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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 Primer15
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Mensaje por Tat-Tat Mar Abr 15, 2014 10:10 pm

Acaso es su madre???
O.una de las enfermeras antiguas???

Me he perdido de todo por andar en otras...lo siento
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Mensaje por perez102 Miér Abr 16, 2014 1:30 am

Esta historia da muchos giros pero, a la vez es bastante emocionante. saludos y esperando con ansias la proxima actualizacion.
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Mensaje por monica.santander Miér Abr 16, 2014 9:40 pm

Esta historia es muy pero muyyyyyyy intrigante!!!
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 17, 2014 5:04 pm

Tat-Tat escribió:Acaso es su madre???
O.una de las enfermeras antiguas???

Me he perdido de todo por andar en otras...lo siento
Pronto, muy pronto se va a saber, se viene una historia del pasado...
perez102 escribió:Esta historia da muchos giros pero, a la vez es bastante emocionante. saludos y esperando con ansias la proxima actualizacion.
Sí, da muchos giros, pero vale la pena
monica.santander escribió:Esta historia es muy pero muyyyyyyy intrigante!!!
Saludos
Sabía que os iba a gustar, a mi me encanto
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Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 17, 2014 5:06 pm

Capitulo 32
-Quítate la capa, Santana -dice.
Yo pienso: Va a estrangularme. No me desato la capa y retrocedo despacio, alejándome de él y de la mujer, hacia la ventana. Romperé el cristal con el codo si es preciso. Caeré a la calle, gritando. Noah me mira y suspira. Agranda los ojos.
-No hace falta que pongas esa cara de conejo -dice-. ¿Crees que te hubiese traído hasta aquí para hacerte daño?
-¿Y tú crees que voy a confiar en que no lo harás? -respondo-. Tú mismo me dijiste en Briar que por el dinero estabas dispuesto a todo. ¡Ojalá entonces hubiera escuchado mejor! Dime ahora que no te propones arrebatarme toda mi fortuna. Dime que no piensas conseguirla por medio de Britt. Supongo que irás a recogerla al cabo de un tiempo. Supongo que para entonces ya estará curada. -Se me encoge el corazón-. La inteligente Britt. Una buena chica.
-Cállate, Santana.
-¿Por qué? ¿Para matarme en silencio? Adelante, hazlo. Y vive con esa crimen en la conciencia, en el supuesto de que tengas una.
-Te aseguro que a nadie iba a importarle que te asesinen -dice, rápidamente y con ligereza. Se aprieta los ojos con los dedos-. Pero a la señora Sucksby no le gustaría.
-Ella -digo, mirándola de reojo. Sigue observando el jabón, el cepillo, sin decir nada-. ¿Haces todo lo que ella te manda?
-Todo, en este caso. -Lo dice en serio; y como titubeo, sin entenderle, prosigue-: Escúchame, Santana. El plan entero era de ella. De principio a fin. Y, por granuja que yo sea, no lo soy tanto como para estafarle a ella.
Su expresión parece sincera, aunque también me lo había parecido con anterioridad.
-Estás mintiendo -digo.
-No. Es la verdad.
-El plan es de ella. -No consigo creerlo—. ¿Ella te ha enviado a Briar, a casa de mi tío? ¿Y, antes de eso, a París? ¿A ver a Hawtrey?
-Me envió a buscarte. Da igual los caminos retorcidos que he tomado para llegar a donde tú estabas. Quizás los habría tomado de todas maneras, sin saber adonde conducían. ¡Podría haber pasado sin verte! Tal vez muchos hombres lo hayan hecho. No tienen a la señora Sucksby guiando sus pasos.
Miro a uno y a otra.
-Ella sabía lo de mi fortuna, entonces -digo, al cabo de un rato-. Lo sabía todo el mundo, supongo. Ella conocía, ¿a quién? ¿A mi tío? ¿A un criado de la casa?
-Te conocía a ti, Santana, antes que casi todo el mundo.
La mujer, finalmente, alza la vista hasta mi cara y asiente.
-Conocí a tu madre -dice.
¡Mi madre! Me llevo la mano al cuello; es curioso, porque el retrato de mi madre está con mis joyas, su cinta se ha deshilacliado, no lo he llevado puesto desde hace años. ¡M madre! He venido a Londres para huir de ella. Ahora, de repente, pienso en su tumba en el parque de Briar, desatendida, descuidada, en la piedra blanca que empieza a grisear. La mujer sigue mirándome. Dejo caer una mano.
-No te creo -digo-, ¿Mi madre? Dime cómo se llamaba.
Ella pone una expresión taimada.
-Lo sé -dice-, pero no te lo diré todavía. Pero te diré por qué letra empieza. Empieza por M. Te diré la segunda letra. Es una A.
Lo sabe, sé que lo sabe. ¿Cómo lo sabe? Escudriño su cara, sus ojos, sus labios. Me resultan conocidos. ¿Qué es? ¿Quién es?
-Una enfermera -digo-. Eras enfermera...
Pero ella mueve la cabeza y casi sonríe.
-¿Por qué iba a serlo?
-¡Entonces no lo sabes todo! -digo—. ¡No sabes que nací en un manicomio!
-¿Ah, sí? -responde rápidamente-. ¿Por qué lo dices?
-¿Crees que no me acuerdo de mi propia casa?
-Creo que te acuerdas del lugar donde viviste de niña. Todos nos acordamos. Eso no significa que nacieses allí.
-Sé que nací allí -digo.
-Eso te dijeron, me figuro.
-¡Lo saben todos los criados de mi tío!
-Quizás también se lo dijeron a ellos. ¿Por eso va a ser verdad? Quizás sí, quizás no.
Mientras habla, se desplaza desde la jofaina a la cama y se sienta en ella, lenta y pesadamente. Mira a Noah. Se lleva la mano a una oreja y se frota el lóbulo. En un alarde de tranquilidad dice:
-¿Te parece bien tu habitación, Puck? -Averiguo así, que aquí, entre los rateros, le llaman por este nombre-. ¿Está a tu gusto? -El asiente. Ella vuelve a mirarme-. Reservamos ese cuarto -continúa, con el mismo tono ligero, amigable y peligroso para que Puck se aloje cuando viene. Es un cuarto alto y muy apartado, te lo aseguro. Ahí ha habido toda clase de asuntos. Se sabe que ha venido gente, a la chita callando –finge sorpresa-, bueno, como has venido tú, a pasar uno o dos días, dos semanas, ¿quién sabe cuánto tiempo?, escondidos ahí arriba. Paisanos, quizás, con los que a la policía le habría gustado tener una charla. No los encontraron, ¿ves?, cuando vinieron a buscarlos. Chicos, chicas, niños, señoras...
Aquí hace una pausa. Palmea el espacio a su lado.
-¿No quieres sentarte, querida? ¿No tienes ganas? Quizás dentro de un minuto. -Cubre la cama una manta, un edredón de cuadrados de colores, toscamente tejidos y cosidos juntos. Ella empieza a tirar de una costura, como distraída-. ¿De qué estaba hablando? -dice, mirándome a los ojos.
-De señoras -dice Noah.
Ella mueve la mano y levanta un dedo.
-De señoras -dice-. Eso es. Por supuesto, vienen tan pocas damas de verdad que se te quedan grabadas en la memoria. Me acuerdo de una, en especial, que vino... Ah, ¿cuánto tiempo hará? ¿Dieciséis años? ¿Diecisiete, dieciocho? -Me mira la cara-. A ti te parecerá mucho tiempo, cielo. Toda una vida, ¿no? Sólo que espera a tener mi edad, querida. Entonces los años pasan todos a la vez. Todos a la vez, como tantas lágrimas... -Da un tirón con la cabeza y contiene el aliento, con un suspiro atribulado y breve. Aguarda. Pero yo sigo callada, fría, cautelosa, y no digo nada. Entonces ella prosigue-. Pues aquella señora —dice- no era mucho mayor que tú ahora. Pero estaba en un apuro. Le había dicho mi nombre una mujer del barrio que se ocupaba de chicas y de sus problemas. ¿Sabes de qué hablo, querida? ¿De cuando las chicas se ponen pachuchas, como es lo natural cada cierto tiempo, después de no tener ya indisposiciones? -Mueve la mano, hace una mueca-. Nunca hice eso. No era mi terreno. Mi idea era que si no va a matarle cuando salga, más vale tenerlo y venderlo; o, mejor aún, ¡dármelo a mí para que yo lo venda! O sea, a gente que quiere niños para tenerlos como criados o aprendices, o como hijos e hijas normales. ¿Sabías, querida mía, que hay gente así en el mundo? ¿Y gente como yo, que suministra niños? ¿No? -Tampoco respondo. Mueve la mano otra vez-. Bueno, quizás la señora de la que estoy hablando no lo sabía tampoco hasta que vino a verme. Pobrecilla. La mujer del barrio había intentado ayudarla, pero estaba ya muy avanzada, sólo había conseguido que enfermara. «¿Dónde está su marido?», le pregunté, antes de hacerla pasar. «¿Dónde está su madre? ¿Dónde está toda su familia? No la seguirán hasta aquí, ¿verdad?» Dijo que no la seguían. No estaba casada y ahí estaba el problema, por supuesto. Su madre había muerto. Se había fugado de una gran mansión, a sesenta kilómetros de Londres, río arriba, dijo... -Asiente, sin apartar sus ojos de los míos. Tengo más frío que nunca-. Su padre y su hermano la estaban buscando, probablemente con intención de matarla; pero me juró que nunca la encontrarían en el barrio. En cuanto al caballero que era el causante del aprieto, diciendo que la amaba..., pues el hombre tenía esposa y un hijo, y la había abandonado a su desgracia, y se lavaba las manos... Como hacen ellos, desde luego. ¡Lo cual, en un negocio como el mío, es muy de agradecer!
Sonríe, casi guiña un ojo.
-La dama tenía dinero -prosigue-. La admití en casa y la alojé arriba. Quizás no debiera haberlo hecho. Ibbs me dijo que no debía, porque yo ya tenía cinco o seis bebés en casa, y estaba derrengada y nerviosa, más todavía porque acababa de dar a luz un bebé mío, que se murió... -Aquí su expresión cambia, y agita una mano delante de sus ojos—. Pero no voy a hablar de esto. No quiero hablar de esto.
Traga saliva y mira a su alrededor por un momento, como si buscara el hilo perdido de su relato. Luego parece encontrarlo. La confusión se disipa en su cara, topa con mi mirada y señala con un gesto hacia arriba. Miro con ella hacia el techo. Es de un color amarillo sucio, veteado de gris por el humo de lámparas.
-La pusimos ahí arriba -dice-, en el cuarto de Puck. Y me pasaba el día entero sentada a su lado, cogiéndola de la mano, y todas las noches la oía dar vueltas en la cama, llorando. Casi se te partía el corazón. Era más inofensiva que un vaso de leche. Pensé que se moriría. También el señor Ibbs. Creo que hasta ella lo pensaba, porque le faltaban todavía dos meses, y cualquiera podía ver que no tendría fuerzas para llegar al final. Pero quizás también el bebé lo sabía..., a veces lo saben. Así que lleva una semana aquí cuando rompe aguas y la criatura empieza a salir. Tarda un día y una noche. ¡Quiere salir! Aun así es una cosa diminuta, pero su madre, que está muy débil, ya no puede más. Entonces oye llorar a su bebé y levanta la cabeza de la almohada. «¿Qué es eso, señora Sucksby?», dice. «¡Es su bebé, querida!», le digo. «¿Mi bebé?», dice ella. «¿Es un chico o una chica?» «Es una niña», digo. Y cuando ella lo oye grita, con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Que Dios la ayude, entonces! Porque el mundo es cruel con las mujeres. ¡Ojalá hubiera muerto, y yo con ella!»
Mueve la cabeza, levanta las manos, las deja caer sobre las rodillas. Noah se apoya en la puerta. En ella hay un gancho del que cuelga una bata de seda: él ha cogido el cinturón de la bata y se lo está pasando por la boca. Tiene los ojos clavados en los míos, los párpados un poco caídos: su expresión es indescifrable. De la cocina, abajo, llegan risas y un chillido entrecortado. La mujer escucha y emite otro de sus suspiros compungidos.
-Es Dainty, otra vez llorando... -Pone los ojos en blanco—. ¡Pero cuánto he hablado! ¿Verdad, señorita López? ¿No te canso, cielo? No hay gran cosa de interés, quizás, en estas viejas historias...
-Sigue -le digo. Tengo la boca seca, se me pega-. Sigue contando lo de aquella mujer.
-¿La que tuvo la niña? Era una cosita de nada, la pobre: rubia, con los ojos azules..., bueno, todos nacen con los ojos azules, y más adelante se oscurecen, claro...
Mira intencionadamente a mis ojos castaños. Parpadeo y me sonrojo. Pero pongo una voz neutra.
-Sigue -repito-. Sé lo que quieres decirme. Dímelo ya. La mujer quería que su hija muriese. ¿Qué más?
-¿Que la niña muriese? -Mueve la cabeza-. Eso dijo. Eso dicen las mujeres, a veces. Y algunas veces lo dicen en serio. Pero ella no. Aquella niña lo era todo para ella, y cuando le dije que era mejor que me la diese, en lugar de quedársela, se puso como una loca. «¿Pero acaso quiere criarla usted misma?», dije. «¿Usted, una señora sin marido?» Dijo que se haría pasar por una viuda, que iría al extranjero, donde no la conocía nadie, y que se ganaría la vida como costurera. «Me ocuparé de que mi hija se case con un hombre pobre antes de que conozca mi deshonra», dijo. «Se acabó la vida holgada.» Así pensaba la pobre, y por más que le expliqué qué era lo más sensato, no conseguí quitárselo de la cabeza: prefería ver a su hija llevando una vida modesta pero honrada que devolverla al mundo pudiente del que ella procedía. Quería marcharse a Francia en cuanto recobrara las fuerzas... Y ahora le digo que pensé que era una insensata, pero me habría cortado el brazo por ayudarla, de buena y sencilla que era.
Suspira.
-Pero son los buenos y sencillos los que están destinados a sufrir en este mundo... ¿Acaso no es así? Seguía muy débil y su hija apenas crecía. Pero no paraba de hablar continuamente de Francia, era lo único en que pensaba, hasta que una noche yo la estaba acostando cuando oí que llamaban a la puerta de la cocina. Era la mujer del barrio que me había mandado a la señora: en cuanto veo su cara sé que hay problemas. Los hay. ¿Qué te parece? El padre y el hermano han encontrado finalmente su pista. «Vienen hacia aquí», dice la mujer. «Que Dios me perdone, no tenía la menor intención de decirles dónde vives, pero el hermano tenía un bastón y me ha azotado.» Me enseña la espalda y la tiene negra. «Han ido a buscar un coche», me dice, «y un matón que les ayude. Calculo que dispones de una hora. Saca de aquí a la señora, si quiere irse. ¡Procura esconderla o echarán la casa abajo!» »¡Bueno! La pobrecilla me había seguido abajo y lo había oído todo, y empezó a chillar. “¡Oh, estoy perdida!”, dijo. “¡Oh, si por lo menos consiguiera llegar a Francia!” Pero bajar la escalera casi la había matado, tan débil estaba. “¡Se llevarán a mi bebé!”, dijo. “¡Se la llevarán y se quedarán con ella! ¡La meterán en aquella casona y será como encerrarla en una tumba! ¡Se la llevarán y la pondrán en mi contra...! ¡Oh, y ni siquiera le he puesto todavía un nombre! ¡No le he puesto nombre!...” No decía otra cosa: “¡No le he puesto nombre!” “¡Pues póngaselo decía otra cosa: “¡No le he puesto nombre!” “¡Pues póngaselo ahora!”, le dije, sólo para sosegarla. “Póngale uno, deprisa, ahora que todavía puede.” “¡Sí, voy a hacerlo!”, dijo. “¿Pero qué nombre le pongo?” “Bueno”, le dije, “piénselo: va a ser una dama, en definitiva, ahora no tiene más remedio. Póngale un nombre adecuado. ¿Cómo se llama usted? Póngale el suyo.” A ella se le oscureció la cara. Dijo: “Mi nombre es odioso, prefiero maldecirla antes de permitir que alguien la llame Marianne...”
Se detiene al ver mi cara. He dado un respingo, o la he retorcido; aunque sabía que el relato tenía que llegar a este punto, y aunque he notado que me faltaba el aliento, siento acidez de estómago a medida que la narración avanza. Contengo la respiración.
-No es verdad -digo-. ¡Mi madre, venir aquí, sin marido! Mi madre estaba loca. Mi padre era soldado. Tengo su anillo. ¡Míralo, míralo!
He ido a mi maleta y me he agachado para tirar del cuero acuchillado y buscar el hatillo de ropa interior donde guardo mis joyas. Ahí está el anillo que me dieron en el manicomio; lo sostengo en alto. Me tiembla la mano. La señora Sucksby lo examina y se encoge de hombros.
-Un anillo se puede sacar prácticamente de cualquier parte -dice.
-Es de mi padre -digo.
-De cualquier parte. Podría agenciarme diez como ése y grabarles V R... ¿y serían por eso anillos de la reina?
No puedo responder: ¡que sé yo de dónde vienen los anillos y cómo grabarlos! Repito, más débilmente:
-Mi madre, venir aquí, sin marido. Venir aquí enferma. Mi padre..., mi tío... -Alzo los ojos-. Mi tío. ¿Por qué iba a mentirme mi tío?
-¿Por qué iba a decirte la verdad? -dice Noah, dando un paso adelante y hablando por fin-. Juraría que su hermana era una mujer honesta antes de su desgracia, y que fue sólo infortunada; pero es la clase de infortunio..., bueno, del que un hombre no hablaría con demasiada libertad...
Miro otra vez el anillo. Tiene un corte que me gustaba suponer, de niña, que lo había causado una bayoneta. Ahora el oro parece ligero, como perforado y ahuecado.
-Mi madre estaba loca -digo tercamente-. Me dio a luz atada a una mesa... No. -Me tapo los ojos con las manos-. Esa parte quizás me la inventé. Pero no lo demás. Mi madre estaba loca, la tenían encerrada en una celda de un manicomio, y a mí me enseñaron a tener cuidado con su ejemplo, para que no lo siguiese.
-Es cierto, desde luego, que cuando la atraparon la encerraron en una celda -dice Noah-, como sabemos que hacen con las chicas, de vez en cuando, para satisfacción de algunos caballeros... Bueno, no hablemos más de este asunto, por el momento. -Ha cruzado una mirada con la señora Sucksby-. Y es verdad que te han inculcado el miedo a que siguieras su ejemplo, Santana. ¿Y con qué resultado, salvo el de hacerte miedosa, obediente, indiferente a tu propio bienestar, en otras palabras, la persona ideal para los antojos de tu tío? ¿No te dije una vez que era un canalla?
-Te equivocas -digo-. Te equivocas.
-No se equivoca -responde la señora Sucksby.
-Podéis estar mintiendo, incluso ahora. ¡Los dos!
-Podríamos. -Se da golpecitos en la boca-. La cosa, querida mía, es que no mentimos.
-Mi tío -repito-. Los criados de mi tío. El señor Way, La señora Stiles...
Pero al decir esto siento -una presión espectral- el hombro de Way contra mis costillas, y su dedo en mis corvas: Te crees una dama, ¿eh? Y después, después, las manos duras de la señora de Stiles sobre mis brazos llenos de granos y su respiración contra mi mejilla: ¡Por qué tu madre, con toda su fortuna, tuvo que convertirse en una piltrafa...! Lo sé. Lo sé. Todavía sostengo el anillo. Ahora, con un grito, lo tiro al suelo..., igual que siendo una niña tiraba tazas y platillos.
-¡Maldito sea! -digo. Me veo al pie de la cama de mi tío, con el cuchillo en la mano, veo sus ojos cerrados. Abuso de confianza-. ¡Maldito sea! -Noah asiente. Me vuelvo hacia él-. ¡Maldito tú también! ¿Siempre lo supiste? ¿Por qué no me lo dijiste en Briar? ¿No crees que hubiera tenido más ganas de fugarme contigo? ¿Por qué esperar a traerme aquí, a este sitio asqueroso, para sorprenderme?
-¿Sorprenderte? -dice, con una risa extraña-. Oh, Santana, dulce Santana, ni siquiera hemos empezado.
No le comprendo. Apenas lo intento. Sigo pensando en mi tío, en mi madre..., en mi madre llegando aquí enferma, arruinada... Noah se pone la mano en la barbilla, mueve los labios.
-Señora Sucksby -dice-, ¿tiene alguna bebida aquí? Noto la boca bastante seca. Es la expectativa de la sensación. Me pasa lo mismo en el casino, cuando gira la ruleta. Y en las pantomimas, cuando están a punto de echar a volar las hadas.
La señora Sucksby vacila y luego mira a un estante, abre una caja, saca una botella. Coge tres vasos bajos con el borde dorado. Los limpia con un pliegue de su falda.
-Espero, señorita López, que no pienses que esto es jerez -dice, mientras escancia. El olor del licor, intenso y dulzón, invade el aire enrarecido del cuarto-. Nunca accedería a que hubiese jerez en la habitación de una dama, pero un poquito de buen brandy, que alguna que otra vez sirva de cordial, ¿qué tiene de malo?
-Nada en absoluto -dice Noah- cuando lleva escrito medicina. ¿Eh, Santana?
No contesto. El brandy está caliente. Por fin, me siento en el borde de la cama y me desato la capa. La habitación está más oscura que antes: está anocheciendo. El perfil negro del biombo de crines proyecta sombras. Las paredes -que están empapeladas ya con un diseño de flores, ya con diamantes sucios- son sombrías y estrechas. La cortina se alza contra la ventana: hay una mosca atrapada detrás de ella y zumba con rabia impotente contra el cristal. Me sostengo la cabeza con las manos. Mi cerebro, como la habitación, parece vallado por la oscuridad; mis pensamientos discurren, pero inútilmente. No pregunto, como debería, creo, si se trata de la historia de otra chica y yo sólo la estaba leyendo u oyéndola contar, no pregunto por qué me han traído aquí; qué piensan hacer conmigo ahora; cómo proyectan aprovecharse de mi engaño y confusión. Sigo furiosa todavía con mi tío; lo único que pienso, una y otra vez, es: Mi madre, deshonrada, avergonzada, viniendo aquí, postrada en una casa de rateros. No estaba loca, no estaba loca... Supongo que tengo una expresión extraña. Noah dice:
-Santana, mírame. Ahora no pienses en tu tío y en la casa de tu tío. No pienses en aquella mujer, Marianne.
-Pensaré en ella -digo- como siempre he pensado: ¡como en una demente! Pero mi madre... ¿Un caballero, has dicho? He sido una huérfana todos estos años. ¿Mi padre vive todavía? ¿Nunca ha...?
-Santana, Santana -dice él, suspirando, volviendo a su lugar junto a la puerta-. Mira a tu alrededor. Piensa en cómo has llegado hasta aquí. ¿Crees que te he sacado de Briar, que he hecho lo que he hecho esta mañana, corrido los riesgos que he corrido sólo para que conozcas secretos de familia?
-¡No lo sé! -digo-. ¿Qué sé yo ahora? Si al menos me dieses un poco de tiempo para pensarlo. Si por lo menos me dijeras...
Pero la señora Sucksby se ha acercado a mí y me toca ligeramente el brazo.
-Espera un momento, mi querida niña -dice, con mucha suavidad. Se pone un dedo en la boca, entrecierra un ojo-. Espera y escucha. No has oído toda la historia. Falta la parte mejor. Porque te acuerdas de que había una dama destrozada. Su padre, su hermano y el matón van a llegar dentro de una hora. Está el bebé y yo estoy diciendo: «¿Cómo la llamamos? ¿Por qué no le pone su propio nombre, Marianne?», y la mujer dice que antes la maldeciría que llamarla así. ¿Te acuerdas, querida? «Y sobre lo de ser la hija de una dama», dice a continuación la pobre muchacha, «dígame una cosa: ¿de qué le sirve serlo, sino para estar deshonrada? Quiero ponerle un nombre común», dice, «como a una chica del pueblo. Quiero ponerle un nombre común.» «Pues póngale uno», le digo, con la intención, todavía, de animarla. «Lo haré», dice ella. «Sí. Había una sirvienta que fue buena conmigo, más de lo que han sido nunca mi padre o mi hermano. Quiero ponerle su nombre. La llamaré como ella. La llamaré...»
-Santana -digo, míseramente. He vuelto a agachar la cabeza. Pero como la señora Sucksby guarda silencio, levanto otra vez la cara. Ella tiene una expresión rara. Su silencio es extraño. Mueve despacio la cabeza. Contiene la respiración..., titubea durante otro segundo y dice:
-Brittany.
Noah me observa con la mano delante de la boca. En el cuarto y en la casa reina el silencio. Mis pensamientos, que hasta ahora parecían girar como ruedas, se detienen. Brittany. Brittany. No les permitiré que vean cuánto me confunde esta palabra. Brittany. No hablaré. No me moveré por miedo a tambalearme o a temblar. Me limito a clavar la mirada en la cara de la señora Sucksby. Ella da otro largo sorbo de su vaso de brandy y se enjuaga la boca. Vuelve a sentarse a mi lado, en el borde de la cama.
-Brittany -repite-. Así la llamó la señora. Parece vergonzoso haber puesto a su bebé el nombre de una criada, ¿no? Eso pensé, por lo menos. Pero ¿qué podía decir yo? Pobrecilla, estaba desquiciada..., no paraba de llorar, de chillar, de decir que vendría su padre a llevarse a su hija y que la enseñaría a odiar el nombre de su madre. «Oh, ¿cómo puedo salvarla?», dijo. «¡Preferiría que se la llevase cualquiera, en vez de mi padre y mi hermano! Oh, señora Sucksby, ¡quisiera, se lo juro, que se llevaran el bebé de otra pobre mujer, en vez del mío!»
Ha alzado la voz. Tiene las mejillas coloradas. Hay en su párpado un latido breve, muy rápido. Se lleva la mano a él, da otro trago, vuelve a enjugarse la boca.
-Eso es lo que dijo -dice, más calmada-. Eso es lo que dijo. Y nada más decirlo, todos los niños que hay por la casa se ponen a llorar todos juntos, como si la hubieran oído. Todos suenan igual cuando no eres su madre. A ella, de todos modos, todos le sonaron igual. Yo la había llevado hasta la escalera, la que hay justo fuera de esa puerta -ladea la cabeza, Noah cambia de postura y la puerta emite un crujido-, y ella se para. Me mira y veo lo que está pensando, y el corazón se me enfría.
«¡No podemos!», digo. «¿Por qué no?», me contesta. «Usted misma ha dicho que a mi hija hay que educarla como a una dama. ¿Por qué no educan así, en su lugar, a otra pobre niña sin madre? Pobrecilla, ¡sufrirá también las consecuencias! Pero le juro que le dejaré la mitad de mi fortuna, y Brittany heredará la otra mitad. La heredará si usted se la queda y la educa como a una persona honrada y no le dice nada de su origen hasta que se haya criado como una pobre y aprendido lo que vale eso. ¿No tiene algún bebé sin madre que podamos entregar a mi padre en lugar de Brittany?», dice. «¿No tiene? ¿No? ¡Por el amor de Dios, diga que sí! Tengo cincuenta libras en el bolsillo del vestido. ¡Se las daré! ¡Le mandaré más si hace eso por mí y no le dice a nadie lo que ha hecho!»
Quizás hay movimiento en el cuarto de abajo, en la calle; no lo sé; si lo hay no lo oigo. Miro la cara colorada de la señora Sucksby, sus ojos, sus labios.
-Vaya petición la que me hizo -está diciendo-, ¿no te parece, querida? Aquello sí que era un buen aprieto. Creo que nunca he pensado más rápido ni más intensamente en toda mi vida. Y lo que dije al final fue: «Guárdese el dinero. Quédese con las cincuenta libras. No las quiero. Lo que quiero es lo siguiente: su papá es un caballero, y los caballeros tienen recursos. Me quedaré con su bebé, pero quiero que me escriba un papel diciendo todo lo que ha decidido, y que lo firme y lo selle, para que sea un asunto legal.» «¡Lo haré!», dice, sin más. «¡Lo haré!» Y venimos aquí y le doy un pedazo de papel y tinta y ella lo pone todo por escrito, tal como le he dicho, que Brittany López es su hija, aunque la deja conmigo, y que la fortuna será dividida, y todo lo demás..., y ella pliega el papel y lo sella con el anillo de su dedo, y pone un encabezado diciendo que no debe abrirse hasta el día en que su hija cumpla dieciocho años. Veintiuno, quería poner ella: pero mi mente iba más aprisa, mientras ella estaba escribiendo, y le dije que tenía que ser los dieciocho, porque no debíamos correr el riesgo de que las chicas tomaran marido antes de que supieran lo que tenían que saber. -Sonríe-. A ella le gustó esto. Me lo agradeció.
»Y apenas ella lo había sellado cuando el señor Ibbs nos manda aviso: hay un coche estacionado en la puerta de su tienda, y dos caballeros, uno mayor y otro más joven, que se están apeando y, con ellos, un matón con una estaca. ¡Bien! La señora corre gritando a su cuarto y yo me quedo tirándome de los pelos de la cabeza. Voy a las cunas y cojo a un bebé en particular que hay ahí -una niña del mismo tamaño que la otra y se lo llevo arriba. Digo: “¡Tome! ¡Cójala deprisa y sea cariñosa con ella! Se llama Santana, que al fin y al cabo es nombre de una dama. Acuérdese de su palabra.” “¡Acuérdese de la suya!”, dice la pobre muchacha, y besa a su propia hija y yo la cojo y la llevo abajo para acostarla en la cuna vacía...
Mueve la cabeza.
-¡Era tan poquita cosa! -dice-. Y se hizo en un minuto, mientras los señores aporrean la puerta. «¿Dónde está?», gritan. «¡Sabemos que la tienen!» Ya no había forma de detenerlos. Ibbs les deja entrar, irrumpen en la casa enfurecidos, me ven y me derriban y lo siguiente que sé es que el padre arrastra a la pobre señora escaleras abajo, con todo el vestido volando, los zapatos sin atar y la marca del bastón del hermano en la cara... Y ahí estás tú, querida niña, en los brazos de tu pobre madre, sin que nadie pensara que pudieras ser la hija de otra. ¿Por qué iban a pensarlo? Demasiado tarde para cambiar lo hecho. Ella me lanzó una mirada rápida mientras su padre la bajaba, y nada más; supongo que me miraría desde la ventanilla del coche. Pero no puedo saber si se arrepintió del cambio. Yo diría que se acordó a menudo de Britt, pero sólo eso. Bueno, no más de lo que debía.
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Mensaje por Tat-Tat Jue Abr 17, 2014 6:49 pm

