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FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13 - Página 7 Primer15
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Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 10:47 am

Capitulo 9
La señora Sucksby se removió en su asiento. Santana no apartó de mí el brillo de su mirada.
-Viniste a Briar para eso... -dijo.
Miré a otro lado y solté el cuchillo. De pronto me sentí cansada y enferma. Noté las caminatas, la minuciosa vigilancia. Nada era ahora como lo había pensado. Me volví hacia la señora Sucksby.
-¿Cómo puede quedarse sentada al oír lo que dice? –le pregunté-. ¿Cómo puede enterarse de la mala pasada que me ha hecho sin querer estrangularla?
Lo decía en serio y, sin embargo, sonaba a bravata. Paseé la mirada por la habitación.
-¿Y usted, Ibbs? -dije-. Dainty, ¿no te gustaría despedazarla en mi lugar?
-¡Que si me gustaría! -dijo Dainty. Le mostró el puño-. ¿Engañar a mi mejor amiga, eh? -le dijo a Santana-. ¿Encerrarla en un manicomio y que le cosieran el pelo?
Santana no dijo nada, pero volvió ligeramente la cabeza. Dainty agitó de nuevo el puño y por fin lo abatió. Me miró.
-Qué lástima, de todos modos, Britt. Que la señorita López resulte ser una bribona, a fin de cuentas. ¿Y valiente? La semana pasada le calenté las orejas y no gritó ni una vez. Y ahora ha aprendido a deshacer puntadas, como si tal cosa...
-Vale, Dainty -dijo la señora Sucksby, apresuradamente. Miré otra vez a Santana; su delicada oreja, de la que ahora vi que pendía una lágrima de cristal engarzada en un alambre dorado; sus rizos rubios; sus cejas morenas. Las pinzas le habían modelado dos hermosos arcos. Encima de su silla -no lo había visto hasta aquel momento, pero parecía formar un conjunto completo con las lágrimas, los rizos y los arcos, los aros en su muñeca-, encima de su silla colgaba de una viga una pequeña jaula de mimbre con un pájaro amarillo dentro. Sentí que me subían lágrimas a la garganta.
-Me has quitado todo lo que era mío -dije-. Me lo has quitado y lo has mejorado.
-Te lo he quitado -respondió- porque era tuyo. ¡Porque tuve que hacerlo!
-¿Por qué tuviste que hacerlo? ¿Por qué?
Ella abrió la boca para hablar. Pero al mirar a la señora Sucksby le cambió la cara.
-Por un impulso canalla -dijo, lapidariamente-. Por un impulso canalla. Porque tenías razón cuando has dicho que mi cara es falsa, que tengo boca de actriz, que mis rubores mienten, que mis ojos... Mis ojos... -Los dirigió a otra parte. Había empezado a levantar la voz. Volvió a bajar el tono-. Noah descubrió que, después de todo, tenemos que esperar a conseguir el dinero más tiempo del que pensábamos.
Cogió el vaso con las dos manos y apuró lo que quedaba dentro.
-¿No habéis cobrado el dinero?
Posó el vaso.
-Todavía no.
-Eso ya es algo, por lo menos -dije-. Cobraré mi parte. Me llevaré la mitad. ¿Me oye, señora Sucksby? Me darán la mitad de su fortuna, como mínimo. No tres mil libras míseras, sino la mitad. ¡Piense en lo que haremos con ella!
Pero yo no quería el dinero, y cuando hablé, mi voz me sonó odiosa. La señora Sucksby no dijo nada. Santana dijo:
-Tendrás lo que quieras. Te lo daré todo, absolutamente todo..., si te vas ahora mismo de aquí, antes de que Noah vuelva.
-¿Irme de aquí? ¿Porque tú lo dices? ¡Ésta es mi casa! Señora Sucksby..., señora Sucksby, ¡dígaselo usted!
Ella volvió a pasarse una mano por la cara.
-Verás, Britt -dijo, despacio-. La señorita López quizás tenga razón. Si vamos a pensar en el dinero, puede que sea mejor que por ahora te mantengas alejada de Puck. Primero deja que hable yo con él. ¡Me va a oír, te lo aseguro!
Dijo esto de una forma extraña, como desganada, tratando de esbozar una sonrisa, como lo habría dicho, pensé, si hubiera descubierto que Puck le había timado dos o tres chelines en una partida de cartas. Supuse que estaba pensando en la fortuna de Santana y en el modo de repartirla. No pude evitar el deseo de que el dinero, en definitiva, no significase nada para ella. Dije:
-¿Me obligará a marcharme? -Estas palabras fueron pronunciadas en un susurro. Aparté la vista de ella e inspeccioné la cocina: el viejo reloj holandés en la estantería y los cuadros en las paredes. En el suelo, junto a la puerta que daba a la escalera, estaba el orinal blanco de porcelana que había en mi cuarto, con su ojo negro pintado, que alguien habría bajado para limpiarlo y luego había olvidado. Yo no lo habría olvidado. En la mesa, debajo de mi mano, había un corazón: yo lo había tallado en la madera el verano anterior. Entonces yo era como una niña. Había sido como una criatura... Miré alrededor de nuevo. ¿Por qué no había bebés? La cocina estaba silenciosa. Todo el mundo callaba y me miraba-. ¿Hará que yo me vaya y que ella se quede? -le dije. Mi voz era entrecortada como la de un chico-. ¿Va a confiar en que ellos no me pongan en manos del doctor Christie? ¿Le... le pondrá vestidos, le quitará los alfileres del pelo, le dejará dormir a su lado en mi cama mientras yo duermo en una... que tiene pelos rojos?
-¿Dormir a mi lado? -dijo la señora Sucksby-. ¿Quién te ha dicho eso?
-¿Pelos rojos? -dijo John.
Pero Santana había levantado la cabeza y su mirada era ahora penetrante.
-¡Nos has espiado! -dijo. Y cuando se lo hubo pensado, añadió-: ¡Por el postigo!
-Te he espiado -respondí con mayor firmeza-. ¡Te he espiado, araña, robándome todo lo que es mío! ¡Dios te maldiga, prefieres hacer eso que dormir con tu propio marido!
-¿Dormir con... con Noah? -Parecía atónita-. ¿No creerás...?
-Britt -dijo la señora Sucksby, colocando una mano sobre mí.
-Britt -dijo Santana al mismo tiempo, inclinándose sobre la mesa y también extendiendo una mano hacia mí-. ¿No creerás que él significa algo para mí? ¿No creerás que es mi marido en algo más que el nombre? ¿No sabes que le odio? ¿No sabías cómo le odiaba en Briar?
-¿Ahora vas a decirme -dije con una especie de desprecio trémulo- que hiciste lo que hiciste sólo porque él te obligó?
-¡Me obligó! Pero no de la manera que tú piensas.
-¿Pretendes decir que no eres una estafadora redomada?
-¿Y tú no lo eres? -dijo ella.
Y nuevamente me sostuvo la mirada; y de nuevo me sentí casi avergonzada y desvié la vista. Al cabo de un momento, dije, con más calma:
-Me resultó odioso. No sonreí, con él, cuando nos dabas la espalda.
-¿Y tú crees que yo lo hice?
-¿Por qué no? Eres una actriz. ¡Ahora estás actuando!
-¿Sí?
Lo dijo sin apartar la mirada de mi cara y con la mano todavía extendida hacia la mía, en un intento fallido de tomarla. La luz caía sobre nosotras y el resto de la cocina estaba casi a oscuras. Le miré los dedos. Tenían huellas de tierra, o de magulladuras. Dije:
-Si le odiabas, ¿por qué lo hiciste?
-No había otro medio -dijo-. Tú viste cómo vivía. Te necesitaba para ser yo misma.
-¡Y así poder venir aquí y ser yo! -Ella no respondió. Dije-: Podríamos haberle engañado. Si me lo hubieras dicho. Podríamos...
-¿Qué?
-Cualquier cosa. Algo. No sé qué...
Meneó la cabeza.
-¿A cuánto habrías renunciado? -preguntó en voz baja. Su mirada era oscura, aunque al mismo tiempo serena y sincera, pero de repente me percaté de que la señora Sucksby -y John, y Dainty, e Ibbs-, de que todos observaban, en silencio y curiosos, pensando: Qué es esto... Y en aquel momento miré dentro de mi corazón cobarde y supe que por Santana no habría renunciado a nada, a nada en absoluto; y que prefería morir que verme avergonzada ahora por ella. Alargó otra vez la mano. Sus dedos me rozaron la muñeca. Cogí el cuchillo y le asesté un tajo.
-¡No me toques! -dije al hacerle el corte. Me puse en pie-. ¡Que no me toque ninguno de vosotros! -Mi voz era histérica-. ¡Ninguno! ¡Me habéis oído? Vuelvo aquí creyendo que es mi casa y ahora queréis echarme otra vez. ¡Os odio a todos! ¡Ojalá me hubiera quedado en el campo!
Miré las caras, una tras otra. Dainty se había echado a llorar. John estaba sentado boquiabierto y asombrado. Ibbs se había puesto la mano en la mejilla. Santana atendía a sus dedos ensangrentados. Charles temblaba. La señora Sucksby dijo:
-Britt, deja ese cuchillo. ¿Echarte? ¡Qué idea! Yo...
Entonces se calló. Charley Wag había alzado la cabeza. De la tienda de Ibbs llegaba el sonido de una llave girando en la cerradura. Se oyeron puntapiés de botas, seguidos de un silbido.
-¡Puck! -dijo. Miró a Santana, a Ibbs, a mí. Se levantó y se inclinó para cogerme del brazo-. Britt -dijo, mientras lo intentaba; hablaba casi en un susurro-, Britt, cariño, sube conmigo...
Pero en vez de responderle sujeté con más firmeza el cuchillo. Charley Wag lanzó un ladrido débil y Puck, al oírle, le respondió con otro. Volvió a silbar, los compases de un vals perezoso, y le oímos recorrer el pasillo y le miramos cuando empujó la puerta. Creo que estaba borracho. Tenía el sombrero torcido, las mejillas muy rosas y la boca en forma de una O perfecta. Tambaleándose un poco, recorrió con la mirada el cuarto y escudriñó la penumbra. El silbido murió en sus labios. Los puso rectos y se los lamió.
-Vaya -dijo-, aquí está Charles. -Guiñó un ojo. Luego me miró a mí y al cuchillo—. Vaya, y aquí está Britt—. Se quitó el sombrero y empezó a desatarse del cuello el pañuelo escarlata-. Supuse que vendrías. Un día más y habría estado preparado. Acabo de recoger una carta de ese idiota de Christie. ¡Se arrastraba por el suelo al comunicarme que te habías fugado! Creo que pensaba capturarte antes de darme la noticia. ¡Mala publicidad cuando diriges un manicomio de mujeres!
Metió el pañuelo dentro del sombrero y lo dejó caer. Sacó un cigarro.
-Eres jodidamente frío -dije. Yo estaba temblando-. La señora Sucksby y el señor Ibbs ya lo saben todo.
Se rió.
-Me figuro que sí.
-¡Puck! -dijo la señora Sucksby-. Escúchame. Britt nos ha contado cosas horribles. Quiero que te vayas.
-¡No le deje que se vaya! -dije-. ¡Irá a buscar al doctor Christie! -Blandí el cuchillo-. ¡Detenle, Charles!
Puck había encendido su cigarro, pero aparte de eso no se había movido. Se volvió para mirar a Charles, que había dado un par de pasos dubitativos hacia él. Puso la mano en el pelo de Charles.
-Conque sí, Charley.
-Por favor, señor -dijo Charles.
-Has descubierto que soy un maleante.
A Charles empezaron a temblarle los labios.
-¡Se lo juro por Dios, señor Puckerman, que nunca lo he pensado!
-Bueno, bueno -dijo Puck. Acarició la mejilla de Charles. Ibbs emitió un soplido con los labios. John se puso de pie y miró alrededor como si no supiera por qué se había levantado. Se puso rojo.
-Siéntate, John -dijo la señora Sucksby.
John se cruzó de brazos.
-Me quedo de pie si quiero.
-Siéntate o te zurro.
-¡A mí! —dijo, con voz ronca—. ¡Deles a esos dos! -Señaló a Puck y a Charles. La señora Sucksby dio dos pasos rápidos y le golpeó. Le pegó fuerte. Él se llevó las manos a la cabeza y la miró por entre los codos-. ¡Vieja vaca! -dijo-. Me ha estado pegando desde el día en que nací. ¡Si me toca otra vez se va a enterar!
Le ardían los ojos de furia cuando dijo esto, pero luego se le llenaron de lágrimas y empezó a lloriquear. Fue hasta la pared y le largó una patada. Charles se estremeció y lloró más fuerte. Puck miró a un chico, luego al otro y después a Santana, con un asombro fingido.
-¿Es culpa mía que los niños lloren? -dijo.
-¡Que te jodan, no soy un niño! —dijo John.
-¿Te quieres callar? -dijo Santana, con su voz clara y baja-. Charles, ya basta.
Charles se sorbió la nariz.
-Sí, señorita.
Puck se apoyó en el quicio de la puerta, fumando todavía.
-Así que, Britt, ahora lo sabes todo -dijo.
-Sé que eres un sucio estafador -dije-. Pero eso ya lo sabía hace seis meses. Fui una estúpida por confiar en ti, eso es todo.
-Querida niña -dijo la señora Sucksby, con los ojos clavados en la cara de Puck-. Querida, los estúpidos fuimos Ibbs y yo, por dejarte.
Puck se había retirado el cigarro de la boca para soplarle la punta. Al oír a la señora Sucksby y cruzarse sus miradas, permaneció inmóvil durante un segundo, antes de llevárselo a los labios. Miró a otro lado, se rió —con una risa como incrédula- y movió la cabeza.
-Dios santo -dijo en voz baja.
Pensé que la señora Sucksby le había puesto en evidencia.
-Muy bien -dijo ella-. Muy bien. -Levantó las manos. Estaba en la postura de un hombre en una balsa: como si tuviera miedo de caer al agua si hacía un movimiento demasiado brusco-. Ahora ya no más histerismo. John, no pongas esos morros. Britt, deja el cuchillo, por favor, te lo suplico. Nadie va a sufrir daño. Ibbs. Señorita López. Dainty. Charles, el amigo de Britt, querido..., sentaos. Puck. Puck.
-Señora Sucksby -dijo él.
-Nadie va a sufrir daño. ¿De acuerdo?
Me lanzó una mirada.
-Díselo a Britt -dijo él-. Me mira con ojos de asesina. En estas circunstancias, no me hace ninguna gracia.
-¿Circunstancias? -dije-. ¿Te refieres a haberme encerrado en un manicomio para que me pudriera allí? ¡Te voy a cortar esa puta cabeza!
Él entrecerró los ojos, hizo una mueca.
-¿Sabías que tu voz tiene a veces un tono plañidero? -dijo-. ¿No te lo ha dicho nadie?
Le lancé una estocada, pero lo cierto era que yo estaba aún desconcertada, mareada y cansada, y la acometida fue débil. Miró, sin amedrentarse, cómo yo le ponía la punta del cuchillo delante del corazón. Entonces tuve miedo de que la hoja temblara y él se diese cuenta. Bajé el cuchillo. Lo deposité encima de la mesa, en el borde, justo fuera del círculo de luz que proyectaba la lámpara.
-¿No es mejor así? -dijo la señora Sucksby.
John se había enjugado las lágrimas, pero tenía la cara sombría, más oscura en una mejilla que en la otra, donde le había pegado la señora Sucksby. Miró a Puck, pero hizo una seña hacia mí.
-Acaba de abalanzarse contra la señorita López -dijo-. Ha dicho que ha venido a matarla.
Puck miró a Santana, que se había vendado con un pañuelo los dedos ensangrentados, y dijo:
-Me habría gustado verlo.
John asintió.
-Quiere la mitad de la fortuna.
-¿Ah, sí? -dijo Puck, muy despacio.
-¡Cállate, John! -dijo la señora Sucksby- Puck, no le hagas caso. Sólo quiere armar camorra. Ella ha dicho la mitad, pero la pasión hablaba por ella. No está en sus cabales. No... -Se puso una mano en la frente y paseó una mirada rara por la habitación; me miró a mí, a Santana. Se apretó los dedos contra los ojos-. ¡Si tuviera un momento para pensar! —dijo.
-Piense -dijo Puck con una calma agria-. Estoy impaciente por saber con qué nos va a salir ahora.
-Yo también -dijo Ibbs. Lo dijo en voz baja. Puck captó su mirada y alzó una ceja.
-Peliagudo, ¿no le parece, señor?
-Demasiado -dijo Ibbs.
-¿Le parece?
Ibbs asintió. Puck dijo:
-¿Cree que si me voy sería más fácil?
-¿Está loco? -dije-. ¿No ve que sigue siendo capaz de hacer cualquier cosa por el dinero? ¡No le deje marchar! Irá a buscar al doctor Christie.
-No le deje marchar -dijo Santana a la señora Sucksby.
-No se te ocurra irte a ningún sitio -dijo la señora Sucksby a Puck.
El se encogió de hombros, y se le subieron los colores.
-¡Hace un minuto quería que me marchara!
-He cambiado de opinión.
Ella miró a Ibbs, quien miró a otro lado. Puck se quitó la chaqueta.
-Cojones -dijo, al quitársela, y se rió de un modo nada agradable-. Hace demasiado calor para un trabajo como éste.
-¡Que te jodan! -dije-. Puto canalla. Haces todo lo que te dice la señora Sucksby, ¿eh?
-Como tú —respondió, colgando la chaqueta en una silla. -Sí.
Resopló.
-Pobre hija de perra.
—Noah —dijo Santana. Se había puesto de pie y estaba inclinada sobre la mesa-. Escúchame. Piensa en todas las canalladas que has hecho hasta ahora. Esta será la peor, y no ganarás nada.
-¿Hay algún modo de ganar algo? -dijo John.
Pero Puck volvió a resoplar.
-Dime -le dijo a Santana- cuándo has aprendido a ser educada. ¿Qué te importa a ti lo que sepa Britt? Caramba, ¡qué colorada te pones! ¿No será eso, todavía? ¿Y miras a la señora Sucksby? ¡No digas que te importa lo que ella piense! Vaya, eres tan mala como Britt. ¡Mira cómo tiemblas! Ten más coraje, Santana. Piensa en tu madre.
