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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Tat-Tat escribió:Todo el plan de Noah y Santana...
ahora que lo pienso... habrá firmado como "lopez" en vez de "Pierce".. esto de no conocer las letras... :/
Y San de verdad habrá perdido la virginidad con Noah...
Siente algo San por Britt...
Me tiene demasiado intrigada, ahora que se está conociendo el otro lado de la historia.
Saludos*
Tiempo al tiempo que se va a explicar todas esas dudas en esta parte de la historia...
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 25
Un día en que paseamos me coge del brazo. Para ella no es nada, pero a mí me produce una conmoción como una bofetada. Otra vez, después de sentarme, me quejo de que tengo los pies helados: ella se arrodilla delante de mí, me desata las pantuflas, toma mis pies en sus manos y los restriega; por último agacha la cabeza y con todo desenfado echa el aliento encima de mis pies. Empieza a vestirme como le apetece; hace pequeños cambios en mis vestidos, mi pelo, mis habitaciones. Trae flores: tira las hojas colgantes que siempre ha habido en jarrones sobre las mesas de la sala y las sustituye por prímulas que ha encontrado en los setos del parque.-Claro que en el campo no se ven las flores que encuentras en Londres -dice, mientras las mete en el florero-, pero éstas son muy bonitas, ¿verdad?
Hace que Margaret consiga de Way una cantidad mayor de carbones para el fuego. ¡Algo tan sencillo!, pero hasta ahora no se le ha ocurrido a nadie hacer eso por mí; ni siquiera se me ha ocurrido a mí, y por eso he pasado frío durante siete inviernos. El calor empaña las ventanas. Le gusta colocarse junto a ellas y dibujar en el cristal curvas, corazones y espirales. En una ocasión en que ha ido a buscarme a la biblioteca de mi tío, descubro naipes esparcidos sobre la mesa del almuerzo. La baraja de mi madre, supongo, pues estas habitaciones eran las de mi madre y están llenas de cosas suyas, y sin embargo, por un segundo, me desconcierta imaginar a mi madre aquí -aquí de verdad-, caminando por aquí, sentándose aquí, extendiendo sobre el paño las cartas de colores. Mi madre soltera, todavía cuerda -quizás posando ociosamente la mejilla en los nudillos, quizás suspirando-, y esperando, esperando... Cojo una carta. Resbala en mi guante. Pero en las manos de Britt los naipes cambian: los recoge y los ordena, baraja y reparte, limpia y ágilmente, y los oros y rojos tienen un brillo intenso entre sus dedos, como si fueran joyas. Se queda atónita, naturalmente, cuando le digo que no sé jugar, y en el acto me manda que me siente para enseñarme. Los juegos son de azar y de especulación sencilla, pero ella juega con seriedad, casi con avaricia, ladeando la cabeza, entrecerrando los ojos mientras estudia su abanico de cartas. Cuando me canso, ella juega sola; o bien pone las cartas de pie sobre sus bordes y las junta por arriba, y a fuerza de hacer esto muchas veces construye una estructura ascensional, una especie de pirámide de naipes, reservando siempre, para la cima, un rey y una reina.
-Mire esto, señorita -dice cuando ha terminado—. Mire esto. ¿Lo ve?
Luego retira una carta de los cimientos de la pirámide, y se ríe cuando se desmorona la estructura. Se ríe. Es un sonido tan extraño en Briar como me figuro que debe de serlo en una cárcel o en una iglesia. Algunas veces canta. Un día hablamos del baile. Se levanta y se alza la falda para enseñarme un paso. Luego me pone de pie y me hace dar vueltas y más vueltas; y cuando se aprieta contra mí noto el latido acelerado de su corazón, noto que me lo transmite y se convierte en mío. Al final le dejo que me lime un diente puntiagudo con un dedal de plata.
-Déjeme ver -dice. Me ha visto frotarme la mejilla-. Venga a la luz. Me pongo en la ventana e inclino hacia atrás la cabeza. Su mano está caliente y su aliento también, gracias a la levadura de cerveza. Me palpa la encía.
-Bueno, es tan afilado -dice, apartando la mano- como...
-¿Como un diente de serpiente, Britt?
-Iba a decir como una aguja, señorita. -Mira a su alrededor-. ¿Las serpientes tienen dientes, señorita?
-Deben de tener, porque dicen que muerden.
-Es verdad -dice distraídamente-. Sólo que me los imaginaba pegajosos...
Ha ido a mi vestidor. Por la puerta abierta veo la cama y, debajo, muy al fondo, el orinal: más de una vez me ha advertido de que los orinales de porcelana pueden romperse bajo los dedos del pie de alguien que se levanta sin tener cuidado, y dejarle cojo. Con un ánimo similar, me ha prevenido de que no deambule descalza (ya que en la carne pueden infiltrarse pelos -como gusanos, dice- e infectarse); de que no me sombree los ojos con aceite de castor impuro; y de que no cometa la imprudencia de subirme a chimeneas, con el propósito de esconderme o huir. Ahora examina los objetos que hay sobre mi mesilla y no dice nada. Aguardo, la llamo.
-¿Conoces a alguien que haya muerto de una mordedura de serpiente, Britt?
-¿Una mordedura de serpiente, señorita? -Reaparece, todavía con el ceño fruncido-. ¿En Londres? ¿En el zoo, quiere decir?
-Bueno, quizás en el zoo.
—No sé si conozco...
—Es curioso. Estaba segura de que conocerías.
Sonrío, aunque ella no lo hace. Me muestra la mano con el dedal en ella; por fin entiendo lo que se propone y quizás la miro de un modo raro.
-No le hará daño -dice, observando mi cambio de expresión.
-¿Segura?
-Sí, señorita. Si le duele, grite y pararé.
No duele, no grito. Pero me produce una extraña mezcla de sensaciones: el chirrido del metal, la presión de la mano que sujeta mi mandíbula, la suavidad de su respiración. Mientras ella examina el diente que lima, yo sólo puedo mirarle a la cara, de modo que miro a sus ojos. Miro la línea de su mejilla, que es tersa, y su oreja, que es bonita, con el lóbulo perforado para lucir aros y pendientes.
-¿Cómo te la han perforado? -le pregunté una vez, acercándome a ella y poniendo las yemas de los dedos en los hoyuelos de la piel curvada.
-Pues con una aguja, señorita -dijo-, y un poco de hielo...
El dedal sigue restregando. Ella sonríe.
-Mi tía les hace esto a los bebés —dice, mientras lima-. Supongo que a mí también me lo hizo. Ya casi está. ¡Ja! –Lima más despacio y hace una pausa para comprobar el diente. Sigue limando-. Algo peliagudo para hacerle a un bebé, por supuesto. Porque si el dedal se resbala..., bueno. Conozco varios que se perdieron así.
No sé si se refiere a dedales o a niños. Sus dedos y mis labios se están humedeciendo. Trago saliva, una, dos veces. Mi lengua se levanta y choca contra su mano. Esta parece, de repente, grandísima y muy extraña; y pienso en plata deslustrada; creo que mi aliento la habrá humedecido y activado, creo que percibo el sabor de la mano. Quizás si ella trabajara en mi diente un poco más de tiempo, yo sucumbiría a una especie de pánico, pero ahora el dedal frota más despacio y enseguida se para. Ella comprueba otra vez con el pulgar, mantiene la mano otro segundo en mi mandíbula y después la retira. Emerjo de esta presión algo insegura. Ha sido tan fuerte y ha durado tanto que cuando me suelta el aire frío me salta a la cara. Trago saliva y recorro con la lengua el diente achatado. Me limpio los labios. Veo la mano de Britt: los nudillos rojos y blancos de presionarme la boca; el dedo también enrojecido y todavía con el dedal puesto. La plata brilla, no está nada empañada. Lo que he percibido, o creo haber percibido, no es más que el sabor de Brittany. ¿Puede un ama degustar los dedos de su doncella? Puede, en los libros de mi tío. La idea hace que me suban los colores. Y mientras noto que la sangre se me agolpa en la mejilla, llega a la puerta una chica con una carta de Noah. Me he olvidado de esperarla. Me he olvidado de pensar en nuestro plan, nuestra huida, nuestra boda, la verja del manicomio en lontananza. Me he olvidado de pensar en él. Pero ahora tengo que hacerlo. Cojo la carta y, temblando, rompo el lacre. ¿Estás tan impaciente como yo?, escribe. Se que lo estás. ¿Está ella contigo ahora? ¿Te ve la cara? Que la vea alegre. Sonríe, pon cara de tonta y todo eso. Nuestra espera se acaba. ¡He terminado mis gestiones en Londres, y regreso!
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 26
La carta obra sobre mí como el chasquido de un hipnotizador: pestañeo, miro aturdida a mi alrededor, como saliendo de un trance. Miro a Britt; miro su mano, la marca de mi boca en ella. Miro las almohadas de mi cama, con la huella de nuestras cabezas. Miro las flores en el jarrón sobre el tablero de la mesa, miro el fuego de la chimenea. Hace demasiado calor en el cuarto. Hace mucho calor pero yo sigo temblando, como si tuviera frío. Ella lo ve. Capta mi mirada y hace un gesto hacia el papel en mi mano. «¿Buenas noticias, señorita?», pregunta, y es como si la carta también hubiera obrado un hechizo en ella: porque su voz me parece suave -espantosamente suave-, pero su cara parece afilada. Se quita el dedal, pero observa, me observa. No me atrevo a mirarla. Noah vuelve. ¿Ella siente lo mismo que yo? No da indicio alguno. Camina, se sienta, con igual desparpajo que antes. Almuerza. Saca la baraja de mi madre, empieza el paciente reparto de los solitarios. Parada ante el espejo, veo el reflejo de Britt, que extiende una mano para coger una carta y la coloca, le da la vuelta, pone otra encima, levanta los reyes, separa los ases... Miro mi cara y pienso en sus rasgos distintivos: una determinada curva de la mejilla, el labio demasiado lleno, demasiado grueso, demasiado rosa. Por fin junta la baraja y me dice que si yo la barajo y la sostengo y quiero, ella estudiará las cartas que salen y me dirá el futuro. Lo dice sin la menor traza de ironía; y a mi pesar me veo arrastrada a su lado, me siento y mezclo torpemente las cartas, y ella las coge y se las coloca delante.-Estas son su pasado -dice-, y éstas su presente.
Agranda los ojos. Súbitamente me parece joven: por un momento inclinamos la cabeza y cuchicheamos como me figuro que hacen otros chicas corrientes en salones o escuelas o antecocinas normales: Mira, aquí hay un hombre joven a caballo. Esto es un viaje. Aquí está la reina de diamantes, que significa riqueza... Tengo un broche engastado de brillantes. Me acuerdo ahora. Pienso -como hacía antes, aunque no desde hace muchos días- en Britt soplando posesivamente sobre las piedras, evaluando su precio... Al fin y al cabo no somos chicas corrientes en una sala normal; y a ella le interesa mi fortuna sólo en la medida en que la supone suya. Entrecierra los ojos otra vez. Su voz se eleva más alto que el susurro y se torna insolente. Me aparto de ella mientras recoge la baraja, voltea las cartas en sus manos y frunce el ceño. Se le ha caído una pero no la ve: el dos de corazones. Coloco mi talón encima, imaginando que uno de los corazones pintados de rojo es el mío; la aplasto contra la alfombra. Ella ve la carta cuando levanto el pie, y trata de alisar la hendidura que hay en ella; después juega un solitario, tan tercamente como antes. Le miro otra vez las manos. Las tiene más blancas, y cicatrizadas en torno a las uñas. Son manos pequeñas, y con guantes parecerán aún más pequeñas y se asemejarán más a las mías. Es preciso hacerlo. Debería haberse hecho ya. Viene Noah, y me asalta una sensación de tarea incumplida: una sensación aterradora de que las horas, los días -oscuro, sinuoso sensación aterradora de que las horas, los días -oscuro, sinuoso pez del tiempo- han pasado de largo, sin ser capturados. Paso una noche inquieta. Cuando nos levantamos y ella viene a vestirme, aferró el volante que hay en la manga de su vestido. Le digo:
-¿No tienes otro vestido que esta cosa fea y marrón que siempre llevas?
Dice que no tiene otro. Cojo de mi ropero un vestido de terciopelo y hago que se lo pruebe. Desnuda los brazos a regañadientes, se quita la falda y se da media vuelta, con una especie de recato, para que no la vea. El vestido le está estrecho. Tiro de los cierres. Arreglo los pliegues de tela sobre sus caderas y voy a mi joyero en busca de un broche de brillantes, y se lo prendo con todo cuidado encima del corazón. Luego la coloco delante del espejo. Llega Margaret y confunde a Brittany conmigo. Me he acostumbrado a ella, a su vida, su calor, sus peculiaridades; ella se ha convertido, no en la chica crédula de una trama malvada -no en Suky Tawdry-, sino en una chica con una historia, con afectos y odios. De repente ahora veo lo mucho que su cara y su figura van a parecerse a las mías, y por primera vez entiendo lo que Noah y yo nos proponemos. Apoyo la cara en el poste de mi cama y observo cómo ella se contempla con una satisfacción creciente, se gira un poco a la izquierda, otro poco a la derecha, alisa las arrugas de la falda, acomoda sus miembros en las costuras del vestido.
-¡Si me viera mi tía! -dice, sonrosándose, y yo pienso entonces si será su tía, su madre o su abuela quien la estará entonces aguardando en aquella oscura cueva de ladrones londinense.
Pienso en lo inquieta que tiene que estar, cuando cuenta el número cada vez mayor de días que retiene a su pequeña ratera lejos de casa, embarcada en una empresa peligrosa. La imagino sacando, mientras espera, alguna chuchería de Britt -una cinta, un collar, una pulsera de dijes chabacanos- y dándole vueltas y más vueltas en sus manos... Este manoseo no acabará nunca, aunque ella todavía no lo sabe. Tampoco Britt sabe que la última vez que besó la dura mejilla de su tía fue la última que lo hacía en su vida. Pienso en esto y me invade algo que tomo por compasión. Es duro, doloroso, sorprendente: lo siento y tengo miedo. Miedo de lo que pueda costarme mi futuro. Miedo del propio futuro, y de las emociones desconocidas e incontrolables que puede
depararme. Ella no lo sabe. El tampoco debe saberlo. Llega esa tarde; llega como llegaba en los tiempos de Agnes: me coge la mano, me sostiene la mirada, se inclina para besarme los nudillos. «Señorita López», dice con tono acariciante. Viste un traje oscuro y pulcro, pero su osadía y su confianza son chillonas y próximas, como remolinos de color o de perfume. Siento el calor de su boca, incluso a través de mis guantes. El se vuelve hacia Britt y ella hace una reverencia. Pero el vestido de corpiño rígido no permite reverencias, y la que ella hace es incompleta, los flecos de la falda se derrumban y parecen temblar. Se sonroja. El lo advierte y le sonríe. Pero veo también que él se fija en el vestido y quizás asimismo en la blancura de los dedos de Brittany.
-La habría tomado por una dama, desde luego -me dice.
Se acerca a su lado. Junto a ella parece más alto y más moreno que nunca, como un oso; y ella parece menuda. Le coge de la mano, los dedos de Noah se mueven entre los de ella: también parecen más grandes; el pulgar le llega casi hasta el hueso de la muñeca de Britt. Dice:
-Espero que estés demostrando a tu ama que eres una buena chica, Britt.
Ella mira al suelo.
-Yo también lo espero, señor.
Avanzo un paso.
-Es muy buena chica —digo—. Muy buena, de verdad.
Pero son palabras apresuradas, imperfectas. Él capta mi mirada y retira el pulgar.
-Por supuesto -dice, suavemente-. Claro que no puede ser de otra manera... Ninguna chica puede evitar ser buena, señorita López, teniendo a usted como ejemplo.
—Es demasiado amable -digo.
-Creo que ningún caballero podría ser sino amable con usted.
Mantiene su mirada en la mía. Me ha reconocido, ha descubierto afinidades en mí, tiene intención de arrancarme ilesa del corazón de Briar; y yo no sería yo misma, la sobrina de mi tío, si pudiese topar con la mirada que él me dirige ahora sin experimentar el revoloteo de una emoción oscura y atroz en mi pecho. Pero la siento tan intensamente que casi me marea. Sonrío, pero mi sonrisa es tirante. Britt ladea la cabeza. ¿Cree que le sonrío a mi propio amor? La idea me atiranta aún más la sonrisa, empiezo a sentir como un dolor en la garganta. Evito la mirada de Britt y la de Noah. El se va, pero le dice a ella que se acerque, y permanecen un momento murmurando en la puerta. El le da una moneda -veo su brillo amarillo-, se la pone en la mano y se la cierra con sus propios dedos. La uña marrón de Noah contrasta con el rosa tierno de la palma de Britt. Ella ensaya otra torpe reverencia. Ahora mi sonrisa es fija, como el rictus en la cara de un cadáver. No miro a Britt cuando vuelve. Voy a mi vestidor y cierro la puerta, me tumbo de bruces en la cama y me estremece un ataque de risa -una risa horrible me recorre en silencio, como agua sucia-; no paro de temblar hasta que, por fin, me aquieto.
-¿Qué le parece su nueva doncella, señorita López? –me pregunta en la cena, con los ojos en el plato. Meticulosamente, separa la carne de la espina de un pescado, tan pálida y tan fina que casi es translúcida; la carne está rebozada en una espesa capa de mantequilla y salsa. La comida llega fría a la mesa en invierno. En verano llega demasiado caliente. Digo:
-Muy... dócil, señor Puckerman.
-¿Cree que servirá?
-Creo que sí.
-¿Mi recomendación no le ha dado motivos de queja?
-No.
-Bueno, me tranquiliza saberlo.
Siempre dice algo de más, por divertirse. Mi tío está mirando.
-¿De qué habláis? -dice ahora.
Me enjugo la boca.
-De mi nueva doncella, tío -respondo-. La señorita Pîerce, que sustituye a la señorita Fee. La has visto muchas veces.
-La he oído, más bien, pateando con sus botas contra la puerta de la biblioteca. ¿Qué pasa con ella?
-Ha venido recomendada por el señor Puckerman. La encontró en Londres, y ella buscaba un empleo, y ha sido tan amable de acordarse de mí.
Mi tío mueve la lengua.
-¿Ah, sí? -dice lentamente. Me mira a mí, luego a Noah, después a éste y de nuevo a mí, con la barbilla un poco levantada, como presintiendo oscuras corrientes-. ¿La señorita Pierce, dices?
-La señorita Pierce -repito con voz firme-, que sustituye a la señorita Fee. -Limpio mi tenedor y cuchillo-. Fee, la papista.
-¡La papista! ¡Ja! -Reanuda la cena, animado-. Oiga, Puckerman -dice, mientras come.
-¿Señor?
-Le desafío, le desafío en serio, señor, a que me nombre una institución que haya cultivado tanto los atroces actos de lujuria como la Iglesia Católica de Roma...
No vuelve a mirarme hasta el final de la cena. A continuación me hace leer durante una hora de un texto antiguo, Las quejas de las monjas contra los frailes. Noah me escucha, completamente inmóvil en su asiento. Pero cuando termino y me levanto para retirarme, él también se levanta: «Permítame», dice. Caminamos juntos el pequeño trecho que hay hasta la puerta. Mi tío no alza la cabeza, sino que mantiene la mirada en sus manos manchadas. Tiene una navaja con cachas de nácar y una hoja antigua, afilada hasta formar casi una media luna, y pela con ella una manzana, una de esas manzanas pequeñas, secas y ácidas que crecen en el huerto de Briar. Después de asegurarse de que mi tío no mira, Noah me aborda con franqueza. Pero su tono es educado.
-Tengo que preguntarle -dice- si desea continuar las clases de dibujo, ahora que he vuelto. Espero que sí. -Aguarda. No contesto-. ¿Paso a verla mañana, como de costumbre? -Aguarda otra vez. Tiene la mano sobre la puerta y la ha empujado hacia fuera, no tanto, sin embargo, como para dejarme paso; tampoco la empuja un poco más cuando ve que quiero salir. Pone una expresión de desconcierto-. No tiene que ser modesta -dice. Pero quiere decir: No tienes que ser débil—. No lo es, ¿verdad?
Muevo la cabeza.
-Bien, entonces iré a la hora de siempre. Tiene que enseñarme el trabajo que ha hecho durante mi ausencia. Yo diría que unas pocas clases más y..., bueno, ¿quién sabe? Quizás estemos preparados para asombrar a su tío con los frutos de su instrucción. ¿Qué le parece? ¿Le doy otras dos semanas? ¿Dos o, a lo sumo, tres?