Woooowwww!!!! que fuerte!!!!
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Mensaje por monica.santander Jue Abr 17, 2014 7:11 pm

a buenooo si antes me parecia interesante esta historia ahora ufffffff mucho mas!!!
Por que dejan en el manicomio a Britt entonces??
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 19, 2014 2:16 pm

Tat-Tat escribió:Woooowwww!!!! que fuerte!!!!
Aún hay más...
monica.santander escribió:a buenooo si antes me parecia interesante esta historia ahora ufffffff mucho mas!!!
Por que dejan en el manicomio a Britt entonces??
Saludos
Porque necesitan que Britt, para todos la señora López, esté en el manicomio y así cobrar el dinero de su herencia, quedándose con el dinero completo
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Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 19, 2014 2:19 pm

Capitulo 33
Parpadea y vuelve la cabeza. Ha colocado su vaso de brandy entre ella y yo, encima de la cama; las costuras del edredón evitan que se caiga. Ha juntado las manos; se acaricia los nudillos de una con el pulgar rojo de la otra. Su pie, dentro de la pantufla, tamborilea en el suelo. Mientras hablaba, no me ha quitado los ojos de encima. Cierro los míos. Me los tapo con las manos y miro a la oscuridad formada por mis palmas. Hay un silencio. Se prolonga. La señora Sucksby se me acerca más.
-Querida mía -dice-, ¿no vas a decirnos nada? -Me toca el pelo. Yo sigo sin moverme ni hablar. Ella retira la mano—. Veo que la noticia te ha defraudado un poco -dice. Quizás le hace una señal a Noah, pues él viene y se acuclilla delante de mí.
—¿Comprendes, Santana, lo que te ha dicho la señora Sucksby? -dice, intentando ver a través de mis dedos-. Un bebé se transforma en otro. Tu madre no era tu madre, tu tío no era tu tío. Tu vida no era la vida que tenías que vivir, sino la de Britt; y Britt vivió la tuya...
Dicen que los moribundos ven, desplegado ante sus ojos, a una velocidad increíble, el desfile de toda su vida. Mientras Noah habla, veo la mía: el manicomio, mi vara de madera, los vestidos ceñidos de Briar, el collar de cuentas, los ojos desnudos de mi tío, los libros, los libros... El desfile destella y se desvanece, se ha perdido y es vano, como el brillo de una moneda en agua turbia. Me estremezco, y Noah suspira. La señora Sucksby mueve la cabeza y chista, reprobatoria. Pero cuando destapo la cara los dos se sobresaltan. No estoy llorando, como suponen. Me estoy riendo, presa de una risa horrible, y debo de parecer un fantasma.
-¡Oh, pero si es perfecto! -creo que digo-. ¡Es lo que estaba deseando! ¿Por qué me miráis así? ¿Qué estáis mirando? ¿Creéis que hay una chica aquí sentada? ¡Ha desaparecido! ¡La han ahogado! Está en un fondo insondable. ¿Creéis que tiene brazos y piernas, piel y ropa encima? ¿Que tiene cabello? ¡Sólo tiene huesos, huesos pelados y blancos! ¡Es tan blanca como una hoja de papel! Es un libro del que han borrado y desplazado las palabras...
Trato de respirar, y hasta podría haber agua en mi boca; jadeo en busca de aire, que no llega. Abro la boca, me estremezco y jadeo. Noah me observa.
-No hubo locura, Santana -dice, con expresión de asco-. Recuerda. No tienes ninguna excusa.
-¡Tengo excusa para todo! -digo-. ¡Para todo!
-Querida mía -dice la señora Sucksby. Ha recogido su vaso de licor y lo agita cerca de mi cara-. Querida mía...
Pero yo me estremezco de risa todavía -una risa espantosa- y me convulsiono como lo haría un pez en el extremo de una caña. Oigo maldecir a Noah; después le veo dirigirse a mi maleta y, rebuscando en ella, sacar mi frasco de medicina: echa tres gotas, tres veces, en el vaso de brandy y luego me coge la cabeza y aprieta el vaso contra mis labios. Lo pruebo, trago y toso. Me llevo las manos a la boca. Ésta se me entumece. Cierro de nuevo los ojos. No se cuánto tiempo permanezco así, pero al final noto la manta que cubre la cama envolver mis hombros y mis mejillas. Me he tumbado en la cama. Persisten las convulsiones, a intervalos, de lo que en apariencia es risa; y de nuevo Noah y la señora Sucksby me observan en silencio. Poco después, sin embargo, se acercan un poco más.
-¿Ya estás mejor, querida? -dice suavemente la señora Sucksby. No le respondo. Ella mira a Noah-. ¿No es mejor que nos vayamos y la dejemos dormir?
-Al diablo el sueño -contesta él-. Cree todavía que la hemos traído aquí por nuestra propia conveniencia. -Viene hasta mí y me abofetea-. Abre los ojos -dice.
-No tengo ojos -digo-. ¿Cómo voy a tenerlos? Me los habéis quitado.
Me agarra de un párpado y lo sujeta fuerte.
-¡Abre tus malditos ojos! -dice-. Así está mejor. Hay algo más que tienes que saber. Sólo un poco más y podrás dormir. Escúchame. ¡Escucha! No me preguntes cómo vas a escucharme, porque te corto las putas orejas de los dos lados de la cabeza. Sí, ya veo que has oído. ¿Sientes esto también? -Me golpea-. Muy bien.
El golpe no ha sido tan fuerte como podría haber sido: la señora Sucksby le ha visto levantar la mano y ha intentado frenarlo.
-¡Puck! -dice, ensombreciendo el semblante-. No hay necesidad de esto. Ninguna necesidad. Contén ese genio, ¿quieres? Me parece que la has herido. Oh, querida mía.
Estira la mano hacia mi cara. Noah se pone serio.
-Debería agradecerme -dice, enderezándose, atusándose el pelo- que no le haya hecho nada peor en algún momento de los tres últimos meses. Tiene que saber que volveré a hacerlo, sin inmutarme. ¿Me has oído, Santana? Me has visto comportarme como un caballero en Briar. Pero mi galantería se ha tomado un descanso al llegar aquí. ¿Entendido?
Tumbada en la cama, con la mano en la mejilla, la mirada puesta en él, no digo nada. La señora Sucksby se retuerce las manos. Noah coge el cigarro que tiene detrás de la oreja, se lo pone en la boca, busca una cerilla.
-No he vivido mi vida -digo en un susurro—. Me has dicho que fue una ficción.
-Bueno... -encuentra una cerilla y la enciende—, las ficciones tiene que acabar. Ahora escucha cómo va a acabar la tuya.
-Ya ha terminado -digo. Pero sus palabras me han infundido cautela. Estoy aturdida por el licor, el medicamento, la conmoción, pero no tanto como para no temer lo que van a contarme a continuación, que se proponen retenerme, para qué me retienen...
La señora Sucksby me ve cavilar y asiente.
-Ya empiezas a entenderlo. Ya empiezas a ver -dice-. Me quedé con el bebé de la señora y, lo que es aún mejor, tuve su palabra. La palabra es el clave, por supuesto. La palabra es la que contiene dinero, ¿no? -Sonríe, se toca la nariz. Se inclina un poco más hacia mí-. ¿Quieres verla? -dice con un tono distinto-. ¿Quieres ver la palabra de la dama?
Aguarda. No respondo, pero ella vuelve a sonreír, se separa de mí, mira a Noah, luego le da la espalda y manipula un segundo los botones de su vestido. El tafetán susurra. Cuando el corpiño está abierto a medias, mete la mano hasta, me parece, el fondo del busto, hasta el mismo corazón, y extrae un papel plegado.
-Lo he tenido cerca -dice, mientras me lo tiende- todos estos años. ¡Más cerca que si fuese oro! Míralo.
El papel está doblado como una carta, y ostenta una instrucción inclinada: Para abrir el día del dieciocho cumpleaños de mi hija, Brittany López. Veo este nombre, tiemblo y extiendo la mano, pero ella sujeta el papel celosamente y, al igual que mi tío -¡ya no es mi tío!- con un libro antiguo, no me deja cogerlo; pero sí me permite tocarlo. El papel está caliente, debido al calor del pecho. La tinta es marrón, los pliegues están sucios y descoloridos. El sello está intacto. La firma es la de mi madre..., la madre de Britt, quiero decir, no la mía, no la mía... M.L.
-¿Lo ves, querida niña? -dice la señora Sucksby. El papel tiembla. Se lo aproxima, con la expresión y el gesto de una avara, se lo acerca a la cara y aplica a él los labios antes de darme la espalda y reponerlo en su lugar dentro del vestido. Mientras se ata los botones, mira de nuevo a Noah. El ha estado observando con atención y curiosidad; pero no dice nada. Yo, en cambio, sí hablo:
-Lo escribió ella -digo. Mi voz es pastosa, estoy mareada-. Lo escribió ella. Ellos se la llevaron. ¿Qué pasó después?
La señora Sucksby se vuelve. Su vestido está abrochado y perfectamente liso, pero mantiene la mano encima del corpiño, como atesorando las palabras que hay debajo.
-¿La señora? -dice, distraídamente-. La señora murió, querida. -Inhala aire y su tono cambia-. ¡Me habría hecho polvo si no hubiese durado un mes antes de morir! ¿Quién lo habría dicho? Aquel mes nos trajo contratiempos, porque su padre y su hermano, al llevarla a su casa, la obligaron a cambiar su testamento. Puedes imaginarte en qué sentido. La hija no cobraría un penique, y la hija eras tú, que ellos supieran, hasta que se casara. Hay pretendientes esperándote, ¿eh? Ella me envió una nota, a través de una enfermera, para notificármelo. Para entonces ya la habían encerrado en el manicomio, y a ti con ella... Bueno, eso terminó pronto con ella. Dijo que no tenía la menor idea de cómo irían las cosas, pero la consolaba pensar en mi honradez. Pobrecilla. -Casi parece apenada-. Ése fue su error.
Noah se ríe. La señora Sucksby se alisa la boca y su cara cobra un aire astuto.
-En cuanto a mí -dice-, yo había visto desde el principio que el único problema era cómo conseguir la fortuna entera cuando sólo me correspondía la mitad. Me consuela haber tenido dieciocho años para resolverlo. He pensado en ti muchas veces. Vuelvo la cara.
-Nunca te lo he pedido -digo—. Ni quiero que pienses ahora.
-¡Santana, ingrata! -dice Noah-. La señora Sucksby se ha devanado los sesos durante muchos años urdiendo para ti su plan. Otra chica..., ¿acaso las chicas no buscan ser las heroínas de novelas? Otra chica se sentiría halagada.
Aparto de él los ojos y miro a la señora Sucksby, sin abrir la boca. Ella asiente.
-He pensado en ti muchas veces -repite- y me he hecho muchas preguntas acerca de tu suerte. Suponía que serías guapa. ¡Vaya si lo eres! -Traga saliva-. Sólo tenía dos temores. El primero era que murieses. El segundo, que tu abuelo y tu tío te llevaran fuera de Inglaterra y te casaran antes de que se diese a conocer el secreto de la madre. Leí en un periódico que tu abuelo había muerto. Supe después que tu tío llevaba una vida apacible en el campo, que te tenía con él y mantenía también el sigilo. ¡Mis dos temores desaparecieron! -Sonríe-. Entretanto -dice, y ahora se le agitan los párpados-, entretanto teníamos a Britt. Ya has visto, querida, con qué fidelidad y silencio he guardado la palabra de la dama. -Se palmea el vestido-. Bueno, ¿qué significaba su palabra para mí si Britt no la garantizaba? Piensa en el cuidado y en el silencio con que la he criado. Sana y salva. Piensa en lo despierta que puede haber crecido una chica así en una casa y una calle como la nuestra; piensa también en lo mucho que Ibbs y yo nos hemos esforzado en mantenerla lerda. Piensa en cuánto he rumiado este asunto, sabiendo que al final tendría que utilizarla, pero sin saber nunca muy bien cómo. Piensa en cómo se aclara todo cuando conozco a Puck, y lo aprisa que mi miedo de que te casaras en secreto se transforma en mi certeza de que él es el compadre que debe casarse en secreto contigo... Es cuestión de un minuto, a renglón seguido, mirar a Britt y saber lo que había que hacer con ella –Se encoge de hombros-. Pues ya está hecho. Britt eres tú, querida mía. Y te hemos traído aquí para...
-¡Escucha, Santana! -dice Noah. He cerrado los ojos y vuelto la cabeza. La señora Sucksby se me acerca, levanta la mano, empieza a acariciarme el pelo.
-Te hemos traído aquí -continúa, con mayor suavidad para que empieces a ser Britt. ¡Sólo eso, cariño! Sólo eso.
Abro los ojos y supongo que parezco una estúpida.
-¿Ves? -dice Noah-. Tenemos a Britt, como si fuera mi esposa, encerrada en el manicomio, y cuando se abra su testamento, su parte de la fortuna, o sea, la parte de Santana, la recibo yo. Me gustaría quedarme hasta el último céntimo, pero el plan, al fin y al cabo, fue de la señora Sucksby, y la mitad se la queda ella -dice, haciendo una reverencia.
-Es justo, ¿no te parece? -dice la señora Sucksby, acariciándome todavía el pelo.
-Pero la otra mitad -prosigue Noah-, es decir, la mitad auténtica de Britt..., va también a parar a manos de la señora Sucksby. El documento la nombra tutora de Britt, y me temo que los tutores no son nada escrupulosos a la hora de gestionar la fortuna de sus pupilos... Todo eso no significa nada, por supuesto, si Britt ha desaparecido. Pero la que ha desaparecido es Santana López, la auténtica Santana López -parpadea-, por lo cual me refiero, desde luego, a la falsa Santana López. ¿No es lo que tú querías: desaparecer? Hace un minuto has dicho que ahora tenías excusa para todo. ¿Qué te cuesta, entonces, hacerte pasar por Britt y hacer rica a la señora Sucksby?
-Hacernos ricas a las dos, cariño -dice rápidamente la señora Sucksby-. ¡No soy tan desalmada como para despojarte de todo! ¿No eres una dama, y además guapa? Pues necesitaré a una dama que me enseñe lo que deberé saber cuando sea rica. ¡Tengo planes para las dos, mi cielo, grandes planes! -dice, y se toquetea un poco la nariz.
Me incorporo y la aparto, pero estoy aún tan mareada que no puedo levantarme.
-¡Estáis locos! -les digo-. ¡Estáis locos! ¿Hacerme pasar por Britt?
-¿Por qué no? -dice Noah-. Sólo habrá que convencer a un abogado. Creo que es posible.
-¿Convencerle cómo?
-¿Cómo? Caray, aquí tenemos a la señora Sucksby y al señor Ibbs, que han sido como unos padres para ti, y por lo tanto es de suponer que te conocen mejor que nadie. Y tenemos a John y a Dainty, que jurarán cualquier cosa si hay dinero de por medio, te lo aseguro. Y aquí estoy yo, que te conocí en Briar, cuando eras la doncella de la señorita Santana López, más tarde mi esposa. ¿No has visto ya lo que vale la palabra de un caballero? -Finge que se le acaba de ocurrir una idea-. ¡Pues claro que lo has visto! En el manicomio rural hay un par de médicos que te recordarán, creo. ¿Acaso no les diste la mano y les hiciste una reverencia ayer mismo, y acaso no te vieron a plena luz del día durante veinte minutos, respondiendo a preguntas en nombre de Brittany?
Me deja que asimile esto. Después dice:
-Lo único que te pedimos es que, llegado el momento, interpretes el mismo papel en presencia de un abogado. ¿Qué tienes que perder? Nada, querida Santana: no tienes amigos en Londres, ningún dinero a tu nombre..., caramba, ¡ni siquiera un nombre!
Me he puesto los dedos en la boca.
-Supón —digo- que no lo hago. Supón que cuando venga tu abogado le digo...
-¿Qué? ¿Le vas a decir que planeaste embaucar a una chica inocente? ¿Qué no hiciste nada mientras los médicos le administraban una dosis y se la llevaban? ¿Eh? ¿Qué crees tú que pensará?
Le miro mientras habla. Por fin digo, en un susurro:
-¿De verdad eres tan malvado? -El se encoge de hombros. Me vuelvo hacia la señora Sucksby- ¿Y tú? ¿También eres tan malvada? Pensar que Britt... ¿Eres tan infame?
Ella agita una mano delante de la cara y no responde. Noah resopla.
-Maldad -dice-. Infamia. ¡Qué palabras! Palabras de ficción. ¿Crees que cuando unas mujeres se intercambian sus hijos, lo hacen, como las enfermeras en las operetas, por gusto a la comedia? Mira a tu alrededor, Santana. Vete a la ventana, mira a la calle. Eso es la vida, no una ficción. Es dura, es mísera. Habría sido la tuya de no haber tenido la señora Sucksby la bondad de mantenerte alejada de ella. ¡Cristo! -Se separa de la puerta, levanta los brazos por encima de la cabeza y se estira-. ¡Qué cansado estoy! ¡Qué día de trabajo he tenido hoy! Una chica recluida en un manicomio; otra... Bueno. -Me mira de arriba abajo, me empuja un pie con el suyo-. ¿No más peleas? ¿No más bravatas? Las habrá más adelante, me figuro'. Da igual. El cumpleaños de Britt cae a principios de agosto. Tenemos más de tres meses para convencerte de que colabores. Creo que te bastarán tres días... viviendo en el barrio.
Le estoy mirando, pero no puedo hablar. Pienso todavía en Britt. Él ladea la cabeza.
-¿No dirás, Santana, que te hemos doblegado el ánimo tan pronto? -dice-. Me apenaría pensarlo. -Hace una pausa. Añade-: A tu madre también la hubiese apenado.
-Mi madre -empiezo a decir. Pienso en Marianne, con su mirada de loca. Contengo la respiración. En todo este tiempo no lo había pensado. Noah me mira con aire artero. Se lleva una mano al cuello, se estira la garganta y tose, de una forma débil, femenina pero intencionada.
-Vale ya, Puck -dice la señora Sucksby, inquieta-, deja de pincharla.
-¿Pincharla? -dice él. Se sigue estirando del cuello, como si le rozara-. Sólo que, de tanto hablar, tengo seca la garganta.
-Es porque has hablado demasiado -responde ella-. Señorita López, puedo llamarte así, ¿verdad? Suena natural, ¿no crees? Señorita López, no le hagas caso. Tenemos mucho tiempo para hablar de eso.
-¿De mi madre, te refieres? -digo-. ¿De mi verdadera madre, que tú hiciste que fuera la de Britt? Se ahogó, ¡ya ves que sé algo!, se ahogó con un alfiler.
-¡Con un alfiler! -dice Noah, riéndose-. ¿Britt te dijo eso?
La señora Sucksby se muerde los labios. Paso la mirada de uno a otra.
-¿Qué era? -pregunto, cansada-. Por el amor de Dios, decídmelo. ¿Creéis que todavía soy capaz de asombrarme? ¿Creéis que me importa? ¿Qué era? ¿Una ratera, como vosotros? Bueno, si tengo que prescindir de la demente, supongo que servirá una ladrona...
Noah vuelve a toser. La señora Sucksby aparta la vista de él y junta y mueve las manos. Cuando habla, su voz es baja, grave.-Puck -dice-, ya no tienes nada más que decirle a la señorita López. Pero yo sí debo tener con ella unas palabras. Palabras que una mujer prefiere decirle a una chica en privado.
El asiente.
-Lo sé -dice-. Me muero de ganas de oírlas.
Ella aguarda, pero él no se marcha. Ella se me acerca, se sienta a mi lado y, una vez más, la rehuyo.
-Querida mía -dice-. La verdad es que no hay una forma agradable de decirlo, ¡y yo lo sé mejor que nadie!, porque ya se lo dije una vez a Britt. Tu madre...
Se moja los labios y mira a Noah.
-Dígaselo -dice él-. O lo haré yo.
De modo que ella se apresura a hablar, más rápido.
—Tu madre -dice- fue juzgada no sólo por robo, sino por matar a un hombre... ¡Oh, Dios mío, la ahorcaron por eso!
-¿Ahorcada?
-Una asesina, Santana -dice Noah con fruición-. Desde la ventana de mi habitación se ve el sitio donde la colgaron...
-¡Puck, hablo en serio!
El se calla. Yo repito: «¿Ahorcada?»
-El juego del ahorcado -dice la señora Sucksby, como si esto, signifique lo que signifique, me ayudara a digerirlo. Escruta mi cara-. No pienses en eso, querida. ¿Qué importancia tiene ahora? ¿No eres una dama? ¿A quién le importa tu origen? Anda, mira todo esto.
Se levanta y enciende una lámpara; de la oscuridad emerge una veintena de superficies ramplonas: la bata de seda, el latón oscurecido de la cama, adornos de porcelana sobre la repisa de la chimenea. Va otra vez a la jofaina y de nuevo dice:
-Aquí tienes jabón. ¡Qué jabón! De una tienda en el distrito oeste. Lo trajeron hace un año. Cuando lo vi llegar pensé: «¡Seguro que le gusta a la señorita López!» Ha estado envuelto en papel todo este tiempo. Y mira esta toalla: tiene una pelusa de melocotón. ¡Y qué perfume! Si no te gusta el espliego, te traeremos uno de rosa. ¿Estás mirando, querida? -Se desplaza hasta la cómoda y abre el cajón de más abajo-. Vaya, ¿qué tenemos aquí? -Noah se inclina para verlo. Yo también miro, con una especie de curiosidad aterrada-. Enaguas y medias, ¡y hasta ballenas! Qué bendición, hay alfileres para el pelo de una dama. Colorete para sus mejillas. Y aquí hay cuentas de cristal; un par azul y otro rojo. ¡Es porque no sabía el color de ojos con los que tenían que casar! Bueno, Dainty se quedará con el par azul...
Sostiene por los cordeles las cuentas chillonas, y yo veo girar los cristales. El color parece empañarse. He empezado a llorar, desesperada. Como si el llanto pudiera salvarme. La señora Sucksby me ve y chasquea la lengua.
-Oh, vamos -dice-, ¿no es una lástima? ¿Estás llorando? ¿Y todas estas monadas? ¿La ves, Puck? Está llorando, ¿y por qué?
-¡Lloro -digo amarga, vacilantemente- por verme aquí de este modo! Lloro al pensar en el sueño en que he vivido, ¡cuando creía que mi madre era sólo una lunática! ¡Lloro porque me horroriza vuestra suciedad y presencia!
Ella retrocede.
-Querida mía -dice, bajando la voz, lanzando una mirada rápida a Noah-, ¿me desprecias por haber permitido que se te llevaran?
-¡Te desprecio por haberme traído de vuelta! -digo.
Se me queda mirando y luego casi sonríe. Señala con un gesto la habitación.
-¡No pienses que me propongo tenerte en Lant Street! -dice, con una expresión de asombro-. Querida, mi querida niña, te llevaron de aquí para convertirte en una dama. Y es lo que han hecho..., ¡una joya perfecta! No pienses que dejaré que se malgaste su brillo en este lugar mísero. ¿He dicho eso? Quiero que estés a mi lado, querida, cuando sea rica. ¿No toman acompañantes las damas? Espera tan sólo a que ponga las manos en tu fortuna, ¡entonces veremos si no me compro la mansión más grande de Londres! ¡Verás cuántos coches y lacayos tendremos! ¡Qué perlas, qué vestidos!
Me pone de nuevo las manos encima. Quiere besarme, comerme. Me levanto y la rechazo.
-¿No pensarás que me quedaré contigo si tiene éxito tu desdichado plan?
-¿Qué otra cosa puedes hacer? -dice- ¿Con quién estarías mejor que conmigo? Se te llevó la fortuna; soy yo quien te ha rescatado. Llevo diecisiete años planeando esto. Lo he estado rumiando cada minuto del día desde que te puse en brazos de aquella pobre mujer. He estado mirando a Britt...
Traga saliva. Yo lloro aún más fuerte.
-Britt -digo-. Oh, Britt...
-Y ahora, ¿por qué me miras así? ¿No lo hice todo por ella, como quería su madre? ¿No la tuve a salvo, la mantuve aseada y la convertí en una chica ordinaria? ¿Qué hice, si no devolverle la vida que tú viviste en su lugar?
-¡La has matado! -digo.
-¿Matarla? ¿Con todos esos doctores a su alrededor, que la creen una dama? Y eso no es nada barato, te lo aseguro.
-Desde luego que no -dice Noah-. Usted lo está pagando, no lo olvide. Si fuese por mí, la habríamos metido en el manicomio del condado.
-¿Ves, querida? ¡Matarla! ¡Cuando, de no ser por mí, habrían podido hacerlo cualquier día de su vida! ¿Quién la cuidaba cuando caía enferma? ¿Quién tenía a los chicos a raya? Habría dado mis manos, mis piernas, los pulmones, por conservar los suyos. ¿Pero crees acaso que cuando hacía esas cosas las hacía por ella? ¿De qué me sirve, cuando sea rica, una chica ordinaria como ella? ¡Las hacía por ti! No pienses en ella. Ella era agua, era carbón, era polvo, comparado con lo que han hecho de ti.
La miro fijamente.
-¡Dios mío! -digo- ¿Cómo pudiste, cómo...?
Una vez más, ella parece perpleja.
-¿Cómo pude no hacerlo?
-¡Pero engañarla! ¡Dejarla allí encerrada...!
Ella extiende la mano y me palmea la manga.
-Dejaste que la encerraran -dice. Luego cambia dé expresión. Casi guiña un ojo-. Ah, mi querida niña, ¿no crees, entonces, que eras la hija de tu madre?
Desde el cuarto de abajo llegan gritos, golpes, risas. Noah los escucha, cruzado de brazos. La mosca atrapada en la ventana sigue zumbando y batiendo contra el cristal. El zumbido cesa. Me postro de rodillas al lado de la cama y oculto la cara entre las costuras del edredón. He sido audaz y resuelta. Me he tragado la cólera, la demencia, el deseo, el amor, a cambio de la libertad. Ahora que me están privando totalmente de ella, ¿es de extrañar que me considere derrotada? Capitulo ante la oscuridad; y ojalá que nunca vuelvan a pedirme que levante la cabeza hacia la luz.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por naty_LOVE_GLEE Lun Abr 21, 2014 3:31 pm