Santana se había colocado la mano en el corazón. Dio un brinco, como si él la hubiera pinchado. Al ver esto, él se rió. Luego miró a la señora Sucksby. Ella también había dado un respingo al oír lo que había dicho Puck y, como Santana, se puso la mano en el pecho, debajo del broche de diamantes. Notó que él la observaba, lanzó una rápida mirada a Santana y dejó caer la mano. La risa de Puck murió en sus labios. Se quedó muy quieto.
-¿Qué es esto? -dijo.
-¿Qué es qué? -dijo John.
-Vamos -dijo la señora Sucksby, moviéndose-. Dainty...
-¡Oh! -dijo Puck-. ¡Oh!
Observó a la señora Sucksby mientras ella rodeaba la mesa. Él desvió la mirada, de un modo agitado, en dirección a Santana, con un arrebol creciente en la cara. Se llevó la mano al pelo y se lo retiró de la frente.
-Ahora veo -dijo. Se rió; la risa se le cortó bruscamente-. ¡Ah, ahora entiendo!
-No entiendes nada -dijo Santana, dando un paso hacia él, pero mirándome a mí-. No ves nada, Noah.
Meneó la cabeza hacia ella.
-¡Qué idiota he sido, por no haberlo adivinado antes! ¡Ah, es maravilloso! ¿Desde cuándo lo sabes? ¡No me extraña que patalearas y maldijeras! ¡No me extraña que estuvieras de morros! ¡No me extraña que ella te lo consintiera! Eso siempre me había maravillado. Pobre Santana. -Se rió con ganas—. ¡Y, ah, pobre señora Sucksby!
-¡Ya basta! -dijo ésta-. ¿Me oyes? ¡No permitiré que se hable de esto!
Ella también dio un paso hacia él.
—Pobre -repitió él, sin dejar de reírse. Luego dijo-: Señor, Ibbs, ¿usted también lo sabía?
Ibbs no contestó.
-¿Saber qué? -preguntó John, con los ojos como dos puntos oscuros. Me miró-. ¿Saber qué?
-No lo sé -dije.
-No sabes nada -dijo Santana-. ¡Nada de nada!
Seguía avanzando lentamente, sin despegar los ojos –que ahora parecían casi negros y brillaban más que nunca— ni un instante de la cara de Puck. Vi que ella apoyaba la mano en el borde oscuro de la mesa, como para orientarse. La señora Sucksby también lo vio. Quizás viese algo más, porque se sobresaltó y habló velozmente.
-Britt -dijo-. Quiero que te vayas. Coge a tu amigo y vete.
-No voy a ninguna parte -dije.
-No, Britt, tú te quedas -dijo Puck en un tono tajante-. No importa lo que quiera la señora Sucksby. Ya le has hecho caso demasiadas veces. ¿Qué son ellos para ti, al fin y al cabo?
-Noah -dijo Santana, casi suplicante.
-Puck -dijo la señora Sucksby, sin apartar la vista de Santana-. Querido, ¿por qué no te estás callado? Tengo miedo.
-¿Miedo? -respondió él-. ¿Usted? Yo creí que no había conocido el miedo en toda su vida. Estoy seguro de que su viejo corazón curtido late con toda tranquilidad ahora, debajo de su viejo pecho curtido y duro.
Al oír estas palabras, torció el gesto. Levantó una mano hasta el corpiño de su vestido.
-¡Tócalo! -dijo, moviendo los dedos-. ¡Siente esta palpitación y luego dime si tengo miedo!
-¿Tocar eso? -dijo él, mirando de reojo el busto-. Creo que no. -Sonrió- Pero le puede pedir a su hija que lo haga. Ella tiene práctica.
No puedo decir con certeza qué ocurrió a continuación. Sé que al oír sus palabras di un paso hacia él con intención de pegarle o de obligarle a callar. Sé que Santana y la señora Sucksby se me adelantaron. No sé si ésta, cuando se abalanzó, lo hizo sobre él o solamente sobre Santana, al ver que Santana atacaba. Sé que hubo el resplandor de algo brillante, arrastrar de zapatos, el frufrú de tafetán y de seda, la respiración desbocada de alguien. Creo que chirrió una silla o fue derribada al suelo. Sé que Ibbs gritaba. «¡Gracia, Gracia!», gritaba y, aun en medio de todo aquel revuelo, me pareció que era una exclamación muy extraña; hasta que comprendí que era el primer nombre de la señora Sucksby, que nosotros no habíamos oído emplear nunca. De modo que cuando sucedió yo estaba mirando a Ibbs. No vi cuando Puck comenzó a tambalearse. Pero le oí gemir. Era un gemido suave.
-¿Me habéis herido? -dijo con una voz rara.
Entonces miré. Él suponía que era sólo una cuchillada. Creo que yo también lo supuse. Se había puesto las manos encima del abdomen y estaba encorvado, como si apaciguara el dolor del golpe. Santana permaneció un momento ante él, pero enseguida se retiró y, mientras lo hacía, oí que algo caía, aunque no sabría decir si de su mano, de la de Puck o de la mano de la señora Sucksby. Ésta era la que estaba más cerca de él. Sin duda era la más próxima. Le rodeó con el brazo y, cuando él se combó, ella cargó con su peso a cuestas y lo sostuvo.
-¿Me habéis herido? -repitió él.
-No lo sé -dijo ella.
Creo que nadie lo sabía. La ropa de Puck era oscura, y el vestido de la señora Sucksby era negro, y era difícil ver. Pero al final él separó una mano del chaleco y se la puso delante de la cara, y entonces vimos que la sangre oscurecía la blancura de su palma.
-¡Dios mío! —dijo entonces.
Dainty chilló.
-¡Traed una luz! -dijo la señora Sucksby—. ¡Traed una luz!
John cogió la lámpara y la sostuvo en alto, temblando. La sangre oscura se tornó de pronto púrpura. Empapaba el chaleco y el pantalón de Puck, y el vestido de tafetán de la señora Sucksby estaba rojo y goteaba donde había estado en contacto con el cuerpo herido. Yo nunca había visto una hemorragia tan copiosa. Una hora antes, había hablado de asesinar a Santana. Había afilado el cuchillo. Lo había dejado encima de la mesa. Ahora no estaba ya en su sitio. Nunca había visto un chorro de sangre así. Me estaba mareando.
—¡No!—dije-. ¡No, no!
La señora Sucksby agarró a Puck del brazo.
-Quita la mano -le dijo. El todavía se sujetaba el estómago.
-No puedo.
-¡Quita la mano!
Ella quería ver si la herida era profunda. El gesticuló y soltó los dedos. De un corte en su chaleco brotó una burbuja –como una burbuja de jabón, pero de un rojo vivo- y luego un chorro de sangre que cayó y salpicó el suelo con una salpicadura ordinaria, como la que haría el agua o el jabón. Dainty volvió a gritar. La luz se bamboleaba.
—¡Joder! ¡Joder! -dijo John.
-Siéntale en una silla -dijo la señora Sucksby-. Trae un paño para el corte. Trae algo para parar la sangre. Trae algo, cualquier cosa...
-Ayúdeme -dijo Puck—. Ayúdeme, ¡oh, Cristo!
Le desplazaron, a trancas y barrancas, en medio de gruñidos y suspiros. Le sentaron en una silla de respaldo alto. Yo miraba cómo lo hacían; paralizada de horror, supongo, aunque ahora me avergüence de no haber hecho nada. Ibbs descolgó una toalla de un gancho en la pared y la señora Sucksby se arrodilló al lado de Puck y se la prensó contra la herida. La sangre brotaba cada vez que él se movía o quitaba la mano del estómago.
—Trae un cubo o una olla —dijo la señora Sucksby de nuevo y, al final, Dainty fue corriendo a la puerta, cogió el orinal que alguien había dejado allí, volvió con él y lo depositó junto a la silla. Lo peor de todo era el sonido de la sangre chocando con la porcelana, y su color rojo en contraste con el orinal blanco y el ojo grande y oscuro que había pintado en él. Al oír la caída de la sangre, Puck se atemorizó.
-¡Oh, Cristo! -repitió-. ¡Oh, Cristo, me estoy muriendo! -Gemía entre palabras, con un estremecimiento y un castañeteo que no podía evitar ni detener-. ¡Oh, Jesucristo, sálvame!
-Vamos, vamos -dijo la señora Sucksby, tocándole la cara-. Sé valiente. He visto a mujeres perder tanta sangre como ésta en un parto y vivir para contarlo.
-¡No como ésta! -dijo él-. ¡No como ésta! Tengo un tajo. ¿Es muy grande? ¡Oh, Cristo! Necesito un médico, ¿no?
-Tráele licor -le dijo la señora Sucksby a Dainty, pero Puck meneó la cabeza.
-Licor no. Tabaco. Aquí, en mi bolsillo.
Hundió la barbilla en el chaleco y John rebuscó en los pliegues y sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas. La mitad de los cigarros estaban empapados de sangre, pero encontró uno que estaba seco, lo prendió en su propia boca y lo puso en la de Puck.
-Buen chico -dijo él, tosiendo. Pero al hacer una mueca se le cayó el cigarro. John lo recogió con dedos temblorosos y se lo volvió a colocar entre los labios. Puck tosió de nuevo. Entre sus manos rezumó más sangre. La señora Sucksby llevó la toalla aparte y la retorció, como si estuviera llena de agua. Puck empezó a temblar.
-¿Cómo ha ocurrido esto? -dijo. Yo miré a Santana. No se había movido desde que, al verle caer, dio un paso atrás. Había permanecido tan inmóvil como yo, con los ojos fijos en la cara de Puck—. ¿Cómo ha podido ocurrir? -Miró ferozmente a su alrededor: a John, a Ibbs, a mí-. ¿Por qué estáis ahí mirando? Traed a un médico. ¡Traed a un médico!
Creo que Dainty dio un paso. Ibbs la cogió del brazo.
-Aquí no quiero médicos -dijo con firmeza-. No quiero a esa gente en esta casa.
-¿A esa gente? -gritó Puck. Se le cayó el cigarro-. ¿Qué está diciendo? ¡Míreme! ¡Cristo! ¿No conoce a alguno de fiar? ¡Míreme! ¡Me estoy muriendo! Señora Sucksby, usted me quiere. Traiga a un hombre, se lo ruego.
-Querido, no te muevas —dijo ella, todavía apretando la toalla contra el tajo. Él gritaba de dolor y de miedo. -¡Malditos! ¡Perras! John...
John posó la lámpara y se llevó la mano a los ojos. Estaba llorando e intentaba ocultarlo.
-John, ve a buscar a un médico! Johnny! ¡Te pagaré! ¡Cojones! -Manó más sangre. Ahora tenía la cara blanca, y las patillas negras pero veteadas, aquí y allá, de rojo, y las mejillas le relucían como grasa. John movió la cabeza.
-¡No puedo! ¡No me lo pida!
Puck se volvió hacia mí.
-¡Britt! -dijo-. Britt, me han matado...
-Nada de cirujanos -dijo Ibbs cuando le miré-. Si viene uno, estamos aviados.
-Sáquele a la calle -dije-. ¿No puede sacarle? Llame a un médico en la calle.
-Tiene un corte muy grave. Mírale. Le meterían aquí. Sangra demasiado.
Así era. La sangre casi había llenado el orinal. Los gemidos de Puck se hacían cada vez más débiles.
-¡Malditos! -dijo con voz suave. Se había echado a llorar-. ¿Quién de aquí quiere ayudarme? Tengo dinero, lo juro. ¿Quién de aquí? ¿Santana?
Santana estaba casi tan pálida como él, y tenía los labios blanquísimos.
-¿Santana? ¿Santana? -dijo él.
Ella movió la cabeza. Después dijo, en un susurro:
—Lo siento. Lo siento.
-¡Dios te maldiga! ¡Ayúdame! ¡Oh! -Tosió. Junto con la baba, le salió de la boca una hebra carmesí; y, un momento después, un chorro de sangre. Alzó hacia él una mano débil, vio el rojo fresco en sus dedos y su expresión se tornó salvaje. Estiró la mano hasta fuera del círculo de luz y empezó a debatirse, como queriendo incorporarse de la silla. Quiso tocar a Charles-. ¡Charley! -dijo, y un borboteo de sangre envolvió la palabra. Aferró el chaquetón de Charles y trató de empujarle hacia él. Pero Charles se resistió. Había permanecido todo aquel tiempo en la penumbra, con una expresión de terror fijo y espantoso en la cara. Al ver ahora las burbujas en los labios y las patillas del herido, la mano roja y resbaladiza que le agarraba del áspero cuello azul del chaquetón, se escabulló como una liebre. Se dio media vuelta y echó a correr. Corrió por el camino por donde yo le había traído: el pasillo hasta la tienda de Ibbs, y antes de que pudiéramos llamarle o darle alcance para retenerle, oímos que abría la puerta de golpe y aullaba, como una chica, en Lant Street:
-¡Asesinato! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinato!
Al oír esto, todos, excepto la señora Sucksby y Santana, nos echamos atrás. John se dirigió a la tienda.
-¡Demasiado tarde! -dijo Ibbs-. ¡Demasiado tarde! -Levantó la mano. John aguzaba el oído. Había entrado un remolino de viento caliente por la puerta abierta de la tienda, y transportaba consigo lo que al principio creimos que era el eco del alarido de Charles; luego el sonido se volvió más recio, y comprendí que era un grito de respuesta, quizás desde la ventana de una casa vecina. En un segundo se le sumó otro. Luego se le unió el peor ruido de todos para nosotros: el de un traqueteo, que crecía y se apagaba en las rachas de viento, y que se aproximaba.
-¡Los azules! —dijo John. Se volvió y se dirigió hacia Dainty- ¡Dainty, corre! -dijo. Ella se quedó quieta un segundo y luego, mientras corría hacia la salida trasera, fue abriendo cerrojos-. ¡Adelante! -dijo él, cuando ella miró atrás. Pero él no la acompañó. Al contrario, volvió adonde estaba Puck—. Podríamos transportarle -dijo a la señora Sucksby. John me miró a mí y luego a Santana- Podríamos transportarle entre todos, si nos damos prisa.
La señora Sucksby movió la cabeza. La de Puck colgaba sobre el pecho. La sangre burbujeaba todavía en sus labios; las burbujas reventaban y volvían a formarse.
-Sálvate tú -le dijo la señora Sucksby a John-. Llévate a Britt.
Pero él no se fue, y yo sabía -y todavía sé- que si se hubiera ido yo no le habría seguido. Era como si un hechizo me retuviese allí. Miré a Ibbs. Había corrido hasta la pared junto al brasero y, mientras yo le observaba, quitó uno de los ladrillos. Sólo más adelante descubrí que guardaba allí dinero, secretamente, en una pitillera vieja. Se la guardó dentro del chaleco. Empezó a mirar en derredor, la loza, los cuchillos y los tenedores, los adornos de las estanterías: buscaba todo lo que pudiera causar su perdición. No miró a Puck ni a la señora Sucksby. Tampoco me miró a mí; hubo un momento en que se me acercó y me apartó a un lado para alcanzar una taza de porcelana, y cuando la tuvo en la mano salió pitando hacia la puerta. Cuando Charlie Wag se levantó y lanzó un ladrido ahogado, Ibbs le dio una patada. Entretanto, el sonido de gritos y traqueteo se aproximaba. Puck levantó la cabeza. Tenía sangre en la barba, en la mejilla, en el rabillo del ojo.
-¿Oye eso? -dijo, débilmente,
-Sí, querido, lo oigo -dijo la señora Sucksby. Seguía arrodillada a su lado.
-¿Qué sonido es?
Ella le tomó las manos con las suyas, rojas.
-El sonido de la suerte -dijo.
Me miró a mí, y luego a Santana.
-Podéis huir.
Yo no dije nada. Santana negó con la cabeza.
-No de esto -respondió-. No ahora.
-¿Sabes lo que viene después?
Ella asintió. La señora Sucksby volvió a mirarme, miró de nuevo a Santana y cerró los ojos. Suspiró, como cansada.
-Haberte perdido una vez, querida mía -dijo-. Y ahora volver a perderte...
—¡No me perderá! -grité; y ella abrió mucho los ojos y sostuvo mi mirada un instante, como si no comprendiera. Miró a John, que tenía ladeada la cabeza.
-¡Aquí vienen! -dijo él.
Ibbs, al oírle, salió corriendo; pero no fue más lejos que el oscuro y pequeño traspatio, donde un policía le echó el guante y le trajo de vuelta a la casa; para entonces, otros agentes habían llegado a la cocina pasando por la tienda. Miraron a Puck, el orinal lleno de sangre y -algo que no habíamos pensado en recoger o esconder- el cuchillo, al que un puntapié había arrojado a la penumbra y cuya hoja estaba manchada de sangre, y movieron la cabeza: es lo que suele hacer la policía cuando ve cosas así en el barrio.
-Un asunto feo, ¿eh? -dijeron-. Pero que muy feo. Veamos hasta qué punto.
Cogieron a Puck por el pelo, le echaron hacia atrás la cabeza y le tomaron el pulso en el cuello. A continuación dijeron:
-Esto es un sucio asesinato. ¿Quién ha sido?
Santana se movió, o dio un paso. Pero John se movió más aprisa.
-Ha sido ella -dijo, sin vacilación. Tenía más morado que antes el punto de la mejilla donde había recibido el golpe. Levantó el brazo y señaló-. Lo ha hecho ella. Yo la he visto.
Señaló a la señora Sucksby. Yo le vi y le oí, pero no pude intervenir. Dije solamente: «¿Qué?», y creo que Santana también exclamó: «¿Qué?» o «¡Espera!». Pero la señora Sucksby se levantó de donde estaba, al lado de Puck. Su vestido de tafetán estaba empapado de sangre, y el broche de diamantes en su pecho se había convertido en un broche de rubíes. Tenía las manos rojas desde la yema de los dedos hasta la muñeca. Parecía el retrato de una asesina en un periodicucho de un penique.
-He sido yo -dijo—. Dios sabe que ahora lo lamento, pero lo he hecho yo. Estas chicas son inocentes, no saben una palabra de esto y no han hecho daño a nadie.
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Mensaje por monica.santander Lun Jun 09, 2014 1:38 pm

