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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Tat-Tat escribió:Noooooooooooooooo !!!!!!!!!!!!!!!!!!!! me apena a situación de San...
Dime que Britt hará algo, o que volverá a buscarla T-T
Después del siguiente cap, dime si sigues pensando lo mismo...
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 17
Puck se marchó y les dejó esperando. Subió a vernos. Se frotaba las manos y sonreía. Dijo:-Vaya, ¿qué os parece? Han venido mis amigos Graves y Christie, de visita desde Londres. ¿Te acuerdas de que te hablé de ellos, Santana? ¡Creo que no me creían realmente casado! Han venido a ver por sí mismos el fenómeno.
Seguía sonriendo. Santana no le miraba.
-¿Te importa, cariño, que les haga subir? Están abajo con la señora Cream.
Yo les oía en la sala, hablando en un tono bajo y serio. Sabía las preguntas que estarían haciendo y las respuestas que les estaría dando la señora Cream. Puck aguardaba a que Santana hablase y como no lo hizo me miró a mí. Dijo:
-Britt, ¿puedes venir un momento?
Me hizo una señal con los ojos. Santana nos siguió con la mirada, parpadeando. Salí con él al rellano desigual, y cerró la puerta a mi espalda.
-Creo que deberías dejarme con ella cuando vengan a buscarla -dijo-. Yo la vigilaré; quizás la ponga nerviosa. Está demasiado tranquila teniéndote a ti siempre a su lado.
-No dejes que le hagan daño —dije.
-¿Daño? -Casi se rió-. Esos hombres son unos granujas. Les gusta poner a buen recaudo a los lunáticos. Si por ellos fuera, los meterían como a lingotes en cámaras acorazadas, y a vivir de las rentas. No le harán daño. Pero conocen su negocio, y un escándalo les arruinaría. Creen en mi palabra, pero tienen que hablar con ella y examinarla, y también tendrán que hablar contigo. Sabrás qué contestar, por supuesto.
Hice una mueca.
-¿Sí? -dije.
Entornó los ojos.
-No juegues conmigo, Britt. No ahora que estamos tan cerca. ¿Sabes lo que tienes que decir?
Me encogí de hombros, todavía enfurruñada.
-Creo que sí.
-Buena chica. Primero hablarán contigo.
Hizo ademán de ponerme la mano encima. Me agaché y le rehuí. Fui a mi cuarto y aguardé. Los médicos vinieron al cabo de un momento. Les acompañaba Puck, que cerró la puerta y se quedó junto a ella, con los ojos fijos en mi cara. Eran hombres altos, como él, y uno de ellos era corpulento. Vestían chaquetas negras y botas elásticas. Cuando se movían, hacían temblar el suelo, las paredes y las ventanas. Sólo habló uno de ellos: el más delgado; el otro se limitó a observar. Se inclinaron ante mí, y yo hice una reverencia.
-Ah -dijo el que hablaba cuando yo hice esto. Era el doctor Christie-. Ahora ya sabes quiénes somos, ¿verdad? ¿No te importa que te preguntemos cosas que podrían parecer impertinentes? Somos amigos del señor Puckerman, y tenemos mucha curiosidad por que nos hables de su matrimonio y de su reciente esposa.
-Sí -dije-. Se refiere a mi ama.
-Ah -repitió él-. Tu ama. Ahora refréscame la memoria. ¿Quién es ella?
-La señora Puckerman -dije-. De soltera, señorita López.
-La señora Puckerman, de soltera, señorita López. Ah.
Asintió. El médico silencioso -el doctor Graves- sacó un lápiz y una libreta. Su colega prosiguió:
-Tu ama. ¿Y tú eres...?
-Su doncella, señor.
-Claro. ¿Y cómo te llamas?
El doctor Graves empuñaba el lápiz, listo para escribir. Puck captó mi mirada y asintió.
-Brittany Pierce, señor -dije.
El doctor Christie me miró con mayor atención.
-Parece que has vacilado -dijo-. ¿Estás totalmente segura de que es tu nombre?
-¡Sé cómo me llamo! -dije.
-Claro.
Sonrió. Mi corazón seguía acelerado. Quizás él lo notó. Pareció volverse afable. Dijo:
-Bien, señorita Pierce, ¿puedes decirnos ahora desde cuándo conoces a tu señora...?
Era como aquella vez en Lant Street en que Puck me plantó delante de él y me hizo repasar mi personaje. Les hablé de Lady Alice, de Mayfair, de la antigua nodriza de Puck y de mi madre muerta; y luego les hablé de Santana. Dije que al principio parecía que le gustaba el señor Puckerman, pero que al cabo de una semana de su noche de bodas se había vuelto muy triste y desaliñada, y que me asustaba. El doctor Graves anotó todo esto. El doctor Christie dijo:
-Asustada. ¿Por ti, quieres decir?
-No por mí, señor -dije-. Por ella. Creo que es tan desgraciada que podría hacerse daño.
-Ya veo -dijo él. Y luego-: Tienes afecto a tu ama. Has hablado con mucho cariño de ella. Ahora vas a decirme algo. ¿Qué cuidado crees que necesita tu señora para sentirse mejor?
-Creo... -dije.
-¿Sí?
-Quisiera...
El asintió.
-Sigue.
—Quisiera que la atendieran ustedes, señor, y que la vigilaran —dije de corrido- Quisiera que la cuiden en algún sitio donde nadie pueda tocarla ni hacerle daño...
Noté al instante que el corazón se me subía a la garganta, y la voz se me empañó de lágrimas. Puck no apartaba los ojos de mí. El médico me cogió la mano y me la sostuvo, cerrada alrededor de mi muñeca, con familiaridad.
-Ya, ya -dijo-. No debes angustiarte tanto. Tu señora tendrá todo lo que quieres que tenga. ¡En realidad, ha sido muy afortunada al tener una sirvienta tan buena y fiel como tú!
Me palmeó y acarició la mano antes de soltarla. Consultó su reloj. Vio la mirada de Puck y asintió.
-Muy bien -dijo-. Muy bien. Ahora, si le parece que vayamos a...
-Desde luego -dijo velozmente Puck-. Desde luego. Por aquí.
Abrió la puerta, los tres me dieron su negra espalda y salieron del cuarto. Al observarles mientras salían, me invadió de repente una sensación... no sabría decir si de desdicha o de miedo. Di un paso adelante y les llamé.
-¡No le gustan los huevos, señor! -grité. El doctor Christie se volvió a medias. Yo había levantado la mano. Ahora la dejé caer-. No le gustan los huevos -repetí, más débilmente-, estén como estén cocinados.
Fue lo único que se me ocurrió. El sonrió y se inclinó, pero de un modo humorístico. El doctor Graves escribió -o fingió que escribía- en su libreta: No le gustan los huevos. Puck les hizo pasar a la habitación de Santana. Luego volvió a donde yo estaba.
-¿Te quedas aquí hasta que la hayan visto? -dijo.
No le contesté. El cerró mi puerta. Pero las paredes eran de papel; les oí moverse, capté las sordas preguntas del médico; al cabo de unos minutos, oí el tenue ascenso y caída de las lágrimas de Santana. No estuvieron mucho tiempo con ella. Supongo que gracias a mí y a la señora Cream tenían todo lo que necesitaban. Cuando se marcharon fui a ver a Santana y encontré a Puck, de pie detrás de su silla, sosteniendo entre las manos su pálida cabeza. Se había inclinado hacia ella para mirarla o quizás para susurrarle algo y fastidiarla. Cuando él me vio se enderezó y dijo:
-Mira a tu ama, Britt. ¿No te parece que le brillan un poco más los ojos?
Le brillaban con las últimas lágrimas que quedaban en ellos, y los bordes estaban enrojecidos.
-¿Está bien, señorita? -dije.
-Está bien -dijo Puck-. Creo que la compañía de amigos la ha animado. Creo que esos buenos chicos, Christie y Graves, han estado encantados con ella, y dime, Britt, ¿alguna vez una dama no se pone radiante cuando cautiva a algún caballero?
Ella volvió la cabeza, levantó más una mano y trató de zafarse, sin demasiada fuerza, de la presión de los dedos de Puck. El le sostuvo la cara otro momento y luego retrocedió.
-Qué tonto he sido -me dijo a mí-. He pedido a la señora Puckerman que se fortalezca en este lugar tranquilo, pensando que la quietud la aliviaría. Ahora veo que lo que necesita es el bullicio de la ciudad. Graves y Christie también lo han visto. Están tan ansiosos de que nos reunamos con ellos en Chelsea... ¡Christie hasta nos ofrece su propio coche y cochero! Nos vamos mañana. Santana, ¿qué me dices?
Ella había vuelto la mirada hacia la ventana. Ahora alzó la cabeza hacia él y un poco de sangre pugnó por colorear sus mejillas pálidas.
-¿Mañana? -dijo-. ¿Tan pronto?
El asintió.
-Mañana nos vamos. A una mansión muy bonita, con habitaciones tranquilas y buenos criados que te están esperando.
Al día siguiente Santana apartó, como de costumbre, su desayuno de huevos y carne, pero ni siquiera yo pude tomarlo. La vestí sin mirarla. Conocía cada miembro de su cuerpo. Ella llevaba todavía el vestido viejo, que estaba manchado de barro, y yo llevaba el de seda, tan bonito. No me permitió que me lo quitara, ni siquiera para el viaje, aunque yo sabía que se arrugaría. Pensé que volvería a ponérmelo en el barrio. No daba crédito al hecho de que estaría de regreso en casa, con la señora Sucksby, antes de que anocheciera. Hice su equipaje. Lo hice lentamente, sin apenas notar las cosas que tocaba. En una maleta metí su ropa interior, sus pantuflas, sus gotas somníferas, un gorro, un cepillo...: lo que iba a llevarse al manicomio. En la otra guardé todo lo demás. Esta maleta me la quedaría yo. Sólo puse aparte el guante blanco que creo haber mencionado, y cuando las bolsas estuvieron llenas, lo coloqué pulcramente dentro del corpiño de mi vestido, encima del corazón. Cuando llegó el coche ya estábamos preparadas. La señora Cream nos acompañó a la puerta. Santana llevaba un velo. La ayudé a bajar la escalera desnivelada y ella me agarró del brazo. Al salir de la casa me lo apretó más fuerte. Había estado recluida en su cuarto más de una semana. Se amedrentó al ver el cielo y la iglesia negra, y sintió el aire suave como una bofetada en las mejillas, incluso a través del velo. Posé los dedos encima de los suyos.
-¡Dios la bendiga, señora! -exclamó la señora Cream, cuando Puck le hubo pagado. Observó nuestra partida. Reapareció el chico que la primera noche se había llevado el caballo, para despedirnos; y otro par de chicos vino también a fisgar, poniéndose a un lado del coche y tirando de las portezuelas, donde un antiguo penacho de oro había sido pintado de negro. El cochero restalló el látigo para ahuyentarlos. Ató nuestro equipaje en el techo y bajó la escalerilla. Puck cogió la mano de Santana para ayudarla a subir, retirando mis dedos de los de ella. Captó mi mirada.
-Venga, venga -dijo él con un tono de advertencia-. No hay tiempo para sentimientos.
Santana se sentó, recostó la cabeza y él se puso a su lado. Yo me senté enfrente. No había manijas en las portezuelas, sino sólo una llave, como la de una caja fuerte: cuando el cochero las cerró, Puck las aseguró con la llave y se la guardó en el bolsillo.
-¿Cuánto durará el viaje? -preguntó Santana.
-Una hora -dijo él.
El trayecto pareció más largo. Duró una eternidad. Era un día templado. Cuando el sol dio en el cristal hizo mucho calor en el compartimento, pero las ventanas no podían abrirse, supongo que para que un lunático no tuviese ocasión de saltar del coche. Por fin Puck tiró de una cuerda para cerrar las persianas, y traqueteamos en silencio, en el calor y a oscuras. En un momento dado empecé a marearme. Vi la cabeza de Santana rodando contra el acolchado del asiento, pero no pude ver si tenía los ojos cerrados o abiertos. Tenía las manos enlazadas ante ella. Puck, sin embargo, estaba inquieto: se aflojaba el cuello, miraba su reloj, se estiraba los puños. En dos o tres ocasiones sacó su pañuelo y se enjugó la frente. Cada vez que el coche reducía la marcha, se acercaba a la ventanilla para atisbar por entre las lamas. El vehículo lentificó tanto su marcha que casi pareció que se paraba, y comenzó a virar: Caballero miró otra vez, se sentó derecho y se apretó la corbata.
-Casi hemos llegado -dijo.
Santana volvió la cabeza hacia él. El coche avanzaba de nuevo muy despacio. Tiré de la cuerda que abría las persianas. Estábamos en el arranque de un camino verde, sobrevolado por un arco de piedra con verjas de hierro debajo. Un hombre las estaba abriendo. El coche dio una sacudida y, recorriendo el sendero, llegamos a la casa que había al fondo. Era exactamente igual que Briar, sólo que más pequeña y más cuidada. Las ventanas tenían barrotes. Observé a Santana para ver lo que hacía. Se había retirado el velo y miraba por la ventanilla con su habitual expresión apagada; pero por detrás de ella creí ver que despuntaba una especie de comprensión o de temor.
-No tengas miedo -dijo Puck.
Fue lo único que dijo. No sé si se lo dijo a ella o a mí. El coche dio otro viraje y se detuvo. Allí nos aguardaban el doctor Graves y el doctor Christie, y a su lado había una mujerona robusta, con las mangas remangadas hasta los codos y el vestido cubierto por un delantal de loneta, como el de los carniceros. El doctor Christie se adelantó. Tenía una llave como la de Puck, y soltó el cerrojo desde fuera. A Santana le atemorizó el sonido. Puck le posó una mano encima. El doctor Christie hizo una reverencia.
-Buenos días —dijo—. Señor Puckerman. Señorita Pierce. Señora Puckerman, se acuerda de mí, ¿verdad?
Extendió la mano. La extendió hacia mí. Hubo un segundo, creo, de perfecto silencio. Yo le miré y él asintió. «Señora Puckerman», repitió. Entonces Puck se inclinó y me agarró del brazo. Al principio pensé que quería retenerme en mi asiento; después comprendí que intentaba desalojarme de él. El médico me cogió del otro brazo. Me pusieron de pie. Mis zapatos pisaron los escalones. Dije:
-¡Esperen! ¿Qué están haciendo? ¿Qué...?
-No se resista, señora Puckerman -dijo el médico-. Estamos aquí para atenderla.
Hizo una seña con la mano y el doctor Graves y la mujer se aproximaron. Dije:
-¡No soy yo la que quieren! ¿Qué están haciendo? ¿Señora Puckerman? ¡Soy Brittany Pierce! ¡Puck! ¡Puck, díselo! -El doctor Christie meneó la cabeza.
-¿Todavía empeñada en la vieja y triste ficción? -le dijo a Puck.
Este asintió y no dijo nada, como si la aflicción le impidiera hablar. ¡Ojalá se afligiera! Se volvió y bajó una de las maletas: una de las que pertenecían a la madre de Santana. El doctor Christie me sujetó más fuerte.
-Vamos -dijo-, ¿cómo puede ser Brittany Pierce, antigua empleada de Whelk Street, Mayfair? ¿No sabe que esa dirección no existe? Vamos, usted lo sabe. Y conseguiremos que lo confiese, aunque nos cueste un año. ¡No forcejee así, señora Puckerman! Está estropeando su precioso vestido.
Yo me estaba debatiendo. Al oír sus palabras, me destensé. Miré mi manga de seda y mi propio brazo, que se había vuelto regordete y terso a fuerza de una buena nutrición; y luego la maleta a mis pies, con sus letras de latón: la M y la L. Fue en aquel segundo cuando caí en la cuenta, finalmente, de la sucia jugarreta que me había gastado Puck. Aullé.
-¡Cerdo puñetero! -grité, retorciéndome otra vez y tratando de abrirme paso hacia él-. ¡Hijo de perra! ¡Oh!
El estaba dentro, junto a la portezuela, y su peso escoraba el carruaje. El doctor me sujetó con más fuerza y puso una expresión severa.
-No hay sitio en mi casa para esas palabras, señora Puckerman-dijo.
-Hijo de puta -le dije-. ¿No ve lo que me ha hecho? ¿No ve su triquiñuela? No soy yo la que usted quiere, sino...
Yo seguía empujando y él sujetándome, pero entonces miré hacia el vehículo que se balanceaba. Puck había retrocedido, con la mano tapándose la cara. Detrás de él, iluminada por la luz en barrotes de las persianas, estaba sentada Santana. Tenía la cara desmedrada y el pelo deslucido. Su vestido estaba desgastado, como el de una sirvienta. A sus ojos alocados asomaban lágrimas, pero más allá de ellas, su mirada era dura. Dura como el mármol, dura como el metal. Dura como una perla y la arenilla que contiene. El doctor Christie me vio mirarla.
-¿Por qué la mira así? -dijo-. ¿No reconoce a su propia doncella?
Yo no podía hablar. Pero Santana sí. Dijo, con una voz temblorosa, que no era la suya:
-Mi pobre ama. ¡Oh, se me parte el corazón!
La tomabas por una pipiola. Pipiola, los cojones. Aquella puerca lo sabía todo. Había estado en el ajo desde el principio.
Fin de la 1º Parte
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Oh mi Dios... Santana sabía
Puck.es un hijo de pu**
Maldito!
Sigue pronto.porfa
Ahora espero.que San haga algo ¬¬
Puck.es un hijo de pu**
Maldito!
Sigue pronto.porfa
Ahora espero.que San haga algo ¬¬
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
Fecha de inscripción : 06/07/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Tat-Tat escribió:Oh mi Dios... Santana sabía
Puck.es un hijo de pu**
Maldito!
Sigue pronto.porfa
Ahora espero.que San haga algo ¬¬
San no necesitaba que la ayudasen...
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
2º Parte
Capitulo 18
Creo que conozco perfectamente el comienzo. Es el primero de mis errores. Imagino una mesa, resbaladiza de sangre. La sangre es de mi madre. Profusión de sangre. Profusión que creo que fluye como tinta. Creo que las mujeres han puesto cuencos de loza para que no se manchen las tablas del suelo, de suerte que los silencios entre los gritos de mi madre los llenan -drip, drop, drip y drop- lo que podrían ser campanadas de relojes. Más allá de estos repiques se oyen gritos más débiles: los de los lunáticos, los gritos y regañinas de las enfermeras. Porque esto es un manicomio. Mi madre está loca. La mesa tiene correas encima para impedir que ella se tire al suelo; otra cuerda le separa las mandíbulas, para que no se muerda la lengua; otra le mantiene las piernas abiertas, para que yo pueda emerger entre ellas. Cuando nazco, no quitan las correas: ¡las mujeres temen que mi madre me parta en dos! Me colocan encima de su pecho y mi boca encuentra su pezón. Succiono, y la casa guarda silencio alrededor. Sólo se oye aún la sangre que gotea -drip, drop-, el latido que cuenta los primeros minutos de mi vida, los últimos de la de ella. Porque el reloj avanza lentamente. El pechó de mi madre sube, baja, vuelve a subir y luego se hunde para siempre. Lo noto, y succiono más fuerte. Las mujeres me arrancan de su pecho. Y cuando lloro, me pegan. Paso mis primeros diez años como hija de las enfermeras del centro. Creo que me quieren. Por los pabellones deambula un gato atigrado, y creo que ellas me consideran igual que a ese gato, una mascota a la que vestir con cintas. Llevo un vestido de color gris pizarra cortado como el de ellas, un delantal y un gorro; me dan un cinturón con un manojo de llaves en miniatura y me llaman «enfermerita». Duermo por turnos con cada una de ellas en su propia cama, y las sigo en sus rondas por los pabellones del manicomio. Es un edificio grande -supongo que a mí me parece aún más grande- y está dividido en dos: un lado para las locas y otro para los locos. Veo sólo a las mujeres. No les pongo reparos. Algunas me besan y me acarician, como hacen las enfermeras. Otras me tocan el pelo y lloran. Les recuerdo a sus hijas. Hay algunas problemáticas, y en este caso me animan a colocarme delante y a pegarles con una vara de madera ajustada a mi mano, hasta que las enfermeras se ríen y dicen que nunca han visto nada tan gracioso. De este modo aprendo los rudimentos del orden y la disciplina, y de paso asimilo las actitudes de la demencia. Más adelante me será de utilidad. Cuando tengo uso de razón me entregan una alianza de oro que me dicen que pertenecía a mi padre, el retrato de una mujer que me aseguran que es mi madre, y comprendo que soy huérfana; pero, como nunca he conocido el amor de unos padres -o, mejor dicho, como he conocido los favores de una veintena de madres-, la noticia no me impresiona demasiado. Creo que las enfermeras me visten y me alimentan por ser yo misma. Soy una niña fea de cara, pero en ese mundo sin niños paso por ser una belleza. Tengo una dulce voz cantarina y un don para las letras. Supongo que acabaré mis días como enfermera y que haré rabiar alegremente a las dementes hasta que me muera. Eso creemos, a mis nueve y diez años. Cumplidos los once, un día la enfermera jefe me convoca en la sala de enfermeras. Me figuro que quiere hacerme un regalo. Estoy equivocada. Me recibe de una forma extraña, y no me mira a los ojos. A su lado hay una persona -un caballero, dice ella-, pero entonces la palabra no significa nada para mí. Significará más, en su momento. «Acércate», dice ella. El caballero observa. Viste un traje negro y lleva un par de guantes negros de seda. Tiene un bastón con un puño de marfil sobre el cual se recuesta para examinarme mejor. Su pelo negro empieza a blanquear, sus mejillas son cadavéricas, un par de gafas coloreadas ocultan a medias sus ojos. Una niña normal tendría miedo de mirarle, pero yo no soy para nada una niña normal y no me asusta nadie. Avanzo y me planto ante él. El separa los labios y se los relame. Tiene la punta de la lengua oscura.Capitulo 18
-Es bajita -dice-, pero a pesar de eso hace bastante ruido con los pies. ¿Qué voz tiene?
La suya es baja, temblorosa, quejumbrosa, como la sombra de un hombre que tirita.
-Dile algo a este señor -dice la enfermera jefe-. Dile cómo estás.
-Estoy muy bien —digo. Quizás mi tono es contundente. El hombre crispa la cara.
-Servirá -dice, levantando la mano-. ¿Sabes susurrar? ¿Sabes asentir?
Asiento.
-Oh, sí.
-¿Sabes estar callada?
-Sí.
-Pues cállate. Así está mejor. -Se dirige a la jefa-. Veo que tiene un parecido con su madre. Muy bien. Le recordaré el destino de su madre, y puede que le sirva para evitarlo. Pero sus labios no me gustan nada. Demasiados gruesos. Es un mal presagio. Lo mismo que su espalda, que es blanda y encorvada. ¿Y esas piernas? No me gustan las chicas con las piernas gordas. ¿Por qué las escondes con una falda tan larga? ¿Te he
pedido que lo hagas?
La jefa se ruboriza.
-Las mujeres, señor, tienen la afición inofensiva de vestirla con la ropa de la casa.
-¿Le he pagado yo para satisfacer los gustos de las enfermeras?
Desplaza el bastón sobre la alfombra y mueve la quijada. Se vuelve hacia mí, pero habla con ella. Dice:
-¿Qué tal lee? ¿Tiene buena letra? Vamos, dele un texto y que lo demuestre.