Hola!! Como Estas?!
 
Bien… Marta no dejas de sorprenderme! De verdad! Que puedo decir, además de que, repito, leí como más de siete veces “El lado ciego del amor”, lo amé, tanto como a Honor, o la verdad ya ni sé… Son todos tan perfectos!! De todas maneras ya comenté allí :)
 
Lo que me trae aquí es esta increíble historia, que no pude evitar leer la descripción, en cuanto ví que era un Fic tuyo, no lo dudé, la verdad, amo mucho tus adaptaciones!! Lo juro!!!
 
Bueno, entonces entré y leí el prologo y me atrapó al instante, parecía algo tan antinatural en una historia, no había visto algo parecido antes, cuando leí el primer cap, entonces ví que era de una edad antigua? (bueno, no me gustan mucho esas historias, con sinceridad) sin embargo me gusto mucho el detallismo y la vida de Britt era tambien muy peculiar, para la época o por lo menos no la identificaba con nadie así antes. Ya estoy merodeando mucho. El caso es que encantó! Y la segui y segui, y no dormí mucho :p…. Pero era tan atrapante!
 
Y después vino la parte final de la primera parte y juro que lloré un poco al ver el sufrimiento tan duro de Santana, y odie a Britt por no hacer nada por ella, la odie hasta el último segundo, cuando llegaban al manicomio, después me quede pasmada!!
 
Paré la lectura un poco, para sopesar el hecho, y como voy retrasada en caps pude seguir con la segunda parte, pero igual me quede woooow!!! Al final Santana no era una dama normal (cosa que me atrapo y sin contar su tarea diaria con su tío…) entonces, San deseaba a Britt y no la había besado todavía, Puck mismo se había dado cuenta, el caso era que Santana la deseaba y después de ese momento tan único y lindo descripto por ambas partes, sabía que la quería más.
 
Recuerdo que a medida que llegaba al final de la primera parte, estaba casi segura de que Britt no tardaría mucho en volver por Santana, cuando se diera cuenta que el dinero no la contentaría para nada (era mi consuelo por lo dura que estaba siendo Britt y el afligido sufrimiento de San), pero con ese final de infarto, recalcule como un GPS ;) jajajaj! Y hasta donde leí…..Dios!! esto esta buenísimo!!! Todavía estoy en trance y tengo que releer para tratar de llegar a alguna conclusión porque hasta ahora todo va de misterio a misterio.
 
Gracias Marta! Te adoro! Y te sigo hasta el fin! :) aunque ya dije que los tiempos no son tan  buenos conmigo, siempre voy a leerte, y perdón por el largo análisis, es que hace mucho que no comento y me hubiera encantado hacerlo cap por cap, pero llegue un poco tarde para eso, como dije ahora mismo no se si podré comentar seguido, pero de seguro te leo desde el cel! En serio, genia! Te amo! Me matas con tus adap! Son lo más! Y si no fuera por vos no podría saber de ellas!
 
De nuevo, espero la actu, siempre atenta :)

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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 22, 2014 12:02 pm

naty_LOVE_GLEE escribió:Hola!! Como Estas?!
 
Bien… Marta no dejas de sorprenderme! De verdad! Que puedo decir, además de que, repito, leí como más de siete veces “El lado ciego del amor”, lo amé, tanto como a Honor, o la verdad ya ni sé… Son todos tan perfectos!! De todas maneras ya comenté allí :)
 
Lo que me trae aquí es esta increíble historia, que no pude evitar leer la descripción, en cuanto ví que era un Fic tuyo, no lo dudé, la verdad, amo mucho tus adaptaciones!! Lo juro!!!
 
Bueno, entonces entré y leí el prologo y me atrapó al instante, parecía algo tan antinatural en una historia, no había visto algo parecido antes, cuando leí el primer cap, entonces ví que era de una edad antigua? (bueno, no me gustan mucho esas historias, con sinceridad) sin embargo me gusto mucho el detallismo y la vida de Britt era tambien muy peculiar, para la época o por lo menos no la identificaba con nadie así antes. Ya estoy merodeando mucho. El caso es que encantó! Y la segui y segui, y no dormí mucho :p…. Pero era tan atrapante!
 
Y después vino la parte final de la primera parte y juro que lloré un poco al ver el sufrimiento tan duro de Santana, y odie a Britt por no hacer nada por ella, la odie hasta el último segundo, cuando llegaban al manicomio, después me quede pasmada!!
 
Paré la lectura un poco, para sopesar el hecho, y como voy retrasada en caps pude seguir con la segunda parte, pero igual me quede woooow!!! Al final Santana no era una dama normal (cosa que me atrapo y sin contar su tarea diaria con su tío…) entonces, San deseaba a Britt y no la había besado todavía, Puck mismo se había dado cuenta, el caso era que Santana la deseaba y después de ese momento tan único y lindo descripto por ambas partes, sabía que la quería más.
 
Recuerdo que a medida que llegaba al final de la primera parte, estaba casi segura de que Britt no tardaría mucho en volver por Santana, cuando se diera cuenta que el dinero no la contentaría para nada (era mi consuelo por lo dura que estaba siendo Britt y el afligido sufrimiento de San), pero con ese final de infarto, recalcule como un GPS ;) jajajaj! Y hasta donde leí…..Dios!! esto esta buenísimo!!! Todavía estoy en trance y tengo que releer para tratar de llegar a alguna conclusión porque hasta ahora todo va de misterio a misterio.
 
Gracias Marta! Te adoro! Y te sigo hasta el fin! :) aunque ya dije que los tiempos no son tan  buenos conmigo, siempre voy a leerte, y perdón por el largo análisis, es que hace mucho que no comento y me hubiera encantado hacerlo cap por cap, pero llegue un poco tarde para eso, como dije ahora mismo no se si podré comentar seguido, pero de seguro te leo desde el cel! En serio, genia! Te amo! Me matas con tus adap! Son lo más! Y si no fuera por vos no podría saber de ellas!
 
De nuevo, espero la actu, siempre atenta :)

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Hola!!! Bien y tu? Hacia tiempo que no sabía nada de ti, empezaba a preocuparme, me alegra que no te hayas olvidado de mi


Bueno cada historia que leo y me cautiva me gusta compartirla con vosotras ya lo sabes, así que siempre que una historia me guste estaré adaptandola.


Esta historia va a dar muchas vueltas, nunca es nada como parece, al principio parecia que San era una pobre niña boba que no sabia nada y al final termino siendo más lista de lo que todos pensaban y fue Britt la que terminó en el manicomio.


Respondiendote a lo que pusiste en "el lado ciego del amor", si, la autora dejó un final abierto, con cosas sobre las que poder escribir más tarde, porque quería hacer una segunda parte, le dio un final sin embargo, por si acabo no hacia esa 2º parte


Aqui te dejo de nuevo un cap para que puedas seguir leyendo, y no te preocupes por lo largo de tus comentarios/análisis que sabes que me gusta


Que tal la uni/trabajo/novio?


Nos vemos ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Abr 22, 2014 12:07 pm

