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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 Primer15
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Mensaje por Invitado Miér Abr 02, 2014 10:53 pm

Genial x fin se conocieron :) ke te puedo decir me encanta esta historia!! Y con respecto a las comp lacencias me gustaria ke Britt interpretara a la buena Margeret y Santana a la odiosa pero encantadora Selena y kisas Quinn o Demi Lovato a Ruth Vigers odio ese personaje te juro ke la pelicula me iso llorar de coraje :(
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 7:58 am

monica.santander escribió:Me parece a mi o esta historia va a ser larga??
Es bastante intrigante.
Saludos
Admito que un poco larga si será, pero espero que la encuentres interesante y no pesada
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 3750214905 
yaadiizbear12 escribió:Genial x fin se conocieron :) ke te puedo decir me encanta esta historia!! Y con respecto a las comp lacencias me gustaria ke Britt interpretara a la buena Margeret y Santana a la odiosa pero encantadora Selena y kisas Quinn o Demi Lovato a Ruth Vigers odio ese personaje te juro ke la pelicula me iso llorar de coraje :(
Ayer vi la pelicula no la habia visto... pobre Margaret... pero tendrás el fic y con esos personajes en cuanto termine este  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 3750214905 
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 7:59 am

Capitulo 9
Me dolían las manos de tanto tirar de cordones. Al cerrar los ojos, vi ganchos. Desvestirme no tenía gracia, después de haberla desvestido a ella. Por fin me senté y apagué la vela de un soplo, y oí moverse a Santana. En la casa no se oía nada; con toda claridad, la oí a ella incorporarse de la almohada y removerse en la cama. La oí estirar el brazo y sacar la llave y luego introducirla en la cajita de madera. Me levanté en cuanto oí el chasquido del cierre. Pensé: «Bueno, sé moverme en silencio, aunque tú no sepas. Soy más sigilosa de lo que pensáis tú y tu tío», y me dirigí a la hendidura de la puerta para fisgar desde allí. Se había levantado de la cama encortinada y tenía en la mano el retrato de la hermosa dama, su madre. Mientras yo la observaba, se acercó el retrato a la boca, lo besó y le dijo palabras tristes en voz baja. Luego lo apartó con un suspiro. Guardaba la llave dentro de un libro junto a la cama. No se me había ocurrido mirar allí. Cerró la caja, la colocó con cuidado en la mesa -la tocó una, dos veces- y después volvió a meterse detrás de la cortina y se quedó inmóvil. Me cansé de observarla. Yo también me retiré. Mi cuarto estaba oscuro como la tinta. Busqué con las manos y encontré la manta y las sábanas, y las extendí. Me introduje debajo, y me tumbé fría como una rana en mi propia cama estrecha de doncella del ama. No puedo decir cuánto tiempo dormí. No supe, al despertar, qué horrible sonido me había despertado. Durante un par de minutos no supe si tenía los ojos abiertos o cerrados -porque la oscuridad era tan completa que no había diferencia entre una cosa y otra-, y sólo comprendí que estaba despierta y no soñando cuando miré hacia la puerta abierta del dormitorio de Santana y vi dentro la luz tenue. Creí haber oído un gran estrépito o un golpe sordo, y luego tal vez un grito. Pero en el instante en que abrí los ojos todo era silencio; sin embargo, cuando levanté la cabeza y noté que el corazón me latía deprisa, oí otra vez el grito. Era Santana, llamando en voz alta y asustada. Llamaba a su antigua doncella:
-¡Agnes! ¡Oh! ¡Oh! ¡Agnes!
No supe lo que vería al acudir a su lado: quizás una ventana rota y a un ladrón que le tiraba del pelo y se lo arrancaba. Pero la ventana, aunque seguía vibrando, estaba intacta, y no había nadie al lado de Santana, quien yacía en el espacio que quedaba entre las cortinas con las mantas arrebujadas debajo de la barbilla y todo el pelo desperdigado, cubriéndole a medias la cara. La tenía pálida y extraña. Sus ojos, que yo sabía que eran castaños, parecían negros. Negros como las pepitas de una pera. Volvió a exclamar:
-¡Agnes!
-Soy Britt, señorita -dije.
-Agnes -dijo ella-, ¿has oído ese ruido? ¿Está cerrada la puerta?
-¿La puerta? -La puerta estaba cerrada-. ¿Hay alguien ahí?
-¿Un hombre? -preguntó ella.
-¿Un hombre? ¿Un ladrón?
-¿En la puerta? ¡No vayas, Agnes! ¡Tengo miedo de que te haga daño!
Tenía miedo. Estaba tan asustada que empezó a asustarme a mí. Dije:
-No creo que haya un hombre, señorita. Déjeme encender una vela.
Cogí la palmatoria.
-¡No cojas la vela! -gritó al punto-. ¡No, te lo suplico!
Dije que sólo la llevaría hasta la puerta, para mostrarle que allí no había nadie; y mientras ella lloraba y se agarraba a la ropa de cama, yo fui con la vela hasta la puerta que comunicaba con la sala y -con un estremecimiento y muchos parpadeos- la abrí de un tirón. La sala contigua estaba muy oscura. Los pocos muebles grandes se arracimaban como bultos, como las cestas con los ladrones dentro en Alí Baba. Pensé en lo triste que sería haber recorrido todo el trayecto desde el barrio hasta Briar para que me asesinasen unos ladrones. ¿Y si uno de ellos resultaba se alguien conocido, uno de los sobrinos de Ibbs? Ocurren cosas así de raras. Así que miré temerosa a la sala oscura, pensando todo esto y casi decidida a gritar, por si había ladrones, que no me hiciesen nada, que yo era de la familia, pero por supuesto no había nadie, estaba silenciosa como una iglesia. Lo vi y fui rápidamente hasta la puerta de la sala y me asomé al pasillo, que también estaba oscuro y en silencio: sólo se oía, a lo lejos, el tictac de un reloj y la vibración de otras ventanas. En cualquier caso no era nada agradable andar en camisón, con una palmatoria en la mano, por una mansión oscura y silenciosa, donde, aunque no hubiera ladrones, desde luego había fantasmas. Cerré la puerta aprisa, volví al dormitorio de Santana, cerré su puerta, me puse al lado de su cama y apagué la vela. Ella dijo:
-¿Le has visto? Oh, Agnes, ¿está ahí?
Estaba a punto de responder, pero me detuve, pues había mirado hacia el rincón del cuarto, donde estaba el ropero, y allí había algo extraño. Era algo largo, blanco y reluciente que se movía contra la madera... Bueno, ¿he dicho ya o no que tengo una imaginación desbordante? Estaba segura de que la cosa era la madre muerta de Santana, que volvía como un fantasma a perseguirme. El corazón me dio tal vuelco en la boca que casi supe a qué sabía. Grité, y Santana gritó y luego me agarró y lloró más fuerte.
—¡No me mires! -chilló. Y después-: ¡No me dejes! ¡No me dejes!
Y entonces vi lo que era la cosa blanca, y salté de un pie al otro, y casi me entró la risa. En efecto, era sólo el armazón del miriñaque, que había brincado desde donde yo lo había comprimido en un estante con uno de los zapatos de Santana. La puerta del ropero, al abrirse, había golpeado contra la pared: era el ruido que nos había despertado. El miriñaque estaba colgado de un gancho, y se balanceaba. Mis pasos habían hecho que se le saltaran los resortes. Al verlo, como digo, casi me entró la risa; pero cuando volví a mirar a Santana, tenía los ojos tan negros y alocados, la cara tan pálida, y me tenía agarrada tan fuerte, que pensé que sería cruel que me viese sonreír. Me tapé la boca con las manos, el aliento salía entre mis dedos temblorosos y los dientes me empezaron a castañetear. Tenía más frío que nunca. Dije:
-No es nada, señorita. Nada de nada. Estaba soñando.
-¿Soñando, Agnes?
Posó la cabeza en mi pecho y se estremeció. Le aparté el cabello de la mejilla y se lo alisé hasta que ella se calmó.
-Vamos -dije-. ¿Va a volver a dormirse? La taparé con la manta, mire.
Pero cuando le hice tumbarse de nuevo se aferró a mí con más fuerza.
-¡No me dejes, Agnes! -repitió.
-Soy Britt, señorita. Agnes tuvo la escarlatina y se ha vuelto a Cork. ¿Se acuerda? Ahora debe tumbarse o el frío también la enfermará -dije.
Ella me miró entonces, y su mirada, todavía tan negra, pareció un poco más clara.
-¡No me dejes, Britt! -susurró-. ¡Tengo miedo de mis sueños!
Respiraba suavemente. Tenía las manos y los brazos calientes. Su cara era tersa como marfil o alabastro. Al cabo de unas semanas, pensé, si nuestro plan resultaba, ella estaría acostada en la cama de un manicomio. ¿Quién sería entonces bondadoso con ella? Conque la aparté de mí, pero sólo un momento; luego trepé por encima de ella y me metí a su lado debajo de las mantas. La rodeé con un brazo y ella se acurrucó al instante contra mí. Era lo menos que yo podía hacer. La acerqué más. Era menudísima. No como la señora Sucksby. En absoluto como la señora Sucksby. Más bien parecía una niña. Seguía tiritando un poco, y cuando pestañeó noté el roce de sus pestañas contra mi garganta, como plumas. Al poco rato, sin embargo, dejó de tiritar, pestañeó de nuevo y se quedó quieta. Estaba más pesada y había entrado en calor.
-Buena chica -dije en voz muy baja para no despertarla.
A la mañana siguiente me desperté un minuto antes que ella. Abrió los ojos, me vio, pareció turbada y procuró ocultarlo.
-¿Me han despertado mis sueños esta noche? -preguntó sin mirarme-. ¿He dicho tonterías? Dicen que disparato en sueños, como otras chicas roncan. -Se sonrojó y rió-. ¡Pero qué buena eres haciéndome compañía!
No le conté lo del miriñaque. A las ocho en punto se fue a ver a su tío, y a la una fui a buscarla, cuidando, esta vez, de no sobrepasar el dedo que apuntaba en el suelo. Luego paseamos por el parque, hasta las tumbas y el río; ella cosió, dormitó y la llamaron para la cena; yo estuve con la señora Stiles hasta las nueve y media, la hora en que debía volver para acostar a Santana. Todo fue como el primer día. Ella dijo: «Buenas noches», y posó la cabeza en la almohada; yo me fui a mi habitación y oí cómo abría la cajita, y espié por la puerta para ver cómo cogía el retrato, lo besaba y volvía a guardarlo. No habían transcurrido dos minutos desde que yo había apagado la vela, cuando ella me llamó otra vez en un susurro: «¡Britt...!»
Dijo que no podía dormir. Dijo que tenía frío. Dijo que le gustaría tenerme cerca otra vez, por si se despertaba asustada. Dijo lo mismo que la noche anterior, y que la noche siguiente.
-¿No te importa? -me preguntó. Dijo que a Agnes no le importaba-. ¿Alguna vez, en Mayfair -dijo-, dormiste con Lady Alice?
¿Qué podía decirle? Que yo supiera, tal vez fuese algo normal, que un ama y su doncella durmieran juntas. Al principio fue normal, entre Santana y yo. Sus sueños ya no la perturbaban. Dormíamos como hermanas. Como hermanas, en verdad. Yo siempre quise tener una hermana. Llegó Puck.


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Mensaje por Alisseth Jue Abr 03, 2014 11:01 am

Hola!! pues yo muy bien gracias por preguntar.. y tú que tal??

Wow.. cada vez me gusta más..
Puck llegó... UuU que pasará?!? :)
Bueno Cuidate! :)
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Mensaje por monica.santander Jue Abr 03, 2014 11:11 am

Veremos que hace Puck ahora.
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 12:30 pm

Alisseth escribió:Hola!! pues yo muy bien gracias por preguntar.. y tú que tal??

Wow.. cada vez me gusta más..
Puck llegó... UuU que pasará?!? :)
Bueno Cuidate! :)
Yo bien gracias
Me alegro que te guste la historia
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 3750214905 
monica.santander escribió:Veremos que hace Puck ahora.
Saludos
Seguir el plan...
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 12:31 pm