La enfermera jefe me tiende una Biblia abierta. Leo un pasaje y otra vez el caballero crispa el rostro. «¡Más bajo!», dice, hasta que leo en murmullos. Luego me dice que escriba el pasaje en su presencia.
-Letra de chica -dice, cuando he terminado—, cargada de versalitas.
No obstante parece complacido. Yo también lo estoy. Deduzco de sus palabras que he trazado en el papel marcas angélicas. Más tarde pensaré que ojalá hubiera llenado la página de garabatos y borrones. La buena caligrafía es mi perdición. El señor se apoya con más fuerza en el bastón y se inclina tanto que veo, por encima del alambre de sus gafas, las comisuras exangües de sus ojos.
-Bueno, señorita -dice-, ¿qué te parecería venir a vivir a mi casa? ¡Eh, no me saques ese labio descarado! ¿Qué dirías de venir conmigo y aprender cosas nuevas y letras sencillas?
Podría haberme pegado.
-No me gustaría nada -digo de inmediato.
-¡No seas desvergonzada, Santana! -dice la enfermera.
El caballero resopla.
—Quizás -dice- tenga el nefasto temperamento de su madre, al fin y al cabo. Al menos tiene su precioso pie. ¿Así que te gusta patear, señorita? Bueno, mi casa es espaciosa. Te encontraremos una habitación para que patees, muy lejos de mis oídos delicados, y allí podrás tener las rabietas que quieras, nadie te hará el menor caso, y hasta puede que te hagamos tan poco que nos olvidemos de alimentarte, y te mueras de hambre. ¿Qué te parece eso, eh?
Se levanta y se desempolva la chaqueta, que no tiene polvo. Imparte instrucciones a la enfermera jefe y no vuelve a mirarme. Cuando se ha ido, cojo la Biblia de la que he leído y la estampo contra el suelo.
—¡No pienso ir! -grito-. ¡No me obligará!
La enfermera me atrae hacia ella. La he visto empuñar un látigo contra internas rebeldes, pero ahora me estrecha contra su delantal y llora como una niña, y me dice gravemente cuál será mi futuro en la casa de mi tío. Algunos hombres tienen granjeros que les crían terneros. El hermano de mi madre tenía a las enfermeras del hospital para que me criasen a mí. Ahora quería llevarme a su casa y prepararme para el asado. De repente, he de renunciar a mi vestidito del manicomio, mi manojo de llaves, mi vara: el señor envía a su ama de llaves con un conjunto de ropa, para vestirme a su antojo. Ella me trae botas, guantes de lana, un vestido de gamuza: un vestido femenino odioso, que llega hasta la pantorrilla y envarado desde los hombros hasta el talle con ballenas de hueso. Ella tira fuerte de los lazos y, cuando protesto, los aprieta aún más fuerte. Las enfermeras la observan, suspirando. Cuando llega el momento de partir, me besan y ocultan los ojos. Una de ellas acerca rápidamente unas tijeras a mi cabeza y me corta un rizo para guardarlo en un guardapelo; las otras, al verla, le arrebatan las tijeras o cogen cuchillos y tijeras por su cuenta y me agarran y tiran del pelo hasta arrancarlo de sus raíces. Organizan una rebatiña de gaviotas sobre las trenzas caídas; sus voces excitan a las lunáticas en sus cuartos cerrados, que empiezan a gritar. La sirvienta de mi tío me arrastra fuera de allí. Tiene un coche con cochero. La verja del manicomio se cierra a nuestra espalda.
-¡Qué sitio para educar a una chica! -dice, pasándose un pañuelo por los labios.
Yo no le hablo. El vestido rígido me corta la piel y me acelera la respiración, y las botas me irritan los tobillos. Los guantes de lana me pican; por fin consigo quitármelos de las manos. Ella me observa con suficiencia: «Tienes mal genio, ¿eh?», dice. Lleva una cesta de costura y un paquete de comida. Contiene panecillos, un envoltorio con sal y tres huevos duros. Hace rodar dos de los huevos sobre su falda, para romperles la cáscara. La pulpa de dentro es gris, la yema seca como pólvora. Recordaré ese olor. Deposita el tercer huevo en mi regazo. En lugar de comerlo, dejo que dé bandazos hasta que se cae al suelo del coche y se echa a perder. «Vaya, vaya», dice ella al ver esto. Saca su costura y luego inclina la cabeza y se queda dormida. Sentada a su lado, tiesa, me asalta una furia impotente. El caballo avanza despacio, el trayecto parece largo. A veces atravesamos arboledas. Entonces mi cara se refleja en el cristal de la ventanilla, oscura como sangre. No he visto nunca otra casa que el manicomio donde nací. Estoy acostumbrada a la soledad en un entorno sombrío, de muros altos y ventanas cerradas. El primer día, la quietud de la casa de mi tío me desconcierta y me asusta. El coche se detiene ante una puerta, dividida en el centro por dos batientes altos y protuberantes: cuando los miramos, parece que tiemblan al ser empujados hacia dentro. El hombre que los abre viste pantalones de seda oscura y lo que presumo que es un sombrero empolvado. «Es el señor Way, el administrador de tu tío», dice la mujer, con la cara junto a la mía. Way me observa y luego la mira a ella; creo que ella le hace una seña con los ojos. El cochero nos baja la escalerilla, pero no le dejo cogerme de la mano, y cuando Way me hace una reverencia, pienso que la hace para burlarse, porque muchas veces he visto a las enfermeras inclinarse, riéndose, ante unas lunáticas. Way me indica que entre en una oscuridad que parece lamerme el vestido de gamuza. Cuando cierra la puerta, la penumbra, de pronto, se espesa. Tengo los oídos obstruidos, como con agua o cera. Es el silencio que mi tío cultiva en la casa, como otros cultivan viñas y enredaderas. La mujer me hace subir una escalera mientras Way observa. Los peldaños son algo desiguales, y partes de la alfombra están raídas: mis botas nuevas me entorpecen, y en una ocasión me caigo. «Levántate, niña», dice la mujer entonces; y ahora la dejo que me pose la mano encima. Subimos dos pisos. Cuanto más alto subimos más miedo tengo. La casa, en efecto, me produce espanto: los techos altos, las paredes, a diferencia de las del manicomio, lisas y sin pintar, están llenas de cuadros, escudos y espadas herrumbrosas, criaturas en marcos y estuches. La escalera gira sobre sí misma, formando una galería sobre el vestíbulo; en cada giro hay pasillos. A su sombra, pálidas y casi escondidas -como larvas expectantes en las celdas de una colmena-, hay sirvientas que han acudido a presenciar mi llegada. No las tomo por sirvientas, sin embargo. Al ver sus delantales pienso que son enfermeras. Pienso que los pasillos en sombras deben de tener habitaciones que albergan a locas silenciosas.
-¿Por qué miran? -pregunto a la mujer.
-Para verte la cara -responde-. Para ver si has salido tan guapa como tu madre.
-Tengo veinte madres -le replico-, y soy más guapa que cualquiera de ellas.
La mujer se ha parado delante de una puerta.
—Obras son amores, que no buenas razones -dice-. Me refiero a tu madre de verdad, difunta. Estas eran sus habitaciones, y ahora van a ser las tuyas.
Me lleva a la cámara que hay dentro, y luego al vestidor contiguo. La ventana cruje como si le asestaran puñetazos. Son habitaciones frías incluso en verano, y ahora estamos en invierno. Voy hasta la lumbre -soy demasiado pequeña para verme en el espejo que hay encima- y me coloco delante, tiritando.
—No deberías haberte quitado los mitones -dice la mujer, viendo que me echo el aliento en las manos-. La hija del señor Inker se quedará con ellos. -Me quita la capa, desata las cintas de mi pelo y lo cepilla con un peine roto-. Tira lo que quieras -dice cuando tironeo—. Sólo conseguirás hacerte daño, a mí no me duele. Caray, ¡qué enredo te han hecho en la cabeza esas mujeres! Cualquiera las habría tomado por salvajes. Después de lo que han hecho, no sé cómo voy a adecentarte. Ahora mira esto. -Mete el brazo debajo de la cama-. Vamos a ver cómo usas tu orinal. Anda, menos recato, tonta. ¿Crees que nunca he visto a una niña levantarse la falda y hacer pis?
Se cruza de brazos, me observa y a continuación me lava la cara y las manos con un paño mojado en agua.
-Cuando fui camarera aquí les vi hacer esto a tu madre -dice-. Era mucho más agradecida que tú. ¿No te han enseñado modales en aquella casa?
Añoro mi varita de madera: ¡con ella le enseñaría si he aprendido modales! Pero también he observado a lunáticas y sé cómo defenderme dando la impresión de que cojeo. Al final se aparta de mí y se limpia las manos.
-¡Señor, qué niña! Espero que tu tío sepa lo que hace al traerte aquí. Al parecer piensa convertirte en una señorita.
-¡No quiero ser una señorita! -digo-. Mi tío no puede convertirme en nada.
—Yo diría que en su propia casa puede hacer lo que quiera -responde-. ¡En marcha! Cuánto nos has retrasado.
Se han oído tres campanadas ahogadas. Es un reloj; lo tomo, sin embargo, como un anuncio, porque me han educado con el sonido de campanas parecidas que ordenan a las locas que se levanten, se vistan, recen sus oraciones, cenen. Pienso: ¡Ahora voy a verlas!, pero cuando salimos de la habitación la casa sigue callada y apacible como antes. Hasta las criadas vigilantes se han retirado. Mis botas vuelven a resonar en las alfombras.
-¡Camina con suavidad! -dice la mujer en un susurro, pellizcándome el brazo—. Mira, ésta es la habitación de tu tío.
Llama con los nudillos y me hace entrar. Mi tío encargó hace años que le pintaran las ventanas, y el sol invernal que da en los cristales ilumina la habitación de un modo extraño. Los lomos de libros oscurecen las paredes. Los confundo con una especie de friso o de talla. Sólo conozco dos libros, y uno tiene el lomo agrietado: la Biblia. El otro es el cantoral que consideran adecuado para los dementes, y es de color rosa. Supongo que todas las palabras impresas dicen la verdad. La mujer me coloca muy cerca de la puerta y se sitúa a mi espalda, con las manos en mis hombros, como garras. El hombre al que llaman mi tío se levanta desde detrás de su escritorio; el tablero está cubierto por un revoltijo de papeles. Tiene en la cabeza un gorro de terciopelo con una borla oscilante que cuelga de un hilo deshilachado. Le cubre los ojos otro par, más pálido, de gafas coloreadas.
-Bueno, señorita -dice, mientras avanza hacia mí, moviendo la mandíbula. La mujer hace una reverencia-. ¿Qué tal genio tiene, señora Stiles? -le pregunta.
-Bastante vivo, señor.
-Ya lo veo en sus ojos. ¿Dónde están sus guantes?
-Se los ha quitado, señor. No quiere ponérselos.
Mi tío se acerca.
-Un comienzo infortunado. Dame la mano, Santana.
No le obedezco. La mujer me coge de la muñeca y me levanta el brazo. Tengo la mano pequeña, de artejos rechonchos. Estoy acostumbrada a lavarme con jabón del manicomio, que no es delicado. Tengo las uñas oscuras, con tierra del hospital psiquiátrico. Mi tío me sostiene las yemas de los dedos. Tiene en las manos un par de chapones de tinta.
Menea la cabeza.
-¿Crees que quiero que toquen mis libros unos dedos toscos? -dice-. Debería haberle dicho a la señora Stiles que trajera a una enfermera. No debería haberle dado un par de guantes para suavizar estas manos ásperas. Pero las suavizaré. Mira lo que hacemos con las manos de las niñas que no se ponen guantes.
Introduce la mano en el bolsillo de su chaqueta y desenrosca de ella uno de esos chismes que utilizan los bibliotecarios: una cuerda de cuentas de metal, forradas de seda, para sujetar páginas que saltan. Hace un lazo con las cuentas, como si las pesara; luego las deja caer velozmente sobre mis nudillos con hoyuelos. Después, con la ayuda de la señora Stiles, me coge la otra mano y hace lo mismo con ella. Las cuentas escuecen como un látigo, pero la seda impide que la piel se resquebraje. Al primer golpe aúllo como un perro, de dolor, de rabia y de puro asombro. Cuando Stiles me suelta las muñecas, me llevo los dedos a la boca y lloro. Mi tío tuerce el gesto al oírlo. Se guarda las cuentas en el bolsillo y sus manos revolotean hacia sus oídos.
-¡Cállate, niña! -dice. Yo tiemblo, pero no puedo callarme.
Stiles me pellizca la carne del hombro y yo lloro aún más fuerte. Entonces mi tío vuelve a sacar las cuentas, y por fin me callo—. Bien -dice en voz baja-. En adelante no olvidarás los guantes, ¿verdad?
Muevo la cabeza. El casi sonríe. Mira a Stiles.
-¿Querrá recordar a mi sobrina sus nuevas obligaciones? La quiero totalmente domesticada. Aquí no tolero rabietas ni arrebatos. Muy bien. -Agita la mano-. Ahora déjeme a solas con ella. ¡Pero no se vaya lejos! Debe tenerla a su alcance por si se pone furiosa.
Stiles hace una reverencia y –uso ese pretexto de aquietar mi hombro tembloroso, para que no se desplome- me propina otro pellizco. La ventana amarilla resplandece, después se nubla, vuelve a iluminarse cuando el viento empuja a las nubes a través del cielo.
-Ahora dime -dice mi tío, cuando el ama de llaves ha salido—, sabes para qué te he traído aquí, ¿verdad?
Acerco a la cara los dedos encarnados, para sonarme la nariz.
-Para convertirme en una señorita.
Lanza una risa rápida y seca.
-Para que seas mi secretaria. ¿Qué ves aquí, alrededor de estas paredes?
-Madera, señor.
-Libros, niña -dice. Coge un libro de un estante y lo voltea.
La cubierta es negra, y por esta razón reconozco que es una Biblia. Deduzco que los demás son libros de himnos. Supongo que los himnarios, en definitiva, pueden encuadernarse en tonos distintos, de tal modo que se adapten a diversas calidades de locura. Lo considero un gran progreso del pensamiento. Mi tío sostiene el libro en la mano, cerca del pecho, y le golpetea el lomo.
-¿Ves este título, niña? ¡No te acerques! Te he dicho que lo leas, no que brinques.
Pero el libro está demasiado lejos. Muevo la cabeza y noto que las lágrimas vuelven a mis ojos.
-Ja! -exclama mi tío, al ver mi desazón-. ¡Yo diría que no puedes! Mira abajo, señorita, al suelo. ¡Abajo! ¡Más todavía! ¿Ves esa mano, al lado de tu zapato? La han puesto ahí por orden mía, después de consultar con un oculista..., un médico de los ojos. Estos libros son raros, señorita Santana, y no para miradas ordinarias. Si veo que alguna vez sobrepasas ese dedo que apunta, te haré lo que le haría a una criada de la casa sorprendida cometiendo esa misma falta: te azotaré los ojos hasta que sangren. Esa marca señala aquí los límites de la inocencia. La cruzarás a su debido tiempo, pero cuando yo lo diga, y cuando estés preparada. ¿Me comprendes, verdad?
No, ¿cómo iba a comprenderle? Pero ya me he vuelto precavida, y asiento como si le entendiera. Repone el libro en su sitio, y se demora un momento alineando el lomo en la estantería. El lomo es hermoso, y -lo sabré bien, en su momento- uno de los favoritos de mi tío. El título es... Pero me adelanto a mi propia inocencia, que se me otorga durante un poco más de tiempo. Después de haber hablado, mi tío parece olvidarme. Aguardo otro cuarto de hora hasta que él levanta la cabeza, advierte mi presencia y me hace seña de que me vaya. Forcejeo un instante con el picaporte de hierro de la puerta, y él hace una mueca de disgusto al oír el chirrido de la palanca, y cuando la cierro, Stiles se precipita desde la penumbra para llevarme al piso de abajo.
-Supongo que estás hambrienta -dice, mientras caminamos-. Las niñas siempre lo están. Seguro que ahora agradeces un huevo.
Tengo hambre, pero no lo admito. Ella llama a una sirvienta, que trae una galleta y un vaso de vino tinto dulce. Me los coloca delante y sonríe, con una sonrisa más difícil de soportar, en cierto modo, que una bofetada. Temo echarme a llorar de nuevo. Pero me trago las lágrimas con la galleta seca, y la criada y Stiles cuchichean y me observan. Después me dejan completamente sola. La habitación se oscurece. Me tumbo en el sofá con la cabeza sobre un almohadón y me cubro con mi propia capa y mis propias manos palmeteadas y rojas. El vino me induce al sueño. Cuando despierto lo hago entre sombras móviles y veo a Stiles en la puerta, portando una lámpara. Despierto presa del pánico y con la sensación de que han transcurrido muchas horas.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
como suele suceder me atrapo un fic tuyo hahaha esta bien bueno saludos marta :*
Melany Gleek*** - Mensajes : 125
Fecha de inscripción : 14/10/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
hola!!
hace ene que no comentaba fic
de usted peroo este no lo podia dejar
pasar lo empeze a leer y me atrapo
aqui estoy
saludos!!! que estes bien
hace ene que no comentaba fic
de usted peroo este no lo podia dejar
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aqui estoy
saludos!!! que estes bien
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Melany Gleek escribió:como suele suceder me atrapo un fic tuyo hahaha esta bien bueno saludos marta :*
Me alegro que te haya atrapado, nos vemos
raxel_vale escribió:hola!!
hace ene que no comentaba fic
de usted peroo este no lo podia dejar
pasar lo empeze a leer y me atrapo
aqui estoy
saludos!!! que estes bien
Hola!!
Por favor, tratame de tú, me alegro que te esté gustando
Nos vemos
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Nos vemos
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 19
Me parece que la campana acaba de sonar. Creo que son las siete o las ocho de la noche. Digo:-Me gustaría que me llevase a casa, por favor.
Stiles se ríe.
-¿Te refieres a la casa de aquellas mujeres burdas? ¡Vaya un sitio para llamarle casa!
-Seguro que me echan en falta.
-Seguro que se alegran de haberse librado de ti, de esta cosita desagradable y pálida que eres. Ven aquí. Es hora de acostarse.
Me ha levantado del sofá y empieza a desatarme el vestido. Me resisto y le pego. Ella me agarra del brazo y me lo retuerce. Digo:
-¡No tiene derecho a hacerme daño! ¡Usted no es nada mío! ¡Quiero estar con mi madre, que me quiere!
-Aquí está tu madre -dice, tirando del retrato que cuelga de mi cuello-. Esta es la única madre que tendrás aquí. Agradece que tengas su retrato para conocer su cara. Ahora levántate y estate quieta. Tienes que ponerte esto para tener la figura de una dama. Me ha despojado del vestido rígido y de toda la ropa interior de debajo. Ahora me ajusta un corsé de muchacha que me oprime más que el vestido. Sobre él me pone un camisón. Me calza en las manos un par de guantes blancos de piel que abrocha en las muñecas. Sólo tengo los pies al descubierto. Caigo sobre el sofá y pataleo. Ella me levanta y me zarandea, y luego me mantiene quieta.
-Óyeme -dice, con la cara carmesí y blanca, y echándome el aliento en la mejilla-. Tuve hace tiempo una hija que se murió. Tenía el pelo bonito, moreno y rizado, y un carácter de cordero. No entiendo por qué una niña morena y de buen carácter tiene que morirse y otra quisquillosa y pálida como tú debe crecer. Es un misterio el porqué tu madre, con toda su fortuna, tuvo que morirse, hecha una piltrafa, mientras que yo debo vivir para suavizar tus dedos y convertirte en una dama. Llora todas las lágrimas taimadas que quieras. No vas a ablandar mi duro corazón.
Me levanta bruscamente y me lleva al vestidor; me obliga a subir a la cama grande, alta y polvorienta, y corre las cortinas. Hay una puerta junto a la campana de la chimenea: me dice que conduce a otro aposento, y que en él duerme una chica de mal genio. La chica aguzará el oído durante la noche, y me oirá si no estoy callada y no soy buena y me muevo, y tiene una mano muy larga.
-Reza tus oraciones -dice— y pide a Nuestro Señor que te perdone.
Recoge la lámpara y se marcha, y yo me quedo sumida en una oscuridad horrible. Creo que es una maldad hacerle esto a una niña; incluso hoy lo sigo pensando. Presa de una angustia de desdicha y miedo, trato de captar sonidos en el silencio: desvelada, mareada, hambrienta, sola y con frío en una tiniebla tan profunda que hasta la negrura de mis párpados parece más luminosa. El corsé me envuelve como un puño férreo. En los nudillos, embutidos en los rígidos guantes de piel, me empiezan a surgir magulladuras. De vez en cuando el reloj de pared cambia de ritmo y suena, y extraigo todo el consuelo que puedo de pensar que en algún lugar de la casa caminan lunáticas al lado de vigilantes enfermeras. Luego empiezo a preguntarme sobre las costumbres de la casa. ¿Quizás aquí a los locas se les permite deambular a su antojo; quizás venga una loca a mi habitación creyendo que es la de otra? ¡Quizás la chica de mal genio que duerme en el cuarto de al lado sea también una chiflada que vendrá a estrangularme con su fuerte mano! De hecho, no bien se me ha ocurrido la idea empiezo a oír ruidos sordos de movimiento, muy cerca, anormalmente cerca, me parece: imagino mil figuras furtivas con la cara pegada a la cortina, mil manos que exploran. Rompo a llorar. El corsé que llevo puesto hace que las lágrimas afluyan de un modo extraño. Ansio yacer inmóvil, para que las mujeres que me acechan no sepan que estoy aquí, pero cuanto más quieta procuro quedarme, más inquieta me siento. Poco después, una araña o una polilla me roza la mejilla, me figuro que la mano estranguladora ha llegado por fin, doy un brinco convulso y, supongo, grito. Se oye el ruido de una puerta que se abre, surge una luz entre las costuras de la cortina. Aparece una cara cerca de la mía, una cara amable, no la de una loca, sino la de la chica que un rato antes me ha traído el té con galletas y vino dulce. Lleva camisón y el pelo suelto.
-Ya pasó -dice en voz baja. Su mano no es dura. La posa en mi cabeza, me acaricia la cara y me sosiego. Mis lágrimas fluyen normalmente. Digo que he tenido miedo de las locas, y ella se ríe.
-No hay locas aquí -dice-. Estás pensando en el otro sitio. ¿No te alegras de haberlo dejado? -Niego con la cabeza. Ella dice-: Bueno, es sólo que esto se te hace extraño. Pronto te acostumbrarás.
Recoge su lámpara. Apenas veo esto, vuelvo a llorar de inmediato.
-Anda, ¡te quedarás dormida dentro de un momento! -dice.
Le digo que no me gusta la oscuridad. Le digo que tengo miedo de dormir sola. Ella vacila, pensando acaso en la señora Stiles. Pero me atrevo a decirle que mi cama es más blanda que la suya; además, es invierno y hace un frío que pela. Ella dice por fin que se tumbará a mi lado hasta que me duerma. Apaga la vela de un soplo, huelo el humo en la oscuridad. Me dice que se llama Barbara. Me deja descansar la cabeza contra ella. Dice:
-¿No es esto tan agradable como tu antigua casa? ¿No vas a encontrarte a gusto?
