. No podéis obligarme.
-¿Ah, no? -dijo Spiller-. Creo que conocemos la ley. Tu orden de reclusión ha sido firmada, ¿sabes?
-¡Pero si todo es un error!
La enfermera Bacon bostezó y puso los ojos en blanco. La morena suspiró.
-Anda, Santana -dijo-. Ya basta.
-No me llamo Santana -respondí-. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡No soy Santana Puckerman!
Ella miró a Bacon.
-¿Has oído eso? Es capaz de hablar así durante horas.
La enfermera Bacon apoyó los nudillos en las caderas y se los frotó.
-¿No quieres hablar como es debido? -dijo-. ¡Es una pena! Quizás le gustaría ser enfermera. Seguro que le encantaría. Pero se le estropearían sus manitas blancas.
Me miró las manos, todavía restregándose las suyas contra su falda. Yo las miré también. Mis dedos se parecían a los de Santana. Las puse detrás de mi espalda. Dije:
-Tengo las manos tan blancas porque he sido doncella de una señora. Fue la señora que me engañó. Yo...
-¡Doncella de una señora! -Las enfermeras volvieron a reírse-. ¡Esta se lleva la palma! Tenemos cantidad de chicas que se creen duquesas. ¡Nunca he conocido a ninguna que se crea doncella de una duquesa! Qué original, madre mía. Tendremos que ponerte en la cocina, darte cera y un paño.
Di una patada en el suelo.
-¡Callaos, cojones! -exclamé.
Esto les cortó la risa. Me cogieron y me zarandearon; y la enfermera Spiller me pegó otra vez en la cara, en el mismo sitio que la vez anterior, aunque no tan fuerte. Supongo que pensó que la nueva huella taparía la antigua. Al ver que me pegaba, la anciana pálida lanzó un grito. Betty, la idiota, empezó a lloriquear.
-¡Ahora sí que la has armado! -dijo Spiller-. Y los doctores a punto de llegar.
Volvió a zarandearme y me dejó trastabillando mientras ella se arreglaba el delantal. Los médicos eran como reyes para ellas. La enfermera Bacon se encargó de intimidar a Betty para que parase de llorar. La morena corrió hacia la anciana.
-¡Termina de atarte los botones, calamidad! -dijo, agitando los brazos-. Y tú, señora Price, sácate ahora mismo ese pelo de la boca. ¿No te he dicho cien veces que un día te vas tragar una bola de pelo y te vas a ahogar? No sé por qué te advierto, a todas nos alegraría que lo hicieras...
Miré a la puerta. Spiller la había dejado abierta, y dudé ante la idea de alcanzarla corriendo. Pero de la habitación contigua -y luego de todo el pasillo, de todas los demás cuartos por los que habíamos pasado- llegó, mientras yo dudaba, el sonido de llaves descerrajando y abriendo puertas, y a continuación las voces gruñonas de enfermeras, el extraño chillido. En algún lugar tocaron un timbre. Era la señal que avisaba de que venían los médicos. Y pensé que, después de todo, defendería mucho mejor mi caso si me quedaba en mi sitio y hablaba serenamente con el doctor Christie que si corría hacia él con un par de botas de caucho. Me acerqué a mi cama y apoyé en ella la rodilla para que la pierna no me temblara; me palpé el cabello, con intención de peinarlo, olvidando que, de momento, lo tenía cosido a la cabeza. La enfermera morena salió corriendo. Las demás permanecimos en silencio, aguzando el oído para captar las pisadas de los médicos. Spiller agitó el dedo en mi dirección.
-Cuidado con esa sucia lengua, furcia -dijo.
Aguardamos unos diez minutos, hubo un bullicio en el pasillo y el doctor Christie y el doctor Graves entraron muy deprisa en la habitación, con las cabezas inclinadas sobre la libreta del doctor Graves.
-Buenos días, queridas -dijo el doctor Christie, alzando la vista. Fue primero a donde estaba Betty-. ¿Cómo estás, Betty? Buena chica. Quieres tu medicina, por supuesto.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un terrón de azúcar. Ella lo cogió e hizo una reverencia.
-Buena chica -repitió él, y pasó de largo-. Señora Price. Las enfermeras me dicen que ha estado llorando. Eso no es bueno. ¿Qué dirá su marido? ¿Le agradará pensar que está triste, eh? ¿Y todos sus hijos? ¿Qué van a pensar?
Ella respondió con un susurro:
-No lo sé, señor.
-¿Eh?
El le cogió de la muñeca, sin dejar de cuchichear al doctor Graves, que finalmente apuntó algo en su libreta. Los dos se encaminaron hacia la anciana pálida.
-Señorita Wilson, ¿qué quejas tiene que comunicarnos hoy? -preguntó el doctor Christie.
-Sólo las de costumbre -contestó ella.
-Bueno, las hemos oído muchas veces. No necesita repetirlas.
-La falta de aire puro -dijo ella, rápidamente.
-Sí, sí.
Miró la libreta del doctor Graves.
-Y de comida sana.
-Le parecerá sana de sobra, señorita Wilson, si se decide a probarla.
-El agua helada.
-Un tónico para nervios deshechos. Ya lo sabe usted, señorita Wilson.
Ella movió los labios y se balanceó sobre los pies. De repente gritó:
-¡Ladrones!
Di un brinco al oírlo. El doctor Christie levantó la mirada hacia ella.
-Ya basta -dijo-. Recuerde su lengua. ¿Qué tiene en ella?
-¡Ladrones! ¡Demonios!
-¡Su lengua, señorita Wilson! ¿Qué le hemos puesto ahí dentro, eh?
Ella movió los labios y dijo al cabo de un minuto:
-Un freno.
-Eso es. Un freno. Muy bien. Apriételo. Enfermera Spil1er... -Se volvió, le indicó que se acercara y habló en voz baja con ella. La señorita Wilson se llevó las manos a la boca, como si palpara una cadena, y, una vez más, posó en mí la mirada, removió los dedos y pareció avergonzada. En cualquier otro momento me habría compadecido de ella, pero en aquél, si la hubieran tumbado en el suelo, a ella y a diez mujeres más, y me hubiesen dicho que el camino de la huida era a través de sus espaldas, se las habría pisoteado a todas, calzada con unos zuecos. Aguardé hasta que el doctor Christie hubo acabado de impartir instrucciones a la enfermera, y después me lamí la boca, me incliné y dije:
-¡Doctor Christie, señor!
Se volvió y se dirigió hacia mí.
-Señora Puckerman. -Me tomó de la mano alrededor de la muñeca, sin sonreír-. ¿Cómo está?
-Señor -dije-, señor, yo...
-Pulso algo rápido -le dijo, bajando el tono, al doctor Graves. Este tomó nota. Christie se volvió hacia mí-. Lamento ver que se ha herido en la cara.
La enfermera Spiller se me adelantó.
—Se tiró al suelo, doctor Christie -dijo-, cuando tuvo el ataque.
-Ah, sí. Ya ve, señora Puckerman, la violencia del estado en que llegó aquí. Espero que haya dormido.
-¿Dormir? No, yo...
-Querida, querida. No podemos permitirlo. Diré a las enfermeras que le den una pócima. Si no duerme, nunca se pondrá bien.
Hizo una seña a la enfermera Bacon. Ella asintió.
-Doctor Christie -dije en voz más alta.
-El pulso se le acelera ahora -murmuró él.
Retiré la mano.
-¿Quiere escucharme? Me han traído aquí por error.
-¿Ah, sí? -Había entrecerrado los ojos y me miraba dentro de la boca-. Los dientes bastante sanos, creo. Pero las encías pueden estar podridas. Tiene que decírnoslo si empiezan a molestarle.
-No voy a quedarme aquí -dije.
—¿No va a quedarse, señora Puckerman?
-¿Señora Puckerman? Por el amor de Dios, ¿cómo puedo ser ella? He visto cómo se casaba. Usted vino a verme y me oyó hablar. Yo...
-Así fue, en efecto -dijo él, despacio-. Y usted me dijo que la preocupaba la salud de su ama; que quería que estuviese tranquila y no sufriera ningún daño. Porque a veces es más fácil, ¿verdad?, pedir ayuda en nombre de otra persona que en el de una misma. La comprendemos muy bien, señora Puckerman.
-¡No soy Santana Puckerman!
El levantó un dedo y casi sonrió.
-No está dispuesta a admitir que es Santana Puckerman, ¿eh? Eso es otra cosa completamente distinta. Y cuando esté dispuesta a admitirlo, nuestra tarea habrá concluido. Hasta entonces...
-No van a encerrarme aquí. ¡No lo harán! Yo aquí encerrada mientras esos estafadores canallas...
Se cruzó de brazos.
-¿Qué estafadores, señora Puckerman?
-¡No soy Santana Puckerman! Me llamo Brittany...
-¿Sí?
Pero aquí, por vez primera, flaqueé.
-Brittany Pierce -dije, por último.
-Brittany. De... ¿de dónde era, doctor Graves? ¿De Whelk Street, Mayfair?
No respondí.
-Vamos, vamos -continuó él-. Son figuraciones suyas, ¿no es así?
-Fue un plan de Puck -dije, confundida-. ¡Ese diablo...!
-Su marido.
-El de ella.
-Ah.
-¡Le digo que es el marido de ella! Les vi casarse. Puede encontrar al párroco que les casó. ¡Traiga a la señora Cream!
-¿La señora Cream, la mujer que les hospedó? Hablamos largo y tendido con ella. Nos habló, muy apenada, del talante melancólico que se apoderó de usted cuando estaba en su casa.
-Estaba hablando de Santana.
-Por supuesto.
-Hablaba de Santana, no de mí. Tráigala aquí. Enséñele mi cara y verá lo que dice entonces. Traiga a quienquiera que nos haya conocido a Santana y a mí. Traiga a la señora Stiles, el ama de llaves de Briar. ¡Traiga al señor López!
Él movió la cabeza.
-¿Y no cree usted -dijo- que su propio marido supuestamente le conoce tan bien como su tío? ¿Y su doncella? Estuvimos con ella, y le hablamos de usted y lloró. -Bajó la voz-. ¿Qué le había dicho para que llorase?
-¡Oh! -dije, retorciendo las manos. («Fíjese, doctor Graves, cómo le cambia el color de la cara», dijo en voz baja.)-. ¡Lloró para embaucarles! ¡Era puro teatro!
-¿Teatro? ¿Su doncella?
-¡Santana López! ¿No me oyen? Santana López y Noah Puckerman. Ellos me han metido aquí, me han engañado, ¡han hecho que ustedes crean que yo soy ella y que ella es yo!
Volvió a mover la cabeza y arrugó el entrecejo; y, una vez más, casi sonrió. Después dijo, muy despacio y con soltura:
-Pero, mi querida señora Puckerman, ¿para qué iban a tomarse la molestia de hacer eso?
Abrí la boca. La cerré enseguida, pues... ¿qué podía decir? Continuaba presumiendo que si le decía la verdad él me creería. Pero la verdad era que yo había planeado robar la fortuna de una heredera, que me había hecho pasar por una doncella cuando en realidad era una ratera. Si no hubiese tenido tanto miedo y no hubiera estado tan cansada y tan maltrecha después de la noche en el cuarto acolchado, tal vez habría podido inventar una historia inteligente. Pero no podía pensar en nada. La enfermera Bacon se frotó las manos y bostezó. El doctor Christie me observaba con una expresión complacida.
-¿Señora Puckerman? -dijo.
-No lo sé -respondí por fin.
-Ah.
Hizo una señal al doctor Graves y se dispusieron a marcharse.
-¡Esperen! ¡Esperen! -grité.
Spiller dio un paso adelante.
-Ya basta -dijo-. Está haciendo perder el tiempo a los doctores.
Yo no la miré. Vi que el doctor Christie miraba a otra parte, a la anciana pálida, con los dedos todavía rebuscando en la boca; a la mujer de cara triste y con el pelo todo desparramado delante del rostro, y a Betty, la idiota, con el labio reluciente de azúcar, y me enfurecí de nuevo. Pensé: «¡Que me encarcelen por esto! ¡Más vale estar en la cárcel, con ladronas y asesinas, que en un manicomio!»
-¡Doctor Christie, señor! ¡Doctor Graves! ¡Escúchenme!
-Ya basta -repitió Spiller-. ¿No sabe que los doctores están muy atareados? ¿No cree que tienen mejores cosas que hacer que escucharle todos esos disparates? ¡Atrás!
Yo me había precipitado en pos del doctor Christie y alargado la mano para cogerle de la chaqueta.
-Por favor, señor -dije-. Escúcheme. No he sido totalmente sincera con usted.
El había hecho ademán de liberarse. Se volvió un poco en mi dirección.
-Señora Puckerman... -empezó.
-Brittany Pierce, señor. Brittany Pierce, de... -Iba a decir de Lant Street: en el acto supe, por supuesto, que no debía decirlo, por miedo a que condujese a la policía a la tienda de Ibbs. Cerré los ojos y meneé la cabeza. Notaba el calor de mi cerebro. El doctor Christie se soltó de mi mano.
-No me toque la chaqueta -dijo con un tono más severo.
Yo se la agarré otra vez.
-Sólo escúcheme, ¡se lo suplico! Sólo déjeme contarle el plan horrible en el que me hizo participar Noah Puckerman. ¡Ese diablo! ¡Se está riendo de usted, señor! ¡Se está riendo de todos nosotros! Ha robado una fortuna. ¡Tiene quince mil libras!
No le soltaba la chaqueta. Estaba hablando alto, como el gruñido de un perro. La enfermera Spiller me rodeó el cuello con el brazo y el doctor Christie me cogió de la mano y se liberó de mis dedos. El doctor Graves acudió en su ayuda. Chillé al notar el contacto de sus manos. Me figuro que entonces parecería loca de remate, pero era sólo por la atrocidad de no haber dicho más que la verdad y que creyeran que estaba delirando. Chillé, y el doctor Christie sacó su silbato, como antes. Se oyó un pitido. Bates y Hedges llegaron corriendo. Betty berreaba. Volvieron a encerrarme en el cuarto acolchado. Pero al menos me dejaron el vestido y las botas, y me dieron un tazó de té.
-¡Cuando salga de aquí lo lamentarán! -dije cuando me cerraron la puerta-. Tengo una madre en Londres. ¡Me está buscando por todas las casas del país!
La enfermera Spiller asintió.
-¿Sí? -dijo-. Esta es la tuya, y la de todas las demás mujeres -dijo, y se rió.

Creo que el té -que sabía amargo- debía de tener un soporífero. Dormí todo el día, o puede que fueran dos días, y cuando finalmente desperté, lo hice atontada. Dejé que me llevaran, tambaleándome, a la habitación con las camas. El doctor Christie hizo su ronda y me tomó la muñeca.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Mar Mayo 27, 2014 1:41 am

Genial actualizaste, esperando otro capitulo saludos hasta pronto.
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Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 27, 2014 8:59 pm