Pero que vueltas tiene esta historia!!!!
Me encanta!!
Saludos
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Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 1:46 pm

monica.santander escribió:Pero que vueltas tiene esta historia!!!!
Me encanta!!
Saludos
Me estaba debatiendo si ponerte nuevo cap o no... pero voy a ser buena y te voy a poner otro cap!!
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Mensaje por monica.santander Lun Jun 09, 2014 1:48 pm

jaja gracias
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Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 1:49 pm

Capitulo 10
Mi nombre, en aquellos tiempos, era Brittany Pierce. Ahora todo aquello ha terminado. La policía nos detuvo a todos, salvo a Dainty. Nos llevaron a todos y nos tuvieron en un calabozo mientras desmantelaban la cocina de Lant Street en busca de pruebas, montones de dinero y mercancía de peristas. Nos encerraron en celdas separadas, y todos los días venían a hacerme las mismas preguntas.
-¿Qué sabes del asesinado?
Dije que era amigo de la señora Sucksby.
-¿Llevas mucho tiempo en Lant Street?
Dije que había nacido allí.
-¿Qué viste la noche del crimen?
Aquí, sin embargo, siempre dudaba. A veces me parecía que había visto a Santana empuñar el cuchillo; otras, me parecía recordar que la había visto utilizarlo. Sé que la vi tocar el tablero de la mesa, sé que vi el brillo de la hoja. Sé que se apartó cuando Puck empezó a tambalearse. Pero la señora Sucksby también había estado allí y se había movido más deprisa que nadie, y algunas veces creía que era su mano la que yo recordaba haber visto proyectarse como un rayo... Al final dije la verdad escueta: que no sabía lo que había visto. Daba lo mismo, en definitiva. Tenían el testimonio de John Vroom y la propia confesión de la señora Sucksby. No me necesitaban. Al cuarto día de nuestra detención, me soltaron. A los demás los tuvieron más tiempo. A Ibbs le hicieron comparecer ante el juez. El juicio duró media hora. Le condenaron, después de todo, no por el botín que había dejado por toda la cocina -era demasiado bueno quitando etiquetas y eliminando sellos-, sino por culpa de algunos de los billetes que había en la pitillera. Eran billetes marcados. Resultó que la policía había estado vigilando desde hacía más de un mes el negocio de la tienda, y al final habían obligado a Phil -quien, como quizás recuerden, había jurado que bajo ningún concepto pasaría otra temporada entre rejas- a endosarle a Ibbs los billetes delatores. Ibbs fue declarado culpable de traficar con objetos robados, y le recluyeron en Pentonville. Conocía, por supuesto, a muchos de los presos que había allí, y cabía suponer que no lo pasaría nada mal entre ellos, pero ahí estaba lo más curioso: los rateros y atracadores que en la calle le habían estado tan agradecidos por obtener de él un chelín de más ahora se le pusieron totalmente en contra, y creo que Ibbs lo pasó muy mal. Fui a visitarle una semana después de que le encarcelaran. Me vio y se tapó la cara con las manos, y estaba, en general, tan cambiado y abatido, y me miraba de una forma tan extraña, que no pude soportarlo. No volví a visitarle. Su hermana, la pobre, fue descubierta por la policía en su cama de Lant Street, mientras registraban toda la casa. Todos nos habíamos olvidado de ella. La internaron en un pabellón de un hospital parroquial. La mudanza, sin embargo, le provocó una conmoción excesiva para ella, y se murió. A John Vroom no pudieron endilgarle ningún delito, excepto el antiguo de robar perros. Le cayeron seis noches en Tothill Fields y una tanda de azotes. Decían que inspiraba tanta aversión en la cárcel, que los celadores jugaron a las cartas para decidir quién tendría que azotarle; que, para divertirse, le propinaron uno o dos azotes más de los doce prescritos, y que, después, lloraba como un niño. Dainty fue a buscarle a la puerta de la cárcel y él le largó un puñetazo y le dejó un ojo morado. Gracias a él, no obstante, ella había escapado de Lant Street. No volví a hablar nunca con él. Alquiló en otra casa una habitación para él y para Dainty y no se cruzó conmigo. Sólo le vi una vez más, y fue en la sala del juicio contra la señora Sucksby. La vista se celebró muy rápidamente. Pasé las noches anteriores en Lant Street, despierta en mi antigua cama; en ocasiones Dainty volvía a dormir conmigo y a hacerme compañía. Era la única de mis antiguos compinches que lo hacía, ya que, por supuesto, todos los demás consideraban -por la historia que había circulado antes- que yo les había denunciado. Se supo que había alquilado aquel cuarto en la casa de enfrente a la de Ibbs, y que había vivido allí de una manera, al parecer, furtiva, durante casi una semana. ¿Por qué lo había hecho? Y además alguien dijo que me vieron corriendo, la noche del homicidio, con unos ojos de loca. Hablaron de mi madre y de la mala sangre que corría por mis venas. Ya no decían que yo era valiente, decían que era osada. Decían que no les hubiera sorprendido que hubiera sido yo la que, después de todo, había clavado el cuchillo, y que la señora Sucksby -que todavía me amaba como a un hija, a pesar de que yo le había salido rana había confesado y apechado con la culpa... Cuando salía a la calle en el barrio, la gente me maldecía. Una vez, una chica me arrojó una piedra. En cualquier otro momento, todo esto me habría roto el corazón. Ahora, me daba igual. Sólo pensaba en una cosa, y era en ver a la señora Sucksby lo más a menudo posible. La habían recluido en el presidio de Horsemonger Lañe; yo me pasaba el día entero allí: sentada en el escalón de la entrada cuando era demasiado pronto para las visitas; hablando con las celadoras o con el hombre que iba a defenderla ante la justicia. Nos lo había buscado algún compinche de Ibbs; decían que con frecuencia salvaba de la horca a los peores malhechores. Pero él me dijo, francamente, que nuestro caso pintaba mal.
-Lo máximo que podemos esperar -dijo- es que el juez muestre clemencia debido a su edad.
Más de una vez le dije:
-¿Y si pudiera probarse que ella no lo hizo?
El había movido la cabeza.
-¿Dónde está la prueba? -había dicho-. Además, ella ha confesado. ¿Por qué lo hizo?
Yo no lo sabía, y no pude contestar. Entonces él me dejaba en la puerta de la cárcel y se marchaba precipitadamente, salía a la calle y llamaba a un coche; yo le miraba irse con las manos en la cabeza, porque su grito, y el estruendo de cascos y ruedas, el ajetreo de la gente y hasta las mismas piedras que había bajo mis pies me resultaban ásperos, ruidosos, y más duros y veloces de lo que tenían que haber sido en aquel momento. Muchas veces me paraba a recordar a Puck, agarrándose la herida en el estómago y mirando con ojos incrédulos nuestras caras incrédulas. «¿Cómo ha ocurrido esto?», había dicho. Ahora yo quería decirles a cuantas personas veía: ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Por qué estáis ahí mirando? Habría escrito cartas si hubiera sabido escribir y a quién enviarlas. Habría ido a la casa del hombre que iba a juzgar el caso si hubiera sabido dónde vivía. Pero no hice nada semejante. El poco consuelo que hallé me lo brindaba estar junto a la señora Sucksby; y la cárcel, aunque tan lúgubre -tan oscura e inhóspita—, al menos era silenciosa. Pasaba allí más tiempo del que estaba permitido gracias a la bondad de las celadoras: creo que me tenían por más joven y menos bribona de lo que yo era. «Aquí está su hija», decían, abriendo los cerrojos de la celda de la señora Sucksby; y, cada vez, ella levantaba enseguida la cabeza y escudriñaba mi cara, o bien miraba por encima de mi hombro, con una expresión angustiada, como si -pensaba yo- no diera crédito del todo a que me hubieran consentido entrar y en serio tuvieran la intención de permitir que me quedara. Luego pestañeaba y procuraba sonreír.
-Querida niña. ¿Vienes sola?
-Sola -respondía yo.
-Qué bien -decía ella, al cabo de un momento, y me cogía la mano-. ¿No te parece? Tú y yo solas. Qué bien.
Le gustaba estar sentada con mi mano entre las suyas. No le gustaba hablar. Cuando al principio yo lloraba y maldecía, y le suplicaba que se desdijera de su confesión, mis palabras parecían disgustarla tanto que yo temía que cayera enferma.
-Nada más -decía, con la cara muy pálida y rígida en torno a la boca-. Lo he hecho y se acabó. No quiero oír nada más al respecto.
Así que yo me acordaba de su mal genio y me callaba, y me limitaba a acariciar sus dedos con los míos. Los de ella me parecían más delgados, cada vez que la veía. Las celadoras decían que casi no probaba las comidas. Me inquietaba más de lo que puedo decir ver cómo desmedraban aquellas manazas suyas: me parecía que todo, que iba tan mal, se solucionaría si las manos de la señora Sucksby recobraban su hermosura de antes. Yo había gastado todo el dinero que había en la casa de Lant Street en buscarle un abogado; pero el que me agenciaba ahora por medio de préstamos o empeñando cosas lo dedicaba a comprar manjares que pudiesen tentarla: gambas, salchichas especiadas, budines de sebo. Un día le llevé un ratón de azúcar, creyendo que se acordaría de aquella vez en que me había acostado y me había hablado de la Nancy de Oliver Twist. No creo que se acordara, sin embargo; no hizo más que cogerlo y dejarlo a un lado, distraídamente, diciendo que lo probaría más tarde, como hacía con todo lo demás. Al final las celadoras me dijeron que me ahorrase el dinero. Ella les regalaba los platos que yo le llevaba. Muchas veces me tomaba la cara con sus manos. Muchas veces me besaba. En un par de ocasiones me estrechó fuerte y pareció que estaba a punto de hablarme de algo horrible; pero siempre, al final, desistía. Aunque hubiese cosas que podría haberle preguntado -aunque me preocupasen ideas extrañas y dudas-, guardaba silencio, al igual que ella hacía. Ya era mala la situación, por sí sola; ¿para qué empeorarla? En cambio, hablábamos de mí; de lo que debía hacer ahora y en el futuro.
-¿Te quedarás en la casa de Lant Street? -preguntaba.
-¡Cómo no! -respondía yo.
-¿No piensas marcharte?
-¿Marcharme? Qué va, pienso tenerla preparada para el día en que la dejen en libertad...
No le dije lo cambiada que estaba la casa ahora que ella, Ibbs y la hermana de Ibbs se habían ido. No le dije que los vecinos ya no hacían visitas; que una chica me había tirado una piedra; que había gente -forasteros— que venían a plantarse durante horas seguidas en las puertas y ventanas, con la esperanza de vislumbrar el sitio donde Puck había muerto. No le dije el trabajo que nos había costado, a Dainty y a mí, borrar las manchas de sangre del suelo, que lo habíamos lavado y relavado; los cubos de agua que habíamos cargado, púrpuras; que al final lo habíamos dejado, porque el fregoteo constante empezaba a levantar la superficie de las tablas y a infiltrar en la madera clara que había debajo un color rosa horrible. No le dije la cantidad de sitios -las paredes, el techo-, y de cosas –los cuadros de las paredes, los objetos de adorno en la repisa de la chimenea, los platos, los cuchillos y los tenedores- que habíamos encontrado salpicados de manchas y gotas de la sangre del muerto. Y tampoco le dije que, mientras barría y fregoteaba la cocina, había dado por casualidad con miles de recordatorios de mi vida pasada -pelos de perro, esquirlas de tazas rotas, peniques falsos, naipes, los cortes en el marco de la puerta que había hecho la navaja de Ibbs para marcar mi estatura a medida que iba creciendo-; ni que cada vez que hacía un nuevo hallazgo, me tapaba la cara y lloraba. De noche, si es que dormía, soñaba con crímenes. Soñaba que mataba a un hombre y que tenía que recorrer las calles de Londres con su cuerpo en una bolsa demasiado pequeña para contenerlo. Soñaba con Puck. Soñaba que le encontraba entre las tumbas de la pequeña capilla roja de Briar y que él me enseñaba la de su madre. La sepultura tenía una cerradura y yo tenía una llave ciega y una lima y debía recortar una copia de la llave; y todas las noches emprendía la tarea sabiendo que tenía que trabajar rápido, muy rápido; y todas las veces, cuando la llave casi estaba hecha, acontecía algún extraño desastre: la llave se encogía o se volvía demasiado grande, la lima se ablandaba entre mis dedos; había un corte -el último- que no lograba hacer, que nunca hacía a tiempo... Demasiado tarde, decía Puck. Una vez, la voz era de Santana. Demasiado tarde. Yo miraba, pero no la veía. No la había visto desde la noche en que murió Puck. No sabía dónde estaba. Sabía que la policía la había retenido más tiempo que a mí, pues ella les dijo su nombre, y salió en los periódicos; y, por supuesto, el doctor Christie lo vio. Lo supe por las celadoras de la cárcel. Todo había salido a relucir: que era la mujer de Puck, y que supuestamente había estado en un manicomio y se había escapado, y que la policía no sabía muy bien qué hacer con ella, si soltarla, internarla como a una lunática, o qué otra cosa. El doctor Christie dijo que sólo él podía decidirlo, conque le llamaron para que la examinara. Casi me da un ataque cuando me enteré de eso. Seguía sin poder acercarme a una bañera. Pero ocurrió lo siguiente: nada más echar una ojeada a Santana, el doctor se tambaleó y se puso pálido; luego declaró que estaba sólo muy emocionado al verla tan perfectamente curada. Dijo que aquello demostraba la bondad de sus métodos. Hizo que los diarios publicasen detalles de su centro psiquiátrico. A raíz de esto consiguió cantidad de pacientes nuevas, creo, y se labró una fortuna. Santana, por su parte, fue puesta en libertad; después pareció esfumarse. Presumí que había vuelto a Briar. Sé que nunca volvió a Lant Street. Supuse que estaría asustadísima, ya que, desde luego, yo la habría estrangulado si hubiese vuelto. Sin embargo, me preguntaba si volvería. Me lo preguntaba todos los días. «Quizás hoy», pensaba cada mañana, «sea el día en que vuelva.» Y todas las noches: «Quizás mañana...» Pero, como he dicho, no vino nunca. Lo que sí llegó fue el día del juicio. Se celebró a mediados de agosto. El sol había sido abrasador durante todo aquel verano atroz, y la sala -atestada de espectadores- era estrecha: cada hora llamaban a un hombre para que echara un cubo de agua en el suelo, con idea de enfriarlo. Yo estaba sentada con Dainty. Había confiado en que me dejaran sentarme en el banquillo de acusados con la señora Sucksby para tenerla cogida de la mano, pero los policías se me rieron en la cara cuando les pedí esto. La obligaron a sentarse sola, y cuando la traían y la sacaban de la sala le ponían las esposas. Llevaba un vestido gris carcelario que hacía que su cara pareciese casi amarilla, pero su pelo plateado relucía contra las paredes de madera oscura de la sala. Se acoquinó la primera vez que entró y vio a la multitud de desconocidos que habían acudido a presenciar su proceso. Luego encontró mi cara entre ellos y pensé que recobraba un poco el aplomo. Sus ojos, a partir de entonces, buscaban los míos a medida que transcurría la jornada, aunque también le vi recorrer con la mirada la sala, como en busca de otros ojos. Al final, sin embargo, siempre bajaba la mirada. Cuando habló, lo hizo con voz débil. Dijo que había acuchillado a Puck en un momento de cólera a raíz de una pelea por el dinero que él le debía del alquiler de una habitación.