De nuevo siento su audacia y su sangre fría, y mi propia sangre responde a la llamada. Pero, por debajo, aflora una especie -un impulso vago innominado- de pánico paralizante. Aguarda mi respuesta, y el pánico aumenta. Lo hemos planeado minuciosamente. Ya hemos cometido una acción horrible, y hemos puesto en marcha otra. Sé todo lo que queda por hacer ahora. Sé que debo dar la impresión de que le amo, que debe parecer que me seduce y que después tengo que confesar mi seducción a Britt. ¡Tendría que ser tan fácil! ¡Cuánto lo deseo! ¡Con qué ansia he mirado las tapias de la finca de mi tío, deseando que se partiesen en dos y me dejasen huir! Pero titubeo, ahora que se acerca el día de nuestra fuga; y temo decir por qué. Vuelvo a mirar las manos de mi tío, el nácar, la manzana que entrega su peladura al cuchillo.
-Pongamos tres semanas..., quizás un poco más -digo por fin-. Quizás algo más, si pienso que lo necesito.
Una expresión irritada o furiosa altera la superficie de su cara, pero cuando habla lo hace con voz suave.
-Sí que es modesta. Su talento es mayor de lo que cree. Tres semanas bastarán, se lo aseguro.
Al fin empuja la puerta y me cede el paso, inclinando la cabeza. Y aunque no me vuelvo, sé que se queda a mirar cómo subo la escalera..., tan pendiente de mi seguridad como cualquiera de los amigos de mi tío. No tardará en volverse más solícito, pero de momento los días recobran una especie de pauta conocida. Trabaja por la mañana en los grabados y luego viene a mis aposentos a enseñarme a dibujar, o sea, a estar a mi lado, a mirar y murmurar mientras yo pintarrajeo sobre una cartulina, a galantear de un modo grave y ostentoso. Los días recuperan su pauta, salvo en que antes teníamos a Agnes y ahora su lugar lo ocupa Britt. Y Britt no es como Agnes. Sabe más cosas. Conoce su propia valía y sus propósitos. Sabe que debe escuchar y observar para que el señor Puckerman no se acerque demasiado a su ama o no hable de una forma muy confidencial con ella; pero también sabe que cuando él se me acerca ella tiene que apartar la vista y volverse sorda a los susurros de Noah. Veo que ella vuelve la cabeza, pero también la veo lanzarnos de reojo miradas furtivas, escrutar nuestro reflejo en las ventanas y en el espejo de la chimenea..., ¡vigilar a auténticas sombras! La habitación, en que he pasado tantas horas cautiva que la conozco como un preso conoce su celda, ahora me parece cambiada. Parece llena de superficies relucientes: cada uno de los ojos de Britt. Cuando se cruzan con los míos, los suyos tienen un velo irreprochable. Pero cuando coinciden con los de Noah, veo el destello de complicidad o entendimiento entre ellos, y entonces evito mirarla. Por supuesto, aunque ella sepa muchas cosas, las que conoce están falsificadas y no valen nada; y me horroriza su satisfacción en guardar, en esconder lo que ella cree que es un secreto. No sabe que ella es el gozne de toda nuestra intriga, el punto sobre el que gira nuestro plan; ella cree que lo soy yo. No sospecha que cuando Noah parece que se burla de mí, se burla de ella: que después de dirigirse a ella en privado, quizás después de una sonrisa y una mueca, él se vuelve hacia mí y su sonrisa y su mueca van en serio. Y si antes el hecho de que él torturase a Agnes me incitaba a cometer yo también pequeñas crueldades con ella, ahora sólo me incomoda. Mi consciencia de Britt despierta una plena consciencia de mí misma; me empuja a ser ora imprudente, como Noah lo es a veces, en la burda interpretación de nuestra pasión, ora reservada y vigilante, dubitativa. Soy audaz durante una hora -o mansa, o tímida- y tiemblo en el último minuto de la visita de Noah. Me delatan el movimiento de mis miembros, mi respiración, mi sangre. Supongo que ella lo toma por amor. Noah, por lo menos, sabe que es flaqueza. Los días van pasando: transcurre la primera semana, empieza la segunda. Intuyo su desconcierto, noto el peso de su expectativa: la noto crecer, desviarse, agriarse. Observa mis dibujos y empieza a mover la cabeza.
-Me temo, señorita López -dice, más de una vez-, que todavía le falta disciplina. Pensé que su tacto era más firme. Estoy seguro de que lo era hace un mes. No me diga que ha olvidado mis lecciones durante mi breve ausencia. ¡Después de tanto trabajo! Hay una sola cosa que un artista siempre tiene que evitar en la ejecución de su obra, y es la vacilación. Pues la duda conduce a la debilidad, y por culpa de ella han fracasado esbozos mejores que éste. ¿Comprende? ¿Me comprende?
No le contesto. Se marcha y yo me quedo en mi sitio. Britt viene a mi lado.
-No importa, señorita -dice con dulzura-, que el señor Puckerman diga esas cosas sobre su pintura. Vaya, esas peras son calcadas de la realidad.
—¿Tú crees, Britt?
Ella asiente. Le miro a la cara; a los ojos. Luego miro las pinceladas de color informes que he dado en la cartulina.
-Es una pintura pésima, Britt -digo.
Ella posa su mano encima de la mía.
-Bueno -dice-, ¿pero no está aprendiendo?
Aprendo, pero no lo suficientemente rápido. Él me propone, andando el tiempo, que vayamos a pasear al parque.
—Ahora tenemos que pintar del natural -dice.
-Preferiría no hacerlo -le digo. Hay senderos que me gusta recorrer con Britt. Creo que pasear con él por ellos los echaría a perder-. Preferiría no hacerlo.
Él frunce el ceño y después sonríe.
-Como profesor suyo, debo insistir -dice.
Confío en que llueva. Pero aunque el cielo sobre Briar ha estado gris durante todo el invierno -¡ha estado gris, a mi juicio, durante siete años!-, ahora se ilumina para Noah. Tan sólo sopla un viento raudo y suave cuyas ráfagas me arremolinan la falda en los tobillos cuando Way nos abre la puerta. «Gracias, señor Way», dice Noah, doblando el brazo para que yo lo coja. Lleva un sombrero negro de ala baja, una chaqueta de lana oscura y guantes de color espliego. Way observa los guantes y luego me mira a mí con una especie de satisfacción, de desprecio. Te crees una dama, ¿eh?, me dijo el día en que me llevó pataleando al almacén de hielo. Bien, ahora veremos. Hoy no voy a ir al almacén con Noah, sino que elijo otro camino, más largo y más transitable, que circunvala la finca de mi tío, se eleva y domina la fachada trasera de la casa, los establos, los bosques y la capilla. Conozco el panorama demasiado bien para tener ganas de contemplarlo, y camino mirando al suelo. Él me lleva del brazo y Britt nos sigue, primero de cerca, luego rezagándose cuando Noah aligera el paso. No hablamos, pero mientras andamos él, poco a poco, me acerca a su lado. La falda se me levanta, torpemente. Pero cuando intento distanciarme no me lo permite. Digo por fin:
-No hace falta que me acerques tanto.
Él sonríe.
-Tenemos que ser convincentes.
-No hace falta que me agarres así. ¿Quieres cuchichearme algo que no sepa ya?
Lanza una ojeada rápida por encima del hombro.
—A ella le parecería raro que yo no aprovechase estas ocasiones para acercarme a ti -dice-. A cualquiera le parecería raro.
-Ella sabe que no me quieres. No necesitas cortejarme.
-¿No lo haría un caballero en primavera, cuando tiene la ocasión? -Echa hacia atrás la cabeza-. Mira este cielo, Santana. Mira el repugnante azul que tiene. Tan azul -ha levantado la mano- que desentona con mis guantes. Esto es para ti la naturaleza. Ni el menor sentido del estilo. Los cielos de Londres, por lo menos, son más amanerados: son como sastrerías, de una eterna grisura. -Sonríe otra vez y me acerca un poco más-. Claro que pronto los conocerás.
Trato de imaginarme en una sastrería. Rememoro escenas de Los sombrereros flagelantes. Me vuelvo y, como Noah, lanzo una mirada rápida a Britt. Está observando, con un ceño que tomo por satisfacción, mi falda que se extiende en torno a la pierna de Noah. De nuevo intento separarme de él, pero me sujeta. Digo:
-¿Quieres soltarme? -Y, como no hace nada, añado-: Debo suponer, entonces, puesto que sabes que no me gusta que me ahoguen, que te deleitas atormentándome.
Me mira.
-Soy como cualquier hombre preocupado por lo que todavía no ha conseguido -dice-. Adelanta el día de nuestro enlace. Creo que después advertirás que mi atención se enfría rápidamente.
No respondo nada. Seguimos caminando y un rato después me suelta, para ahuecar las manos alrededor de un cigarro y encenderlo. Miro otra vez a Britt. El suelo se ha elevado, la brisa es más fuerte y dos o tres mechones de pelo rubio que asoman por debajo de su gorro le azotan la cara. Ella acarrea nuestras bolsas y cestas, y no tiene una mano libre para apartárselos. Detrás de ella, su capa se infla como una vela.
-¿Está bien Britt? -pregunta Noah, dando una calada.
Me giro y miro hacia delante.
-Perfectamente.
-Es más robusta que Agnes, de todos modos. ¡Pobre Agnes! Me gustaría saber cómo le va, ¿eh? -Me coge del brazo y se ríe. Yo no respondo, y su risa se apaga-. Vamos, Santana –dice con un tono más frío-, no seas tan melindrosa. ¿Qué mosca te ha picado?
-No me ha picado ninguna mosca.
Él examina mi perfil.
-Entonces, ¿por qué nos haces esperar? Todo está listo. He alquilado una casa en Londres. Las casas en Londres no son nada baratas, Santana...
Sigo andando en silencio, consciente de su mirada. Me aprieta otra vez. Dice:
-¿No habrás cambiado de idea, supongo?
-No.
-¿Seguro?
-Totalmente.
—Y, sin embargo, todavía lo aplazas. ¿Por qué? —No contesto—. Santana, te lo pregunto otra vez. Algo ha ocurrido desde que nos vimos. ¿Qué es?
—No ha ocurrido nada -digo.
-¿Nada?
-Nada más que lo planeado.
-¿Y sabes lo que hay que hacer ahora?
-Por supuesto.
—Pues hazlo, ¿de acuerdo? Compórtate como una enamorada. Sonríe, ponte colorada, haz tonterías.
-¿No lo estoy haciendo?
—Sí... y luego lo estropeas con una mueca o un gesto. Mírate. Recuéstate en mi brazo, maldita sea. ¿Te vas a morir si pongo mi mano encima de la tuya? Perdona. -Al oír sus palabras me he puesto tiesa-. Perdona, Santana.
—Suéltame el brazo -digo.
Seguimos andando en silencio, el uno al lado del otro. Britt se arrastra detrás; oigo su respiración, como suspiros. Noah tira la colilla del cigarro, arranca una vara de hierba y empieza a fustigarse las botas.
-¡Qué asquerosamente roja es esta tierra! -dice-. Pero qué regalo para el bueno de Charles... -Sonríe para sí. Su pie tropieza con una piedra y está a punto de caerse. Maldice. Se endereza y me inspecciona-. Veo que tú eres más ágil caminando. Te gusta esto, ¿eh? En Londres se puede pasear así, ¿sabes? Por los parques y montes. ¿Lo sabías? O, si prefieres, puedes no volver a pasear nunca... Puedes alquilar coches, hombres que te llevan y te traen...
-Sé lo que se puede hacer.
-¿Sí? ¿De verdad? -Se lleva a la boca el tallo de hierba y adquiere un aire pensativo-. No sé. Tienes miedo, creo. ¿De qué? ¿De estar sola? ¿Es eso? No tienes que temer la soledad, Santana, si eres rica.
-¿Crees que temo la soledad? -digo. Estamos cerca de la tapia del parque de mi tío. Es alta, gris, seca como polvo-. ¿Crees que la temo? No temo a nada de nada.
Arroja la hierba y me coge del brazo. Dice:
-¿Entonces por qué nos tienes aquí en este horrible suspense?
No respondo. Hemos reducido el paso. Oímos a Britt, que nos sigue jadeando, y caminamos más rápido. Cuando él vuelve a hablar, su tono ha cambiado.
-Hace un momento has hablado de tormento. Lo cierto es que yo creo que te gusta atormentarte prolongando este tiempo.
Me encojo de hombros, como indiferente, aunque no lo estoy.
-Mi tío me dijo una vez algo parecido —digo-. Fue antes de volverme como él. Ahora, esperar no es para mí un tormento. Estoy acostumbrada.
-Pero yo no -contesta-. Tampoco quiero aprender ese arte, ni de ti ni de nadie. En otra época perdí mucho esperando. Ahora soy más hábil manipulando sucesos para que se plieguen a mis necesidades. Es lo que he aprendido mientras tú aprendías a tener paciencia. ¿Me entiendes, Santana?
Vuelvo la cabeza, entorno los ojos.
-No quiero entenderte -digo, cansinamente-. Ojalá no hablaras más.
-Hablaré hasta que me oigas.
-¿Oír qué?
-Esto. -Me aproxima la boca a la cara. Su barba, sus labios, su aliento están teñidos de tabaco, como los de un diablo. Dice-: Recuerda nuestro pacto. Recuerda cómo lo hicimos. Recuerda que la primera vez que vine, no lo hice del todo como un caballero, y tenía poco que perder..., a diferencia de ti, señorita López, que me recibiste a solas, a medianoche, en tu propio cuarto... -Retrocede-. Me figuro que tu reputación, incluso aquí, debe de valer algo; me temo que siempre es así para las damas. Tú lo sabías, naturalmente, cuando me recibiste.
Su tono tiene un acento nuevo, un timbre que no he oído nunca. Pero hemos cambiado el sentido de la marcha: cuando le miro a la cara tiene la luz detrás de él, y es difícil leer su expresión. Digo, con tiento:
-Dices que soy una dama, pero apenas lo soy.
-Sin embargo, tu tío debe de considerar que lo eres. ¿Le gustaría saber que eres corrupta?
-¡Me ha corrompido él!
-¿Le gustará, entonces, pensar que otro hombre le ha usurpado su obra? Hablo sólo, por supuesto, de lo que él creerá que ha ocurrido.
Me aparto un poco.
-Estás totalmente equivocado con él. Me considera una especie de máquina para la lectura y el copiado de textos.
-Tanto peor. No le gustará que la máquina se subleve. ¿Y si la elimina y se consigue otra?
Ahora siento en la frente el latido de la sangre. Me cubro los ojos con los dedos.
—No seas pesado, Noah. ¿Eliminarla cómo?
-Pues mandándola a casa...
El latido parece decrecer y luego se acelera. Retiro los dedos, pero él tiene la luz detrás y no distingo bien su cara. Digo, en voz muy baja:
-En un manicomio no te serviré de nada.
-¡Ahora, mientras lo postergas todo, tampoco me sirves de nada! Ten cuidado de que no me canse de este plan. No seré amable contigo si eso pasa.
-¿Y esto es ser amable? -digo.
Por fin hemos entrado en una zona de sombra y veo su expresión: es sincera, divertida, asombrada. Dice:
-Esto es pura infamia, Santana. ¿Cuándo he dicho que sea otra cosa?
Nos detenemos, tan cerca uno de otro como unos tortolitos. Su tono ha recuperado ligereza, pero su mirada es dura, muy dura. Por primera vez presiento cómo sería temerle. El se vuelve y llama a Britt.
-¡Ya falta poco, Britt! Casi hemos llegado, creo. -A mí me murmura—: Necesitaré unos minutos a solas con ella.
-Para asegurarla -digo-. Como has hecho conmigo.
-Eso ya está hecho —dice con suficiencia-, y ella, por lo menos, es más fiel que tú... ¿Qué? -Me he estremecido, o mi expresión ha cambiado-. ¿No pensarás que tiene escrúpulos? ¿Santana? ¿No creerás que ha flaqueado, o que nos la está jugando? ¿Por eso vacilas? -Muevo la cabeza-. Bueno -continúa-, mayor motivo para hablar con ella y averiguar cómo cree que van las cosas. Mándamela hoy o mañana. Busca algún modo, ¿de acuerdo? Sé astuta.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Hola! Me acabó de encontrar este fic y me encanta, voy a seguirte aquí así cómo hice en el otro.
Déjame decirte que estoy vuelta un ocho, no entiendo nada, bueno sí pero tengo muchas, muchas dudas, esto no me había pasado con ninguno de los otros fic que he leído. De verdad Santana es tan miserable y sin escrúpulos?
Qué pasará con Britt? sigue actualizando xq es la única manera de aclarar este lío que es mi cabeza.
Déjame decirte que estoy vuelta un ocho, no entiendo nada, bueno sí pero tengo muchas, muchas dudas, esto no me había pasado con ninguno de los otros fic que he leído. De verdad Santana es tan miserable y sin escrúpulos?
Qué pasará con Britt? sigue actualizando xq es la única manera de aclarar este lío que es mi cabeza.
Linda23**** - Mensajes : 185
Fecha de inscripción : 08/12/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Linda23 escribió:Hola! Me acabó de encontrar este fic y me encanta, voy a seguirte aquí así cómo hice en el otro.
Déjame decirte que estoy vuelta un ocho, no entiendo nada, bueno sí pero tengo muchas, muchas dudas, esto no me había pasado con ninguno de los otros fic que he leído. De verdad Santana es tan miserable y sin escrúpulos?
Qué pasará con Britt? sigue actualizando xq es la única manera de aclarar este lío que es mi cabeza.
Hola, me alegra tenerte por aqui, estoy segura que te va a enganchar
Es algo lioso, ya que en un principio nos muestran una Santana de un modo y ahora se ve tal y como es y como la incluencia de Britt hace que descubra como es realmente...
Te dejo el nuevo cap para que sepas un poco más de ellas
Es algo lioso, ya que en un principio nos muestran una Santana de un modo y ahora se ve tal y como es y como la incluencia de Britt hace que descubra como es realmente...
Te dejo el nuevo cap para que sepas un poco más de ellas
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 27
Se lleva a la boca el dedo manchado de tabaco. Britt llega enseguida y se sienta a mi lado. Está colorada por el peso de las bolsas. Su capa sigue inflada, el pelo le sigue azotando la cara, y lo que más me apetece es atraerla hacia mí, tocarla y adecentarla. Creo que empiezo a hacerlo, creo que extiendo a medias la mano, pero soy consciente de la presencia de Noah y de su mirada perspicaz y cavilosa. Me cruzo de brazos y miro a otra parte. A la mañana siguiente mando a Britt que le lleve un carbón del fuego para que encienda su cigarrillo, y observo sus susurros, con la frente pegada al cristal del vestidor. A ella no le veo la cara, pero cuando se va él alza la vista y sostiene mi mirada, como hizo aquel otro día, en la oscuridad. Recuerda nuestro pacto, parece repetir. Luego tira el cigarro y lo pisa con fuerza, y se sacude de los zapatos la tierra roja que se les ha adherido. A partir de entonces, noto la presión creciente de nuestro plan, del mismo modo que, supongo, los hombres notan la tensión de una maquinaria frenada, de animales atados, de tormentas tropicales que se gestan. Todos los días despierto y pienso: ¡Hoy lo haré! ¡Hoy soltaré el cerrojo para que el motor arranque, desataré al animal, perforaré la capa de nubes! ¡Hoy, permitiré que él me reclame...! Pero no lo hago. Miro a Britt y aparece siempre esa sombra, esa oscuridad, supongo que es pánico, un simple miedo, un temblor, un abatimiento, una caída en la boca amarga de la demencia... ¡Quizás la locura, la dolencia de mi madre, empieza a apoderarse de mí! La idea me aterra aún más. Durante un par de días, aumento la dosis de gotas: me calman, pero me alteran. Mi tío lo nota.-Te estás volviendo torpe —dice una mañana. He maltratado un libro-. ¿Crees que te traigo todos los días a la biblioteca para que me la estropees?
-No, tío.
-¿Qué? ¿Farfullas algo?
-No, señor.
Se humedece y frunce la boca, y me examina con mayor atención. Cuando vuelve a hablar, su tono me resulta extraño.
-¿Qué edad tienes? -dice. La pregunta me sorprende, y vacilo. El lo ve-. ¡No me vengas con timideces, señorita! ¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Te asombras. Me crees insensible al paso de los años porque soy un estudioso, ¿eh?