Digo que creo que me gustará un poco si ella se acuesta conmigo todas las noches, y al oír esto se ríe otra vez y luego se acomoda mejor en el colchón de plumas. Se duerme al instante, como un leño, como duermen las criadas. Huele a una crema facial violeta. Su camisón tiene cintas a la altura del pecho; las localizo con las manos enguantadas y las agarro mientras aguardo a que venga el sueño, como si me despeñara hacia una negrura absoluta y las cintas fueran las cuerdas que me salvarán de la caída. Les cuento esto para que comprendan las fuerzas que operan sobre mí y me hacen ser como soy. Al día siguiente, recluida en mis dos cuartos inhóspitos, me obligan a coser. Me olvido de los terrores de la noche oscura. Los guantes me estorban, la aguja pincha mis dedos. «¡No lo haré!», grito, rasgando la tela. Entonces Stiles me pega. Como mi vestido y mi corsé son tan tiesos, al pegarme en la espalda se hace daño en la palma, lo cual me procura un pequeño consuelo. Creo que me pegan a menudo durante los primeros días de mi estancia. ¿Cómo podría ser de otro modo? He conocido costumbres animadas, el estruendo de los pabellones, los mimos de veinte mujeres; ahora el silencio y la regularidad de la casa de mi tío me incitan a arranques de furia. Creo que soy una niña afable que se ha vuelto testaruda por culpa de las restricciones. Tiro tazas y platillos desde la mesa al suelo. Me tumbo y pataleo hasta que las botas vuelan de mis talones. Me desgañito gritando. Mis arrebatos topan con castigos cada vez más virulentos. Tengo la boca y las muñecas atadas. Me encierran en cuartos solitarios o en armarios. Una vez -he volcado una vela y permitido que la llama lametee los flecos de una silla, hasta que humean-, el señor Way me lleva al parque y me conduce, por un camino desierto, al almacén de hielo. Ahora no recuerdo el frío del lugar; recuerdo los bloques de hielo grises -debería haber supuesto que eran claros como el cristal- que hacen tictac en el silencio invernal, como otros tantos relojes. Resuenan durante tres horas. Cuando Stiles viene a liberarme me he transformado en una especie de nido y no se me puede desenrollar, y estoy tan débil como si me hubieran drogado. Creo que ella se asusta. Me lleva a casa en silencio, por la escalera del servicio, y ella y Barbara me bañan y luego me frotan los brazos con alcohol.
-Dios mío, ¡como pierda el uso de sus manos, él no nos perdonará nunca!
No es poco, verla asustada. Me quejo de debilidad y de dolores en los dedos durante un par de días después de este suceso, y observo cómo se inquieta; luego me olvido y la pellizco, y de este modo ella averigua que puedo apretar fuerte, y pronto vuelve a castigarme. Transcurre un período, quizás, de un mes, aunque para mi mente infantil parece más largo. Mi tío aguarda durante todo ese tiempo, como si esperase la doma de un caballo. De cuando en cuando manda a Stiles que me lleve a la biblioteca y la interroga sobre mis progresos.
-¿Cómo vamos, señora Stiles?
-Mal todavía, señor.
-¿Todavía salvaje?
-Salvaje e irascible.
-¿Ha probado a ponerle la mano encima?
Ella asiente. Nos manda retirarnos. Sobrevienen nuevos ataques de furia, más rabietas y lágrimas. De noche, Barbara mueve la cabeza.
-¡Qué pena de chica, que seas tan rebelde! Stiles dice que nunca ha visto a una fiera como tú. ¿Por qué no te portas bien?
Lo hacía, en mi casa anterior, ¡y mira cómo me lo pagan! A la mañana siguiente vuelco el orinal y esparzo su contenido por la alfombra. Stiles alza las manos y grita; después, me cruza la cara. A continuación, a medio vestir y aturdida como estoy, me arrastra fuera del vestidor y me lleva ante la puerta de mi tío. Él se espanta al vernos.
-Cielo santo, ¿qué es esto?
-¡Oh, algo horroroso, señor!
-¿Otro ataque violento? ¿Y me la trae aquí, donde puede estallar, entre los libros?
Pero la deja hablar, sin parar de mirarme a mí. Yo me mantengo muy tiesa, con una mano en la cara caliente y mi pelo claro suelto sobre los hombros. Al final se quita las gafas y cierra los ojos. Veo sus ojos al desnudo, con los párpados muy blandos. Alza el pulgar y el índice entintado hasta el puente de su nariz y se lo pellizca.
-Bueno, Santana -dice, mientras hace esto-, son malas noticias. Aquí está la señora Stiles y aquí estoy yo y toda mi servidumbre pendientes de tu buena conducta. Esperaba que las enfermeras te hubiesen educado mejor. Esperaba que fueses manejable. -Se acerca, parpadeando, y me pone la mano en la cara-. ¡No te encojas así, niña! Sólo quiero examinar tu mejilla. Creo que está caliente. Bueno, la señora Stiles tiene la mano larga. -Mira a su alrededor-. Veamos si hay algo frío por aquí...
Tiene una plegadera delgada de latón, de punta roma. Se encorva y aplica su hoja contra mi cara. Su ademán es leve, y me da miedo. Su voz es suave como la de una chica. Dice:
-Me apena verte dolorida, Santana. Lo digo en serio. ¿Crees que quiero verte así? ¿Por qué habría de quererlo? Eres tú la que quiere, puesto que lo provocas. Creo que debe de gustarte que te peguen... Esto es más frío, ¿verdad? -Ha girado la hoja. Yo tirito. Mis brazos desnudos se erizan de frío. Él mueve la boca-. Todos a la espera de tu buena conducta -repite-. Bueno, en Briar somos buenos para eso. Sabemos esperar y esperar. A la señora Stiles y a los sirvientes se les paga para eso; yo soy un sabio, y paciente por naturaleza. Mira mi colección, a tu alrededor. ¿Crees que esto es la obra de un hombre impaciente? Mis libros llegan despacio a mis manos, desde fuentes oscuras. ¡He pasado sin quejarme muchas semanas tediosas a la espera de volúmenes peores que tú!
Se ríe con una risa seca que quizás en un tiempo haya sido húmeda; desplaza la punta del cuchillo hasta un lugar debajo de mi barbilla; me levanta la cara y la inspecciona. Luego deja caer la plegadera y se retira. Se encaja las patillas de las gafas detrás de las orejas.
-Le aconsejo que la azote, señora Stiles -dice-, si vuelve a causar problemas.
Tal vez los niños, en definitiva, sean domables como los caballos. Mi tío vuelve a su amasijo de papeles y nos despide; y yo retorno dócilmente a mi labor de costura. No es la perspectiva de una azotaina lo que me vuelve mansa. Es lo que sé de la crueldad de la paciencia. No hay paciencia más terrible que la paciencia de las trastornadas. He visto a dementes afanarse en tareas interminables: trasvasar arena de una taza perforada a otra, contar las puntadas de un vestido raído o las motas en un rayo de sol, rellenar con las sumas resultantes libros invisibles de contabilidad. De haber sido varones y ricos -en vez de mujeres-, quizás se habrían hecho pasar por sabias y dirigido a una servidumbre. No lo sé. Y, por supuesto, estas ideas se me ocurren más tarde, cuando conozco la magnitud completa de la especial manía de mi tío. Aquel día, a mi manera infantil, sólo vislumbré su superficie. Pero veo que es oscura y sé que es silenciosa; de hecho, su sustancia es la de la oscuridad y el silencio que colman la casa de mi tío como agua o como cera. Si forcejeo, me atraerá con más fuerza y me ahogaré. No quiero, por tanto, forcejear. Dejo de hacerlo totalmente y capitulo ante sus corrientes circulares y viscosas.
Es éste el primer día, quizás, de mi educación. Pero a las ocho de la mañana siguiente empiezo mis lecciones propiamente dichas. No tengo un tutor: esta función la asume mi tío, que ha dispuesto que Way me instale un escritorio y un taburete cerca del dedo que apunta en el suelo de su biblioteca. El taburete es alto: mis piernas cuelgan de él y el peso de los zapatos les produce un hormigueo hasta que al final se quedan entumecidas. Si me muevo, sin embargo, si toso o estornudo, mi tío viene y me golpea en los dedos con su cuerda de cuentas envueltas en seda. Su paciencia, al fin y al cabo, tiene curiosas lagunas, y aunque asegura que no desea hacerme daño, me pega bastante a menudo. Con todo, la biblioteca está más caldeada que mi habitación, para evitar que los libros se enmohezcan, y descubro que me gusta más escribir que coser. Me da un lápiz con una mina blanda que se desplaza en silencio sobre el papel, y una lámpara de lectura con pantalla verde para proteger mis ojos. Al calentarse, la lámpara huele a polvo en combustión: un olor peculiar -¡cómo llegaré a odiarlo!-, el olor de mi juventud que se agosta. Mi trabajo es de lo más tedioso, y consiste sobre todo en copiar páginas de texto de volúmenes antiguos en un libro encuadernado en cuero. El libro es delgado, y cuando está lleno mi tarea consiste en dejarlo otra vez en blanco con una goma de caucho. Recuerdo esta labor más que las materias que tengo que copiar, pues las páginas, a fuerza de una fricción constante, se manchan y se tornan frágiles y quebradizas; y la visión de una mancha en una hoja, o el sonido de un papel rasgado es algo que mi tío, con su delicadeza, no puede soportar. Dicen que los niños, por lo general, temen a los fantasmas de los muertos; lo que yo más temo de niña son los espectros de las lecciones recibidas, no borradas del todo. Las llamo lecciones, pero no me enseñan cosas como a las demás niñas. Aprendo a recitar, en voz baja y clara; no me enseñan a cantar. No me enseñan los nombres de las flores y los pájaros, pero en cambio me instruyen sobre las pieles con que se encuadernan libros: a saber, tafilete, piel de Rusia, becerro, zapa; y sobre el tipo de papel: holandesa, chino, veteado, de seda. Aprendo las tintas, la talla de lápices, los usos de la piedra pómez, la forma y el tamaño de diversas fuentes: negrita, antigua, egipcia, cicero, esmeralda, rubí, perla... Les ponen nombres de joyas. Es un engaño, porque son duras y mates como cenizas en una parrilla. Pero aprendo rápido. Pasa la estación. Recibo pequeñas recompensas: guantes nuevos, pantuflas de suelas blandas, un vestido, tan rígido como el primero, pero de terciopelo. Me permiten cenar en el comedor, en un extremo de una gran mesa de roble con cubertería de plata. Mi tío se sienta en el otro extremo. Tiene un atril de lectura delante de su asiento y rara vez habla; pero si tengo la mala suerte de que se me caiga un tenedor o de que el cuchillo rechine contra el plato, él levanta la cabeza y me dirige una mirada húmeda y terrible.
-¿Tienes alguna debilidad en las manos, Santana, que te fuerce a producir ese chirrido con los cubiertos?
-El cuchillo es demasiado grande y pesado, tío —le respondo una vez, quejosa.
Manda que me quiten el cuchillo y tengo que comer con los dedos. Como sus platos preferidos son todos de carne sanguinolenta, corazones y pies de ternero, mis guantes de cabritilla se ponen rojos como la púrpura, como si revirtieran a la sustancia de que están hechos. Se me quita el apetito. El vino me gusta más. Me lo sirven en una copa de cristal en la que está grabada la letra M. Mi servilletero de plata luce la misma inicial, pero negra y deslustrada. Es para que recuerde no mi propio nombre, sino el de mi madre, que se llamaba Marianne. Está enterrada en el lugar más solitario de todo este parque desierto; la suya es una solitaria lápida de piedra gris entre otras muchas blancas. Me llevan a verla, y me obligan a mantener la tumba limpia.
-Suerte tienes de poder hacerlo -dice Stiles, con los brazos cruzados sobre el busto, mirando cómo podo la hierba del cementerio-. ¿Quién cuidará mi tumba? Seré casi olvidada.
Su marido ha muerto. Su hijo es marinero. Ha recogido todo el pelo moreno y rizado de su hija para hacer ornamentos con ellos. Me cepilla el mío como si los mechones fueran de espino y pudieran cortarla; ojalá lo hicieran. Creo que lamenta no azotarme. Sigue magullándome los brazos a pellizcos. Mi obediencia la enfurece más de lo que la enfurecían mis rabietas; al percatarme de esto, me vuelvo más dócil, con una docilidad ardua y artera que, al recibir el filo de su tristeza, la mantiene aguzada. Esto la induce a pellizcarme -una actividad nada provechosa- y a regañarme, lo cual es más rentable, ya que revela sus aflicciones. La llevo a menudo a las tumbas, y me aseguro de que me oiga suspirar, con toda la fuerza de mis pulmones, ante la lápida de mi madre. En su momento -¡así soy de astuta!- averiguo el nombre de su difunta hija; cuando la gata de la cocina tiene una camada de cachorros, adopto uno como mascota y le pongo el nombre de la muerta. Procuro decirlo lo más alto posible cuando Stiles está cerca: «¡Ven, aquí, Polly! ¡Oh, Polly! ¡Qué bonita eres! ¡Qué fino el pelaje negro! Dale un beso a tu mamá.» ¿Ven lo que han hecho de mí las circunstancias? Stiles tiembla y hace una mueca de dolor al oír mis palabras.
-¡Coge ese bicho asqueroso y que Inker lo ahogue! –le dice a Barbara, cuando no aguanta más.
Yo corro y escondo la cara. Pienso en mi hogar perdido, en las enfermeras que me amaban, y al pensarlo fluyen a mis ojos, fríamente, lágrimas calientes.
-¡Oh, Barbara! -exclamo-. ¡Di que no harás eso! ¡Dime que no lo harás!
Barbara dice que nunca podría hacerlo. Stiles la despacha.
-Eres una niña malvada y odiosa -dice-. No pienses que Barbara no lo sabe. No creas que no te ve, a ti y tus artimañas.
Pero es ella la que llora ahora, con grandes sollozos de congoja, y mis ojos se secan enseguida al escudriñar los suyos. Pues, ¿qué es ella para mí? ¿Qué es cualquiera aquí? Había creído que mis madres, las enfermeras, mandarían a buscarme; seis meses han transcurrido -y otros seis, y seis más—, y no mandan a nadie. Me aseguran que me han olvidado.
-¿Acordarse de ti? -se ríe Stiles-. Caray, me atrevo a decir que tu puesto lo ha ocupado otra niña con mejor carácter. Estoy segura de que se alegran de haberse librado de ti.
Andando el tiempo, la creo. Empiezo a olvidar. Mi antigua vida se va ensombreciendo en relación con la nueva, o bien en ocasiones surge para oscurecerla o turbarla, en sueños y difusos recuerdos, como esos trazos manchados de lecciones olvidadas que alguna que otra vez emergen en las páginas de mi libro de copias. Odio a mi propia madre. ¿No fue ella la primera que me abandonó? Guardo su retrato en una cajita de madera junto a mi cama; pero su dulce cara blanca no tiene nada de mí, y llego a aborrecerla. «Dale un beso de buenas noches a mamá», digo una vez, abriendo la caja. Pero lo digo sólo para atormentar a Stiles. Levanto la foto hasta mis labios y, mientras ella mira, creyéndome triste, «Te odio», susurro, y mi aliento empaña el oro. Lo hago una noche y la siguiente y la de después; al final, como un reloj que resuena con un ritmo regular, descubro que debo hacerlo si quiero descansar tranquila. Y además tengo que posar con suavidad el retrato, sin arrugar su cinta. Si el marco encaja mal en el forro de terciopelo de la caja, lo saco y lo coloco con sumo cuidado. Stiles me observa cuando hago esto, con una expresión curiosa. Nunca me tranquilizo del todo hasta que llega Barbara. Entretanto mi tío supervisa mi trabajo y considera que mis letras, mi escritura, mi voz han mejorado mucho. Algunas veces suele recibir a señores en Briar: entonces me hace leer para ellos. Leo de textos extraños, sin entender la materia que recito, y los caballeros -así como Stiles- me miran de un modo raro. Me habitúo a ello. Cuando termino, siguiendo las instrucciones de mi tío, hago una reverencia. Sé hacerlo bien. Los señores aplauden y se acercan a estrecharme o acariciarme la mano. Muchas veces me dicen que soy una rareza. Yo misma me considero una especie de prodigio, y sus miradas me sonrojan. Así florecen las flores blancas, antes de encorvarse y decaer. Un día en que entro en la biblioteca veo que han desplazado mi pequeño escritorio y que me han preparado un sitio entre sus libros. Al ver mi expresión, mi tío me indica que me acerque.
-Quítate los guantes -dice.
Sin ellos, me estremece tocar la superficie de cosas ordinarias. Hace un día frío, apacible, sin sol. Ya llevo dos años en Briar. Tengo las mejillas redondas como una niña, y la voz aguda. Todavía no he empezado a sangrar como las mujeres.
-Bueno, Santana -dice mi tío-. Por fin has cruzado el dedo de latón y estás entre mis libros. Estás a punto de aprender la naturaleza exacta de tu ocupación. ¿Tienes miedo?
-Un poco, señor.
-Haces bien en tenerlo. Porque el asunto es temible. Crees que soy un sabio, ¿eh?
-Sí, señor.
-Pues soy algo más que eso. Soy un conservador de venenos. Estos libros, mira, ¡míralos bien!, son los venenos a que me refiero. Y esto -aquí posa una mano reverencial sobre la alta pila de papeles manchados de tinta que llenan su escritorio es el índice. Guiará a otros para recopilarlos y estudiarlos como es debido. Cuando esté completo, no habrá obra tan perfecta como ésta en su género. He dedicado muchos años a confeccionarlo y revisarlo, y consagraré todos los que el trabajo exija. He trabajado tanto tiempo entre venenos que soy inmune a ellos, y mi objetivo ha sido que tú también lo seas, para poder ayudarme. Mis ojos..., mira mis ojos, Santana. -Se quita las gafas y aproxima la cara a la mía; y yo me asusto, como la vez anterior, al ver su cara blanda y descubierta; pero también veo ahora lo que ocultan las gafas coloreadas: una especie de película o blancura sobre la superficie del ojo-. Mis ojos se debilitan -dice, poniéndose las gafas-. Tu vista será la mía. Tu mano será mi mano. Porque has venido aquí con los dedos desnudos, mientras que en el mundo normal, el mundo ordinario, fuera de este aposento, los hombres que manejan arsénico y vitriolo lo hacen con la piel protegida. Tú no eres como ellos. Esta es tu esfera propia. Yo lo he decidido así. Te he administrado veneno, en diminutas partículas. Es el momento de la dosis más grande.
Se gira, coge un libro de los anaqueles y me lo entrega, apretando mis dedos muy fuerte contra él.
-No se lo digas a nadie. Recuerda que nuestro trabajo es infrecuente. Resultará extraño, para la vista y oídos de los no iniciados. Si lo revelas, te creerán contaminada. ¿Me entiendes? Te he untado de veneno el labio, Santana. Acuérdate.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 20
El libro se titula La cortina desvelada o la educación de Laura. Me siento a solas y abro la cubierta; por fin comprendo la materia de la que he estado leyendo y que ha provocado aplausos de los invitados de mi tío. El mundo lo llama placer. Mi tío lo colecciona -lo mantiene limpio y ordenado, en estantes protegidos, pero lo conserva de un modo extraño- no para su propio deleite, no, eso nunca; más bien, porque proporciona combustible para la satisfacción de una curiosa lujuria. Me refiero a la concupiscencia del bibliotecario.-Mira esto, Santana -me dirá en voz baja, abriendo las puertas de cristal de sus vitrinas, y pasando los dedos por las cubiertas de los textos que ha sacado-. ¿Ves las vetas de estos papeles, el tafilete del lomo, el reborde dorado? Observa este estampado. -Ladea el libro hacia mí pero, celoso, no me deja verlo—. ¡Aún no, aún no! Y mira este otro. En letras negras, pero el título, mira, resaltado en rojo. Las mayúsculas floreadas, el margen tan ancho como el texto. ¡Qué lujo! ¡Y éste! Papel sencillo, pero mira aquí, en el frontispicio..., el dibujo de una dama reclinada en un sofá y un caballero a su lado, con la punta del miembro carmesí y expuesta..., una imitación de Bolder, un dibujo rarísimo. Se lo compré por un chelín a un joven en un tenderete de Liverpool. No lo vendería ahora ni por cincuenta libras. ¡Vamos, vamos! -Me ha visto ruborizarme-. ¡Nada de recato de colegiala aquí! ¿Te he traído a mi casa y te he enseñado a manejar mi colección para que te sonrojes? Bueno, ya basta. Esto es trabajo, no ocio. Pronto el examen de la forma te hará olvidar la materia.
Así me habla muchas veces. Yo no le creo. Tengo trece años. Los libros, al principio, me inspiran una especie de horror: pues parece algo horrible que los niños, al convertirse en mujeres y hombres, hagan lo que en ellos se describe, concebir deseos, adquirir cavidades y miembros secretos, ser proclives a fiebres, a crisis, no buscar nada más que el interminable acoplamiento de carne ardiente. Me imagino mi boca amordazada de besos. Me imagino la separación de mis piernas. Me imagino manoseada y perforada... Tengo trece años, como he dicho. El temor cede el paso a la inquietud: empiezo a quedarme desvelada en la cama junto a Barbara mientras ella duerme; una vez retiro la manta para estudiar la curva de su pecho. Adquiero la costumbre de mirarla cuando se baña y se viste. Tiene las piernas -que sé por los libros de mi tío que son lisas- sombreadas de vello; el lugar entre ambas -que sé que debería ser despejado y blanco— es el más velludo. Eso me turba. Un día, por fin, ella me sorprende mirándola.
-¿Qué miras? -dice.
-Tu coño -respondo-. ¿Por qué es tan negro?
Da un respingo como horrorizada, se baja la falda, se tapa con las manos el pecho. Las mejillas se le ponen coloradas.
-¡Oh! -exclama-. ¡Yo no he sido! ¿Dónde has aprendido esas cosas?
-De mi tío -digo.
-¡Ah, mentirosa! Tu tío es un caballero. ¡Se lo diré a Stiles!
Se lo dice. Pienso que Stiles va a pegarme; en lugar de eso, al igual que Barbara, se sobresalta. Pero después coge una pastilla de jabón mientras Barbara me sujeta, me la introduce en la boca y, apretándome fuerte, me la pasa de derecha a izquierda, de un lado a otro de mis labios y lengua.
-Hablas como un demonio, ¿eh? -dice mientras hace esto-. Como una zorra y una fiera inmunda, ¿no? Como la piltrafa de tu madre, ¿verdad?
Cuando por fin me suelta, se limpia las manos convulsivamente en el delantal. Le ordena a Barbara que a partir de esa noche duerma en su propia cama, y me obliga a dejar entornada la puerta entre nuestros cuartos, y la luz apagada.
—Menos mal que lleva guantes -la oigo decir-. Eso le impedirá otras diabluras...
Me lavo la boca hasta que la lengua se me agrieta y sangra; lloro sin parar, pero me sigue sabiendo a espliego. Creo que mis labios, al fìn y al cabo, deben de contener veneno. No tardo en despreocuparme. Mi coño se vuelve oscuro como el de Barbara. Comprendo que los libros de mi tío están llenos de falsedades, y me desprecio por haberlas supuesto verdades. Mis mejillas calientes se enfrían, mi color se marchita, el calor abandona por completo mis miembros. La inquietud se torna desdén. Llego a ser lo que han previsto que fuera. Me convierto en una bibliotecaria.
-El turco lascivo -puede que diga mi tío, levantando la vista de sus papelotes-. ¿Dónde lo tenemos?