Capitulo 34
De la noche que sigue recuerdo fragmentos. Recuerdo que estoy en un lado de la cama con los ojos totalmente tapados, y que no me levanto para bajar a la cocina, como quiere la señora Sucksby. Recuerdo que Noah viene a verme y me empuja de nuevo las faldas con su zapato, y se ríe al ver que no reacciono, y después se marcha. Recuerdo que alguien me sube una sopa que no pruebo. Que se llevan la lámpara y el cuarto se queda a oscuras. Que a la larga tengo que levantarme para ir al excusado, y que mandan, para que me acompañe, a la chica pelirroja y de cara aplastada -Dainty-, y que ella monta guardia en la puerta para impedir que yo huya hacia la noche. Recuerdo que vuelvo a llorar y que me dan más gotas vertidas en brandy. Que me desvisten y me ponen un camisón que no es mío. Que duermo, quizás, una hora, que me despierta el frufrú de tafetán y que al mirar aterrada veo a la señora Sucksby con el pelo suelto, que se despoja de su vestido, descubre la piel y una ropa interior sucia, apaga la lámpara de un soplo y luego se acuesta a mi lado. Recuerdo que yace creyendo que duermo —sus manos me tocan, luego las retira- y que, al final, como una avara con una moneda de oro, me coge un mechón de pelo y se lo mete en la boca. Sé que soy consciente del calor de su cuerpo, de su volumen, que se me hace extraño, y de sus olores rancios. Sé que no tarda en sucumbir a un sueño regular, y que ronca mientras yo me hundo en intervalos de sopor. El sueño discontinuo hace que las horas discurran más lentas; me parece que hay muchas noches en ésta —¡años de noches!- que no tengo más remedio que atravesar a trompicones, como a través de ráfagas de humo. O bien despierto creyendo que estoy en mi vestidor de Briar, o en mi habitación en casa de la señora Cream, o ya en una cama del manicomio, con una enfermera corpulenta y confortable a mi lado. Me despierto cien veces. Me despierto gimiendo y anhelo dormirme, pues al final me asalta el recuerdo aterrador y agudo de dónde estoy realmente acostada, de cómo he llegado hasta aquí y de quién y qué soy. Finalmente me despierto y no vuelvo a dormirme. La oscuridad se ha disipado un poco. Una farola encendida ha iluminado los hilos del pañuelo desteñido que cuelga de la ventana; ahora está apagada. La luz se vuelve de un tono rosa sucio. El rosa cede el paso, poco después, a un amarillo enfermizo. Se intensifica, y con él los sonidos, al principio tenues, y después subiendo, vacilantes, en crescendo: gallos que cantan, silbatos y campanas, perros, bebés que gritan, llamadas virulentas. Toses, escupitajos, ruidos de pisadas, el interminable y hueco batido de cascos y el chirrido de ruedas. Se alza desde el fondo de la garganta de Londres. Son las seis o las siete de la mañana. La señora Sucksby sigue durmiendo a mi lado, pero ahora estoy completamente despierta y hecha pedazos y con el estómago revuelto. Me levanto y tirito, a pesar de que es mayo, y el tiempo es más templado aquí que en Briar. Llevo los guantes puestos, pero mis ropa, calzado y maleta de cuero están en una caja que la señora Sucksby ha cerrado con llave: «Por si te levantas aturdida, querida, y, creyendo que estás en casa, te vistes, sales y te pierdes», recuerdo ahora que me dijo cuando yo estaba drogada y atontada. ¿Dónde guardó la llave? ¿Y la de la puerta de la habitación? Vuelvo a tiritar, más intensamente, y me siento más mareada que nunca; pero mis pensamientos son tremendamente claros. Tengo que salir. ¡Tengo que salir! Tengo que irme de Londres -ir a cualquier parte- y regresar a Briar. Pero necesito dinero. Tengo, pienso -es el pensamiento más claro de todos-, ¡tengo que ver a Britt! La respiración de la señora Sucksby es pesada y regular. ¿Dónde habrá guardado las llaves? Su vestido de tafetán cuelga del biombo de crines de caballo: me acerco a él con sigilo y palmeo los bolsillos de su falda. Vacíos. Examino los estantes, la cómoda, la campana de la chimenea; no hay llaves, pero sí muchos escondrijos, supongo, donde podría haberlas puesto. En esto ella se mueve; no se despierta, pero mueve la cabeza, y entonces empiezo a recordar... Tiene las llaves debajo de la almohada: recuerdo el diestro movimiento de su mano, el tintineo sofocado del metal. Avanzo un paso. Ella tiene los labios separados, el pelo blanco esparcido sobre la mejilla. Doy otro paso, y las tablas del suelo crujen. Me coloco a su lado y aguardo un instante, insegura; luego meto los dedos debajo del borde de la almohada y lenta, muy lentamente, exploro. Ella abre los ojos. Me coge de la muñeca y sonríe. Tose.
-Querida, te quiero por intentarlo -dice, enjugándose la boca-. Pero todavía no ha nacido la chica con un tacto tan suave que yo no lo advierta cuando tengo la cabeza apoyada en algo. -Me sujeta con fuerza el brazo, aunque la presión se torna una caricia. Tiemblo—. ¡Señor! ¿No tienes frío? -dice-. Ven aquí, cariño, vamos a taparnos. -Retira de la cama el edredón y me envuelve en él-. ¿Mejor, querida mía?
Tengo el pelo enredado, y me cae por la cara. La miro a través de esa maraña.
-Quisiera estar muerta —digo.
-Oh, no -responde, irguiéndose-. ¿Qué forma de hablar es ésa?
-Pues que tú estuvieras muerta.
Mueve la cabeza sin dejar de sonreír.
-¡Necias palabras, querida! -Olisquea. De la cocina sube un olor fétido-. ¿Lo hueles? Es Ibbs, cocinando nuestro desayuno. ¡Ya veremos si quisieras estar muerta cuando tengas delante un plato de arenques!
Vuelve a frotarse las manos. Las tiene rojas, pero la piel abombada de los brazos posee el tono y el lustre del marfil. Ha dormido con camisa y enaguas; ahora se abrocha un par de ballenas, se enfunda su vestido de tafetán, va a mojar el peine con agua y se cepilla el pelo.
-Tralalá, ey-ey -canturrea mientras lo hace, con la voz cascada. La observo, con mi pelo desgreñado delante de los ojos. Sus pies descalzos están agrietados, y tiene un bulto en un dedo. Sus piernas son casi lampiñas. Gruñe cuando se encorva para ponerse las medias. La marca de las ligas es permanente en sus muslos gruesos-. Bien -dice cuando ya está vestida. Un bebé ha empezado a llorar-. Ahora empezarán todos. Baja, ¿quieres, encanto?, mientras les doy la papilla.
-¿Bajar? -digo. Tengo que bajar si quiero escaparme. Pero me inspecciono-. ¿Así? ¿No vas a devolverme mi vestido y mis zapatos?
Tal vez lo digo con demasiada vehemencia, o bien en mi semblante hay astucia o desesperación. Ella titubea, luego dice:
-¿Aquel trapo polvoriento? ¿Aquellas botas? Eso es ropa de calle. Mira esta bata de seda. -Descuelga la bata del gancho de la puerta-. Es lo que usan las chicas aquí para andar por casa. Aquí tienes también zapatillas de seda. ¿A que te sentarán bien? Póntelas, querida mía, y baja a desayunar. No seas tímida. John Vroom no se levantará hasta las doce; no hay nadie más que yo y Puck..., ¡supongo que él te ha visto en dishabillé y el señor Ibbs. Y a él, preciosa, podrías considerarle ahora como..., bueno, digamos, un tío. ¿Eh?
Miro a otro lado. La habitación me resulta odiosa, pero no bajaré con ella, sin vestir, a esa cocina oscura. Insiste un poco más, con súplicas y carantoñas; por fin desiste y se va. Cierra la puerta con llave. Me precipito hacia la caja donde está mi maleta y pruebo la tapa. Está muy bien cerrada, y es sólida. Así que voy a la ventana y empujo los marcos. Se levantan unos centímetros, y pienso que si empujase más fuerte puede que cedieran los clavos herrumbrosos que los sujetan. Pero el bastidor de la ventana es estrecho, la caída es considerable y estoy desvestida. Peor aún, hay gente en la calle; y si al principio pienso en llamarla -romper el cristal, hacer señales, gritar-, al cabo de un segundo empiezo a mirar más atentamente a esas personas y veo sus caras, su ropa polvorienta, los paquetes que llevan, los niños y perros que corren y trastabillan a su lado. Eso es la vida, dijo Noah, hace doce horas. Es dura, es mísera. Habría sido la tuya, de no haber tenido la señora Sucksby la bondad de mantenerte alejada de ella. Una chica con un vendaje sucio, sentada en la puerta de la casa con postigos de agujeros en forma de corazón, alimenta a un bebé. Alza la cabeza, capta mi mirada y agita el puño contra mí. Me aparto de la ventana y me cubro la cara con las manos. Sin embargo, cuando vuelve la señora Sucksby, estoy preparada.
-Escúchame -digo, yendo hacia ella-. ¿Sabes que Noah me raptó de la casa de mi tío? ¿Sabes que mi tío es rico y que me buscará?
-¿Tu tío? -dice ella. Me ha traído una bandeja, pero se queda parada en el umbral hasta que doy unos pasos atrás.
-El señor López -digo-. Ya sabes de quién hablo. Todavía me considera su sobrina, al menos. ¿No crees que mandará a un hombre a buscarme? ¿Crees que te agradecerá que me hayas retenido así?
-Yo diría que sí..., si es que le importa. ¿No te hemos instalado a gusto, querida?
-Sabes que no. Sabes que me retienes aquí en contra de mi voluntad. Por el amor de Dios, dame mi vestido, ¿quieres?
-¿Todo en orden, señora Sucksby? -Es el señor Ibbs. He alzado la voz y se ha desplazado desde la cocina al pie de la escalera. También Noah se ha removido en la cama. Le oigo que cruza el cuarto, abre la puerta y escucha.
-¡Todo bien! -grita ella con ligereza-. Bueno, venga –me dice-. Aquí tienes el desayuno, mira, se está quedando helado.
Deposita la bandeja encima de la cama. La puerta está abierta, pero sé que Ibbs sigue parado al pie de la escalera, y que Noah aguarda y escucha en el piso de arriba.
-Bueno, venga -repite ella.
En la bandeja hay un plato, un tenedor y una servilleta de lino. En el plato hay dos o tres pescados de color ámbar en una salsa de mantequilla y agua. Los pescados tienen aletas y cara. La servilleta está en una servilletero de plata bruñida, algo parecida a la que yo tenía para mi uso exclusivo en Briar, pero sin la inicial.
-Por favor, deja que me vaya.
La señora Sucksby mueve la cabeza.
-¿Ir adonde, querida? -dice ella. Aguarda y, como no contesto, me deja sola. Noah cierra su puerta y vuelve a acostarse. Le oigo tararear.
Pienso en coger el plato y estrellarlo contra el techo, la ventana, la pared. Después pienso: Tienes que ser fuerte. Tienes que ser fuerte y estar lista para huir. De modo que me siento y como: despacio, miserablemente, extrayendo las espinas con cuidado del pescado de color ámbar. Los guantes se me humedecen y se manchan, y no tengo otro par de repuesto. Al cabo de una hora, la señora Sucksby vuelve a recoger el plato vacío. Pasa otra hora y me trae café. Mientras está fuera me asomo a la ventana y pego el oído a la puerta. Camino de un lado a otro, me siento, camino de nuevo. Paso de la furia a una congoja sensiblera, y después al estupor. Pero llega Noah. «Bueno, Santana...», es todo lo que dice. Al verle me invade una virulenta cólera. Me abalanzo sobre él, con intención de golpearle en la cara: él esquiva mis puñetazos y me derriba, y yo tumbada en el suelo pataleo y pataleo... Después me drogan otra vez con medicina y brandy; y transcurren uno o dos días en la oscuridad. Cuando despierto, de nuevo es insólitamente temprano. Ha aparecido en la habitación un silloncito de mimbre, pintado de color oro, con un almohadón colorado. Lo llevo a la ventana y me siento en él, envuelta en la bata, hasta que la señora Sucksby bosteza y abre los ojos.
-¿Estás bien, querida? -dice, como dirá todos los días; y la idiotez o la perversidad de la pregunta, cuando todo dista tanto de estar bien que casi preferiría morir que soportar lo mal que está, me empuja a apretar los dientes o a tirarme del pelo y a mirarla con odio-. Buena chica -dice después, y añade-: ¿Te gusta el sillón, cielo? Pensé que te gustaría. -Bosteza otra vez y mira a su alrededor-. ¿Tienes el orinal? —dice. En mi recato, suelo poner el orinal detrás del biombo-. Pásamelo, ¿quieres, mi amor? Estoy a punto de reventar.
No me muevo. Un segundo después se levanta y lo coge ella misma. Es un orinal de porcelana, con el interior oscurecido por lo que, la primera vez que lo vi, en la media luz de la mañana, confundí asqueada con bolas de pelos, pero que resultó ser mera decoración: un ojo grande con pestañas y, alrededor, en letras negras, la leyenda:
¡SI ME USAS BIEN Y ME MANTIENES LIMPIO A NADIE LE DIRÉ LO QUE ESTE OJO HA VISTO!
REGALO DE GALES
Ese ojo siempre me deja intranquila unos segundos; pero la señora Sucksby posa el orinal, se levanta la falda con todo desenfado y se agacha. Pone una mueca cuando yo me estremezco.
-No es bonito, ¿eh, querida? Da igual. En nuestra mansión te pondremos un retrete.
Se endereza y se recoge la enagua entre las piernas. Luego se frota las manos.
-Vamos a ver -dice. Me está examinando a fondo, y le brillan los ojos—. ¿Qué me dices a esto? ¿Qué tal si hoy te vestimos y te ponemos guapa? Tu vestido está dentro de la caja. Pero es muy soso, ¿no crees? Raro y anticuado, ¿verdad? ¿Qué tal si te probamos algo más bonito? Tengo vestidos guardados para ti, los tengo envueltos en papel de plata, tan lindos que no te lo vas a creer. ¿Y si traemos a Dainty para que los ajuste? Dainty sabe manejar la aguja, aunque parezca tan tosca, ¿no? Sólo que ella es así. Digamos que no tiene educación, no hicieron más que criarla. Pero tiene buen corazón.
Ahora la escucho con atención. Vestidos, pienso. En cuanto esté vestida, podré escapar. Ve el cambio que se opera en mí, y le agrada. Me trae otro desayuno de pescado y me lo como. Me trae café dulce como un jarabe: me acelera el corazón. Luego me trae una lata de agua caliente. Moja una toalla y trata de lavarme. No se lo permito, sino que le cojo la toalla, la froto contra mi cara, debajo de los brazos, entre las piernas. Es la primera vez en mi vida que me lavo yo sola. Ella se va -cierra tras ella con llave, por supuesto- y vuelve con Dainty. Traen cajas de papel. Las depositan encima de la cama, desatan las cuerdas y sacan vestidos. Dainty los ve y chilla. Todos los vestidos son de seda: hay uno violeta con un reborde de cinta amarilla, otro verde con una franja plateada y un tercero carmesí. Dainty coge un borde de tela y lo acaricia.
-¿Seda salvaje? -dice, como maravillada.
-Sí, con un fular rouge -dice la señora Sucksby, y pronuncia con torpeza las palabras que salen carnalmente de su boca, como huesos de cereza. Levanta la falda carmesí, con la barbilla y las mejillas tan rojas por la luz reflejada de la seda como si estuviera manchada de cochinilla. Capta mi mirada.
-¿Qué me dices de esto, querida?
No sabía que existiesen colores, telas y vestidos así. Me imagino con ellos puestos por las calles de Londres. El corazón se me encoge. Digo:
-Son espantosos, horribles.
Ella parpadea, luego se repone.
-Eso dices ahora. Pero has vivido demasiado tiempo en esa mansión deprimente de tu tío. ¿Es de extrañar que tengas menos idea de la moda que un murciélago? Cuando salgas a la calle, querida, tendrás unos vestidos tan alegres que cuando mires éstos te partirás de risa pensando que alguna vez te parecieron brillantes. -Se frota las manos-. A ver, ¿cuál es el que más te gusta? ¿El verde arsénico y plata?
-¿No hay alguno gris o marrón o negro? -digo.
Dainty me mira con asco.
-¿Gris, marrón o negro? -dice la señora Sucksby—. ¿Cuando hay aquí uno plateado y otro violeta?
-El violeta -digo por fin. Creo que la franja me deslumbrará, el carmesí me da náuseas; aunque ya estoy mareada, a fin de cuentas. La señora Sucksby va a la cómoda y la abre. Saca medias y corsés y enaguas de colores. Estas me dejan atónita, pues siempre he supuesto que la ropa interior tiene que ser blanca, del mismo modo que, de niña, creía que todos los libros negros tenían que ser Biblias. Pero o me las pongo de colores o ando desnuda. Me visten, como dos niñas a una muñeca.
-Veamos, ¿dónde hay que meter la aguja? -dice la señora Sucksby, examinando el vestido-. No te muevas, querida, mientras Dainty toma las medidas. Señor, mira tu cintura. ¡Estáte quieta! Te aseguro que nadie se menea cuando Dainty tiene un alfiler en la mano. Así está mejor. ¿Demasiado holgado? Bueno, no podemos ser muy quisquillosas con el tamaño, ¡ja, ja!, a la hora de afanarlos.
Me quitan los guantes, pero me traen otros nuevos. Me calzan zapatillas blancas de seda.
-¿No puedo llevar zapatos? -digo.
-¿Zapatos? -dice la señora Sucksby-. Mi niña, los zapatos son para andar por la calle. ¿Adonde vas a ir tú con zapatos...?
Lo dice de un modo distraído. Ha abierto el gran arcón de madera y ha sacado mi maleta de cuero. Mientras yo la observo y mientras Dainty da puntadas, ella se lleva la maleta a la luz de la ventana, se acomoda en el sillón chirriante de mimbre y empieza a inspeccionar los objetos del interior. La observo, mientras manosea pantuflas, naipes, peines. Pero lo que busca son mis joyas. Finalmente encuentra el paquetito de tela blanca, lo desenvuelve y vierte el contenido en su regazo.
-Pero ¿qué es esto? Un anillo. Una pulsera. Un retrato de mujer. -Los examina como para evaluarlos; de repente su expresión cambia. Sé qué rasgos está viendo ahí, en la cara donde antes yo buscaba los míos. Deja a un lado el retrato enseguida—. Un brazalete de esmeraldas —dice a continuación-, de moda en la época del rey Jorge, pero con piedras finas. Le sacaremos un bonito precio. Una perla en una cadena. Un collar de rubí... Pesa demasiado para una chica de tu aspecto. Tengo un hermoso collar de cuentas... de cristal, ¡pero que brillan tanto que las tomarías por zafiros! Creo que te irán mejor. Y..., ¡oh!, ¿qué es esto? ¿No son una monada? ¡Mira, Dainty, mira las increíbles piedras que hay aquí!
Dainty las mira.
-¡Qué preciosidad! -dice.
Es el broche de diamantes al que un día imaginé que Britt echaba el aliento, lustraba y miraba con ojos bizcos. Ahora la señora Sucksby lo sostiene en alto y lo examina, entrecerrando los suyos. El broche centellea. Centellea incluso aquí.
-Conozco el lugar para esto -dice-. Querida, ¿no te importará...?
Abre el cierre y se lo prende en la pechera del vestido. Dainty suelta la aguja y el hilo para mirarla.
-¡Oh, señora S.! -dice-. Parece una auténtica reina.
El corazón vuelve a latirme deprisa.
-La reina de diamantes -digo.
Me mira con recelo, dudando de si lo digo como un piropo o una burla. Ni yo misma lo sé. Durante un rato no decimos nada. Dainty termina su tarea, luego me peina, me ondula el pelo y con un alfiler me lo recoge en un moño. Me hacen ponerme de pie para supervisar el resultado. Parecen expectantes, ladean la cabeza; pero ponen mala cara. Dainty se frota la nariz. La señora Sucksby se tamborilea los labios con los dedos, frunce el ceño. Hay un espejo cuadrado encima de la chimenea, nimbado de corazones de yeso: me vuelvo y veo lo que puedo de mi cara y figura. Apenas me reconozco. Tengo la boca blanca, los ojos hinchados y enrojecidos, las mejillas del color y la textura de una franela amarillenta. El cuero cabelludo del pelo sin lavar muestra un tono grasiento. El escote bajo del vestido enseña las líneas y puntos de los huesos alrededor de mi garganta.
-Quizás el violeta, al fin y al cabo -dice la señora Sucksby-, no es el color que te favorece, mi niña. Resalta las sombras debajo de tus ojos y hace que parezcan contusiones. Y las mejillas..., ¿por qué no te las pellizcas, para que te salgan los colores? ¿No? Pues deja que lo haga Dainty. Tiene unos dedos como tenazas, ya verás.
Dainty viene, me agarra de la mejilla y yo doy un grito y me retuerzo bajo el pellizco.
-¡Vale, gata! -dice, sacudiendo la cabeza y pateando el suelo-. ¡Por mí puedes quedarte con la cara amarilla!
—¡Eh, eh! —dice la señora Sucksby-. ¡La señorita López es una dama! Quiero que le hables como tal. No pongas ese morro. -Dainty ha empezado a abultar los labios-. Así está mejor. Señorita López, ¿qué tal si nos quitamos ese vestido y nos probamos el verde y plata? Sólo hay una gota de arsénico en ese verde... No te hará ningún daño, siempre que no sudes mucho en el corpiño.
Pero no estoy dispuesta a que me manoseen de nuevo, y no consiento que me desabrochen el vestido violeta.
-¿Te gusta, cielo? -dice ella entonces, con una cara y una voz más dulces-. ¡Eso es! Sabía que las sedas acabarían convenciéndote. ¿Qué me dices si bajamos a sorprender a la gente, señorita López? Dainty, tú ve delante. Estas escaleras son traicioneras, no me gustaría nada que la señorita López tropezara.
Ha abierto la puerta. Dainty pasa delante y, un segundo después, la sigo. Pienso todavía que ojalá tuviera calzado, un sombrero, una capa, pero correré descalza, con zapatillas de seda, si es preciso. Correré hasta Briar. ¿Cuál era la puerta, al pie de la escalera, que debía coger? No estoy segura. No veo. Dainty camina delante de mí y la señora Sucksby me sigue, inquieta.
-¿Encuentras el peldaño, mi niña?
No respondo, porque en alguna habitación cercana se oye un sonido extraordinario: algo como el grito de una pava real, que sube de volumen, tiembla y se hunde en el silencio. Me vuelvo, sobresaltada. La señora Sucksby también se ha girado.
-¡Sigue aullando, vieja! -chilla, agitando el puño y, dirigiéndose a mí, con más dulzura-: ¿No te has asustado, cielo? Es sólo la hermana anciana de Ibbs, postrada en cama, la pobre, y propensa a sufrir terrores.
Sonríe. Suena otra vez el grito y al oírlo apresuro el paso en la penumbra de la escalera, con las extremidades doloridas y la respiración acelerada. Dainty aguarda al pie. El pasillo es pequeño, parece que ella lo llena.
-Aquí -dice. Ha abierto la puerta de la cocina. Detrás hay, creo, una puerta que da a la calle, con cerrojos. Reduzco el paso. Pero la señora Sucksby se me acerca y me toca el hombro-. Muy bien, mi querida niña. Por aquí.
Al avanzar casi trastabillo. La cocina es más caliente de lo que recuerdo, y más oscura. Noah y el chico, John Vroom, juegan a los dados, sentados a la mesa. Los dos alzan la vista cuando entro, y los dos se ríen. John dice:
-¡Mira qué cara! ¿Quién le ha puesto los ojos morados? Dainty, dime que has sido tú y te doy un beso.
-Si te pillo, te voy a poner morados los tuyos -dice la señora Sucksby-. La señorita López sólo está cansada. Quítate de esa silla, holgazán, y déjale que se siente.
Lo dice mientras cierra con llave a su espalda y se la guarda en el bolsillo; luego cruza la cocina y comprueba las dos puertas para cerciorarse de que están cerradas.
-Para que no entren corrientes -me dice, cuando ve que la miro.
John lanza de nuevo los dados y cuenta los puntos antes de levantarse. Noah da una palmada en el asiento vacío.
-Ven, Santana-dice-. Siéntate a mi lado. Y si me prometes que no volverás a lanzárteme al cuello, como hiciste el miércoles, te juro, ¡por la vida de Johnny!, que nunca volveré a soltarte un mamporro.
John pone mala cara.
-No te tomes esas libertades con mi vida, si no quieres que me las tome con la tuya -dice-. ¿Me has oído?
Noah no contesta. Sigue mirándome y sonríe.
-Anda, otra vez amigos, ¿de acuerdo?
Extiende la mano hacia mí y yo la esquivo y aparto mis faldas. Que las puertas estén cerradas y el aire viciado de la cocina me ha infundido una especie de áspera bravuconería.
-Me importa un bledo ser amiga tuya -digo-. Ni amiga de cualquiera de vosotros. Vengo aquí porque no tengo más remedio, porque la señora Sucksby quiere que venga, y no me quedan fuerzas para contrariarla. Por lo demás, recuerda: os aborrezco a todos.
Y no me siento en el lugar vacío junto a él, sino en la gran mecedora frente a la cabecera de la mesa. Al sentarme en ella, cruje. John y Dainty miran rápidamente a la señora Sucksby, que parpadea hacia mí dos o tres veces.
-¿Y por qué no? -dice finalmente, con una risa forzada-. Ponte cómoda, querida. Yo me sentaré en esa silla dura, me vendrá bien. -Se sienta y se enjuga la boca-. ¿No está Ibbs?
-Ha salido a atender un encargo -dice John-. Se ha llevado a Charlie Wag.
Ella asiente.
—¿Y todos mis bebés duermen?
-Puck les ha dado la dosis, hace media hora.
-Buen chico, buen chico. Que todo esté tranquilo y en orden. -Me mira a mí-. ¿Todo bien, señorita López? ¿A lo mejor quieres un poco de té? -En lugar de responder, me columpio en la mecedora, muy despacio-. ¿O quizás café? -Se moja los labios-. Un café, pues. Dainty, calienta un poco de agua. ¿Te apetece un bizcocho, querida, para acompañar? ¿Mando a John a comprar uno? ¿No te gustan los bizcochos?
-Todo lo que pudierais servirme aquí me sabría a ceniza -digo.
Ella mueve la cabeza.
-¡Caramba, qué lengua más poética tienes! ¿Y qué tal un bizcocho, ahora...?
Miro a otro lado. Dainty se pone a preparar café. Un reloj chillón suena y da la hora. Noah lía un cigarrillo. El humo de tabaco, y de las lámparas y velas encendidas, revolotea de una pared a otra. Las paredes son marrones y brillan débilmente, como si estuvieran pintadas con salsa; aquí y allá, clavadas, hay imágenes en colores de querubines, rosas, chicas en columpios, y recortes de papel alabeados de deportistas, caballos, perros y ladrones. Junto al brasero de Ibbs, hay tres retratos -de los señores CHUBB, YALE y BRAMAH— pegados a un tablero de corcho, y muy picoteados por marcas de dardos. Pienso que si tuviera un dardo podría amenazarles y obligar a la señora Sucksby a que me entregue las llaves. Si tuviera una botella rota. Si tuviese un cuchillo. Noah enciende el cigarro, entrecierra los ojos para protegerlos del humo y me mira.
-Bonito vestido -dice-. Del color perfecto para ti. -Extiende la mano hacia uno de los ribetes de cinta amarilla, y yo se la retiro de un manotazo-. Chsss, chsss -dice-. Me temo que no te ha mejorado el genio. Esperábamos que el encierro te ablandase. Como a las manzanas. Y a las terneras.
-Vete al infierno, ¿quieres? -digo.
Él sonríe. La señora Sucksby se sonroja y después se ríe.
-¡Fíjate! -dice-. Una chica ordinaria dice eso y suena horriblemente vulgar. Lo dice una dama y casi parece una lindeza. Aun así, querida -aquí se inclina sobre la mesa, baja la voz-, me gustaría que no dijeses esas groserías.
Le sostengo la mirada.
-¿Y tú crees -respondo con tono ecuánime— que me importa algo lo que a ti te guste?
Ella se arredra y se sonroja aún más; sus párpados aletean y mira a otra parte.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Mar Abr 22, 2014 11:13 pm

La verdad que es una historia muy intrigante!!
Saludos
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 24, 2014 12:33 pm

monica.santander escribió:La verdad que es una historia muy intrigante!!
Saludos
Aun queda que sepamos algo de Britt, que será en la 3º parte
Nos vemos ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Jue Abr 24, 2014 12:35 pm

