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Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
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_Claudia_100%fanGLEE_Bol
lana66
marthagr81@yahoo.es
7 participantes
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
se me permite reir???? jajajajajajajaja brittany esta un poco loquita por los analgesicos, en fin..... veremos que pasa con los cuidados de esa sexi jefa!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Susii
Mm se deben una charla:s a ver como va eso:s escribió:
pues charlar no es precisamente lo que hacen. ya que santana en muy pocas ocasiones deja que britt hable.
Lana66 Hoy A Las 11:04 Am Que risa me da brittany drogada,me fascina tu historia,en espera del siguiente capitulo,gracias por las actualizaciones. Saludos escribió:
jaja si es muy chistosa aun cuando estaba enfermita
Micky Morales
se me permite reir???? jajajajajajajaja brittany esta un poco loquita por los analgesicos, en fin..... veremos que pasa con los cuidados de esa sexi jefa!!! escribió:
jaj si britt raya en la locura, y aqui el siguiente capitulo para que veas hasta donde llega santana como buena samaritana
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Gracias por los comentarios recibidos y mas por leer la historia.
CAPITULO 5
Observo la habitación y de pronto cada objeto de la estancia encaja perfectamente. La cama, inmensa; los muebles, de diseño, y la decena de camisas que asoman del vestidor, blancas. Me llevo las manos a los ojos y acabo pasándomelas por el pelo. Esto es una locura. Lo mejor será que me vista, le dé las gracias y salga pitando de aquí.
Por inercia miro la ropa que llevo y «maldita sea», mascullo entre dientes. No es la mía. Llevo una camiseta y, gracias a Dios, mi ropa interior. Pataleo y grito bajito. Si ya me hubiera dado vergüenza salir con un pijama de franela abotonado hasta el cuello, así sólo quiero que la tierra me trague. Suspiro con fuerza y me mentalizo. Tengo que salir y será mejor que lo haga yo, ahora, teniendo el control de la situación, marcando los tiempos.
Echo el nórdico a un lado y pongo los pies en el suelo. Qué agradable. El parqué está caliente. Los multimillonarios sexis sí que saben vivir. Apuesto a que puso el suelo radial pensando en los polvos que echaría en él. Miro a mi alrededor con la esperanza de que mi ropa aparezca en cualquier rincón, pero no tengo esa suerte. Podría buscar algún pantalón suyo. Camino sigilosa hasta la cómoda y abro el primer cajón. Es el de su ropa interior. Todo sexy bragas negras y boxers blancos de esa marca suiza tan ridículamente cara. Levanto uno de ellos tímidamente y miro debajo. No sé qué espero encontrar. Seguramente, si estuviera aquí, aprovecharía para reírse de mí. Levanto otro.
Creo que me estoy demorando perversamente en este cajón. —Pecosa —digo frunciendo la nariz e imitando su voz—, sé que te gusto, pero robarme los bóxers me parece excesivo. Suelto una risilla malvada encantadísima con mi propia broma. —Yo no lo habría expresado mejor. La voz de Santana me hace dar un respingo con el que probablemente enseño las bragas. Está apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados, observándome. Su sonrisa es aún más impertinente que de costumbre.
Está disfrutando con mi bochorno. Intento cerrar el cajón de golpe y, por supuesto, no lo consigo. Algunas prendas me entorpecen y tengo que recolocarlas bien para poder cerrar. —Trátalos con cariño. Las manos de muchas mujeres tienes que tocarlos todavía. Yo la fulmino con la mirada, cosa que ella ignora por completo, y comienza a caminar alejándose de la habitación. —Al salón —ordena. Cuando ya se ha dado la vuelta, le dedico un mohín de lo más infantil y al fin cierro el cajón, brusca. Es una declaración de principios.
Salgo al salón y, en la nueva estancia, automáticamente vuelvo a sentirme incómoda con mi escueto vestuario. —Podrías darme unos pantalones. —¿Por qué? —responde divertida desde la cocina—. Así estás muy bien —añade insolente. —Santana —me quejo. Es odiosa. —Siéntate —me ordena de nuevo señalando uno de los taburetes al otro lado de la inmensa isla de la cocina. Resoplo pero no protesto más. ¿Para qué? No valdría de nada. A pesar de lo poco que la conozco, tengo claro que es muy testaruda. Camino despacio y, a regañadientes, tomo asiento. Ella está echando el líquido de un pequeño termo en un cuenco. Creo que es sopa de pollo y huele de maravilla. —¿Tú me quitaste la ropa? —pregunto en un susurro. Me siento muy tímida, casi avergonzada, con esta pregunta. —Sí —responde mirándome directamente y sonriendo otra vez. Se lo está pasando de cine, la muy bastarda. —Entonces, me has visto desnuda —musito y no es una pregunta, es más un lamento. —Oh, sí. Podría tener el detalle de dejar de sonreír. Apoyo el codo en la isla, la frente en la mano, y la sacudo un par de veces. Maldita sea, esto es de lo más vergonzoso. Veo de reojo, ya que me niego en rotundo a mirarlo, cómo se inclina sobre el mármol hasta que su cara está peligrosamente cerca de la mía.
—Y me recreé.
¡¿Qué?! —¿Cómo que te recreaste? —pregunto alarmada alzando la cabeza para mirarlo.
—Tienes cuatro lunares —contesta, y esa sonrisa tan odiosa, impertinente y sexi brilla más que nunca.
—¡Santana! —Pecosa, estaba aburrida —suelta a modo de desastrosa disculpa. Su voz sigue siendo de lo más impertinente y ¡continúa sonriendo!
—. Nunca había sólo dormido con una chica.
—¿Hemos dormido juntas? Esto es el colmo. Santana López, de caballero andante, no tiene nada.
—¿No dormiste en el sofá? —pregunto casi atónita.
—Y me parece una costumbre deliciosa —añade ignorándome por completo
— que hables en sueños.
—¡¿Qué?!
—. Fue muy útil.
No te ruborices. No te ruborices. Cruzo los brazos sobre el reluciente mármol italiano y hundo la cabeza en ellos. Estoy viviendo la reina de las situaciones bochornosas.
—No te tortures, Pecosa —susurra aún más cerca
—. Me gustó sólo dormir contigo. Sus palabras me hacen levantar la cabeza otra vez y durante unos segundos simplemente saboreamos nuestras miradas entrelazadas.
Ella sigue teniendo el mismo brillo descarado y sin una pizca de vergüenza, y yo por algún motivo comienzo a relajarme y a dejarme envolver por ella. Termina de verter el líquido y empuja el tazón hasta colocarlo frente a mí.
—Sopa de pollo, comida de enfermo —me aclara. Me tiende una cuchara y yo la agarro ávida. Tiene una pinta deliciosa y, después del efecto de las pastillas y de haber dormido no sé cuántas horas, estoy hambrienta. Santana me observa tomar las primeras cucharadas e incluso lanzar algún que otro «humm». La sopa bien lo vale. ¿De dónde la habrá sacado? Miro el pequeño termo y leo Malavita. Debe de ser el nombre de algún restaurante.
—Tienes muchas cosas que contarme —me dice tomándome por sorpresa. Su tono de voz ha cambiado. Se ha endurecido. Quiere dejarme claro que ya no está jugando. Yo trago la última cucharada de sopa y clavo mi vista en el cuenco a la vez que dejo la cuchara lentamente apoyada en el tazón. Se me acaba de cerrar el estómago de golpe. Asiento despacio y más despacio alzo los ojos, mirándolo a través de mis pestañas. Santana frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar su mirada de la mía y toda la atmósfera da un giro de trescientos sesenta grados, como si hubiésemos pulsado un interruptor mágico que saturara de una sensual electricidad todo el espacio vacío entre las dos. Ella aparta su vista, apenas un segundo, y, cuando la posa de nuevo en la mía, comprendo que su perfecto autocontrol vuelve a dominar la situación.
—¿Por qué continuaste trabajando en el restaurante?
—Porque necesito el dinero.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar, y hay cierto toque de exigencia en su voz—. El sueldo que te pagamos es más que suficiente. Suspiro.
Llegados a este punto creo que lo mejor es soltarlo todo de un tirón.
—Tengo deudas, muchas, y de mucho dinero.
—¿De qué? No hay la más mínima reacción en ella.
—Mi abuelo tenía problemas de corazón. Necesitaba una operación, pero no tenía seguro, así que cogí el dinero de mi préstamo universitario y lo utilicé para pagar el hospital. Obviamente tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar más horas para poder pagar las medicinas y todo lo demás. Al principio fue bien, pero un día empeoró. Me dijeron que necesitaba una nueva operación y tuve que pedir un crédito.
Ni siquiera sé cómo me lo concedieron, pero el interés era altísimo. Mi abuelo no sobrevivió a la operación. Santana asiente.
—¿Cuánto dinero debes?
—Ciento veintiséis mil trescientos cuarenta y tres dólares con ochenta centavos. Santana vuelve a asentir. Su expresión es imperturbable. Ni siquiera podría decir qué está pensando ahora mismo.
—¿Algo de lo que pone en tu currículum es verdad?
—No —musito—. Pero yo no quise engañarte —me apresuro a aclarar—. Todo fue un malentendido. Aquella mañana estaba en la oficina para llevarle las llaves a Lola y tú pensaste que yo era una de las candidatas y ella creyó que era mi oportunidad para tener un trabajo mejor. Por favor, no la despidas.
Si Lola saliera perjudicada de todo esto por mi culpa, jamás me lo perdonaría. —¿Y cómo has conseguido hacer el trabajo de toda la semana? —pregunta obviando mi súplica. —Tina y Lola me ayudaron el primer día. El segundo, tú, y cada noche, cuando llegaba a casa, leía libros, buscaba en Internet.
—¿Me estás diciendo que, después de levantarte Dios sabe cuándo para llegar antes que yo a la oficina, trabajar conmigo y trabajar en un restaurante, cuando llegabas a casa... estudiabas?
Trago saliva. —Más o menos —me sincero.
Santana se aleja de la cocina mientras cabecea. Camina hasta el sofá y recoge su abrigo.
—¿Vas a despedir a Lola? —pregunto bajándome del taburete. No me contesta—. No la despidas, por favor. Ella sólo quería ayudarme. Santana. No contesta. Sube los dos escalones que separan el inmenso salón del vestíbulo y llama al ascensor. Las puertas se abren de inmediato y se marcha del apartamento sin mirar atrás.
No puede hacer que la despidan. Ella lo hizo por mí. Camino nerviosa por la casa. Necesito un plan. Lo primero es encontrar mi ropa o, al menos, unos pantalones que ponerme. Después hablaré con Lola y también con Fabray y Hummel. Les explicaré todo y seguro que ellos harán entrar en razón a Santana. No encuentro mi ropa por ningún sitio. Tampoco ningún pantalón que pueda ponerme.
Estoy a punto de desesperarme cuando un teléfono comienza a sonar. No reconozco el timbre. Miro a mi alrededor tratando de seguir el sonido. Deambulo por el salón hasta que veo un teléfono fijo en una pequeña mesita junto al sofá. —¿Diga? —respondo. Inmediatamente cierro los ojos con fuerza, arrepentida. No sé si a Santana le hará gracia que atienda el teléfono de su casa. Sin embargo, al no obtener respuesta, abro los ojos y frunzo el ceño. ¿Por qué no contestan? —¿Diga? —repito—. ¿Hola? Nada. No responden. Imagino que será uno de sus ligues, que se ha echado atrás al oír una voz de mujer. Una sonrisa llena de malicia se me escapa, aunque de eso también me arrepiento rápidamente. No me interesa lo más mínimo la vida sentimental de Santana. «Ja.» Cuelgo y, cuando estoy a punto de dejar el teléfono en el soporte, tengo una idea. Marco el número de mi móvil por si estuviera aquí, pero no tengo esa suerte. Es lógico. Me sacó de casa para llevarme al hospital; coger mi teléfono era la última de sus preocupaciones. Por lo menos está el fijo. Tengo que llamar a Lola. Hago memoria y consigo recordar su número. Dos tonos después, descuelga.
—Lola, soy Britt.
—Britt, menos mal —dice aliviada—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Dónde estás? He estado llamando toda la mañana a la imbécil de Santana, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estoy bien —contesto—. Me llevó al hospital y después me trajo a su casa.
—¿A su casa? —me interrumpe perspicaz. Cierro los ojos y hago una mueca. No debí haberle contado eso.
—Sí, a su casa —continúo restándole importancia—. Sólo lo ha hecho por su comodidad. No querría tener que volver al Lower East Side tan tarde. —Seguro —replica en un golpe de voz aún más perspicaz si cabe.
Me espera el tercer grado en cuanto nos veamos. Estoy segura.
—Lola, no te llamo por eso —reconduzco convenientemente la conversación
—. He tenido que contarle toda la verdad.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunta alarmada.
—Porque el doctor me hizo un montón de preguntas y Santana no es ninguna estúpida.
—¿Y qué tal se lo ha tomado? ¿Va a despedirte?
—Creo que no. Me siento fatal ahora mismo.
—¿Pero? —me apremia. Me conoce demasiado bien.
—Puede que a ti sí —murmuro culpable. Una carcajada llena de arrogancia y algo de malicia cruza la línea telefónica.
—¿Se puede ser más presuntuosa? —se queja
—. Yo no trabajo para él. —Pero conoce a tu jefe. Ella calla un segundo.
—Es cierto que, cuando quiere, puede ser muy persuasivo, pero no te preocupes. El señor Seseña, mi jefe —me recuerda—, me adora.
—¿Seguro? —Sin asomo de duda —responde precisamente así, sin asomo de duda. Suspiro aliviada. Ya me siento mucho mejor.
—Me dejas más tranquila. La noto sonreír al otro lado.
—Está todo bien —me confirma. En ese momento oigo las puertas del ascensor abrirse. —Lola, tengo que colgar. Sin esperar su respuesta, lo hago. Dejo el teléfono en su sitio y corro a la habitación. Aún no he encontrado unos malditos pantalones.
—Pecosa, ven aquí —me ordena desde el salón. No quiero tener que volver a salir sin pantalones.
—Pecosa —vuelve a reclamarme impaciente. Salgo de la habitación malhumorada por seguir en ropa interior. Santana, sentada en el sofá, pierde su vista en mis piernas sin ningún disimulo, pero en seguida vuelve a centrarlas en los documentos que tiene bajo la mano en la elegante mesa de centro.
—Ven aquí —me apremia exigente—. Tienes mucho que firmar. Frunzo el ceño.
—¿Qué tengo que firmar? —pregunto confusa y, para qué negarlo, algo desconfiada. No entiendo nada. Santana me observa impaciente, diciéndome con la mirada que deje de hacer preguntas estúpidas de una vez y me siente en el sofá. Camino hasta ella con cierta cautela, me siento y la miro aún confusa. Ella me indica con su mirada los papeles y, al posar mi atención en ellos, mi expresión cambia por completo cuando leo Universidad de Columbia en el membrete.
—Santana, ¿qué es esto? —inquiero sin poder ocultar mi sorpresa.
—Esto es para que dejes de mentirme —responde sin ningún interés en sonar amable—. Vas a seguir trabajando para mí y vas a ir a la universidad. ¿Piensa pagarme la universidad? No puedo creerlo. No puedo creerlo y tampoco puedo aceptarlo
. —Te lo agradezco, muchísimo —le digo con la clara intención de que no haya dudas a ese respecto. Además, volver a la universidad sería maravilloso—, pero no puedo, Santana. No puedo tener dos trabajos e ir a la universidad.
—¿He dicho yo dos trabajos? —pregunta impaciente y arisca.
—No. —Vas a dejar el trabajo en el restaurante —me dice, casi me advierte—. No lo necesitas. —Sí lo necesito. Ya te lo he explicado. ¿Es que este hombre no escucha?
—He cancelado todas tus deudas.
¡¿Qué?! «¡¿Qué?!» —¿Qué? —No me lo puedo creer—. No puedes hacer eso. No puede entrar en mi vida como un ciclón y hacer ese tipo de cosas sin ni siquiera consultarme. No voy a permitirlo.
—Joder, Pecosa —se queja exasperada—. ¿Siempre pones las cosas tan complicadas?
—¿Pero qué tipo de persona crees que soy? —Ahora la que suena exasperada soy yo
—. No voy a dejar que me pagues los créditos, la universidad y encima me des trabajo. Y está conversación se ha terminado. No pienso cambiar de opinión. Con el propósito de dejarlo lo más claro posible, me levanto dispuesta a encontrar mi ropa de una maldita vez y marcharme, pero Santana se levanta, me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Sé perfectamente la clase de persona que eres. Así que no tienes que hacerte la ofendida. Otra vez no hay la más mínima amabilidad en sus palabras.
—No me estoy haciendo la ofendida —me defiendo molesta. ¿Acaso cree que es una pose? Eso me enfada aún más. —Tú no sabes nada de mí —añado.
—Sé que eres capaz de trabajar catorce horas diarias y estudiar contabilidad por las noches para no decepcionarme. Dios, ¿cómo puede ser tan presuntuosa? Suspira brusca. Lo peor es que, en el fondo, tiene algo de razón.
—No lo hice por ti. —No pienso reconocerlo jamás.
—Claro que no —replica arrogante y mirándome de esa manera que me dice que encima debería darle las gracias. No aguanto más.
—Eres una imbécil engreída. Quizá, si mi voz no hubiese sonado tan encandilada, presa del deseo que comienza a arremolinarse en mi vientre, mis palabras hubiesen tenido más valor; pero es que está demasiado cerca, es demasiado guapa y su mano aún sujeta mi muñeca.
—Puede que lo sea, pero en el fondo es lo que más te gusta de mí.
¡Qué imbécil! ¡Y cuánta razón tiene! ¿Por qué con ella todo tiene que ser siempre tan frustrante?
—No pienso aceptar tu dinero —replico nerviosa.
—Me importa muy poco lo que pienses aceptar o no —susurra exigente, sin levantar esos espectaculares ojos de los míos. Estoy furiosa y al mismo tiempo lo deseo como nunca he deseado nada en mi vida.
Tengo ganas de darle una bofetada y también de desnudarlo. Definitivamente esto no va a acabar bien para mí.
—Firma y no despediré a Lola. ¡Maldita bastarda!
—Lola no trabaja para ti —mascullo.
—Pero Michael Seseña me debe muchos favores. ¿Sería capaz? Me sonríe arrogante y ésa es la mejor respuesta a mi silenciosa pregunta. Maldita sea, claro que sería capaz.
—Eso es juego sucio —protesto.
—Lo sé. —Y claramente no le importa lo más mínimo—. ¿Qué decides? Aún más furiosa y dedicándole la peor de mis miradas, me arrodillo frente a la mesa de centro y firmo todos los formularios para entrar en Columbia.
Santana se sienta en el sillón a mi lado. La tela de sus vaqueros roza mi brazo desnudo y todo mi cuerpo es consciente de ello. ¡Pero sigo furiosa, maldita sea! «Recuérdatelo. Te vendrá bien cuando acabes en su cama.» —Y vas a vivir aquí —añade como si fuera un hecho sin ninguna importancia. Ahogo una risa nerviosa en un breve suspiro a la vez que me giro para mirarlo.
—No, de eso nada —replico como si fuera obvio, porque es obvio.
—Claro que sí —se reafirma—. Pillaste una neumonía por culpa de las ventanas de tu apartamento.
—No voy a vivir aquí. Es una locura. Apenas nos conocemos. Tiene que entenderlo. Es una pésima idea. «Acabarías en su cama antes de que tu ropa estuviera en las perchas.» —Estuvimos a punto de acostarnos, Santana.
—Eso no va a volver a pasar —replica muy segura de sí misma. Por un momento no sé qué responder. Lo tiene muy claro. Se supone que yo también debería tenerlo. Es lo que quiero, ¿o no?
—Por supuesto que no va a volver a pasar. Si ella lo tiene claro, yo lo tengo más.
—Pues, entonces, ¿qué problema hay? —inquiere con esa estúpida, odiosa y sexy sonrisa que me hace perder el hilo.
—No puede ser —me reafirmo nerviosa.
—Vas a venirte a vivir aquí y se acabó la discusión —me ordena convertido en la sensualidad personificada—, porque cada vez que discutimos me entran ganas de echarte un polvo y eso ya no puede ser, ¿verdad? Ahogo una boba y extasiada sonrisa en un nuevo suspiro. ¡Deja de sonreír!
—Verdad —musito y casi tartamudeo.
—Pues todo arreglado.
Santana se levanta y comienza a caminar hacia su habitación. ¡No está nada arreglado! Ahora mismo sólo quiero gritar. ¡Es la persona más frustrante que he conocido en mi vida! «Y tú.» Y yo. A unos pasos de la puerta del dormitorio, se quita la camiseta y en mi cabeza la canción de los Rolling Stones Sympathy for the devil[2] comienza a sonar. ¿Por qué no se ha quitado la maldita camiseta en su habitación? Tiene un torso increíble, con cada músculo armónicamente cincelado y los vaqueros cayéndole tan sexy, haciendo que toda mi atención se centre en el perfecto músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus Levi’s. Finalmente desaparece en el dormitorio y yo me dejo caer en el sofá. Ahora mismo la vida me parece de lo más injusta. Me giro hacia la mesa y pierdo mi vista en los papeles. No puedo evitar sonreír. ¡Voy a volver a la universidad! La verdad es que estoy emocionada y aterrada al mismo tiempo, más emocionada que aterrada. ¡Va a ser genial! Más o menos media hora después, Santana sale de la habitación. Se ha duchado y lleva un traje de corte italiano negro que le sienta como un guante y una camisa también negra con los primeros botones desabrochados. Está espectacular. Atraviesa el salón con paso decidido y yo no puedo evitar contemplarla embobada mientras lo hace.
—Nos vemos, Pecosa —se despide sacándome de mi ensoñación. —¿Adónde vas? Inmediatamente me arrepiento de haberle preguntado. Puede ir adonde quiera y a mí no me interesa en absoluto. «La palabra del día: autoengaño.»
—Al Archetype —responde con una media sonrisa de lo más presuntuosa. —Oye —lo llamo levantándome y caminando hacia ella
—. Podrías decirme dónde guardas los pantalones de pijama. Necesito urgentemente dejar de ir en bragas por esta casa. Lo piensa mientras se mete en el ascensor.
—No, creo que no —responde al fin al tiempo que se coloca bien los puños de la camisa que le sobresalen elegantemente de la chaqueta. Las puertas se cierran y lo último que puedo ver es su arrogante sonrisa ensanchándose. Como una tonta, me quedo con la vista clavada en el acero pensando en lo descarada, impertinente y engreída que es. «Y en lo bien que le queda el traje.» Eso también, pero prefiero obviar esa clase de pensamientos, sobre todo si voy a vivir aquí. Busco sin éxito unos pantalones de chándal o de pijama. ¿Dónde demonios los guarda? Me parece prudente empezar a marcar algunas fronteras, así que busco unas sábanas y una manta, le robo una almohada de su inmensa cama y me preparo la mía propia en el no menos inmenso sofá. Me doy una ducha rápida y, como sigo sin encontrar mi ropa, me veo obligada a cogerle otra camiseta y unos bóxers. «Al final has acabado robándole su ropa interior.» Me pongo los ojos en blanco a mí misma, pero no puedo evitar que se me escape una sonrisilla de lo más tonta. Me tomo las pastillas que me recetó el doctor Newman. No tengo nada de hambre, así que opto por irme a dormir. Ya acostada, miro a mi alrededor admirada. El ático es increíble y las vistas lo son aún más.
No sé exactamente en qué calle estamos, pero apostaría que es la parte alta de la ciudad. He dejado las cortinas recogidas y me duermo, presa de los analgésicos, contemplando el Empire State erguirse entre los demás rascacielos. Me encanta ese edificio. Ruedo por la cama. Adoro esta cama. Es tan cómoda. Humm, suspiro encantada. Es maravillosa. Es maravillosa y ¡no es el sofá! Abro los ojos de golpe. ¿Qué hago en la cama? Sobresaltada, miro a mi alrededor y veo a Santana con la espalda apoyada en el marco de la puerta, sólo con pantalones de pijama y sostén, que debe esconder en un doble fondo tras una estantería, sin camiseta. Está saboreando una taza de café, lo que me da la ocasión de saborearlo a ella. Otra vez Sympathy for the devil,[3] de los Rolling, suena a todo volumen. Santana sonríe, es plenamente consciente de lo que provoca en mí, y se incorpora.
—A desayunar, Pecosa —me apremia desde el salón.
Doy el suspiro más largo de la historia y hundo la cabeza en la almohada. Maldita sea, si esto es lo que me espera cada mañana, va a ser una auténtica tortura vivir aquí. Me levanto, me recojo el pelo y salgo al salón. Santana está en la cocina, rellenando su taza de café. Camino de prisa bajo su descarada mirada y me siento en uno de los taburetes al otro lado de la isla. La manera en la que me observa me hace sentir tímida y nerviosa. Además, seguir sin pantalones claramente no ayuda.
—Buenos días —susurro.
—Buenos días —responde mordiendo una manzana verde.
Tiene una pinta deliciosa. «Santana o la manzana?»
—¿Puedo saber cómo acabe durmiendo otra vez en tu cama? —pregunto cogiendo yo también una manzana de un elegante frutero.
—Puedes —responde con esa media sonrisa tan sexy y presuntuosa. Yo le observo ladeando la cabeza.
—Me gusta dormir contigo —me aclara sin darle ninguna importancia.
—¿Y esta noche también te has recreado?
—Pecosa —me llama inclinándose ligeramente hacia mí. Su olor me envuelve. Maldita sea, huele tan bien que tengo la tentación de alzarme y aspirar directamente de su cuello.
—Deberías dejar de pensar que eres tan irresistible —sentencia—. No podrías estar más equivocada. Le da un bocado a su manzana y comienza a caminar hacia la habitación.
—Y mueve el culo —me ordena desde allí—. Tienes muchas cosas que hacer hoy. Le hago un mohín, aunque soy plenamente consciente de que no puede verme. La señorita odiosa ha vuelto. Me bajo del taburete y voy hasta la habitación. Si quiere que mueva el culo, necesito mi ropa.
—Señorita López —le llamo insolente entrando en el dormitorio antes de que se meta en el baño—, necesito mi ropa.
Santana me mira de arriba abajo.
—Parece que ayer te las apañaste muy bien sola. Involuntariamente yo también miro mi ropa, es decir, la suya. —Santana, necesito mi ropa —protesto casi al borde de la pataleta—. Es ridículo que no me la des. No puedo pasarme el día en ropa interior —sentencio. Suena el timbre.
—¿Has terminado ya? —pregunta arisca, ignorándome por completo.
—¿Vas a darme mi ropa?
—Abre la puerta. —No pienso hacerlo. Uno: no llevo pantalones. Dos: no soy tu criada.
—Pecosa, abre la puerta.
—No voy a moverme de aquí. Santana me mira, se encoge de hombros y se mete en el baño cerrando la puerta tras de sí y obviando mi pobre existencia una vez más. Vuelve a sonar el timbre.
—¡La puerta! —grita desde el interior. Es odiosa. Resoplo y, farfullando a cada paso, voy hasta el ascensor. Sea quien sea ya ha marcado el código y está subiendo. Mientras espero, me estiro la camiseta todo lo que puedo, como si mágicamente fuese a llegarme hasta las rodillas. No hay nada que hacer. Vuelvo a resoplar y, a regañadientes, avanzo un par de pasos cuando las puertas comienzan a abrirse.
Sorprendida y algo confusa, observo cómo un repartidor chino me tiende un guardatrajes transparente con lo que parece mi ropa lavada y planchada, y otro más pequeño, también transparente, con mis botas de media caña.
—Su ropa —me anuncia pronunciando con dificultad la erre. Yo sonrío a modo de gracias y él se marcha. Observo los guardatrajes en mis manos un par de segundos y regreso a la habitación. ¿Por qué no podía decirme simplemente que había mandado mi ropa a la lavandería? Me siento en la cama y subo las piernas hasta cruzarlas delante de mí. Poco después la puerta del baño se abre y Santana sale con una toalla blanca a la cintura. Su cuerpo húmedo y su pelo mojado y desordenado me roban la atención un instante. Mick Jagger está bailando por el escenario mientras Keith Richards hace un solo de guitarra. Sacudo la cabeza discretamente y me obligo a recuperar la compostura.
—¿Por qué no me has dicho que habías mandado mi ropa a la lavandería? —¿Por qué? —pregunta presuntuoso—. ¿Acaso tenía que hacerlo?
—No, pero sería más fácil si fueras más… —tardo unos segundos en encontrar la palabra adecuada—… comunicativa.
—Las cosas también serían más fáciles si tú te limitaras a sonreír y a darme las gracias. En otras circunstancias te diría que me lo agradecieras en la cama, pero teniendo en cuenta que eso no puede ser, ¿qué tal una mamada? ¿Pero qué coño? Abro los ojos como platos y su sonrisa se hace aún más impertinente. Totalmente escandalizada, resoplo, me levanto, cojo mi ropa y, dedicándole una mirada absolutamente atónita, cierro la puerta del baño de un portazo. Ni siquiera se merece una respuesta.
—No tienes por qué desnudarte si no quieres —le oigo decir al otro lado. Esto es el colmo. Me apoyo en el mármol del lavabo y me miro en el espejo totalmente empañado. Aun así, puedo adivinar el reflejo de mi sonrisa. Sí, lo peor de todo es que, aunque me parezca un bastardo descarado, no puedo evitar encontrarlo atractivo y jodidamente divertido, a la muy engreída. Después de la ducha me envuelvo en una de las toallas de Santana y me seco el pelo con otra. Este baño es enorme. Hay una ducha donde cabrían al menos cinco personas y una bañera donde entrarían otras tres. Todo de brillante mármol blanco y suelo perfectamente atemperado. Me visto con mi ropa, ¡al fin! Delante del espejo, como siempre, me lamento por tener esta piel tan paliducha. Me paso los dedos índice y corazón sobre las pecas de mis pómulos junto a la nariz. Nunca les he dado la menor importancia, pero ahora… Se oyen dos golpes fuertes contra la puerta.
—Pecosa, sal del maldito baño. Tenemos mucho trabajo.
Si voy a quedarme a vivir aquí, debería comprarme una pistola eléctrica de esas que inmovilizan, porque sé que es sólo cuestión de tiempo que acabe llegando a la violencia física con ella. En ese preciso momento una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: voy a torturarla un poco. No es que esté enfadada, pero tampoco puedo permitir que piense que puede decirme cosas como que le haga una mamada. Además, ella me tortura a mí cada minuto de cada día desde que nos conocemos. Voy hasta la puerta, pero, antes de abrir, recordando mis años de instituto, me subo la falda un poco remangando la cintura y me quito el pañuelo que llevaba al cuello. Abro la puerta e, ignorándola estoicamente, paso a su lado. Noto cómo me observa.
Absolutamente a propósito, coloco una de las botas sobre la cama y me inclino para fingir ponérmela bien. La falda se sube ligeramente y la piel de mi muslo se descubre un poco más. No dice una palabra, ni siquiera se mueve un ápice, pero su pecho se hincha con fuerza bajo su elegante traje a medida. Cuando termino, sacudo la cama lenta, casi agónicamente, como si le estuviese pidiendo que se sentara frente a mí. Camino hacia la puerta y, viendo que no me sigue, me giro y, fingiéndome casual, comienzo a trazar perezosos círculos con la punta del dedo corazón sobre la tela de mi falda. Automáticamente sus ojos se clavan en mi dedo y lo siguen ávidos.
—Creí que teníamos mucho trabajo —susurro intentando sonar dulce y complaciente. Mi voz oscurece su mirada y sus ojos llenos de deseo se clavan en los míos. No era el plan, pero mi cuerpo se enciende. Mi respiración se acelera y un anhelo intenso y seductor se instala en el fondo de mi vientre. En menudo lío acabo de meterme yo solita. Santana suspira brusca y finalmente comienza a andar. A punto de ruborizarme, aparto mi mirada de la suya. Cuando pasa por mi lado para salir de la habitación, ya no se le ve en absoluto afectada. Su autocontrol es envidiable.
Mientras yo, como siempre, necesito un segundo. Maldita sea, ahora mismo la odio por ser capaz de mirarme así. En el ascensor las dos nos mantenemos en el más estricto de los silencios. El jaguar negro nos espera en la puerta del edificio. Las vistas desde el ático me hicieron comprender que estaba en la parte alta de Manhattan, pero nunca imaginé que estuviésemos en Park Avenue, en pleno Lenox Hill. ¡Es increíble!
—¿Cómo es que no vives en el 740? —le pregunto impertinente con el único objetivo de fastidiarla. El 740 de Park Avenue es el edificio donde viven los ricos más ricos del país. Jackie Onassis nació allí, John D. Rockefeller lo tuvo como residencia y Vera Wang o el dueño de los Jets todavía lo tienen.
—Me gusta ser el más rico de mi edificio y también la más gilipollas —responde presuntuoso claramente riéndose de mí mientras se queda de pie junto a la puerta para que suba primero. Yo le hago un mohín y entro sin detenerme. Sería muy difícil que alguien le quitara la segunda distinción, independientemente de dónde viviese. Nos acomodamos en la parte trasera del coche e inmediatamente pierdo mi vista en la ventanilla. Durante unos minutos atravesamos la ciudad en silencio, pero Santana alza su mano y lentamente acaricia el bajo de mi falda, sin tocar mi piel pero demasiado cerca de ella.
No es la primera vez que lo hace y acabo de darme cuenta de cuánto me gusta.
—Vamos, Pecosa —me susurra ladeando la cabeza—. ¿Piensas estar enfadada conmigo mucho tiempo? Su mano se sumerge despacio bajo la tela e incendia mi piel.
—No lo sé —susurro con la respiración acelerada. Comienza a hacer pequeños círculos con su pulgar sobre mi muslo, imitando los que yo misma hice en ese lugar unos minutos atrás, y todo mi cuerpo ya sólo es consciente de mi piel donde ella la toca. Éste no era el plan. El corazón me late de prisa. Suspiro con fuerza.
—Te perdono —digo en un golpe de voz a la vez que aparto su mano. Santana sonríe y pierde su vista en la ventanilla. Empiezo a pensar que es imposible jugar cuando uno de las jugadoras tiene tan increíblemente claro lo buenas que son sus cartas. Poco después, el vehículo se detiene frente al edificio de oficinas. Ambos nos bajamos y nos quedamos a unos pasos del jaguar.
—El coche te dejará en tu apartamento. Recoge lo que necesites, sólo lo imprescindible —me advierte—. Si veo cualquier cosa rosa chicle en mi salón, la quemo. Le hago un mohín que él ignora.
—Después tienes que ir a la universidad. Pregunta por el rector de admisiones Henry Nolan y dile que vas de mi parte. Me debe un favor y va a encargarse de tu matrícula. No metas la pata.
—¿Algo más? —pregunto displicente. Me ha organizado la mañana y ni siquiera se ha molestado en consultarme una sola cosa.
—Imagino que tendrás que comprarte bolígrafos, libretas, ceras de colores… —le dedico mi mejor sonrisa fingida y ella me la devuelve—, pero después te vendrás aquí. Tienes mucho trabajo acumulado de estos días que has decidido pasearte en ropa interior por mi apartamento. Tomo aire indignada dispuesta a echarle la bronca de su vida.
—Santana, eres odiosa —me interrumpe imitando mi voz—. Una engreída y una controladora. Si continúas así, voy a hacer algo terrible como no hablarte.
—No tiene gracia —protesto.
—En realidad, sí la tiene —comienza a caminar hacia la oficina
— y, por el amor de Dios, no te quedes ahí parada deseándome en secreto y muévete. Tienes muchas cosas que hacer.
¡Dios, es una imbécil odiosa! Vuelvo a resoplar, lo que estoy segura de que le hace sonreír aunque no la veo.
Me meto en el coche pensando que su objetivo en la vida es fastidiarme. Definitivamente voy a tener que comprarme esa pistola eléctrica.
Ya en mi apartamento, ni siquiera sé por dónde empezar. Todo esto es una locura. Voy a mudarme a vivir con Santana. Apenas la conozco y ya me ha sacado de quicio como un millón de veces. Sé que es una estupidez que me recuerde esto una y otra vez, porque ya he aceptado, pero una parte de mí sigue con las zapatillas de deporte puestas dispuesta a salir corriendo. Supongo que lo más sensato sería autoimponerme unas cuantas normas. Por ejemplo, primera: se acabó discutir con ella. Eso sólo me lleva a que Santana diga algo descarado y sexy. Además, nunca consigo salirme con la mía. Segunda: nada de contemplarla, mirarla embelesada u observarla, mucho menos cuando esté sin camiseta. Y tercera y fundamental: nada de tener fantasías con ella. Esta norma es estricta y cada vez que la infrinja tendré que salir a correr. Asiento para reafirmarme. Odio levantarme temprano y odio correr. No hay peor castigo. Voy hasta mi habitación y comienzo a hacer una pequeña maleta. Un poco de todo pero no mucho de nada. No voy a pasarme allí mucho tiempo. En cuanto mi vida se normalice, arreglaré mi apartamento para que vuelva a ser habitable y me mudaré. Estoy a punto de cerrar la maleta cuando caigo en la cuenta de que me olvidaba de algo importantísimo. Giro sobre mis talones y voy hasta la cómoda. Necesito un pijama. Abro el primer cajón. Camisetas de tirantes, pantalones cortos. Esto no me sirve. Abro el segundo cajón. La palabra clave es franela. El tercero, el cuarto. ¡Mierda! Yo no tengo pijamas de franela. Resoplo y meto un par de los que uso normalmente. Al menos es mejor que pasearme con sus bóxers.
Recojo todas mis cosas de aseo, mi viejo portátil, el cargador del móvil y el propio teléfono. Está apagado. Debe de haberse quedado sin batería. Lo pondré a cargar cuando regrese al ático de Santana. El amable chófer sale rápido a mi encuentro y guarda mi pequeña maleta y mi mochila en el maletero del jaguar. La verdad es que podría acostumbrarme a esta vida. Son las treinta y seis horas más relajadas que he vivido en años. En la universidad pregunto por el señor Nolan y todo resulta ser de lo más sencillo. Como el semestre ya está bastante avanzado, me aconseja que sólo me matricule en un par de asignaturas. Escojo Contabilidad 1 y Estudio de la economía occidental. Aún no sé si seguiré los estudios de biología que empecé o los números ganarán la partida. Tengo hasta el próximo semestre para decidirme.
Compro los libros y todo lo necesario en una librería cerca del campus y, aunque sé que tengo que volver a la oficina, decido pasarme antes por el restaurante para hablar con Will. Ya tendría que haberlo hecho ayer.
—Hola —digo dejando que mi voz se entremezcle con el tintineo de la campanita de la puerta al abrirse.
—¡Britt! —grita Kitty saliendo de detrás de la barra con su monumental barriga
—. ¿Estás bien? —Estás enorme —comento sorprendida—. Este bebé está creciendo por momentos.
—¿Cómo estás? —replica llegando hasta mí
—. ¿Por qué no has venido a trabajar en estos dos días? Will está preocupado.
—¿Preocupado o enfadado? —pregunto mordiéndome el labio inferior. Me temo lo peor.
—Más enfadado que preocupado, pero el porcentaje está igualado. Ambas sonreímos. En ese momento oigo a Will farfullar en la cocina y el ruido de unas cacerolas cayendo al suelo. Sospecho que no es el momento más apropiado para hablar con él, pero Will casi nunca está de buen humor, así que tampoco iba a notar mucho la diferencia. Empujo la puerta de la cocina y preparo mi mejor sonrisa. —Hola, Will. —Mira quién ha decidido pasarse por aquí —me saluda enfadado aunque también parece aliviado. —Lo siento —me apresuro a continuar—, pero tengo una buena excusa. Estaba en el hospital.
—¿El hospital? —pregunta preocupado. La expresión de su rostro ha cambiado en un solo segundo.
—Neumonía —respondo y en ese preciso instante decido callarme el hecho de que sólo fueran unas horas de hospital y unas veinticuatro en casa de mi guapísima jefa. —¿Estás bien? —Sí, pero tenemos que hablar de algo, Will . Él deja el trapo que llevaba entre las manos sobre la mesa de trabajo, da unos pasos en mi dirección y cruza los brazos sobre su grueso torso.
—No voy a poder seguir trabajando aquí —digo en un golpe de voz—. Vuelvo a la universidad. Will me observa unos segundos y finalmente resopla.
—Me alegro por ti —masculla— y no es que piense que vaya a salirte mal —continua caminando hacia mí—, pero, si necesitas un trabajo, siempre puedes volver. Sonrío y resoplo.
—Muchas gracias. No puedo creerme que esté a punto de echarme a llorar.
—No se te ocurra derramar una sola lágrima en mi cocina —me amenaza. —Viejo gruñón —protesto. Y ambos sonreímos. Voy a echarlo de menos. —¿Una última comida de empleado? —pregunta. —¿Puedo elegir? —Como voy a perderte de vista, supongo que hoy puedo hacer una excepción. Mi sonrisa se ensancha y, sin dudarlo, lo sigo hacia los fogones.
A las tres estoy de regreso en la oficina. Saludo a Eve mientras me cuelgo la identificación del cuello y voy directa al despacho de Santana. Imagino que me esperaba antes de comer, así que no quiero que salga y me encuentre hablando con Lola y Tina antes de haberla visto a ella. Todavía recuerdo lo que me dijo en el despacho de Kurt. Frente a su puerta, me descubro retocándome el pelo y colocándome bien la falda. Pero ¿qué estoy haciendo? Me pongo a mí misma los ojos en blanco, exasperada. Es mi jefa, sólo eso. Finalmente llamo y espero a que me dé paso.
—Hola —saludo cerrando la puerta tras de mí.
—Anda —comenta fingidamente sorprendida y lleno de ironía, recostándose sobre su sillón de socio ejecutiva y lanzando su estilográfica de quince mil dólares sobre los documentos que ojeaba—, si aún recuerdas el camino a la oficina.
Ahora sus ojos parecen estar hechos de un profundo verde.
—Sé que llego tarde —me disculpo.
—Y, exactamente, ¿a mí de qué me vale que lo sepas? —me interrumpe arisco.
—Tenía cosas que hacer. Y también estaba de muy buen humor hasta que he puesto los pies en este despacho.
—Pues aquí también —dice señalando el sofá con la cabeza y volviendo a centrarse en los papeles sobre su mesa. Yo decido dar la conversación por terminada. Una de las reglas es no discutir con ella y pienso cumplirla. Me siento en el tresillo, abro mi portátil y, mientras espero a que se encienda, ojeo las carpetas que ha dejado sobre mi mesa. Santana se levanta, se pone la chaqueta y echa un vistazo a su smartphone último modelo.
—Pecosa, el código del ascensor es veintiuno, setenta y dos, ciento tres —me dice guardándose su iPhone en el bolsillo de los pantalones.
—Dos, uno, siete, dos, uno, cero, tres —repito para memorizarlo.
—Por Dios —protesta exasperado frotándose los ojos con las palmas de las manos
—, ¿siempre eres tan torpe? Pero ¿qué demonios le pasa?
—¿Qué he hecho ahora? —me quejo.
—Código de tres huecos, código de tres números, no tienen por qué ser de una sola cifra —me explica como si yo fuera la persona más estúpida del mundo
—. Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —repite—. ¿Necesitas que te haga un dibujo? ¡Al infierno las reglas! Me levanto como un resorte.
—Santana, vete a la mierda —mascullo enfadadísima—. Si tenía la más mínima duda de si irme o no a tu apartamento, gracias a ti, acabo de resolverla. —Cojo mi bolso y me lo cuelgo en bandolera —. Me marcho a casa, a mi casa. Ante su atenta mirada, salgo de la oficina, me despido de Eve con un rápido «adiós» y voy hasta el ascensor. Afortunadamente está en planta y no tengo que esperarlo. Está vez se ha pasado, y mucho. Las puertas de acero se están cerrando cuando ella entra como un ciclón. Me mira furiosa y de un sonoro golpe con el puño para el elevador. Estoy furiosa pero también intimidada, aunque me esfuerzo en que no se note. Da un paso hacia mí e involuntariamente yo lo doy hacia atrás, haciendo que mi espalda choque contra la pared del ascensor. Santana da uno más y me acorrala entre la pared y su cuerpo. Sin levantar sus ojos, ahora más negros que nunca, de los míos, clava sus manos en la pared a ambos lados de mi cara.
—No vuelvas a huir de mí —susurra exigente, salvaje y muy muy sensual. —Pues dejar de comportarte como una capullo conmigo —replico con la voz inundada de mi respiración acelerada.
—No me gusta que me desobedezcas. No tengo la más remota idea de cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que su voz suene aún más sexy.
—No lo he hecho a propósito —musito y el deseo es palpable en cada letra que pronuncio—. Tenía algo muy importante que hacer.
—Brittany, vas a volverme loca.
CAPITULO 5
Observo la habitación y de pronto cada objeto de la estancia encaja perfectamente. La cama, inmensa; los muebles, de diseño, y la decena de camisas que asoman del vestidor, blancas. Me llevo las manos a los ojos y acabo pasándomelas por el pelo. Esto es una locura. Lo mejor será que me vista, le dé las gracias y salga pitando de aquí.
Por inercia miro la ropa que llevo y «maldita sea», mascullo entre dientes. No es la mía. Llevo una camiseta y, gracias a Dios, mi ropa interior. Pataleo y grito bajito. Si ya me hubiera dado vergüenza salir con un pijama de franela abotonado hasta el cuello, así sólo quiero que la tierra me trague. Suspiro con fuerza y me mentalizo. Tengo que salir y será mejor que lo haga yo, ahora, teniendo el control de la situación, marcando los tiempos.
Echo el nórdico a un lado y pongo los pies en el suelo. Qué agradable. El parqué está caliente. Los multimillonarios sexis sí que saben vivir. Apuesto a que puso el suelo radial pensando en los polvos que echaría en él. Miro a mi alrededor con la esperanza de que mi ropa aparezca en cualquier rincón, pero no tengo esa suerte. Podría buscar algún pantalón suyo. Camino sigilosa hasta la cómoda y abro el primer cajón. Es el de su ropa interior. Todo sexy bragas negras y boxers blancos de esa marca suiza tan ridículamente cara. Levanto uno de ellos tímidamente y miro debajo. No sé qué espero encontrar. Seguramente, si estuviera aquí, aprovecharía para reírse de mí. Levanto otro.