Capitulo 10
Creo que Puck vino unas dos semanas después de mi llegada. Sólo fueron dos semanas, pero como las horas en Briar pasaban tan despacio, y los días -que eran todos iguales discurrían tan parecidos, silenciosos y largos, podría haber sido el doble de ese tiempo.
De todos modos, fue un plazo suficiente para que yo descubriera todas las costumbres singulares de la casa; suficiente para acostumbrarme a los otros sirvientes, y para que ellos se habituaran a mí. Durante algún tiempo, no sabía por qué no me hacían caso. Bajaba a la cocina y decía «¿Qué tal?» a quienquiera que encontrara. «¿Cómo estás, Margaret? ¿Todo bien, Charles?» (Era el afilador de cuchillos.) «¿Cómo está usted, señora Bizcocho?» (La cocinera: era su verdadero nombre, no era una broma y nadie se reía de su apellido.) Y Charles me miraba como si tuviera miedo de hablar conmigo, y la señora Bizcocho me respondía, de un modo de lo más desagradable: «Oh, estoy estupendamente, por supuesto, gracias.» Supuse que les daría rabia mi presencia allí, porque en aquel lugar tranquilo y remoto yo les recordaba todas las cosas bonitas de Londres que nunca verían. Pero un día la señora Stiles me llevó aparte. Dijo:
-¿No le importará, señorita Pierce, que le diga algo? No sé cómo gobernarían la casa en su último empleo... -Empezaba con una frase así todo lo que me decía—. No sé cómo haría las cosas en Londres, pero aquí en Briar nos gusta tener presentes las normas de la casa...
Resultó que la señora Bizcocho se había sentido insultada porque les daba los buenos días antes que a ella a su ayudante de cocina y al afilador, y que Charles creía que quería pincharle dándole los buenos días. Era la nimiedad más tonta del mundo, para morirse de risa, pero para ellos era algo sagrado; supongo que lo sería para todo el mundo si lo único que uno tiene por delante son cuarenta años transportando bandejas y cociendo masa. Total, que comprendí que si quería ganármelos tendría que andar con pies de plomo. A Charles le di un trozo de chocolate que me había traído del barrio y no había comido, a Margaret le regalé un pedazo de jabón perfumado y a Bizcocho le di un par de aquellas medias negras que Puck le había encargado a Phil que comprara en el almacén de mercancías robadas. Dije que esperaba que no me guardasen rencor. A partir de entonces, si me encontraba con Charles por la mañana en la escalera, miraba a otra parte. En adelante, fueron mucho más simpáticos conmigo. Así es una criada. Una criada dice: «Todo para el amo», y quiere decir: «Todo para mí.» Son estas dos caras lo que no soporto. En Briar, todo eran artimañas de un tipo u otro; siempre estaban con pequeños chanchullos que a un ladrón de verdad le habrían sacado los colores, como por ejemplo, sisar la grasa de la salsa del patrón para vendérsela a hurtadillas al chico del carnicero, como hacía Bizcocho. O arrancar los botones de nácar de las camisas de Santana y esconderlas, diciendo que se habían perdido, que era lo que hacía Margaret. Yo había descubierto todo el pastel tras unos días de vigilancia. Al fin y al cabo, yo podría haber sido hija de la señora Sucksby. Respecto al señor Way, tenía una marca en un lado de la nariz; en el barrio lo habríamos llamado un lobanillo de borrachín. ¿Y cómo creen que le había salido, en un sitio como aquél? Tenía la llave de la bodega de la casa, atada con una cadena. ¡Nunca habrán visto un brillo como el de aquella llave! Y cuando habíamos terminado de comer en la antecocina de Stiles, montaba el número de cargar la bandeja...; yo le había visto, cuando él creía que nadie le veía, verter la cerveza que quedaba en los vasos en una copa grande y después pimplársela. Lo vi, pero, por supuesto, no dije ni pío. No estaba allí para armar jaleo. A mí me daba lo mismo, como si cascaba de una borrachera. Y de todos modos pasaba casi todo el tiempo en compañía de Santana. También me acostumbré a ella. Tenía sus manías, de acuerdo; pero eran inofensivas, a mí no me perjudicaba que las practicase. Y yo era ducha en trabajar de firme, en pequeñas tareas: empecé a cogerle cierto gusto a lo de guardar sus vestidos y ordenar sus alfileres, peines y cajas. Estaba habituada a vestir a bebés. Me habitué a vestir a Santana.
-Levante los brazos, señorita -le decía- Levante el pie. Pise aquí. Ahora, aquí.
-Gracias, Britt -murmuraba ella siempre. A veces cerraba los ojos-. Qué bien me conoces -decía-. Creo que conoces la hechura de todo mi cuerpo.
La conocí, andando el tiempo. Sabía todo lo que le gustaba y lo que detestaba. Sabía lo que comería y lo que rechazaría, y cuando la cocinera, por ejemplo, se empeñó en mandarnos huevos, fui a decirle que los cambiara por sopa.
-Sopa líquida -dije-. Tan líquida como pueda, ¿de acuerdo?
Ella torció el gesto.
-A la señora Stiles no le va a gustar -dijo.
-La señora Stiles no tiene que comérsela -respondí-. Y ella no es la doncella de la señorita Santana. Soy yo.
Así que nos mandó sopa. Santana se la comió toda.
-¿Por qué sonríes? -dijo, a su manera inquieta, cuando terminó. Dije que no había sonreído. Ella posó la cuchara. Y frunció el ceño, como antes, al ver los guantes. Se le habían salpicado.
-Sólo es agua -dije, al ver su cara-. No es nada.
Se mordió el labio. Permaneció sentada otro minuto con las manos en el regazo, lanzándose miradas furtivas a los dedos, cada vez más intranquila. Por último dijo:
-Creo que el agua tenía un poquito de grasa...
Conque era más fácil ir a su cuarto a buscar un par de guantes limpios que quedarme observando su congoja.
-Yo me encargo -dije, desatando el botón de su muñeca; y aunque al principio no quería dejar que le tocase las manos desnudas, enseguida, puesto que le dije que lo haría con suavidad, empezó a consentirlo.
Cuando tenía las uñas largas yo se las cortaba, con un par de tijeras de plata que tenían la forma de un pájaro volando. Tenía las uñas blandas y limpísimas, y le crecían muy deprisa, como las de un niño. Cuando yo se las cortaba ella se acobardaba. La piel de sus manos era tersa, pero, como todo su cuerpo, hasta tal punto que no era bueno; yo nunca la miraba sin pensar en las cosas -ásperas, afiladas- que podrían marcarla o herirla. Me alegraba de que volviera a ponerse los guantes. Los recortes de uñas que recogía en mi falda los arrojaba después al fuego. Ella contemplaba cómo se tornaban negros. Hacía lo mismo con los cabellos que yo desprendía de sus cepillos y peinetas, mirando ceñuda cómo se retorcían como gusanos entre los carbones, y luego llameaban y se convertían en ceniza. A veces yo también los miraba con ella. Porque en Briar no había las mismas cosas en que fijarse que en mi casa. Observabas, en cambio, cosas como éstas: la ascensión del humo, el paso de las nubes por el cielo. Todos los días dábamos un paseo por el río, para ver si su cauce había crecido o bajado.
-En otoño se desborda —dijo Santana-, y cubre todos los juncos. A mí me da igual. Y algunas noches se levanta del agua una neblina blanca que llega casi hasta los muros de la casa de mi tío...
Se estremeció. Siempre decía «de mi tío», nunca decía «mi» casa. El suelo crujía, y cuando cedía bajo nuestras botas dijo:
-¡Qué quebradiza está la hierba! Creo que el río se va a congelar. Creo que ya está congelándose. ¿Ves cómo se debate? Quiere fluir, pero el frío lo inmoviliza. ¿Lo ves, Britt? ¿Aquí, entre los juncos?
Miró, y frunció el entrecejo. Yo observé el movimiento de su cara. Y dije, como había dicho respecto a la sopa:
-Sólo es agua, señorita.
-¿Sólo agua?
-Agua marrón.
Parpadeó.
-Tiene frío -dije-. Volvamos a casa. Hemos estado fuera demasiado tiempo.
Le rodeé el brazo con el mío. Lo hice sin pensarlo, y su brazo se mantuvo rígido. Pero al día siguiente -o quizás al cabo de dos días- volvió a cogerme del brazo, y ya no estaba tan tieso; y supongo que después enlazábamos los brazos de un modo espontáneo... No lo sé. Hasta más tarde no me lo pregunté e intenté recordarlo. Pero para entonces sólo me acordaba de que hubo un tiempo en que caminábamos separadas y otro en que empezamos a caminar juntas. No era más que una chica, en definitiva, por mucho que la llamaran señora. Era sólo una chica que nunca se había divertido. Un día estaba ordenando uno de sus cajones y encontré una baraja de cartas. Dijo que creía que eran de su madre. Conocía los palos, pero nada más -¡llamaba caballeros a las sotas!-, y le enseñé un par de juegos sencillos del barrio. Al principio jugamos con cerillas y palillos; luego encontramos en otro cajón una caja de fichas de nácar y con forma de peces y diamantes y medialunas, y en lo sucesivo jugamos con ellas. El nácar era muy agradable y fresco al tacto. En mi mano, digo, porque Santana, por supuesto, llevaba todavía guantes. Y cuando depositaba una carta lo hacía con pulcritud, de modo que los bordes y esquinas coincidiesen con la que había debajo. Al cabo de un rato yo empecé a hacer lo mismo. Hablábamos durante la partida. A ella le gustaba que le hablase de Londres.
-¿De verdad que es tan grande? -decía-. ¿Y hay teatros? ¿Y, cómo las llaman, tiendas de modas?
-Y casas de comidas. Y toda clase de tiendas. Y parques, señorita.
-¿Parques como el de mi tío?
-Algo parecido. Pero llenos de gente, claro. ¿Juega una baja o una alta?
-Alta. -Tiró una carta-. ¿Llenos de gente, dices?
-La mía gana. Mire. Tres peces contra dos.
-¡Qué bien juegas! ¿Llenos de gente, dices?
-Claro. Pero oscuros. ¿Quiere cortar?
-¿Oscuros? ¿Seguro? Creí que decían que Londres era luminoso. Con grandes lámparas encendidas, de gas, creo.
-¡Lámparas grandes como diamantes! -dije-. En los teatros y bailes. Allí se baila toda la noche, señorita.
-¿Se baila, Britt?
-Se baila señorita. -Le había cambiado la cara. Dejé las cartas-. Le gusta bailar, por supuesto.
-Yo... -Se puso colorada y bajó la mirada- No me han enseñado. ¿Tú crees -dijo, alzando la vista- que podría ser una dama, en Londres, es decir -añadió rápidamente-, si voy allí algún día...? ¿Crees que podría ser una dama en Londres sin saber bailar?
Se pasó la mano por el labio, bastante nerviosa. Dije:
-Supongo que sí. Pero ¿no le gustaría aprender? Podría contratar a un profesor de baile.
-¿Sí? -Pareció dudar y luego movió la cabeza-. No sé si...
Adiviné lo que estaba pensando. Pensaba en Puck, y en lo que diría cuando se enterase de que ella no sabía bailar. Pensaba en todas las chicas que él estaría viendo o podría ver en Londres. Observé su congoja durante unos minutos.
-Fíjese -dije, poniéndome de pie-. Es fácil, mire...
Y le enseñé unos cuantos pasos de un par de bailes. La obligué a levantarse y a ensayarlos conmigo. Se movía en mis brazos como una madera, y se miraba asustada los pies. Sus pantuflas tropezaron con la alfombra turca. Retiré la alfombra, y ella empezó a moverse con más soltura. Le enseñé cómo se bailaba una giga y después una polca. Dije:
-¿Ve? ¿Ahora no estamos volando? -Me agarraba tan fuerte del vestido que pensé que iba a desgarrármelo-. Hacia aquí -dije-. Ahora al otro lado. Soy el caballero, recuerde.
Naturalmente, es mucho más fácil con uno de verdad... Ella tropezó otra vez, y nos separamos y caímos sobre dos sillas distintas. Ella echó las manos hacia un costado. Su respiración era entrecortada. Estaba más encarnada que nunca. Tenía las mejillas húmedas. La falda le sobresalía como las de las holandesas pintadas en los platos de porcelana. Captó mi mirada y sonrió, pero todavía parecía asustada.
-Bailaré en Londres, ¿verdad, Britt? -dijo.
-Bailará —dije. Y en aquel momento lo creí. La hice levantarse y bailar de nuevo. Hasta después, cuando ya habíamos parado y ella se había enfriado y estaba delante del fuego para calentarse las manos frías, no me acordé de que, por supuesto, nunca lo haría. Porque, aunque conocía su destino -lo conocía muy bien, ¡yo ayudaba a forjarlo!-, quizás lo conociese un poco a la manera en que conocemos el destino de un personaje en un cuento o una obra de teatro. Su mundo era tan extraño, tan apacible y cerrado, que hacía el mundo real -el ordinario, el mundo de doble juego donde yo había cenado una cabeza de cerdo y tomado un ponche mientras la señora Sucksby y John Vroom se reían pensando en lo que yo haría con mi parte de la fortuna sustraída por Puck- mucho más duro que nunca, pero tan lejano que su dureza no tenía importancia. Al principio me decía a mí misma: «Cuando Puck llegue haré tal cosa»; o: «Cuando la meta en el manicomio haré tal otra». Pero lo decía y luego la miraba, y la veía tan sencilla y tan buena que el pensamiento se esfumaba. Terminaba peinándole el pelo o enderezándole la faja de su vestido. No era que me diese pena; o no mucha, todavía. Supongo que era sólo que pasábamos juntas muchas horas del día, y era más grato ser dulce con ella y no pensar demasiado en lo que la esperaba que darle demasiadas vueltas y sentirme cruel. Claro está que para ella era distinto. Ella miraba al futuro. Le gustaba hablar, pero la mayoría de las veces prefería estar callada y pensar. Entonces yo veía que le cambiaba la cara. Acostada a su lado de noche, la sentía rumiar sus pensamientos, notaba que le subía la temperatura, que quizás se sonrojaba en la oscuridad; y entonces sabía que pensaba en Puck, que se preguntaba cuándo llegaría, y si él estaría pensando en ella. Habría podido decirle que sí. Pero ella nunca hablaba de él, nunca decía su nombre. Sólo preguntaba, alguna que otra vez, por mi anciana tía, que supuestamente había sido su niñera, y yo habría preferido que no preguntara, porque cuando la mencionaba pensaba en la señora Sucksby y me entraba la añoranza. Y llegó la mañana en que supimos que él regresaba. Era una mañana corriente, salvo en que Santana se había frotado la cara al despertarse y había dado un respingo. Tal vez fuese lo que llaman una premonición. Pero esto sólo lo pensé más tarde. En aquel momento, la vi irritándose una mejilla y dije:
—¿Qué pasa?
Ella movió la lengua.
-Creo que tengo un diente con una punta que me hace daño -dijo.
—Déjeme ver -dije.
La llevé a la ventana y ella se dejó tocar la cara y palpar la encía. Encontré casi al instante el diente puntiagudo.
-Bueno, es tan afilado... -empecé a decir.
-¿Como un diente de serpiente, Britt?
-Como una aguja, iba a decir, señorita -respondí. Fui a su costurero y saqué un dedal. Un dedal de plata, a juego con las tijeras. Santana se acarició la mandíbula.
-¿Conoces a alguien a quien le haya mordido una serpiente, Britt? -me preguntó.
¿Qué podía decir yo? Se le pasaban cosas así por la cabeza. Quizás por vivir en el campo. Le dije que no. Me miró, luego abrió la boca y yo me puse el dedal y froté el diente hasta achatarle la punta. Había visto muchas veces a la señora Sucksby haciendo eso con los niños. Claro que los niños no paran de moverse. Santana se quedó muy quieta, con los labios rosa separados, la cabeza hacia atrás, los ojos primero cerrados y luego abiertos y mirándome, y la mejilla arrebolada. Al tragar, su garganta subía y bajaba. La humedad de su aliento me mojó la mano. Froté y después palpé con el pulgar. Ella tragó saliva otra vez. Parpadeó al topar con mi mirada. Y, mientras lo hacía, llamaron a la puerta y las dos dimos un brinco. Fui a abrir. Era una de las camareras. Traía una carta en una bandeja.
-Para la señorita Santana -dijo, con una reverencia. Miré la letra y supe en el acto que era la de Puck. El corazón me dio un vuelco. Y el de Santana también, creo.
-Tráemela, ¿quieres? -dijo. Y acto seguido-: ¿Me alcanzas también el chal?
El arrebol se le había borrado de la cara, aunque la mejilla seguía colorada en el punto donde yo había apretado. Cuando le cubrí los hombros con el chal, noté que temblaba. La observé sin que se diera cuenta mientras deambulaba por sus habitaciones, recogiendo libros y almohadones, guardando el dedal y cerrando el costurero. Vi que volteaba la carta y la manoseaba; obviamente, no podía abrirla con los guantes puestos. Me lanzó una ojeada furtiva y luego bajó las manos -todavía temblorosa, pero fingiendo indiferencia, con idea de aparentar que le importaba un bledo, pero mostrando que le iba la vida en ello-, se desabrochó el guante y arrancó el lacre, sacó la carta del sobre y la leyó, sosteniéndola en las manos desnudas. Después exhaló aire con un único y largo suspiro. Recogí un almohadón y le sacudí el polvo.
-Buenas noticias, señorita, ¿no? -dije, porque pensé que debía decirlo.
Ella vaciló.
-Muy buenas -respondió tras una pausa-... Para mi tío, más bien. Es del señor Puckerman, desde Londres, y ¿qué te parece? -Sonrió-. ¡Vuelve a Briar mañana!
La sonrisa permaneció en sus labios todo el día, como una pintura; y por la tarde, cuando volvió de ver a su tío, no se puso a coser ni quiso dar un paseo, ni siquiera jugar a las cartas, sino que daba vueltas por la habitación, y en ocasiones se plantó ante el espejo, alisándose las cejas, tocándose la boca regordeta, sin apenas dirigirme la palabra, sin apenas verme. Saqué la baraja, a pesar de todo, y jugué sola. Pensé en Puck, colocando los reyes y las reinas en la cocina de Lant Street, mientras nos explicaba su plan. Después pensé en Dainty. Su madre, que había muerto ahogada, leía la buenaventura con una baraja. La había visto hacerlo muchas veces. Miré a Santana, ensoñada delante del espejo. Dije:
-¿Le gustaría que le leyese el futuro, señorita? ¿Sabía que se puede leer por el modo como caen las cartas?
Ella se giró, y de mirar su cara pasó a mirar la mía. Dijo, al cabo de un momento:
-Creía que eso sólo saben hacerlo las gitanas.
-Bueno, pero no se lo diga a Margaret ni a la señora Stiles -dije-. Verá, mi abuela era una princesa gitana.
De todos modos, mi abuelita, por lo que yo sabía de ella, bien podría haber sido una princesa gitana. Junté las cartas y se las entregué. Ella titubeó y por fin vino a sentarse a mi lado, extendió su faldón y dijo:
-¿Qué tengo que hacer?
Dije que tenía que permanecer sentada un momento con los ojos cerrados y pensar en las personas por las que sentía más afecto; y así lo hizo. Después le dije que tenía que coger la baraja y colocar las siete primeras cartas boca abajo en la mesa, que era lo que yo recordaba que hacía la madre de Dainty; o puede que fueran nueve cartas. Santana, de todos modos, colocó siete. La miré a los ojos y dije:
-Ahora, ¿de verdad quiere conocer su destino?
-¡Britt, me estás asustando! -dijo.
Repetí:
-¿De verdad quiere conocerlo? Tiene que obedecer lo que digan las cartas. Trae muy mala suerte preguntarles qué camino seguir y luego elegir otro. ¿Me promete acatar la fortuna que le digan?
-Sí -respondió en voz baja.
-Bien -dije-. Aquí tiene su vida, expuesta ante nosotras.
Veamos la primera parte. Estas cartas muestran su pasado. Giré las dos primeras. Eran la reina de corazones, seguida del tres de picas. Las recuerdo porque en el momento que ella había estado con los ojos cerrados, yo, naturalmente, había manipulado la baraja, como cualquiera habría hecho de haber estado en mi lugar. Las examiné y dije:
-Hummm... Son cartas tristes. Mire, aquí hay una mujer guapa, y aquí hay una separación y el comienzo de conflictos.
Me clavó la mirada y se llevó la mano a la garganta.
-Sigue -dijo. Estaba pálida.
-Veamos las tres cartas siguientes. Muestran su presente.
Las volteé, con un floreo.
-El rey de diamantes -dije-. Un señor severo. El cinco de tréboles: una boca reseca. El caballo de espadas...
Me tomé mi tiempo. Ella se inclinó hacia mí.
-¿Qué es esa carta? -dijo.
Dije que era un joven jinete de buen corazón; y me miró con tal asombro incrédulo que casi me conmovió. Dijo en voz baja:
-¡Ahora sí que tengo miedo! No descubras las cartas que faltan.
-Señorita, debo hacerlo -dije-. O la abandonará la suerte. Mire. Estas muestran el futuro.
Volteé la primera. El seis de picas.
-Un viaje -dije-. ¿Quizás con el señor López? O quizás, un viaje sentimental...
No contestó, se limitó a mirar las cartas a medida que yo las iba descubriendo.
-Enséñame la última —dijo en un susurro.
Se la enseñé. Ella la vio primero.
-La reina de diamantes -dijo con una mueca de disgusto—. ¿Quién es?
Yo no lo sabía. Tenía pensado sacar el dos de corazones, que representa a los amantes; pero, al parecer, debí de mezclar mal la baraja.
-La reina de diamantes -dije, finalmente-. Gran riqueza, creo.
—¿Gran riqueza?
Apartó la mirada de mí y miró alrededor, a la alfombra descolorida y las negras paredes de roble. Cogí las cartas y las barajé. Ella se cepilló la falda y se levantó.
-No creo que tu abuela fuese una gitana de verdad —dijo—. Tienes la cara demasiado blanca. No lo creo. Y no me gusta tu lectura de la suerte. Es un juego para criadas.
Se apartó de mi lado y se colocó delante del espejo; y aunque pensé que se volvería para decirme algo más amable, no lo hizo. Pero al desplazarse movió una silla, y entonces vi el dos de corazones. Se había caído al suelo, ella había plantado su pantufla encima y con el talón había arrugado la punta. La arruga era profunda. En adelante, en las semanas siguientes, siempre reconocí la carta cuando jugábamos. Aquella tarde, sin embargo, me mandó que guardara la baraja, diciendo que sólo verla se mareaba; y aquella noche la pasó inquieta. Se acostó, pero me hizo servirle una tacita de agua; y cuando la estaba desvistiendo vi que cogía una botella y vertía tres gotas de su contenido en la taza. Era una pócima para dormir. Fue la primera vez que la vi tomarla. Le hizo bostezar. Pero cuando desperté a la mañana siguiente ella ya estaba despierta, mordisqueándose un mechón de pelo y contemplando las figuras que había en el dosel encima de la cama.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 03, 2014 2:02 pm

No creo que a Puck le guste.
acado Britt esta mostrando compasión por San?

Saludos*
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 2:14 pm

Tat-Tat escribió:No creo que a Puck le guste.
acado Britt esta mostrando compasión por San?

Saludos*
Es más fácil querer estafarla cuando no la conoce, ahora esta mucho tiempo con ella, la conoce...

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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 2:15 pm