Capitulo 3
-Hoy está más calmada, señora Puckerman -dijo, y como yo tenía la boca seca, por la pócima y por las horas de sueño, tuve que esforzarme para despegar la lengua de mis encías y contestar:
-¡No soy la señora Puckerman!
Pero él ya se había ido antes de que yo pudiera decirlo. La cabeza se me fue despejando a medida que transcurría la jornada. Tumbada en la cama, procuré no pensar. Nos tuvieron recluidas en la habitación por la mañana, y tuvimos que permanecer sentadas y en silencio -o leyendo, si queríamos-, mientras Bacon vigilaba. Pero creo que las otras mujeres ya habían leído los libros que había en la casa, pues lo único que hacían, como yo, era estar tumbadas en la cama, y era la enfermera Bacon la que miraba las páginas de una pequeña revista, con los pies apoyados en un taburete, y de vez en cuando se chupaba uno de sus dedos colorados y gordos para pasar la página, y a ratos soltaba una risita. Después, a las doce, dejó la revista, dio un gran bostezo y nos llevó abajo para comer. Otra enfermera vino a ayudarla. «Vamos, vamos», dijeron. «No os entretengáis.» Caminamos en fila. La anciana pálida, la señorita Wilsonse, apretó contra mi espalda.
-No tenga miedo de... -dijo-. ¡No gire la cabeza! ¡Chitón! ¡Chitón! -Notaba su aliento en mi cuello-. No tenga miedo de la sopa -dijo.
Entonces yo caminé más deprisa, para estar más cerca de Bacon. Nos condujo al comedor. Estaba sonando un timbre, y según entramos se nos fueron sumado otras enfermeras, con las mujeres de las habitaciones que custodiaban. Yo diría que habría unas sesenta internas en aquella casa, y en ese momento me parecieron, después del tiempo transcurrido sola en el cuarto, una multitud horrible e inmensa. Iban vestidas igual que yo –es decir, muy mal, cada una a su estilo-, y eso -así como el hecho de que algunas tenían el pelo rapado al cero, y de que a otras les faltaban dientes o se los habían extraído, y de que algunas tenían contusiones y cortes, y otras llevaban brazaletes y manguitos- les daba un aspecto quizás más extraño del que tenían realmente. No estoy diciendo que no estuviesen locas, cada cual a su manera, pues a mí, en aquellos momentos, me parecían locas como cabras. Pero hay, en definitiva, tantos modos diferentes de estar loco como de ser un maleante. Algunas eran maníacas absolutas. Dos o tres, como Betty, sólo eran idiotas. A una le gustaba soltar palabrotas. A otra le daban arrebatos. Las demás sólo estaban trastornadas: caminaban mirando al suelo, se sentaban y giraban las manos sobre el regazo, musitaban, suspiraban. Sentada entre ellas, comí lo que me sirvieron. Era una sopa, como había dicho la señorita Wilson, y vi que ella me miraba, asintiendo con la cabeza, mientras yo la tomaba, pero yo no quería mirarla. No quería mirar a nadie: antes había estado drogada y aturdida; ahora recaía en una especie de pánico –un pánico febril- que me causaba sudor, nerviosismo y rabia. Miraba a las ventanas y a las puertas; creo que si hubiese visto una ventana de cristal me hubiese lanzado a través de ella. Pero todas tenían barrotes. No sé qué habríamos hecho en caso de incendio. Las puertas tenían pestillos normales, y supongo que habría podido abrirlos con las herramientas adecuadas. Pero no tenía ninguna -ni siquiera un alfiler- ni nada con que fabricarla. Las cucharas con que tomamos la sopa eran de hojalata, y tan blandas que habrían podido ser de goma. No servían ni para sonarte la nariz. La comida duró media hora. Nos vigilaban las enfermeras y unos cuantos hombres corpulentos: Bates, Hedges y uno o dos más. Se apostaban a un lado del comedor, y a intervalos pasaban entre las mesas. Cuando uno estuvo cerca, levanté la mano y dije:
-Por favor, señor, ¿dónde están los médicos? ¿Puedo ver al doctor Christie, señor?
-El doctor Christie está ocupado -dijo él-. Cállese.
Pasó de largo. Una mujer dijo:
-No verás a los médicos ahora. Vienen sólo por la mañana. ¿No lo sabes?
-Es nueva -dijo otra.
-¿De dónde eres? -preguntó la primera.
-De Londres -dije, mirando todavía al hombre-. Aunque aquí creen que soy de otro sitio.
-¡De Londres! -exclamó ella. Algunas de las demás mujeres también dijeron: «¡Londres!»-. ¡Ah, Londres! ¡Cómo lo añoro!
-Y la temporada acaba de empezar. Es muy duro para ti. ¡Y tan joven! ¿Ya eres moza?
—¿Moza? —dije.
-¿Quién es tu familia?
-¿Qué? -El hombre corpulento se había vuelto y se dirigía hacia nosotras. Levanté otra vez la mano y la agité-. Señor, ¿puede decirme dónde puedo encontrar al doctor Christie? ¿Señor, por favor?
-¡Cállese! -repitió el hombre, pasando de largo.
La mujer que estaba a mi lado me puso la mano en el brazo.
-Debes de conocer las plazas de Kensington -dijo.
-¿Qué? -dije-. No.
-Supongo que los árboles ya han echado hojas.
-No lo sé. No lo sé. No los he visto nunca.
-¿Quién es tu familia?
El hombre fornido se encaminó hasta la ventana y allí se dio media vuelta y se cruzó de brazos. Yo había levantado la mano de nuevo, pero la dejé caer.
-En mi familia todos somos rateros -dije, míseramente.
-¡Oh! -Las mujeres hicieron muecas-. Qué chica más rara...
La mujer que estaba a mi lado, sin embargo, me indicó que me acercara.
-¿Ha perdido sus bienes? -dijo en un susurro-. Yo también. Pero mire esto. -Me enseñó un anillo que llevaba en una cuerda alrededor del cuello. Era dorado, y le faltaban piedras-. Aquí está mi capital. Mi garantía. -Se guardó el anillo debajo de la tela del cuello, se tocó la nariz y asintió—. Mis hermanas se quedaron con el resto. ¡Pero no tendrán el anillo! ¡Oh, no!
Después de esto no hablé con nadie. Cuando terminó el almuerzo, las enfermeras nos sacaron al jardín y nos tuvieron una hora paseando. Había tapias por los cuatro lados, y una verja: estaba cerrada con llave, pero a través de sus barrotes se veía el resto del parque donde estaba la casa. Había en el jardín muchos árboles, algunos cerca del gran muro del parque. Tomé nota de este hecho. No había trepado a un árbol en toda mi vida, pero ¿sería muy difícil? Si escalaba hasta una rama lo bastaste alta, me arriesgaría a romperme las dos piernas saltando si el salto significaba la libertad. Si la señora Sucksby no llegaba antes. Pero seguía pensando que debería explicar mi caso al doctor Christie. Me refiero a demostrarle lo cuerda que estaba. Al cabo de una hora en el jardín sonó un timbre, nos metieron de nuevo en la casa y nos hicieron sentarnos, hasta la hora del té, en una gran habitación gris que olía a una fuga de gas y a la que llamaban el salón; luego volvieron a encerrarnos en nuestro dormitorio. Entré sin decir nada, todavía temblorosa y sudando. Hice todo lo que hicieron las otras recluidas -la triste señora Price, la pálida señorita Wilson y Betty-: me lavé en el lavabo la cara y las manos cuando ellas terminaron con el agua, y me lavé los dientes, cuando todas habían usado el cepillo, doblé mi odioso vestido de tela escocesa y me puse un camisón, y dije «amén» cuando Bacon musitó una oración. Pero luego, cuando llegó Spiller con una lata de té y me dio un tazón, lo cogí, pero no lo probé. Lo vertí en el suelo cuando creí que nadie miraba. Humeó un segundo y se filtró por entre los tablones. Coloqué el pie en el sitio donde había caído. Alcé la vista y vi a Betty mirando.
-Qué porquería -dijo en voz alta. Tenía voz de hombre-. Mala chica.
-¿Mala chica? -dijo la enfermera Bacon, volviéndose-. Sé quién es, de acuerdo. A la cama. ¡Rápido, rápido! Todas a la cama. ¡Dios me bendiga, qué vida!
Gruñía como un motor. Todas las enfermeras sabían hacerlo. Pero teníamos que estar calladas. Teníamos que estar quietas. De lo contrario, venían y nos pellizcaban o pegaban.
-¡Tú, Santana! -dijo Bacon aquella primera noche-. ¡Deja de moverte!
Se incorporó -estaba leyendo— y la luz de su lámpara me cegó los ojos. Incluso cuando, al cabo de muchas horas, depositó la revista, se quitó el vestido y el delantal y se acostó, dejó una luz encendida, para ver si nos movíamos de noche. Después se quedó dormida de inmediato y empezó a roncar. Sus ronquidos sonaban como una lima sobre un hierro, y me entró más añoranza que nunca de mi casa. Se metió en la cama con su manojo de llaves, y durmió con él alrededor del cuello. Yo estaba tumbada con el guante blanco de Santana en el puño, y de vez en cuando me metía en la boca la punta de uno de sus dedos, imaginando que la mano blanda de Santana estaba dentro, y no paraba de morderlo. Pero al final me dormí y, a la mañana siguiente, cuando los médicos llegaron de ronda con la enfermera Spiller, yo estaba ya preparada.
-¿Cómo está, señora Puckerman? -dijo el doctor Christie, después de haberle dado a Betty su terrón de azúcar y de pasar un minuto atendiendo a Price y a Wilson.
-Tengo la cabeza perfectamente despejada -dije.
Miró su reloj.
-¡Magnífico!
-¡Doctor Christie, se lo ruego...!
Agaché la cabeza, le miré a los ojos y le conté otra vez mi historia de cabo a rabo: que yo no era Santana Puckerman, sino que me habían llevado a aquella casa mediante una horrible estratagema; que Noah Puckerman me había presentado en Briar para ser la doncella de Santana López y ayudarle así a que se casara con ella y, después, a que la tomaran por una loca. Que me habían engañado y se habían quedado para ellos dos solos la fortuna de Santana.
-Me la han jugado -dije-. ¡Se la han jugado a usted! ¡Se están riendo de usted! ¿No me cree? ¡Traiga a alguien de Briar! ¡Traiga al párroco de la iglesia donde se casaron! ¡Traiga el registro de la iglesia y verá sus nombres allí escritos y, junto al de ellos, el mío!
-Le he permitido hablar demasiado -dijo-. Se está excitando. No conviene en absoluto. Tiene que estar tranquila en todo momento. Esas figuraciones suyas...
-¿Figuraciones? ¡Que Dios me ayude, es la purísima verdad!
-Figuraciones, señora Puckerman. Si se oyera usted misma... ¿Planes horribles? ¿Canallas que se ríen? ¿Fortunas robadas y chicas a las que vuelven locas? ¡Es la sustancia de una ficción morbosa! Tenemos un nombre para su enfermedad. La llamamos hiper-estética. La han alentado a recrearse excesivamente en la literatura, y sus órganos se han inflamado de fantasía.
-¿Inflamado? -dije-. ¿Recrearme? ¿Literatura?
-Ha leído demasiado.
Le miré y no pude hablar.
-¡Que Dios me salve si sé leer dos palabras seguidas! –dije por fin, cuando él se volvía para irse-. Y escribir..., deme un lápiz y escribiré mi nombre, ¡y es lo único que sabría poner, aunque me tuviera intentándolo un año entero!
Había empezado a dirigirse hacia la puerta de la habitación, seguido de cerca por el doctor Graves. Mi voz era entrecortada, pues Spiller me había sujetado para no consentirme que fuera tras ellos.
-¡Cómo te atreves a hablar a espaldas de los doctores! ¡No me empujes! Me parece que estás tan rabiosa como para encerrarte en el cuarto acolchado. ¿Doctor Christie?
Pero el doctor había oído mis palabras, se había vuelto al llegar a la puerta y me miraba de un modo distinto, con la mano en la barba. Miró al doctor Graves. Dijo en voz baja:
-En definitiva, nos demostraría el grado del delirio; y hasta es posible que sirviera para sacarle de él. ¿Qué le parece? Sí, deme una página de su libreta. Enfermera Spiller, suelte a la señora Puckerman. Señora Puckerman... -Volvió donde yo estaba y me dio el pedazo de papel que el doctor Graves había arrancado de su libreta. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un lápiz e hizo ademán de entregármelo.
-¡Cuidado, señor! -dijo Spiller, cuando vio la punta del lápiz-. ¡Esta chica es muy artera!
-Muy bien, ya la veo -respondió él-. Pero no creo que pretenda hacer nada malo. ¿Verdad que no, señora Puckerman?
-No, señor -dije. Cogí el lápiz. Temblaba en mi mano. El me observaba.
-Puede empuñarlo mejor que eso, creo -dijo.
Lo moví entre mis dedos y se me cayó. Lo recogí.
-¡Vigílela! ¡Vigílela! -dijo la enfermera Spiller, lista para agarrarme si era necesario.
-No tengo costumbre de manejar lápices -dije.
El doctor Christie asintió.
-Yo creo que sí. Ande, escriba una línea en ese papel.
-No sé -dije.
-Pues claro que sabe. Siéntese en la cama y apoye el papel en la rodilla. Así nos sentamos para escribir, ¿no? Usted lo sabe. Ahora escríbame su nombre. Eso sí lo sabe escribir, al menos. Nos lo acaba de decir. Adelante.
Vacilé y luego escribí. El papel se desgarró debajo del grafito. El doctor Christie me observó y, cuando hube terminado, me cogió la hoja y se la enseñó al doctor Graves. Los dos fruncieron el ceño.
-Ha escrito Brittany -dijo el doctor Christie-. ¿Por qué?
-Es mi nombre.
-Lo ha escrito mal. ¿Lo ha hecho a propósito? Tome. –Me devolvió el papel-. Escríbame una línea, como le he dicho antes.
-No sé. ¡No sé!
-Sí sabe. Escriba una sola palabra, entonces. Escríbame esto. Escriba: salado.
Moví la cabeza.
-Vamos, vamos -dijo él-, no es una palabra difícil. Y conoce la primera letra, pues acaba de escribirla.
Vacilé de nuevo. Y como me miraba con tanta atención, y como, detrás de él, el doctor Graves, las enfermeras Spiller y Bacon e incluso la señora Price y la señorita Wilson ladearon la cabeza para ver cómo lo hacía, escribí una S. Las demás letras las tracé al azar. La palabra continuaba, y se fue agrandando mientras la escribía.
-Sigue apretando mucho -dijo el doctor Christie.
-¿Sí?
-Usted sabe que sí. Y sus letras son confusas y muy mal trazadas. ¿Qué letra es ésta? Se la ha imaginado, me figuro. Bien, ¿debo entender que su tío, un sabio, al parecer, toleraría una escritura así en su ayudante?
Aquél era mi momento. Me estremecí de los pies a la cabeza. Sostuve la mirada del doctor y dije, con la mayor calma que pude:
-No tengo ningún tío. Se refiere al anciano señor López. Sé que su sobrina Santana escribe con letra clara, pero ya ve, yo no soy ella.
Se palmeó la barbilla.
-Porque usted es Brittany Pierce -dijo.
Me estremecí otra vez.
-¡Sí, señor!
Guardó silencio. Pensé: «¡Ya está!», y casi me desmayé de alivio. El se dirigió al doctor Graves y movió la cabeza.
-Completísimo, ¿no cree? -dijo-. Creo que no he visto nunca un caso tan palmario. El delirio se extiende hasta el ejercicio de las funciones motoras. Hay que intervenir ahí. Tenemos que estudiarlo hasta decidir el tratamiento. Señora Puckerman, mi lápiz, si es tan amable. Señoras, buenos días.
Me arrebató el lápiz de los dedos, se dio media vuelta y se fue. El doctor Graves y la enfermera Spiller salieron con él, y Bacon cerró la puerta tras ellos. Cuando le vi girar la llave fue como si me hubiera golpeado y derribado de un puñetazo: me dejé caer sobre la cama y prorrumpí en llanto. Ella me chistó. Pero estaban tan acostumbradas a las lágrimas en aquella casa que no les inmutaba ver a una mujer llorando delante del plato de sopa en el almuerzo, o gritando a voz en cuello mientras paseaba por el jardín. Su chitón se convirtió en un bostezo. Me miró un momento y apartó la vista. Se sentó en su silla, se frotó las manos y se le crispó la cara.
-Creéis que lo vuestro es un tormento -dijo-. Si tuvierais estos nudillos, estos pulgares durante una hora... Esto es un suplicio, con mostaza encima. Esto sí que es un suplicio. ¡Oh! ¡Oh! ¡Dios me bendiga, creo que voy a morirme! Ven, Betty, sé buena con tu pobre enfermera. Alcánzame mi pomada, por favor.
Conservaba encima su manojo de llaves. Sólo con verlo redoblé mi llanto. Sacó una llave y Betty fue con ella al aparador, abrió la puerta y cogió un tarro de grasa. Era blanca y dura, como manteca. Betty se sentó, se untó los dedos y empezó a extenderla sobre los dedos hinchados de Bacon. Esta hizo otra mueca de dolor. Luego suspiró, con la cara menos tensa.
-¡Mano de santo! -dijo, y Betty se rió.
Volví la cabeza hacia la almohada y cerré los ojos. Si aquella casa hubiera sido el infierno, y Bacon el diablo, y Betty un demonio a su lado, no habría podido sentirme más desolada. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Entonces oí un movimiento junto a mi cama y después una voz muy suave.
-Anda, querida. No debes llorar.
Era la anciana pálida, la señorita Wilson. Había posado una mano sobre mí. La vi y me espanté.
-Ah -dijo ella-. Me rehuyes. No me extraña. No estoy en mis cabales. Te irás acostumbrando. ¡Chist! Ni una palabra. Bacon nos mira. ¡Chist!
Había sacado un pañuelo de la manga, y dio a entender que quería enjugarme la cara. El pañuelo estaba amarillento de puro viejo, pero era suave, y su suavidad y la bondad de la anciana -que, por loca que estuviera, hacía el primer gesto afable que alguien me había ofrecido desde mi llegada- reavivaron mi llorera. Bacon vigilaba.
-No te pierdo de vista -me dijo-. No creas que no te veo.
Volvió a recostarse en su silla. Betty le seguía aplicando grasa en los dedos. Dije, en voz baja:
-No piense que lloraba tan fácilmente, en mi casa.
-Seguro que no -respondió la señorita Wilson.
-Es por el miedo de que me retengan aquí. Es una gran injusticia. Dicen que estoy loca.
-No pierdas el ánimo. Esta casa no es tan dura como otras. Pero tampoco es perfecta. El aire de este cuarto, por ejemplo, que tenemos que respirar como bueyes en un establo. Las cenas. Nos llaman señoras, pero la comida... ¡es una papilla indecente! Me sonrojaría si viera que se la sirven al pinche de un jardinero.
Había alzado la voz. Bacon volvió a avistarnos y curvó el labio.
-¡Me gustaría verte colorada, fantasma!
Wilson movió los labios y pareció avergonzada.
-Es una alusión a lo pálida que soy -dijo-. ¿Me creerás si te digo que hay una sustancia en el agua de aquí parecida a la tiza...? Pero ¡chitón! ¡Ni una palabra más!
Agitó la mano y por un momento pareció tan chiflada que se me encogió el corazón.
-¿Lleva mucho tiempo aquí? -le pregunté cuando dejó caer su mano ondeante.
-Creo... Déjame pensar, sabemos tan poco del paso de las estaciones... Muchos años, diría.
-Veintidós -dijo Bacon, que seguía escuchando-. Porque ya eras veterana, ¿no?, cuando yo llegué, siendo una jovencita. Y de eso hará catorce años este otoño. ¡Ah, aprieta más
fuerte ahí, Betty! Buena chica.
Hizo una mueca, exhaló un soplo de aire y se le cerraron los ojos. Pensé, horrorizada: ¡Veintidós años!, y el pensamiento se debió de ver en mi cara, pues la señorita Wilson dijo:
-No debes pensar que vas a quedarte tanto tiempo. La señora Price viene todos los años, pero su marido se la lleva a casa cuando ha pasado lo peor de sus rachas. ¿No era tu marido quien firmó la orden de ingreso? Es mi hermano el que me tiene aquí. Pero los hombres quieren esposas cuando pueden prescindir de sus hermanas. -Levantó una mano-. Hablaría más claro si pudiera. La lengua..., ya me entiendes.
-El hombre que me ha metido aquí es un bellaco redomado -dije-, y solamente finge que es mi marido.
-Eso es duro para ti -dijo ella, moviendo la cabeza y suspirando-. Eso es lo peor de todo.
Le toqué el brazo. Mi corazón, que se había hundido, se elevó ahora como un flotador, tan bruscamente que me dolió.
-¿Lo cree usted? -dije. Miré a Bacon, pero ella me había oído y abrió los ojos.
-No saques conclusiones de eso -dijo con una voz complacida-. Wilson cree toda clase de disparates. Pregúntale ahora qué criaturas viven en la luna.
-¡Maldita! -dijo Wilson-. ¡Le dije que era una confidencia! Ya ves, señora Puckerman, cómo se esfuerzan en rebajar mi posición. ¿Le paga mi hermano una guinea a la semana para que me insulte? ¡Ladrones! ¡Demonios!
Bacon hizo como que se levantaba de su silla y cerraba los puños, y la señorita Wilson se quedó callada. Dije, al cabo de un rato:
-Piense lo que quiera sobre la luna, señorita Wilson. ¿Por qué no iba a hacerlo? Pero cuando le digo que me han metido aquí unos estafadores y que estoy perfectamente cuerda, sólo le estoy diciendo la verdad. El doctor Christie lo descubrirá en su momento.
-Confío en que así sea -respondió ella-. Seguro que sí. Pero ya sabes que es tu marido el que tiene que firmar la orden de salida.
La miré boquiabierta. Luego miré a Bacon.
-¿Es cierto eso? -pregunté. La enfermera asintió. Empecé a llorar de nuevo-. ¡Entonces, Dios santo, estoy perdida! -exclamé-. ¡Porque ese granuja no firmará nunca!
Wilson movió la cabeza.
-¡Qué duro! ¡Qué duro! Pero quizás te visite y cambie de idea, ¿no? Tienen que dejarnos recibir visitas, ¿sabes? Es la ley.
Me sequé la cara.
-No vendrá -dije-. ¡Sabe que si viene le mataré!
Ella miró a su alrededor, como asustada.
-No digas aquí esas cosas. Tienes que portarte bien. ¿No sabes que tienen maneras de cogernos y atarnos...? ¿Que tienen agua...?
-¡Agua! -murmuró la señora Price, con un estremecimiento.
-¡Basta ya! -dijo Bacon-. Y tú, llorona -se refería a mí-, deja de excitarlas.
Y mostró otra vez el puño. Así que entonces todas nos callamos. Betty le untó de grasa los dedos durante otro par de minutos y luego guardó el tarro y se metió en la cama. Wilson agachó la cabeza y la mirada se le puso turbia. Price, cada cierto tiempo, emitía un murmullo o un quejido desde detrás de su velo de pelo. De la habitación contigua llegaba una ráfaga irregular de chillidos. Pensé en la hermana del señor Ibbs. Pensé en mi casa y en todas las personas que la habitaban. Empecé a sudar de nuevo. Súbitamente me sentí como debe de sentirse una mosca atrapada en la tela de una araña. Me puse de pie y comencé a deambular de una pared del cuarto a otra.
-¡Si por lo menos hubiese una ventana! -dije-. ¡Si pudiéramos asomarnos! -Y luego-: ¡Si nunca hubiera salido del barrio!
-¿Quieres sentarte? -dijo Bacon.
Lanzó una maldición. Llamaron a la puerta y tuvo que levantarse para abrir. Era otra enfermera, con un papel. Aguardé hasta que sus cabezas se juntaron y me deslicé hacia donde estaba Wilson. La desesperación empezaba a infundirme astucia.
-Escúcheme -dije en voz baja-. Tengo que salir de aquí cuanto antes. Tengo familia con dinero en Londres. Tengo una madre. Lleva aquí tanto tiempo que tiene que saber una forma de huir. ¿Cuál es? Le pagaré, se lo juro.
Me miró y se retrajo.
-¿No creerás —dijo, con un tono normal-, no creerás que yo he sido el tipo de chica educada para hablar en cuchicheos?
Bacon se volvió y miró.
-Tú, Santana -dijo-. ¿Qué estás haciendo ahora?
-Cuchicheando -dijo Betty con su voz ronca.
-¿Cuchicheando? ¡Ya te daré cuchicheos! Vuelve a tu cama y deja en paz a Wilson. ¿No puedo darte la espalda un segundo sin que empieces a chinchar a las demás?
Presumí que adivinaba que había intentado huir. Volví a la cama. Plantada en la puerta con la otra enfermera, Bacon le dijo algo en un murmullo. La otra arrugó la nariz. Luego me miraron con la misma expresión fría y hosca con que había visto que me miraban otras enfermeras. Era aún tan ignorante, por supuesto, que no sabía lo que significaba aquella mirada hostil. Pero, ¡santo Dios!, no tardaría mucho en averiguarlo.

 
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Melany Gleek Miér Mayo 28, 2014 3:06 am

Porfin haz regresado martaaaa c: el capítulo estuvo genial sólo espero que no tardes mucho saludos :*
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 03, 2014 6:24 pm

Melany Gleek escribió:Porfin haz regresado martaaaa c: el capítulo estuvo genial sólo espero que no tardes mucho saludos :*
Es que ultimamente ando algo ocupada, pero esta vez no tarde tanto, verdad?? Aqui tienes nuevo capitulo ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 03, 2014 6:25 pm