-Tengo diecisiete, tío.
-Diecisiete. Una edad difícil, si creemos lo que dicen nuestros libros.
-Sí, señor.
-Sí, Santana. Recuerda sólo que nuestra actividad no se ocupa de creencias, sino del estudio. Y recuerda también esto: no eres una chica tan mayor, ni yo soy un sabio tan viejo, como para que no pueda llamar a la señora Stiles y mandarle que te sujete mientras te propino una azotaina. ¿Eh? ¿Recordarás estas cosas? ¿Sí?
-Sí, señor -digo.
Sin embargo, ahora me parece que tengo que recordar demasiadas cosas. La cara y las articulaciones me duelen por el esfuerzo de adoptar expresiones y poses. Ya no puedo decir con certeza qué acciones -y hasta qué sentimientos- son auténticas y cuáles son impostadas. Noah sigue sin quitarme los ojos de encima. Yo evito su mirada. Es temerario, socarrón, amenazador: opto por no entenderle. Quizás soy débil, después de todo. Quizás, como creen él y mi tío, extraigo un placer del tormento. Lo es sin duda para mí, ahora, sentarme a recibir las lecciones, sentarme con Noah a la mesa de la cena, leerle por la noche de los libros de mi tío. También empieza a ser una tortura el tiempo que paso con Britt. Nuestra rutina se ha venido abajo. Sé demasiado bien que ella aguarda, igual que Noah: la siento vigilando, evaluando, incitándome. Peor aún, empieza a hablar en nombre de Noah: a decirme, sin rodeos, lo inteligente que es, lo amable, lo interesante.
-¿Tú crees, Britt? -le pregunto, mirándola a la cara; y ella aparta la vista, incómoda, pero siempre responde:
-Sí, señorita. Oh, sí, señorita. Todo el mundo lo piensa, ¿no cree?
Luego me adecenta -siempre me pone guapa y arreglada-, me suelta el pelo y lo peina, endereza costuras, arranca la pelusa de la tela de mis vestidos. Creo que lo hace tanto para calmarse ella como para calmarme a mí.
-Ya está -dice cuando ha terminado-. Así está mejor. —Ella está mejor, quiere decir-. Ahora tiene la frente lisa. ¡Qué arrugada estaba! No debe estarlo...
No debe estarlo a causa de Noah: oigo las palabras tácitas, la sangre se me revuelve; la cojo del brazo y se lo pellizco. -¡Oh!
No sé quién grita, si ella o yo: me contengo, nerviosa. Pero en el segundo en que tengo su piel entre mis dedos, siento en la mía una especie de alivio. Me estremezco horriblemente durante casi una hora.
-¡Oh, Dios! -digo, tapándome la cara-. ¡Tengo miedo de mi propia mente! ¿Crees que estoy loca? ¿Crees que soy mala, Britt?
-¿Mala? -responde ella, retorciéndose las manos. Y la veo pensando: ¿Una chica tan simple como tú? Me acuesta y se tiende con su brazo contra el mío, pero enseguida se queda dormida y se separa. Pienso en la casa en la que estoy acostada. Pienso en el cuarto más allá de la cama: sus rincones, sus superficies. Creo que no podré dormir si no los toco. Me levanto, hace frío, pero voy en silencio de una cosa a la otra: la repisa de la chimenea, el tocador, la alfombra, el ropero. Vuelvo donde Britt. Me gustaría tocarla para cerciorarme de su presencia. No me atrevo. Pero no puedo dejarla. Levanto las manos, las muevo y las mantengo un palmo, sólo un palmo, por encima de ella: de sus caderas, su pecho, su mano curvada, su pelo en la almohada, su cara, mientras duerme. Hago eso, quizás, tres noches seguidas. Luego sucede lo siguiente. Noah empieza a llevarnos hasta el río. Hace que Britt se siente lejos de mí, contra la batea volcada, y él, como siempre, se coloca a mi lado, fingiendo que me observa pintar. Pinto en el mismo espacio tantas veces que la cartulina comienza a levantarse y a desmigarse debajo de mi pincel, pero sigo pintando con tensión, y él se me acerca para susurrar, despreocupada pero ferozmente:
-Dios te maldiga, Santana, ¿cómo puedes estar tan tranquila y serena? ¿Oyes esa campanada? -El reloj de Briar suena con claridad allí, junto al agua-. Ha pasado otra hora que debería haber pasado en libertad. Pero tú nos retienes aquí...
-¿Puedes apartarte? -digo-. Me estás quitando la luz.
-Tú me quitas la mía, Santana. ¿Ves lo fácil que es eliminar esa sombra? Basta con dar un pasito. ¿Lo ves? ¿Quieres mirar? No quiere. Prefiere pintar. Esa... ¡Oh! ¡La voy a quemar con una cerilla!
Miro a Britt.
-Cállate, Noah.
Pero los días se tornan más calurosos, y al final llega uno tan bochornoso y sin aire que el calor la sofoca. Extiende la chaqueta en el suelo, se tumba encima, y ladea el sombrero para cubrirse los ojos. Por una vez, la tarde es silenciosa y casi agradable: sólo se oye a las ranas croando en los juncos, el golpeteo del agua, los trinos de pájaros, el paso de alguna que otra embarcación. Esparzo la pintura sobre la cartulina con pinceladas cada vez más finas, cada vez más lentas, y casi me adormilo. Noah se ríe, entonces, y mi mano da un brinco. Me vuelvo a mirarle. Se pone un dedo en los labios.
-Mira eso -dice en voz baja, y señala a Britt.
Sigue sentada delante de la barca volcada, pero tiene la cabeza caída contra la madera podrida, y las extremidades extendidas e inertes. De la comisura de la boca le asoma una brizna de hierba, oscura en la punta que ha estado mordiendo. Con los ojos cerrados, respira rítmicamente. Duerme como un leño. El sol le sesga la cara e ilumina la punta de su barbilla, sus pestañas, sus pecas ensombrecidas. Entre el borde de los guantes y los puños de su chaqueta hay dos franjas estrechas de piel rosada. Miro de nuevo a Noah -veo su mirada- y continúo pintando. Digo en voz baja:
-Se le va a quemar las mejillas. ¿Por qué no la despiertas?
-¿Quieres que la despierte? -Resopla-. Donde vive no están muy acostumbrados a la luz del sol. -Habla casi con afecto, pero se ríe mientras lo dice; luego añade, en un murmullo-: Tampoco en el sitio adonde va, creo. Pobre perra; que duerma. Ha estado dormida desde que la vi y la traje aquí, y no lo sabe.
No lo dice con fruición, sino como si la idea le pareciese interesante. Después se estira, bosteza, se pone en pie y estornuda. El buen tiempo le trastorna. Se aprieta los nudillos contra la nariz y se suena, estrepitosamente.
-Perdona -dice, sacando un pañuelo.
Britt no se despierta, sino que frunce el entrecejo y gira la cabeza. Le cuelga un poco el labio inferior. La brizna de hierba se le despega de la mejilla, pero conserva su curva y su punta. He levantado el pincel y dado una pincelada a la pintura que se desmenuza: ahora lo sostengo a unos centímetros de la cartulina y observo a Britt mientras duerme. Nada más que eso. Noah se suena otra vez, maldice por lo bajo el calor, la estación. Luego, como antes, supongo que se queda quieto. Supongo que me estudia. Supongo que del pincel gotea pintura, pues más tarde descubro manchas negras en mi vestido azul. Pero no me doy cuenta de que gotea: y quizás lo que me delata es esta inadvertencia. Ella o mi expresión. Britt frunce otra vez el ceño. La observo, un rato más largo. Al volverme me topo con la mirada de Noah.
-Oh, Santana -dice.
Es todo lo que dice. Pero en su cara veo, por fin, lo mucho que deseo a Britt. Por un momento no hacemos nada. Luego él avanza y me coge la muñeca. El pincel cae de mi mano.
-Vámonos, rápido -dice-. Vámonos, antes de que despierte.
Me lleva, a trompicones, a lo largo de la hilera de juncos. Caminamos en la dirección en que fluye el agua, rodeando el meandro del río y la tapia. Cuando nos detenemos, me pone las manos en los hombros y me sujeta fuerte.
-Oh, Santana -repite-. Y yo que me figuraba que te remordía la conciencia, o alguna otra flaqueza parecida. ¡Pero esto...!
He apartado la cara de la suya, pero le oigo reírse.
—No sonrías -digo, temblorosa-. No te rías.
-¿Reír? Deberías alegrarte de que no haga algo peor. Ya lo verás... ¡Lo sabrás, tú más que nadie..., los apetitos que esta clase de cuestiones se dice que despierta en los hombres! Gracias al cielo soy más un granuja que un caballero: nos regimos por códigos distintos. Por mí, puedes enamorarte y que te aspen... ¡No forcejees, Santana! -Yo he tratado de zafarme de sus manos. Me sujeta más fuerte y luego me deja distanciarme un poco, pero no me suelta la muñeca-. Ama y que te aspen -repite-. Pero no vas a privarme del dinero, dándonos largas como haces, retrasando el plan, nuestras esperanzas, tu brillante futuro. No, no ahora que sé la nimiedad por la que nos retienes. Ahora, que despierte... ¡Te prometo que es tan molesto para mí como para ti que te retuerzas así! Que despierte y nos busque. Que nos encuentre así. ¿No quieres venir a mí? Muy bien. Te tendré aquí para que ella crea que por fin somos amantes, y asunto concluido. No te muevas, ahora.
Se separa de mí y lanza un grito mudo. El sonido choca contra el aire espeso y lo infla, antes de apagarse.
—Ahora vendrá -dice.
Muevo los brazos.
-Me estás haciendo daño.
-Pórtate como una amante y seré de lo más suave. –Vuelve a sonreír-. Imagina que soy ella. ¡Ah! -Ahora he intentado pegarle-. ¿Quieres que te zurre?
Me aprieta con más fuerza, sin soltarme las manos pero bajándome el brazo con la presión del suyo. Es alto y fuerte. Junta los dedos en torno a mi cintura, como creo que hacen los dedos de los jóvenes en la cintura de sus enamoradas. Me debato contra la presión durante un rato: estamos enzarzados y sudando como dos luchadores en un ring. Aunque supongo que, desde cierta distancia, podría parecer que nos cimbrean movimientos de amor. Pero me resulta aburrido, y no tardo en sentir que empiezo a cansarme. El sol, arriba, sigue siendo ardiente. Las ranas siguen croando, el agua sigue lamiendo los juncos. Sin embargo, algo ha desinflado o desgarrado el día: noto que empieza a caer y asentarse cerca, a mi alrededor, en pliegues asfixiantes.
-Lo siento -digo, débilmente.
-No tienes por qué, ahora.
-Es sólo que...
-Tienes que ser fuerte. Te he visto serlo otras veces.
-Es sólo...
Pero es sólo ¿qué? ¿Cómo podría expresarlo? Sólo que ella estrechó mi cabeza contra mi pecho cuando yo desperté despavorida. Que un día me calentó los pies con su aliento. Que me limó un diente puntiagudo con un dedal de plata. Que me trajo sopa -sopa clara- en lugar de un huevo, y sonrió al ver cómo la bebía. Que tiene en un ojo una mota castaña más oscura. Que cree que soy buena... Noah observa mi cara.
-Escúchame, Santana -dice. Me sujeta firmemente. Yo me agito en sus brazos-. ¡Escucha! Si fuera cualquier otra chica. ¡Si fuera Agnes! ¿Eh? Pero ella es la chica a la que hay que engañar y privar de libertad. Es la chica que se llevarán los médicos, mientras nosotros miramos sin chistar. ¿Recuerdas nuestro plan?
Asiento.
—Pero...
—¿Qué?
-Empiezo a temer que, después de todo, no tengo corazón para esto...
-¿Y lo tienes, en cambio, para una ladronzuela? Oh, Santana. -Ahora en su voz bulle el desprecio—. ¿Has olvidado para qué ha venido aquí? ¿Crees que ella lo ha olvidado? ¿Crees que para ella eres algo más que eso? Has pasado demasiado tiempo entre los libros de tu tío. Las chicas se enamoran fácilmente en ellos. Por eso existen. Si se enamorasen así en la vida, no se habrían escrito esos libros.
Me mira fijamente.
-Se reiría en tu cara si lo supiese. -Pone una expresión taimada-. Se me reiría a la cara si se lo dijese...
-¡No se lo dirás! -digo, alzando la cabeza y atiesando el cuerpo. La idea me aterra-. Díselo y me quedo en Briar para siempre. Mi tío se enterará de cómo me has utilizado... Me da igual cómo me trate al saberlo.
-No se lo diré -responde lentamente- si haces lo que debes, sin más dilación. No se lo diré si la haces creer que me amas y que has accedido a casarte conmigo, y si así nuestra fuga se consuma, como prometiste.
Aparto la cara. Hay un nuevo silencio. Después, murmuro..., ¿qué otra cosa puedo murmurar?: «Sí.» El asiente y suspira. Sigue apretándome, y al cabo de un momento pega su boca a mi oído.
-Ahí viene -susurra-. Está rodeando la tapia. Quiere fisgar sin molestarnos. Hazle creer que eres mía...
Me besa la cabeza. El calor, la corpulencia, la presión de Noah, el aire pesado y sofocante del día, mi propia confusión me impelen a consentirlo, laxamente. Retira una mano de mi cintura y me levanta el brazo. Besa la tela de mi manga. Cuando siento su boca en mi muñeca, me asusto.
-Vamos, vamos -dice-. Pórtate bien un momento. Disculpa mis patillas. Imagina que mi boca es la suya.
Las palabras tocan húmedas mi piel. Me remanga un poco un guante, separa sus labios, me toca la palma con la punta de la lengua, y yo me estremezco de debilidad, de miedo, de asco..., de consternación, al saber que Britt nos observa, complacida, creyéndome de Noah. Él me ha mostrado quién soy. Me lleva a donde está Britt, regresamos a casa, ella coge mi capa, mis zapatos; tiene las mejillas rosas, al fin y al cabo: se planta enfurruñada ante el espejo, se pasa una mano, ligeramente, por la cara... No hace nada más, pero yo lo veo y el corazón me da un vuelco... Supongo que este abatimiento, o esta caída que encierra tanto pánico, tanta oscuridad, es miedo o locura. La veo darse media vuelta y estirarse, deambular sin rumbo por la habitación, hacer todos esos gestos despreocupados y espontáneos que tanto he codiciado, y durante tanto tiempo. ¿Es esto deseo? ¡Qué curioso que yo, precisamente, no lo sepa! Pero creí que el deseo era más pequeño, más nítido; supuse que estaba vinculado con sus propios órganos al igual que el gusto está asociado con la boca y la vista con el ojo. Este sentimiento me persigue y me habita, como una enfermedad. Me envuelve, como la piel. Creo que ella debe de verlo. Ahora que Noah lo ha nombrado, creo que tiene que ser algo distintivo; tiene que prestarme un color carmesí, así como la pintura marca los puntos al rojo vivo, los labios y los tajos y los miembros desnudos flagelados de los cuadros de mi tío. Esta noche temo desvestirme ante ella. Temo tenderme a su lado. Temo dormir, temo soñar con ella, temo girarme, en sueños, y tocarla... Pero, en definitiva, si intuye el cambio operado en mí, cree que he cambiado por causa de Noah. Si me siente temblar, si nota que el corazón me late rápido, piensa que tiemblo por él. Ella espera, sigue esperando. Al día siguiente la llevo paseando hasta la tumba de mi madre. Me siento a contemplar la lápida que debo mantener limpia y sin mácula. Me gustaría romperla con un martillo. Ojalá, como he deseado muchas veces, ojalá mi madre estuviese viva para poder matarla. Digo a Britt:
-¿Sabes cómo murió? ¡Murió al darme a luz!
Y me cuesta esfuerzo reprimir en mi voz un acento de triunfo. Ella no lo capta. Me mira y me echo a llorar, y en vez de decir algo para consolarme, cualquier cosa, lo único que dice es: «El señor Puckerman.» La miro con desprecio. Ella viene y me conduce a la puerta de la capilla; quizás, para que yo piense en el matrimonio. No se puede entrar porque la puerta está cerrada con llave. Ella aguarda a que yo hable. Por fin le digo lo que debo decirle:
-El señor Puckerman me ha pedido que me case con él, Britt.
Ella dice que se alegra. Y cuando vuelvo a llorar -esta vez lágrimas falsas, que enjugan las auténticas-, cuando me sofoco y retuerzo las manos y exclamo: «¡Oh! ¿Qué voy a hacer?», ella me toca, sostiene mi mirada y dice: «El la quiere.»
-¿Tú crees?
Dice que lo sabe. No se arredra. Dice:
-Tiene que guiarse por su corazón.
-No estoy segura -digo-. ¡Si por lo menos estuviera segura!
-¡Pero amarle y después perderle! -dice ella.
Noto hasta tal punto la atención con que me mira que desvío la vista. Britt me habla de sangre que palpita, de voces que emocionan, de sueños. Siento el beso de Noah en mi palma como una quemadura, y ella ve al instante, no que no le amo, sino cuánto he llegado a temerle y a odiarle. Se pone pálida.
-¿Qué piensa hacer? -dice en un susurro.
-¿Qué puedo hacer? -digo-. ¿Qué alternativa tengo?
Ella no responde. Se aparta de mí para mirar un momento a la puerta de la capilla, cerrada con barrotes. Yo miro la palidez de su mejilla, su mandíbula, la marca de la aguja en el lóbulo de su oreja. Cuando se vuelve, su expresión ha cambiado.
-Cásese con él -me dice-. El la quiere. Cásese con él y haga todo lo que le diga.
Ha venido a Briar a causar mi perdición, a engañarme, a hacerme daño. Mírala, me digo. ¡Mira qué delgada es, qué rubia e insignificante! ¡Una ladrona, una pequeña ratera...! Creo que me tragaré el deseo, como me he tragado la congoja y la cólera. ¿Voy a verme frustrada, frenada, reducida a mi pasado, privada de mi futuro... por ella? No, pienso, nada de eso. El día de nuestra fuga se aproxima. No. El mes se torna más caluroso, las noches más cortas. No, no...
-Eres cruel —dice Noah—. Creo que no me quieres como debieras. Creo -dice, y mira de soslayo, arteramente, a Britt-, creo que quieres a alguna otra persona...
A veces le veo mirar a Britt y creo que se lo ha dicho. A veces ella me mira de una forma tan extraña -o bien sus manos, al tocarme, parecen tan rígidas, tan nerviosas e inexpertas- que pienso que lo sabe. De vez en cuando no tengo más remedio que dejarles a solas, en mi habitación; él podría decírselo entonces. ¿Qué me dices de esto, Britt?¡Ella te quiere! ¿Quererme? ¿Como un ama quiere a su doncella? Como algunas amas quieren a sus doncellas, quizás. ¿No ha buscado triquiñuelas para tenerte a su lado? ¿He hecho yo tal cosa? ¿No ha fingido sueños agitados? ¿Es lo que he hecho?
¿No te ha obligado a besarla? Cuidado, Britt; si intenta besarte otra vez... ¿Se reiría ella, como él dijo que haría? ¿Se estremecería? Me parece que ahora se tiende en mi cama con mayor cautela, con las piernas y brazos recogidos. Me parece que a menudo es precavida y vigilante. Pero cuanto más lo pienso más la deseo, más crece y se agranda mi codicia. He despertado a una vida terrible; o acaso han cobrado vida las cosas que me rodean, sus colores son demasiado vivos, las superficies demasiado ásperas. Me asustan las sombras. Tengo la impresión de ver figuras que surgen de los dibujos desvaídos de las alfombras y colgaduras polvorientas, o que reptan por los techos y paredes, junto con las manchas lechosas de humedad. Hasta los libros de mi tío me parecen cambiados; y eso es aún peor, es lo peor de todo. Los consideraba muertos. Ahora las palabras -como las figuras en las paredes- se alzan, llenas de sentido. Me aturullo, tartamudeo. No sé por dónde iba. Mi tío chilla, coge de su escritorio un pisapapeles de latón y me lo tira. Esto me sosiega un rato. Pero una vez me hace leer de cierta obra... Noah me observa, con la mano encima de la boca y una expresión divertida en la cara. Pues el libro trata de todos los medios de que dispone una mujer para dar deleite a otra a falta de un hombre. Y apretó los labios contra él, y hasta dentro...
-¿Le gusta esto, Puckerman? -pregunta mi tío.