Capitulo 11
-Cepíllame fuerte el pelo -me dijo cuando se levantó para que la vistiera-. Cepíllalo fuerte para que brille. ¡Oh, qué horrible y blanca tengo la mejilla! Pellízcala, Britt. -Me llevó los dedos a su cara y los apretó-. Pellízcame la mejilla, da igual que la magulles. ¡Prefiero tenerla lívida que de un blanco espantoso!
Tenía los ojos oscuros, quizás a causa de las gotas. Y la frente arrugada. Me perturbó que hablara de magulladuras. Dije:
-Estese quieta, que así no la puedo vestir. Así es mejor. ¿Qué vestido va a ponerse?
-¿El gris?
-El gris salta poco a la vista. Veamos, el azul...
El azul realzaba sus cabellos morenos. Se puso frente al espejo y se miró mientras yo la abotonaba con fuerza. Cuanto más arriba abotonaba yo, más tersa se le ponía la cara. Me miró. Miró mi vestido de tela marrón. Dijo:
-Tu vestido es bastante feo, Britt, ¿no te parece? Creo que deberías cambiártelo.
-¿Cambiarlo? Es el único que tengo -dije.
-¿El único? Santo cielo. Yo ya estoy cansada de éste. ¿Qué solías ponerte con Lady Alice, que era tan encantadora? ¿Nunca te regaló un vestido?
Pensé, y creo que con razón, que Puck, en este particular, me había puesto en un aprieto al enviarme a Briar con un único vestido bueno. Dije:
-Bueno, la cosa es, señorita, que Lady Alice era buena como un ángel, pero también un poco roñosa, y se llevó toda mi ropa a la India para su doncella de allí.
Santana entornó sus ojos oscuros y pareció apenada. Dijo:
-¿Así es como tratan a sus doncellas las señoras de Londres?
-Sólo las tacañas, señorita -respondí.
-Bueno, yo no tengo aquí motivos para ser tacaña –dijo -Tendrás otro vestido para las mañanas. Y quizás otro más, para que te lo pongas cuando... Bueno, si alguna vez recibimos una visita.
Escondió la cara detrás de la puerta del ropero. Dijo:
-Creo que somos de una talla parecida. Aquí hay dos o tres vestidos que nunca me pongo y no echaré de menos. Veo que las faldas te gustan largas. A mi tío no le agrada que me ponga faldas largas, porque dice que no son saludables. Pero no le importará que tú las lleves. Bastará con bajarles un poco el dobladillo. Sabes hacerlo, por supuesto, ¿no?
La verdad es que yo estaba acostumbrada a descoser puntadas, y sabía hacer una costura recta si hacía falta. Dije: «Gracias, señorita.» Me enseñó un vestido. Era una cosa rara de terciopelo anaranjado, con flecos y una falda ancha. Parecía como si lo hubiera inflado un viento fuerte en el taller de una costurera. Santana me examinó y dijo:
-¡Oh, pruébatelo, Britt, por favor! Yo te ayudo. -Se acercó y empezó a desvestirme-. Ya ves que lo sé hacer casi tan bien como tú. ¡Ahora yo soy la doncella y tú la señora!
Se rió, un poco nerviosa, todo el rato que tardó en vestirme.
-Vaya, mírate en el espejo -dijo por fin-. ¡Podríamos ser hermanas!
Me había quitado el vestido viejo y me había metido por la cabeza el vestido anaranjado, luego me obligó a colocarme delante del espejo mientras ella se ocupaba de los cierres.
-Respira -dijo—. ¡Respira más hondo! Es un vestido muy ajustado, pero te hará la figura de una dama.
Claro que ella tenía el talle estrecho y era unos centímetros más baja que yo. Mi pelo era más rubio. No parecíamos hermanas, sino solamente unos adefesios. El vestido dejaba al descubierto los tobillos. Si me hubiera visto entonces un chico del barrio se habría muerto del susto. Pero allí no había chicos del barrio que pudieran verme, ni tampoco chicas. Y era un terciopelo muy bueno. Tiré de los flecos de la falda mientras Santana corría a su joyero en busca de un broche que me prendió en el pecho, ladeando la cabeza para ver cómo quedaba. En eso, unos nudillos llamaron a la puerta de la sala.
-Es Margaret -dijo Santana, con las mejillas rosas. La llamó-: Ven al vestidor, Margaret.
Margaret entró e hizo una reverencia, mirándome directamente a mí. Dijo:
-Sólo vengo a traer la bandeja, seño... ¡Oh, señorita Pierce! ¿Es usted? ¡Nunca la habría distinguido de la señora! –Se sonrojó.
Santana, que estaba a la sombra de la cortina de la cama, parecía una niña, tapándose la boca con la mano. Temblaba de risa, y le brillaban los ojos oscuros.
-Supon -dijo, cuando Margaret se hubo ido-, supon que el señor Puckerman hiciera como Margaret y te confundiera conmigo. ¿Qué harías tú?
Volvió a reírse y a estremecerse. Miré al espejo y sonreí. Porque no estaba mal, ¿eh?, que te tomaran por una señora. Era lo que mi madre habría querido. Y, en resumidas cuentas, al final iba a quedarme con todos sus vestidos y sus joyas. Sólo estaba empezando un poco antes. Con el vestido puesto, mientras Santana iba con su tío, me senté para alargar el dobladillo y sacar el canesú. No iba a causarme una herida por el afán de tener una cintura de cuarenta centímetros.
-Dime, ¿no estamos guapas? -dijo Santana, cuando fui a recogerla donde su tío. Me miró de arriba abajo, y luego se cepilló su falda-. ¡Pero si esto es polvo de las estanterías de mi tío! -exclamó-. ¡Ah! ¡Los libros, los condenados libros!
Estaba al borde de las lágrimas, y se retorcía las manos. Le cepillé el polvo, y ojalá hubiera podido decirle que se preocupaba por nada. Daba igual que fuera vestida con un saco. Daba igual que tuviera la cara como un fogonero. Puck la querría siempre que hubiese en el banco quince mil libras a nombre de la señorita Santana López. Era horrible verla sabiendo lo que yo sabía y fingiendo que no sabía nada; con otra clase de chica podría haber sido cómico. Le diría: «¿Se encuentra mal, señorita? ¿Quiere que le traiga algo? ¿Le traigo el espejito para que se vea la cara?», y ella respondería: «¿Mal? Sólo tengo un poco de frío, y camino para que se me caliente la sangre.» Y: «¿Un espejo, Britt? ¿Para qué lo necesito?»
-Me ha parecido que se miraba la cara un poco más de lo habitual, señorita.
-¡La cara! ¿Y por qué iba a hacer eso?
-No lo sé, señorita.
Yo sabía que el tren de Puck llegaría a Marlow a las cuatro de la tarde, y que habían enviado a William Inker para recogerle, como le habían mandado para recogerme a mí. A las tres, Santana dijo que se sentaría a coser junto a la ventana, para aprovechar la buena luz. Por supuesto, ya casi estaba oscuro, pero no dije nada. Había una sillita acolchada junto a los cristales crujientes y los sacos de arena enmohecidos, y era el rincón más frío del cuarto, pero permaneció allí una hora y media, con un chal en los hombros, tiritando, bizqueando mientras daba puntadas y lanzando a hurtadillas miradas al camino que llevaba a la casa. Pensé que si aquello no era amor, yo era un obispo; y si, en efecto, era amor, los amantes eran palomas y gansos, y me alegraba de no ser uno de ellos. Al final se tocó el corazón con los dedos y emitió un grito ahogado. Había visto acercarse la luz en el carruaje de William Inker. Se levantó y se alejó de la ventana, y apostada ante el fuego se apretó las manos. Se oyó el sonido del caballo en la grava. Dije:
-¿Será el señor Puckerman, señorita?
-¿El señor Puckerman? -respondió ella-. ¿Ya es tan tarde? Bueno, supongo que sí. ¡Qué contento se pondrá mi tío!
Su tío le vio primero. Santana dijo:
-Quizás me mande a buscar, para que dé la bienvenida al señor Puckerman. ¿Cómo me sienta la falda? ¿No sería mejor que me pusiera la gris?
Pero su tío no mandó a buscarla. Oímos voces y puertas que se cerraban en el piso de abajo, pero transcurrió una hora hasta que vino una camarera con el mensaje de que el señor Puckerman había llegado.
-¿Y está el señor cómodo en su antigua habitación? —dijo Santana.
-Sí, señorita.
-¿Y está el señor cansado, me figuro, después de su viaje?
Puckerman mandaba decir que estaba razonablemente fatigado, y que esperaba reunirse con la señorita López y con su tío durante la cena. No tenía intención de molestar a la señorita antes de esa hora.
-Ya -dijo Santana al oír esto, y se mordió el labio-. Por favor, dile al señor Puckerman que una visita suya, en mi sala, antes de la hora de cenar, no me supone la menor molestia...
Siguió hablando de esta guisa durante minuto y medio, aturullándose con las palabras y ruborizándose; la camarera, finalmente, captó el mensaje y se retiró. Volvió al cabo de un cuarto de hora, acompañada de Puck. Entró en la habitación y al principio no me miró. Sólo tuvo ojos para Santana. Dijo:
-Señorita López, es muy amable por su parte recibirme aquí, todo sucio y baqueteado por el viaje. ¡Es muy propio de usted!
Habló con voz suave. En cuanto a la suciedad, no había la menor traza de ella, y supuse que había ido rápidamente a su habitación para cambiarse de chaqueta. Tenía el pelo lustroso y las patillas peinadas; llevaba una sortija pequeña y modesta en el dedo meñique, pero aparte de esto tenía las manos desnudas y muy limpias. Aparentaba lo que quería parecer: un caballero guapo y educado. Cuando por fin se volvió hacia mí, me sorprendí haciendo una reverencia, casi con timidez.
-¡Y ella es Brittany Pierce! -dijo, mirándome ataviada de terciopelo, y retorciendo el labio en un esbozo de sonrisa-. ¡Pero si la habría tomado por una dama! -Avanzó hacia mí y me cogió la mano, y Santana también se me acercó. El dijo-: Espero que te guste tu trabajo en Briar, Britt. Espero que estés demostrando a tu ama que eres una buena chica.
-Yo también lo espero, señor -dije.
-Es una buena chica -dijo Santana-. Muy buena, de verdad.
Lo dijo de una forma nerviosa y agradecida, como alguien, forzado a dar conversación, le hablaría a un extraño de su perro. Puck me estrechó la mano y la soltó. Dijo:
-Claro que no puede ser de otra manera..., me refiero a que ninguna chica puede evitar ser buena, señorita López, teniéndola a usted como ejemplo.
El rubor de Santana se había apagado. Volvió a encenderse ahora.
-Es demasiado amable -dijo. El negó con la cabeza y se mordió el labio.
-Ningún caballero podría ser sino amable con usted -murmuró.
Ahora tenía las mejillas tan rosas como las de ella. Yo diría que conocía una manera de contener la respiración para que la sangre le afluyera. Mantuvo la mirada en Santana y al final ella le miró y sonrió; luego, se rió. Y entonces pensé, por vez primera, que, él había tenido razón. Sí era hermosa, era muy morena y esbelta; lo supe al verla de pie junto a él, con los ojos clavados en él. Palomas y gansos. Sonó el gran reloj y apartaron la mirada, sobresaltados. Puck dijo que la había retenido mucho tiempo.
-¿La veré en la cena, con su tío?
-Con mi tío, sí -dijo ella en voz baja.
El hizo una reverencia y se dirigió a la puerta; cuando ya casi la había franqueado pareció acordarse de mí, e hizo una pamema de explorar sus bolsillos, en busca de una moneda. Sacó un chelín y me hizo seña de que me acercara a cogerlo.
-Aquí tienes, Britt -dijo. Me levantó la mano y me apretó el chelín contra ella. Era uno falso—. ¿Todo bien? -añadió en voz baja, para que Santana no le oyera.
-Oh, ¡gracias, señor! -dije. E hice otra reverencia, y guiñé un ojo. Dos cosas curiosas para hacerlas a la vez, y no se lo recomendaría a nadie, pues temo que el guiño desequilibró la reverencia, y ésta anuló el guiño. No creo, sin embargo, que Puck lo advirtiese. Se limitó a sonreír de un modo satisfecho, se inclinó de nuevo y se marchó. Santana me miró y luego entró silenciosamente en su habitación y cerró la puerta; no sé qué hizo allí dentro. Aguardé sentada hasta que me llamó, media hora más tarde, para que la ayudase a cambiarse de vestido para la cena. Tiré la moneda al aire. «Bueno», pensé, «las monedas falsas brillan igual que las verdaderas.» Pero lo pensé con cierto descontento, y no supe por qué. Aquella noche Santana se quedó una o dos horas después de la cena leyendo en el salón para su tío y para Puck. Yo no había visto todavía el salón. Sólo sabía lo que ella hacía en él cuando yo no estaba con ella, gracias a los comentarios que al respecto hacían Way y la señora Stiles durante la cena. Yo pasaba las veladas en la cocina y en la antecocina de la señora Stiles, y qué sosas solían ser. Aquella noche, no obstante, fue distinto. Al bajar encontré a Margaret con dos tenedores clavados en un gran pedazo de jamón asado, y a Bizcocho batiendo miel encima. Jamón a la miel, dijo Margaret, ahuecando los labios, era el plato favorito del señor Puckerman. Bizcocho dijo que era un placer cocinar para él. Había suplantado sus viejas medias de lana por el par de seda negra que yo le había regalado. Las camareras se habían cambiado las cofias por otras con más volantes. Charles, el afilador, se había aplastado el pelo y se había peinado una raya recta como una cuchilla; silbaba sentado en un taburete junto al fuego, frotando betún sobre una bota de Puck. Tenía la misma edad que John Vroom, pero era rubio, mientras que John era moreno. Dijo:
-¿Qué me dice de esto, señora Stiles? El señor Puckerman dice que en Londres se pueden ver elefantes. Dice que tienen elefantes dentro de corrales en los parques de Londres, como nosotros tenemos ovejas; y si paga seis peniques, un chico puede dar una vuelta montado en el lomo de un elefante.
-¡Válgame Dios! -dijo la señora Stiles.
Se había atado un broche en el cuello de su vestido. Era un broche de luto, con más pelo negro en él. ¡Elefantes!, pensé. Vi que Puck había irrumpido entre ellos como un gallo en un gallinero y había espantado a todas aquellas gallinas. Decían que era guapo. Decían que tenía mejores modales que muchos duques, y que sabía cómo tratar a un criado. Decían que era estupendo para la señorita Santana que volviese a haber en la casa una persona joven e inteligente como él. Si yo me hubiera levantado y les hubiera dicho la verdad –que eran un hatajo de simplones, que Puckerman era un demonio con forma humana, que se proponía casarse con Santana y robarle su dinero y después recluirla y esperar más o menos a que se muriera-, si me hubiera levantado y les hubiese dicho esto, no me habrían creído. Habrían dicho que estaba loca. Siempre creerán a un caballero antes que a una persona como yo. Y, por descontado, yo no tenía intención de decirles nada semejante. Me guardé mis pensamientos para mi coleto, y más tarde, mientras tomábamos el budín, la señora Stiles se acariciaba el broche y estuvo más bien callada. Way se llevó su periódico al office. Había tenido que servir dos vinos selectos en la cena del señor López, y era el único de todos nosotros que no se alegraba de que Puck hubiese vuelto. Yo, por lo menos, suponía que también me alegraba. «Te alegras», me dije, «pero no lo sabes. Lo notarás cuando le hayas visto a solas.» Pensé que tendríamos que encontrar una forma de vernos, al cabo de uno o dos días. Sin embargo, pasaron casi dos semanas hasta que nos vimos, ya que, naturalmente, yo no tenía motivos para visitar, sin Santana, las partes nobles de la casa. Nunca vi la habitación en que él dormía, ni nunca vino a la mía. Además, los días en Briar eran tan monótonos que casi se asemejaban a una función mecánica que era imposible cambiar. La campana de la casa nos despertaba por la mañana y a continuación cada uno se iba a sus tareas de una habitación a otra, según un recorrido fijo, hasta que la campana nos mandaba a la cama por la noche. Era como si hubiese ranuras en las tablas del suelo sobre las cuales debiésemos deslizamos; como si caminásemos con zancos. Era como si en una fachada lateral de la casa hubiera una gran manivela y una mano grande que le diera vueltas. A veces, cuando la vista más allá de las ventanas estaba oscura o gris por la niebla, me imaginaba aquella manivela y casi creía oír cómo giraba. Empecé a temer lo que ocurriría si alguna vez dejaba de girar. Es lo que te pasa por vivir en el campo. Cuando llegó Puck, la función dio una especie de tirón. Las palancas rugieron, la gente se tambaleó en sus zancos durante un segundo, se abrieron una cuantas ranuras nuevas; y luego todo siguió su curso, fluido como antes, pero con las escenas en un orden distinto. Santana ya no iba a ver a su tío para leerle mientras él tomaba notas. Se quedaba en sus habitaciones. Cosíamos, jugábamos a las cartas o dábamos un paseo hasta el río o hasta los tejos y las tumbas. Puck, por su parte, se levantaba a las siete y desayunaba en la cama. Le atendía Charles. A las ocho empezaba a trabajar en los cuadros bajo la dirección del señor López. Estaba tan obsesionado con sus cuadros como con sus libros, y había habilitado un cuartito para que Puck trabajase allí, más oscuro y estrecho incluso que la biblioteca. Supongo que las pinturas eran antiguas y muy valiosas. No las vi nunca. Nadie las veía. El señor y Puck llevaban llaves consigo, y con ellas cerraban la puerta de la habitación de la que salían o donde estaban. Trabajaban hasta la una y después almorzaban. Santana y yo comíamos solas. Lo hacíamos en silencio. A veces ella no comía nada, y únicamente esperaba. A las dos menos cuarto sacaba sus instrumentos de dibujo, lápices y pinturas, papeles y cartulinas, un triángulo de madera, y los colocaba, con mucho cuidado, en un orden que siempre era el mismo. No me dejaba ayudarla. Si se caía un pincel y yo lo recogía, ella lo retiraba todo -papeles, lápices, pinturas, triángulo- y volvía a colocarlo. Aprendí a no tocar nada. A observar solamente. Y ambas escuchábamos al reloj dar las dos. Y un minuto después llegaba Puck a darle la lección diaria. Al principio la daban en la sala. El ponía una manzana, una pera y una jarra de agua encima de la mesa, y miraba y asentía mientras ella intentaba pintarlas en una cartulina. Era tan diestra con un pincel en la mano como lo habría sido con una pala; pero Puck sostenía en alto las chapuzas que hacía, ladeaba la cabeza, entrecerraba un ojo y decía:
-Declaro, señorita López, que está adquiriendo un verdadero método.
O bien:
-¡Cómo han mejorado sus bocetos desde el mes pasado!
-¿Cree usted, señor Puckerman? -respondía ella, toda colorada-. ¿No es la pera un poco escuálida? ¿No tendría que ejercitar la perspectiva?
-La perspectiva es, quizás, un poco defectuosa -decía él-. Pero tiene un don, señorita López, que sobrepasa la pura técnica. Tiene ojo para las esencias. ¡Casi me da miedo estar enfrente de usted! Me asusta lo que podría descubrir cuando sus ojos se posan en mi.
Decía algo así con un tono que empezaba siendo fuerte y luego se volvía suave, entrecortado y vacilante; y ella parecía una chica de cera que se hubiese aproximado demasiado al fuego. Intentaba de nuevo pintar la fruta. Esta vez la pera le salía un plátano. Entonces Puck decía que había poca luz o que el pincel era malo.
-¡Si pudiera llevarla a mi estudio de Londres, señorita López!
Era la vida que se había inventado: una vida de artista en una casa de Chelsea. Dijo que tenía muchos y fascinantes amigos artistas. Santana dijo:
-¿Y amigas artistas, también?
-Pues claro -respondió él-. Porque yo pienso que... –Y aquí meneó la cabeza—. Bueno, mis opiniones son algo excéntricas, y no agradan a todo el mundo. Fíjese, procure que esta línea sea más firme.
Se acercó a ella y le puso una mano encima de la suya. Ella volvió la cara hacia él y dijo:
-¿No me dirá lo que piensa? Puede hablar con franqueza. ¡No soy una niña, señor Puckerman!
-No lo es -dijo él con dulzura, mirándola a los ojos. Luego dio un respingo-. Al fin y al cabo -dijo-, mi opinión es muy favorable. Se refiere a su... su sexo, y a cuestiones de creación. Hay algo, señorita López, que su sexo debe tener.
Ella tragó saliva.
-¿Qué es, señor Puckerman?
-Pues la libertad que yo tengo -dijo suavemente.
Ella se quedó inmóvil y luego se retorció. Crujió su silla, el sonido pareció sobresaltarla y retiró la mano. Levantó la vista hacia el espejo, vio en él mis ojos y se sonrojó; Puck también alzó los suyos y observó a Santana, que se puso más roja aún, y bajó la mirada. El apartó de ella la mirada y me miró, y luego a ella. Elevó las manos hasta sus patillas y se las acarició. Ella aplicó el pincel a la pintura de la fruta y exclamó: «¡Oh!» La pintura se corrió como una lágrima. Puck dijo que no tenía importancia, que ya la había hecho trabajar bastante. Fue a la mesa, cogió la pera y la frotó. Santana tenía una navaja entre los pinceles y minas, y él la sacó y cortó la pera en tres rodajas húmedas. Le dio una a ella, se reservó otra y agitó la tercera para quitarle el jugo y me la dio a mí.
-Creo que está casi madura -dijo, con un guiño.
Se llevó a la boca su rodaja de pera y se la comió en dos dentelladas. Gotas de jugo denso perlaron su barba. Se lamió los dedos, pensativamente; yo lamí los míos, y Santana, por una vez, se permitió mancharse los guantes, y con la pera contra el labio la mordisqueó, con una mirada oscura. Pensábamos en secretos. Auténticos secretos, e insidiosos. Tantos que eran incontables. Cuando ahora trato de dilucidar quién sabía qué y quién no sabía nada, quién lo sabía todo y quién era un farsante, tengo que parar y desistir, porque la cabeza me da vueltas. Por último él dijo que ella debía intentar pintar al natural. Adiviné al instante lo que significaba. Significaba que la llevaría de paseo por el parque, a todos los lugares solitarios y umbrosos, y que diría que aquello era instruirla. Creo que ella también lo adivinó. «Hoy lloverá, ¿no crees?», preguntó Santana con una especie de fastidio, la cara contra la ventana, la mirada en las nubes. Era a finales de febrero, y todavía hacía muchísimo frío; pero así como todo el mundo se animó un poco al ver que Puckerman había vuelto, así también el tiempo pareció menos inclemente y más templado. Amainó el viento y las ventanas dejaron de vibrar. El cielo se tornó nacarado en lugar de gris. Las extensiones de césped se pusieron verdes como tapetes de billar. Por la mañana, cuando paseaba con Santana, las dos solas, yo caminaba a su lado. Ahora, por supuesto, caminaba al lado de Puck: él le ofrecía el brazo y ella, tras fingir un titubeo, lo tomaba; creo que lo hacía con más soltura, a fuerza de haberlo llevado enlazado con el mío. Pero caminaba con un porte muy tieso; él, entonces, se las ingeniaba de un modo taimado para aproximarla. Inclinaba la cabeza hasta situarla cerca de la suya. Fingía que le cepillaba el polvo del cuello. Al principio les separaba una distancia, pero gradualmente se iba acortando; a la postre sólo había el roce de la manga de él con la de ella, la oscilación de su falda en torno a sus pantalones. Yo lo veía todo, porque caminaba tras ellos. Transportaba la cartera de pinturas y pinceles, el triángulo de madera y un taburete. A ratos se alejaban de mí y parecía que me habían olvidado. Pero Santana se acordaba, daba media vuelta y me decía:
-¡Qué buena eres, Britt! ¿No te importa pasear? El señor Puckerman cree que sólo faltan unos metros.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 03, 2014 2:45 pm

Santana se quedo mirando a Britt... Puck se habrá dado cuenta de algo?
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 4:33 pm

Tat-Tat escribió:Santana se quedo mirando a Britt... Puck se habrá dado cuenta de algo?
Si se dio cuenta no creo que le importe siempre que San se case con él...
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 4:34 pm