Capitulo 4
Hasta entonces, sin embargo, no me tomé la molestia de pensarlo, porque seguía creyendo que podría fugarme. Lo seguí creyendo al ver que transcurría una semana, y luego otra. Al final sólo comprendí que debía abandonar mi idea de que el doctor Christie sería el hombre que me liberase, pues si él creía que yo estaba loca cuando entré, todo lo que decía según pasaba el tiempo únicamente parecía servir para confirmarle que estaba más loca todavía. Peor aún, seguía aferrado a su idea de que había que curarme y hacer que me reconociese a mí misma por el procedimiento de conseguir que escribiera.
-Se ha dedicado excesivamente a la tarea literaria -dijo, en una de sus visitas-, y ésa es la causa de su dolencia. Pero a veces los médicos tenemos que utilizar métodos paradójicos. Me refiero a que, para restablecerse, debe reanudar su labor literaria. Tome. -Me había traído algo envuelto en un papel. Era una pizarra y tiza-. Se sentará delante de esta pizarra vacía y, antes de que termine el día, me habrá escrito su nombre, pero, ¡ojo!, con toda pulcritud. Su nombre de verdad, quiero decir. Mañana me escribirá el comienzo de un relato de su vida, y en adelante lo continuará todos los días. Recobrará el uso de la razón al mismo tiempo que recuperes la soltura con la pluma... 
Así que mandó a la enfermera Bacon que me tuviese horas enteras sentada con la tiza en la mano; por supuesto, no escribía nada, y la tiza se desmenuzaba hasta transformarse en polvo, o bien se volvía húmeda y resbaladiza a causa del sudor de mi palma. El doctor venía y, al ver la pizarra vacía, meneaba la cabeza y se enfurruñaba. Si la enfermera Spiller le acompañaba, ella decía:
-¿Todavía no ha escrito una palabra? Y aquí están los doctores dedicando su tiempo a curarla. Ingratitud, llamo yo a eso.
Cuando él se iba, ella me zarandeaba. Y si yo gritaba y sudaba, lo hacía aún más fuerte. Podía zarandearte de tal modo que era como si te estuviesen arrancando los dientes de la boca. Te meneaba hasta producirte náuseas. «Le ha dado el telele», decía entonces a las otras enfermeras, con un guiño, y ellas se reían. Odiaban a las internas. Me odiaban a mí. Pensaban que cuando les hablaba del modo que era natural en mí, lo hacía para irritarlas. Sé que les repateaba que yo recibiese atenciones especiales del doctor Christie, fingiendo que estaba decaída. También por eso me odiaban las mujeres. Sólo la señorita Wilson, de vez en cuando, era amable conmigo. Una vez me vio llorando delante de la pizarra y, cuando Bacon estaba de espaldas, vino y escribió mi nombre, o sea, el de Santana. Pero, a pesar de su buena intención, habría preferido que no lo hubiese hecho, pues cuando el doctor vino y lo vio, dijo, sonriendo:
-¡Bravo, señora Puckerman! ¡Ahora ya estamos a mitad de camino! -Y al día siguiente, como no pude hacer más que garabatos, naturalmente pensó que estaba simulando, y dijo, con expresión severa-: Que no coma nada, enfermera Bacon, hasta que haya escrito.
Con lo que escribí cincuenta veces: Brittany, Brittany. Bacon me pegó. También me pegó Spiller. El doctor Christie movió la cabeza. Dijo que mi caso era más difícil de lo que había pensado, y que exigía otro método. Me dio brebajes de creosota: hizo que las enfermeras me sujetaran mientras él los vertía en mi boca. Habló de traer a un sangrador para que me hiciera una sangría en la cabeza. Entonces llegó a la casa una mujer nueva que sólo hablaba un lenguaje inventado que ella decía que era el de las serpientes, y en lo sucesivo el doctor le consagró todo su tiempo, pinchándola con agujas, reventando bolsas de papel detrás de su oreja, escaldándola con agua hirviendo..., buscando formas de obligarla a hablar inglés. Por mí, que siguiera pinchándola y escaldándola para siempre. La creosota casi me había asfixiado. Tenía miedo de las sanguijuelas. Y me pareció que, dejándome sola, me daba más tiempo para planear mi huida. Pues todavía no pensaba en otra cosa. Llegó junio. Yo había ingresado algún día de mayo. Pero aún me quedaban ánimos para aprenderme el trazado de la casa, estudiar las ventanas y puertas en busca de una vía de escape, y cada vez que Bacon sacaba el manojo de llaves yo la observaba y veía lo que abría cada una. Vi que, por lo que se refería a las cerraduras del dormitorio y las puertas del pasillo, una llave servía para todas. Estaba convencida de que podría fugarme si conseguía sustraer aquella llave del manojo de una enfermera. Pero eran llaveros sólidos, y todas las enfermeras guardaban las llaves muy cerca, y Bacon -a la que habían prevenido de mis posibles argucias-, las tenía más cerca que ninguna. Sólo se las daba a Betty cuando quería que sacase algo del aparador, y luego se las quitaba de inmediato y se las metía en el bolsillo. Nunca le vi hacerlo sin que me entraran temblores de rabia impotente. Costaba aceptar que una simple llave me separase a mí -¡precisamente a mí!- durante tanto tiempo y de aquella forma aciaga de todo lo que era mío: ¡una sola y simple llave! No era ni siquiera una complicada, sino una sencilla, con cuatro dientes rectos que yo habría sabido, con la llave ciega y la lima adecuadas, falsificar en un periquete. Pensaba en eso cien veces al día. Lo pensaba mientras me lavaba la cara, mientras tomaba la cena. Lo pensaba mientras paseaba por el jardincillo, y cuando estaba sentada en el salón, oyendo farfullar y llorar a las mujeres, y tumbada en mi cama, con la lámpara de Bacon cegándome los ojos. Si los pensamientos fueran martillos o piquetas habría estado libre diez mil veces. Pero eran más como veneno. Tenía tantos que me daban arcadas. Era una afección sorda, no como el pánico agudo que me había atenazado y producido sudores los primeros días que pasé allí. Era una especie de malestar soterrado que hurgaba tan por debajo, y hasta tal punto formaba parte de las costumbres de la casa -como el color de las paredes, el olor de las comidas, el sonido de los llantos y los gritos-, que no supe que se había apoderado de mí hasta que fue demasiado tarde. Seguía diciendo, a cualquiera que hablase conmigo, que estaba en mis cabales, que estaba allí por culpa de un error, que no era Santana Puckerman y que tenían que soltarme enseguida. Pero lo dije tantas veces que las palabras se gastaron, como las monedas cuya efigie se borra a fuerza de usarlas. Un día, por fin, en que paseaba por el jardín con una interna, lo volví a decir y ella me miró compadecida.
-Yo pensé lo mismo una vez -dijo, amablemente-. Pero verá, me temo que usted debe de estar loca, puesto que está aquí. Todas nosotras tenemos algo raro. Sólo tiene que mirarse a sí misma. Sólo tiene que mirarse.
Sonrió, pero, como antes, lo hizo con una especie de compasión, y siguió andando. Yo me paré, sin embargo. No había pensado -no sabría decir durante cuánto tiempo- en el aspecto que yo tenía para otros. El doctor Christie había prohibido los espejos, por temor a que los rompieran, y ahora me pareció que la última vez que había visto mi propia cara fue en casa de la señora Cream -¿fue allí?-, cuando Santana me hizo poner su vestido azul de seda -¿era azul o era verde?- y me sostuvo delante el pequeño espejo. Me tapé los ojos con las manos. El vestido era azul, estaba segura. ¡Cómo, si lo llevaba puesto cuando me encerraron en el manicomio! Me lo habían quitado, así como también la maleta de la madre de Santana y todas las cosas que contenía: los cepillos y peines, la lencería, las pantuflas rojas de lana. No volví a verlos. Me miré yo misma, mi vestido de tela escocesa y mis botas de caucho. Casi me había acostumbrado a ellos. Ahora los vi tal como eran, y me habría gustado verlos mejor. La enfermera de turno para vigilarnos estaba sentada con los ojos cerrados, dormitando al sol, pero un poco a su izquierda había una ventana que daba al salón. Estaba oscura y reflejaba el corro de mujeres paseando con tanta claridad como si fuera un espejo. Una de ellas se paró y se puso la mano en la cara: pestañeé. Ella pestañeó. Era yo. Fui despacio hacia ella y me miré con atención, horrorizada. Como la mujer había dicho, parecía una lunática. Tenía el pelo cosido todavía a la cabeza, pero había crecido o se habían despegado las puntadas, y sobresalían unos mechones. Tenía la cara blanca pero constelada, aquí y allá, de motas y rasguños y moretones tenues. Tenía los ojos hinchados -por falta de sueño, supongo— y rojos en los bordes. La cara era más angulosa que nunca, y el cuello como un palo. El vestido me colgaba como si fuera una bolsa de la colada. Por debajo del escote asomaban las puntas blancas y sucias de los dedos de los guantes de Santana, que seguía llevando al lado del corazón. Se distinguían, en la piel de cabritilla, las marcas de mis dientes. Me contemplé durante cerca de un minuto. Al mirarme pensaba en todas las veces en que la señora Sucksby me había lavado y peinado y lustrado el pelo cuando yo era una niña. La recordé calentando la cama antes de acostarme, para que no tuviera escalofríos. La recordé apartando para mí los bocados de carne más tiernos; y limándome los dientes, cuando me cortaban; y pasándome las manos por los brazos y piernas, para asegurarse de que crecían derechos. Recordé lo sana y salva que me había criado, todos los días de mi vida. Había ido a Briar a hacer una fortuna que compartir con ella. Una fortuna que había perdido. Santana López me la había robado y me había traspasado su destino. Era ella la que tenía que estar allí. Me había hecho suplantarla, mientras estaba a sus anchas en el mundo, y todos los cristales en que se miraba -en las sombrererías, por ejemplo, y mientras le probaban un vestido; o en teatros o en los salones de baile adonde iba-, todos le mostraban las cosas que yo no era: guapa, alegre, orgullosa y libre... Podría haberme encolerizado. Creo que empecé a hacerlo. Luego vi la expresión en mis ojos, y mi cara me espantó. Permanecí sin saber qué hacer hasta que la enfermera de guardia despertó y vino a darme un codazo.
-Muy bien, doña frívola -dijo, bostezando-. Creo que tus talones también son dignos de verse, así que vamos a verlos.
Me llevó a empujones hasta la mitad de la fila circular, y yo agaché la cabeza y eché a andar, mirando el dobladillo de mi vestido, las botas, las de la mujer que iba delante, cualquier cosa, cualquiera que me impidiera alzar la vista hacia la ventana del salón y ver de nuevo la expresión de mi mirada de loca. Supongo que eso fue a finales de junio. Pero podría haber sido antes. Era difícil saber en qué fecha estábamos. Era difícil hasta saber en qué día; sólo sabías que otra semana había transcurrido cuando, en lugar de pasar la mañana en la cama, te hacían escuchar de pie en el salón las oraciones que rezaba el doctor Christie, entonces sabías que era domingo. Quizás debiera haber hecho una marca, como hacen los presos, por cada domingo que pasaba; pero, por supuesto, durante muchas semanas esto no tuvo sentido, pues cada vez que llegaba otro domingo, pensaba que al siguiente estaría en libertad. Luego empecé a embrollarme. Me parecía que algunas semanas tenían dos o tres domingos. Otras parecían no tener ninguno. De lo único que estaba segura era de que la primavera había desembocado en el verano, pues los días se alargaban, el sol se volvía más ardiente y la casa estaba caliente como un horno. Recuerdo el calor más que ninguna otra cosa. Era suficiente para enloquecerte por sí solo. El aire en nuestras habitaciones, por ejemplo, se convirtió en una especie de sopa. Creo que una o dos mujeres murieron, de hecho, por respirar aquel aire, pero los doctores Christie y Graves, siendo médicos, pudieron, desde luego, atribuir su muerte a sendos ataques. Oí decir esto a las enfermeras. A medida que hacía más calor, su humor empeoraba. Se quejaban de cefaleas y sudores. Se quejaban de sus uniformes. Nos decían, empujándonos: «¿Por qué estar aquí, cuidándoos, con esta ropa de lana, cuando podría estar en el psiquiátrico de Tunbridge, donde todas las enfermeras visten popelín?» Pero lo cierto era, como todas sabíamos, que ningún otro manicomio las hubiese aceptado, y que tampoco se irían: vivían demasiado bien. Hablaban continuamente de lo indóciles y astutas que eran las internas, y enseñaban contusiones; pero, por descontado, las mujeres estaban tan aturdidas y eran tan desdichadas que no podían ser arteras, y el problema lo creaban las enfermeras cuando les apetecía algún pasatiempo. El resto del tiempo su trabajo era de lo más liviano imaginable, porque se levantaban de la cama a las siete -nos daban nuestras dosis, para que durmiéramos- y luego estaban sentadas hasta el mediodía leyendo revistas y libros, preparando tostadas y cacao, bordando, silbando, pedorreando, plantándose en las puertas para hablar entre ellas a través del pasillo, e incluso colándose en la habitación de sus colegas cuando estaban especialmente aburridas, tras haber dejado a sus pupilas encerradas y sin vigilancia. Y, por las mañanas, después de que el doctor Christie hubiera hecho su ronda, ellas se quitaban la cofia y los alfileres del pelo, se bajaban las medias y se levantaban las faldas, y nos daban periódicos y nos obligaban a abanicarles con ellos sus grandes piernas blancas. Eso, al menos, era lo que hacía Bacon. Se quejaba del calor más que ninguna, debido al escozor en sus manos. Mandaba a Betty que le untase de grasa los dedos diez veces al día. A veces chillaba. Y cuando el calor llegó a su punto más alto colocó dos palanganas de loza al lado de su cama y dormía con las manos metidas dentro del agua. Esto le producía sueños.
-¡Es demasiado escurridizo! -gritó una noche. Y luego, en un murmullo-: Ya lo he perdido...
Yo también soñaba. Parecía soñar cada vez que cerraba los ojos. Soñaba, como era de esperar, con Lant Street, con el barrio, con mi casa. Soñaba con Ibbs y con la señora Sucksby. Eran sueños agitados, sin embargo; muchas veces me despertaba llorando. De cuando en cuando soñaba sólo con el manicomio: soñaba que había despertado y que ya había pasado el día. Entonces despertaba de verdad y el día se extendía aún por delante, pero, con todo, era tan parecido al día que había soñado que quizás los hubiese soñado a los dos. Estos sueños me desconcertaban. Los peores de todos, sin embargo, fueron los que empecé a tener a medida que las semanas transcurrían y las noches se volvían más calurosas y comencé a embrollarme cada vez más. Eran sueños de Briar y de Santana. Porque nunca soñaba con ella como sabía que ella era en realidad: una víbora o una ladrona. Nunca soñaba con Puck. Solamente soñaba que estábamos de nuevo en casa del tío, y que yo era la doncella de Santana. Soñaba que íbamos a la tumba de su madre o que nos sentábamos a la orilla del río. Que la vestía y le cepillaba el pelo. Soñaba —¿acaso se nos pueden reprochar los sueños?-, soñaba que la amaba. Sabía que la odiaba. Sabía que quería matarla. Pero a veces despertaba de noche sin saberlo. Abría los ojos y miraba a mi alrededor, y hacía tanto calor en el dormitorio que todas se habían removido en sus camas: veía las grandes piernas desnudas de Betty, la cara sudorosa de Bacon, el brazo de Wilson. La señora Price se recogía hacia atrás el pelo cuando dormía, de un modo similar a como hacía Santana: yo la miraba en mi duermevela y olvidaba por completo las semanas que habían pasado desde finales de abril. Olvidaba la huida de Briar, la boda en la iglesia de pedernal negro, los días en la casa de la señora Cream, el viaje al manicomio, la atroz estratagema; quiero decir que me olvidaba de huir y de lo que planeaba para después de haber huido. Sólo pensaba, con una especie de pánico: ¿Dónde estará ella? ¿Dónde estará ella?, y luego, en una ráfaga de alivio: Está ahí... Volvía a cerrar los ojos y, en un instante, ya no estaba en mi cama, sino en la suya. Las cortinas estaban cerradas y ella tumbada a mi lado. La sentía respirar. «¡Qué noche más oscura!», decía ella, con su voz suave, y luego: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!...» «No se asuste», respondía yo siempre. «Oh, no se asuste...» Y, en ese momento, el sueño se interrumpía y despertaba. Despertaba con cierto temor de que, al igual que Bacon, hubiera dicho algo en voz alta, o suspirado, o temblado. Y después me entraba una vergüenza horrible. ¡Porque la odiaba! ¡La odiaba! Y, sin embargo, sabía que, cada vez, secretamente deseaba que el sueño hubiese llegado hasta el final. Empecé a temer levantarme de la cama en sueños. ¿Y si intentaba besar a la señora Price o a Betty? Pero si procuraba permanecer despierta, me quedaba perpleja. Imaginaba cosas aterradoras. Aquellas noches eran extrañas. Pues aunque el calor nos idiotizaba a todas, algunas veces provocaba arrebatos incluso a las mujeres más tranquilas y obedientes. Oías la conmoción desde la cama: los chillidos, los timbrazos, el ruido sordo de pies que corren. Irrumpían como un trueno en la noche calurosa y callada, y aunque siempre supieras de qué se trataba, los sonidos resultaban muy extraños, y en ocasiones una mujer contagiaba a otra, y entonces te preguntabas si no te contagiaría a ti, y te daba la impresión de que un ataque se estaba incubando en tu interior, y empezabas a sudar, y quizás a sufrir espasmos... ¡Oh, qué noches más espantosas! Betty gemía. Price se echaba a llorar. La enfermera se levantaba: «¡Silencio! ¡Silencio!», decía. Abría la puerta, se asomaba, escuchaba. Entonces cesaban los gritos, los pasos se apagaban. «El telele», decía. «¿La meterán en el cuarto o la zambullirán?» Y al oír esa palabra, zambullir, Betty gemía otra vez y Price y hasta la anciana Wilson se estremecían y escondían la cabeza. Yo no sabía por qué. La palabra era singular y nadie me la explicaba: sólo acertaba a suponer que debían de absorberte, como un sumidero, con una ventosa negra de caucho. La idea era tan horrible que yo también empecé a estremecerme cada vez que la mencionaba Bacon.
-No sé por qué tembláis -nos decía, repulsivamente, cuando volvía a acostarse-, si la del telele no es ninguna de vosotras.
Pero un día sí fue. Nos despertó un rumor de asfixia y descubrimos a la triste Price en el suelo junto a su cama, mordiéndose los dedos tan fuerte que le sangraban. La enfermera Bacon fue a tocar el timbre, y los hombres y el doctor Christie llegaron corriendo: ataron a Price y la llevaron abajo, y cuando volvieron a traerla, una hora después, su vestido y su pelo chorreaban agua y parecía medio ahogada. Supe entonces que por zambullir se referían a sumergirte en un baño. Lo cual me alivió un poco, al menos, pues me parecía que el que te bañaran no podía ser tan malo como que te absorbiera una ventosa... Todavía no sabía nada, nada de nada. Entonces sucedió algo. Llegó un día -creo que fue el más caluroso de aquel verano asfixiante- que resultó ser el cumpleaños de la enfermera Bacon, y esa noche invitó a otras enfermeras a que vinieran a hurtadillas a nuestra habitación, para hacer una fiesta. Lo hacían a veces, como creo que ya he dicho. No estaban autorizadas, y sus charlas nos entorpecían aún más el sueño a las demás, pero nunca nos hubiéramos atrevido a decírselo a un médico, pues las enfermeras habrían dicho que eran delirios, y más tarde nos hubieran pegado. Nos obligaban a permanecer quietas mientras ellas jugaban a las cartas o al dominó, bebiendo limonada y, algunas veces, cerveza. Aquella noche bebían cerveza, porque era el cumpleaños de Bacon, y como hacía calor, bebieron demasiada y se emborracharon. Yo me tapaba con la sábana la mitad de la cara, pero tenía los ojos entornados. No me atrevía a dormir mientras ellas estuvieran allí, por si soñaba otra vez con Santana, ya que había contraído lo que podría llamarse -o lo que el doctor Christie, me figuro, llamaría- un miedo morboso a delatarme. Y una vez más pensé que debía mantenerme despierta, por si acaso bebían tanto que se quedaban atontadas; en ese caso podría levantarme y birlarles las llaves... Pero no lo hicieron. Al contrario, cada vez estaban más alegres y hacían más ruido y tenían la cara más roja, y cada vez hacía más calor en el cuarto. Creo que a ratos me amodorraba: empecé a oír sus voces como a lo lejos, voces huecas como las que se oyen en sueños. Cada cierto tiempo una de ellas daba un grito o soltaba una risotada; las otras la acallaban y luego eran ellas las que se reían: esto me desvelaba, y daba un brinco terrible. Finalmente, al mirar sus caras gordas, sudorosas, rojas y sus húmedas bocazas abiertas, me entraron ganas de tener una pistola para pegarles un tiro. Estaban alardeando de las mujeres a las que habían zurrado últimamente, y de cómo lo habían hecho. Se pusieron a comparar las manos. Colocaban palma contra palma para ver cuál era más grande. Una de ellas enseñó el brazo.
-Enseña el tuyo, Belinda -gritó otra. Belinda era Bacon. Todas tenían unos nombres muy monos. Te imaginabas a sus madres mirándolas cuando eran bebés y pensando que de mayores serían bailarinas-. Venga, enséñalo.
Bacon fingió modestia; después, se remangó. Tenía un brazo tan grueso como un carbonero, pero blanco. Cuando lo dobló, se abultó más.
-Esto es músculo irlandés -dijo-. Herencia de mi abuela.
Las otras lo palparon y silbaron. Una de ellas dijo:
-Con un brazo así, creo que casi podrías hacerle la competencia a la enfermera Flew.
Flew tenía un ojo desviado y se encargaba de un cuarto del piso de abajo. Se decía que en otro tiempo había sido celadora en una cárcel. A Bacon se le subieron los colores.
-¿La competencia? -dijo-. Sólo me gustaría ver su brazo junto al mío. Entonces veríamos cuál es el más grande. ¿La competencia? ¡Pues competiremos!
Su voz despertó a Betty y a Price. Bacon miró y las vio removerse.
-Volved a dormir -dijo.
A mí no me vio observándola y deseando su muerte, con los ojos entrecerrados. Mostró de nuevo el brazo y volvió a tensar el músculo.
-La competencia, je -masculló. Hizo una seña a una de sus colegas-. Trae a Flew aquí. Entonces veréis. Margaretta, coge una cuerda.
Las enfermeras se levantaron, se balancearon, con una risita, y salieron. Un minuto después, la primera volvió con Flew, con Spiller y con la enfermera morena que la había ayudado a desvestirme el primer día. Todas habían estado bebiendo en el piso de abajo. Spiller miró alrededor, con las manos en las caderas, y dijo:
-Bueno, ¡si os viera el doctor Christie! -Eructó-. ¿Qué es eso de los brazos?
Descubrió el suyo. Flew y la morena destaparon los suyos. La otra enfermera volvió con una cinta y una regla, y todas se midieron los músculos por turnos. Yo las observaba como alguien que en un bosque oscurecido, sin dar crédito a sus ojos, contempla a unos duendes: ellas, en efecto, formaban un corro y desplazaban de un brazo a otro la lámpara, que arrojaba extrañas luces y proyectaba singulares sombras, y con la cerveza, el calor y la excitación de las medidas parecía que estaban dando bandazos y brincos.
-¡Treinta y ocho! -gritaban, alzando la voz-. ¡Cuarenta y uno! ¡Cuarenta y tres! ¡Cuarenta y siete! ¡Cuarenta y ocho con veinte! ¡Gana Flew!
Rompieron el corro, apagaron la luz y empezaron a pelearse, ya no como duendes, sino como marineros. Casi esperabas que tuviesen tatuajes. El semblante de Bacon estaba más sombrío que nunca. Dijo, malhumorada:
-Por esta vez, bueno, dejo que Flew gane en brazos, aunque yo digo que no vale contar la grasa como músculo. –Se frotó las manos en torno a la cintura-. ¿Y en cuanto al peso? -Elevó la barbilla-. ¿Alguna dice que pesa más que yo?
Al instante, dos o tres se pusieron a su lado y dijeron que ellas le ganaban en peso. Las otras intentaron levantarlas, para ver si era cierto. Una cayó al suelo.
-No vale -dijeron-. Te retuerces tanto que no podemos comprobarlo. Hace falta otro método. ¿Y si nos subimos a una silla y saltamos? Veremos la que hace que el suelo cruja más.
-¿Y si saltamos encima de Betty? -dijo riéndose la enfermera morena-. A ver quién la hace crujir más.
-¡A ver quién la hace chillar!
Miraron a la cama de Betty. Ella había abierto los ojos al oír su nombre..., volvió a cerrarlos y empezó a temblar. Spiller resopló.
-Chillará más con Belinda -dijo-. No es justo que sea ella. Que sea la vieja Wilson.
-¡Ésa sí que va a chillar!
-O la señora Price.
-¡Llorará! Llorar no es...
-¡Que sea Santana!
Lo dijo una de ellas -no sé quién-, y aunque todas se estaban riendo, ahora la risa cesó. Creo que se miraron. Luego habló Spiller.
—Trae una silla -la oí decir- para subirnos...
-¡Espera! ¡Espera! -gritó otra enfermera-. ¿En qué estáis pensando? No podéis saltarle encima, la mataréis. -Hizo una pausa, como para enjugarse la boca-. Mejor tumbaos encima.
Y al oír esto, retiré la sábana de mi cara y abrí los ojos de par en par. Tal vez no debería haberlo hecho en aquel preciso momento. Quizás, en definitiva, sólo estaban bromeando. Pero retiré la sábana y me vieron mirarlas; y en eso se echaron todas a reír y se precipitaron hacia mí corriendo. Me arrancaron las sábanas y me quitaron la almohada de debajo de la cabeza. Dos de ellas me cogieron de los pies y otras dos de los brazos. Lo hicieron en un instante. Eran como una enorme y sudorosa fiera de cincuenta cabezas, con cincuenta bocas jadeantes y cien manos. Me resistí y me pellizcaron. Dije:
-¡Dejadme en paz!
-Cállate -dijeron ellas-. No vamos a hacerte daño. Sólo queremos saber quién pesa más de las tres: Bacon, Spiller o Flew. Sólo queremos ver cuál de las tres te hace chillar más.
¿Estás lista?
-¡Soltadme! ¡Soltadme! ¡Se lo diré al doctor Christie! 
Alguien me pegó en la cara. Otra me tiró de la pierna.
—Aguafiestas —dijeron—. Bueno, ¿quién empieza?
-Yo -oí decir a Flew, y las otras retrocedieron un poco para hacerle sitio. Se estaba alisando el vestido-. ¿La tenéis sujeta?
-La tenemos.
-Bien. Que no se mueva.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Miér Jun 04, 2014 1:14 am

Oh Dios pero que cruel, no tinen piedad. saludos actualiza pronto.
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Mensaje por Marta_Snix Miér Jun 04, 2014 2:54 pm

perez102 escribió:Oh Dios pero que cruel, no tinen piedad. saludos actualiza pronto.
Dicho y hecho, aqui tienes nuevo cap ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Miér Jun 04, 2014 2:55 pm