-Confieso que sí, señor.
—Bueno, y a muchos hombres, aunque me temo que no encaja mucho con mis gustos. Pero me alegra advertir su interés. Abordo este tema extensamente, por supuesto, en mi índice. Sigue leyendo, Santana. Sigue.
Sigo leyendo. Y a mi pesar -y a pesar de la mirada oscura y torturadora de Noah- siento que las rancias palabras me excitan. Me sonrojo y me avergüenzo. Me avergüenza pensar que lo que he creído que era el libro secreto de mi corazón esté impreso, después de todo, con tan mísera sustancia como ésta..., que ocupe su lugar en la colección de mi tío. Salgo del salón todas las noches y subo despacio la escalera, golpeando contra cada peldaño los dedos de mis pies calzados. Si los golpeo todos por igual, estaré a salvo. Después permanezco a oscuras. Cuando Britt viene a desvestirme, me propongo sufrir su contacto fríamente, como pienso que un maniquí de cera sufriría el contacto rápido e indiferente de un sastre. Sin embargo, hasta los miembros de cera ceden por fin al calor de las manos que los levantan y los colocan. Llega una noche en que, finalmente, me entrego a las de ella. He empezado a tener sueños indescriptibles, y a despertar, cada vez, en una confusión de ansia y miedo. A veces ella se mueve. Otras veces no. «Vuelva a dormir», me dice cuando se desvela. Algunas veces lo hago; otras veces no. A veces me levanto y deambulo por el cuarto; en ocasiones tomo gotas. Esta noche las tomo; después vuelvo a su lado, pero me sumo, no en una letargia, sino en más confusión. Pienso en los libros que he leído últimamente, para Noah y mi tío: rememoro ahora frases y fragmentos: apretó sus labios y su lengua... me coge la mano... cadera, labio y lengua... lo forzaron con un poco de esfuerzo... me cogieron los pechos... abrieron de par en par los labios de mi pequeño... los labios de su coñito... No logro silenciarlos. Casi los veo alzarse oscuramente de sus páginas blancas, juntarse, agolparse, combinarse. Me tapo la cara con la mano. No sé cuánto tiempo permanezco tumbada. Pero debo de hacer algún ruido o movimiento, pues cuando retiro la mano ella está despierta y me está mirando. Sé que me mira, aunque la cama está muy oscura.
-Duérmase -dice. Su voz es pastosa.
Noto mis piernas, muy desnudas dentro de mi camisón. Noto el vértice en que se juntan. Noto las palabras que todavía se agolpan. El calor de los miembros de Britt me llega como un picor a través de las fibras de la cama. Digo:
—Tengo miedo...
Entonces su respiración cambia. Su voz se vuelve más clara y bondadosa. Bosteza.
-¿Qué pasa? -dice. Se frota los ojos. Se aparta el pelo de la frente. ¡Si ella fuera cualquier otra! ¡Si fuera Agnes! Si fuera una chica de un libro...
Las chicas se enamoran fácilmente en ellos. Por eso existen. Cadera, labio y lengua...
-¿Crees que soy buena? -digo.
-¿Buena, señorita?
Lo cree. Antes me infundía seguridad que lo creyera. Ahora parece una trampa. Digo:
-Me gustaría..., me gustaría que me dijeras...
—¿Que le dijera qué, señorita?
Dímela. Dime una forma de salvarte. De salvarme a mí misma. La negrura en la habitación es absoluta. Cadera, labio... Las chicas se enamoran fácilmente en los libros.
-Me gustaría -digo-, me gustaría que me dijeras qué tiene qué hacer una esposa la noche de bodas...
Y al principio es fácil. Después de todo, así es como se hace en los libros del tío; dos chicas, una que sabe y la otra que ignora...
-Querrá besarla -dice ella-. Querrá abrazarla.
Es fácil. Recito mi parte y ella -tras incitarla un poco- dice la suya. Las palabras vuelven a hundirse en las páginas. Es fácil, es fácil... Entonces ella se levanta sobre mí y junta su boca con la mía. He sentido antes la presión de los labios secos e inmóviles de un caballero contra mi mano enguantada, mi mejilla. He padecido los besos húmedos e insinuantes de Noah en mi palma. Los labios de Britt son fríos, blandos, húmedos: no se acoplan perfectamente con los míos, pero enseguida cobran más calor, más humedad. Su pelo cae sobre mi cara. No la veo, sólo la siento, a ella y su sabor. Sabe a sueño, ligeramente agrio. Demasiado agrio. Separo los labios, para respirar o para tragar o para zafarme, pero al respirar o tragar o liberarme lo único que hago es atraerla hacia dentro de mi boca. Ella también despega los labios. La lengua surge entre ellos y toca la mía. Y en ese momento me estremezco o tiemblo. Pues es como si descubriera algo crudo, la irritación de una herida o un nervio. Ella percibe mi sobresalto y se separa, pero despacio, tan despacio y con tanta desgana que nuestras bocas parecen adherirse y, al separarse, parece que se rasgan. Britt se cierne sobre mí. Noto el latido veloz de un corazón y supongo que es el mío. Pero es el suyo. Respira deprisa. Ha empezado a temblar, muy levemente. Capto entonces la excitación, el asombro que ella me produce.
-¿Lo siente? -dice. Su voz suena extraña en las tinieblas-. ¿Lo siente?
Lo siento. Es como una caída, un descenso, un goteo, como arena que cae de una bombilla de cristal. Me muevo, y no estoy seca como arena. Estoy mojada. Fluyo como agua, como tinta. Empiezo a temblar, como ella.
-No se asuste -dice con una voz entrecortada. Vuelvo a moverme, pero ella también lo hace, se me acerca y mi piel da un brinco hacia ella. Está más temblorosa que antes. ¡Mi proximidad la hace temblar! Dice-: Piense más en el señor Puckerman. -Pienso en Noah, mirando. Ella repite-: No se asuste. Pero es ella la que parece asustada. Sigue teniendo la voz entrecortada. Me besa otra vez. Levanta la mano y noto las yemas de sus dedos aleteando sobre mi cara.
-¿Ve? -dice-. Es fácil, es fácil. Piense más en él. El querrá..., querrá tocarla.
-¿Tocarme?
-Sólo tocarla -dice. La mano que revolotea desciende un poco-. Sólo tocarla. Así. Así.
Cuando me levanta el camisón e introduce la mano entre mis piernas, las dos nos quedamos quietas. Cuando su mano vuelve a moverse, sus dedos ya no aletean: están húmedos y se deslizan y, al deslizarse, como sus labios cuando los frota contra los míos, se aceleran y me dibujan, me extraen de la oscuridad, de mis formas naturales. Antes creía que la deseaba. Ahora empiezo a sentir un deseo tan grande, tan intenso, que temo que no se saciará nunca. Creo que irá creciendo y que va a enloquecerme o a matarme. Pero su mano se mueve lentamente. Susurra: «¡Qué suave es! ¡Qué cálida! Quiero...» La mano se mueve aún más despacio. Empieza a apretar. Contengo la respiración. Ella entonces vacila, y luego aprieta más. Por fin presiona tanto que noto que mi carne cede y la siento dentro. Creo que grito. Ahora no titubea, sin embargo, sino que se acerca y pone sus caderas alrededor de mi muslo; vuelve a apretar. ¡Es tan ligera!... Pero su cadera es afilada, su mano es roma, Britt se inclina, empuja, mueve las caderas y la mano como siguiendo un compás, un ritmo, una pulsación que se acelera. Ella llega. Llega tan lejos que alcanza mi vida, mi corazón estremecido: pronto me parece que no estoy en ningún sitio más que en los puntos en que su piel toca la mía. Y entonces, «¡Oh, ahí!», dice. «Justo ahí! ¡Oh, ahí!», me estoy rompiendo, me estoy haciendo pedazos, explotando en su mano. Ella se echa a llorar. Sus lágrimas caen en mi cara. Pasa la boca por ellas. Mi perla, dice, entretanto. Se le quiebra la voz. Mi perla. No sé cuánto tiempo pasamos tumbadas. Está hundida a mi lado, su cara contra mi pelo. Retira lentamente sus dedos. Tengo el muslo mojado donde ella se ha inclinado y movido sobre mí. Las plumas del colchón han cedido debajo de nuestro peso, y la cama es alta y caliente. Ella retira la manta. Todavía es noche cerrada, la alcoba está oscura. Todavía respiramos rápido, el corazón nos late con fuerza, más rápido y más fuerte, me parece, en el silencio que se espesa; y la cama, la habitación -¡la casa!- parece llena del eco de nuestras voces, nuestros susurros y gritos. No veo a Britt. Pero al cabo de un momento ella encuentra mi mano y me la aprieta fuerte; después se la lleva a la boca, me besa los dedos, pone mi palma debajo de su mejilla. Noto el peso y la forma de sus huesos faciales. La siento parpadear. No habla. Cierra los ojos. Su cara me pesa. Se estremece, una vez. Su cuerpo desprende calor como un aroma. Extiendo la mano, subo la manta y envuelvo a Britt, con suavidad, en ella. Todo ha cambiado, me digo. Creo que antes de esto estaba muerta. Ahora ella me ha despertado a la vida que me bulle dentro; ha separado mis pliegues y me ha abierto. Todo ha cambiado. Todavía la siento dentro de mí. Aún la siento moviéndose encima de mi muslo. La imagino despertando y encontrando mi mirada. Pienso: «Se lo diré. Le diré: “Pensaba engañarte. Ahora ya no puedo. Era el plan de Noah. Podemos apropiárnoslo”.» Podemos hacerlo, pienso; o si no, abandonarlo por completo. Sólo necesito huir de Briar: ella puede ayudarme, es una ladrona y es inteligente. Podemos huir en secreto a Londres y agenciarnos dinero por nuestra propia cuenta... Así calculo y planeo mientras ella duerme con la cara encima de mi mano. El corazón vuelve a latirme fuerte. Me inunda, como si fueran colores o luz, una visión de la vida que llevaremos juntas. Luego me quedo dormida. Y supongo que durmiendo he debido de separarme de Britt -o ella de mí-, y que ella se despierta y se levanta, pues cuando abro los ojos se ha ido y la cama está fría. La oigo en su cuarto, salpicando agua. Me incorporo de la almohada y tengo el camisón escotado hasta el pecho: ella ha desatado las cintas en la oscuridad. Muevo las piernas. Aún estoy mojada, mojada por el deslizamiento y la presión de su mano. Mi perla, ha dicho. Britt viene y me mira. El corazón me da un brinco. Ella mira a otro lado. Al principio pienso que sólo está violenta. Que se siente tímida y cohibida. Se mueve sigilosamente por el cuarto,'' saca mis enaguas y mi vestido. Me levanto para que ella me lave y me vista. Ahora dirá algo, pienso. Pero no lo hace. Y me parece que le da un escalofrío cuando ve el cerco rosa en mi pecho, la marca que ha dejado su boca, y la humedad en mi entrepierna. Sólo entonces empiezo a tener miedo. Me lleva ante el espejo. Le miro la cara. Su reflejo tiene un aire raro, torcido, alterado. Me prende alfileres en el pelo, pero mantiene los ojos todo el tiempo fijos en sus manos inseguras. Está avergonzada. Así que hablo yo.
-He dormido muy profundamente, ¿verdad? -digo en voz muy baja.
Ella parpadea.
-Sí -responde-. Sin sueños.
-Sólo he soñado una cosa -digo-. Pero era... un sueño dulce. Creo..., creo que aparecías tú, Britt...
Ella se sonroja, veo su rubor creciente y siento de nuevo la presión de su boca contra la mía, la atracción de nuestros besos ardientes e imperfectos, el empuje de su mano. Pensaba engañarla. Ahora ya no puedo. «No soy como piensas», le diré. «Crees que soy buena. No lo soy. Pero contigo podría intentar serlo. El plan era de él. Podemos apropiárnoslo...»
-¿En su sueño? -dice por fin, separándose un poco-. No creo, señorita. Yo no. Sería el señor Puckerman. ¡Mire! Ahí está. Ya casi ha terminado el cigarrillo. Se marchará... -Titubea un segundo, pero después prosigue-: Se marchará, si tarda.
Estoy un momento aturdida, como si su mano me hubiera golpeado; luego me levanto de la silla, voy a la ventana, exánime, y veo a Noah andar, fumar un cigarro, apartarse de la frente el mechón caído. Pero me quedo plantada ante el espejo, hasta mucho después de que él haya abandonado el césped para ir a ver a mi tío. Me vería la cara si el día fuese lo bastante oscuro; la veo, de todos modos: mis mejillas hundidas y mis labios excesivamente gruesos y rosados, más que nunca, ahora, debido a la presión de la boca de Britt. Me acuerdo de mi tío —«Te he untado de veneno el labio, Santana»— y de Barbara, que se sobresalta. Me acuerdo de la señora Stiles, restregándome la lengua con un jabón de espliego y luego limpiándose las manos a conciencia en el delantal. Todo ha cambiado. Nada ha cambiado en absoluto. Britt ha abierto mi carne, pero volverá a cerrarse y quedará sellada, cicatrizada, endurecida. La oigo entrar en la sala; la veo sentarse, taparse la cara. Espero, pero no me mira; creo que nunca volverá a mirarme con franqueza. Yo quería salvarla. Ahora veo claramente lo que ocurrirá si lo hago, si me desentiendo del plan de Noah. Se irá de Briar con ella. ¿Para qué iba a quedarse? Ella se irá y yo me quedaré con mi tío, con los libros, con la señora Stiles y con alguna chica nueva y dócil a quien magullar... Pienso en mi vida: en los minutos, las horas, los días que la han compuesto; en los minutos, las horas y los días que se extienden por delante, todavía por vivir. Pienso en cómo serán, sin Noah, sin dinero, sin Londres, sin libertad. Sin Britt. Y, como ven, es el amor -no el desprecio ni la maldad, sólo el amor- el que, después de todo, me induce a hacerle daño.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Sí en definitiva Santana es una idiota! pensé que cambiaría de opinión pero aparecer no será así.
Qué pasará con Britt?
Qué pasará con Britt?
Linda23**** - Mensajes : 185
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Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Linda23 escribió:Sí en definitiva Santana es una idiota! pensé que cambiaría de opinión pero aparecer no será así.
Qué pasará con Britt?
Es dificil... San sabe que Britt está alli para encerrarla en un manicomio... se enamora, hace el amor con ella, y Britt no dice nada... como si no hubiera pasado nada... Ha tenido una infancia dificil, desea salir de su carcel...
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 28
Como estaba planeado, partimos el último día de abril. La estancia de Noah ha concluido. Los grabados de mi tío ya están montados y encuadernados; me lleva a verlos, como si fuera un regalo.-Un buen trabajo -dice-. ¿No te parece, Santana? ¿Eh?
-Sí, señor.
-¿Estás mirando?
-Sí, tío.
-Sí. Un buen trabajo. Creo que debemos invitar a Hawtrey y Huss. Les diré que vengan... ¿la semana que viene? ¿Qué te parece? ¿Lo celebramos?
No contesto. Estoy pensando en el comedor, el salón y en mí, en algún otro lugar en penumbra, lejos. Se dirige a Noah.
-Puckerman -dice-, ¿le gustaría volver como invitado, en compañía de Hawtrey?
Noah se inclina, parece apenado.
-Me temo, señor, que estaré ocupado en otro sitio.
-Lástima. ¿Has oído, Santana? Una verdadera lástima...
Corre el cerrojo de su puerta. Way y Charles recorren la galería con el equipaje de Noah. Charles se frota los ojos con la manga. «¡Muévete de una vez!», dice brutalmente Way, pateando el suelo. Charles alza la cabeza, nos ve salir de la habitación de mi tío -ve a mi tío, supongo- y, presa de una especie de convulsión, huye corriendo. Mi tío también se estremece.
-¿Ve usted, Puckerman, los tormentos a los que estoy expuesto? ¡Señor Way, espero que atrape a ese chico y le dé unos azotes!
-Lo haré, señor -dice Way.
Noah me mira y sonríe. No le devuelvo la sonrisa. Y cuando me coge de la mano en la escalera, mis dedos se revuelven nerviosos contra los suyos.
-Adiós -dice. Yo no digo nada. Se dirige a mi tío-: Señor López. ¡Adiós, señor!
-Un hombre guapo -dice mi tío, cuando el coche se ha perdido de vista-. ¿Eh, Santana? Qué, ¿no dices nada? ¿No te gustará volver a nuestras actividades solitarias?
Entramos en la casa. Way cierra la puerta dilatada y el vestíbulo se llena de penumbra. Subo la escalera al lado de mi tío, como cuando era niña y la subía con la señora Stiles. ¿Cuántas veces la habré subido desde entonces? ¿Cuántas veces mi talón ha hollado este punto y aquel otro? ¿Cuántas pantuflas, cuántos vestidos estrechos, cuántos guantes he usado o gastado? ¿Cuántas palabras voluptuosas he leído en silencio? ¿Cuántas he pronunciado para un auditorio de caballeros? La escalera, las pantuflas y los guantes, las palabras y los caballeros se quedarán, aunque yo me fugue. ¿Se quedarán? Pienso de nuevo en las habitaciones de la casa de mi tío: el comedor y el salón, la biblioteca. Pienso en la pequeña medialuna que una vez divisé en la pintura que cubre las ventanas de la biblioteca. Trato de imaginarla, a ciegas. Recuerdo una vez en que desperté y vi cómo mi habitación parecía replegarse en la oscuridad y pensé: ¡No escaparé nunca! Ahora sé que lo haré. Pero también creo que Briar me perseguirá. O que yo la frecuentaré mientras vivo una vida mediocre y parcial más allá de sus muros. Pienso en el fantasma que voy a ser: un fantasma monótono y pulcro, que camina para siempre con calzado de suela blanda, por una casa rota, hacia el dibujo de las alfombras antiguas. Pero quizás, en definitiva, ya soy un fantasma. Porque voy donde Britt y me muestra los vestidos y la ropa interior que proyecta llevar, las joyas que se dispone a abrillantar y las maletas que va a llenar, pero lo hace sin mirarme a la cara, y yo la observo sin decir nada. Me fijo más en sus manos que en los objetos que recogen; noto el soplo de su aliento, veo los movimientos de sus labios, pero sus palabras se van de mi memoria en cuanto las ha dicho. Al final no tiene nada más que mostrarme. Sólo nos queda esperar. Almorzamos. Damos un paseo hasta la tumba de mi madre. Miro la lápida y no siento nada. El día es templado y húmedo: nuestro calzado, mientras caminamos, pisa rocío de la tierra verde que germina y los vestidos le nos manchan de barro. He capitulado ante el plan de Noah como en su día capitulé ante mi tío. La intriga, la fuga, ahora parecen en marcha, no tanto por obra de mi voluntad como por la suya. No tengo voluntad. Me siento a cenar, como, leo; vuelvo a reunirme con Britt y le dejo que me vista como le plazca, tomo vino cuando me lo ofrece, me asomo a la ventana junto a ella. Se desplaza inquieta, sobre un pie y el otro.
-Mire la luna -dice en voz baja-, ¡cómo brilla! Mire esas sombras en la hierba. ¿Qué hora es? ¿No son las once todavía? Pensar que el señor Puckerman está en alguna parte cerca del agua ahora...