Creo que me estoy demorando perversamente en este cajón. —Pecosa —digo frunciendo la nariz e imitando su voz—, sé que te gusto, pero robarme los bóxers me parece excesivo. Suelto una risilla malvada encantadísima con mi propia broma. —Yo no lo habría expresado mejor. La voz de Santana me hace dar un respingo con el que probablemente enseño las bragas. Está apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados, observándome. Su sonrisa es aún más impertinente que de costumbre.
Está disfrutando con mi bochorno. Intento cerrar el cajón de golpe y, por supuesto, no lo consigo. Algunas prendas me entorpecen y tengo que recolocarlas bien para poder cerrar. —Trátalos con cariño. Las manos de muchas mujeres tienes que tocarlos todavía. Yo la fulmino con la mirada, cosa que ella ignora por completo, y comienza a caminar alejándose de la habitación. —Al salón —ordena. Cuando ya se ha dado la vuelta, le dedico un mohín de lo más infantil y al fin cierro el cajón, brusca. Es una declaración de principios.
Salgo al salón y, en la nueva estancia, automáticamente vuelvo a sentirme incómoda con mi escueto vestuario. —Podrías darme unos pantalones. —¿Por qué? —responde divertida desde la cocina—. Así estás muy bien —añade insolente. —Santana —me quejo. Es odiosa. —Siéntate —me ordena de nuevo señalando uno de los taburetes al otro lado de la inmensa isla de la cocina. Resoplo pero no protesto más. ¿Para qué? No valdría de nada. A pesar de lo poco que la conozco, tengo claro que es muy testaruda. Camino despacio y, a regañadientes, tomo asiento. Ella está echando el líquido de un pequeño termo en un cuenco. Creo que es sopa de pollo y huele de maravilla. —¿Tú me quitaste la ropa? —pregunto en un susurro. Me siento muy tímida, casi avergonzada, con esta pregunta. —Sí —responde mirándome directamente y sonriendo otra vez. Se lo está pasando de cine, la muy bastarda. —Entonces, me has visto desnuda —musito y no es una pregunta, es más un lamento. —Oh, sí. Podría tener el detalle de dejar de sonreír. Apoyo el codo en la isla, la frente en la mano, y la sacudo un par de veces. Maldita sea, esto es de lo más vergonzoso. Veo de reojo, ya que me niego en rotundo a mirarlo, cómo se inclina sobre el mármol hasta que su cara está peligrosamente cerca de la mía.
—Y me recreé.
¡¿Qué?! —¿Cómo que te recreaste? —pregunto alarmada alzando la cabeza para mirarlo.
—Tienes cuatro lunares —contesta, y esa sonrisa tan odiosa, impertinente y sexi brilla más que nunca.
—¡Santana! —Pecosa, estaba aburrida —suelta a modo de desastrosa disculpa. Su voz sigue siendo de lo más impertinente y ¡continúa sonriendo!
—. Nunca había sólo dormido con una chica.
—¿Hemos dormido juntas? Esto es el colmo. Santana López, de caballero andante, no tiene nada.
—¿No dormiste en el sofá? —pregunto casi atónita.
—Y me parece una costumbre deliciosa —añade ignorándome por completo
— que hables en sueños.
—¡¿Qué?!
—. Fue muy útil.
No te ruborices. No te ruborices. Cruzo los brazos sobre el reluciente mármol italiano y hundo la cabeza en ellos. Estoy viviendo la reina de las situaciones bochornosas.
—No te tortures, Pecosa —susurra aún más cerca
—. Me gustó sólo dormir contigo. Sus palabras me hacen levantar la cabeza otra vez y durante unos segundos simplemente saboreamos nuestras miradas entrelazadas.
Ella sigue teniendo el mismo brillo descarado y sin una pizca de vergüenza, y yo por algún motivo comienzo a relajarme y a dejarme envolver por ella. Termina de verter el líquido y empuja el tazón hasta colocarlo frente a mí.
—Sopa de pollo, comida de enfermo —me aclara. Me tiende una cuchara y yo la agarro ávida. Tiene una pinta deliciosa y, después del efecto de las pastillas y de haber dormido no sé cuántas horas, estoy hambrienta. Santana me observa tomar las primeras cucharadas e incluso lanzar algún que otro «humm». La sopa bien lo vale. ¿De dónde la habrá sacado? Miro el pequeño termo y leo Malavita. Debe de ser el nombre de algún restaurante.
—Tienes muchas cosas que contarme —me dice tomándome por sorpresa. Su tono de voz ha cambiado. Se ha endurecido. Quiere dejarme claro que ya no está jugando. Yo trago la última cucharada de sopa y clavo mi vista en el cuenco a la vez que dejo la cuchara lentamente apoyada en el tazón. Se me acaba de cerrar el estómago de golpe. Asiento despacio y más despacio alzo los ojos, mirándolo a través de mis pestañas. Santana frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar su mirada de la mía y toda la atmósfera da un giro de trescientos sesenta grados, como si hubiésemos pulsado un interruptor mágico que saturara de una sensual electricidad todo el espacio vacío entre las dos. Ella aparta su vista, apenas un segundo, y, cuando la posa de nuevo en la mía, comprendo que su perfecto autocontrol vuelve a dominar la situación.
—¿Por qué continuaste trabajando en el restaurante?
—Porque necesito el dinero.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar, y hay cierto toque de exigencia en su voz—. El sueldo que te pagamos es más que suficiente. Suspiro.
Llegados a este punto creo que lo mejor es soltarlo todo de un tirón.
—Tengo deudas, muchas, y de mucho dinero.
—¿De qué? No hay la más mínima reacción en ella.
—Mi abuelo tenía problemas de corazón. Necesitaba una operación, pero no tenía seguro, así que cogí el dinero de mi préstamo universitario y lo utilicé para pagar el hospital. Obviamente tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar más horas para poder pagar las medicinas y todo lo demás. Al principio fue bien, pero un día empeoró. Me dijeron que necesitaba una nueva operación y tuve que pedir un crédito.
Ni siquiera sé cómo me lo concedieron, pero el interés era altísimo. Mi abuelo no sobrevivió a la operación. Santana asiente.
—¿Cuánto dinero debes?
—Ciento veintiséis mil trescientos cuarenta y tres dólares con ochenta centavos. Santana vuelve a asentir. Su expresión es imperturbable. Ni siquiera podría decir qué está pensando ahora mismo.
—¿Algo de lo que pone en tu currículum es verdad?
—No —musito—. Pero yo no quise engañarte —me apresuro a aclarar—. Todo fue un malentendido. Aquella mañana estaba en la oficina para llevarle las llaves a Lola y tú pensaste que yo era una de las candidatas y ella creyó que era mi oportunidad para tener un trabajo mejor. Por favor, no la despidas.
Si Lola saliera perjudicada de todo esto por mi culpa, jamás me lo perdonaría. —¿Y cómo has conseguido hacer el trabajo de toda la semana? —pregunta obviando mi súplica. —Tina y Lola me ayudaron el primer día. El segundo, tú, y cada noche, cuando llegaba a casa, leía libros, buscaba en Internet.
—¿Me estás diciendo que, después de levantarte Dios sabe cuándo para llegar antes que yo a la oficina, trabajar conmigo y trabajar en un restaurante, cuando llegabas a casa... estudiabas?
Trago saliva. —Más o menos —me sincero.
Santana se aleja de la cocina mientras cabecea. Camina hasta el sofá y recoge su abrigo.
—¿Vas a despedir a Lola? —pregunto bajándome del taburete. No me contesta—. No la despidas, por favor. Ella sólo quería ayudarme. Santana. No contesta. Sube los dos escalones que separan el inmenso salón del vestíbulo y llama al ascensor. Las puertas se abren de inmediato y se marcha del apartamento sin mirar atrás.
No puede hacer que la despidan. Ella lo hizo por mí. Camino nerviosa por la casa. Necesito un plan. Lo primero es encontrar mi ropa o, al menos, unos pantalones que ponerme. Después hablaré con Lola y también con Fabray y Hummel. Les explicaré todo y seguro que ellos harán entrar en razón a Santana. No encuentro mi ropa por ningún sitio. Tampoco ningún pantalón que pueda ponerme.
Estoy a punto de desesperarme cuando un teléfono comienza a sonar. No reconozco el timbre. Miro a mi alrededor tratando de seguir el sonido. Deambulo por el salón hasta que veo un teléfono fijo en una pequeña mesita junto al sofá. —¿Diga? —respondo. Inmediatamente cierro los ojos con fuerza, arrepentida. No sé si a Santana le hará gracia que atienda el teléfono de su casa. Sin embargo, al no obtener respuesta, abro los ojos y frunzo el ceño. ¿Por qué no contestan? —¿Diga? —repito—. ¿Hola? Nada. No responden. Imagino que será uno de sus ligues, que se ha echado atrás al oír una voz de mujer. Una sonrisa llena de malicia se me escapa, aunque de eso también me arrepiento rápidamente. No me interesa lo más mínimo la vida sentimental de Santana. «Ja.» Cuelgo y, cuando estoy a punto de dejar el teléfono en el soporte, tengo una idea. Marco el número de mi móvil por si estuviera aquí, pero no tengo esa suerte. Es lógico. Me sacó de casa para llevarme al hospital; coger mi teléfono era la última de sus preocupaciones. Por lo menos está el fijo. Tengo que llamar a Lola. Hago memoria y consigo recordar su número. Dos tonos después, descuelga.
—Lola, soy Britt.
—Britt, menos mal —dice aliviada—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Dónde estás? He estado llamando toda la mañana a la imbécil de Santana, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estoy bien —contesto—. Me llevó al hospital y después me trajo a su casa.
—¿A su casa? —me interrumpe perspicaz. Cierro los ojos y hago una mueca. No debí haberle contado eso.
—Sí, a su casa —continúo restándole importancia—. Sólo lo ha hecho por su comodidad. No querría tener que volver al Lower East Side tan tarde. —Seguro —replica en un golpe de voz aún más perspicaz si cabe.
Me espera el tercer grado en cuanto nos veamos. Estoy segura.
—Lola, no te llamo por eso —reconduzco convenientemente la conversación
—. He tenido que contarle toda la verdad.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunta alarmada.
—Porque el doctor me hizo un montón de preguntas y Santana no es ninguna estúpida.
—¿Y qué tal se lo ha tomado? ¿Va a despedirte?
—Creo que no. Me siento fatal ahora mismo.
—¿Pero? —me apremia. Me conoce demasiado bien.
—Puede que a ti sí —murmuro culpable. Una carcajada llena de arrogancia y algo de malicia cruza la línea telefónica.
—¿Se puede ser más presuntuosa? —se queja
—. Yo no trabajo para él. —Pero conoce a tu jefe. Ella calla un segundo.
—Es cierto que, cuando quiere, puede ser muy persuasivo, pero no te preocupes. El señor Seseña, mi jefe —me recuerda—, me adora.
—¿Seguro? —Sin asomo de duda —responde precisamente así, sin asomo de duda. Suspiro aliviada. Ya me siento mucho mejor.
—Me dejas más tranquila. La noto sonreír al otro lado.
—Está todo bien —me confirma. En ese momento oigo las puertas del ascensor abrirse. —Lola, tengo que colgar. Sin esperar su respuesta, lo hago. Dejo el teléfono en su sitio y corro a la habitación. Aún no he encontrado unos malditos pantalones.
—Pecosa, ven aquí —me ordena desde el salón. No quiero tener que volver a salir sin pantalones.
—Pecosa —vuelve a reclamarme impaciente. Salgo de la habitación malhumorada por seguir en ropa interior. Santana, sentada en el sofá, pierde su vista en mis piernas sin ningún disimulo, pero en seguida vuelve a centrarlas en los documentos que tiene bajo la mano en la elegante mesa de centro.
—Ven aquí —me apremia exigente—. Tienes mucho que firmar. Frunzo el ceño.
—¿Qué tengo que firmar? —pregunto confusa y, para qué negarlo, algo desconfiada. No entiendo nada. Santana me observa impaciente, diciéndome con la mirada que deje de hacer preguntas estúpidas de una vez y me siente en el sofá. Camino hasta ella con cierta cautela, me siento y la miro aún confusa. Ella me indica con su mirada los papeles y, al posar mi atención en ellos, mi expresión cambia por completo cuando leo Universidad de Columbia en el membrete.
—Santana, ¿qué es esto? —inquiero sin poder ocultar mi sorpresa.
—Esto es para que dejes de mentirme —responde sin ningún interés en sonar amable—. Vas a seguir trabajando para mí y vas a ir a la universidad. ¿Piensa pagarme la universidad? No puedo creerlo. No puedo creerlo y tampoco puedo aceptarlo
. —Te lo agradezco, muchísimo —le digo con la clara intención de que no haya dudas a ese respecto. Además, volver a la universidad sería maravilloso—, pero no puedo, Santana. No puedo tener dos trabajos e ir a la universidad.
—¿He dicho yo dos trabajos? —pregunta impaciente y arisca.
—No. —Vas a dejar el trabajo en el restaurante —me dice, casi me advierte—. No lo necesitas. —Sí lo necesito. Ya te lo he explicado. ¿Es que este hombre no escucha?
—He cancelado todas tus deudas.
¡¿Qué?! «¡¿Qué?!» —¿Qué? —No me lo puedo creer—. No puedes hacer eso. No puede entrar en mi vida como un ciclón y hacer ese tipo de cosas sin ni siquiera consultarme. No voy a permitirlo.
—Joder, Pecosa —se queja exasperada—. ¿Siempre pones las cosas tan complicadas?
—¿Pero qué tipo de persona crees que soy? —Ahora la que suena exasperada soy yo
—. No voy a dejar que me pagues los créditos, la universidad y encima me des trabajo. Y está conversación se ha terminado. No pienso cambiar de opinión. Con el propósito de dejarlo lo más claro posible, me levanto dispuesta a encontrar mi ropa de una maldita vez y marcharme, pero Santana se levanta, me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Sé perfectamente la clase de persona que eres. Así que no tienes que hacerte la ofendida. Otra vez no hay la más mínima amabilidad en sus palabras.
—No me estoy haciendo la ofendida —me defiendo molesta. ¿Acaso cree que es una pose? Eso me enfada aún más. —Tú no sabes nada de mí —añado.
—Sé que eres capaz de trabajar catorce horas diarias y estudiar contabilidad por las noches para no decepcionarme. Dios, ¿cómo puede ser tan presuntuosa? Suspira brusca. Lo peor es que, en el fondo, tiene algo de razón.
—No lo hice por ti. —No pienso reconocerlo jamás.
—Claro que no —replica arrogante y mirándome de esa manera que me dice que encima debería darle las gracias. No aguanto más.
—Eres una imbécil engreída. Quizá, si mi voz no hubiese sonado tan encandilada, presa del deseo que comienza a arremolinarse en mi vientre, mis palabras hubiesen tenido más valor; pero es que está demasiado cerca, es demasiado guapa y su mano aún sujeta mi muñeca.
—Puede que lo sea, pero en el fondo es lo que más te gusta de mí.
¡Qué imbécil! ¡Y cuánta razón tiene! ¿Por qué con ella todo tiene que ser siempre tan frustrante?
—No pienso aceptar tu dinero —replico nerviosa.
—Me importa muy poco lo que pienses aceptar o no —susurra exigente, sin levantar esos espectaculares ojos de los míos. Estoy furiosa y al mismo tiempo lo deseo como nunca he deseado nada en mi vida.
Tengo ganas de darle una bofetada y también de desnudarlo. Definitivamente esto no va a acabar bien para mí.
—Firma y no despediré a Lola. ¡Maldita bastarda!
—Lola no trabaja para ti —mascullo.
—Pero Michael Seseña me debe muchos favores. ¿Sería capaz? Me sonríe arrogante y ésa es la mejor respuesta a mi silenciosa pregunta. Maldita sea, claro que sería capaz.
—Eso es juego sucio —protesto.
—Lo sé. —Y claramente no le importa lo más mínimo—. ¿Qué decides? Aún más furiosa y dedicándole la peor de mis miradas, me arrodillo frente a la mesa de centro y firmo todos los formularios para entrar en Columbia.
Santana se sienta en el sillón a mi lado. La tela de sus vaqueros roza mi brazo desnudo y todo mi cuerpo es consciente de ello. ¡Pero sigo furiosa, maldita sea! «Recuérdatelo. Te vendrá bien cuando acabes en su cama.» —Y vas a vivir aquí —añade como si fuera un hecho sin ninguna importancia. Ahogo una risa nerviosa en un breve suspiro a la vez que me giro para mirarlo.
—No, de eso nada —replico como si fuera obvio, porque es obvio.
—Claro que sí —se reafirma—. Pillaste una neumonía por culpa de las ventanas de tu apartamento.
—No voy a vivir aquí. Es una locura. Apenas nos conocemos. Tiene que entenderlo. Es una pésima idea. «Acabarías en su cama antes de que tu ropa estuviera en las perchas.» —Estuvimos a punto de acostarnos, Santana.
—Eso no va a volver a pasar —replica muy segura de sí misma. Por un momento no sé qué responder. Lo tiene muy claro. Se supone que yo también debería tenerlo. Es lo que quiero, ¿o no?
—Por supuesto que no va a volver a pasar. Si ella lo tiene claro, yo lo tengo más.
—Pues, entonces, ¿qué problema hay? —inquiere con esa estúpida, odiosa y sexy sonrisa que me hace perder el hilo.
—No puede ser —me reafirmo nerviosa.
—Vas a venirte a vivir aquí y se acabó la discusión —me ordena convertido en la sensualidad personificada—, porque cada vez que discutimos me entran ganas de echarte un polvo y eso ya no puede ser, ¿verdad? Ahogo una boba y extasiada sonrisa en un nuevo suspiro. ¡Deja de sonreír!
—Verdad —musito y casi tartamudeo.
—Pues todo arreglado.
Santana se levanta y comienza a caminar hacia su habitación. ¡No está nada arreglado! Ahora mismo sólo quiero gritar. ¡Es la persona más frustrante que he conocido en mi vida! «Y tú.» Y yo. A unos pasos de la puerta del dormitorio, se quita la camiseta y en mi cabeza la canción de los Rolling Stones Sympathy for the devil[2] comienza a sonar. ¿Por qué no se ha quitado la maldita camiseta en su habitación? Tiene un torso increíble, con cada músculo armónicamente cincelado y los vaqueros cayéndole tan sexy, haciendo que toda mi atención se centre en el perfecto músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus Levi’s. Finalmente desaparece en el dormitorio y yo me dejo caer en el sofá. Ahora mismo la vida me parece de lo más injusta. Me giro hacia la mesa y pierdo mi vista en los papeles. No puedo evitar sonreír. ¡Voy a volver a la universidad! La verdad es que estoy emocionada y aterrada al mismo tiempo, más emocionada que aterrada. ¡Va a ser genial! Más o menos media hora después, Santana sale de la habitación. Se ha duchado y lleva un traje de corte italiano negro que le sienta como un guante y una camisa también negra con los primeros botones desabrochados. Está espectacular. Atraviesa el salón con paso decidido y yo no puedo evitar contemplarla embobada mientras lo hace.
—Nos vemos, Pecosa —se despide sacándome de mi ensoñación. —¿Adónde vas? Inmediatamente me arrepiento de haberle preguntado. Puede ir adonde quiera y a mí no me interesa en absoluto. «La palabra del día: autoengaño.»
—Al Archetype —responde con una media sonrisa de lo más presuntuosa. —Oye —lo llamo levantándome y caminando hacia ella
—. Podrías decirme dónde guardas los pantalones de pijama. Necesito urgentemente dejar de ir en bragas por esta casa. Lo piensa mientras se mete en el ascensor.
—No, creo que no —responde al fin al tiempo que se coloca bien los puños de la camisa que le sobresalen elegantemente de la chaqueta. Las puertas se cierran y lo último que puedo ver es su arrogante sonrisa ensanchándose. Como una tonta, me quedo con la vista clavada en el acero pensando en lo descarada, impertinente y engreída que es. «Y en lo bien que le queda el traje.» Eso también, pero prefiero obviar esa clase de pensamientos, sobre todo si voy a vivir aquí. Busco sin éxito unos pantalones de chándal o de pijama. ¿Dónde demonios los guarda? Me parece prudente empezar a marcar algunas fronteras, así que busco unas sábanas y una manta, le robo una almohada de su inmensa cama y me preparo la mía propia en el no menos inmenso sofá. Me doy una ducha rápida y, como sigo sin encontrar mi ropa, me veo obligada a cogerle otra camiseta y unos bóxers. «Al final has acabado robándole su ropa interior.» Me pongo los ojos en blanco a mí misma, pero no puedo evitar que se me escape una sonrisilla de lo más tonta. Me tomo las pastillas que me recetó el doctor Newman. No tengo nada de hambre, así que opto por irme a dormir. Ya acostada, miro a mi alrededor admirada. El ático es increíble y las vistas lo son aún más.
No sé exactamente en qué calle estamos, pero apostaría que es la parte alta de la ciudad. He dejado las cortinas recogidas y me duermo, presa de los analgésicos, contemplando el Empire State erguirse entre los demás rascacielos. Me encanta ese edificio. Ruedo por la cama. Adoro esta cama. Es tan cómoda. Humm, suspiro encantada. Es maravillosa. Es maravillosa y ¡no es el sofá! Abro los ojos de golpe. ¿Qué hago en la cama? Sobresaltada, miro a mi alrededor y veo a Santana con la espalda apoyada en el marco de la puerta, sólo con pantalones de pijama y sostén, que debe esconder en un doble fondo tras una estantería, sin camiseta. Está saboreando una taza de café, lo que me da la ocasión de saborearlo a ella. Otra vez Sympathy for the devil,[3] de los Rolling, suena a todo volumen. Santana sonríe, es plenamente consciente de lo que provoca en mí, y se incorpora.
—A desayunar, Pecosa —me apremia desde el salón.
Doy el suspiro más largo de la historia y hundo la cabeza en la almohada. Maldita sea, si esto es lo que me espera cada mañana, va a ser una auténtica tortura vivir aquí. Me levanto, me recojo el pelo y salgo al salón. Santana está en la cocina, rellenando su taza de café. Camino de prisa bajo su descarada mirada y me siento en uno de los taburetes al otro lado de la isla. La manera en la que me observa me hace sentir tímida y nerviosa. Además, seguir sin pantalones claramente no ayuda.
—Buenos días —susurro.
—Buenos días —responde mordiendo una manzana verde.
Tiene una pinta deliciosa. «Santana o la manzana?»
—¿Puedo saber cómo acabe durmiendo otra vez en tu cama? —pregunto cogiendo yo también una manzana de un elegante frutero.
—Puedes —responde con esa media sonrisa tan sexy y presuntuosa. Yo le observo ladeando la cabeza.
—Me gusta dormir contigo —me aclara sin darle ninguna importancia.
—¿Y esta noche también te has recreado?
—Pecosa —me llama inclinándose ligeramente hacia mí. Su olor me envuelve. Maldita sea, huele tan bien que tengo la tentación de alzarme y aspirar directamente de su cuello.
—Deberías dejar de pensar que eres tan irresistible —sentencia—. No podrías estar más equivocada. Le da un bocado a su manzana y comienza a caminar hacia la habitación.
—Y mueve el culo —me ordena desde allí—. Tienes muchas cosas que hacer hoy. Le hago un mohín, aunque soy plenamente consciente de que no puede verme. La señorita odiosa ha vuelto. Me bajo del taburete y voy hasta la habitación. Si quiere que mueva el culo, necesito mi ropa.
—Señorita López —le llamo insolente entrando en el dormitorio antes de que se meta en el baño—, necesito mi ropa.
Santana me mira de arriba abajo.
—Parece que ayer te las apañaste muy bien sola. Involuntariamente yo también miro mi ropa, es decir, la suya. —Santana, necesito mi ropa —protesto casi al borde de la pataleta—. Es ridículo que no me la des. No puedo pasarme el día en ropa interior —sentencio. Suena el timbre.
—¿Has terminado ya? —pregunta arisca, ignorándome por completo.
—¿Vas a darme mi ropa?
—Abre la puerta. —No pienso hacerlo. Uno: no llevo pantalones. Dos: no soy tu criada.
—Pecosa, abre la puerta.
—No voy a moverme de aquí. Santana me mira, se encoge de hombros y se mete en el baño cerrando la puerta tras de sí y obviando mi pobre existencia una vez más. Vuelve a sonar el timbre.
—¡La puerta! —grita desde el interior. Es odiosa. Resoplo y, farfullando a cada paso, voy hasta el ascensor. Sea quien sea ya ha marcado el código y está subiendo. Mientras espero, me estiro la camiseta todo lo que puedo, como si mágicamente fuese a llegarme hasta las rodillas. No hay nada que hacer. Vuelvo a resoplar y, a regañadientes, avanzo un par de pasos cuando las puertas comienzan a abrirse.
Sorprendida y algo confusa, observo cómo un repartidor chino me tiende un guardatrajes transparente con lo que parece mi ropa lavada y planchada, y otro más pequeño, también transparente, con mis botas de media caña.
—Su ropa —me anuncia pronunciando con dificultad la erre. Yo sonrío a modo de gracias y él se marcha. Observo los guardatrajes en mis manos un par de segundos y regreso a la habitación. ¿Por qué no podía decirme simplemente que había mandado mi ropa a la lavandería? Me siento en la cama y subo las piernas hasta cruzarlas delante de mí. Poco después la puerta del baño se abre y Santana sale con una toalla blanca a la cintura. Su cuerpo húmedo y su pelo mojado y desordenado me roban la atención un instante. Mick Jagger está bailando por el escenario mientras Keith Richards hace un solo de guitarra. Sacudo la cabeza discretamente y me obligo a recuperar la compostura.
—¿Por qué no me has dicho que habías mandado mi ropa a la lavandería? —¿Por qué? —pregunta presuntuoso—. ¿Acaso tenía que hacerlo?
—No, pero sería más fácil si fueras más… —tardo unos segundos en encontrar la palabra adecuada—… comunicativa.
—Las cosas también serían más fáciles si tú te limitaras a sonreír y a darme las gracias. En otras circunstancias te diría que me lo agradecieras en la cama, pero teniendo en cuenta que eso no puede ser, ¿qué tal una mamada? ¿Pero qué coño? Abro los ojos como platos y su sonrisa se hace aún más impertinente. Totalmente escandalizada, resoplo, me levanto, cojo mi ropa y, dedicándole una mirada absolutamente atónita, cierro la puerta del baño de un portazo. Ni siquiera se merece una respuesta.
—No tienes por qué desnudarte si no quieres —le oigo decir al otro lado. Esto es el colmo. Me apoyo en el mármol del lavabo y me miro en el espejo totalmente empañado. Aun así, puedo adivinar el reflejo de mi sonrisa. Sí, lo peor de todo es que, aunque me parezca un bastardo descarado, no puedo evitar encontrarlo atractivo y jodidamente divertido, a la muy engreída. Después de la ducha me envuelvo en una de las toallas de Santana y me seco el pelo con otra. Este baño es enorme. Hay una ducha donde cabrían al menos cinco personas y una bañera donde entrarían otras tres. Todo de brillante mármol blanco y suelo perfectamente atemperado. Me visto con mi ropa, ¡al fin! Delante del espejo, como siempre, me lamento por tener esta piel tan paliducha. Me paso los dedos índice y corazón sobre las pecas de mis pómulos junto a la nariz. Nunca les he dado la menor importancia, pero ahora… Se oyen dos golpes fuertes contra la puerta.
—Pecosa, sal del maldito baño. Tenemos mucho trabajo.
Si voy a quedarme a vivir aquí, debería comprarme una pistola eléctrica de esas que inmovilizan, porque sé que es sólo cuestión de tiempo que acabe llegando a la violencia física con ella. En ese preciso momento una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: voy a torturarla un poco. No es que esté enfadada, pero tampoco puedo permitir que piense que puede decirme cosas como que le haga una mamada. Además, ella me tortura a mí cada minuto de cada día desde que nos conocemos. Voy hasta la puerta, pero, antes de abrir, recordando mis años de instituto, me subo la falda un poco remangando la cintura y me quito el pañuelo que llevaba al cuello. Abro la puerta e, ignorándola estoicamente, paso a su lado. Noto cómo me observa.
Absolutamente a propósito, coloco una de las botas sobre la cama y me inclino para fingir ponérmela bien. La falda se sube ligeramente y la piel de mi muslo se descubre un poco más. No dice una palabra, ni siquiera se mueve un ápice, pero su pecho se hincha con fuerza bajo su elegante traje a medida. Cuando termino, sacudo la cama lenta, casi agónicamente, como si le estuviese pidiendo que se sentara frente a mí. Camino hacia la puerta y, viendo que no me sigue, me giro y, fingiéndome casual, comienzo a trazar perezosos círculos con la punta del dedo corazón sobre la tela de mi falda. Automáticamente sus ojos se clavan en mi dedo y lo siguen ávidos.
—Creí que teníamos mucho trabajo —susurro intentando sonar dulce y complaciente. Mi voz oscurece su mirada y sus ojos llenos de deseo se clavan en los míos. No era el plan, pero mi cuerpo se enciende. Mi respiración se acelera y un anhelo intenso y seductor se instala en el fondo de mi vientre. En menudo lío acabo de meterme yo solita. Santana suspira brusca y finalmente comienza a andar. A punto de ruborizarme, aparto mi mirada de la suya. Cuando pasa por mi lado para salir de la habitación, ya no se le ve en absoluto afectada. Su autocontrol es envidiable.
Mientras yo, como siempre, necesito un segundo. Maldita sea, ahora mismo la odio por ser capaz de mirarme así. En el ascensor las dos nos mantenemos en el más estricto de los silencios. El jaguar negro nos espera en la puerta del edificio. Las vistas desde el ático me hicieron comprender que estaba en la parte alta de Manhattan, pero nunca imaginé que estuviésemos en Park Avenue, en pleno Lenox Hill. ¡Es increíble!
—¿Cómo es que no vives en el 740? —le pregunto impertinente con el único objetivo de fastidiarla. El 740 de Park Avenue es el edificio donde viven los ricos más ricos del país. Jackie Onassis nació allí, John D. Rockefeller lo tuvo como residencia y Vera Wang o el dueño de los Jets todavía lo tienen.
—Me gusta ser el más rico de mi edificio y también la más gilipollas —responde presuntuoso claramente riéndose de mí mientras se queda de pie junto a la puerta para que suba primero. Yo le hago un mohín y entro sin detenerme. Sería muy difícil que alguien le quitara la segunda distinción, independientemente de dónde viviese. Nos acomodamos en la parte trasera del coche e inmediatamente pierdo mi vista en la ventanilla. Durante unos minutos atravesamos la ciudad en silencio, pero Santana alza su mano y lentamente acaricia el bajo de mi falda, sin tocar mi piel pero demasiado cerca de ella.
No es la primera vez que lo hace y acabo de darme cuenta de cuánto me gusta.
—Vamos, Pecosa —me susurra ladeando la cabeza—. ¿Piensas estar enfadada conmigo mucho tiempo? Su mano se sumerge despacio bajo la tela e incendia mi piel.
—No lo sé —susurro con la respiración acelerada. Comienza a hacer pequeños círculos con su pulgar sobre mi muslo, imitando los que yo misma hice en ese lugar unos minutos atrás, y todo mi cuerpo ya sólo es consciente de mi piel donde ella la toca. Éste no era el plan. El corazón me late de prisa. Suspiro con fuerza.
—Te perdono —digo en un golpe de voz a la vez que aparto su mano. Santana sonríe y pierde su vista en la ventanilla. Empiezo a pensar que es imposible jugar cuando uno de las jugadoras tiene tan increíblemente claro lo buenas que son sus cartas. Poco después, el vehículo se detiene frente al edificio de oficinas. Ambos nos bajamos y nos quedamos a unos pasos del jaguar.
—El coche te dejará en tu apartamento. Recoge lo que necesites, sólo lo imprescindible —me advierte—. Si veo cualquier cosa rosa chicle en mi salón, la quemo. Le hago un mohín que él ignora.
—Después tienes que ir a la universidad. Pregunta por el rector de admisiones Henry Nolan y dile que vas de mi parte. Me debe un favor y va a encargarse de tu matrícula. No metas la pata.
—¿Algo más? —pregunto displicente. Me ha organizado la mañana y ni siquiera se ha molestado en consultarme una sola cosa.
—Imagino que tendrás que comprarte bolígrafos, libretas, ceras de colores… —le dedico mi mejor sonrisa fingida y ella me la devuelve—, pero después te vendrás aquí. Tienes mucho trabajo acumulado de estos días que has decidido pasearte en ropa interior por mi apartamento. Tomo aire indignada dispuesta a echarle la bronca de su vida.
—Santana, eres odiosa —me interrumpe imitando mi voz—. Una engreída y una controladora. Si continúas así, voy a hacer algo terrible como no hablarte.
—No tiene gracia —protesto.
—En realidad, sí la tiene —comienza a caminar hacia la oficina
— y, por el amor de Dios, no te quedes ahí parada deseándome en secreto y muévete. Tienes muchas cosas que hacer.
¡Dios, es una imbécil odiosa! Vuelvo a resoplar, lo que estoy segura de que le hace sonreír aunque no la veo.
Me meto en el coche pensando que su objetivo en la vida es fastidiarme. Definitivamente voy a tener que comprarme esa pistola eléctrica.
Ya en mi apartamento, ni siquiera sé por dónde empezar. Todo esto es una locura. Voy a mudarme a vivir con Santana. Apenas la conozco y ya me ha sacado de quicio como un millón de veces. Sé que es una estupidez que me recuerde esto una y otra vez, porque ya he aceptado, pero una parte de mí sigue con las zapatillas de deporte puestas dispuesta a salir corriendo. Supongo que lo más sensato sería autoimponerme unas cuantas normas. Por ejemplo, primera: se acabó discutir con ella. Eso sólo me lleva a que Santana diga algo descarado y sexy. Además, nunca consigo salirme con la mía. Segunda: nada de contemplarla, mirarla embelesada u observarla, mucho menos cuando esté sin camiseta. Y tercera y fundamental: nada de tener fantasías con ella. Esta norma es estricta y cada vez que la infrinja tendré que salir a correr. Asiento para reafirmarme. Odio levantarme temprano y odio correr. No hay peor castigo. Voy hasta mi habitación y comienzo a hacer una pequeña maleta. Un poco de todo pero no mucho de nada. No voy a pasarme allí mucho tiempo. En cuanto mi vida se normalice, arreglaré mi apartamento para que vuelva a ser habitable y me mudaré. Estoy a punto de cerrar la maleta cuando caigo en la cuenta de que me olvidaba de algo importantísimo. Giro sobre mis talones y voy hasta la cómoda. Necesito un pijama. Abro el primer cajón. Camisetas de tirantes, pantalones cortos. Esto no me sirve. Abro el segundo cajón. La palabra clave es franela. El tercero, el cuarto. ¡Mierda! Yo no tengo pijamas de franela. Resoplo y meto un par de los que uso normalmente. Al menos es mejor que pasearme con sus bóxers.
Recojo todas mis cosas de aseo, mi viejo portátil, el cargador del móvil y el propio teléfono. Está apagado. Debe de haberse quedado sin batería. Lo pondré a cargar cuando regrese al ático de Santana. El amable chófer sale rápido a mi encuentro y guarda mi pequeña maleta y mi mochila en el maletero del jaguar. La verdad es que podría acostumbrarme a esta vida. Son las treinta y seis horas más relajadas que he vivido en años. En la universidad pregunto por el señor Nolan y todo resulta ser de lo más sencillo. Como el semestre ya está bastante avanzado, me aconseja que sólo me matricule en un par de asignaturas. Escojo Contabilidad 1 y Estudio de la economía occidental. Aún no sé si seguiré los estudios de biología que empecé o los números ganarán la partida. Tengo hasta el próximo semestre para decidirme.
Compro los libros y todo lo necesario en una librería cerca del campus y, aunque sé que tengo que volver a la oficina, decido pasarme antes por el restaurante para hablar con Will. Ya tendría que haberlo hecho ayer.
—Hola —digo dejando que mi voz se entremezcle con el tintineo de la campanita de la puerta al abrirse.
—¡Britt! —grita Kitty saliendo de detrás de la barra con su monumental barriga
—. ¿Estás bien? —Estás enorme —comento sorprendida—. Este bebé está creciendo por momentos.
—¿Cómo estás? —replica llegando hasta mí
—. ¿Por qué no has venido a trabajar en estos dos días? Will está preocupado.
—¿Preocupado o enfadado? —pregunto mordiéndome el labio inferior. Me temo lo peor.
—Más enfadado que preocupado, pero el porcentaje está igualado. Ambas sonreímos. En ese momento oigo a Will farfullar en la cocina y el ruido de unas cacerolas cayendo al suelo. Sospecho que no es el momento más apropiado para hablar con él, pero Will casi nunca está de buen humor, así que tampoco iba a notar mucho la diferencia. Empujo la puerta de la cocina y preparo mi mejor sonrisa. —Hola, Will. —Mira quién ha decidido pasarse por aquí —me saluda enfadado aunque también parece aliviado. —Lo siento —me apresuro a continuar—, pero tengo una buena excusa. Estaba en el hospital.
—¿El hospital? —pregunta preocupado. La expresión de su rostro ha cambiado en un solo segundo.
—Neumonía —respondo y en ese preciso instante decido callarme el hecho de que sólo fueran unas horas de hospital y unas veinticuatro en casa de mi guapísima jefa. —¿Estás bien? —Sí, pero tenemos que hablar de algo, Will . Él deja el trapo que llevaba entre las manos sobre la mesa de trabajo, da unos pasos en mi dirección y cruza los brazos sobre su grueso torso.
—No voy a poder seguir trabajando aquí —digo en un golpe de voz—. Vuelvo a la universidad. Will me observa unos segundos y finalmente resopla.
—Me alegro por ti —masculla— y no es que piense que vaya a salirte mal —continua caminando hacia mí—, pero, si necesitas un trabajo, siempre puedes volver. Sonrío y resoplo.
—Muchas gracias. No puedo creerme que esté a punto de echarme a llorar.
—No se te ocurra derramar una sola lágrima en mi cocina —me amenaza. —Viejo gruñón —protesto. Y ambos sonreímos. Voy a echarlo de menos. —¿Una última comida de empleado? —pregunta. —¿Puedo elegir? —Como voy a perderte de vista, supongo que hoy puedo hacer una excepción. Mi sonrisa se ensancha y, sin dudarlo, lo sigo hacia los fogones.
A las tres estoy de regreso en la oficina. Saludo a Eve mientras me cuelgo la identificación del cuello y voy directa al despacho de Santana. Imagino que me esperaba antes de comer, así que no quiero que salga y me encuentre hablando con Lola y Tina antes de haberla visto a ella. Todavía recuerdo lo que me dijo en el despacho de Kurt. Frente a su puerta, me descubro retocándome el pelo y colocándome bien la falda. Pero ¿qué estoy haciendo? Me pongo a mí misma los ojos en blanco, exasperada. Es mi jefa, sólo eso. Finalmente llamo y espero a que me dé paso.
—Hola —saludo cerrando la puerta tras de mí.
—Anda —comenta fingidamente sorprendida y lleno de ironía, recostándose sobre su sillón de socio ejecutiva y lanzando su estilográfica de quince mil dólares sobre los documentos que ojeaba—, si aún recuerdas el camino a la oficina.
Ahora sus ojos parecen estar hechos de un profundo verde.
—Sé que llego tarde —me disculpo.
—Y, exactamente, ¿a mí de qué me vale que lo sepas? —me interrumpe arisco.
—Tenía cosas que hacer. Y también estaba de muy buen humor hasta que he puesto los pies en este despacho.
—Pues aquí también —dice señalando el sofá con la cabeza y volviendo a centrarse en los papeles sobre su mesa. Yo decido dar la conversación por terminada. Una de las reglas es no discutir con ella y pienso cumplirla. Me siento en el tresillo, abro mi portátil y, mientras espero a que se encienda, ojeo las carpetas que ha dejado sobre mi mesa. Santana se levanta, se pone la chaqueta y echa un vistazo a su smartphone último modelo.
—Pecosa, el código del ascensor es veintiuno, setenta y dos, ciento tres —me dice guardándose su iPhone en el bolsillo de los pantalones.
—Dos, uno, siete, dos, uno, cero, tres —repito para memorizarlo.
—Por Dios —protesta exasperado frotándose los ojos con las palmas de las manos
—, ¿siempre eres tan torpe? Pero ¿qué demonios le pasa?
—¿Qué he hecho ahora? —me quejo.
—Código de tres huecos, código de tres números, no tienen por qué ser de una sola cifra —me explica como si yo fuera la persona más estúpida del mundo
—. Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —repite—. ¿Necesitas que te haga un dibujo? ¡Al infierno las reglas! Me levanto como un resorte.
—Santana, vete a la mierda —mascullo enfadadísima—. Si tenía la más mínima duda de si irme o no a tu apartamento, gracias a ti, acabo de resolverla. —Cojo mi bolso y me lo cuelgo en bandolera —. Me marcho a casa, a mi casa. Ante su atenta mirada, salgo de la oficina, me despido de Eve con un rápido «adiós» y voy hasta el ascensor. Afortunadamente está en planta y no tengo que esperarlo. Está vez se ha pasado, y mucho. Las puertas de acero se están cerrando cuando ella entra como un ciclón. Me mira furiosa y de un sonoro golpe con el puño para el elevador. Estoy furiosa pero también intimidada, aunque me esfuerzo en que no se note. Da un paso hacia mí e involuntariamente yo lo doy hacia atrás, haciendo que mi espalda choque contra la pared del ascensor. Santana da uno más y me acorrala entre la pared y su cuerpo. Sin levantar sus ojos, ahora más negros que nunca, de los míos, clava sus manos en la pared a ambos lados de mi cara.
—No vuelvas a huir de mí —susurra exigente, salvaje y muy muy sensual. —Pues dejar de comportarte como una capullo conmigo —replico con la voz inundada de mi respiración acelerada.
—No me gusta que me desobedezcas. No tengo la más remota idea de cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que su voz suene aún más sexy.
—No lo he hecho a propósito —musito y el deseo es palpable en cada letra que pronuncio—. Tenía algo muy importante que hacer.
—Brittany, vas a volverme loca.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Va a vivir con San?! :o jlklkja eso no me lo esperaba$-$ porque Santana tiene que ser tan idiota y hablarle asi a mi Britt?>:c agh que pesada-.-'
Susii********-*- - Mensajes : 902
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Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
jajajajajajajajaja me he reido muchisimo con este capitulo, creo que a santana le gusta mucho britt y se escuda en esa aptitud arrogante para que nadie se de cta, en cuanto a Brittany, solo pdo decirle, estas loca? disfruta y a ver que pasa!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Susii Ayer A Las 10:42 Pm Va a vivir con San?! :o jlklkja eso no me lo esperaba$-$ porque Santana tiene que ser tan idiota y hablarle asi a mi Britt?>:c agh que pesada-.-' escribió:
si van a vivir juntas, y veremos como resulta esa convivencia
Micky Morales Hoy A Las 8:00 Am jajajajajajajajaja me he reido muchisimo con este capitulo, creo que a santana le gusta mucho britt y se escuda en esa aptitud arrogante para que nadie se de cta, en cuanto a Brittany, solo pdo decirle, estas loca? disfruta y a ver que pasa!!!!! escribió:
cierto muy cierto, y asi deberia ser que disfrute y ver que pasa
Aqui les dejo dos capitulos completo para cerrar este año, capitulos jugosos jajajajaja, FELIZ 2016, CON MUCHAS ESPERANZAS, PAZ, MUCHA PAZ Y SOBRE TODO TRABAJO PARA MANTENERNOS BELLOS BELLAS. Y SIEMPRE HACIA ADELANTE CON MUCHA POSITIVIDAD.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
CAPITULO 6
Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez más.
—Me has llamado Britt —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios.
—Lo sé. —Ella también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo quiere que quieras complacerme. Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze que he tenido en todos los días de mi vida.
—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.
—Te lo prometo. Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro lugar. Santana cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su determinación ha regresado y sé que no me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.
—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden. Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que la conocí. Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo. A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi vida. A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina.
He ido a buscar varias veces a Lola, pero Tina me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me sería difícil localizarla. Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá vuelta atrás. Me estaré mudando con Santana, la mujer que esta tarde ha conseguido que me enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, la desease como no había deseado a nadie en toda mi vida.
Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con fuerza cada vez que ella está cerca, me pide, casi me suplica, que entre. Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta de cristal del número 778 de Park Avenue.
—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.
—Buenas noches. Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí. Supongo que quiere saber adónde voy. No es el mismo que me vio salir con Santana esta mañana. —Voy al ático de la señorita López —le aclaro. —¿Es usted la señorita Pierce? Frunzo el ceño.
—Sí —respondo confusa.
—Han dejado esto para usted. El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.
—Muchas gracias. Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor. —Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.
—El señor Brent me pidió que le recordara «tres huecos, tres números». Sonrío y asiento. Santana Lopez, eres una capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí. Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente. Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático. En el apartamento no hay rastro de Santana, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo que tiene servicio y viene por las mañanas. Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago. Soy plenamente consciente de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de instalarme con todas las letras. Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso dormitorio para que moleste lo menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo. —¿Diga? Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he descolgado sin preguntarle a Santana si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador. —¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola? Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Santana que ahora mismo está llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que ella está casada. Sin darme cuenta vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de alegrarme con estas cosas. Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella. Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas.
Son espectaculares. Noto unos brazos alzarme del sofá. Adormilada, hundo la cabeza en su cuello. Huele maravillosamente bien, como siempre, sólo que ahora ese olor a suavizante caro y gel aún más caro se ha mezclado con otro suave y dulzón, a whisky creo, y la combinación lo hace todavía más irresistible. Más aún cuando me trae recuerdos de nuestra noche en el club. Santana me deja con cuidado sobre la cama y me cubre con el nórdico. Involuntariamente lanzo un suspiro al sentirme entre tantas almohadas en esta cama tan cómoda. La noto sonreír y tras unos segundos alejarse de la cama. Disimuladamente abro los ojos. Contemplo cómo se quita el reloj y lo deja sobre la cómoda. De los bolsillos del pantalón se saca la cartera, el dinero y lo que parece una servilleta, y del interior de la chaqueta, el móvil. Se desviste e inconscientemente mi mirada se agudiza. Es terriblemente atractiva y delgada, exactamente el cuerpo de una de esas diosas griegas esculpidas en mármol. Se pone el pantalón del pijama y se deja el sostén, y con el movimiento los músculos de su espalda se tensan y armonizan. Una visión abrumadora.