-Lo tenemos aquí, tío -contestaré, pues al cabo de un año conozco el lugar que ocupa cada libro en los anaqueles.
Conozco el plan de su magno índice: su Bibliografía universal de Príapo y Venus. El me ha consagrado a Príapo y a Venus, del mismo modo que otras chicas son aprendizas de la aguja o el telar. Conozco a sus amigos, esos caballeros que nos visitan y que todavía me oyen recitar. Sé que son editores, coleccionistas, subastadores: entusiastas de la obra de mi tío. Le envían libros -cada semana más libros- y cartas:
-«Señor López: acerca del Cleland. Griver, de París, afirma que no tiene conocimiento del texto perdido, sodomitico. ¿Sigo buscando?»
Mi tío me escucha mientras leo, con los ojos muy apretados por detrás de las gafas.
-¿Qué opinas, Santana? -dice-. Bueno, ahora da igual. Que Cleland languidezca, y ojalá que haya más en primavera. Bueno, bueno. Déjame ver... -Separa las tiras de papel que hay encima de su escritorio-. Ahora, El festival de las pasiones. ¿Tenemos todavía el segundo volumen, el que nos prestó Hawtrey? Tienes que copiarlo, Santana...
-Lo copiaré -digo.
Me crees dócil. ¿Cómo iba a responderle de otro modo? Una vez, poco antes, me abandono y bostezo. Mi tío me escruta. Ha retirado la pluma de la página, y le da vueltas, despacio, al plumín.
-Al parecer consideras tu ocupación aburrida -dice al fin-. Quizás te gustaría volver a tu cuarto. -Yo no digo nada-. ¿Te gustaría?
-Quizás sí, señor -digo al cabo de un momento.
-Quizás. Muy bien. Pon el libro en su sitio y vete. Pero, Santana... -esto último lo dice cuando franqueo la puerta-, dile a Stiles que quite el carbón de tu chimenea. No pensarás que voy a pagar por tenerte ociosa, ¿eh?
Titubeo, y después me voy. De nuevo estamos en invierno... ¡Aquí siempre parece invierno! Envuelta en mi abrigo, paso la tarde sentada hasta la hora de vestirme para la cena. Pero en la mesa, cuando Way sirve la comida en mi plato, mi tío le detiene.
-No hay carne -dice, al ponerse una servilleta en las rodillas- para chicas ociosas. No en esta casa.
Way se lleva el plato. Charles, su ayudante, parece apenado. Me gustaría cruzarle la cara. Pero me quedo sentada, retorciendo las manos sobre la tela de mi falda, tragándome la rabia como antaño me tragaba las lágrimas y oyendo la carne que se desliza por la lengua manchada de tinta de mi tío, hasta que me mandan a la cama. Al día siguiente, a las ocho en punto, reanudo mi trabajo y procuro no volver a bostezar nunca. Crezco en los meses siguientes. Me vuelvo más esbelta y más pálida. Me vuelvo guapa. Ya no me caben las faldas, los guantes ni las pantuflas. Mi tío lo advierte, vagamente, y ordena a Stiles que me cosa vestidos nuevos a semejanza de Fós viejos. Ella le obedece y me manda coserlos. Creo que a Stiles le produce un placer malsano vestirme de acuerdo con el capricho de mi tío; una vez más, quizás en su pesadumbre por su hija, se ha olvidado de que las niñas están destinadas a convertirse en mujeres. De todos modos, llevo ya en Briar tanto tiempo que la regularidad, ahora, me ofrece un consuelo. Me he acostumbrado a los guantes y a los vestidos con ballenas, y tiemblo cuando me desatan por primera vez las cintas. Desvestida, tengo la impresión de estar tan desnuda e insegura como uno de los ojos sin lentes de mi tío. Dormida, algunas veces tengo sueños opresivos. En uno contraigo una fiebre y un médico viene a verme. Es amigo de mi tío y me ha escuchado leer. Palpa la carne blanda por debajo de mi mandíbula, aplica los pulgares a mis mejillas, me baja los párpados.
-¿Le perturban pensamientos raros? -dice-. Bueno, es de esperar. Usted es una chica extraordinaria.
Me acaricia la mano y me prescribe una medicina -una sola gota para tomar disuelta en un vaso de agua- para la «inquietud». Barbara prepara la mezcla bajo la supervisión de
Stiles. Después Barbara se marcha, para casarse, y me asignan otra sirvienta. Se llama Agnes. Es menuda y liviana como un pájaro, uno de esos pajarillos que los hombres atrapan con redes. Es pelirroja y tiene la piel blanca constelada de pecas, como papel manchado de humedad. Tiene quince años y es inocente como un corderito. Cree que mi tío es afable. Cree que yo también lo soy, al principio. Me recuerda a cómo era yo antes. Me recuerda cómo era y cómo debería ser todavía, y cómo no volveré a ser nunca. La odio por eso. Cuando es torpe, cuando es lenta, le pego. Su desmaña aumenta. Entonces vuelvo a pegarle. Ella llora. Entre las lágrimas, mantiene clavada en mí su mirada. Le pego más fuerte cuanto más percibo su parecido conmigo. Así transcurre mi vida. Podrían suponer que no conocía las cosas normales, que las conocía de una forma extraña. Pero he leído otros libros, aparte de los de mi tío, y he entreoído las charlas de las criadas y sorprendido sus expresiones, y así, por este conducto -¡por las miradas de curiosidad y de compasión de camareras y mozos de cuadra!-, he visto muy bien la rareza en que me he convertido. Soy tan mundana como los más zafios calaveras de ficción, pero no he traspasado nunca, desde que llegué a esta casa, los muros de su parque. Lo sé todo. No sé nada. Tienen que acordarse de esto para lo que sigue. Tienen que recordar lo que no sé hacer, lo que no he visto. No sé, por ejemplo, montar a caballo ni bailar. Nunca he tenido en la mano una moneda para gastarla. Nunca he visto una obra de teatro, un ferrocarril, una montaña o el mar. Nunca he estado en Londres y, sin embargo, creo que también lo conozco. Lo conozco por los libros de mi tío. Sé que está a la orilla de un río, que es el mismo, aunque mucho más ancho, que el que discurre más allá del parque. Me gusta caminar junto al agua, pensando en estas cosas. Allí hay una batea vieja y volcada, medio podrida: los agujeros en su casco me parecen una burla perpetua de mi encierro; pero me gusta sentarme encima y contemplar los juncos en la orilla del agua. Me acuerdo del episodio de la Biblia en que un niño es depositado en un canasto y lo encuentra la hija de un rey. Me gustaría encontrar a un niño. ¡Encontrarlo, pero no quedármelo!: ocupar su lugar en el canasto y dejarlo en Briar para que crezca hasta llegar a ser yo. Pienso a menudo en la vida que llevaría en Londres, y en quién me reclamaría. Esto sucede cuando todavía soy joven y dada a fantasear. Cuando soy mayor ya no paseo tanto junto al río, sino que miro desde las ventanas de la casa el paraje por donde sé que pasa el río. Permanezco en el alféizar muchas horas seguidas. Y un día, en la pintura amarilla que cubre el cristal de las ventanas de la biblioteca de mi tío, trazo con la uña del dedo una media luna pequeña y perfecta, sobre la cual, posteriormente, me inclino en ocasiones y a la que aplico el ojo..., como una esposa curiosa fisga por el ojo de la cerradura de un cuarto de secretos... Pero yo estoy dentro de ese cuarto, y ansiosa de salir de ahí... Tengo diecisiete años cuando Noah Puckerman llega a Briar con un plan, una promesa y la historia de un chica crédula a quien se puede embaucar para que me ayude a conseguirlo.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
ooh x favor siguelo!!!
estoy muy intrigada!!!
estoy muy intrigada!!!
raxel_vale****** - Mensajes : 377
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
raxel_vale escribió:ooh x favor siguelo!!!
estoy muy intrigada!!!
Claro, aqui tienes nuevo cap ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 21
He dicho que mi tío tenía por costumbre invitar a casa a caballeros interesados, para cenar con nosotros y, más tarde, oírme leer. Es lo que hace ahora.-Arréglate esta noche, Santana -me dice, y me quedo en la biblioteca abrochándome los guantes-. Tenemos invitados. Hawtrey, Huss y otro, un desconocido. Espero contratarle para que enmarque nuestros cuadros.
Nuestros cuadros. En un estudio separado hay armarios llenos de grabados obscenos que mi tío ha recopilado de un modo displicente, junto con los libros. Muchas veces ha hablado de contratar a alguien para clasificarlos y enmarcarlos, pero nunca ha encontrado un hombre capaz de realizar esta tarea. Para esta clase de trabajo se necesita un carácter bastante singular. Capta mi mirada y proyecta hacia fuera los labios.
-Hawtrey dice que tiene un regalo para nosotros. Una edición de un texto que no hemos catalogado.
-Qué gran noticia, señor.
Tal vez hablo con sequedad, pero mi tío, aunque es también un hombre seco, no lo advierte. Se limita a tocar las tiras de papel que tiene delante y a dividir el montón en dos pilas desiguales.
-Bueno, bueno, veamos...
-¿Puedo irme, tío? -Alza los ojos.
-¿Ya han dado la hora?
-Creo que sí.
Saca del bolsillo su reloj de música y se lo lleva a la oreja. La llave de la puerta de la biblioteca -envuelta en terciopelo desvaído- cuelga insonora del reloj. Dice:
-Vete, entonces, vete. Deja a un viejo con sus libros. Vete a jugar, pero... con cuidado, Santana.
A veces me pregunto cómo supondrá que paso las horas en que no trabajo a su lado. Creo que está tan habituado al mundo particular de sus libros, donde el transcurso del tiempo es extraño, o no transcurre en absoluto, que se figura que soy una niña sin edad. En ocasiones yo misma me veo así, como si mis vestidos cortos y ceñidos y mis bandas de terciopelo me prestaran, al igual que una zapatilla china, un tamaño que de otro modo rebasaría. Mi propio tío, que presumo que en esta época no tiene más de cincuenta años, me ha parecido siempre absoluta y permanentemente envejecido, del mismo modo que las moscas permanecen añejas, aunque invariables y fijas, en nebulosas esquirlas de ámbar. Le dejo escudriñando una página de texto. Camino con gran sigilo, con zapatos de suela blanda. Voy a mis habitaciones, donde está Agnes. La encuentro ocupada con una pieza de costura. Me ve llegar y se encoge. ¿Saben lo provocador que es ese miedo para un temperamento como el mío? La observo coser. Nota mi mirada y empieza a temblar. Sus puntadas se vuelven largas y torcidas. Por fin le cojo la aguja de la mano y suavemente hundo la punta en su piel; la retiro, la clavo otra vez y repito esta acción unas seis o siete veces, hasta que una erupción de pinchazos puebla sus nudillos entre las pecas.
-Esta noche van a venir unos señores —digo, mientras la pincho—. A uno no le conocemos. ¿Crees que será joven y guapo?
Lo digo -ociosamente- para zaherirla. A mí me da lo mismo. Pero ella se ruboriza al oírlo.
-No lo sé, señorita —responde, pestañeando y girando la cabeza, pero sin apartar la mano-. Quizás.
-¿Tú crees?
-¿Quién sabe? Podría ser.
La examino con más atención, espoleada por una idea nueva.
-¿Te gustaría que lo fuese?
-¿Gustarme, señorita?
-Gustarte, Agnes. Ahora me parece que sí te gustaría. ¿Le indico el camino a tu habitación? No escucharé detrás de la puerta. Cerraré con llave, estaréis a solas.
-¡Oh, señorita, qué tontería!
-¿Sí? Gira la mano. -Lo hace, y le hundo más adentro la aguja-. ¡Ahora dime que no te gusta que te claven algo!
Aparta la mano, se la succiona y se echa a llorar. La visión de sus lágrimas -y de su boca, lamiendo el trozo de carne fresca que he perforado- primero me conmueve y luego me turba; me produce cansancio. La dejo llorando y me coloco junto a la ventana rechinante, con la mirada en el césped que se extiende hasta el muro, los juncos, el Támesis.
-¿Vas a callarte? -digo, cuando todavía percibo su respiración- ¡Mírate! ¡Lágrimas, por un hombre! ¿No sabes que no será guapo y ni siquiera joven? ¿No sabes que nunca lo son?
Pero, por supuesto, él es ambas cosas.
-El señor Noah Puckerman -dice mi tío. El nombre me parece sospechoso. Más adelante descubriré que es falso, tan falso como sus anillos, su sonrisa, sus modales; pero ahora que estoy en el salón y él se levanta para inclinarse ante mí, ¿por qué habría de recelar de él? Tiene facciones hermosas, los dientes parejos y le saca a mi tío casi treinta centímetros de altura. Lleva brillantina en el pelo cepillado, pero lo lleva largo: le sobresale un rizo que le cae sobre la frente. Una y otra vez se lo retira con la mano. Tiene manos esbeltas, lisas y, salvo por un dedo amarillento de tabaco, muy blancas.
-Señorita López -dice, mientras se inclina hacia mí. El mechón se le cae hacia delante, la mano manchada se levanta para apartarlo. Habla en voz muy baja, me figuro que por respeto a mi tío. Debe de haberle prevenido el señor Hawtrey. Este es un librero y editor de Londres, y ha visitado muchas veces Briar. Coge mi mano y la besa. Tras él viene el señor Huss. Es un coleccionista, un amigo de juventud de mi tío. También me coge la mano, pero para atraerme hacia él, y me besa en la mejilla.
-Querida niña -dice.
Varias veces he topado con él en la escalera. Le gusta contemplar cómo la subo.
-¿Cómo está usted, señor Huss? -digo, haciendo una reverencia.
Pero observo a Puckerman. Y una o dos veces en que giro la cara hacia donde él está, descubro sus ojos clavados en mí y su mirada pensativa. Me está sopesando. Quizás no se había imaginado que yo fuese tan guapa. Quizás no lo soy tanto como los rumores le han hecho creer. No lo sé. Pero cuando suena la campanilla y me coloco al lado de mi tío para que me lleve a la mesa, veo vacilar a Puckerman; después elige el asiento contiguo al mío. Preferiría que no lo hubiese hecho. Creo que continuará observándome, y no me gusta que me observen mientras como. Way y Charles se mueven sigilosos a nuestro alrededor, llenando los vasos; el mío es la copa de cristal con una M grabada. Los sirvientes nos sirven la comida y después se retiran: nunca se quedan cuando tenemos invitados, pero regresan entre plato y plato. En Briar las comidas se rigen con arreglo a las campanadas del reloj, como todo. Una cena de señores dura una hora y media. Esa noche tomamos sopa de liebre; a continuación, ganso de piel crujiente, huesos rosados y visceras servidas con salsa picante. Hawtrey toma un riñón exquisito, Puckerman elige el corazón. Rechazo con la cabeza el plato que me ofrece.
-Me temo que no tiene hambre -dice en voz baja, mirándome a la cara.
-¿No le gusta el ganso, señorita López? -pregunta Hawtrey-. Tampoco a mi hija mayor. Se acuerda de las crías y le entran ganas de llorar.
-Espero que usted recoja y guarde sus lágrimas –dice Huss- Muchas veces pienso que me gustaría ver las lágrimas de una chica convertidas en tinta.
-¿En tinta? No hable de eso a mis hijas, se lo ruego. Me basta con tener que oír sus quejas. Si alguna vez se enterasen de la idea de imprimirlas también sobre papel y obligarme a leerlas, le aseguro que mi vida no valdría la pena.
-¿Tinta de lágrimas? -dice mi tío un momento después de los demás-. ¿Qué necedad es ésa?
-Lágrimas de niña -dice Huss.
-Totalmente incoloras.
-No lo creo. En serio, señor, creo que no. Me las imagino de un tono delicado, quizás rosa, quizás violeta.
-¿Quizás según la emoción que las ha causado? –dice Hawtrey.
-Exacto. Ha dado en la diana, Hawtrey. Lágrimas violetas para un libro melancólico; rosas, para uno alegre. También podría estar encuadernado con cabellos de chica...
Me mira y su expresión cambia. Se lleva la servilleta a la boca.
-Pues bien -dice Hawtrey-, me pregunto por qué no se ha intentado nunca. ¿Señor López? Claro que uno oye barbaridades sobre pieles y cubiertas...
Comentan este tema un rato. Puckerman escucha pero no dice nada. Por supuesto, toda su atención está concentrada en mí. Pienso que tal vez me hable, al amparo de la conversación. Confío en que lo haga. Doy un sorbo de vino y de repente me siento cansada. He asistido a demasiadas cenas parecidas, escuchando a los amigos de mi tío darle vueltas a pormenores aburridos en pequeños y cerrados círculos. Inesperadamente, pienso en Agnes. Pienso en la boca de Agnes lamiendo una gota de sangre de su palma pinchada. Mi tío carraspea, y yo pestañeo.
-Hawtrey me ha dicho, señor Puckerman -dice-, que ha traducido cosas del francés al inglés. Textos malos, supongo, si son para su imprenta.
-Malos, en efecto -responde Puckerman-. De lo contrario no lo intentaría. No soy un experto. En París uno aprende las palabras necesarias, pero la última vez que estuve allí fue como estudiante de bellas artes. Espero encontrar una ocupación mejor para mis dotes, señor, que verter en un inglés pobre un francés peor.
-Bueno, bueno. Veremos. -Mi tío sonríe-. ¿Le gustaría ver mis cuadros?
-Muchísimo, desde luego.
-Bueno, algún otro día. Creo que le parecerán bastante hermosos. Pero me interesan menos que mis libros. ¿Quizás haya oído hablar -hace un pausa-... de mi índice?
Puckerman inclina la cabeza.
-Qué bien suena eso.
-Suena de maravilla, ¿eh, Santana? Pero qué, ¿somos modestos? ¿Nos ruborizamos?
Sé que tengo las mejillas frías, y que la suya está pálida como la cera de una vela. Puckerman se vuelve y busca mi cara con su mirada pensativa.
-¿Cómo va la gran obra? -pregunta Hawtrey con ligereza.
-Estamos cerca -contesta mi tío-. Estamos muy cerca. Estoy en contacto con impresores.
—¿Y qué extensión tiene?
-Mil páginas.
Hawtrey arruga la frente. Silbaría si el talante de mi tío se lo consintiera. Se sirve otro trozo de ganso.
—Doscientas más, entonces -dice, mientras se sirve-, desde la última vez que hablamos.
-Para el primer volumen, por supuesto. El segundo será más largo. ¿Qué le parece, Puckerman?
-Asombroso, señor.
-¿Alguna vez ha existido algo igual? ¿Una bibliografía universal, y sobre semejante tema? Dicen que la ciencia está muerta en Inglaterra.
-En ese caso, usted la ha resucitado. Un logro fantástico.
-Fantástico, en efecto..., más aún si se conoce el grado de oscuridad que envuelve al tema. Tenga en cuenta que los autores de los textos que colecciono tienen que encubrir su identidad con un seudónimo o el anonimato. Que los propios textos están editados con toda clase de pistas falsas y engañosas respecto al lugar y la fecha de impresión y publicación. ¿Eh? Que recurren a títulos oscuros. Que tienen que circular de forma clandestina, por cauces secretos, o en alas del rumor y la conjetura. Considere estos obstáculos al progreso bibliográfico. ¡Y hábleme luego de una labor fantástica!
Le tiembla en la voz una risa triste.
-Me parece inconcebible -dice Puckerman-. ¿Y el índice está ordenado...?
-Por títulos, por nombres, por la fecha en que los adquirimos; y fíjese, señor: por géneros de placer. Tenemos una lista sumamente precisa.
-¿De libros?
-¡De placeres! ¿Por dónde vamos ahora, Santana?
Los caballeros se vuelven hacia mí. Doy un sorbo de vino.
-Por el trato lascivo con animales -digo.
Mi tío asiente.
-Bueno, bueno -dice-. ¿Ve usted, Puckerman, la ayuda que nuestra bibliografía prestará al estudioso del tema? Será una auténtica Biblia.
-La carne hecha verbo -dice Hawtrey, sonriendo, disfrutando de la frase. Capta mi mirada y guiña un ojo. Puckerman, sin embargo, sigue mirando seriamente a mi tío-. Una gran ambición -continúa.
-Una gran tarea -dice Huss.
-Desde luego -dice Hawtrey, volviéndose hacia mí de nuevo-. Me temo, señorita López, que su tío es despiadado en lo que toca al trabajo.
Me encojo de hombros.
-Me educaron para eso -digo-, como a los criados.
-Los criados y las señoritas -dice Huss- son criaturas distintas. ¿No se lo he dicho muchas veces? Los ojos de una chica no deberían cansarse leyendo, ni sus manos pequeñas endurecerse empuñando plumas.
-Eso mismo cree mi tío —digo, mostrando mis guantes, aunque lo que quiere proteger a toda costa son sus libros, no mis dedos.
-¿Y qué pasa si ella trabaja cinco horas al día? —dice mi tío ahora-. ¡Yo trabajo diez! ¿Para qué íbamos a trabajar, sino para los libros? ¿Eh? Piense en Smart, y en De Bury. O piense en Tinius, un coleccionista tan abnegado que mató a dos hombres a causa de su biblioteca.
-Piense en el padre Vincente, que, a causa de la suya, ¡mató a doce! -dice Hawtrey, meneando la cabeza—. No, no, señor López. De acuerdo en que tiene que hacer trabajar a su sobrina, pero no le perdonaríamos que la indujese a la violencia a causa de la literatura.
Los caballeros se ríen.
-Bueno, bueno -dice mi tío.
Yo examino mi mano sin decir nada. Mis dedos parecen rojos como rubíes a través de la copa de vino tinto; la inicial de mi madre es totalmente invisible hasta que giro el cristal, y entonces se ven las incisiones. Hay dos platos más antes de que me disculpe por abandonar la mesa, y suena dos veces el reloj mientras permanezco sentada a solas hasta que los caballeros se reúnen conmigo en el salón. Oigo el murmullo de sus voces y me pregunto de qué hablan en mi ausencia. Cuando por fin llegan todos tienen la cara un poco más encarnada y el aliento agrio de tabaco. Hawtrey saca un paquete envuelto en papel y cuerda. Se lo entrega a mi tío, que forcejea con el envoltorio.
-Vaya, vaya -dice, y cuando el libro queda expuesto a la vista lo aproxima a sus ojos-: ¡Ajá! -Mueve los labios-. ¡Mira esto, Santana, mira lo que nos ha traído este pájaro! -Me enseña el volumen-. Bien, ¿qué me dices?
Es una novela corriente con una encuadernación ramplona, pero su frontispicio infrecuente la convierte en un libro raro. Lo miro y, a mi pesar, sucumbo a los síntomas de una emoción seca. La sensación me marea. Digo:
-Un regalo muy bello para nosotros, tío, sin duda alguna.
-Mira esto, la viñeta. ¿La ves?
-La veo.
-Creo que no hemos tenido en cuenta esta posibilidad. Estoy seguro de que no lo hemos hecho. Tenemos que volver atrás. ¿Y pensábamos que esta entradilla estaba completa?
Mañana la revisaremos. -Estira el cuello, complacido por esa promesa de placer-. Por ahora..., bueno, quítate los guantes, niña. ¿Crees que Hawtrey nos trae libros para que les manches de grasa las tapas? Así está mejor. Oigamos un poco. Siéntate y léenos. Huss, siéntese también. Puckerman, fíjese en lo clara y suave que es la voz de mi sobrina cuando lee. La he instruido yo mismo. Bueno, bueno. ¡Estás arrugando el lomo, Santana!