Capitulo 5
Me estiraron muy fuerte, como si yo fuera una sábana mojada y se dispusieran a retorcerme. Lo que yo pensaba en aquel momento no puede describirse. Estaba convencida de que iban a descuartizarme. De que iban a partirme los huesos. Empecé a gritar y de nuevo alguien me abofeteó y me tiró de la pierna; entonces me callé. La enfermera Flew se subió a la cama y, levantándose la falda, se arrodilló sobre mí a horcajadas. La cama crujió. Se frotó las manos y me clavó su ojo desviado.
-¡Ahí voy! -dijo, aprestándose a caérseme encima. Pero la caída no llegó a producirse, a pesar de que contraje la cara y contuve la respiración para sufrirla. Bacon la había detenido.
-Así no -dijo-. Dejarse caer no vale. O bajas despacio o nada.
De modo que Flew se detuvo, para luego adelantarse despacio y descender apoyada en las manos y rodillas hasta que soporté todo su peso encima. El aire que había retenido fue comprimido hacia fuera. Creo que me habría matado si yo hubiese tenido el suelo debajo en lugar de una cama. Los ojos, la nariz y la boca me empezaron a espumar.
-Por favor... -dije.
-¡Ha dicho por favor! -dijo la morena-. ¡Son cinco puntos para Flew!
Dejaron de estirarme. Flew me besó en la mejilla y descabalgó, y la vi alzar las manos por encima de la cabeza, como el vencedor de un combate de boxeo. Absorbí aire, resoplé y tosí. Luego volvieron a sujetarme para el turno de Spiller. Fue peor que Flew: no más pesada, pero más incómoda, porque las puntas de sus extremidades, las rodillas, los codos y las caderas, ejercieron una fuerte presión sobre las mías, y su corsé era rígido, con bordes que parecían cortarme como una sierra. Tenía el pelo untado de un aceite de olor acre, y su aliento resonó como un trueno en mi oído: «Venga, perra», me dijo, «¡canta!» Pero me quedaba una reserva de orgullo, incluso entonces. Apreté la mandíbula y me contuve, aunque ella presionaba cada vez más fuerte. Por fin una enfermera gritó: «¡Qué pena! ¡Ningún punto para Spiller!», y ésta comprimió una vez más sus rodillas, lanzó un juramento y se retiró. Levanté la cabeza del colchón. Me lagrimaban los ojos, pero más allá del corro de enfermeras vi a Betty, a Wilson y a Price mirando y temblando aunque fingiendo que dormían. Tenían miedo de lo que pudieran hacerles a ellas. No se lo reprocho. Recosté la cabeza y volví a apretar la mandíbula. Le tocaba a Bacon. Tenía las mejillas coloradas todavía, y tan rojas las manos hinchadas, en contraste con la blancura de sus brazos, que parecía que llevaba puestos unos guantes. Se sentó a horcajadas sobre mí, como había hecho Flew, y flexionó los dedos.
-Ahora, Santana -dijo. Apresó el dobladillo de mi camisón, lo estiró y lo alisó. Me dio una palmada en la pierna-. Vamos, doña llorona. ¿Quién es mi niña?
Se me sentó encima. Descendió más rápido que las otras, y la opresión y el peso fueron espantosos. Grité, y las enfermeras aplaudieron. «¡Diez puntos!», dijeron. Bacon se rió. Sentí su sacudida, como si fuera un rodillo, y cerrando los ojos grité aún más fuerte. Entonces ella volvió remecerse, adrede. Las enfermeras la ovacionaron. Y entonces hizo lo siguiente: apoyándose en las manos, se alzó de tal modo que yo tenía su cabeza encima, pero no aflojó la presión de su estómago y su busto sobre los míos, y empezó a mover las caderas. Las movió de una forma determinada. Abrí los ojos de golpe. Ella me lanzó una mirada lasciva.
-¿Te gusta, eh? -dijo sin dejar de moverse-. ¿No? Te hemos oído decir que sí.
Y al oír esto, las otras bramaron. Rugieron, y mientras me miraban vi en sus caras aquella expresión nauseabunda que había visto antes pero que no había comprendido. Ahora sí la entendí, por supuesto; y de repente intuí lo que Santana debió de decirle al doctor Christie en casa de la señora Cream. Pensar que ella se lo había dicho -que lo había dicho en presencia de Puck, como un medio de demostrar que yo estaba loca- fue como un mazazo en mi corazón. Había recibido muchos, desde que abandoné Briar, pero aquel golpe, en aquel momento, me pareció el peor de todos. Era como si estuviese llena de pólvora y acabaran de aplicarme una cerilla. Empecé a forcejear y a chillar.
-¡Quítate de encima! -grité-. ¡Suéltame! ¡Suéltame!
Bacon notó que me debatía y se le cortó la risa. Me presionó de nuevo, más fuerte, con las caderas. Vi su cara roja y caliente sobre la mía y estampé contra ella mi cabeza. Se le partió la nariz. Soltó un grito. Me cayó sangre en la mejilla. No sé muy bien lo que ocurrió después. Creo que las enfermeras que me estaban sujetando me soltaron; creo que seguí forcejeando y chillando, como si todavía me tuvieran sujeta. Bacon descabalgó de encima; creo que alguien -probablemente Spiller— me pegó, pero eso no puso fin a mi histeria. Tengo una vaga idea de que Betty empezó a berrear, de que otras mujeres, en habitaciones próximas, se contagiaron de los gritos y aullidos de la nuestra. Creo que las enfermeras se marcharon corriendo. «¡Recoged esas botellas y vasos!», oí decir a una, cuando huía con las demás. Alguien debió de asustarse y pulsó una de las asas que había en la pared: se oyó un timbrazo. Al timbre acudieron los hombres y, un minuto después, el doctor Christie. Se estaba poniendo la chaqueta. Me vio cuando yo seguía pataleando y revolviéndome en la cama, con la sangre de la nariz de Bacon en la cara.
-Es un paroxismo -dijo-. Uno grave. Santo Dios, ¿qué lo ha causado?
Bacon no dijo nada. Se tocaba la cara con la mano, pero tenía los ojos clavados en los míos.
-¿Qué ha pasado? -preguntó el doctor-. ¿Un sueño?
-Un sueño -respondió ella. Miró al doctor y cobró ánimos-. Oh, doctor Christie -dijo-, ¡estaba diciendo un nombre de mujer y moviéndose en sueños!
Al oír lo cual, grité con toda mi alma. El doctor dijo:
—Bien. Tenemos un tratamiento para los paroxismos. Ustedes, señores, y la enfermera Spiller. Inmersión en agua fría. Treinta minutos.
Los hombres me cogieron de los brazos y me levantaron. Las enfermeras me habían comprimido tan fuerte que al ponerme en posición vertical me pareció que empezaba a flotar. De hecho, me arrastraban: al día siguiente descubrí los rasguños en los dedos de los pies. Pero ahora no me acuerdo de que me bajaran desde aquel piso hasta el sótano de la casa. No recuerdo haber pasado por la puerta del cuarto acolchado y haber sido transportada, a lo largo de aquel pasillo oscuro, hasta la habitación donde tenían el baño. Recuerdo el bramido de los grifos, el frío de las losas debajo de mis pies, pero sólo vagamente. Lo que mejor recuerdo es el bastidor de madera en el que me ataron de brazos y piernas, y luego su crujido, mientras lo elevaban con una manivela y lo situaban encima del agua; y su balanceo, mientras yo tiraba de las correas. Luego recuerdo el descenso, cuando soltaron la rueda –la conmoción, cuando la pararon-, y que el agua helada se cerraba sobre mi cara, y la irrupción del agua en mi boca y mi nariz, mientras trataba de respirar; su succión, cuando resoplé y tosí. Creí que me habían ahorcado. Creí que me había muerto. Luego me alzaron y de nuevo me dejaron caer. Un minuto fuera y un minuto de inmersión. Quince inmersiones en total. Quince conmociones. Quince tirones de la soga de mi vida. Después de eso, no recuerdo nada. Podrían haberme matado, a fin de cuentas. Estaba tendida en la oscuridad. No soñaba. No pensaba. No podía decir que fuese yo misma, porque no era nadie. Quizás nunca volvería a ser yo misma, porque cuando desperté todo había cambiado. Me pusieron el antiguo vestido y mis antiguas botas y me llevaron a mi habitación de antes, y les seguí como un corderito. Estaba cubierta de cardenales y de quemaduras, pero apenas los sentía. No lloraba. Me senté y, como las demás mujeres, miré al vacío. Hablaron de ponerme brazaletes de lona, por si me daba otro ataque; pero estaba tan quieta que desistieron de la idea. Bacon habló en mi favor con el doctor Christie. Tenía el ojo morado donde yo le había asestado el cabezazo, y supuse que, cuando yo estuviera sola, me daría una paliza; creo que, si lo hubiera hecho, yo la habría encajado sin rechistar. Pero me pareció que ella había cambiado, como todo lo demás. Me miraba raro; y cuando aquella noche yo estaba acostada y las otras mujeres habían cerrado los ojos, captó mi mirada.
-¿Estás bien? -dijo en voz baja. Echó una ojeada a las otras camas y volvió a mirarme-. Sin rencor... ¿eh, Santana? Fue una broma, ¿no? Tenemos que divertirnos un poco, ¿no?, para no volvernos locas...
Aparté la cara. Creo que ella me siguió observando. Me daba igual. Todo me daba igual ahora. Durante todo aquel tiempo, había mantenido el coraje y el ánimo. Había esperado mi oportunidad de escapar y había fracasado. Súbitamente, mis recuerdos de la señora Sucksby, de Ibbs, de Puck y hasta de Santana parecían difuminarse. Era como si tuviese la cabeza llena de humo, o como si la cubriera una cortina ondulante. Cuando intenté recorrer mentalmente las calles del barrio, descubrí que me extraviaba. Nadie más en aquella casa conocía aquellas calles. Si alguna vez las mujeres hablaban de Londres, hablaban de un lugar que recordaban de cuando eran niñas, un lugar tan diferente de la ciudad que yo conocía que habría podido ser Bombay. Nadie me llamaba por mi nombre. Empecé a responder cuando me llamaban Santana o señora Puckerman; a veces me parecía que yo tenía que ser Santana, puesto que tantas personas decían que lo era. Y en ocasiones hasta creía soñar, no mis propios sueños, sino los de ella; y en otras, recordaba cosas de Briar que ella había dicho y hecho como si yo las hubiera dicho o hecho. Todas las enfermeras -salvo Bacon— se mostraban más frías que nunca conmigo desde que me zambulleron. Pero me acostumbré a sus zarandeos, sus intimidaciones y sus bofetadas. Me habitué a que intimidasen también a otras internas. Me acostumbré a todo aquello. Me habitué a mi cama, a la lámpara encendida, a la señorita Wilson y a la señora Price, a Betty, al doctor Christie. Ahora tampoco me habría importado una sanguijuela. Pero el doctor nunca trajo ninguna. Dijo que el hecho de que me llamase Santana a mí misma no mostraba que hubiese mejorado, sino que mi enfermedad había adquirido un sesgo distinto, y que reaparecería. Hasta que lo hiciera, no tenía sentido tratar de curarme; y dejó de hacerlo. Oí decir, sin embargo, que en verdad había conseguido curaciones completas, pues había curado a la mujer que hablaba como una serpiente, hasta tal punto que su madre se la había llevado de regreso a casa; y que con ello, y con las pacientes que habían muerto, el centro había perdido dinero. Ahora, todas las mañanas me tomaba el pulso y me miraba dentro de la boca y luego se marchaba. No se quedaba mucho tiempo en los dormitorios, donde el aire era tan cerrado y maloliente.
Nosotras, por supuesto, pasábamos allí la mayor parte del día; me acostumbré incluso a esto. Dios sabe a qué otras cosas me habría habituado. Dios sabe cuánto tiempo me habrían tenido recluida en aquel sitio: quizás años. Quizás tantos como a la pobre señorita Wilson, pues tal vez -¿quién sabe?- ella estaba tan cuerda como yo lo había estado cuando su hermano la ingresó en la casa. Yo aún podría estar allí. Todavía lo pienso y me estremezco. Podría no haber salido nunca; y la señora Sucksby, y el señor Ibbs, y Puck y Santana... ¿dónde estarían ahora? También pensaba en eso. Pero un día salí. Gracias a la suerte. La fortuna es ciega, y actúa por extrañas vías. La fortuna envió a Helena de Troya a los griegos -¿no fue así?-, y un príncipe a la Bella Durmiente. La fortuna me retuvo en el centro del doctor Christie casi todo aquel verano; entonces miren a quién me envió. Calculo que fue cinco o seis semanas después de que me hubieran zambullido; algún día de julio. Imaginen lo idiota que para entonces me habría vuelto. La estación seguía siendo calurosa, y todas habíamos empezado a dormir a todas horas del día. Dormíamos por la mañana, mientras aguardábamos a que sonara el timbre del almuerzo; y por la tarde, por todo el salón, veías a mujeres dormitando, agachando la cabeza, babeando sobre el cuello del vestido. No había otra cosa que hacer. No había nada que te mantuviera despierta. Y durmiendo se mataba el tiempo. Yo dormía tanto como las demás. Dormía tanto que cuando la enfermera Spiller vino a nuestro cuarto una mañana y dijo: «Santana Puckerman, ven conmigo, tienes una visita», tuvieron que despertarme y repetírmelo; y cuando lo hicieron, no entendí lo que decían.
-¿Una visita? -dije.
Spiller se cruzó de brazos.
-¿No quieres verle, entonces? ¿Le digo que se vuelva a casa? -Miró a Bacon, que continuaba frotándose los nudillos, con cara de dolor- ¿Duele? -dijo.
-Como picaduras de escorpión, enfermera Spiller.
Spiller chistó. Repetí:
-¿Una visita? ¿Para mí?
Ella bostezó.
-Para la señora Puckerman, en todo caso. ¿Hoy eres ella o no?
Yo no lo sabía. Pero me levanté, con piernas temblorosas, sintiendo que la sangre salía impetuosa de mi corazón, pues si la visita era un hombre sólo se me ocurrió pensar que si yo era Santana, o Britt, o quienquiera que yo fuese, él sólo podía ser Puck. Mi mundo se había encogido hasta tal punto que sólo sabía que me habían hecho daño, y que él me lo había infligido. Miré a Wilson. Tenía idea de que le había dicho, tres meses antes, que si Puck venía le mataría. Entonces lo decía en serio. Ahora la idea de verle la cara fue tan inesperada que me produjo un mareo. Spiller me vio titubear.
-¡Vamos, si piensas venir! -dijo-. No te preocupes por el pelo. -Yo me había llevado la mano a la cabeza-. Cuanto más loca sepa que estás, tanto mejor. Evita la decepción, ¿no crees? -Miró de reojo a Bacon-. ¡Vamos! -repitió, y yo hice un tic y la seguí a trompicones por el pasillo y escaleras abajo.
Era un miércoles; menos mal, porque, si bien yo lo ignoraba entonces, el miércoles era el día en que el doctor Christie y el doctor Graves salían en su coche a reclutar nuevas lunáticas, y la casa estaba tranquila. En el vestíbulo había varias enfermeras y un par de hombres respirando aire puro por la puerta abierta; uno de ellos sostenía un cigarrillo que ocultó cuando vio a la enfermera Spiller. No me miraron, sin embargo, y yo apenas les miré a ellos. Estaba pensando en lo que se avecinaba, y a cada segundo me sentía más mareada y extraña.
-Ahí dentro -dijo Spiller, señalando con la cabeza la puerta del salón. Luego me cogió del brazo y me atrajo hacia ella-. Y recuerda: nada de tus embustes. El cuarto acolchado está fresco y agradable un día como hoy. No se ha usado desde hace tiempo. Mi palabra vale la de un hombre, cuando los doctores están fuera. ¿Me has oído?
Me zarandeó. Luego me empujó adentro del salón.
-Aquí la tiene -dijo, con una voz distinta, a la persona que esperaba allí.
Yo había pensado que era Puck. No era él. Era un chico rubio y de ojos azules, con un chaquetón de marinero azul, y, al verle, en el primer segundo, sentí una ráfaga tan intensa de alivio teñido de decepción que a punto estuve de desmayarme; porque pensé que era un desconocido, y supuse que debía de ser una equivocación y que había venido a ver a otra persona. Después le vi examinando mis facciones con una expresión de desconcierto; y entonces, por fin, por fin -como si su cara y su nombre fuesen emergiendo lentamente a la superficie de mi cerebro, a través de brumas o de agua turbia-, por fin le reconocí, incluso con su ropa de criado. Era Charles, el afilador de Briar. Me miró de arriba abajo, como he dicho; luego ladeó la cabeza y miró más allá de mí y de la enfermera Spiller, como si pensara que Santana iba a aparecer detrás. Volvió a mirarme y se le agrandaron los ojos. Y esto fue lo que me salvó. El suyo era el primer par de ojos, en todo el tiempo que había pasado desde que salí de la casa de Cream, que me había mirado y había visto no a Santana, sino a Britt. Sus ojos me devolvieron el pasado. También me dieron el futuro, pues en el segundo en que permanecí parada en la puerta y nuestras miradas se cruzaron, al ver que la suya miraba a otro lado y volvía a mirarme, perpleja, mi propia confusión empezó a abandonarme y urdí un plan. Lo tramé completo, de cabo a rabo. Estaba desesperada.
-¡Charles! -dije. No tenía costumbre de hablar, y mi voz sonó como un graznido-. Charles, apenas me reconoces. Creo..., creo que debo de estar muy cambiada. Pero ¡oh, qué bien que hayas venido a hacer una visita a tu antigua ama!
Y me acerqué a él, le cogí de la mano y no despegué los ojos de los suyos; le aproximé a mí y le susurré al oído, casi llorando:
-¡Di que soy ella o estoy perdida! ¡Te daré lo que quieras! ¡Di que soy ella! ¡Oh, por favor, di que soy ella!
Le retuve la mano y se la estrujé. El retrocedió. La gorra que traía al llegar le había dejado una marca escarlata en la frente. Ahora toda su cara adquirió el mismo color. Abrió la boca, dijo:
-Señorita, yo..., señorita...
En Briar, por supuesto, me llamaba así. ¡Gracias a Dios que lo hacía! Spiller le oyó y dijo, con una especie de satisfacción malévola:
-Vaya, ¿no es maravilloso lo pronto que se despeja la cabeza de una dama cuando ve una cara querida del hogar? ¿No le complacerá saberlo al doctor Christie?
Me volví y vi su mirada. Parecía ácida. Dijo:
-¿Vas a tener de pie al muchacho? ¿Después de haber venido de tan lejos? Muy bien, siéntese. Si fuera usted no lo haría demasiado cerca, joven. No sabemos cuándo puede darles una racha y empezar a arañar, incluso a las más dóciles. Así es mejor. Yo me quedo ahí, al lado de la puerta, y si se pone a patalear, llámeme, ¿entendido?
Nos habíamos sentado en dos sillas duras junto a la ventana. Charles estaba aún desorientado; había empezado a parpadear, con una expresión de susto. Spiller permanecía en la entrada abierta. Allí hacía más fresco. Nos observaba, cruzada de brazos, pero también, a ratos, giraba la cabeza hacia el vestíbulo, para hacer señas y murmurar algo a las enfermeras que estaban allí. Yo retenía la mano de Charles entre las mías. No podía soltarla. Me incliné hacia él, temblando, y hablé en un susurro. Dije:
-Charles, yo..., Charles, ¡nunca me ha alegrado tanto ver a alguien en toda mi vida! Tienes que..., tienes que ayudarme.
El tragó saliva. Dijo, con el mismo tono bajo:
—¿Es la señorita Pierce?
—¡Chist! ¡Chist! Lo soy. ¡Ah, lo soy! -Mis ojos empezaron a lagrimar-. Pero no tienes que decirlo aquí. Tienes que decir... -miré de reojo a Spiller y hablé todavía más bajo—, tienes que decir que soy la señorita López. No me preguntes por qué.
¿Qué estaba pensando? Bueno, lo cierto es que estaba pensando en la mujer que hablaba como una serpiente y en las dos que habían muerto. Pensaba en lo que había dicho el doctor Christie de que mi enfermedad había adquirido un cariz distinto, pero que estaba seguro de que resurgiría. Pensaba en que si él oía a Charles decir que era Britt y no Santana, quizás encontrase un modo de mantenerme más cerca: que quizás me atase, me zambullese, y a Charles también. En otras palabras, el terror se había apoderado de mi mente. Pero asimismo tenía aquel plan. Lo veía cada vez más claro.
-No me preguntes por qué -repetí-. Pero ¡oh, qué jugarreta me han hecho! Me han hecho pasar por loca, Charles.
El miró a su alrededor.
-Esto es una casa para locos -dijo-. Creí que era un gran hotel. Creí que encontraría aquí a la señorita López. Y... y al señor Puckerman.
-El señor Puckerman -dije-. ¡Oh! ¡Oh! Me ha engañado, Charles, y se ha ido a Londres con el dinero que iba a ser mío. ¡El y Santana López! ¡Oh! ¡Vaya par! Me han dejado aquí para que me muera...
Había alzado la voz, sin poder evitarlo. Quizás otra persona -alguien loco de verdad- estaba hablando por mi boca. Estrujé los dedos de Charles para impedirme hablar alto. Los estrujé hasta casi romperle las articulaciones. Y miré temerosamente hacia la enfermera Spiller en la puerta. Había vuelto la cabeza. Estaba de espaldas al umbral y se reía con las enfermeras y los hombres. Miré de nuevo a Charles con intención de volver a hablarle. Pero su cara había cambiado, y me detuve. Una de sus mejillas, colorada como un pimiento, se le había puesto blanca. Dijo en un susurro:
-¿El señor Puckerman se ha ido a Londres?
-A Londres -dije- o el cielo sabe adonde. ¡Ai infierno, no me extrañaría!
Tragó saliva. Hizo una mueca. Liberó sus dedos de los míos y se tapó la cara con las manos.
-¡Oh! ¡Oh! -dijo, con voz temblorosa..., igual que la mía-. ¡Oh, entonces estoy en la ruina!
Y para mi inmensa sorpresa, rompió a llorar. Su relato fue saliendo poco a poco, al mismo tiempo que las lágrimas. Resultó que -como yo había intuido, unos meses atrás- una vida dedicada a afilar cuchillos en Briar no parecía valer la pena, después de que Puck se hubo ido. A Charles le afectó tanto su partida que se quedó muy abatido. Estuvo tanto tiempo deprimido que Way, el mayordomo, le dio unos latigazos.
-Dijo que me iba a despellejar vivo, y vaya si lo hizo. Dios, ¡cómo me hizo gritar! Pero aquellos azotes no fueron nada, ¡ni cien latigazos serían nada!, comparados con el rencor de mi corazón decepcionado.
Lo dijo de tal modo que me hizo pensar que se había enamorado, y se puso tieso, como si creyera que yo iba a pegarle, o a reírme de él, y estuviera dispuesto a recibir los golpes. Pero yo le dije con amargura:
-Te creo. Puckerman destroza los corazones.
Estaba pensando en el de Santana. Charles no pareció darse cuenta.
-¡Sí! -dijo-. ¡Qué gran señor! Oh, pero ¿no lo es?
Le brilló la cara. Se sonó la nariz. Empezó a llorar de nuevo. Spiller nos echó un vistazo y curvó el labio. Pero fue lo único que hizo. Tal vez la gente lloraba muchísimo cuando venía a ver a sus parientes en el centro del doctor Christie. Cuando ella volvió a mirar al vestíbulo, me volví hacia Charles. Verle tan desdichado me tranquilizó un poco. Le dejé desahogarse algo más y, mientras lo hacía, le examiné con mayor detenimiento. Me fijé en algo que no había advertido antes: que tenía el cuello sucio y el pelo raro, aquí claro y esponjoso, como de plumas, y allí moreno y crespo, donde se lo había mojado para alisarlo. Había una ramita enredada en la manga de lana de su chaquetón. Tenía los pantalones manchados de polvo. Se enjugó los ojos y, al ver que le miraba, se ruborizó más que nunca. Dije en voz baja:
-Ahora sé buen chico y dime la verdad. Te has fugado de Briar, ¿no?
Se mordió el labio y asintió.
-¿Y todo por culpa de Puckerman? -pregunté. Asintió otra vez e inhaló aire, con un estremecimiento.
-El señor Puckerman me decía, señorita, que me tomaría a su servicio si tuviera dinero para pagarme un sueldo decente. Pensé que prefería trabajar para él sin sueldo que quedarme en Briar. ¿Pero cómo iba a encontrarle en Londres? Luego hubo todo aquel revuelo con la huida de la señorita López. La casa ha estado patas arriba desde entonces. Supusimos que se había fugado con él, pero no lo sabíamos seguro. Piensan que es un escándalo. La mitad de las sirvientas se han marchado. ¡Bizcocho se ha ido a trabajar con otro amo! Ahora cocina Margaret. El señor López no está en sus cabales. ¡Way tiene que darle de comer con una cuchara!
-Bizcocho -dije, frunciendo el ceño-. Way. -Eran nombres como luces: cada vez que una se encendía, otra parte de mi cerebro se iluminaba-. Margaret. El señor López. ¡Con una cuchara! ¿Y todo porque Santana se fugó con Puckerman?
-No lo sé, señorita. -Meneó la cabeza-. Dicen que el señor tardó una semana en reaccionar. Al principio se lo tomó con calma, pero luego descubrió que le habían estropeado alguno de sus libros, o algo por el estilo. Un día cayó fulminado al suelo de la biblioteca. Ahora no puede sostener una pluma, y se le olvidan las palabras. Way me mandaba transportarle en una gran silla de ruedas, pero no podía recorrer diez metros, ¡no podía hacer nada!, sin echarme a llorar. Al final me enviaron a casa de mi tía a mirar a sus cerdos de hocico negro. Dicen -volvió a sonarse la nariz-, dicen que mirar cerdos cura la melancolía, aunque no me curó la mía...
Yo había dejado de escucharle. En mi cabeza se había encendido una luz más brillante que todas las demás. Volví a cogerle la mano.
-¿Cerdos de hocico negro? -dije, entrecerrando los ojos.
El asintió. Su tía era la señora Cream. Me figuro que así son las cosas en el campo. Nunca se me había ocurrido preguntarle a Charles su apellido. Había dormido en la misma habitación que yo, en el mismo colchón de paja, que estaba infestado de chinches. Cuando su tía empezó a hablar del caballero y la señorita que habían ido a casarse en secreto, él adivinó al instante quiénes eran, pero, sin apenas dar crédito a su suerte, no dijo nada. Averiguó que se habían ido juntos en un coche, y a través de su primo -el hijo mayor de la señora Cream, que había hablado con el cochero- obtuvo la dirección del centro del doctor Christie, y aquí estaba ahora.
-Pensé que sería un gran hotel -repitió, mirando de nuevo temerosamente a su alrededor, al alambre que rodeaba las lámparas, a las grises paredes desnudas, a los barrotes en las ventanas. Se había escapado de la casa de su tía hacía tres noches, y había dormido en cunetas y setos-. Cuando llegué aquí era demasiado tarde para volver. En la verja pregunté por el señor Puckerman. Miraron en un libro y me dijeron que debía de referirme a su mujer. Entonces me acordé de lo amable que siempre había sido la señorita Santana, y que nadie mejor que ella para pedirle al señor Puckerman que me tomara como criado. ¡Y ahora...!
Nuevamente empezaron a temblarle los labios. En realidad. Way tenía razón: era un chico demasiado mayor para ser tan llorón, y en cualquier otro momento, en cualquier lugar normal, yo misma le habría pegado. Pero ahora, para mis ojos desesperados y doloridos, sus lágrimas eran como otras tantas llaves y ganzúas.
-Charles -dije, acercándome a él y esforzándome en parecer tranquila-. No puedes volver a Briar.
-No, señorita -dijo-, ¡No, no puedo! ¡Way me desollaría vivo!
-Y me parece que tu tía no querrá que vuelvas.
Movió la cabeza.
-Diría que soy un tonto por fugarme.
-Pero tú buscas al señor Puckerman.
Se mordió el labio y asintió, todavía llorando.
-Entonces, escúchame -dije, ya ni siquiera susurrando, sino prácticamente exhalando las palabras, por miedo a que las oyera Spiller-. Escucha. Puedo llevarte donde él. Sé dónde está. ¡Conozco hasta la casa! Puedo llevarte hasta allí. Pero primero tienes que ayudarme a salir de aquí.
Aunque no era del todo cierto que sabía dónde estaba Puck, tampoco era una mentira completa, pues estaba bastante segura de que le encontraría en cuanto llegara a Londres y me ayudase la señora Sucksby. Pero en aquel momento, de haber sido necesario, le habría mentido. También ustedes lo habrían hecho.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Jue Jun 05, 2014 12:09 am