Capitulo 35
Tomo mi café y guardo silencio. La señora Sucksby tamborilea con los dedos sobre el tablero de la mesa, con la frente arrugada y ceñuda. John y Noah reanudan su partida de dados y riñen al respecto. Dainty lava pañales en una tina de agua parda y los coloca delante del fuego para que humeen y apesten. Cierro los ojos. Me duele el estómago. Si tuviera un cuchillo, vuelvo a pensar. O un hacha... Pero en el cuarto hace un calor tan sofocante y yo estoy tan cansada y enferma que la cabeza se me cae hacia atrás y me quedo dormida. Cuando despierto son las cinco de la tarde. Han recogido los dados. Ibbs ha regresado. La señora Sucksby está alimentando a los bebés y Dainty guisa la cena. Bacon, col, patatas desmenuzadas y pan; me dan un plato y como, apartando como una desdichada las tiras de grasa del bacon y la corteza del pan, del mismo modo que quito las espinas al pescado del desayuno. Después sacan unos vasos.
-¿Te apetece un trago, señorita López? -dice la señora Sucksby-. ¿Cerveza o jerez?
-¿Una ginebra? -dice Noah, con una chispa de picardía en los ojos.
Tomo una ginebra. Me sabe amarga, pero el sonido de la cuchara de plata, que al removerse golpea el vaso, me depara un alivio vago, indefinido. Así transcurre el día. Así pasan los días siguientes. Me acuesto temprano; todas las noches me desviste la señora Sucksby, que coge mi vestido y mis enaguas y las guarda con llave, y luego me encierra a mí. Duermo mal y me despierto todas las mañanas mareada, con miedo y con la cabeza despejada; y me siento en el sillón dorado, rumiando los detalles de mi reclusión y perfilando mi plan de fuga. Porque debo fugarme. Huiré. Huiré e iré a buscar a Britt. ¿Cómo se llaman los hombres que se la llevaron? No me acuerdo. ¿Dónde estaba la casa? No lo sé. Da igual, da igual, lo averiguaré. Pero primero iré a Briar, a pedir dinero a mi tío -él, por supuesto, seguirá creyendo que es mi tío-, ¡y si no me lo da, lo mendigaré a los criados! ¡Se lo mendigaré a la señora Stiles! ¡O lo robaré! ¡Robaré un libro de la biblioteca, el más raro de todos, y lo venderé...! O, no, no haré eso... Porque la idea de volver a Briar me produce escalofríos, incluso ahora; y poco después se me ocurre pensar que tengo amigos en Londres, después de todo. Tengo a Huss y a Hawtrey. A Huss..., a quien le gustaba verme subir la escalera. ¿Podría ir a verle y ponerme en sus manos? Creo que sí, tan desesperada estoy... Hawtrey, sin embargo, era más bondadoso, y me invitó a su casa, a su tienda en Holywell Street. Creo que me ayudará. Seguro que sí. Y pienso que Holywell Street no puede estar lejos. No lo sé, y no hay mapas aquí. Pero encontraré el camino. Hawtrey me ayudará. Hawtrey me ayudará a buscar a Britt... Así discurren mis pensamientos, mientras los amaneceres de Londres despuntan, sucios, sobre mí; mientras Ibbs cocina arenques y su hermana chilla y Puck tose en su cama y la señora Sucksby se remueve en la suya, y ronca y suspira. ¡Si por lo menos no me controlaran tan de cerca! Un día, pienso, cada vez que cierran una puerta a mi espalda, un día se olvidarán de cerrar con llave. Entonces huiré. Se cansarán de tenerme siempre vigilada. Pero no se cansan. Me quejo del aire espeso y viciado. Me quejo del calor creciente. Pido permiso para ir al excusado con más frecuencia de lo necesario, pues está en el otro extremo de ese pasillo oscuro y polvoriento que hay en la parte trasera de la casa, y puedo ver la luz del día. Sé que huiría desde aquí a la libertad si tuviera ocasión, pero la ocasión no se presenta. Dainty me acompaña al retrete cada vez, y aguarda hasta que salgo. Una vez que trato de escapar, ella me atrapa enseguida y me lleva de vuelta, y la señora Sucksby le pega por haberse descuidado. Noah me conduce arriba y me golpea.
-Lo siento —dice, mientras lo hace-. Pero tú sabes lo mucho que hemos trabajado por el plan. Lo único que tienes que hacer es esperar a que llegue el abogado. Vales para esperar, me dijiste una vez. ¿Por qué no nos complaces?
El golpe me produce una contusión. Todos los días veo cómo se va borrando, y pienso: Antes de que esta marca desaparezca, ¡huiré! Paso muchas horas rumiando esto en silencio. Sentada en la cocina, en la penumbra al borde de la lámpara, pienso: Quizás se olviden de mí. En ocasiones parece que es así: el bullicio de la casa continúa, John y Dainty se besan y riñen, los bebés chillan, los hombres juegan a los dados y a las cartas. De cuando en cuando vienen otros hombres, o chicos, o incluso -aunque más raramente- mujeres y chicas, con objetos robados que venden a Ibbs y que éste a su vez venderá luego. Vienen a cualquier hora del día, con cosas increíbles, cosas burdas, chabacanas, baratijas: una vez, una madeja de pelo rubio, atada todavía con una cinta. Una ristra inacabable de cosas, no como los libros que llegaban a Briar, que parecía que hubieran salido del fondo de un naufragio en un mar viscoso, a través de tenues y silentes brazas; ni como las cosas que los libros describían, objetos con alguna utilidad y sentido: sillas, almohadas, camas, cortinas, cuerdas, varas... Aquí no hay libros. Solamente hay la vida en todo su espantoso caos. Y la única finalidad de las cosas es ganar dinero.Y el mayor filón de todos soy yo.
—¿No tienes frío, preciosa? -dice la señora Sucksby-. ¿Y un poco de hambre? ¡Pero qué caliente tienes la frente! No tendrás fiebre, espero. No podemos permitir que enfermes. –No le respondo. He oído esto mismo muchas veces. Le dejo que me envuelva en mantas, le dejo que se siente y me eche el aliento en los dedos y las mejillas-. ¿Estás decaída? -dice-. Mira esos labios. Estarían más bonitos si sonriesen. ¿No van a sonreír? ¿Ni siquiera -traga saliva- por mí...? Simplemente fíjate en el calendario, querida. -Ha tachado los días con cruces negras-. Ya casi ha pasado un mes y sólo quedan dos más. ¡Y sabemos lo que sigue! No es tan largo, ¿verdad?
Lo dice casi suplicando; pero la miro con serenidad a la cara, como diciendo que un día, una hora, un segundo, es demasiado largo en su compañía.
-¡Oh, vamos! -Sus dedos se cierran alrededor de mi mano; luego se aflojan, me dan palmaditas- Se te hace un poquito raro, ¿verdad, cielo? -dice-. No importa. ¿Qué podemos darte que te suba ese ánimo, eh? ¿Un ramillete de flores? ¿Un lazo para tu precioso pelo? ¿Un joyero? ¿Un jilguero en una jaula? –Puede que yo haga algún movimiento-. ¡Ajá! ¿Dónde está John? John, aquí tienes un chelín (es falso, así que lárgalo aprisa), sal pitando y trae un pájaro en una jaula a la señorita López. ¿Amarillo o azul, querida mía? Da lo mismo, John, con tal de que sea bonito...
Ella guiña un ojo. John se va y vuelve media hora después con un pinzón en una cesta de mimbre. La casa se alborota. Cuelgan la cesta de una viga, la sacuden para que se balancee; Charley Wag, el perro, brinca y gime debajo de ella. Pero el pájaro no canta -el cuarto es demasiado oscuro-; se limita a batir las alas, arrancarse las plumas y morder los barrotes de la jaula. Al final se olvidan de él. John le da para comer las cabezas azules de cerillas; dice que proyecta, andando el tiempo, hacerle tragar una larga mecha y después prenderla. De Britt nadie dice ni pío. Un día, Dainty me mira mientras prepara la cena y se rasca una oreja.
-Qué raro -dice- que Britt no haya vuelto todavía del campo, ¿verdad?
La señora Sucksby lanza una ojeada a Noah, a Ibbs y a mí. Se humedece la boca.
-Escucha -le dice a Dainty-. No he querido hablar de este asunto, pero creo que ahora deberías saberlo. La verdad es que Britt no va a volver nunca. En aquel último negocio del que Puck le dejó ocuparse había dinero. Más dinero del que le correspondía a ella. Se ha pirado con la pasta, Dainty.
Dainty abre la boca, pasmada.
-¡No! ¡Britt Pierce! ¡Que era como su hija! ¡Johnny! –John escoge ese momento para bajar a cenar-. Johnny, ¡no te lo vas a creer! Britt se llevó todo el dinero de la señora Sucksby, y por eso no ha vuelto. Ha puesto pies en polvorosa. A punto ha estado de romperle el corazón a la señora Sucksby. Si la vemos, tenemos que matarla.
-¿En polvorosa? ¿Britt Pierce? -John resopla-. No tiene agallas.
-Pues lo ha hecho.
-Lo ha hecho -dice la señora Sucksby, con otra mirada de reojo hacia mí-, y no quiero oír pronunciar su nombre en esta casa. Nunca más.
-¡Britt Pierce, una estafadora! -dice John.
-Eso es la mala sangre -dice Noah, que también me mira-. Sale a relucir de formas extrañas.
-¿Qué acabo de decir? -dice roncamente la señora Sucksby-. No quiero que se pronuncie ese nombre.
Levanta el brazo y John se calla. Pero mueve la cabeza y lanza un silbido. Al cabo de un momento se ríe.
-Así que ahora, más carne para nosotros, ¿no? -dice, y se llena el plato-. O la habría, si no estuviese aquí la señorita.
La señora Sucksby le ve mirándome con malos ojos; se inclina y le pega. A partir de entonces, si los hombres y mujeres que vienen a casa preguntan por Britt, les llevan aparte y se lo dicen; igual que a John y a Dainty, se les dice que Britt se ha vuelto una malvada, ha traicionado a la señora Sucksby y le ha roto el corazón. Todos dicen lo mismo: «¿Britt Pierce? ¿Quién la hubiera creído tan espabilada? Ha salido a su madre...» Mueven la cabeza, parecen apenados. Pero asimismo tengo la impresión de que se olvidan de ella enseguida. De que hasta Dainty y John la olvidan. La memoria es flaca en esta casa, al fin y al cabo. También lo es en el barrio. Muchas veces me despiertan de noche ruidos de pasos, chirridos de ruedas: un hombre que corre, una familia que huye, sigilosa, en la oscuridad. La mujer con la cara vendada, que amamanta a su bebé en los peldaños de la casa que tiene postigos con orificios en forma de corazón, desaparece; ocupa su lugar otra que, a su vez, pasa de largo para que su puesto lo ocupe otra mujer, que bebe. ¿Qué es Britt para ellas? ¿Qué es Britt para mí? Tengo miedo aquí de recordar la presión de su boca, el deslizamiento de su mano. Pero también tengo miedo de olvidar. Ojalá soñara con ella. Nunca lo hago. A veces saco la foto de la mujer que yo suponía que era mi madre y busco en ella las facciones de Britt: sus ojos, su mentón puntiagudo. La señora Sucksby me ve hacer esto. Me observa, inquieta. Por último me arrebata la foto.
-No pienses en cosas que ya están hechas y no tienen remedio -dice-. ¿Estás bien, querida? Piensa en el tiempo que se avecina.
Ella se imagina que rumio cosas del pasado. Pero sigo rumiando las de mi futuro. Sigo vigilando las llaves que giran; sé que no tardarán en dejarse alguna en alguna cerradura. Vigilo a Dainty y a John, al señor Ibbs: se están acostumbrando demasiado a mí. Se volverán descuidados, me olvidarán. Pronto, pienso. Pronto, Santana. Eso pienso: hasta que ocurre esto. Noah empieza a salir de casa todos los días, sin decir adonde va. No tiene dinero, y no lo tendrá hasta que traigan al abogado: creo que simplemente se va a callejear por caminos polvorientos o a sentarse en los parques; creo que el calor y la estrechez de la cocina del barrio le sofocan tanto como a mí. Un día en que sale, sin embargo, vuelve al cabo de una hora. La casa, por una vez, está silenciosa; Ibbs y John están fuera y Dainty duerme en una silla. La señora Sucksby le abre la puerta de la cocina y Noah arroja su sombrero y la besa en la mejilla. Tiene la cara colorada y los ojos relucientes.
-Bueno, ¿qué le parece? -dice él.
-¡Querido muchacho, no me lo imagino! ¿Han ganado todos tus caballos a la vez?
—Mejor aún -dice él. Extiende la mano hacia mí-. Santana, ¿qué te parece? Ven, sal de esas sombras. ¡No pongas esa cara tan feroz! Ahórratela hasta que hayas oído mis noticias. Te incumben a ti, sobre todo.
Agarrando mi silla, empieza a arrastrarla hacia la mesa. Le aparto.
-¿Incumbirme? ¿Cómo?
-Ya lo verás. Mira esto. -Mete la mano en el bolsillo del chaleco y saca algo. Un papel. Lo agita.
-¿Papel de carta, querido? -dice la señora Sucksby, poniéndose a su lado.
-Una carta de... -dice él-, ¿adivine de quién? ¿Y tú, Santana? -Yo no digo nada. Él esboza una mueca-. ¿No quieres intentarlo? ¿Te doy una pista? Es de alguien que conoces. De una persona muy querida.
El corazón me brinca.
-¡Britt! -digo al instante. Pero él menea la cabeza y bufa.
-No es de ella. ¿Crees que donde está le dan papel? –Mira de reojo a Dainty, que abre y cierra los ojos, y luego sigue durmiendo-. No es de ella -repite, en voz más baja-. De otro amigo tuyo. ¿No lo adivinas?
Giro la cara.
-¿Por qué tengo que hacerlo? Me lo vas a decir tú, ¿no?
Aguarda otro momento y, a continuación, dice:
-Del señor López. De quien era tu tío... ¡Ajá! ¡Pareces interesada!
-Déjame ver -digo. Tal vez mi tío me esté buscando, después de todo.
-Calma, calma. -Sostiene la carta en alto-. Va dirigida a mi nombre, no al tuyo.
-¡Déjame ver!
Me levanto, le tiro hacia abajo del brazo, veo una línea de tinta; después, le empujo.
-No es la letra de mi tío -digo, tan decepcionada que tengo ganas de pegarle.
-No he dicho que lo fuera -dice Noah-. La carta es de él, pero la envía otra persona: su mayordomo, el señor Way.
-¿Way?
-Más curioso todavía, ¿eh? Bueno, lo entenderás cuando lo leas. Toma. -Desdobla el papel y me lo entrega-. Lee esté lado primero. Es una posdata, y explica, por lo menos, lo que siempre nos ha parecido tan raro: que hasta ahora no hayamos sabido nada de Briar...
La letra es apretada. La tinta está borrosa. Ladeo la hoja para captar toda la luz que pueda, y leo:
Estimado señor:
Encuentro hoy esta carta, entre los papeles personales de mi amo, y supongo que él tenía intención de enviarla; sin embargo, sufrió una grave indisposición, poco después de escribirla, y en ese estado continúa hasta el momento presente, señor. La señora Stiles y yo pensamos al principio que la causa era la fuga escandalosa de su sobrina, si bien le rogamos que repare, señor, en que las palabras que le mandamos adjuntas sugieren que semejante acción no le sorprendió en demasía, así como –permítame decirle, de nuevo, señor- tampoco a nosotros dos. Le enviamos la presente con el debido respeto, señor, y confiando en que al recibirla se encuentre usted perfectamente.
Martin Way, mayordomo de Briar
Levanto la vista pero no digo nada. Noah ve mi expresión y sonríe. «Lee lo demás», dice. Volteo la hoja. La carta es corta y está fechada el 3 de mayo: hace hoy siete semanas. Dice lo siguiente:
Al señor Noah Puckerman, de Figgins López, Esquire.
Señor:
Supongo que se ha llevado a mi sobrina, Santana López. ¡Ojalá disfrute de ella! Su madre fue una ramera y ella posee todos los instintos de su madre, cuando no su cara. El retraso en la progresión de mi tarea será grave, pero hay algo que me consuela de mi pérdida: que se me antoja, señor, que es usted un hombre que sabe cómo tratar a una puta.
F. L.
Leo esta hoja dos o tres veces; vuelvo a leerla, la dejo caer al suelo. La señora Sucksby la recoge en el acto, para leerla ella. Mientras se afana en descifrar las palabras, se pone colorada. Cuando ha terminado, lanza un grito:
-¡El muy canalla! ¡Oh!
El grito despierta a Dainty.
-¿Quién, señora Sucksby? ¿Quién? -dice.
-Un malvado, eso es todo. Un malvado que está enfermo, como se tiene merecido. Nadie que tu conozcas. Sigue durmiendo. -Alarga la mano hacia mí-. Oh, querida mía...
-Déjame en paz -digo. La carta me ha disgustado más de lo que hubiese creído. No sé si lo que más me ha dolido son las palabras con que está redactada o la prueba definitiva que parecen aportar a la historia de la señora Sucksby. Pero no soporto que ella y Noah me observen cuando sucumbo a un torbellino de sentimientos. Me alejo de ellos todo lo que puedo -unos dos o tres pasos-, hasta la pared marrón de la cocina; de allí voy a la otra pared y desde aquí a una puerta; empuño la manilla y la giro en vano.
-Dejadme salir -digo.
La señora Sucksby se me acerca. Hace un ademán de aferrar no la puerta, sino mi cara. La aparto de un empujón, voy rápidamente hasta la segunda puerta y luego a la tercera.
-¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!
Ella me sigue.
-Querida mía -dice-, no te lleves un disgusto por ese viejo canalla. ¡No es digno de tus lágrimas!
-¿Me dejas salir?
-¿Salir adonde? ¿No tienes aquí todo lo que necesitas? ¿No hay de todo aquí, o lo habrá pronto? Piensa en las joyas, los vestidos...
Se ha aproximado de nuevo. La empujo otra vez. Retrocedo hasta la pared de color salsa, pongo la mano en ella -el puño- y la golpeo repetidamente. Después alzo los ojos. Ante ellos veo el calendario, sus páginas atiborradas de cruces negras. Lo agarro y lo arranco del clavo que lo sujeta. «Querida mía...», repite ella. Me vuelvo y le lanzo el calendario. Pero después me entra una llorera, y cuando ha pasado el arranque de llanto pienso que he cambiado. He perdido el ánimo. La carta me lo ha arrebatado. El calendario regresa a su lugar en la pared y dejo que cuelgue de ella. Se vuelve cada vez más negro, a medida que nos acercamos a nuestro destino. La estación avanza. Junio es caluroso, y luego más aún. La casa empieza a llenarse de moscas. Desquician a Noah: las persigue con una zapatilla, colorado y sudoroso.
-¿Sabes que soy hijo de un señor? -dice-. ¿Lo creerías si me vieras ahora?
No le respondo. He empezado, igual que él, a ansiar que llegue el cumpleaños de Britt en agosto. Creo que diré lo que ellos quieran a cualquier clase de abogado o notario. Pero mis días transcurren en una especie de letargia intranquila; y por la noche -pues hace demasiado calor para dormir- me asomo a la angosta ventana del cuarto de la señora Sucksby y miro a la calle con expresión ausente.
—Quítate de ahí, cielo -murmura ella si se despierta. Dicen que hay cólera en el barrio-. ¿Quién sabe si pillarías una fiebre por culpa de una corriente? ¿Se puede contraer una fiebre a causa de una ráfaga de aire fétido? Me tumbo a su lado hasta que se duerme; luego vuelvo a la ventana, aprieto la cara contra la fisura que hay entre los marcos y respiro más hondo. Casi me olvido de mi intención de huir. Quizás lo intuyen, porque al final me dejan, una tarde -creo que a comienzos de julio-, con Dainty como única custodia.
-No la pierdas de vista -le dice la señora Sucksby, poniéndose unos guantes-. Si le ocurre algo, te mato. -A mí me besa-. ¿Estás bien, querida? No tardaré ni una hora. Te traeré un regalo, ya verás.
No contesto. Dainty le abre la puerta, la cierra y se guarda la llave en el bolsillo. Se sienta, coloca una lámpara encima de la mesa y reanuda su trabajo. No es lavar pañales, pues ahora hay menos bebés -la señora Sucksby ha empezado a encontrarles hogares, y la casa, día tras día, recupera el silencio-, sino arrancar puntadas de seda de pañuelos robados. Lo hace con apatía, sin embargo.
-Es aburrido -dice, cuando ve que la miro-. Solía hacerlo Britt. ¿Quieres probar?
Muevo la cabeza y cierro los párpados; al poco rato, ella bosteza. La oigo y de repente estoy plenamente despierta. Si se duerme, pienso, puedo comprobar las puertas, ¡robarle la llave del bolsillo! Bosteza otra vez. Empiezo a sudar. El reloj da los minutos: quince, veinte, veinticinco. Media hora. Llevo puesto el vestido violeta y pantuflas de seda blancas. No tengo sombrero, no tengo dinero..., da igual, da igual. Me los dará Hawtrey.
Duerme, Dainty, duerme. Duerme, duerme... ¡Duérmete, maldita! Pero ella sólo bosteza, y asiente. Casi ha pasado una hora.
-Dainty -digo.
Ella da un brinco.
-¿Qué pasa?
-Me temo..., me temo que tengo que ir al retrete.
Ella deja su labor, hace una mueca de fastidio.
-¿Tienes qué? ¿Ahora mismo, en este momento?
-Sí. -Me pongo la mano en el estómago-. Creo que estoy indispuesta.
Ella pone los ojos en blanco.
-Nunca he visto a una chica más enfermiza que tú. ¿Es eso lo que llaman una constitución de dama?
-Creo que lo debe de ser. Lo siento, Dainty. ¿Me abres la puerta?
-Pero te acompaño.
-No hace falta. Puedes quedarte cosiendo, si quieres...
-La señora Sucksby dice que tengo que acompañarte siempre. Si no, me la cargo. Vamos.
Suspira, se estira. Tiene manchada la seda de su vestido por debajo de los brazos; es una mancha con un borde blanco. Saca la llave, descorre el cerrojo, me conduce al pasillo. Camino despacio, observando el perfil de su espalda. Me acuerdo de que otras veces he querido escapar de ella, y de que siempre me ha atrapado. Sé que aunque ahora la tumbase de un golpe, ella se levantaría en el acto y me daría alcance. Podría estamparle la cabeza contra los ladrillos... Pero sólo imaginarlo se me debilitan las muñecas, no creo que pudiese.
-Sigue -dice ella, cuando yo titubeo-. ¿Qué pasa?
-Nada. -Cojo la puerta del excusado y la atraigo hacia mí, lentamente-. No hace falta que esperes -digo.
-No, te esperaré. -Se apoya en la pared-. Me sienta bien tomar el aire.
El aire es caliente y hediondo. En el retrete lo es más todavía. Pero entro, cierro la puerta y paso el pestillo; luego miro alrededor. Hay una ventanita, no más grande que mi cabeza, cuyo cristal roto está tapado por un trapo. Hay arañas y moscas. La taza del retrete está agrietada y manchada. Pienso, de pie, quizás durante un minuto.
-¿Todo bien? -grita Dainty.
No respondo. El suelo es de tierra muy compacta. Las paredes son de un blanco pulverulento. De un alambre cuelgan tiras de noticias de prensa. SE NECESITA ROPA USADA DE SEÑORA Y CABALLERO, EN BUEN O MAL ESTADO...
CORDERO GALÉS & HUEVOS RECIÉN PUESTOS...
Piensa, Santana. Me vuelvo hacia la puerta, aplico la boca a una hendidura que hay en la madera.
-Dainty -digo en voz baja.
-¿Qué?
-Dainty, no me encuentro bien. Tienes que traerme algo.
-¿Qué? -Tira de la puerta-. Fuera, señorita.
-No puedo salir. No me atrevo. Dainty, tienes que ir a la cómoda de mi habitación, arriba. ¿Quieres? Allí hay algo. ¿Quieres? ¡Oh, date prisa! ¡Oh, cómo fluye! Tengo miedo de que los hombres vuelvan...
-Ah -dice ella, comprendiendo por fin. Baja la voz-. Te ha venido, ¿es eso?
-¿Quieres ir por mí, Dainty?
-¡Pero no puedo dejarte, señorita!
-¡Entonces tendré que quedarme aquí hasta que vuelva la señora Sucksby! Pero ¿y si John o Ibbs vuelven antes? ¿Y si me desmayo? ¡La puerta está cerrada con pestillo! ¿Qué pensará la señora de nosotras?
-Oh, Señor -murmura ella. Acto seguido dice-: ¿En la cómoda, dices?
-En el cajón de arriba, a la derecha. ¿Quieres darte prisa? Si por lo menos pudiera limpiarme y luego acostarme... Siempre me pongo tan mala...
-Vale.
-¡Date prisa!
-Vale.

Su voz se apaga. Pego el oído a la madera, oigo sus pasos, oigo que se abre y que gira al cerrarse la puerta de la cocina. Deslizo el pestillo y corro.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Jue Abr 24, 2014 11:22 pm

Hola Marta!!
Ojala San pueda escapar ya de una buena ves!!
Saludos
monica.santander
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Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 26, 2014 10:30 am

monica.santander escribió:Hola Marta!!
Ojala San pueda escapar ya de una buena ves!!
Saludos
Hola Monica!!
La cosa es, a donde irá? Esta en una ciudad que no conoce y sin dinero... no es fácil para ella que nunca salio de Briar...
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Sáb Abr 26, 2014 10:32 am