Sólo hay una cosa que quiero hacer antes de irme: un acto terrible, cuya visión ha presidido, para espolearme y consolarme, todas mis furias corrosivas, las noches oscuras e intranquilas de mi vida en Briar; y voy a hacerlo ahora que se acerca la hora de nuestra huida, ahora que la casa se queda callada y quieta, sin sospechar nada. Britt sale a supervisar el equipaje. La oigo desatando hebillas. Es lo que yo esperaba. Salgo a hurtadillas de la habitación. Conozco el camino, no necesito una lámpara y me encubre mi vestido oscuro. Llego a lo alto de la escalera, cruzo rápidamente las alfombras rotas por la luz de luna que las ventanas tienden sobre el suelo. Me detengo y escucho. Silencio. Entonces me adentro en el corredor que está enfrente del mío, por un camino gemelo del que sale de mis habitaciones. En la primera puerta hago otro alto y escucho de nuevo, para cerciorarme de que todo está en calma dentro. Es la puerta de los aposentos de mi tío. Nunca he entrado ahí. Pero, como presumo, la manilla y los goznes están bien engrasados y giran sin hacer ruido. La alfombra es gruesa y convierte en un susurro mis pisadas. Su sala está aún más oscura y parece más pequeña que la mía: tiene colgaduras en las paredes y más vitrinas de libros. No las miro. Voy a la puerta de su vestidor y pego el oído a la madera; empuño la manija y la giro. Un palmo, dos, tres. Contengo la respiración, con la mano en el pecho. Ningún ruido. Empujo la puerta un poco más y me paro a escuchar de nuevo. Si él se mueve, me iré por donde he venido. ¿Se mueve? Durante un segundo no se oye nada. Aguardo aún, insegura. Por fin oigo el sonido regular y tenue de su respiración. Tiene las cortinas de la cama echadas pero hay una luz encima de la mesilla, como en mi cuarto; lo cual me resulta curioso, porque nunca hubiera imaginado que la oscuridad le intranquiliza. Pero la luz débil me ayuda. Sin moverme de mi sitio junto a la puerta, miro a mi alrededor y por fin veo las dos cosas que he venido a llevarme. En su tocador, junto a la jarra de agua, su leontina y, encima, la llave de la biblioteca, envuelta con un terciopelo desvaído; y su navaja. Avanzo rápidamente y me apodero de ellas: la cadena se desenrosca suavemente, la noto deslizarse por mi guante. ¡Si se cayera...! No se cae. La llave oscila como un péndulo. La navaja es más pesada de lo que suponía, la hoja no tiene puesto el cierre y por una esquina asoma su filo. La extraigo un poco más y la pongo a la luz: tiene que estar afilada para mi propósito. Creo que bastará con este filo. Levanto la cabeza. Me veo en el espejo que hay sobre la repisa de la chimenea, destacando de las sombras del cuarto; veo mis manos: en una, la llave, en la otra, una cuchilla. Podrían tomarme por la chica de una alegoría, Abuso de confianza. Detrás de mí, las cortinas de la cama de mi tío no cierran del todo. En el resquicio que dejan entre ellas, un rayo de luz -tan tenue que apenas es una luz, sino una disminución de la penumbra- le alumbra la cara. Nunca le he visto dormir. Su forma parece menuda, como la de un niño. Tiene la manta subida hasta la barbilla, lisa, tirante. Sus labios exhalan el aliento a soplos. Está soñando -sueños en negrita, quizás, o en tafilete, cicero, becerro-. Está contando lomos. Sus gafas descansan plegadas, como cruzadas de brazos, en la mesa que hay al lado de su cabeza. Debajo de las pestañas de uno de sus ojos hay una línea de humedad reluciente. La navaja se calienta en mi mano... Pero no es esa clase de episodio. Todavía no. Le observo dormir durante casi un minuto y luego le dejo. Vuelvo como he venido, con cuidado y sigilo. Voy a la escalera y de allí a la biblioteca, y en cuanto estoy dentro cierro con llave y enciendo una lámpara. Ahora el corazón me late más deprisa. Me azoran el miedo y la expectativa. Pero el tiempo vuela y no puedo esperar. Cruzo hasta las estanterías de mi tío y abro con la llave el cristal de las vitrinas. Empiezo por La cortina rasgada, el primer libro que él me dio: lo cojo, lo abro y lo deposito encima del escritorio. Levanto la navaja, la agarro fuerte y le quito el seguro. La hoja está dura, pero sale entera. Su cometido es cortar, al fin y al cabo. Aun así, es difícil -dificílisimo, casi soy incapaz- aplicar el metal por vez primera al papel limpio y desnudo. Temo casi que el libro grite y me delate. Pero no grita. Suspira, más bien, como anhelante de su propia laceración y, al oír esto, mis cortes son cada vez más veloces y certeros. Cuando vuelvo, Britt está en la ventana y se retuerce las manos. La medianoche ha sonado. Ella pensaba que me había perdido. Pero está tan aliviada que no me reprende.
-Tome la capa -dice-. Átesela, rápido. Coja su maleta. Ésa no, que pesa demasiado para usted. Ahora vámonos. -Cree que estoy nerviosa. Me pone un dedo en la boca. Dice-: Tranquila.
Me coge de la mano y me conduce a través de la casa. Camina como un ladrón, sigilosa. Me indica el camino. Ignora que acabo de estar mirando, callada como una sombra, cómo duerme mi tío. Pero recorremos la ruta de los sirvientes, y los pasillos y escaleras desnudos me son desconocidos, como toda esa parte de la casa. No me suelta la mano hasta que llegamos a la puerta del sótano. Allí deja su maleta en el suelo para untar de grasa la llave y los cerrojos y poder abrirlos. Capta mi mirada y me guiña un ojo, como un chico. El corazón me duele en el pecho. La puerta se abre y Britt me interna en la noche; el parque está distinto, la casa se me hace extraña, ya que, por supuesto, nunca la he visto a esas horas, sólo me he asomado a mi ventana. Si ahora estuviese allí, ¿me vería a mí misma corriendo, arrastrada por la mano de Britt? ¿Me vería tan desteñida de color y densidad como el césped, los árboles, las piedras y las cepas de hiedra? Titubeo un segundo, me vuelvo a mirar el cristal, totalmente convencida de que, si aguardo, me veré la cara. Luego miro a las otras ventanas. ¿Nadie se despertará y saldrá a gritarme que vuelva? Nadie despierta, nadie me llama. Britt me tira otra vez de la mano, y yo me giro y la sigo. Tengo la llave de la verja del muro: cuando la franqueamos y la he cerrado de nuevo, tiro la llave entre los juncos. El cielo está despejado. Aguardamos calladas en la sombra: dos Tisbes esperando a Píramo. La luna transforma al río en mitad plata y mitad negro profundo. Él está en la zona negra. La barca tiene la línea de flotación baja sobre el agua: es una embarcación de casco oscuro, estrecha, de proa elevada. La barca oscura de mis sueños. La observo llegar, noto la mano de Britt en la mía; la suelto, cojo el cabo que él lanza, le dejo, sin resistirme, que me guíe hasta mi asiento. Britt llega hasta mí tambaleándose, perdido todo equilibrio. Él empuja la barca con un remo contra la orilla y, cuando Britt se sienta, viramos y la corriente nos impulsa. Nadie habla. Nadie se mueve, salvo Noah, que rema. Nos deslizamos suavemente, en silencio, hacia nuestros respectivos oscuros infiernos. ¿Qué pasa después? Sé que la travesía por el río transcurre sin percances: que me habría gustado quedarme en la barca, pero que me obligan a desembarcar y a montar en un caballo. En cualquier otro momento, el caballo me habría asustado; pero dejo que me transporte inerte sobre él; creo que no me importaría que me tirase si quisiera. Recuerdo la iglesia de pedernal, los tallos de lunaria, mis guantes blancos; mi mano, que destapan y luego pasan de unos dedos ajenos a otros, y a la que luego lastima la inserción de un anillo. Me obligan a decir unas palabras que ahora he olvidado. Recuerdo al clérigo, con una casulla manchada de gris. No recuerdo su cara. Sé que Noah me besa. Recuerdo un libro, que empuño una pluma, que escribo mi nombre. No me acuerdo del regreso de la iglesia: lo siguiente que recuerdo es una habitación, que Britt me desata el vestido y después una almohada áspera contra mi mejilla; una manta, aún más burda; y mi llanto. Tengo la mano desnuda y en ella, todavía, el anillo. Los dedos de Britt se desprenden de los míos.
-Ahora es otra persona -dice, y yo vuelvo la cara.
Cuando vuelvo a mirar, ella se ha ido. En su lugar está Noah. Permanece un segundo delante de la puerta, con sus ojos en los míos; luego exhala aire y se tapa la boca con el reverso de la mano, para ahogar la risa.
-Oh, Santana -dice en voz baja, moviendo la cabeza. Se limpia la barba y los labios-. Nuestra noche de bodas -dice, y se ríe otra vez.
Le miro sin decir nada, con la manta subida hasta la altura del pecho. Ahora estoy serena. Estoy totalmente despierta. Cuando Noah se calla, oigo la casa, detrás de él: la escalera se expande, percibe la presión de su pie. Un ratón, un pájaro, se mueve en el espacio por encima de las vigas. Son sonidos insólitos. Mi cara debe de traslucir este pensamiento.
-Se te hace raro esto -dice, acercándose más-. No te preocupes. Pronto estarás en Londres. Allí hay más vida. Piensa en eso. -No digo nada-. ¿No quieres hablar? ¿Eh, Santana? Vamos, ahora no seas melindrosa conmigo. ¡Nuestra noche de bodas, Santana!
Se ha colocado a mi lado. Levanta la mano, coge la cabecera encima de mi almohada y la sacude con fuerza, hasta que las patas de la cama dan bandazos y rechinan contra el
suelo.
Cierro los ojos. El temblor continúa un momento; luego la cama vuelve a estar inmóvil. Pero él mantiene el brazo encima de mí, y noto que me mira. Presiento su mole; me parece ver la negrura de Noah a través incluso de mis párpados. Intuyo que él cambia. El ratón o el pájaro todavía bulle en el techo del cuarto, y creo que él inclina hacia atrás la cabeza para descubrirlos. La casa recobra su silencio y él me escudriña de nuevo. Y entonces su aliento me llega a la mejilla, presuroso. Me ha soplado en la cara. Abro los ojos.
-Eh -dice suavemente. Su expresión es extraña-. No me digas que tienes miedo. -Traga saliva. Retira lentamente el brazo de la cabecera. Me asusto, creyendo que va a pegarme. Pero no lo hace. Su mirada recorre mi cara y se posa en el hoyo de mi garganta. Lo mira fascinado—. Qué rápido te late el corazón -susurra. Baja la mano, como si quisiera comprobar con el dedo la circulación de mi sangre.
-Tócalo -digo-. Tócalo y muere. Tengo veneno dentro.
Su mano se detiene a un palmo de mi garganta. Sostengo su mirada sin pestañear. El se endereza. Su boca da un tirón y luego se curva en una mueca de desprecio.
-¿Has creído que te deseaba? -dice-. ¿Lo has creído?
Casi sisea sus palabras, porque, naturalmente, no puede hablar muy alto, por si Britt le oye. Se aleja, agitado, y se alisa el pelo por detrás de las orejas. Hay una maleta en su camino y le asesta un puntapié.
-Maldita sea -dice. Se quita la chaqueta, se tira del gemelo de un puño, empieza a dar tirones frenéticos a una de sus mangas-. ¿Tienes que mirarme así? -dice, y se descubre el brazo-. ¿No te he dicho ya que estás a salvo? Si crees que estoy más contento que tú de haberme casado... -Vuelve a la cama-. Pero tengo que fingir que estoy contento -dice, malhumorado-. Y esto forma parte de lo que en el matrimonio se considera una alegría. ¿Lo habías olvidado?
Ha bajado la manta hasta la altura de mis caderas, poniendo al descubierto la sábana que cubre el colchón.
-Hazme sitio -dice, y obedezco. Se sienta y, torpemente, se gira. Se mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca algo. Una navaja.
La veo y pienso al instante en la de mi tío. Fue, sin embargo, en otra vida distinta donde recorrí furtivamente la casa dormida y corté páginas de los libros. Ahora veo cómo Noah mete la uña en la ranura de la navaja y extrae la hoja. Está manchada de negro. La mira con aversión y luego se la apoya contra el brazo. Pero lo hace indeciso, temeroso al notar el contacto del metal. Baja la navaja.
-Maldita sea -repite. Se aplasta las patillas, el pelo. Me mira-. No mires como una idiota. ¿No tienes sangre dentro para ahorrarme el dolor? ¿No tienes uno de esos... períodos que las mujeres sufren? -Yo no respondo. El tuerce la boca-. Bueno, es muy propio de ti. Debería haber pensado que, si no tienes más remedio que sangrar, podrías aprovecharlo para algo; pero no...
-¿Pretendes insultarme de todas las maneras posibles? -digo.
—Cállate -responde. Seguimos hablando en susurros-. Es por el bien de los dos. No te veo ofreciendo tu brazo al cuchillo. -De inmediato lo hago. El lo rechaza.- No, no –dice- Lo haré dentro de un momento. -Aspira aire. Hunde la hoja un poco más hondo en el brazo, la descansa en una de las fisuras que hay en la base de su palma, donde la piel no es velluda. Hace otra pausa, inspira más aire; da un tajo rápido- ¡Santo Dios! –dice con una mueca. Del corte salta un poco de sangre; parece oscura a la luz de la vela, sobre el promontorio blanco de su mano. Deja que caiga en la cama. No hay demasiada. Prensa con el pulgar la piel de su muñeca y de su palma, y la sangre cae más rápido. No me mira. Al cabo de un momento, sin embargo, dice en voz baja:
-¿Crees que bastará?
Le examino la cara.
-¿Tú no lo sabes?
-No, no lo sé.
-Pero...
-¿Pero qué? -Parpadea—. Te refieres a Agnes, supongo. No la halagues. Hay más maneras que ésa de deshonrar a una chica virtuosa. Deberías saberlo.
La sangre sigue fluyendo débilmente. El maldice. Pienso en Agnes, mostrándome su boca roja e hinchada. Aparto la vista de Noah, como asqueada.
-Vamos, Santana -dice-, dímelo antes de que me desmaye. Tienes que haber leído sobre estas cosas. Seguro que tu tío tiene una reseña al respecto en su maldito índice, ¿no? ¿Santana?
Vuelvo a mirar, a disgusto, las gotas de sangre que se esparcen, y asiento. Como gesto final, deposita el puño encima y las extiende. Después mira la herida con el ceño fruncido. Tiene la cara pálida. Hace una mueca.
-Cuánto puede marear a un hombre ver derramarse un poco de su sangre -dice-. Qué monstruos tenéis que ser las mujeres para soportarlo un mes tras otro. No es de extrañar que seáis propensas a la locura. ¿Ves cómo se separa la piel? –Me enseña la mano-. Creo que he hecho un corte demasiado profundo. Ha sido por tu culpa, por provocarme. ¿Tienes brandy? Creo que me repondría con un poco de brandy.
Ha sacado un pañuelo y lo aprieta contra el brazo.
-No tengo brandy -digo.
-No tienes. ¿Qué tienes, entonces? ¿Algún bebedizo? Venga, te veo en la cara que tienes algo. -Mira a su alrededor-. ¿Dónde lo guardas?
Vacilo, pero ahora que lo ha mencionado, el deseo de unas gotas empieza a abrirse camino en mi pecho y mis miembros.
-En mi bolsa de cuero -digo. El me trae el frasco, quita el tapón, acerca la nariz y hace una mueca de asco-. Tráeme un vaso, también -digo. Encuentra una copa y añade un poco de agua polvorienta.
-Así no, para mí -dice, mientras yo vierto la medicina-. Así está bien para ti. Yo lo quiero más rápido.
Me coge el frasco, destapa la herida, vierte una sola gota en la carne abierta. Escuece. Hace un gesto de dolor. Chupa el líquido que desborda del corte. Suspira, con los ojos entornados, y observa cómo yo bebo entonces, tirito, me recuesto en la almohada, con la copa en el pecho. Al final sonríe. Se ríe.
-La pareja de moda en su noche de bodas -dice-. Escribirían artículos sobre nosotros en los periódicos de Londres.
Tirito otra vez y me subo la manta más arriba; la sábana cae, tapando las manchas de sangre. Alargo la mano en busca del frasco. El lo coge antes y lo pone fuera de mi alcance.
-No, no -dice-. No, mientras te muestres tan hostil. Esta noche me lo quedo yo. -Se lo guarda en el bolsillo y estoy demasiado cansada para disputárselo. Se levanta y bosteza, se limpia la cara, se frota los ojos-. ¡Qué cansado estoy! -dice-. Son más de las tres, ¿sabes?
No digo nada, y él se encoge de hombros. Pero se queda al pie de la cama, mirando indeciso el lugar a mi lado; luego ve mi cara y finge estremecerse.
-De todos modos, no me extrañaría despertar con tus dedos clavados en mi garganta. No, no voy a arriesgarme.
Se dirige al fuego, se humedece con la lengua el pulgar y el índice y apaga la vela. Después se acurruca sentado en la butaca y se sirve de la chaqueta como manta. Jura, quizás durante un minuto, por el frío, la postura, las aristas del sillón. Pero se duerme antes que yo. Y cuando está dormido me levanto, voy rápidamente a la ventana, descorro la cortina. La luna resplandece todavía y no quiero estar en la cama a oscuras. Pero, en definitiva, cada superficie que absorbe la luz de plata me es ajena; y cuando estiro la mano para tocar con los dedos una marca que hay en la pared, la marca y la pared, al recibir mi contacto, me resultan todavía más extrañas. Mi capa, mi vestido y mi ropa interior están guardados en el ropero. Mis maletas están cerradas. Busco y rebusco algo mío, y sólo veo, por fin, mis zapatos, a la sombra del lavamanos. Voy hacia ellos, me agacho y pongo mi mano encima. Retrocedo y me incorporo a medias; los toco de nuevo. Luego me acuesto y aguzo el oído para captar los sonidos a los que estoy acostumbrada: campanas y gruñidos de palancas. Sólo se oyen ruidos sin sentido: las tablas que crujen, el pájaro o el ratón que se remueven. Echo hacia atrás la cabeza y miro la pared de detrás. Al otro lado está Britt. Creo que la oiría si se moviera en la cama, si dijese mi nombre. Hiciera el ruido que hiciese, estoy segura de que lo captaría. No hace el menor ruido. Noah se mueve en la butaca. La luz de la luna se filtra por el suelo. Un rato después, me duermo. Me duermo y sueño con Briar. Pero los pasillos de la casa no son como los recuerdo. Llego tarde donde mi tío, me he perdido.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Sin Comentarios.
ME ENCANTA, ME ENGANCHE CÓMO DIJISTE.
ME ENCANTA, ME ENGANCHE CÓMO DIJISTE.
Linda23**** - Mensajes : 185
Fecha de inscripción : 08/12/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Esto es un libro? o son varios?
Linda23**** - Mensajes : 185
Fecha de inscripción : 08/12/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Y a pesar de los sentimientos (que claramente tiene más claro San que Britt), siguen con sus planes??
Noah granuja de m****....
Sigue plis :)
Noah granuja de m****....
Sigue plis :)
Tat-Tat******* - Mensajes : 469
Fecha de inscripción : 06/07/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
hola!!!
despues de unos dias lejos d este foro
he vuelto ya termine con mis examens
asi q aaa comentar woooo
como avanzo todo
y puck es un maestro es dar vuelta las cosas a favor de el
teniendo engañada a britt y a san con la fantasia de un mañana mejor
es un bastardo puck !!
espero que actualizes pronto y que estes bien saludos!!!!!!!!!
despues de unos dias lejos d este foro
he vuelto ya termine con mis examens
asi q aaa comentar woooo
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y puck es un maestro es dar vuelta las cosas a favor de el
teniendo engañada a britt y a san con la fantasia de un mañana mejor
es un bastardo puck !!
espero que actualizes pronto y que estes bien saludos!!!!!!!!!
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Actualiza por favor!!!!
Saludos
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Linda23 escribió:Sin Comentarios.
ME ENCANTA, ME ENGANCHE CÓMO DIJISTE.
Es que está muy bien
Linda23 escribió:Esto es un libro? o son varios?
Es solo un libro, pero dentro del mismo libro tiene tres partes
Tat-Tat escribió:Y a pesar de los sentimientos (que claramente tiene más claro San que Britt), siguen con sus planes??
Noah granuja de m****....
Sigue plis :)
Las cosas son complicadas o ellas la complican xD
Puck es... tu lo dijiste un granuja
raxel_vale escribió:hola!!!
despues de unos dias lejos d este foro
he vuelto ya termine con mis examens
asi q aaa comentar woooo
como avanzo todo
y puck es un maestro es dar vuelta las cosas a favor de el
teniendo engañada a britt y a san con la fantasia de un mañana mejor
es un bastardo puck !!
espero que actualizes pronto y que estes bien saludos!!!!!!!!!
Hola!!
Que tal te salieron los exámenes?
monica.santander escribió:Actualiza por favor!!!!
Saludos
Aqui lo tienes ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 29
En lo sucesivo, Britt viene todas las mañanas a lavarme, a vestirme, a traerme la comida y a retirar mi plato intacto; pero, como en los últimos días en Briar, nunca me mira a los ojos. El cuarto es pequeño. Se sienta a mi lado, pero rara vez hablamos. Ella cose. Yo juego a las cartas: el dos de corazones, con la marca que le hizo mi tacón, es rugoso al tacto de mis dedos desnudos. Noah pasa todo el día fuera de la habitación. Por la noche maldice. Maldice las sucias alamedas campestres que le ensucian las botas. Maldice mi silencio, mi extrañeza. Maldice la espera. Por encima de todo, maldice la butaca angulosa.