Parece que brit tiene una esperanza en Charles, ojala q sea asi. Saludos actualiza pronto.
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Mensaje por Marta_Snix Jue Jun 05, 2014 5:08 pm

perez102 escribió:Parece que brit tiene una esperanza en Charles, ojala q sea asi. Saludos actualiza pronto.
Ahora mismo Charles es la única esperanza de Britt o se volverá realmente loca en ese lugar... veamos que tal les sale la jugada...
Nos vemos ;)
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Mensaje por Marta_Snix Jue Jun 05, 2014 5:09 pm

Capitulo 6
Charles me miró y se limpió la cara con el borde de la palma.
-¿Cómo puedo ayudarla a salir de aquí? -dijo-. ¿Por qué no puede marcharse cuando le apetezca, señorita?
Tragué saliva.
-Creen que estoy loca, Charles. Han firmado una orden de ingreso..., bueno, no importa quién, que me retiene aquí. Es la ley. ¿Ves a esa enfermera? Hay otras veinte más con brazos como el de ella, y saben usarlos. Ahora mírame a la cara. ¿Estoy loca?
Me miró y pestañeó.
-Pues...
-Pues claro que no. Aquí hay algunas dementes tan listas que las toman por cuerdas, pero los médicos y las enfermeras no ven la diferencia que hay entre mí y ellas.
Volvió a mirar a su alrededor. Luego me miró -igual que, un momento antes, yo le había mirado- como si fuera la primera vez que me viese. Miró mi pelo, mi vestido, mis botas de caucho. Escondí los pies debajo de la falda.
-Yo... no lo sé -dijo.
-¿No lo sabes? ¿No sabes qué? ¿No sabes si quieres volver con tu tía y vivir con los cerdos? ¿O si quieres servir al señor Puckerman en Londres? ¡Londres, te digo! ¿Te acuerdas de los elefantes que un chico puede montar por un chelín? Yo llamo a eso una elección difícil.
Bajó la mirada. Miré a la enfermera Spiller. Ella había mirado hacia nosotros, había bostezado y sacado un reloj. 
-¿Cerdos -dije rápidamente- o elefantes? ¿Qué prefieres? Por el amor de Dios, ¿qué eliges?
Movió los labios.
-Elefantes -dijo tras un horrible silencio.
-Buen chico. Buen chico. Gracias a Dios. Ahora escucha. ¿Cuánto dinero tienes?
Tragó saliva.
-Cinco chelines y seis peniques -dijo.
-Muy bien. Lo que tienes que hacer es lo siguiente. Tienes que ir a una ciudad y buscar una cerrajería, y cuando la encuentres tienes que pedirles... -apreté una mano contra mis ojos. Creí notar que reaparecía aquella agua turbia, aquella cortina ondulante. Casi grité de miedo. Pero la cortina se desvaneció- una llave de pabellón -dije-, con tres centímetros ciegos. Di que tu amo la necesita. Si no te la venden, tienes que robar una. ¡No me mires así! Le mandaremos al cerrajero otra cuando lleguemos a Londres. Cuando tengas la llave ciega, guárdala bien. Luego te vas a ver a un herrero. Le compras una lima de esta anchura, ¿ves mis dedos? Enséñame la anchura que quiero. Buen chico, lo has entendido. Pones la lima a buen recaudo, como la llave. Me las traes aquí la semana que viene, el miércoles próximo, ¡sólo puede ser el miércoles! ¿Me oyes? Y me las das sin que te vean. ¿Has entendido, Charles?
Me miró de hito en hito. Yo había empezado a ponerme frenética. Pero él asintió. Miró más allá de mí e hizo una mueca. Spiller abandonó su lugar en la puerta y se dirigió hacia nosotros. 
-Se ha acabado el tiempo -dijo.
Nos levantamos. Me agarré al respaldo de la silla, para no desmoronarme. Miré a Charles, como si mis ojos pudiesen suplantar los suyos. Le había soltado la mano, pero volví a tomársela.
-¿Te acordarás de lo que te he dicho, verdad?
Asintió, con expresión asustada. Bajó la mirada. Se liberó de mi mano y dio un paso atrás. Entonces sucedió algo extraño. Sentí que sus dedos se movían en mi palma y descubrí que no podía soltarlos.
-¡No me dejes! -dije. Las palabras brotaron de la nada-. ¡No me dejes, por favor!
El dio un brinco.
-Vamos -dijo la enfermera Spiller—. No hay tiempo para estas cosas. Vamos.
Empezó a soltarme los dedos. Le costó un rato. Cuando tuvo la mano libre, Charles la retiró velozmente y se llevó los nudillos a la boca.
-Triste, ¿verdad? -le dijo Spiller, rodeando con sus brazos los míos. Me temblaron los hombros-. Pero no se apure. A todas les pasa. Nosotras decimos que es mejor que no vengan. Es mejor no recordarles su casa. Las trastorna. -Aumentó su presión. Charles se encogió-. Ahora seguro que les dirá a los suyos el triste estado en que la ha encontrado, ¿eh?
El apartó los ojos de ella, me miró a mí y asintió.
-Charles, lo siento -dije, hablando entre dientes-. No te preocupes. No es nada. Nada de nada.
Pero detecté que al mirarme ahora estaba pensando que yo estaba loca, a fin de cuentas; y si pensaba eso, yo estaba perdida, no saldría nunca de aquella casa, no volvería a ver a la señora Sucksby ni podría vengarme de Santana. Este pensamiento pudo más que mi miedo. Recobré la compostura y Spiller me soltó, por fin. Vino otra enfermera para acompañar a Charles a la puerta; me permitieron ver cómo se iba, y ¡ah!, fue lo único que pude hacer para no irme corriendo tras él. Cuando se iba, se volvió, tropezó y captó mi mirada. De nuevo pareció conmocionado. Yo había intentado sonreír, y me figuro que mi sonrisa fue espantosa.
-¡Acuérdate! -grité con una voz aguda y rara-. ¡Acuérdate de los elefantes!
Las enfermeras se partieron de risa. Una me dio un empujón. Me había quedado sin fuerzas, y el empellón me derribó. Caí al suelo, hecha un ovillo. «¡Elefantes!», dijeron. De pie sobre mí, lloraban de risa. Fue una semana horrible. Había recuperado el juicio, la casa parecía más cruel que nunca, y comprendí hasta qué punto me había hundido al habituarme a ella. ¿Y si me acostumbraba otra vez, en una semana? ¿Y si me idiotizaba? ¿Y si Charles volvía y estaba tan colgada que no le reconocía? La idea casi me mata. Hice todo lo posible para no recaer en el estupor. Me pellizcaba los brazos hasta dejarlos negros de moretones. Me mordía la lengua. Todas las mañanas despertaba con la sensación horripilante de que habían transcurrido días sin que me hubiera dado cuenta. «¿Qué día es hoy?», preguntaba a Wilson y a Price. Por supuesto, ellas nunca lo sabían. Wilson siempre creía que era Viernes Santo. Se lo preguntaba a Bacon.
-¿Qué día es hoy, enfermera Bacon?
-El día del juicio final -contestaba, frotándose las manos con una mueca de dolor.
Además tenía miedo de que, después de todo, Charles no viniera, de que yo le hubiera parecido loca de atar, de que flaqueara o le sucediera alguna calamidad. Pensé en todos los impedimentos probables e improbables que podrían retenerle, como, por ejemplo, que le secuestraran gitanos o ladrones; que le cornearan unos toros o que tropezase con gente honrada que le convenciera de que volviese a casa. Una noche en que llovía pensé que la zanja en la que estaba durmiendo se inundaría y él moriría ahogado. Siguieron truenos y rayos, y me lo imaginé guarecido debajo de un árbol, con una lima en la mano... Toda la semana transcurrió de este modo. Por fin llegó el miércoles. El doctor Graves y el doctor Christie se fueron en su coche y, a última hora de la mañana, Spiller vino a la puerta de nuestro cuarto, me miró y dijo:
-Bueno, ¿no es encantador? Hay un mozalbete abajo que ha venido a hacerte otra visita. A este paso, acabaremos publicando las amonestaciones. -Me condujo abajo. En el vestíbulo, me largó un codazo-. Nada de tontear -dijo.
Esta vez, Charles parecía más asustado que nunca. Nos sentamos en las mismas sillas que la vez anterior y Spiller se plantó de nuevo en el umbral y empezó a bromear con las enfermeras de alrededor. Permanecimos un minuto en silencio. El tenía las mejillas blancas como la tiza. Dije en un susurro:
-¿Lo has hecho, Charles?
Asintió.
-¿La llave?
Asintió.
-¿La lima?
Asintió. Me tapé los ojos con la mano.
-Pero la llave -dijo con tono quejumbroso- me costó casi todo mi dinero. El cerrajero dijo que algunas llaves ciegas son más ciegas que otras. No me lo dijiste. Compré la más cara.
Separé los dedos y topé con su mirada.
-¿Cuánto pagaste? -pregunté.
-Tres chelines, señorita.
¡Tres chelines por una llave de seis peniques! Volví a taparme los ojos.
-No importa -dije después-. No importa. Buen chico.
Le dije lo que tenía que hacer a continuación. Le dije que tenía que esperarme aquella noche en el otro extremo del muro del parque. Le dije que tenía que buscar el árbol más alto de todos y esperarme allí. Debía esperar toda la noche, si hacía falta, pues yo no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo necesitaría para escapar de la casa. El tenía que limitarse a esperar, y estar preparado para correr. Y si yo no aparecía, sabría que algo me había impedido hacerlo, y en ese caso tenía que volver la noche siguiente y aguardar otra vez; tendría que hacer esto tres noches seguidas.
-¿Y si no viene? -preguntó, con los ojos como platos.
-Si no voy -dije-, haces esto: vas a Londres, buscas un calle llamada Lant Street y a una mujer que vive allí y se llama señora Sucksby, y le dices dónde estoy. ¡Que Dios me ayude, Charles, esa mujer me quiere! Y te querrá a ti también, por ser amigo mío. Ella sabrá lo que hacer.
Volví la cabeza. Los ojos se me habían llenado de agua.
-¿Lo has entendido? -dije por fin-. ¿Me lo juras?
Dijo que sí.
-Enséñame la mano -dije, y al ver cómo temblaba, no me atreví a dejarle que me entregara la llave y la lima, por miedo a que se le cayeran. Las guardó en el bolsillo y las cogí sólo un momento antes de que se marchara, mientras Spiller nos observaba, riéndose de cómo yo me sonrojaba al besarle en la mejilla. La lima se la tragó mi manga. La llave me la quedé en la mano y, cuando subíamos al piso de arriba, me agaché como para estirarme una media y la dejé caer dentro de una de mis botas. Tumbada en la cama, pensé en todos los ladrones de los que había oído hablar y de todas sus jactancias. Yo era ahora como ellos. Tenía mi lima, tenía mi llave. Tenía un compinche en la otra punta del muro del manicomio. Lo único que me quedaba por hacer era apoderarme de una llave lo bastante larga para hacer una copia. Lo hice como se verá a continuación. Aquella noche, cuando Bacon estaba sentada en su silla y flexionaba los dedos, le dije:
-Déjeme que le frote las manos esta noche, enfermera Bacon, en lugar de Betty. A Betty no le gusta hacerlo. Dice que con la grasa después huele como una chuleta.
Betty abrió la boca.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó.
-Dios nos ayude -dijo Bacon-. Como si no bastara el calor que hace. ¡Cállate, Betty! ¿Como una chuleta, dices? ¿Después de todas mis gentilezas?
—¡Yo nunca...! -dijo Betty—. ¡Nunca!
-Sí es cierto -dije-. Como una chuleta a punto para freír. Déjeme hacerlo a mí. Verá qué suaves y finas tengo las manos.
Bacon no me miró las manos, sino la cara. Entrecerró los ojos.
-¡Cállate, Betty! -dijo-. Qué escandalera, y mi piel ardiendo. Me da igual quién lo haga, pero prefiero una chica callada que una ruidosa. Toma. -Colocó la punta del pulgar en el borde del bolsillo de su falda y tiró hacia arriba-. Sácalas -dijo. Se refería a las llaves. Vacilé, luego metí la mano y las saqué. Estaban calientes por el calor de su pierna. Observó cómo lo hacía.
-La más pequeña -dijo. La cogí, mientras las otras se balanceaban, fui al aparador y saqué el tarro de grasa. Tendida sobre el estómago, Betty pataleaba, llorando contra la almohada. Bacon se recostó y se remangó. Me senté a su lado y le unté de pomada sus manos hinchadas, tal como lo había visto hacer cien veces. Froté durante media hora. De cuando en cuando ella hacía una mueca. Luego entornó los ojos y me miró por entre los párpados. Me miró de un modo cordial y pensativo, casi sonriendo.
-No está mal, ¿eh? -murmuró.
No respondí. No estaba pensando en ella, sino en la noche y la tarea que se avecinaba. Si yo estaba colorada, ella debió de atribuirlo al rubor. Si le parecí rara y consciente de mí misma, ¿qué más le daba a ella? Allí todas éramos raras. Cuando por fin bostezó, apartó las manos y se estiró, el corazón me dio un vuelco, pero ella no se percató. Me levanté para guardar la grasa en el armario. El corazón me dio un nuevo vuelco. Sólo disponía de un segundo para hacer lo que tenía que hacer. El manojo de llaves colgaba de la cerradura, y la que yo quería –la que abría las puertas- era la que colgaba más de todas. No planeaba robarla, porque Bacon se habría dado cuenta. Pero a Lant Street llegaban continuamente hombres con pedazos de jabón, masilla, cera... Cogí la llave y, a toda velocidad pero con mucho cuidado, la prensé sobre la grasa del tarro. En la grasa quedó estampada, perfecta, la forma de la llave. La miré una vez, giré la tapadera y coloqué el tarro en su estante. Cerré la puerta del armario, pero sólo fingí que giraba la llave. La limpié con la manga. Le llevé el manojo a Bacon, y ella se abrió el bolsillo con la punta del pulgar, como antes.
-Adentro -dijo, mientras yo le metía las llaves-. Hasta el fondo. Muy bien.
Evité su mirada. Me fui a mi cama y ella bostezó, sentada en su silla, y dormitó, como siempre, hasta que la enfermera Spiller nos trajo las dosis. Yo tenía por costumbre ingerir la mía, al igual que las otras mujeres, pero aquella noche la vertí a escondidas -esta vez sobre el colchón- y devolví el recipiente vacío. Después observé, febril, para ver lo que hacía Bacon. Si hubiese ido al aparador, en busca de un papel, por ejemplo, o de un trozo de bizcocho, o de un ovillo de costura, o de cualquier nimiedad; si hubiera ido al armario y lo hubiese encontrado abierto, y lo hubiese cerrado con llave y estropeado mi plan, yo no sé qué habría hecho. En verdad pienso que habría podido matarla. Pero, en cualquier caso, no se levantó. Se quedó dormida en su silla. Durmió tanto tiempo que empecé a desesperar de que volviese a despertar alguna vez: tosí, cogí una bota y la tiré al suelo; lo aporreé con las patas de la cama, y ella seguía durmiendo. En eso la despertó algún sueño. Se levantó y se puso el camisón. Yo tenía la cara tapada con los dedos y por las rendijas le vi ponérselo; la vi ponerse de pie, rascarse el estómago a través de la ropa de algodón y mirar a todas las mujeres y después a mí, como si le diera vueltas a una idea en la cabeza... Pero luego desistió. Quizás por culpa del calor. Bostezó de nuevo, se puso el manojo de llaves alrededor del cuello, se acostó y empezó a roncar. Conté sus ronquidos. Al llegar a veinte, me levanté como un fantasma, me deslicé hasta el aparador y saqué el tarro de grasa. Recorté la copia. No sé cuánto tiempo empleé. Lo único que sé es que fueron horas, ya que, por supuesto, aunque la lima era excelente, y aunque trabajé con las sábanas y mantas apiladas en torno a mis manos para mitigar el sonido, aun así el raspado del hierro hacía ruido, y sólo me atrevía a limar siguiendo el ritmo de los ronquidos de Bacon. Y ni siquiera así podía limar demasiado rápido, pues siempre tenía que cotejar la copia con la impresión de la original para asegurarme de que los cortes eran los correctos; los dedos me dolían y paraba para flexionarlos; o se me humedecían y la copia me resbalaba de las manos. Era horrible tener que trabajar en aquel estado de desespero. Me parecía que la noche fluía como granos de arena; o bien que Bacon ya no roncaba, y yo hacía una pausa y miraba alrededor y recuperaba la conciencia de las cosas -de las camas y las mujeres dormidas-, y el cuarto me parecía tan silencioso que temía que el tiempo se hubiese detenido y que me hubiera quedado atrapada dentro de él para siempre. Nadie gritó aquella noche, nadie tuvo pesadillas, no sonaron timbres, todo el mundo dormía como un leño en su cama. Era la única persona desvelada en la casa, la única, quizás, en el mundo entero, de no ser porque yo sabía que Charles también estaba despierto y estaba esperando, esperándome en el otro extremo de los muros del manicomio; y de no ser porque, aparte de él, la señora Sucksby también aguardaba -quizás estuviese suspirando en su cama- o deambulaba, retorciéndose las manos y pronunciando mi nombre... Debió de ser este