Capitulo 36
Salgo corriendo del pasillo al patio. Lo recuerdo, recuerdo las ortigas y los ladrillos. Y desde aquí, ¿por dónde? Alrededor, todo son muros altos. Pero sigo corriendo, y los muros me ceden el paso. Hay un camino polvoriento; era resbaladizo a causa del barro cuando llegué a esta casa, pero lo veo y sé -¡lo sé!- que lleva a un callejón que a su vez conduce a otro camino que cruza una calle y me lleva... ¿adonde? A un camino que no reconozco, que pasa por debajo de los arcos de un puente. Recuerdo este puente, pero lo recuerdo más cercano y más bajo. Recuerdo una tapia alta y sin salida. Aquí no hay ninguna. No importa. Sigue corriendo. Deja la casa a tu espalda y corre. Ahora coge un camino más ancho: las calles y callejones giran y están oscuros, no te pierdas en ellos. Corre, corre. No importa que el cielo te parezca horripilante e inmenso. No importa que Londres sea ruidoso. No importa que haya gente ahí -da igual que te miren fijamente—, da lo mismo que su ropa esté andrajosa y descolorida y que tu vestido sea vistoso que lleven la cabeza cubierta y la tuya esté desnuda. No importa que tus zapatillas sean de seda ni que te corten los pies todas las piedras y escorias... De esta manera me azuzo para seguir adelante. Sólo me detiene el tráfico, los caballos y los coches que pasan disparados: hago un alto en cada cruce, luego me interno en la maraña de coches y carros, y creo que es tan sólo mi premura, mi distracción -eso y, quizás, mi vestido llamativo- lo que impulsa a los cocheros a tirar de las riendas para no atropellarme. Sigo adelante, adelante. Creo que en una ocasión me ladra un perro y me lanza una dentellada en la falda. Creo que unos chicos corren a mi lado durante un rato -dos o tres chicos-, gritando para verme tambalear. «Vosotros», digo, apoyando mi mano en el costado, «¿podéis decirme dónde está Holywell Street? ¿Por dónde se va a Holywell Street?» Pero el sonido de mi voz les ahuyenta. Entonces voy más despacio. Cruzo una calzada con más tráfico. Los edificios son mayores aquí y, sin embargo, dos calles más allá las casas están destartaladas. ¿Hacia dónde debo ir? Preguntaré otra vez, preguntaré dentro de un momento. Por ahora seguiré caminando, poniendo calles y calles entre mí y la señora Sucksby, Richard, Ibbs. ¿Qué importa si me pierdo? Ya me he extraviado... Después cruzo la embocadura de un pasaje ascendente de ladrillo amarillo y veo al fondo, por encima de las puntas de tejados rojos, la giba oscura de la iglesia de St. Paul, con su brillante cruz de oro. La conozco por ilustraciones, y creo que Holywell está cerca de ella. Doy media vuelta, me recojo las faldas y me encamino hacia allí. El pasaje es maloliente, pero la iglesia parece próxima. ¡Parece tan cerca! El ladrillo se torna verde, el mal olor se agudiza. Subo, luego bajo de repente, salgo al aire libre y casi tropiezo. Esperaba encontrar una calle, una plaza. En vez de eso, estoy en lo alto de una escalera de escalones torcidos que desciende hasta el agua sucia. He llegado a la ribera del río. St. Paul está cerca, de todos modos, pero nos separa toda la anchura del Támesis. Lo contemplo con una especie de horror, como sobrecogida. Recuerdo haber caminado a la orilla del Támesis, en Briar. Recuerdo haber visto el aparente desasosiego y agitación de sus riberas: pensé que el río anhelaba —como yo— acelerar su curso, expandirse. No sabía que su extensión alcanzase este grado. Fluye, como veneno. Su superficie está sembrada de residuos: de heno, de madera, de maleza, de papel, de telas desgarradas, de corcho y de botellas torcidas. No se mueve como un río, sino como un mar: se ondula. Y allí donde rompe contra los cascos de los barcos, donde se estrella contra la orilla y envuelve las escaleras y las paredes y los espigones de madera que se levantan sobre el agua, espumea como leche agria. Es un torbellino de agua y desperdicios, pero en él hay hombres confiados como ratas, que navegan en barcas de remos, tiran de las velas. Y aquí y allá, en la orilla del río -con las piernas desnudas, la espalda encorvada-, hay mujeres, chicas y chicos, revolviendo entre los remolinos de basura, como espigadores en un campo. No levantan la vista y no me ven, a pesar de que paso un minuto observándoles. Sin embargo, a lo largo de toda la orilla a la que he llegado, hay almacenes donde trabajan hombres y, poco después, cuando me percato de su presencia, ellos también reparan en la mía -se fijan en mi vestido, supongo-, y primero me ckvan la mirada y luego hacen señas y me llaman. Esto disipa de golpe mi aturdimiento. Doy media vuelta y desando el pasaje amarillo hasta el camino. He visto el puente que debo atravesar para llegar a St. Paul, pero me parece que estoy más abajo de lo que debería, y no encuentro la calle que me lleve arriba: las que ahora recorro son estrechas, sin pavimentar y todavía pestilentes de agua sucia. También hay hombres en estas calles, hombres de las barcas y de los almacenes que, como los anteriores, intentan captar mi atención, silban y algunas veces me llaman, pero no me tocan. Pongo la mano delante de la cara y acelero el paso. Por fin encuentro a un muchacho vestido como un criado. «¿Por dónde se va al puente que lleva a la otra orilla?», le pregunto. Me señala un tramo de escalera y se me queda mirando mientras lo subo. Todo el mundo me mira -hombres, mujeres y niños-, incluso aquí, donde la calle vuelve a estar concurrida. Pienso en rasgar un pliegue de la falda para taparme la cabeza descubierta. Pienso en mendigar una moneda. Lo haría si supiera qué moneda pedir, cuánto me costaría un sombrero, dónde puedo comprarlo. Pero como no sé nada de nada, sigo caminando. Creo que están empezando a rajarse las suelas de mis zapatillas. No te apures, Santana. Si empiezas a apurarte, vas a echarte a llorar. La calle que enfilo comienza a elevarse y veo de nuevo el brillo del agua. ¡El puente, por fin! Avivo el paso. Pero al caminar más deprisa se estropean más las zapatillas y, al cabo de un momento, tengo que parar. Hay una abertura en la pared al principio del puente y, empotrado en ella, un banco bajo de piedra. Colgado a su lado hay un redondel de corcho, que sirve para lanzarlo -dice un letrero— a quienes se vean en aprietos en el río. Me siento. El puente es más alto de lo que me imaginaba. ¡Nunca he estado en un lugar tan alto! Pensarlo me aturde. Toco mi calzado roto. ¿Puede una mujer curarse un pie en un puente público? No lo sé. El tráfico fluye rápido y continuo, como agua rugiente. ¿Y si llegara Noah? Vuelvo a taparme la cara. Seguiré andando dentro de un momento. El sol calienta. Una pausa, para recuperar el resuello. Cierro los ojos. Ahora, cuando la gente me mira, no la veo. Entonces viene alguien, se me planta delante y habla.
-Me temo que usted no se encuentra bien.
Abro los ojos. Un hombre, bastante mayor. Un desconocido. Dejo caer la mano.
-No tema -dice. Quizás parezco desconcertada-. No quería asustarla.
Se toca el sombrero, inclina un poco la cabeza. Podría ser un amigo de mi tío. Su voz es la de un caballero, y el cuello de su camisa es blanco. Sonríe y me examina con mayor atención. Tiene una cara afable.
-¿Se encuentra mal?
-¿Me ayudará usted? -digo. Oye mi voz y su expresión cambia.
-Por supuesto -dice-. ¿Qué le ocurre? ¿Está herida?
-No -digo-. Pero me han hecho sufrir horriblemente. Yo... -Lanzo una mirada a los coches y carros que hay encima del puente-. Tengo miedo de algunas personas. ¿Me ayudará? Oh, ¡ojalá me dijera que sí!
-Ya se lo he dicho. ¡Pero esto es extraordinario! Y usted, una señorita..., ¿vendrá conmigo? Tiene que contarme toda su historia. La escucharé. No intente hablar todavía. ¿Puede levantarse? Me temo que tiene una herida en el pie. ¡Dios mío! Voy a buscar un coche. Eso es.
Me tiende el brazo, lo tomo y me pongo de pie. El alivio me ha debilitado.
-¡Gracias a Dios! -digo-. ¡Oh, gracias a Dios! Per escúcheme. -Le aprieto más fuerte el brazo-. No tengo nada, no tengo dinero para pagarle...
-¿Dinero? -Pone su mano en la mía- No lo aceptaré. ¡Ni por asomo!
-... Pero tengo un amigo que creo que me ayudará. Si me lleva usted a donde él está.
-Claro, claro. ¿Cómo no? Mire, veamos, aquí está lo que necesitamos. -Se inclina hacia la calzada y levanta el brazo: un coche de punto se aparta del flujo del tráfico y se detiene delante de nosotros. El caballero agarra la puerta y la abre. El coche tiene capota y está oscuro-. Tenga cuidado -dice-. ¿Se arregla? Cuidado. El estribo está bastante alto.
-¡Gracias a Dios! -repito, levantando el pie. Entretanto, él se coloca detrás de mí.
-Muy bien -dice, y añade-: ¡Caramba, qué agradable es su forma de subir!
Me detengo, con el pie en el estribo. El me pone la mano en la cintura.
-Adelante -dice, instándome a subir al coche. Retrocedo.
-Pensándolo bien -digo, rápidamente-, creo que debería caminar. ¿Me indicará el camino?
-Hace demasiado calor para ir andando. Está muy cansada. Suba.
Tengo su mano todavía encima. Aumenta su presión. Me revuelvo y casi forcejeamos.
-¡Ande, vamos! -dice, sonriendo.
-He cambiado de idea.
-Vamos, suba.
-Suélteme.
-¿Quiere armar un alboroto? Ande, suba. Conozco una casa...
-¿Una casa? ¿No le he dicho que sólo quiero ver a un amigo?
-Bueno, creo que le agradará más verlo después de haberse lavado las manos, cambiado de medias y tomado un té. O quizás, ¿quién sabe?, a lo mejor cuando haya hecho todas estas cosas le agrado yo..., ¿eh?
Su cara sigue siendo afable, sonríe todavía, pero me agarra de la muñeca, la abarca con el pulgar de parte a parte y trata de obligarme a subir al coche. Ahora el forcejeo es serio. Nadie intenta intervenir. Me figuro que no estamos a la vista de los otros vehículos que circulan por la calle. Los hombres y las mujeres que pasan por el puente miran una sola vez y luego vuelven la cabeza. Pero está el cochero. Le llamo.
-¿No lo ve? -digo-. Aquí ha habido un error. Este hombre me está insultando. -El hombre me suelta entonces. Rodeo el coche, alzando la voz-. ¿Me lleva usted? ¿Me lleva a mí sola? Tengo que encontrar a alguien que le pagará cuando lleguemos, le doy mi palabra.
El cochero me mira inexpresivo mientras hablo. Cuando oye que no tengo dinero, vuelve la cabeza y escupe.
-Si no hay pago no hay trayecto -dice.
El hombre ha vuelto a acercarse.
-Vamos -dice, ahora sin sonreír-. No hay necesidad de esto. ¿A qué está jugando? Está claro que está en un apuro. ¿No quiere las medias y el té?
Pero yo sigo hablando con el cochero.
-¿Me indicará el camino, por lo menos? Tengo que ir a Holywell Street. ¿Me dirá por dónde tengo que ir?
Oye el nombre de la calle y bufa, no sé si de hilaridad o de desdén. Pero levanta la fusta.
—Por allí —dice, señalando por encima del puente-. Y luego hacia el oeste, por Fleet Street.
-Gracias. -Echo a andar. El hombre me da alcance—. Suélteme -digo.
-No habla en serio.
-¡Suelte!
Lo digo casi gritando. El se queda parado.
-¡Vete, pues! —dice—. ¡Maldita furcia!
Ando lo más aprisa que puedo. Corro, casi. Pero al cabo de un rato, el coche se me pone al lado y reduce la marcha para adecuarse a mi paso. El caballero se asoma. Ahora tiene otra cara.
-Lo siento -dice, zalamero—. Suba. Lo siento. ¿Quiere subir? La llevaré donde su amigo, se lo juro. Mire. Mire esto. -Me enseña una moneda-. Se la daré. Suba. No debe ir a Holywell. Hay hombres malos allí..., mucho peores que yo. Suba, sé que es usted una dama. Suba, me portaré bien...
Así me habla y murmura a lo largo de la mitad del puente, hasta que por fin se forma una hilera de carros detrás del carruaje que va al paso, y el cochero grita que tiene que acelerar. En eso el hombre se retira, cierra la ventanilla con un golpe seco y el coche se aleja. Respiro. He empezado a temblar. Debería detenerme y descansar, pero ahora no me atrevo. Dejo el puente: aquí la calle confluye con otra, más populosa que la de la orilla sur, pero también más anónima. Lo agradezco, aunque las multitudes..., los gentíos son horribles. Da igual, da igual, atraviésalos. Sigue adelante. Hacia el oeste, como ha indicado el cochero. Ahora la calle cambia otra vez. Está flanqueada de casas con ventanas salientes: al final entiendo que son tiendas, pues hay mercancías expuestas con precios marcados en tarjetas. Hay panes, hay medicamentos. Hay guantes. Hay zapatos y sombreros... ¡Ah, con un poco de dinero! Pienso en la moneda que el hombre me ha ofrecido desde la ventanilla del coche: ¿no debería haberla cogido y haber echado a correr? Demasiado tarde para preguntármelo. Da igual. Sigue adelante. Ahí hay una iglesia que separa la calle como el pilar de un puente separa las aguas. ¿Hacia dónde debo ir? Pasa una mujer con la cabeza descubierta, como yo: la cojo del brazo, le pregunto el camino. Me lo indica con la mano y luego, como todos los demás, se me queda mirando mientras lo sigo. ¡Pero aquí, por fin, está Holywell Street! Sólo que ahora vacilo. ¿Cómo me la imaginaba? Así no, no tan estrecha, tan sinuosa y oscura. El día londinense sigue siendo caluroso y radiante: al doblar hacia Holywell, sin embargo, parece que entro en una luz crepuscular. Pero esta penumbra es buena, al fin y al cabo: oculta mi cara y difumina los colores de mi vestido. Me adentro más. La calle se angosta. El suelo es polvoriento, desigual, sin pavimentar. A ambos lados hay comercios iluminados, algunos con hileras de ropas raídas colgadas delante, otros con sillas rotas y marcos de cuadros vacíos y cristales de colores que desbordan de ellos, a montones: la mayoría de los comercios, no obstante, venden libros. Titubeo otra vez al ver eso. No he tocado un libro desde que abandoné Briar, y ahora me desazona tropezar de golpe con tales cantidades de ellos, verlos expuestos con las tapas boca arriba, como hogazas de pan en una bandeja, o apilados al azar dentro de un cesto; verlos rotos, manchados y descoloridos, con el rótulo 2, 3 PENIQUES, ESTA CAJA 1 LIBRA. Me detengo y observo cómo un hombre rebusca ociosamente en una caja de volúmenes sin cubierta y coge uno. La ratonera del amor: ¡lo conozco, he leído ese título tantas veces a mi tío que casi me lo sé de memoria! Entonces el hombre levanta la cabeza y me ve observándole; yo paso de largo. Más tiendas, más libros, más hombres, y por último una ventana más brillante que el resto. El muestrario es de grabados colgados de cuerdas. El cristal tiene escrito encima el nombre del señor Hawtrey, con letras de oro descascarilladas. Lo veo y me entra un temblor tan fuerte que estoy a punto de desplomarme. En el interior, la tienda es pequeña y está atestada. No me esperaba esto. Todas las paredes están cubiertas de libros y grabados, y junto a ellas también hay vitrinas. Parados delante hay tres o cuatro hombres que hojean con rapidez y atención algún álbum o algún libro; no alzan la vista cuando la puerta se abre, pero cuando doy un paso y mi vestido produce un susurro, todos se vuelven y, al verme, me miran de hito en hito. Pero para entonces ya estoy acostumbrada a esas miradas. Al fondo del local hay un pequeño escritorio, y sentado ante él un joven que viste un chaleco y está en mangas de camisa. Me mira con el mismo descaro que los otros; al ver que me dirijo hacia él, se levanta.
-¿Qué está buscando? -dice.
Trago saliva. Tengo la boca seca.
-Estoy buscando al señor Hawtrey -digo en voz baja-. Quiero hablar con el señor Hawtrey.
El joven parpadea al oír mi voz; los clientes cambian de posición ligeramente y vuelven a inspeccionarme.
-El señor Hawtrey no trabaja en la tienda -dice el joven, con un tono algo distinto- No tendría que haber venido aquí. ¿Tiene una cita con él?
-El señor Hawtrey me conoce -digo—. No necesito una cita.
Mira de reojo a los clientes. Dice:
-¿Para qué quiere verle?
-Es un asunto personal —digo—. ¿Quiere llevarme donde él? ¿Le traerá aquí?
Debe de detectar algo en mi expresión o en mi voz. Desconfía aún más, y retrocede.
-No sé seguro si está, de todos modos -dice-. En realidad no debería haber venido a la tienda. El local vende libros y grabados..., ¿sabe usted de qué tipo? Las dependencias del señor Hawtrey están arriba.
Hay una puerta, a su espalda.
-¿Me permite entrar a verle? -digo.
El mueve la cabeza.
-Puede mandarle una tarjeta o una nota.
-No tengo tarjetas -digo-. Pero deme un papel y le escribiré mi nombre. Vendrá cuando lo lea. ¿Le dará el papel?
El no se mueve. Repite:
—No creo que esté en la casa.
—Entonces esperaré, si es preciso -digo.
-¡No puede esperar aquí!
—Pues en ese caso -digo- supongo que habrá un despacho o un cuarto donde pueda esperarle.
Mira de nuevo a los clientes; coge un lápiz, lo deja.
-¿Le parece bien? -digo.
El hace una mueca. Luego me busca un pedazo de papel y una pluma.
-Pero no esperará si él no está en casa -dice. Yo asiento-. Escriba su nombre aquí -dice, señalando el papel.
Empiezo a escribir. Recuerdo, entonces, lo que Noah me dijo una vez: que los libreros hablaban de mí en las tiendas de Londres. Tengo miedo de escribir Santana López. Tengo miedo de que el joven lo vea. Por fin -acordándome de otra cosa- escribo: Galatea.
Doblo el papel y se lo entrego. El abre la puerta y silba hacia el pasillo que hay dentro. Escucha y vuelve a silbar. Se oyen pasos. Se inclina y murmura, hace un gesto hacia mí. Yo espero. Y, mientras espero, uno de los clientes cierra su álbum y capta mi mirada.
-No le haga caso -me dice, refiriéndose al joven-. Cree, simplemente, que usted es una buscona. Cualquiera puede ver que es una dama... -Me inspecciona e indica con un ademán las estanterías de libros-. Le gustan, ¿eh? -dice con un tono distinto-. Pues claro. ¿Por qué no iban a gustarle?
No digo ni hago nada. El joven regresa.
-Estamos mirando si está en casa -dice.
Hay pinturas detrás de su cabeza, clavadas a la pared y recubiertas de papel encerado: de una chica en un columpio, enseñando las piernas; de otra en una barca, a punto de resbalar: de una tercera que cae, se cae de la rama de un árbol que se rompe... Cierro los ojos. El llama a un cliente:
-¿Quiere comprar ese libro, señor...?
Al poco, sin embargo, se oyen más pasos y la puerta vuelve a abrirse. Es el señor Hawtrey. Parece más bajo y más delgado de como le recuerdo. Lleva la chaqueta y los pantalones arrugados. Se queda en el pasillo, algo agitado, y no entra en la tienda -se cruza con mi mirada, pero no sonríe-, mira a mi alrededor, como para asegurarse de que estoy sola; después, me llama. El joven se hace a un lado para dejarme pasar.
-Señor Hawtrey... -digo. Sin embargo, él mueve la cabeza; aguarda para hablar hasta que la puerta se cierra a mi espalda. Entonces, en un susurro tan enérgico que es casi un silbido, dice lo siguiente:
-¡Santo Dios! ¡Es usted! ¿De verdad ha venido a verme?
No digo nada, me limito a mirarle a los ojos. Se coloca la mano, distraído, en la cabeza. Me coge del brazo.
-Por aquí —dice, conduciéndome hacia una escalera. Hay cajas en los peldaños-. Tenga cuidado, cuidado -dice, mientras subimos. Y ya arriba-: Ahí dentro.
Hay tres cuartos, habilitados para la impresión y encuadernación de libros. En uno de ellos trabajan dos hombres, cargando tipos de imprenta; el segundo, creo, es el despacho de Hawtrey. El tercero es más pequeño y huele muchísimo a cola. Me introduce en este último. En las mesas hay montones de papeles, papeles sueltos, con los bordes mellados: las hojas de libros inconclusos. El suelo es de tablones desnudos y polvorientos. En una pared —medianera con el cuarto de los tipógrafos- hay lienzos de cristal esmerilado. Se vislumbra a los hombres, encorvados sobre su trabajo. Hay una sola silla, pero no me pide que me siente. Cierra la puerta y se queda de pie junto a ella. Saca un pañuelo y se limpia la cara. La tiene de un color blanco amarillento.
-Santo Dios -repite. Y luego-: Perdóneme. Perdóneme. Es sólo la sorpresa.
Lo dice con más afabilidad; y yo le oigo y estoy a punto de esconder la cara.
-Lo siento -digo. Mi voz no es serena-. Creo que voy a llorar. No he venido a verle para llorar.
-¡Llore si quiere! -dice él, mirando de soslayo al cristal esmerilado.
Pero no quiero llorar. Durante un momento, observa mis esfuerzos por contener las lágrimas y luego mueve la cabeza.
-Querida -dice por fin con suavidad-. ¿Qué ha hecho?
-No me pregunte.
-Se ha fugado.
-Sí, de mi tío.
-De su marido, creo.
-¿Mi marido? -Trago saliva-. ¿O sea que lo sabe usted?
Se encoge de hombros, se sonroja, mira a otra parte. Digo:
-Me juzga mal. ¿No sabe lo que me han hecho sufrir? No se apure -digo, pues ha alzado de nuevo la vista para mirar a los paneles de cristal-, no se apure, no voy a perder los estribos. Puede pensar de mí lo que quiera, no me importa. Pero tiene que ayudarme. ¿Lo hará?
-Querida...
-Lo hará. Tiene que hacerlo. No tengo nada. Necesito dinero, un alojamiento. Usted decía que me recibiría con los brazos abiertos...
A mi pesar, estoy alzando la voz.
—Tranquilícese -dice él, levantando las manos como para sosegarme, pero sin moverse de su sitio ante la puerta-. Tranquilícese. ¿Sabe lo raro que esto puede parecer? ¿Lo sabe? ¿Qué van a pensar mis empleados? Viene una chica preguntando por mí con urgencia, manda un nombre en clave... -Se ríe sin alegría-. ¿Qué dirían mis hijas, mi esposa?
-Lo siento.
Vuelve a enjugarse la cara. Exhala aire.
-Me gustaría que me dijera por qué ha venido a verme -dice-. No pensará que voy a ponerme de su parte en contra de su tío. Nunca me agradó que la tuviera recluida de un modo tan mezquino, pero él no debe saber que ha venido usted aquí. Tampoco pensará, ¿es lo que está esperando?, que voy a ayudarla a recuperar el favor de su tío. La ha repudiado totalmente, ¿sabe? Además, está enfermo, gravemente enfermo, a causa de este asunto. ¿Lo sabía?
Muevo la cabeza.
-Mi tío ahora no significa nada para mí.
-Pero sí para mí, compréndalo. Si supiera que ha venido,..
-No lo sabrá.
—Bueno. -Suspira. Luego se le entristece de nuevo la cara-. ¡Pero venir a verme! ¡Venir aquí! -Y me mira a conciencia, advierte mi vestido chabacano y mis guantes, que están sucios; mi pelo, que creo que está enredado; mi cara, que debe de estar polvorienta, deslustrada, pálida-. A duras penas la hubiese reconocido -dice, todavía con el ceño fruncido-, de tanto que ha cambiado. ¿Dónde está su abrigo, su sombrero?
-No ha habido tiempo...
Parece horrorizado.
-¿Ha venido así? -Echa una ojeada al dobladillo de mi falda; después ve mis pies y se sobresalta-. ¡Por Dios, mire sus zapatillas! ¡Le están sangrando los pies! ¿Ha salido sin zapatos?
-¡Qué remedio! ¡No tengo nada!
-¿Ni zapatos?
-No. Ni siquiera.
-¿Puckerman la tiene sin zapatos?
No se lo cree.
-Si tan sólo pudiera contarle... -digo. Pero no me escucha. Mira a su alrededor, como si viera por primera vez las mesas, los montones de papel. Coge unas cuantas hojas en blanco y empieza a cubrir apresuradamente el texto impreso.
-No tendría que haber venido aquí -dice entretanto-. ¡Mire esto! ¡Mire esto!
Capto una línea impresa: «... te daré tu merecido, te lo garantizo, y te flagelaré...».
-¿Trata de esconder esto de mí? -digo-. En Briar he visto cosas peores. ¿Lo ha olvidado?
-Esto no es Briar. No lo comprende. ¿Cómo iba a entenderlo? Allí estaba entre caballeros. Culpo a Puckerman de esto. Como mínimo, después de llevársela, debería haberla vigilado más de cerca. El vio lo que usted era.
-No lo sabe -digo-. ¡No sabe cómo me ha utilizado!
-¡No quiero saberlo! ¡No es el lugar para saberlo! No me lo diga... Oh, pero ¡mírese qué aspecto! ¿Sabe qué impresión habrá causado en la calle? ¡Desde luego, no habrá pasado inadvertida!
Bajo la vista hacia mi falda, mis zapatillas.
-Había un hombre en el puente -digo—. Pensé que quería ayudarme. Pero sólo quería...
La voz me empieza a temblar.
-¿Lo ve? -dice entonces-. ¿Lo ve? ¿Y si un policía la hubiera visto y la hubiere seguido hasta aquí? ¿Sabe usted lo que me sucedería, a mí, a mis empleados, a mis existencias, si la policía cayera sobre nosotros con todo su peso? Podrían hacerlo por una cuestión así. Oh, Dios, ¡pero mírese los pies! ¿Están sangrando de verdad?
Me ayuda a sentarme en la silla y mira a su alrededor.
-En el cuarto de al lado hay un lavabo -dice-. Espere aquí, ¿de acuerdo?
Se va a la habitación donde están los tipógrafos. Veo que ellos levantan la cabeza, oigo su voz. No sé qué les dice. Me da igual. Al sentarme me ha invadido el cansancio, y las plantas de los pies, que hasta ahora han estado entumecidas, han empezado a escocerme. La habitación no tiene ventana ni chimenea, y el olor de pegamento parece más intenso. Me he acercado a una de las mesas: me inclino sobre ella y miro los montones de páginas sin cortar y sin coser, algunas de ellas revueltas o escondidas por Hawtrey: «...y te flagelaré el trasero hasta que la sangre te corra hasta los talones...». La letra es nueva y negra, pero el papel es malo y la tinta se ha esparcido. ¿De qué tipo es? Lo sé, pero, cosa que me inquieta, no me viene a la memoria. «... toma, toma, toma, toma, te gusta la vara, ¿eh?» Hawtrey vuelve. Trae un paño y un cuenco medio lleno de agua, y también un vaso de agua para mí.
-Tome -dice, colocándome el cuenco delante; moja el paño y me lo tiende; luego aparta la vista, nervioso-. ¿Lo hace usted misma? Sólo limpiarse la sangre, por ahora...
El agua está fría. Tras haberme limpiado los pies mojo el paño otra vez y, durante un segundo, me lo aplico a la cara. Hawtrey se vuelve y me ve hacer esto.
-¿Tiene fiebre? -dice-. ¿No estará enferma?
-Sólo tengo calor -digo.
El asiente, se acerca y coge el cuenco. Luego se lleva la mano a la boca, se muerde la piel del dedo pulgar y frunce el ceño.
-Es usted bueno, por ayudarme. Creo que otros hombres me echarían la culpa.
-No, no. ¿No se lo he dicho? La culpa es de Puckerman. No importa. Ahora dígame, sea sincera conmigo, ¿qué dinero lleva encima?
-Nada.
-¿Nada?
-Sólo tengo este vestido. Pero podríamos venderlo. De todos modos, preferiría ponerme uno más sencillo.
-¿Vender el vestido? -Se enfurruña aún más-. No diga cosas raras, ¿quiere? Cuando vuelva...
-¿Volver? ¿A Briar?
-¿A Briar? Con su marido, digo.
-¿Volver con él? -Le miro asombrada-. ¡No puedo! ¡Me ha costado dos meses huir de él!
El mueve la cabeza.
-Señora Puckerman... -dice; yo me estremezco.
-No me llame así, se lo ruego -digo.
-¡Otra ocurrencia! ¿Cómo debería llamarla, entonces?
-Llámeme Santana. Acaba de preguntarme qué tengo que sea mío. Tengo mi nombre, y nada más.
Hace un movimiento con la mano.
-No diga disparates -dice-. Ahora escúcheme. Se han peleado, ¿verdad?
Me río, con una risa tan aguda que él da un respingo y los dos tipógrafos alzan la vista. El les mira y luego se vuelve hacia mí.
-¿Va a ser razonable? -dice en voz baja, con un tono de advertencia.
Pero ¿cómo puedo serlo?
-Una pelea -digo-. Usted cree que ha sido una pelea. ¿Cree que he huido por eso, con los pies ensangrentados, a través de medio Londres? No sabe nada. No se imagina el peligro que corro, el atolladero... Pero no puedo explicárselo. Es demasiado grave.
-¿Qué es?
—Algo secreto. Un plan. No puedo decirlo. No puedo... ¡Oh! -Bajo los ojos, que topan de nuevo con las páginas impresas: «Te gusta la vara, ¿eh?»-. ¿Qué tipo de letra es éste? -digo-. ¿Me lo puede decir?
Él traga saliva.
-¿Éste? -dice con la voz totalmente cambiada.
-Esta fuente.
Tarda un segundo en responder.
-Clarendon -dice en voz baja.
Clarendon. Clarendon. Lo sabía, al fin y al cabo. Sigo mirando al papel -creo que pongo los dedos en el texto- hasta que Hawtrey coloca encima una hoja en blanco, como ha hecho con las otras páginas.
-No mire eso -dice-. ¡No mire así! ¿Qué le ocurre? Creo que está enferma.
-No estoy enferma -respondo-. Sólo estoy cansada. -Cierro los ojos-. Me gustaría quedarme aquí y dormir.
-¿Quedarse aquí? -dice—. ¿Quedarse aquí, en mi tienda? ¿Está loca?
Al oír el sonido de esta palabra abro los ojos y tropiezo con los suyos; él se ruboriza y rápidamente mira a otro lado. Repito, con más calma:
-Sólo estoy cansada.
Pero él no contesta. Se lleva la mano a la boca y de nuevo comienza a morderse la piel del pulgar, mientras me observa, con cautela y cuidado, por el rabillo del ojo.
-Señor Hawtrey... -digo.
-Me gustaría -dice él de repente-, me gustaría únicamente que me dijera qué tiene intención de hacer. ¿Cómo voy a sacarla de la tienda? Me figuro que tendré que traer un coche a la parte de atrás del edificio.
-¿Va a hacer eso?
-¿Tiene algún sitio adonde ir, donde dormir? ¿Dónde comer?
-Ninguno.
-Entonces tendrá que irse a casa.
-No puedo. ¡No tengo casa! Sólo necesito un poco de dinero y un poco de tiempo. Quiero encontrar a una persona, salvarla...
-¿Salvarla?
-Encontrarla. Encontrarla. Y en cuanto la encuentre es posible que necesite más ayuda. Sólo un poco de ayuda. Me han engañado, señor Hawtrey. Me han perjudicado. Creo que, con un abogado..., si pudiéramos encontrar alguno honrado... ¡Usted sabe que soy rica! O debería serlo. -Él me mira de nuevo, pero no habla. Digo-: Sabe que soy rica. Si usted me ayudara. Si al menos me alojara...
-¡Alojarla! ¿Sabe lo que está diciendo? Alojarla, ¿dónde?
-¿No puede ser en su casa?
-¿En mi casa?
-Pensé...
-¿Mi casa? ¿Con mi mujer y mis hijas? No, no -dice, y empieza a caminar por el cuarto.
-Pero en Briar dijo muchas veces...
-¿No se lo he dicho? Esto no es Briar. El mundo no es como Briar. Tiene que aprender esto. ¿Qué edad tiene? Es una niña. No puede abandonar a un marido del mismo modo que se abandona a un tío. No puede vivir en Londres sin nada. ¿Cómo piensa vivir?
-No lo sé. Suponía... —Suponía que usted me daría dinero, quiero decir. Miro alrededor. En eso, se me ocurre una idea-. ¿No podría trabajar para usted?
Se queda inmóvil.
-¿Para mí?
-¿No podría trabajar aquí? ¿Componiendo libros? ¿Escribiéndolos, incluso? Conozco este trabajo. ¡Usted sabe que sirvo para eso! Puede pagarme un sueldo. Alquilaré una habitación, ¡sólo necesito un cuarto, un cuarto tranquilo! Lo alquilaré en secreto, Noah no lo sabrá, usted me guardará el secreto. Trabajaré y ganaré algo de dinero, lo suficiente para encontrar a mi amiga, para encontrar a un abogado honesto, y luego... ¿Qué le pasa?
Ha permanecido inmóvil todo este tiempo, pero su expresión ha cambiado, es extraña.
-Nada -dice, moviéndose-. Beba el agua.
Supongo que estoy acalorada. He hablado rápidamente y he entrado en calor: trago y noto el helado descenso del agua por dentro de mi pecho, como una espada. Él se dirige a la mesa y se inclina sobre ella, sin mirarme, pero pensando, pensando. Cuando poso el vaso, él se vuelve. No me mira a los ojos.
-Escúcheme -dice. Habla en tono bajo-. No puede quedarse aquí, ya lo sabe. Voy a llamar a un coche para que se la lleve. Y también voy a mandar a buscar a una mujer. Pagaré a una mujer para que la acompañe.
-¿Adonde?
-A un... hotel. -Me ha dado la espalda de nuevo, ha cogido una pluma, consulta un libro, empieza a escribir una dirección en un pedazo de papel-. Una casa -dice- donde podrá descansar y cenar.
-¡Donde podré descansar! -digo-. ¡No creo que vuelva a descansar nunca! ¡Pero una habitación! ¡Una habitación! ¿Y vendrá a verme allí? ¿Esta noche? -Él no responde-. ¿Señor Hawtrey?
-Esta noche no -dice, escribiendo aún-. Esta noche no puedo.
-Mañana, entonces.
Agita el papel, para que se seque; luego lo pliega.
-Mañana, si puedo -dice.
-¡Tiene que poder!
-Sí, sí.
-Y el trabajo, mi trabajo con usted, ¿lo pensará? ¡Diga que sí!
-Chsss. Sí, lo pensaré. Sí.
-¡Gracias a Dios!
Me tapo los ojos con la mano.
-Quédese aquí -dice él-. No se vaya de aquí.
Le oigo cruzar la puerta del otro cuarto, y cuando miro le veo hablando sigilosamente con uno de los tipógrafos; veo cómo éste se pone una chaqueta y sale. Hawtrey regresa. Hace una seña hacia mis pies.
-Cálcese -dice, volviéndose-. Tiene que estar preparada.
-Es usted muy amable, señor Hawtrey -digo, mientras me agacho para ponerme mis zapatillas rotas-. Dios sabe que nadie ha sido tan bueno conmigo desde...
Se me apaga la voz.
-Vamos, vamos -dice él, distraído-. No piense ahora en eso...
Permanezco sentada en silencio. El espera, saca su reloj, va y viene de lo alto de la escalera, donde se para a escuchar. Por último se va y vuelve rápidamente.
-Ya están aquí -dice-. ¿Lo tiene todo? Venga por aquí, con cuidado.
Me conduce abajo. Me lleva por una serie de habitaciones en las que hay altas pilas de cajas y cartones, y luego por una especie de antecocina hasta una puerta que da a un pequeño recinto gris: de él parten unos escalones hasta un callejón. Un coche aguarda allí y, a su lado, una mujer. Ella nos ve y asiente.
-¿Sabe lo que tiene que hacer? -le pregunta Hawtrey. Ella asiente de nuevo. El le da dinero, envuelto en el papel donde ha escrito la dirección-. Esta es la señora Puckerman. Sea amable con ella. ¿Tiene un chal?
Tiene uno de lana escocesa, que me pone alrededor para cubrirme la cabeza. La lana me calienta las mejillas. El día es todavía caluroso, aunque casi atardece. El sol se ha retirado del cielo. Llevo tres horas fuera de Lant Street. Ante la portezuela del coche, me vuelvo. Cojo la mano de Hawtrey.
-¿Vendrá mañana? -le digo.
-Por supuesto.
-¿No hablará de esto con nadie? ¿Se acordará del peligro de que le he hablado?
Asiente.
-Váyase -dice en voz baja-. Ahora esta mujer la atenderá mejor que yo.
-¡Gracias, señor Hawtrey!