-¿Se ganaba la vida alquilando habitaciones? -le preguntó el fiscal.
-Sí -dijo ella.
-¿Y no como perista de objetos robados, ni con la crianza ilícita (vulgarmente llamada cría) de bebés huérfanos?
-No.
Entonces comparecieron hombres que declararon que la habían visto, en diferentes ocasiones, con diversos objetos robados; y -lo que aún era peor- encontraron mujeres que juraron que le habían confiado niños que muy poco después habían muerto... Luego habló John Vroom. Le habían puesto un traje con el que parecía un oficinista, y llevaba el pelo peinado y abrillantado; parecía más niño que nunca. Dijo que había sido testigo de todo lo que aconteció, la fatídica noche de autos, en la cocina de Lant Street. Había visto clavar el cuchillo a la señora Sucksby. Ella había exclamado: «¡Toma, canalla!» Y la había visto con el cuchillo en la mano, durante un minuto como mínimo, antes de agredirle.
-¿Al menos un minuto? -dijo el fiscal-. ¿Está seguro? ¿Sabe cuánto dura un minuto? Mire al reloj de ahí. Observe el movimiento de la aguja... Todos la miramos avanzar. La sala guardó silencio. Nunca he vivido un minuto más largo. El fiscal volvió la vista hacia John.
-¿Tan largo como esto? -dijo.
John rompió a llorar.
-Sí, señor -dijo a través de las lágrimas.
Luego le mostraron el cuchillo, para que dijera que era el del crimen. La multitud empezó a murmurar cuando lo vio y cuando John se enjugó los ojos, lo miró y asintió, una mujer se desmayó. El arma fue mostrada a todos los miembros del jurado, uno tras otro, y el fiscal dijo que debían tomar nota de que la hoja estaba más afilada de lo que era normal que estuviese un cuchillo de aquellas características, y que por estar tan afilado la herida de Puck había sido tan grave. Dijo que aquello hacía pedazos la historia de la señora Sucksby sobre la disputa, ya que demostraba la existencia de premeditación... Al oír esto, a punto estuve de levantarme de mi asiento. Capté la mirada de la señora Sucksby. Ella movió la cabeza con una expresión tan suplicante de que me callara que le obedecí; y de este modo no se habló de que el cuchillo estaba afilado, no porque ella lo hubiese afilado, sino porque yo lo había hecho. No me llamaron a testificar. La señora Sucksby no lo consintió. Llamaron a Charles; pero lloró tanto y temblaba de tal forma que el juez le declaró incapacitado. Le mandaron de vuelta a la casa de su tía. A nadie le preguntaron por mí ni por Santana. Nadie mencionó Briar o al anciano señor López. Nadie se presentó a decir que Puck era un malhechor, que había tratado de robar una herencia y que había arruinado a gente mediante la venta de mercancías falsificadas. Le describieron como un joven decente, con un futuro prometedor; dijeron que la señora Sucksby se lo había arrebatado por pura avaricia. Hasta encontraron a su familia, y llevaron a declarar a sus padres; y no se lo creerán, pero resultó que todo lo que contaba de que era hijo de un caballero era una patraña. Su padre y su madre eran dueños de una pequeña mercería en una calle que salía de Holloway Road. Su hermana daba clases de piano. Su verdadero nombre no era Noah Puckerman: era Frederick Bunt. Los periódicos publicaron su retrato dibujado. Se dijo que chicas de todos los rincones de Inglaterra lo habían recortado y lo llevaban cerca del corazón. Pero cuando yo vi aquel retrato -y cuando oía a la gente hablar del espantoso asesinato del tal Bunt, y de vicios y de trapicheos sórdidos—, me dio la impresión de que hablaban de otra cosa, de algo totalmente distinto, y no de Puck, herido por error en mi propia cocina, rodeado de toda mi gente. Incluso cuando el juez mandó deliberar al jurado y aguardamos, y vimos a los periodistas aprestarse para correr con el veredicto en cuanto fuese anunciado; incluso cuando el jurado regresó, al cabo de una hora, y uno de ellos se levantó y pronunció la respuesta de todos en una sola palabra; incluso cuando el juez se cubrió la peluca de crines de caballo con un paño negro, y formuló el deseo de que Dios se apiadase del alma de la señora Sucksby; incluso entonces no sentí en realidad lo que supondrían que debí sentir; no creí, pienso, que todos aquellos señores oscuros y sobrios que pronunciaban todas aquellas palabras graves y monótonas pudiesen captar el espíritu y el calor y el colorido de la vida de personas como yo y la señora Sucksby. Le miré la cara; y vi que ya casi le habían abandonado el espíritu, el calor y el color. Miraba desalentada a su alrededor, a los espectadores que murmuraban, creo que buscándome, y me levanté y alcé la mano. Pero ella me vio y su mirada, como había hecho antes, continuó buscando: la vi vagar por la sala, como si buscase a alguien o algo distinto; por último se calmó y pareció aclararse, y yo seguí sus ojos y distinguí, al fondo de las filas del público, a una chica toda vestida de negro, con un velo que en ese momento se estaba bajando: era Santana. La vi cuando no esperaba verla: y les diré lo siguiente, que mi corazón se abrió; luego me acordé de todo y volvió a cerrarse. Parecía desdichada; menos mal, pensé. Estaba sentada sola. No hizo ninguna señal; a mí, me refiero, y tampoco a la señora Sucksby. Nuestro abogado me llamó entonces para estrecharme la mano y decir que lo sentía. Dainty lloraba y para caminar necesitó la ayuda de mi brazo. Cuando miré de nuevo a la señora Sucksby, tenía la cabeza hundida en el pecho; y cuando busqué a Santana, ya se había ido. La semana que vino después no la recuerdo como una semana, sino como un único y largo día interminable. Fue un día sin sueño, pues ¿cómo iba a dormir cuando el sueño quizás alejase mis pensamientos de la señora Sucksby, que pronto iba a morir? Fue un día, casi, sin oscuridad, porque mantenían luces encendidas en su celda durante toda la noche; y en las horas en que no podía estar con ella, yo dejaba luces encendidas en Lant Street, todas las luces que había en la casa y todas las que pedí prestadas. Sentada a solas, me ardían los ojos. Observaba, como si ella estuviese enferma a mi lado. Apenas comía. Apenas me cambiaba de ropa. Cuando caminaba, era para ir a toda prisa a Horsemonger Lañe, a estar con ella; o para volver lentamente, después de haberla visitado. Ahora la tenían, por supuesto, en la celda de condenados, acompañada siempre por una u otra de un par de celadoras. Eran lo bastante afables, me figuro; pero eran mujerotas robustas, como las enfermeras del doctor Christie, y llevaban delantales de lona, y tenían llaves: me amedrentaba mirarles a los ojos, y me parecía que mis antiguas contusiones empezaban a dolerme. Una vez más, no conseguía que me gustasen por sí mismas, ya que sin duda, si eran personas que valían la pena, ¿no deberían abrir la puerta para que la señora Sucksby se marchara? Al contrario, la tenían encerrada para que unos hombres viniesen a ahorcarla. Sin embargo, yo procuraba no pensar en eso; o, mejor dicho, descubrí que no podía pensar en ello, no podía creerlo. No sé si la señora Sucksby, por su parte, lo rumiaba. Sé que le enviaron al capellán de la prisión y que pasó unas horas con él; pero nunca me dijo lo que él le había dicho o si le proporcionó algún consuelo. Ahora más que nunca parecía no tener ganas de hablar, sino sólo de sentir el suave contacto de mi mano en la suya; aunque ahora más que nunca, cuando me miraba, su mirada a veces parecía empañarse, y se sonrojaba y se debatía como si cargase con el peso terrible de cosas silenciadas... Pero únicamente me dijo una que quería que yo recordase, y me la dijo el penúltimo día, el último en que la vi. Fui a verla con el corazón casi deshecho, pensando que la encontraría deambulando por la celda o empujando los barrotes de la ventana; de hecho, estaba tranquila. Era yo la que lloraba, y ella estaba sentada en una silla; y me dejó que me arrodillara con la cabeza en su regazo y me puso la mano en el pelo, le quitó los alfileres y lo dejó caer suelto hasta que quedó extendido sobre sus rodillas. Yo no había tenido ánimos para rizarlo. Me parecía que nunca volvería a tenerlos.
-¿Cómo voy a sobrevivir sin usted, señora Sucksby? -dije.
Noté que un ligero temblor la recorría.
-Mejor que conmigo -susurró entonces.
-¡No!
Ella asintió.
-Mucho mejor.
-¿Cómo puede decir eso? Si me hubiera quedado con usted, si nunca hubiera ido con Puck a Briar... ¡Oh, nunca debiera haberme alejado de su lado!
Oculté la cara en los pliegues de su falda y lloré de nuevo.
-Chitón, ahora -dijo ella. Me acarició la cabeza-. Silencio, ahora...
Notaba en la mejilla la aspereza de su vestido, y en el costado la dureza de la silla. Pero dejé que me sosegara como si yo fuese una niña; y por fin las dos nos callamos. Había una ventanita, en lo alto del muro de la celda, por la que entraban dos o tres franjas de luz del día: observamos cómo reptaban por las losas de piedra del suelo. No sabía que la luz reptase de aquel modo. Eran como dedos. Y cuando habían cruzado una pared a la otra, oí una pisada y luego noté que una celadora me ponía la mano en el hombro.
-Es la hora -murmuró-. Despídase. ¿De acuerdo?
Nos levantamos. Miré a la señora Sucksby. Tenía la mirada clara todavía, pero las mejillas, en un instante, habían cambiado: estaban grises y húmedas como arcilla. Empezó a temblar.
-Querida Britt -dijo-, has sido buena conmigo... -Me atrajo hacia ella y me puso la boca contra mi oído. Ya estaba fría como la boca de un cadáver, pero dio un tirón, como si hubiese estado paralizada-. Querida niña... -comenzó, con un susurro entrecortado. Casi me eché hacia atrás. ¡No lo diga!, pensé, aun cuando no sé si habría sabido decirle qué era lo que quería que ella no dijera; sólo sabía que de repente tenía miedo. ¡No lo diga! Me estrechó más fuerte-. Querida niña... -El susurro se volvió más virulento-. Mírame, mañana -dijo-. Mírame. No te tapes los ojos. Y luego, si oyes decir cosas malas de mí cuando ya no esté, haz memoria...
-¡Lo haré! -dije. Lo dije medio aterrada y medio aliviada-. ¡Lo haré!
Fueron las últimas palabras que le dije. Supongo que luego la celadora volvió a ponerme la mano en el hombro y me condujo, trastabillando, al corredor que había al otro lado de la puerta. Recuerdo que a continuación atravesé el patio de la cárcel, y .que al sentir el sol en la cara -y lanzar un grito, y volverme-, pensé en lo raro e injusto y terrible que era que el sol brillase, siguiera brillando, incluso entonces, incluso allí... Se oyó la voz de una celadora. Oí el ruido, no las palabras. Estaba preguntando algo a su colega, a mi lado. Esta asintió.
-Una de ellas -dijo, mirándome de reojo-. La otra ha venido esta mañana...
Sólo más adelante me pregunté lo que esto significaba. En aquel momento estaba tan aturdida y era tan desgraciada que no me preguntaba nada. Regresé andando, en una especie de trance, a Lant Street..., procurando en lo posible caminar en las sombras, no bajo el sol ardiente. En la entrada de la tienda de Ibbs encontré a unos chicos dibujando sogas en el escalón, con tiza... Al verme huyeron corriendo y dando gritos. Estaba acostumbrada a aquello, sin embargo, y les dejé correr, pero borré con el pie las sogas. Una vez dentro, tardé un minuto en recobrar el aliento mientras miraba a mi alrededor: al mostrador del cerrajero, cubierto de polvo; a las herramientas y las plantillas de llaves, que habían perdido su brillo; y a la cortina de plantillas de llaves, que habían perdido su brillo; y a la cortina de paño, que se había desprendido de sus anillas y estaba colgando. Cuando crucé la cocina, mis pasos crujieron: en algún momento -no sabría decir cuándo- habían derribado al brasero de su peana, y había todavía carbones y cenizas desperdigados por el suelo. Parecía una tarea demasiado rutinaria barrerlos y poner el brasero en su sitio, pues de todas formas el suelo estaba destrozado, roto y con boquetes en las partes donde la policía había levantado tablones. Debajo de ellos estaba oscuro, a menos que acercases una luz: entonces se veía tierra, dos palmos de tierra; húmeda, con huesos y conchas de ostras, escarabajos y gusanos retorciéndose. La mesa había sido empujada hasta el rincón del cuarto. Me senté ante ella, en la vieja mecedora de la señora Sucksby. Charley Wag estaba debajo de la mesa; pobre Charley Wag, no había vuelto a ladrar desde que Ibbs le había tirado de la correa con tanta violencia; al verme ahora, movió el rabo y vino a que le rascara las orejas, pero luego se escabulló y se tumbó con la cabeza entre las pezuñas. Estuve sentada, tan quieta y callada como él, durante casi una hora; después vino Dainty. Traía la cena para las dos. Yo no la quería, ni tampoco ella, pero como había robado un bolso para comprarla, saqué boles y cucharas y la tomamos despacio, en silencio, mirando continuamente el reloj -el viejo reloj holandés sobre la repisa de la chimenea-, que sabíamos que sonaba con su cadencia habitual, apurando las últimas horas de vida de la señora Sucksby... Quería sentirlas, si podía, quería sentir cada minuto, cada segundo.
-¿No me dejas quedarme? -dijo Dainty, cuando le llegó la hora de irse-. No me parece bien que te quedes aquí sola.
Pero yo le dije que quería estar así, y ella finalmente me dio un beso y se fue, y otra vez nos quedamos solos Charley Wag y yo en la casa, e iba oscureciendo a nuestro alrededor. Encendí más luces. Pensé en la señora Sucksby, en su celda iluminada. Pensé en ella en todos los momentos en que la había visto, no allí, en la cárcel, sino aquí, en su propia cocina: dando a los bebés la dosis, sorbiendo té, levantando la cara para que yo pudiese besarla. La rememoré trinchando carne, enjugándose la boca y bostezando... El reloj seguía emitiendo su tictac, más rápido y más sonoro que nunca. Descansé la cabeza en la mesa, encima de mis brazos. ¡Qué cansada estaba! Cerré los ojos. No pude evitarlo. Quería mantenerme despierta, pero cerré los ojos y me dormí. Por una vez, dormí sin soñar; me despertó un sonido curioso: pasos y arrastrar de pies; y voces que se alzaban y se apagaban fuera, en la calle. Pensé, en mi duermevela: «Debe de ser fiesta, debe de haber una feria. ¿Qué día es hoy?» Entonces abrí los ojos. Las velas que había encendido se habían consumido, y sus llamas eran como fantasmas, pero al verlas recordé dónde estaba. Eran las siete de la mañana. La señora Sucksby iba a ser ahorcada tres horas más tarde.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Lun Jun 09, 2014 3:13 pm