Capitulo 12
Puckerman  siempre creía esto. La tenía paseando despacio por el parque, diciendo que buscaba escenas para que ella las pintase, pero en realidad lo que hacía era acercarse y hablarle en murmullos; y yo debía seguirles, con todos los pertrechos. No hace falta decir que yo era la causa de que pudiesen pasear juntos. Tenía que vigilar que el comportamiento de Puck fuese correcto. Le vigilaba a conciencia. También a ella. A veces Santana le miraba a la cara; más a menudo miraba al suelo; de cuando en cuando, a alguna flor, hoja o pájaro que captaba su atención. Y cuando ella hacía esto, él se giraba, cruzábamos miradas y esbozaba una sonrisa casi demoníaca; pero para cuando ella le miraba de nuevo, su expresión era afable. Uno juraría, al verle, que la amaba. Pero se veía que a ella la aterraba su propio corazón agitado. El no podía ir más deprisa. Nunca la tocaba, excepto para dejar que ella se apoyara en su brazo, y para guiar su mano cuando ella pintaba. Se inclinaba hacia ella, la observaba mientras aplicaba los colores, y entonces sus respiraciones se juntaban y el pelo de Puck se mezclaba con el de ella; pero si él se acercaba un poco más, ella se asustaba. Llevaba los guantes puestos. Por fin él encontró el paraje junto al río, y ella empezó a pintar aquel paisaje, y cada día añadía más juncos negros. Al atardecer se sentaba a leer en el salón para Puckerman y su tío. Por la noche se acostaba inquieta, en ocasiones tomaba aquellas gotas y algunas veces temblaba en sueños. Cuando lo hacía yo la tocaba hasta que finalmente se calmaba. La mantenía tranquila, a instancias de Puck. Más adelante querría que la pusiera nerviosa; pero de momento la mantenía tranquila, arreglada, muy bien vestida. Le lavaba el pelo con vinagre, y lo cepillaba hasta sacarle brillo. Puck entraba en la sala a examinarla, y hacía una reverencia. Y cuando dijo: «Señorita López, creo que cada día que pasa tiene una expresión más dulce en la cara», supe que hablaba en serio. Pero supe asimismo que lo decía como un cumplido no a ella —que no había hecho nada-, sino a mí, que lo hacía todo. Yo me percataba de pequeñeces así. El no hablaba francamente, sino que se servía sobre todo de miradas y sonrisas, como he dicho. Aguardábamos una ocasión de hablar a solas; y cuando parecía que la oportunidad no llegaría nunca, llegó por fin, y fue Santana, a su manera inocente, quien la propició. Una mañana, muy temprano, ella le vio desde la ventana de su habitación. Apoyó la cabeza en el cristal y dijo:
-Mira, ahí va el señor Puckerman, caminando por el césped.
Fui donde ella estaba y, efectivamente, allí estaba él, caminando por la hierba y fumando un cigarro. El sol, que todavía estaba muy bajo, alargaba mucho su sombra.
-Qué alto es, ¿verdad? -dije, mirando de soslayo a Santana.
Ella asintió. Su aliento empañó el cristal, y ella lo limpió. Después dijo:
-¡Oh! -Como si él se hubiera caído-. ¡Oh! Creo que se le ha apagado el cigarro. ¡Pobre señor Puckerman!
El examinaba la punta negra de su cigarrillo, y soplaba hacia ella; luego se palmeó el bolsillo del pantalón, en busca de una cerilla. Santana se pegó otra vez al cristal de la ventana.
-¿Podrá encenderlo? -dijo-. ¿Tendrá una cerilla? ¡Oh, no creo que tenga! Y el reloj ha dado la media, hace ya veinte minutos. Tiene que ir enseguida a ver a mi tío. No, no tiene una cerilla en todos esos bolsillos...
Me miró y se retorció las manos, como si se le rompiera el corazón.
-No se va a morir por eso, señorita -dije.
-Pero pobre señor Puckerman -repitió-. Oh, Britt, si te das prisa, podrías llevarle una cerilla. Mira, está tirando el cigarro. ¡Qué triste parece!
No teníamos cerillas. Margaret las llevaba en su delantal. Cuando se lo dije a Santana, dijo:
-¡Entonces llévale una vela! ¡Llévale cualquier cosa! Oh, ¿no puedes apresurarte? ¡Pero no le digas que te mando yo!
¿Pueden creer que me obligara a aquello? ¿A bajar dos tramos de escalera, con un carbón encendido entre unas pinzas, para que un hombre pudiese fumar su cigarro matutino? ¿Pueden creer que la obedeciera? Pues como era una criada tuve que hacerlo. Puck me vio cruzar la hierba hacia él, vio lo que llevaba y se rió.
-Muy bien -dije-. Me ha mandado que baje a traerte lumbre. Pon cara de contento, nos está mirando.
Él no movió la cabeza, pero alzó los ojos hacia la ventana.
-Qué buena chica es -dijo.
-Demasiado para ti, diría yo.
Sonrió. Pero sólo como un caballero sonreiría a una sirvienta, y puso una expresión amable. Imaginé a Santana mirando hacia abajo, y respirando más rápido contra el cristal. Él dijo en voz baja:
-¿Cómo va la cosa, Britt?
-Bastante bien -respondí.
-¿Crees que me quiere?
-Sí. Oh, sí.
Sacó una pitillera de plata y cogió un cigarro.
-¿Pero no te lo ha dicho?
-No necesita decírmelo.
Se acercó al carbón.
-¿Tiene confianza en ti?
-No le queda más remedio. No tiene a nadie más.
Dio una calada y exhaló, con un suspiro. El humo ensució el aire frío y azul. Dijo:
-Ya es nuestra.
Retrocedió un poco e hizo un gesto con los ojos; vi lo que quería, dejé caer el carbón al césped, y él se agachó para ayudarme a recogerlo. «¿Qué más?», dijo. Le dije, en un murmullo, lo de la pócima para dormir y el miedo a sus propios sueños. Él escuchó, sonriendo, jugueteando todo el tiempo con las pinzas y el pedazo de carbón, hasta que por último lo cogió, se levantó y me colocó las manos sobre el mango de las pinzas, apretando muy fuerte.
-Lo de las gotas y los sueños está bien -dijo, hablando bajo-. Nos ayudarán más adelante. ¿Pero sabes lo que tienes que hacer por el momento? Vigilarla bien. Conseguir que te quiera. Es nuestra pequeña joya, Britt. Pronto la arrancaré de su engaste y la convertiré en efectivo. Cógelas así -prosiguió, con voz normal.
Way había salido a la puerta principal de la casa, para ver por qué estaba abierta-. Así, para que el carbón no se caiga y queme las alfombras de la señorita López...  Le hice una reverencia y se separó de mí, y a continuación, cuando Way salió a estirar las piernas y a mirar al sol y a quitarse la peluca para rascarse debajo, me dijo, en un último susurro:
-En Lant Street están cruzando apuestas sobre ti. La señora Sucksby ha apostado cinco libras por tu éxito. Me ha encargado que te dé un beso de su parte.
Frunció los labios en un beso silencioso, puso el cigarro entre los labios fruncidos y expelió más humo azul. Se inclinó. El pelo le cayó sobre el cuello. Alzó su mano blanca para recogérselo detrás de la oreja. Desde donde estaba, Way le observaba de un modo parecido a como lo harían los chicos malos del barrio: como si no estuviese seguro de qué le apetecía más, si reírse de él o noquearle de un puñetazo. Pero no se borró la inocencia que había en los ojos de Puck. Se limitó a levantar la cara hacia el sol y a estirarse, para que Santana pudiera verle mejor desde las sombras de su habitación. A partir de entonces, todas las mañanas le observaba pasear y fumar su cigarro. Se apostaba en la ventana con la cara pegada al cristal, y el cristal le estampaba en la frente un círculo rojo; una perfecta circunferencia carmesí en su cara pálida. Era como una roncha en la mejilla de una chica con fiebre. Creí que se volvía más oscura y más intensa a medida que pasaban los días. Ahora ella vigilaba a Puck, y yo les vigilaba a ambos; y los tres aguardábamos a que estallase la fiebre. Yo había pensado que costaría dos o tres semanas. Pero ya habían transcurrido dos y no habíamos llegado a ninguna parte. Luego pasaron otras dos y no hubo cambio alguno. Santana sabía esperar, y la casa estaba demasiado tranquila. Ella daba un saltito fuera de su ranura, para acercarse a Puck; y éste se salía un poco de su sitio, para estar más cerca de Santana; pero lo único que conseguían era que hubiesen más ranuras por donde deslizarse. Necesitábamos que todo aquel tinglado reventase. Necesitábamos que ella se volviese confiada para que yo pudiera ayudarla. Pero, aunque dejaba caer mil insinuaciones leves -como, por ejemplo, lo bondadoso que era un caballero como el señor Puckerman; lo guapo y educado que era; el mucho aprecio que le tenía su tío; la estima que parecía tenerle ella, y a la que él parecía corresponder, y que si una dama pensara en casarse, ¿no le parecía que un hombre como Puckerman podría ser el partido más idóneo?-, por más que le diese ligeras ocasiones como éstas para que abriera su corazón, nunca aprovechó ninguna. El clima volvió a ser frío y luego mejoró de nuevo. Llegó marzo. Era casi abril. En mayo, todos los cuadros del señor López estarían preparados, y Puck tendría que partir. Pero ella seguía sin decir nada, y él se abstenía de presionarla, por miedo a que un paso en falso la espantase. Me reconcomía aquella espera. También a Puck. Todos teníamos los nervios de punta. Santana se pasaba horas seguidas sentada y nerviosa; y cuando el reloj sonaba, daba un respingo que me sobresaltaba; y cuando llegaba la hora de que Puck la visitara yo la veía acobardarse, aguzar el oído para oír sus pasos, y cuando por fin le oía llamar, daba un brinco, o un grito, o la taza se le caía de las manos y se rompía en el suelo. Por la noche yacía rígida y con los ojos abiertos, o se removía y murmuraba en sueños. ¡Todo ello por amor, pensaba yo! Nunca había visto nada parecido. Pensé en cómo terminaba aquella clase de asuntos en el barrio. Pensé en todas las cosas que una chica hacía cuando le gustaba un tipo y presentía que era correspondida. Pensé qué haría yo si me pretendiera un hombre como Puck. Pensé que quizás debería llevármela aparte y decírselo, de mujer a mujer. Después pensé que quizás me considerase una grosera. Lo cual es bastante raro, a la vista de lo que sucedió más tarde. Pero antes ocurrió otra cosa. La fiebre estalló al fin. El tinglado reventó, y toda nuestra espera tuvo su recompensa. Ella le dejó que la besara. No en los labios, sino en un lugar muchísimo mejor. Lo sé porque lo vi. Fue en la orilla del río, el primero de abril. Hacía muy buen tiempo para aquella época del año. Brillaba un sol radiante en un cielo gris, y todo el mundo dijo que habría tormenta. Ella llevaba una chaqueta y una capa encima del vestido, y tenía calor: me llamó para que le quitara la capa, y después la chaqueta. Estaba sentada pintando los juncos, y Puck estaba a su lado, supervisando y risueño. El sol la deslumbraba; a intervalos se llevaba la mano a los ojos. Tenía los guantes muy manchados de pintura, así como la cara. El aire, denso y caliente, estaba cargado, pero la tierra estaba fría al tacto: conservaba todavía la frialdad del invierno y toda la humedad del río. El olor de los juncos era fétido. Hubo un ruido parecido al de la lima de un cerrajero, y Puck dijo que eran unas ranas. Había escarabajos y arañas de patas largas. Había un matorral con un despliegue de yemas duras, gordas y afelpadas. Me senté junto a este arbusto, en la batea volcada. Puck la había acarreado hasta allí para que yo me sentara, al abrigo de la tapia. Era lo más lejos de él y de Santana que se atrevió a colocarme. Yo ahuyentaba a las arañas de la cesta de bizcochos. Era mi tarea, mientras Santana pintaba y Puck supervisaba su obra, sonriente, y a veces le daba una palmada en la mano. Mientras ella pintaba, el extraño sol caliente descendió en el horizonte, el cielo gris empezó a vetearse de rojo, y el aire se espesó aún más. Y entonces me quedé dormida. Soñé con Lant Street, soñé con Ibbs en su brasero, gritando al quemarse la mano. El grito me despertó. Me incorporé en la batea, sin saber por un segundo dónde estaba. Miré a mi alrededor. No había rastro de Santana y de Puck. Estaban el taburete y el horrible cuadro. Estaban sus pinceles -había uno caído en el suelo- y sus pinturas. Me acerqué a recoger el pincel caído. Pensé que, a fin de cuentas, acerqué a recoger el pincel caído. Pensé que, a fin de cuentas, Puck era muy capaz de haberse llevado a Santana de vuelta a casa y de haberme dejado para que cargara con todo, sudorosa. Pero me resultaba increíble que ella se hubiese ido con él sola. Casi temí por ella. Me sentí casi como una auténtica sirvienta, preocupada por su ama. Y entonces oí un murmullo. Caminé un poco y les vi. No se habían ido lejos; habían seguido el río hasta el meandro que formaba con la tapia. No me oyeron llegar, no miraron en torno. Debían de haber recorrido juntos la hilera de juncos; y supongo que entonces él le había hablado por fin. Le había hablado, por primera vez, sin que yo le oyera, y me hubiera gustado saber qué palabras le habría dicho para que ella se recostara en él de aquel modo. La cabeza de Santana descansaba sobre el cuello de Puck. Tenía la falda levantada por detrás, casi hasta la altura de las rodillas. Y, sin embargo, mantenía la cara distanciada de la de él. Los brazos le colgaban a los lados, como los de una muñeca. El le aproximó la boca al cabello, y cuchicheó. Después, mientras yo les espiaba, levantó una de las débiles manos de Santana y lentamente le retiró la mitad del guante, y entonces le besó la palma desnuda. Y supe que con aquel gesto la había ganado. Creo que él suspiró. Creo que ella suspiró también. La vi combarse un poco más hacia él, y estremecerse. La falda se le subió aún más arriba y mostró la parte superior de sus medias, la piel blanca del muslo. El aire estaba espeso como melaza. Mi vestido estaba húmedo donde se adhería al cuerpo. Hasta un miembro de hierro habría sudado con un vestido así un día como aquél. Un ojo de mármol se habría girado en su cuenca para mirar como yo. No podía apartar la vista. La inmovilidad de la pareja –la mano de Santana, tan pálida contra la barba de Puck, el guante todavía remangado hasta los nudillos, la falda levantada parecía un hechizo que me retuviera. El arrullo de las ranas era más fuerte que antes. El río lamía los juncos como una lengua. Observé cómo él agachaba de nuevo la cabeza y volvía a besarla suavemente. Debería haberme alegrado de que lo hiciera. Pero no. Imaginé, en cambio, el roce de sus patillas contra la palma de la mano. Pensé en sus tersos dedos blancos, en sus uñas blancas. Yo se las había cortado aquella mañana. La había vestido y le había cepillado el pelo. La había arreglado, limpia y atractiva, para aquel preciso momento. Para él. Ahora, contra el tono oscuro de la chaqueta y el pelo de Puck, Santan parecía tan pulcra -tan liviana, tan pálida- que pensé que podría romperse. Pensé que él podría tragársela, o contusionarla. Me marché. Era demasiado intenso el calor del día, la pesadez del aire, la pestilencia de los juncos. Di media vuelta y regresé sin hacer ruido adonde estaba el cuadro. Un minuto después retumbó el trueno, y al minuto siguiente oí el rumor de faldas y Santana y Puck recorrieron deprisa la curvatura de la tapia, ella con el brazo en el de él, los guantes abotonados y los ojos mirando al suelo; él, con la cabeza gacha y la mano en los dedos de Santana. Al verme me lanzó una mirada. Dijo:
-¡Britt! No hemos querido despertarte. Hemos dado un paseo y nos hemos perdido mirando el río. Ahora se ha ido la luz y creo que va a llover. ¿Tienes un abrigo para tu señora?
Yo no dije nada. Santana también guardó silencio, sin mirar nada más que sus pies. La cubrí con la capa, recogí el cuadro y las pinturas, el taburete y la cesta, y les seguí de regreso a la casa, a través de la verja de la tapia. Way nos abrió la puerta. Al cerrarla resonó otro trueno. Entonces empezó a llover, a goterones oscuros y sucios.
-Justo a tiempo! -dijo Puck en voz baja, mirando a Santana y permitiendo que ella se soltara de su mano.
Era la mano que él había besado. Ella todavía debía de sentir allí los labios, porque vi que le daba la espalda a Puck y que se llevaba la mano al pecho, y que se acariciaba la palma con los dedos.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 03, 2014 6:23 pm

Ahora Britt siente algo por San...
sigue prontito porfa.
Se que será un.largo cuento. Pero me agrada :)
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 6:51 pm

Tat-Tat escribió:Ahora Britt siente algo por San...
sigue prontito porfa.
Se que será un.largo cuento. Pero me agrada :)
Será largo, pero valdrá la pena te lo aseguro
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 6:52 pm

Capitulo 13
Llovió toda la noche. Por debajo de las puertas del sótano entraron ríos de agua en la cocina, el office y las despensas. Tuvimos que interrumpir la cena para que Way y Charles pusieran sacos en el suelo. Yo me quedé con la señora Stiles en una ventana, observando las gotas que rebotaban y los fogonazos de los relámpagos. Ella se frotaba los brazos y miraba al cielo..
-Pobres marineros en el mar -dijo.
Subí temprano a las habitaciones de Santana y permanecí sentada en la oscuridad, y cuando ella entró no supo por un momento que yo estaba allí: de pie, se tapó la cara con las manos. Hubo otro relámpago, me vio y dio un salto.
-¿Estás aquí? -dijo.
Sus ojos parecían grandes. Había estado con su tío y con Puck. Pensé: «Ahora me lo dirá.» Pero se limitó a mirarme, y cuando sonó el trueno se dio media vuelta y se alejó. La acompañé a su dormitorio. Dejó que la desvistiera tan débilmente como si hubiera estado en los brazos de Puck, y mantenía un poco separada del costado la mano que él había besado, como si la reservara. En la cama se tumbó muy rígida, pero de vez en cuando levantaba la cabeza de la almohada. En uno de los desvanes había un goteo rítmico.
-¿Oyes la lluvia? -dijo, y luego, en un tono más bajo-: El trueno se aleja...
Pensé en los sótanos que se inundaban de agua. Pensé en los marineros en el mar. Pensé en el barrio. Con la lluvia crujen las casas de Londres. Me pregunté si la señora Sucksby estaría acostada, mientras la casa húmeda crujía a su alrededor, pensando en mí. «¡Tres mil libras!», había dicho. «¡Caray!» Santana volvió a levantar la cabeza y contuvo la respiración. Yo cerré los ojos. «Ahora me lo dirá», pensé. Pero, finalmente, no dijo nada. Cuando desperté, había escampado y la casa estaba silenciosa. Santana, en la cama, estaba pálida como la leche; llegó el desayuno y ella lo apartó, sin probarlo. Hablaba con voz tenue, de nada en particular. No parecía enamorada ni actuaba como tal. Pero creí que no tardaría en decir algo amoroso. Supuse que sus sentimientos la habían aturdido. Observó, como siempre hacía, a Puck que fumaba paseando; y cuando él se fue a ver al tío, ella dijo que le apetecía pasear. El sol había despuntado débil. El cielo era de nuevo grisáceo y el suelo estaba cubierto de charcos que parecían de plomo. El aire estaba tan lavado y puro que me pareció asqueroso. Pero fuimos, como de costumbre, al bosque y al almacén de hielo, y después a la capilla y a las tumbas. Al llegar a la de su madre, se sentó cerca de ella y contempló la lápida. Estaba oscurecida por la lluvia. La hierba entre las tumbas era rala y fláccida. Alrededor de nosotras, dos o tres pajarracos negros caminaban con cautela en busca de gusanos. Observé cómo picoteaban. Creo que debí de suspirar, porque Santana me miró y la cara -que había estado adusta, enfurruñada- se le suavizó. Dijo:
-Estás triste, Britt.
Negué con la cabeza.
-Yo creo que sí -dijo-. Es culpa mía. Te he traído día tras día a este lugar solitario, pensando sólo en mí. Pero tú sí has conocido lo que es tener el amor de una madre y perderlo.
Miré a otro lado.
-Está bien -dije-. No tiene importancia.
-Eres valiente... -dijo ella.
Pensé en mi madre, víctima moribunda del patíbulo, y de repente deseé -cosa que nunca había hecho- que ella hubiera sido una chica común, que hubiese muerto de una manera normal. Como si lo adivinase, Santana dijo en voz baja:
-Si no te molesta que te lo pregunte, ¿de qué murió tu madre?
Pensé un momento. Dije por fin que había muerto asfixiada por haberse tragado un alfiler. Conocía a una mujer que de verdad había muerto así. Santana me miró fijamente y se puso la mano en la garganta. A continuación miró la tumba de su madre.
-¿Cómo te habrías sentido -dijo débilmente- si tú misma le hubieras dado aquel alfiler?
Era una pregunta rara, pero, desde luego, ya estaba acostumbrada a que dijera cosas extrañas. Le dije que me habría sentido muy triste y avergonzada.
-¿Sí, verdad? -dijo—. Ya ves, me interesa saberlo. Porque fue mi nacimiento lo que mató a mi madre. ¡Soy tan culpable de su muerte como si la hubiese apuñalado con mi propia mano!
Se miró de un modo peculiar los dedos, en cuyas yemas había tierra roja. Dije:
-Qué tontería. ¿Quién le ha hecho pensar eso? Debería lamentarlo.
-Nadie me hizo pensarlo -respondió-. Lo pensé yo sola.
-Entonces es peor, porque usted es inteligente y debería entenderlo. ¡Como si una niña pudiera impedir su propio nacimiento!
-¡Ojalá hubieran impedido el mío! -dijo. Casi lo gritó. Uno de los pájaros negros alzó el vuelo entre las piedras, batiendo el aire con sus alas; sonó como una alfombra que alguien saca de repente por una ventana. Las dos giramos la cabeza para verlo volar, y cuando volví a mirar a Santana tenía lágrimas en los ojos. Pensé: «¿Por qué lloras? Estás enamorada, estás enamorada.» Procuré recordárselo.
-El señor Puckerman... -empecé a decir. Pero ella se estremeció al oír su nombre.
-Mira al cielo -dijo rápidamente. Se había oscurecido-. Creo que va a tronar de nuevo. Ya empieza a llover, ¡mira!
Cerró los ojos y dejó que la lluvia le cayera en la cara, y al cabo de un segundo yo no habría sabido decir cuáles eran gotas y cuáles lágrimas. Fui hasta ella y le toqué el brazo.
-Póngase la capa -dije. La lluvia era ahora rápida y densa.
Me dejó que le pusiera la capucha y que se la atara, como haría una niña, y creo que se habría quedado allí hasta empaparse si yo no la hubiera apartado de la tumba. La llevé a rastras hasta la entrada de la pequeña capilla. Estaba cerrada con una cadena oxidada y un candado, pero encima había un pórtico de madera podrida. La lluvia fustigaba la madera y la hacía temblar. El agua nos había oscurecido el dobladillo de las faldas. Nos apretujamos una contra otra, con los hombros aplastados contra la puerta de la capilla, y las gotas caían derechas, como flechas. Mil flechas y un corazón infeliz. Dijo:
-El señor Puckerman me ha pedido que me case con él, Britt.
Lo dijo con una voz neutra, como una niña que recita una lección, y a pesar de la impaciencia con que yo había esperado oír aquella noticia, al responder mis palabras brotaron tan huecas como las suyas. Dije:
-¡Oh, señorita Santana, me alegro infinitamente!
Una gota de lluvia cayó entre nuestras caras.
-¿Lo dices en serio? -dijo. El pelo se le pegaba a sus mejillas mojadas-. Pues entonces lo siento -continuó, desdichadamente-. Porque no le he dicho que sí. ¿Cómo decírselo? Mi tío..., mi tío no me entregará nunca. Me faltan cuatro años para cumplir veintiuno. ¿Cómo pedirle a Puckerman que espere tanto tiempo?
Por supuesto, habíamos previsto que dijese esto. Lo habíamos esperado: pues si lo pensaba estaría más dispuesta a huir y a casarse en secreto. Dije con cautela:
-¿Está segura de lo de su tío?
Ella asintió.
-No me dejará marchar, mientras siga habiendo libros que leer y anotar, ¡y siempre los habrá! Además, es orgulloso. Ya sé que el señor Puckerman es hijo de un caballero, pero...
-¿Pero su tío no le considera del todo un dandy?
Ella se mordió el labio.
-Me temo que si supiera que ha pedido mi mano le expulsaría de la casa. ¡Pero de todos modos tendrá que irse, cuando termine su trabajo! Tendrá que irse... -Le tembló la voz —. Y entonces, ¿cómo le veré? ¿Cómo mantener una promesa durante cuatro años?
Se tapó la cara con las manos y lloró amargamente. Le temblaban los hombros. Te partía el corazón. Dije:
-No llore. -Toqué su mejilla, retiré de ella el pelo mojado. -De verdad, señorita, no debe llorar. ¿Cree que el señor Puckerman renunciará a usted? Significa para él más que nada en el mundo. Su tío consentirá cuando lo vea.
-Mi felicidad le tiene sin cuidado -dijo-. ¡Sólo le importan sus libros! Me ha hecho ser como uno de ellos. No deben cogerme ni tocarme ni apreciarme. ¡Estoy hecha para quedarme aquí, a una luz débil, toda la vida!
Hablaba con más amargura de la que yo nunca le había visto. Dije:
-Estoy segura de que su tío la quiere. Pero el señor Puckerman... -Las palabras se me atragantaron, y tosí-. El también la quiere.
-¿Tú crees, Britt? Habló con tanta vehemencia ayer, en el río, mientras tú dormías... Habló de Londres, de su casa, de su estudio. Dije que está ansioso de llevarme allí no como alumna, sino como esposa. Dice que no piensa en otra cosa. ¡Dice que cree que se morirá si tiene que esperarme! ¿Crees que habla en serio, Britt?
Aguardó. Pensé: «No es mentira, no es mentira, la ama por su dinero. Creo que se moriría si ahora lo perdiera.» Dije:
-Lo sé, señorita.
Ella miró al suelo.
-Pero ¿qué puede hacer?
-Tiene que pedirle la mano a su tío.
-¡Imposible!
-En ese caso -contuve el aliento-, tiene usted que encontrar otra manera. -No dijo nada, pero movió la cabeza-. Tiene que encontrarla. -Tampoco dijo nada-. ¿No hay -dije- otra forma de...?
Alzó los ojos hacia los míos y parpadeó a través de las lágrimas. Miró inquieta a derecha y a izquierda y luego se me acercó un poco más. Dijo, en un susurro:
-¿No se lo dirás a nadie, Britt?
-¿Decir qué, señorita?
Parpadeó otra vez, dubitativa.
-Prométeme no decirlo. ¡Tienes que jurármelo!
-¡Lo juro! -dije- ¡Lo juro!
Entretanto pensaba: «Vamos, ¡dilo ya!», porque era horrible, al verla tan asustada de revelar su secreto, saber en qué consistía. Entonces lo dijo.
-El señor Puckerman -dijo en voz más tenue que nunca- dice que tenemos que fugarnos, de noche.
-¡De noche! -dije.
-Dice que podríamos casarnos en secreto. Dice que mi tío podría reclamarme, pero no cree que lo hiciera. No después de haberme convertido en... su esposa.
La cara se le puso pálida al decir esta palabra, vi que la sangre huía de sus mejillas. Miró a la lápida de la tumba de su madre. Dije:
-Debe seguir a su corazón, señorita.
-No estoy segura. Al fin y al cabo, no estoy segura.
-¡Pero amarle para después perderle! -dije. Su mirada se volvió extraña-. Usted le ama, ¿verdad?
Ella se volvió un poco, con aquella expresión rara, y no respondió. Por fin dijo:
-No lo sé.
-¿No lo sabe? ¿Cómo puede no saber una cosa así? ¿No se le agolpa la sangre cuando le ve acercarse? ¿No le resuena su voz en los oídos, y no le da un escalofrío su contacto? ¿No sueña con él de noche?
Se mordió el labio henchido.
-¿Y esas cosas significan que le amo?
-¡Pues claro! ¿Qué iban a significar, si no?
No contestó. En lugar de hacerlo, cerró los ojos y se estremeció. Juntó las manos y acarició de nuevo el punto de su palma donde el día anterior se habían posado los labios de Puck. Sólo entonces vi que, más que acariciarse la piel, se la estaba rascando. No estaba atesorando el beso. Sentía la boca de Puckerman como una quemadura, un picor, una astilla, y trataba de borrar su recuerdo. No le amaba en absoluto. Le tenía miedo. Retuve la respiración. Ella abrió los ojos y sostuvo mi mirada.
-¿Qué piensa hacer? -pregunté en un susurro.
-¿Qué puedo hacer? -Se estremeció-. Me quiere. Me ha pedido la mano. Quiere que sea suya.
-Puede... decirle que no.
Ella pestañeó, como si le pareciera increíble que yo hubiese dicho eso. Yo tampoco podía creerlo.
-¿Decirle que no? -dijo, lentamente-. ¿Decir no? –De pronto le cambió la expresión-. ¿Y ver cómo se va desde mi ventana? O quizás cuando se vaya yo estaré en la biblioteca de mi tío, donde las ventanas son todas oscuras, y entonces no le veré partir. Y después, después..., oh, Britt, ¿no crees que pensaré en la vida que habría podido tener? ¿Crees que vendrá a visitarnos otro hombre que me quiera la mitad que él? ¿Qué alternativa tendré?
Su mirada era ahora tan firme y tan cruda que me intimidó. Tardé un instante en contestar; me volví y miré la madera de la puerta contra la que nos apoyábamos, y la cadena herrumbrosa que la mantenía cerrada, y el candado. El candado es el tipo de cerradura más sencilla. Las peores son las que tienen escondidos sus resortes. Son dificilísimas de abrir. Me lo enseñó Ibbs. Al cerrar los ojos volví a ver su cara; después, la de la señora Sucksby. ¡Tres mil libras...! Aspiré, miré a Santana y dije:
-Cásese con él, señorita. No espere el permiso de su tío. El señor Puckerman la quiere, y el amor no hace daño ni a una mosca. Con el tiempo aprenderá a apreciarle como debe. Hasta entonces vaya con él en secreto y haga todo lo que le diga.
Durante un segundo pareció desdichada, como si hubiera esperado que yo dijera cualquier cosa menos esto; pero sólo fue un segundo. Luego se le iluminó la cara. Dijo:
-Sí. Lo haré. Pero no puedo irme sola. No puedes hacerme ir con él totalmente sola. Tienes que venir conmigo. Dime que sí. ¡Di que vendrás para ser mi doncella en mi nueva vida en Londres!
Dije que sí. Ella lanzó un suspiro, una risa nerviosa y acto seguido, por haber llorado y haber estado tan deprimida, pareció casi mareada. Habló de la casa que Puck le había prometido, y de las modas de Londres, que yo la ayudaría a elegir, y del coche que tendría. Dijo que me compraría vestidos bonitos. Dijo que ya no me llamaría su doncella, sino su compañera. Dijo que contrataría una sirvienta para mí.
-Porque ¿sabes que seré muy rica -dijo, con toda sencillez cuando esté casada?
Se estremeció, sonrió y me agarró del brazo, me atrajo hacia ella y me apretó la cabeza contra la suya. Tenía la mejilla fría y tersa como el nácar. El pelo le brillaba con gotas de lluvia. Creo que estaba llorando. Pero no me separé para averiguarlo. No quería que me viese la cara. Creo que la expresión de mis ojos debía de ser espantosa. Aquella tarde dispuso sus pinturas y pinceles, como de costumbre; pero los pinceles y los colores permanecieron secos. Puck entró en la sala, se encaminó rápidamente hacia ella y se le plantó delante como si estuviese ansioso de abrazarla, pero temeroso de hacerlo. La llamó por su nombre: no señorita López; sino Santana. Lo dijo con una voz baja y feroz, y ella tembló y vaciló un momento, y luego asintió. El lanzó un gran suspiro, la tomó de la mano y se postró ante ella; pensé que aquello era forzar un poco las cosas, y hasta Santana pareció dudar. Dijo: «¡No, aquí no!», y me miró de repente; y él, al ver su expresión, dijo:
-¡Pero si podemos actuar con toda libertad delante de Britt! ¿Se lo ha dicho? ¿Lo sabe todo?
Se volvió hacia mí con un torpe ademán de la cabeza, como si le dolieran los ojos al mirar a otra cosa que no fuese Santana.
-Ah, Britt —dijo él-, si alguna vez has sido amiga de tu señora, ¡sé su amiga ahora! Si alguna vez has mirado con clemencia a una pareja de locos enamorados, ¡sé benevolente con nosotros!
Me miró intensamente. Le miré con igual intensidad.
-Me ha prometido ayudarnos -dijo Santana-. Pero, señor Puckerman...
-Oh, Santana -dijo él a esto-, ¿quiere hacerme un desprecio?
Ella bajó la cabeza. Dijo:
-Noah, entonces.
-Eso está mejor.
El seguía de rodillas, con la cara levantada hacia arriba. Ella le tocó la mejilla. El giró la cabeza, le besó las manos y luego ella las retiró con presteza, y dijo:
-Britt nos ayudará todo lo que pueda. Pero debemos tener cuidado, Noah.
El sonrió y movió la cabeza. Dijo:
-¿Y tú crees, al verme ahora, que no lo tendré? -Se levantó y se separó de ella-. ¿Sabes lo cuidadoso que me hará ser mi amor? Mira, mírame las manos. Di que hay una telaraña tejida entre ellas. Es mi ambición. Y en el centro hay una araña, del color de una joya. La araña eres tú. Así voy a transportarte..., con tanta suavidad y tanto cuidado, sin la menor sacudida, que no sabrás que te llevo.
Dijo esto con sus blancas manos ahuecadas; mientras ella miraba el espacio que había entre ellas, él extendió los dedos y se rió. Yo miré a otra parte. Cuando volví a mirar a Santana, había cogido la mano de él con las suyas y las sostenía blandamente delante de su corazón. Parecía un poco más confiada. Cuchicheaban, sentados. Y yo recordé todo lo que ella había dicho en las tumbas, y cómo se había restregado la palma de la mano. Pensé: «No ha sido nada, ya lo ha olvidado. ¿Cómo no va a amarle si es tan guapo y cariñoso?» Pensé: «Claro que le quiere.» Observé cómo él se inclinaba hacia ella y la tocaba, y cómo ella se sonrojaba. Pensé: «¿Quién no le querría?» Al levantar la cabeza, él sorprendió mi mirada y yo, tontamente, también me puse colorada. Dijo:
-Conoces tus deberes, Britt. Estar ojo avizor. En su momento lo agradeceremos. Pero hoy..., bueno, ¿no tienes otras tareas que te reclamen en algún otro sitio?
Me indicó con la mirada la puerta del dormitorio de Santana.
-Hay un chelín para ti si lo haces -dijo.
A punto estuve de levantarme. A punto estuve de irme. Hasta tal punto me había habituado a hacer de doncella. Pero entonces vi a Santana. El color se le había borrado del rostro. Dijo:
-Pero ¿y si Margaret o alguna de las criadas viene a la puerta?
-¿Por qué iban a venir? -dijo Puck-. Y si vienen, ¿qué oirán? Estaremos en perfecto silencio. Y entonces se irán. –Me sonrió-. Sé amable, Britt -dijo taimadamente-. Sé buena con los enamorados. ¿Nunca has tenido novio?
Tal vez me hubiera ido, antes de que dijera eso. Pero de pronto pensé que quién se había creído que era. Podía fingirse un lord; no era más que un estafador. Tenía un anillo falso en el dedo, y todas sus monedas eran de mentira. Yo sabía mejor que él los secretos de Santana. Dormía a su lado en la misma cama. Había conseguido que me quisiera como a una hermana; él la había asustado. ¡Podía ponerla en contra de él si yo quería! Ya era suficiente con que por fin se fuera a casar con ella. Ya bastaba con que pudiese besarla siempre que quisiera. No consentiría que ahora la arrastrase y la pusiera nerviosa. Pensé: «¡Maldito, obtendré mis tres mil libras sin tu ayuda!» De modo que dije:
-No dejaré sola a la señorita López. A su tío no le gustaría. Y si la señora Stiles lo supiera, perdería mi empleo.
El me miró y frunció el ceño. Santana no me miró en absoluto, pero yo sabía que me lo agradecía. Dijo, suavemente:
-Al fin y al cabo, Noah, no debemos pedirle demasiado a Britt. Pronto tendremos tiempo de sobra para estar juntos, ¿no?
El dijo que suponía que así era. Permanecieron juntos delante del fuego, y al cabo de un rato fui a sentarme a coser al lado de la ventana, y les dejé que se contemplaran a su antojo. Oía el siseo de sus susurros, la respiración acelerada de Puck al reírse. Pero Santana guardaba silencio. Y cuando él se marchó, y tomó su mano y la apretó contra su boca, ella tembló tan fuerte que yo pensé en todas las veces en que la había visto temblar antes, y me pregunté cómo era posible que hubiese confundido con amor aquellos temblores. En cuanto estuvo cerrada la puerta se colocó ante el espejo, como hacía a menudo, para examinar su cara. Estuvo allí un minuto y luego se volvió. Se desplazó muy despacio y con paso muy quedo desde el espejo al sofá y del sofá a la silla, y de ésta a la ventana; recorrió, en suma, toda la habitación, hasta llegar a mi lado. Se inclinó para ver mi costura y su pelo, en la redecilla de terciopelo, rozó el mío.
-Has cosido bien -dijo, aunque esta vez no era cierto.
Había cosido deprisa, y mis puntadas estaban torcidas. Se levantó y no dijo nada. Una o dos veces respiró hondo. Creí que había algo que anhelaba preguntarme, pero que no se atrevía. Al final se distanció de nuevo. Así que nuestra trampa -en la que yo había pensado con tanta ligereza y que tanto me había esforzado en tender- estaba ya preparada, y sólo requería tiempo para actuar deprisa y activarla. Puck tenía un contrato de trabajo como secretario del señor López hasta finales de abril, y se proponía cumplirlo hasta el último día, «Para que el viejo no tenga que acusarme de haberlo violado», me dijo riéndose, «junto con la violación de otras cosas». Proyectaba marcharse cuando estaba previsto, es decir, al atardecer del último día del mes; pero, en lugar de tomar el tren a Londres, se quedaría merodeando y volvería a la casa en mitad de la noche para recogernos a Santana y a mí. Tenía que llevársela sin que le pillaran y casarse con ella lo más rápido posible, y antes de que su tío lo supiera, encontrara a su sobrina y se la llevara de regreso a casa. Lo tenía todo planeado. No podía llevársela en un poni y un carro, porque nunca hubiera traspasado el pabellón del guardés. Se proponía alquilar una barca y llevarse a Santana por el río hasta una pequeña iglesia a trasmano, donde no supieran que era la sobrina del señor López. Ahora bien, para casarte con una chica en cualquier iglesia tienes que haber vivido en la parroquia durante quince días; pero solventó este detalle, como lo solventaba todo. Unos días después de que Santana le hubiera prometido su mano, se buscó un pretexto y se fue a caballo hasta Maidenhead. Obtuvo allí un permiso especial para la boda -lo cual significaba que no tendrían que publicar las proclamas-, y a continuación recorrió el condado en busca de la iglesia idónea. Encontró una, en un pueblo tan pequeño y destartalado que ni siquiera tenía nombre; por lo menos, es lo que él nos dijo. Dijo que el párroco era un borracho. Pegada a la iglesia había una casa rural cuya propietaria era una viuda que criaba cerdos de hocico negro. Por dos libras se avino a reservarle un cuarto y a jurar a cualquiera que le preguntase que Puck había vivido allí un mes. Mujeres así harían cualquier cosa por caballeros como él. Volvió aquella noche a Briar más contento que unas castañuelas y más apuesto que nunca; y vino a la sala de Santana y nos hizo sentarnos y nos contó en cuchicheos todo lo que había hecho.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 03, 2014 7:49 pm