-Yo diría que no, señor López -dice Huss, mirando mis manos desnudas.
Coloco el libro en un atril y sujeto con cuidado sus páginas. Enciendo una lámpara para que ilumine con claridad el texto.
-¿Cuánto tiempo debo leer, tío?
Coloca el reloj contra el oído. Dice:
-Hasta que suene la hora. Ahora fíjese, Puckerman, ¡y dígame si puede haber algo parecido en otro salón de Inglaterra!
El libro está lleno, como he dicho, de las obscenidades habituales, pero mi tío tiene razón, he sido adiestrada demasiado bien, mi voz es clara y natural, y las palabras casi suenan dulces. Cuando termino, Hawtrey aplaude y la cara de Huss, más sonrosada, muestra una expresión atribulada. Mi tío, en su asiento, se ha quitado las gafas y escucha con la cabeza ladeada y los ojos firmemente cerrados.
-Palabras muy pobres -dice-. Pero tengo un hogar para vosotras en mis estanterías. Un hogar y hermanos. Mañana os buscaremos un sitio. La viñeta: estoy seguro de que no lo hemos pensado... Santana, ¿las tapas están cerradas y bien rectas?
-Sí, señor.
Vuelve a calarse las gafas, encajando las patillas en sus orejas. Huss se escancia un brandy. Yo me abrocho los guantes, aliso las arrugas de mi falda. Giro la lámpara y atenúo su luz. Pero tengo conciencia de mí misma. Tengo conciencia de Puckerman. Me ha oído leer, sin ninguna emoción visible y mirando al suelo, pero tiene las manos unidas y con un pulgar se palmotea nerviosamente el otro. Poco después se levanta. Dice que el fuego es muy fuerte y que le está quemando. Deambula un minuto por el salón, y con el cuerpo envarado se inclina para curiosear en las vitrinas de mi tío; luego se pone las manos detrás de la espalda, pero sigue entrechocando los pulgares. Creo que sabe que le observo. En un momento dado se me acerca, capta mi mirada, hace una reverencia cuidadosa. Dice:
-Hace bastante frío tan lejos del fuego. ¿No le apetece sentarse más cerca de las llamas, señorita López?
-Gracias, señor Puckerman -le respondo-. Prefiero estar aquí.
-Le gusta pasar frío -dice.
-Me gustan las penumbras.
Le sonrío de nuevo y él toma mi sonrisa como una especie de invitación; se sube la chaqueta, se tira de los pantalones y se sienta a mi lado, no demasiado cerca, con los ojos todavía puestos en los anaqueles de mi tío, como distraído por los libros. Pero cuando habla lo hace en un murmullo. Dice:
-Pues a mí también me gustan las penumbras.
Huss mira hacia donde estamos. Hawtrey se coloca delante del fuego y levanta una copa. Mi tío se ha sentado en su butaca y las orejas del mueble le oscurecen los ojos; veo sólo su boca reseca, con el labio fruncido.
-¿La fase más grande de eros? -está diciendo-. ¡Nos la hemos perdido por setenta años! Me daría vergüenza enseñarle al hombre que hierra mi caballo los relatos cínicos e inverosímiles que hoy pasan por ser literatura voluptuosa...
Reprimo un bostezo y Puckerman se vuelve hacia mí. Digo:
—Perdone, señor Puckerman.
El inclina la cabeza.
-Quizás no le interesa el tema de su tío.
Sigue hablando en un murmullo y, para responder, no tengo más remedio que bajar también la voz.
-Soy la secretaria de mi tío -digo-. Para mí, el atractivo del tema no representa nada.
Vuelve a inclinar la cabeza.
-Bueno, quizás -dice, mientras mi tío continúa hablando-. No deja de ser curioso que a una mujer la deje fría e indiferente lo que está concebido para suscitar ardor y pasión.
-Pues yo creo que hay muchas mujeres a las que no conmueve eso de lo que usted habla. ¿Y acaso no son las que mejor conocen el asunto las que menos se emocionan? –Busco su mirada-. No hablo por experiencia del mundo, por supuesto, sino sólo a partir de mis lecturas. Pero debería haber dicho que..., oh, hasta un cura perdería una parte de su pasión por los misterios de la Iglesia si le sometieran con excesiva frecuencia al examen de la oblea y el vino.
El no pestañea. Al final casi se ríe.
-Es usted insólita, señorita López.
Aparto la vista.
-Eso tengo entendido.
-Ah. Ahora su tono es amargo. Quizás considera que su educación es una especie de infortunio.
-Al contrario. ¿Cómo podría ser un infortunio el conocimiento? Por ejemplo, no puedo engañarme respecto de las atenciones de un hombre. Soy una entendida en los diversos métodos a los que puede recurrir un caballero para cortejar a una dama.
Se pone en el pecho su mano blanca.
-En ese caso debería amilanarme. Yo sólo he querido cortejarla.
-No sabía que los hombres tuvieran otros deseos que el único que sienten.
-Quizás no en los libros a los que está acostumbrada. Pero en la vida... hay muchos otros, y uno principal.
-Yo creía -digo— que era ése el único por el que los libros se escribían.
-Oh, no -sonríe. Baja la voz aún más—. Se leen por eso, pero se escriben por algo más intenso. Me refiero, por supuesto, al deseo de... dinero. A todos los hombres les importa esto. Y a quienes no somos tan caballeros como nos gustaría, es lo que más nos importa. Lamento avergonzarla.
Me he sonrojado, o tal vez asustado. Recobrándome, digo:
-Olvida que he sido educada para no experimentar el menor pudor. Sólo estoy sorprendida.
-Si es así, es una satisfacción saber que la he sorprendido. -Se levanta la mano hasta la barba-. No es poca cosa -prosigue- haber causado una pequeña impresión en la regularidad y la rutina de su vida cotidiana.
Habla de un modo tan insinuante que las mejillas se me colorean más aún.
-¿Qué sabe usted de eso? -digo.
-Bueno, lo deduzco de mis observaciones de la casa...
Ahora su tono y su semblante vuelven a ser inexpresivos. Veo que Huss le observa, con la cabeza ladeada. Le interpela, aposta:
-¿Qué opina de esto, Puckerman?
-¿De qué?
-De que Hawtrey abogue ahora por la fotografía.
-¿La fotografía?
-Puckerman -dice Hawtrey-. Usted es joven. Apelo a su criterio. ¿Puede haber un registro más perfecto del acto amatorio...
-¡Registro! -dice mi tío, con irritación-. ¡Documental! ¡Las lacras de la época!
-... que una fotografía? El señor Lóepz sostiene que la ciencia de la fotografía se opone al espíritu de la vida venérea. Yo digo que es una imagen de la vida, y que tiene una ventaja sobre ella: que perdura, mientras que la vida..., la vida erótica, el momento venéreo, en especial, debe acabar y esfumarse.
-¿No perdura un libro? -pregunta mi tío, aferrando el brazo de su butaca.
-Dura lo que duran las palabras. Pero en una foto hay algo que las trasciende, y que trasciende las bocas que las pronuncian. Una foto enardecerá a un inglés, a un francés, a un hombre primitivo. Nos sobrevivirá a todos y excitará a nuestros nietos. Es algo aparte de la historia.
-¡Está dentro de la historia! -responde mi tío-. ¡Corrompido por ella! ¡Su historia lo envuelve como puro humo! Se ve en el ajuste de una zapatilla, un vestido, en el tocado de una cabeza. Dele fotos a su nieto: las examinará y las juzgará pintorescas. ¡Se reirá de las guías cerosas de su bigote! Pero las palabras, Hawtrey, las palabras... ¿eh? Nos seducen en la oscuridad, y la mente les presta los ropajes y el cuerpo que se le antoja. ¿No le parece, señor Puckerman?
-Sí, señor.
-Sabe usted que no toleraré daguerrotipos ni estupideces así en mi colección.
-Creo que es una decisión correcta, señor.
Hawtrey mueve la cabeza. Le dice a mi tío:
-¿Sigue pensando que la fotografía es una moda pasajera? Tiene que venir a Holywell Street y pasar una hora en mi tienda. Tenemos ya álbumes preparados para que los clientes escojan. Los compradores sólo vienen por ellos.
-Sus clientes son unos patanes. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Puckerman, usted los ha visto. ¿Qué opina de la calidad del negocio de Hawtrey?
El debate continuará, no puede eludirlo. Puckerman responde y luego me mira como disculpándose, se levanta y va donde mi tío. Hablan hasta que dan las diez, la hora en que les dejo.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
pobre agnes
santana que sombria es!!!
entonces aaah quiero leer ya lo
que dice cuando conoce a britt
cada vez mas adictivoo!!
santana que sombria es!!!
entonces aaah quiero leer ya lo
que dice cuando conoce a britt
cada vez mas adictivoo!!
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Hola aki poniendome al corriente kon ti fic, publica pronto x fabor :)
Invitado- Invitado
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
raxel_vale escribió:pobre agnes
santana que sombria es!!!
entonces aaah quiero leer ya lo
que dice cuando conoce a britt
cada vez mas adictivoo!!
Sí, San es muy diferente a como parecia en un principio ahora estamos conociendo a la verdadera Santana
Britt aparecerá muy pronto
Britt aparecerá muy pronto
yaadiizbear12 escribió:Hola aki poniendome al corriente kon ti fic, publica pronto x fabor :)
Aqui tienes nuevo cap ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 22
Es la noche del martes. Puckerman estará en Briar hasta el domingo. Al día siguiente me ausento de la biblioteca mientras los hombres examinan los libros; durante la cena él me observa, y después escucha mi lectura, pero luego se ve obligado a sentarse de nuevo con mi tío y no puede hacerme compañía. El sábado doy un paseo por el parque con Agnes y no le veo; esa noche, sin embargo, mi tío me manda que lea de un libro antiguo, uno de los más selectos, y cuando termino, Puckerman viene a sentarse a mi lado para estudiar sus singulares cubiertas.-¿Le gusta, Puckerman? —le pregunta mi tío-. ¿Sabe que es muy raro?
-Pienso que tiene que serlo, señor.
-¿Y no le parece que quiero decir con eso que hay muy pocos ejemplares más?
-Sí, lo suponía.
-Hace bien. Pero los coleccionistas medimos la rareza con otros criterios. ¿Considera rara una pieza única si nadie la quiere? Llamamos a eso un libro muerto. Pero imaginemos que mil hombres buscan una veintena de ejemplares idénticos: cada uno de ellos es más raro que el único. ¿Me comprende?
Puckerman asiente.
-Sí. La rareza del artículo se mide por el deseo del corazón que lo busca. -Me lanza una mirada-. Es algo muy extraño. ¿Y cuántos coleccionistas buscan este libro que acabamos de escuchar?
Mi tío se muestra evasivo.
-¿Cuántos, señor? Le responderé así: ¡subástelo y verá! ¡Ja!
Puckerman se ríe.
-Sí, desde luego...
Pero parece pensativo bajo su capa de cortesía. Se muerde el labio; sus dientes asoman amarillos, voraces, contra la negrura de su barba, pero su boca tiene una sorprendente y mórbida tonalidad rosada. No dice nada mientras mi tío da un sorbo de su bebida y Hawtrey se ocupa de la lumbre. Después habla de nuevo.
-¿Y si un comprador único busca un par de libros, señor López? -dice-. ¿Cómo se valoran?
-¿Un par? -Mi tío se quita las gafas-. ¿Dos volúmenes?
-Un par de títulos complementarios. Alguien posee uno y quiere adquirir el otro. ¿El segundo aumenta mucho el valor del primero?
-¡Por supuesto!
-Eso pensaba.
-La gente paga cantidades absurdas por cosas así —dice Huss.
-Cierto -dice mi tío-. Es cierto. En mi índice hallará una referencia a estas cuestiones...
-El índice -dice Puckerman en voz baja, y los demás siguen conversando. Les escuchamos, o fingimos hacerlo, y enseguida él vuelve la cabeza y examina mi cara-. ¿Puedo preguntarle algo, señorita López? -Y cuando asiento-: ¿Qué hará cuando esté terminada la obra de su tío? Es más, ¿por qué hace este trabajo?
Le he esbozado lo que me figuro que es una sonrisa amarga. Digo:
-Su pregunta no significa nada, difícilmente puedo contestarla. La obra de mi tío no concluirá nunca. Se escriben incontables libros nuevos que hay que añadir a la lista de los antiguos; muchísimos que volver a descubrir; demasiada incertidumbre. El y Hawtrey discutirán al respecto eternamente. Míreles. Si publica el índice, como proyecta hacer, empezará de inmediato con los suplementos.
—¿Quiere decir que la mantendrá a su lado todo ese tiempo? -No respondo-. ¿Es tan apasionada como él?
—No tengo alternativa -digo por fin-. Tengo pocas aptitudes y, como ya ha visto, muy poco comunes.
-Es una mujer -dice en voz baja-, y joven y guapa. No lo digo ahora por galantería, y usted lo sabe. Lo digo porque es verdad. Podría hacer cualquier cosa.
-Usted es un hombre -replico-. Las verdades de los hombres son distintas de las de las mujeres. No puedo hacer nada, se lo aseguro.
El vacila..., quizás contiene la respiración. Luego dice:
-Podría... casarse. Ya es algo.
Lo dice mirando el libro del que yo he leído; y al oírle me río en voz alta. Mi tío presume que me he reído de alguno de sus chistes manidos, alza la vista y asiente.
—¿Tú crees, Santana? Ya ve, Huss, también lo cree mi sobrina...
Aguardo hasta que deja de mirarme y su atención se distrae. Entonces cojo el libro posado en el atril y levanto con suavidad su tapa.
-Mire, señor Puckerman -digo-. Ésta es la placa de mi tío, estampada en todos sus libros. ¿Ve su divisa?
En la placa figura su emblema, un ingenioso dibujo realizado por él mismo: un lirio dibujado de tal modo que parece un falo, y con la raíz envuelta en un tallo de brezo. Puckerman ladea la cabeza para examinarlo, y asiente. Cierro la tapa.
-A veces -digo, sin levantar la vista- tengo la impresión de que llevo pegada a la piel una placa parecida; de que estoy etiquetada, anotada y colocada en una estantería; hasta ese punto me asemejo a un libro de mi tío. -Alzo los ojos hacia los suyos. Estoy acalorada, pero hablo con frialdad, inmóvil-. Usted dijo hace dos noches que había observado las costumbres de esta casa. Entonces, sin duda, lo ha entendido. Mis compañeros libros y yo no estamos hechos para un uso ordinario. Mi tío nos mantiene separados del mundo. Nos llama venenos; dice que somos dañinos para ojos desprevenidos. Nos llama sus hijos, sus expósitos, llegados a él desde todos los rincones del mundo, algunos suntuosos y opulentos, otros desastrados, heridos, con el lomo partido, y algunos chabacanos y otros zafios. A pesar de lo mal que habla de ellos, creo que siente predilección por los zafios, porque son los que otros padres, o sea, otros bibliotecarios y coleccionistas, han rechazado. Yo era como ellos, y tenía un hogar y lo he perdido...
Ya no hablo fríamente. Mis propias palabras me han desbordado. Puckerman me mira y luego se inclina para coger del atril, con mucha delicadeza, el libro de mi tío.
-Su hogar -murmura, al tiempo que acerca su cara a la mía-. El manicomio. ¿Piensa a menudo en el tiempo que pasó allí? ¿Piensa en su madre, y nota su locura en usted?... Señor López, su libro. -Mi tío nos está mirando-. ¿Le importa que lo coja? ¿Me enseñará los rasgos que lo acreditan como un libro raro...?
Ha hablado tan rápido que me ha producido un sobresalto horrible. No me gusta que me sobresalten. No me gusta perder la compostura. Pero cuando él se levanta y va con el libro hacia la chimenea, transcurren unos segundos que no acierto a explicar. Al final descubro que he posado la mano en mi pecho. Que respiro aceleradamente. Que las penumbras donde estoy sentada son de repente más densas que antes..., tanto que mi falda parece sangrar sobre la tela del sofá y mi mano, que sube y baja por encima de mi corazón, está pálida como una hoja en el charco creciente de oscuridad. No voy a desmayarme. Las chicas sólo se desmayan en los libros, para conveniencia de los hombres. Pero supongo que empalidezco y tengo un aire extraño, pues cuando Hawtrey mira hacia mí sonriendo, la sonrisa se le borra.
-¡Señorita López! -exclama. Viene a cogerme la mano. También se acerca Huss.
-Querida niña, ¿qué pasa?
Me sostiene por la axila. Puckerman vuelve. Mi tío parece enfurruñado.
-Bueno, bueno -dice-. ¿Qué pasa ahora?
Cierra el libro, pero se cuida de mantener el dedo entre las páginas. Tocan la campanilla para llamar a Agnes. Ella se presenta con una expresión aterrada, parpadea ante los señores, hace una reverencia a mi tío. No son las diez todavía.
-Estoy perfectamente -digo-. No se preocupen. Sólo estoy cansada, de repente. Lo siento.
-¡Lo siente! ¡Puf! -dice Hawtrey-. Somos nosotros quienes debemos lamentarlo. Señor López, es usted un tirano y sobrecarga de trabajo a su sobrina. Siempre lo he dicho, y aquí está la prueba. Agnes, coge el brazo de tu ama. Ahora ve despacito.
-¿Podrá subir la escalera? -pregunta Huss, inquieto. Se apuesta en el vestíbulo, como dispuesto a subirla. Tras él veo a Puckerman, pero no su mirada.
Cuando se cierra la puerta del salón, aparto de un empujón a Agnes y una vez en mi cuarto busco algo frío que aplicarme en la cara. Por último voy a la repisa de la chimenea y apoyo la mejilla contra el espejo.
-¡Sus faldas, señorita! -dice Agnes. Las aparta del fuego.
Me siento extraña, dislocada. El reloj de la casa no ha sonado. Me sentiré mejor cuando suene. No pensaré en Puckerman; en lo que sabe de mí, en cómo ha podido saberlo, en lo que se propone buscando mi compañía. Medio en cuclillas, Agnes tiene aún recogidas mis faldas en sus manos torpes. Suena el reloj. Vuelvo atrás y dejo que Agnes me desvista. Mi corazón late un poco menos deprisa. Ella me acuesta, desata las cortinas; ahora esta noche podría ser cualquier noche. Oigo a Agnes en su cuarto desabrocharse el vestido: si levanto la cabeza y miro por la abertura de las cortinas la veré de rodillas con los ojos bien cerrados y las manos unidas como las de un niño, moviendo los labios. Reza todas las noches para que se la lleven a su casa, y para estar a salvo mientras duerme. Abro entonces mi cajita de madera y susurro palabras crueles al retrato de mi madre. Cierro los ojos. Pienso: ¡No examinaré tu cara!, pero después de haberlo pensarlo sé que tengo que hacerlo si no quiero sufrir insomnio y caer enferma. Miro fijamente sus ojos claros. ¿Piensa en su madre, ha dicho, y nota su locura en usted? ¿La noto? Guardo el retrato y llamo a Agnes para que me traiga un vaso de agua. Tomo una gota de mi antigua medicina; como no estoy segura de que me sosiegue, luego tomo otra. Yazco inmóvil, con el pelo recogido. Dentro de los guantes, las manos empiezan a picarme. Agnes aguarda. Se ha soltado el pelo, un cabello basto, pelirrojo, más basto y más rojizo que nunca contra la hermosa tela blanca de su camisón. Un azul delicado colorea su fina clavícula; podría ser sólo una sombra, pero también —no me acuerdo- una magulladura. Siento por fin la acidez de las gotas en mi estómago.
-Es todo -digo-. Vete.
La oigo subir a su cama, retirar las mantas. Hay un silencio. Al cabo de un rato se oye un chirrido, un susurro, el débil quejido de maquinaria: el reloj de mi tío, que cambia de ritmo. Aguardo la llegada del sueño. No llega. Tengo los miembros inquietos, empiezan a dar tirones. Noto mi sangre con gran intensidad, su desconcierto en los puntos muertos de los dedos de mis manos y pies. Levanto la cabeza y llamo con voz queda: ¡Agnes! No me oye; o me oye y teme contestar. ¡Agnes! Al final me incomoda el sonido de mi propia voz. Desisto, me quedo quieta. El reloj gime otra vez y suena. Le siguen otros sonidos distantes. Mi tío se acuesta temprano. Puertas que se cierran, voces que hablan bajo, pisadas en la escalera: los caballeros abandonan el salón y se dirigen a sus aposentos respectivos. Puede que me haya dormido, pero en tal caso sólo durante un momento, pues de pronto doy un respingo y estoy plenamente despierta. Sé que lo que me ha desvelado no es un sonido, sino un movimiento. Un movimiento y luz. Al otro lado de la cortina, la mecha de la lámpara de junco ha lanzado una llamarada súbita, y las puertas y los cristales de las ventanas se agitan contra sus marcos. La casa ha abierto su boca y está respirando. Entonces sé que, definitivamente, esta noche no es como otra cualquiera. Me levanto, como impulsada por una voz que me llama. Me planto en el umbral del cuarto de Agnes hasta que su respiración regular me certifica que duerme; luego tomo la lámpara y me dirijo descalza a mi sala. Voy a la ventana y me paro ante el cristal, ahueco las manos para suprimir su débil reflejo y escudriño en las tinieblas la extensión de grava y el borde del césped que sé que hay debajo. Durante un momento no veo nada. Después oigo una pisada blanda y a continuación otra, aún más suave. Surge el aislado fulgor insonoro de una cerilla prendida entre dedos flacos, y una cara grotesca, de ojos hundidos, que se inclina hacia la llama. Noah Puckerman está tan inquieto como yo; pasea por el céspedes de Briar, tal vez a la espera del sueño. El clima es frío para dar un paseo. Hacia la punta de su cigarro, el aliento de Puckerman parece más blanco que el humo de su tabaco. Con el cuello de la chaqueta se envuelve la garganta. Alza la mirada, como si supiera lo que va a ver. No asiente ni hace gesto alguno; se limita a sostener mi mirada. El cigarrillo se apaga, brilla, vuelve a apagarse. La postura de Puckerman cobra aplomo. Mueve la cabeza y de golpe comprendo lo que hace. Está inspeccionando la fachada de la casa. Está contando las ventanas. ¡Está calculando el camino a mi habitación! Y cuando está seguro del itinerario tira el cigarro y aplasta con el talón su punta reluciente. Desanda el sendero de grava y alguien -Way, supongo- le abre la puerta. Eso no lo veo. Tan sólo oigo que la puerta principal se abre y percibo la circulación del aire. De nuevo mi lámpara llamea y el cristal de la ventana se pandea. Esta vez, sin embargo, parece que la casa retiene el aliento. Doy un paso atrás con las manos delante de la boca y los ojos clavados en mi propia cara: se ha desplazado a la oscuridad que hay al otro lado del cristal, y parece que flota o cuelga del espacio. Pienso: ¡No lo hará! ¡No se atreverá! Después pienso: Lo hará. Voy hasta la puerta y aplico el oído contra la madera. Oigo una voz, luego una pisada. La pisada se torna más tenue, otra puerta se cierra; está claro: aguardará a que Way se acueste. Esperará hasta entonces. Cojo la lámpara y camino muy ligera, deprisa: la pantalla arroja medias lunas de luz sobre las paredes. No tengo tiempo de vestirme, no puedo vestirme sin ayuda de Agnes, pero sé que él no debe verme en camisón. Busco medias, ligas, zapatillas, una capa. Trato de recoger mi pelo suelto; pero soy torpe con los alfileres y mis guantes -y la medicina que he ingerido agravan mi torpeza. Tengo miedo. El corazón vuelve a latirme deprisa, pero ahora late contras las gotas, es como una embarcación que choca de lleno contra la corriente de un río lento. Me llevo la mano al corazón y noto la rendición de mi pecho: lo noto desatado, indefenso, inseguro. Pero el tirón de las gotas es más fuerte que la resistencia de mi miedo. Para eso son, en definitiva: para el desasosiego. Cuando por fin él llega y llama a mi puerta con la uña, creo que le parezco serena. Digo en el acto:
-Sabe que mi doncella está muy cerca..., dormida, pero cerca. Un grito la despertará.