pensamiento lo que me infundió valor y me ayudó a confeccionar una copia fiel. En efecto, llegó un momento en que la cotejé con la impresión del tarro y vi que todos los cortes encajaban. La llave estaba terminada. La empuñé, como atontada. Tenía los dedos manchados por el hierro y llenos de rasguños por la acción de la lima, y casi entumecidos a fuerza de sujetarla. No me demoré en vendarlos. Me levanté con mucho tiento, me puse mi vestido de tela escocesa y cogí mis botas de caucho. También cogí el cepillo de Bacon. Sólo eso; eso fue todo. Lo levanté de la mesa y, cuando lo estaba haciendo, ella movió la cabeza: no respiré, pero no se despertó. Me quedé totalmente inmóvil, mirándole a la cara. Y de repente me asaltó la culpa. Pensé: «¡Qué decepción sentirá cuando descubra cómo la he engañado!» Pensé en lo contenta que se había puesto cuando le dije que quería frotarle las manos. Qué extraño lo que una piensa en trances semejantes. La observé durante otro minuto y me dirigí a la puerta. Despacio, muy despacio, introduje la llave en la cerradura. Despacio, muy despacio, la giré. «Por favor, Dios», susurré, mientras se movía. «Querido Dios, te lo juro, seré buena, seré honrada el resto de mi vida, te lo juro...» La llave engranó, se atascó. «¡Hostia!», dije. «¡Hostia!» Las clavijas se habían trabado. No eran los cortes exactos, por lo visto: ahora no giraba ni hacia atrás ni hacia delante. «¡Hostia! ¡Gilipollas! ¡Oh!» Agarré más fuerte y volví a intentarlo -todavía nada-, y por fin desistí. Volví en silencio a mi cama, cogí el tarro de grasa de Bacon, regresé con él a la puerta, unté de grasa el ojo de la cerradura y la empujé hacia el interior. Después, muerta de miedo, empuñé otra vez la llave, y esta vez..., esta vez funcionó. Había otras tres puertas que franquear, después de la primera. La llave hizo lo mismo en todas ellas -se atascó, y hubo que engrasarla- y temblé cada vez, al oír el chirrido del hierro en la cerradura, y me apresuré. Pero no se despertó nadie. Los pasillos estaban calientes y silenciosos, la escalera y el vestíbulo en perfecto silencio. La puerta principal tenía pasados los cerrojos y el pestillo, y no necesité una llave para abrirlos. La dejé abierta al salir. Fue tan fácil como cuando huí de Briar con Santana: sólo tuve miedo en el camino de entrada a la casa, pues cuando me disponía a cruzar la grava oí un paso y después una voz. La voz llamaba, en voz baja, «Eh», y casi me muero del susto. Creí que me llamaba a mí. Luego oí una risa de mujer y vi figuras: dos hombres -Bates, creo, y otro- y una enfermera, Flew, la del ojo desviado. «Te vamos a...», dijo uno de ellos, pero fue lo único que oí. Se metieron en unos matorrales a un lado de la casa. La enfermera se rió otra vez. La risa quedó acallada y. se restauró el silencio. No aguardé a ver en qué paraba aquello. Corrí -primero a paso ligero, al cruzar la franja de grava-, y luego rápido y ruidosamente, a través del césped. No miré atrás, a la casa. No pensé en las mujeres que había en el interior. Me gustaría decir que arrojé la llave dentro del pequeño jardín tapiado, para que alguien la encontrara, pero no lo hice. Sólo me salvé a mí misma. Estaba aterrorizada. Encontré el árbol más alto: allí me costó media hora trepar por los nudos del tronco: caí, lo intenté de nuevo, volví a caerme dos, tres, cuatro veces, hasta que al final logré escalar hasta la rama más baja y desde ella subir a la de encima y deslizarme por otra que crujía hasta alcanzar el muro... Dios sabe cómo lo hice. Sólo puedo decir que lo logré. «¡Charles! ¡Charles!», llamé desde la cima de ladrillo. No hubo respuesta. Pero no esperé para saltar. Aterricé en el suelo y oí un grito. Era él. Había esperado tanto que se había quedado dormido; a punto estuve de caerle encima. El grito hizo ladrar a un perro en la casa. Otro le secundó. Charles se puso la mano delante de la boca.
-¡Vámonos! -dije.
Le cogí del brazo. Dimos la espalda a la pared y salimos pitando. Corrimos a través de prados y setos. La noche seguía oscura, no se veían los caminos, y al principio tuve miedo de perder tiempo buscándolos. A cada rato Charles tropezaba, o reducía el paso para apretarse con la mano el costado y recobrar el resuello, y yo entonces ladeaba la cabeza y escuchaba; pero sólo se oía a los pájaros, y el soplo de las brisas, y a los ratones. El cielo aclaró enseguida, y vislumbramos la cinta pálida de la carretera.
-¿Por dónde? -preguntó Charles.
Yo no lo sabía. Habían pasado meses y meses desde la última vez que recorrí un camino, y tenía que elegir uno. Miré alrededor, y el campo y el cielo que se iluminaba me parecieron de pronto aterradores e inmensos. Vi que Charles miraba y aguardaba. Pensé en Londres.
-Por aquí -dije, echando a andar, y se me quitó el miedo.
Hice lo mismo durante todo el trayecto: cada vez que nos topábamos con una encrucijada de dos o tres caminos, me paraba un minuto a pensar intensamente en Londres, y como si fuera Dick Whittington, me venía la idea de cuál de ellos era el acertado. Cuando el cielo se aclaró aún más, empezamos a oír caballos y ruedas. Nos hubiera encantado que alguien nos recogiera, pero yo temía que el carro o el coche en cuestión hubiese sido enviado desde el manicomio en nuestra busca. Sólo cuando vimos a un granjero que salía por una cancilla en un carro tirado por un burro tuve la certeza de que no era uno de los hombres del doctor Christie: le salimos al encuentro y él frenó al burro y nos dejó viajar con él durante una hora. Con un peine, me había deshecho las trenzas y soltado las puntadas del pelo, que ahora estaba tieso como esparto, y como no tenía sombrero me puse en la cabeza un pañuelo de Charles. Dije que éramos hermanos y que volvíamos a Londres después de pasar una temporada con nuestra tía.
-¿Londres, eh? -dijo el granjero-. Dicen que allí puedes vivir cuarenta años sin encontrarte nunca con tu vecino. ¿Es cierto? 
Nos depositó a un lado de la carretera, en el lindero de una ciudad, y nos indicó el camino que debíamos seguir desde allí. Calculé que habríamos recorrido unos quince kilómetros. Nos quedaban cuarenta por recorrer. Todavía era temprano. Compramos pan en una panadería, pero la mujer que nos atendió miró de un modo tan raro mi pelo, mi vestido y mis botas, que hubiera preferido no comprarle el pan y quedarnos hambrientos. Nos sentamos en un cementerio, encima de la hierba, recostados en dos lápidas inclinadas. Nos sobresaltó la campana de la iglesia.
-Las siete -dije. De pronto sucumbí al desánimo. Miré el peine de la enfermera Bacon-. Ahora estarán despertando y encontrarán mi cama vacía, si no la han descubierto ya.
-Way estará lustrando zapatos -dijo Charles. Le entró un tic en el labio.
-Piensa en las botas del señor Puckerman -dije rápidamente-. 
Se sintió mejor. Terminamos el pan, nos levantamos y nos sacudimos de la ropa las briznas de hierba. Pasó un hombre con una pala. Nos miró de un modo parecido a como nos había mirado la mujer de la panadería.
-Nos toman por gitanos -dijo Charles, mientras le mirábamos pasar.
Pero yo me imaginé que unos hombres del manicomio vendrían a preguntar por una chica con un vestido de tela escocesa y botas de caucho. «Vamos», dije, y abandonamos la carretera para seguir por un sendero tranquilo a campo traviesa. Nos arrimábamos todo lo posible a los setos, a pesar de que la hierba era allí más alta, y más difícil y lento nuestro avance. El sol caldeó el aire. Aparecieron mariposas y abejas. De vez en cuando paraba a desatarme el pañuelo de la cabeza y me enjugaba con él la cara. No había caminado tanto, ni con tanta fatiga, en toda mi vida; y durante tres meses no había hecho más que dar vueltas y vueltas al jardín tapiado del manicomio. Tenía ampollas en los talones, grandes como una moneda de chelín. Pensé: «¡No llegaremos nunca a Londres!» Pero cada vez que lo pensaba, pensaba en la señora Sucksby y me imaginaba la expresión de su cara cuando yo apareciera en la puerta de Lant Street. Después pensaba en Santana, dondequiera que estuviese, y me imaginaba su cara. Sin embargo, la veía borrosa, lo cual me disgustaba. Dije:
-Dime, Charles, ¿de qué color son los ojos de la señorita López? ¿Son castaños o azules?
Me miró con extrañeza.
-Creo que castaños, señorita.
-¿Estás seguro?
-Creo que sí, señorita.
-Yo también lo creo.
Pero no estaba segura. Aceleré un poco el paso. Charles corría a mi lado, jadeando. Cerca del mediodía, pasamos por delante de una hilera de casas de campo, a la orilla de un camino que llevaba a un pueblo. Detuve a Charles y nos apostamos detrás de un seto para observar las puertas y ventanas. En una de ellas, una chica sacudía ropa, aunque al cabo de un minuto entró en la casa y cerró la ventana. En otra, pasaba de un lado a otro una mujer con un cubo, sin mirar afuera. Todas las ventanas de la casa contigua estaban cerradas y oscuras, pero supuse que debía de haber algo digno de robarse detrás de ellas. Pensé en llamar a la puerta y, si no salía nadie, probar el pestillo. Pero mientras me estaba envalentonando, se oyeron voces en la última casa de la hilera: miramos, y en la cancilla del jardín había un mujer y dos niños pequeños. La mujer se estaba atando un gorro y se despedía con un beso de los niños.
-Y ahora, Janet -le estaba diciendo a la niña mayor-, cuida bien a Baby. Volveré a darte el huevo. Si quieres, puedes hacerle el dobladillo al pañuelo, pero presta mucha atención a la aguja.
-Sí, mami -dijo la niña. Levantó la cara para que su madre la besara y luego cerró la cancilla. Su madre se alejó velozmente de la casa y pasó por delante de nosotros sin vernos, porque estábamos escondidos detrás de un seto.
Observé cómo se iba. Después miré a la niña, que se había alejado de la entrada y desandaba el sendero, conduciendo a su hermano hacia la puerta abierta de la casa. Miré a Charles. Dije:
-Charles, por fin nos sonríe la suerte. Dame una moneda de seis peniques, ¿quieres? -Él buscó en su bolsillo-. Ésa no. ¿No tienes una más brillante?
Sacó la más reluciente que tenía y yo la abrillanté aún más frotándola con la manga del vestido.
-¿Qué va a hacer, señorita? -preguntó.
-No importa. Quédate aquí. Y si viene alguien, da un silbido. Me levanté y me alisé la falda; salí de detrás del seto y me encaminé muy erguida hacia la entrada de la casa, como si hubiera venido por el camino. La niña giró la cabeza y me vio.
-¿Todo bien? -dije-. Tú eres Janet. Acabo de encontrarme con tu mamá. Mira lo que me ha dado. Seis peniques. ¿No son preciosos? Me ha dicho: «Por favor, dáselos a mi hijita Janet, y dile que haga el favor de ir corriendo a la tienda a comprar harina.» Ha dicho que se ha olvidado. ¿Sabes qué harina es, verdad? Buena chica. ¿Sabes qué más ha dicho tu mamá? Ha dicho: «Mi hija Janet es tan obediente que dile que puede quedarse con el medio penique de la vuelta para comprar golosinas.» Ah. ¿Te gustan los dulces, Janet? A mí también. Que buenos son, ¿eh? Pero son malos para los dientes. Da igual. Apostaría a que todavía no te han salido todos. Oh, ¡qué cosa más mona! ¡Como perlas en un collar! Más vale que comas golosinas ahora, antes de que te salgan los otros. Me quedaré aquí cuidando la casa, ¿vale? ¡Cómo brilla esta moneda! Y éste es tu hermanito, claro. ¿No te lo llevas contigo? Buena chica...
Era la triquiñuela más fea del mundo, y detesté utilizarla, pero ¿qué puedo decir? A mí me habían gastado una similar. Mientras hablaba, miraba rápidamente a mi alrededor, a las ventanas de las otras casas y al camino, pero no había nadie. La niña guardó la moneda en el bolsillo de su mandil, cogió en brazos a su hermano y se fue tambaleándose, y en cuanto la vi alejarse entré disparada en la casa. Era una vivienda bastante pobre, pero en un baúl del piso de arriba encontré un par de zapatos negros, más o menos de mi talla, y un vestido estampado, envuelto en papel. Pensé que bien podría ser el vestido con el que la mujer se había casado y, ¡lo juro por Dios!, estuve a punto de no llevármelo, pero, al final, lo hice. Y también cogí un sombrero negro de paja, un chal, un par de medias de lana, una empanada de la despensa y un cuchillo. Volví corriendo al seto donde Charles estaba escondido.
-¡Date la vuelta -dije, mientras me cambiaba-. ¡Date la vuelta! No pongas esa cara de susto, so puñetera. ¡Maldita seas! ¡Maldita!
Me refería a Santana. Estaba pensando en la niña, Janet, volviendo a su casa con la harina y su bolsa de dulces. Pensaba en su madre, al regresar a la hora del té y descubrir que su vestido de boda había desaparecido.
-¡Maldita seas!
Cogí el guante de Santana y lo desgarré hasta que cedieron las costuras. Lo tiré al suelo y salté encima. Charles me observaba con una expresión aterrada.
-¡No me mires, mocoso! -dije-. ¡Oh! ¡Oh!
Pero entonces tuve miedo de que viniera alguien. Recogí el guante y me lo volví a poner cerca del pecho, y até las cintas del sombrero. Arrojé a una zanja el vestido y las botas del manicomio. Las ampollas de los pies se me habían abierto y lloraban como ojos, pero las medias eran espesas, y los zapatos negros, blandos y gastados. El vestido tenía un estampado de rosas y el sombrero unas margaritas pintadas en el ala. Me imaginé lo que parecería: un cuadro, pensé, de una lechera en la pared de una lechería. Supuse que, de todos modos, era el atuendo adecuado para el campo. Dejamos los cultivos y los caminos sombreados y volvimos a la carretera, y al cabo de un rato pasó otro granjero que nos transportó unos cuantos kilómetros; después seguimos a pie. Caminábamos deprisa. Charles guardaba silencio. Por último, saltó:
-Ha cogido ese vestido y los zapatos sin pedir permiso.
-También he cogido esta empanada -dije-. Me figuro que querrás comerla.
Le dije que devolveríamos a la mujer sus ropas y que en Londres le compraríamos una empanada nueva. Charles puso cara de dudarlo. Pasamos la noche sobre el heno de un establo abierto, y él durmió de espaldas a mí, con los omoplatos temblando. Me pregunté si huiría a Briar mientras yo dormía; y aguardé hasta que estuvo inmóvil y le até los cordones de una de sus botas a los de uno de mis zapatos, para despertarme si intentaba fugarse. Era un chico exasperante, pero yo sabía que, por el momento, me apañaría mejor con él que sin él, pues los hombres del doctor Christie estarían buscando a una chica sola, no a una chica con su hermano. Pensé que, si era necesario, le daría esquinazo en cuanto llegáramos a Londres. Pero Londres parecía todavía muy lejos. El aire seguía siendo demasiado puro. Desperté en algún momento de la noche y el establo estaba lleno de vacas: formaban un corro y nos miraban, y una de ellas tosió como una persona. No me digan que es algo natural. Desperté a Charles, que se asustó tanto como yo. Se levantó y quiso echar a correr; se cayó, por supuesto, y a punto estuvo de arrancarme el pie. Le desaté los cordones. Salimos del establo caminando hacia atrás, y luego corrimos y después caminamos. Vimos que el sol despuntaba sobre una colina.
-Eso es el este -dijo Charles. La noche había sido de un frío invernal, pero la colina era empinada y entramos en calor subiéndola. Al llegar a la cima, el sol estaba más alto y el día se estaba aclarando. La mañana ha roto, pensé. Pensé en la mañana como si fuera un huevo que se hubiera cascado y se desparramara. Ante nosotros se extendía el campo verde de Inglaterra, con sus ríos, sus carreteras y sus setos, sus iglesias, sus chimeneas, sus humaredas. Al fondo del campo, en lontananza, las chimeneas se volvían más altas, las carreteras y los ríos más anchos, las humaredas más espesas, hasta que por fin, en el punto más lejano, formaban un borrón, una mancha, una oscuridad como la del carbón en un fuego, una oscuridad interrumpida aquí y allí, donde el sol tocaba ventanales y la dorada cúspide de cúpulas y campanarios, con relucientes puntos de luz.
-Londres -dije-. ¡Ah, Londres!
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Jue Jun 05, 2014 10:33 pm