Gracias por el capitulo me gusto mucho!!!
Saludos, seria demasiado seguir pidiendo capítulos???
monica.santander
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Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 3:29 pm

monica.santander escribió:Gracias por el capitulo me gusto mucho!!!
Saludos, seria demasiado seguir pidiendo capítulos???
Mmm, bueno anda, hoy me siento generosa, te voy a dar otro cap ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Lun Jun 09, 2014 3:31 pm

Capitulo 11
La gente a la que oía se encaminaba hacia Horsemonger Lañe, para coger sitio en la ejecución. Antes habían venido a Lant Street, a echar un vistazo a la casa. Vino mucha gente a medida que avanzaba la mañana. «¿Fue aquí?», les oía decir. Y luego: «Este es el sitio exacto. Dicen que la sangre salía tan rápido y tan fuerte que manchó todas las paredes.» «Dicen que el fulano asesinado maldecía al cielo.» «Dicen que la mujer asfixiaba a bebés.» «Dicen que él no le pagaba el alquiler.» «Da escalofríos, ¿eh?» «El tipo se lo tenía merecido.» «Dicen...» Llegaban, se paraban un minuto y pasaban de largo; algunos buscaban el camino hasta el traspatio y manipulaban en la puerta de la cocina, se asomaban a la ventana para intentar ver algo a través de las rendijas de los postigos, pero yo lo tenía todo cerrado a cal y canto. No sé si sabían que yo estaba dentro. De vez en cuando un chico gritaba: «¡Déjenos entrar! ¡Le damos un chelín si nos enseña la habitación!» y: «¡Hu, hu, soy el fantasma del tipo que apuñalaron, que he venido a perseguirte!», pero creo que lo hacían para hacer rabiar a sus amigos, no para chincharme a mí. Aborrecía oírles, de todos modos; Charley Wag, el pobre, se colocaba a mi lado, tiritaba, asustado, y trataba de ladrar cada vez que llamaban o probaban a abrir un picaporte. Al final le llevé arriba, donde los ruidos se oían menos. Pero al cabo de un rato se volvieron aún más débiles, y eso fue peor, porque significaba que la gente se había ido a coger sitio y que casi era la hora de la ejecución. Dejé a Charley y subí sola el siguiente tramo de escaleras; las subí despacio, como si tuviese las piernas de plomo; me quedé parada en la puerta del desván, con miedo a entrar. Allí estaba la cama donde yo había nacido. Allí estaba el lavabo, el pedazo de hule clavado en la pared. La última vez que había subido allí, Puck estaba vivo y bailaba abajo con John y con Dainty. Yo había ido a la ventana, pegado el pulgar al cristal y prensado la escarcha hasta convertirla en agua sucia. La señora Sucksby había venido a acariciarme el pelo... Ahora también fui a la ventana. Fui, miré y casi me desmayo, pues las calles del barrio, que la otra vez habían estado oscuras y desiertas, ahora resplandecían, llenas de gente -¡qué cantidad de gente!-, gente de pie en la calle, deteniendo el tráfico; y, a su lado, gente en las paredes, los alféizares, subida a postes, árboles, chimeneas. Algunos levantaban a niños en alto, otros estiraban el cuello para ver mejor. La mayoría hacía visera en la frente con las manos, para que no les deslumbrara el sol. Todas las caras miraban en la misma dirección. Estaban mirando al tejado de la entrada de la cárcel. El patíbulo ya estaba armado y la soga puesta. Un hombre daba vueltas, examinando la trampilla. Observé lo que hacía, con algo de sosiego y sintiendo casi náuseas. Recordé lo que la señora Sucksby me había pedido en sus últimas palabras: que tenía que mirarla. Le había dicho que lo haría. Yo había pensado que no lo aguantaría. Parecía una cosa tan fácil, comparado con lo que ella tenía que sufrir... Ahora el hombre había cogido la soga con la mano y estaba comprobando su longitud. La multitud estiraba aún más el cuello para ver. Empecé a sentir miedo. Sin embargo, seguía pensando que miraría hasta el final. Seguía diciéndome: «Miraré. Miraré.» Ella lo había hecho con mi madre; yo lo haría por ella. ¿Qué otra cosa podía hacer por ella? Pero lo dije; y llegaron las lentas, regulares campanadas de las diez. El hombre bajó del tejado, abrieron la puerta que daba a la escalera de la cárcel, el capellán apareció en el tejado y después la primera de las celadoras. Yo no podía, no podía mirar. Di la espalda a la ventana y me tapé la cara con las manos. Supe lo que siguió por los sonidos que se elevaron de las calles. El gentío se había quedado callado al sonar la hora y aparecer el capellán; ahora les oí lanzar silbidos y abucheos, dirigidos, como yo sabía, al verdugo. Oí la rapidez con que se esparcía el sonido entre la multitud, como aceite sobre agua. Cuando los abucheos subieron de volumen, supe que el verdugo había hecho alguna señal o reverencia. Luego, en un instante, el sonido volvió a oírse, recorrió las calles más deprisa, como un escalofrío, como un estremecimiento; resonó la consigna: «¡Fuera sombreros!», mezclada con horripilantes carcajadas. La señora Sucksby ya debía de haber aparecido. Estaban intentando verla. Se me agravó la náusea al imaginar todos aquellos ojos de extraños saliéndose de sus órbitas para ver la figura que ella ofrecía, pero sin que yo misma fuera capaz de mirar; no podía, no podía. No podía volverme ni despegar de la cara mis manos sudorosas. Oí que las risas se transformaban en murmullos y peticiones de silencio: eso significaba que el capellán estaba rezando. El silencio prosiguió, se prolongó. Los latidos de mi corazón parecían llenarlo. Después se pronunció el amén; y mientras esta palabra estaba recorriendo todavía las calles, otras partes de la muchedumbre -las que estaban más cerca de la cárcel y veían mejor- emitieron una especie de murmullo intranquilo. El murmullo creció, impulsado por todas las gargantas..., y luego se convirtió en algo más parecido a un gimoteo o quejido..., Y supe que significaba que la habían subido al cadalso; que le estaban atando las manos, tapándole la cara y poniendo la soga alrededor del cuello... Y entonces, y entonces hubo un momento —sólo un instante, menos tiempo del que se tarda en decirlo- de perfecto y atroz silencio: cesaron los lloros de los bebés, cesó la contención de los alientos, las palmadas en corazones y bocas abiertas, la lentitud de la sangre, el rechazo de la idea: no puede ser, no va a ser, no lo harán, no pueden... Y a continuación, en el acto, rapidísimo, el ruido de la caída y los gritos cuando se produjo; el jadeo quejumbroso cuando la soga llegó a su longitud máxima, como si la muchedumbre tuviese un estómago único y una mano gigantesca le hubiese asestado un puñetazo. Ahora sí abrí los ojos, justo un segundo. Los abrí, me volví y vi..., no a la señora Sucksby, sino lo que podría haber sido un maniquí suspendido, ataviado para que pareciese una mujer, con un corsé y un vestido, pero con los brazos inertes y una cabeza caída como una bolsa de lona rellena de paja... Me aparté de la ventana. No lloré. Fui a la cama y me eché. Los sonidos volvieron a cambiar, a medida que la gente iba recuperando el resuello y la voz: abrieron la boca, soltaron a sus bebés, comenzaron a moverse y a bailar. Hubo más abucheos, más gritos, más risas horribles; y, por último, vítores. Creo que yo también había aplaudido en otros ahorcamientos. Nunca pensé en lo que significaban aquellas aclamaciones. Ahora, al escuchar aquellos burras, me pareció que, incluso en mi aflicción, los comprendía. Lo mismo habrían podido gritar: Está muerta. La idea se elevaba, más veloz que la sangre, en todos los corazones. Está muerta... y nosotros vivos. Dainty volvió esa noche para traerme la cena. No la probamos. Lo único que hicimos fue llorar juntas y hablar de lo que habíamos visto. Ella lo había presenciado desde un sitio cercano a la cárcel, en compañía de Phil y de algunos otros sobrinos de Ibbs. John había dicho que sólo los pipiolos lo veían desde allí. Dijo que conocía a un hombre que tenía un tejado, y se subió a él. No estaba muy segura de que hubiese visto la ejecución; pero no se lo dije a Dainty. Ella lo había visto todo, salvo la caída final. Phil, que lo presenció todo, dijo que había sido una caída limpia. Pensaba que era verdad, en definitiva, lo que la gente decía del modo en que el verdugo hacía el nudo cuando tenía que ahorcar a mujeres. Todo el mundo convino, en cualquier caso, en que la señora Sucksby se había mantenido muy entera y había tenido una muerte muy digna. Recordé aquel maniquí colgante, con el corsé y el vestido muy prietos, y me pregunté cómo hubiéramos podido saberlo si ella se hubiese estremecido y pataleado. Pero era algo en lo que no había que pensar. Había otras cosas de las que ocuparse ahora. De nuevo me había convertido en una huérfana y, como los huérfanos en todas partes, en las dos o tres semanas que siguieron tuve que mirar a mi alrededor, alicaída; tuve que comprender que el mundo era cruel y oscuro, y que tenía que buscarme la vida completamente sola. No tenía dinero. El alquiler de la tienda y de la casa quedó impagado en agosto: un hombre había venido a aporrear la puerta, y sólo se había ido porque Dainty se destapó los brazos y dijo que le iba a zurrar la badana. Nos había dejado en paz desde entonces. Creo que la casa había adquirido fama de haber sido el escenario de un asesinato, y que nadie quería arrendarla. Pero yo sabía que, andando el tiempo, lo harían. Sabía que el hombre volvería algún día, con otros hombres, y que forzaría la puerta. ¿Dónde viviría yo entonces? ¿Cómo me las apañaría por mi cuenta? Supuse que tendría que encontrar un empleo fijo, en una lechería, una tintorería o una peletería. Nada más pensarlo, sin embargo, me daban ganas de vomitar. Todo el mundo en mi ambiente sabía que el trabajo fijo era sólo otra forma de que te robaran y de morirte de aburrimiento. Prefería seguir con mis chanchullos. Dainty dijo que conocía a tres chicas que trabajaban robando en las calles. Formaban una banda que operaba en Woolwich, y buscaban un cuarto miembro... Pero lo dijo sin mirarme a los ojos, porque las dos sabíamos que el oficio de ratera era de baja estofa comparado con lo que yo solía hacer. Pero no tenía otra cosa, y pensé que quizás podría resultar. No tenía ánimos para encontrar algo mejor. No tenía ánimos ni fuerza para nada. Pedazo a pedazo, todo lo que quedaba en Lant Street fue desapareciendo: empeñado o vendido. ¡Todavía llevaba el vestido estampado que le había robado a la mujer del campo! Y ahora me sentaba peor que nunca, porque no sólo había adelgazado en la clínica del doctor Christie, sino también después. Dainty decía que estaba tan flaca que si conseguías ensartarme un hilo de algodón podías coser conmigo. De modo que cuando empaqué las cosas que quería llevarme a Woolwich, no quedaba casi nada. Y cuando pensé en las personas a las que debía visitar para despedirme, no se me ocurría nadie. Sólo había una cosa que sabía que tenía que hacer antes de irme, y era recoger las pertenencias de la señora Sucksby en Horsemonger Lañe. Me acompañó Dainty. Pensé que yo sola no podría cargar con todo. Fuimos a la cárcel un día de septiembre, más de un mes después del juicio. Londres había cambiado desde entonces. Habíamos entrado en otra estación, y los días se volvían más fríos. Las calles estaban llenas de polvo y paja, y de hojas curvadas. La cárcel parecía más oscura y tétrica que nunca. Pero el portero me conocía, y me dejó entrar. Creo que me miró con compasión. Lo mismo hicieron las celadoras. Tenían ya preparadas las cosas de la señora Sucksby, en un paquete de papel encerado y atado con cuerdas. «Entregado a la hija», dijeron, escribiendo en un libro, y me hicieron poner mi nombre debajo. Después de mi estancia en el manicomio, sabía escribir mi nombre tan rápido como cualquiera... Luego me condujeron a través de los patios al terreno gris de la prisión donde sabía que la señora Sucksby estaba enterrada, sin lápida sobre la tumba para que nadie fuese a llorarla; y pasamos por debajo de la puerta, con su tejado bajo y plano, donde yo había visto erigido el cadalso. Pasaban por debajo de aquel tejado todos los días de su vida, sin inmutarse. Cuando vinieron a despedirse de mí, hicieron ademán de tenderme la mano. No pude estrechársela. El paquete era liviano. Lo llevé a casa, sin embargo, con un vago temor que lo hacía pesado. Cuando llegamos a Lant Street, yo caminaba casi a trompicones: me apresuré a llevarlo a la mesa de la cocina, donde lo deposité, recuperé el aliento y me froté los brazos. Lo que temía era abrir el paquete y ver todas sus cosas. Pensé en lo que contendría: sus zapatos, sus medias -quizás todavía con la forma de sus dedos y talones-, sus enaguas, su peine -quizás con algunos pelos suyos...-. ¡No lo abras!, pensé. ¡Déjalo! ¡Escóndelo! ¡Ábrelo en cualquier otro momento, no hoy, no ahora...! Me senté y miré a Dainty.