Él se inclina y no dice nada. ¿Supongo acaso que intentará besarme? No lo hace. Se limita a entrar en mi cuarto muy furtivamente y a mirar alrededor con la misma frialdad pensativa con que le he visto tomar las medidas de la casa. Dice:
-Apartémonos de la ventana. La luz se ve claramente desde abajo. -Añade, con un gesto hacia la puerta interior-: ¿Ahí duerme ella? ¿No nos oirá? ¿Está segura?
¿Pienso que va a abrazarme? No se me aproxima en ningún momento. Pero percibo el frío de la noche adherido todavía a su chaqueta. Huelo a tabaco en su pelo, sus patillas, su boca. No le recordaba tan alto. Me encamino hacia un lado del sofá y de pie, tensa, me agarro al respaldo. Él, desde el otro lado, se inclina hacia el espacio que hay entre nosotros y habla en susurros. Dice:
-Perdóneme, señorita López. Éste no es el modo en que quisiera haberla conocido. Pero he llegado a Briar al cabo de grandes y meticulosos esfuerzos, y mañana quizás me vea obligado a marcharme sin verla. Usted me comprende. No emito ningún juicio sobre el hecho de que me reciba así. Si su doncella se despierta, dígale que estaba desvelada, que he averiguado el camino hasta esta habitación y que he entrado sin que me invitara. He cometido invasiones parecidas en casas de otras personas... Es como si usted supiera qué clase de individuo soy. Pero aquí, esta noche, señorita López, no voy a hacerle el menor daño. ¿Verdad que si me comprende? ¿Verdad que sí deseaba que viniese?
-Entiendo que ha descubierto algo que usted quizás cree que es un secreto: que mi madre era una lunática, que mi tío me sacó de un pabellón del lugar en que ella murió. Pero no es ningún secreto, todo el mundo podría saberlo; hasta las criadas lo saben aquí. Tengo prohibido olvidarlo. Lo siento por usted, si pretende sacar provecho de ello.
-Lamento -dice él- haberme visto obligado a recordárselo. Para mí no tiene importancia, salvo porque es la causa de que usted haya venido a Briar y de que su tío la tenga recluida de una forma tan extraña. Creo que es él el que se ha aprovechado de la desgracia de su madre. Me perdonará que le hable con franqueza. Soy un malhechor y conozco muy bien a los de mi calaña. Su tío pertenece a la peor especie, porque ejerce su vileza en su propia casa, donde la toman por una chifladura de viejo. No me diga que le quiere -añade rápidamente, al ver mi cara- por guardar las apariencias. Sé que usted está por encima de ellas. Por eso he venido así. Usted y yo tenemos nuestra propia apariencia, o adoptamos la que nos conviene. Pero, por ahora, ¿quiere sentarse y permitirme que hablemos, como un caballero y una dama?
Hace un gesto y un segundo después -como si estuviésemos esperando a que la doncella nos traiga la bandeja del té- tomamos asiento en el sofá. Mi capa oscura se entreabre y muestra mi camisón. El mira a otra parte mientras junto los pliegues.
-Ahora le diré lo que sé de usted -dice-. Sé que no tendrá nada si no se casa. El primero por quien lo supe fue Hawtrey. Hablan de usted, como quizás sepa, en las librerías y editoriales turbias de Londres y de París. Hablan de usted como una criatura fabulosa: la hermosa chica de Briar a la que López ha adiestrado como a un mono parlante, para que recite textos voluptuosos a señores..., y quizás algo peor. No necesito contarle lo que dicen, supongo que lo adivina. A mí me da lo mismo. -Sostiene mi mirada y luego la aparta-. Hawtrey, por lo menos, es algo más amable, y me considera un hombre honrado, lo que nos favorece. Me contó, compadeciéndose, un poco de su vida (lo de su desdichada madre), sus expectativas, las condiciones que le imponen. Bueno, cuando uno es soltero oye hablar de muchachas parecidas; quizás ni una entre cien vale el cortejo... Pero Hawtrey tenía razón. He hecho averiguaciones sobre la fortuna de su madre y usted vale..., bueno, ¿sabe usted lo que vale, señorita López?
Tras un titubeo, niego con la cabeza. Él dice una cifra. Es varios cientos de veces lo que cuesta el más caro de los libros que ocupan los anaqueles de mi tío, y muchos miles de veces el precio del más barato. Es la única medida del valor que conozco.
-Es una gran suma -dice Puckerman, mirándome a la cara. Asiento.
-Será nuestra -dice- si nos casamos.
No digo nada.
-Permítame ser franco -prosigue-. He venido a Briar con la intención de obtenerla por el medio habitual, es decir, seducirla para que abandone la casa de su tío, cobrar su fortuna y quizás prescindir de usted después. Vi en diez minutos lo que la vida había hecho de usted y supe que nunca lo lograría. Es más, comprendí que seducirla sería insultarla, convertirla sólo en otra clase de cautiva. No quiero hacer eso. Al contrario, quiero liberarla.
-Es usted muy galante -digo-. Suponga que no quiero que me liberen.
-Creo que lo está anhelando -responde simplemente.
Vuelvo la cara, temiendo que me delaten los latidos de la sangre sobre mis mejillas. Sereno la voz y digo:
-Olvida que mis anhelos no cuentan aquí para nada. Es como si los libros de mi tío quisieran escapar de sus vitrinas. Me ha convertido en uno de ellos...
-Sí, sí -dice con impaciencia-. Ya me ha dicho todo eso. Creo que quizás lo dice a menudo. Pero ¿qué significa esa frase? Tiene diecisiete años. Yo veintidós, y durante muchos años he creído que para esta edad debería ser rico y ocioso. Soy lo que ve: un granuja, no demasiado escaso de fondos, pero no tan desahogado como para no tener que buscarme la vida durante algún tiempo. ¿Usted cree que está cansada? ¡Figúrese lo cansado que estaré yo! He hecho muchas buenas obras, y he creído que cada una de ellas era la última. Créame: tengo cierta conciencia del tiempo que puede malgastarse aferrándose a ficciones y creyéndolas reales.
Se ha llevado la mano a la cabeza y ahora se retira el mechón de la frente; su palidez y las ojeras parecen envejecerle. El cuello de su camisa es blando, y está arrugado por la presión de la corbata. Su barba tiene una sola veta gris. Su nuez sobresale extrañamente, como las de los hombres: invitando a que la aplaste un puñetazo. Digo:
—Esto es una locura. Creo que está loco: venir aquí, confesar que es un maleante, suponer que deseo recibirle.
—Y sin embargo me ha recibido. Todavía lo está haciendo. No ha llamado a su doncella.
-Me intriga usted. Ha visto por sí mismo la rutina de mis días aquí.
-¿Quiere una distracción de esa rutina? ¿Por qué no la abandona para siempre? Lo hará, así, ¡en un santiamén!, si se casa conmigo.
Muevo la cabeza.
-Creo que no habla en serio.
-Sí hablo en serio.
-Sabe mi edad. Sabe que mi tío nunca consentiría entregarme.
Se encoge de hombros, habla con ligereza.
-Recurriremos, por supuesto, a métodos tortuosos.
-¿Quiere que yo también me vuelva una maleante?
El asiente.
—Sí. Pero creo que ya lo es a medias. No me mire así. No piense que estoy bromeando. No lo sabe todo. -Se ha puesto serio—. Le estoy ofreciendo algo muy grande y extraño. No la sumisión común de una esposa a su marido: esa servidumbre, la violación legal y el robo, que el mundo denomina matrimonio. No le pediré eso, no es lo que me interesa. Estoy hablando más bien de libertad. Una clase de libertad que no se otorga con frecuencia a los miembros de su sexo.
-¿Pero que se obtiene -digo casi riéndome- por medio del matrimonio?
-Se obtiene por una ceremonia de matrimonio, oficiada con arreglo a determinadas condiciones habituales. —Se alisa de nuevo el pelo y traga saliva; veo por fin que está nervioso, más nervioso que yo. Se aproxima. Dice-: ¿No será remilgada ni blanda de corazón, como otras chicas? ¿De verdad está durmiendo su doncella, y no escuchando detrás de la puerta?
Pienso en Agnes, en sus moratones, pero no digo nada, me limito a mirarle. Se pasa la mano por la boca.
-¡Que Dios me ayude, señorita López, si me he equivocado al juzgarla! -dice-. Ahora escuche.
He aquí su plan. Tiene pensado traer a una chica de Londres a Briar y colocarla como mi doncella. Piensa utilizarla y después engañarla. Dice que tiene en mente a una chica de mi edad. Una especie de ladrona, no demasiado escrupulosa ni demasiado inteligente, dice; cree que la ganará con la promesa de una pequeña porción de la fortuna.
-Digamos que dos o tres mil libras. No creo que tenga la ambición de pedir más. Su círculo es pequeño, como suele serlo el de los ladronzuelos, pero, como en todos esos círculos, se creen peces gordos.
Se encoge de hombros. La suma no representa nada, al fin y al cabo, pues accederá a la que ella le pida, y no verá un chelín de aquélla. Ella supondrá que soy una inocente y creerá que colabora en el plan de seducirme. Primero me convencerá de que me case con él y luego -aquí Puckerman vacila, antes de decirlo ayudará a ingresarme en un manicomio. Sólo que ella ocupará mi lugar en él. Ella protestará; ¡él confía en que lo haga!, pues cuanto más proteste, más lo tomarán los carceleros por una forma de demencia y más encerrada la tendrán.
-Y con ella, señorita López -dice por último-, encerrarán su nombre, su historia como hija de su madre y como sobrina de su tío; en fin, todo lo que la identifica. ¡Piénselo! Quitará de sus hombros el peso de su vida, como si una criada le quitara la capa, y podrá huir invisible y desnuda a cualquier parte del mundo que elija, hacia una nueva vida, y allí volverse a vestir como le plazca.
He aquí la libertad -la rara y siniestra libertad- que ha venido a ofrecerme a Briar. En pago de ella pide mi confianza, mi promesa, mi futuro silencio; y la mitad de mi fortuna. Cuando ha concluido me quedo sentada sin hablar ni mirarle durante casi un minuto. Al fin digo lo siguiente:
-Nunca lo conseguiremos.
Su respuesta es inmediata:
-Yo creo que sí.
-La chica sospechará de nosotros.
-Estará distraída con el plan que le propondré. Hará lo que todo el mundo, poner en las cosas que ve los espejismos que espera encontrar en ellas. La verá a usted aquí sin saber nada de su tío..., ¿quién, en su lugar, no creería que es usted una inocente?
-Y su gente, los ladrones, ¿no la buscarán?
-La buscarán... como mil ladrones buscan todos los días a los amigos que les han engañado y robado; y, al no encontrarla, supondrán que ha huido, la maldecirán durante un tiempo y después la olvidarán.
-¿Olvidarla? ¿Está seguro? ¿No tiene... no tiene madre?
Se encoge de hombros.
-Una especie de madre. Una guardiana, una tía. Pierde continuamente a niños. No creo que se preocupe demasiado por la pérdida de otro. Sobre todo si supone, como yo procuraré que haga, que su niña se ha vuelto una estafadora. ¿Lo ve? Su propia reputación contribuirá a enterrarla. Las chicas descarriadas no pueden esperar que las cuiden como a las honradas. -Hace una pausa-. Pero la vigilarán más de cerca en el lugar donde la internaremos.
Aparto de él la mirada.
-Un manicomio...
-Perdone -dice prestamente-. Pero la reputación de usted, la de su madre, nos favorecerá en esto, lo mismo que nuestra chica descarriada. Debe verlo así. La han tenido esclavizada todos estos años. Aquí está su oportunidad, por una vez, de aprovecharlo, y luego será libre para siempre.
Sigo sin mirarle. Temo de nuevo que se percate de lo profundamente que me han conmovido sus palabras. Temo casi la profunda conmoción que a mí me causan. Digo:
-Habla como si mi libertad representara algo para usted. Es el dinero lo que le interesa.
-¿Acaso no lo he admitido? Pero su libertad y mi dinero son lo mismo. Será nuestra salvaguarda, su garantía, hasta que estemos en posesión de la fortuna. Hasta entonces fíese, no de mi honor, porque no tengo ninguno, sino, pongamos, de mi codicia, que es de todos modos algo más grande que el honor en el mundo que hay más allá de estos muros. Ya lo descubrirá. Puedo enseñarle cómo sacar provecho de esto. Viviremos en una casa en Londres, como marido y mujer... Cada uno por su cuenta, se entiende -añade, con una sonrisa-, cuando se cierre la puerta de la casa... En cuanto tengamos el dinero, sin embargo, su futuro será asunto suyo; sólo tendrá que guardar silencio respecto al modo en que lo ha obtenido. ¿Me comprende? Una vez comprometidos en la empresa, fracasaremos si no nos somos leales. No lo digo a la ligera. No quiero engañarla sobre el tipo de negocio que le estoy proponiendo. Quizás la custodia de su tío le haya impedido conocer las leyes...
-La custodia de mi tío -digo- me ha predispuesto a considerar cualquier estrategia que me alivie de semejante fardo.
Pero... El aguarda y, como no continúo, dice:
-Bueno, no espero que me comunique su decisión ahora mismo. Mi objetivo es que su tío me aloje en la casa para trabajar en sus cuadros. Tengo que verlos mañana. Si no lo hace, no tendremos más remedio que cambiar de planes. Pero hay maneras de conseguirlo, como en todo.
Vuelve a pasarse la mano por los ojos, y de nuevo parece más viejo. El reloj ha dado las doce, el fuego se ha apagado hace una hora y en la habitación hace un frío terrible. Lo noto de golpe. El me ve tiritar. Creo que lo confunde con miedo o con duda. Se inclina y por fin coge mi mano. Dice:
-Señorita López, dice usted que su libertad no representa nada para mí, pero ¿cómo podría yo ver la vida que lleva, cómo un hombre honesto podría verla recluida, sometida como una esclava a la lascivia, lúbricamente mirada e insultada por individuos como Huss, y no querer liberarla? Piense en lo que le he propuesto. Después piense en sus posibilidades. Puede esperar a otro pretendiente: ¿aparecerá alguno entre los caballeros que vienen aquí atraídos por la obra de su tío? Y si aparece, ¿será tan escrupuloso como yo en la gestión de su fortuna, en el trato que yo le dispenso? O supongamos que espera hasta que su tío muera y alcanza la libertad de esta forma; entretanto, sus ojos se han apagado, sus miembros se estremecen, él la ha explotado mucho más a medida que nota que pierde facultades. Para entonces, ¿qué edad tendrá usted? Treinta y cinco, cuarenta. Ha entregado su vida a la conservación de libros como los que Hawtrey vende por un chelín a oficinistas y dependientes de comercio. Su fortuna está intacta en la cámara de un banco. Su consuelo consiste en ser el ama de Briar, donde el reloj va descontando una por una las medias horas huecas que le quedan de vida.
Mientras habla no le miro a la cara, sino a mi pie enfundado en su pantufla. Pienso otra vez en la visión que tengo algunas veces de mí misma como un miembro atado muy fuerte a una forma de la que ansia zafarse. Cuando he tomado las gotas la visión es más intensa, veo el miembro retorcido y la carne que se agria y se torna más espesa. Completamente inmóvil en mi asiento, alzo la vista hacia él. Me está observando, aguarda para saber si me ha ganado. Lo ha hecho. No por lo que me ha dicho sobre mi futuro en Briar, pues no ha dicho nada que yo no haya previsto hace mucho tiempo, sino por el hecho de que esté aquí, diciéndome todo esto, de que haya tramado un plan, viajado sesenta kilómetros y se haya abierto camino hasta el corazón de la casa dormida, hasta mi habitación oscura y hasta mí. De la chica de Londres -a quien, en menos de un mes, él habrá convencido, por un método parecido, de que se encamine hacia su perdición, y a quien, un poco más tarde, con lágrimas en mis mejillas, repetiré los propios argumentos de Puckerman- no pienso nada, nada en absoluto.
-Mañana -digo-, cuando mi tío le enseñe los cuadros, alabe al Romano, aunque Caracci es más raro. Alabe a Morland más que a Rowlandson. El piensa que Rowlandson es un pintamonas.
Es lo único que digo. Me figuro que es bastante. El sostiene mi mirada, asiente, no sonríe: creo que sabe que no me gustaría que sonriera en un momento así. Afloja la presión sobre mis dedos y se levanta, enderezando su chaqueta. Esto rompe el hechizo de nuestra conspiración: ahora él es grande, moreno, está fuera de lugar. Confío en que se vaya. Tiemblo otra vez y, al verlo, dice:
-Me temo que la he retenido hasta muy tarde. Debe de tener frío, estar cansada.
Me observa. Quizás esté evaluando mi fortaleza y empieza a albergar dudas. Tirito más fuerte. Dice:
-¿No la habrá turbado... excesivamente todo lo que he dicho? -Muevo la cabeza. Pero tengo miedo de levantarme del sofá, por si las piernas me tiemblan y le parezco débil. Digo:
-¿Se va ya?
-¿Está segura?
-Totalmente. Me encontraré mejor si se retira.
-Por supuesto.
El quisiera decir algo más. Vuelvo la cabeza y no se lo permito, y al poco oigo sus pisadas cautelosas sobre la alfombra y la suavidad con que se abre y se cierra la puerta. Aguardo un momento y después levanto los pies, envuelvo las piernas en las faldas de mi capa, levanto la capucha y recuesto la cabeza en el almohadón duro y polvoriento del sofá. No es mi cama, y la hora de acostarse ya ha sonado y pasado, y a mi alrededor no hay ninguna de las cosas -el retrato de mi madre, la caja de madera, mi doncella- que me gusta tener cerca cuando duermo. Pero esta noche todas las cosas están desordenadas, todas mis pautas han sido perturbadas. Mi libertad me llama: inapreciable, aterradora, inevitable como la muerte. Me duermo y sueño que me desplazo a gran velocidad, en un barco de alta proa, sobre un agua oscura y silenciosa.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Y al final Santana no es tan buena como pensaba Britt...
aún así me intriga
Saludos*
aún así me intriga
Saludos*
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
al final santana lo sabia todo
ooohh como cambio todo
atrapadaaaaaa e intrigada tengo q estudiar para mi examen!!! aaah xD
ooohh como cambio todo
atrapadaaaaaa e intrigada tengo q estudiar para mi examen!!! aaah xD
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Tat-Tat escribió:Y al final Santana no es tan buena como pensaba Britt...
aún así me intriga
Saludos*
No, San es muy diferente a como le hizo ver a Britt, su vida alli la convirtio en lo que es
raxel_vale escribió:al final santana lo sabia todo
ooohh como cambio todo
atrapadaaaaaa e intrigada tengo q estudiar para mi examen!!! aaah xD
Y que haces leyendo??? A estudiar!!!
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 23
Imagino que entonces -o, mejor dicho, sobre todo entonces, cuando nuestro pacto es todavía tan nuevo, tan inédito, y sus hilos son aún tan débiles y finos- todavía puedo volverme atrás, desgajarme del empuje de su ambición. Creo que despierto pensando en hacerlo, pues la habitación, la sala en que él, susurrando, en el conticinio, tomó mi mano y expuso su peligroso plan, como un hombre que abre el envoltorio de papel crujiente de un veneno, recobra, en la media hora glacial del alba, todos sus rígidos contornos conocidos. Los observo, tumbada. Conozco cada rincón, cada curva. Los conozco demasiado bien. Recuerdo que lloraba, a los once años, por la extrañeza de Briar: su silencio, su quietud, los pasillos sinuosos y paredes atestadas. Suponía que aquellas cosas me serían extrañas para siempre, sentía que su rareza me volvía rara: me convertía en una cosa con púas y ganchos, en un abrojo, una astilla en el gaznate de la casa. Pero Briar se adueñó de mí. Briar me absorbió. Ahora siento el simple peso de la capa con que me he abrigado y pienso: ¡Nunca escaparé de aquí! ¡No estoy hecha para huir! ¡Briar no me dejará! Pero me equivoco. Noah Puckerman ha entrado en Briar como una espora de levadura en la masa y la ha alterado entera. Cuando voy, a las ocho, a la biblioteca, me despachan: él está allí con mi tío, examinando los grabados. Pasan tres horas juntos. Y cuando, por la tarde, me llaman para que baje a despedir a los señores, sólo están Hawtrey y Huss para tenderles la mano. Los encuentro en el vestíbulo, abrochándose el abrigo y poniéndose los guantes, mientras mi tío se apoya en su bastón y Noah se mantiene a cierta distancia, con las manos en los bolsillos, observando. Es el primero que me ve. Nuestras miradas se cruzan, pero no hace el menor gesto. Los otros oyen mis pasos y levantan la cabeza para verme. Hawtrey sonríe.-Aquí llega la bella Galatea -dice.
Huss se ha puesto el sombrero. Ahora se lo quita.
-¿La ninfa o la estatua? -pregunta, con los ojos fijos en mi cara.
-Las dos -dice Hawtrey-. Pero me refiero a la estatua. La señorita López está pálida, ¿no creen? -Me coge la mano-. ¡Cómo la envidiarían mis hijas! ¿Sabe que comen arcilla para blanquear su tez? Arcilla pura. -Mueve la cabeza-. La moda de la palidez no me parece muy saludable. En cuanto a usted, señorita López, me duele, ¡como siempre que debo despedirla!, la injusticia de su tío al retenerla aquí de un modo tan lamentable, como si fuera un hongo.
-Estoy totalmente acostumbrada -digo en voz baja-. Además, creo que la penumbra me hace parecer más blanca de lo que soy. ¿El señor Pcukerman no se va con ustedes?
-La penumbra es la culpable. La verdad, señor López, apenas distingo los botones de mi abrigo. ¿No tiene pensado unirse a la sociedad civilizada y traer gas a Briar?
-No mientras coleccione libros -dice mi tío.
-O sea, nunca. Puckerman, el gas emponzoña los libros. ¿Lo sabía?
-No -dice Noh. Después se dirige a mí y añade en voz más baja-: No, señorita López, no me marcho a Londres todavía. Su tío ha tenido la amabilidad de ofrecerme un pequeño trabajo con sus grabados. Al parecer, compartimos una pasión por Morland.
Tiene los ojos oscuros, si es que pueden serlo unos ojos azules. Hawtrey dice:
-Dígame, señor López, qué le parece esta idea: mientras se dedican a enmarcar los grabados, ¿por qué no autoriza a su sobrina a hacer una visita a Holywell Street? ¿No le gustaría pasar unos días en Londres, señorita López? Veo por su expresión que sí le agradaría.
-No le agradaría -dice mi tío.
Huss se me acerca. Su abrigo es grueso y está sudando. Coge las puntas de mis dedos.