Rápidamente cierro los ojos al verle girarse y pocos segundos después noto el peso de su cuerpo en la cama. Fingiéndome dormida, tengo que esforzarme en no suspirar o sonreír cuando rodea mi cintura con sus brazos y estrecha mi espalda contra su pecho. Me acomoda contra ella y sus labios rozan mi pelo. Ahora mismo el corazón me late tan de prisa que por un momento temo que ella vaya a notarlo. Me duermo pensando en lo bien que me siento y en cuánto me asusta eso. Humm. Adoro esta cama. Me giro e inconscientemente busco a Santana, pero no está. Suspiro. Creo que adorar esta cama me traerá problemas. Abro los ojos despacio y frunzo el ceño casi al momento al comprobar que todavía es de noche. Me incorporo adormilada y doy un interminable bostezo. No sé la hora exacta, pero la noche está aún completamente cerrada. Me bajo de la cama y, al poner los pies en el parqué, encantadísima, suspiro otra vez. Adorar este suelo a veinticinco perfectos grados creo que también me traerá problemas. Me dirijo a la puerta del salón y, nada más abrirla, Santana roba toda mi atención.
Está sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Juega con un vaso, con lo que imagino que es whisky y hielo, entre las manos. Le da un largo trago y pierde la mirada en el inmenso ventanal. No sé por qué, pero no parece la Santana López de siempre. Alza la mano y despacio se la lleva al costado a la vez que pronuncia algo, un susurro que no logro entender. Después se toca el brazo izquierdo en dos sitios, el hombro derecho y la cicatriz sobre la ceja. No es algo arbitrario. Sabe perfectamente dónde está dirigiendo sus dedos. Todos sus movimientos son muy lentos, incluso muy tristes. Con cada uno, vuelve a pronunciar algo que no puedo entender. El dolor se hace más patente en cada susurro, pero al mismo tiempo se llena de rabia y, sobre todo, de una cristalina soledad.
Le da un nuevo trago a su whisky y simplemente se queda ahí sentada. Quiero acercarme, comprobar si está bien o simplemente hacerle compañía, pero lo cierto es que no sé cómo reaccionaría. ¿Qué le habrá ocurrido? Cuando salió de la oficina, no parecía estar preocupada por nada. Durante un par de minutos sigo debatiéndome sobre si acercarme o no. Finalmente niego con la cabeza y giro sigilosa sobre mis talones. No quiero que piense que, porque esté aquí, ha perdido por completo la intimidad de su casa, incluyendo la de su salón a las tantas de la madrugada. Además, Santana López no necesita a nadie. Me duermo sin que haya regresado a la cama. Me despierto de nuevo sola en la inmensa cama. Ya es de día. Ruedo por el colchón hasta hundir mi cabeza en la almohada y bostezo. Humm... es la almohada de Santana y huele exactamente como Santana. Soy patética, pero no me importa.
En mitad de mi éxtasis olfativo, pienso en ella y en lo que vi de madrugada en el salón. Quizá debería preguntarle con naturalidad. Tal vez le venga bien hablar de ello. Puede que Santana López sí necesite a alguien.
—Pecosa, qué tierno —comenta socarróna y odiosa desde la puerta—. De todas las estupideces que te he visto hacer, que huelas mi almohada me parece la más adorable. Automáticamente levanto la cabeza y me bajo de la cama de un salto. La fulmino con la mirada y ella sonríe encantadísima con la situación. La cabronaza no podía estar más guapa con ese traje azul oscuro y la camisa blanca. Mick Jagger iba empezar a cantar, pero mi mirada le ha frenado en seco. Me meto en el baño y cierro de un portazo. Quizá Santna López sea gilipollas, y soy plenamente consciente de que puedo ahorrarme el «quizá». Me doy una ducha rápida y me pongo mis vaqueros favoritos. Están algo viejos, pero me encanta cómo me quedan. Una parte de mí me odia por no haber elegido cualquiera de los vestidos que he traído, pero, después de cómo me sentí durmiendo ayer con ella, los vestidos se quedan bajo llave hasta nueva orden. Mientras me peino, me pregunto si habrá algún tipo de maquillaje para tapar las pecas, pero tras un microsegundo tuerzo el gesto. —Qué estupidez —me riño en voz alta frente al espejo. Mis pecas no van a moverse de ahí. —Buenos días —la saludo caminando hasta la isla de la cocina. Trato de no mirarla demasiado. Estoy enfadada y no pienso darme la oportunidad de recrearme con lo bien que le queda la ropa o ese pelo a lo de actriz de Hollywood.
—Buenos días —responde dándole un trago a su taza de café—. Vaqueros, interesante —afirma socarrona.
—Soy una chica con recursos —me defiendo. Y, sin quererlo, en mi voz ya no hay rastro alguno de mal humor. No puedo evitar que en el fondo esa bastarda me parezca divertida. —¿Sabes? Ésa es una de las pocas cosas que siempre he tenido claro de ti, Pecosa. Sonríe y yo también lo hago.
—Hoy tendré que pasar la mañana en la universidad —le anuncio. —Muy bien, diviértete y haz muchos amiguitos. Le hago un mohín que provoca que su sonrisa se ensanche mientras se dirige a su estudio al fondo del pasillo. Verle alejarse me da la oportunidad de contemplar una vez más su manera de andar tan sexy. Suspiro discreta a la vez que mi sonrisa también se ensancha. Al margen de todo, es una visión muy agradable por las mañanas. Los profesores de cada asignatura me hacen un enorme favor, supongo que obligados por el rector Nolan, y me reciben a primera hora. Me explican el programa y la mejor bibliografía para ponerme al día. Así que me paso el resto de la mañana en la biblioteca de la universidad, rodeada de libros y aprendiendo conceptos como gestión macroeconómica del flujo de inversiones.
Exactamente tan divertido como suena. Mi iPhone vibra sobre la mesa de madera. Miro la pantalla. Es un WhatsApp de Lola. ¿Comemos juntas? Sonrío. Me apetece muchísimo. Claro. Estoy en la universidad. ¿Puedes recogerme? Mi sonrisa se ensancha porque sé que la respuesta de mi amiga no va a tardar en llegar. Mi móvil suena. ¡¿En la universidad?! Me doy suaves golpecitos con mi teléfono en la barbilla mientras me debato sobre si hacerle un resumen o dejarla con la intriga. Recógeme en media hora y te cuento. Guardo mis cosas en el bolso y salgo de la biblioteca. Con lo cotilla que es mi queridísima amiga, seguro que ahora debe de estar desafiando el despiadado tráfico de Manhattan con su Vespa PX clásica azul eléctrico. Estoy sentada en los escalones del edificio principal cuando veo llegar a Lola. Ha tenido que batir algún tipo de récord.
—Hola —la saludo acercándome a ella. —Cuéntame ahora mismo qué estás haciendo aquí —me dice quitándose las gafas de sol y tendiéndome un casco con la virgen de Guadalupe pintada en la parte trasera.
—Mejor mientras comemos —respondo poniéndomelo— y hasta invito yo. Me monto en la Vespa ante la sorprendida mirada de Lola. Ella farfulla un «no me lo puedo creer» y finalmente arranca, incorporándose inmediatamente al tráfico. Vamos a un pequeño restaurante en NoLita llamado Sabor. Solemos ir mucho. La comida es estupenda. Además, Lola está enamoradísima de Nerón, el camarero.
—Bueno, ¿vas a contarme de una vez cómo es eso de que has vuelto a la universidad? —Hace una pequeña pausa mientras coloca su casco de lunares rojos en la silla de al lado—. Mejor primero cuéntame qué tal en casa de Santana. Siempre hemos sido chicas muy ordenadas y con los cotilleos no íbamos a ser menos.
—La verdad es que aún sigo allí —comento restándole importancia.
—¿Qué? —Alza la voz y la mayoría de los clientes del local reparan en nosotras —. ¿Estáis liadas? —pregunta en el mismo tono de voz, ignorando por completo la atención que ahora recibimos.
—No, claro que no —me defiendo. Me callo el hecho de que me lo haya imaginado alguna que otra vez.
—¿Entonces? —inquiere más relajada. Buena pregunta. Lo cierto es que ni siquiera yo tengo claro del todo cómo he acabado viviendo allí.
—Santana me llevó a su apartamento al salir del hospital porque pensó que el mío no era adecuado. Ya sabes, las ventanas que no casan, la caldera estropeándose cada dos por tres... Lola asiente. Ella misma me ha dicho en infinidad de ocasiones que debo buscarme un sitio mejor. —Y, como ya te conté, tuve que confesarle que tenía otro trabajo y lo de mis deudas.
—No son tuyas —replica enfadadísima—. Lo hiciste por tu abuelo, no por irte de vacaciones de primavera a los Cabos. Nunca ha llevado bien este tema. Según ella, deberíamos haber atracado el banco, no pedir un préstamo.
—El caso es que se marchó del apartamento cuando se lo expliqué y, al regresar, traía los papeles para Columbia y había pagado mis créditos. Las últimas frases prácticamente las susurro. No sé cómo le sentará a Lola, más aun sabiendo que Santana no es precisamente santa de su devoción.
—Creo que no lo he entendido —comenta fingidamente confusa—. Santana, Santana López, la tía más odiosa de todo Manhattan, se ha hecho cargo de tus deudas y va a pagarte la universidad, además de llevarte a vivir con ella a su ático de Park Avenue.
—Sí —contesto en un golpe de voz.
—¿Y no os habéis acostado? —No —¿Ni siquiera una mamada? —Lola, por Dios. Tengo que fruncirle los labios porque estoy peligrosamente cerca de sonreír recordando la última vez que escuché esa palabra.
—A mí puedes contármelo. —Lola, no me he acostado con ella. Ella me mira intentando comprender cómo es posible que la Santana que ella conoce haya sido capaz de hacer algo así. Ni siquiera la llegada de Nerón, que normalmente provocaría un inmediato aleteo de pestañas por su parte, la saca de su ensimismamiento. Pedimos dos ensaladas y dos sodas con limón y el camarero se retira.
—Pues no lo entiendo —dice al fin.
—La verdad es que te mentiría si te dijera que yo lo entiendo del todo —le confieso jugando nerviosa con el servilletero—, pero es una gran oportunidad y la mayor parte del tiempo Santana no es tan odiosa.
—Britt, por Dios, no te enamores de ella —me avisa alarmada. —No voy a enamorarme de ella. Ni siquiera me gusta. Admito que no sueno muy convencida.
—Sí, ya —me contesta mi amiga perspicaz—. Creo que ese barco zarpó hace mucho. Pero te entiendo. Yo misma tendría una noche loca de sexo pervertido con ella o quizá dos —añade muy sería, lo que me hace sonreír—. Está como un tren y tiene pinta de ser una auténtica diosa en la cama, pero Santana es para eso, no es para plantearse nada serio con ella, ¿entendido? Asiento. No tengo nada que añadir. Tiene toda la razón. Nerón nos trae nuestra comanda y, tras nuestros «gracias», se retira. Sorprendentemente, Lola sigue sin hacerle el más mínimo caso.
—Oye, ¿te has dado cuenta de que ése era Nerón? —pregunto.
—Sí, pero, chica, me tienes conmocionada —responde compungida— y por tu culpa ahora no paro de imaginarme a Santana López desnuda. Su comentario me toma por sorpresa y ambas estallamos en risas.
—¿De verdad que no te has acostado con ella? —vuelve a inquirir cuando nuestras carcajadas se calman.
—De verdad —contesto exasperada. Terminamos de comer y vamos a la oficina. Santana se ha marchado a una reunión, pero me ha dejado una lista casi interminable de trabajo. Afortunadamente le estoy cogiendo el ritmo a esta oficina y con la ayuda de Kurt consigo terminarlo a tiempo. Aún en el ascensor, oigo sonar el teléfono fijo del ático. En cuanto las puertas se abren, salgo disparada hacia la pequeña mesita junto al sofá.
—¿Diga? —contesto jadeante por la carrera—. ¿Diga? —repito con voz cansada. Comienza a ser un fastidio que nunca respondan. Repito un último «¿diga?» y finalmente cuelgo el teléfono encogiéndome de hombros. Imagino que ya se cansarán de llamar. Miro a mi alrededor y no voy a negar que me siento un poco decepcionada al comprobar que no hay nadie. Santana estará aún en la reunión o de juerga. De todas formas, y recordando mi conversación con Lola, creo que esto es lo mejor que podría pasarme. Si Santana estuviese aquí cada noche, si fuésemos y volviésemos juntos del trabajo y cenáramos también juntos, se parecería demasiado a vivir en pareja y hasta yo sé que ésa es la peor idea del mundo.
Me hago algo rápido de cenar, me pongo el pijama y me tomo las pastillas. Preparo mi cama en el sofá y me acuesto. A oscuras, con el precioso salón sólo iluminado por las luces de la ciudad, mirando el Empire State romper el cielo de Manhattan, no puedo dejar de pensar en que espero que me lleve de nuevo a su cama. Sacudo la cabeza y cierro los ojos obligándome a dormir. Últimamente sólo tengo malas ideas. Los rayos de luz atraviesan el ventanal. Me molestan. Quiero seguir durmiendo. Me giro pero me topo con la espalda del sofá. Suspiro. Protesto. No estoy en la cama más cómoda del mundo. Me obligo a abrir los ojos y miro a mi alrededor desorientada. Estoy en el sofá. Me destapo y me levanto. Vuelvo a mirar a mi alrededor. Quizá no ha venido a dormir. La puerta de su dormitorio está cerrada. Sí ha venido. Adormilada y muy despacio, comienzo a caminar hacia la isla de la cocina. Supongo que se habrá cansado de sólo dormir conmigo. Es lógico. No podía pretender que me llevara en brazos cada noche y me tumbara junto a ella. «Sí, pretendías exactamente eso.»
Me pongo los ojos en blanco a mí misma absolutamente exasperada y comienzo a preparar café. Este día va a ser un asco, lo presiento. La puerta de la habitación se abre lentamente y, antes de que pueda entender con claridad qué está pasando, una chica de piernas kilométricas sale del dormitorio de Santana.
CAPITULO 7
Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Tiene una melena negra interminable, mucho más larga en proporción que su vestido de diseño.
—Buenos días —me saluda amable mientras se sienta en un taburete de la isla de la cocina. —Buenos días —tartamudeo conmocionada—. ¿Café? —pregunto en un susurro y ni siquiera sé por qué lo hago. Ella asiente y yo vuelvo a concentrarme en la cafetera. Así que por eso yo he dormido está noche en el sofá, porque la señorita López tenía planes. Un momento. ¿Estoy enfadada? Porque me niego en rotundo a estarlo. Aquí cada uno puede meter en su cama a quien quiera, bueno, yo... en el sofá. La puerta vuelve a abrirse y esta vez es Santana, sólo con el pantalón del pijama, y y sostén. quien hace su triunfal entrada en el salón. Yo también estoy encantada de conocerte. Y espero que también adivines mi nombre, oh yeah; hoy Mick Jagger canta con más fuerza que nunca.
—¿Qué coño haces todavía aquí? —pregunta reparando en la chica. Ella la mira absolutamente obnubilada. Ya somos dos.
—Largo —sentencia indiferente camino del frigorífico sin volver a mirarla. La chica se levanta del taburete toda ella elegancia y peep toes caros y se dirige hacia la puerta. —¿Me llamarás? Ella no sólo no le contesta, ¡sino que ni siquiera la mira! Yo, observadora accidental de toda la escena, estoy absolutamente alucinada. La chica sonríe y al final se marcha. No sé qué esperaba de ella, pero creo que cualquier cosa le hubiera valido. Además, tengo la sensación de que, si Santana chasqueara los dedos, ella volvería al instante. ¡Dios mío! ¿Así de buena es en la cama? «Probablemente sea todavía mejor.» Esta especie de húmeda revelación me hace que la contemple embobada unos segundos más. Afortunadamente, consigo recuperar la compostura antes de que se dé cuenta de cómo lo miraba.
—Pecosa, cuando termines de pelearte con la cafetera, me gustaría una taza —comenta dándole un mordisco a una manzana verde. Regresa a la habitación y yo no puedo dejar de pensar que acabo de vivir en riguroso directo el motivo por el que Lola sabiamente dijo que Santana sólo era para noches locas de sexo pervertido. «Sí, pero qué noches.» Si mi voz de la conciencia tuviera piernas, a estas alturas ya no llevaría bragas.
Mientras me termino el desayuno, Santana sale de la habitación perfectamente vestida con un traje gris marengo y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Está tan condenadamente atractiva que decido que lo mejor es meterme en la ducha de inmediato o, lo que es lo mismo, huir de ella. Bajo el chorro de agua caliente, me repito que no estoy furiosa y tengo que repetírmelo una docena de veces más, lo cual no es una buena señal. Envuelta en una toalla, salgo de nuevo a la habitación y busco en mi maleta qué ponerme. En ese preciso instante, soy una chica afortunada, Santana entra desde el salón.
—Pecosa, la palabra clave es vestidor —comenta pasando a mi lado y entrando justamente en esa estancia.
—La palabra clave es imbécil —respondo tirando del primer vestido que veo y levantándome para regresar al baño lo más rápido posible.
—¿A qué demonios ha venido eso? —la oigo farfullar justo antes de cerrar la puerta. Y eso mismo digo yo, ¿a qué demonios ha venido eso?
—No estás enfadada —me repito frente al espejo dedo índice amenazador en alto. «Por supuesto que no.» Me pongo el vestido y, cuando me veo con él en el espejo, me llevo la mano a la frente. Tiene pequeñas flores estampadas y me llega por encima de las rodillas. No es especialmente provocativo y, de hecho, es sencillo y muy bonito, pero no es en absoluto el tipo de ropa que se pondría una ejecutiva profesional y sofisticada. Bueno, ya no hay nada que hacer. No pienso salir ahí fuera a medio vestir para coger más ropa y darle la oportunidad de que vuelva a reírse de mí.
Además, como decía aquel crítico de moda de la tele por cable, lo importante es la elegancia que una le imprime a la prenda, no la prenda en sí. Me termino de arreglar y salgo al salón. Me esfuerzo en ignorar a Santana a pesar de que su presencia me llama como si fuera un imán. Busco mi bolso y rápidamente me pongo el abrigo.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —me pregunta desde el otro lado de la isla de la cocina.
—Tengo muchas cosas que hacer en la oficina y necesito terminar pronto porque me gustaría pasarme por la universidad a recoger unos libros. Santana asiente.
—Nos vemos en la oficina entonces —se despide perspicaz.
—Claro, eres mi jefa. No tengo ni la más remota idea de por qué he dicho eso. Creo que algo dentro de mí necesitaba decir esas palabras en voz alta. Soy la primera en llegar a la oficina. No están ni Eve ni las chicas. Obviamente mentí cuando dije que tenía cosas pendientes aquí y ahora, después de haber revisado lo poco que Santana tenía apuntado en su iPad, no me queda más que ordenar su mesa. Marley es la primera en llegar. Dispuesta a ocupar mi tiempo en algo que no sea seguir visualizando la imagen de esa chica saliendo de la habitación de Santana, me voy con ella a su mesa y la ayudo a preparar la jornada de hoy. Estoy tan concentrada en la tablet, sentada en el escritorio de Marley, que no le oigo llegar.
—Pecosa —me llama pasando junto a mí camino de su despacho—, a trabajar. Me bajo de un salto y, mientras lo sigo, le dedico mi mohín más infantil, aunque obviamente ella no puede verme. Lo hago porque es una gilipollas, no tiene nada que ver con lo que ha pasado esta mañana. A las primeras de cambio me marcharé a la universidad y, con un poco de suerte, cuando vaya al ático, ella no estará.
Puede que incluso no la vea hasta mañana por la mañana, quizá saliendo de su habitación detrás de otra chica. Vale, eso no me ha gustado nada. Sacudo la cabeza. No estoy celosa. No estoy celosa, ¡maldita sea! Cierro la puerta tras de mí y me quedo de pie frente a su mesa esperando a que tome asiento.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto evitando mirarlo por todos los medios. Santana centra su mirada en la pantalla del ordenador y sus ojos parecen casi marrones. ¡Esto es tan injusto! ¿Por qué tiene que estar hoy más guapa que ningún otro día? Comienza a darse rítmicos toquecitos con el índice y el anular en los labios y eso provoca que sólo pueda mirar su sensual boca. Mándame al archivo. Mándame al archivo.
—Los estudios de mercado de Holland Avenue —habla al fin—, eso tiene prioridad. Llama a Dillon Colby y dile que quiero toda la documentación de McCallister aquí antes de las once. Que la envíe por mensajero. Asiento y me voy al sofá. Comienzo a trabajar pero no soy capaz de concentrarme, todas mis neuronas están focalizadas en tratar de obviar la incómoda sensación de sentirme furiosa, celosa y, lo que es aún peor, frustrada por sentirme precisamente así. Con la excusa de llamar a Dillon Colby, salgo de la oficina. Necesito estar lejos de ella cinco minutos porque tengo la sensación de que ese despacho tipo campo de fútbol ahora mismo sólo mide dos metros cuadrados. Por suerte, cuando me veo obligada a regresar, Santana no está. Voy hasta el sofá y me siento a terminar los estudios de mercado. Guardo el último y aún no ha vuelto. Mando los documentos a la impresora y me levanto a esperarlos junto a la silla de Santana. Después, sólo tendré que meterlos en una carpeta, dejarlos sobre su escritorio de diseño y podré marcharme.
Sin embargo, el universo parece adorarme. La puerta se abre y mi atractiva jefa entra en la estancia. Automáticamente el corazón vuelve a latirme desbocado. ¿Qué me pasa hoy? ¡Es exasperante!
—Pecosa, los archivos de Foster.
—Los tienes en tu ordenador —respondo sin ni siquiera mirarlo.
—Ayuda a Marley con la reunión de mañana.
—Ya está organizada. De hecho, lo está desde esta mañana cuando salí prácticamente huyendo de tu casa.
—¿Has hablado con Colby?
—El mensajero llegará en quince minutos y los estudios de mercado de Holland Avenue están terminando de imprimirse. No lo he mirado ni una sola vez y eso ha hecho que la situación se haya vuelto aún más incómoda. Ella rodea la mesa y camina despacio hacia mí. De reojo puedo ver cómo sus ojos hoy más negros que color caramelo me estudian perspicaces. Es demasiado lista. Yo, por mi parte, soy plenamente consciente de que debería huir otra vez antes de que esté más cerca y ya no pueda pensar.
Suplico mentalmente para que la impresora termine y cojo al vuelo el último documento.
—Tengo que irme a esperar al mensajero. No quiero que esos dosieres se traspapelen —le informo mientras a toda velocidad cuadro los documentos, abro una carpeta, los meto dentro y la dejo sobre su mesa. Echo a andar nerviosa, pero, cuando sólo me he distanciado unos pasos de ella, Santana me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Pecosa, ¿qué pasa? —pregunta clavando sus espectaculares ojos en los míos.
—Nada —me apresuro a responder.
—¿Estás enfadada? —Claro que no. Sonrío inquieta y acelerada y aparto mi mirada de la suya. Tengo que marcharme, ¡ya!
—¿Por qué estás enfadada? Genial, ni siquiera soy capaz de mentirle con convencimiento.
—¿Es porque llevé a una chica a casa?
—Santana, tú y yo no estamos juntos. Puedes llevar a tu casa —hago especial énfasis en el tu— a quién quieras. Por lo menos he sonado más convencida que antes.
—¿Entonces? Se toma un segundo para pensar y de pronto parece tenerlo todo muy claro.
—¿Es porque no te llevé a mi cama? La pregunta la hace con una insolente sonrisa en los labios que hace que me entren ganas de estamparle algo metálico en la cara. Tuerzo el gesto. Maldita sea, tiene razón. Odio que tenga razón. No se la merece.
—Puede ser —confieso al fin exasperada—. A lo mejor a mí también me gusta sólo dormir contigo. Su maldita sonrisa se ensancha.
—Y, si te gusta dormir conmigo, ¿por qué te acuestas cada noche en el sofá? Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué le contesto a eso? ¿Que me gusta que me lleve en brazos, que me saque de mi cama en mitad de la noche para llevarme a la suya? ¿Que me gusta porque así me demuestra cuánto le gusta a ella?
—Eso ya da igual —contesto malhumorada—. Voy a seguir durmiendo en el sofá, porque está claro que tú ya tienes quien te caliente la cama.
—Por supuesto que tengo quien me la caliente —responde sin dudar. Es ella el colmo. Le dedico mi peor mirada y me vuelvo dispuesta a marcharme, pero Santana me mantiene agarrada por la muñeca y me obliga a girarme otra vez. Sus ojos vuelven a atrapar los míos y despacio se inclina sobre mí.
—Pero la única a quien me gusta ver dormir a mi lado es a ti —sentencia. En ese instante todo mi enfado se evapora. Santana desliza su mano perezosa por la mía y despacio la lleva hasta mi cintura. Sus profundos ojos me tienen atrapada en todos los sentidos.
—Contéstame a una cosa —susurra con la voz más sensual que he oído en toda mi vida—. ¿Este vestido —continúa tirando suavemente de él— te lo has puesto porque estabas enfadada conmigo o porque no?
—Santana... —me quejo en un susurro con la respiración hecha un caos. Su sexy e impertinente sonrisa sigue ahí. Estoy perdida.
—Esta noche te quiero en mi cama —me ordena salvaje, sensual, indomable. La boca se me hace agua. —Para dormir —me aclara sin dejar de sonreír, sin levantar sus ojos de mí—. Ahora me voy a una reunión. Sale del despacho como si nada, como si cada día dejara a decenas de chicas embobadas con las piernas temblorosas a su paso. Yo respiro hondo e intento recuperar la compostura. He pasado de repetirme que no estaba enfadada a confesárselo precisamente a ella.
Desde luego está siendo un gran día. «Y aún no ha terminado.» Genial. Después de comer con Lola, me marcho a la universidad. Cuando salgo de la biblioteca, ya se ha hecho de noche. En metro llego hasta el ático y no me sorprende ver que, una vez más, estoy sola. Me pongo la tele de fondo mientras me preparo algo de cenar. Estoy cansada, pero decido estudiar un poco sentada en uno de los taburetes de la cocina. Prefiero no darle muchas vueltas a por qué estoy optando por cualquier otra cosa antes que irme a dormir. Al mirar el reloj y comprobar que son casi las doce, comprendo que, lo quiera o no, tengo que irme a la cama. Cama, interesante palabra, sobre todo hoy. Me tomo las pastillas, me voy a la habitación y me pongo el pijama. Es curioso cómo, mientras lo hacía, he obviado mirar la cama. Me siento nerviosa e intimidada por un mueble. Eso no puede ser buena señal bajo ninguna circunstancia. Quizá me sentiría más cómoda si interactuara un poco con el entorno.
Básicamente, cotillear su habitación sin ningún remordimiento. Primero el vestidor, la zona más alejada de la cama. Sólo con dar un paso en su interior, me doy cuenta de la nefasta idea que ha sido. Su olor me envuelve y, estar rodeada de toda esa ropa a medida que le sienta como un guante, claramente no ayuda. Contemplo las decenas de camisas blancas, todas perfectamente colgadas y ordenadas. Me permito el lujo de pasar la mano por una de ellas y por un momento tengo la sensación de que la estoy tocando a ella. Mala idea. «Muy mala idea.» Al otro lado están todos sus trajes de corte italiano a medida, con un abanico de colores pequeño pero espectacular: negro, carbón, gris marengo, gris claro y azul oscuro. Sofisticados, elegantes, exactamente como es ella. Salgo y de pasada miro la cama, como si estuviera ante un enemigo temible. Camino hasta la cómoda y acaricio la madera. Sin querer, sonrío al recordar cómo dejó su reloj aquí hace unas noches. Compruebo que, lo que me pareció una servilleta, efectivamente lo es. La cojo con cuidado, la giro y resoplo a la vez que pongo los ojos en blanco cuando veo un número de teléfono escrito en ella junto al nombre de Candy y un pequeño corazón. Por el amor de Dios, ¿hay alguna chica que no caiga rendida directamente a sus pies? Me separo de la cómoda huyendo de la servilleta y me acerco a la estantería.
Sonrío como una idiota al ver sus coches de colección. De los cuatro que hay, sólo reconozco uno negro, un Alfa Romeo Giulia Spider de 1963. No es que sea una experta en coches, pero es el mismo del anuncio del perfume The One de Dolce & Gabbana, lo reconocería en cualquier parte. Sigo curioseando la estantería y sonrío de nuevo mientras cojo una foto de Santana junto a Quinn y Kurt. Se les ve muy diferentes, aunque los tres están tan guapos como ahora. Debe de ser de la época de la universidad.
Es obvio que son muy amigos. La complicidad que existe entre ellos salta la vista sólo con verlos durante un par de segundos. Sin dejar de sonreír, dejo la foto en el estante. Mis dedos aún se están retirando de ella cuando caigo en la cuenta de que es la única foto que hay en toda la casa. Miro a mi alrededor y constato que no hay ninguna otra sobre ningún otro mueble; tampoco en el salón o, no sé, en la puerta de la nevera. Entiendo que no haya fotos suyas, pero ¿cómo es posible que no tenga ni una sola de su familia? Me encojo de hombros restándole importancia, aunque la idea me sigue rondando la mente. Tengo que preguntárselo. Giro sobre mis talones a la vez que resoplo. Ya es hora de que haga lo que tengo que hacer. Sin pensarlo más, me coloco frente a la cama. Soy adulta y está empezando a ser ridículo la cantidad de veces que tengo que recordármelo últimamente.
Con paso firme, voy hasta el interruptor, apago la luz de un manotazo, destapo la cama y me meto en ella. Sólo es una cama, aunque sea la suya. ¿Qué es lo que me está pasando? ¿Acaso me gusta Santana? Resoplo de nuevo y me llevo la almohada a la cara. Claro que te gusta, idiota. La pregunta es... ¿cuánto? Llevo todo el día negándome a admitir que estaba enfadada y pensando que en el fondo sólo estaba molesta porque no había dormido con ella y no porque otra lo hubiese hecho en mi lugar, así que supongo que la respuesta es mucho. Santana López me gusta mucho. Joder, joder, joder. Ésta es la única vez que voy a permitirme admitirlo, porque se acabó. Me obligo a dejar de pensar. Afortunadamente, los analgésicos empiezan a hacer efecto y caigo dormida. Me despierta el peso de su cuerpo entrando en la cama. A pesar de estar adormilada, sonrío como una idiota. Santana rodea otra vez mi cintura con sus brazos y me atrae hacia ella. Suspira con fuerza cuando su pecho se estrecha contra mi espalda y yo me derrito por dentro.
Sé que me estoy metiendo en un lío terrible, pero ahora mismo no me importa absolutamente nada. Noto nuestras piernas entrelazadas y su brazo posesivo y pesado sobre mi cadera. Sonrío de nuevo y me giro aún con los ojos cerrados. Mi cuerpo se desliza bajo sus brazos y mis piernas entre las suyas, así que no pierdo ni un ápice de su contacto. Es la primera vez que me despierto antes que ella y quiero disfrutarla. Abro los ojos despacio y automáticamente mi sonrisa se ensancha cuando veo su hermoso rostro frente a mí, bañado por los primeros rayos de luz que filtra el inmenso ventanal, con el pelo negro cayéndole suave y alborotado sobre la frente. Le acaricio la nariz con la punta de los dedos y la arruga suspirando. Me llevo esos mismos dedos a los labios, acallando una sonrisa sin poder dejar de observarlo. Entonces me paro a contemplar la pequeña cicatriz que tiene sobre la ceja derecha y me pregunto de qué será. Lentamente alzo la mano.
—No hagas eso —murmura sin abrir los ojos justo antes de que la toque. Su voz me asusta, pensé que estaba dormida, e inmediatamente retiro la mano.
—Lo siento —musito.
—No te disculpes pero no lo hagas. Santana abre los ojos, se levanta de un golpe y se mete en el baño. Apenas unos segundos después, oigo el grifo de la ducha. Yo me dejo caer sobre las almohadas y resoplo hasta que me quedo sin aire. Si fuera estricta con las normas que me autoimpuse, debería correr la media maratón de Nueva York. Ayer discutimos, he fantaseado con ella una docena de veces y la he contemplado más que admirada hace sólo uno momento. Pero sé que ni siquiera llegaré a ponerme el chándal. Soy una perezosa superficial obsesionada con un cuerpo para el pecado. «Y eso que todavía no le has visto el objeto de pecado en sí.» Me levanto como un resorte con los ojos como platos. Me niego siquiera a planteármelo. Además, seguro que, para mi desgracia, hace el amor exquisitamente. Voy a la cocina y preparo café. Santana sale poco después perfectamente vestida con uno de sus espectaculares trajes de corte italiano, esta vez negro, y su correspondiente camisa blanca. La palabra del día, espectacular.
—Hoy tengo un día complicado —comenta llenándose la taza de café—. Después de la universidad te quiero en el despacho. A las once en punto —sentencia exigente.
—Vaya —replico con una sonrisa de lo más impertinente, llenándome también una—, cualquiera diría que me necesitas para sacar adelante tu día tan complicado.
—No es que seas el colmo de la eficiencia, pero me sirves para una o dos cosas.
—Me lo tomaré como un halago. Santana me dedica su media sonrisa sexy y presuntuosa y regresa a la habitación. Yo le doy un sorbo a mi café. Qué sugerente es esa maldita sonrisa. Tras su «diviértete en el cole», lo observo llevarse la taza a sus perfectos labios con una mano mientras con la otra levanta ligeramente el Times del mármol de la isla de la cocina para leerlo más cómodamente. En el camino en metro hasta el campus, me riño cada vez que me sorprendo pensando en ella y me concentro en todo lo que tengo que hacer hoy, empezando por estudiar, y mucho, en la biblioteca para ponerme al día lo más rápido posible. Entre libros de economía, el tiempo se me pasa volando y, para cuando miro el reloj, son las diez y media. Regreso a la oficina y puntual saludo a Eve. Camino del despacho de Santana, me encuentro a Marley.
Tiene aspecto de haberse chocado con un tren de mercancías y, o mucho me equivoco, o sé perfectamente el nombre y apellido de ese tren. —¿Todo bien, Marley? —pregunto al llegar hasta ella. Da un largo suspiro. —La mañana está siendo horrible. El acuerdo de inversiones con McCallister no ha salido bien y la señorita Santana está de un humor de perros. los señores Fabray y Hummel y ella han discutido esta mañana. ¿Han discutido? Esto no tiene buena pinta.
—¿Por qué no te vas a tomar un café? —le propongo. Parece exhausta—. Yo me ocuparé de lo que la señorita Lopéz necesite.
—¡Marley! —brama el rey de Roma desde su despacho. Ella vuelve a suspirar, pero yo le guiño un ojo y la empujo en dirección al vestíbulo. De verdad necesita un descanso.
—¡Marley! ¡Mueve tu maldito culo hasta aquí! Sí, definitivamente está de un buenísimo humor. Ahora la que suspira soy yo. Me armo de paciencia, voy hasta su despacho y abro la puerta. Un imperceptible gesto en su rostro me hace pensar que se alegra de verme, pero en seguida desaparece bajo su malhumorada expresión.
—¿Y Marley? —pregunta apremiante.
—Le he dicho que se fuera a tomar un café. —¿Y quién eres tú para decirle a mi secretaria que se marche a por un café? —inquiere ahora molesta además de exigente.
—La que la va a sustituir ese rato. Espero algún comentario por su parte, pero simplemente vuelve a prestar toda su atención a la pantalla de su Mac. Se nota a kilómetros que tiene un enfado monumental.
—Ya me ha dicho Marley que las cosas con McCallister no han ido bien —comento. Quizá le venga bien hablar de ello.
—Me encanta que tengáis tiempo para contaros secretitos en horas de trabajo —gruñe sin ni siquiera levantar la vista del ordenador.
—¿Qué ha pasado? —continúo esforzándome en ignorar todo su sarcasmo.
—¿Qué quieres que te diga, Pecosa? —replica sin mirarme todavía —. A veces las cosas no salen como nos gustaría. Ponte a trabajar. —Juraría que las tres últimas palabras las ha ladrado. Soy consciente de que debería estar enfadada o por lo menos molesta por cómo me ha hablado, pero tengo la sensación de que, en cierta manera, me necesita.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto. —Revisa todo lo de McCallister otra vez, punto por punto. Rehaz cada puta cuenta de Dillon Colby y comprueba que el asunto Foster esté bien cerrado. No pienso permitir un solo fallo más. Asiento y me voy a mi singular escritorio. Mientras espero a que mi MacBook se encienda, me pregunto qué habrá salido mal con Brenan McCallister, parecía prácticamente hecho. Necesito unos documentos que no tienen copia digital y salgo en busca de ellos al archivo. Santana está de un humor de perros y los gritos que se ha llevado quien quiera que lo haya llamado por teléfono hace unos minutos dan buena prueba de ello. Si me dijeran que le hizo llorar, lo creería sin reservas. Decido tomarme un minuto y pasar a ver a Lola.
—Hola, chicas —saludo entrando en la oficina al otro lado del pasillo.
—Britt, te veo muy bien —me devuelve el saludo una perspicaz Lola.
—Cállate —la reprendo divertida.
—Santana está hoy de muy buen humor, ¿no? —me pregunta Tina socarrona.
—La verdad es que estoy algo preocupada —les confieso sentándome en la mesa de Lola—. Marley me ha dicho que Quinn, Kurt y Santana se han peleado esta mañana.
—No le des ninguna importancia —replica Tina con total seguridad
—. ¿Alguna vez has visto jugar a rugby? ¿A hostias durante el partido y después yéndose a tomar cerveza todos juntos con barro hasta las orejas? Asiento.
—Pues estos tres son exactamente igual. Se gritan, se llaman de todo, se pegan... Abro los ojos como platos ante las últimas palabras de Tina mientras ella y Lola asienten con una sonrisa.
—Sí —añade Lola mordiendo su bolígrafo—, hay quien diría que hay demasiados gallos en ese gallinero. Ahora somos las tres las que sonreímos y asentimos. Tiene razón. Son tres que se creen machos alfa perfectamente compenetrados. El National Geographic sacaría un buen documental de ellos.
—El caso es que, antes de que acabe el día —continúa Tina—, estarán emborrachándose con la misma botella de Glenlivet.
—Y si no hay Glenlivet, entonces se pelearán con el camarero. Eso también une mucho —añade Lola y las tres nos echamos a reír otra vez.
—¡Pecosa! —Es la voz de Santana bramando desde la recepción de Fabray, Hummel y Lopéz
—. ¿Dónde está Pecosa? Pongo los ojos en blanco y me bajo de un salto de la mesa de Lola. —Rápido, guiña dos veces los ojos si te tiene secuestrada —me ofrece mi amiga socarrona. No puedo evitar sonreír.
—¿Comemos juntas? —propongo volviéndome sobre mis talones una vez más.
—Claro —me responden las dos casi al unísono. —Llamaré a Rachel —añade Lola.
—¿Puedes explicarme qué coño haces aquí? La voz de Santana resuena intimidante a mi espalda, con ese tono tan suave pero a la vez tan amenazador. Me giro despacio y por un momento me pierdo en su postura, con las manos en la cintura haciendo que la chaqueta se abra y su camisa se tense ligeramente. Pura dominación y exigencia. No podría ser más atractiva.
—Sólo me he escapado un momento para quedar para comer con las chicas —me explico.
—Relájese un poco, señorita Lopéz. Santana asesina a Lola con la mirada. —Porque no te callas y vas al baño a ponerte de hormonas hasta las cejas. Ambos se dedican sendas fingidas sonrisas y ella vuelve a clavar su mirada en mí. Si no fuera absolutamente imposible, diría que por su cabeza está pasando la idea de cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí a rastras.
—¿Brittany no debería estar de baja? —apunta perspicaz Tina desde su mesa —. Por la neumonía y eso.
—¿Y tú no deberías estar tratando de tirarte a Michael Seseña para parecerle una secretaria mínimamente competente?—responde Santana sarcástica, molesta y arisca. Una gran combinación.
—Eres odiosa —responde Tina. —Mira qué amiguitas sois. Si hasta os ponéis de acuerdo para idear los insultos —comenta sin suavizar un ápice su tono, dejando de mirarla a ella y centrando su vista en mí. Está más que furiosa
—. Muévete —me ordena y se marcha destilando rabia. Me pregunto si aún estoy a tiempo de guiñar dos veces los ojos. Les sonrío a las chicas, que la asesinan con la mirada hasta que desaparece en la oficina de enfrente, y me marcho tras ella.
—Tráeme todos los archivos de inversiones que Dillon Colby ha llevado para nosotros y no te entretengas. Hace especial énfasis en las últimas palabras y, en realidad, sobraban. Sólo me he escabullido dos minutos. Con la ayuda de Marley, localizo las diecisiete carpetas relacionadas con Dillon Colby y las diecisiete tarjetas de memoria correspondientes. De regreso, a unos pasos del despacho, me sorprende ver la puerta abierta. —Vete a la mierda, Quinn.
—Santana suena aún más furiosa que cuando me marché hace unos minutos.
—Sabes perfectamente que McCallister tiene razón —le reprende su socio. Me detengo junto a la puerta. No quiero interrumpirlos.
—¿Qué? —gruñe Santana —. Dillon Colby ha metido la pata hasta el fondo y no entiendo cómo no lo hemos puesto ya en la calle. Kurt y tú os estáis ablandando, joder. Oigo un sonido sordo contra la madera. Alguno de ellos ha tirado algo sobre el escritorio.
—Precisamente tú no hables de ablandarse —le espeta Quinn.
—¿De qué coño estás hablando? —replica Santana.
—¿De qué crees tú que estoy hablando? —Por Dios —se queja exasperada—, podemos hablar de cosas realmente importantes. El imbécil de Colby nos ha hecho perder dos millones de dólares y me las va a pagar. ¡Pecosa! —me llama. Espero unos segundos para que no sea muy obvio que estaba tras la puerta y entro.
—Buenos días —saludo a los chicos. —Buenos días —responden ambos. —¿Qué tal estás? —pregunta Quinn—. ¿Ya te has recuperado del todo? —Sí, estoy perfectamente —me apresuro a responder. —¿Segura? —inquiere Quinn—. Si necesitas estar más días descansando, no hay ningún problema.
—¿A qué viene eso? —se queja Santana aún más malhumorado, lo que provoca que Quinn y Kurt se giren hacia ella—. ¿No la has oído? Está perfectamente. Además, trabaja para mí, no para ti.
—Qué curioso —responde Quinn perspicaz—, yo creía que trabajaba para Dillon Colby. —Cuando esté lista —gruñe Santana —, y ahora os podéis largar de mi despacho. Os comportáis como si la puta mañana hubiera ido de cine. Los chicos me sonríen como despedida y se encaminan hacia la puerta.
—Me alegro de que estés aquí —me dice Quinn al pasar junto a mí—. Alguien tiene que controlar al ogro. Santana le dedica una sonrisa fingida y yo tengo que hacer auténticos malabarismos para contener la mía, sobre todo cuando Santana clava sus ojos negros en mí con sus labios convertidos en una fina línea. Mejor no provocarla. Dejo las carpetas sobre su mesa y me siento en el sofá. Deslizo los dedos por el ratón táctil y centro toda mi atención en la pantalla. Sin embargo, puedo notar cómo los ojos de Santana sigue posados sobre mí. No ha tocado las carpetas. Desde que los chicos se marcharon, su mirada no se ha movido. ¿Qué estará pensando? La mañana termina tan desastrosamente mal como empezó. Cada carpeta que Santana revisa de Dillon Colby le sirve para incrementar su enfado un grado más. Me asombra el autocontrol que está mostrando porque claramente lo que quiere es presentarse en el edificio Pisano y darle la paliza de su vida. Por si fuera poco, y siempre por una de esas dichosas carpetas, vuelve a discutir con Quinn. La última vez que Santana regresa del despacho de su amiga, se sirve malhumorada un vaso de whisky y se deja caer en su sillón de ejecutivo. Decido mandarle un mensaje a Lola diciéndole que no podré ir a comer. Está claro que ella no lo hará y, por algún motivo, algo dentro de mí no para de repetirme que me necesita aquí con ella, aunque ni siquiera me dirija la palabra.
Termino de revisar los últimos documentos y, mientras espero a que las tarjetas de memoria se carguen en el ordenador, me levanto y comienzo a despejar la mesa de Santana. Sé que odia verla desordenada y hoy supongo que más que ningún otro día. Ella me observa pasearme alrededor de su escritorio de cristal templado recogiendo carpetas y papeles.
—Creí que ibas a comer con las chicas —comenta. —Sí, pero he pensado que mejor me quedo —respondo restándole importancia. Espero que ella no se la dé. No dice nada. Deja el vaso sobre la mesa sin dejar de observarme y su mirada sólo necesita un segundo para acelerar mi respiración.
Cojo unas cuantas carpetas decidida a llevarlas a la estantería y poner algo de distancia entre nosotros, cuando Santana me coge de la mano y de un solo movimiento fluido me sienta en su regazo. Uno de sus brazos rodea mi cintura y me estrecha con fuerza, consiguiendo que mi espalda se acople a la perfección a su torso. Siento su aliento en mi pelo y mi estómago se llena al instante de mariposas.
—Gracias —susurra en mi oído. Suspiro bajito y asiento. Viniendo de cualquier otra persona no tendría la más mínima importancia, pero, siendo Santana, siendo justo hoy y siendo justo así, todo tiene un valor incalculable. Deja que su aliento impregne una vez más mi pelo y me levanta. De espaldas a ella, me muerdo el labio inferior para contener otro suspiro. Creo que ahora mismo lo único que me mantiene en pie es el deseo y la adrenalina fluyendo por mis venas.
—Será mejor que siga con las carpetas —susurro al borde del tartamudeo sin girarme para mirarla. La tarde avanza y seguimos en el más absoluto silencio. Algunas cosas parecen solucionarse y el humor de Santana mejora. Ha conseguido fijar una nueva reunión con McCallister y ha dejado bien claro que se encargará personalmente. A eso de las siete se levanta decidido y se pone la chaqueta.
—Pecosa —me llama; está de buen humor —, levántate. Te llevo a cenar. ¿Qué? Me ha pillado por sorpresa.
—No me mires así —se queja con su media sonrisa—. Sé comportarme cuando quiero. Sonrío y rápidamente despejo mi pequeño escritorio. Cojo mi bolso y el abrigo y salimos de la oficina.
—¿Adónde vas a llevarme? —pregunto camino del ascensor.
—Adónde voy a llevarte a cenar… —responde pensativo y a estas alturas la conozco lo suficiente como para saber que se avecina uno de sus mordaces comentarios —… a un restaurante — continúa fingidamente sorprendida por su propia respuesta.