-Mírame el hombro -dice-. ¿Lo ves? Se me está desencajando, ya casi se me ha salido. Dentro de una semana estaré deforme. Y no hablemos de arrugas. -Se alisa los pantalones, furioso-. A fin de cuentas, debería haber traído a Charles. A este paso, cuando llegue a Londres voy a ser el hazmerreír en la calle.
Londres, pienso. La palabra no me dice nada. Sale a caballo, algún que otro día, en busca de noticias de mi tío. Fuma tanto que la mancha de su índice chamuscado se extiende al dedo contiguo. De vez en cuando me deja tomar una dosis de mi pócima; pero el frasco sigue en su poder.
-Muy bien -dice, mirando cómo bebo-. Ya no falta mucho. Caray, ¡qué delgada y pálida estás!
Y Britt, cada hora que pasa, se vuelve más fina y lustrosa.
-Mañana ponle tu mejor vestido -dice Noah.
Así lo hago. Haré cualquier cosa ahora para poner fin a nuestra larga espera. Fingiré miedo, nerviosismo, llanto, mientras él se inclina para acariciarme o regañarme. Finjo sin mirar a Britt, o bien mirándola de reojo, desesperadamente, para ver si se sonroja o parece avergonzada. Nunca lo está. Sus manos, que recuerdo resbalando sobre mí, presionando, girando, abriéndome; sus manos, cuando me tocan ahora, son totalmente inánimes y blancas. Su cara es hermética. No hace más que esperar, como nosotros, la llegada de los médicos. Esperamos... no sé cuánto tiempo. Dos o tres semanas. Por fin, «Vienen mañana», me dice una noche Noah; y a la mañana siguiente:
-Vienen hoy. ¿Te acuerdas?
He despertado de unos sueños horribles.
-No puedo verles -digo-. Mándales de vuelta. Que vengan otro día.
-No seas caprichosa, Santana.
El se está vistiendo, se cierra el cuello, se anuda la corbata. Su abrigo está bien doblado sobre la cama.
-¡No quiero verles! -digo.
-Les verás -responde-, porque al verles se acabará este asunto. Aborreces este sitio. Es el momento de irse.
-Estoy nerviosísima.
El no responde. Se gira, para peinarse. Me agacho y cojo su abrigo, encuentro el bolsillo, el frasco de gotas, pero él me ve, se precipita hacia mí y me lo arrebata de la mano.
-Oh, no -dice-. ¡No voy a permitir que estés medio drogada, ni arriesgarme a que te propases en la dosis y lo estropees todo! Oh, no. Tienes que estar perfectamente despejada.
Se guarda el frasco en el bolsillo. Hago otro intento de cogerlo, y él me esquiva.
-Dámelo -digo-. Dámelo. Noah. Sólo una gota, te lo juro.
Los labios se me saltan mientras pronuncio estas palabras. Él mueve la cabeza, cepilla la tela del abrigo para borrar la huella de mis dedos.
-Todavía no -dice-. Pórtate bien. Gánatelo.
-¡No puedo! No estaré serena sin una dosis.
-Trata de estarlo, por mí. Por nosotros, Santana.
-¡Maldito!
-Sí, sí, maldícenos, maldícenos a todos.
Suspira; luego sigue cepillando la pelusa. Cuando desisto, al cabo de un rato, me mira a los ojos.
-¿A qué viene esa rabieta, eh? -dice con un tono casi afable-. ¿Estás más tranquila ahora? Muy bien. ¿Sabes lo que tienes que hacer cuando te vean? Que Britt te arregle lo mínimo.
Muestra recato. Llora si quieres, un poco. ¿Seguro que sabes lo que tienes que decir? Estoy segura, a mi pesar, pues lo hemos planeado muchas veces. Aguardo, y luego asiento.
-Por supuesto -dice. Da una palmada al frasco dentro de su bolsillo-. Piensa en Londres -dice-. Hay boticarios en todas las esquinas.
Mi boca tiembla de desprecio.
-¿Crees que en Londres seguiré necesitando el medicamento?
Mis palabras suenan débiles, incluso para mi oído. Gira la cabeza sin decir nada, quizás reprimiendo una sonrisa. Coge su navaja, se coloca junto al fuego y se limpia las uñas; de cuando en cuando sacude la hoja, maniáticamente, para lanzar a las llamas esquirlas de mugre. Primero les lleva a hablar con Britt. Naturalmente, suponen que es su mujer, que se ha vuelto loca y se cree una criada, habla como tal y ocupa el cuarto de una doncella. Oigo el crujido de los peldaños y las tablas del suelo bajo las botas de los recién llegados. Oigo sus voces -bajas, monótonas-, pero no sus palabras. No oigo en absoluto la voz de Britt. Les espero sentada en la cama, y cuando llegan me levanto y hago una reverencia.
—Brittany -dice Noah en voz baja-. La doncella de mi esposa.
Ellos asienten. No digo nada aún. Pero pienso que mi expresión debe de ser rara. Les veo estudiarme. Noah también mira. Luego se acerca.
-Una chica fiel -dice a los médicos-. Tristemente, su fortaleza ha sido puesta a prueba durante estas dos semanas. -Me hace caminar desde la cama a la butaca y me coloca a la luz de la ventana-. Siéntate aquí —dice suavemente-, en el sillón de tu ama. Ahora tranquilízate. Estos caballeros sólo quieren hacerte una serie de preguntas nimias. Tienes que responderles con franqueza.
Me aprieta la mano. Creo que lo hace para tranquilizarme o advertirme; noto que sus dedos se cierran en torno a uno mío. Llevo puesto todavía el anillo de boda. Me lo extrae y se lo guarda escondido en la palma.
-Muy bien -dice uno de los médicos, más satisfecho ahora. El otro toma notas en una libreta. Veo que pasa una página y, de repente, siento un ansia de papel-. Muy bien. Hemos visto a su ama. Hace bien en preocuparse por su consuelo y salud porque, lamento decírselo, tememos que está enferma. Muy enferma, en realidad. ¿Sabe que cree que su nombre es el suyo, que su historia se parece a la de usted? ¿Lo sabe?
Noah observa.
-Sí, señor -digo en un susurro.
-¿Y usted se llama Brittany Pierce?
—Sí, señor.
-¿Y era la doncella de la señora Puckerman, de soltera la señorita López, en la casa de su tío, en Briar, antes de su matrimonio?
Asiento.
-¿Y, antes de eso, dónde trabajaba? ¿Con una familia apellidada Dunraven, en la supuesta dirección de Whelk Street, en Mayfair?
-No, señor. Nunca he oído ese apellido. Todo eso es invención de la señora Puckerman.
Hablo como hablaría una criada. Y nombro, a regañadientes, otra casa y otra familia, una familia conocida de Noah, en la que podemos confiar para que ratifique nuestra historia si los médicos quieren hablar con ella. Pero no creemos que lo hagan. El médico asiente de nuevo.
-Y la señora Puckerman -dice-. Usted habla de «invención». ¿Cuándo empezaron esas invenciones?
Trago saliva.
-La señora Puckerman parecía rara muchas veces -digo con calma-. Los criados de Briar dirán que no estaba del todo en sus cabales. Creo que su madre estaba loca, señor.
-Vale, vale -me interrumpe Noah, apaciguador-. Los médicos no quieren saber los cotilleos de criados. Di sólo lo que hayas observado.
-Sí, señor -digo. Miro al suelo. Los tablones tienen raspaduras, hay astillas que se alzan de la madera, gruesas como agujas.
-Y el matrimonio de la señora Puckerman -dice el médico-, ¿cómo la ha afectado?
-Ha sido eso, señor, lo que la ha cambiado -digo-. Antes de casarse, parecía que quería al señor Puckerman, y todo el mundo en Briar pensaba que si él la cuidaba -capto la mirada de Noah-, ¡y la cuidaba tan bien, señor!, todos pensábamos que ella se repondría. Pero desde la noche de bodas ha empezado a portarse de una forma muy extraña...
El médico mira a su colega.
-¿Ve lo bien que esto encaja con la versión de la señora Puckerman? ¡Es sumamente notable! Es como si, sintiendo que su vida es un fardo, quisiera pasárselo a otra persona más capaz de sobrellevarlo. ¡Se ha convertido a sí misma en una ficción! -Ahora se dirige a mí-. Una ficción, en verdad -dice, pensativo-. Dígame, señorita Pierce, ¿le interesan los libros a su ama? ¿Le gusta leer?
Busco la mirada de Noah, porque noto que la garganta se me cierra, astillada como los tablones del suelo. No puedo contestar. Noah habla por mí.
-Mi esposa -dice- ha sido educada para una vida literaria. Su tío, que la ha criado, es un hombre consagrado a la búsqueda del conocimiento, y se ocupó de su instrucción como lo habría hecho con la de un hijo. La primera pasión de la señora Puckerman fueron los libros.
-¡Ahí está el quid! -dice el médico-. No dudo de que su tío sea un caballero admirable. Pero la excesiva exposición de las chicas a la literatura..., la fundación de universidades para mujeres.. -Tiene la frente perlada de sudor-. Estamos creando un país de mujeres cultivadas. Temo decirle que la dolencia de su esposa forma parte de un malaise más amplio. Puedo decirle ahora, señor Puckerman, que temo por el futuro de nuestra especie. ¿Y dice que su brote más reciente de demencia ocurrió la noche de bodas? ¿Podría ser... -baja la voz de un modo significativo, e intercambia una mirada con el médico que escribe- más explícito? -Se da unos golpecitos en el labio-. Ya he visto cómo rehuía mi contacto cuando le he tomado el pulso en la muñeca. También he notado que no lleva alianza.
Noah se reanima al oír estas palabras, y finge que saca algo del bolsillo. Dicen que la fortuna ayuda a los granujas.
-Aquí está -dice, gravemente, sacando el anillo amarillo-. Ella se la quitó, maldiciendo. Porque ahora habla como una criada, y no le importa soltar palabrotas. ¡A saber dónde las habrá aprendido! -Se muerde el labio-. Podrá imaginarse, señor, el efecto que me produce oírlas. -Se cubre los ojos con la mano y se sienta pesadamente en la cama; luego se levanta, como horrorizado-. ¡Esta cama! -dice con voz ronca-. Creí que sería nuestro lecho nupcial. ¡Pensar que mi esposa prefiere el cuarto de una criada, un jergón de paja! -Se estremece. ¡Ya basta!, pienso. Es suficiente. Pero es un hombre prendado de su propia bellaquería.
-Un caso triste -dice el médico-, Pero puede estar seguro de que trataremos a su esposa para liberarla de su anomalía...
-¿Anomalía? —dice Noah. Vuelve a estremecerse. Su expresión es extraña-. Ah, señor, no lo sabe todo. Hay algo más.
Esperaba no tener que decírselo. Ahora creo que no puedo ocultárselo.
-¿Sí? -dice el médico. El otro hace una pausa, con el lápiz en alto.
Noah se humedece la boca, y de repente sé lo que va a decir y me apresuro a girar la cabeza hacia él. El lo advierte. Se me adelanta y habla.
-Brittany -dice-, es normal que te avergüences de tu ama. Pero tú no tienes de qué avergonzarte. No tienes ninguna culpa. No hiciste nada para suscitar o alentar las burdas atenciones que mi esposa, en su locura, intentó prodigarte...
Se muerde la mano. Los médicos lo miran fijamente y luego se vuelven hacia mí.
-Señorita Pierce -dice el primero, acercándose-, ¿es cierto eso?
Pienso en Britt. Pienso en ella no como estará ahora, en el cuarto de al lado, satisfecha de haberme traicionado, contenta de suponer que falta poco para volver a casa, a la oscura cueva de ladrones en Londres. Pienso en ella frotándose sobre mí, con el cabello suelto. Mi perla.
-¿Señorita Pierce?
He empezado a llorar.
-No hay duda -dice Noah, que se me acerca y me pone una mano pesada en el hombro-, no hay duda de que estas lágrimas hablan por sí mismas. ¿Debemos decir el nombre de la infeliz pasión? ¿Tenemos que obligar a la señorita Pierce a repetir las palabras, las posturas arteras... las caricias... de que le ha hecho objeto mi esposa enajenada? ¿No somos caballeros?
-Desde luego -dice presuroso el médico, retrocediendo-. Desde luego. Señorita Pierce, su congoja es elocuente. Ya no tiene que temer por su seguridad. No tiene que preocuparse por la de su ama. Su cuidado pronto será de nuestra incumbencia, no de la suya. La atenderemos y curaremos de todos sus males. Señor Puckerman, ¿comprende usted que en un caso como éste... el tratamiento podría ser largo...?
Se levantan. Han traído papeles, y buscan una superficie donde apoyarlos. Noah retira del tocador cepillos y alfileres, y ellos los dejan encima y después firman: un papel cada uno. No les veo hacerlo, pero oigo el chirrido de la pluma. Les oigo moverse juntos, estrecharse la mano. La escalera retumba cuando bajan. Permanezco en mi sitio junto a la ventana. Noah les despide en el camino de entrada, cuando suben al coche. Regresa. Cierra la puerta. Se me acerca y me lanza al regazo el anillo de boda. Se frota las manos y casi da un brinco.
-Eres un demonio —digo con voz serena, enjugándome las lágrimas de las mejillas.
El resopla. Se coloca detrás de mi silla y me pone las manos en la cabeza, una a cada lado de la cara; la ladea hasta que nuestras miradas se encuentran.
-Mírame -dice- y dime, sinceramente, que no me admiras.
-Te odio.
-Te odias a ti misma, entonces. Tú y yo somos parecidos. Más de lo que piensas. ¿Crees que el mundo debería amarnos por las taras que nos obstruyen las fibras del corazón? El mundo nos desprecia. ¡Gracias a Dios que lo hace! Nunca se ha sacado provecho del amor; del desprecio, por el contrario, se pueden obtener riquezas, como el agua sucia que se escurre con un paño. Sabes que es cierto. Eres como yo. Te lo repito: si me odias, te odias a ti misma.
Sus manos, sobre mi cara, al menos están calientes. Cierro los ojos.
-Me odio -digo.
Britt viene de su habitación y llama a nuestra puerta. Sin cambiar de postura, Noah le dice que entre.
-Mira a tu ama -dice, cuando ella está dentro, con una voz totalmente distinta-. ¿No crees que le brillan un poco más los ojos...?
Al día siguiente partimos hacia el manicomio. Ella viene a vestirme, por última vez.
-Gracias, Britt -digo con la suavidad de otro tiempo, cada vez que me abrocha un botón o me ata un lazo. Todavía llevo puesto el vestido con que abandoné Briar, que está manchado de barro y de agua del río. Ella lleva mi vestido de seda, de seda azul, que confiere un tono crema a la blancura de su garganta y sus muñecas, y realza el color rubio de su pelo y sus ojos. Ha embellecido. Se mueve por la habitación, recogiendo mi ropa interior, mis cepillos y alfileres, y guardándolos con cuidado en las maletas. Hay dos: una destinada a Londres, la otra al manicomio; ella supone que la primera es para ella y la segunda para mí. Es duro ver cómo elige la ropa, ver cómo frunce el ceño mirando unas enaguas, un par de medias o de zapatos, saber lo que está pensando. Esto sobra y basta para locas y médicos. Esto otro debería llevárselo ella, por si las noches son frías. Esto y aquello (el frasco de gotas, mis guantes) debe quedárselos. Cuando se va, los cojo y los meto en el fondo de la otra valija. Y hay otra cosa que guardo con ellos y que ella no sabe que conservo: el dedal de plata del costurero de Briar, con el que me limó el diente puntiagudo. El coche llega antes de lo que yo pensaba. «Gracias a Dios», dice Noah. Lleva puesto el sombrero. El es demasiado alto para esta casa baja y torcida: cuando salimos fuera, se yergue en toda su estatura. He pasado tanto tiempo recluida en mi cuarto que la luz del día me parece inmensa. Camino enlazada del brazo con Britt, y en la puerta del coche, cuando debo soltarlo -¡soltarlo para siempre!-, creo que vacilo.
-Vamos, vamos -dice Noah, separando mi mano de la de ella-. No hay tiempo para sentimientos.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
holaaa!!!
si he salido bien gracias x preguntar
wooo ya estamos llegando a la parte q encierran a britt aaaaahhh estoo es mas cool cada capitulo q avanza
saludos!!
si he salido bien gracias x preguntar
wooo ya estamos llegando a la parte q encierran a britt aaaaahhh estoo es mas cool cada capitulo q avanza
saludos!!
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
holaaa!!!
si he salido bien gracias x preguntar
wooo ya estamos llegando a la parte q encierran a britt aaaaahhh estoo es mas cool cada capitulo q avanza
saludos!!
si he salido bien gracias x preguntar
wooo ya estamos llegando a la parte q encierran a britt aaaaahhh estoo es mas cool cada capitulo q avanza
saludos!!
raxel_vale****** - Mensajes : 377
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Edad : 34
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Hola :) poniendome al dia con tu fic ke te puedo decir me mega encanta, solo se ke sufrire mas delante x mi linda Britt :(. Hasta pronto
Invitado- Invitado
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Pobre Britt lo que le espera!! Esta historia me tiene muy intrigada!!
Espero que actualices pronto, saludos
Espero que actualices pronto, saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
raxel_vale escribió:holaaa!!!
si he salido bien gracias x preguntar
wooo ya estamos llegando a la parte q encierran a britt aaaaahhh estoo es mas cool cada capitulo q avanza
saludos!!
Hola!!
Me alegro que te salieran bien. Sí, el siguiente cap es cuando encierran a Britt
Nos vemos ;)
yaadiizbear12 escribió:Hola :) poniendome al dia con tu fic ke te puedo decir me mega encanta, solo se ke sufrire mas delante x mi linda Britt :(. Hasta pronto
Hola!!
Bueno, va siendo hora de sufrir un poco...
Nos vemos ;)
monica.santander escribió:Pobre Britt lo que le espera!! Esta historia me tiene muy intrigada!!
Espero que actualices pronto, saludos
Aquí esta el siguiente cap, donde llegáis hasta donde ya sabéis, a partir de ahora las cosas que pasan después de que las chicas estén separadas...
Nos vemos ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 30
Partimos. Siento que es algo más que un galope de caballos y ruedas que giran. Es como desandar mi primer viaje, con la señora Stiles, del manicomio a Briar: pego la cara a la ventanilla cuando el carruaje reduce la marcha, y casi espero ver la casa y las madres de las que me han arrancado. Sé que aún debería acordarme de ellas. Pero aquella casa era grande. Ésta es más pequeña y más apacible. Sólo tiene habitaciones para mujeres. La otra se asentaba sobre tierra desnuda. Ésta tiene un arriate de flores al lado de la puerta: flores altas, con puntas como púas. Me recuesto en mi asiento. Noah capta mi mirada.
-No tengas miedo -dice.
Después se la llevan. Él la pone en sus manos y se sitúa delante de mí ante la puerta, mirando fuera.
-Esperen -la oigo decir-. ¿Qué están haciendo? -Y a continuación-: ¡Caballeros! ¡Caballeros!
Una palabra extraña y formal. Los médicos le hablan en tono apaciguador hasta que ella empieza a jurar, y entonces sus voces se hacen más ásperas. El suelo del coche se ladea, la entrada se levanta y veo a Britt: las manos de los dos hombres le sujetan los brazos, y una enfermera la agarra de la cintura. La capa se le desliza de los hombros, lleva el sombrero caído hacia un lado, los alfileres le rasgan el pelo. Tiene la cara colorada y blanca. Su expresión es ya frenética. Sus ojos están clavados en los míos. Yo estoy sentada como una piedra, hasta que Noah me coge del brazo y me aprieta fuerte la muñeca.
-Habla, maldita -susurra.
Yo entono, mecánicamente:
-¡Oh! ¡Mi pobre ama!
Sus ojos celestes, abiertos como platos. Su pelo deshecho.
-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, se me parte el corazón!
El grito parece resonar dentro del coche, incluso después de que Noah haya cerrado la portezuela y el cochero a fustigado al caballo para que dé media vuelta. No hablamos. Al lado de la cabeza de Noah hay una ventanilla de cristal lechoso, en forma de rombo, y por un momento vuelvo a ver a Britt: forcejea todavía, levanta el brazo para señalar o alcanzar algo... Luego la carretera forma una pendiente. Aparecen árboles. Me quito la alianza y la tiro al suelo. Encuentro en mi maleta un par de guantes y me los calzo. Noah observa mis manos temblorosas.