-Señorita López -dice-. Si alguna vez yo pudiera...
-Vamos, vamos -dice mi tío-. Ahora se pone pesado. Mire, aquí está mi cochero. Santana, retírate de la puerta...
-Idiotas -dice, cuando los señores ya se han ido—. ¿Eh, Puckerman? Pero venga, estoy impaciente por empezar. ¿Tiene sus herramientas?
-Las traigo en un momento, señor.
Hace una reverencia y sale. Mi tío hace ademán de seguirle, pero se gira hacia mí. Me mira, sopesándome, y luego me hace seña de que me acerque.
-Dame la mano, Santana -dice. Pienso que quiere apoyarse en mí para subir la escalera. Pero cuando le ofrezco el brazo, lo agarra, me levanta la muñeca hasta su cara, me sube la manga y echa una ojeada a la extensión de piel expuesta. Escruta mi cara-. ¿Pálida, dicen? ¿Pálida como un hongo? ¿Eh? -Mueve la boca-. ¿Sabes de qué clase de materia brotan los hongos? ¡Jo! -Se ríe-. ¡Ahora no estás pálida!
Me he ruborizado y apartado de él. Sin dejar de reírse, me suelta la mano, se da media vuelta y empieza a subir solo la escalera. Calza un par de pantuflas flexibles que enseñan sus talones enfundados en medias; observo cómo sube y me imagino que mi rencor es un látigo, un palo que le azota los pies y le hace trastabillar. Estoy pensando en esto y oyendo cómo se apaga el sonido de sus pasos, cuando Noah vuelve a la galería desde los pisos de arriba. No me está buscando, no sabe que estoy todavía en la penumbra de la puerta principal cerrada. Pasa andando, pero camina con brío, y sus dedos tamborilean sobre la balaustrada. Puede ser que hasta silbe o tararee. No estamos habituados a estos sonidos en Briar y, ahora que las palabras de mi tío han prendido y avivado mi pasión, me parecen emocionantes y peligrosos, como una remoción de vigas y maderas. Creo que su calzado debe de estar levantando una nube de polvo de las alfombras antiguas, y cuando alzo la vista para seguir sus pasos tengo la certeza de que veo desprenderse y caer del techo finas escamas de pintura. Esta visión me da vértigo. Me imagino que la presencia de Noah agrieta, abre y derrumba las paredes de la casa. Lo único que temo es que lo hagan antes de que yo haya tenido tiempo de escapar. Pero también tengo miedo de huir. Creo que él lo sabe. No puede hablar a solas conmigo, ahora que Hawtrey y Huss se han ido; y no se atreve a irrumpir furtivamente, por segunda vez, en mis habitaciones. Pero sabe que debe ganarme para su plan. Aguarda y observa. Cena con nosotros, pero ocupa el asiento al lado de mi tío, no del mío. Una noche, sin embargo, interrumpe la conversación entre ambos para decir lo siguiente:
-Me preocupa, señorita López, lo aburrida que estará, ahora que he venido a desviar del índice la atención de su tío. Supongo que estará deseando reanudar su trabajo con los libros.
-¿Los libros? -digo. Y añado, mirando a mi plato de carne partida-: Mucho, desde luego.
-En tal caso ojalá pudiese yo hacer algo que aliviase el fardo de sus jornadas. ¿No tiene alguna pintura o boceto que yo pudiera enmarcarle en mi tiempo libre? Creo que tendrá usted algo, porque he visto que hay vistas muy bonitas desde las ventanas de la casa.
Alza una ceja, como un director de orquesta que levanta la batuta. Por supuesto, me apresuro a obedecer. Digo:
-No sé pintar ni dibujar. Nunca me han enseñado.
-¿Cómo, nunca? Perdone, señor López. Su sobrina parece tener tal dominio en el ejercicio de las artes femeninas que yo hubiera dicho... Pero, en fin, podría remediarse con muy poco esfuerzo. Yo podría dar clases a la señorita López. ¿No podría enseñarla por las tardes? Tengo algo de experiencia en la materia: en París di un curso entero de clases de dibujo a las hijas de un conde.
Mi tío entorna los ojos.
-¿Dibujo? -dice- ¿Para qué le serviría a mi sobrina? ¿Quieres ayudarnos, Santana, a preparar los álbumes?
-Me refiero al dibujo como tal, señor -dice Noah suavemente, antes de que yo responda.
-¿Como tal? -Mi tío pestañea en mi dirección-. ¿Tú qué dices, Santana?
-Me temo que no valgo.
-¿Que no vales? Bueno, puede ser. Desde luego tus manos, cuando llegaste aquí, eran bastante torpes, y tienden a doblarse, incluso hoy. Dígame, Puckerman: ¿un curso de dibujo daría más firmeza a la mano de mi sobrina?
-Yo diría que sí, señor, con toda seguridad.
-Entonces, Santana, que te enseñe el señor Puckerman. De todos modos, no me gusta verte ociosa. ¿Eh?
-Sí, señor -digo.
En la mirada de Noah hay un destello opaco, como el fino párpado interior que vela el ojo de un gato cuando dormita. Sin embargo, cuando mi tío se inclina sobre su plato, Noah me mira rápidamente: el velo se descubre, expone el ojo desnudo y me estremece la súbita intimidad de su expresión. No me entiendan mal. No me crean más escrupulosa de lo que soy. Es cierto que me estremezco de miedo -miedo a su plan-, miedo de que triunfe y también de que fracase. Pero tiemblo asimismo ante su audacia; o, más exactamente, su osadía me produce temblores, como dicen que una cuerda vibrante despierta ecos insospechados en las fibras de cuerpos ociosos. Vi en diez minutos lo que la vida había hecho de usted me dijo aquella primera noche. Y luego: Creo que ya es usted una maleante a medias. Tenía razón. Si antes no conocía esta maldad mía -o si, conociéndola, nunca le había puesto un nombre-, ahora la conozco y la nombro. La conozco cuando él viene todos los días a mi cuarto, levanta mi mano hasta su boca, toca con los labios mis nudillos y pone en blanco sus ojos fríos y diabólicos. Agnes, que lo ve, no lo comprende. Cree que es galantería. ¡Galantería! La de los bribones. Nos observa mientras sacamos papel, minas y pinturas. Ve a Noah ocupar su sitio a mi lado, guiar mis dedos en el trazado de curvas y líneas torcidas. El baja la voz. La voz de los hombres, por lo general, no vale para los murmullos –se quiebra, desentona, pugna por elevarse-, pero la suya desciende, insinúa y, sin embargo, como una nota musical, se mantiene clara: y mientras Agnes cose sentada al otro lado de la habitación, él repasa en secreto todos los puntos de su trama, hasta que es perfecta.
-Muy bien -dice, como un auténtico profesor de dibujo a una chica dotada-. Muy bien. Aprende muy deprisa.
Sonríe. Se endereza y alisa hacia atrás el pelo. Mira a Agnes y descubre que ella le está mirando. Ella mira a otro lado.
-Bueno, Agnes -dice, detectando su nerviosismo como el cazador detecta a su presa-, ¿qué te parecen las dotes de artista de tu ama?
-¡Oh, señor! No sabría juzgarlas.
El coge un lápiz y se le acerca.
-¿Ves cómo le hago que empuñe la punta a la señorita López? Pero su mano es una mano de mujer, y necesita firmeza. Creo que la tuya, Agnes, sabría sostener mejor un lápiz. ¿No quieres probar?
En una ocasión le coge los dedos. Ella se pone colorada cuando él la toca.
-¿Te sonrojas? -dice él entonces, asombrado-. ¿Crees que tengo intención de insultarte?
-¡No, señor!
-Pues entonces, ¿por qué te pones colorada?
-Es que tengo un poco de calor, señor.
-¿Calor, en diciembre...?
Y cosas por el estilo. Posee un talento para atormentar tan consumado como el mío; y al observar esto, debo ser precavida. Pero no lo soy. Cuanto más zahiere a Agnes y más se desconcierta ella, tanto más la hostigo yo, ¡como una peonza que gira más rápido azuzada por un látigo!
—Agnes —le digo cuando me desviste o me cepilla el pelo—, ¿en qué estás pensando? ¿En el señor Puckerman? -Detengo su muñeca, palpo los huesos molidos que hay dentro-. ¿Te parece guapo, Agnes? ¡Sí, lo veo en tus ojos! ¿Acaso las chicas jóvenes no quieren hombres guapos?
-¡La verdad, señorita, no lo sé!
-¿Eso dices? Entonces eres una mentirosa. -La pincho, en alguna parte de carne blanda, porque para entonces, por supuesto, las conozco todas-. Eres una mentirosa y una coqueta. ¿Vas a poner esos pecados en tu lista, cuando te arrodilles delante de la cama y le pidas al Señor que te perdone? ¿Crees que te perdonará, Agnes? Creo que sí debe perdonar a una chica pelirroja, porque no puede evitar ser malvada, está en su naturaleza. Sería muy cruel, en realidad, infundirle una pasión y luego castigarla por sentirla. ¿No te parece? ¿No sientes la pasión cuando el señor Puckerman te mira? ¿No aguzas el oído para percibir el sonido de sus rápidos pasos?
Ella dice que no. ¡Lo jura por la vida de su madre! Dios sabe lo que piensa de verdad. Tiene que decir eso para que la pamema no se le desplome. Tiene que decirlo y sufrir un cardenal para mantener intacta su inocencia; y yo debo magullarla. Debo hacerlo, a pesar de que yo misma sentiría sin duda -si fuera una chica corriente, con un corazón normal- esa misma atracción natural que inspira Noah. Yo nunca la siento. No creo sentirla. ¿La siente la marquesa de Merteuil por el conde de Valmont? No quiero sentirla. ¡Me odiaría si lo hiciese! Porque sé, gracias a los libros de mi tío, que es algo sórdido, una comezón, como la de una piel inflamada, que se satisface febril y húmedamente en lugares cerrados y detrás de biombos. Lo que él ha despertado en mí, lo que se remueve ahora en mi pecho —esta oscura cercanía- es algo mucho más insólito. Diría que se eleva como una sombra dentro de la casa, o trepa como una flor en sus paredes. Pero la casa ya está llena de sombras y manchas; y por eso nadie lo nota. Nadie salvo, quizás, la señora Stiles. Pues creo que ella es la única aquí que mira a Noah y se pregunta si es en verdad el caballero que pretende ser. A veces sorprendo su expresión. Creo que ella le ve por dentro. Creo que piensa que él ha venido a engañarme y lastimarme. Pero al pensarlo -y odiarme-, se lo guarda para su coleto; y acaricia la esperanza de mi ruina, sonriente, como antaño acariciaba a su hija moribunda. Tales son, por tanto, los mimbres de nuestra trampa, las fuerzas que la ceban y aguzan sus dientes. Y cuando está lista, Noah dice: «Ahora manos a la obra.»
-Tenemos que deshacernos de Agnes.
Lo dice en un susurro, con los ojos clavados en ella mientras cose sentada junto a la ventana. Lo dice con tal frialdad y una mirada tan firme que casi me asusta. Creo que me echo para atrás. Entonces me mira.
-Sabes que hay que hacerlo -dice.
-Por supuesto.
-¿Y comprendes cómo?
No, hasta este momento. Ahora le veo la cara.
-Es la única forma -prosigue- con chicas virtuosas como ella. Para tapar una boca es mejor incluso que amenazas o dinero... -Ha cogido un pincel, se aplica al labio las cerdas y empieza a pasarlas, indolentemente, de un lado para otro-. No te preocupes por los detalles -dice con voz suave-. No hay muchos. Muy pocos, más bien... -Sonríe. Agnes ha levantado la vista de su labor y él ha sorprendido su mirada-, ¿Qué tal el día, Agnes? ¿Todavía hace bueno?
-Muy bueno, señor.
-Bien. Estupendo...
Supongo que entonces ella baja la cabeza, porque la deferencia desaparece del semblante de Noah. Se acerca el pincel a la lengua y chupa las cerdas hasta formar una punta.
-Lo haré esta noche -dice, pensativo-. ¿Sí o no? Lo haré. Entraré en su habitación igual que entro en la tuya. Lo único que tienes que hacer es dejarme quince minutos a solas con ella –me mira de nuevo- y no acudir si grita.
Hasta este punto ha sido como un juego. ¿No juegan los caballeros y las señoritas, en las casas de campo, a galanteos e intrigas? Ahora sobreviene la flaqueza o cobardía de mi ánimo. Cuando Agnes me desviste esa noche, no me atrevo a mirarla. Vuelvo la cabeza.
—Hoy puedes cerrar la puerta de tu cuarto -digo, y noto que ella vacila; quizás percibe la debilidad en mi voz y está confusa.
No la miro cuando ella se marcha. Oigo el chasquido del pestillo, el murmullo de sus rezos; oigo cómo se interrumpen cuando él llega a su puerta. Ella no grita, en definitiva. Si lo hiciera, ¿podría de verdad abstenerme de acudir a su lado? No lo sé. Pero ella no grita, su voz tan sólo se eleva, con sorpresa, con indignación y luego, supongo, con una especie de pánico. Pero después se atenúa, apaciguada o ahogada, por un instante cede a unos susurros, al roce de lino o de unos miembros... El roce, a continuación, se vuelve silencio. Y el silencio es lo peor de todo: no una ausencia de sonido, sino repleto -como dicen que el agua clara está llena de cosas, cuando se ve a través de una lupa- de patadas y forcejeos. Me la imagino temblorosa, llorando, despojada de la ropa..., pero abrazando con sus brazos pecosos, a pesar de sí misma, la espalda encorvada de Noah, buscando con su boca blanca la de él... Me tapo la mía con las manos, y noto el roce seco de mis guantes. Después me tapo los oídos. No oigo nada cuando él la deja. No sé qué hace ella cuando él se ha ido. Dejo que la puerta siga cerrada; tomo unas gotas, por fin, para conciliar el sueño, y al día siguiente me despierto tarde. La oigo llamar débilmente desde su cama. Dice que está enferma. Separa los labios para mostrarme el interior de su boca. Lo tiene rojo, levantado e hinchado.
-Escarlatina -dice, sin mirarme.
¡Hay temores de infección! ¡Temores de eso! La trasladan a un desván y queman platos de vinagre en su habitación; el olor me marea. Vuelvo a ver a Agnes, pero sólo una vez, el día en que viene a despedirse de mí. Da la impresión de haber adelgazado, tiene ojeras y le han cortado el pelo. Extiendo la mano hacia ella y se acobarda, quizás esperando un golpe; sólo la beso levemente en la muñeca. Entonces ella me mira con desprecio.
-Ahora es suave conmigo -dice, retirando el brazo y bajándose la manga-, ahora tiene otro a quien maltratar. Buena suerte en el intento. Me gustaría ver cómo le magulla a él antes de que él lo haga.
Sus palabras me conmueven un poco, pero sólo un poco; y cuando se ha ido, me parece que la olvido. Pues Noah también se ha ido, tres días antes, por asuntos de mi tío -y por el nuestro-, y todos mis pensamientos están centrados en él, en él y en Londres. ¡Londres!, donde nunca he estado, pero que me he imaginado tan intensamente y tantas veces que estoy segura de que lo conozco. Londres, donde encontraré mi libertad, me despojaré de mi yo antiguo, viviré de otra manera, una vida sin pautas, sin pieles ni encuadernaciones..., ¡sin libros! ¡Desterraré el papel de mi casa! Tumbada en la cama procuro imaginar la casa que tendré en Londres. No lo consigo. Veo sólo una serie de habitaciones voluptuosas -cuartos en penumbra, cuartos cerrados, cuartos dentro de otros, mazmorras y celdas, los aposentos de Príapo y Venus. La visión me desazona. Desisto. Seguro que con el tiempo la casa se irá perfilando. Me levanto, camino y pienso otra vez en Noah, de paso por la ciudad, recorriendo en la noche el trayecto hasta la guarida de los rateros, cerca del río. Veo a unos granujas que le reciben sin miramientos, le veo despojarse del abrigo y el sombrero, calentarse las manos a la lumbre, mirar alrededor. Pienso en él, como Macheath, enumerando una serie de caras depravadas -señora Vixen, Betty Doxy, Jenny Diver,; Molly Brazen— hasta encontrar la que busca... Suky Tawdry. Ella. Pienso en ella. Pienso tanto en ella que creo que conozco el color de su pelo -rubio-, su figura -rechoncha-, sus andares, el tono de sus ojos: seguro que es azul. Empiezo a soñar con ella. En los sueños ella habla y oigo su voz. Dice mi nombre y se ríe. Creo que estoy soñando con ella cuando Margaret entra en mi alcoba con una carta de Noah. Ya es nuestra, escribe. La leo y, recostada de nuevo en la almohada, acerco la carta a mi boca. Aplico mis labios al papel. Él podría ser mi amante, al fin y al cabo; o podría serlo ella. Porque ahora la quiero más de lo que quisiera un amante. Pero no quiero un amante más de lo que quiero la libertad. Arrojo la carta al fuego antes de redactar mi respuesta: Mándala de inmediato. La amaré. La querré mucho más porque viene de Londres, ¡donde tú estás! Acordamos la redacción antes de que él se marchara. Hecho esto, sólo me queda esperar, un día y luego otro. Al siguiente llega ella. La esperan en Marlow a las tres de la tarde. Con antelación, envío a recogerla a William Inker. Pero a pesar de que me parece que la siento acercarse, el coche regresa sin ella: hay niebla, y los trenes llegan con retraso. Camino de un lado a otro, desasosegada. A las cinco vuelvo a enviar a William; otra vez regresa solo. Debo cenar con mi tío. Mientras Charles me escancia el vino le pregunto:
-¿Sigue sin haber noticias de la señorita Pierce?
Pero cuando mi tío me oye susurrar, despacha a Charles.
-¿Prefieres hablar con criados que conmigo, Santana? -dice.
Está de malhumor desde que se fue Noah. Después de cenar, elige un libro de pequeños castigos para que le lea: la recitación constante de crueldades me sosiega un poco. Pero la agitación vuelve a asaltarme cuando subo a mis habitaciones heladas y silenciosas; después de que Margaret me haya desvestido y acostado, me levanto y camino; me planto ante el fuego, o delante de la puerta, o junto a la ventana, buscando la luz del carruaje. La veo. Asoma tenue en la niebla -parece relucir, más que brillar- y emite, con el movimiento del caballo y del coche que se interna por detrás de los árboles, una especie de advertencia. Con la mano en el corazón, observo cómo llega. Se acerca -más despacio, más delgada, más indefinida-, más allá de la luz, veo de pronto el caballo, el coche, a William y otra figura más borrosa. Se dirigen a la parte trasera de la casa, corro a la habitación de Agnes -que ahora será la de Brittany- y allí me coloco junto a la ventana: la veo, por fin. Está levantando la cabeza y mira a los establos, al reloj. William salta del pescante y la ayuda a apearse. Una capucha envuelve su cara. Viste de oscuro y parece menuda. Pero es real. El plan es real. Siento su fuerza al instante, y me estremezco. Es demasiado tarde para recibirla ahora. Tengo que esperar, mientras le sirven la cena y la llevan a su habitación; y luego tengo que acostarme y escuchar sus pasos y murmullos, con mis ojos en la puerta —¡cuatro o cinco centímetros de madera reseca!- que separa mi alcoba de la suya. Una sola vez me levanto y me acerco sigilosamente a ella, y pego el oído a la madera, pero no oigo nada.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
sii see q tengo q estudiar
pero como me voy a concentrar si
hay algo mas cool q leer jaja
es que ta reeeee buena la historia ya la otra semana no podre meterme al foro
y ya aparecio britt cuando actualizes sera el ultimo q leere xD
pero como me voy a concentrar si
hay algo mas cool q leer jaja
es que ta reeeee buena la historia ya la otra semana no podre meterme al foro
y ya aparecio britt cuando actualizes sera el ultimo q leere xD
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
raxel_vale escribió:sii see q tengo q estudiar
pero como me voy a concentrar si
hay algo mas cool q leer jaja
es que ta reeeee buena la historia ya la otra semana no podre meterme al foro
y ya aparecio britt cuando actualizes sera el ultimo q leere xD
Bueno... aqui tienes el cap ahora a estudiar, que no quiero que suspendas por mi culpa
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 24
A la mañana siguiente hago que Margaret me vista con esmero y mientras tira de las cintas digo:-Creo que ha llegado la señorita Pierce. ¿La has visto, Margaret?
-Sí, señorita.
-¿Crees que servirá?
-¿Servir, señorita?
-Como doncella.
Ella sacude la cabeza.
-Me pareció algo lenta de maneras -dice-. Ha estado media docena de veces en Francia, pero no sé dónde. Se aseguró de contárselo al señor Inker.
-Bueno, tenemos que ser amables con ella. Después de Londres, quizás esto le parezca insulso. -Ella no dice nada-. ¿Querrás decirle a la señora Stiles que me la traiga en cuanto haya tomado el desayuno?
He pasado toda la noche, a ratos durmiendo, a intervalos despierta, oprimida por la cercanía y la incógnita de la recién llegada. Tengo que verla ahora, antes de ir con mi tío, o temo caer enferma. Por fin, a eso de las siete y media, oigo unos pasos que no me son familiares en el pasillo que arranca de la escalera del servicio, y Stiles murmulla: «Aquí es.» Llaman a la puerta. ¿Dónde me pongo? Me pongo junto al fuego. ¿Suena rara mi voz cuando contesto? ¿Lo nota ella? ¿Contiene la respiración? Sé que yo contengo la mía; noto que me pongo roja y quiero que la sangre se retire de mi cara. Se abre la puerta. Stiles entra primero y, tras un instante de vacilación, la tengo delante: Brittany –Brittany Pierce (Suky Tawdry)-, la chica crédula que va a rescatarme de mi vida y darme la libertad. Más aguda que la expectativa, sobreviene la consternación. He supuesto que se parecerá a mí, he supuesto que será hermosa: pero es una criatura menuda, delgada, deslucida. Tiene la barbilla casi puntiaguda. Sus ojos son celestes. Su mirada es o bien demasiado franca o bien taimada; me dirige una mirada inquisitiva que abarca mi vestido, mis guantes, mis pantuflas y hasta los estampados de mis medias. Luego parpadea –recuerda su adiestramiento, me figuro- y hace una presurosa reverencia. Advierto que la complace cómo le ha salido. La complazco yo. Me cree una tonta. La idea me disgusta más de lo previsto. Pienso: Has venido a Briar a buscarme la ruina. Avanzo un paso para cogerle la mano. ¿No vas a ruborizarte ni a temblar ni a esconder los ojos? Pero ella me devuelve la mirada y sus dedos-con las uñas recomidas- son fríos, duros y perfectamente firmes. Stiles nos observa. Su expresión dice, a las claras: «Ésta es la chica que mandaste a buscar en Londres. Creo que basta y sobra para ti.»
-No hace falta que se quede, señora Stiles -digo-. Pero sé que ha sido cariñosa con la señorita Pierce. -Miro de nuevo a Brittany-. Quizás sepas, Brittany, que soy huérfana, como tú. Vine a Briar de niña: muy joven y sin nadie que me cuidara. No sabría explicarte todas las maneras en que la señora Stiles me ha dado a conocer desde entonces lo que es el amor de madre...