—Eres idiota —protesto divertida. Ambos sonreímos. Es cierto que sabe comportarse cuando quiere. Salimos del ascensor, atravesamos el vestíbulo del edificio y, para mi sorpresa, el coche no nos espera fuera. Santana mira impaciente el reloj y mantiene la puerta abierta para que salga. Espero que este detalle no vuelva a ponerlo de mal humor. Afortunadamente, el coche llega en cuestión de segundos. Le hace un gesto al chófer para que no se baje y ambos damos unos pasos en dirección al jaguar, pero de repente Santana se queda paralizado con la vista fija en algún punto en la acera de enfrente. No mueve un solo músculo. La expresión de su cara se endurecerse, su mandíbula se tensa y su mirada... su mirada es lo peor de todo. Nunca la había visto así.
—Santana, ¿estás bien? Por inercia llevo mi vista hacia donde ella mira, pero no veo nada fuera de lo común, sólo personas caminando. Ella sigue en silencio. Comienzo a ponerme muy nerviosa. ¿Qué demonios ha visto? —Santana —vuelvo a llamarla—. Santana. Le toco en el hombro para reclamar su atención y ella se mueve brusca y nerviosa, apartándose de mi mano, como si le sacaran de un sueño, y al fin me mira. Sus ojos están llenos de una rabia indecible, tristeza y juraría que miedo. —¿Estás bien? —Vete a casa —susurra.
—¿Por qué? —inquiero con el ceño fruncido—. Santana, ¿qué pasa?
—Vete a casa —repite. Está muy inquieta. Se aleja unos pasos del coche a la vez que se pasa las dos manos por el pelo.
—Santana, no voy a dejarte solo y así.
—Vete. Está exasperado, furioso, casi desesperado. —Santana…
—¡Brittany, sube al puto coche y vete a casa, joder! —me interrumpe alzando la voz.
Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez más.
—Me has llamado Britt —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios.
—Lo sé. —Ella también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo quiere que quieras complacerme. Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze que he tenido en todos los días de mi vida.
—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.
—Te lo prometo. Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro lugar. Santana cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su determinación ha regresado y sé que no me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.
—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden. Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que la conocí. Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo. A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi vida. A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina.
He ido a buscar varias veces a Lola, pero Tina me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me sería difícil localizarla. Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá vuelta atrás. Me estaré mudando con Santana, la mujer que esta tarde ha conseguido que me enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, la desease como no había deseado a nadie en toda mi vida.
Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con fuerza cada vez que ella está cerca, me pide, casi me suplica, que entre. Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta de cristal del número 778 de Park Avenue.
—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.
—Buenas noches. Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí. Supongo que quiere saber adónde voy. No es el mismo que me vio salir con Santana esta mañana. —Voy al ático de la señorita López —le aclaro. —¿Es usted la señorita Pierce? Frunzo el ceño.
—Sí —respondo confusa.
—Han dejado esto para usted. El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.
—Muchas gracias. Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor. —Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.
—El señor Brent me pidió que le recordara «tres huecos, tres números». Sonrío y asiento. Santana Lopez, eres una capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí. Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente. Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático. En el apartamento no hay rastro de Santana, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo que tiene servicio y viene por las mañanas. Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago. Soy plenamente consciente de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de instalarme con todas las letras. Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso dormitorio para que moleste lo menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo. —¿Diga? Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he descolgado sin preguntarle a Santana si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador. —¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola? Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Santana que ahora mismo está llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que ella está casada. Sin darme cuenta vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de alegrarme con estas cosas. Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella. Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas.
Son espectaculares. Noto unos brazos alzarme del sofá. Adormilada, hundo la cabeza en su cuello. Huele maravillosamente bien, como siempre, sólo que ahora ese olor a suavizante caro y gel aún más caro se ha mezclado con otro suave y dulzón, a whisky creo, y la combinación lo hace todavía más irresistible. Más aún cuando me trae recuerdos de nuestra noche en el club. Santana me deja con cuidado sobre la cama y me cubre con el nórdico. Involuntariamente lanzo un suspiro al sentirme entre tantas almohadas en esta cama tan cómoda. La noto sonreír y tras unos segundos alejarse de la cama. Disimuladamente abro los ojos. Contemplo cómo se quita el reloj y lo deja sobre la cómoda. De los bolsillos del pantalón se saca la cartera, el dinero y lo que parece una servilleta, y del interior de la chaqueta, el móvil. Se desviste e inconscientemente mi mirada se agudiza. Es terriblemente atractiva y delgada, exactamente el cuerpo de una de esas diosas griegas esculpidas en mármol. Se pone el pantalón del pijama y se deja el sostén, y con el movimiento los músculos de su espalda se tensan y armonizan. Una visión abrumadora.
Rápidamente cierro los ojos al verle girarse y pocos segundos después noto el peso de su cuerpo en la cama. Fingiéndome dormida, tengo que esforzarme en no suspirar o sonreír cuando rodea mi cintura con sus brazos y estrecha mi espalda contra su pecho. Me acomoda contra ella y sus labios rozan mi pelo. Ahora mismo el corazón me late tan de prisa que por un momento temo que ella vaya a notarlo. Me duermo pensando en lo bien que me siento y en cuánto me asusta eso. Humm. Adoro esta cama. Me giro e inconscientemente busco a Santana, pero no está. Suspiro. Creo que adorar esta cama me traerá problemas. Abro los ojos despacio y frunzo el ceño casi al momento al comprobar que todavía es de noche. Me incorporo adormilada y doy un interminable bostezo. No sé la hora exacta, pero la noche está aún completamente cerrada. Me bajo de la cama y, al poner los pies en el parqué, encantadísima, suspiro otra vez. Adorar este suelo a veinticinco perfectos grados creo que también me traerá problemas. Me dirijo a la puerta del salón y, nada más abrirla, Santana roba toda mi atención.
Está sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Juega con un vaso, con lo que imagino que es whisky y hielo, entre las manos. Le da un largo trago y pierde la mirada en el inmenso ventanal. No sé por qué, pero no parece la Santana López de siempre. Alza la mano y despacio se la lleva al costado a la vez que pronuncia algo, un susurro que no logro entender. Después se toca el brazo izquierdo en dos sitios, el hombro derecho y la cicatriz sobre la ceja. No es algo arbitrario. Sabe perfectamente dónde está dirigiendo sus dedos. Todos sus movimientos son muy lentos, incluso muy tristes. Con cada uno, vuelve a pronunciar algo que no puedo entender. El dolor se hace más patente en cada susurro, pero al mismo tiempo se llena de rabia y, sobre todo, de una cristalina soledad.
Le da un nuevo trago a su whisky y simplemente se queda ahí sentada. Quiero acercarme, comprobar si está bien o simplemente hacerle compañía, pero lo cierto es que no sé cómo reaccionaría. ¿Qué le habrá ocurrido? Cuando salió de la oficina, no parecía estar preocupada por nada. Durante un par de minutos sigo debatiéndome sobre si acercarme o no. Finalmente niego con la cabeza y giro sigilosa sobre mis talones. No quiero que piense que, porque esté aquí, ha perdido por completo la intimidad de su casa, incluyendo la de su salón a las tantas de la madrugada. Además, Santana López no necesita a nadie. Me duermo sin que haya regresado a la cama. Me despierto de nuevo sola en la inmensa cama. Ya es de día. Ruedo por el colchón hasta hundir mi cabeza en la almohada y bostezo. Humm... es la almohada de Santana y huele exactamente como Santana. Soy patética, pero no me importa.
En mitad de mi éxtasis olfativo, pienso en ella y en lo que vi de madrugada en el salón. Quizá debería preguntarle con naturalidad. Tal vez le venga bien hablar de ello. Puede que Santana López sí necesite a alguien.
—Pecosa, qué tierno —comenta socarróna y odiosa desde la puerta—. De todas las estupideces que te he visto hacer, que huelas mi almohada me parece la más adorable. Automáticamente levanto la cabeza y me bajo de la cama de un salto. La fulmino con la mirada y ella sonríe encantadísima con la situación. La cabronaza no podía estar más guapa con ese traje azul oscuro y la camisa blanca. Mick Jagger iba empezar a cantar, pero mi mirada le ha frenado en seco. Me meto en el baño y cierro de un portazo. Quizá Santna López sea gilipollas, y soy plenamente consciente de que puedo ahorrarme el «quizá». Me doy una ducha rápida y me pongo mis vaqueros favoritos. Están algo viejos, pero me encanta cómo me quedan. Una parte de mí me odia por no haber elegido cualquiera de los vestidos que he traído, pero, después de cómo me sentí durmiendo ayer con ella, los vestidos se quedan bajo llave hasta nueva orden. Mientras me peino, me pregunto si habrá algún tipo de maquillaje para tapar las pecas, pero tras un microsegundo tuerzo el gesto. —Qué estupidez —me riño en voz alta frente al espejo. Mis pecas no van a moverse de ahí. —Buenos días —la saludo caminando hasta la isla de la cocina. Trato de no mirarla demasiado. Estoy enfadada y no pienso darme la oportunidad de recrearme con lo bien que le queda la ropa o ese pelo a lo de actriz de Hollywood.
—Buenos días —responde dándole un trago a su taza de café—. Vaqueros, interesante —afirma socarrona.
—Soy una chica con recursos —me defiendo. Y, sin quererlo, en mi voz ya no hay rastro alguno de mal humor. No puedo evitar que en el fondo esa bastarda me parezca divertida. —¿Sabes? Ésa es una de las pocas cosas que siempre he tenido claro de ti, Pecosa. Sonríe y yo también lo hago.
—Hoy tendré que pasar la mañana en la universidad —le anuncio. —Muy bien, diviértete y haz muchos amiguitos. Le hago un mohín que provoca que su sonrisa se ensanche mientras se dirige a su estudio al fondo del pasillo. Verle alejarse me da la oportunidad de contemplar una vez más su manera de andar tan sexy. Suspiro discreta a la vez que mi sonrisa también se ensancha. Al margen de todo, es una visión muy agradable por las mañanas. Los profesores de cada asignatura me hacen un enorme favor, supongo que obligados por el rector Nolan, y me reciben a primera hora. Me explican el programa y la mejor bibliografía para ponerme al día. Así que me paso el resto de la mañana en la biblioteca de la universidad, rodeada de libros y aprendiendo conceptos como gestión macroeconómica del flujo de inversiones.
Exactamente tan divertido como suena. Mi iPhone vibra sobre la mesa de madera. Miro la pantalla. Es un WhatsApp de Lola. ¿Comemos juntas? Sonrío. Me apetece muchísimo. Claro. Estoy en la universidad. ¿Puedes recogerme? Mi sonrisa se ensancha porque sé que la respuesta de mi amiga no va a tardar en llegar. Mi móvil suena. ¡¿En la universidad?! Me doy suaves golpecitos con mi teléfono en la barbilla mientras me debato sobre si hacerle un resumen o dejarla con la intriga. Recógeme en media hora y te cuento. Guardo mis cosas en el bolso y salgo de la biblioteca. Con lo cotilla que es mi queridísima amiga, seguro que ahora debe de estar desafiando el despiadado tráfico de Manhattan con su Vespa PX clásica azul eléctrico. Estoy sentada en los escalones del edificio principal cuando veo llegar a Lola. Ha tenido que batir algún tipo de récord.
—Hola —la saludo acercándome a ella. —Cuéntame ahora mismo qué estás haciendo aquí —me dice quitándose las gafas de sol y tendiéndome un casco con la virgen de Guadalupe pintada en la parte trasera.
—Mejor mientras comemos —respondo poniéndomelo— y hasta invito yo. Me monto en la Vespa ante la sorprendida mirada de Lola. Ella farfulla un «no me lo puedo creer» y finalmente arranca, incorporándose inmediatamente al tráfico. Vamos a un pequeño restaurante en NoLita llamado Sabor. Solemos ir mucho. La comida es estupenda. Además, Lola está enamoradísima de Nerón, el camarero.
—Bueno, ¿vas a contarme de una vez cómo es eso de que has vuelto a la universidad? —Hace una pequeña pausa mientras coloca su casco de lunares rojos en la silla de al lado—. Mejor primero cuéntame qué tal en casa de Santana. Siempre hemos sido chicas muy ordenadas y con los cotilleos no íbamos a ser menos.
—La verdad es que aún sigo allí —comento restándole importancia.
—¿Qué? —Alza la voz y la mayoría de los clientes del local reparan en nosotras —. ¿Estáis liadas? —pregunta en el mismo tono de voz, ignorando por completo la atención que ahora recibimos.
—No, claro que no —me defiendo. Me callo el hecho de que me lo haya imaginado alguna que otra vez.
—¿Entonces? —inquiere más relajada. Buena pregunta. Lo cierto es que ni siquiera yo tengo claro del todo cómo he acabado viviendo allí.
—Santana me llevó a su apartamento al salir del hospital porque pensó que el mío no era adecuado. Ya sabes, las ventanas que no casan, la caldera estropeándose cada dos por tres... Lola asiente. Ella misma me ha dicho en infinidad de ocasiones que debo buscarme un sitio mejor. —Y, como ya te conté, tuve que confesarle que tenía otro trabajo y lo de mis deudas.
—No son tuyas —replica enfadadísima—. Lo hiciste por tu abuelo, no por irte de vacaciones de primavera a los Cabos. Nunca ha llevado bien este tema. Según ella, deberíamos haber atracado el banco, no pedir un préstamo.
—El caso es que se marchó del apartamento cuando se lo expliqué y, al regresar, traía los papeles para Columbia y había pagado mis créditos. Las últimas frases prácticamente las susurro. No sé cómo le sentará a Lola, más aun sabiendo que Santana no es precisamente santa de su devoción.
—Creo que no lo he entendido —comenta fingidamente confusa—. Santana, Santana López, la tía más odiosa de todo Manhattan, se ha hecho cargo de tus deudas y va a pagarte la universidad, además de llevarte a vivir con ella a su ático de Park Avenue.
—Sí —contesto en un golpe de voz.
—¿Y no os habéis acostado? —No —¿Ni siquiera una mamada? —Lola, por Dios. Tengo que fruncirle los labios porque estoy peligrosamente cerca de sonreír recordando la última vez que escuché esa palabra.
—A mí puedes contármelo. —Lola, no me he acostado con ella. Ella me mira intentando comprender cómo es posible que la Santana que ella conoce haya sido capaz de hacer algo así. Ni siquiera la llegada de Nerón, que normalmente provocaría un inmediato aleteo de pestañas por su parte, la saca de su ensimismamiento. Pedimos dos ensaladas y dos sodas con limón y el camarero se retira.
—Pues no lo entiendo —dice al fin.
—La verdad es que te mentiría si te dijera que yo lo entiendo del todo —le confieso jugando nerviosa con el servilletero—, pero es una gran oportunidad y la mayor parte del tiempo Santana no es tan odiosa.
—Britt, por Dios, no te enamores de ella —me avisa alarmada. —No voy a enamorarme de ella. Ni siquiera me gusta. Admito que no sueno muy convencida.
—Sí, ya —me contesta mi amiga perspicaz—. Creo que ese barco zarpó hace mucho. Pero te entiendo. Yo misma tendría una noche loca de sexo pervertido con ella o quizá dos —añade muy sería, lo que me hace sonreír—. Está como un tren y tiene pinta de ser una auténtica diosa en la cama, pero Santana es para eso, no es para plantearse nada serio con ella, ¿entendido? Asiento. No tengo nada que añadir. Tiene toda la razón. Nerón nos trae nuestra comanda y, tras nuestros «gracias», se retira. Sorprendentemente, Lola sigue sin hacerle el más mínimo caso.
—Oye, ¿te has dado cuenta de que ése era Nerón? —pregunto.
—Sí, pero, chica, me tienes conmocionada —responde compungida— y por tu culpa ahora no paro de imaginarme a Santana López desnuda. Su comentario me toma por sorpresa y ambas estallamos en risas.
—¿De verdad que no te has acostado con ella? —vuelve a inquirir cuando nuestras carcajadas se calman.
—De verdad —contesto exasperada. Terminamos de comer y vamos a la oficina. Santana se ha marchado a una reunión, pero me ha dejado una lista casi interminable de trabajo. Afortunadamente le estoy cogiendo el ritmo a esta oficina y con la ayuda de Kurt consigo terminarlo a tiempo. Aún en el ascensor, oigo sonar el teléfono fijo del ático. En cuanto las puertas se abren, salgo disparada hacia la pequeña mesita junto al sofá.
—¿Diga? —contesto jadeante por la carrera—. ¿Diga? —repito con voz cansada. Comienza a ser un fastidio que nunca respondan. Repito un último «¿diga?» y finalmente cuelgo el teléfono encogiéndome de hombros. Imagino que ya se cansarán de llamar. Miro a mi alrededor y no voy a negar que me siento un poco decepcionada al comprobar que no hay nadie. Santana estará aún en la reunión o de juerga. De todas formas, y recordando mi conversación con Lola, creo que esto es lo mejor que podría pasarme. Si Santana estuviese aquí cada noche, si fuésemos y volviésemos juntos del trabajo y cenáramos también juntos, se parecería demasiado a vivir en pareja y hasta yo sé que ésa es la peor idea del mundo.
Me hago algo rápido de cenar, me pongo el pijama y me tomo las pastillas. Preparo mi cama en el sofá y me acuesto. A oscuras, con el precioso salón sólo iluminado por las luces de la ciudad, mirando el Empire State romper el cielo de Manhattan, no puedo dejar de pensar en que espero que me lleve de nuevo a su cama. Sacudo la cabeza y cierro los ojos obligándome a dormir. Últimamente sólo tengo malas ideas. Los rayos de luz atraviesan el ventanal. Me molestan. Quiero seguir durmiendo. Me giro pero me topo con la espalda del sofá. Suspiro. Protesto. No estoy en la cama más cómoda del mundo. Me obligo a abrir los ojos y miro a mi alrededor desorientada. Estoy en el sofá. Me destapo y me levanto. Vuelvo a mirar a mi alrededor. Quizá no ha venido a dormir. La puerta de su dormitorio está cerrada. Sí ha venido. Adormilada y muy despacio, comienzo a caminar hacia la isla de la cocina. Supongo que se habrá cansado de sólo dormir conmigo. Es lógico. No podía pretender que me llevara en brazos cada noche y me tumbara junto a ella. «Sí, pretendías exactamente eso.»
Me pongo los ojos en blanco a mí misma absolutamente exasperada y comienzo a preparar café. Este día va a ser un asco, lo presiento. La puerta de la habitación se abre lentamente y, antes de que pueda entender con claridad qué está pasando, una chica de piernas kilométricas sale del dormitorio de Santana.
CAPITULO 7
Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Tiene una melena negra interminable, mucho más larga en proporción que su vestido de diseño.
—Buenos días —me saluda amable mientras se sienta en un taburete de la isla de la cocina. —Buenos días —tartamudeo conmocionada—. ¿Café? —pregunto en un susurro y ni siquiera sé por qué lo hago. Ella asiente y yo vuelvo a concentrarme en la cafetera. Así que por eso yo he dormido está noche en el sofá, porque la señorita López tenía planes. Un momento. ¿Estoy enfadada? Porque me niego en rotundo a estarlo. Aquí cada uno puede meter en su cama a quien quiera, bueno, yo... en el sofá. La puerta vuelve a abrirse y esta vez es Santana, sólo con el pantalón del pijama, y y sostén. quien hace su triunfal entrada en el salón. Yo también estoy encantada de conocerte. Y espero que también adivines mi nombre, oh yeah; hoy Mick Jagger canta con más fuerza que nunca.
—¿Qué coño haces todavía aquí? —pregunta reparando en la chica. Ella la mira absolutamente obnubilada. Ya somos dos.
—Largo —sentencia indiferente camino del frigorífico sin volver a mirarla. La chica se levanta del taburete toda ella elegancia y peep toes caros y se dirige hacia la puerta. —¿Me llamarás? Ella no sólo no le contesta, ¡sino que ni siquiera la mira! Yo, observadora accidental de toda la escena, estoy absolutamente alucinada. La chica sonríe y al final se marcha. No sé qué esperaba de ella, pero creo que cualquier cosa le hubiera valido. Además, tengo la sensación de que, si Santana chasqueara los dedos, ella volvería al instante. ¡Dios mío! ¿Así de buena es en la cama? «Probablemente sea todavía mejor.» Esta especie de húmeda revelación me hace que la contemple embobada unos segundos más. Afortunadamente, consigo recuperar la compostura antes de que se dé cuenta de cómo lo miraba.
—Pecosa, cuando termines de pelearte con la cafetera, me gustaría una taza —comenta dándole un mordisco a una manzana verde. Regresa a la habitación y yo no puedo dejar de pensar que acabo de vivir en riguroso directo el motivo por el que Lola sabiamente dijo que Santana sólo era para noches locas de sexo pervertido. «Sí, pero qué noches.» Si mi voz de la conciencia tuviera piernas, a estas alturas ya no llevaría bragas.
Mientras me termino el desayuno, Santana sale de la habitación perfectamente vestida con un traje gris marengo y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Está tan condenadamente atractiva que decido que lo mejor es meterme en la ducha de inmediato o, lo que es lo mismo, huir de ella. Bajo el chorro de agua caliente, me repito que no estoy furiosa y tengo que repetírmelo una docena de veces más, lo cual no es una buena señal. Envuelta en una toalla, salgo de nuevo a la habitación y busco en mi maleta qué ponerme. En ese preciso instante, soy una chica afortunada, Santana entra desde el salón.
—Pecosa, la palabra clave es vestidor —comenta pasando a mi lado y entrando justamente en esa estancia.
—La palabra clave es imbécil —respondo tirando del primer vestido que veo y levantándome para regresar al baño lo más rápido posible.
—¿A qué demonios ha venido eso? —la oigo farfullar justo antes de cerrar la puerta. Y eso mismo digo yo, ¿a qué demonios ha venido eso?
—No estás enfadada —me repito frente al espejo dedo índice amenazador en alto. «Por supuesto que no.» Me pongo el vestido y, cuando me veo con él en el espejo, me llevo la mano a la frente. Tiene pequeñas flores estampadas y me llega por encima de las rodillas. No es especialmente provocativo y, de hecho, es sencillo y muy bonito, pero no es en absoluto el tipo de ropa que se pondría una ejecutiva profesional y sofisticada. Bueno, ya no hay nada que hacer. No pienso salir ahí fuera a medio vestir para coger más ropa y darle la oportunidad de que vuelva a reírse de mí.
Además, como decía aquel crítico de moda de la tele por cable, lo importante es la elegancia que una le imprime a la prenda, no la prenda en sí. Me termino de arreglar y salgo al salón. Me esfuerzo en ignorar a Santana a pesar de que su presencia me llama como si fuera un imán. Busco mi bolso y rápidamente me pongo el abrigo.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —me pregunta desde el otro lado de la isla de la cocina.
—Tengo muchas cosas que hacer en la oficina y necesito terminar pronto porque me gustaría pasarme por la universidad a recoger unos libros. Santana asiente.
—Nos vemos en la oficina entonces —se despide perspicaz.
—Claro, eres mi jefa. No tengo ni la más remota idea de por qué he dicho eso. Creo que algo dentro de mí necesitaba decir esas palabras en voz alta. Soy la primera en llegar a la oficina. No están ni Eve ni las chicas. Obviamente mentí cuando dije que tenía cosas pendientes aquí y ahora, después de haber revisado lo poco que Santana tenía apuntado en su iPad, no me queda más que ordenar su mesa. Marley es la primera en llegar. Dispuesta a ocupar mi tiempo en algo que no sea seguir visualizando la imagen de esa chica saliendo de la habitación de Santana, me voy con ella a su mesa y la ayudo a preparar la jornada de hoy. Estoy tan concentrada en la tablet, sentada en el escritorio de Marley, que no le oigo llegar.
—Pecosa —me llama pasando junto a mí camino de su despacho—, a trabajar. Me bajo de un salto y, mientras lo sigo, le dedico mi mohín más infantil, aunque obviamente ella no puede verme. Lo hago porque es una gilipollas, no tiene nada que ver con lo que ha pasado esta mañana. A las primeras de cambio me marcharé a la universidad y, con un poco de suerte, cuando vaya al ático, ella no estará.
Puede que incluso no la vea hasta mañana por la mañana, quizá saliendo de su habitación detrás de otra chica. Vale, eso no me ha gustado nada. Sacudo la cabeza. No estoy celosa. No estoy celosa, ¡maldita sea! Cierro la puerta tras de mí y me quedo de pie frente a su mesa esperando a que tome asiento.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto evitando mirarlo por todos los medios. Santana centra su mirada en la pantalla del ordenador y sus ojos parecen casi marrones. ¡Esto es tan injusto! ¿Por qué tiene que estar hoy más guapa que ningún otro día? Comienza a darse rítmicos toquecitos con el índice y el anular en los labios y eso provoca que sólo pueda mirar su sensual boca. Mándame al archivo. Mándame al archivo.
—Los estudios de mercado de Holland Avenue —habla al fin—, eso tiene prioridad. Llama a Dillon Colby y dile que quiero toda la documentación de McCallister aquí antes de las once. Que la envíe por mensajero. Asiento y me voy al sofá. Comienzo a trabajar pero no soy capaz de concentrarme, todas mis neuronas están focalizadas en tratar de obviar la incómoda sensación de sentirme furiosa, celosa y, lo que es aún peor, frustrada por sentirme precisamente así. Con la excusa de llamar a Dillon Colby, salgo de la oficina. Necesito estar lejos de ella cinco minutos porque tengo la sensación de que ese despacho tipo campo de fútbol ahora mismo sólo mide dos metros cuadrados. Por suerte, cuando me veo obligada a regresar, Santana no está. Voy hasta el sofá y me siento a terminar los estudios de mercado. Guardo el último y aún no ha vuelto. Mando los documentos a la impresora y me levanto a esperarlos junto a la silla de Santana. Después, sólo tendré que meterlos en una carpeta, dejarlos sobre su escritorio de diseño y podré marcharme.
Sin embargo, el universo parece adorarme. La puerta se abre y mi atractiva jefa entra en la estancia. Automáticamente el corazón vuelve a latirme desbocado. ¿Qué me pasa hoy? ¡Es exasperante!
—Pecosa, los archivos de Foster.
—Los tienes en tu ordenador —respondo sin ni siquiera mirarlo.
—Ayuda a Marley con la reunión de mañana.
—Ya está organizada. De hecho, lo está desde esta mañana cuando salí prácticamente huyendo de tu casa.
—¿Has hablado con Colby?
—El mensajero llegará en quince minutos y los estudios de mercado de Holland Avenue están terminando de imprimirse. No lo he mirado ni una sola vez y eso ha hecho que la situación se haya vuelto aún más incómoda. Ella rodea la mesa y camina despacio hacia mí. De reojo puedo ver cómo sus ojos hoy más negros que color caramelo me estudian perspicaces. Es demasiado lista. Yo, por mi parte, soy plenamente consciente de que debería huir otra vez antes de que esté más cerca y ya no pueda pensar.
Suplico mentalmente para que la impresora termine y cojo al vuelo el último documento.
—Tengo que irme a esperar al mensajero. No quiero que esos dosieres se traspapelen —le informo mientras a toda velocidad cuadro los documentos, abro una carpeta, los meto dentro y la dejo sobre su mesa. Echo a andar nerviosa, pero, cuando sólo me he distanciado unos pasos de ella, Santana me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Pecosa, ¿qué pasa? —pregunta clavando sus espectaculares ojos en los míos.
—Nada —me apresuro a responder.
—¿Estás enfadada? —Claro que no. Sonrío inquieta y acelerada y aparto mi mirada de la suya. Tengo que marcharme, ¡ya!
—¿Por qué estás enfadada? Genial, ni siquiera soy capaz de mentirle con convencimiento.
—¿Es porque llevé a una chica a casa?
—Santana, tú y yo no estamos juntos. Puedes llevar a tu casa —hago especial énfasis en el tu— a quién quieras. Por lo menos he sonado más convencida que antes.
—¿Entonces? Se toma un segundo para pensar y de pronto parece tenerlo todo muy claro.
—¿Es porque no te llevé a mi cama? La pregunta la hace con una insolente sonrisa en los labios que hace que me entren ganas de estamparle algo metálico en la cara. Tuerzo el gesto. Maldita sea, tiene razón. Odio que tenga razón. No se la merece.
—Puede ser —confieso al fin exasperada—. A lo mejor a mí también me gusta sólo dormir contigo. Su maldita sonrisa se ensancha.
—Y, si te gusta dormir conmigo, ¿por qué te acuestas cada noche en el sofá? Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué le contesto a eso? ¿Que me gusta que me lleve en brazos, que me saque de mi cama en mitad de la noche para llevarme a la suya? ¿Que me gusta porque así me demuestra cuánto le gusta a ella?
—Eso ya da igual —contesto malhumorada—. Voy a seguir durmiendo en el sofá, porque está claro que tú ya tienes quien te caliente la cama.
—Por supuesto que tengo quien me la caliente —responde sin dudar. Es ella el colmo. Le dedico mi peor mirada y me vuelvo dispuesta a marcharme, pero Santana me mantiene agarrada por la muñeca y me obliga a girarme otra vez. Sus ojos vuelven a atrapar los míos y despacio se inclina sobre mí.
—Pero la única a quien me gusta ver dormir a mi lado es a ti —sentencia. En ese instante todo mi enfado se evapora. Santana desliza su mano perezosa por la mía y despacio la lleva hasta mi cintura. Sus profundos ojos me tienen atrapada en todos los sentidos.
—Contéstame a una cosa —susurra con la voz más sensual que he oído en toda mi vida—. ¿Este vestido —continúa tirando suavemente de él— te lo has puesto porque estabas enfadada conmigo o porque no?
—Santana... —me quejo en un susurro con la respiración hecha un caos. Su sexy e impertinente sonrisa sigue ahí. Estoy perdida.
—Esta noche te quiero en mi cama —me ordena salvaje, sensual, indomable. La boca se me hace agua. —Para dormir —me aclara sin dejar de sonreír, sin levantar sus ojos de mí—. Ahora me voy a una reunión. Sale del despacho como si nada, como si cada día dejara a decenas de chicas embobadas con las piernas temblorosas a su paso. Yo respiro hondo e intento recuperar la compostura. He pasado de repetirme que no estaba enfadada a confesárselo precisamente a ella.
Desde luego está siendo un gran día. «Y aún no ha terminado.» Genial. Después de comer con Lola, me marcho a la universidad. Cuando salgo de la biblioteca, ya se ha hecho de noche. En metro llego hasta el ático y no me sorprende ver que, una vez más, estoy sola. Me pongo la tele de fondo mientras me preparo algo de cenar. Estoy cansada, pero decido estudiar un poco sentada en uno de los taburetes de la cocina. Prefiero no darle muchas vueltas a por qué estoy optando por cualquier otra cosa antes que irme a dormir. Al mirar el reloj y comprobar que son casi las doce, comprendo que, lo quiera o no, tengo que irme a la cama. Cama, interesante palabra, sobre todo hoy. Me tomo las pastillas, me voy a la habitación y me pongo el pijama. Es curioso cómo, mientras lo hacía, he obviado mirar la cama. Me siento nerviosa e intimidada por un mueble. Eso no puede ser buena señal bajo ninguna circunstancia. Quizá me sentiría más cómoda si interactuara un poco con el entorno.
Básicamente, cotillear su habitación sin ningún remordimiento. Primero el vestidor, la zona más alejada de la cama. Sólo con dar un paso en su interior, me doy cuenta de la nefasta idea que ha sido. Su olor me envuelve y, estar rodeada de toda esa ropa a medida que le sienta como un guante, claramente no ayuda. Contemplo las decenas de camisas blancas, todas perfectamente colgadas y ordenadas. Me permito el lujo de pasar la mano por una de ellas y por un momento tengo la sensación de que la estoy tocando a ella. Mala idea. «Muy mala idea.» Al otro lado están todos sus trajes de corte italiano a medida, con un abanico de colores pequeño pero espectacular: negro, carbón, gris marengo, gris claro y azul oscuro. Sofisticados, elegantes, exactamente como es ella. Salgo y de pasada miro la cama, como si estuviera ante un enemigo temible. Camino hasta la cómoda y acaricio la madera. Sin querer, sonrío al recordar cómo dejó su reloj aquí hace unas noches. Compruebo que, lo que me pareció una servilleta, efectivamente lo es. La cojo con cuidado, la giro y resoplo a la vez que pongo los ojos en blanco cuando veo un número de teléfono escrito en ella junto al nombre de Candy y un pequeño corazón. Por el amor de Dios, ¿hay alguna chica que no caiga rendida directamente a sus pies? Me separo de la cómoda huyendo de la servilleta y me acerco a la estantería.
Sonrío como una idiota al ver sus coches de colección. De los cuatro que hay, sólo reconozco uno negro, un Alfa Romeo Giulia Spider de 1963. No es que sea una experta en coches, pero es el mismo del anuncio del perfume The One de Dolce & Gabbana, lo reconocería en cualquier parte. Sigo curioseando la estantería y sonrío de nuevo mientras cojo una foto de Santana junto a Quinn y Kurt. Se les ve muy diferentes, aunque los tres están tan guapos como ahora. Debe de ser de la época de la universidad.
Es obvio que son muy amigos. La complicidad que existe entre ellos salta la vista sólo con verlos durante un par de segundos. Sin dejar de sonreír, dejo la foto en el estante. Mis dedos aún se están retirando de ella cuando caigo en la cuenta de que es la única foto que hay en toda la casa. Miro a mi alrededor y constato que no hay ninguna otra sobre ningún otro mueble; tampoco en el salón o, no sé, en la puerta de la nevera. Entiendo que no haya fotos suyas, pero ¿cómo es posible que no tenga ni una sola de su familia? Me encojo de hombros restándole importancia, aunque la idea me sigue rondando la mente. Tengo que preguntárselo. Giro sobre mis talones a la vez que resoplo. Ya es hora de que haga lo que tengo que hacer. Sin pensarlo más, me coloco frente a la cama. Soy adulta y está empezando a ser ridículo la cantidad de veces que tengo que recordármelo últimamente.
Con paso firme, voy hasta el interruptor, apago la luz de un manotazo, destapo la cama y me meto en ella. Sólo es una cama, aunque sea la suya. ¿Qué es lo que me está pasando? ¿Acaso me gusta Santana? Resoplo de nuevo y me llevo la almohada a la cara. Claro que te gusta, idiota. La pregunta es... ¿cuánto? Llevo todo el día negándome a admitir que estaba enfadada y pensando que en el fondo sólo estaba molesta porque no había dormido con ella y no porque otra lo hubiese hecho en mi lugar, así que supongo que la respuesta es mucho. Santana López me gusta mucho. Joder, joder, joder. Ésta es la única vez que voy a permitirme admitirlo, porque se acabó. Me obligo a dejar de pensar. Afortunadamente, los analgésicos empiezan a hacer efecto y caigo dormida. Me despierta el peso de su cuerpo entrando en la cama. A pesar de estar adormilada, sonrío como una idiota. Santana rodea otra vez mi cintura con sus brazos y me atrae hacia ella. Suspira con fuerza cuando su pecho se estrecha contra mi espalda y yo me derrito por dentro.
Sé que me estoy metiendo en un lío terrible, pero ahora mismo no me importa absolutamente nada. Noto nuestras piernas entrelazadas y su brazo posesivo y pesado sobre mi cadera. Sonrío de nuevo y me giro aún con los ojos cerrados. Mi cuerpo se desliza bajo sus brazos y mis piernas entre las suyas, así que no pierdo ni un ápice de su contacto. Es la primera vez que me despierto antes que ella y quiero disfrutarla. Abro los ojos despacio y automáticamente mi sonrisa se ensancha cuando veo su hermoso rostro frente a mí, bañado por los primeros rayos de luz que filtra el inmenso ventanal, con el pelo negro cayéndole suave y alborotado sobre la frente. Le acaricio la nariz con la punta de los dedos y la arruga suspirando. Me llevo esos mismos dedos a los labios, acallando una sonrisa sin poder dejar de observarlo. Entonces me paro a contemplar la pequeña cicatriz que tiene sobre la ceja derecha y me pregunto de qué será. Lentamente alzo la mano.
—No hagas eso —murmura sin abrir los ojos justo antes de que la toque. Su voz me asusta, pensé que estaba dormida, e inmediatamente retiro la mano.
—Lo siento —musito.
—No te disculpes pero no lo hagas. Santana abre los ojos, se levanta de un golpe y se mete en el baño. Apenas unos segundos después, oigo el grifo de la ducha. Yo me dejo caer sobre las almohadas y resoplo hasta que me quedo sin aire. Si fuera estricta con las normas que me autoimpuse, debería correr la media maratón de Nueva York. Ayer discutimos, he fantaseado con ella una docena de veces y la he contemplado más que admirada hace sólo uno momento. Pero sé que ni siquiera llegaré a ponerme el chándal. Soy una perezosa superficial obsesionada con un cuerpo para el pecado. «Y eso que todavía no le has visto el objeto de pecado en sí.» Me levanto como un resorte con los ojos como platos. Me niego siquiera a planteármelo. Además, seguro que, para mi desgracia, hace el amor exquisitamente. Voy a la cocina y preparo café. Santana sale poco después perfectamente vestida con uno de sus espectaculares trajes de corte italiano, esta vez negro, y su correspondiente camisa blanca. La palabra del día, espectacular.
—Hoy tengo un día complicado —comenta llenándose la taza de café—. Después de la universidad te quiero en el despacho. A las once en punto —sentencia exigente.
—Vaya —replico con una sonrisa de lo más impertinente, llenándome también una—, cualquiera diría que me necesitas para sacar adelante tu día tan complicado.
—No es que seas el colmo de la eficiencia, pero me sirves para una o dos cosas.
—Me lo tomaré como un halago. Santana me dedica su media sonrisa sexy y presuntuosa y regresa a la habitación. Yo le doy un sorbo a mi café. Qué sugerente es esa maldita sonrisa. Tras su «diviértete en el cole», lo observo llevarse la taza a sus perfectos labios con una mano mientras con la otra levanta ligeramente el Times del mármol de la isla de la cocina para leerlo más cómodamente. En el camino en metro hasta el campus, me riño cada vez que me sorprendo pensando en ella y me concentro en todo lo que tengo que hacer hoy, empezando por estudiar, y mucho, en la biblioteca para ponerme al día lo más rápido posible. Entre libros de economía, el tiempo se me pasa volando y, para cuando miro el reloj, son las diez y media. Regreso a la oficina y puntual saludo a Eve. Camino del despacho de Santana, me encuentro a Marley.
Tiene aspecto de haberse chocado con un tren de mercancías y, o mucho me equivoco, o sé perfectamente el nombre y apellido de ese tren. —¿Todo bien, Marley? —pregunto al llegar hasta ella. Da un largo suspiro. —La mañana está siendo horrible. El acuerdo de inversiones con McCallister no ha salido bien y la señorita Santana está de un humor de perros. los señores Fabray y Hummel y ella han discutido esta mañana. ¿Han discutido? Esto no tiene buena pinta.
—¿Por qué no te vas a tomar un café? —le propongo. Parece exhausta—. Yo me ocuparé de lo que la señorita Lopéz necesite.
—¡Marley! —brama el rey de Roma desde su despacho. Ella vuelve a suspirar, pero yo le guiño un ojo y la empujo en dirección al vestíbulo. De verdad necesita un descanso.
—¡Marley! ¡Mueve tu maldito culo hasta aquí! Sí, definitivamente está de un buenísimo humor. Ahora la que suspira soy yo. Me armo de paciencia, voy hasta su despacho y abro la puerta. Un imperceptible gesto en su rostro me hace pensar que se alegra de verme, pero en seguida desaparece bajo su malhumorada expresión.
—¿Y Marley? —pregunta apremiante.
—Le he dicho que se fuera a tomar un café. —¿Y quién eres tú para decirle a mi secretaria que se marche a por un café? —inquiere ahora molesta además de exigente.
—La que la va a sustituir ese rato. Espero algún comentario por su parte, pero simplemente vuelve a prestar toda su atención a la pantalla de su Mac. Se nota a kilómetros que tiene un enfado monumental.
—Ya me ha dicho Marley que las cosas con McCallister no han ido bien —comento. Quizá le venga bien hablar de ello.
—Me encanta que tengáis tiempo para contaros secretitos en horas de trabajo —gruñe sin ni siquiera levantar la vista del ordenador.
—¿Qué ha pasado? —continúo esforzándome en ignorar todo su sarcasmo.
—¿Qué quieres que te diga, Pecosa? —replica sin mirarme todavía —. A veces las cosas no salen como nos gustaría. Ponte a trabajar. —Juraría que las tres últimas palabras las ha ladrado. Soy consciente de que debería estar enfadada o por lo menos molesta por cómo me ha hablado, pero tengo la sensación de que, en cierta manera, me necesita.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto. —Revisa todo lo de McCallister otra vez, punto por punto. Rehaz cada puta cuenta de Dillon Colby y comprueba que el asunto Foster esté bien cerrado. No pienso permitir un solo fallo más. Asiento y me voy a mi singular escritorio. Mientras espero a que mi MacBook se encienda, me pregunto qué habrá salido mal con Brenan McCallister, parecía prácticamente hecho. Necesito unos documentos que no tienen copia digital y salgo en busca de ellos al archivo. Santana está de un humor de perros y los gritos que se ha llevado quien quiera que lo haya llamado por teléfono hace unos minutos dan buena prueba de ello. Si me dijeran que le hizo llorar, lo creería sin reservas. Decido tomarme un minuto y pasar a ver a Lola.
—Hola, chicas —saludo entrando en la oficina al otro lado del pasillo.
—Britt, te veo muy bien —me devuelve el saludo una perspicaz Lola.
—Cállate —la reprendo divertida.
—Santana está hoy de muy buen humor, ¿no? —me pregunta Tina socarrona.
—La verdad es que estoy algo preocupada —les confieso sentándome en la mesa de Lola—. Marley me ha dicho que Quinn, Kurt y Santana se han peleado esta mañana.
—No le des ninguna importancia —replica Tina con total seguridad
—. ¿Alguna vez has visto jugar a rugby? ¿A hostias durante el partido y después yéndose a tomar cerveza todos juntos con barro hasta las orejas? Asiento.
—Pues estos tres son exactamente igual. Se gritan, se llaman de todo, se pegan... Abro los ojos como platos ante las últimas palabras de Tina mientras ella y Lola asienten con una sonrisa.
—Sí —añade Lola mordiendo su bolígrafo—, hay quien diría que hay demasiados gallos en ese gallinero. Ahora somos las tres las que sonreímos y asentimos. Tiene razón. Son tres que se creen machos alfa perfectamente compenetrados. El National Geographic sacaría un buen documental de ellos.
—El caso es que, antes de que acabe el día —continúa Tina—, estarán emborrachándose con la misma botella de Glenlivet.
—Y si no hay Glenlivet, entonces se pelearán con el camarero. Eso también une mucho —añade Lola y las tres nos echamos a reír otra vez.
—¡Pecosa! —Es la voz de Santana bramando desde la recepción de Fabray, Hummel y Lopéz
—. ¿Dónde está Pecosa? Pongo los ojos en blanco y me bajo de un salto de la mesa de Lola. —Rápido, guiña dos veces los ojos si te tiene secuestrada —me ofrece mi amiga socarrona. No puedo evitar sonreír.
—¿Comemos juntas? —propongo volviéndome sobre mis talones una vez más.
—Claro —me responden las dos casi al unísono. —Llamaré a Rachel —añade Lola.
—¿Puedes explicarme qué coño haces aquí? La voz de Santana resuena intimidante a mi espalda, con ese tono tan suave pero a la vez tan amenazador. Me giro despacio y por un momento me pierdo en su postura, con las manos en la cintura haciendo que la chaqueta se abra y su camisa se tense ligeramente. Pura dominación y exigencia. No podría ser más atractiva.
—Sólo me he escapado un momento para quedar para comer con las chicas —me explico.
—Relájese un poco, señorita Lopéz. Santana asesina a Lola con la mirada. —Porque no te callas y vas al baño a ponerte de hormonas hasta las cejas. Ambos se dedican sendas fingidas sonrisas y ella vuelve a clavar su mirada en mí. Si no fuera absolutamente imposible, diría que por su cabeza está pasando la idea de cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí a rastras.
—¿Brittany no debería estar de baja? —apunta perspicaz Tina desde su mesa —. Por la neumonía y eso.
—¿Y tú no deberías estar tratando de tirarte a Michael Seseña para parecerle una secretaria mínimamente competente?—responde Santana sarcástica, molesta y arisca. Una gran combinación.
—Eres odiosa —responde Tina. —Mira qué amiguitas sois. Si hasta os ponéis de acuerdo para idear los insultos —comenta sin suavizar un ápice su tono, dejando de mirarla a ella y centrando su vista en mí. Está más que furiosa
—. Muévete —me ordena y se marcha destilando rabia. Me pregunto si aún estoy a tiempo de guiñar dos veces los ojos. Les sonrío a las chicas, que la asesinan con la mirada hasta que desaparece en la oficina de enfrente, y me marcho tras ella.
—Tráeme todos los archivos de inversiones que Dillon Colby ha llevado para nosotros y no te entretengas. Hace especial énfasis en las últimas palabras y, en realidad, sobraban. Sólo me he escabullido dos minutos. Con la ayuda de Marley, localizo las diecisiete carpetas relacionadas con Dillon Colby y las diecisiete tarjetas de memoria correspondientes. De regreso, a unos pasos del despacho, me sorprende ver la puerta abierta. —Vete a la mierda, Quinn.
—Santana suena aún más furiosa que cuando me marché hace unos minutos.
—Sabes perfectamente que McCallister tiene razón —le reprende su socio. Me detengo junto a la puerta. No quiero interrumpirlos.
—¿Qué? —gruñe Santana —. Dillon Colby ha metido la pata hasta el fondo y no entiendo cómo no lo hemos puesto ya en la calle. Kurt y tú os estáis ablandando, joder. Oigo un sonido sordo contra la madera. Alguno de ellos ha tirado algo sobre el escritorio.
—Precisamente tú no hables de ablandarse —le espeta Quinn.
—¿De qué coño estás hablando? —replica Santana.
—¿De qué crees tú que estoy hablando? —Por Dios —se queja exasperada—, podemos hablar de cosas realmente importantes. El imbécil de Colby nos ha hecho perder dos millones de dólares y me las va a pagar. ¡Pecosa! —me llama. Espero unos segundos para que no sea muy obvio que estaba tras la puerta y entro.