-Dainty -dije—. Creo que no puedo.
Puso su mano sobre la mía.
-Creo que deberías poder -dijo-. Nos pasó lo mismo a mí y a mi hermana, cuando recogimos las cosas de mi madre en el depósito de cadáveres. Y luego dejamos aquel paquete en un cajón y no lo miramos durante casi un año, y cuando Judy lo abrió, el vestido estaba podrido, y de los zapatos y el sombrero casi no quedaba nada, por haber pasado tanto tiempo con agua de río dentro. Y después no teníamos ningún recuerdo de nuestra madre, menos una cadenita que llevaba siempre... y que papá empeñó, al final, para comprarse ginebra... Vi que le empezaba a temblar el labio. No pude afrontar sus lágrimas.
-Vale -dije-. Vale. Voy a abrirlo.
Tenía las manos todavía temblorosas, y cuando acerqué el paquete y traté de quitar las cuerdas comprobé que las celadoras las habían atado demasiado fuerte. Así que lo intentó Dainty. Tampoco ella pudo.
-Necesitamos un cuchillo -dije-, o unas tijeras...
Pero durante algún tiempo, después de la muerte de Puck, había sido incapaz de ver sin aprensión cualquier clase de objeto cortante; y como le había pedido a Dainty que se los llevara todos, no había en la casa ninguna cosa afilada, salvo yo misma. Tiré otra vez de los nudos, pero estaba más nerviosa que antes y se me habían humedecido las manos. Por fin, levanté el paquete hasta la boca y clavé los dientes en los nudos, finalmente las cuerdas se desataron y el papel se desprendió de su contenido. Me eché hacia atrás. Los zapatos, las enaguas y el peine de la señora Sucksby cayeron sobre el tablero de la mesa, produciendo el efecto que yo había temido. Y sobre ellos, oscuro y extendiéndose como alquitrán, apareció su viejo vestido de tafetán negro. No había pensado en él. ¿Por qué no lo había hecho? Fue lo peor de todo. Era como si la propia señora Sucksby estuviese allí tendida, como si hubiese sufrido un desmayo. El vestido aún llevaba prendido el broche de Santana. Alguien le había arrancado los diamantes -lo cual me importaba un bledo-, pero las pinzas de plata que conservaba estaban manchadas de sangre, una sangre parda, tan seca que casi parecía polvo. El tafetán estaba rígido. La sangre lo había apelmazado. Líneas blancas circundaban el color de herrumbre: los abogados habían mostrado el vestido en el juicio, y habían hecho un círculo de tiza alrededor de cada mancha. Me parecieron marcas del cuerpo de la señora Sucksby.
-Oh, Dainty -dije-. ¡No lo soporto! Tráeme un paño y agua, ¿quieres? ¡Oh, qué cosa más horrible...! -Empecé a frotar.
Dainty también. Frotamos con la misma congoja y escalofríos con que habíamos restregado el suelo de la cocina. Los paños se pusieron de un color barroso. Teníamos la respiración acelerada. Primero nos ocupamos de la falda. Luego levanté el escote, acerqué el corpiño y empecé a frotarlo. Y, al hacer esto, el vestido emitió un sonido curioso: un crujido o un frufrú. Dainty dejó su paño.
-¿Qué es eso? -dijo. Yo no lo sabía. Acerqué más el vestido y se oyó de nuevo el sonido-, ¿Es una polilla? –dijo Dainty- ¿No hay como un aleteo ahí dentro?
Moví la cabeza.
-No creo. Suena a papel. Quizás las celadoras han metido algo... Pero cuando levanté el vestido, lo sacudí y miré dentro, no había nada de nada. Sonó otra vez el frufrú, sin embargo, cuando dejé el vestido. Me pareció que aquello procedía de una parte del corpiño, de la parte delantera que había estado justo debajo del corazón de la señora Sucksby. Puse la mano sobre ella y la palpé. El tafetán estaba rígido allí, no sólo a causa de las manchas de sangre de Puck, sino de otra cosa, de algo que se había quedado enganchado o había sido colocado detrás, entre el corpiño y el forro de raso del vestido. ¿Qué era? No lo reconocí al tacto. Así que volví del revés el corpiño y miré las costuras. Había una abierta: el raso estaba suelto, pero habían cosido un dobladillo para que no se deshilacliara. Formaba una especie de bolsillo en el vestido. Miré a Dainty; luego metí la mano. Crujió de nuevo, y ella retrocedió.
-¿Seguro que no es una polilla? ¿O un murciélago?
Pero era otra cosa: una carta. La señora Sucksby la llevaba escondida allí... ¿desde hacía cuánto tiempo? No había modo de saberlo. Al principio pensé que la habría puesto allí para que yo la encontrase -que la había escrito en la cárcel-, que era un mensaje para que yo lo hallara después de que la hubiesen ahorcado. La idea me puso nerviosa. Pero la carta estaba manchada de sangre de Puck, conque debía de estar dentro del vestido desde la noche en que él murió, como mínimo. Pero de nuevo me pareció que debía de estar ahí desde hacía mucho tiempo, pues cuando la miré con más detenimiento vi lo antigua que era. Los pliegues estaban blandos. La tinta se había descolorido. El papel estaba curvado debido al lugar que había ocupado en el interior del corpiño, prensado contra las ballenas. El sello... Miré a Dainty. El sello estaba intacto.
-¡Intacto! -dije-. ¿Cómo es posible? ¿Por qué habría llevado consigo una carta tan escondida, con tanto cuidado y durante tanto tiempo, sin haberla leído siquiera? -Le di vueltas en mis manos. Miré otra vez las señas-, ¿Qué nombre pone aquí? -dije-. ¿Lo ves?
Dainty miró y meneó la cabeza.
-¿No lo ves tú? -preguntó.
Pero yo no podía. Me costaba todavía más esfuerzo leer la escritura a mano que la letra impresa. Y aquella letra era pequeña, escorada y -como he dicho-, estaba en parte cubierta de manchas horribles. Fui a buscar la lámpara y puse la carta cerca de la mecha. Entrecerré los ojos. Miré y miré... Y al final me pareció que si había algún nombre allí escrito, en el papel doblado, era el mío. Tuve la certeza de que distinguí una B seguida de una r; y detrás una i... Otra vez me puse nerviosa.
-¿Qué es esto? —dijo Dainty, al ver mi cara.
-No lo sé. Creo que la carta es para mí.
Se tapó la boca con la mano. Luego dijo:
-¡De tu propia madre! -dijo.
-¿Mi madre?
-¿Quién, si no? Oh, Britt, tienes que abrirla.
-No sé.
-Pero ¿y si te dice...? ¿Si te dice dónde está el tesoro? ¡A lo mejor es un mapa!
Yo no creía que hubiese un mapa. Sentí que el estómago se me revolvía de miedo. Miré otra vez la carta
-Ábrela tú -dije. Dainty se humedeció los labios, la cogió, la giró lentamente y rompió el lacre despacio. La habitación estaba tan silenciosa que me pareció oír la caída de los trozos de cera desde el papel hasta el suelo. Desdobló la hoja, frunció el ceño.
-Sólo palabras -dijo.
Me puse a su lado. Vi líneas de tinta, apretadas, pequeñas, enigmáticas. Cuanto más las miraba, más misteriosas me resultaban. Y aunque estaba tan nerviosa y asustada –tan convencida de que la carta era para mí, y de que contenía la clave de algún secreto espantoso que preferiría no conocer nunca-, lo peor de todo era tenerla abierta delante de mí y no poder entender lo que decía.
-Vamos -le dije a Dainty. Le hice coger su sombrero y busqué el mío-. Vamos a la calle y encontraremos a alguien que nos la lea.
Salimos por el traspatio. No pensaba pedírselo a nadie conocido, a alguien que me hubiera maldecido. Buscaba un desconocido. Así que fuimos hacia el norte, caminando deprisa, hacia las cervecerías que había río arriba. Había allí un hombre en una esquina. Tenía una bandeja colgada de una cuerda alrededor del cuello, llena de ralladores de nuez moscada y dedales. Pero llevaba anteojos y tenía... un no sé qué, una mirada inteligente. Dije:
-El nos la leerá.
Nos vio acercarnos e hizo una señal con la cabeza.
-¿Un rallador, chicas?
Moví la cabeza.
-Oiga -dije, o traté de decir, pues la caminata y el miedo me habían cortado la respiración. Me puse la mano en el corazón- ¿Sabe leer? -pregunté por fin.
-¿Leer? -dijo él.
-¿Cartas, con letra de mujer? No me refiero a los libros.
El vio el papel que yo sostenía, subió los anteojos un poco más arriba de la nariz y ladeó la cabeza.
-Para abrir -leyó- el día del dieciocho cumpleaños...
Me estremecí de los pies a la cabeza al oír esto. El no lo advirtió. Enderezó la cabeza y resopló.
-Esto no me interesa -dijo-. No estoy aquí para perder el tiempo leyendo cartas. Así no voy a conseguir que me compren dedales, ¿eh?
Hay personas que te cobran por recibir un puñetazo. Me metí en el bolsillo la mano temblorosa y saqué todo lo que contenía. Dainty hizo lo mismo.
-Siete peniques -dije, después de juntar las monedas. El se dio la vuelta.
-¿Son buenas?
-Buenísimas -dije.
Resopló de nuevo.
-Muy bien -dijo. Cogió las monedas y se las guardó. Se quitó los anteojos y frotó los cristales-. Veamos -dijo-. Pero tú me la sostienes. Parece algo de leyes. Ya tuve problemas con la justicia, y no me gustaría que saliera a relucir más adelante que  he tocado esto... 
Se volvió a poner las gafas y se dispuso a leer.
-Todas las palabras que hay aquí -dije-. Todas. ¿Me oye?
El asintió y empezó:
-Para abrir el día del dieciocho cumpleaños de mi hija, Brittany López...
Bajé la hoja de papel.
-Brittany Pierce -dije-. Brittany Pierce, querrá decir. Lo ha leído mal.
-Pone Brittany López -respondió él-. Ahora levanta el papel y dale la vuelta.
-¿Para qué darle la vuelta si no va a leer lo que dice...?
Pero mi voz era débil. Era como si una serpiente se me hubiese enroscado en el corazón y me lo oprimiese.
-Vamos -dijo él. Su expresión había cambiado-. Esto es interesante, sí, señor. ¿Qué es esto? ¿No es un testamento? La última voluntad, eso dice, de Marianne López, formulada en Lant Street, Southwark, el día de hoy, 18 de septiembre de 1844, en presencia de la señora Grace Sucksby, de... -Se detuvo. Le había cambiado la cara otra vez-. ¿Grace Sucksby? -dijo con una voz sorprendida-. ¿No es la asesina? Un asunto chungo, ¿no?
No le respondí. Volvió a mirar el papel..., las manchas. Quizás antes hubiese supuesto que eran de tinta o de pintura. Ahora dijo:
-No sé si debiera... -Debió de ver la cara que puse-. Vale, vale -dijo-. Veamos. ¿Qué pone aquí? -Se acercó más a la hoja-. Yo, Marianne López, de..., ¿qué es esto? ¿Bear House? ¿Briar House?... de Briar House, Buckinghamshire... Yo, débil, por la presente confio a mi hija Brittany... No agites la hoja, ¿quieres? Así está mejor. Por la presente confío... ejem, ejem... a la custodia de la señora Grace Sucksby; y deseo que sea criada por ella sin revelarle su verdadera identidad, la cual le será revelada el día en que cumpla dieciocho años, el 3 de agosto de 1862; en ese mismo día deseo que se le entregue la mitad de mi fortuna personal. A cambio de lo cual, Grace Sucksby confía a mi tutela a su propia y querida hija Santana... ¡Se acabó, si la mueves otra vez! ¿No puedes mantener la hoja derecha?... querida hija Santana, y asimismo desea que se le eduque sin que conozca su nombre y su nacimiento hasta la fecha susodicha, en la cual es mi deseo que se le entregue la mitad restante de mi fortuna. Este documento es una declaración auténtica y jurídicamente válida de mi voluntad; un contrato entre Grace Sucksby y yo, desafiando a mi padre y a mi hermano, que tiene que ser reconocido por la ley. Brittany López no debe conocer nada de su desventurada madre, salvo que se esforzó en procurar su bienestar. Santana Sucksby debe ser educada como una señorita; y saber que su madre la amó más que a su propia vida.
»¡Bueno! -El hombre se enderezó-. Ahora no me digas que esto no valía siete peniques. Si llegase a los diarios, fíjate, seguro que valdría mucho más. ¡Vaya cara que pones! No irás a desmayarte, ¿eh? -Yo me había balanceado y agarrado a su bandeja. Los ralladores resbalaron en ella- ¡Eh, ten cuidado! -dijo, con tono malhumorado-. Oye, que se me va a caer y estropear toda la mercancía...
Dainty me sostuvo.
-Perdone -dije-. Perdone.
-¿Estás bien? -dijo él, mientras ordenaba los ralladores.
-Sí.
-Ha sido una conmoción, ¿eh?
Moví la cabeza, o quizás asentí, no recuerdo, y cogí la carta y me alejé del hombre a trompicones.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Lun Jun 09, 2014 8:40 pm