Estoy segura que valdrá la pena :3
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 8:11 pm

Capitulo 14
Cuando hubo acabado, Santana parecía pálida. Había empezado a malcomer y la cara se le había adelgazado. Tenía los párpados oscuros. Juntó las manos.
-Tres semanas -dijo.
Creí entender a qué se refería. Tenía tres semanas para querer a Puck. La vi contando los días en su cabeza, y pensando. Pensaba en lo que se avecinaba al término de aquel plazo. Porque no había aprendido a quererle. Nunca llegaron a gustarle sus besos o el tacto de su mano en la de ella. Todavía se encogía, muerta de miedo, cuando él se acercaba; después, se armaba de valor, le dejaba aproximarse y le permitía que le tocase el cabello y la cara. Al principio supuse que él la tenía por una retrasada. Más tarde presumí que a él le gustaba que ella fuera tarda. Era cariñoso con ella, después apremiante y después, cuando ella se mostraba torpe o confusa, le decía:
-¡Oh! Ahora eres cruel. Creo que sólo quieres aprovecharte de mi amor.
-No, en absoluto -respondía ella-. No, ¿cómo puedes decir eso?
-No creo que me ames como deberías.
-¿Que no te amo?
-No lo manifiestas. ¿Quizás -y aquí me lanzaba una mirada maliciosa-, quizás suspiras por alguna otra persona?
Entonces ella le dejaba besarla, para demostrarle que no había nadie. Estaba envarada, o débil como una marioneta. Algunas veces estaba al borde de las lágrimas. El la consolaba. Se acusaba de ser un animal que no merecía el amor de Santana, que debía cedérsela a un pretendiente mejor; ella le consentía que la besara otra vez. Yo oía la unión de sus labios desde mi sitio frío junto a la ventana. Oía la mano de él trepando por su falda. De vez en cuando miraba, sólo para cerciorarme de que no la había asustado demasiado. Pero entonces no sabía qué era peor: si ver sus ojos cerrados, sus mejillas pálidas y su boca contra la barba, o cruzarme con su mirada cuando las lágrimas afluían y brotaban de ella.
-Déjala en paz, ¿por qué no la dejas? -le dije a él un día en que a ella la llamaron para que fuera a buscarle un libro a su tío-. ¿No ves que no le gusta que la acoses de ese modo?
Me miró extrañamente durante un segundo; enarcó las cejas.
-¿Que no le gusta? -dijo-. No desea otra cosa.
-Te tiene miedo.
-Tiene miedo de sí misma. Les pasa a todas las chicas como ella. Pero por muchos melindres que hagan y reparos que pongan, al final todas quieren lo mismo.
Hizo una pausa y después se rió. Lo consideraba un chiste sucio.
-Lo que quiere de ti es que la saques de Briar -dije-. De lo demás no sabe nada.
-Siempre dicen que no saben nada -respondió, bostezando—. En su corazón, en sus sueños, lo saben todo. Lo maman en la leche del pecho de sus madres. ¿No la has oído en la cama? ¿No se retuerce y suspira? Suspira por mí. Tienes que aguzar el oído. Debería ir a escuchar contigo. ¿Lo hago? ¿Voy esta noche a tu habitación? Me llevas a la de ella. Observaremos lo fuerte que le late el corazón. Le quitarás el vestido para que yo la vea.
Yo sabía que estaba bromeando. Nunca se habría arriesgado a perderlo todo por una payasada así. Pero al oír sus palabras me imaginé que venía. Me imaginé que le quitaba el vestido. Ruborizada, le di la espalda. Dije:
-No encontrarías mi habitación.
-Pues claro que la encontraría. Tengo el plano de la casa, gracias al afilador. Es un buen chico, muy parlanchín. -Volvió a reírse, esta vez más fuerte, y se estiró en su asiento-. ¡Imagínate qué divertido! ¿Y qué daño iba a hacerle a ella? Haría menos ruido que un ratón. Soy bueno para el sigilo. Sólo echaría un vistazo. O a lo mejor a ella le gustaría verme allí al despertar... como a la chica del poema.
Yo sabía muchos poemas. Todos versaban sobre ladrones a los que unos soldados arrancaban de los brazos de sus novias; y uno trataba de un gato al que tiraban a un pozo. Pero no conocía el que él había mencionado, y no conocerlo me puso picajosa.
-Déjala en paz -dije. Quizás notó algo en mi tono. Me miró de arriba abajo, y su voz se tornó melosa.
-Oh, Britt -dijo—, ¿te has vuelto remilgada? ¿Has aprendido carantoñas en tu temporada de finura? ¿Quién habría dicho que iba a gustarte tanto servir a señoras, con esos compinches que tienes y un hogar como el tuyo? ¿Qué diría la señora Sucksby, y Dainty, y Johnny, si te vieran ahora esos rubores?
-Dirían que tengo un corazón tierno -dije, sulfurada-. Y quizás lo tenga. ¿Qué tiene eso de malo?
-Maldita sea -dijo él, enfureciéndose también-. ¿Para qué le sirve un corazón tierno a una chica como tú? ¿De qué le serviría a una chica como Dainty? Salvo, quizás, para matarla. -Señaló con un gesto la puerta por la que Santana había ido a ver a su tío-. ¿Acaso te crees que le importan tus escrúpulos? Quiere tus manos en los encajes de sus corsés, en su peine, en el asa de su orinal. ¡Por el amor de Dios, mírate! -Yo me había vuelto y había cogido el chal de Santana, y lo estaba doblando. Me lo arrancó de las manos-. ¿Desde cuándo eres tan dócil, tan ordenada? ¿Qué te crees que le debes? Escúchame. Conozco a su gente. Soy uno de ellos. No me hables como si ella te retuviera en Briar por pura bondad, ¡ni como si tú hubieras venido por un arranque de ternura! Tu corazón, como tú lo llamas, y el de ella son parecidos, en suma: son como el mío, como el de todo el mundo. Se parecen muchísimo a esos contadores que hay en las tuberías de gas: sólo se animan y pitan cuando les metes monedas. La señora Sucksby debería habértelo enseñado.
-La señora Sucksby me ha enseñado cantidad de cosas, y no lo que me estás diciendo ahora -dije.
-La señora Sucksby te ha mimado demasiado -respondió-. Demasiado. Los chicos del barrio tienen razón cuando te llaman lenta. Demasiado mimada y demasiado tiempo. Como esto.
Me mostró el puño.
-Anda y que te jodan -dije.
Al oír esto, los mofletes, por detrás de sus patillas, se le pusieron rojísimos y pensé que iba a levantarse a pegarme. Pero sólo se inclinó hacia mí en su asiento, y extendió el brazo para agarrar el de mi silla. Dijo con calma:
-Otra rabieta como ésa, Britt, y te dejaré caer como a una piedra. ¿Me has entendido? He ido ya tan lejos que puedo prescindir de ti si es necesario. Santana hará todo lo que yo le diga. ¿Y si mi antigua nodriza, pongamos, cae enferma de repente en Londres y necesita que su sobrina le atienda? ¿Qué harías entonces? ¿Te gustaría volver a ponerte tu vestido viejo y volver a Lant Street con las manos vacías?
-¡Se lo diría al señor López! -dije.
-¿Crees que te recibiría en su habitación el tiempo suficiente para escucharte?
-Pues se lo diría a Santana.
-Adelante. ¿Y por qué no le dices, puestos a ello, que tengo un rabo en punta y pezuñas hendidas? Así aparecería yo en el escenario si tuviese que representar mis crímenes. Pero nadie espera conocer a un hombre como yo en la vida. Ella no te creería. ¡No puede permitírselo! Porque ya hemos ido muy lejos, y ahora o se casa conmigo o se queda poco menos que arruinada. Tiene que hacer lo que yo le diga o quedarse aquí, sin hacer nada, el resto de su vida. ¿Crees que lo hará?
¿Qué podía decir yo? Prácticamente ella me había confesado que no lo haría. Conque me callé. Pero a partir de ese momento creo que odié a Puck. Siguió agarrando mi silla, con sus ojos en los míos, durante unos instantes; luego se oyó el roce de las pantuflas de Santana en la escalera y, un segundo después, su rostro apareció en la puerta. El, naturalmente, se recostó en su silla y cambió de expresión. Se levantó, me levanté e hice una especie de desesperada reverencia. Él se precipitó hacia ella y la condujo hacia el fuego.
-Tienes frío -dijo.
Estaban delante de la chimenea, pero yo les veía la cara en el espejo. Ella miraba los carbones del hogar. Me dirigió una mirada. El suspiró y meneó su odiosa cabeza.
-Oh, Britt -dijo-, hoy estás de lo más seria.
Santana alzó la vista.
-¿Qué pasa? -dijo.
Tragué saliva sin decir nada. El dijo:
-La pobre Britt está harta de mi. La he estado pinchando cuando tú estabas fuera.
-¿Pinchando cómo? -preguntó ella, medio sonriendo y medio ceñuda.
-Pues no dejándola coser, ¡y no parando de hablar de ti! Dice que tiene un corazón tierno. No tiene corazón en absoluto. Le he dicho que me dolían los ojos de no verte; ella me ha dicho que los envolviera en una toalla y que me fuese a mi cuarto. Le he dicho que los oídos me zumbaban de no oír tu dulce voz; ella quería llamar a Margaret para que me vertiera aceite de ricino en ellos. Le he enseñado esta mano inmaculadamente blanca, que pide tus besos. Me ha dicho que la coja y...
Hizo una pausa.
-¿Y qué? -dijo Santana.
-Que me la meta en el bolsillo.
Y sonrió. Santana me miró de un modo dubitativo.
-Pobre mano -dijo al fin.
El levantó el brazo.
-Sigue pidiendo tus besos -dijo.
Ella vaciló, después cogió su mano y la sostuvo en las suyas delgadas y le rozó los dedos, los nudillos, con sus labios.
-Ahí no -dijo él enseguida, cuando ella hizo esto-. Ahí no: aquí.
Giró la muñeca y le mostró la palma. Ella titubeó otra vez y bajó la cabeza hacia ella. La palma le cubrió la boca, la nariz, la mitad de la cara. El captó mi mirada y asintió. Me volví para no verle. Porque tenía razón, el condenado. No sobre Santana, pues yo sabía que, dijera lo que dijese sobre corazones y tuberías de gas, ella era dulce y buena, era todo suavidad y hermosura y bondad. Pero tenía razón sobre mí. ¿Cómo iba a volver al barrio con las manos vacías? Se suponía que tenía que hacer rica a la señora Sucksby. ¿Cómo iba a volver donde ella, y donde Ibbs y donde John, diciendo: «He echado al traste el plan, he renunciado a tres mil libras, porque...»? ¿Porque qué? ¿Porque mis sentimientos eran más tiernos de lo que yo pensaba? Dirían que me había faltado valor. ¡Se reirían de mí en mi cara! Yo gozaba de cierta posición. Era la hija de una asesina. Tenía expectativas. Los sentimientos tiernos no entraban en ellas. ¿Cómo podían entrar?
Y además, si desistía del plan, ¿eso salvaría a Santana? Pongamos que volvía a casa: Puck se casaría con ella y la encerraría, de todos modos. O supongamos que le delataba. Le expulsarían de Briar, el señor López redoblaría su vigilancia sobre Santana y hasta puede que la metiera en un manicomio. En cualquier caso, no le veía demasiadas salidas. Pero todas las bazas de Santana ya se habían jugado años atrás. Era como una rama a merced de un río impetuoso. Era como la leche: demasiado blanca, pura, sencilla. Estaba hecha para que la estropeasen. Además, nadie tenía bazas halagüeñas, allí de donde yo venía. Y aunque Santana estuviese abocada al desastre, ¿eso quería decir que yo también lo estaba? No lo creía. Así que, a pesar de que la compadecía, como he dicho, no me daba tanta pena como para intentar salvarla. Nunca pensé seriamente en decirle la verdad, en desenmascarar a Puck como el granuja que era, en hacer algo, lo que fuese, que echase a pique nuestro plan y nos impidiera arrebatarle su fortuna. La dejaba creer que él la amaba y que era un hombre amable. La dejaba creer que era delicado. Veía que ella procuraba parecerse a él, sabiendo yo en todo momento que él se proponía raptarla, engañarla, follarla y encerrarla. La veía adelgazar. La veía pálida y desmedrada. La veía sentada con la cabeza entre las manos, pasándose la yema de los dedos por su frente dolorida, deseando ser cualquier otra persona que no fuera ella misma, y que Briar fuese cualquier casa menos la de su tío, y Puck cualquier hombre menos aquél con quien debía casarse; y yo aborrecía todo esto, pero miraba a otro lado. Pensé: No tiene remedio. Pensé: Es asunto de ellos. Pero aquí había algo curioso. Cuanto más intentaba dejar de pensar en Santana, cuanto más me decía: «No representa nada para ti», cuanto más empeño ponía en desterrar su imagen, tanto más se aferraba a mi alma. Pasaba el día sentada o paseando con ella, tan consciente del destino hacia el cual la conducía que apenas osaba tocarla o sostener su mirada; y toda la noche la pasaba de espaldas a ella, con la manta encima de mis oídos para no oír sus suspiros. Pero en las horas intermedias, las que ella pasaba con su tío, la sentía, la percibía a través de las paredes de la casa, como dicen que algunos bribones ciegos son capaces de percibir el oro. Era como si algo se hubiese interpuesto entra las dos, sin que yo lo supiera: una especie de hilo. Me atraía hacia ella, dondequiera que estuviese. Era como... Es como si la amases, pensé. Se operó un cambio en mí. Estaba nerviosa y asustada. Pensé que si ella me miraba se daría cuenta; o se daría cuenta Puck, o Margaret, o la señora Stiles. Imaginé que el rumor llegaba a Lant Street, que llegaba a conocimiento de John; pensaba en John más que en cualquier otro. Pensaba en su expresión, en su risa. «¿Qué he hecho?», me imaginaba diciendo. «¡No he hecho nada!» Y así era. Era sólo, como he dicho, que pensaba mucho en ella, que la sentía. Hasta sus ropas me parecían cambiadas, sus zapatos y sus medias: me parecía que conservaban su forma, el calor y el olor de Santana; no me gustaba doblar y alisar sus prendas. Sus habitaciones parecían cambiadas. Empecé a deambular por ellas -como había hecho mi primer día en Briar- y a curiosear todas las cosas que ella había cogido y tocado. Su caja y el retrato de su madre. Sus libros. ¿Tendría libros en el manicomio? Su peine, con cabellos prendidos en él. ¿Alguien peinaría aquellos cabellos? Su espejo. Empecé a colocarme donde a ella le gustaba colocarse, cerca del fuego, y a examinar mi cara como había visto que ella examinaba la suya. «Faltan diez días», me decía. «¡Diez días y serás rica!» Pero apenas lo hube dicho, atravesó estas palabras el repique de la gran campana de la casa, y me estremecí al pensar que nuestro plan se aproximaba a su fin, aunque sólo fuese en una hora, y que las fauces de nuestra trampa se apretaban un poco más alrededor de Santana y eran más difíciles de despegar. Por supuesto, ella también notaba el transcurso de las horas. Esto la inducía a aferrarse a sus antiguos hábitos: pasear, comer, tumbarse en la cama, hacerlo todo con mayor rigidez, más pulcritud, más como una muñeca de cuerda que antes. Creo que lo hacía para sentirse más segura; o, si no, para evitar que el tiempo discurriese demasiado aprisa. La observaba tomar el té, coger la taza, dar un sorbo, posarla, cogerla y dar otro sorbo, como haría una maquinaria; o la veía coser, dando puntadas torcidas, nerviosas y rápidas; y tenía que apartar mi vista. Pensaba en aquella vez en que había retirado la alfombra para bailar una polca con ella. Pensaba en el día en que había limado su diente puntiagudo. Recordaba que le había sujetado la mandíbula, y la humedad de su lengua. Entonces me había parecido algo normal, pero ahora no acertaba a figurarme que meterle un dedo en la boca fuese un acto normal... Empezó a soñar de nuevo. Empezó a despertarse, desconcertada, en mitad de la noche. En un par de ocasiones se levantó de la cama: abrí los ojos y la encontré moviéndose extrañamente por el dormitorio. «¿Estás ahí?», dijo, cuando me oyó removerme, y volvió a mi lado, se tumbó y tembló. A veces extendía el brazo hacia mí. Pero apenas sus manos llegaban a tocarme, las retiraba. A veces lloraba. O me hacía preguntas raras: «¿Soy real? ¿Me ves? ¿Soy real?»
-Vuelva a dormirse -le dije una noche, cerca del amanecer.
-Me da miedo -dijo-. Oh, Britt, me da miedo...
Su voz, en esta ocasión, no era nada turbia, sino clara y suave, y tan desdichada que me desveló del todo y le miré a la suave, y tan desdichada que me desveló del todo y le miré a la cara. No se la veía. El cabo de vela que siempre tenía al lado de la cama debía de haberse caído contra su pantalla o se había consumido. Las cortinas estaban bajadas, como siempre. Creo que eran las tres o las cuatro de la mañana. La cama estaba oscura como una caja. Santana exhalaba aire en la oscuridad. Su aliento me dio en la boca.
-¿Qué pasa? -dije.
-He soñado... -dijo-, he soñado que estaba casada.
Volví la cabeza. Su aliento me sopló esta vez en el oído. Demasiado ruidoso, me pareció, en el silencio. De nuevo moví la cabeza. Dije:
-Bueno, pronto estará casada de verdad.
-¿Sí?
-Usted sabe que sí. Ahora, vuelva a dormir.
Pero no lo hizo. La notaba tumbada, pero muy rígida. Notaba el latido de su corazón. Por fin repitió, en un susurro:
-Britt...
-¿Sí, señorita?
Ella se humedeció la boca.
-¿Crees que soy buena? -dijo.
Lo dijo con voz de niña. Estas palabras me incomodaron un poco. Me volví de nuevo y escudriñé la oscuridad, tratando de distinguir su cara.
-¿Buena, señorita? -dije, bizqueando.
-Sí -dijo, tristemente.
-¡Pues claro!
-Ojalá no lo fuera. Ojalá no. Ojalá... fuera lista.
«Ojalá se durmiera», pensé yo. Pero no lo dije. Dije, en cambio:
-¿Lista? ¿Acaso no lo es? ¿Una chica como usted, que se ha leído todos esos libros de su tío?
Ella no respondió. Permaneció tumbada, inmóvil como antes. Pero el corazón le latía más deprisa; noté sus bandazos. La oí inhalar aire. Lo retuvo. Luego habló.
-Britt -dijo-, me gustaría que me dijeras...
¡La verdad! pensé que iba a decir; y mi corazón se aceleró como el suyo. Empecé a sudar. Pensé: «Lo sabe. ¡Lo ha adivinado!» Y casi pensé: ¡Gracias a Dios! Pero no era eso. En absoluto. Volvió a inhalar y de nuevo percibí que se azoraba para preguntar algo horrible. Yo debería haber sabido de qué se trataba, porque llevaba un mes, creo, angustiada por preguntarlo. Por fin, se le escaparon las palabras.
-Me gustaría que me dijeras -dijo- qué tiene que hacer una mujer la noche de bodas.
Me sonrojé al oírla. Quizás ella también. Estaba demasiado oscuro para verlo. Dije:
-¿No lo sabe?
-Sé que hay... algo.
-¿Pero no sabe qué?
-¿Cómo voy a saberlo?
-Pero, en serio, señorita: ¿no lo sabe?
-¿Cómo voy a saberlo? -exclamó, incorporándose de la almohada-. ¿No lo ves, no lo ves? ¡Soy tan ignorante que ni siquiera sé qué es lo que ignoro! -Se estremeció. Noté que se reponía-. Creo -dijo con una voz monocorde y forzada-, creo que me besará. ¿No es eso?
Sentí otra vez su aliento en la cara. Sentí la palabra, besará. Volví a ruborizarme.
-¿Me besará? -dijo.
-Sí, señorita.
Noté que asentía.
-¿En la mejilla? -dijo-. ¿En la boca?
-Yo diría que en la boca.
-En la boca. Por supuesto...
Se llevó las manos a la cara: vi por fin, a través de la oscuridad, la blancura de sus guantes, oí el roce de sus dedos al pasarlos por los labios. El sonido fue más perceptible de lo que debería haber sido. La cama parecía más cercana y más negra que nunca. Ojalá no se hubiera apagado la vela. Deseé –creo que fue la única vez que lo hice— que sonara el reloj. Persistió el silencio, sólo se oía la respiración de Santana. Sólo la oscuridad y sus manos pálidas. El mundo podría haberse encogido o desmembrado.
-¿Qué más querrá que haga? -preguntó.
Pensé: «Díselo rápido. Será lo mejor. Rápido y claro.» Pero era difícil ser clara con ella.
-Querrá -dije al cabo de un momento- abrazarla.
Su mano se puso rígida. Creo que parpadeó. Creo que la oí hacerlo. Dijo:
-¿Te refieres a que me estrechará en sus brazos?
Cuando dijo esto, me la imaginé al instante en los brazos de Puck. Les vi de pie, como ves a veces, de noche, a hombres y a chicas, en portales del barrio o contra las paredes. Desvías la mirada. Ahora intenté hacerlo, pero no pude, porque no había un sitio donde ponerla, salvo la oscuridad. Mi mente arrojaba imágenes sobre ella, nítidas como filminas. Me percaté de que ella aguardaba. Dije, azorada:
-No hace falta estar de pie. Es cansado, de pie. Es sólo para el caso de que no haya un sitio donde tumbarse, o de que haya prisa. Un caballero abrazará a su esposa en un sofá o en una cama. Una cama es lo mejor.
-¿Una cama como ésta? -dijo ella.
-Quizás... ¡aunque costará un trabajo de mil diablos dejar las plumas como estaban cuando hayan terminado!
Me reí, pero fue una risa demasiado fuerte. Santana se amedrentó. Luego torció el gesto.
-Terminado... -murmuró, como intrigada por la palabra-. ¿Terminado qué? -dijo-. ¿El abrazo?
-Terminado el acto -dije.
-¿Quieres decir el abrazo?
-El acto. ¡Qué oscuro está! ¿Dónde está la luz?... El acto. ¿Se puede hablar más claro?
-Yo creo que sí, Britt. Hablas de camas, de plumas. ¿Qué es todo eso? ¿Qué es eso del acto? ¿Qué es?
-Es lo que sigue -dije- después de los besos y abrazos en una cama. Es el hecho en sí. Los besos son sólo para encenderla. Luego vienen las ganas de..., como cuando quieres bailar, con un compás, una música. ¿Nunca ha...?
-¿Qué?
-Nada -dije. Seguía moviéndome, inquieta-. No debe preocuparse. Será fácil. Como bailar.
-Pero bailar no es fácil —dijo, insistente—. Hay que aprender. Tú me enseñaste.
-Esto es distinto.
-¿Por qué?
-Hay muchas formas de bailar. Pero esto sólo se puede hacer de una manera. La aprenderá en cuanto haya empezado.
Noté que meneaba la cabeza.
-No creo que la aprenda -dijo tristemente-. No creo que los besos me enciendan. Los del señor Puckerman nunca lo han hecho. ¿Y si a mi boca le falta un determinado músculo o nervio que es necesario...?
-Por Dios, señorita -dije- ¿Es usted una chica o un cirujano? Pues claro que su boca responderá. Fíjese. -Ella me había enardecido. Me había dado cuerda, como a un muelle. Me incorporé de la almohada-. ¿Dónde están sus labios? -dije.
-¿Mis labios? -respondió. Con tono de sorpresa-: Aquí.
Los encontré y la besé. Sabía cómo se hacía, porque Dainty me había enseñado una vez. Besar a Santana, sin embargo, no fue como besar a Dainty. Fue como besar las tinieblas. Como si la oscuridad tuviese vida, forma, sabor, como si fuera cálida y locuaz. Al principio no movió la boca. Después la movió contra la mía. Luego se abrió. Sentí su lengua. La sentí tragar saliva. Sentí... Lo había hecho sólo para enseñarle. Pero con mi boca en la suya sentí que brotaba en mí todo lo que le había dicho que brotaría en ella cuando Puck la besase. Me entró un vértigo. Me puse más colorada que nunca. Era como un licor. Me emborrachaba. La solté. Cuando su aliento volvió a soplarme en la boca, estaba frío. Yo tenía la boca mojada, como la suya. Dije, en un susurro:
-¿Lo ha sentido?
Las palabras sonaron extrañas, como si el beso me hubiese producido un efecto en la lengua. Ella no contestó. No se movió. Respiraba, pero estaba tan quieta que de repente pensé: «¿Y si la he puesto en trance? ¿Si no se recobra? ¿Qué le diré a su tío...?» Ella se movió un poco. A continuación habló.
-Lo he sentido -dijo. Su voz sonaba tan rara como la mía-. Me has hecho sentirlo. Es algo tan curioso, tan incompleto. Nunca...
-Lo completará el señor Puckerman -dije.
-¿Sí?
-Creo que sí.
-No sé. No lo sé.
Lo dijo con tristeza. Pero volvió a moverse, y el movimiento la aproximó a mí. Su boca se acercó a la mía. Fue como si apenas supiera lo que estaba haciendo, o lo supiera pero no pudiese evitarlo. Repitió:
-¡Tengo miedo!
-No tenga miedo -dije al instante. Porque sabía que no debía tenerlo. ¿Y si se asustaba tanto que desistía de casarse con él? Eso pensé. Pensé que si no la enseñaba a hacer aquello, su temor frustraría nuestro plan. Así que la besé otra vez. Después la toqué. Le toqué la cara. Empecé por el punto en que se fundían nuestros labios -por sus comisuras húmedas y blandas- y seguí por la mandíbula, las mejillas, la frente. La había tocado antes, al lavarla y vestirla, pero nunca de aquel modo. ¡Qué piel más suave tenía! ¡Qué cálida! Era como si estuviese extrayendo de la oscuridad el calor y la forma de Santana; como si la oscuridad se estuviese haciendo sólida y creciera deprisa entre mis manos. Empezó a temblar. Supuse que todavía estaba asustada. Luego yo también temblé. A partir de entonces me olvidé de Puck. Pensé sólo en ella. Cuando las lágrimas le humedecieron el rostro, las enjugué a besos.
-Mi perla -dije. ¡Era tan blanca!-. Mi perla, mi perla, mi perla.
Era fácil decirlo en la oscuridad. Era fácil hacerlo. Pero a la mañana siguiente, al despertar, cuando vi las franjas de luz gris entre las cortinas de la cama, recordé lo que había hecho y pensé: Dios mío. Santana dormía todavía, con el ceño fruncido. Tenía la boca abierta. Y los labios secos. Los míos también lo estaban, y levanté la mano para tocarlos. La aparté: olía a ella. El olor me estremeció por dentro. El escalofrío era un fantasma del que se había adueñado de mí -de las dos- cuando la estreché en mis brazos por la noche. Poseerte, llamaban a aquello las chicas del barrio. ¿Te ha poseído...? Te, dirán que te asalta como un estornudo, pero un estornudo no tiene nada que ver con eso,
nada de nada... Me estremecí de nuevo, recordando. Toqué con la lengua la yema de un dedo. Tenía un sabor punzante, como el vinagre, la sangre. Como el dinero. Me asusté. Santana hizo un movimiento. Me levanté sin mirarla. Fui a mi habitación. Empecé a sentirme mal. Quizás me habían emborrachado. Quizás me había sentado mal la cerveza que había tomado en la cena. Quizás tenía fiebre. Me lavé las manos y la cara. El agua estaba tan fría que casi picaba. Me lavé entre las piernas. Luego me vestí. Aguardé. Oí que Santana se despertaba y se movía, y fui despacio hacia ella. La vi por el hueco abierto entre las cortinas. Se había incorporado en la almohada. Intentaba atarse los cordones de su camisón. Yo se los había soltado durante la noche. Al verlo, se me revolvieron de nuevo las tripas. Pero cuando ella alzó los ojos hacia mí, miré a otro lado. ¡Miré a otro sitio! Y ella no me llamó a su lado. No habló. Me miró moverme por la habitación, pero no dijo nada. Llegó Margaret con carbones y agua: yo sacaba ropa del ropero, con la cara roja como un tomate, mientras ella se arrodillaba ante el hogar. Santana seguía acostada. Margaret se marchó. Saqué un vestido, enaguas y zapatos. Vertí agua.
—¿Viene a que la vista? —dije.
Lo hizo. De pie, levantó despacio los brazos y yo le alcé el camisón. Sus muslos estaban sonrosados. El vello ensortijado entre sus piernas era moreno. Sobre el pecho tenía una contusión rojiza, en el punto donde yo lo había besado con fuerza. Se lo cubrí. Ella podría haberme detenido. Podría haberme puesto sus manos en las mías. ¡Ella era la señora, al fin y al cabo! Pero no hizo nada. La hice acompañarme hasta el espejo plateado encima de la chimenea, y mantuvo los ojos bajos mientras yo la peinaba y le recogía con alfileres el pelo. Si notó el temblor de mis dedos contra su cara, no lo dejó ver. Sólo cuando yo casi había acabado levantó la cabeza y captó mi mirada. Entonces parpadeó, y pareció buscar las palabras. Dijo:
-He dormido muy profundamente, ¿verdad?
-Sí -dije. Me temblaba la voz-. Sin sueños.
-Sólo he soñado una cosa -dijo-. Pero era... un sueño dulce. Creo..., creo que aparecías tú, Britt...
Mantuvo fijos sus ojos en los míos, como si aguardara. Vi la sangre que latía en su garganta. Si en ese momento la hubiese atraído hacia mí, ella me habría besado. Si hubiese dicho: Te quiero, ella lo habría repetido, y todo habría cambiado. Podría haberla salvado. Habría encontrado un modo -no sé cuál- de rescatarla de su destino. Habríamos engañado a Puck. Habría huido con ella, a Lant Street... Pero si hacía eso, ella descubriría que yo era una granuja. Pensé en decirle la verdad; y temblé todavía más. No podía decírsela. Era una chica demasiado sencilla. Demasiado buena. ¡Si hubiera habido alguna mácula en ella, alguna mota de maldad en su corazón...! Pero no había ninguna. Sólo aquella contusión roja.. Un único beso la había producido. ¿Qué iba a hacer ella en el barrio? Pero ¿qué iba a hacer yo si volvía al barrio con ella a mi lado? Oí otra vez la risa de John. Pensé en la señora Sucksby. Santana me observaba la cara. Le puse el último alfiler en el pelo y a continuación la redecilla de terciopelo. Tragué saliva y dije:
—¿En su sueño? No lo creo, señorita. Yo no. Sería..., sería el señor Puckerman. -Me acerqué a la ventana-. ¡Mire, ahí está! Ya casi se ha fumado el cigarrillo. ¡Se marchará, si tarda!
Estuvimos mutuamente incómodas todo aquel día. Paseamos, pero separadas. Ella extendió el brazo para enlazarlo con el mío, pero yo me aparté. Y aquella noche, cuando ya la había acostado y estaba bajando las cortinas, miré al espacio vacío a su lado y dije:
-Las noches se han vuelto muy calurosas, señorita. ¿No le parece que dormirá mejor sola...?
Volví a mi cama estrecha, con sábanas como láminas de hojaldre. La oí removerse y suspirar durante toda la noche; y yo me removí y suspiré también. Noté que el hilo que nos unía tiraba y tiraba de mi corazón, tan fuerte que me hacía daño. Cien veces estuve a punto de levantarme y de ir a su cama; cien veces pensé: ¡Ve con ella! ¿A qué estás esperando? ¡Vuelve a su lado! Pero todas las veces pensé en lo que ocurriría si lo hiciera. Sabía que no podía acostarme a su lado sin tener deseos de tocarla. No habría podido sentir su aliento en mi boca sin querer besarla. Y no habría podido besarla sin desear salvarla. Así que no hice nada. No hice nada, tampoco, a la noche siguiente, ni a la otra; y pronto no hubo más noches: el tiempo, que siempre había discurrido tan despacio, de repente transcurrió aprisa, y llegó el fin de abril. Y para entonces era demasiado tarde para cambiar las cosas.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 03, 2014 8:32 pm

Ohhhh... el plan se logrará llevar a cabo?
Intrigas intrigas...
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 03, 2014 9:22 pm