—Buenos días —saludo a los chicos. —Buenos días —responden ambos. —¿Qué tal estás? —pregunta Quinn—. ¿Ya te has recuperado del todo? —Sí, estoy perfectamente —me apresuro a responder. —¿Segura? —inquiere Quinn—. Si necesitas estar más días descansando, no hay ningún problema.
—¿A qué viene eso? —se queja Santana aún más malhumorado, lo que provoca que Quinn y Kurt se giren hacia ella—. ¿No la has oído? Está perfectamente. Además, trabaja para mí, no para ti.
—Qué curioso —responde Quinn perspicaz—, yo creía que trabajaba para Dillon Colby. —Cuando esté lista —gruñe Santana —, y ahora os podéis largar de mi despacho. Os comportáis como si la puta mañana hubiera ido de cine. Los chicos me sonríen como despedida y se encaminan hacia la puerta.
—Me alegro de que estés aquí —me dice Quinn al pasar junto a mí—. Alguien tiene que controlar al ogro. Santana le dedica una sonrisa fingida y yo tengo que hacer auténticos malabarismos para contener la mía, sobre todo cuando Santana clava sus ojos negros en mí con sus labios convertidos en una fina línea. Mejor no provocarla. Dejo las carpetas sobre su mesa y me siento en el sofá. Deslizo los dedos por el ratón táctil y centro toda mi atención en la pantalla. Sin embargo, puedo notar cómo los ojos de Santana sigue posados sobre mí. No ha tocado las carpetas. Desde que los chicos se marcharon, su mirada no se ha movido. ¿Qué estará pensando? La mañana termina tan desastrosamente mal como empezó. Cada carpeta que Santana revisa de Dillon Colby le sirve para incrementar su enfado un grado más. Me asombra el autocontrol que está mostrando porque claramente lo que quiere es presentarse en el edificio Pisano y darle la paliza de su vida. Por si fuera poco, y siempre por una de esas dichosas carpetas, vuelve a discutir con Quinn. La última vez que Santana regresa del despacho de su amiga, se sirve malhumorada un vaso de whisky y se deja caer en su sillón de ejecutivo. Decido mandarle un mensaje a Lola diciéndole que no podré ir a comer. Está claro que ella no lo hará y, por algún motivo, algo dentro de mí no para de repetirme que me necesita aquí con ella, aunque ni siquiera me dirija la palabra.
Termino de revisar los últimos documentos y, mientras espero a que las tarjetas de memoria se carguen en el ordenador, me levanto y comienzo a despejar la mesa de Santana. Sé que odia verla desordenada y hoy supongo que más que ningún otro día. Ella me observa pasearme alrededor de su escritorio de cristal templado recogiendo carpetas y papeles.
—Creí que ibas a comer con las chicas —comenta. —Sí, pero he pensado que mejor me quedo —respondo restándole importancia. Espero que ella no se la dé. No dice nada. Deja el vaso sobre la mesa sin dejar de observarme y su mirada sólo necesita un segundo para acelerar mi respiración.
Cojo unas cuantas carpetas decidida a llevarlas a la estantería y poner algo de distancia entre nosotros, cuando Santana me coge de la mano y de un solo movimiento fluido me sienta en su regazo. Uno de sus brazos rodea mi cintura y me estrecha con fuerza, consiguiendo que mi espalda se acople a la perfección a su torso. Siento su aliento en mi pelo y mi estómago se llena al instante de mariposas.
—Gracias —susurra en mi oído. Suspiro bajito y asiento. Viniendo de cualquier otra persona no tendría la más mínima importancia, pero, siendo Santana, siendo justo hoy y siendo justo así, todo tiene un valor incalculable. Deja que su aliento impregne una vez más mi pelo y me levanta. De espaldas a ella, me muerdo el labio inferior para contener otro suspiro. Creo que ahora mismo lo único que me mantiene en pie es el deseo y la adrenalina fluyendo por mis venas.
—Será mejor que siga con las carpetas —susurro al borde del tartamudeo sin girarme para mirarla. La tarde avanza y seguimos en el más absoluto silencio. Algunas cosas parecen solucionarse y el humor de Santana mejora. Ha conseguido fijar una nueva reunión con McCallister y ha dejado bien claro que se encargará personalmente. A eso de las siete se levanta decidido y se pone la chaqueta.
—Pecosa —me llama; está de buen humor —, levántate. Te llevo a cenar. ¿Qué? Me ha pillado por sorpresa.
—No me mires así —se queja con su media sonrisa—. Sé comportarme cuando quiero. Sonrío y rápidamente despejo mi pequeño escritorio. Cojo mi bolso y el abrigo y salimos de la oficina.
—¿Adónde vas a llevarme? —pregunto camino del ascensor.
—Adónde voy a llevarte a cenar… —responde pensativo y a estas alturas la conozco lo suficiente como para saber que se avecina uno de sus mordaces comentarios —… a un restaurante — continúa fingidamente sorprendida por su propia respuesta.
—Eres idiota —protesto divertida. Ambos sonreímos. Es cierto que sabe comportarse cuando quiere. Salimos del ascensor, atravesamos el vestíbulo del edificio y, para mi sorpresa, el coche no nos espera fuera. Santana mira impaciente el reloj y mantiene la puerta abierta para que salga. Espero que este detalle no vuelva a ponerlo de mal humor. Afortunadamente, el coche llega en cuestión de segundos. Le hace un gesto al chófer para que no se baje y ambos damos unos pasos en dirección al jaguar, pero de repente Santana se queda paralizado con la vista fija en algún punto en la acera de enfrente. No mueve un solo músculo. La expresión de su cara se endurecerse, su mandíbula se tensa y su mirada... su mirada es lo peor de todo. Nunca la había visto así.
—Santana, ¿estás bien? Por inercia llevo mi vista hacia donde ella mira, pero no veo nada fuera de lo común, sólo personas caminando. Ella sigue en silencio. Comienzo a ponerme muy nerviosa. ¿Qué demonios ha visto? —Santana —vuelvo a llamarla—. Santana. Le toco en el hombro para reclamar su atención y ella se mueve brusca y nerviosa, apartándose de mi mano, como si le sacaran de un sueño, y al fin me mira. Sus ojos están llenos de una rabia indecible, tristeza y juraría que miedo. —¿Estás bien? —Vete a casa —susurra.
—¿Por qué? —inquiero con el ceño fruncido—. Santana, ¿qué pasa?
—Vete a casa —repite. Está muy inquieta. Se aleja unos pasos del coche a la vez que se pasa las dos manos por el pelo.
—Santana, no voy a dejarte solo y así.
—Vete. Está exasperado, furioso, casi desesperado. —Santana…
—¡Brittany, sube al puto coche y vete a casa, joder! —me interrumpe alzando la voz.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
DESEO PARA TODOS Y TODAS QUE SOMOS PARTE DE ESTE FORO UN AÑO PROSPERO, DE BUENAS VIBRAS, PAZ, AMOR , UNION FAMILIAR, Y QUE MUCHO CORAJE PARA VENCER LOS OBSTACULOS QUE SE NOS PRESENTEN. PARA SIEMPRE IR HACIA DELANTE Y NUNCA RETROCEDER. SIEMPRE MIS MEJORES Y MAS SINCEROS DESEOS
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Que es lo que oculta Santana?:s me pone de los nervios esa chica:s
Feliz año nuevo para ti tambien!!<3
Feliz año nuevo para ti tambien!!<3
Susii********-*- - Mensajes : 902
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Por Susii Ayer A Las 5:29 Pm Que es lo que oculta Santana?:s me pone de los nervios esa chica:s Feliz año nuevo para ti tambien!!<3 escribió:
hola para descubrir el secreto de santana debes seguir leyendo, y santana es una caja de pandoras
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Capitulo 8.
Intento leer en sus ojos, averiguar qué le sucede, pero no soy capaz de hacerlo. Ella se limita a mantenerme la mirada con gesto impaciente. Está claro que no quiere hablar y, por la expresión que me dedica, tampoco quiere tenerme cerca.
—Como quieras —musito. Santana tuerce el gesto sólo un segundo y por un segundo también aparta su mirada de la mía. Cuando vuelven a encontrarse, toda la rabia parece haberse multiplicado por mil en sus ojos. No entiendo qué ha pasado. Asiento despacio y giro sobre mis talones. Me meto en el coche y, aunque una parte de mí espera que salga corriendo detrás de mí, la otra tiene claro que no lo hará. «Es Santana Lopéz, ¿qué esperabas?» En el ático no soy capaz de quedarme quieta. ¿Qué le ha ocurrido? Pienso en llamarla, pero seguramente ni siquiera responda. Podría hablar con Quinn o con Kurt, pero ¿qué les digo? ¿Me ha mandado a casa cabreado? Eso ni siquiera tiene nada de raro. Suspiro hondo y me detengo en mitad del salón.
Probablemente no tiene importancia, probablemente sólo quiso cambiar de planes. En cualquier caso, ella ya es adulta y puede hacer lo que le plazca. Me preparo algo de cenar pero apenas pruebo bocado, sigo preocupada. Me pongo el pijama, me tomo las pastillas y me voy a la habitación. Aún me siento algo intimidada, pero esta noche mi mente está centrada en otro asunto. En la cama, a oscuras, miro el iPhone, sopesando todavía si llamarla o no.
Intento esperarlo despierta, pero la somnolencia que me provocan las pastillas pesa más que yo y me duermo. El sonido del ascensor me despierta, aunque en realidad creo que no he llegado a estar profundamente dormida en ningún momento. Santana entra en la habitación. No sé por qué, me finjo dormida. Siento sus pasos alejarse hasta el fondo de la estancia y lentamente abro los ojos de nuevo. Se desabotona la camisa y se la quita despacio, dejando que su cuerpo de anuncio de colonia vuelva a iluminarme en la penumbra. Se gira a la vez que se pasa las dos manos por el pelo, pero esta vez no me finjo dormida. Santana me observa. Un sinfín de emociones cruza su mirada. Sigue furiosa, frustrada, triste, pero extrañamente también parece aliviada, como si en sus ojos claros oscurecidos hasta el negro más intenso se transcribiese literalmente la idea de que ha llegado a casa.
Quiero pensar que lo hace a esta cama, a mí. Poco a poco, sin levantar su mirada de la mía, derrochando seguridad, se lleva las manos a sus pantalones a medida y se los desabrocha dejando entre ver unos perfectos bóxers blancos. Su mirada me dice que quiere que vaya hasta ella y así lo hago. Me deslizo por la cama hasta arrodillarme frente a su perfecto cuerpo, justo en el borde del colchón. Despacio, torturador, Santana, tira de mi camiseta a la altura de mi estómago y lentamente va subiendo hasta que su mano se acomoda en mi cuello y me obliga a levantarlo para que estemos aún más cerca. Jadeo bajito disfrutando de su brusquedad. Se inclina sobre mí tomándose su tiempo. Ella también está saboreando el momento. Su mano mantiene mi cuello alzado exactamente cómo quiere. Mi respiración se acelera. Su aliento baña mis labios y toda la calidez de su cuerpo traspasa la suave tela de algodón de mi pijama y calienta mi piel. Va a besarme y el placer anticipado ya lo está arrollando todo dentro de mí. Pero, tomándome por sorpresa, se separa. Me empuja contra la cama y sigue el mismo movimiento con su cuerpo, tumbándose sobre mí y sujetando mis muñecas contra el colchón. Salvaje. Increíble. Sexy. Me besa con fuerza. Sus labios saben aún mejor de lo que recordaba. Gimo absolutamente entregada y ella reacciona apretando mis muñecas con más fuerza y meciendo sus caderas contra las mías. Santana sujeta mis dos manos con una de las suyas. Baja la que le queda libre por mi costado hasta deslizarse al otro lado de mi camiseta. Sus hábiles dedos se pierden en mi pecho, en mi pezón. El placer y el deseo se hacen más intensos. Si quiere hacerme arder por combustión espontánea, va por muy buen camino. Me embiste. Me pellizca. Gimo de nuevo. Sonríe. Sabe perfectamente lo que me está haciendo.
—Te quiero exactamente así, Britt. Quiero que ni siquiera puedas respirar. Su mano desciende por mi piel y se esconde bajo mis bragas. Me besa. Me muerde. Me lame. Me penetra con los dedos y mi cuerpo se arquea levantándome del colchón. Mi humedad se derrama sobre su mano. Estoy muy excitada. —Joder, Britt —murmura con una sonrisa presuntuosa contra mis labios. Empieza una deliciosa tortura. Sigue embistiéndome con sus mágicos dedos. Sigue sujetando mis muñecas. El peso de su cuerpo sigue sobre el mío. Su boca, sus labios, siguen besándome sin descanso. Besos de verdad, los que marcan un antes y un después, por los que vale la pena pegarse una maldita carrera por un maldito aeropuerto. Estoy en el paraíso. Santana toma mi clítoris entre sus dedos y tira de él.
—¡Dios! —grito echando la cabeza hacia atrás. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se han incendiado a la vez. Santana no se detiene. Mi cuerpo se tensa. Mi respiración es un caos. El corazón me late de prisa. Me besa. Me acaricia. Me embiste. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! Grito y gimo contra su deliciosa boca. Mi cuerpo se retuerce de puro placer bajo el suyo sintiendo una corriente eléctrica serpenteante y febril recorrerme de pies a cabeza. Ha sido el mejor orgasmo de mi vida y sólo ha necesitado una mano. Me da un último beso mientras ralentiza el ritmo de sus dedos hasta separarse por completo de mí. Noto el peso de su cuerpo desaparecer del colchón, pero no soy capaz de abrir los ojos. La dicha postorgásmica lo inunda todo.
—Ven aquí —me ordena. Y sólo por cómo ha pronunciado esas dos palabras, he estado a punto de correrme de nuevo. Tratando de controlar mi cuerpo, que ahora sólo es un puñado de hormonas y gelatina caliente, me deslizo de nuevo hasta el borde de la cama y otra vez me arrodillo frente a ella. Sin levantar los ojos de mí, y de nuevo con esa agónica y sensual lentitud, Santana se deshace de sus pantalones, de sus bóxers y de sus sostén. Cada uno de sus movimientos me hipnotiza. Cuando está completamente desnuda, tengo que contenerme para no suspirar. Es una maldita diosa griega, más que eso, es todo el Olimpo convertido en un cuerpo perfecto para follar hasta hacer que el mundo sea algo borroso a su alrededor.
Debe de estar fabricada a base de gemidos y orgasmos de todas las mujeres que han suspirado por ella. Ahora mismo Mick Jagger está apoyado de espaldas contra Keith Richards aullando como un lobo. Lo veo sonreír de lo más presuntuoso y me doy cuenta de que no sé cuánto tiempo llevo mirándola como si estuviera recubierto de chocolate fundido. Por dignidad, y porque no quiero darle más munición para mañana, aparto mi vista tímida y balbuceo una pobre excusa. Sólo sirve para que su sonrisa se ensanche.
—Desnúdate —me ordena de nuevo. Me muerdo el labio inferior al darme cuenta de que es tan mandona en la cama como fuera de ella. Nunca pensé que algo así me excitaría, pero lo cierto es que está haciendo que la temperatura de mi cuerpo suba de cien en cien grados. Hago lo que me dice bajo su atenta mirada. Santana me recorre de arriba abajo con su descaro habitual y mi respiración va acelerándose con cada centímetro que recorre. Se lleva la mano a su monte de pecado y comienza a acariciársela despacio. Automáticamente roba toda mi atención. Otra vez me siento a punto de arder por combustión espontánea. Santana sonríe sexy. No dice nada y creo que me está pidiendo sin palabras que le devuelva el orgasmo con sexo oral. Sin embargo, cuando hago el ademán de acercarme a ella, Santana niega con la cabeza a la vez que me chista suavemente, todo, sin perder esa arrogante sonrisa.
—Eso tienes que ganártelo, Pecosa —sentencia sin dejar de acariciarse. Su respuesta me deja sin palabras y también me excita aún más. ¿Tan segura? está de sí misma que dejar que le hagan una mamada es un premio que da y no que recibe? «Y probablemente sea mejor que el superbote de la lotería.» La sonrisa de Santana vuelve a ensancharse, supongo que por la cara que se me debe de haber quedado y, sin más, me empuja otra vez contra la cama, cayendo ella de nuevo conmigo. Me besa. Su boca, sus labios, son de otro mundo. Su sexo choca con el mío y mis gemidos se solapan una y otra vez. Soy levemente consciente de que Santana estira su mano por el colchón y no entiendo qué busca . Gimo y me llevo la mano a la frente. Voy a salir ardiendo, lo tengo claro. Esta mujer parece cumplir una a una todas las reglas de la fantasía erótica, vuelve a inclinarse sobre mí. —Ya no hay más juegos —susurra sensual contra mis labios—. Es hora de follar. No he asimilado sus palabras cuando me embiste con una fuerza atronadora. —¡Joder! —grito. Sólo hay placer. Se mueve indomable, sexy, sensual. Su pelvis choca una y otra vez contra la mía. Sin descanso. Entrando. Saliendo. Dejándome demasiado vacía cuando se va y regresando triunfal, llegando más lejos que ningún otro. Sus dedos se aprietan contra mi. Gimo. Acelera el ritmo. Me toma entre sus brazos, me gira, me mueve a su antojo. La auténtica reina del mambo. No hay una expresión mejor. La Reina dentro y fuera de la cama, en todos los sentidos.
Una diosa del sexo fabricado a partir de las descripciones de los libros de literatura erótica. No puedo más. Y un maravilloso orgasmo aún mejor que el anterior me parte en dos mientras ella sigue embistiéndome, llenándome de puro placer, marcándome a fuego con la idea de que ahora sé lo que es follar de verdad.
Santana se pierde en mi interior con un alarido que tensa su armónico cuerpo sobre el mío. Espectacular. Se deja caer al otro lado de la cama. Ágil, se levanta y entra en el baño. Yo la observo con una boba sonrisa hasta que desaparece y es en ese preciso instante, cuando me quedo sola, que mi mente, de viaje de fin de semana en isla orgasmo, se da cuenta de lo que acaba de pasar. He cruzado la única frontera que me impuse con Santana. Por Dios, vivo con ella, trabajo con ella. ¿Cómo se supone que voy a comportarme mañana? ¿Y ahora cuando salga? Oigo el grifo del lavabo cerrarse. Rápidamente me muevo por la cama hasta alcanzar las sábanas, tiro de ellas, me tapo hasta la barbilla y me acomodo entre las almohadas al tiempo que cierro los ojos fingiéndome dormida. Santana sale apenas un segundo después. Siento el peso de su cuerpo al tumbarse en la cama.
Como cada noche, me secuestra de mi lado del colchón, rodea mi cintura con sus brazos y me acopla contra su pecho. Se comporta como si no hubiese pasado nada, pero a mí me late tan fuerte el corazón que dudo que vaya a poder coger el sueño en toda la noche o en algún momento el resto de mi vida. Por suerte, me equivoco. Ruedo por el inmenso colchón. La temperatura es sencillamente perfecta. Las sábanas se deslizan por mi cuerpo suaves, calientes, maravillosas. Ventajas de dormir desnuda en una cama con sábanas de diez mil hilos… ¡Desnuda! ¡Joder! Abro los ojos y me incorporo de golpe.
Nerviosa, miro a mi alrededor en busca de Santana. No está. Agudizo el oído por si estuviera en la ducha. Tampoco. Me paso las manos por el pelo y asiento a la vez que resoplo con fuerza. Necesito un plan. Lo primero es ganar tiempo para poder pensar y tomar las decisiones tras haberlas razonado como las personas adultas. «La palabra clave aquí es adultas, Brittany S. Pierce.» Me levanto echa el sigilo personificado. Camino casi de puntillas hasta mi maleta, saco los primeros vaqueros y el primer jersey que encuentro y me encierro en el baño. No sé qué hora es exactamente. Debe de ser tempranísimo. Me ducharé, me vestiré y me marcharé directamente a la universidad. Allí podré pensar y, con un poco de suerte, cuando llegue a la oficina, Santana estará en alguna reunión. Ya lista, abro la puerta del baño y salgo tímida, mirando en ambas direcciones, hasta que me aseguro de que ella no está en la habitación. Mientras cruzo la estancia, no puedo evitar fijarme en la cama. La cabronazo es incluso mejor de lo que imaginaba. Si lo pusieran de portada en la próxima novela de E. L. James, se lo habría ganado a pulso. Cabeceo. Tengo que dejar de pensar en Donovan y, sobre todo, en Donovan desnudo. No va a volver a pasar. Jamás, nunca, never, nie. «Qué curioso que te lo hayas dicho precisamente en alemán.» Cierro los ojos y dejo caer mi cabeza contra la pared.
Errores, Brittany S. Pierce, grandes errores. Al fin salgo al salón e inmediatamente me hago hiperconsciente de que Santana está tras la isla de la cocina, con una taza de café en la mano y sosteniendo el Times con la otra.
—Buenos días, Pecosa —me saluda con la mirada en el periódico. Está infinitamente guapa con un traje azul oscuro y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. ¡Qué asco de vida!
—Buenos días —respondo caminando de prisa hasta el sofá. Me pongo mi abrigo, cojo mi bolso y salgo disparada hacia el ascensor. Aprieto el botón con más fuerza, y más desesperada, de lo que me hubiese gustado.
—No es que me importe, pero ¿no desayunas? —pregunta. Su tono es una mezcla de socarronería y algo de arrogancia, como si supiera exactamente lo que me pasa. Yo niego con la cabeza.
—Hoy tengo mucho que hacer en la universidad. Tomaré un café para llevar en cualquier sitio. Pulso de nuevo el botón. ¿Dónde se ha metido el maldito ascensor? Finalmente las puertas de acero se abren y entro flechada.
—Hasta luego, Pecosa —se despide y otra vez hay algo en su tono que me pone aún más nerviosa. Me giro despacio con el corazón a punto de salírseme disparado y levanto levemente la mano.
—Hasta luego —respondo incómoda.
Por la manera en la que sonríe, sin ni siquiera levantar su vista del periódico, es obvio que no sólo es plenamente consciente de lo que me ocurre, sino que, además, está disfrutando con el mal rato que estoy pasando. Entorno la mirada y, cuando abro la boca dispuesta a llamarla gilipollas, las puertas del ascensor se cierran dejándonos a mi dignidad, a mi orgullo y a mí sin venganza. Descartada la idea de huir de la ciudad y montar un bar hawaiano en Jersey, la clave está en fingir que no ha pasado nada. Básicamente lo que parece haber hecho Santana, aunque imagino que ella no ha necesitado media hora de sermones autoimpuestos para llegar a esa misma conclusión. Son las ventajas de tener una vida sexual indiscriminada. A las ocho de la mañana estoy cruzando las puertas de la Thomas J. Watson o, lo que es lo mismo, la biblioteca de Económicas de la Universidad de Columbia.
Es más temprano de lo que esperaba, y, con un poco de suerte, podré aprovechar el día. Me instalo en una mesa junto a la ventana y comienzo a preparar el temario de Estudio de la economía occidental. No he avanzado ni dos páginas cuando, sin darme cuenta, comienzo a pensar en Santana. Lo guapa que es Santana. Lo bien que le quedan los trajes de corte italiano a Santana. Lo bien que le queda la ausencia de ropa a Santana. —Lo bien que folla Santana —murmuro con el lápiz entre los dientes. Murmuro, sí, pero, por mucho que una murmure, esto es una biblioteca y toda la mesa en la que estoy sentada me ha oído. Carraspeo, señal de llamada para que el encargado de pulsar el botón y que la tierra me trague lo haga, pero nada.
—Santana es gilipollas —me defiendo malhumorada volviendo a centrar la vista en mi libro. No pueden juzgarme. Mi vida es muy complicada. —Cuanto mejor folle, más gilipollas —sentencia una voz frente a mí. Alzo la cabeza sorprendida y me encuentro con una chica afroamericana más o menos de mi edad asintiendo llena de sabiduría. —Esa ley es más cierta que las jodidas matemáticas —añade. Yo pierdo mi mirada al frente, recapacitando sobre su frase y, tras unos segundos, no tengo más remedio que asentir con ella. Tiene toda la razón. A eso de las once empiezo a pensar en que debería ir a la oficina.
Nadie me ha llamado pidiéndome que lo haga, pero se supone que trabajo allí; por mucho que le dijera a Santana que tenía que pasarme por la universidad, tampoco puedo tomarme el día libre sin ni siquiera avisar. Cierro el libro y resoplo. No quiero ir. Sé que es muy infantil, pero no quiero tener que hacerlo. Necesito unas horas más antes de un segundo asalto. Decidida, cojo mi iPhone y salgo al pasillo. Dos tonos de llamada y Marley responde profesional al otro lado. —Despacho de la señorita Lopéz. —Marley, soy Britt. Estoy tan nerviosa que no puedo quedarme quieta y comienzo a dar pequeños e inconexos paseos que lo único que consiguen es acelerarme todavía más.
—Hola —me saluda relajando su tono de voz—, ¿en qué puedo ayudarte? —Llamaba para avisar de que hoy no podré pasarme por la oficina. Estoy en la universidad. Estoy… estudiando —Dios mío, ¿se puede mentir peor?—. Tengo un examen mañana y necesito… estudiar. Cierro los ojos con fuerza. Definitivamente, la peor mentira de la historia.
—¿Quieres que te pase a la señorita Lopéz para que se lo digas tú misma? —¡No! —contesto por inercia. Tuerzo el gesto. Torpe. Torpe. Torpe—. No —continúo tratando de sonar más relajada —, no hace falta. ¿Podrías decírselo tú?
—Claro —responde sin asomo de duda. Suspiro aliviada. Santana es tan odiosa en el trabajo que mi grito con forma de «no» ante la posibilidad de hablar con ella directamente es de lo más comprensible. Me despido, cuelgo y regreso a mi mesa. No soy estúpida. Más tarde o más temprano tendré que verla, pero prefiero el tarde. Como en la universidad y no me animo a ir al ático hasta que ya ha anochecido. Con un poco de suerte, Santana se habrá ido al club y no tendré que verlo hasta mañana. Frunzo los labios. No quiero verla, pero pensar que está en el Archetype tampoco me hace ninguna gracia. Saludo al portero y me dirijo al ascensor. Estoy tentada de preguntarle si Santana está arriba, pero no tengo la suficiente confianza con él. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza y entro.
No hay rastro de Santana en el salón, pero por las luces encendidas y un par de bolsas de papel sobre la isla de la cocina, es obvio que está aquí. A los pocos segundos sale de la habitación remangándose hasta el antebrazo su camisa impecablemente blanca.
—¿Ya has vuelto del cole, Pecosa? —pregunta dirigiéndose a la cocina—. ¿Has hecho muchos amiguitos? Tuerzo el gesto y me quito el abrigo. Es odiosa. —Pon la mesa —me ordena señalándome con la cabeza la mesita de centro frente al sofá—. La cena está lista. Yo lo miro confusa. ¿La cena? —¿Has cocinado tú? —pregunto extrañada acercándome a la isla. —No —responde como si fuera obvio. Entonces me fijo mejor en las bolsas de papel y me doy cuenta de que son del restaurante Malavita. El mismo sitio donde pidió mi sopa de pollo después de llevarme al hospital. Resoplo mentalmente. Vamos a cenar. Cenar es muy sano y una costumbre muy extendida en la humanidad. No pasa nada por cenar. Cenar no implica sexo. Asiento muy convencida de mi propio discurso e incluso sonrío. Puedo con esto. Pero en ese preciso instante Santana se humedece el labio inferior y le da un trago a su copa de vino. Joder, con esta mujer qué no implica sexo. Ella es sexo. Sexo húmedo, salvaje y caliente. Sexo espectacular… ¡Maldita sea! Cojo los manteles individuales y me alejo de la isla de la cocina. Toda la culpa es suya por ser así de atractivo. Termino de poner la mesa procurando no mirarla y me siento en el sofá. Santana no tarda en reunirse conmigo con dos platos de spaghetti alle vongole. Nos sirve vino, coge su plato y su copa y se recuesta cómodamente en el inmenso sofá. Yo, sentada prácticamente en el borde del tresillo, remuevo la pasta sin mucho convencimiento. Tiene una pinta deliciosa, pero estoy muy nerviosa. Nunca me llegó a parecer buena idea vivir aquí, pero ahora menos que nunca.
—Pecosa, me estás amargando la cena —se queja incorporándose y dejando su plato sobre la sofisticada mesita.
—Lo siento —me disculpo. —Me alegro —replica sin ninguna intención de sonar amable. Resoplo. ¿Cómo se puede ser tan gilipollas? —En realidad no lo siento —comento impertinente y enfadada. —¿De verdad? —pregunta sardónica—. Mientes muy mal, Pecosa. ¡No lo soporto! Me levanto dispuesta a encerrarme en la habitación y no salir hasta mañana, pero Santana se estira, me coge de la muñeca y, sin ningún esfuerzo, me sienta de nuevo.
—¿Por qué le estás dando tantas vueltas? —inquiere armándose de paciencia. ¿En serio tiene que preguntármelo?
—Perdona si no se me da tan bien como a ti eso de fingir que no ha pasado nada —protesto, y ahora la que suena irónica soy yo. Santana tuerce el gesto displicente.
—Es cuestión de práctica. —Eres imbécil —mascullo justo antes de levantarme. Pero vuelve a cogerme de la muñeca y a dejarme caer en el sofá.
—Suéltame —me quejo zafándome de su mano. ¡Estoy muy cabreada!
—Como quieras —responde sin más. Tomándome por sorpresa, Santana me coge de la cintura, me tumba y ella lo hace sobre mí, agarrando mis manos con una sola de las suyas por encima de mi cabeza. Yo me quejo, forcejeo, pero no hay nada que hacer. Me tiene completamente inmovilizada. —Lo que pasó ayer no tiene ninguna importancia y tampoco cambia nada. Nos divertimos. Punto.
—Santana —le reprendo, pero en el fondo no sé qué es lo que me molesta de esa frase.
—¿Qué tiene de malo? —replica. Buena pregunta. Lo cierto es que no lo sé. Alzo la mirada y dejo que la suya me atrape. La luz incide en sus ojos y los hace parecer marrones. Resoplo. Es demasiado guapa. Creo que al final todo se reduce a que no puedo creer que una chica como ella se haya fijado en una chica como yo.
—¿Qué te gustaría hacer ahora? —pregunta y algo en su voz ha cambiado. No sé qué contestar. Bueno, sí lo sé, pero no pienso hacerlo.
—Nada —musito nerviosa. Santana sonríe y me doy cuenta de que lo único que pretendía con esa pregunta era ponerme en otra de esas situaciones en la que queda claro lo colada que estoy por ella. Malhumorada, me revuelvo. La sonrisa de Santana ensancha satisfecha hasta que finalmente se separa incorporándose y dejando que yo haga lo mismo. Coge su copa de vino y le da un trago. Yo lo observo por un momento. Hay muchas cosas que quiero saber y éste es el momento ideal para preguntarlas.
—¿Por qué viniste a buscarme aquella noche para llevarme al hospital? —Porque Lola estaba histérica —responde como si no tuviera importancia, dejando su copa de nuevo sobre la mesa—. No paraba de repetir que necesitabas un médico. Eso no contesta a mi pregunta, pero entonces me doy cuenta de que no he hecho la pregunta adecuada.
—Pero ¿por qué me llamaste? Era tardísimo. Santana se humedece el labio inferior y por un segundo pierde su vista al frente.
—Quería hablar contigo —responde con una media sonrisa dura y sexy en los labios —; en realidad, quería verte. —¿Para qué? Ladea la cabeza y su mirada tan negra atrapa la mía. —¿Para qué te hubiera gustado a ti que quisiese verte? —inquiere a su vez. Santana Lopéz, experta en devolver pelotas al tejado de la pobre Brittany S. Pierce. De pronto vuelvo a estar nerviosa y también algo intimidada. Siempre me he negado a preguntarme lo que siento por ella y ahora es la propia Santana la que lo está haciendo. —No lo sé —susurro. —Pues yo creo que sí lo sabes —sentencia sin asomo de duda y algo en su mirada simplemente me hechiza.
Una parte de mí quiere levantarse y no terminar esta conversación jamás. La otra no se movería de este sofá por nada del mundo.
—¿Alguna vez imaginaste como sería? —inquiero tímida.
—¿El sexo contigo? Asiento. Estoy muy nerviosa, pero no aparto mi mirada de la suya.
—Sí —responde concentrando toda la sensualidad del mundo en una sola palabra—, muchas veces. —¿Y por qué no ha pasado hasta ahora? No sé qué quiero que me conteste a eso, pero necesitaba preguntárselo.
—Porque para todo hay un momento. Santana se gira en un fluido movimiento hasta que queda sentada frente a mí. Despacio, se echa hacia delante y todo mi cuerpo se enciende preso de su proximidad.
—O a lo mejor quería que la desearas hasta que estuvieses tan mojada como lo estabas anoche. Su respuesta me deja sin respiración. Los nervios se concentran burbujeantes en la boca de mi estómago y todos los músculos de mi cuerpo se tensan deliciosamente.
—En la vida hay que ser valiente, Pecosa. Tienes que aprender a aceptar lo que quieres, cuando lo descubras. Santana se levanta e, irradiando toda esa seguridad, se dirige al dormitorio. Yo me quedo inmóvil, tratando de asimilar toda la conversación.
No soy una chica cobarde, pero lo que quiero es demasiado complicado; o quizá no y Santana tiene razón y sólo tengo que pedirlo. Ella no ha hablado de una relación. Sólo sexo. Algo divertido. Sin complicaciones.
—Ya sé lo que quiero —digo levantándome. Santana, a punto de entrar en la habitación, se detiene. Apoya su mano en el marco y ladea la cabeza increíblemente sexy. —Demuéstramelo —me ordena.
Intento leer en sus ojos, averiguar qué le sucede, pero no soy capaz de hacerlo. Ella se limita a mantenerme la mirada con gesto impaciente. Está claro que no quiere hablar y, por la expresión que me dedica, tampoco quiere tenerme cerca.
—Como quieras —musito. Santana tuerce el gesto sólo un segundo y por un segundo también aparta su mirada de la mía. Cuando vuelven a encontrarse, toda la rabia parece haberse multiplicado por mil en sus ojos. No entiendo qué ha pasado. Asiento despacio y giro sobre mis talones. Me meto en el coche y, aunque una parte de mí espera que salga corriendo detrás de mí, la otra tiene claro que no lo hará. «Es Santana Lopéz, ¿qué esperabas?» En el ático no soy capaz de quedarme quieta. ¿Qué le ha ocurrido? Pienso en llamarla, pero seguramente ni siquiera responda. Podría hablar con Quinn o con Kurt, pero ¿qué les digo? ¿Me ha mandado a casa cabreado? Eso ni siquiera tiene nada de raro. Suspiro hondo y me detengo en mitad del salón.
Probablemente no tiene importancia, probablemente sólo quiso cambiar de planes. En cualquier caso, ella ya es adulta y puede hacer lo que le plazca. Me preparo algo de cenar pero apenas pruebo bocado, sigo preocupada. Me pongo el pijama, me tomo las pastillas y me voy a la habitación. Aún me siento algo intimidada, pero esta noche mi mente está centrada en otro asunto. En la cama, a oscuras, miro el iPhone, sopesando todavía si llamarla o no.
Intento esperarlo despierta, pero la somnolencia que me provocan las pastillas pesa más que yo y me duermo. El sonido del ascensor me despierta, aunque en realidad creo que no he llegado a estar profundamente dormida en ningún momento. Santana entra en la habitación. No sé por qué, me finjo dormida. Siento sus pasos alejarse hasta el fondo de la estancia y lentamente abro los ojos de nuevo. Se desabotona la camisa y se la quita despacio, dejando que su cuerpo de anuncio de colonia vuelva a iluminarme en la penumbra. Se gira a la vez que se pasa las dos manos por el pelo, pero esta vez no me finjo dormida. Santana me observa. Un sinfín de emociones cruza su mirada. Sigue furiosa, frustrada, triste, pero extrañamente también parece aliviada, como si en sus ojos claros oscurecidos hasta el negro más intenso se transcribiese literalmente la idea de que ha llegado a casa.
Quiero pensar que lo hace a esta cama, a mí. Poco a poco, sin levantar su mirada de la mía, derrochando seguridad, se lleva las manos a sus pantalones a medida y se los desabrocha dejando entre ver unos perfectos bóxers blancos. Su mirada me dice que quiere que vaya hasta ella y así lo hago. Me deslizo por la cama hasta arrodillarme frente a su perfecto cuerpo, justo en el borde del colchón. Despacio, torturador, Santana, tira de mi camiseta a la altura de mi estómago y lentamente va subiendo hasta que su mano se acomoda en mi cuello y me obliga a levantarlo para que estemos aún más cerca. Jadeo bajito disfrutando de su brusquedad. Se inclina sobre mí tomándose su tiempo. Ella también está saboreando el momento. Su mano mantiene mi cuello alzado exactamente cómo quiere. Mi respiración se acelera. Su aliento baña mis labios y toda la calidez de su cuerpo traspasa la suave tela de algodón de mi pijama y calienta mi piel. Va a besarme y el placer anticipado ya lo está arrollando todo dentro de mí. Pero, tomándome por sorpresa, se separa. Me empuja contra la cama y sigue el mismo movimiento con su cuerpo, tumbándose sobre mí y sujetando mis muñecas contra el colchón. Salvaje. Increíble. Sexy. Me besa con fuerza. Sus labios saben aún mejor de lo que recordaba. Gimo absolutamente entregada y ella reacciona apretando mis muñecas con más fuerza y meciendo sus caderas contra las mías. Santana sujeta mis dos manos con una de las suyas. Baja la que le queda libre por mi costado hasta deslizarse al otro lado de mi camiseta. Sus hábiles dedos se pierden en mi pecho, en mi pezón. El placer y el deseo se hacen más intensos. Si quiere hacerme arder por combustión espontánea, va por muy buen camino. Me embiste. Me pellizca. Gimo de nuevo. Sonríe. Sabe perfectamente lo que me está haciendo.
—Te quiero exactamente así, Britt. Quiero que ni siquiera puedas respirar. Su mano desciende por mi piel y se esconde bajo mis bragas. Me besa. Me muerde. Me lame. Me penetra con los dedos y mi cuerpo se arquea levantándome del colchón. Mi humedad se derrama sobre su mano. Estoy muy excitada. —Joder, Britt —murmura con una sonrisa presuntuosa contra mis labios. Empieza una deliciosa tortura. Sigue embistiéndome con sus mágicos dedos. Sigue sujetando mis muñecas. El peso de su cuerpo sigue sobre el mío. Su boca, sus labios, siguen besándome sin descanso. Besos de verdad, los que marcan un antes y un después, por los que vale la pena pegarse una maldita carrera por un maldito aeropuerto. Estoy en el paraíso. Santana toma mi clítoris entre sus dedos y tira de él.
—¡Dios! —grito echando la cabeza hacia atrás. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se han incendiado a la vez. Santana no se detiene. Mi cuerpo se tensa. Mi respiración es un caos. El corazón me late de prisa. Me besa. Me acaricia. Me embiste. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! Grito y gimo contra su deliciosa boca. Mi cuerpo se retuerce de puro placer bajo el suyo sintiendo una corriente eléctrica serpenteante y febril recorrerme de pies a cabeza. Ha sido el mejor orgasmo de mi vida y sólo ha necesitado una mano. Me da un último beso mientras ralentiza el ritmo de sus dedos hasta separarse por completo de mí. Noto el peso de su cuerpo desaparecer del colchón, pero no soy capaz de abrir los ojos. La dicha postorgásmica lo inunda todo.
—Ven aquí —me ordena. Y sólo por cómo ha pronunciado esas dos palabras, he estado a punto de correrme de nuevo. Tratando de controlar mi cuerpo, que ahora sólo es un puñado de hormonas y gelatina caliente, me deslizo de nuevo hasta el borde de la cama y otra vez me arrodillo frente a ella. Sin levantar los ojos de mí, y de nuevo con esa agónica y sensual lentitud, Santana se deshace de sus pantalones, de sus bóxers y de sus sostén. Cada uno de sus movimientos me hipnotiza. Cuando está completamente desnuda, tengo que contenerme para no suspirar. Es una maldita diosa griega, más que eso, es todo el Olimpo convertido en un cuerpo perfecto para follar hasta hacer que el mundo sea algo borroso a su alrededor.
Debe de estar fabricada a base de gemidos y orgasmos de todas las mujeres que han suspirado por ella. Ahora mismo Mick Jagger está apoyado de espaldas contra Keith Richards aullando como un lobo. Lo veo sonreír de lo más presuntuoso y me doy cuenta de que no sé cuánto tiempo llevo mirándola como si estuviera recubierto de chocolate fundido. Por dignidad, y porque no quiero darle más munición para mañana, aparto mi vista tímida y balbuceo una pobre excusa. Sólo sirve para que su sonrisa se ensanche.
—Desnúdate —me ordena de nuevo. Me muerdo el labio inferior al darme cuenta de que es tan mandona en la cama como fuera de ella. Nunca pensé que algo así me excitaría, pero lo cierto es que está haciendo que la temperatura de mi cuerpo suba de cien en cien grados. Hago lo que me dice bajo su atenta mirada. Santana me recorre de arriba abajo con su descaro habitual y mi respiración va acelerándose con cada centímetro que recorre. Se lleva la mano a su monte de pecado y comienza a acariciársela despacio. Automáticamente roba toda mi atención. Otra vez me siento a punto de arder por combustión espontánea. Santana sonríe sexy. No dice nada y creo que me está pidiendo sin palabras que le devuelva el orgasmo con sexo oral. Sin embargo, cuando hago el ademán de acercarme a ella, Santana niega con la cabeza a la vez que me chista suavemente, todo, sin perder esa arrogante sonrisa.
—Eso tienes que ganártelo, Pecosa —sentencia sin dejar de acariciarse. Su respuesta me deja sin palabras y también me excita aún más. ¿Tan segura? está de sí misma que dejar que le hagan una mamada es un premio que da y no que recibe? «Y probablemente sea mejor que el superbote de la lotería.» La sonrisa de Santana vuelve a ensancharse, supongo que por la cara que se me debe de haber quedado y, sin más, me empuja otra vez contra la cama, cayendo ella de nuevo conmigo. Me besa. Su boca, sus labios, son de otro mundo. Su sexo choca con el mío y mis gemidos se solapan una y otra vez. Soy levemente consciente de que Santana estira su mano por el colchón y no entiendo qué busca . Gimo y me llevo la mano a la frente. Voy a salir ardiendo, lo tengo claro. Esta mujer parece cumplir una a una todas las reglas de la fantasía erótica, vuelve a inclinarse sobre mí. —Ya no hay más juegos —susurra sensual contra mis labios—. Es hora de follar. No he asimilado sus palabras cuando me embiste con una fuerza atronadora. —¡Joder! —grito. Sólo hay placer. Se mueve indomable, sexy, sensual. Su pelvis choca una y otra vez contra la mía. Sin descanso. Entrando. Saliendo. Dejándome demasiado vacía cuando se va y regresando triunfal, llegando más lejos que ningún otro. Sus dedos se aprietan contra mi. Gimo. Acelera el ritmo. Me toma entre sus brazos, me gira, me mueve a su antojo. La auténtica reina del mambo. No hay una expresión mejor. La Reina dentro y fuera de la cama, en todos los sentidos.
Una diosa del sexo fabricado a partir de las descripciones de los libros de literatura erótica. No puedo más. Y un maravilloso orgasmo aún mejor que el anterior me parte en dos mientras ella sigue embistiéndome, llenándome de puro placer, marcándome a fuego con la idea de que ahora sé lo que es follar de verdad.
Santana se pierde en mi interior con un alarido que tensa su armónico cuerpo sobre el mío. Espectacular. Se deja caer al otro lado de la cama. Ágil, se levanta y entra en el baño. Yo la observo con una boba sonrisa hasta que desaparece y es en ese preciso instante, cuando me quedo sola, que mi mente, de viaje de fin de semana en isla orgasmo, se da cuenta de lo que acaba de pasar. He cruzado la única frontera que me impuse con Santana. Por Dios, vivo con ella, trabajo con ella. ¿Cómo se supone que voy a comportarme mañana? ¿Y ahora cuando salga? Oigo el grifo del lavabo cerrarse. Rápidamente me muevo por la cama hasta alcanzar las sábanas, tiro de ellas, me tapo hasta la barbilla y me acomodo entre las almohadas al tiempo que cierro los ojos fingiéndome dormida. Santana sale apenas un segundo después. Siento el peso de su cuerpo al tumbarse en la cama.
Como cada noche, me secuestra de mi lado del colchón, rodea mi cintura con sus brazos y me acopla contra su pecho. Se comporta como si no hubiese pasado nada, pero a mí me late tan fuerte el corazón que dudo que vaya a poder coger el sueño en toda la noche o en algún momento el resto de mi vida. Por suerte, me equivoco. Ruedo por el inmenso colchón. La temperatura es sencillamente perfecta. Las sábanas se deslizan por mi cuerpo suaves, calientes, maravillosas. Ventajas de dormir desnuda en una cama con sábanas de diez mil hilos… ¡Desnuda! ¡Joder! Abro los ojos y me incorporo de golpe.
Nerviosa, miro a mi alrededor en busca de Santana. No está. Agudizo el oído por si estuviera en la ducha. Tampoco. Me paso las manos por el pelo y asiento a la vez que resoplo con fuerza. Necesito un plan. Lo primero es ganar tiempo para poder pensar y tomar las decisiones tras haberlas razonado como las personas adultas. «La palabra clave aquí es adultas, Brittany S. Pierce.» Me levanto echa el sigilo personificado. Camino casi de puntillas hasta mi maleta, saco los primeros vaqueros y el primer jersey que encuentro y me encierro en el baño. No sé qué hora es exactamente. Debe de ser tempranísimo. Me ducharé, me vestiré y me marcharé directamente a la universidad. Allí podré pensar y, con un poco de suerte, cuando llegue a la oficina, Santana estará en alguna reunión. Ya lista, abro la puerta del baño y salgo tímida, mirando en ambas direcciones, hasta que me aseguro de que ella no está en la habitación. Mientras cruzo la estancia, no puedo evitar fijarme en la cama. La cabronazo es incluso mejor de lo que imaginaba. Si lo pusieran de portada en la próxima novela de E. L. James, se lo habría ganado a pulso. Cabeceo. Tengo que dejar de pensar en Donovan y, sobre todo, en Donovan desnudo. No va a volver a pasar. Jamás, nunca, never, nie. «Qué curioso que te lo hayas dicho precisamente en alemán.» Cierro los ojos y dejo caer mi cabeza contra la pared.