Digo esto sonriendo. Pero atormentar al ama de llaves de mi tío es una ocupación tan rutinaria que no me demoro en ella. A la que quiero es a Brittany, y después de que Stiles haya hecho una mueca, se haya puesto colorada y se haya marchado, me acerco a ella para llevarla hasta el fuego. Ella camina. Se sienta. Está caliente y es rápida. Toco su brazo. Es tan flaco como el de Agnes, pero duro. Detecto en su aliento olor a cerveza. Habla. Su voz no es en absoluto como la había soñado, sino suave e insolente, aunque procura suavizarla aún más. Me habla de su viaje, del tren desde Londres; cuando dice Londres parece consciente del sonido; supongo que no está acostumbrada a nombrarlo, a considerarlo un lugar de destino o de deseo. Es un prodigio y un suplicio para mí que una chica tan menuda, tan poca cosa como ella, haya pasado toda su vida en Londres, mientras que la mía ha transcurrido entera en Briar: pero es también un consuelo, pues si ella ha prosperado allí, ¿no prosperaría yo más todavía, con todos mis talentos? Me digo esto a mí misma, mientras le describo sus tareas. La sorprendo otra vez ojeando mi vestido y mis pantuflas y ahora, al detectar en su mirada compasión, así como desprecio, creo que me sonrojo. Digo:
-Y tu última señora, ¿era una perfecta dama? ¡Se reiría si me viese, me figuro!
Mi voz no es del todo firme. Pero aunque haya amargura en mi tono, ella no lo advierte.
-Oh, no, señorita -dice-. Era demasiado bondadosa. Y, además, siempre decía que las ropas elegantes no valían un comino, que lo que cuenta es el corazón que hay dentro.
Parece tan metida en su papel -tan poseída por su patraña-, tan inocente, no astuta, que me siento un momento a contemplarla en silencio. Luego le cojo otra vez la mano.
-Creo que eres una buena chica, Brittany -digo. Ella sonríe, con expresión modesta. Sus dedos se mueven dentro de los míos.
-Lady Alice siempre me lo decía -dice.
-¿Sí?
-Sí, señorita.
De pronto se acuerda de algo. Se aparta de mí, se mete la mano en el bolsillo y saca una carta. Está doblada, lacrada, escrita con afectada letra femenina; y, por supuesto, procede de Noah. Titubeo, la cojo; me levanto, camino, la desdoblo, lejos de la mirada de Brittany. ¡Nada de nombres!, dice la carta, pero creo que me conoces. Ahí te envío a la chica que nos hará ricos, esa tierna ratera; he tenido ocasión de utilizar sus servicios y puedo recomendarla. Me está mirando mientras escribo esto y, ¡ah!, su ignorancia es absoluta. Me la imagino ahora, mirándote a ti. Tiene más suerte que yo, que debo pasar dos semanas asquerosas antes de disfrutar de ese placer. ¡Quema esto, por favor! Me consideraba tan fría como él. No lo soy, no lo soy; siento que me mira -¡tal como él dice!- y me entra miedo. Me quedo con la carta en la mano y de repente caigo en la cuenta de que me he entretenido demasiado. ¡Si ella la hubiera visto...! Doblo el papel en dos, tres, cuatro partes, hasta que no puedo doblarlo más. Ignoro todavía que ella no sabe leer ni escribir, ni siquiera su nombre; cuando lo sé me río, con tremendo alivio. Pero no la creo del todo. «¿No sabes leer?», pregunto. «¿Ni una palabra, ni una letra?», y le doy un libro. No quiere cogerlo; cuando lo hace, abre las tapas, pasa una página, clava la mirada en un pasaje, pero todo de un modo incorrecto, indefiniblemente incorrecto e inquieto, y demasiado sutil para fingirlo. Al final se pone colorada. Tomo el libro. «Lo siento», digo. Pero no lo siento, sólo estoy asombrada. ¡No sabe leer! Me parece una especie de deficiencia fabulosa, como que un mártir o un santo carezcan de la capacidad de sufrir. Suenan las ocho, debo ir donde mi tío. Me detengo en la puerta. De todas formas, tengo que hacer una referencia pudorosa a Noah; digo lo que debo y la cara de Brittany, como era de esperar, cobra de pronto una expresión artera que luego se disipa. Me dice que él es muy amable. Lo dice -de nuevo como si lo creyera. Tal vez lo crea. Tal vez la amabilidad, allí de donde ella viene, se juzgue con un rasero distinto. Noto en el bolsillo de mi falda las puntas y los bordes de la nota doblada que Noah me ha enviado por medio de Brittany. No sé lo que hará mientras está sola en mis aposentos, pero me figuro que manosea las sedas de mis vestidos, se prueba mis botas, mis guantes, mis fajas. ¿Mira con un monóculo mis joyas? Quizás ya esté planeando lo que hará cuando sean suyas; conservará este broche, del otro arrancará las piedras para venderlas, regalará a su novio el anillo de oro que era de mi padre...
-Estás distraída, Santana -dice mi tío-. ¿Tienes otra ocupación que atender?
-No, señor -digo.
-Quizás me reprochas tu pequeña tarea. Quizás preferirías que te hubiese dejado en el manicomio todos estos años. Perdóname: supuse que al traerte aquí te estaba haciendo un favor. Pero a lo mejor prefieres estar entre lunáticas que entre libros, ¿eh?
-No, tío.
Hace una pausa. Pienso que va a concentrarse en sus notas. Pero continúa:
-Sería de lo más sencillo, llamar a la señora Stiles y decirle que te lleve de vuelta. ¿Seguro que no quieres que lo haga..., que mande a buscar a Inker y su carro? -Mientras habla, se inclina para escrutarme, con su débil y feroz mirada tras las gafas que la protegen. Hace otra pausa y casi sonríe-. Me pregunto qué harían contigo en los pabellones -dice, en un tono distinto con todo lo que sabes ahora.
Lo dice despacio y luego rumia la pregunta, como si fuera una galleta cuyas migas se le han quedado debajo de la lengua. En vez de responder, bajo la mirada hasta que se le pasa este talante. Poco después gira el cuello y vuelve a posar la mirada en las páginas sobre su escritorio.
-Vaya, vaya. Los sombrereros flagelantes. Léeme el segundo volumen, con la puntuación completa; y ten cuidado: la paginación es irregular. Anotaré la secuencia aquí.
De este libro estoy leyendo cuando ella llega para llevarme a mi sala. Se queda en la puerta, contemplando las paredes de libros, las ventanas pintadas. Se cierne, como yo hice, sobre el dedo que apunta, que mi tío ha puesto para señalar los límites de la inocencia en Briar; y, al igual que yo, en su inocencia no lo ve e intenta franquearlo. ¡Tengo que impedírselo, aún más que mi tío!, y mientras él se agita y chilla, voy en silencio hasta ella y la toco. El contacto de mis dedos la amedrenta.
-No te asustes, Brittany -digo, y le muestro la mano de latón en el suelo.
He olvidado, por supuesto, que ella podía mirarlo todo, absolutamente todo, que para ella no sería nada más que tinta sobre papel. Al acordarme me maravillo de nuevo, y esta vez con una especie de rencorosa envidia. Tengo que retirar mi mano de su brazo, por miedo a pellizcarla. Cuando vamos hacia mi habitación, le pregunto qué le parece mi tío. Ella cree que está confeccionando un diccionario. Nos sentamos a almorzar. No tengo apetito y le paso mi plato. Me recuesto en mi silla y observo cómo ella desliza el pulgar por el borde de loza, admira el tejido de la servilleta que extiende sobre sus rodillas. Podría ser una subastadora, un agente inmobiliario: empuña cada pieza de cubertería como si evaluara lo que cuesta el metal con que está hecha. Se come tres huevos, con cucharadas rápidas, y los engulle sin más, sin que la estremezca la viscosa yema, sin pensar, mientras traga, en cómo se cierra su garganta alrededor de la carne. Se limpia los labios con los dedos, se chupa con la lengua una mancha en los nudillos; traga de nuevo. Has venido a Briar, pienso, para devorarme. Pero, por supuesto, quiero que lo haga. Necesito que lo haga. Y ya me parece sentir que empiezo a cederle mi vida. La cedo sin esfuerzo, como las mechas encendidas despiden humo que empaña el cristal que las protege; como las arañas tejen hilos de plata para apresar a polillas temblorosas. Imagino cómo se instala en ella y la ciñe. Ella no lo sabe. No lo sabrá hasta que vea, demasiado tarde, cómo la ha envuelto y la ha transformado, cómo la ha hecho parecerse a mí. Por el momento sólo está cansada, intranquila, aburrida: la llevo a pasear por el parque y ella me sigue, renqueando; nos sentamos a coser y ella bosteza y se frota los ojos, sin mirar a nada. Se muerde las uñas; se para cuando ve que la miro; al cabo de un minuto estira un mechón de pelo y se muerde las puntas.
-Estás pensando en Londres -digo.
Levanta la cabeza.
-¿En Londres, señorita?
Asiento.
-¿Qué hacen las damas allí a esta hora del día?
-¿Las damas, señorita?
-Las damas como yo.
Mira a su alrededor. Y, al cabo de un segundo:
-¿No hacen sus visitas, señorita?
-¿Visitas?
-¿No visitan a otras damas?
-Ah.
No lo sabe. Se lo está inventando. ¡Seguro que se lo inventa! Aun así, pienso en lo que ha dicho y el corazón me late de repente deprisa. Damas como yo, he dicho. No hay damas como yo, sin embargo; y por un segundo tengo una imagen clara y alarmante de mí misma en Londres, sin visitas... Pero ahora estoy sola y nadie me visita. Y allí tendré a Noah para guiarme y aconsejarme. Noah significa una casa con habitaciones y con puertas que cierran...
-¿Tiene frío, señorita? -dice ella. Quizás he tiritado. Se levanta para cogerme un chal. La miro caminar. Cruza la alfombra en diagonal, sin prestar atención al dibujo, las líneas y diamantes y cuadrados que hay debajo de sus pies. No paro de observarla. No puedo mirar demasiado tiempo ni con gran atención la desenvoltura con que hace cosas ordinarias. A las siete me prepara para la cena con el tío. A las diez me acuesta. Después va a su habitación y la oigo suspirar, y levanto la cabeza y la veo estirarse y desfallecer. La vela la ilumina con toda claridad, a pesar de que estoy escondida en la oscuridad. Ella pasa en silencio de un extremo del umbral al otro; ahora se agacha para recoger un lazo caído, ahora coge su capa y cepilla el barro del dobladillo. No se arrodilla a rezar, como hacía Agnes. Se sienta en la cama, fuera de mi vista, pero levanta las piernas: veo cómo el dedo de un zapato se apoya en el talón del otro y lo descalza. Ahora se pone de pie para desabrochar los cierres del vestido; ahora lo deja caer, sale torpemente del ruedo de la falda; desata las ballenas, se frota la cintura, suspira de nuevo. Ahora se aleja. Levanto la cabeza para seguirla. Vuelve en camisón, tiritando. Yo también tirito, por simpatía. Ella bosteza. Yo también bostezo. Ella se estira –y disfruta al hacerlo-, ¡degustando la llegada del sueño! Ahora se activa, apaga la luz, se sube a la cama, entra en calor, supongo, y se duerme... Duerme con una especie de inocencia. Yo también, en otro tiempo. Aguardo un rato, saco el retrato de mi madre y lo sostengo cerca de la boca. Es ella y susurro. Es ella. ¡Ahora es ella tu hija! ¡Qué fácil parece! Pero cuando he guardado la foto de mi madre estoy inquieta. El reloj de mi tío se estremece y suena. Algún animal, en el parque, grita como un niño. Cierro los ojos y pienso -cosa que hace años que no hago tan nítidamente- en el manicomio, mi primer hogar; en las mujeres de ojos frenéticos, las locas, y en las enfermeras. Recuerdo de golpe las habitaciones de las enfermeras, las esteras de esparto, una leyenda escrita en la pared encalada: Mi carne hará la voluntad de Quien me ha enviado. Recuerdo la escalera de un desván, un paseo por el tejado, la blandura del plomo debajo de mi uña, la aterradora caída hasta el suelo... Debo de dormirme al evocar esto. Debo de hundirme en las capas más profundas de la noche. Pero entonces despierto; o no del todo, no totalmente libre de la atracción de las tinieblas, pues abro los ojos y estoy pasmada -completamente pasmada y embargada de temor. Miro mi forma en la cama y me parece cambiante y extraña: ya grande, ya pequeña, ya interrumpida por huecos, y no sé decir qué edad tengo. Empiezo a temblar. Llamo. Llamo a Agnes. He olvidado por completo que se ha ido. He olvidado a Noah Puckerman y todo nuestro plan. Llamo a Agnes y me parece que viene; pero viene para llevarse mi lámpara. Creo que lo hace para castigarme. «¡No te lleves la luz!», digo; pero ella la coge, me deja sumida en la terrible oscuridad y oigo el suspiro de puertas, el tránsito de pies, más allá de la cortina. Tengo la impresión de que transcurre mucho tiempo hasta que la luz regresa. Pero cuando Agnes la levanta y ve mi cara, grita.
-¡No me mires! -grito yo. Y luego-: ¡No me dejes!
Porque tengo el presentimiento de que si ella se queda, alguna calamidad, una desgracia espantosa -no sé cuál, no sabría nombrarla- serán evitadas: y yo -o ella- me salvaré. Me tapo la cara contra su cuerpo y le cojo la mano. Pero su mano es blanca en lugar de ser pecosa. La miro y no la conozco. Ella dice, con una voz que me es desconocida:
-Soy Britt, señorita. Sólo Britt. ¿Me ve? Está soñando.
-¿Soñando?
Me toca la mejilla. Me alisa el pelo, no como lo hacía Agnes, después de todo, sino como... Como nadie. Repite:
-Soy Britt. Agnes tuvo escarlatina y ha vuelto a su casa. Ahora debe acostarse o el frío la enfermará. No debe caer enferma.
Permanezco sumida en una completa confusión otro momento; después el sueño se aleja de mí de repente y la reconozco y me reconozco yo misma: mi pasado, mi presente, mi inescrutable futuro. Ella es una desconocida para mí, pero forma parte de todo ello.
-¡No me dejes, Britt! -digo.
Noto que titubea. Cuando se mueve, la agarro más fuerte. Pero ella sólo quiere pasar por encima de mí, y se introduce debajo de la sábana, me rodea con el brazo y aprieta la boca contra mi pelo. Su cuerpo está frío y enfría el mío. Tirito, pero enseguida me quedo inmóvil.
-Vamos -dice ella. Lo murmulla. Percibo su aliento y, en el fondo de mi pómulo, el suave rumor de su voz-. Ahora se dormirá, ¿verdad? Buena chica.
Buena chica, dice. ¿Cuánto tiempo hace desde que alguien en Briar me considera buena? Pero ella lo cree. Debe creerlo para que funcione nuestro plan. Tengo que ser buena, amable y sencilla. ¿No dicen que el oro es bueno? A fin de cuentas, soy como el oro para ella. Ha venido a causarme la ruina, pero no todavía. Por ahora tiene que cuidarme, mantenerme cuerda y segura como a un tesoro que se propone, al fin, dilapidar... Lo sé, pero no lo siento tanto como debería. Duermo en sus brazos, insomne y quieta, y despierto sintiendo su calor y cercanía. Se desplaza cuando nota que me muevo. Se frota los ojos. Su pelo suelto toca el mío. Su cara, cuando duerme, pierde un poco sus facciones angulosas. Tiene la frente tersa, las pestañas empolvadas, la mirada, cuando topa con la mía, muy clara, desprovista de burla o de maldad... Sonríe. Bosteza. Se levanta. La manta sube y baja y despide ráfagas de calor agrio. Tendida, rememoro la noche. En mi corazón revolotea una sensación... de vergüenza o de pánico. Pongo la mano en el lugar donde ella ha estado tumbada, y lo noto frío. Ha cambiado conmigo. Tiene más seguridad, es más afable. Margaret trae agua y ella me llena un cuenco.
-¿Preparada, señorita? -dice-. Más vale usarla aprisa.
Moja un paño, lo retuerce y, cuando estoy de pie y desnuda, me lo pasa, sin que se lo haya pedido, por la cara y por debajo de mis brazos. Me he convertido en una niña para ella. Me sienta para cepillarme el pelo. Me regaña: «¡Vaya enredo! El truco para esta maraña consiste en empezar por abajo...» Agnes me lavaba y vestía con rápidos dedos nerviosos, torciendo el gesto cada vez que el peine se enredaba. Una vez le pegué con una zapatilla, tan fuerte que la hice sangrar. Ahora estoy sentada pacientemente ante Brittany -Britt, como ella se ha llamado esta noche- mientras ella deshace los nudos de mi pelo y yo me miro la cara en el espejo.... Buena chica.
-Gracias, Britt -digo luego.
Lo digo a menudo, en los días y noches siguientes. Nunca se lo dije a Agnes. «Gracias, Britt.» «Sí, Britt», cuando ella me pide que me siente o me levante, que levante un brazo o una pierna. «No, Britt», cuando teme que el vestido me pinche. No, no tengo frío. Pero a ella le gusta inspeccionarme cuando paseamos, para cerciorarse; me sube la capa un poco más sobre el cuello, para protegerme de las corrientes de aire. No, mis botas no están absorbiendo rocío: pero desliza un dedo entre mi tobillo cubierto por una media y el cuero de mi zapato, para estar segura. Debo evitar a toda costa resfriarme. No tengo que cansarme.
-¿No le parece que ya ha paseado bastante, señorita? –No debo caer enferma-. Mire, aquí está su desayuno: intacto. ¿No comerá un poco más?
No debo adelgazar. Soy un ganso que debe estar rollizo, cebado para la matanza. Por supuesto, aunque ella no lo sepa, es ella la que debe estar rolliza, ella la que aprenderá, en su momento, a dormir, despertar, vestirse, caminar siguiendo una pauta de señales y campanas. Ella cree que me anima. ¡Cree que me compadece! Aprende las costumbres de la casa, sin comprender que los hábitos y tejidos que ahora me atan a mí no tardarán en encadenarla a ella. A encuadernarla como el tafilete o el becerro... Me he habituado a considerarme una especie de libro. Ahora me parezco a un libro tal como deben de ser para ella: me mira con sus ojos analfabetos, ve la forma, pero no entiende el sentido del texto. Ve la piel blanca -«¡Qué pálida está!», dice-, pero no la sangre veloz y corrompida que hay debajo. No debería hacerlo. No puedo evitarlo. Me impone demasiado la idea que ella tiene de mí: la de que soy una chica simple, maltratada por las circunstancias, propensa a las pesadillas. No las tengo cuando ella duerme a mi lado, y de este modo encuentro maneras de atraerla a mi cama, una segunda y una tercera noche. Al final viene de una forma rutinaria. Al principio la juzgo cautelosa; pero lo que le arredra no es más que el dosel y las cortinas; todas las veces se planta ante la cama con una vela en alto, escrutando a través de los pliegues de tela.
—¿No piensa, señorita -dice-, que ahí arriba podría haber polillas y arañas a la espera de caer?
Agarra un poste y lo sacude: cae un solo escarabajo, con una nube de polvo. Sin embargo, en cuanto se ha habituado a esto, está muy tranquila, y de la forma pulcra y cómoda que tiene de recoger sus miembros deduzco que está acostumbrada a dormir con alguien; me intriga saber con quién.
-¿Tienes hermanas, Britt? -le pregunto una vez, quizás una semana después de su llegada. Estamos paseando por la orilla del río.
-No, señorita.
-¿Hermanos?
-No, que yo sepa -dice.
-Entonces..., ¿te has criado sola, como yo?
-Bueno, señorita, yo no diría que sola..., sino con muchos primos.
-Primos. ¿Te refieres a los hijos de tu tía?
-¿Mi tía?
Su cara está perpleja.
-Tu tía, la nodriza del señor Puckerman.
-¡Ah! -Parpadea-. Sí, señorita. Desde luego...
Se vuelve, con una expresión incierta. Está pensando en su casa. Intento imaginármela y no puedo. Trato de imaginar a sus primos: chicos y chicas rudos, de cara angulosa como ella, de lengua afilada y dedos rápidos... Sus dedos son romos, sin embargo, pero su lengua -porque a veces la enseña, cuando me prende alfileres en el pelo, o frunce el ceño al manipular cintas escurridizas-, su lengua tiene punta. La veo suspirar.
-Da igual -digo, como cualquier ama bondadosa con una criada infeliz-. Mira, ahí pasa una gabarra. Puedes enviar tus deseos con ella. Las dos mandaremos deseos a Londres. —A Londres, vuelvo a pensar, más sombríamente. Noah está allí. Yo estaré allí dentro de un mes. Digo-: Si no los lleva esa barca, los llevará el Támesis.
Pero ella no mira a la gabarra, sino a mí.
-El Támesis -dice.
-El río -respondo-. Este río de aquí.
-¿El Támesis, este riachuelo? Oh, no, señorita. -Se ríe, insegura-. ¿Cómo puede ser? El Támesis es muy ancho –separa mucho las manos-, y este río es muy estrecho. ¿No ve?
Digo, al cabo de un momento, que siempre he creído que los ríos se ensanchan conforme van fluyendo. Ella mueve la cabeza.
-¿Este riachuelo? -repite-. Caramba, el agua que tenemos en los grifos de casa tiene más vida que esto. ¡Mire, señorita! Mire, allí.
La gabarra nos ha sobrepasado. En popa lleva escrito, con letras de unos quince centímetros, ROTHER-HITHE; pero no está apuntando a ellas, sino a la estela de grasa que despide el chisporroteo del motor.
-¿Ve eso? -dice, agitada-. A eso se parece el Támesis. Así está todos los días del año. Mire cuántos colores. Miles de colores...
Sonríe. Sonriente es casi guapa. Después la estela de grasa se estrecha, el agua se torna parda, la sonrisa de Brittany se desvanece, y de nuevo tiene aspecto de ladrona. Tienen que entenderlo. He decidido despreciarla. Porque si no, ¿cómo sería capaz de hacer lo que tengo decidido? ¿De qué otro modo engañarla y herirla? La cuestión es que pasamos mucho tiempo juntas en este encierro. No tenemos más remedio que intimar. Y su concepto de la intimidad no es como el de Agnes, ni como el de Barbara, ni como el de ninguna otra doncella. Es demasiado franca, desenvuelta, libre. Bosteza, se inclina. Frota manchas y rasguños. Se sienta a examinarse algún corte seco en un nudillo mientras yo coso. «¿Tiene un alfiler, señorita?», me pregunta, y cuando le doy una aguja de mi estuche se pasa diez minutos sondeando con ella la piel de su mano. Después me devuelve la aguja. Pero me la devuelve con cuidado de que la punta esté lejos de mis dedos blandos.
-No se haga daño -dice, con tal simplicidad y deferencia que me olvido totalmente de que sólo me cuida por Noah. Creo que ella también lo olvida.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Todo el plan de Noah y Santana...
ahora que lo pienso... habrá firmado como "lopez" en vez de "Pierce".. esto de no conocer las letras... :/
Y San de verdad habrá perdido la virginidad con Noah...
Siente algo San por Britt...
Me tiene demasiado intrigada, ahora que se está conociendo el otro lado de la historia.
Saludos*
ahora que lo pienso... habrá firmado como "lopez" en vez de "Pierce".. esto de no conocer las letras... :/
Y San de verdad habrá perdido la virginidad con Noah...
Siente algo San por Britt...
Me tiene demasiado intrigada, ahora que se está conociendo el otro lado de la historia.
Saludos*
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
Fecha de inscripción : 06/07/2013
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