Capitulo 15
Puck fue el primero en marcharse. El señor López y Santana le despidieron en la puerta de la casa, y yo observé desde la ventana. Ella le tendió la mano y él hizo una reverencia. Luego el coche le transportó hasta la estación de Marlow. Iba sentado con los brazos cruzados, el sombrero hacia atrás, la cara hacia nosotras, la mirada puesta ya en Santana, ya en mí. «Ahí se va el demonio», pensé. No hizo señal alguna. No le hacía falta. Había repasado el plan con nosotras y lo conocíamos de memoria. Viajaría cinco kilómetros en tren y luego aguardaría. Teníamos que permanecer hasta medianoche en la sala de Santana, y después salir. Nos reuniríamos con él en el río, cuando el reloj diera las doce y media. El día transcurrió exactamente como siempre. Santana fue a ver a su tío, como tenía por costumbre, y yo trajiné por sus habitaciones, examinando las cosas; sólo que esta vez, por supuesto, buscaba las que debíamos llevarnos. Almorzamos. Paseamos por el parque, fuimos hasta el almacén del hielo, las tumbas y el río. Aunque era la última vez que hacíamos este itinerario, las cosas parecían igual que siempre. Éramos nosotras las que habíamos cambiado. Caminamos sin hablar. De vez en cuando nuestras faldas se juntaban -y en una ocasión las manos-, y nos separábamos, como si alguien nos hubiera pinchado, pero no sé si ella también se ponía colorada, porque no la miraba. De vuelta en su habitación, se quedó inmóvil como una estatua. Solamente a ratos la oía suspirar. Sentada ante su mesa, frente a su joyero lleno de broches y anillos, yo abrillantaba las piedras con el vinagre que había en un platillo. Pensé que más valía hacer aquello que nada. En un momento dado, ella se acercó a mirar. Luego se retiró, enjugándose los ojos. Dijo que el vinagre se los irritaba. A mí también. Llegó el atardecer. Cada una se fue a cenar por su cuenta. Abajo, en la cocina, todo el mundo estaba decaído. «No parece lo mismo, ahora que el señor Puckerman se ha ido», decían. Bizcocho, la cocinera, tenía la cara sombría como el trueno. Cuando Margaret dejó caer una cuchara al suelo, ella le asestó con un cazo un golpe que le hizo chillar. Y en cuanto nos sentamos a la mesa, Charles prorrumpió en llanto y tuvo que salir corriendo de la cocina, quitándose los mocos de la barbilla.
-Se lo ha tomado muy a pecho -dijo una de las camareras. Se había hecho a la idea de ir a Londres como criado del señor Puckerman.
-¡Vuelve aquí! -gritó Way, puesto en pie, con la peluca suelta-. ¡Si yo tuviera tu edad, si fuera un chico como tu, estaría avergonzado!
Pero Charles no quiso volver, le llamara Way o quien fuera. Había servido el desayuno a Puck, lustrado sus botas, cepillado sus chaquetas elegantes. Ahora se quedaría empantanado, afilando cuchillos y abrillantando vasos, en la casa más silenciosa de Inglaterra. Se sentó a llorar en la escalera, y se daba cabezazos contra la barandilla. Way fue donde él y le propinó una paliza. Oímos los impactos de su cinturón contra el trasero de Charles, y sus aullidos. En cierto modo, esto aguó la cena. Comimos en silencio, y cuando acabamos y Way ya había vuelto, con la cara púrpura y la peluca escorada, no fui con él y Stiles a tomar mi budín. Dije que me dolía la cabeza. Casi era verdad. Stiles me miró de arriba abajo, y luego apartó la vista.
-Qué mal aspecto tiene, señorita Pierce -dijo-. Es como si se hubiera dejado la salud en Londres.
Pero me importaba un bledo lo que ella pensara. No volvería a verla, ni tampoco a Way ni a Margaret ni a Bizcocho. Di las buenas noches y subí a mi cuarto. Santana, por supuesto, estaba con su tío. Hasta que llegó hice lo que habíamos planeado, y recogí todos los vestidos y zapatos y prendas que habíamos decidido llevarnos. Todo lo cual era de prendas que habíamos decidido llevarnos. Todo lo cual era de ella. Dejé allí mi vestido de tela marrón. No me lo había puesto desde hacía más de un mes. Lo metí en el fondo de mi baúl, que también dejé allí. Sólo podíamos llevar bolsas. Santana había encontrado dos maletas antiguas de su madre. El cuero estaba húmedo, con un lamparón blanco. Estaban marcadas en una placa de latón con letras tan grandes que hasta yo las leía: una M y una L, el nombre de su madre, que era el mismo que el de Santana. Forré las maletas con papel y las llené hasta arriba. En una -la más pesada, que yo acarrearía- puse las joyas que había pulido. Las envolví en lino, para protegerlas de los tumbos y para que no se deslucieran. Junto a ellas metí un guante de Santana, uno blanco de cabritilla, con botones de nácar. Se lo había puesto una vez y creía que lo había perdido. Me propuse guardarlo como un recuerdo de ella. Pensé que el corazón se me partía en dos. Ella subió de donde su tío. Llegó retorciéndose las manos.
-¡Oh! -dijo-. ¡Qué dolor de cabeza! ¡Pensé que esta noche no me soltaría nunca!
Yo había adivinado que ella llegaría así; y había cogido de Way un poco de vino, a modo de cordial. Le hice sentarse y beber un poquito, y luego mojé un pañuelo con vino y le froté con él los laterales de la frente. El vino tiñó el pañuelo de rosa, y la cabeza de Santana, donde se la froté, se puso carmesí. Tenía la cara fría al tacto. Movió los párpados. Cuando los levantó, me hice a un lado.
-Gracias -dijo en voz baja, con los ojos muy benévolos.
Bebió un poco más. Era un vino de calidad. Yo apuré lo que ella dejó, y que me traspasó como una llama.
—Ahora tiene que cambiarse —dije. Se había vestido para la cena. Yo le había preparado el camisón-. Pero tenemos que dejar el armazón.
No había sitio, en efecto, para el miriñaque. Sin él, su vestido corto por fin se convirtió en largo, y parecía más esbelta que nunca. Había adelgazado. Le di botas sólidas para que se las calzara. Le enseñé las maletas. Las tocó y meneó la cabeza.
-Te has encargado de todo -dijo-. Yo nunca hubiera pensado en todo esto. Sin ti no habría podido hacer nada.
Sostuvo mi mirada, con expresión agradecida y triste. A saber cómo estaba mi cara. Me di media vuelta. La casa crujía, se asentaba a medida que las criadas subían al piso de arriba. Sonó de nuevo el reloj, dando las nueve y media. Dijo:
-Tres horas, hasta que venga.
Lo dijo con el mismo tono lento y medroso con que en una ocasión le había oído decir: «Tres semanas.» Apagamos la lámpara de la sala y nos apostamos en la ventana. No veíamos el río, pero contemplamos la tapia del parque y pensamos en el agua que se extendía detrás, fría y a punto, y que esperaba, igual que nosotras. Aguardamos una hora sin decir casi nada. A ratos ella temblaba. «¿Tiene frío?», le preguntaba. Pero no tenía frío. Por fin la espera empezó a afectarme los nervios. Pensé que quizás no había empacado las cosas como era debido; que quizás me había olvidado de su ropa interior, o de sus joyas, o de aquel guante blanco. Sabía que había metido el guante, pero empezaba a reconcomerme como Santana, inquieta como una pulga. La dejé en la ventana, fui a su dormitorio y abrí las maletas. Saqué todos los vestidos y la ropa blanca y volví a empacarlos. Después, cuando apretaba una tira sobre una hebilla, se rompió. El cuero eran tan viejo que estaba casi picado. Cogí una aguja y cosí la tira con grandes y frenéticas puntadas. El hilo olía a sal cuando lo partí de un mordisco. Entonces oí que se abría la puerta de Santana. El corazón me dio un vuelco. Puse las maletas fuera de la vista, a la sombra de la cama, y me levanté a escuchar. No se oía nada. Fui a la puerta de la sala y miré dentro. Las cortinas de la ventana estaban abiertas y por ella entraba la luz de la luna; pero la habitación estaba vacía, Santana se había ido. Había dejado la puerta entornada. Fui hasta ella de puntillas y atisbé el pasillo. Creí percibir otro ruido distinto al de los crujidos habituales y los tictac de la casa; tal vez, una puerta que se abría y se cerraba a lo lejos. Pero no estaba segura. Llamé una vez, susurrando: «¡Señorita Santana!», pero hasta un susurro resonaba en Briar, y guardé silencio, agucé los oídos, escudriñé la oscuridad, me interné unos pasos en el pasillo y me paré a escuchar. Junté las manos y las apreté muy fuerte, más nerviosa de lo que puedo expresar, pero también estaba, para ser sincera, bastante enfadada, pues ¿no era impropio de ella andar por allí fuera, a aquellas horas, sin motivo alguno y sin haberme advertido? Cuando el reloj dio las once y media la llamé otra vez y avancé algunos pasos más en el pasillo. Pero mi pie tropezó con el borde de una alfombra, y estuve a punto de caer. Ella conocía tan bien el camino que podía recorrerlo sin ayuda de una vela, pero para mí el lugar era extraño. No me atreví a ir a buscarla. ¿Y si me extraviaba en la oscuridad? Quizás no supiera desandar el camino. Conque me limité a esperar, contando los minutos. Volví al dormitorio y saqué las maletas. Me aposté en la ventana. Había plenilunio, la noche era radiante. El césped se extendía a los pies de la casa, la tapia al final de ella, el río más allá. En algún lugar del agua estaba Puck, que se aproximaba mientras yo observaba. ¿Cuánto tiempo esperaría? Por fin, cuando ya echaba humo por las orejas, el reloj dio las doce. Cada campanada me hizo temblar. Sonó la última y resonó su eco. Pensé: «Ya está.» Y, mientras lo pensaba, oí el golpeteo sordo de sus botas; ella estaba en la puerta, pálida en la oscuridad, resollando como un gato.
-¡Perdóname, Britt! -dijo-. He ido a la biblioteca de mi tío. Quería verla por última vez. Pero no podía entrar hasta que supiera que él estaba dormido.
Se estremeció. Me la imaginé pálida, sigilosa, callada y sola entre aquellos libros negros.
-No importa -dije-, pero debemos apurarnos. Venga aquí, venga. Le entregué su capa y me abroché la mía. Santana miró a su alrededor, a todo lo que abandonaba. No pudo contener un castañeteo de los dientes. Le di la maleta más liviana. Me puse delante de ella y le planté un dedo en la boca.
-Ahora cuidado -le dije.
Mi nerviosismo se había disipado y de repente recobré la calma. Pensé en mi madre y en todas las casas oscuras y dormidas que debía de haber desvalijado antes de que la apresaran. La mala sangre circuló por mis venas, como un vino. Salimos por la escalera de servicio. Yo la había recorrido minuciosamente el día anterior, buscando peldaños que crujieran mucho; ahora la conduje sobre ellos, cogida de la mano, y vigilando dónde ponía los pies. La hice detenerse, esperar y escuchar en el arranque del pasillo donde estaban las puertas de la cocina y del office de la señora Stiles. Su mano aferraba la mía. Corrió un ratón, raudo, por los paneles de madera, pero no hubo ningún otro movimiento, ni se oyó sonido alguno. En el suelo había esteras que amortiguaban el rumor de los zapatos. Sólo se sentía el frufrú de nuestras faldas. La puerta que daba al patio estaba cerrada con llave, pero la llave estaba puesta. La saqué antes de girarla, y la unté con un poco de grasa; acto seguido unté con más grasa los cerrojos que había en la parte superior y en la inferior de la puerta. Había cogido la grasa del aparador de la señora Bizcocho. ¡Sacaría seis peniques menos del chico del carnicero! Santana me vio aplicarla a las cerraduras con una mirada atónita. Dije, bajando la voz:
-Aquí es fácil. Si viniéramos desde el otro lado sería difícil.
Le lancé un guiño. Era la satisfacción del trabajo hecho. Pensé entonces que ojalá hubiera sido más arduo. Me lamí la grasa de los dedos, apoyé el hombro en la puerta y la encajé en su marco: hecho esto, la llave giró con fluidez y los cerrojos calzaron en sus clavijas, suaves como bebés. El aire de fuera era frío y claro. La luna proyectaba grandes sombras negras. Las agradecimos. Nos pegamos a los muros más oscuros de la casa, fuimos de uno a otro con rapidez y sigilo, y después atravesamos corriendo un rincón de césped hasta los setos y árboles que había más allá. Volvió a cogerme de la mano y le indiqué hacia dónde tenía que correr. Una sola vez noté que vacilaba, y al volverme la vi mirando a la casa con una expresión extraña que a medias era temor y que al mismo tiempo, sin embargo, era casi una sonrisa. No había luces en las ventanas. Nadie vigilaba. La casa parecía plana como un decorado de teatro. La dejé contemplarla durante casi un minuto y luego le tiré de la mano.
-Tenemos que irnos ya -dije.
Ella volvió la cabeza y no miró más. Llegamos rápidamente a la tapia del parque y la seguimos a lo largo de un sendero enmarañado y húmedo. Los arbustos se enredaban en la lana de nuestras capas, unos bichos saltaron en la hierba y se escabulleron por delante de nosotras; tuvimos que aplastar y romper telarañas perfectas y relucientes como hilos de cristal. El ruido nos pareció estridente. Respirábamos con dificultad. Recorrimos un trecho tan largo que pensé que nos habíamos pasado la verja que daba al río; pero entonces el camino se ensanchó y surgió el arco, brillantemente iluminado por la luna. Santana se me adelantó, sacó su llave, franqueamos la verja y velozmente la dejamos atrás. En cuanto estuvimos en el parque respiré con más libertad. Depositamos las maletas en el suelo y nos quedamos inmóviles en la oscuridad, a la sombra de la tapia. La luna alumbraba los juncos de la orilla opuesta y los convertía en lanzas de malignas puntas. La superficie del río parecía casi blanca. Lo único que se oía era el flujo del agua, el trino de algún pájaro; Luego se oyó la salpicadura de un pez. Escuché, y no oí nada. Miré al cielo, a todas sus estrellas. Había más de lo normal. Miré a Santana. Tenía la cara envuelta en la capa, pero al ver que yo me giraba hacia ella extendió el brazo y me cogió de la mano. No la tomó para que la guiara ni para que la consolase; lo hizo tan sólo porque era la mía. Una estrella se movió en el cielo y las dos la miramos.
-Trae suerte -dije.
En eso sonó la campana de Briar. Las doce y media: la campanada se oyó claramente en el parque, supongo que aguzada por el aire nítido. Por un segundo, su eco se cernió sobre el oído; por encima se elevó otro sonido más tenue -ella y yo nos separamos al oírlo—, que era el cuidadoso chirrido de unos remos, el deslizamiento de agua contra madera. Por el meandro del río plateado llegaba la forma oscura de una barca. Vi los remos que se hundían y emergían, esparciendo monedas de luz de luna; después se alzaron en el aire y se hizo el silencio. La barca se deslizaba hacia los juncos, y se balanceó y chirrió de nuevo cuando Puck se levantó a medias de su asiento. A la sombra de la tapia, donde estábamos, no podía vernos. No nos veía, pero no fui yo quien dio el primer paso, sino ella. Caminó envarada hasta la orilla, cogió el cabo de cuerda que él le lanzó y sujetó el balanceo de la barca hasta que se estabilizó. No recuerdo si Puck habló. Creo que en vez de mirarme, después de haber ayudado a Santana a cruzar el antiguo embarcadero, me dio la mano y me guió como a ella a lo largo de las planchas podridas. Creo que hicimos todo esto en silencio. Sé que la barca era estrecha, y que nuestras faldas abultaron al sentarnos, porque cuando Puck agarró los remos para virar, nos bamboleamos y yo temí de pronto que el bote volcara y me imaginé que el agua inundaba todos aquellos pliegues y volantes y nos tragaba hacia el fondo. Pero Santana guardó el equilibrio. Vi que Puck la contemplaba. Nadie habló, sin embargo. Lo habíamos hecho todo en un instante, y el bote avanzaba rápido. Navegábamos a favor de la corriente. Durante un trecho, el río siguió la tapia del parque; sobrepasamos el sitio donde yo le había visto besarle la mano; después, la tapia se alejó, serpenteando. La suplantó una hilera de árboles oscuros. Santana no los miraba, tenía los ojos clavados en su regazo. Proseguimos con mucha cautela. Una gran quietud envolvía la noche. Puck mantenía la barca lo más cerca posible de las sombras de la orilla; sólo de tanto en tanto, cuando los árboles raleaban, avanzábamos bajo la luz de la luna. Pero no había nadie por allí que nos viese. Las casas edificadas cerca del río estaban oscuras y cerradas a cal y canto. Al llegar a un punto en que el río se ensanchaba y había islas con barcazas atracadas en ellas y caballos pastando, Puck dejó de remar y nos deslizamos en silencio, pero tampoco había nadie que nos viera pasar o se acercase a mirarnos. El río volvió a estrecharse y seguimos su curso; más adelante no hubo ya casas ni embarcaciones. Sólo hubo oscuridad, la luz quebrada de la luna, el chirrido de las espadillas, el ascenso y descenso de las manos de Puck y el blanco de sus mejillas por encima de sus patillas. No surcamos durante mucho tiempo el río. En un paraje de la ribera, a tres kilómetros de Briar, paró la barca y la atracó. De allí había zarpado. Había dejado un caballo allí, con una silla de amazona encima. Nos ayudó a desembarcar, sentó a Santana en el caballo y ató las maletas a su lado. Dijo:
-Nos falta más o menos un kilómetro. ¿Santana? -Ella no respondió-. Tienes que ser valiente. Estamos muy cerca.
Me miró a mí y asintió. Nos pusimos en marcha, él llevando al caballo de la brida, Santana encorvada y rígida en su silla, y yo caminando detrás. No nos topamos con nadie. Miré otra vez las estrellas. En casa nunca veías estrellas tan luminosas, el cielo nunca estaba tan oscuro y despejado. El caballo no llevaba herraduras. Sus cascos resonaban sordos en la tierra del camino. Avanzábamos bastante despacio; a causa de Santana, supuse, para que no la marease el zarandeo. De todos modos, parecía mareada, y cuando por fin llegamos al sitio que él había encontrado -había dos o tres casas de campo inclinadas, y una gran iglesia negra-, su aspecto había empeorado. Un perro que se acercó rompió a ladrar. Puck le dio un puntapié y el animal aulló. Nos condujo a la casa más cercana a la iglesia, y por su puerta abierta salió un hombre, seguido de una mujer con un farol. Nos estaban esperando. Era la mujer que nos había reservado habitaciones: estaba bostezando, pero mientras lo hacía estiraba el cuello para tener una buena visión de Santana. A Puck le hizo una reverencia. El hombre era el clérigo, el párroco... o como se llame. Se inclinó; llevaba una sucia túnica blanca, y no se había afeitado. Dijo:
-Buenas noches. Buenas noches a usted, señorita. ¡Y qué noche más hermosa para una escapada!
Puck sólo dijo: «¿Está todo listo?» Levantó los brazos hacia Santana, para ayudarla a desmontar; ella descendió con desmaña, sin soltar las manos de la silla, y al tocar el suelo se alejó de él. No se acercó a mí, sino que se mantuvo aparte. La mujer seguía examinándola. Contemplaba su tez pálida, su bello rostro inmóvil, su aire de mareo, y supe que pensaba –como supongo que cualquiera lo haría- que estaba embarazada y que se casaba por miedo. Quizás Puck se lo había dado a entender cuando habló con ella. Porque favorecía sus planes, en el caso de que se interpusiera el señor López, hacer creer que había poseído a Santana en la propia casa de su tío; y más tarde podríamos decir que ella había perdido al niño. Pensé que diría eso por quinientas libras más. Lo pensé a pesar del odio que sentí por la mujer que miraba de aquel modo a Santana, y a pesar de que me odié a mí misma por pensarlo. El clérigo se adelantó e hizo otra reverencia.
-Todo listo, en efecto, señor -dijo-. Sólo queda el asuntillo de... a la vista de las especiales circunstancias...
-Sí, sí -dijo Puck. Se llevó aparte al párroco y sacó su monedero. El caballo agitó la cabeza, pero de una de las otras casas había salido un chico para llevárselo. El también miró a Santana, pero después me miró a mí, y fue a mí a quien saludó tocándose la gorra con la mano. Claro está que no la había visto montada en la silla, y como yo vestía uno de los viejos vestidos de Santana debí de parecerle una dama, y ella tenía un porte tan abatido y apocado que parecía la criada. Ella no lo vio. Estaba mirando al suelo. El párroco se guardó el dinero en algún bolsillo debajo de su toga y luego se frotó las manos.
-Muy bien -dijo- ¿No quiere la señora cambiarse de ropa? ¿Le gustaría ver su habitación? ¿O celebramos la unión ahora mismo?
-Ahora mismo -dijo Puck, antes de que nadie pudiera contestar. Se quitó el sombrero y se alisó el pelo, toqueteándose un poco los rizos alrededor de las orejas. Santana estaba muy tiesa. Me acerqué a ella, le adecenté la capucha y le arreglé los pliegues de la capa; luego le pasé las manos por el pelo y las mejillas. Ella no me miró. Tenía la cara fría. El dobladillo de su falda era oscuro, como si lo hubieran bañado en un tinte de luto. Su capa estaba manchada de barro. Dije:
-Deme sus mitones, señorita... -Porque sabía que, debajo de ellos, tenía los guantes blancos de cabritilla-. Es mucho mejor que vaya a su boda con guantes blancos que con mitones de gamuza.
Me dejó quitárselos y luego cruzó las manos. La mujer me dijo:
-¿No hay flores para la señora?
Miré a Puck. El se encogió de hombros.
-¿Te gustaría una flor, Santana? -dijo con indiferencia. Ella no contestó. El dijo-: Bueno, creo que prescindiremos de flores. Ahora, señor, si le parece bien...
-¡Por lo menos debería conseguirle una flor! -dije-. ¡Sólo una, para que la lleve a la iglesia!
No lo había pensado hasta que lo dijo la mujer; pero ahora..., ¡ah!, la crueldad de convertirla en su esposa, sin un mínimo detalle, me pareció tan horrible que no pude soportarlo. Me salió una voz casi frenética, y Puck me miró malhumorado, y el párroco con curiosidad, y la mujer con tristeza, y entonces Santana volvió los ojos hacia mí y dijo, lentamente:
-Me gustaría una flor, Noah. Me gustaría. Y Britt también tiene que tener una flor.
Cada vez que se decía esta palabra, flor, parecía sonar un poco más raro; Puck resopló y empezó a mirar alrededor, con una expresión irritada. El cura también buscaba. Eran como la una y media, y estaba muy oscuro donde no iluminaba la luna. Estábamos en un césped embarrado, con setos de zarzas. Los setos eran negros. Si hubiera flores allí, no las habríamos encontrado. Le dije a la mujer:
-¿No tiene nada que nos pueda servir? ¿No tiene una flor en un tiesto?
Ella pensó un minuto y luego, ágilmente, volvió a entrar en la casa y salió con un ramito de hojas secas, redondas como chelines, blancas como papel, temblorosas sobre unos tallos delgados que parecían a punto de partirse. Eran lunarias. Las contemplamos sin que nadie supiera su nombre. Santana cogió los tallos y los dividió, dándome algunos y quedándose con la mayoría para ella. Las hojas temblaban más que nunca en sus manos. Puck encendió un cigarro, le dio dos caladas y lo tiró. La colilla brillaba en la oscuridad. Hizo una señal al clérigo, y éste cogió el farol y nos condujo a través de la verja de la iglesia y a lo largo de un sendero entre una hilera de sepulturas inclinadas a las que la luna arrancaba sombras afiladas y profundas. Santana caminaba con Puck, con el brazo apoyado en el suyo. Yo iba con la mujer. Íbamos a ser las testigos. Se llamaba la señora Cream.
-¿Vienen de lejos? -preguntó.
No respondí. La iglesia era de pedernal y, aun iluminada por la luna, parecía muy negra. El interior estaba encalado, pero el blanco se había tornado amarillo. Había unas cuantas velas encendidas alrededor del altar y de los bancos, y unas polillas en torno a las velas, algunas muertas en la cera. No intentamos sentarnos, sino que fuimos derechos hasta el altar y el párroco se colocó delante con la Biblia. Pestañeó ante la página. Al leer se embrolló con las palabras. La señora Cream resoplaba como un caballo. Yo sostenía mi pobre y encorvada ramita de lunaria, y observaba a Santana muy rígida en su sitio, al lado de Puck. Yo la había besado. Me había tendido sobre ella. La había tocado con una mano acariciante. La había llamado «perla». Ella había sido más buena conmigo que cualquier otra persona salvo la señora Sucksby, y me había hecho amarla, cuando mi sola intención había sido buscarle la ruina Estaba a punto de casarse y estaba muerta de miedo. Y pronto nadie volvería a amarla nunca.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por iloveBrittana4ever Jue Abr 03, 2014 9:24 pm

hola cómo estas?  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 1206646864  Espero q bien ... hace unos días leí tu FF que se ve interesante y ps hasta ahora me tienes enganchadísima
Saludos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 1206646864 
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Mensaje por Invitado Vie Abr 04, 2014 8:34 am

Hola ke tal. Como siempre al leer este fic mi imaginacion se hecha andar en la epoca victoriana :) Britt me encanta y Santana ni se diga solo se ke mas delante sufrire un poco a medida ke el fic avanze. pero el final sera feliz, verdad?
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Mensaje por Marta_Snix Vie Abr 04, 2014 1:15 pm

iloveBrittana4ever escribió:hola cómo estas?  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 1206646864  Espero q bien ... hace unos días leí tu FF que se ve interesante y ps hasta ahora me tienes enganchadísima
Saludos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 1206646864 
Hola, bien gracias, me alegro que te este gustando, espero que siga manteniendote enganchada
Nos vemos  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 2 3750214905 
yaadiizbear12 escribió:Hola ke tal. Como siempre al leer este fic mi imaginacion se hecha andar en la epoca victoriana :) Britt me encanta y Santana ni se diga solo se ke mas delante sufrire un poco a medida ke el fic avanze. pero el final sera feliz, verdad?
Hola, sí, ya llega lo bueno... Sobre el final... bueno tendras que leerlo para saberlo :P
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Vie Abr 04, 2014 1:16 pm