Errores, Brittany S. Pierce, grandes errores. Al fin salgo al salón e inmediatamente me hago hiperconsciente de que Santana está tras la isla de la cocina, con una taza de café en la mano y sosteniendo el Times con la otra.
—Buenos días, Pecosa —me saluda con la mirada en el periódico. Está infinitamente guapa con un traje azul oscuro y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. ¡Qué asco de vida!
—Buenos días —respondo caminando de prisa hasta el sofá. Me pongo mi abrigo, cojo mi bolso y salgo disparada hacia el ascensor. Aprieto el botón con más fuerza, y más desesperada, de lo que me hubiese gustado.
—No es que me importe, pero ¿no desayunas? —pregunta. Su tono es una mezcla de socarronería y algo de arrogancia, como si supiera exactamente lo que me pasa. Yo niego con la cabeza.
—Hoy tengo mucho que hacer en la universidad. Tomaré un café para llevar en cualquier sitio. Pulso de nuevo el botón. ¿Dónde se ha metido el maldito ascensor? Finalmente las puertas de acero se abren y entro flechada.
—Hasta luego, Pecosa —se despide y otra vez hay algo en su tono que me pone aún más nerviosa. Me giro despacio con el corazón a punto de salírseme disparado y levanto levemente la mano.
—Hasta luego —respondo incómoda.
Por la manera en la que sonríe, sin ni siquiera levantar su vista del periódico, es obvio que no sólo es plenamente consciente de lo que me ocurre, sino que, además, está disfrutando con el mal rato que estoy pasando. Entorno la mirada y, cuando abro la boca dispuesta a llamarla gilipollas, las puertas del ascensor se cierran dejándonos a mi dignidad, a mi orgullo y a mí sin venganza. Descartada la idea de huir de la ciudad y montar un bar hawaiano en Jersey, la clave está en fingir que no ha pasado nada. Básicamente lo que parece haber hecho Santana, aunque imagino que ella no ha necesitado media hora de sermones autoimpuestos para llegar a esa misma conclusión. Son las ventajas de tener una vida sexual indiscriminada. A las ocho de la mañana estoy cruzando las puertas de la Thomas J. Watson o, lo que es lo mismo, la biblioteca de Económicas de la Universidad de Columbia.
Es más temprano de lo que esperaba, y, con un poco de suerte, podré aprovechar el día. Me instalo en una mesa junto a la ventana y comienzo a preparar el temario de Estudio de la economía occidental. No he avanzado ni dos páginas cuando, sin darme cuenta, comienzo a pensar en Santana. Lo guapa que es Santana. Lo bien que le quedan los trajes de corte italiano a Santana. Lo bien que le queda la ausencia de ropa a Santana. —Lo bien que folla Santana —murmuro con el lápiz entre los dientes. Murmuro, sí, pero, por mucho que una murmure, esto es una biblioteca y toda la mesa en la que estoy sentada me ha oído. Carraspeo, señal de llamada para que el encargado de pulsar el botón y que la tierra me trague lo haga, pero nada.
—Santana es gilipollas —me defiendo malhumorada volviendo a centrar la vista en mi libro. No pueden juzgarme. Mi vida es muy complicada. —Cuanto mejor folle, más gilipollas —sentencia una voz frente a mí. Alzo la cabeza sorprendida y me encuentro con una chica afroamericana más o menos de mi edad asintiendo llena de sabiduría. —Esa ley es más cierta que las jodidas matemáticas —añade. Yo pierdo mi mirada al frente, recapacitando sobre su frase y, tras unos segundos, no tengo más remedio que asentir con ella. Tiene toda la razón. A eso de las once empiezo a pensar en que debería ir a la oficina.
Nadie me ha llamado pidiéndome que lo haga, pero se supone que trabajo allí; por mucho que le dijera a Santana que tenía que pasarme por la universidad, tampoco puedo tomarme el día libre sin ni siquiera avisar. Cierro el libro y resoplo. No quiero ir. Sé que es muy infantil, pero no quiero tener que hacerlo. Necesito unas horas más antes de un segundo asalto. Decidida, cojo mi iPhone y salgo al pasillo. Dos tonos de llamada y Marley responde profesional al otro lado. —Despacho de la señorita Lopéz. —Marley, soy Britt. Estoy tan nerviosa que no puedo quedarme quieta y comienzo a dar pequeños e inconexos paseos que lo único que consiguen es acelerarme todavía más.
—Hola —me saluda relajando su tono de voz—, ¿en qué puedo ayudarte? —Llamaba para avisar de que hoy no podré pasarme por la oficina. Estoy en la universidad. Estoy… estudiando —Dios mío, ¿se puede mentir peor?—. Tengo un examen mañana y necesito… estudiar. Cierro los ojos con fuerza. Definitivamente, la peor mentira de la historia.
—¿Quieres que te pase a la señorita Lopéz para que se lo digas tú misma? —¡No! —contesto por inercia. Tuerzo el gesto. Torpe. Torpe. Torpe—. No —continúo tratando de sonar más relajada —, no hace falta. ¿Podrías decírselo tú?
—Claro —responde sin asomo de duda. Suspiro aliviada. Santana es tan odiosa en el trabajo que mi grito con forma de «no» ante la posibilidad de hablar con ella directamente es de lo más comprensible. Me despido, cuelgo y regreso a mi mesa. No soy estúpida. Más tarde o más temprano tendré que verla, pero prefiero el tarde. Como en la universidad y no me animo a ir al ático hasta que ya ha anochecido. Con un poco de suerte, Santana se habrá ido al club y no tendré que verlo hasta mañana. Frunzo los labios. No quiero verla, pero pensar que está en el Archetype tampoco me hace ninguna gracia. Saludo al portero y me dirijo al ascensor. Estoy tentada de preguntarle si Santana está arriba, pero no tengo la suficiente confianza con él. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza y entro.
No hay rastro de Santana en el salón, pero por las luces encendidas y un par de bolsas de papel sobre la isla de la cocina, es obvio que está aquí. A los pocos segundos sale de la habitación remangándose hasta el antebrazo su camisa impecablemente blanca.
—¿Ya has vuelto del cole, Pecosa? —pregunta dirigiéndose a la cocina—. ¿Has hecho muchos amiguitos? Tuerzo el gesto y me quito el abrigo. Es odiosa. —Pon la mesa —me ordena señalándome con la cabeza la mesita de centro frente al sofá—. La cena está lista. Yo lo miro confusa. ¿La cena? —¿Has cocinado tú? —pregunto extrañada acercándome a la isla. —No —responde como si fuera obvio. Entonces me fijo mejor en las bolsas de papel y me doy cuenta de que son del restaurante Malavita. El mismo sitio donde pidió mi sopa de pollo después de llevarme al hospital. Resoplo mentalmente. Vamos a cenar. Cenar es muy sano y una costumbre muy extendida en la humanidad. No pasa nada por cenar. Cenar no implica sexo. Asiento muy convencida de mi propio discurso e incluso sonrío. Puedo con esto. Pero en ese preciso instante Santana se humedece el labio inferior y le da un trago a su copa de vino. Joder, con esta mujer qué no implica sexo. Ella es sexo. Sexo húmedo, salvaje y caliente. Sexo espectacular… ¡Maldita sea! Cojo los manteles individuales y me alejo de la isla de la cocina. Toda la culpa es suya por ser así de atractivo. Termino de poner la mesa procurando no mirarla y me siento en el sofá. Santana no tarda en reunirse conmigo con dos platos de spaghetti alle vongole. Nos sirve vino, coge su plato y su copa y se recuesta cómodamente en el inmenso sofá. Yo, sentada prácticamente en el borde del tresillo, remuevo la pasta sin mucho convencimiento. Tiene una pinta deliciosa, pero estoy muy nerviosa. Nunca me llegó a parecer buena idea vivir aquí, pero ahora menos que nunca.
—Pecosa, me estás amargando la cena —se queja incorporándose y dejando su plato sobre la sofisticada mesita.
—Lo siento —me disculpo. —Me alegro —replica sin ninguna intención de sonar amable. Resoplo. ¿Cómo se puede ser tan gilipollas? —En realidad no lo siento —comento impertinente y enfadada. —¿De verdad? —pregunta sardónica—. Mientes muy mal, Pecosa. ¡No lo soporto! Me levanto dispuesta a encerrarme en la habitación y no salir hasta mañana, pero Santana se estira, me coge de la muñeca y, sin ningún esfuerzo, me sienta de nuevo.
—¿Por qué le estás dando tantas vueltas? —inquiere armándose de paciencia. ¿En serio tiene que preguntármelo?
—Perdona si no se me da tan bien como a ti eso de fingir que no ha pasado nada —protesto, y ahora la que suena irónica soy yo. Santana tuerce el gesto displicente.
—Es cuestión de práctica. —Eres imbécil —mascullo justo antes de levantarme. Pero vuelve a cogerme de la muñeca y a dejarme caer en el sofá.
—Suéltame —me quejo zafándome de su mano. ¡Estoy muy cabreada!
—Como quieras —responde sin más. Tomándome por sorpresa, Santana me coge de la cintura, me tumba y ella lo hace sobre mí, agarrando mis manos con una sola de las suyas por encima de mi cabeza. Yo me quejo, forcejeo, pero no hay nada que hacer. Me tiene completamente inmovilizada. —Lo que pasó ayer no tiene ninguna importancia y tampoco cambia nada. Nos divertimos. Punto.
—Santana —le reprendo, pero en el fondo no sé qué es lo que me molesta de esa frase.
—¿Qué tiene de malo? —replica. Buena pregunta. Lo cierto es que no lo sé. Alzo la mirada y dejo que la suya me atrape. La luz incide en sus ojos y los hace parecer marrones. Resoplo. Es demasiado guapa. Creo que al final todo se reduce a que no puedo creer que una chica como ella se haya fijado en una chica como yo.
—¿Qué te gustaría hacer ahora? —pregunta y algo en su voz ha cambiado. No sé qué contestar. Bueno, sí lo sé, pero no pienso hacerlo.
—Nada —musito nerviosa. Santana sonríe y me doy cuenta de que lo único que pretendía con esa pregunta era ponerme en otra de esas situaciones en la que queda claro lo colada que estoy por ella. Malhumorada, me revuelvo. La sonrisa de Santana ensancha satisfecha hasta que finalmente se separa incorporándose y dejando que yo haga lo mismo. Coge su copa de vino y le da un trago. Yo lo observo por un momento. Hay muchas cosas que quiero saber y éste es el momento ideal para preguntarlas.
—¿Por qué viniste a buscarme aquella noche para llevarme al hospital? —Porque Lola estaba histérica —responde como si no tuviera importancia, dejando su copa de nuevo sobre la mesa—. No paraba de repetir que necesitabas un médico. Eso no contesta a mi pregunta, pero entonces me doy cuenta de que no he hecho la pregunta adecuada.
—Pero ¿por qué me llamaste? Era tardísimo. Santana se humedece el labio inferior y por un segundo pierde su vista al frente.
—Quería hablar contigo —responde con una media sonrisa dura y sexy en los labios —; en realidad, quería verte. —¿Para qué? Ladea la cabeza y su mirada tan negra atrapa la mía. —¿Para qué te hubiera gustado a ti que quisiese verte? —inquiere a su vez. Santana Lopéz, experta en devolver pelotas al tejado de la pobre Brittany S. Pierce. De pronto vuelvo a estar nerviosa y también algo intimidada. Siempre me he negado a preguntarme lo que siento por ella y ahora es la propia Santana la que lo está haciendo. —No lo sé —susurro. —Pues yo creo que sí lo sabes —sentencia sin asomo de duda y algo en su mirada simplemente me hechiza.
Una parte de mí quiere levantarse y no terminar esta conversación jamás. La otra no se movería de este sofá por nada del mundo.
—¿Alguna vez imaginaste como sería? —inquiero tímida.
—¿El sexo contigo? Asiento. Estoy muy nerviosa, pero no aparto mi mirada de la suya.
—Sí —responde concentrando toda la sensualidad del mundo en una sola palabra—, muchas veces. —¿Y por qué no ha pasado hasta ahora? No sé qué quiero que me conteste a eso, pero necesitaba preguntárselo.
—Porque para todo hay un momento. Santana se gira en un fluido movimiento hasta que queda sentada frente a mí. Despacio, se echa hacia delante y todo mi cuerpo se enciende preso de su proximidad.
—O a lo mejor quería que la desearas hasta que estuvieses tan mojada como lo estabas anoche. Su respuesta me deja sin respiración. Los nervios se concentran burbujeantes en la boca de mi estómago y todos los músculos de mi cuerpo se tensan deliciosamente.
—En la vida hay que ser valiente, Pecosa. Tienes que aprender a aceptar lo que quieres, cuando lo descubras. Santana se levanta e, irradiando toda esa seguridad, se dirige al dormitorio. Yo me quedo inmóvil, tratando de asimilar toda la conversación.
No soy una chica cobarde, pero lo que quiero es demasiado complicado; o quizá no y Santana tiene razón y sólo tengo que pedirlo. Ella no ha hablado de una relación. Sólo sexo. Algo divertido. Sin complicaciones.
—Ya sé lo que quiero —digo levantándome. Santana, a punto de entrar en la habitación, se detiene. Apoya su mano en el marco y ladea la cabeza increíblemente sexy. —Demuéstramelo —me ordena.
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Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Capitulo 9
Despacio, nerviosa, tímida, me llevo las manos al bajo de mi jersey y lentamente me deshago de él sacándomelo por la cabeza. Santana no dice nada, pero la manera en la que me mira me hace sentir increíblemente sexy. Es una mirada fría, incluso un poco dura, pero llena de una sensualidad sin precedentes, como si estuviese haciendo exactamente lo que quiere, como si otra vez le estuviese complaciendo sin ni siquiera saber que lo conseguiría. Me descalzo, me desabrocho los vaqueros y con la misma lentitud me deshago de ellos. Llevo un sencillo conjunto de ropa interior azul, pero ahora mismo me siento como si fuese carísima lencería de La Perla. Santana me hace un leve gesto con la cabeza para que entre en la habitación. Comienzo a caminar. Uno de mis pies sigue al otro y, en realidad, los dos siguen su estela de increíble atractiva. Cuando sólo me quedan un par de metros, Santana se separa apenas un paso de la puerta. Todo es tan sensual. Al pasar junto a ella, tomándome por sorpresa, me coge de las caderas y me lleva contra la puerta. Me levanta a pulso sin ningún esfuerzo y yo reacciono inmediatamente entrelazando mis piernas alrededor de su cintura y mis brazos en su cuello. Me besa desbocado. Su cuerpo aprisionando el mío es lo único que necesito para dejarme llevar.
—Pecosa —me llama contra mis labios. —Lo sé. Esto es sexo, nada más
—respondo completamente entregada.
—No —replica a la vez que se separa lo suficiente para que sus ojos atrapen los míos, dejándome absolutamente claro con su mirada que no podría estar más equivocada
—. Esto es follar, hasta caer rendidas, y no lo vamos a estropear con una estupidez como el amor. Antes de que pueda responder o protestar, vuelve a conquistar mi boca absolutamente indomable y yo la recibo encantada. Santana aparta la tela de mis bragas y de un solo movimiento entra en mí. Las dos gemimos al unísono. Su mano avanza por mi costado hasta perderse en mi pelo. Con la segunda embestida me obliga a alzar la cabeza y otra vez mi boca, y yo, somos suyas. Meto las manos bajo la almohada y me acomodo de lado. Santana está tumbada junto a mí, con la vista clavada en el techo y una de sus manos descansa en mi cadera, haciendo perezosos círculos con el pulgar. Nuestras respiraciones aún están suavemente aceleradas.
—Lola me dijo que eras alemana —comento con la voz tenue para no romper la atmósfera tranquila y relajante en la que estamos sumidas
—, pero no tienes acento. Quiero conocerla un poco mejor.
—Nací en Múnich. Mis padres murieron cuando tenía quince años y vine aquí. Sus palabras son frías, distantes. Me pregunto si es un mecanismo de defensa o simplemente es que, la mujer con menos empatía que he conocido, ni siquiera puede sentirla consigo misma
. —Lo has simplificado bastante, ¿no?
—Eso pasó hace diecisiete años. No hay más que contar, ni más que preguntar
—Y tengo la sensación de que ha sido una advertencia. Santana se incorpora levemente y apaga la luz.
—Además —continúa—, será mejor que nos durmamos ya. Imagino que querrás estar descansada para tu examen ficticio de mañana. Tuerzo el gesto en la oscuridad. ¡Mierda! ¡Me ha pillado! Santana sonríe, me coge de la cintura y me lleva una vez más contra su pecho. Mis labios se inundan de su sonrisa y me dejo envolver por sus brazos. Espero de verdad tener claro lo que quiero. Humm… necesito ir al baño. Cambio de postura y me acurruco, la solución universal para evitar levantarse de la cama, pero no funciona. Necesito ir al baño urgentemente. Abro los ojos malhumorada y me levanto de prisa. Al hacerlo, me doy cuenta de que Santana no está a mi lado. Frunzo el ceño y corro al baño. Cuando vuelva, me ocuparé de eso. Después de lavarme las manos, bebo un poco de agua directamente del grifo y regreso a la habitación. Vuelvo a mirar la cama. ¿Dónde estará? De inmediato llevo mi vista hacia la puerta e, inconscientemente, se me encoge un poco el corazón. Recojo su camisa del borde de la cama, me la pongo y me dirijo al salón con paso sigiloso. No necesito abrir la puerta del todo para ver a Santana otra vez sentada en el suelo, otra vez con la espalda apoyada en el sofá, otra vez con un vaso de whisky y la mirada perdida en el inmenso ventanal. Se toca los mismos sitios: el costado, el brazo, el hombro y la cicatriz sobre la ceja. Vuelve a pronunciar algo con cada movimiento, pero no logro entenderla. Creo que está hablando en alemán. Parece tan furiosa, tan triste, tan sola. Abro la puerta por completo y doy un paso hacia el salón. Probablemente me cueste una pelea y un «no te metas en mis asuntos, Pecosa», pero no puedo darme media vuelta sin más. Necesito saber que está bien. Avanzo un segundo paso, pero el teléfono fijo comienza a sonar, sobresaltando a Santana se gira y yo cierro inmediatamente la puerta. Sin embargo, no lo coge.
El teléfono sigue sonando. Con el ceño fruncido, rodeo el pomo despacio y aún más lentamente abro la puerta Santana está de pie junto al teléfono, observándolo sonar. ¿Por qué no responde? Cuando el aparato calla, se acaba su whisky de un trago y deja el vaso sobre la mesita, todo sin levantar sus ojos del teléfono. Se pasa las dos manos por el pelo y las deja un segundo en su nuca, parece agotada. Santana resopla y se dirige a la habitación al tiempo que deja caer sus brazos junto a sus costados. Yo me aparto de la puerta y rápida vuelvo a la cama. Mierda, no me da tiempo a quitarme la camisa. Sus pasos se oyen muy cerca. ¡Me va a pillar! ¡Torpe, torpe, torpe! Abre la puerta y no se me ocurre otra cosa que bostezar fingiéndome cansadísima.
—¿Qué haces despierta, Pecosa? —pregunta con el ceño fruncido y la voz endurecida. Está claro que no le ha hecho la más mínima gracia
. —He oído el teléfono —me disculpo —. Iba a cogerlo pero ha parado y, entonces, me he dado cuenta de que no estabas. Santana, que ha escuchado atentamente mi explicación, asiente y da un paso hacia mí. No podría jurarlo, pero creo que durante un solo segundo sus ojos se han inundado de alivio, como si le preocupase que le hubiera visto sentada en el suelo.
—¿Quién era? —pregunto en un murmuro.
—Nada importante —responde arisca.
—¿Cómo lo sabes? —vuelvo a inquirir, esforzándome en hacerlo en el tono más amable posible para que no parezca un interrogatorio
—. No lo has cogido. Nadie llama a las… —me giro para ver el reloj de su mesita. Son las cuatro de la madrugada. ¡Es tardísimo!—… cuatro de la mañana si no es importante. Quizá alguien esté en el hospital. ¿No te preocupa? Resopla. Esta situación está empezando a cansarle.
—No es importante —repite clavando sus ojos en los míos. Sólo hay un motivo por el que puede tenerlo tan claro. Sabe perfectamente quién ha llamado, aunque no lo haya cogido. Algo me dice que siempre es la misma persona la que llama y no responde. Y algo me dice también que ella es plenamente consciente de ello.
—Sabes quién era, ¿verdad? Santana da un paso más hacia mí. Su mirada se endurece y al mismo tiempo se llena de arrogancia.
—No te confundas, Pecosa, yo no tengo que darte explicaciones. Le mantengo la mirada, aunque la suya consigue intimidarme. Tiene razón y yo ya sabía que esta situación terminaría así. Santana frunce el ceño imperceptiblemente y su mirada cambia. No quiere seguir con esta conversación.
Se acerca un paso más y con su descaro habitual me mira de arriba abajo. —Quítate mi camisa —me ordena. Sus ojos siguen sobre los míos, pero yo rompo el contacto de nuestras miradas y me centro en mis pies descalzos sobre el parqué. Creo que estoy enfadada, aunque soy plenamente consciente de que no tengo ningún derecho a estarlo. Santana se inclina ligeramente sobre mí.
—No voy a repetírtelo. No es una orden. No me está diciendo que, si no lo hago, me cargará sobre su hombro y me llevará con ella. Es una advertencia. Me está dejando claro que, si no me quito su camisa, me arrepentiré porque perderé una oportunidad de entrar en el paraíso del que sólo ella tiene la llave. Me humedezco el labio a la vez que alzo la cabeza y suspiro suavemente.
Me llevo las manos a la camisa y, despacio, comienzo a desabrocharla. Con el primer botón que atraviesa el ojal, Santana sonríe sexy y satisfecha. Da el último paso que nos separa, agarra la camisa y la abre de golpe, haciendo que los botones salgan disparados por toda la habitación mientras me besa con fuerza.
—Buena chica —susurra con la voz ronca contra mis labios a la vez que me levanta del suelo y de dos zancadas nos lleva hasta la cama. Su cuerpo sobre el mío es mi recompensa por desinhibirme y obedecer, y pienso aprovecharla. Me despierto y perezosa estiro los brazos a la vez que lanzo un gruñidito de puro placer. Esta cama es una pasada. Ruedo hasta levantarme por el otro lado y vuelvo a estirarme. Apenas he dormido, aunque la maratón de sexo ha merecido la pena. Lo de esta mujer definitivamente es otro nivel. No es que yo tenga mucho con qué comparar, pero es como la primera vez que pruebas el chocolate belga con noventa y nueve por ciento de cacao. Sabes que no puede existir en el mundo nada mejor. Frunzo los labios cuando caigo en la cuenta de que Santana no está. Miro el reloj de su mesita. Sólo son las seis y media. Aún es temprano. Voy hasta la cómoda y le robo una camiseta. Ni siquiera pierdo tiempo en buscar mis bragas. Sólo saldré, me aseguraré de que no ha vuelto al suelo del salón y me meteré en el baño para darme una larga, larguísima ducha. Aunque sea sábado, me espera mucho trabajo en Fabray, Hummel y López . Cruzo la puerta recogiéndome el pelo en una coleta. Automáticamente miro hacia el sofá y respiro aliviada cuando no lo veo sentada en el suelo.
—¿Santana? —la llamo.
—Buenos días, Pecosa —me saluda de lo más socarrón desde la terraza. Con el ceño fruncido, me giro hacia ella y creo que voy a tener un ataque de puro bochorno cuando veo a Fabray a su lado. ¡Ni siquiera llevo bragas! ¡Joder! Echo a andar con el paso acelerado, casi corriendo, para ocultarme tras la barra de la cocina mientras noto cómo las mejillas, y creo que todas las partes de mi cuerpo, se están tiñendo de un rojo intenso. Trato de ir tan de prisa y que al mismo tiempo no se me vea el culo, que doy un traspié justo al alcanzar la isla y acabo cayéndome tras el mueble de elegante diseño italiano. ¡Joder, joder, joder! Me levanto casi de un salto y carraspeo intentando recuperar la dignidad perdida. «Y eso que sólo son las ocho de la mañana.»
—Buenos días —saludo muerta de la vergüenza.
—Así es ella —anuncia Santana ceremonioso caminando hacia mí seguido de su amigo—, capaz de cualquier cosa para que empieces la mañana con una sonrisa. La fulmina con la mirada. Es una gilipollas.
Podría haberme avisado de que no estábamos solas.
—Buenos días, Brittany —me saluda Fabray con una sonrisa, luchando por no reírse abiertamente. Santana se acomoda en uno de los taburetes con una impertinente sonrisa y yo vuelvo a asesinarla con la mirada. —Revisa esas inversiones y tomaremos una decisión con Fabray sobre todo el asunto —le comenta a Santana y ella asiente
—. Hasta después, Brittany —se despide dirigiéndose al ascensor. Mentalmente suspiro aliviada, aunque de paso se podría llevar a esta gilipollas.
—Eres un capullo —me quejo en cuanto Fabray se marcha. Cargo la cafetera y la enciendo.
—Y tú, muy divertida. No puedes tirarle la cafetera a la cabeza. No puedes tirarle la cafetera a la cabeza.
—¿Ni siquiera te importa que me haya visto medio desnuda?
—¿Te gustaría que me hubiese puesto celosa? —pregunta con una media y presuntuosa sonrisa colgada del rostro. Santana se levanta, abre el frigorífico y saca una manzana.
—Claro que no —bufo indignada, aunque en realidad no estoy tan segura. Me esfuerzo en ignorarla, pero soy plenamente consciente de cuándo camina hasta mí, quedándose a mi espada, exactamente a un puñado de centímetros.
—Sólo hay dos motivos por los que una pone celosa, Pecosa —susurra con esa voz tan masculina—, y aquí no se cumple ninguno de las dos. Sin más, se aleja y yo me quedo completamente inmóvil. Otra vez me ha robado la reacción. ¡Maldita sea!
—Mueve el culo —me advierte desde el pasillo—. Vestida o no, nos vamos en una hora. Cierro malhumorada la cafetera y resoplo. Gilipollas, gilipollas, ¡gilipollas! Me doy una ducha rápida y me pongo un bonito vestido rojo. No tiene nada de espectacular, pero me gusta cómo me sienta y, después del bochorno sufrido a primera hora de la mañana, necesito algo que me suba la autoestima.
Salgo al salón poniéndome mis tacones nude. Ha pasado poco más de media hora desde que Santana se metió en su estudio, así que tengo un momento para tomarme otro café. Apenas he llegado a la cocina cuando ella aparece desde el fondo del pasillo.
—Tarde —gruñe sin más pasando junto a mí camino del ascensor. Pongo los ojos en blanco y, resignada, giro sobre mis bonitos zapatos. ¿Si la asesinara se consideraría un crimen pasional? Si me toca una jueza que haya conocido a Santana, seguro que me declara inocente y me da la llave de la ciudad. El repiquetear de mis tacones suena contra el elegante parqué mientras me dirijo al ascensor.
Eso parece llamar la atención de Santana, que mantiene sujeta la puerta. Alza la mirada y con descaro me observa de arriba abajo, poco a poco, a la vez que una media sonrisa dura y sexy se va dibujando en sus perfectos labios. Entro en el elevador con la autoestima por las nubes y las mariposas haciendo triples giros y tirabuzones en mi estómago. Santana pulsa el botón del vestíbulo y se deja caer contra la pared al tiempo que se cruza de brazos. Yo clavo mi vista al frente. El ascensor es demasiado pequeño y ella, una vez más, parece un modelo de Esquire. No pienso mirarla y un microsegundo después lo hago embobada. Le noto sonreír, esa sonrisa diseñada para que todo el vocabulario de las mujeres se reduzca a las palabras «sí, señora», y alza la mano hasta que despacio acaricia el bajo de mi vestido.
—Santana —protesto, pero no me muevo ni un ápice.
—Es culpa tuya, Pecosa. Me has puesto como un tren —comenta divertida colocándose a mi espalda. Sus manos se deslizan por mi cintura y, lleno de descaro, me hace comprobar cómo su pedacito de pecado se ha despertado bajo sus pantalones a medida rozándolo con mi trasero. —Santana —me quejo entre risas de nuevo, tratando de zafarme de sus manos.
—Seremos muy rápidas.
—No voy a tener sexo contigo ahora —replico—. Tenemos que ir a la oficina. Santana me gira entre sus brazos.
—Soy uno de los jefes y llegar tarde por estar follando aparece en nuestros estatutos —me explica mientras sus manos vuelan bajo mi vestido.
—Qué previsores —apunto socarrona apartándoselas.
—Los que más —replica volviendo a colarlas.
—Santana… —También puedo meterte algo en la boca para que estés entretenida. La miro con los ojos como platos, tratando de disimular que estoy a punto de echarme a reír, y lo empujo apartándola de mí. Apenas la muevo un centímetro. Ella sonríe como sabe que tiene que hacerlo para que olvide hasta el año en el que vivo y, despacio, vuelve a inclinarse sobre mí.
—Eres una maldita descarada —me quejo divertida, manteniéndole la mirada. Está peligrosamente cerca.
—Quiero llevarte al club. Su voz es sencillamente increíble.
—¿Al Archetype? —murmuro. —Sí. Santana mueve sus manos y acaricia el interior de mis muslos.
—Y quiero follarte con este vestido. Yo ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro aún más nervioso.
—Me parece bien —musito tratando de sonar indiferente. Obviamente no lo consigo, pero la otra opción hubiese sido darle un «sí» mientras movía la cabeza como los perritos de adorno de los coches. Santana sonríe.
—No te estaba pidiendo permiso —sentencia rebosando sensualidad en cada palabra
. —¿Te he dicho ya que eres una descarada? —replico al borde del tartamudeo, intentado demostrarle que también puedo jugar.
—Y yo ya te he advertido que la culpa es sólo tuya… Nuestras respiraciones aceleradas lo inundan todo. El ascensor pita, avisándonos de que las puertas van a abrirse.
—… Pecosa —sentencia separándose de mí con la sonrisa más impertinente del mundo. La observo salir del ascensor como si nada hubiese pasado, mientras yo estoy al borde de estallar como si estuviese fabricada de fuegos artificiales.
—Muévete —me recuerda sin girarse—. Tenemos mucho trabajo. Yo pongo los ojos en blanco a la vez que echo la cabeza hacia atrás, resoplo, sonrío y finalmente echo a andar. La cabronazo es imposible, pero también divertidísima. No se puede negar la evidencia. Al poner un pie en pleno Park Avenue, respiro hondo.
Necesito un poco de aire fresco que no huela deliciosamente bien para dejar de imaginármelo desnuda.
—Hoy comeremos con Dillon Colby —comenta Santana mientras el jaguar se sumerge de lleno en el caótico tráfico de la Séptima. Yo me giro sorprendida hacia ella.
—¿Significa que empezaré a trabajar en el edificio Pisano? Me hace mucha ilusión.
—Sí —contesta displicente—, quiero recuperar la intimidad de mi despacho. Le dedico mi peor mohín.
—Vas a echarme de menos —replico socarrona. Santana se inclina despacio sobre mí. Por un momento creo que va a besarme y todo mi cuerpo se enciende. El segundo asalto ha llegado demasiado pronto y no tengo fuerzas para hacerme la interesante. Mi libido está desatada desde el ascensor.
—Pecosa —me advierte en un susurro—, otra vez estás pensando que eres irresistible. Se separa torturador y su delicioso olor a suavizante caro y gel aún más caro vuelve a sacudirme. Debería darle una bofetada por lo que ha dicho, pero, en lugar de eso, mi cuerpo se está deleitando con toda su proximidad. Siempre pensé que mi único problema era que es demasiado guapa, después se sumó que folla demasiado bien. Ahora me doy cuenta de que el mayor de todos mis problemas es ese halo de puro atractiva y sexo que la envuelve y hace que me sea absolutamente imposible pensar en cualquier otra cosa.
Después de pasar la mañana en la oficina, a eso de la una, atravesamos la ciudad hasta el barrio de Chelsea. Vamos a comer en Malavita. Lo cierto es que ya tengo curiosidad por conocer ese sitio. Si se parece un poco a la comida que preparan, será espectacular. Durante el trayecto, Santana me da algunos detalles sobre Dillon Colby. Trabaja para ellos desde hace varios años, pero desde hace algunas semanas Santana no está nada contento. Si todavía sigue en nómina, es por Fabray u Hummel y, sobre todo, porque McCallister ha accedido a una segunda reunión y esos dos millones de dólares no están perdidos del todo. El Malavita resulta ser aún mejor de lo que imaginaba. Es un local inmenso con las paredes pintadas de un impoluto blanco y toda la decoración, desde las lámparas hasta los pequeños y sofisticados centros de mesa, en tonos dorado envejecido y negro. La sala es completamente diáfana, de manera que desde cualquier punto del restaurante puede contemplarse la cocina, separada únicamente por una pared de cristal. La maître, con un entallado vestido tangerine, nos acompaña hasta nuestra mesa, prácticamente en el centro de la sala. Ya a unos pasos puedo ver a un hombre de unos cincuenta años perfectamente trajeado que me imagino será Dillon Colby. Junto a él hay otro de unos treinta, muy guapo y bastante nervioso. Debe de ser su asistente.
—Buenos tardes, señorita López —lo saluda Dillon Colby al vernos llegar. Inmediatamente se levanta y le tiende la mano.
—Buenos tardes —añade el otro chico también incorporándose. Santana se detiene junto a una de las sillas y alza la mirada llena de arrogancia. Un simple gesto que ha resultado increíblemente intimidante. No ha necesitado más para demostrar quién manda aquí. Aparta la silla y lentamente se gira para mirarme. Frunzo el ceño un segundo y tardo otro en comprender que me la está apartando a mí. No deja de sorprenderme que pueda ser una persona tan implacable y, al mismo tiempo, cuando quiere, tener unos modales perfectos. Es algo que sin duda alguna debe de haber interiorizado desde pequeño.
—Buenas tardes —saludo tomando asiento. Los hombres, visiblemente intimidados por la actitud de Santana, reparan en mí y agradecen con sendas sonrisas el salvavidas que acabo de lanzarles.
—Me llamo Connor —se presenta el joven tendiéndome la mano cuando se sienta a mi lado—. Connor Derby —me aclara cuando se la estrecho. Santana coge la carta y todos la imitamos. El camarero se acerca y pide vino para los dos. Una botella con nombre francés. Me parece bien, aunque no se me pasa por alto el detalle de que ni siquiera me ha consultado. —Tienes nombre de corredor de la NASCAR —le comento a Connor con una sonrisa que inmediatamente me devuelve.
—Nunca lo había pensado —se defiende—. ¿Y cuál es tu nombre? A lo mejor yo también tengo algo que decir sobre él. Automáticamente recuerdo la primera vez que Santana me llamó Pecosa.
—Me llamo Brittany S. Pierce —respondo desafiándolo a que haga algún comentario. Connor se devana los sesos casi un minuto y finalmente estalla en una sonrisa llena de dientes infinitamente blancos. Es muy bonita, pero no me dice nada. No es sexy, ni dura, ni impertinente. No tiene ese no sé qué.
—No, no tengo nada que decir —se sincera al fin. —Entonces he ganado yo —replico divertida.
—Si no es mucho pedir, podemos empezar ya con esta estupidez de reunión. No quiero perder más el tiempo. La voz de Santana, mordaz y sin una pizca de amabilidad, me sobresalta. Cuadro los hombros y la miro de reojo. No parece muy contento. Sabía que Dillon Colby no le caía demasiado bien, pero no imaginé que su animadversión fuera tan contundente.
—Por supuesto, señorita López —responde Colby solicito—. Con respecto al asunto McCallister… Santana cierra la carta y la deja caer sobre la mesa sin levantar los ojos de Dillon Colby.
Con ese simple gesto le está diciendo que tenga mucho cuidado con lo que piensa decir acerca de ese asunto. Si yo fuera Colby, tragaría saliva y fingiría locura transitoria.
—Lamento lo ocurrido —continúa, y juraría que ha estado a punto de tartamudear —. Sólo quiero que sepa que, en las nuevas negociaciones, no habrá margen de error.
—Por supuesto que no lo habrá —sentencia Santana—. Voy a encargarme personalmente. Colby abre los ojos como platos. Si tuviera un monóculo, se le habría caído en la copa de vino.
—Efectivamente —continúa Santana mordaz—. Significa que se queda sin su comisión del dos y medio por ciento. Supongo que ahora sí que lamenta lo ocurrido —añade repitiendo con sorna las mismas palabras que Dillon Colby ha pronunciado hace sólo unos segundos. Santana toma su copa de vino y le da un trago aún con los ojos sobre su interlocutor. Ha sido una exhibición de poder y huevos en toda regla. Brillante, intimidante y también muy excitante. Yo me obligo a dejar de mirarla embobada y centro mi vista en la carta. Es ridículo, pero todos los músculos de mi vientre se han tensado con cada palabra que ha pronunciado.
El camarero regresa para tomarnos nota, pero aún no sé qué pedir.
—Pide los ravioli de langosta con trufa blanca —me aconseja Connor—. Te encantarán. Yo asiento y se lo agradezco con una sonrisa. Mientras esperamos la comida, charlo discretamente con Connor. Como imaginé, trabaja como asistente de Colby. Es muy simpático y realmente amable. Santana no me dirige la palabra ni una sola vez. Creo que sigue demasiado enfadado. Cuando le doy el primer bocado a mis ravioli, no puedo evitar que un gruñidito se me escape. Están deliciosos.
—Te lo dije —comenta Connor satisfecho. —Están muy buenos —le confirmo. Él sonríe y se inclina con disimulo sobre mí. —Me gusta tu vestido —dice en un murmuro. Nota mental: este vestido es la caña. Sonrío y, al alzar la mirada, me encuentro con la de Santana. Ella frunce el ceño imperceptiblemente y rompe nuestro contacto, pensativa.
—Señorita… —me llama Dillon Colby invitándome a decir mi nombre. —Conrad, Brittany S. Pierce. Mi futuro jefe directo me sonríe amable.
—¿Cuándo se incorporará al edificio Pisano con nosotros? Ahora la que sonríe soy yo. Me hace mucha ilusión empezar a trabajar en mi nuevo puesto, pero no sé cuándo decidirá Santana que ya estoy lista.
—Lo cierto… La señorita Pierce es nuestra nueva ejecutiva júnior
—me interrumpe Santana—. Se quedará con nosotros en las oficinas principales. ¡¿Qué?! Miro a Santana con los ojos como platos, como si ahora fuese yo quien se hubiese quedado sin su comisión del dos y medio por ciento. ¿Cómo se le ocurre contratarme como ejecutiva júnior? ¿Cómo se le ocurre siquiera insinuarlo?
Es cierto que he aprendido mucho durante este tiempo trabajando con ella y me estoy esforzando en la universidad, pero todavía no tengo la preparación ni la experiencia necesarias para un puesto así. Sin embargo, Santana ni siquiera se molesta en devolverme la mirada y sigue centrado en su plato de comida. ¿Por qué está haciendo esto? Sonrío algo aturdida a las felicitaciones de Colby y Connor. Ahora mismo la mente me está funcionando a mil kilómetros por hora. El almuerzo termina poco después. Sigo sin poder creer lo que ha dicho . No Santana quiero parecer desagradecida, pero es una auténtica locura y una verdadera estupidez. Nada más pagar la cuenta, s Santana e levanta y, amable, aunque creo que en realidad lo hace para que no me quede charlando con Connor, me aparta suavemente la silla para que haga lo mismo.
—Ha sido un placer, señorita López —se despide Dillon Colby. Donovan ni siquiera lo mira—. Señorita Pierce
. —Lo mismo digo —respondo con una sonrisa. Santana exhala brusca todo el aire de sus pulmones y coloca la palma de su mano al final de mi espalda, obligándome a empezar a caminar. Cuando nos hemos alejado unos pasos, me giro y saludo con un gesto de mano a Connor, que aún nos observaba. Por muy discreta que he intentado ser, Santana parece darse cuenta porque su palma baja posesiva unos centímetros, lo suficiente para dejar de ser un gesto absolutamente inocente y convertirse en otra cosa. Una idea de lo más absurda se pasea por mi mente, pero la descarto rápidamente. El coche nos espera en la puerta del restaurante. Le sonrío al chófer, que mantiene la puerta abierta, y me acomodo en la parte de atrás.
—¿A qué ha venido eso? —le pregunto a Santana en cuanto hace lo mismo.
—Pecosa, ¿a qué ha venido qué?
—inquiere a su vez malhumorada. Resoplo. ¿En serio tiene que preguntármelo? —¿De verdad vas a contratarme como ejecutiva júnior? ¡Es una locura! —trato de hacerle entender.
—¿Sabes?, tu manera de dar las gracias me sigue resultado cuanto menos peculiar —se queja arisca ¿Por qué demonios está tan enfadada?
—No puedes hacerlo. —Es ridículo. No soy la persona apropiada para el puesto. Quizá dentro de un tiempo—. No tengo la preparación ni la experiencia. Ahora es Santana la que resopla y, sin darme más explicaciones, se abalanza sobre mí y me besa con fuerza, salvaje.
—Quiero escuchar cómo te corres —susurra con su indomable voz. Sus palabras hacen que todo me dé vueltas. Tierra llamando a Britt. Tierra llamando a Britt. Sólo lo está haciendo para no seguir hablando y salirse con la suya.
—Donovan —murmuro contra sus perfectos labios—, para —añado haciendo un pobre intento por apartarla de mí. Pero ella responde perdiendo su mano en mi cuello y apretándolo sólo un poco, lo justo para que todos mis circuitos mentales se fundan cuando me muerde el labio inferior. Maldita sea, esto se le da demasiado bien. — Santana —lo llamo en un mar de gemidos. Si claudico ahora, le dejaré creer que puede solucionar todos los problemas así. — Santana —mi voz ya está inundada de deseo—, por favor. Sacando fuerzas no sé de dónde, la empujo y, al fin, a regañadientes, se aparta.
—¿Qué? —pregunta aún más malhumorado.
—Santana, no soy la persona apropiada para ese puesto. ¿Por qué no quieres entenderlo?
—No tengo nada que entender —sentencia intimidante—. Pago por tu formación y te estoy dando la experiencia. La decisión es mía. Yo asiento un par de veces al tiempo que aparto la mirada de ella. Definitivamente calladita estoy mucho más guapa. Resoplo. No se trata de que no esté contenta, es que no creo estar a la altura. Hace menos de un mes estaba sirviendo cafés y ahora voy a ser ejecutiva júnior. ¡Es una pasada! Resoplo de nuevo.
—¿Lo has hecho porque nos estamos acostando? Si dice que sí, se acabó. Vuelvo a la cafetería de cabeza. No pienso permitir que nadie, y mucho menos ella, dé por hecho que utilizaría el sexo como moneda de cambio.
Santana exhala brusca todo el aire de sus pulmones. Está claro que ella ya había dado la conversación por terminada.
—No, no lo he hecho porque nos estamos acostando —responde displicente, sin ni siquiera mirarme. Yo asiento muy seria mientras mentalmente doy un suspiro de alivio. A pesar de que me sigue pareciendo una locura, una sensación de orgullo febril y pura euforia van inundándome por dentro.
—¿Tendré despacho? Santana resopla.
—Sí, tendrás despacho. Asiento de nuevo y me humedezco el labio inferior tratando de contener una sonrisa cada vez más indisimulable. —Gracias —susurro con la vista al frente. Noto cómo Santana me observa, apenas un segundo, y vuelve su mirada a la ventanilla. Ella también trata de disimularlo, pero de reojo puedo ver cómo sus labios se curvan hacia arriba en una incipiente sonrisa. Llegamos a la oficina y volvemos al trabajo. No hay más comentarios ni insinuaciones sobre mi vestido y, aunque me moleste admitirlo, la echo de menos. Santana está más callada y arisco de lo habitual. Definitivamente Dillon Colby no es su persona favorita en el mundo. A media tarde sigo dándole vueltas a lo mismo. Estoy contenta, pero no puedo evitar que una parte de mí siga llena de dudas. Con el fin de encontrar un nuevo punto de vista, me escapo a la oficina de enfrente y le cuento a Lola mi nueva situación laboral. Ella frunce los labios, calla durante todo un minuto y finalmente me dice que esta noche saldremos a cenar. La conozco lo suficiente como para saber que se avecina una teoría o un sermón sobre lo que está pasando en mi vida. No sé qué me da más miedo de las dos cosas. Al regresar al despacho, me sorprendo al encontrar a Santana apoyada, casi sentado, en su carísima mesa de diseño hablando con Fabray.
—Hola —lo saludo con una sonrisa camino del sofá.
—No te me escapes, Brittany —me advierte Kurt con una sonrisa—. Tenemos que celebrar tu ascenso y que por primera vez esta empresa va a tener una ejecutiva júnior —añade socarrón mirando a Santana. Ella frunce los labios arrogante a la vez que se cruza de brazos sin levantar la vista de su amigo.
—No hay nada que celebrar y mucho menos contigo —replica Santana divertido. Hummel lanza un silbido fingiéndose herido por las palabras de su amigo
. —Eso ha dolido —añade con una sonrisa—. A la sala de conferencias. Fabray lleva el Glenlivet. Kurt gira sobre sus talones para marcharse, pero yo doy un paso al frente llamando su atención.
—Mejor no voy —le anuncio—. Celebradlo sin mí. Quiero ir. Me muero de curiosidad por ver a estos tres comportarse en actitud extralaboral, pero no sé si a Santana, después de tenerme en su casa y en su oficina, le hará mucha gracia que invada el tiempo con sus amigos. Al fin y al cabo ha sido idea de Fabray , no de ella.
—De eso nada —replica Fabray—. Ya eres uno de los nuestros, Fabray y Kurt , y eso incluye las copas después del trabajo o en el trabajo —añade con una sonrisa de lo más pícara y, sin esperar respuesta por mi parte, se marcha cerrando la puerta tras él.
—Puedo poner alguna excusa si no quieres que vaya —le digo a Santana encogiéndome de hombros.
—Claro que no quiero que vayas, Pecosa —responde sin asomo de duda rodeando su escritorio y prestándole toda la atención a su ordenador —, pero ya has oído. Ahora eres uno de los nuestros — sentencia con una sonrisa. Me gusta esa sonrisa, es bonita y sincera, y no puedo evitar imitarla. Santana me hace un gesto con la cabeza para que empiece a caminar y así lo hago. Apenas hemos cruzado el umbral de su despacho cuando siento la palma de su mano al final de mi espalda, guiándome hasta la sala de reuniones.