Oh escapo que bueno, el encuentro con la sra. Sucksby no traera nada bueno. saldudos y gracias por actualizar tan seguido.
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Mensaje por Marta_Snix Sáb Jun 07, 2014 9:37 am

perez102 escribió:Oh escapo que bueno, el encuentro con la sra. Sucksby no traera nada bueno. saldudos y gracias por actualizar tan seguido.
Britt cree ir a casa de su familia y se dirige a casa de sus enemigos... a ver que pasa...
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Sáb Jun 07, 2014 9:38 am

Capitulo 7
Pero nos costó todo el día llegar a la ciudad. Podríamos haber buscado la estación de trenes y tomado uno, pero pensé que era mejor que guardáramos para la comida el poco dinero que nos quedaba. Caminamos un rato con un chico que cargaba a la espalda un cesto grande que había llenado de cebollas: nos indicó un sitio adonde iban vagones a recoger verduras para los mercados de la capital. Nos habíamos perdido el grueso del tráfico, pero al final conseguimos transporte con un hombre en un carro tirado por un caballo lento, que llevaba judías a Hammersmith. Le dijo a Charles que le recordaba a su hijo -Charles tenía ese tipo de cara-, y entonces les dejé que viajaran juntos en el pescante y yo me senté en la parte trasera del carro, entre las judías. Tenía una mejilla contra una caja y los ojos fijos en la carretera, que se elevaba y de nuevo nos mostraba Londres, cada vez un poco más cerca. Podría haber dormido, pero era incapaz de no mirar el entorno. Vi que las calzadas empezaban a estar más concurridas y que los setos campestres comenzaban a dar paso a empalizadas y muros; vi cómo las hojas se transformaban en ladrillos, las hierbas en escorias y polvo y las cunetas en bordillos de piedra. Una vez en que el carro se aproximó a la fachada de una casa empapelada por cinco centímetros de carteles ondeantes, alargué la mano y arranqué un pedazo de letrero; lo sujeté un momento y luego dejé que se fuera volando. Contenía un dibujo de una mano empuñando una pistola. Me manchó de hollín los dedos. Supe así que estaba en casa. Continuamos a pie desde Hammersmith. Aquella zona de Londres me era desconocida, pero descubrí que conocía muy bien el camino, del mismo modo que en el campo había sabido qué carretera tomar en una bifurcación. Charles caminaba a mi lado, parpadeando, y a veces me agarraba de la manga; al final le cogí de la mano para ayudarle a cruzar una calle, y él no separó sus dedos de los míos. Vi a los dos reflejados en el cristal de un gran escaparate: yo con mi sombrero, él con su chaquetón tosco. Parecíamos dos niños de cuento perdidos en el bosque. Llegamos a Westminster y desde allí tuvimos la primera visión del río; y yo tuve que parar.
-Espera, Charles -dije, poniéndome una mano en el corazón y dándole la espalda. No quería que me viese tan emocionada. Pero una vez controlada la intensidad de mis sentimientos, empecé a pensar-. No deberíamos cruzar el río todavía -dije, mientras andábamos. Estaba pensando en con quién podríamos topar. ¿Y si tropezábamos con Puck? ¿O si él tropezaba con nosotros? No creo que él mismo me pusiera la mano encima, pero quince mil libras es un montón de dinero, y yo sabía que él era capaz de contratar a matones para que le hicieran el trabajo sucio. Hasta entonces no había pensado en esto. Sólo había pensado en llegar a Londres. Empecé a mirar a mi alrededor de un modo distinto. Charles me vio hacerlo.
-¿Qué pasa, señorita?
-Nada -contesté-. Sólo que tengo miedo de que aún pueda haber hombres enviados por el doctor Christie. Tomemos este atajo.
Le llevé por una calle oscura y estrecha. Pero luego pensé que una calle así era la peor en la que podían atraparnos. Doblé hacia el Strand: estábamos en algún sitio cerca de Charing Cross, y al cabo de un rato llegamos al final de una calle en la que había unos cuantos puestos de ropa de segunda mano. Fui al primero que vi y le compré a Charles una bufanda de lana. Para mí compré un velo. El vendedor me tiró los tejos:
-¿No prefiere un sombrero? Tiene una cara demasiado bonita para esconderla.
Estiré la mano para recoger el medio penique del cambio.
-Muy bien -dije, impaciente-. También tengo bonito el culo.
Charles se arredró. Yo no me inmuté. Me puse el velo y me sentí mejor. No casaba nada con el sombrero y el vestido estampado, pero pensé que podría pasar por una chica con cicatrices en la cara o cualquier otra clase de dolencia facial. Le dije a Charles que se cubriera la boca con la bufanda y que se bajase la gorra. Cuando se quejó de que hacía calor le dije:
-Si me pillan los espías del doctor Christie antes de que te haya llevado donde el señor Puckerman, ¿cómo crees que vas a encontrarle?
Miró hacia delante, al tumulto de coches y caballos en Ludgate Hill. Eran las seis de la tarde, y el tráfico estaba en su momento culminante.
-¿Cuándo va a llevarme hasta allí? -dijo él-. ¿Vive mucho más lejos?
-No mucho. Pero tenemos que andar con ojo. Tengo que pensar. Vamos a buscar un sitio tranquilo...
Fuimos a parar a St. Paul. Entramos y me senté en un banco mientras Charles deambulaba por la iglesia mirando las estatuas. Pensé: «Sólo tengo que llegar a Lant Street y estaré a salvo.» Lo que me inquietaba, de todas formas, era la historia que Puck hubiera podido divulgar por el barrio. ¿Y si había puesto en mi contra a todos los sobrinos de Ibbs? ¿Y si me encontraba con John Vroom antes de ver a la señora Sucksby? Él me era hostil desde siempre, y me reconocería a pesar del velo. Tenía que tener cuidado. Tendría que inspeccionar la casa y dar un paso sólo cuando supiese qué suelo pisaba. Era difícil ser cautelosa y pausada, pero pensé en mi madre, que no había sido cauta. Miren lo que le había ocurrido. Tirité. En St. Paul hacía frío, incluso en julio. Las vidrieras iban perdiendo los colores a medida que atardecía. En casa del doctor Christie estarían despertándonos para bajarnos a cenar. Nos darían pan y mantequilla y una pinta de té... Charles vino a sentarse a mi lado. Le oí suspirar. Tenía la gorra en las manos, y le relucía el pelo rubio. Tenía los labios totalmente rosas. Tres chicos con túnicas blancas pasaban con palmatorias de latón, encendiendo más lámparas y velas; y miré a Charles y pensé que encajaría muy bien entre ellos, con su propia túnica. Miré su chaquetón. Era una prenda de calidad, aunque bastante manchada de polvo.
-¿Cuánto dinero nos queda, Charles? -dije.
Teníamos un penique y medio. Le llevé a una casa de empeños de Watling Street, y empeñamos su chaquetón por dos chelines. El lloró al entregarla.
-Oh, y ahora -dijo-, ¿cómo presentarme ante el señor Puckerman? ¡No querrá un sirviente en mangas de camisa!
Le dije que recobraríamos el chaquetón al cabo de unos días. Le compré unas gambas, pan con mantequilla y una taza de té.
-Gambas de Londres -dije-. Nam, ¿no están riquísimas?
No respondió. Al reemprender la marcha, él caminaba un paso por detrás de mí, con los brazos caídos y los ojos clavados en el suelo. Tenía los ojos rojos, por las lágrimas y también por la arenilla. Cruzamos el río en Blackfriars, y a partir de allí, aunque había caminado con tiento, redoblé las precauciones. Evitando callejas y callejones, íbamos por las calles abiertas, y el anochecer -que es una luz falsa, y una buena luz para toda clase de negocios turbios, más aún que la oscuridad- nos ayudó a ocultarnos. Sin embargo, cada paso que dábamos me acercaba más a mi casa: empecé a ver algunas cosas conocidas -y hasta a algunas personas- y de nuevo sentí tal emoción en el corazón y en la cabeza que creí que me descompondría. Llegamos a Gravel Lañe y a Southwark Bridge Road, doblamos hacia el lado oeste de Lant Street y miramos la calle; la sangre me circulaba tan deprisa y el corazón se me subió tan arriba que temí que fuese a desmayarme. Me aferré a la pared de ladrillo en la que nos habíamos apoyado y bajé la cabeza hasta que la sangre se hubo sosegado. Cuando hablé, la voz me salió pastosa. Dije:
-¿Ves aquella puerta negra, Charles, con aquella ventana? Es la de mi casa. Ahí vive la mujer que ha sido como mi madre. Lo que más me gustaría ahora es correr hasta esa puerta; pero no puedo. No es seguro.
-¿No es seguro? -dijo. Miró en derredor, temeroso.
Supongo que aquellas calles, tan caras a mis ojos que habría podido arrodillarme y besarlas, quizás a los suyos pareciesen sórdidas.
-No es seguro -repetí-, mientras todavía nos persigan los hombres de Christie.
Pero miré a lo largo de la calle, a la puerta de Ibbs, y luego a la ventana que había encima. La ventana daba a la habitación que yo compartía con la señora Sucksby, y la tentación de acercarme a ella era irresistible. Agarré a Charles y le empujé hacia delante; avanzamos y paramos en una pared que ofrecía un poco de sombra entre el resalto de dos miradores. Pasaron algunos niños y se rieron de mi velo. Conocía a sus madres, eran vecinas nuestras, y empecé a temer de nuevo que me reconociesen al verme. Pensé que era una insensatez, de todas formas, haberme adentrado tanto en la calle; después pensé: «¿Por qué no corro a la puerta gritando el nombre de la señora Sucksby?» Tal vez lo hubiera hecho. No lo sé. Me había vuelto, como para poner en orden mi sombrero, y mientras tomaba una decisión Charles se llevó la mano a la boca y exclamó: «¡Oh!» Los niños que se habían burlado de mi velo habían llegado corriendo al final de la calle y allí se separaron para dejar paso a alguien. Era Puck. Llevaba su viejo sombrero flexible y un pañuelo escarlata en el cuello. Tenía el pelo y las patillas máslargos que nunca. Le vimos caminar. Creo que estaba silbando. Se detuvo en la puerta de la tienda de Ibbs. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una llave. Dio unos puntapiés contra el escalón -primero el pie derecho, después el izquierdo para sacudirse el polvo de los zapatos: luego introdujo la llave en la cerradura, miró displicentemente alrededor y entró en la casa. Todo lo cual lo hizo del modo más familiar y con la mayor soltura del mundo. Al verle temblé de arriba abajo. Pero mis sentimientos eran raros. «¡El diablo!», dije. Me habría gustado matarle, dispararle, correr hacia él y golpearle la cara. Pero también me había asustado verle -más de lo que habría debido-, tanto como si estuviera todavía en el manicomio y en cualquier momento hubieran podido cogerme, zarandearme, atarme y sumergirme en el agua. Respiraba de una forma extraña, como a saltos. No creo que Charles lo advirtiera. Estaba pensando en sus mangas de camisa. «¡Oh!», seguía diciendo. «¡Oh! ¡Oh!» Se miraba las uñas y las manchas de tierra en los puños. Le cogí del brazo. Quería irme corriendo por donde habíamos venido. Era mi impulso más fuerte. Casi salí de estampida.
-Vamos -dije-. Vamos, rápido. -Miré de nuevo a la puerta de Ibbs, pensé en la señora Sucksby, detrás de ella, pensé en Puck a su lado, tranquilo y a sus anchas. ¡Maldito fuera por hacerme temer mi propia casa!-. ¡No me pillarán! -dije-. Nos quedaremos, pero escondidos. Ven aquí.
Sujeté fuerte a Charles y empecé a empujarle, no hacia fuera, sino hacia dentro de Lant Street. Había pensiones a lo largo de aquel lado de la calle. Llegamos a una de ellas.
-¿Tienen camas? -pregunté a una chica que estaba en la puerta.
-Tenemos media -dijo ella.
Media cama no bastaba. Fuimos a la casa contigua, y después a la siguiente. Todas estaban llenas. Por fin llegamos a la que estaba justo enfrente de la del señor Ibbs. Una mujer con un niño estaba sentada en el escalón. Yo no la conocía, lo cual era una ventaja.
-¿Tiene una habitación? -dije, rápidamente.
-Podría ser -respondió ella, intentando ver por debajo de mi velo.
-¿En la fachada? -Miré hacia arriba y señalé-. ¿Ésa?
-Ésa es más cara.
-La alquilamos para una semana. Le daré un chelín ahora y mañana le pagaré el resto.
Puso mala cara, pero yo sabía que quería ginebra.
-De acuerdo -dijo. Se levantó, colocó al niño en el peldaño y nos condujo por la escalera resbaladiza. En el rellano había un hombre borracho como una cuba. La puerta de la habitación a la que nos llevó no tenía pasador, sólo una piedra para mantenerla cerrada. El cuarto era pequeño y oscuro, con dos camas bajas y una silla. La ventana tenía los postigos cerrados, y para abrirlos había un palo con un gancho colgado junto al cristal-. Hay que hacer así -dijo la mujer, empezando a enseñarnos. La detuve. Dije que tenía los ojos enfermos y que no toleraba la luz del día. Yo ya había visto que los postigos tenían pequeños orificios que eran más o menos perfectos para lo que yo quería; y cuando la mujer tuvo en la mano el chelín y se marchó, cerré la puerta tras ella, me quité el velo y el sombrero, fui a la ventana y miré afuera. Pero no había nada que ver. La puerta de la tienda de Ibbs seguía cerrada, y la ventana de la señora Sucksby oscura. Miré durante un minuto sin acordarme de Charles. Estaba de pie, mirándome, y estrujaba su gorra entre las manos. En alguna otra habitación un hombre lanzó un grito, y él dio un brinco.
-Siéntate -dije. Pegué la cara contra la ventana.
-Quiero mi chaquetón -dijo.
-No puede ser. La tienda está cerrada. Lo cogeremos mañana.
-No la creo. Le ha dicho una mentira a esa señora, con eso de los ojos malos. Robó ese vestido y los zapatos, y la empanada. Me sentó mal. Me ha traído a una casa horrible.
-Te he traído a Londres. ¿No era lo que querías?
-Creí que Londres sería distinto.
-Todavía no has visto las partes bonitas. Vete a dormir. Tendrás tu chaquetón por la mañana. Te sentirás como un hombre nuevo.
-¿Cómo podré recuperarlo? Acaba de darle el chelín a la señora.
-Conseguiré otro mañana.
-¿Cómo?
-No preguntes. Vete a dormir. ¿No estás cansado?
-Esta cama tiene pelos negros.
—Pues coge la otra.
-La otra tiene pelos rojos.
-Los pelos rojos no te harán daño.
Le oí sentarse y frotarse la cara. Pensé que quizás estuviese a punto de llorar. Pero al cabo de un rato volvió a hablar y la voz le había cambiado.
-¿No tenía las patillas muy largas el señor Puckerman? -dijo.
-¿Verdad que sí? -respondí, sin dejar de mirar por los postigos-. Me parece que necesita a un chico que se las recorte.
-¡Precisamente!
Suspiró y se tumbó en la cama, tapándose los ojos con la gorra, y yo continué montando guardia en la ventana. Lo hice como los gatos vigilan una ratonera, sin importarme que pasaran las horas y sin pensar en nada más que en mi vigilancia. La noche se volvió oscura y la calle -que era concurrida en verano se vació y se quedó en silencio, pues todos los niños se habían acostado, los hombres y las mujeres volvían de las tabernas y los perros se habían dormido. En las otras habitaciones de la casa había gente deambulando, arrastraban sillas por el suelo, lloraba un bebé. Una chica -borracha, supongo- se reía sin parar. Seguí vigilando. Algún reloj dio la hora. Ya no podía oír campanas sin estremecerme, y percibí cada una de ellas: dieron las doce y después la media, y estaba aguzando el oído para oír los tres cuartos -sin dejar de vigilar y de mirar, pero empezando a preguntarme, quizás, qué creía que iba a ver- cuando ocurrió lo siguiente. Vi una luz y una sombra en el cuarto de la señora Sucksby, y luego una figura: ¡ella en persona! El corazón casi se me hizo pedazos. Tenía el pelo blanco y llevaba puesto su viejo vestido de tafetán negro. Sostenía una lámpara en la mano, de espaldas a mí, y movía la mandíbula: hablaba con alguien al fondo del cuarto, alguien que ahora se adelantó mientras ella retrocedía. Una chica. Un chica de talle muy estrecho... La vi y empecé a temblar. Se acercó, mientras la señora Sucksby se movía por la habitación en pos de ella, quitándose los broches y los anillos. Se puso justo delante de la ventana. Levantó el brazo para apoyarlo en la barra de la ventana de guillotina y luego, apoyando la frente en su muñeca, se quedó quieta. Sólo se movían sus dedos, que tiraban ociosamente del encaje a través de la ventana. Su mano estaba desnuda. Tenía el pelo rizado. Pensé: No puede ser ella. La señora Sucksby volvió a hablar, la chica levantó la cara, la luz de la farola la iluminó de lleno, y yo lancé un grito. Puede que me oyera -aunque no lo creo-, pues volvió la cabeza y pareció que me miraba, que me sostenía la mirada durante un minuto entero, a través de la oscuridad y la calle polvorienta. No creo que yo pestañease en todo ese lapso. Creo que ella también mantuvo los ojos abiertos; al verlos recordé por fin de qué color eran. Volvió a internarse en la habitación, se alejó un paso, cogió la lámpara y, mientras bajaba la llama, la señora Sucksby se le aproximó, alzó las manos y empezó a desatarle los ganchos del vestido por detrás. Reinó la oscuridad. Me aparté de la ventana. En el cristal se reflejaba mi cara blanca en forma de corazón: la farola iluminaba mis mejillas, por debajo de los ojos. Me alejé del cristal. Mi grito había despertado a Charles, y me figuro que mi expresión era muy extraña.
-¿Qué pasa, señorita? -dijo en un susurro.
Me tapé la boca con la mano.
-¡Oh, Charles! -dije. Di un par de pasos tambaleantes hacia él-. ¡Charles, mírame! ¡Dime quién soy!
-¿Quién, señorita?
—¡Señorita no, no me llames señorita! No lo he sido nunca, aunque me convirtieran en una... ¡Oh! Ella me lo ha quitado todo, Charles. Me lo ha quitado y se lo ha quedado. Ha conseguido que la señora Sucksby la quiera, igual que hizo con... ¡Oh! ¡Voy a matarla esta noche!
Corrí, febril, a los postigos, para ver la fachada de la casa. Dije:
-¿Podré trepar a la ventana? Podría forzar el pestillo, entrar y apuñalarla mientras duerme. ¿Dónde está aquel cuchillo?
Corrí otra vez, lo cogí y comprobé su filo.
-No está afilado -dije. Miré alrededor, cogí la piedra que usaban como tope y pasé la hoja por ella-. ¿Así? -le pregunté a Charles-. ¿O así? ¿Cómo se afila mejor? Anda, venga. Tú eres el puñetero afilador, ¿no?
Me miró aterrorizado; luego se acercó, con dedos temblorosos, y me indicó cómo se hacía. Pulí la hoja.
-Así está bien -dije-. Será agradable clavarle la punta en el pecho. -Me detuve-. Pero ¿no te parece, más bien, que a fin de cuentas morir apuñalada es una muerte rápida? ¿No debería buscar un modo más lento? -Pensé en asfixiarla, estrangularla, golpearla con una estaca-. ¿Tenemos una estaca, Charles? Tardará más tiempo, y, ¡ah!, me gustaría que me reconociera mientras muere. Vendrás conmigo, Charles. Me ayudarás. ¿Qué ocurre?
Había ido hasta la pared y, con la espalda apoyada en ella, empezó a temblar. Dijo:
-No es..., ¡usted no parece la mujer que era en Briar!
-Mírate -dije-. Tú no eres aquel chico. Aquél tenía agallas.
-¡Quiero al señor Puckerman!
Me reí, como una demente.
-Tengo noticias que darte. El señor Puckerman tampoco es exactamente el caballero que tú creías que era. Es un diablo y un granuja.
Dio un paso al frente.
-¡No es cierto!
-Sí lo es. Se fugó con la señorita Santana, dijo a todo el mundo que yo era ella y me metió en un manicomio. ¿Quién, si no, crees que firmó la orden de ingreso?
-¡Si la firmó, sería verdad!
-Es un canalla.
-¡Es una joya de hombre! Todo el mundo lo decía en Briar.
-No le conocieron como yo le conozco. Es malvado, un miserable.
Cerró los puños.
-¡Me da igual! -gritó.
-¿Quieres ser el criado de un demonio?
-Mejor eso que... ¡Oh! -Se sentó en el suelo y se tapó la cara-. ¡Oh! ¡Oh! No he sido más desgraciado en toda mi vida. ¡La odio!
-Y yo te odio a ti, puto mariquita -dije.
Todavía tenía la piedra en la mano. Se la tiré. Fallé por unos palmos, pero el ruido que hizo al estrellarse contra la pared y caer al suelo fue espantoso. Yo temblaba ahora casi tanto como Charles. Miré el cuchillo en mi mano y lo aparté de mí. Me toqué la cara. Un sudor horrible me perlaba la frente y las mejillas. Fui hasta Charles y me arrodillé a su lado. El intentó rechazarme.
-¡Apártese de mí! -gritó-, ¡O máteme ya! ¡Me da igual!
-Charles, escúchame -dije con una voz más sosegada-. No te odio, de verdad. Y tú no debes odiarme. Soy lo único que tienes. Has perdido tu trabajo en Briar y tu tía no te quiere. No puedes volver al campo. Además, sin mi ayuda nunca encontrarías el camino para salir de Southwark. Andando, acabarías extraviándote, y Londres está lleno de hombres rudos y crueles que hacen cosas indecibles a chicos rubios y desorientados como tú. Quizás te raptara un capitán de barco y podrías acabar en Jamaica. ¿Qué te parecería? ¡No llores, por el amor de Dios! -Había empezado a sollozar-. ¿Crees que a mí no me gustaría llorar? Me han engañado de una forma horrible, y la persona que más me ha engañado está en mi propia cama en este mismo momento, rodeada por los brazos de mi propia madre. Es algo tan terrible que no puedes comprenderlo. Es una cuestión de vida o muerte. Ha sido una tontería decir que iba a matarla esta noche. Pero dame uno o dos días, y déjame pensar. Allí hay dinero y, ¡te lo juro, Charles!, también hay gente allí que, cuando sepa lo que han hecho conmigo, dará lo que haga falta al chico que me ha ayudado a regresar a casa...
Meneó la cabeza sin parar de llorar y, finalmente, yo también lloré. Le rodeé con el brazo y él se recostó en mi hombro, y nos estremecimos y lloriqueamos hasta que, por fin, alguien en la habitación contigua empezó a aporrear la pared y a gritarnos que parásemos.
-Vale ya -dije, sorbiéndome la nariz-. ¿Tienes miedo, ahora? ¿Dormirás como un buen chico?
Dijo que creía que sí, a condición de que durmiese a su lado, y nos tendimos juntos en la cama llena de pelos rojos y él se durmió, con los labios rosas separados y una respiración fluida y regular. Pero yo monté guardia durante toda la noche. Pensaba en Santana, al otro lado de la calle, respirando en los brazos de la señora Sucksby, con la boca abierta como la de Charles, como una flor, y la garganta perfectamente esbelta, absolutamente blanca y desnuda. Para cuando amaneció ya tenía perfilado un plan. Me aposté en la ventana, vigilando la puerta de Ibbs, pero al cabo de un rato, como nadie aparecía, desistí. Eso podía esperar. Lo que necesitaba ahora era dinero. Sabía cómo agenciármelo. Hice que Charles se peinara con raya en medio y le saqué de la casa por la puerta de atrás. Le llevé a Whitechapel, una zona lo bastante alejada del barrio como para arriesgarme a prescindir del velo. Encontré un sitio en la High Street.
-Quédate aquí -le dije. El obedeció-. ¿Te acuerdas de cómo gritaste anoche? Pues hazlo otra vez.
-¿Hacer qué?
Le cogí del brazo y se lo pellizqué. El dio un alarido y empezó a gimotear. Le puse la mano en el hombro y miré de un lado a otro de la calle, con aire inquieto. Unas cuantas personas nos miraron con curiosidad. Les indiqué que se aproximaran.
-Por favor, señor; por favor, señora -dije-. Acabo de encontrar a este pobre chico que ha venido del campo esta mañana y ha perdido a su amo. ¿Pueden darle unos peniques para que vuelva a su casa? ¿Pueden? Está completamente solo y no conoce a nadie, no distingue Chancery Lañe de Woolwich. Se ha dejado el chaquetón en el carro de su amo. ¡Dios le bendiga, señor! ¡No llores, muchacho! Mira, este caballero te da dos peniques. ¡Ahí vienen algunos más! Y en el campo dicen que los londinenses tiene el corazón duro, ¿no dicen eso?
Por supuesto, la idea de que un señor le diese dinero redobló la llorera de Charles. Sus lágrimas eran como imanes. Aquel primer día ganamos tres chelines, con los que pagamos la habitación; y cuando al día siguiente probamos la misma treta en una calle distinta, recaudamos cuatro. Con ellos nos sufragamos las comidas. Guardé en el zapato el dinero que sobró, junto con el recibo del chaquetón de Charles. No me descalzaba ni siquiera en la cama. «Quiero mi chaquetón», decía Charles, cien veces al día, y cada vez yo le contestaba: «Mañana. Te lo juro. Te lo prometo. Un solo día más...» Y me pasaba el día entero pegada a los postigos, con el ojo puesto en los orificios en forma de corazón.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Dom Jun 08, 2014 2:12 am

Buena dupla la de brit y Charles, al parecer el encuentro mas esperado demorara un poco. La historia esta muy buena saludos chau.
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Mensaje por monica.santander Dom Jun 08, 2014 3:28 am

Hola Marta tanto tiempo!!! Va genial la historia!!!
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Dom Jun 08, 2014 5:20 pm

perez102 escribió:Buena dupla la de brit y Charles, al parecer el encuentro mas esperado demorara un poco. La historia esta muy buena saludos chau.
No te hare esperar mucho, ya en el siguiente capitulo tendrás el esperado encuentro. Nos vemos ;)
monica.santander escribió:Hola Marta tanto tiempo!!! Va genial la historia!!!
Saludos
Hola Mónica, pues aun está lo mejor, bueno ya casi estamos al final...
Nos vemos ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Dom Jun 08, 2014 5:21 pm