Esto se pone cada ves mejor!!!
Gracias
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Mensaje por perez102 Mar Jun 10, 2014 1:30 am

Como que ya se acaba, oh murio que duro castigo. Brit descubrio todo, que sucedera. Saludos hasta pronto.
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Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 7:36 am

monica.santander escribió:Esto se pone cada ves mejor!!!
Gracias
Si, ya estamos a dos capitulos del final... que pena...
perez102 escribió:Como que ya se acaba, oh murio que duro castigo. Brit descubrio todo, que sucedera. Saludos hasta pronto.

Sí, el siguiente será el penúltimo capitulo. En esa época los castigos eran muy duros, Britt se enteró de muy mala manera...
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 7:37 am

Capitulo 12
- Oh -Dainty-dije-. Dainty...
Ella me hizo sentarme contra una pared.
-¿Qué pasa? -dijo ella-. Oh, Britt, ¿qué significa todo esto?
El hombre seguía mirando.
-Yo le daría un poco de agua -gritó.
Pero yo no quería agua, y no permití que Dainty fuera a buscarla. La estreché contra mí y apoyé la cabeza en su manga. Empecé a temblar. Empecé a temblar como una cerradura oxidada cuando las clavijas se levantan contra sus resortes quejumbrosos y al cerrojo se le fuerza para que se abra.
-Mi madre... -dije. No pude terminar. Tenía demasiadas cosas que decir, ¡hasta demasiadas que conocer! ¡Mi madre era la madre de Santana! No podía creerlo. Pensé en el retrato de la hermosa mujer que había visto en la caja en Briar. Pensé en la tumba que Santana restregaba y cuidaba. Pensé en Santana, en la señora Sucksby y, después, en Puck. ¡Ah, ahora entiendo!, había dicho. Ahora también yo lo entendía. Ahora sabía lo que la señora Sucksby ansiaba pero había temido decirme en la cárcel. Si oyes decir cosas malas de mí... ¿Por qué había guardado el secreto tanto tiempo? ¿Por qué había mentido respecto a mi madre? Mi madre no era una asesina, era una señora. Era una señora con una fortuna que tenía intención de dividir... Si oyes decir cosas malas de mí, haz memoria... Rememoré cosas y más cosas, y me mareé. Coloqué la carta delante de mi cara y gemí. El vendedor ambulante todavía estaba a cierta distancia, y me observaba; se acercó un grupo de gente que también miraba. «Está borracha, ¿verdad?», oí decir a alguien. Y: «¿Le ha dado un telele?» «¿Ha tenido un ataque?» «Se va a tragar la lengua si su amiga no le mete una cuchara en la boca.» Yo no soportaba el sonido de sus voces, la mirada de sus ojos. Apoyándome en Dainty, me puse de pie; ella me rodeó con el brazo y me ayudó a volver a casa. Me dio un brandy. Me sentó a la mesa. El vestido de la señora Sucksby estaba todavía encima: lo cogí, lo sujeté con los puños y escondí la cara entre sus pliegues; lancé un grito, como una fiera, y lo tiré al suelo. Extendí la carta y miré de nuevo las líneas de tinta. BRITTANY LOPEZ... Volví a gemir. Me levanté y empecé a caminar.
-Dainty -dije, casi jadeando-. Dainty, tuvo que saberlo. Tuvo que saberlo en todo momento. Tuvo que enviarme allí, con Puck, sabiendo que al final tenía intención de... ¡Oh! -La voz se me puso ronca-. Me envió allí para dejarme en aquel sitio y que le trajeran a Santana. Lo único que siempre quiso era tener a Santana. Me cuidó y me entregó para que Santana, para que Santana...
Pero entonces me quedé inmóvil. Pensaba en Santana, empuñando el cuchillo. Pensaba en Santana permitiendo que la odiase. Pensaba en Santana haciéndome creer que me lastimaría para impedir que yo supiera quién me había hecho más daño que nadie... Me puse la mano en la boca y rompí a llorar. Dainty también lloraba.
-¿Qué pasa? -dijo-. ¡Oh, Britt, tienes una cara muy rara! ¿Qué te pasa?
-Lo peor -dije a través de las lágrimas—. ¡Lo peor!
Lo vi, nítido y claro como el trazo de un rayo en un cielo negro. Santana había intentado salvarme y yo no lo había sabido. Yo había querido matarla cuando todo aquel tiempo...
-¡Y la he dejado marcharse! —dije, levantándome y dando vueltas por el cuarto-. ¿Dónde estará?
-¿Dónde estará quién? -dijo Dainty al borde del grito.
-¡Santana! -dije-. ¡Oh, Santana!
-¿La señorita López?
-¡Llámala señorita Sucksby! ¡Oh! ¡Voy a enloquecer! Pensar que yo creí que era una araña que os había apresado a todos en su tela. ¡Pensar que en un tiempo yo le recogía el pelo! Si yo hubiera dicho..., si ella se hubiera vuelto..., si lo hubiera sabido..., la habría besado...
-¿Besado? -dijo Dainty.
-¡Besado! -dije- ¡Oh, Dainty, también tú la habrías besado! ¡Era una perla, una perla! Y ahora, ¡ahora la he perdido, la he ahuyentado...!
Y seguí lamentándome. Dainty procuró calmarme, en vano. Yo deambulaba y me retorcía las manos, me tiraba del pelo; o lloriqueaba, tendida en el suelo. Por fin, una de las veces en que me tumbé en el suelo no volví a levantarme. Dainty lloraba y suplicaba, fue a coger agua y me la arrojó a la cara, corrió por la calle hasta la casa de una vecina para pedirle un frasco de sales; pero yo estaba inerte, como muerta. Me había desvanecido. Me había desmayado sin más, en un instante. Me subió a rastras hasta mi antigua habitación y me acostó en mi antigua cama; ella dice que cuando volví a abrir los ojos la miré y no la reconocí, dice que forcejeé cuando intentó quitarme el vestido, dice que hablaba como una loca, de una tela escocesa, de botas de caucho y -sobre todo- de algo que ella se había llevado para que yo muriese sin ello. «¿Dónde está?», dice que yo gritaba. «¿Dónde está? ¡Oh!...» Dice que lo grité tantas veces, y en un tono tan lastimero, que ella me trajo todas mis cosas y me las puso delante, una por una; y que por último encontró en el bolsillo de mi vestido un viejo guante de cabritilla, totalmente arrugado, negro y mordido, y que cuando me lo enseñó se lo arrebaté de las manos y lloré, lloré sobre el guante como una desconsolada. No lo recuerdo. La fiebre duró casi una semana, y después estaba tan débil que era como si la fiebre no hubiese remitido. Dainty me cuidó todo ese tiempo: me daba té, sopas y gachas, me levantaba para que pudiese utilizar el orinal, me enjugaba el horrible sudor de la cara. Continuaba llorando, maldiciendo y retorciéndome cuando pensaba en la señora Sucksby y en cómo me había engañado; pero lloraba aún más cuando pensaba en Santana. Porque a lo largo de todo aquel tiempo era como si mi corazón hubiese estado protegido por un dique que retenía mi amor: ahora las paredes habían reventado, mi corazón se había inundado y creí que iba a ahogarme... Pero mi amor se serenó a medida que yo mejoraba. Se volvió estable y sosegado; me pareció que no había estado más serena en toda mi vida. «La he perdido», le repetía a Dainty; se lo decía una y otra vez. Pero lo decía con serenidad: al principio, en un susurro; después, según iban pasando los días y yo recobraba las fuerzas, en un murmullo; y, por último, con mi voz normal.
-La he perdido -decía-, pero voy a encontrarla. No me importa si tardo toda la vida. Al final la encontraré y le diré lo que sé. Quizás se haya ido de viaje. Quizás esté en el otro extremo del mundo. ¡Quizás se haya casado! Da igual. La encontraré y se lo diré todo...
Era lo único en que pensaba. Sólo estaba esperando a restablecerme para actuar. Y por fin pensé que ya había esperado suficiente. Me levanté de la cama, y la habitación –que parecía escorarse y girar cada vez que yo levantaba la cabeza permaneció quieta. Me lavé, me vestí y cogí la bolsa con las cosas que había proyectado llevarme a Woolwich. Cogí la carta y la guardé en el vestido. Creo que Dainty pensó que yo había recaído. Le besé en la mejilla y mi cara estaba fría. «Cuídame a Charley Wag», le dije. Ella se echó a llorar, al ver lo seria y solemne que estaba yo.
-¿Cómo lo vas a hacer? -preguntó. Le dije que empezaría mi búsqueda en Briar-. ¿Pero cómo vas a llegar hasta allí? ¿Cómo pagarás el viaje?
-Iré andando -le dije.
Al oír esto, ella se enjugó los ojos y se mordió el labio.
-Espera aquí -dijo. Salió corriendo de la casa. Estuvo fuera veinte minutos. Cuando volvió, traía una libra en la mano. Era una libra que había guardado, hacía mucho tiempo, en el muro de la fábrica, y que nos había dicho que utilizásemos para enterrarla cuando se muriese. Me obligó a aceptarla. La besé de nuevo-. ¿Volverás algún día? -preguntó. Le dije que no lo sabía... De modo que abandoné el barrio por segunda vez e hice el viaje hasta Briar. Esta vez no hubo niebla. El tren circulaba sin tropiezos. En Marlow, el mismo jefe que se había reído de mí cuando le pregunté si había coches de alquiler, vino ahora a ayudarme a bajar del vagón. No se acordaba de mí. En caso de acordarse, tampoco me habría reconocido. Estaba tan flaca que creo que pensó que era una joven inválida.
-Viene de Londres a tomar el aire, ¿verdad? -me dijo, afablemente. Miró mi pequeño equipaje-. ¿Podrá llevarlo? -Y a continuación, como la vez anterior-: ¿Viene a recogerla alguien?
Le dije que iría a pie. Caminé un par de kilómetros. Me detuve a descansar en los escalones de una cerca, y un hombre y una chica pasaron en un coche de caballos, me miraron y debieron de pensar también que era una inválida, pues detuvieron el coche y me ofrecieron transporte. Me dejaron sentarme en el pescante. El hombre se puso el abrigo sobre los hombros.
-¿Va lejos? -dijo.
Dije que iba a Briar, que podía dejarme en algún lugar cerca...
-¡A Briar! -dijeron al oírlo-. Pero ¿qué se le ha perdido allí? No hay nadie en la casa desde que murió el señor. ¿No lo sabía? ¡
Nadie en la casa! Moví la cabeza. Dije que sabía que el señor López había estado enfermo. Que había perdido la facultad del habla y la movilidad de las manos, y que había que alimentarle con una cuchara. Ellos asintieron.
-¡Pobre caballero! -dijeron. Había sobrevivido en un pésimo estado durante todo el verano, con aquel calor terrible-. Dicen que al final apestaba -dijeron, bajando la voz-. Pero aunque su sobrina... la del escándalo, pues se fugó con un caballero..., ¿sabía eso? -yo no respondí-, aunque ella volvió para atenderle, el anciano murió el mes pasado, y desde entonces la casa ha estado cerrada a cal y canto.
¡Así que Santana había venido y se había ido! Si yo lo hubiera sabido... Volví la cabeza. Cuando hablé de nuevo, la voz me temblaba. Confié en que lo atribuyeran al traqueteo del coche.
-¿Y la sobrina, la señorita López? ¿Qué..., qué fue de ella? -dije.
Pero ellos se encogieron de hombros. No lo sabían. Algunos decían que había vuelto con su marido. Otras personas decían que se había marchado a Francia..
-¿Pensaba visitar a alguno de los sirvientes? —dijeron, mirando mi vestido estampado-. También ellos se han ido. Todos menos uno, que se ha quedado para que no entren ladrones. No me gustaría su trabajo. Dicen que la mansión está encantada ahora.
Era una contrariedad, sin duda. Pero las esperaba y estaba dispuesta a sufrirlas. Cuando me preguntaron si quería que me llevasen de vuelta a Marlow, dije que no, que seguiría adelante. Pensé que el criado sería Way. Pensé: «Le buscaré. Me reconocerá. Y, ¡ah!, él ha visto a Santana. Me dirá adonde ha ido...»
Me dejaron, pues, donde empezaba la tapia del parque de Briar, y fui caminando desde allí. El sonido de los cascos del caballo se fue alejando. La carretera estaba desierta, el día era sombrío. Sólo eran las dos o tres de la tarde, pero el atardecer parecía congregarse ya en las sombras, a la espera de extenderse y crecer. La tapia me pareció más larga que cuando la recorrí en el carruaje de William Inker: caminé durante lo que me pareció una hora hasta que vi el arco de la entrada y el tejado del pabellón del guardés que había al otro lado. Avivé el paso, pero entonces el corazón se me encogió. El pabellón estaba cerrado y oscuro. Las verjas estaban cerradas con una cadena y un candado, y había montones de hojas. El viento producía una especie de quejido tenue al chocar contra los barrotes de hierro. Cuando llegué a la verja y la empujé, chirrió.
-¡Señor Way! -grité-. ¡Señor Way!
Mi voz espantó a una docena de pájaros negros de los arbustos que alzaron el vuelo, graznando. Era un sonido estridente. Pensé: «Sin duda llamará la atención de alguien.» Pero no fue así: los pájaros siguieron graznando, el viento gimoteó más fuerte a través de los barrotes, grité de nuevo; no vino nadie. Entonces miré la cadena y el candado. La cadena era larga. Creo que estaba allí sólo para ahuyentar a las vacas y los chicos. Pero yo estaba más delgada que un chico. Pensé: «No es ilegal. Yo trabajaba aquí. Podría trabajar aquí todavía...» Empujé de nuevo las verjas todo lo que pude, y la abertura era lo bastante ancha para poder pasar por ella. Se cerraron a mi espalda con un estrépito espantoso. Los pájaros se asustaron otra vez. Pero no vino nadie. Aguardé un minuto y luego empecé a andar. En el lado de dentro de la tapia, todo parecía más silencioso que antaño; más silencioso y más raro. No me separé del camino. Los árboles parecían susurrar y suspirar al impulso del viento. Las ramas estaban desnudas. Sus hojas formaban un grueso manto en el suelo: se habían mojado y se me pegaban a la falda. Aquí y allá había charcos de agua embarrada. Aquí y allá había matorrales espesos. También la hierba del parque estaba alta, agostada por el sol del verano pero perlada de lluvia. Sus puntas se estaban volviendo viscosas y desprendían un olor singular. Creo que había ratones. Quizás hubiese ratas. Las oí escabullirse mientras caminaba. Aceleré el paso. El camino, después de ir cuesta abajo, comenzó a ascender. Recordé que lo había recorrido en la oscuridad con William Inker. Sabía lo que venía después: sabía dónde giraba y lo que vería entonces... Lo sabía, pero aun así me sobresaltó volver a ver de repente la casa; verla erguirse de la tierra, tan gris y lúgubre. Me detuve en el borde del camino de grava. Casi me entró miedo: tan perfectamente silencioso y oscuro estaba todo. Las ventanas estaban cerradas. Había más pájaros negros en el tejado. La hiedra de los muros había perdido su asidero y ondeaba como una cabellera. La gran puerta delantera -que la lluvia siempre alabeaba- sobresalía más que nunca. Más hojas mojadas llenaban el pórtico. No parecía una casa de personas, sino de fantasmas... Recordé de pronto lo que el hombre había dicho de que estaba encantada... Sentí un escalofrío. Miré a mi alrededor y atrás, al camino por donde había venido, y luego a la explanada de césped. Se adentraba en bosques oscuros e intrincados. Los senderos que yo había recorrido con Santana ya no existían. Eché hacia atrás la cabeza. El cielo era gris y escupía lluvia. El viento seguía susurrando y suspirando en los árboles. Tirité otra vez. La casa parecía vigilarme. Pensé: «¡Si al menos encontrara a Way! ¿Dónde estará?» Y fui caminando hasta la parte trasera de la casa, a los establos y patios. Caminaba con tiento, porque mis pasos resonaban mucho. Pero allí todo estaba igual de silencioso y vacío. No ladró perro alguno. Las puertas del establo estaban abiertas y no había caballos. El gran reloj blanco seguía en su sitio, pero las agujas -y esto fue lo que más me perturbó estaban paradas, y marcaba una hora equivocada. El reloj no había sonado en todo el rato: creo que era aquello lo que hacía que el silencio resultara tan extraño. «¡Señor Way!», llamé, pero en voz baja. No tenía sentido gritar allí. «¡Señor Way! ¡Señor Way!» Entonces vi que una de las chimeneas expulsaba un único penacho de humo. Eso me animó. Fui a la puerta de la cocina y llamé. No hubo respuesta. Probé la manilla. Cerrada con llave. Fui a la puerta del jardín, por la que yo había huido aquella noche con Santana. También estaba cerrada con llave. Volví, pues, a la fachada. Fui a una ventana, abrí el postigo hacia mí y miré adentro. No veía nada. Pegué las manos y la cara al cristal, y pareció que el pestillo de la ventana cedía mientras yo empujaba... Dudé durante un minuto largo; empezó a llover torrencialmente. Di un golpe. El pestillo saltó de sus goznes y la ventana se abrió hacia dentro. Me encaramé al alféizar y salté al interior. Me quedé completamente inmóvil. El ruido del pestillo al romperse debió de ser estruendoso. ¿Y si Way lo había oído y acudía con una pistola, creyendo que era un ladrón? Me sentía como tal, ahora. Pensé en mi madre..., pero mi madre nunca fue una ladrona. Mi madre era una dama. Mi madre era la señora de aquella mansión... Moví la cabeza. Nunca me lo creería. Empecé a caminar con todo sigilo. La habitación estaba oscura: era el comedor, pensé. Nunca había estado allí. Pero solía imaginarme a Santana sentada a la mesa de la cena con su tío; solía imaginarme los pequeños bocados de carne que daría... Me acerqué a la mesa. Estaba todavía puesta, con velas, un cuchillo y tenedor, una fuente con manzanas; pero polvo y telarañas lo cubrían todo, y las manzanas estaban podridas. El aire era denso. En el suelo había un vaso roto, un vaso de cristal, con un borde dorado. La puerta estaba cerrada. Creo que llevaba muchas semanas sin abrirse. Pero se abrió en perfecto silencio cuando giré la manija y la empujé. Todas las puertas eran silenciosas en aquella casa. Recubría el suelo una alfombra polvorienta que amortiguaba mis pasos. No hice, pues, ningún ruido; y era como si me deslizase, como si fuera un fantasma. La idea se me hizo extraña. Al otro lado había otra puerta: la que tenía acceso al salón. Tampoco había estado nunca allí; crucé el comedor y atisbé el salón. También estaba a oscuras y lleno de telarañas. Había ceniza desparramada fuera de la chimenea. Había sillas junto al hogar, donde imaginaba que el señor López y Puck se sentaban a escuchar las lecturas de Santana. Había un sofá pequeño y duro, con una lámpara a su lado, que supuse que había sido el de ella. Me la imaginé allí sentada. Recordé su voz suave. Al rememorarla, me olvidé de Way. Me olvidé de pensar en mi madre. ¿Qué era ella para mí? Era en Santana en quien pensaba. Tenía intención de bajar a la cocina; en lugar de eso recorrí lentamente el vestíbulo, junto a la puerta principal combada. Subí la escalera. Quería ir a las antiguas habitaciones de Santana. Quería estar donde ella había estado: en la ventana, ante el cristal. Quería tumbarme en su cama. Quería rememorar cómo la había besado y la había perdido... Caminaba, como he dicho, como caminaría un fantasma; y cuando lloraba, lloraba como lo haría un fantasma: en silencio, sin dar importancia a las lágrimas que iban cayendo, como si supiera que tenía lágrimas suficientes para cien años, y que en ese plazo las lloraría todas. Llegué a la galería. Estaba allí la puerta de la biblioteca, entornada a medias. La cabeza de la criatura seguía colgada junto a ella, con su único ojo de cristal y los dientes puntiagudos. Recordé cómo la había tocado con los dedos la primera vez que fui a buscar a Santana. Había esperado fuera, la había oído leer... Pensé de nuevo en su voz. Pensé tan intensamente en ella que acabé creyendo que casi la oía. La oía como un murmullo, como un susurro, en el silencio de la casa.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Mar Jun 10, 2014 11:48 am

Hola Espero que ahi este San!!!!
Saludos
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 2:49 pm

monica.santander escribió:Hola Espero que ahi este San!!!!
Saludos
Enseguida lo descubriras
Nos vemos ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por Marta_Snix Mar Jun 10, 2014 2:51 pm