—Aquí está nuestra nueva ejecutiva júnior —comenta Fabray con una sonrisa al vernos entrar. Yo se la devuelvo y me siento en la silla que Santana me aparta amablemente. Kurt toma uno de los vasos con whisky y hielo y lo desliza por la carísima madera de la inmensa mesa hasta dejarlo frente a mí. Hace lo mismo con otro de ellos y se lo pasa a Santana. —Muchas gracias por todo, chicos —comento con una sonrisa enorme. Estoy muy contenta. Me siento como si tuviéramos seis años y me hubiesen dejado subir a la casa del árbol con el cartel en la puerta de «chicas no».
—No hay de qué —replica Fabray sin asomo de duda
—. Te lo mereces. Aguantar a este gilipollas —continúa en clara referencia a Santana
— es una tarea para valientes. A Marley le pagamos todos los años una semana en Cabo San Lucas para desestresarla. Me humedezco el labio inferior luchado por disimular una sonrisa mientras Fabray asiente reafirmándose en cada palabra. Santana le da un trago a su copa sin sentirse aludido
. —Creí que por eso te la estabas tirando —replica burlón—, para desestresarla. —Yo no me tiro a tu secretaria. Soy un profesional, joder —se queja.
—Di más bien que no te la pone dura —especifica Kurt. Fabray suspira resignada. —Creo que es de las que les va hacerlo con la luz apagada. No es de mi estilo. No quiero reírme, no tiene gracia, pero el cabronazo lo dice tan desolado, como si realmente le apenase el problema que los separa, poniéndolos al nivel de Romeo y Julieta, que no puedo evitarlo y rompo a reír. Santana y Kurt no tardan en acompañarme con sendas sonrisas. Quinn Fabray es un auténtica sinvergüenza. —¿Cómo es posible que ninguna mujer haya incendiado ya tu despacho? —protesta Kurt pensativo recostándose sobre su asiento—. Eres un jodido irlandés con suerte —conviene sin encontrar otra solución. Fabray bufa indignado.
—Claro, porque vosotros sois dos angelitos, no te jode.
—Yo por lo menos soy discreto —replica Kurt. —No me hagas reír —interviene Santana. —¿Tiene algo que decir miss me la tiré en un ascensor trasparente alemana? —Tengo la doble nacionalidad —gruñe como respuesta. —Y Fabray nació en Portland, pero para mí siempre seréis dos pobres sin papeles. . Os imagino tan adorables —explica Fabray perdiendo su mirada al frente para ganar en dramatismo—, viendo la estatua de la Libertad desde la cubierta de un barco asolado por el tifus... y se me parte el corazón.
Los dos lo fulminan con la mirada y todos nos echamos a reír. Me gusta ser una más. Cuando nuestras carcajadas se calman, Santana ladea la cabeza y me mira de una manera increíblemente sexy. Yo suspiro con fuerza sin apartar mi mirada de la suya. A veces creo que sólo me mira así para ver si consigue que me desmaye sin llegar a tocarme. Empuja su vaso despacio y lo deja junto a mi mano, que descansa sobre la mesa. Sonrío suavemente. No he tocado mi copa, pero beber de la Santana tiene un significado completamente diferente. Está lleno de sensualidad y también de complicidad. Lo cojo insegura y, justo antes de levantarlo de la madera, Santana alza sus dedos y acaricia furtivo los míos. Un gesto que apenas dura un segundo, pero que enciende todo mi cuerpo y me deja al borde del colapso. Sin mostrar ninguna reacción, Santana centra su atención en los chicos y lo que sea que están diciendo. ¡Maldito autocontrol! Resoplo hondo mentalmente y discreta externamente.
Tranquilízate, Brittany Susan Pierce. No puedes desmayarte y despertar con un pijama de Hello Kitty y dos corazones gigantes por ojos. Tus otros dos jefes están a una exclusiva mesa de madera de secuoya californiana de distancia. Reuniendo la poca compostura que me queda, le doy un sorbo a su copa y los observo por encima del cristal. Fabray me sonríe satisfecha un segundo y vuelve a la conversación. No sé si lo ha hecho por mi ascenso o por mi momento de complicidad con Santana.
La respuesta me da vértigo. Después de un rato más de charla y muchos trapos sucios, decido que es hora de volver al trabajo. Los chicos me despiden divertidos con vítores y yo regreso al despacho con una sonrisa. Apenas llevo unos minutos allí cuando la puerta se abre de golpe. Santana se abalanza sobre mí como el bello animal que es y me besa con fuerza. Yo gimo contra sus labios absolutamente encantada por su rudeza y toda su indomable sensualidad. Me muerde el labio inferior y tira de ella hasta que el placer se mezcla con el dolor y vuelve a hacerme gemir.
—Al club —ordena sensual—. Ahora. Asiento nerviosa. Si ya tenía curiosidad por ir al club, ahora me muero de ganas. Santana se separa de mí liberándome de su hechizo. Soy consciente de que quiere que coja mi bolso y mi abrigo y nos marchemos ya, pero mis piernas se niegan a colaborar. «Está así de bueno, Britt Conrad, y tú tienes toda esa suerte.» Camino del sofá en busca de mis cosas, puedo ver cómo una Brittany imaginaria sale de mí y comienza a dar volteretas y triples mortales mientras corre como las protagonistas de esos dibujitos manga que siempre van descalzas por las montañas. Nos acomodamos en la parte trasera del jaguar e inmediatamente nos incorporamos al tráfico. Miro a Santana de reojo esperando a que salte sobre mí y continué besándome de esa manera tan increíble, pero no lo hace. A la tercera vez que la miro, se da por aludida y sonríe. —¿Esperas algo, Pecosa? Niego con la cabeza. Muerta antes que reconocerlo. Pecosa tiene dignidad. Carraspeo un par de veces y miro por la ventanilla otras tantas.
—¿Por qué vas al Archetype? Qué mejor momento para preguntar. Santana sonríe de nuevo con la vista al frente. Está claro que mi curiosidad le parece de lo más divertida.
—Quiero decir —trato de explicarme y dejar de parecerle una cría que nunca ha visto a una mujer u hombre desnudo—, sé por qué cualquier persona iría a cualquier club, pero ¿por qué a ése? Santana se mueve ágil en el asiento hasta que me tiene de frente. Estira su brazo a lo largo del respaldo y sus hábiles dedos se quedan muy cerca de mi hombro.
—Por las posibilidades —susurra enigmática—. El sexo es divertido y el sexo cumpliendo todas tus fantasías lo es aún más. Abro la boca dispuesta a decir algo, pero acabo cerrándola. La abro y vuelvo a cerrarla una vez más. Esa frase me ha dejado sin palabras.
—¿Tú… tú has cumplido todas tus fantasías? —alcanzo al fin a preguntar. Santana sonríe de nuevo de esa manera tan dura y sexy. Es interesante saber que el centro mundial de las fantasías de cientos de mujeres, probablemente miles, tiene a su vez las suyas propias. —Si quiero algo, lo tengo —sentencia con su voz más ronca y sensual—. No necesito fantasear con ello. Uau. Los músculos de mi vientre se tensan deliciosamente. Aprieto los muslos con suavidad, tratando de controlar toda la excitación que amenaza con desbordarme.
—¿Y qué hay de ti? —pregunta torturándome con cada letra—. ¿Cuáles son tus fantasías? No se me escapa el hecho de que ha preguntado cuáles son mis fantasías y no si las he cumplido, dejando clarísimo que sabe que la respuesta a esa hipotética pregunta sería un no. Tiene razón, pero me molesta un poco que esta tan segura de ello. —No lo sé —murmuro nerviosa. —Déjame ayudarte —dice reduciendo por completo la distancia entre ambos. Alza su mano y la coloca sobre mi muslo, en el punto preciso donde termina mi vestido. —Cuando te follo, sé exactamente lo que tengo que hacer para que te corras y es porque sé exactamente en lo que estás pensando —susurra con su cálido aliento bañando mi mejilla. Trago saliva y mi respiración se acelera suavemente. Sus dedos se mueven cálidos y seductores jugando con mi piel y mi vestido.
—Pecosa, sólo necesito mirarte para saber lo que te mueres de ganas de que te haga. Su mano se desliza posesiva bajo la tela.
—Dónde quieres que te muerda, que te bese, que te toque... Gimo tratando de contener el huracán que está arrasando mi cuerpo.
—Y ahora quiero saber cuánto tiempo tardarías en correrte si fuésemos dos las que nos encargáramos de hacer exactamente eso.
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Disculpen si hay algun error de ortografia o con el nombre de los personajes pero es que estoy medicada pero quize subir el capitulo por que mañana no podre actualizar
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
No te preocupes y gracias por los capítulos, me gusta la relación odio-amor de Santana y brittany
Saludos
Saludos
lana66** - Mensajes : 60
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Oh oh:s cruzaron la raya!:o igual, no iban a poder aguantar demasiado tiempo sin tocarse$-$
A ver como va eso del club:$
A ver como va eso del club:$
Susii********-*- - Mensajes : 902
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
CAPITULO 10
¡¿Qué?! Mi mente regresa de la neblina jadeante a tiempo de no desmayarme. Quiere que hagamos un trío. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¡¿Con quién?! Respiro hondo. Ahora mismo todo me da vueltas. Su mano sube un poco y me acaricia por encima de las bragas. Un gemido se escapa de mis labios. Quiero pensar, pero sencillamente no puedo. —El sexo es todo lo que tú quieres que sea. Me seduce con su voz y sólo puedo dejarme llevar. Asiento tímida sin apartar mi mirada de la
suya y, como recompensar ella me besa con fuerza una sola vez. El jaguar se detiene, se baja y me espera paciente a que haga lo mismo. Yo cierro los ojos y respiro con fuerza antes de salir.
Cuando al fin lo hago, ella me toma de la mano y me guía hacia la entrada del club. No sé si es por Santana, por el Archetype o por la burbujeante mezcla de ambos, pero estoy mucho más nerviosa de lo que imaginé que estaría. Si ya me resulta increíble que una mujer como Santana quiera acostarse conmigo, ella quería que sean dos es algo que se escapa completamente a mi control. No tengo experiencia. Ni siquiera sé si voy a saber hacerlo. El portero nos abre la puerta en el preciso instante en el que ve a Santana y nos saluda discreto y profesional. Por dentro todo está exactamente igual que la última vez. Las camareras siguen vestidas de pinup y todo está envuelto en ese halo de latente sensualidad y misterio. No es algo vulgar ni frívolo. Cada centímetro cuadrado de este sitio es elegante y sofisticado, el espejo perfecto de sus clientes y de la ciudad en la que domina la perversión y el pecado en compañía de una botella de Dom Pérignon Rose. Santana nos guía a través de una de las puertas de la sala principal y después por uno de los entramados de pasillos hasta acceder a una nueva estancia. Es más pequeña e íntima, pero traslada perfectamente el ambiente de la anterior. Hay un precioso sofá gris oscuro y sobre él un inmenso ventanal. Las vistas son impresionantes. Primero el East River, sereno y tranquilo, después Roosevelt Island y, al fondo, los rascacielos de Hunters Point y Astoria. Doy un paso más hacia el centro de la habitación y en seguida dos cómodas vintage llaman mi atención. La madera ha sido tratada dando la impresión de que han sido pintadas en varias ocasiones de diferentes colores y con los años, poco a poco, unas pinturas han dejado entrever otras: blanco, gris y el morado final; todo bajo unos preciosos y labrados tiradores dorados. El mueble más bajo funciona como bar.
Hay una cubitera con champagne enfriándose y una hilera de licores. En las botellas, el número más pequeño que leo es veinticinco años. La iluminación es tenue como una canción de Sade.
Todo diseñado para marcar un ritmo deliberadamente lento y sensual. Santana va a la puerta y se apoya en ella llevándose las manos al final de la espalda. Su mirada está sumergida en un deseo sordo y hambriento, pero, sobre todo, en la arrogancia y la diversión de saborear la expectación que ha conseguido crear en mí con una sola habitación. Me mira de arriba abajo con descaro y camina sexy hasta la cómoda más alta. Cuando la abre, contengo el aliento al ver todo tipo de juguetes de BDSM. Hay fustas, esposas, mordazas. Acabo de subir un escalón más de placer y acabo de instalarme en él cuando Santana coge una de las fustas y juguetea con la punta entre sus dedos. Sin embargo, sin ser invitada, la Brittany S Pierce que ha visto demasiados programas de crímenes sin resolver en el Discovery Channel aparece pidiéndome a gritos que tome alguna medida de seguridad. Nerviosa, saco mi móvil y, antes de pensarlo con claridad, le hago una foto a Santana y se la envío en un mensaje a Lola con la dirección del club.
—¿Qué haces? —pregunta tratando de ocultar una incipiente sonrisa. Afortunadamente se lo ha tomado con humor.
—Le he mandado un mensaje a Lola con tu foto y la dirección de este sitio —me sincero.
Santana entiende al instante por qué lo he hecho y su sonrisa se ensancha al tiempo que se vuelve más maliciosa.
—Lola me conoce —comenta haciéndome caer en lo obvio—. Ya sabe el aspecto que tengo. Además —continúa acercándose a mí con paso lento y cadencioso y la fusta aún en la mano—, ¿no has pensado que, después de maniatarte y hacer contigo lo que quisiera entre estas cuatro paredes, podría hacer lo mismo con Lola? Está demasiado cerca, es demasiado guapa, su voz es demasiado grave y huele demasiado bien. No tengo escapatoria. Tampoco la quiero. —Lola no te abriría la puerta —murmuro al borde del tartamudeo. Santana enarca una ceja dándome a entender que, si quisiera, podría conseguir que Lola le hiciera la declaración de la renta con una mano y cupcakes con la otra a la vez que le hace una mamada. En ese preciso instante suena mi móvil. La foto me ha puesto cachonda. Bufo indignada por la capacidad de calibrar el peligro de mi mejor amiga al tiempo que alzo la mirada.
—Supongo que sí te abriría la puerta —claudico. Santana se humedece el labio inferior contento por su victoria y da un paso más hacia mí. Me toma por la cadera y me atrae hacia ella de un tirón, eliminando cualquier centímetro de aire entre nosotras. —El día que decida usar esto contigo… Alza la fusta y pasa la punta suave y lentamente por mi labio inferior. Sus ojos, más negros que nunca, se posan en el movimiento y en mi boca entreabierta. —… lo único que vas a hacer cuando termine… Retira la fusta y se inclina un poco más sobre mí. Ya puedo sentir sus labios casi rozar los míos. —… es suplicarme que vuelva a empezar. Me azota con la fusta en el trasero. Doy un respingo y gimo por la sorpresa, pero también por cuánto me ha gustado. Brittany está cruzando fronteras. Brittany no quiere pensar. Santana sonríe, tira la pequeña fusta, toma mi cara entre sus manos y me lleva contra la pared al tiempo que me besa con fuerza. —Voy a follarte como si estuviésemos solas en la faz de la tierra. Sonrío contra sus labios encantada con semejante idea. Santana me devuelve la sonrisa, se separa sólo un segundo y vuelve a besarme, torturándome una y otra vez, calmando con nuevos besos la ansiedad que ella misma crea cuando se aleja. Me estrecha aún más contra su cuerpo y choca contra mi sexo. Estoy a punto de arder literalmente cuando oigo un pequeño ruido y después uno un poco mayor. Abro los ojos y, nerviosa, desuno nuestros labios y clavo mi mirada a un lado al ver que hay otra persona en la habitación. Es una mujer. Cuando en el coche habló de una segunda persona, di por hecho que se refería a un hombre. Si antes estaba nerviosa, ahora creo que voy a sufrir un ataque de ansiedad en toda regla. Santana mira hacia atrás y sonríe. Acuna mi cara suavemente y me obliga a volverla para darme otro beso, igual de intenso, pero también muy dulce. Cuando nos separamos, busca inmediatamente mi mirada y, al atraparla, sonríe. Quiere infundirme toda la seguridad que sabe que ahora mismo no siento. Me toma de la mano y entrelaza nuestros dedos, ese gesto siempre me reconforta, y nos mueve despacio hasta colocarse a mi espalda. —Erika, ven aquí —le ordena.
¡¿Qué?! Mi mente regresa de la neblina jadeante a tiempo de no desmayarme. Quiere que hagamos un trío. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¡¿Con quién?! Respiro hondo. Ahora mismo todo me da vueltas. Su mano sube un poco y me acaricia por encima de las bragas. Un gemido se escapa de mis labios. Quiero pensar, pero sencillamente no puedo. —El sexo es todo lo que tú quieres que sea. Me seduce con su voz y sólo puedo dejarme llevar. Asiento tímida sin apartar mi mirada de la
suya y, como recompensar ella me besa con fuerza una sola vez. El jaguar se detiene, se baja y me espera paciente a que haga lo mismo. Yo cierro los ojos y respiro con fuerza antes de salir.
Cuando al fin lo hago, ella me toma de la mano y me guía hacia la entrada del club. No sé si es por Santana, por el Archetype o por la burbujeante mezcla de ambos, pero estoy mucho más nerviosa de lo que imaginé que estaría. Si ya me resulta increíble que una mujer como Santana quiera acostarse conmigo, ella quería que sean dos es algo que se escapa completamente a mi control. No tengo experiencia. Ni siquiera sé si voy a saber hacerlo. El portero nos abre la puerta en el preciso instante en el que ve a Santana y nos saluda discreto y profesional. Por dentro todo está exactamente igual que la última vez. Las camareras siguen vestidas de pinup y todo está envuelto en ese halo de latente sensualidad y misterio. No es algo vulgar ni frívolo. Cada centímetro cuadrado de este sitio es elegante y sofisticado, el espejo perfecto de sus clientes y de la ciudad en la que domina la perversión y el pecado en compañía de una botella de Dom Pérignon Rose. Santana nos guía a través de una de las puertas de la sala principal y después por uno de los entramados de pasillos hasta acceder a una nueva estancia. Es más pequeña e íntima, pero traslada perfectamente el ambiente de la anterior. Hay un precioso sofá gris oscuro y sobre él un inmenso ventanal. Las vistas son impresionantes. Primero el East River, sereno y tranquilo, después Roosevelt Island y, al fondo, los rascacielos de Hunters Point y Astoria. Doy un paso más hacia el centro de la habitación y en seguida dos cómodas vintage llaman mi atención. La madera ha sido tratada dando la impresión de que han sido pintadas en varias ocasiones de diferentes colores y con los años, poco a poco, unas pinturas han dejado entrever otras: blanco, gris y el morado final; todo bajo unos preciosos y labrados tiradores dorados. El mueble más bajo funciona como bar.
Hay una cubitera con champagne enfriándose y una hilera de licores. En las botellas, el número más pequeño que leo es veinticinco años. La iluminación es tenue como una canción de Sade.
Todo diseñado para marcar un ritmo deliberadamente lento y sensual. Santana va a la puerta y se apoya en ella llevándose las manos al final de la espalda. Su mirada está sumergida en un deseo sordo y hambriento, pero, sobre todo, en la arrogancia y la diversión de saborear la expectación que ha conseguido crear en mí con una sola habitación. Me mira de arriba abajo con descaro y camina sexy hasta la cómoda más alta. Cuando la abre, contengo el aliento al ver todo tipo de juguetes de BDSM. Hay fustas, esposas, mordazas. Acabo de subir un escalón más de placer y acabo de instalarme en él cuando Santana coge una de las fustas y juguetea con la punta entre sus dedos. Sin embargo, sin ser invitada, la Brittany S Pierce que ha visto demasiados programas de crímenes sin resolver en el Discovery Channel aparece pidiéndome a gritos que tome alguna medida de seguridad. Nerviosa, saco mi móvil y, antes de pensarlo con claridad, le hago una foto a Santana y se la envío en un mensaje a Lola con la dirección del club.
—¿Qué haces? —pregunta tratando de ocultar una incipiente sonrisa. Afortunadamente se lo ha tomado con humor.
—Le he mandado un mensaje a Lola con tu foto y la dirección de este sitio —me sincero.
Santana entiende al instante por qué lo he hecho y su sonrisa se ensancha al tiempo que se vuelve más maliciosa.
—Lola me conoce —comenta haciéndome caer en lo obvio—. Ya sabe el aspecto que tengo. Además —continúa acercándose a mí con paso lento y cadencioso y la fusta aún en la mano—, ¿no has pensado que, después de maniatarte y hacer contigo lo que quisiera entre estas cuatro paredes, podría hacer lo mismo con Lola? Está demasiado cerca, es demasiado guapa, su voz es demasiado grave y huele demasiado bien. No tengo escapatoria. Tampoco la quiero. —Lola no te abriría la puerta —murmuro al borde del tartamudeo. Santana enarca una ceja dándome a entender que, si quisiera, podría conseguir que Lola le hiciera la declaración de la renta con una mano y cupcakes con la otra a la vez que le hace una mamada. En ese preciso instante suena mi móvil. La foto me ha puesto cachonda. Bufo indignada por la capacidad de calibrar el peligro de mi mejor amiga al tiempo que alzo la mirada.
—Supongo que sí te abriría la puerta —claudico. Santana se humedece el labio inferior contento por su victoria y da un paso más hacia mí. Me toma por la cadera y me atrae hacia ella de un tirón, eliminando cualquier centímetro de aire entre nosotras. —El día que decida usar esto contigo… Alza la fusta y pasa la punta suave y lentamente por mi labio inferior. Sus ojos, más negros que nunca, se posan en el movimiento y en mi boca entreabierta. —… lo único que vas a hacer cuando termine… Retira la fusta y se inclina un poco más sobre mí. Ya puedo sentir sus labios casi rozar los míos. —… es suplicarme que vuelva a empezar. Me azota con la fusta en el trasero. Doy un respingo y gimo por la sorpresa, pero también por cuánto me ha gustado. Brittany está cruzando fronteras. Brittany no quiere pensar. Santana sonríe, tira la pequeña fusta, toma mi cara entre sus manos y me lleva contra la pared al tiempo que me besa con fuerza. —Voy a follarte como si estuviésemos solas en la faz de la tierra. Sonrío contra sus labios encantada con semejante idea. Santana me devuelve la sonrisa, se separa sólo un segundo y vuelve a besarme, torturándome una y otra vez, calmando con nuevos besos la ansiedad que ella misma crea cuando se aleja. Me estrecha aún más contra su cuerpo y choca contra mi sexo. Estoy a punto de arder literalmente cuando oigo un pequeño ruido y después uno un poco mayor. Abro los ojos y, nerviosa, desuno nuestros labios y clavo mi mirada a un lado al ver que hay otra persona en la habitación. Es una mujer. Cuando en el coche habló de una segunda persona, di por hecho que se refería a un hombre. Si antes estaba nerviosa, ahora creo que voy a sufrir un ataque de ansiedad en toda regla. Santana mira hacia atrás y sonríe. Acuna mi cara suavemente y me obliga a volverla para darme otro beso, igual de intenso, pero también muy dulce. Cuando nos separamos, busca inmediatamente mi mirada y, al atraparla, sonríe. Quiere infundirme toda la seguridad que sabe que ahora mismo no siento. Me toma de la mano y entrelaza nuestros dedos, ese gesto siempre me reconforta, y nos mueve despacio hasta colocarse a mi espalda. —Erika, ven aquí —le ordena.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
CONTINUACION
La chica empieza a caminar sin dudarlo. Santana ancla su mano libre en mi cadera y me estrecha contra su cuerpo. Mi respiración se acelera despacio hasta alcanzar ese estado caótico que parece que nunca he abandonado del todo desde que vi a Santana por primera vez. Erika tiene el pelo rubio, largo y ondulado, y unos grandes ojos azules. Es muy guapa y con un cuerpo perfecto. Automáticamente eso me pone aún más nerviosa. Su bata de satén morada deja intuir un conjunto de lencería negra rematado por unas sinuosas medias y unos tacones de aguja casi infinitos. —Ella es Brittany —me presenta. Sus dedos aprietan mi mano. Una nueva inyección de seguridad. —Hola, Brittany —me saluda con la voz sugerente y dulce. —Hola —murmuro. Ahora mismo todo me da vueltas. Santana comienza a besarme el cuello. Pequeños besos húmedos e intensos que bajan hasta mi hombro y vuelven a subir para perderse en mi nuca. Suspiro suavemente y no puedo evitar ladear la cabeza para darle mejor acceso. Noto cómo le hace un pequeño gesto a Erika. Ella se abre la seductora bata de seda y la deja caer al suelo, descubriendo el sofisticado conjunto de lencería que ya imaginé que tendría. Cierro los ojos y me muerdo el labio inferior tratando de hacer memoria y recordar el que llevo yo.
Por Dios, creo que las bragas y el sujetador ni siquiera van a juego. «Brittany S. Pierce, no estás al nivel de estos juegos sexuales. Él es Christian Grey, ella Chloé Mills y tú eres la pobre ilusa que los ve desde el sofá con un cubo de helado de Ben & Jerry’s.»
Santana vuelve a apretar nuestros dedos entrelazados. —No estáis compitiendo por mí —me susurra al oído acallando todos mis miedos de golpe. Yo suspiro hondo de nuevo—. Déjate guiar por tu curiosidad. Alza nuestras manos entrelazadas y, sin dejar de besarme el cuello, sin dejar de agarrarme con fuerza la cadera, las guía hasta la mejilla de Erika. Ella gime encantada y alza la cabeza. No sé si como acto reflejo o porque mi mente sencillamente se está evaporando, también gimo. Continúa bajando nuestras manos. Acariciamos fugaz su pecho por encima de la delicada tela de encaje. Ella vuelve a suspirar. Santana ralentiza el paso al llegar a su estómago y lentamente se desliza hasta el inicio de sus bragas. Respiro hondo. Toda la sensualidad de la situación me está superando.
Santana parece intuirlo. Me da un fuerte mordisco en el cuello. Gimo desbocada. E inmediatamente lame mi piel con veneración consiguiendo que todo el placer y el dolor se mezclen, dejándome al borde del colapso. Su otra mano avanza desde mi cadera y pasa hábil al otro lado de mi vestido. —Placer y curiosidad, Brittany —murmura tentándome como si fuera la serpiente del paraíso. Mueve nuestras manos despacio y, al no encontrar reticencia por mi parte, continúa bajando. Justo en el preciso instante en que se pierden en el interior de Erika, Santana desliza sus dedos en el mío. Las dos gemimos al unísono y puedo notar cómo la excitación de Santana se hace aún más presente como su humedad. Sus dedos guían los míos a través del sexo de Erika igual que los suyos se mueven por el mío. —Siente cómo su respiración se acelera —murmura—. ¿Ves todo el placer que le estás provocando? Quiero contestar que sí, pero no soy capaz. Estoy hipnotizada por todo lo que está sucediendo a mi alrededor, conmigo; por la ronca y provocadora voz de Santana, por la respiración de Erika, por la mía. Acelera sus movimientos. Cada músculo de mi cuerpo se tensa, preparándose, expectante. No quiero dejar de mirar, pero mis ojos se cierran como si tuvieran voluntad propia a la vez que, llena de placer, dejo caer la cabeza sobre el hombro de Santana. Nuestros gemidos se solapan y la habitación se cubre de jadeos húmedos y calientes. —Santana —gimo. Sus dedos entran y salen de mí. El placer, el deseo, lo nuevo, lo excitante, lo desconocido, Santana …Y un espectacular orgasmo me sacude de pies a cabeza, consumiéndome lenta, deliciosamente, haciéndome sentir la sensualidad de las tres enredada con todo mi placer. Santana retira nuestras manos y lleva la mía hasta la boca de Erika. Con los ojos muy abiertos y la respiración aún entrecortada, observo sin perder detalle cómo ella asiente y comienza a chupar mis dedos con verdadera veneración.
Santana le acaricia el labio inferior como recompensa. Retira su mano de debajo de mi vestido y, despacio, se la lleva a sus propios labios. Ahora mismo es la sensualidad personificada. Mi dicha postorgásmica se ha transformado en algo diferente y mi libido desbocada se sienta y observa lo que está por llegar. Santana aparta nuestras manos poco a poco y al fin la separa. La suya vuela hasta mi nuca y me obliga a echar la cabeza hacia atrás para que nuestras bocas se encuentren. El primer beso es intenso. El segundo, dulce. —Erika, una copa. Ella asiente y se encamina hacia la cómoda más pequeña. Santana da un paso hacia atrás y baja la cremallera de mi vestido. Yo aprieto los ojos con fuerza cuando lo noto alcanzar el bajo de la prenda y sacármela por la cabeza. Se aparta apenas unos centímetros y, aunque yo no la veo, sé que ella me está observando de arriba abajo. Miro de reojo a Erika y vuelvo a mortificarme por mi vestuario pero, antes de que pueda decir nada, Santana desanda los dos pasos que nos separan, me toma por la parte alta de los brazos y me lleva contra ella. —Estás preciosa, Pecosa —murmura en mi oído. Sonrío nerviosa y otra vez las mariposas revolotean disparadas. Erika regresa y le tiende a Santana un vaso bajo con Glenlivet reserva y hielo. Me sonríe, su sonrisa diseñada para fulminar lencería, se dirige hacia el sofá derrochando sexualidad y se sienta en él. Se humedece el labio inferior y mira a Erika. Ella asiente y de un paso se coloca a mi espalda. Involuntariamente todo mi cuerpo se tensa y vuelvo a sentirme demasiado nerviosa. Quiero girarme para ver qué hace, pero, cuando voy a hacerlo, la indomable mirada de Santana atrapa la mía. Nuestra maestro de ceremonias del deseo y erotismo particular me sonríe de nuevo, más duro, y, sin ni siquiera tocarme, toma el control de mi cuerpo, calmándolo y excitándome aún más al mismo tiempo.
Erika alza las manos y con cuidado me desabrocha el sujetador. —Tienes una piel preciosa —murmura rodeándome lentamente hasta que quedamos frente a frente. Tiene una voz bonita y relajante. —Es normal estar nerviosa —me asegura con una sonrisa. Desliza suavemente los tirantes por mis hombros y deja que la prenda caiga al suelo. Alza la mano de nuevo y me acaricia la mejilla. Muy despacio se acerca a mí y, dejándome claro lo que va a hacer, me da un suave beso en los labios. Yo me quedo muy quieta. No sé qué hacer, ni qué decir. No me ha molestado, pero tampoco sé cómo digerirlo. Nunca me había besado con una chica desconocida que se dedique a esto. Algo superada, bajo la cabeza y suspiro hondo. Erika vuelve a acariciarme la mejilla y, sin ni siquiera saber por qué, miro a Santana. Está sentada, contemplándome, saboreando todo lo que estoy sintiendo. Placer y curiosidad. Placer y curiosidad.
De pronto no puedo pensar en otra cosa. Erika vuelve a besarme. Me acaricia los labios dulcemente con su legua. Es muy agradable. Alzo la cabeza y le doy más espacio para seguir haciéndolo. Repite su beso y suavemente me obliga a abrir la boca. Yo me dejo llevar, cierro los ojos y simplemente pienso en Santana. No imaginando que es ella quien me besa, sino disfrutando del placer que le estoy provocando, del mío propio y del deseo de las tres. Cuando nos separamos, no puedo evitar sonreír tímida y apartar mi mirada algo ruborizada sin darme cuenta de que, al hacerlo, le estoy regalando esa visión precisamente a Santana. Ella sonríe y el deseo en su mirada se multiplica por mil. Erika me toma de la mano y despacio caminamos hasta ella .
Santana le devuelve el vaso y, tomándome por las caderas, brusco, me recoloca entre su piernas. Yo gimo encantada y ella sonríe. Me da un beso en el estómago y desliza su boca encendiendo mi piel con su cálido aliento hasta llegar al centro de mi sexo. Vuelvo a gemir y Santana vuelve a sonreír torturador. Esconde sus dedos índice y corazón entre mi piel y la tela de mis bragas y despacio se deshace de ellas. Suspiro hondo tratando de controlar mi propia respiración, desbocada al sentirme desnuda por y para ella. Santana alza la mirada y sus ojos, ahora increíblemente negros, me dominan sin asomo de duda. Se recuesta y, sin desatar nuestras miradas, se lleva una mano a los pantalones. Una sola pasada por encima de la tela a medida hace que mi vista vuele hacia ella como si estuviera atraída por una fuerza más potente que la gravedad.
Santana se desabrocha los pantalones y libera su perfecto y provocador sexo. Sonríe presuntuosa y sexy al ver cómo esa parte de su cuerpo me tiene absolutamente hechizada.
Antes de que pueda decir nada, vuelve a cogerme por las caderas y me gira. Tira de mí hasta arrodillarme a horcajadas, de espaldas a ella. Con una mano controla mi cadera y con la otra se dirige a mi sexo. Gimo al notarla en la entrada de mi sexo. Santana decide torturarme y durante un segundo se limita a jugar en mi entrada, acariciándome. No tiene piedad. —San — San - Gimo—… ¡Tana! Su nombre se transforma en un grito cuando me embiste con fuerza ensartándome por completo. Se mueve duro, fuerte. Sus manos en mis caderas me guían, me hace bajar hasta abajo y volver a subir mientras ella hace los movimientos inversos chocándonos una y otra vez llenos de un placer absolutamente enloquecedor. —Joder, joder, joder —gimo. Erika, hasta ahora simple espectadora, se arrodilla frente a nosotros. Santana le acaricia la mejilla, pierde la mano en su pelo y la inclina hacia delante. —¡Dios! —grito. Su primer beso, justo en el centro de mi sexo, ha sido demencial. Trato de poner un poco de orden en mis ideas, entender lo que está pasando, pero no soy capaz. El placer es absoluto, indomable, espectacular. Bajo la mirada y estoy a punto de correrme sólo con toda la sensualidad que desprende la escena. Con una mano Santana me controla a mí, mis subidas, mis bajadas, mis gemidos; a Erika, la guía acercándola, alejándola de mí, ordenándole sin palabras cuándo puede parar y cuándo no. Todo sin dejar de embestirme. Gimo. Grito. Jadeo. Las piernas comienzan a fallarme. Mi cuerpo se tensa. Arde. Grito. ¡Me corro! Mis gritos hacen que Santana aumente su ritmo. Cierro los ojos. Placer. Placer. Placer. Sólo soy placer y un espectacular orgasmo despertando y domando cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Me dejo caer sobre Santana y ella responde girando mi inconexo cuerpo entre sus manos y besándome con fuerza. Siento el sofá ceder cuando Erika se arrodilla a nuestro lado. Quiero abrir los ojos, pero no soy capaz. Ella también me besa. Sólo somos bocas, lenguas y manos acariciándonos, alargando todo el placer y fomentando aún más el deseo. Al fin consigo abrir los ojos y sonrío como una idiota. Santana me besa una vez más y Erika, otra vez tras una mirada de esta diosa del sexo, se levanta y me toma de la mano. Me sonríe traviesa justo antes de tirar suavemente de mi mano y arrodillarse en el suelo. Yo la imito y en ese preciso instante Santana se levanta. Y, apenas en un par de segundos, se queda gloriosamente desnuda frente a nosotras. Toma su sexo y despacio sigue el contorno de mi boca con su mano al tiempo que pierde su mano libre en mi pelo. Se separa apenas unos centímetros y yo, sin levantar mis ojos de ella, me muerdo el labio inferior esperando a que me deje saborearla. Sonríe, un segundo, y me embiste con fuerza, reactivando todo mi placer. Brusco ladea mi cabeza y entra tal y como quiere. Hasta el final. Sin delicadeza. Y, casi sin darme cuenta, entiendo que está haciendo conmigo lo que quiere y, lejos de asustarme, como pensé que ocurriría, me provoca un placer casi infinito.
La chica empieza a caminar sin dudarlo. Santana ancla su mano libre en mi cadera y me estrecha contra su cuerpo. Mi respiración se acelera despacio hasta alcanzar ese estado caótico que parece que nunca he abandonado del todo desde que vi a Santana por primera vez. Erika tiene el pelo rubio, largo y ondulado, y unos grandes ojos azules. Es muy guapa y con un cuerpo perfecto. Automáticamente eso me pone aún más nerviosa. Su bata de satén morada deja intuir un conjunto de lencería negra rematado por unas sinuosas medias y unos tacones de aguja casi infinitos. —Ella es Brittany —me presenta. Sus dedos aprietan mi mano. Una nueva inyección de seguridad. —Hola, Brittany —me saluda con la voz sugerente y dulce. —Hola —murmuro. Ahora mismo todo me da vueltas. Santana comienza a besarme el cuello. Pequeños besos húmedos e intensos que bajan hasta mi hombro y vuelven a subir para perderse en mi nuca. Suspiro suavemente y no puedo evitar ladear la cabeza para darle mejor acceso. Noto cómo le hace un pequeño gesto a Erika. Ella se abre la seductora bata de seda y la deja caer al suelo, descubriendo el sofisticado conjunto de lencería que ya imaginé que tendría. Cierro los ojos y me muerdo el labio inferior tratando de hacer memoria y recordar el que llevo yo.
Por Dios, creo que las bragas y el sujetador ni siquiera van a juego. «Brittany S. Pierce, no estás al nivel de estos juegos sexuales. Él es Christian Grey, ella Chloé Mills y tú eres la pobre ilusa que los ve desde el sofá con un cubo de helado de Ben & Jerry’s.»
Santana vuelve a apretar nuestros dedos entrelazados. —No estáis compitiendo por mí —me susurra al oído acallando todos mis miedos de golpe. Yo suspiro hondo de nuevo—. Déjate guiar por tu curiosidad. Alza nuestras manos entrelazadas y, sin dejar de besarme el cuello, sin dejar de agarrarme con fuerza la cadera, las guía hasta la mejilla de Erika. Ella gime encantada y alza la cabeza. No sé si como acto reflejo o porque mi mente sencillamente se está evaporando, también gimo. Continúa bajando nuestras manos. Acariciamos fugaz su pecho por encima de la delicada tela de encaje. Ella vuelve a suspirar. Santana ralentiza el paso al llegar a su estómago y lentamente se desliza hasta el inicio de sus bragas. Respiro hondo. Toda la sensualidad de la situación me está superando.
Santana parece intuirlo. Me da un fuerte mordisco en el cuello. Gimo desbocada. E inmediatamente lame mi piel con veneración consiguiendo que todo el placer y el dolor se mezclen, dejándome al borde del colapso. Su otra mano avanza desde mi cadera y pasa hábil al otro lado de mi vestido. —Placer y curiosidad, Brittany —murmura tentándome como si fuera la serpiente del paraíso. Mueve nuestras manos despacio y, al no encontrar reticencia por mi parte, continúa bajando. Justo en el preciso instante en que se pierden en el interior de Erika, Santana desliza sus dedos en el mío. Las dos gemimos al unísono y puedo notar cómo la excitación de Santana se hace aún más presente como su humedad. Sus dedos guían los míos a través del sexo de Erika igual que los suyos se mueven por el mío. —Siente cómo su respiración se acelera —murmura—. ¿Ves todo el placer que le estás provocando? Quiero contestar que sí, pero no soy capaz. Estoy hipnotizada por todo lo que está sucediendo a mi alrededor, conmigo; por la ronca y provocadora voz de Santana, por la respiración de Erika, por la mía. Acelera sus movimientos. Cada músculo de mi cuerpo se tensa, preparándose, expectante. No quiero dejar de mirar, pero mis ojos se cierran como si tuvieran voluntad propia a la vez que, llena de placer, dejo caer la cabeza sobre el hombro de Santana. Nuestros gemidos se solapan y la habitación se cubre de jadeos húmedos y calientes. —Santana —gimo. Sus dedos entran y salen de mí. El placer, el deseo, lo nuevo, lo excitante, lo desconocido, Santana …Y un espectacular orgasmo me sacude de pies a cabeza, consumiéndome lenta, deliciosamente, haciéndome sentir la sensualidad de las tres enredada con todo mi placer. Santana retira nuestras manos y lleva la mía hasta la boca de Erika. Con los ojos muy abiertos y la respiración aún entrecortada, observo sin perder detalle cómo ella asiente y comienza a chupar mis dedos con verdadera veneración.
Santana le acaricia el labio inferior como recompensa. Retira su mano de debajo de mi vestido y, despacio, se la lleva a sus propios labios. Ahora mismo es la sensualidad personificada. Mi dicha postorgásmica se ha transformado en algo diferente y mi libido desbocada se sienta y observa lo que está por llegar. Santana aparta nuestras manos poco a poco y al fin la separa. La suya vuela hasta mi nuca y me obliga a echar la cabeza hacia atrás para que nuestras bocas se encuentren. El primer beso es intenso. El segundo, dulce. —Erika, una copa. Ella asiente y se encamina hacia la cómoda más pequeña. Santana da un paso hacia atrás y baja la cremallera de mi vestido. Yo aprieto los ojos con fuerza cuando lo noto alcanzar el bajo de la prenda y sacármela por la cabeza. Se aparta apenas unos centímetros y, aunque yo no la veo, sé que ella me está observando de arriba abajo. Miro de reojo a Erika y vuelvo a mortificarme por mi vestuario pero, antes de que pueda decir nada, Santana desanda los dos pasos que nos separan, me toma por la parte alta de los brazos y me lleva contra ella. —Estás preciosa, Pecosa —murmura en mi oído. Sonrío nerviosa y otra vez las mariposas revolotean disparadas. Erika regresa y le tiende a Santana un vaso bajo con Glenlivet reserva y hielo. Me sonríe, su sonrisa diseñada para fulminar lencería, se dirige hacia el sofá derrochando sexualidad y se sienta en él. Se humedece el labio inferior y mira a Erika. Ella asiente y de un paso se coloca a mi espalda. Involuntariamente todo mi cuerpo se tensa y vuelvo a sentirme demasiado nerviosa. Quiero girarme para ver qué hace, pero, cuando voy a hacerlo, la indomable mirada de Santana atrapa la mía. Nuestra maestro de ceremonias del deseo y erotismo particular me sonríe de nuevo, más duro, y, sin ni siquiera tocarme, toma el control de mi cuerpo, calmándolo y excitándome aún más al mismo tiempo.
Erika alza las manos y con cuidado me desabrocha el sujetador. —Tienes una piel preciosa —murmura rodeándome lentamente hasta que quedamos frente a frente. Tiene una voz bonita y relajante. —Es normal estar nerviosa —me asegura con una sonrisa. Desliza suavemente los tirantes por mis hombros y deja que la prenda caiga al suelo. Alza la mano de nuevo y me acaricia la mejilla. Muy despacio se acerca a mí y, dejándome claro lo que va a hacer, me da un suave beso en los labios. Yo me quedo muy quieta. No sé qué hacer, ni qué decir. No me ha molestado, pero tampoco sé cómo digerirlo. Nunca me había besado con una chica desconocida que se dedique a esto. Algo superada, bajo la cabeza y suspiro hondo. Erika vuelve a acariciarme la mejilla y, sin ni siquiera saber por qué, miro a Santana. Está sentada, contemplándome, saboreando todo lo que estoy sintiendo. Placer y curiosidad. Placer y curiosidad.
De pronto no puedo pensar en otra cosa. Erika vuelve a besarme. Me acaricia los labios dulcemente con su legua. Es muy agradable. Alzo la cabeza y le doy más espacio para seguir haciéndolo. Repite su beso y suavemente me obliga a abrir la boca. Yo me dejo llevar, cierro los ojos y simplemente pienso en Santana. No imaginando que es ella quien me besa, sino disfrutando del placer que le estoy provocando, del mío propio y del deseo de las tres. Cuando nos separamos, no puedo evitar sonreír tímida y apartar mi mirada algo ruborizada sin darme cuenta de que, al hacerlo, le estoy regalando esa visión precisamente a Santana. Ella sonríe y el deseo en su mirada se multiplica por mil. Erika me toma de la mano y despacio caminamos hasta ella .
Santana le devuelve el vaso y, tomándome por las caderas, brusco, me recoloca entre su piernas. Yo gimo encantada y ella sonríe. Me da un beso en el estómago y desliza su boca encendiendo mi piel con su cálido aliento hasta llegar al centro de mi sexo. Vuelvo a gemir y Santana vuelve a sonreír torturador. Esconde sus dedos índice y corazón entre mi piel y la tela de mis bragas y despacio se deshace de ellas. Suspiro hondo tratando de controlar mi propia respiración, desbocada al sentirme desnuda por y para ella. Santana alza la mirada y sus ojos, ahora increíblemente negros, me dominan sin asomo de duda. Se recuesta y, sin desatar nuestras miradas, se lleva una mano a los pantalones. Una sola pasada por encima de la tela a medida hace que mi vista vuele hacia ella como si estuviera atraída por una fuerza más potente que la gravedad.
Santana se desabrocha los pantalones y libera su perfecto y provocador sexo. Sonríe presuntuosa y sexy al ver cómo esa parte de su cuerpo me tiene absolutamente hechizada.
Antes de que pueda decir nada, vuelve a cogerme por las caderas y me gira. Tira de mí hasta arrodillarme a horcajadas, de espaldas a ella. Con una mano controla mi cadera y con la otra se dirige a mi sexo. Gimo al notarla en la entrada de mi sexo. Santana decide torturarme y durante un segundo se limita a jugar en mi entrada, acariciándome. No tiene piedad. —San — San - Gimo—… ¡Tana! Su nombre se transforma en un grito cuando me embiste con fuerza ensartándome por completo. Se mueve duro, fuerte. Sus manos en mis caderas me guían, me hace bajar hasta abajo y volver a subir mientras ella hace los movimientos inversos chocándonos una y otra vez llenos de un placer absolutamente enloquecedor. —Joder, joder, joder —gimo. Erika, hasta ahora simple espectadora, se arrodilla frente a nosotros. Santana le acaricia la mejilla, pierde la mano en su pelo y la inclina hacia delante. —¡Dios! —grito. Su primer beso, justo en el centro de mi sexo, ha sido demencial. Trato de poner un poco de orden en mis ideas, entender lo que está pasando, pero no soy capaz. El placer es absoluto, indomable, espectacular. Bajo la mirada y estoy a punto de correrme sólo con toda la sensualidad que desprende la escena. Con una mano Santana me controla a mí, mis subidas, mis bajadas, mis gemidos; a Erika, la guía acercándola, alejándola de mí, ordenándole sin palabras cuándo puede parar y cuándo no. Todo sin dejar de embestirme. Gimo. Grito. Jadeo. Las piernas comienzan a fallarme. Mi cuerpo se tensa. Arde. Grito. ¡Me corro! Mis gritos hacen que Santana aumente su ritmo. Cierro los ojos. Placer. Placer. Placer. Sólo soy placer y un espectacular orgasmo despertando y domando cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Me dejo caer sobre Santana y ella responde girando mi inconexo cuerpo entre sus manos y besándome con fuerza. Siento el sofá ceder cuando Erika se arrodilla a nuestro lado. Quiero abrir los ojos, pero no soy capaz. Ella también me besa. Sólo somos bocas, lenguas y manos acariciándonos, alargando todo el placer y fomentando aún más el deseo. Al fin consigo abrir los ojos y sonrío como una idiota. Santana me besa una vez más y Erika, otra vez tras una mirada de esta diosa del sexo, se levanta y me toma de la mano. Me sonríe traviesa justo antes de tirar suavemente de mi mano y arrodillarse en el suelo. Yo la imito y en ese preciso instante Santana se levanta. Y, apenas en un par de segundos, se queda gloriosamente desnuda frente a nosotras. Toma su sexo y despacio sigue el contorno de mi boca con su mano al tiempo que pierde su mano libre en mi pelo. Se separa apenas unos centímetros y yo, sin levantar mis ojos de ella, me muerdo el labio inferior esperando a que me deje saborearla. Sonríe, un segundo, y me embiste con fuerza, reactivando todo mi placer. Brusco ladea mi cabeza y entra tal y como quiere. Hasta el final. Sin delicadeza. Y, casi sin darme cuenta, entiendo que está haciendo conmigo lo que quiere y, lejos de asustarme, como pensé que ocurriría, me provoca un placer casi infinito.