Capitulo 16
Vi que Puck la miraba. El párroco tosió encima de su libro. Habíamos llegado a la parte de la ceremonia en que preguntaban si alguno de los presentes conocía algún impedimento para que el hombre y la mujer que tenía delante contrajeran matrimonio; miró por encima de las cejas y durante un segundo la iglesia permaneció en silencio. Contuve la respiración y no dije nada. De modo que él prosiguió, mirando a Santana y a Puck, y les preguntó lo mismo, diciendo que el día del juicio final tendrían que confesar todos los secretos horribles de su corazón, y que más valía confesarlos ahora y zanjar el asunto. De nuevo hubo un silencio. Se dirigió a Puck.
-¿Quiere usted...? -dijo, y todo lo demás—. ¿Honrará a esposa durante toda la vida?
-Sí -dijo Puck.
El párroco asintió. Después se dirigió a Santana y le preguntó lo mismo, y ella respondió, tras un titubeo.
-Sí, quiero -dijo.
Entonces Puck se destensó un poco. El párroco se despegó el cuello de la garganta y se la rascó.
-¿Quién entrega a esta mujer en matrimonio? -dijo.
Permanecí totalmente inmóvil hasta que Puck se giró hacia mí; hizo un gesto con la cabeza y yo fui a colocarme al lado de Santana, y me indicaron que tenía que cogerle la mano y pasársela al párroco para que él la pusiera en la de Puck. Más que nada en el mundo, habría querido que esto lo hiciera la señora Cream. Los dedos de Santana, sin el guante, estaban rígidos y fríos como si fueran de cera. Puck los tomó y repitió las palabras que le leyó el oficiante; a continuación Santana cogió su mano y pronunció las mismas palabras. Su voz era tan débil que parecía ascender como humo en la oscuridad y luego desvanecerse. Puck sacó un anillo, tomó de nuevo la mano de Santana y se lo insertó en el dedo, repitiendo al mismo tiempo las palabras del párroco, de que la veneraría y le daría todos sus bienes. El anillo producía un efecto extraño en la mano de Santana. Parecía de oro a la luz de la vela, pero, como vi más tarde, era falso. Todo lo era, y no habría podido ser peor. El párroco leyó otra oración, levantó las manos y cerró los ojos.
-Lo que Dios ha unido -dijo-, que el hombre no lo separe.
Y eso fue todo. Estaban casados. Puck la besó y ella se balanceó, como aturdida. La señora Cream dijo en un murmullo:
-No sabe lo que le espera, mírela. Lo sabrá más tarde..., un hombretón como él. Je, je.
No me volví a mirarla. De haberlo hecho le habría propinado un puñetazo. El párroco cerró la Biblia y nos llevó del altar a la habitación donde guardaba el registro. En él Puck escribió su nombre y Santana -que en adelante sería la señora Puckerman- escribió el suyo; y la señora Cream y yo pusimos los nuestros debajo. Puck ya me había enseñado a escribir «Pierce»; aun así, lo escribí torpemente y me avergoncé. ¡Me avergoncé de aquello! El recinto estaba oscuro y olía a humedad. En las vigas aleteaban cosas; quizás pájaros, tal vez murciélagos. Vi a Santana escudriñando las sombras, como temiendo que se le abalanzaran. Puck la tomó del brazo, se lo sostuvo y la condujo fuera de la iglesia. Unas nubes tapaban la luna, y la noche era más oscura. El párroco nos estrechó la mano, hizo una reverencia a Santana y se marchó. Lo hizo a toda prisa, y mientras caminaba se quitó la sotana y debajo llevaba ropa negra; pareció que se apagaba como se apaga una luz. La señora Cream nos llevó a su casa. Ella transportaba el farol y nosotros íbamos a trompicones tras ella; la puerta era baja, y al cruzarla Puck le derribó el sombrero. La señora nos llevó por unos tramos de escaleras escoradas, demasiado estrechas para nuestras faldas, hasta un rellano más o menos tan grande como un armario, donde todos nos apretujamos durante un momento y donde la llama del farol entró en contacto con la capa de Santana y le quemó la bocamanga. Había allí dos puertas cerradas que daban a los dos pequeños dormitorios de la casa. En el primero había un colchón de paja sobre un camastro en el suelo, y era el mío. El segundo tenía una cama más grande, una butaca y un ropero, y era el de Puck y Santana. Ella entró en la alcoba y clavó los ojos en el suelo, sin mirar a nada. Había una sola vela encendida. Sus maletas estaban al lado de la cama. Fui a sacar sus cosas, una por una, y a meterlas en el ropero. La señora Cream dijo:
-¡Qué bonita ropa blanca!
Estaba observando desde la puerta. Puck estaba junto a ella, con una expresión rara. Era él quien me había enseñado a manejar unas enaguas, pero ahora, al verme sacar las camisas y las medias de Santana, parecía casi asustado. Dijo:
-Bueno, voy a fumar un último cigarrillo abajo. Britt, ¿te encargarás de poner la habitación cómoda?
No contesté. El y la patrona hicieron al bajar un ruido de mil diablos con las botas, y la puerta y las tablas y la escalera torcida retemblaron. Poco después le oí fuera, encendiendo una cerilla. Miré a Santana. Aún tenía en las manos los tallos de lunaria. Dio un paso hacia mí y dijo rápidamente:
-Si te llamo más tarde, ¿vendrás?
Le cogí las flores de la mano y después la capa. Dije:
-No piense en eso. Durará un minuto.
Ella me agarró de la muñeca con la mano derecha, que todavía llevaba el guante puesto. Dijo:
—Escúchame, hablo en serio. Da igual lo que él haga. Si te llamo, dime que vendrás. Te daré dinero si lo haces.
Su voz era extraña. Le temblaban los dedos, pero me agarraba fuerte. La idea de que me diese aunque sólo fuera un cuarto de penique era espantosa. Dije:
-¿Dónde tiene las gotas? Mire, aquí hay agua, tómese las gotas y se quedará dormida.
-¿Dormir? -dijo. Se rió y respiró-. ¿Crees que quiero dormir en mi noche de bodas?
Me apartó la mano. Me puse detrás de ella y empecé a desvestirla. Cuando ya le había quitado el vestido y el corsé, me volví y le dije en voz baja:
-Más vale que use el orinal. Y que se lave las piernas, antes de que él venga.
Creo que se estremeció. No la miré, pero oí las salpicaduras del agua. Luego la peiné. No había espejo para que se viese, y cuando se acostó miró a su lado y no había mesa, ni caja, ni retrato, ni luz: vi que extendía el brazo como una ciega. Entonces se cerró la puerta de la casa, y ella se recostó, agarró las mantas y se las subió hasta la altura del pecho. Su cara parecía morena contra la blancura de la almohada, pero yo sabía que estaba pálida. Oímos a Puck y a la señora Cream hablando en la habitación de abajo. Se oían con claridad sus voces. Había rendijas entre las tablas del suelo, y se veía una luz tenue. Miré a Santana. Captó mi mirada. Tenía los ojos negros, pero le brillaban como cristales.
-¿Vas a seguir apartando la vista? -dijo, en un susurro, cuando me vio girar la cabeza. La miré de nuevo. No pude evitarlo, aunque su cara era un espanto, era horrible verla. Puck continuaba hablando. Entró en el cuarto el soplo de una brisa que atenuó la llama de la vela. Tirité. Pero ella no dejaba de mirarme. Habló de nuevo:
-Ven aquí -dijo.
Moví la cabeza. Ella lo repitió. Volví a negar con la cabeza, pero fui hacia ella, a pesar de todo; crucé sin hacer ruido las tablas crujientes y ella levantó los brazos, acercó mi cara hacia la suya y me besó. Me besó con su dulce boca, salada de lágrimas; y no pude menos que devolverle el beso; mi corazón era ya como hielo en mi pecho, ya como agua fluyendo del calor de sus labios. Pero entonces hizo esto: apretando con los dedos mi cabeza, me empujó fortísimo la boca contra la suya, y me cogió la mano y la llevó primero a su pecho y después a donde las mantas se hundían, entre sus piernas. Allí se frotó con mis dedos hasta que ardieron. La sensación dulce y veloz que su beso me había producido se convirtió en algo como horror o miedo. Me zafé de ella y retiré los dedos.
-¿No quieres hacerlo? -dijo, hablando bajo, extendiendo el brazo-. ¿No lo hiciste antes, en previsión de esta noche? ¡No puedes entregarme a él ahora, con tus besos en mi boca, tu tacto en mi cuerpo, ahí, para ayudarme a sobrellevarlo! ¡No te vayas! -Me agarró otra vez-. Te fuiste antes. Dijiste que te había soñado. Ahora no estoy soñando. ¡Ojalá soñase! ¡Dios sabe, Dios sabe que querría estar soñando y despertar otra vez en Briar!
Sus dedos resbalaron de mi brazo, y se recostó y se hundió en la almohada; yo, de pie, unía y desunía las manos, asustada por su expresión, sus palabras y su tono cada vez más alto; temía que fuese a gritar o a desmayarse; temía, ¡Dios me condene!, que gritase lo bastante alto para que Puck y la señora Cream oyesen que yo la había besado.
—¡Chist! ¡Chist! -musité-. Está casada con él ahora. Es otra persona. Es su mujer. Tiene que...
Me callé. Ella levantó la cabeza. Abajo, la luz era más intensa y se desplazaba. Las botas de Puck retumbaron en la estrecha escalera. Le oí reducir el paso, vacilar ante la puerta. Quizás se preguntase si debía llamar, como hacía en Briar. Por fin aplicó lentamente el pulgar sobre el picaporte y entró.
-¿Estás lista? -dijo. Traía consigo el frío de la noche. No dije nada más, ni a él ni a ella. No miré a la cara de Santana. Fui a mi cuarto y me tumbé en la cama. Me tumbé a oscuras con la capa y el vestido puestos y la cabeza entre el colchón y la almohada; y lo único que oí, todas la veces en que desperté aquella noche, fueron los bichitos que se arrastraban entre la paja, debajo de mi mejilla. A la mañana siguiente, Puck vino a mi habitación. Entró en mangas de camisa.
-Quiere que vayas a vestirla -dijo.
El desayunó en el piso de abajo. A Santana le habían subido una bandeja con un plato. En el plato había huevos y riñones; no los había probado. Estaba sentada muy tiesa en la butaca junto a la ventana, y vi al instante cómo sería en adelante mi relación con ella. Tenía la tez tersa, pero oscura en torno a los ojos. No llevaba los guantes. La alianza amarilla relucía. Ella me miró como lo miraba todo —el plato de huevos, la vista desde la ventana, el vestido que yo sostenía para introducírselo por la cabeza-, con una mirada dócil, distante y extraña; y cuando le hablé para preguntarle una nimiedad, ella escuchó, aguardó y al responder parpadeó, como si la respuesta y la pregunta –hasta los movimientos de su garganta al pronunciar las palabras fueran absolutamente sorprendentes e insólitas. La vestí y ella se sentó de nuevo junto a la ventana. Mantuvo las manos dobladas a la altura de la muñeca, con los dedos ligeramente levantados, como si dejarlos descansar sobre la tela suave de su ancha falda pudiese hacerles daño. Tenía la cabeza ladeada. Creí que quizás estuviera tratando de escuchar las campanadas de Briar. Pero en ningún momento mencionó a su tío ni su antigua vida. Cogí su orinal y lo vacié en el retrete que había detrás de la casa. La señora Cream me abordó al pie de la escalera. Llevaba una sábana en el brazo. Dijo:
-El señor Puckerman dice que hay que cambiar la ropa de cama.
Me miró como si tuviese ganas de guiñarme un ojo. No la miré el tiempo suficiente para que pudiese hacerlo. Me había olvidado de esta cuestión. Subí despacio las escaleras y ella me siguió, resoplando más que nunca. Tras hacerle a Santana una especie de reverencia, fue a la cama y retiró las mantas. Debajo había algunas manchas de sangre oscura, que habían sido restregadas y esparcidas. Ella las examinó y luego buscó mi mirada como diciendo: «Vaya, quién lo hubiera dicho. ¡Un buen revolcón, al fin y al cabo!» Desde su asiento, Santana miraba por la ventana. En la habitación de abajo se oyó el chirrido del cuchillo de Puck sobre el plato. La señora Cream levantó la sábana, para ver si la sangre había manchado el colchón de debajo; la complació ver que no era así. La ayudé a cambiarla y luego la acompañé a la puerta. Ella había hecho otra reverencia y había visto la mirada extraña y mansa de Santana.
-Ha sido duro para ella, ¿eh? -susurró—. ¿Quizás echa de menos a su hombre?
Al principio no dije nada. Después recordé nuestro plan y lo que iba a ocurrir. Más vale que ocurra pronto, pensé sombríamente. Me quedé con ella en el pequeño rellano y cerré la puerta. Le hablé en voz baja:
-Duro no es la palabra. Hay problemas aquí arriba. El señor Puckerman la adora y no tolerará cotilleos..., la ha traído a este sitio tranquilo con idea de que el campo la calme.
-¿Calmarla? -dijo ella entonces-. ¿Quiere decir...? ¡Dios me libre! ¿No irá a estallar..., perder los estribos..., pegar fuego a la casa?
—No, no -dije-. Ella sólo... tiene la cabeza muy embarullada.
-Pobre señora -dijo ella. Pero vi que pensaba. El trato no consistía en tener a una loca en la casa. Y cada vez que, en adelante, subía una bandeja, miraba de refilón a Santana y la dejaba muy deprisa, como si tuviera miedo de que la mordiese.
-No le gusto -dijo Santana, tras haberla visto actuar de aquel modo un par de veces.
Yo tragué saliva y dije:
-¿Que no le gusta? ¡Qué idea! ¿Por qué no iba a gustarle?
-No lo sé -respondió ella suavemente, mirándose las manos. Más tarde también Puck le oyó decir esto; vino a verme a solas.
-Qué bien -dijo-. Haz que Cream le tenga miedo, y que Santana tenga miedo de Cream, sin darlo a entender... Muy bien. Esto nos ayudará cuando llegue el momento de llamar al médico.
Dejó pasar una semana antes de llamarle. Pensé que era la peor semana de mi vida. El le había dicho a Santana que deberían quedarse un día; pero la segunda mañana la miró y le dijo:
-¡Qué pálida estás, Santana! Me parece que no estás bien. Creo que deberíamos quedarnos un poco más, hasta que recuperes fuerzas.
—¿Un poco más? -dijo ella, con un tono apagado-. ¿Pero no podemos ir a tu casa de Londres?
—Creo de verdad que no te encuentras bien.
-¿Bien? Pero si estoy muy bien..., pregúntale a Britt. Britt, dile al señor Puckerman lo bien que me encuentro.
Se estremeció en su silla. Yo no dije nada.
-Sólo uno o dos días -dijo Puck—. Hasta que hayas descansado. Hasta que estés tranquila. ¿Y si te quedaras más tiempo en la cama...?
Ella se echó a llorar. El se le acercó y ella redobló sus temblores y su llanto. Él dijo:
-¡Oh, Santana, me rompe el corazón verte así! Si pensara que te serviría de alivio, por supuesto que te llevaría a Londres ahora mismo... Te llevaría en brazos..., ¿crees que no lo haría? Pero fíjate en ti misma y dime: ¿de verdad crees que estás bien?
-No lo sé —dijo ella—. Todo es tan raro aquí. Tengo miedo, Noah...
-¿Y no será más raro en Londres? ¿Y no estarías asustada allí, donde hay tanto ruido, y gente, y oscuridad? Ah, no, éste es el sitio donde debo cuidarte. Aquí está la señora Cream, para que te sientas cómoda...
-La señora Cream me odia.
—¿Odiarte? Oh, Santana. Ahora estás diciendo tonterías, y debería entristecerme que las digas, y a Britt también, ¿verdad, Britt? -Yo no respondí-. Pues claro que se entristece -dijo con sus duros ojos oscuros en los míos. Santana me miró también, y apartó la vista. Puck tomó su cabeza en las manos y le besó la frente- Vamos -dijo-. No discutamos más. Nos quedaremos otro día..., sólo un día, ¡hasta que la palidez abandone tus mejillas y los ojos vuelvan a brillarte!
Dijo lo mismo al día siguiente. El cuarto día estuvo severo con ella: dijo que parecía querer disgustarle, hacerle esperar, cuando lo único que él quería era llevarla a Chelsea como esposa; el quinto día la cogió en sus brazos y, al borde de las lágrimas, le dijo que la amaba. A partir de entonces ella ya no preguntó cuánto tiempo iban a quedarse. Su cara no recobró el color. Tenía la mirada opaca. Puck dijo a la señora Cream que le preparase toda clase de comida nutritiva, y ella le llevó más huevos, más riñones, hígado, bacon grasiento y morcillas. La carne agrió el aire de la habitación. Santana no probaba estos alimentos. Los comía yo, puesto que alguien tenía que hacerlo. Yo me los comía y ella se sentaba a mirar por la ventana, dando vueltas al anillo de su dedo, extendiendo las manos o mordiéndose un mechón de pelo. Tenía los cabellos tan mates como los ojos. No me dejaba lavárselos; a duras penas me permitía peinárselos, porque dijo que no soportaba que el cepillo le rascase la cabeza. Seguía llevando puesto el vestido que había traído de Briar, que tenía el dobladillo manchado de barro. Su mejor vestido -uno de seda me lo regaló. Dijo:
-¿Para qué ponérmelo aquí? Prefiero que lo lleves tú. Es mucho mejor que te lo pongas tú, en vez de que esté guardado en el ropero.
Nuestros dedos se tocaron por debajo de la seda, y nos separamos, alarmadas. Después de aquella primera noche, no había intentado besarme de nuevo. Cogí el vestido. Ensancharle la cintura me ayudaba a pasar las terribles horas; y a ella parecía gustarle ver cómo yo lo cosía. Cuando terminé, me lo puse y me coloqué ante ella, su expresión era extraña.
-¡Qué bien te sienta! -dijo, sonrojándose-. El color te realza los ojos y el pelo. Lo sabía. Ahora eres toda una belleza, ¿no? Y yo estoy fea, ¿no crees?
Yo le había llevado un espejito de la señora Cream. Lo empuñó con su mano trémula y lo colocó delante de nuestros rostros. Me acordé de aquel día en que ella me había probado un vestido, en su antigua habitación, y había dicho que éramos hermanas, y de lo alegre que había estado entonces, y lo regordeta y desenfadada. Le había gustado mirarse en el espejo y embellecerse para Puck. Ahora... ¡lo vi! ¡Lo vi en la malicia desesperada de sus ojos! Ahora se alegraba de haberse afeado. Creía que así él no la querría. Habría podido decirle que él la querría de todas maneras. Pero no sé lo que él le había hecho. Yo no hablaba con él más de lo preciso. Hacía todo lo que era necesario, pero lo hacía en una especie de denso y desventurado trance, procurando no pensar ni sentir; estaba tan abatida, casi, como Santana. Y Puck, para hacerle justicia, parecía igualmente atribulado. Sólo subía a besarla y a intimidarla, un rato cada día; el resto del tiempo lo pasaba sentado en la sala de la señora Cream, fumando: el humo ascendía a través del suelo y se mezclaba con el olor de la carne, el orinal, las sábanas de la cama. Un par de veces se marchó a caballo. Fue en busca de noticias del señor López, pero sólo oyó el rumor de que había un revuelo extraño en Briar, nadie sabía exactamente por qué. Por la noche se apostaba junto a una cerca en la parte trasera de la casa, a mirar a los cerdos de hocico negro, o daba una vuelta por la alameda o alrededor del cementerio. Paseaba, sin embargo, como si supiera que le observábamos, no al estilo jactancioso de antes, cuando fumaba cigarros en el césped, sino andando a tirones, como si no aguantara nuestra mirada en la espalda. De noche yo desvestía a Santana, cuando él llegaba les dejaba solos y me acostaba con la cabeza entre la almohada y el colchón susurrante. Yo debería haber dicho que él sólo necesitaba hacérselo una vez. Tendría que haber pensado que él quizás temiera dejarla embarazada. Pero había otras cosas que pensé que él querría que ella hiciera, ahora que él ya sabía lo tersas que eran sus manos, lo mórbidos que eran sus pechos, lo cálida y resbalosa que era su boca. Y cada mañana, cuando yo iba a verla, Santana parecía más pálida y más delgada y más aturdida que la noche anterior; y él me miraba menos que antes, y se tiraba de las patillas, y su arrogancia se había desvanecido. Él, por lo menos, sabía el horror que se traía entre manos, el maldito canalla. Finalmente mandó llamar al médico. Le oí escribiendo la carta en la sala de la casa. Le escribía a un médico que él conocía. Tal vez hubiese cometido alguna fechoría, quizás en algún asunto médico femenino, y había abierto un manicomio porque era algo más seguro. Pero la deshonestidad, para nosotros, equivalía a seguridad. El médico no conocía el plan de Puck. A éste no le interesaba compartir con él el dinero. Además, la historia era de lo más sólida. Y estaba la señora Cream para ratificarla. Santana era joven, era fantasiosa y la habían tenido apartada del mundo. Había dado la impresión de que amaba a Puck, y él la amaba; pero apenas una hora después de casados ella había empezado a volverse rara. Creo que cualquier médico habría hecho lo que hizo aquél, al oír la historia que le contó Puck y al vernos a Santana y a mí tal como estábamos entonces. Vino con otro médico, su ayudante. Hace falta el dictamen de dos médicos para recluir a una paciente. Su centro de trabajo estaba cerca de Reading. El coche en que llegaron tenía un aspecto extraño, con postigos como persianas de lamas y pinchos en la trasera. Pero no vinieron a llevarse a Santana; no todavía, sino sólo a examinarla. Se la llevaron más tarde. Puck le dijo que eran dos de sus amigos pintores. A ella no pareció interesarle. Me dejó que la lavara, que le arreglase un poco el pelo y que le adecentase el vestido; pero no se movió de su silla y no dijo una palabra. Sólo cuando vio el carruaje lo miró fijamente y empezó a respirar un poco más rápido, y yo me pregunté si habría visto, como yo, las persianas y los pinchos. Los médicos se apearon. Puck se precipitó a su encuentro, se estrecharon las manos, juntaron las cabezas y lanzaron una mirada furtiva hacia nuestra ventana.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Tat-Tat Vie Abr 04, 2014 3:02 pm

Noooooooooooooooo !!!!!!!!!!!!!!!!!!!! me apena a situación de San...
Dime que Britt hará algo, o que volverá a buscarla T-T
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