Me ayuda a subir al coche; vacila antes de levantar mis dedos hasta su boca. La mujer sube después. Él cierra la portezuela tras ella y se coloca fuera del alcance de la rueda que gira. Me inclino hacia el cristal y le veo sacar el pañuelo y limpiarse la cara y el cuello; nos ponemos en marcha, salimos del callejón y él desaparece.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Sáb Abr 26, 2014 10:34 pm

Hola Marta, espero que estes muy bien!!1
Solo espero que no la lleven de vuelta a la casa donde estaba!!!
Saludos
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Abr 28, 2014 1:38 pm

Capitulo 37
Nos alejamos de Holywell Street hacia el norte, por lo que puedo saber, ya que estoy casi segura de que no cruzamos el río. Nuestro avance, sin embargo, es irregular. El tráfico es denso. Al principio voy pegada a la ventanilla, mirando el gentío en las calles, los comercios. Luego pienso: ¿Y si viera a Noah? Y me recuesto en el asiento de cuero y contemplo desde allí las calles. Sólo al cabo de un rato miro otra vez a la mujer. Tiene las manos en el regazo; no lleva guantes, y sus manos son ásperas. Nuestras miradas se cruzan.
-¿Todo bien, querida? -dice sin sonreír. Su voz es tan ruda como sus dedos. ¿En ese momento se despierta mi cautela? No lo sé con certeza. Pienso que, en definitiva, Hawtrey no ha tenido tiempo de esmerarse al buscar a una mujer. ¿Qué importa que no sea afable, con tal de que sea honesta? La miro con más atención. Su falda es de un negro herrumbroso. Sus zapatos tienen el color y la textura de la carne asada. Está plácidamente sentada, sin hablar, mientras el coche traquetea y brinca.
-¿Vamos muy lejos? -le pregunto por fin.
-No mucho, queridita.
Su voz sigue siendo áspera, su cara inexpresiva. Digo, inquieta:
-Preferiría que no me llamase queridita.
Ella se encoge de hombros. El gesto es tan osado y a la vez tan indiferente que creo que entonces me intranquilizo. Pego la cara a la ventanilla para tratar de inhalar aire. El aire no entra. ¿Dónde queda Holywell Street, desde aquí?, pienso.
-No me gusta esto -digo a la mujer-. ¿No podríamos ir andando?
-¿Andar con esas zapatillas? -bufa ella. Mira afuera-. Esto es Camden Town -dice-. Todavía falta un buen trecho. Quédese sentada y pórtese bien.
-¿Va a hablarme de ese modo? -digo-. No soy una niña.
Y ella vuelve a encogerse de hombros. El trayecto es ahora más fluido. Rodamos cuesta arriba durante, quizás, media hora. Ha oscurecido. Estoy más tensa. Hemos dejado atrás las luces y las tiendas, y estamos en una calle..., en una calle de edificios feos. Doblamos una esquina y los edificios son aún más feos. Poco después paramos delante de una casa grande y gris. Hay una lámpara al pie de una escalera. Una chica con un delantal raído se acerca con una vela para encenderla. El cristal de la pantalla está rajado. La calle está en absoluto silencio.
-¿Qué es esto? -pregunto a la mujer, cuando el coche se ha parado y comprendo que no va a proseguir viaje.
-Esto es su casa -dice.
-¿El hotel?
-¿Hotel? -Sonríe-. Puede llamarlo así.
Extiende la mano hacia el picaporte. Con la mía le agarro la muñeca.
-Espere -digo, realmente asustada, por fin-. ¿Qué quiere decir? ¿Dónde le ha dicho el señor Hawtrey que me lleve?
-¡Pues aquí!
-¿Y qué es esto?
—Es una casa, ¿no? ¿Qué le parece que es? De todos modos, le darán de cenar. Más vale que me suelte, ¡ojo!
-No hasta que me diga dónde estamos.
Ella intenta zafarse de mi mano, pero yo no la suelto. Por último, se lame los dientes.
-Una casa para señoras como usted-dice.
-¿Como yo?
-Como usted. Señoras pobres, viudas..., viudas depravadas, no me extrañaría, ¡venga!
Le he soltado la muñeca.
-No le creo -digo-. Teníamos que ir a un hotel. El señor Hawtrey le ha pagado para...
-Me ha pagado para que la traiga aquí y que después la deje. Punto final. Si no le gusta... -Rebusca en su bolsillo-. Mire, escrito de su puño y letra.
Ha sacado un papelito. Es el papel con que Hawtrey ha envuelto la moneda. Tiene el nombre de la casa escrito en él. Un hogar, lo llama él, para damas indigentes. Miro un momento estas palabras con una especie de incredulidad: como si al mirarlas pudiese cambiarlas, cambiar su significado o su forma. Luego miro a la mujer.
-Esto es un error -digo-. No se refería a esto. O él o usted se han equivocado. Tenemos que volver...
-Tenía que traerla y dejarla aquí, punto final -repite, tercamente-. Una mujer pobre, que no está en su juicio, necesita un centro de beneficencia. Esto lo es, ¿no?
Señala la casa. No le contesto. Estoy recordando la expresión de Hawtrey, sus palabras, el tono raro de su voz. Pienso: ¡Tengo que volver! ¡Tengo que volver a Holywell Street!, y, sin embargo, mientras lo pienso sé, con una mortal contracción glacial del corazón, lo que encontraré si vuelvo allí: la librería, los hombres, el joven, y que Hawtrey se ha ido a su casa, su casa, que podría estar en cualquier lugar de la ciudad, en cualquiera... Y después la calle, la oscuridad de la calle... ¿Cómo me las apañaré? ¿Cómo pasaré la noche en Londres sola? Empiezo a temblar.
-¿Qué tengo que hacer? —digo.
-Pues entrar ahí -dice la mujer, señalando la casa con un gesto. La chica con la vela se ha marchado, y la lámpara arde débilmente. Las ventanas están cerradas con postigos, el cristal que hay arriba está negro, como si las habitaciones estuviesen a oscuras. La puerta es alta, de dos hojas, como el portón principal de Briar. La veo y me asalta el pánico.
-No puedo -digo-. ¡No puedo!
De nuevo la mujer se lame los dientes.
-Mejor eso que la calle, ¿no cree? Una cosa u otra. Me han pagado para que la traiga aquí y la deje, eso es todo. Ahora bájese, que tengo que irme a mi casa.
-No puedo -repito. Le agarro de la manga-. Tiene que llevarme a algún otro sitio.
-¿Tengo? -Se ríe, pero no forcejea para librarse de mi mano. Su expresión cambia-. Bueno, lo haré si me paga -dice.
-¿Pagarle? ¡No tengo nada con que pagarle!
Ella vuelve a reírse.
-¿No tiene dinero? -dice-. ¿Y ese vestido?
Me mira la falda.
-Oh, Dios -digo, tirando de ella, desesperada-, ¡se lo daría si pudiera!
-¿Me lo daría?
-¡Coja el chal!
-¡El chal es mío! -resopla. Sigue mirando mi falda; ladea la cabeza-. ¿Qué lleva debajo? -dice, bajando la voz.
Me estremezco. Luego, lenta, tímidamente, me levanto el dobladillo y le enseño mis enaguas: son dos, una blanca y otra carmesí. Ella las ve y asiente.
-Están bien. Son de seda, ¿verdad? Me gustan.
-¿Las dos? -digo-. ¿Quiere las dos?
-El cochero tiene que cobrar, ¿no? -responde-. Tiene que pagarme con una a mí y con la otra a él.
Titubeo, pero ¿qué puedo hacer? Me levanto la falda más arriba, descubro los cordeles en mi cintura y los desato; luego, con el mayor recato posible, me quito las enaguas. Ella no aparta la vista. Las coge y se las mete raudamente debajo de la casaca.
-Lo que los hombres no saben, ¿eh? —dice con una risita, como si ahora fuésemos conspiradoras Íntimas. Se frota las manos- ¿Adonde vamos, entonces? ¿Eh? ¿Adonde le digo al cochero que vamos?
Ha abierto la ventanilla para llamarle. Me rodeo el cuerpo con los brazos y noto el picor de la tela del vestido contra mis muslos desnudos. Creo que me saldrían los colores, creo que lloraría, si tuviera suficiente vida.
-¿Adonde? -vuelve a preguntar. Más allá de su cabeza, la calle está llena de sombras. Ha despuntado una luna creciente, delgada, de un color marrón sucio. Inclino la cabeza. Tras esta última, atroz frustración de mis esperanzas, sólo tengo un sitio adonde ir. Se lo digo, ella se lo dice al cochero y el coche se pone en marcha. Ella se acomoda mejor en su asiento, se adereza la casaca. Me mira. mejor en su asiento, se adereza la casaca. Me mira.
-¿Está bien, queridita? -dice. No le respondo, y se ríe. Se vuelve hacia un lado—. Ahora no le importa, ¿eh? -dice, como hablando sola-. No le importa que la llame así.
Lant Street está oscura cuando llegamos. Conozco la casa ante la que hay que parar por la casa que hay enfrente, la que tiene los postigos de color pomada y a la que he mirado tan intensamente desde la ventana de la señora Sucksby. John contesta a mi llamada. Tiene la cara pálida. Me ve y se queda pasmado: «Cojones», dice. Paso por delante de él. La puerta da a lo que supongo que es la tienda de Ibbs, y desde allí un pasadizo me lleva directamente a la cocina. Allí están todos, salvo Noah. Ha salido a buscarme. Dainty está llorando: tiene la mejilla magullada, peor que antes, y el labio partido y sangrando. Ibbs camina de lo largo a lo ancho en mangas de camisa, y los tablones del suelo crujen y saltan. La señora Sucksby, con la mirada perdida, tiene la cara blanca como la de John. Está inmóvil. Pero cuando me ve se comba y pestañea; se lleva la mano al corazón, como si sufriera un ataque.
-Oh, mi niña -dice.
A continuación no sé lo que hacen. Creo que Dainty grita. Paso de largo por delante de ellos, sin mirarles. Subo la escalera y entro en el cuarto de la señora Sucksby -mi cuarto, nuestro cuarto, me figuro que debo llamarlo- y me siento en la cama, con la cara hacia la ventana. Pongo las manos en el regazo, cabizbaja. Tengo los dedos manchados de tierra. Los pies me han empezado a sangrar otra vez. Me concede un minuto antes de venir. Lo hace en silencio. Cierra la puerta con llave tras ella: la gira con suavidad en la cerradura, como si me creyera dormida y temiese despertarme. Se para a mi lado. No intenta tocarme. Sé, sin embargo, que está temblando.
-Querida niña -dice-. Te creímos perdida. Te creímos ahogada o asesinada...
Le falla la voz, pero no se le quiebra. Aguarda y, como yo no hago nada, dice:
-Levántate, querida.
Me levanto. Ella me quita el vestido y las ballenas. No pregunta qué ha sido de mis enaguas. No se sorprende al ver mis zapatillas y mis pies, aunque se estremece al quitarme las medias. Me acuesta en la cama, desnuda, y me cubre con la manta hasta la mandíbula; luego se sienta a mi lado. Me acaricia el pelo, desprende los alfileres y desenreda los nudos con la mano. Llevo el pelo suelto y se tensa cuando lo tironea. «Ya,
ya», dice. La casa está silenciosa. Creo que Ibbs y John están hablando, pero en susurros. La señora Sucksby mueve los dedos más despacio. «Ya, ya», repite, y tirito, pues su voz es la de Britt. Su voz es la de Britt, pero su cara... El cuarto está oscuro, sin embargo; no ha traído una vela. Está sentada de espaldas a la ventana. Pero noto su mirada, su respiración. Cierro los ojos.
-Te creímos perdida -repite en un murmullo-. Pero has vuelto. Querida niña, ¡sabía que volverías!
-No tengo adonde ir -respondo despacio e impotente-. No tengo adonde ir ni a nadie. Pensé que lo sabía; no lo he sabido hasta ahora. No tengo nada. Ni casa...
-Tu casa es ésta -dice.
-Ni amigos...
-¡Aquí están tus amigos!
-Ni amor...
Contiene el aliento; por fin cuchichea:
-Querida niña, ¿no lo sabes? ¿No te lo he dicho cien veces...?
Empiezo a llorar, de frustración, de agotamiento.
-¿Por qué dices eso? -exclamo, entre lágrimas-. ¿Por qué? ¿No basta con tenerme aquí? ¿Por qué también tienes que quererme? ¿Por qué tienes que asfixiarme y atormentarme solicitando mi amor?
Me he incorporado, pero estas palabras consumen mis últimas fuerzas y no tardo en volver a tenderme. Ella no habla. Observa. Espera hasta que me quedo quieta. Entonces vuelve la cabeza y la ladea. Creo, por la curva de su mejilla, que está sonriendo.
-¡Qué tranquila está la casa ahora que se han ido tantos bebés! -dice-. ¿Verdad? -Se vuelve hacia mí. La oigo tragar. Sigue hablando en voz baja-, ¿Te dije, querida mía, que una vez tuve un hijo que murió? ¿Por la época en que vino aquella señora, la madre de Britt? -Asiente-. Te lo dije. Lo oirás decir, por aquí, si preguntas. Los bebés se mueren. ¿A quién le extraña que se mueran...?
Hay cierta emoción en su voz. Empiezo a temblar. Ella lo nota y extiende la mano de nuevo para acariciar mi pelo enmarañado.
-Ya, ya. Chsss. Estás totalmente a salvo ahora... -dice. Deja de acariciarme. Me ha cogido un mechón entre los dedos. Sonríe de nuevo-. Qué curioso lo de tu pelo -dice en un tono distinto-. Imaginaba que tus ojos serían castaños, y tu tez blanca, y sabía que tendrías la cintura y las manos esbeltas. Sólo tu pelo ha salido algo más oscuro de lo que me había imaginado...
Las palabras se esfuman. Al extender la mano ha movido la cabeza: le cae encima, de lleno, la luz de la farola y de la rodaja de luna deslucida, y de repente le veo la cara: sus ojos también castaños, sus mejillas también pálidas, y sus labios, que son gruesos y que -comprendo de pronto- han tenido que ser en otro tiempo más gruesos... Se moja la boca.
-Querida niña -dice-, mi queridísima niña...
Titubea otro instante; después, por fin, habla.
Final 2º Parte
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por marcy3395 Lun Abr 28, 2014 11:08 pm

andale es su mama? nooooooooooooooooooooo me quede  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 , vas a continuar cierto????
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Mar Abr 29, 2014 1:51 am

Cada ves se pone mejor esta historia!!!
Saludos
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 06, 2014 2:12 pm

marcy3395 escribió:andale es su mama? nooooooooooooooooooooo me quede  FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 5 304001509 , vas a continuar cierto????
Claro que voy a continuarlo!!
monica.santander escribió:Cada ves se pone mejor esta historia!!!
Saludos
Ahora se pondrá mejor, aparece de nuevo Britt!!
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Mayo 06, 2014 2:14 pm