-Bueno... -dice.
-No me hables -digo, escupiendo casi las palabras-. Si me hablas te mato.
El parpadea e intenta sonreír. Pero su boca se mueve extrañamente y tiene la cara totalmente blanca por debajo de la barba. Se cruza de brazos. Cambia de postura en su asiento. Cruza y descruza las piernas. Por último saca un cigarro y una cerilla del bolsillo y trata de bajar la ventanilla del coche. No puede. Sus manos húmedas se humedecen aún más y al final resbalan sobre el cristal. «¡Maldita sea!», grita. Se levanta, se tambalea, da golpes en el techo para que el cochero detenga el caballo, y luego rebusca la llave. No hemos recorrido más que unos tres kilómetros, pero se apea de un salto y da unos pasos, tose. Se lleva la mano muchas veces al mechón de pelo rebelde que le cae sobre la frente. Le observo.
-Cómo te pareces a un maleante ahora -digo cuando vuelve a sentarse.
-¡Cómo te pareces tú a una dama! -responde con sorna.
Luego aparta la cara, descansa la cabeza en el almohadón, que se bambolea, y, con los párpados tirantes, finge que duerme. Mis ojos se mantienen abiertos. Miro a través del rombo de cristal el camino que hemos recorrido: una carretera roja y sinuosa, cubierta por una polvareda, como un reguero de sangre que se me escapa del corazón. Parte del viaje lo hacemos en el coche del manicomio, pero después tenemos que abandonarlo y seguir en tren. Nunca he viajado en un tren. Lo aguardamos en una estación rural. Lo aguardamos en una posada, porque Noah teme todavía que mi tío haya enviado hombres a buscarnos. Hace que el posadero nos hospede en una habitación privada y que nos traiga té y pan con mantequilla. No miro a la bandeja. El té se enfría y se vuelve marrón, el pan se curva. Noah, delante del fuego, entrechoca las monedas que tiene en el bolsillo y estalla:
-Maldita seas, ¿crees que me sirven la comida gratis? –Se come él el pan con mantequilla-. Espero ver pronto mi dinero —dice—. Dios sabe que lo necesito, después de estar tres meses contigo y con tu tío, haciendo lo que él llama una tarea de caballero, y ganando un sueldo que a duras penas sufraga los gastos básicos. ¿Dónde está ese maldito maletero? Me pregunto cuánto pretenderán timarnos por los billetes.
Por fin aparece un chico para transportar nuestras maletas. Desde el andén del tren contemplamos las vías. Relucen, como lustradas. Al cabo de un rato empiezan a ronronear y luego zumban, de un modo desagradable, como los nervios de un diente que se cae. El zumbido se transforma en chillido. El tren llega lanzado sobre los raíles, con un penacho de humo en la cabeza y abriendo sus numerosas puertas. Un velo me cubre la cara. Noah tiende una moneda al jefe de tren y le dice, con desparpajo: «¿Se ocupará de que mi esposa y yo viajemos hasta Londres con la mayor intimidad?» El jefe dice que sí, y cuando Noah se sienta en el vagón, enfrente de mí, está más enfadado que nunca.
-¡Que tenga que pagar a un tipo para que me tome por un lascivo y tenga que sentarme castamente al lado de mi mujer virgen! Permíteme que te diga ahora que llevo una cuenta separada de los gastos de este viaje, para cobrarte tu parte.
No digo nada. El tren ha vibrado, como si lo golpearan con martillos, y ahora empieza a rodar sobre las vías. Noto su velocidad creciente y me agarro a la correa de cuero colgante hasta que mi mano enguantada se me entumece y se ampolla. Así proseguimos viaje. Tengo la impresión de que debemos atravesar largas distancias. Comprenderán que mi sentido de la distancia y el espacio es bastante peculiar. Paramos en un pueblo de casas de ladrillo rojo y después en otro muy similar, y luego en un tercero algo más grande. En todas las estaciones hay lo que me parece un tropel de gente que clama para embarcar, hay el ruido sordo y la sacudida de puertas que se cierran. Tengo miedo de que la multitud sobrecargue el tren; de que lo vuelque, incluso. Pienso que merezco morir aplastada en un descarrilamiento; y casi confío en que lo vuelquen. No lo hacen. La locomotora se embala poco a poco, luego reduce la velocidad y de nuevo hay calles y campanarios, más de los que nunca he visto; más casas, y entre ellas un tráfico constante de ganado y vehículos y gente. ¡Londres!, pienso, y el corazón me da un vuelco. Pero Noah me observa mientras miro, y su sonrisa es desagradable: «Tu hogar natural», dice. Al parar en la estación veo su nombre: MAIDENHEAD. Aunque hemos viajado tan rápido no hemos recorrido más de treinta kilómetros, y todavía nos faltan otros treinta. Me acerco mucho al cristal, sin dejar de agarrarme a la correa, pero la estación está llena de hombres y mujeres —éstas en grupos y aquéllos caminando ociosos-, y me atemorizan. El tren no tarda en emitir un silbido, arma toda su corpulencia y cobra de nuevo estrepitosa vida. Dejamos las calles de Maidenhead. Atravesamos arboledas. Más allá se extienden parques y casas, algunas tan grandes como la de mi tío, otras más. Hay, diseminadas, casas de campo con pocilgas, jardines con palos partidos para cultivar judías y tendederos de ropa. Cuando están llenos, la colada cuelga de ventanas, de árboles, de arbustos, de sillas y entre las varas de carros rotos: en todas partes hay ropa tendida, fláccida y amarilla. Observo todo esto, sin cambiar de postura. Mira, Santana, me digo. Aquí está tu futuro. Aquí está tu libertad, que se despliega como un rollo de tela... Me pregunto si Britt estará muy ofendida. Me pregunto como será el lugar en que la han internado. Noah trata de traspasar mi velo con la mirada.
-¿No estarás llorando, verdad? -dice-. Vamos, no sigas afligiéndote por eso.
—No me mires -digo.
-¿Preferirías estar en Briar, con los libros? Sabes que no. Sabes que tú lo has querido. Pronto olvidarás la manera en que lo has conseguido. Créeme, yo conozco estas cosas. Lo único que necesitas es paciencia. Los dos tenemos que tenerla ahora. Tenemos que pasar muchas semanas juntos hasta que la fortuna sea nuestra. Lamento haberte hablado con rudeza antes. Vamos, Santana. Pronto estaremos en Londres. Te aseguro que allí las cosas te parecerán distintas...
No contesto. Por fin, con una maldición, desiste. El día se está oscureciendo; o, mejor dicho, se oscurece el cielo a medida que nos acercamos a la ciudad. Hay vetas de hollín sobre el cristal. El paisaje se vuelve poco a poco más sórdido. A las casas campestres empiezan a suplantarlas viviendas de madera, algunas con las ventanas y los suelos rotos. Los jardines ceden el paso a parcelas de maleza, y pronto a las malas hierbas las sustituyen zanjas, y a las zanjas canales oscuros, lóbregos eriales, montículos de piedras, suciedad o cenizas. Aun así, hasta las cenizas, pienso, forman parte de tu libertad..., y noto que, a mi pesar, nace en mí una especie de emoción. Pero después esta excitación se convierte en inquietud. Siempre he creído que Londres, al igual que una casa en un parque, es un lugar rodeado de muros: he imaginado que se erige recto, limpio y sólido. No he supuesto que se desparramara tan desigualmente por pueblos y barriadas. Lo había creído completo: pero ahora que lo veo hay extensiones de tierra mojada y roja, y trincheras abiertas; ahora aparecen casas a medio construir e iglesias inacabadas, con ventanas sin cristales, tejados sin pizarras y palos sobresalientes de madera, desnudos como huesos. Ahora hay tantos manchones en el cristal que parecen defectos en la tela de mi velo. El tren empieza a ascender. La sensación no me gusta. Empezamos a cruzar calles, calles grises, negras, ¡tantas calles monótonas que pienso que nunca seré capaz de distinguirlas! ¡Qué caos de puertas y ventanas, de tejados y chimeneas, de caballos y coches, hombres y mujeres! ¡Qué amasijo de anuncios y rótulos chillones!: persianas venecianas - ATAÚDES DE PLOMO - SEBO DE ACEITE - RETALES DE ALGODÓN. Palabras, por todas partes. Palabras de dos metros de altura. Palabras que gritan y braman: CUERO Y AFILADO - SE VENDE TIENDA - CUPÉS Y CALESAS - TINTES DE PAPEL – TOTALMENTE FINANCIADO - ¡SE ALQUILA! ¡SE ALQUILA! – POR SUSCRIPCIÓN VOLUNTARIA. Hay palabras por toda la faz de Londres. Las veo y me tapo los ojos. Cuando vuelvo a mirar nos hemos hundido: paredes de ladrillo, recubiertas de una gruesa capa de hollín, se han alzado a ambos lados del tren y envuelven el vagón en una penumbra. Después aparece un gran, enorme techo abovedado de cristal empañado, hacia el que se elevan humaredas de vapor y pájaros revoloteando. Con un estruendo aterrador, el tren se detiene. Se oye el chirrido de otras locomotoras, ruidos de puertas, el desembarco apremiante -tal me parece- de más de mil personas.
-Terminal de Paddington -dice Noah-. Vamos.
Aquí se mueve y habla más deprisa. Está cambiado. No me mira; ojalá lo hiciese ahora. Busca a un maletero. Nos colocamos en una fila de gente -conozco la palabra: una cola- y esperamos un carruaje: un coche de alquiler, también conozco este término por los libros de mi tío. En estos vehículos está permitido besarse; pueden tomarse las libertades que uno quiera con un amante; se le puede pedir al cochero que rodee Regent’s Parle. Conozco Londres: es una ciudad de oportunidades cumplidas. No conozco este sitio de alboroto y bullicio. Está lleno de designios que no comprendo. La uniformidad, la repetición incontable de ladrillos, casas, calles, personas; de ropas, facciones y expresiones, me aturden y me agotan. Me pongo al lado de Noah y le cojo del brazo. ¡Si me dejase aquí...! Suena un silbato y hombres de traje oscuro –hombres corrientes, señores pasan corriendo por delante de nosotros. Por fin subimos a un coche y salimos brincando de la terminal a calles congestionadas y sucias. Noah me nota tensa.
-¿Te sobresaltan las calles? Me temo que tendremos que atravesar algunas peores -dice-. ¿Qué esperabas? Esto es la ciudad, donde hombres respetables viven codo a codo con la miseria. No te preocupes. No hagas caso. Vamos a tu nuevo hogar.
-A nuestra casa —digo. Pienso: Allí, con las puertas y ventanas cerradas, me calmaré. Me daré un baño, descansaré, dormiré.
-A nuestra casa -responde, y me mira un momento, antes de estirar la mano delante de mí-. Si la vista te molesta... -dice, y baja la persiana.
Y una vez más nos columpia el balanceo de un coche, en una especie de luz crepuscular, pero ahora nos circunda todo el fragor de Londres. No veo nada cuando rodeamos el parque. No veo nada del itinerario que sigue el cochero: quizás no lo reconocería aunque lo viese, a pesar de que he estudiado mapas de la ciudad y de que conozco la ubicación del Támesis. Cuando paramos no sabría decir cuánto tiempo ha durado el trayecto, tan preocupada estoy por la desesperada agitación de mis sentidos y mi corazón. Sé valiente, me digo. ¡Dios te maldiga, Santana! Anhelabas esto. Has abandonado a Britt, lo has abandonado todo. ¡Sé valiente! Noah paga al cochero y vuelve a buscar nuestro equipaje.
-Aquí tenemos que andar -dice. Me apeo sin ayuda, y pestañeo ante la luz, aunque aquí es muy tenue: hemos perdido el sol y el cielo, de todos modos, está tapado por nubes marrones, como la lana sucia de una oveja. Esperaba encontrarme en la puerta de su casa, pero aquí no hay casas: hemos entrado en calles que me parecen indeciblemente sórdidas y míseras; a un lado hay un gran muro muerto, y al otro los arcos de un puentemanchados de cal. Noah se pone en marcha. Le agarro del brazo.
-¿Todo va bien?
-Perfectamente -contesta-. Vamos, no te alarmes. Todavía no podemos vivir con lujos. Y tenemos que entrar con sigilo, eso es todo.
-¿Temes todavía que mi tío haya mandado gente a vigilarnos?
Él echa a andar otra vez.
-Vamos. Enseguida podremos hablar bajo techo. Aquí no. Ven, por aquí. Recógete la falda.
Ahora camina más deprisa que nunca, y me cuesta seguirle. Cuando ve que me rezago carga las maletas con una mano y con la otra me agarra de la muñeca. «No falta mucho», dice, no sin deferencia, pero me aprieta fuerte. Dejamos esa calle y entramos en otra: en ella veo la fachada sucia y desconchada de lo que parece ser una gran mansión, pero que en realidad es la parte trasera de una hilera de viviendas estrechas. El aire huele a viciado, como a río. La gente nos mira con curiosidad. Aligeramos el paso. Pronto doblamos hacia un callejón de escorias crujientes. Allí hay un grupo de niños: forman un corro ocioso alrededor de un pájaro que da bandazos y saltos. Le han atado las alas con un cordel. Cuando nos ven, se acercan. Quieren dinero, o tirarme de la manga, de la capa, del velo. Noah les dispersa a patadas. Juran un rato y vuelven donde está el pájaro. Tomamos otro camino, más sucio, Noah apretándome cada vez más fuerte y andando cada vez más rápido; conoce el camino.
-Estamos muy cerca ya -dice-. No hagas caso de esta mugre, no es nada. Todo Londres es así de sucio. Un poquito más, te lo prometo. Y luego puedes descansar.
Y, por fin, reduce el paso. Hemos llegado a un patio, con ortigas y un suelo grueso de barro. Las paredes son altas y están recubiertas de humedad. Desde aquí no hay un acceso despejado, sino sólo dos o tres pasadizos techados y tenebrosos. Ahora me encamina hacia uno de ellos, pero es tan negro y sucio que de repente dudo y me debato para liberarme de su mano.
-Vamos -dice, girando en redondo, sin sonreír.
-¿Adonde vamos? -le pregunto.
-A tu nueva vida, que tanto tiempo ha esperado a que la emprendas. A nuestra casa. El ama de llaves nos está esperando. Venga. ¿O quieres que te deje aquí?
Su tono es fatigado y áspero. Miro hacia atrás. Veo los otros pasadizos, pero no el camino embarrado por donde hemos venido, como si las paredes relucientes se hubiesen separado para dejarnos pasar y luego cerrado sobre mí como una trampa. ¿Qué puedo hacer? No puedo volver sola hacia los niños, el laberinto de callejas, la calle, la ciudad. No puedo volver con Britt. No está previsto. Todo me ha ido empujando hasta aquí, hasta este punto oscuro. Debo seguir adelante o dejar de existir. Pienso de nuevo en la habitación que me está esperando: en la puerta, que voy a cerrar con llave; en la cama en la que voy a acostarme para dormir, dormir... Vacilo un segundo más; luego le dejo que me conduzca al pasaje. Es corto y termina en un rellano de escalones bajos que descienden, a su vez, hasta una puerta a la que Noah llama. Al otro lado se oye en el acto el ladrido de un perro, seguido de pasos suaves y rápidos, y de un cerrojo chirriante. El perro se calla. La puerta se abre y aparece un chico rubio: el hijo del ama de llaves, supongo. Mira a Noah y asiente.
-¿Todo bien? -dice.
-Todo bien -responde Noah-. ¿Está tu tía? Mira, ésta es la señora que viene a quedarse.
El chico me inspecciona, le veo bizquear para distinguir mis rasgos por debajo del velo. Luego sonríe, asiente de nuevo, abre la puerta para que entremos y la cierra directamente a nuestra espalda. El cuarto que hay más allá es una especie de cocina; cocina de criados, me figuro, porque es pequeña y sin ventanas, oscura e insalubre, y hace un calor asfixiante; hay un buen fuego encendido, y una o dos lámparas humeantes encima de una mesa y -quizás, después de todo, sea donde se alojan los mozos- un brasero en una jaula, con utensilios encima. Junto al brasero está un hombre pálido con un delantal que, al vernos llegar, posa una horqueta o una lima, se limpia las manos y me examina de los pies a la cabeza, sin remilgos. Una muchacha y un chico están sentados delante del fuego: ella, pelirroja, rechoncha de cara, también me mira con el mayor descaro; él, cetrino y adusto, mastica con sus dientes rotos una tira de cecina, y lleva -a pesar de mi confusión, me fijo en ello- un abrigo extraordinario, que parece cosido con muchas variedades de piel. Sujeta entre las rodillas a un perro que se le escurre, con la mano en las fauces para impedir que ladre. Mira a Noah y después a mí. Examina mi abrigo, mis guantes y mi gorro. Silba.
-Valen una pasta esos perifollos -dice.
Entonces se encoge, porque, desde otra silla –una mecedora, que cruje al moverse-, una mujer de pelo blanco se agacha para pegarle. Supongo que es el ama de llaves. Me ha observado con mayor atención y avidez que cualquiera de los demás presentes. Tiene un bulto en las manos: ahora lo deja, se esfuerza en levantarse y el bulto se estremece. Es algo más asombroso que el brasero encendido y la chaqueta de pieles: es un bebé de cabeza hinchada que duerme envuelto en una manta. Miro a Noah. Creo que va a hablar, o al menos guiarme hacia algún otro sitio. Pero me ha soltado la mano y se ha cruzado de brazos, sin la menor prisa. Está sonriendo, pero su sonrisa es extraña. Todo el mundo guarda silencio. Nadie se mueve, excepto la mujer de pelo blanco. Se ha levantado de la mecedora y se acerca a la mesa. Se oye el frufrú de su vestido de tafetán. Le reluce la cara colorada. Viene hacia mí, se me planta delante y su cabeza oscila mientras trata de distinguir mis rasgos. Mueve la boca, humedece los labios. Su mirada es atenta y tremendamente ansiosa. Me asusto cuando alza sus manazas rojas. «Noah», digo. Pero él sigue sin hacer nada, y la mirada de la mujer, tan espantosa y extraña, me subyuga. Permito que extienda la mano hacia mi velo. Lo levanta. Y entonces su mirada cambia, se vuelve aún más extraña cuando me ve la cara. Me toca una mejilla, como insegura de que no se desvanecerá bajo sus dedos. Mantiene sus ojos en los míos, pero le habla a Noah. Lágrimas de vieja, o lágrimas de emoción, le empañan la voz.
-Buen chico -dice.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Llevo a San a casa de Britt??? No entiendo nada!!!!!
Espero tu proximo capitulo.
Sabremos algo de Britt??
Saludos
Espero tu proximo capitulo.
Sabremos algo de Britt??
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
monica.santander escribió:Llevo a San a casa de Britt??? No entiendo nada!!!!!
Espero tu proximo capitulo.
Sabremos algo de Britt??
Saludos
Aun no aparece Britt, pero aparecera pronto para que sepamos que es de ella, pero aun hay cosas que saber, como porque la llevo a esa casa
Nos vemos ;)
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
Fecha de inscripción : 11/06/2013
Edad : 36
Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13
Capitulo 31
Entonces se produce una especie de caos. El perro ladra y salta, el bebé envuelto en una manta grita y otro bebé, en el que no he reparado -está debajo de la mesa, dentro de una caja de hojalata-, empieza a gritar también. Noah se quita el sombrero y el abrigo, deja nuestras maletas y se estira. El chico de cara adusta abre la boca y enseña la carne que está masticando.
-No es Britt -dice.
-Señorita López -dice la mujer que tengo delante, en voz baja-. ¿No eres tú, la preciosa? ¿Estás muy cansada, querida? Has hecho un largo viaje.
-No es Britt -repite el chico, un poco más alto.
—Cambio de planes -dice Noah, sin mirarme-. Britt se ha retrasado para ocuparse de algunos detalles. Señor Ibbs, ¿cómo está usted?
-De maravilla, hijo -responde el hombre pálido. Se ha quitado el mandil y está calmando al perro. El chico que nos ha abierto la puerta se ha ido. El pequeño brasero se está enfriando, crepita y se pone gris. La chica pelirroja se inclina sobre los bebés que berrean con un frasco y una cuchara, pero sigue mirándome a hurtadillas. El chico adusto dice:
-¿Cambio de planes? No entiendo.
-Ya entenderás —dice Noah-. A no ser que... Se pone un dedo sobre la boca y guiña un ojo.