Capitulo 13
Contuve la respiración. El murmullo cesó y luego se reanudó. No estaba en mi cabeza, sino que lo oía; venía de la biblioteca... Empecé a temblar. Quizás la casa estuviese encantada, al fin y al cabo. O quizás, quizás... Me aproximé a la puerta, posé en ella una mano trémula y la empujé. Miré, parpadeando. La habitación había cambiado. La pintura de las ventanas había sido raspada, y el dedo de latón había sido arrancado. Las estanterías estaban casi vacías de libros. Un pequeño fuego ardía en la chimenea. Empujé la puerta un poco más. Vi el escritorio del señor López. La lámpara estaba encendida. E iluminada por su resplandor estaba Santana. Estaba sentada, escribiendo. Tenía un codo apoyado en el escritorio, una de las mejillas sobre la mano alzada, los dedos curvados a medias sobre los ojos. La vi con claridad gracias a la luz. Tenía el ceño fruncido. Sus manos estaban desnudas y sus mangas recogidas, y los dedos oscurecidos por manchas de tinta. Observé cómo escribía una línea. La página ya estaba llena de líneas. En ese momento levantó la pluma y le dio vueltas y vueltas, como si no supiera qué escribir a continuación. Murmuró de nuevo, entre dientes. Se mordió los labios. Escribió otra vez y se movió para hundir la pluma en un tintero. Y al hacer esto retiró los dedos de los ojos y levantó la cara; y me vio mirándola. No se inmutó. Estaba perfectamente inmóvil. No gritó. No dijo nada, al principio. Se quedó sentada con sus ojos puestos en los míos y una expresión de asombro. Avancé un paso y entonces ella se puso de pie y dejó que la pluma, ya entintada, rodase encima de los papeles y del escritorio y cayera al suelo. Las mejillas se le habían puesto pálidas. Asió el respaldo de la silla, como si retirar la mano hubiera supuesto caer o desmayarse. Cuando di otro paso, la agarró más fuerte.
-¿Has venido a matarme? -dijo.
Lo dijo con una especie de susurro aterrado; la oí y vi que su cara estaba blanca, no sólo debido al asombro, sino también al miedo. La idea era horrible. Volví la cara y la escondí entre mis manos. Todavía estaba húmeda de lágrimas. Ahora otras lágrimas la humedecieron aún más.
-¡Oh, Santana! -dije-. ¡Oh, Santana!
Nunca hasta entonces la había llamado por su nombre. Siempre la había llamado señorita, e incluso ahora, después de todo lo que había ocurrido, se me hacía extraño. Me apreté fuerte los ojos con los dedos. Un momento antes, había estado pensando en cómo la amaba. La había creído perdida. Me había propuesto encontrarla al cabo de años de búsqueda. Encontrarla ahora -tan cálida, tan real-, cuando había sufrido tanto por ella, era una emoción excesiva.
-Yo no... -dije-. No puedo...
No se me acercó. Permaneció donde estaba, todavía blanca, todavía aferrando el respaldo de la silla. Me enjugué la cara con la manga y hablé con voz más serena.
-Había un papel -dije-. Encontré una hoja de papel escondida en el vestido de la señora Sucksby...
Mientras hablaba notaba la carta, rígida, dentro de mi ropa; pero ella no respondió, e intuí por ello -y vi, por la expresión de su cara- que ella sabía de qué papel le estaba hablando, y lo que decía. A mi pesar, tuve un impulso de odio hacia ella; duró sólo un instante y, una vez pasado, me debilitó. Fui hacia la ventana para sentarme en el alféizar. Dije:
-Pagué a alguien para que me lo leyera. Y luego caí enferma.
-Lo siento -dijo Santana-. Britt, lo siento.
Pero no se me acercó todavía. Volví a enjugarme la cara. Dije:
-Me han traído un hombre y una chica. Me han dicho que tu tío ha muerto. Me han dicho que aquí no había nadie más que Way...
-¿Way? -Frunció el ceño-. Way se marchó.
-Un criado, me han dicho.
-Debían de referirse a William Inker. Se ha quedado conmigo. Y su mujer me prepara las comidas. Eso es todo.
-¿Sólo ellos y tú? ¿En esta mansión? -Miré alrededor, con un escalofrío-. ¿No tienes miedo?
Ella se encogió de hombros, se miró las manos. Se le ensombreció el semblante.
-¿De qué puedo tener miedo ahora? -dijo.
Sus palabras, y el modo en que las dijo, significaban tantas cosas que tardé en responder. Cuando volví a hablar, lo hice en voz más baja.
-¿Cuándo lo supiste? -dije-. ¿Cuándo lo supiste todo acerca de nosotras? ¿Lo sabías desde el principio?
Ella movió la cabeza. También habló en voz baja.
-No -dijo-. No hasta que Noah me llevó a Londres. Entonces ella... -Se sonrojó, pero levantó la cabeza-. Entonces me lo dijeron.
-¿Antes no? -dije.
-Antes no.
-Entonces también te engañaron. 
Antes me hubiera alegrado saberlo. Ahora formaba parte de todas las cosas funestas y terribles que había sufrido y visto y aprendido en los últimos nueve meses. Durante un minuto no dijimos nada. Me dejé caer contra la ventana y apoyé la mejilla en el cristal. Estaba frío. La lluvia era pertinaz. Mojaba la grava delante de la casa y la apelmazaba. El césped parecía machacado. A través de las ramas desnudas y mojadas del bosque enmarañado, sólo distinguía la silueta de los tejos y el tejado puntiagudo de la pequeña capilla roja.
-Mi madre está enterrada allí -dije-. Miraba su tumba sin pensar en nada. Creía que mi madre había sido una asesina.
-Yo creía que mi madre había sido una loca -dijo ella-. Pero... 
No pudo decirlo. Yo tampoco. No todavía. Pero me volví a mirarla de nuevo, tragué saliva y dije:
-Fuiste a verla a la cárcel.
Yo me había acordado de lo que dijo la celadora. Santana asintió.
-Me habló de ti -dijo.
-¿De mí? ¿Qué dijo?
-Que esperaba que nunca lo supieras. Que antes que eso prefería que la ahorcaran diez veces. Que ella y tu madre se habían equivocado. Que habían decidido convertirte en una chica ordinaria. Que aquello fue como coger una joya y esconderla en el polvo. El polvo se desprende...
Cerré los ojos. Cuando los abrí, Santana se me había acercado por fin.
-Britt -dijo-. Esta casa es tuya.
-No la quiero -dije.
-El dinero es tuyo. La mitad del dinero de tu madre. Todo el dinero, si quieres. Yo no he reclamado nada. Serás rica.
-No quiero ser rica. Nunca he querido ser rica. Sólo quiero...
Pero vacilé. Mi corazón estaba demasiado henchido. La mirada de Santana estaba demasiado cerca, era demasiado clara. Pensé en la última vez en que la había visto; no durante el juicio, sino la noche en que murió Puck. Aquella noche le brillaban los ojos. Ahora no le brillaban. Entonces tenía el pelo rizado; ahora estaba lacio, sin alfileres, se lo había recogido y atado con una cinta sencilla. Las manos no le temblaban. Estaban desnudas y, como ya he dicho, manchadas de borrones de tinta. También tenía tinta en la frente, de habérsela apretado. Su vestido era oscuro y largo, aunque no le llegaba del todo al suelo. Era de seda, pero abrochado por delante. El corchete de arriba estaba suelto. Por detrás de él vi los latidos en su garganta. Miré a otro lado. Luego volví a mirarla a los ojos.
-Sólo te quiero a ti -dije.
La sangre le enrojeció la cara. Separó las manos, dio un paso más hacia mí y casi, casi me tocó. Pero se volvió y bajó la mirada. Se colocó junto al escritorio. Puso la mano sobre el papel y la pluma.
-No me conoces -dijo con un tono raro, monótono-. Nunca me has conocido. Había cosas...
Inspiró y retuvo el aire en los pulmones.
-¿Qué cosas? -dije.
-Mi tío... -dijo, alzando la vista con temor-. Los libros de mi tío... Tú me creías buena. ¿No es cierto? Nunca lo he sido. Yo era... -Pareció que, por un momento, se debatía consigo misma. Volvió a moverse, se dirigió a los anaqueles que había detrás del escritorio y cogió un libro. Se lo apretó contra el pecho, se dio media vuelta y me lo trajo. Lo abrió entre sus manos-. Aquí mismo. -Vi que fijaba la mirada. Y empezó a leer, con la misma voz inpersonal con que había hablado antes-. Qué delicioso -leyó- era el resplandor en su hermoso cuello y en sus hombros desnudos de marfil cuando la obligué a tenderse en el lecho. Qué lujosamente se alzaban sus colinas niveas contra mi pecho, en feroz confusión...
-¿Qué? -dije.
No me respondió, no alzó la vista: pasó la página y leyó de otra.
-Yo apenas sabía qué estaba haciendo; todo era ahora un esfuerzo activo: lenguas, labios, barrigas, brazos, muslos, piernas, nalgas, y todo ello en acción voluptuosa.
Ahora les tocaba enrojecer a mis mejillas.
-¿Qué? -dije en un susurro.
Ella pasó más páginas y siguió leyendo.
-Rápidamente mi mano osada asió su tesoro más secreto, haciendo caso omiso de sus blandas quejas, que mis besos ardientes redujeron a meros murmullos, mientras mis dedos penetraban en el conducto encubierto del amor...
Se detuvo. El corazón le latía más deprisa, aunque su voz se había mantenido igual de monótona. Mi corazón latía también bastante fuerte. Dije, sin comprender aún del todo:
-¿Los libros de tu tío?
Asintió.
-¿Todos son como éste?
Asintió de nuevo.
-¿Todos son así? ¿Estás segura?
-Completamente.
Cogí el libro de su mano y miré la letra impresa en sus páginas. A mí me parecía un libro cualquiera. Lo posé, fui a las estanterías y cogí otro. Parecía igual. Cogí otro más, y éste tenía ilustraciones. Nunca habrán visto estampas parecidas. Una era de dos chicas desnudas. Miré a Santana y me pareció que el corazón se me encogía.
-Lo sabías todo -dije. Fue lo primero que pensé-. Has dicho que no sabías nada, pero todo el tiempo...
-No sabía nada -dijo.
-¡Lo sabías todo! Me obligaste a besarte. ¡Hiciste que deseara besarte otra vez! Durante todo ese tiempo venías aquí y...
Se me quebró la voz. Ella observaba mi cara. Pensé en las veces en que había venido a la puerta de la biblioteca y oído la elevación y el descenso ahogados de su voz. Pensé en ella leyendo a los caballeros -a Puck- mientras yo comía tartas y natillas con la señora Stiles y con Way. Me puse la mano en el corazón. Se había encogido y comprimido tanto que me dolía.
-¡Oh, Santana! -dije-. ¡Si lo hubiera sabido! Pensar que tú... -Empecé a llorar-. Pensar que tu tío... ¡Oh! -Mi mano voló a mi boca-. ¡Mi tío! -Era la idea más peregrina de todas-. ¡Oh! -Todavía sostenía el libro en mis manos. Lo miré y lo solté como si me quemara-. ¡Oh!
Era lo único que acertaba a decir. Santana se mantenía muy quieta, con la mano encima del escritorio. Me enjugué los ojos. Luego miré de nuevo las manchas de tinta en las manos de Santana.
-¿Cómo puedes soportarlo?
Ella no contestó.
-Pensar en él -dije-, ¡en aquel cabrón! ¡Llamarle hediondo sería quedarse corto! -Me retorcí las manos-. Y ahora, ¡mirarte y verte aquí, todavía aquí, con sus libros a tu alrededor...!
Recorrí con la mirada los estantes, y tuve ganas de destrozarlos. Fui hacia Santana y extendí la mano para acercarla. Pero ella se escabulló. Movió la cabeza de una forma que en cualquier otro momento me habría parecido orgullosa.
-No me compadezcas por él -dijo—. Está muerto. Pero sigo siendo lo que él me hizo ser. Siempre lo seré. La mitad de los libros están estropeados o vendidos. Pero yo estoy aquí. Y mira. Tienes que mirarlo todo. Mira cómo me gano la vida.
Cogió un papel del escritorio, sobre el que yo la había visto escribiendo. La tinta todavía estaba húmeda.
-Un día pregunté a un amigo de mi tío si podía escribir para él -dijo-. Me mandó a una residencia para mujeres indigentes. -Sonrió con amargura-. Dicen que las damas no escriben semejantes cosas. Pero yo no soy una dama...
La miré sin comprender. Miré el papel que tenía en la mano. Entonces se me paró el corazón.
-¡Estás escribiendo libros así! -dije. Asintió sin hablar. Su semblante era grave. No sé qué cara puse. Creo que la tenía ardiente-. ¡Libros así! -dije-. No puedo creerlo. De todas las situaciones en que pensé encontrarte... Y luego encontrarte aquí, completamente sola en esta casa enorme...
-No estoy sola -dijo-. Ya te lo he dicho. William Inker y su mujer se ocupan de mí.
-Encontrarte aquí, completamente sola, escribiendo libros de ésos...
De nuevo se mostró casi orgullosa.
-¿Por qué no iba a escribirlos? -dijo.
Yo no lo sabía.
-No parece algo decente -dije-. Una chica como tú...
-¿Como yo? No hay chicas como yo.
Tardé un momento en contestar. Miré otra vez el papel que tenía en la mano. Dije con voz queda:
-¿Ganas dinero con eso?
Se ruborizó.
-Un poco. Suficiente, si escribo deprisa.
-Y a ti... ¿te gusta hacerlo?
Se sonrojó aún más.
-Creo que valgo para esto... -Se mordió el labio. Seguía mirándome a la cara-. ¿Me odias por eso? -dijo.
-¡Odiarte! -dije-. Cuando ya tengo cincuenta motivos para odiarte, y solamente...
Solamente te quiero, quise decir. Pero no lo dije. ¿Qué puedo decirte? Si aún era capaz de enorgullecerse, yo, de momento, podría... De todos modos, no necesitaba decirlo; ella podía leerlo en mi cara. Le cambió el color, se le aclaró la mirada. Se puso una mano delante de los ojos. Sus dedos dejaron más manchas de tinta negra. No pude aguantarlo. Alargué la mano rápidamente y le sujeté la muñeca; me mojé el pulgar de saliva y empecé a frotarle la piel de la frente. Lo hice pensando sólo en la tinta y en su piel blanca, pero ella notó mi mano y se paralizó. Mi pulgar se movía lentamente. Se desplazó a su mejilla. Luego descubrí que le estaba abriendo la cara con mi mano. Cerró los ojos. Su mejilla era tersa..., no como una perla, sino más cálida. Volvió la cabeza y apretó la boca contra mi palma. Sus labios se suavizaron. No se le borró la mancha de la frente; en definitiva, pensé, no era más que tinta. Tembló cuando la besé. Recordé cómo había sido hacerla temblar cuando yo la besaba, y yo, a mi vez, empecé a temblar. Yo había estado enferma. ¡Creí que me iba a caer redonda! Nos separamos. Se colocó la mano contra el corazón. Tenía aún en ella la hoja de papel. Descendió aleteando hasta el suelo. Me agaché, la recogí y alisé sus pliegues.
-¿Qué pone aquí? -pregunté.
Ella dijo:
-Está lleno de palabras para decir que te deseo... Mira.
Cogió la lámpara. En la habitación había oscurecido, la lluvia azotaba todavía el cristal de la ventana. Pero ella me llevó hasta el fuego, me sentó y se sentó a mi lado. Sus faldas de seda se alzaron de repente y luego descendieron. Depositó la lámpara en el suelo, esparció las hojas y empezó a enseñarme, una por una, las palabras que había escrito.

Fin


Chicas como siempre ha sido un placer adaptar esta maravillosa historia para vosotras, quería agradecerosla que la hayais leido y espero que os haya gustado, muchas gracias por vuestros comentarios, nos vemos en mis demás fic ;)
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por monica.santander Mar Jun 10, 2014 8:05 pm

Gracias a vos por compartir estas adaptaciones con nosotras obvio que seguiré leyéndote.
Besos!!!! Genial final.
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Finalizado Re: FanFic [Brittana] Falsa Identidad. 3º Parte. Capitulo 13

Mensaje por perez102 Miér Jun 11, 2014 2:15 am

Que pena termino, gracias por compartir la historia. Saludos hasta pronto.
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Mensaje por Mau1218 Miér Jul 02, 2014 3:54 pm

Increible historia!!! Espero puedas seguir compartiendo mas adaptaciones te kedan geniales ;)
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