3º Parte
Capitulo 1
Chillé. Chillé a voz en cuello, con toda mi alma. Me debatí como un demonio. Pero cuanto más me convulsionaba, más fuerte me sujetaban. Vi a Puck recostarse en su asiento y al coche que se ponía en marcha y empezaba a virar. Vi a Santana que pegaba la cara contra la ventanilla de cristal empañado. Al ver sus ojos, grité otra vez, levantando la mano y señalándola:
-¡Es ella! ¡Es ella! ¡No la dejen marchar! ¡No la dejen marchar, cojones...!
Pero el coche prosiguió su camino, y las ruedas levantaban polvo y grava a medida que el caballo cobraba velocidad, y cuanto más se alejaba, con tanta más ferocidad forcejeaba yo. Vino el otro médico en ayuda del doctor Christie. También vino la mujer con delantal. Intentaban acercarme a la casa. Yo me resistía. El coche aceleraba, se hacía más pequeño. «¡Se están yendo!», chillé. La mujer se me puso detrás y me agarró de la cintura. Apretaba tan fuerte como un hombre. Me subió en volandas los dos o tres escalones que llevaban a la puerta principal de la casa, como si yo no fuese más que una bolsa rellena de plumas.
-Ya vale —dijo, mientras me arrastraba-. ¿Qué es esto? Patalea, si quieres, y molesta a los doctores.
Tenía su boca cerca de mi oreja, y su cara detrás de mí. Apenas me daba cuenta de lo que hacía. Lo único que sabía es que a mí me tenían atrapada y que Puck y Santana huían. Oí hablar a la mujer, incliné la cabeza hacia delante y luego la proyecté bruscamente hacia atrás.
-¡Oh! -exclamó. Aflojó la presión-. ¡Oh, oh!
-Está enloqueciendo -dijo el doctor Christie. Pensé que estaba hablando de la mujer. Luego vi que se refería a mí. Sacó un silbato del bolsillo y dio un silbido.
-¡Por el amor de Dios! -grité-, ¿no van a escucharme? ¡Me han engañado, me han engañado...!
La mujer volvió a agarrarme, por la garganta esta vez, y cuando giré en sus brazos me asestó, con las puntas de los dedos, un golpe fuerte en el estómago. Creo que lo hizo de tal modo que los médicos no la vieron. Yo me revolví y me tragué el aliento. Ella me asestó otro golpe.
-¡Ahí duele! -dijo.
-¡Quietas las manos! -gritó el doctor Graves-. Podría partirse.
Entretanto, me habían introducido en el vestíbulo de la casa y otros dos hombres acudieron al toque de silbato. Llevaban bocamangas de papel de estraza sobre la chaqueta. No parecían médicos. Me cogieron de los tobillos.
-¡Manténgala quieta! -dijo el doctor Graves-. Tiene convulsiones. Podría dislocarse las articulaciones.
Yo no podía decirles que no sufría un ataque, sino que sólo estaba sin resuello; que la mujer me había lastimado; que de todos modos yo no era una lunática, que estaba tan cuerda como ellos. No podía decir nada, mientras intentaba recuperar la respiración. Sólo acertaba a graznar. Los hombres me colocaron las piernas rectas y la falda se me subió hasta las rodillas. Empecé a temer que se me subiera más arriba. Supongo que me retorcí por eso.
-¡Sujétenla bien! -dijo el doctor Christie. Había sacado una cosa parecida a una cuchara grande, plana y de hueso. Se puso a mi lado, me sujetó la cabeza y me metió la cuchara en la boca, entre los dientes. Era una cuchara lisa, pero la empujó con fuerza y me hizo daño. Creí que me asfixiaba: la mordí, para impedir que me traspasara la garganta. Sabía mal. Todavía pienso en las demás personas en cuya boca habría entrado antes que en la mía. Vio que yo cerraba la mandíbula.
-¡Ya la muerde! -dijo-. Muy bien. Manténgala quieta. -Miró al doctor Graves-. ¿Al cuarto acolchado? Yo creo que sí. ¿Enfermera Spiller?
Era la mujer que me había aferrado por el cuello. Vi que ella le hacía una seña al médico y luego a los dos hombres con las bocamangas, que dieron media vuelta para poder conducirme al interior de la casa. Noté que me movían y empecé a debatirme. Ya no estaba pensando en Puck y en Santana. Pensaba en mí misma. Estaba empavorecida. Me dolía el estómago a causa de los dedos de la enfermera. Tenía la boca cortada por la cuchara. Temía que en cuanto me metiesen en un cuarto me mataran.
-Peleona, ¿eh? —dijo uno de los hombres, mientras se esforzaba en sujetarme mejor el tobillo.
-Un caso muy difícil -dijo el doctor Christie. Me miró a la cara-. La convulsión ha remitido, al menos. -Alzó la voz-. ¡No tema, señora Puckerman! Lo sabemos todo de usted. Somos sus amigos. La hemos traído aquí para que se ponga bien.
Intenté hablar. «¡Socorro! ¡Socorro!», trataba de decir. Pero la cuchara me hizo gorjear como un pájaro. También me hizo babear, y un poco de baba se me escapó de la boca y salpicó la mejilla del doctor Christie. Quizás pensó que yo la había escupido. De todas maneras se retiró velozmente y puso una cara adusta. Sacó su pañuelo.
-Muy bien -dijo a los hombres y a la enfermera, mientras se limpiaba la mejilla-. Ya vale. Ahora pueden llevársela.
Me llevaron a lo largo de un pasillo que cruzaba una serie de puertas y una habitación; recorrimos un rellano, otro corredor, otro cuarto; yo intentaba recordar el camino, pero me llevaban tumbada de espaldas y sólo pude fijarme en muchísimos techos y paredes de colores insulsos. Como un minuto después caí en la cuenta de que me habían llevado muy adentro de la casa, y que estaba extraviada. No podía gritar. La enfermera me rodeaba el cuello con el brazo, y tenía todavía la cuchara de hueso metida en la boca. Llegamos a una escalera y me bajaron diciendo: «Ahora tú, Bates», y «¡Cuidado con esta esquina, que es muy cerrada!», como si yo fuese, ya no un saco de plumas, sino un baúl o un piano. Ni una sola vez me miraron a la cara. Por último, uno de los hombres empezó a silbar una tonadilla y a llevar el compás con la yema de sus dedos en mi pierna. Llegamos a otra habitación cuyo techo era de un tono gris, un poco más pálido, y allí se detuvieron.
-Atención, ahora -dijeron.
Los hombres depositaron mis piernas en el suelo. La mujer me retiró el brazo del cuello y me dio un empujón. Fue sólo un empujoncito, pero me habían zarandeado y removido tanto que me tambaleé y caí. Caí sobre las manos. Abrí la boca y salió la cuchara. Uno de los hombres se apresuró a recogerla. Sacudió la baba de ella.
-Por favor -dije.
-Di eso ahora -dijo la mujer. Se dirigió a los hombres-. Me ha dado un cabezazo, en las escaleras. Miren. ¡Me ha hecho un cardenal!
-Es lo que quería.
-¡Diablesa!
Me largó un puntapié.
-¿O sea que el doctor Christie te ha traído aquí para que nos cosas a moretones? ¿Eh, señora mía? ¿Señora qué? ¿Pierce o Puckerman? ¿Te ha traído para eso?
-Por favor -repito-. No soy la señora Puckerman.
-¿No eres la señora Puckerman? ¿Ha oído eso, Bates? Y yo tampoco soy la enfermera Spiller. Y muy probablemente Hedges no es Hedges.
Se me acercó y me levantó por la cintura; después me dejó caer. No se podría decir que me tiró, sino que me levantó en el aire y me dejó caer, y como yo estaba tan débil y aturdida, caí de mala manera.
-Eso por el cabezazo -dijo-. Alégrate de que no estemos en una escalera o en un tejado. Vuelve a pegarme y, ¿quién sabe?, a lo peor estamos en alguno. -Se enderezó el delantal de lona, se agachó y me agarró de la tela del cuello-. Bien, vamos a quitarte este vestido. Puedes echar chispas si quieres. A mí me da lo mismo. ¡Vaya, qué ganchitos más monos! ¿Mi mano te parece ruda? Estás acostumbrada a otras más suaves, ¿verdad? Yo diría que sí, por lo que me han dicho. -Se rió—. Pues aquí no tenemos doncellas. Tenemos a Hedges y a Bates. –Ellos seguían mirando, parados ante la puerta-. ¿Tendré que llamarles?
Supuse que se proponía desnudarme entera; me habría dejado matar antes que tolerar semejante cosa. Me puse de rodillas y me zafé de ella.
-Llama a quien quieras, perra -dije, jadeando-, pero no vas a quitarme el vestido.
A ella se le ensombreció el semblante.
-¿Perra, yo? -respondió- ¡Bien!
Y alargó la mano, curvó los dedos hasta formar un puño y me golpeó. Yo me había criado en el barrio, rodeada de estafadores y rateros de toda ralea, pero había tenido por madre a la señora Sucksby, que nunca me había pegado. El puñetazo casi me dejó inconsciente. Me tapé la cara con las manos y me quedé de cuclillas, pero ella me despojó del vestido; me figuro que solía desvestir a dementes, y se daba buena maña para hacerlo; a continuación me quitó el corsé, después las ligas, luego los zapatos y las medias y por último los alfileres del pelo. Se levantó, sudando y con una expresión aún más sombría.
-¡Ya está! -dijo, mirándome, sin que yo tuviera nada encima salvo la enagua y la camiseta-. Ya no tienes cintas ni lazos. Si ahora quieres estrangularte es asunto tuyo. ¿Me has oído, señora no-Puckerman? Duerme una noche aquí y entérate. A ver si te gusta. ¿Convulsiones? Yo sé distinguir entre una rabieta y un ataque. Aquí puedes patalear todo lo que quieras. Dislócate los huesos, arráncate la lengua a mordiscos. Estate callada. Nosotros preferimos a la gente callada, es más agradable trabajar con ella.
Dijo todo esto, hizo un bulto con mis ropas, se lo cargó al hombro y me dejó sola. Los hombres se fueron con ella. Le habían visto pegarme y no habían hecho nada. Le habían visto quitarme las medias y las ballenas. Les vi quitarse las bocamangas de papel. Uno de ellos empezó a silbar de nuevo. La enfermera Spiller cerró la puerta y giró la llave, y el silbido se volvió mucho más tenue. Me puse de pie cuando se hizo tan débil que ya no alcanzaba a oírlo. Volví a tenderme en el suelo. Me habían tirado tan fuerte de las piernas que temblaban como si fueran de goma, y la cabeza me zumbaba por culpa del puñetazo. Me temblaban las manos. Estaba, hablando en plata, cagada de miedo. Fui de rodillas hasta la puerta, para mirar por el ojo de la cerradura. No había manilla. La puerta misma estaba cubierta por una lona sucia, forrada de paja; también las paredes estaban recubiertas de lona. Había un hule encima del suelo. Había una sola manta, con muchos desgarrones y manchas. La ventana, muy arriba, tenía barrotes. Detrás de los barrotes se veían hojas de hiedra enroscadas. La luz que entraba era verde oscura, como el agua de un estanque. Me levanté y lo miré todo, como atontada: me costaba creer que fueran mis pies fríos sobre el hule del suelo, mi cara y mis brazos doloridos lo que iluminaba aquella luz verde. Me dirigí a la puerta y la recorrí con los dedos: el ojo de la cerradura, la lona, los bordes, todo, tratando de abrirla. Pero estaba cerrada como una almeja y, lo que era aún peor, mientras tiraba de ella empecé a entrever pequeñas melladuras y desgarrones en la lona sucia..., pequeñas medialunas, donde la tela estaba raída; comprendí al instante que debían de ser las marcas dejadas por las uñas de las demás lunáticas -las de verdad, me refiero- que habían sido recluidas antes que yo en aquel cuarto. Fue horrible pensar que estaba haciendo exactamente lo mismo que ellas habían hecho. Me alejé de la puerta, cesó el aturdimiento y enloquecí de espanto. Me precipité contra la puerta y empecé a golpear la lona acolchada con las manos. Cada golpe formaba una nube de polvo.
-¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba. Mi voz sonaba extraña-. ¡Oh, socorro! ¡Me han encerrado aquí creyendo que estoy loca! ¡Llamen a Noah Puckerman! -Tosí-. ¡Socorro! ¡Doctor! ¡Socorro! ¿No me oyen? -Tosí de nuevo-. ¡Socorro! ¿No me oyen...?
Y así durante un rato. Grité, tosí, golpeé la puerta, parando sólo a intervalos para pegar la oreja contra ella y tratar de averiguar si había alguien cerca, durante no sé cuánto tiempo; y no vino nadie. Creo que el acolchado era muy grueso, o bien las personas que me oían estaban tan habituadas a los gritos de las dementes que habían aprendido a no hacerles caso. Probé con las paredes. También era gruesas. Y cuando hube desistido de aporrear y gritar, puse la manta como un rebujo sobre el pequeño orinal de estaño, me subí encima e intenté alcanzar el cristal de la ventana, pero el orinal se torció, la manta se resbaló y yo caí. Finalmente me senté en el hule del suelo y lloré. Lloré y las lágrimas me escocían. Palpé con las yemas de los dedos la carne hinchada de mi mejilla. Me palpé el pelo. La mujer lo había despeinado al desprender los alfileres y ahora me caía por encima de los hombros; y cuando cogí un mechón para peinarlo, algunos pelos se me quedaron en la mano. Esto redobló mi llanto. No diré que yo fuese una belleza, pero pensé en una chica que conocía y que había perdido el cabello en un torno de un taller y nunca le volvió a crecer. ¿Y si me quedaba calva? Me inspeccioné la cabeza, recogiendo el pelo que se había desprendido, y dudando si guardarlo para hacerme, quizás, una peluca más adelante; pero no era mucha cantidad, al fin y al cabo. Acabé por enrollarlo y dejarlo en un rincón. Mientras lo hacía vi algo pálido en el suelo. Parecía una manita blanca y arrugada, y al principio me produjo un sobresalto; después descubrí lo que era. Se me había caído del busto cuando la enfermera me despojó del vestido, y había rodado fuera de la vista. Tenía la marca de un zapato encima, y un botón aplastado. Era el guante de Santana que yo había sustraído una mañana entre sus cosas, con la idea de que fuese un recordatorio suyo. Lo recogí y le di vueltas y más vueltas en mis manos. Si un minuto antes estaba muerta de miedo... no era nada comparado con lo que sentía ahora al mirar aquel guante y pensar en Santana y en la atroz jugarreta que me habían gastado ella y Puck. De pura vergüenza, escondí la cara entre mis brazos. Una y otra vez fui de una pared a otra: si me paraba en algún momento era como si descansara sobre un lecho de ortigas y agujas; me sobresaltaba, gritando y sudando. Rememoré todo el tiempo que había permanecido en Briar, cuando me consideraba tan astuta y en realidad era una inocentona. Pensé en los días que había pasado con aquellos dos canallas, las miradas, las sonrisas que el uno debió de cruzar con la otra. Déjala en paz, ¿por qué no la dejas?, le había dicho yo a él, apiadándome de ella. Y luego, a ella: No le haga caso, señorita. El la quiere, señorita. Cásese con él. La quiere. El hará así... ¡Oh! ¡Oh! Aún siento esa punzada ahora. Podría haberme vuelto loca. Mientras deambulaba, mis pies descalzos hacían paf, pafsobtz el hule; me metí el guante en la boca y lo mordí. De él supongo que podía esperarme aquello. Pero era en ella en quien yo pensaba: en aquella puerca, aquella serpiente, aquella... ¡Oh! Pensar que siempre la había tenido por una lerda. Pensar que me había reído de ella. ¡Pensar que la había amado! ¡Pensar que había creído que ella me amaba! ¡Pensar que la había besado, suplantando a Puck! ¡Que la había tocado! ¡Pensar, pensar...! Pensar que yo había pasado su noche de bodas con una almohada encima de la cabeza para no oír el sonido de sus lágrimas. Pensar que si hubiera escuchado podría haber oído - ¿podría?, ¿podría?- sus suspiros. No lo soportaba. Olvidé, por el momento, el pequeño detalle de que, al engañarme, ella no había hecho más que volver contra mí mi propia añagaza. Caminé y gemí, juré y maldije a Santana; agarré, mordí y estrujé el guante hasta que la luz que entraba por la ventana se atenuó y el cuarto se volvió oscuro. Nadie vino a verme. Nadie me trajo comida, un vestido o medias. Y aunque al principio estaba caliente, debido a lo que había deambulado, al final me sentí tan cansada que tuve que tumbarme sobre la manta y me enfrié, y no conseguía calentarme. No dormí. Del resto de la casa llegaban, de vez en cuando, sonidos raros: gritos, carreras y, en una ocasión, el silbato del doctor. A alguna hora de la noche empezó a llover y el agua golpeaba la ventana. En el jardín ladró un perro: al oírlo empecé a pensar no en Santana, sino en Charlie Wag, en Ibbs y en la señora Sucksby; en la señora Sucksby en su cama y en el lugar vacío a su lado, aguardándome. ¿Hasta cuándo me esperaría? ¿Cuánto tardaría Puck en ir a verla? ¿Qué le diría? Quizás le dijera que yo había muerto. Pero en ese caso ella le pediría el cuerpo, para enterrarlo: pensé en mi entierro y en quién sería el que llorase más. Quizás le dijese que me había ahogado o perdido en las marismas. Ella pediría los periódicos para demostrarlo. ¿Podían falsificarse los diarios? O quizás le dijera que me había largado con mi parte del dinero. Le diría eso, yo le conocía. Pero la señora Sucksby no le creería. Vería a través de él como si fuese de cristal. Le mandaría a buscarme. ¡No me había tenido diecisiete años para perderme ahora de aquel modo! ¡Buscaría en cada casa de Inglaterra hasta dar conmigo! Es lo que pensé, según me iba calmando. Pensé que bastaría con hablar con los médicos para que se percatasen de su error y me soltaran; pero que, en cualquier caso, vendría la señora Sucksby y me dejarían en libertad. Y en cuanto me liberasen, iría adondequiera que estuviera Santana y -¿acaso yo no era, después de todo, la hija de mi madre?- la mataría. Ya ven la poca idea que tenía del atroz atolladero en que me hallaba. A la mañana siguiente vino a verme la mujer que me había vapuleado. No vino con los dos hombres, Bates y Hedges, sino con otra mujer: enfermeras, las llamaban allí, pero no lo eran más que yo, conseguían aquel trabajo gracias tan sólo a que eran fornidas y tenían manazas como rodillos. Entraron en el cuarto y me inspeccionaron. La enfermera Spiller dijo:
-Aquí la tienes.
La otra, que era morena, dijo:
-Joven, para estar loca.
-Escuchad -dije con mucho tiento. Lo había preparado. Las había oído llegar, me había puesto de pie, estirado la enagua y arreglado el pelo-. Escuchadme. Creéis que estoy loca. No lo estoy. No soy en absoluto la señora que vosotras y los médicos creéis que soy. Aquella señora y su marido, Noah Puckerman, son una pareja de estafadores, y os han embaucado a vosotras, a mí y a casi todo el mundo, y es muy importante que los médicos lo sepan, para que me suelten y pueda pescarles. Yo...
-En toda la cara -dijo la enfermera Spiller, hablando mientras yo hablaba-. En plena cara, con su cabeza.
Se llevó la mano a la mejilla, cerca de la nariz, donde todavía quedaba una pequeñísima, minúscula marca colorada. Yo tenía, por supuesto, la cara hinchada como un budín, y hasta diría que tenía un ojo casi morado. Pero dije, con el mismo tiento que antes:
-Siento haberte hecho eso. Estaba muy furiosa porque me trataron como si fuese una lunática, cuando era a la otra, a la señorita López, o sea, la señora Puckerman, a la que tenían que haber encerrado.
Ellas volvieron a examinarme de arriba abajo.
-Tienes que llamarnos enfermeras cuando nos dirijas la palabra -dijo por fin la morena-. Pero dicho sea entre nosotras, querida, preferiríamos que no nos hablases para nada. Oímos tantos disparates... Habrá que bañarte, para que el doctor Christie pueda examinarte. Hay que ponerte un vestido. ¡Caramba, qué jovencita eres! Debes de tener dieciséis años, como mucho.
Se me había acercado e hizo ademán de tocarme el brazo. Me aparté de ella.
-¿Queréis escucharme? -dije.
-¿Escucharte? Jo, si escuchase todas las patrañas que se oyen en esta casa, me volvería loca yo misma. Vamos, ven aquí.
Su voz, que al principio era suave, se había vuelto más cortante. Me cogió del brazo. Retrocedí ante el contacto de sus dedos.
-Ojo con ella -dijo Spiller, al ver que yo me escabullía.
-Si no me tocáis -dije-, iré con vosotras donde queráis.
-¡Ajá! -dijo entonces la enfermera morena- Eso son modales. Ven con nosotras, ¿quieres? Muy agradecida, desde luego.
Tiró de mí y, cuando me resistí a su tirón, Spiller vino a ayudarla. Me colocaron las manos por debajo de los brazos y, más o menos en volandas, más o menos a rastras, me sacaron del cuarto. Cuando pataleé y me quejé, cosa que hice por la conmoción de su asalto, Spiller me introdujo en la axila sus dedazos duros y me los clavó. En los sobacos no se ven las contusiones. Creo que ella lo sabía.
-¡Ya empieza! -dijo cuando yo grité.
-Me va a zumbar la cabeza todo el día -dijo la otra. Y me sujetó más fuerte y me zarandeó.
Entonces me calmé. Temía que me diesen otro puñetazo. Pero también miraba con gran atención el recorrido que estábamos haciendo, las ventanas y las puertas. Algunas de las puertas tenían cerrojos. Todas las ventanas tenían barrotes. Daban a un patio. Estaba en la parte trasera de la casa, lo que habría sido, en una mansión como Briar, la zona de la servidumbre. Aquí la ocupaban las enfermeras. Nos cruzamos con dos o tres en el camino. Llevaban delantales y cofias, y portaban cestas, botellas o sábanas.
-Buenos días -entonaron todas.
-Buenos días -respondieron las mías.
-¿Una nueva? -preguntó por fin una de ellas, señalándome-. ¿Viene del cuarto acolchado? ¿Es díscola?
-Le rajó la mejilla a Nancy.
La otra silbó.
-Deberían traerlas atadas. Pero qué joven es, ¿no?
-Dieciséis años, como mucho.
-Tengo diecisiete -dije.
La nueva enfermera me miró, calibrándome.
-Descarada -dijo al cabo de un minuto.
-Puedes jurarlo.
-¿Qué sufre, delirios?
-Y más cosas -dijo la morena. Bajó la voz-. Es la que..., ¿sabes?
La nueva pareció más interesada.
-¿Esa? -dijo-. Parece demasiado menuda.
-Bueno, las hay de todas las tallas...
Yo no sabía a qué se referían. Pero me avergonzó que unas desconocidas me examinaran, hablasen y se sonrieran, y guardé silencio. La enfermera nueva siguió su camino y las otras dos me sujetaron fuerte y me llevaron por otro pasillo hasta un cuartito. En otro tiempo podría haber sido un office -se parecía mucho al de Stiles en Briar-, porque había aparadores cerrados con llave, una butaca y un fregadero. Lanzando un gran suspiro, Spiller se sentó en la butaca. La otra llenó de agua el lavabo. Me mostró una pastilla de jabón amarilla y una manopla sucia.
-Aquí tienes -dijo. Y añadió, al ver que no me movía-: Vamos. Tienes manos, ¿no? Veamos cómo te lavas.
El agua estaba fría. Me mojé la cara y los brazos, y luego me agaché para lavarme los pies.
-Basta así -dijo cuando me vio agacharme-. ¿Crees que al doctor Christie le importa el polvo que tengas en los dedos de los pies? Ahora ven aquí. Veamos tu ropa interior. -Cogió el borde de mi camiseta y giró la cabeza hacia Spiller, quien asintió-. Buena, ¿eh? Demasiado para esta casa. Se hará trizas. -Dio un tirón-. Quítate esto, querida. Nosotras te la guardamos, totalmente a salvo, hasta el día en que te vayas. ¿Cómo, tienes vergüenza?
-¿Vergüenza? -dijo Spiller, bostezando-. No nos hagas perder el tiempo. Tú, una mujer casada.
-No estoy casada -dije—. Y os agradecería que no pusierais las manos en mi ropa interior. Quiero que me devolváis el vestido, las medias y los zapatos. Os arrepentiréis en cuanto haya hablado con el doctor Christie.
Las dos me miraron y se rieron.
-¡Qué engreída! -exclamó la morena. Se enjugó los ojos-. Madre mía. Vamos. Enfurruñarse no sirve de nada. Tenemos que quitarte esa ropa: a la enfermera Spiller y a mí nos importa un comino, pero son las normas de la casa. Mira, aquí tienes una muda, un vestido y, toma, unas zapatillas.
Había ido a un aparador y había sacado una muda de color grisáceo, un vestido de lana y unas botas. Volvió hacia mí con grisáceo, un vestido de lana y unas botas. Volvió hacia mí con las prendas en la mano y se le unió Spiller; y por más argumentos y maldiciones que solté, me maniataron y me dejaron desnuda. El guante de Santana cayó al suelo cuando me despojaron de la enagua. «¿Qué es esto?», dijeron al unísono. Luego vieron que era sólo un guante. Miraron las costuras en el interior de la muñeca.
-Aquí está tu nombre bordado, Santana -dijeron-. No es poco trabajo.
-¡No vais a quitármelo! -grité, arrebatándoles el guante.

Me habían confiscado mi vestido y mis zapatos, pero yo había deambulado y rasgado y mordido aquel guante durante toda la noche, era lo único que tenía para mantener el ánimo. Me daba la impresión de que si me lo quitaban, sería como un Sansón trasquilado.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Miér Mayo 07, 2014 1:40 am

Bien la tercera parte, que pena lo de brit malditas enfermeras. saludos actualiza pronto.
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