La mujer, entretanto, sigue plantada delante de mí, describiendo mi cara con las manos y enumerando mis rasgos como si fueran cuentas ensartadas en una cuerda.
-Ojos negros -dice, entre dientes; su aliento es dulce como azúcar-. Labios rosas, dos fresas. Barbilla bonita delicada. Dientes blancos como porcelana. Mejillas... más bien blandas, yo diría. ¡Oh!
Me he quedado como en trance, y la dejo murmurar; me aparto de ella en cuanto noto que sus dedos me manosean la cara.
-¿Cómo te atreves? -digo-. ¿Cómo te atreves a hablarme? ¿Cómo se atreven a mirarme todos? Y tú... -Voy hacia Noah y le cojo del chaleco-. ¿Qué es esto? ¿Dónde me has traído? ¿Qué saben de Britt aquí?
-Eh, eh -dice el hombre pálido con suavidad. El chico se ríe. La mujer parece compungida.
-Tiene voz, ¿a que sí? -dice la chica.
-Como la hoja de un cuchillo -dice el hombre-. Así de limpia.
Noah topa con mi mirada y aparta la suya.
-¿Qué puedo decir yo? -Se encoge de hombros-. Soy un maleante.
-¡Ahora no me vengas con tus poses! -digo—. Dime qué significa esto. ¿De quién es esta casa? ¿Es tuya?
-¡Si es suya! -dice el chico, riéndose más fuerte, y atragantándose con la cecina.
-John, cállate o te zurro -dice la mujer-. No le hagas caso, señorita López. Te lo suplico, ¡no le hagas caso!
Siento que se retuerce las manos, pero no la miro. Mantengo los ojos fijos en Noah.
-Dímelo -digo.
-No es mía -responde por fin.
-¿No es nuestra? -Él mueve la cabeza-. ¿De quién es, entonces?
Se frota los ojos: Está cansado.
-Es de ellos -dice, señalando con un gesto al hombre y a la mujer-. Es su casa, en el barrio.
El barrio... Le he oído decir el nombre un par de veces. Guardo silencio un momento, repensando sus palabras; después pierdo el ánimo.
-La casa de Britt -digo—. La casa de Britt, la de los ladrones.
-Ladrones honrados -dice la mujer, acercándose- ¡con quienes nos conocen!
Pienso: ¡La tía de Britt! En una ocasión me apiadé de ella. Ahora me vuelvo y estoy a punto de escupirle.
-¿Quieres apartarte de mí, bruja?
En la cocina se hace el silencio. Además, parece más oscura y cerrada. Todavía aferró el chaleco de Noah. Cuando quiere desasirse, aprieto más fuerte. Mis pensamientos corren como liebres. Pienso: Se ha casado conmigo y me ha traído aquí para deshacerse de mí. Quiere quedarse con todo mi dinero. Se propone darles una parte irrisoria para que me maten, y Britt —se me abate el ánimo cuando lo pienso, incluso en mitad de mi zozobra y confusión-... liberarán a Britt. Ella lo sabe todo.
-¡No lo harás! -digo, levantando la voz-. ¿Crees que no sé lo que te propones? ¿Lo que os proponéis todos? ¿Lo que habéis planeado?
-No sabes nada, Santana -responde él. Trata de soltarme la mano del chaleco. No le dejo. Pienso que si logra zafarse sin duda me matarán. Forcejeamos durante un segundo-. ¡Las costuras, Santana! -dice. Se libera de mis dedos. Entonces le agarro del brazo.
-Sácame de aquí -digo. Lo digo pensando: ¡Que no se den cuenta de que tienes miedo! Pero mi voz se ha vuelto más aguda y no consigo infundirle firmeza-. Llévame ahora mismo a la calle y a un coche.
El mueve la cabeza y mira a otra parte.
-No puedo -dice.
-Llévame ahora mismo o me voy sola. Encontraré el camino... ¡He visto el trayecto! ¡He tomado buena nota...! ¡Y encontraré a... a un policía!
El chico, el hombre pálido, la mujer y la chica, todos se acobardan o dan un respingo. El perro ladra.
-Vamos, vamos -dice el hombre, acariciándose el bigote-. Tienes que cuidar tu manera de hablar, querida, en una casa como ésta.
-¡Eres tú el que tiene que andarse con cuidado! -digo. Recorro las caras-. ¿Qué piensas que vas a sacar de esto? ¿Dinero? Oh, no. Eres tú el que debe andar con ojo. ¡Todos vosotros! Y tú, Noah, tú... eres el que más tiene que perder si encuentro a un policía y empiezo a hablar.
Pero Noah no dice ni pío.
-¿Me has oído? -grito.
El hombre tuerce el gesto de nuevo y se mete el dedo en la oreja, como para limpiarla de cera.
-Como un cuchillo, ¿verdad? -dice, hablando con nadie y a la vez con todos.
-¡Maldito! -digo. Miro rabiosamente alrededor y luego me abalanzo de pronto sobre mi maleta. Pero Noah llega antes, la ensarta con su larga pierna, usándola como un gancho, y la arrastra por el suelo, como jugando. El chico la coge y se la coloca sobre las rodillas. Saca un cuchillo y empieza a hurgar en la cerradura. La hoja destella. Noah se cruza de brazos.
-Ya ves que no puedes irte, Santana -se limita a decir-. No puedes irte sin nada.
Se ha desplazado hasta la puerta y está delante de ella. Hay otras puertas que quizás llevan a una calle, quizás tan sólo a otros cuartos oscuros. No sabré elegir la buena.
-Lo siento -dice él.
El cuchillo del chico destella otra vez. Ahora me matarán, pienso. Este mismo pensamiento es como una hoja con un filo increíble, pues ¿no he querido abandonar mi vida en Briar? ¿No me ha alegrado ver cómo se alejaba? Supongo que ahora se disponen a matarme, y tengo más miedo del que habría podido imaginar, miedo de todo, de cualquier cosa. Idiota, me digo. Pero a ellos les digo: «¡No lo haréis! ¡No lo haréis!» Corro primero hacia un lado y después hacia el otro; por ultimo, me precipito no hacia la puerta que hay a la espalda de Noah, sino sobre el bebé dormido y de cabeza hinchada. Lo cojo, lo zarandeo y le pongo la mano en el cuello.
-¡No lo haréis! -repito-. Malditos, ¿creéis que he llegado tan lejos para esto? -Miro a la mujer-. ¡Antes mataré a tu bebé! —Creo que lo habría hecho-. ¡Mira! ¡Lo voy a asfixiar!
El hombre, la chica y el chico miran con interés. La mujer parece apenada.
-Querida mía -dice-, ahora mismo tengo siete bebés aquí. Que sean seis, si quieres. Que queden cinco -dice, señalando a la caja de hojalata de debajo de la mesa-. A mí me da igual. Creo que voy a dejar este negocio, de todas formas.
La criatura que tengo en brazos sigue durmiendo, pero da una patada. Noto los rápidos latidos de su corazón entre mis dedos, y hay una agitación en la coronilla de su cabeza inflada. La mujer sigue mirando. La chica se pone la mano en el cuello y se lo frota. Noah busca un cigarro en su bolsillo. Dice, entretanto:
-Suelta al condenado crío, Santana, ¿quieres?
Lo dice con suavidad, y cobro conciencia de mí misma y de mis manos en la garganta de un bebé. Lo deposito con cuidado en la mesa, entre los platos y tazas de loza. Al instante, el chico retira el cuchillo del cierre de la maleta y lo blande por encima de la cabeza.
-Ja, ja! -exclama-. La señora no va a hacerlo. ¡Será para John Vroom enterito, labios, nariz y orejas!
La chica chilla, como si le hicieran cosquillas. La mujer dice ásperamente:
—Ya basta. ¿O es que todos mis niños van a ir a parar de sus cunas a la tumba? Dainty, ocúpate del pequeño Sidney antes de que se escalde. La señorita López va a pensar que está entre salvajes. Señorita López, veo que eres una chica de carácter. No esperaba menos. Pero ¿no pensarás que queremos hacerte daño? -Se me acerca otra vez. No puede evitar tocarme; ahora me pone la mano encima y me acaricia la manga—. ¿No pensarás que aquí se te recibe peor que a los demás?
Todavía tiemblo un poco.
-No creo -digo, zafándome de sus manos- que quieran hacerme algo bueno, ya que insisten en retenerme aquí, cuando está claro que quiero irme.
Ella ladea la cabeza.
-¿Oyes lo bien que habla, Ibbs? -dice. El hombre dice que sí. Ella vuelve a acariciarme-. Siéntate, querida. Mira esta silla: viene de una gran mansión, quizás te espera a ti. ¿No quieres quitarte la capa y el gorro? Vas a sofocarte en esta cocina tan caliente. ¿No vas a quitarte los guantes? Bueno, tú sabrás.
He cerrado los puños. Noah cruza con la mujer una mirada.
-La señorita López -dice en voz baja- es algo maniática con los dedos. La obligaron a llevar guantes desde niña. -Baja el tono aún más, y pronuncia de un modo exagerado las últimas palabras-. La obligó su tío.
La mujer pone cara de enterada.
-Su tío -dice-. Lo sé todo de él. Le hacía mirar un montón de libros sucios, franceses. ¿Y te tocaba, querida, donde no debía? Ya no importa. Eso no importa nada aquí. Yo siempre digo, mejor tu tío que un desconocido... Oh, vaya, ¿no es una pena?
Me he sentado para disimular el temblor de mis piernas, pero antes he ahuyentado a la mujer. Mi silla está cerca del fuego y ella tiene razón, hace calor, muchísimo calor, las mejillas me arden pero no debo moverme, tengo que pensar. El chico sigue hurgando en la cerradura. «Libros franceses», dice, con una risita. La chica pelirroja tiene los dedos del bebé en la boca y se los chupa, indolentemente. El hombre se ha acercado. La mujer continúa a mi lado. La luz del fuego resalta su barbilla, una mejilla, un ojo, un labio. El labio es terso. Se lo humedece. Vuelvo la cabeza, pero no la mirada. «Noah», digo. No me responde. «¡Noah!» La mujer extiende la mano, desata la cinta de mi gorro y me lo quita de la cabeza. Me toca el pelo, luego coge un mechón y lo frota entre los dedos.
-Muy negro -dice, como maravillada-. Negrisimo, casi como el carbón.
-¿Quieres venderlo? -digo-. ¡Toma, cógelo! -Le arrebato el mechón y lo desprendo de sus alfileres-. Ya ves -digo cuando ella hace una mueca de dolor- que no me haces más daño del que me hago yo. Ahora suéltame.
Ella mueve la cabeza.
-Te estás poniendo furiosa, querida, y vas a estropearte ese bonito pelo. No queremos hacerte daño. Este es John Vroom, mira, y ella es Delia Warren, a la que llamamos Dainty; tendrás que acostumbrarte a pensar que son tus primos, espero, andando el tiempo. Y el señor es Humphrey Ibbs: te ha estado esperando, ¿no es verdad, Ibbs? Y aquí estoy yo. Te he esperado con más impaciencia que nadie. Madre mía, ha sido durísimo.
Suspira. El chico la mira con cara de pocos amigos.
-Que me aspen -dice- si sé por qué lado sopla el viento ahora. -Me señala con un gesto-. ¿No tendría que estar –se estrecha el torso con los brazos, saca la lengua, pone los ojos en blanco- en un pabellón de violentos?
La mujer levanta el brazo y él retrocede, medroso.
-No seas insolente -dice, ferozmente. Y a continuación, mirándome con dulzura-: La señorita López va a compartir su suerte con nosotros. La señorita López todavía no ve las cosas claras... ¿Quién las vería en su lugar? Señorita López, apostaría a que no has probado bocado desde hace unas horas. ¿Qué tenemos que te tiente? -Se frota las manos-. ¿Te apetecería una chuleta de cordero? ¿Un pedazo de queso de bola? ¿Pescado? Hay un puesto en la esquina que vende toda clase de pescado; dime cuál quieres y Dainty saldrá a buscarlo y te lo freirá en menos que canta un gallo. ¿Qué quieres comer? Mira, tenemos platos de porcelana dignos de unos reyes. Tenemos tenedores de plata... Ibbs, pásame uno de esos tenedores. Mira éste, querida. Un poquito tosco el mango, ¿no? No tiene importancia, cielo. Es donde raspamos la divisa. Pero fíjate en el peso. ¿No son preciosos, los dientes? Han alimentado la boca de un diputado del Parlamento. ¿Tomarás pescado o chuleta, querida?
Se inclina hacia mí con el tenedor cerca de mi cara. Lo aparto.
-¿Crees que voy a sentarme a cenar con vosotros? -digo—. ¿Con alguno de vosotros? Por Dios, ¡si me avergonzaría de teneros por criados! ¿Compartir mi suerte con esta gente? Prefiero arruinarme. ¡Preferiría morir!
Hay un segundo de silencio, y luego:
-Vaya cabreo que tiene, ¿no? -dice el chico.
Pero la mujer mueve la cabeza, casi con admiración.
-Dainty se cabrea -responde-. Hasta yo me cabreo. Cualquier chica corriente puede cabrearse. Pero una dama tiene algo distinto. ¿Cómo lo llaman, Puck? -le pregunta a Noah, que se ha agachado, cansinamente, para tirar de las orejas al perro babeante.
-Hauteur -contesta él, sin alzar la vista.
-Hauteur -repite ella.
-Merst -dice el chico, mirándome con desdén-. No me habría gustado nada tomarlo por malos modales y largarle un puñetazo.
Sigue tratando de forzar el cierre de mi maleta. El hombre le mira y tuerce el gesto.
-¿Todavía no has aprendido a abrir una cerradura? -dice-. No la revientes, chico. Es cuestión de habilidad. Estás a punto de cargártela.
El chico asesta un navajazo final, con la cara ensombrecida.
-¡Cojones! -dice. Es la primera vez que he oído decir esta palabra como un juramento. Saca de la cerradura la punta del cuchillo y la introduce en el cuero de debajo, y antes de que yo pueda impedirlo con un grito él ya lo ha rasgado con un largo tajo.
-Bueno, muy propio de ti -dice el hombre, complacido.
Ha sacado una pipa y la enciende. El chico mete la mano por la raja del cuero. Le observo y me invade el frío, a pesar de que una mejilla me sigue ardiendo a causa del calor del fuego. La perforación de la maleta me ha conmocionado más de lo que acierto a expresar. Empiezo a temblar.
-Por favor -digo-. Por favor, devolvedme mis cosas. No diré nada a la policía si me devolvéis mis pertenencias y me dejáis irme.
Supongo que hay en mi voz un tono nuevo y lastimero, pues todos se vuelven a mirarme y la mujer se me aproxima otra vez y vuelve a acariciarme el pelo.
-¿No estarás asustada? -dice con asombro-. ¿No te habrá asustado John? Vaya, sólo estaba jugando. John, ¿cómo te atreves? Deja ese cuchillo y pásame la bolsa de la señorita López. Aquí la tienes. ¿Te apena el estropicio, querida? Bueno, es un cachivache, y parece que no lo han usado en cincuenta años. Te agenciaremos uno como es debido. ¿Verdad que sí?
El chico gruñe, y a regañadientes entrega la maleta; cuando la mujer me la da, abrazo mi equipaje. Me suben las lágrimas por la garganta.
-Búa búa -dice el chico con asco, al verme tragar saliva. Se inclina y me lanza una mirada despectiva-. Me gustaba más cuando era una silla.
Estoy segura de que dice eso. La palabra me desconcierta, y me retraigo. Giro la cabeza para ver a Noah.
-Por favor, Noah -digo-. Por el amor de Dios, ¿no te basta con haberme engañado? ¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo mientras me atormentan?
El sostiene mi mirada y se atusa la barba. Le dice a la mujer:
-¿No tiene un sitio más recogido donde pueda estar?
-¿Más recogido? -dice ella-. Bueno, tengo un cuarto preparado. Pero pensé que la señorita López primero querría calentarse la cara aquí abajo. ¿Quieres subir ahora, encanto? ¿Arreglarte el pelo? ¿Lavarte las manos?
—Lo que quiero es que me indiquen el camino a la calle y que llamen a un coche -contesto-. Solamente eso.
-Bien, te pondremos junto a una ventana, para que veas la calle. Vamos, querida. Permíteme que te coja la maleta. ¿No quieres que la toque? De acuerdo. ¡Vaya chica más fuerte! Puck, ven tú también, ¿por qué no? ¿Te quedas en tu antigua habitación, en el último piso?
-Sí -dice él-, si me la deja. Durante la espera. Intercambian una mirada. Ella me ha puesto encima una mano y, rehuyendo su contacto, me levanto. Noah se me acerca. También le rehúyo a él y, escoltada por los dos –como un par de perros amenazando a una oveja en un redil-, salgo de la cocina y me conducen, tras franquear una puerta, hacia una escalera. Allí está más oscuro y hace más frío, siento una corriente que quizás viene de una puerta que da a la calle, y reduzco el paso; pero pienso asimismo en lo que ha dicho la mujer acerca de una ventana: presumo que desde ella podré gritar o saltar a la calle -o arrojarme por ella- si tratan de lastimarme. La escalera es estrecha y sin alfombra; aquí y allí, en los peldaños, hay tazas melladas de loza, llenas hasta la mitad de agua, que contienen mechas flotantes y proyectan sombras.
-Recoge las faldas, querida, sobre las llamas -dice la mujer, que me precede. Noah viene detrás.
Al final de la escalera hay puertas, todas ellas cerradas: la mujer abre la primera y me muestra una cuartito cuadrado. Una cama, una jofaina, una caja, una cómoda, un biombo de crines... y una ventana, a la que me encamino de inmediato. El picaporte lleva mucho tiempo roto: los marcos están asegurados con clavos. La vista es una franja de una calle embarrada, una casa con postigos de color pomada y orificios en forma de corazones, una pared de ladrillo con espirales y curvas pintadas en ella con tizas amarillas. Lo examino todo, sin soltar mi maleta, pero los brazos empiezan a pesarme. Oigo que Noah se detiene, luego sube un segundo tramo de escaleras y deambula por el cuarto de arriba. La mujer se dirige a la jofaina y vierte en ella un poco de agua de la jarra. Ahora advierto mi error al haber corrido a la ventana, pues ella se interpone entre la puerta y yo. Es robusta y tiene los brazos gruesos. Creo, sin embargo, que podría apartarla de un empujón si la pillara desprevenida. Quizás ella esté pensando lo mismo. Sus manos se ciernen sobre la palangana, su cabeza se ladea, pero me está observando de la misma forma atenta y ansiosa que antes, mitad sobrecogida y mitad admirativa.
-Aquí hay jabón perfumado -dice-. Y aquí tienes un peine. Y aquí un cepillo. -Yo no abro la boca- Aquí tienes una toalla para la cara. Y aquí agua de colonia. -Quita el tapón del frasco y el líquido se derrama. Viene hacia mí, con la muñeca desnuda y mojada por el nauseabundo perfume-. ¿No te gusta el espliego?
Me he distanciado de ella y miro hacia la puerta. Llega claramente desde la cocina la voz del chico: ¡Eres una furcia!
-No me gusta que me engañen -digo, avanzando otro paso. Ella también avanza.
-¿Qué engaño, querida?
-¿Crees que yo quería venir aquí? ¿Crees que quiero quedarme?
-Creo que sólo estás asustada. Creo que no eres tú misma.
-¿Yo misma? ¿Qué soy yo para ti? ¿Quién eres para decirme cómo debería o no debería ser?
Al oír esto baja la mirada. Se cubre la muñeca con la manga, vuelve a la jofaina, toca otra vez el jabón, el peine, el cepillo y la toalla. Abajo arrastran una silla por el suelo, algo cae o lo tiran, el perro ladra. Arriba, Noah camina, tose, murmura. Si voy a huir, tengo que hacerlo ahora. ¿Hacia dónde voy? Abajo, abajo, por donde he venido. ¿Cuál era la puerta, al fondo, por la que he entrado, la segunda o la primera? No estoy segura. Da igual, pienso. ¡Vete ya! Pero no lo hago. La mujer levanta la cara, capta mi mirada, yo vacilo; y en este momento de duda Noah atraviesa el cuarto y baja pesadamente la escalera. Entra en la habitación. Lleva un cigarrillo detrás de la oreja. Se ha remangado hasta el codo y tiene la barba oscurecida por el agua. Cierra la puerta y pasa el cerrojo.
Marta_Snix-*- - Mensajes : 2428
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