Capitulo 8
Vigilaba la casa, aprendiendo sus costumbres. Reconocía el terreno, paciente como un ladrón. Veía llegar a rateros con objetos robados para Ibbs: le veía a éste cerrar la puerta con llave y bajar la persiana. La visión de sus manos, de su cara honrada, me daba ganas de llorar. Pensaba: «¿Por qué no voy a verle?» Un poco más tarde veía a Puck, y volvía a entrarme el miedo. Después veía a Santana. La veía en la ventana. Le gustaba estar allí, con la car contra el cristal, ¡como si supiese que yo la vigilaba y se burlas de mí! Vi a Dainty, que la ayudaba a vestirse todas las mañanas, y le recogía el pelo. Y vi a la señora Sucksby, de noche, soltándolo. Una vez le vi levantar hasta su boca una trenza de
Santana y besarla. Con cada novedad, apretaba la cara tan fuerte contra el cristal que crujía el marco. Y por la noche, cuando la casa estaba a oscuras, cogía una vela y paseaba, una y otra vez, de una pared a la otra del cuarto.
-Los tienen a todos en su poder -decía-. A Dainty, a Ibbs y a la señora Sucksby, y apostaría que también a John e incluso a Phil. Han tejido su red, como dos grandes arañas. Tenemos que andar con ojo, Charles. ¡Oh, desde luego! ¡Imagínate que saben, por el doctor Christie, que me he escapado! ¡Deben de saberlo a estas alturas! Están esperando, Charles. Están esperándome. Ella no sale nunca de casa. ¡Qué lista!, porque, estando en casa, está cerca de la señora Sucksby. Pero él sí sale. Le he visto. Yo también he estado esperando. Eso no lo saben. Él sale. Haremos nuestra jugada la próxima vez que salga. Soy la mosca que buscan. No me pillarán. Te enviaremos a ti. ¡No habrán pensando en esto! ¿Eh, Charles?
Él no contestó. Le había tenido tanto tiempo sin hacer nada, en aquella habitación oscura, que la cara se le había puesto pálida y los ojos se le empezaban a poner vidriosos como los de una muñeca. «Quiero mi chaquetón», decía aún, de vez en cuando, con una especie de balido débil, pero creo que casi se había olvidado de para qué lo quería. Al final, en efecto, cuando él volvió a decirlo y yo le respondí: «De acuerdo. Hoy lo tendrás. Ya hemos esperado bastante. Hoy es el día», en lugar de parecer complacido me miró fijamente y pareció asustado. Quizás creía ver cierta febrilidad en mis ojos. No lo sé. Por primera vez en mi vida tenía la impresión de que estaba pensando como una estafadora. Llevé a Charles a Watling Street y desempeñé su chaquetón. Pero no se lo di. Le monté en un autobús.
-Es un regalo -dije-. Mira las tiendas desde la ventana.
Encontré asientos libres al lado de una mujer con un bebé en brazos. Me senté con el chaquetón de Charles sobre el regazo. Miré al niño. La mujer me vio mirarle y sonreí.
-Guapo chico, ¿verdad? -dijo-. Pero no quiere dormir. Le subo a un autobús y el balanceo le duerme. Hemos ido de Fulham a Bow; ahora hacemos el trayecto de vuelta.
-Es un encanto -dije. Me incliné y le acaricié la mejilla-. ¡Mira qué pestañas! Romperá corazones.
-¿A que sí?
Me recosté en el asiento. A la parada siguiente, dije a Charles que se apeara. La mujer nos despidió y, desde la ventanilla, cuando arrancó el autobús, nos dijo adiós con la mano. Pero yo no respondí al saludo, pues, por debajo del chaquetón de Charles, había palpado la pretina de la pasajera y le había ligado el reloj de pulsera. Era un reloj bonito de señora, justo el que yo necesitaba. Se lo enseñé a Charles. Lo miró como si fuese una serpiente que pudiera morderle.
-¿De dónde lo ha sacado? -preguntó.
-Me lo ha dado alguien.
-No le creo. Deme el chaquetón.
-Dentro de un minuto.
-¡Deme el chaquetón!
Estábamos cruzando el puente de Londres.
-Cállate o lo tiro por el pretil -dije-. Así me gusta. Ahora dime una cosa: ¿sabes escribir?
No quiso responder hasta que fui al parapeto del puente y suspendí su chaquetón en el aire; empezó a llorar de nuevo, pero dijo que sí sabía. «Buen chico», dije. Le hice caminar un poco más, hasta que encontramos a un vendedor ambulante de papeles y tintas. Le compré una hoja blanca y lisa, y un lápiz; llevé a Charles a nuestra habitación y le mandé que se sentase a escribir una carta. Le coloqué la mano en la nuca y miré cómo escribía.
—Escribe: Señora Sucksby -dije.
-¿Cómo se deletrea? -preguntó.
-¿No lo sabes?
Frunció el ceño y escribió. A mí me pareció que estaba bien. Dije:
-Ahora escribe lo siguiente. Escribe: Me metió en el manicomio ese canalla de su supuesto amigo, ¡supuesto!, Puck...
-Va demasiado aprisa -dijo, mientras escribía. Ladeó la cabeza. -... ese canalla de su amigo...
-... supuesto amigo, Puck, y esa perra de Santana López. Tienes que destacar estos nombres.
El lápiz siguió avanzando y se detuvo. Se sonrojó.
-No voy a escribir esa palabra -dijo.
-¿Qué palabra?
-Esa palabra con p.
-¿Qué?
-Antes de señorita López.
Le pellizqué el cuello.
-Escríbela, ¿me oyes? -dije-. Y luego pones, bien claro y en grande: ¡PALOMA, UN COJÓN! ¡Ella es PEOR QUE ÉL!
Charles vaciló; se mordió el labio y lo escribió.
-Muy bien. Y ahora esto. Pon: Señora Sucksby, me he escapado y estoy cerca. Mándeme una señal por medio de este chico. Es amigo mío, ha escrito esto y se llama Charles. Confie en él y crea... ¡Oh, si esto falla me muero!... crea que sigo siendo tan buena y fiel como si fuera su hija... Aquí deja un espacio.
Lo dejó. Cogí el papel y escribí mi nombre, abajo del todo.
-¡No me mires! -dije, mientras lo escribía. Besé el espacio donde lo había escrito y doblé la hoja-. Y ahora tienes que hacer lo siguiente -dije-. Esta noche, cuando Puck, o sea, el señor Puckerman, salga de casa, te acercas, llamas y dices que quieres ver al señor Ibbs. Di que tienes algo que venderle. Le conocerás nada más verle: es alto y se recorta las patillas. Te preguntará si te han seguido, entonces no te olvides de responderle que el golpe ha sido limpio. Te preguntará para qué vas a verle. Dile que conoces a Phil. Si te pregunta de qué le conoces, di que a través de un compinche que se llama George. Si te pregunta qué George, tienes que decirle: George Joslin, de la hermandad de mineros del carbón. ¿Qué George, de dónde?
-George Joslin, de la... ¡Oh, señorita! ¡Preferiría cualquier otra cosa a esto!
-¿Prefieres los hombres rudos y crueles, las cosas indecibles, Jamaica?
Tragó saliva.
-George Joslin, de la hermandad de mineros del carbón -dijo.
-Buen chico. Luego le entregas el reloj. Te dirá un precio; te diga el que te diga, por ejemplo: cien, mil libras, le dices que es muy poco. Dile que el reloj es bueno, fabricado en Ginebra. Dile, no sé, que tu padre reparaba relojes y que entiendes de eso. Que lo mire con un poco más de atención. Con suerte, le quitará la tapa de atrás; eso te dará ocasión de fisgar. Tienes que buscar a una mujer, bastante vieja, con el pelo plateado. Estará sentada en una mecedora, quizás con un bebé en el regazo. Es la señora Sucksby, la que me ha criado. Hará lo que sea por mí. Te las arreglas para ponerte a su lado y le das esta carta. Haz esto, Charles, y estamos salvados. Pero escucha. Si hay un chico de tez morena y pinta de malvado, no te arrimes a él, está en contra de nosotros. Lo mismo que una chica pelirroja. Y si esa víbora de Santana López anda por allí cerca, esconde la cara. ¿Entendido? Si te ve, incluso más que si te ve el chico, estamos perdidos.
Tragó saliva de nuevo. Depositó la nota encima de la cama, se sentó y la miró con temor. Ensayó su cometido. Yo me quedé en la ventana, vigilando y aguardando. Atardeció, cayó la noche, y en la oscuridad salió Puck por la puerta de Ibbs, con el sombrero torcido y aquel pañuelo escarlata en el cuello. Le vi marcharse; aguardé otra media hora, para cerciorarme, y después miré a Charles.
-Ponte el chaquetón -dije-. Es la hora.
Se puso pálido. Le di su gorra y su bufanda y le subí el cuello.
-¿Tienes la carta? Muy bien. Ahora sé valiente. Nada de trucos, ¿eh? Estaré vigilando, no te olvides.
El no dijo nada. Salió, y al cabo de un momento le vi cruzar la calle y plantarse delante de la tienda. Caminaba como un hombre que se dirige al patíbulo. Se subió la bufanda un poco más sobre la cara, se dio media vuelta hacia donde sabía que yo estaba, detrás de los postigos. ¡No te vuelvas, idiota!, pensé. Tiró otra vez de la bufanda hacia arriba y llamó a la puerta. Me pregunté si echaría a correr de repente. Tenía aspecto de querer hacerlo. Pero antes de que pudiera, abrieron la puerta: la abrió Dainty. Hablaron, y ella le dejó esperando mientras iba a ver a Ibbs; luego volvió. Miró a uno y otro lado de la calle. Como un tonto, él miró también, como para ver lo que ella buscaba. Dainty asintió y se echó hacia atrás. Charles entró y cerraron la puerta. Imaginé a Dainty pasando el pestillo con su pulcra mano blanca. Aguardé. Digamos que pasaron cinco minutos. Quizás diez. ¿Qué suponía que iba a ocurrir? Quizás, que la puerta se abriera y la señora Sucksby saliera disparada por ella, con Ibbs a su zaga; quizás únicamente que ella subiera a su cuarto, a encender una luz, hacer una señal: no sé. Pero la casa permaneció en silencio, y cuando por fin se abrió la puerta, sólo apareció Charles, escoltado por Dainty; la puerta volvió a cerrarse. Charles tiritó. Yo ya estaba acostumbrada a sus escalofríos, y creo que por su aspecto supe que las cosas habían salido mal. Le vi mirar hacia nuestra ventana, como con ganas de salir corriendo. ¡No corras, gilipollas!, dije, y golpeé el cristal, y él tal vez lo oyó, porque agachó la cabeza, cruzó la calle y subió la escalera. Para cuando llegó a la habitación tenía la cara roja como la grana, y reluciente de lágrimas y mocos.
-¡Que Dios me ayude, yo no quería! —dijo, al irrumpir en el cuarto-. ¡Que Dios me ayude, ella me ha descubierto y me la ha quitado!
-¿Quitado qué? -dije-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado, chinche?
Le agarré y le zarandeé. Se puso las manos delante de la cara.
-¡Me ha cogido la carta y la ha leído! -dijo.
-¿Quién?
-¡La señorita Santana! ¡La señorita Santana!
Le miré horrorizada.
-Me ha visto -dijo Charles-, y me ha reconocido. Lo he hecho todo como usted me ha dicho. Le he dado el reloj al hombre alto y él lo ha cogido y le ha abierto la tapa. Mi bufanda le ha parecido rara, y me ha preguntado si me dolían las muelas. Le he dicho que sí. Me ha enseñado un par de tenazas que ha dicho que eran muy buenas para sacar dientes. Creo que lo ha dicho en broma. El chico moreno estaba allí, quemando papeles. Me ha llamado... palomo. La chica pelirroja ni siquiera me ha mirado. Pero la señora, la madre, estaba durmiendo, y he intentando acercarme a ella, pero la señorita Santana me ha visto la carta en la mano. Luego me ha mirado y me ha reconocido. Ha dicho: «Ven aquí, chico, te has herido la mano», y me ha agarrado antes de que los demás la viesen. Estaba jugando a las cartas en una mesa, y ha puesto la hoja debajo de la mesa para leerla, y me ha retorcido los dedos tan fuerte que...
Sus palabras empezaban a disolverse, como sal en el agua de sus lágrimas.
-¡Para de llorar! -dije-. ¡Para de llorar por una vez en tu vida o te juro que te zurro! Dime, ¿qué ha hecho ella?
Charles respiró, se metió la mano en el bolsillo y sacó algo.
-No ha hecho nada -dijo-. Pero me ha dado esto. Lo ha sacado de la mesa a la que estaba sentada. Me lo ha dado como si fuese un secreto, y luego el hombre alto ha cerrado el reloj y me ha despachado. Me ha dado una libra y yo la he cogido y la pelirroja me ha acompañado a la puerta. La señorita Santana ha visto cómo me iba y tenía los ojos como llenos de fuego, pero no ha dicho ni pío. Sólo me ha dado esto, y creo que debe de ser para usted, ¡oh, señorita, llámeme idiota, pero que Dios me ayude si sé para qué es!
Me lo entregó. Santana lo había convertido en una pelota, y me llevó un momento desdoblarlo y ver lo que era. Cuando lo hice, lo sostuve en alto, le di la vuelta, una y otra vez; luego lo miré como una estúpida.
-¿Sólo esto? -dije. Charles asintió.
Era un naipe. Era uno de los naipes de la vieja baraja francesa que Santana tenía en Briar. Era el dos de corazones. Se había vuelto grasiento y tenía la marca de los pliegues que ella había hecho; pero conservaba aquella arruga, con la forma del talón de Santana, sobre uno de los puntos pintados de rojo. Lo sostuve y me acordé de cuando estaba sentada con ella en su sala, mezclando las cartas para adivinarle el futuro. Ella llevaba su vestido azul. Se había puesto la mano delante de la boca. ¡Ahora me estás asustando!, había dicho. ¡Cuánto se habría reído de esto más adelante!
-Se está burlando de mí -dije con una voz no del todo clara-. Me ha mandado esto... ¿Estás seguro de que aquí no hay un mensaje, una marca o un signo? Me lo ha mandado para pincharme. ¿Para qué, si no?
-No lo sé, señorita. Lo ha cogido de encima de la mesa. Lo ha cogido rápido, con unos ojos... de loca.
-¿Qué clase de locura?
-No lo sé. No parecía ella misma. No llevaba guantes. Tenía el pelo rizado y raro. Había un vaso a su lado. No me gusta decirlo, pero creo que era de ginebra.
-¿Ginebra?
Nos miramos.
-¿Qué hacemos? -me preguntó.
Yo no lo sabía.
-Tengo que pensar -dije, empezando a deambular-. Tengo que pensar qué va a hacer ella. Se lo dirá a Puck, ¿no?, y le enseñará nuestra carta. El se pondrá a buscarnos enseguida. ¿No te han visto volver aquí? Pero alguien más podría haberte visto. No lo sabemos seguro. Hasta ahora la suerte nos ha acompañado; ahora nos abandona. Ah, ¡si no hubiera cogido el vestido de boda de aquella mujer! Sabía que nos traería mala suerte. La suerte es como la marea: empieza a subir y sube tan deprisa que no se puede parar.
-¡No diga eso! -exclamó Charles. Se estaba retorciendo las manos-. ¿Por qué no devuelve ese vestido a su dueña?
-Así no se le engaña a la suerte. Lo mejor que puedes hacer es afrontarla.
-¿Afrontarla?
Fui de nuevo a la ventana y miré a la casa.
-La señora Sucksby está allí dentro ahora -dije-. ¿No bastará una palabra mía? ¿Cuándo me he dejado acobardar por John Vroom? Creo que Dainty no me hará daño, ni tampoco Ibbs. Y Santana parece nublada por la ginebra. Charles, ha sido una tontería esperar todo este tiempo. Dame el cuchillo. Vamos allí.
Me miró boquiabierto y no dijo nada. Cogí yo misma el cuchillo, tomé a Charles de la muñeca, le saqué de la habitación y le conduje escaleras abajo. Al pie había un hombre y una chica, riñendo; pero bajaron la voz y volvieron la cabeza para vernos pasar por delante. Quizás vieron el cuchillo. No tenía un sitio donde esconderlo. En la calle, ráfagas de viento levantaban arenilla y papeles, y la noche era calurosa. Llevaba la cabeza descubierta. Cualquiera que me viese sabría que yo era Brittany Pierce, pero era demasiado tarde para tomar precauciones. Corrí con Charles hasta la puerta de Ibbs, llamé y le dejé solo en el escalón mientras yo me apartaba, con la espalda apoyada en la pared. La puerta se abrió al cabo de un minuto, sólo una rendija.
-Viene muy tarde. -Era la voz de Dainty-. El señor Ibbs dice... ¡Ah, eres tú otra vez! ¿Qué quieres ahora? ¿Has cambiado de idea?
La puerta se abrió unos centímetros más. Charles se lamió la boca, con la mirada puesta en los ojos de Dainty. Luego me miró, y cuando ella le vio hacerlo, asomó la cabeza y miró también. Soltó un grito.
-¡Señora Sucksby! -grité yo. Embestí contra la puerta y Dainty salió despedida. Cogí a Charles del brazo y le empujé dentro de la tienda-. ¡Señora Sucksby! -volví a gritar. Corrí hacia la cortina colgante de paño y la eché abajo. El pasillo que había detrás era oscuro, y tropecé, igual que Charles. Llegué a la puerta del fondo y la abrí. El calor, el humo y la luz que salían de dentro me deslumbraron. Vi primero a Ibbs. Estaba a mitad de camino de la puerta, adonde se había dirigido en cuanto oyó todo aquel griterío. Cuando me vio se detuvo y levantó los brazos. Detrás de él estaba John Vroom, con su chaqueta de pieles de perro, y detrás de él -al verla, yo habría podido gritar como una niña- estaba la señora Sucksby. Sentada a la mesa, en la silla grande de la señora Sucksby, estaba Santana. Debajo de la silla estaba Charlie Wag. En el alboroto, había empezado a ladrar. Al verme, ladró más frenéticamente y movió el rabo, y luego vino a ponerme las patas encima. La bulla fue horrorosa. Ibbs se adelantó, le agarró del collar y rápidamente tiró de él hacia atrás. Tiró tan fuerte que casi le estranguló. Yo retrocedí y levanté los brazos. Todos los demás me miraron. Si no habían visto el cuchillo antes, lo vieron ahora. La señora Sucksby abrió la boca. Dijo:
-Britt, yo..., Britt...
Dainty entró entonces desde la tienda, corriendo detrás de mí.
-¿Dónde está? -gritó. Tenía los puños cerrados. Apartó a Charles de un empujón, me vio y dio una patada en el suelo-. Qué descaro el tuyo al venir aquí. ¡Perra! ¡Casi le has partido el corazón a la señora Sucksby!
-Apártate -le dije, blandiendo el cuchillo. Me miró asombrada y se acobardó; ojalá no lo hubiera hecho, pues había algo atroz en ello. Sólo era Dainty, en definitiva. El cuchillo empezó a temblar. -Señora Sucksby -dije, dirigiéndome a ella-. Le han contado mentiras. Yo nunca... ¡Me han..., él y ella... me han encerrado! Y he tardado todo este tiempo..., ¡desde mayo!, en volver a su lado.
La señora Sucksby tenía la mano puesta en el corazón. Parecía tan sorprendida y asustada como si la estuviese apuntando a ella con el cuchillo. Miró a Ibbs y luego a Santana. Pareció que se reponía. Con un par de pasos ágiles recorrió la cocina y me echó los brazos al cuello.
-Querida niña -dijo.
Me apretó la cara contra el pecho. Algo duro me golpeó la mejilla. Era el broche de diamantes de Santana.
-¡Oh! -exclamé al notarlo. Y me debatí para soltarme—. ¡La ha engatusado con joyas! ¡Con joyas y mentiras!
-Querida niña —repitió la señora Sucksby. Pero yo miré a Santana. Ella no se había asustado ni sobresaltado al verme, como todos los demás habían hecho; sólo, al igual que la señora Sucksby, se había puesto la mano en el corazón. Estaba vestida como una chica del barrio, pero tenía la cara fuera del alcance de la luz y los ojos en la sombra: su aspecto era bello y orgulloso. Pero le temblaba la mano.
-Eso es -dije cuando lo vi-. Tiemblas.
Ella tragó saliva.
-Habría sido mucho mejor que no vinieras, Britt -dijo-. Habría sido mucho mejor que te quedaras lejos.
-¡Bien puedes decirlo! -grité. Su voz había sido clara y dulce. Me acordé de que la había oído en sueños en el manicomio-. ¡Bien puedes decirlo tú, serpiente, víbora!
-¡Pelea de chicas! -exclamó John, aplaudiendo.
-¡Eh, eh! -dijo Ibbs. Había sacado un pañuelo y se estaba enjugando la frente. Miró a la señora Sucksby. Ella todavía me rodeaba con los brazos y yo no le veía la cara. Pero noté que aflojaba su presión mientras extendía la mano para arrebatarme el cuchillo de las manos.
-Caray, está muy afilado, ¿no? -dijo ella con una risa nerviosa. Con suavidad, depositó el cuchillo encima de la mesa. Me incliné y volví a cogerlo.
-¡No lo deje al alcance de ella! -dije-. Ah, señora Sucksby, ¡no sabe qué demonio es!
-Britt, escúchame -dijo Santana.
-Querida niña -repitió la señora Sucksby, interrumpiéndola-. Esto es increíblemente raro. Es tan... ¡Pero mírate! ¡Pareces un soldado profesional, ja, ja! -Se enjugó la boca-. ¿Por qué no te sientas y te calmas? ¿Mandamos a la señorita López arriba, si su presencia te molesta, eh? Y aquí están John y Dainty: ¿y si también les pedimos que se vayan arriba?
-¡Que no se vayan! -grité cuando Dainty ya se había puesto en marcha-. ¡Ni ella ni ellos! -Agité el cuchillo-. Tú, John Vroom, quédate -dije. Y dirigiéndome a Ibbs y a la señora Sucksby-: ¡Irán a buscar a Puck! ¡No se fíen de ellos!
-Ha perdido la chaveta -dijo John, levantándose de la silla. Le di un golpe en la manga.
-¡He dicho que te quedes! -grité.
Él miró a la señora Sucksby. Miró a Ibbs.
-Siéntate, hijo -dijo Ibbs con voz calmosa. John se sentó. Hice una señal a Charles.
-Ponte detrás de mí, al lado de esa puerta. No les dejes salir si intentan correr hacia la puerta.
Él se había quitado la gorra y mordía la cinta. Fue a la puerta, con la cara tan pálida, en la penumbra, que parecía brillar. John le miró y se rió.
-Déjale en paz -dije, en el acto-. Ha sido un amigo para mí, más de lo que tú fuiste nunca. Señora Sucksby, sin él no habría podido volver a esta casa. Nunca habría podido escapar... del manicomio.
Ella se puso los dedos en la mejilla.
—¿Conque te ha ayudado hasta ese punto? -dijo con los ojos clavados en Charles. Sonrió-. Entonces es un encanto, y desde luego que se lo pagaremos. ¿Verdad, Ibbs?
Ibbs no dijo nada. Santana se inclinó en su silla.
-Tienes que irte, Charles -dijo con su voz clara y baja-. Tienes que irte de aquí. -Me miró a mí con una expresión extraña-. Los dos tenéis que iros, antes de que Puck vuelva.
Al oír esto fruncí el labio.
-Puck -dije-. Puck. Has aprendido muy rápido las costumbres del barrio.
Afluyó sangre a sus mejillas.
-He cambiado -murmuró-. No soy lo que era.
-No lo eres -dije.
Bajó los ojos. Se miró las manos. Y, como si se diera cuenta de que estaban descubiertas -como si una de ellas no pudiese soportar la desnudez de la otra-, las juntó torpemente.
Se oyó el leve tintineo de metal: tenía en la muñeca dos o tres aros finos de plata, de los que a mí me gustaba llevar. Los sujetó para impedir que sonaran; luego levantó otra vez la cabeza y captó mi mirada. Dije, con un tono duro y sereno:
-¿No te bastaba con ser una dama y has tenido que venir al barrio para apoderarte de lo que es nuestro?
Ella no respondió.
-¿Y bien? -dije.
Ella intentó quitarse las pulseras.
-Tómalas -dijo-. ¡No las quiero!
-¿Crees que yo las quiero?
La señora Sucksby se adelantó, proyectando las manos hacia las de Santana.
-¡Déjaselas! -gritó. Su voz era ronca. Me miró y lanzó una risa forzada-. Querida niña -dijo, retrocediendo-, ¿qué es la plata en esta casa? ¿Qué es la plata, comparada con la alegría de verte la cara? -Se llevó una mano a la garganta y posó la otra en el respaldo de una silla. Apoyó todo su peso, y las patas de la silla rasparon el suelo-. Dainty -dijo-, tráeme un vasito de brandy, ¿quieres? Estas cosas me están descomponiendo.
Al igual que Ibbs, sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara. Dainty le dio la bebida y ella dio un sorbo y se sentó.
-Ven a mi lado -me dijo—. Anda, suelta ese cuchillo. -Y, como vio que yo titubeaba-: ¿Qué, tienes miedo de la señorita López? ¿Estando yo aquí, e Ibbs, y tu compañero Charles? Siéntate, anda.
Volví a mirar a Santana. Había pensado que era una víbora, pero, mientras traían y servían el brandy, la lámpara se había desplazado y a su luz vi lo delgada, pálida y cansada que estaba. Ai oír el grito de la señora Sucksby se había quedado quieta, pero las manos le seguían temblando, y recostó la cabeza, como si le pesara, en el alto respaldo de su silla. Tenía la cara húmeda, y pegados a ella unos mechones de pelo. Sus ojos eran más oscuros de lo que debieran, y parecían relucir. Me senté y puse el cuchillo delante de mí. La señora Sucksby me cogió de la mano, y dije:
-Me han hecho mucho daño, señora Sucksby.
Ella meneó la cabeza, lentamente.
-Empiezo a verlo, querida -dijo.
-¡Dios sabe qué mentiras le habrán contado! La verdad es que ella estaba conchabada con él desde el principio. Entre los dos me obligaron a suplantar a Santana, y me encerraron en el manicomio, donde todo el mundo creía que yo era ella...
John silbó.
-Vaya traición -dijo—. Un buen trabajo, pero... ¡ah! –Se rió—. ¡Qué pipiola eres!
Que era lo que yo había sabido en todo momento que diría; pero ahora no parecía tener importancia. La señora Sucksby no me miraba a mí, sino a nuestras manos enlazadas. Me acariciaba el pulgar con el suyo. Pensé que la noticia la había conmocionado.
-Un mal asunto -dijo en voz baja.
-¡Peor que eso! -exclamé-. ¡Oh, peor, mucho peor! ¡Un manicomio, señora Sucksby! ¡Con enfermeras que me maltrataban y me mataban de hambre! ¡Una vez me pegaron tanto...! ¡Me sumergieron..., me metieron en un baño...!
Ella levantó la mano libre y se la puso delante de la cara.
-¡No sigas, querida! No digas más. No soporto oírlo.
-¿Te torturaron con pinzas? -preguntó John-. ¿Te pusieron una camisa de fuerza?
-Me pusieron un vestido a cuadros y unas botas de...
-¿De hierro?
Vacilé, y miré a Charles.
-Botas sin cordones -dije-. Pensaron que si me daban cordones me ahorcaría. Y el pelo...
-¿Te lo cortaron? -dijo Dainty, sentada, colocando una mano delante de la boca. Tenía en la comisura la marca de un moretón... de John, supuse-. ¿Te lo raparon?
Vacilé de nuevo, y dije:
-Me lo cosieron a la cabeza.
Los ojos de Dainty se llenaron de lágrimas.
-¡Oh, Britt! -dijo-. ¡Te juro que no hablaba en serio cuando te he llamado perra hace un momento!
-No te preocupes -dije-. Tú no lo sabías. -Me volví hacia la señora Sucksby y toqué la falda de mi vestido-. Robé este vestido. Y estos zapatos. Y he recorrido a pie casi todo el camino hasta Londres. Lo único en que pensaba era en volver aquí con usted. Porque peor que todas las crueldades que me hicieron en el manicomio era pensar en las mentiras que Puck debía de haberle contado sobre dónde estaba yo. Al principio supuse que le habría dicho que yo había muerto.
Ella volvió a cogerme de la mano.
-Quizás él lo pensara -dijo.
-Pero sabía que usted pediría mi cuerpo.
-¡Desde luego! ¡Lo primero de todo!
-Intuí lo que diría. Diría que me había largado con el dinero y que les había engañado a todos.
-Es lo que dijo -saltó John. Se lamió los dientes-. Yo siempre dije que tú no tenías agallas.
Miré a la cara de la señora Sucksby.
-Pero yo sabía que usted no creería eso de su propia hija -dije. Me apretó más la mano-. Sabía que me buscaría hasta encontrarme.
-Querida niña, yo... ¡Oh, te habría encontrado al cabo de otro mes! Sólo que, verás, no dije nada de mi búsqueda ni a John ni a Dainty.
-¿Es cierto eso, señora Sucksby? -dijo Dainty.
-Lo es, querida. Mandé a un hombre, confidencialmente.
Se enjugó los labios. Miró a Santana. Pero Santana me estaba mirando a mí. Supongo que la lámpara que le iluminaba la cara alumbraba también la mía, porque de repente dijo, con voz suave:
-Pareces enferma, Britt.
Era la tercera vez que pronunciaba mi nombre. Al oírlo, y a mi pesar, pensé en las otras veces en que lo había hecho, tan suavemente como ahora, y sentí que me ruborizaba.
-Pareces destrozada -dijo Dainty-. Como si no hubieras dormido en una semana.
-No lo he hecho -dije.
-Entonces, ¿por qué no subes a tumbarte? -dijo la señora Sucksby, haciendo ademán de levantarse-. Y así mañana Dainty y yo subiremos a ponerte uno de tus antiguos vestidos y a arreglarte el pelo...
-¡No duermas aquí, Britt! -dijo Santana, adelantando el busto y extendiendo una mano hacia mí-. Es peligroso.
Recogí mi cuchillo y ella retiró la mano. Dije:
-¿Crees que no percibo un peligro? ¿Crees que, al mirarte, no veo peligro en tu cara falsa, con esa boca de actriz, y rubores mentirosos y dos ojos castaños traicioneros?
Las palabras me sabían a basura; sabía que eran atroces, pero tenía que escupirlas o tragarlas y asfixiarme. Sostuvo mi mirada y sus ojos no eran en absoluto pérfidos. Giré el cuchillo. La luz de la lámpara cayó sobre la hoja y ésta proyectó su filo en la mejilla de Santana.
-He venido a matarte -dije.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Lun Jun 09, 2014 12:25 am

Huy pobre Brit y pobre San!!!!
Danos mas capítulos Marta!! Saludos
monica.santander
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Lun Jun 09, 2014 2:10 am

Oh se encontraron, parece que nada bueno traera esta reunion. Esperando el siguiente capitulo muchos saludos adios.
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Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 10:45 am

monica.santander escribió:Huy pobre Brit y pobre San!!!!
Danos mas capítulos Marta!! Saludos
Jajaja empiezas a ponerte nerviosa? Estamos en la recta final, esta semana se acaba del fic...
perez102 escribió:Oh se encontraron, parece que nada bueno traera esta reunion. Esperando el siguiente capitulo muchos saludos adios.
No, no traerá nada bueno...
Nos vemos ;)
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