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Santana sale por completo dejándome que disfrute de su sexo y se inclina sobre Erika. Ella me toma el relevo ante mi atenta y lujuriosa mirada. Santana entra y sale de su boca, rápido, tosco y, cuando una lágrima cae por la mejilla de la chica y se pierde en una sonrisa extasiada, mi excitación sube un escalón más. —Quiero las bocas de las dos —gruñe Santana con la voz llena de deseo. Me inclino hacia Ella y Erika se hace a un lado. Santana se desliza entre las dos. Nuestras bocas lo acarician, la acogen y también se encuentran en este baile de lenguas y piel rebosante de una excitación que casi raya en el pecado original. Nos embiste con fuerza, se separa por completo y da un paso en mi dirección. Se desliza en mi boca, sólo en la mía, y yo lo recibo encantada. Cuando su velocidad aumenta, atrevida, le enseño los dientes. —Joder, Britt —gruñe. Entra triunfal, acariciándome el velo del paladar, y con la segunda embestida larga y profunda sus piernas se tensan y se pierde en mi boca derramando su esencia salada y caliente. Trago instintivamente, esperando absolutamente entregada a que abra los ojos. Al hacerlo, me doy cuenta de que son más negros que nunca. Continúa entrando y saliendo de mí «despacio» y a nuestro alrededor se va creando una intimidad sexy pero también muy dulce. Algo que sólo nos ata y nos incumbe a nosotras dos. Nunca le había permitido a una chica hacer eso, pero soy plenamente consciente de que, de haberlo hecho, no me habría sentido así. Le despido con un húmedo beso en su sexo y nuestras sonrisas se encuentran. No estábamos compitiendo por ella, pero Santana me ha elegido a mí. Acuna mi cara entre sus manos y, a la vez que se inclina, me obliga a estirarme y en un fluido movimiento nuestras bocas se encuentran. De pronto una punzada de celos que nunca había sentido se despierta en mí.
Santana me levanta del suelo y nos tumba en el sofá. Nuestros cuerpos se enredan por completo mientras me besa con fuerza. —Largo —le dice a Erika sin ni siquiera mirarla y ella, sin decir una palabra, se marcha. No sé cuánto tiempo pasamos simplemente así, besándonos, sintiendo el calor que emana del cuerpo del otro. —¿Estás bien? —pregunta separándose lo justo para que nuestras miradas se encuentren. Yo asiento con una sonrisa. Estoy volando montada encima de un unicornio mientras suena música de John Newman. —Sí —le confirmo. Los detalles prefiero guardármelos para mí. —Perfecto —responde justo antes de darme un sonoro beso en los labios—. Ducha y cena, Pecosa.
Santana se levanta enérgica, recupera su vaso de Glenlivet y le da un trago. Yo me incorporo con una sonrisa y, perezosa, me quedo sentada en el sofá. —Acepto ducha, pero no cena. Santana frunce el ceño imperceptiblemente a modo de pregunta tras apurar su copa. —He quedado con Lola —me explico. —Pues tendrá que ser sólo ducha —comenta encogiéndose de hombros— o ducha y sexo o, mejor aún, ducha y sexo oral. Yo pongo los ojos en blanco fingidamente exasperada mientras me levanto. Me está costando un mundo no echarme a reír. Santana vuelve a encogerse de hombros y camina decidida hasta una de las paredes junto al sofá. Hace presión con la palma de la mano en una parte determinada y una puerta se abre. Yo la observo sorprendida. No me había dado cuenta de que había una puerta, aunque, ahora que lo sé, es bastante fácil diferenciarla del resto de la pared. Con paso curioso, parece la palabra de la noche, me dirijo hasta Santana, que mantiene la puerta abierta. Atravieso el umbral y accedo a un elegante baño de diseño italiano y azulejos inmaculadamente blancos. Justo en el centro tiene una bañera redonda kilométrica, que imagino también será un jacuzzi, y de la que pende una inmensa ducha fija. A un lado se levanta un serpenteante muro de casi dos metros de alto de pequeños azulejos en tonos grises y tras él se esconde la ducha. El que diseñó este club debe de tener la palabra sofisticación escrita en su tarjeta de visita. Es impresionante. Santana cierra la puerta y camina hasta la ducha. Se detiene junto al muro y deliciosamente desnuda se vuelve para mirarme. —¿Ducha y anal? —inquiere lleno de naturalidad, equiparando su pregunta al «¿quieres sirope con las tortitas?». Yo entorno la mirada conteniendo la risa de nuevo. —Eso sí que vas a tener que ganártelo, señorita López —replico echando a andar, recordando su propia frase. Santana me dedica su media sonrisa sexy, muy sexy. —Otra cosa que vas a acabar suplicándome —susurra con sus labios peligrosamente cerca de mi oreja cuando paso junto a ella .
Sus palabras me dejan clavada en el suelo. Otra vez estoy absoluta y completamente excitada y sin posibilidad de reacción. Santana, que sabe perfectamente en el estado en el que me ha dejado, comienza a andar arrogante. —Ducha, Pecosa —repite. ¡Maldita cabronazo! Respiro hondo. Tengo que reaccionar de una vez y, sobre todo, tengo que dejar de pensar lo bien que se le tiene que dar, porque, si no, voy a terminar suplicando antes de que acabe el día. Tuerzo el gesto. Tengo que aprender a tener la guardia siempre levantada con esta mujer. La ducha, que en teoría iba a ser algo rápido, acaba alargándose casi una hora. Santana se empeña en enjabonarme y después en que yo la enjabone a ella. No sé cuántas veces le aparto las manos de un manotazo. Si hubiese dependido de ella, la ducha habría durado por lo menos otra hora más. Al salir, me da un poco de rabia no tener ropa limpia. No tengo más remedio que volver a ponerme la que llevaba.
Afortunadamente, como en el hotel de lujo más exquisito de la ciudad, hay todos los completos de tocador imaginables, así que puedo secarme el pelo con el secador, recogérmelo en un gracioso moño de bailarina e incluso maquillarme un poco. —Ya estoy lista —digo regresando a la habitación. Santana se ha servido otro Glenlivet. Está apoyada en una pequeña mesa con la mirada perdida en las preciosas vistas al East River. Mis palabras le hacen girarse. Por Dios, está espectacular, con la camisa blanca, sin la chaqueta, y el pelo aún húmedo y desordenado echado hacia atrás con la mano. —Te he pedido un taxi—comenta dejando el vaso sobre la mesa. Asiento. No sé por qué de pronto me siento tan nerviosa. Atravesamos la sala principal, mucho más ambientada que antes, hasta la puerta de entrada.
Santana me guía con su mano al final de mi espalda. Algunas mujeres se quedan mirándome pero, sobre todo, la miran a ella. No las culpo. Está increíble y ellas también lo están y toda esa inseguridad y la punzada de celos que sentí en la habitación se recrudecen. Salimos a la calle. El taxi me espera a unos metros. Santana se mete las manos en los bolsillos y a mi lado camina desenfadada. A cada paso que avanzamos me siento peor. No quiero que se quede aquí. Sé perfectamente lo que va a hacer si se queda aquí. Trato de apremiar a mi cerebro para que piense algo, lo que sea, que le obligue a venir conmigo. Puedo fingir que estoy enferma, pero es demasiado rastrero. Yo no soy así. Abro la puerta del taxi, pero justo antes de subir me detengo. —Sólo estaremos Lola y yo —le explico—. Si quieres, puedes venir. Por favor, di que sí. Por favor, di que sí. Santana sonríe con cierta ternura. Se asoma por la ventanilla del copiloto y le da al conductor un billete de cincuenta. —Donde la señorita diga. El tipo coge el dinero y masculla un «sin problemas».
Santana me levanta del suelo y nos tumba en el sofá. Nuestros cuerpos se enredan por completo mientras me besa con fuerza. —Largo —le dice a Erika sin ni siquiera mirarla y ella, sin decir una palabra, se marcha. No sé cuánto tiempo pasamos simplemente así, besándonos, sintiendo el calor que emana del cuerpo del otro. —¿Estás bien? —pregunta separándose lo justo para que nuestras miradas se encuentren. Yo asiento con una sonrisa. Estoy volando montada encima de un unicornio mientras suena música de John Newman. —Sí —le confirmo. Los detalles prefiero guardármelos para mí. —Perfecto —responde justo antes de darme un sonoro beso en los labios—. Ducha y cena, Pecosa.
Santana se levanta enérgica, recupera su vaso de Glenlivet y le da un trago. Yo me incorporo con una sonrisa y, perezosa, me quedo sentada en el sofá. —Acepto ducha, pero no cena. Santana frunce el ceño imperceptiblemente a modo de pregunta tras apurar su copa. —He quedado con Lola —me explico. —Pues tendrá que ser sólo ducha —comenta encogiéndose de hombros— o ducha y sexo o, mejor aún, ducha y sexo oral. Yo pongo los ojos en blanco fingidamente exasperada mientras me levanto. Me está costando un mundo no echarme a reír. Santana vuelve a encogerse de hombros y camina decidida hasta una de las paredes junto al sofá. Hace presión con la palma de la mano en una parte determinada y una puerta se abre. Yo la observo sorprendida. No me había dado cuenta de que había una puerta, aunque, ahora que lo sé, es bastante fácil diferenciarla del resto de la pared. Con paso curioso, parece la palabra de la noche, me dirijo hasta Santana, que mantiene la puerta abierta. Atravieso el umbral y accedo a un elegante baño de diseño italiano y azulejos inmaculadamente blancos. Justo en el centro tiene una bañera redonda kilométrica, que imagino también será un jacuzzi, y de la que pende una inmensa ducha fija. A un lado se levanta un serpenteante muro de casi dos metros de alto de pequeños azulejos en tonos grises y tras él se esconde la ducha. El que diseñó este club debe de tener la palabra sofisticación escrita en su tarjeta de visita. Es impresionante. Santana cierra la puerta y camina hasta la ducha. Se detiene junto al muro y deliciosamente desnuda se vuelve para mirarme. —¿Ducha y anal? —inquiere lleno de naturalidad, equiparando su pregunta al «¿quieres sirope con las tortitas?». Yo entorno la mirada conteniendo la risa de nuevo. —Eso sí que vas a tener que ganártelo, señorita López —replico echando a andar, recordando su propia frase. Santana me dedica su media sonrisa sexy, muy sexy. —Otra cosa que vas a acabar suplicándome —susurra con sus labios peligrosamente cerca de mi oreja cuando paso junto a ella .
Sus palabras me dejan clavada en el suelo. Otra vez estoy absoluta y completamente excitada y sin posibilidad de reacción. Santana, que sabe perfectamente en el estado en el que me ha dejado, comienza a andar arrogante. —Ducha, Pecosa —repite. ¡Maldita cabronazo! Respiro hondo. Tengo que reaccionar de una vez y, sobre todo, tengo que dejar de pensar lo bien que se le tiene que dar, porque, si no, voy a terminar suplicando antes de que acabe el día. Tuerzo el gesto. Tengo que aprender a tener la guardia siempre levantada con esta mujer. La ducha, que en teoría iba a ser algo rápido, acaba alargándose casi una hora. Santana se empeña en enjabonarme y después en que yo la enjabone a ella. No sé cuántas veces le aparto las manos de un manotazo. Si hubiese dependido de ella, la ducha habría durado por lo menos otra hora más. Al salir, me da un poco de rabia no tener ropa limpia. No tengo más remedio que volver a ponerme la que llevaba.
Afortunadamente, como en el hotel de lujo más exquisito de la ciudad, hay todos los completos de tocador imaginables, así que puedo secarme el pelo con el secador, recogérmelo en un gracioso moño de bailarina e incluso maquillarme un poco. —Ya estoy lista —digo regresando a la habitación. Santana se ha servido otro Glenlivet. Está apoyada en una pequeña mesa con la mirada perdida en las preciosas vistas al East River. Mis palabras le hacen girarse. Por Dios, está espectacular, con la camisa blanca, sin la chaqueta, y el pelo aún húmedo y desordenado echado hacia atrás con la mano. —Te he pedido un taxi—comenta dejando el vaso sobre la mesa. Asiento. No sé por qué de pronto me siento tan nerviosa. Atravesamos la sala principal, mucho más ambientada que antes, hasta la puerta de entrada.
Santana me guía con su mano al final de mi espalda. Algunas mujeres se quedan mirándome pero, sobre todo, la miran a ella. No las culpo. Está increíble y ellas también lo están y toda esa inseguridad y la punzada de celos que sentí en la habitación se recrudecen. Salimos a la calle. El taxi me espera a unos metros. Santana se mete las manos en los bolsillos y a mi lado camina desenfadada. A cada paso que avanzamos me siento peor. No quiero que se quede aquí. Sé perfectamente lo que va a hacer si se queda aquí. Trato de apremiar a mi cerebro para que piense algo, lo que sea, que le obligue a venir conmigo. Puedo fingir que estoy enferma, pero es demasiado rastrero. Yo no soy así. Abro la puerta del taxi, pero justo antes de subir me detengo. —Sólo estaremos Lola y yo —le explico—. Si quieres, puedes venir. Por favor, di que sí. Por favor, di que sí. Santana sonríe con cierta ternura. Se asoma por la ventanilla del copiloto y le da al conductor un billete de cincuenta. —Donde la señorita diga. El tipo coge el dinero y masculla un «sin problemas».
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Santana vuelve a incorporarse y centra su mirada otra vez en mí. —Mejor me quedo aquí. Yo asiento obligándome a lucir la mejor de mis sonrisas y me meto en el taxi. Santana me cierra la puerta con la mirada fija al frente y finalmente se inclina hasta encontrarla con la mía a través de la ventanilla abierta. —Ten cuidado, Pecosa —me pide con su voz preciosa y ronca. Asiento de nuevo. Sé que se refiere a esta noche, una advertencia de lo más común para una chica que se dispone a andar sola de noche por Nueva York, pero tengo la sensación de que ese «ten cuidado» también iba por nosotras, es una versión remasterizada del «esto sólo es sexo, no te enamores de mí». Santana golpea el techo del taxi y el conductor se incorpora al tráfico. —Al 94 de la calle Orchard, en el Lower East Side —le digo al taxista cuando hemos avanzado un puñado de metros. Suspiro con fuerza y sacudo la cabeza. Esto es una estupidez. No puedo colarme por Santana López. Al pronunciar mentalmente su nombre, inconscientemente me vuelvo y lo observo aún de pie en mitad de la calle, viendo cómo el taxi y yo nos perdemos por la 50 Este.
Ella es como es, lo que he visto en ese club. Algo delicioso, eléctrico, pero algo de lo que está prohibido enamorarse. Tengo que tener está idea clarísima si quiero seguir con esto. Si bajo la guardia y me enamoro, no duraré con el corazón intacto ni cinco minutos. Soy una funambulista y estoy caminando por el alambre sin red. «Eres una idiota que se está colando por quien no debe.» Resoplo y dejo caer la cabeza contra el respaldo del taxi. Me pregunto qué se sentirá con una voz de la conciencia que no sea un verdadero asco. Recojo a Lola en su apartamento y vamos a cenar al hotel Chantelle.
Sólo está a una manzana. Es un sitio sencillo pero muy agradable. Además, a Lola le encanta decir que vamos a cenar a un hotel. Es su propia versión de las mujeres ricas de Manhattan yendo a tomar el almuerzo al Plaza. Nos acomodamos en una de las mesas junto a la barra y pedimos dos copas de vino. —Bueno —llama mi atención Lola reordenando el salero, el pimentero y el servilletero mientras muestra su sonrisa más impertinente—, cuéntame ya a qué venía esa foto de Santana López con una fusta, porque casi caigo desmayada en mi salón. No puedo evitar sonreír.
Creo que yo habría reaccionado igual si me hubiese mandado una foto así. —Fue una estupidez —me defiendo. —¿Le va el sado? —pregunta increíblemente interesada, echándose hacia delante e ignorando por completo mis palabras. —No. —Lo pienso un segundo—. No lo sé. —Lo pienso de nuevo—. No de la manera que tú crees —me apresuro a aclararle. Lola frunce el ceño y vuelve a recostarse elegantemente sobre la silla. —Es espectacular en la cama, ¿verdad? —comenta volviendo a lucir de nuevo esa sonrisilla—, y no se te ocurra decirme que no te has acostado con ella —me amenaza apuntándome con el índice. Yo me encojo de hombros tratando de ocultar una sonrisa de lo más boba.
—Sí, nos hemos acostado, pero no te mentí cuando te dije que ése no era el motivo por el que me había llevado a su casa. La primera vez fue hace tres días. —Es decir —me corrige ceremoniosa—, tres días de sexo desenfrenado. Ni que lo digas. —¿Habéis decido qué tomaréis? —pregunta el camarero sacando su bloc de notas. Voy a abrir la boca dispuesta a pedir una hamburguesa con queso, pero Lola me interrumpe: —Danos cinco minutos —le pide con su mejor sonrisa—. Estamos hablando de algo importante. Pongo los ojos en blanco. Tengo hambre. —¿Y sois… —Lola agita la mano con mucha floritura buscando la palabra adecuada—… novias? Desde luego, quien diga que no es una mujer no entiende una pizca de lo que significa la palabra femenina. —No, no somos novias —respondo con ánimo de aclarar todas las dudas. «Como si eso fuera tan fácil.» —¿Y qué sois? Resoplo. No debería ser tan complicado contestar una pregunta de tres palabras, dos en. ¿La ye cuenta? —Amigas, supongo. Lola frunce los labios y me reprende con la mirada. Está claro que esta situación comienza a no hacerle la más mínima gracia. —Britt… —Puede que no tenga claro lo que somos —la interrumpo—, pero sí sé lo que no somos. Entre nosotros sólo hay sexo. Nada más. Ella no dice nada, pero su perspicaz mirada tampoco desaparece. Eso hace que automáticamente, y en contra de mi voluntad, yo también comience a reflexionar sobre toda esta situación. —He estado a punto de fingir que estaba enferma para que no se quedara en el club —le confieso sintiéndome horriblemente mal. A la altura de la amiga de la mala de las telenovelas. Aún no estoy al nivel de la malvada principal. Lola se echa hacia delante en un rápido movimiento.
—¿Qué decía siempre tu abuelo? Resoplo. No quiero hablar de mi abuelo ahora.
—¿Qué decía siempre tu abuelo? —repite. —Que en la vida hay que ser honesto, listo y leal con todos… —digo a regañadientes. —Pero, sobre todo, con uno mismo —me interrumpe con ímpetu—. ¿Crees que lo estás cumpliendo? No sé qué contestar a eso. Tampoco puedo negar la evidencia. Yo misma he pensado que me estoy metiendo en un lío tremendo.
—Últimamente pienso mucho en mi abuelo —me sincero con una sonrisa algo triste. Es la verdad. No lo digo con la intención de cambiar de tema—. Lo echo mucho de menos. Lola también sonríe, pero a ella tampoco le llega a los ojos.
—Era un hombre increíble —sentencia. Mi abuelo vivió en el Lower East Side desde que, siendo apenas un bebé, sus padres y él emigraron desde Irlanda. El barrio fue creciendo y cambiando, pero él nunca se marchó. Vivía en un apartamento a dos manzanas de su pequeño taller de coches en la calle Grand.
La familia de Lola llegó desde México al barrio varios años antes de que ella naciera. Se instalaron allí y tampoco se mudaron nunca. Lola y yo nos conocemos desde que éramos unas niñas y, aunque ni mi abuelo ni sus padres están ya, estar en el barrio es como estar con ellos.
—Todavía recuerdo la primera vez que me dijo esa frase —comenta Lola con cierta nostalgia—. Tenía catorce años y me pilló besándome con Samantha Ariel sólo porque el imbécil de Andrew Lockwood me había dicho que no sería capaz de hacerlo. Cuando me quedé sola, tu abuelo, sin alzar la cabeza del coche que arreglaba, me soltó exactamente esas palabras. Sonrío. Mi abuelo era así. No le gustaba mucho hablar y siempre estaba muy serio y concentrado en lo que tuviera entre manos. Sin embargo, era muy receptivo y con las palabras justas podía darte el mejor consejo que hubieras escuchado nunca.
—Al día siguiente —continúa—, Andrew Lockwood y yo nos peleamos porque me llamó maricón. Tu abuelo observó toda la escena. Estaba acostumbrado a pelearme y no necesitaba que me defendieran. Él me dio su pañuelo para que me limpiara la sangre y volvió a su taller repitiendo la misma frase. Un día después fui a verlo para decirle que le había contado a mi familia cómo me sentía y lo que era realmente. Él se incorporó del coche que estaba arreglando, me miró, se limpió las manos en un impoluto trapo blanco y me dijo «veo que por fin has captado el mensaje». Me echo a reír y Lola me sigue inmediatamente. Mi abuelo era un hombre increíble. Seguimos hablando, cenando y riéndonos. Mientras nos despedimos junto al taxi en mitad de la calle Orchard, Lola me hace prometer que no bajaré la guardia y me andaré con cuidado. Yo sonrío y me quejo de lo exagerada que es.
Puede que tenga mis dudas, pero estoy bien. No soy tan estúpida de imaginarme un felices para siempre con Santana. Me bajo de mis tacones nude en el ascensor. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza. Estoy sola. Santana debe de estar aún en el Archetype. Resoplo de nuevo. No me interesa donde esté. Por mí puede quedarse a vivir allí. Resoplo una vez más. Ni siquiera yo me he creído eso. Me dejo caer en el sofá y echo un vistazo a mi alrededor. Las chicas que lo miraban en el club eran tan guapas. Erika es tan guapa. Cabeceo y enciendo la tele dispuesta a distraerme. No me apetece enfrentarme cara a cara con todos mis complejos ahora mismo.
Sonrío encantada al descubrir en el canal clásico una reposición de El sueño eterno. Me encantan las películas de detectives en blanco y negro, sobre todo las de Bogart, y en especial ésta. Es mi preferida. Voy hasta el frigorífico, saco una botellita de agua y, para mi sorpresa, tras rebuscar un poco por la cocina, encuentro un paquete de palomitas para microondas. Pensaba que Santana López sólo se alimentaba de sexo y manzanas y, para todo lo demás, llamaba al restaurante italiano más elitista de la ciudad.
Mientras espero a que se hagan las palomitas, el teléfono fijo comienza a sonar. Tuerzo el gesto y miro el aparato. Ni siquiera debería molestarme en cogerlo, no van a contestar, pero me conozco. Si no lo hago, la idea de que era algo importante me estará persiguiendo toda la noche. —¿Diga? —contesto malhumorada. Como ya sospechaba, nadie responde—. ¿Diga? —repito. No le dedico ni un tercer «diga». ¿Quién diablos será? Santana lo sabe. Frunzo los labios. Santana lo sabe, pero no quiere contármelo. Seguro que es una exnovia con problemas mentales. Sonrío con malicia. No se merece menos. Estoy acurrucada en el sofá, con Lauren Bacall diciendo aquello de «no me gustan sus modales» a lo que Bogart responde «a mí tampoco me vuelven loco los suyos» cuando me parece oír un ruido. Silencio la televisión y alzo la cabeza justo a tiempo de ver cómo las puertas del ascensor se abren y Santana aparece tras ellas. Tiene la mano apoyada en la pared y la cabeza baja, pero esa increíble mirada alzada. Mick Jagger está sentado a mi lado en el sofá y Keith Richards toca la guitarra subido a la mesita de centro.
—¿Aún despierta, Pecosa? —pregunta entrando en el salón.
—Sí —murmuro nerviosa—. Estaba viendo una peli —me obligo a añadir para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo sin tartamudear. Le presta atención a la televisión y frunce el ceño mientras rodea el sofá.
—¿Estás viendo El sueño eterno? —pregunta sorprendida dejándose caer a mi lado.
—Es mi peli favorita —confieso con una sonrisa. Santana me devuelve el gesto y me roba el mando para volver a activar el volumen.
—Eres una caja de sorpresas, Pecosa. Sonrío de nuevo.
—Me encantan las pelis de detectives de Bogart. Las veía con mi abuelo. Santana me mira durante un par de segundos y decidida vuelve a quitarle el sonido a la televisión.
—Quiero que me hables de tu familia. Yo me encojo de hombros.
—No hay mucho que contar —respondo jugueteando con las palomitas.
—Aun así, quiero saberlo. Otra vez no hay amabilidad en sus palabras. Me pregunto si conocerá el significado de la palabra empatía. A veces tengo clarísimo que no. Resoplo y me preparo para hablar con la mirada fija en mis dedos. No es uno de mis temas de conversación favoritos.
—No conocí… Ahora es Santana la que resopla interrumpiéndome. Se inclina sobre mí, me quita el bol de las manos y lo deja sobre la mesita de centro.
—Me gustaría que habláramos como adultos —me reprende exigente. ¿Empatía? Dudo mucho que sepa ni siquiera cómo se escribe. Alzo la cabeza dejándole claro la antipatía que me despierta en este momento. Santana me mantiene la mirada con sus ojos, ahora caprichosamente marrones , llenos de una arrogancia sin edulcorar. Es odiosa. Consigue que el orgullo me hierva como nunca antes me había pasado. —No conocí a mi padre. Se largó antes de que yo naciera y nunca he sabido nada de él. Llevo su apellido porque mi madre tenía la estúpida idea de que un día volvería.
Mi enfado con Santana ha conseguido que diga las palabras claras, sin miedo y sin sentirme violenta. Me pregunto si es eso lo que quería conseguir y automáticamente me relajo.
—¿Y tu madre? —inquiere. —Murió cuando tenía cinco años y mi abuela poco después, así que tampoco me acuerdo mucho de ninguna de ellas —respondo encogiéndome de hombros de nuevo—. De la noche a la mañana nos quedamos mi abuelo y yo solos. Fue el mejor padre del mundo. —Sonrío al recordarlo—. Cuando se enteró de que había utilizado el préstamo universitario para pagar sus facturas del hospital, estuvo tres días sin hablarme. —Mi sonrisa se ensancha, pero también se vuelve más triste—. Con el segundo crédito, me echó dos días de casa. De reojo veo cómo una serena y tenue sonrisa aparece en los labios de Santana. —Lo último que me dijo antes de entrar en quirófano fue: «tienes que aprender a elegir mejor tus batallas, Britanny S. Pierce». Ahogo un triste suspiro en una sonrisa mal fingida.
Santana alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Deja su mano en mi mejilla unos segundos de más, acariciándome suavemente con la punta de los dedos. Hoy ha sido un día increíblemente intenso y, haber recordado a mi abuelo primero con Lola y ahora con Santana, lo ha hecho aún más. Me preocupa que mi amiga tenga razón y simplemente me esté autoengañando. Como si pudiera leerme la mente, Santana me coge por las caderas y me sienta a horcajadas sobre ella. Ese mismo mechón rebelde vuelve a caerme por la mejilla. Santana alza la mano una vez más y, con su preciosa mirada fija en el movimiento, vuelve a colocármelo tras la oreja.
—¿Qué pasa? Resoplo. Nunca he sido una chica cobarde. Mi enorme bocaza no puede traicionarme ahora. —No quiero que te corras en la boca de ninguna otra chica —suelto de un tirón. Santana frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar sus ojos de los míos. Está tratando de leer en mi mirada, en toda mi expresión, y por un momento puedo ver una pizca de ansiedad brotar en sus ojos tan marrones como negros.
—No te enamores de mí, Pecosa.
—No lo haré —me apresuro a sentenciar.
Santana exhala brusco todo el aire de sus pulmones y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Nos tumba en el sofá sin permitir un sólo centímetro de aire entre nosotros.
—Prométemelo —le pido contra su labios. Sé que es una estupidez, que no implica que no vaya a tener sexo con ellas, a estar con ellas, a enamorarse de ellas, pero necesito saber que toda la sensualidad que vivimos en ese momento, que esa pequeña burbujita de intimidad, va a seguir siendo suya y mía, y que nunca dejará que entre ninguna otra chica, que siempre me elegirá a mí. —Te lo prometo —responde.
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Necesito comentarios sobre esta adaptacion para decidir si continuar o cerrarlo. Gracias igualmente estoy con la historia llamada ALGO CONTIGO, la cual estoy actualizando de manera paralela con esta ninguna estara descuidada,, bueno eso espero
Ella es como es, lo que he visto en ese club. Algo delicioso, eléctrico, pero algo de lo que está prohibido enamorarse. Tengo que tener está idea clarísima si quiero seguir con esto. Si bajo la guardia y me enamoro, no duraré con el corazón intacto ni cinco minutos. Soy una funambulista y estoy caminando por el alambre sin red. «Eres una idiota que se está colando por quien no debe.» Resoplo y dejo caer la cabeza contra el respaldo del taxi. Me pregunto qué se sentirá con una voz de la conciencia que no sea un verdadero asco. Recojo a Lola en su apartamento y vamos a cenar al hotel Chantelle.
Sólo está a una manzana. Es un sitio sencillo pero muy agradable. Además, a Lola le encanta decir que vamos a cenar a un hotel. Es su propia versión de las mujeres ricas de Manhattan yendo a tomar el almuerzo al Plaza. Nos acomodamos en una de las mesas junto a la barra y pedimos dos copas de vino. —Bueno —llama mi atención Lola reordenando el salero, el pimentero y el servilletero mientras muestra su sonrisa más impertinente—, cuéntame ya a qué venía esa foto de Santana López con una fusta, porque casi caigo desmayada en mi salón. No puedo evitar sonreír.
Creo que yo habría reaccionado igual si me hubiese mandado una foto así. —Fue una estupidez —me defiendo. —¿Le va el sado? —pregunta increíblemente interesada, echándose hacia delante e ignorando por completo mis palabras. —No. —Lo pienso un segundo—. No lo sé. —Lo pienso de nuevo—. No de la manera que tú crees —me apresuro a aclararle. Lola frunce el ceño y vuelve a recostarse elegantemente sobre la silla. —Es espectacular en la cama, ¿verdad? —comenta volviendo a lucir de nuevo esa sonrisilla—, y no se te ocurra decirme que no te has acostado con ella —me amenaza apuntándome con el índice. Yo me encojo de hombros tratando de ocultar una sonrisa de lo más boba.
—Sí, nos hemos acostado, pero no te mentí cuando te dije que ése no era el motivo por el que me había llevado a su casa. La primera vez fue hace tres días. —Es decir —me corrige ceremoniosa—, tres días de sexo desenfrenado. Ni que lo digas. —¿Habéis decido qué tomaréis? —pregunta el camarero sacando su bloc de notas. Voy a abrir la boca dispuesta a pedir una hamburguesa con queso, pero Lola me interrumpe: —Danos cinco minutos —le pide con su mejor sonrisa—. Estamos hablando de algo importante. Pongo los ojos en blanco. Tengo hambre. —¿Y sois… —Lola agita la mano con mucha floritura buscando la palabra adecuada—… novias? Desde luego, quien diga que no es una mujer no entiende una pizca de lo que significa la palabra femenina. —No, no somos novias —respondo con ánimo de aclarar todas las dudas. «Como si eso fuera tan fácil.» —¿Y qué sois? Resoplo. No debería ser tan complicado contestar una pregunta de tres palabras, dos en. ¿La ye cuenta? —Amigas, supongo. Lola frunce los labios y me reprende con la mirada. Está claro que esta situación comienza a no hacerle la más mínima gracia. —Britt… —Puede que no tenga claro lo que somos —la interrumpo—, pero sí sé lo que no somos. Entre nosotros sólo hay sexo. Nada más. Ella no dice nada, pero su perspicaz mirada tampoco desaparece. Eso hace que automáticamente, y en contra de mi voluntad, yo también comience a reflexionar sobre toda esta situación. —He estado a punto de fingir que estaba enferma para que no se quedara en el club —le confieso sintiéndome horriblemente mal. A la altura de la amiga de la mala de las telenovelas. Aún no estoy al nivel de la malvada principal. Lola se echa hacia delante en un rápido movimiento.
—¿Qué decía siempre tu abuelo? Resoplo. No quiero hablar de mi abuelo ahora.
—¿Qué decía siempre tu abuelo? —repite. —Que en la vida hay que ser honesto, listo y leal con todos… —digo a regañadientes. —Pero, sobre todo, con uno mismo —me interrumpe con ímpetu—. ¿Crees que lo estás cumpliendo? No sé qué contestar a eso. Tampoco puedo negar la evidencia. Yo misma he pensado que me estoy metiendo en un lío tremendo.
—Últimamente pienso mucho en mi abuelo —me sincero con una sonrisa algo triste. Es la verdad. No lo digo con la intención de cambiar de tema—. Lo echo mucho de menos. Lola también sonríe, pero a ella tampoco le llega a los ojos.
—Era un hombre increíble —sentencia. Mi abuelo vivió en el Lower East Side desde que, siendo apenas un bebé, sus padres y él emigraron desde Irlanda. El barrio fue creciendo y cambiando, pero él nunca se marchó. Vivía en un apartamento a dos manzanas de su pequeño taller de coches en la calle Grand.
La familia de Lola llegó desde México al barrio varios años antes de que ella naciera. Se instalaron allí y tampoco se mudaron nunca. Lola y yo nos conocemos desde que éramos unas niñas y, aunque ni mi abuelo ni sus padres están ya, estar en el barrio es como estar con ellos.
—Todavía recuerdo la primera vez que me dijo esa frase —comenta Lola con cierta nostalgia—. Tenía catorce años y me pilló besándome con Samantha Ariel sólo porque el imbécil de Andrew Lockwood me había dicho que no sería capaz de hacerlo. Cuando me quedé sola, tu abuelo, sin alzar la cabeza del coche que arreglaba, me soltó exactamente esas palabras. Sonrío. Mi abuelo era así. No le gustaba mucho hablar y siempre estaba muy serio y concentrado en lo que tuviera entre manos. Sin embargo, era muy receptivo y con las palabras justas podía darte el mejor consejo que hubieras escuchado nunca.
—Al día siguiente —continúa—, Andrew Lockwood y yo nos peleamos porque me llamó maricón. Tu abuelo observó toda la escena. Estaba acostumbrado a pelearme y no necesitaba que me defendieran. Él me dio su pañuelo para que me limpiara la sangre y volvió a su taller repitiendo la misma frase. Un día después fui a verlo para decirle que le había contado a mi familia cómo me sentía y lo que era realmente. Él se incorporó del coche que estaba arreglando, me miró, se limpió las manos en un impoluto trapo blanco y me dijo «veo que por fin has captado el mensaje». Me echo a reír y Lola me sigue inmediatamente. Mi abuelo era un hombre increíble. Seguimos hablando, cenando y riéndonos. Mientras nos despedimos junto al taxi en mitad de la calle Orchard, Lola me hace prometer que no bajaré la guardia y me andaré con cuidado. Yo sonrío y me quejo de lo exagerada que es.
Puede que tenga mis dudas, pero estoy bien. No soy tan estúpida de imaginarme un felices para siempre con Santana. Me bajo de mis tacones nude en el ascensor. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza. Estoy sola. Santana debe de estar aún en el Archetype. Resoplo de nuevo. No me interesa donde esté. Por mí puede quedarse a vivir allí. Resoplo una vez más. Ni siquiera yo me he creído eso. Me dejo caer en el sofá y echo un vistazo a mi alrededor. Las chicas que lo miraban en el club eran tan guapas. Erika es tan guapa. Cabeceo y enciendo la tele dispuesta a distraerme. No me apetece enfrentarme cara a cara con todos mis complejos ahora mismo.
Sonrío encantada al descubrir en el canal clásico una reposición de El sueño eterno. Me encantan las películas de detectives en blanco y negro, sobre todo las de Bogart, y en especial ésta. Es mi preferida. Voy hasta el frigorífico, saco una botellita de agua y, para mi sorpresa, tras rebuscar un poco por la cocina, encuentro un paquete de palomitas para microondas. Pensaba que Santana López sólo se alimentaba de sexo y manzanas y, para todo lo demás, llamaba al restaurante italiano más elitista de la ciudad.
Mientras espero a que se hagan las palomitas, el teléfono fijo comienza a sonar. Tuerzo el gesto y miro el aparato. Ni siquiera debería molestarme en cogerlo, no van a contestar, pero me conozco. Si no lo hago, la idea de que era algo importante me estará persiguiendo toda la noche. —¿Diga? —contesto malhumorada. Como ya sospechaba, nadie responde—. ¿Diga? —repito. No le dedico ni un tercer «diga». ¿Quién diablos será? Santana lo sabe. Frunzo los labios. Santana lo sabe, pero no quiere contármelo. Seguro que es una exnovia con problemas mentales. Sonrío con malicia. No se merece menos. Estoy acurrucada en el sofá, con Lauren Bacall diciendo aquello de «no me gustan sus modales» a lo que Bogart responde «a mí tampoco me vuelven loco los suyos» cuando me parece oír un ruido. Silencio la televisión y alzo la cabeza justo a tiempo de ver cómo las puertas del ascensor se abren y Santana aparece tras ellas. Tiene la mano apoyada en la pared y la cabeza baja, pero esa increíble mirada alzada. Mick Jagger está sentado a mi lado en el sofá y Keith Richards toca la guitarra subido a la mesita de centro.
—¿Aún despierta, Pecosa? —pregunta entrando en el salón.
—Sí —murmuro nerviosa—. Estaba viendo una peli —me obligo a añadir para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo sin tartamudear. Le presta atención a la televisión y frunce el ceño mientras rodea el sofá.
—¿Estás viendo El sueño eterno? —pregunta sorprendida dejándose caer a mi lado.
—Es mi peli favorita —confieso con una sonrisa. Santana me devuelve el gesto y me roba el mando para volver a activar el volumen.
—Eres una caja de sorpresas, Pecosa. Sonrío de nuevo.
—Me encantan las pelis de detectives de Bogart. Las veía con mi abuelo. Santana me mira durante un par de segundos y decidida vuelve a quitarle el sonido a la televisión.
—Quiero que me hables de tu familia. Yo me encojo de hombros.
—No hay mucho que contar —respondo jugueteando con las palomitas.
—Aun así, quiero saberlo. Otra vez no hay amabilidad en sus palabras. Me pregunto si conocerá el significado de la palabra empatía. A veces tengo clarísimo que no. Resoplo y me preparo para hablar con la mirada fija en mis dedos. No es uno de mis temas de conversación favoritos.
—No conocí… Ahora es Santana la que resopla interrumpiéndome. Se inclina sobre mí, me quita el bol de las manos y lo deja sobre la mesita de centro.
—Me gustaría que habláramos como adultos —me reprende exigente. ¿Empatía? Dudo mucho que sepa ni siquiera cómo se escribe. Alzo la cabeza dejándole claro la antipatía que me despierta en este momento. Santana me mantiene la mirada con sus ojos, ahora caprichosamente marrones , llenos de una arrogancia sin edulcorar. Es odiosa. Consigue que el orgullo me hierva como nunca antes me había pasado. —No conocí a mi padre. Se largó antes de que yo naciera y nunca he sabido nada de él. Llevo su apellido porque mi madre tenía la estúpida idea de que un día volvería.
Mi enfado con Santana ha conseguido que diga las palabras claras, sin miedo y sin sentirme violenta. Me pregunto si es eso lo que quería conseguir y automáticamente me relajo.
—¿Y tu madre? —inquiere. —Murió cuando tenía cinco años y mi abuela poco después, así que tampoco me acuerdo mucho de ninguna de ellas —respondo encogiéndome de hombros de nuevo—. De la noche a la mañana nos quedamos mi abuelo y yo solos. Fue el mejor padre del mundo. —Sonrío al recordarlo—. Cuando se enteró de que había utilizado el préstamo universitario para pagar sus facturas del hospital, estuvo tres días sin hablarme. —Mi sonrisa se ensancha, pero también se vuelve más triste—. Con el segundo crédito, me echó dos días de casa. De reojo veo cómo una serena y tenue sonrisa aparece en los labios de Santana. —Lo último que me dijo antes de entrar en quirófano fue: «tienes que aprender a elegir mejor tus batallas, Britanny S. Pierce». Ahogo un triste suspiro en una sonrisa mal fingida.
Santana alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Deja su mano en mi mejilla unos segundos de más, acariciándome suavemente con la punta de los dedos. Hoy ha sido un día increíblemente intenso y, haber recordado a mi abuelo primero con Lola y ahora con Santana, lo ha hecho aún más. Me preocupa que mi amiga tenga razón y simplemente me esté autoengañando. Como si pudiera leerme la mente, Santana me coge por las caderas y me sienta a horcajadas sobre ella. Ese mismo mechón rebelde vuelve a caerme por la mejilla. Santana alza la mano una vez más y, con su preciosa mirada fija en el movimiento, vuelve a colocármelo tras la oreja.
—¿Qué pasa? Resoplo. Nunca he sido una chica cobarde. Mi enorme bocaza no puede traicionarme ahora. —No quiero que te corras en la boca de ninguna otra chica —suelto de un tirón. Santana frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar sus ojos de los míos. Está tratando de leer en mi mirada, en toda mi expresión, y por un momento puedo ver una pizca de ansiedad brotar en sus ojos tan marrones como negros.
—No te enamores de mí, Pecosa.
—No lo haré —me apresuro a sentenciar.
Santana exhala brusco todo el aire de sus pulmones y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Nos tumba en el sofá sin permitir un sólo centímetro de aire entre nosotros.
—Prométemelo —le pido contra su labios. Sé que es una estupidez, que no implica que no vaya a tener sexo con ellas, a estar con ellas, a enamorarse de ellas, pero necesito saber que toda la sensualidad que vivimos en ese momento, que esa pequeña burbujita de intimidad, va a seguir siendo suya y mía, y que nunca dejará que entre ninguna otra chica, que siempre me elegirá a mí. —Te lo prometo —responde.
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Necesito comentarios sobre esta adaptacion para decidir si continuar o cerrarlo. Gracias igualmente estoy con la historia llamada ALGO CONTIGO, la cual estoy actualizando de manera paralela con esta ninguna estara descuidada,, bueno eso espero
Última edición por marthagr81@yahoo.es el Sáb Ene 02, 2016 2:42 am, editado 1 vez
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Y algo dentro de mí brilla con una fuerza desbocada. No estoy siendo ni honesta, ni lista, ni leal conmigo misma. Los días pasan sin darme cuenta y ya van más de dos semanas desde que me llevó al club. Me paso las mañanas entre la universidad y la oficina. Santana puede ser odiosa, pero estoy aprendiendo muchísimo con ella. A regañadientes, ha aceptado que pase más tiempo con Fabray y Hummel. Todas sus protestas, que les dedicó a ambos a voz en grito, eran básicamente que ella era la más guapa e inteligente de los tres, así que no entendía qué iba a aprender con ellos. Sin embargo, los dos insistieron, sospecho, y me divierte, que con el único objetivo de fastidiarla. La versión oficial tiene algo que ver con que pueda tener nociones de todas las áreas en las que se desenvuelve la empresa, a pesar de que todavía no hayan querido explicarme exactamente a lo que se dedica.
Según Santana, dirigen inversiones, dan cobertura legal, solventan problemas fiscales o gestionan patrimonios. Resuelven la vida de sus clientes por una módica cantidad de dinero. Tuve que aguantarme la risa cuando oí la palabra módica. Las cifras que se manejan aquí son astronómicas. Continúo sin despacho propio. Cada vez que le pregunto a Santana sobre ese asunto, me ignora por completo o simplemente finge no recordar haberme prometido tal cosa. El sexo sigue siendo una auténtica locura. Algo indomable y espectacular. Hemos vuelto al club y algunas veces hemos jugado con Erika u otras chicas. Santana ha insinuado en varias ocasiones que también lo haremos con un chico, pero sólo se ha quedado en insinuaciones. Siempre que hemos estado en alguna fiesta donde hubiese otros hombres, Santana me ha engatusado para tenerme en su regazo toda la noche, besándome y acariciándome, y yo he aceptado más que encantada. Esta mañana, en cuanto Santana se ha marchado a una reunión, Lola se ha presentado en la oficina más que indignada. Me reprocha que la esté abandonando por una vida de sexo desenfrenado y eso no piensa consentirlo. Le da igual que sea un jueves cualquiera, esta noche tengo que irme a cenar con ella y después a beber cócteles a su apartamento. No me da opción. Cuando le digo a Santana que esta noche no dormiré con ella, no le da importancia, pero me explica que, a cambio, tendré que compensarla por las expectativas creadas. Según ella, lleva viéndome toda la mañana con ese vestidito y esperaba follarme dos veces antes de dejar que me lo quitara. Lo mando al cuerno y me río tomándomelo a broma. Sin embargo, a la hora del almuerzo estoy derritiéndome literalmente, agarrándome con fuerza al impoluto lavabo del aún más impoluto baño de su despacho, mientras me embiste con fuerza consiguiendo que cada vez que su pelvis choca contra mi trasero pierda un poco más la razón y todo el espacio se llene de placer.
Con Lola lo paso de cine. Cenamos, charlamos, nos reímos y, por supuesto, bebemos. No tengo ni idea de la hora que es cuando nos vamos a dormir. Ella insiste en que debería mandarle un mensaje a Santana dándole las buenas noches y yo inmediatamente decido que es una buena idea. No quiero que se sienta sola. Los rayos de sol atraviesan la ventana. Me molestan. Me molestan mucho. Me giro huyendo de la luz y todo parece girar conmigo trescientos sesenta grados. Joder, me duele muchísimo la cabeza. Algo empieza a sonar en la mesita. Abro un ojo haciendo un esfuerzo titánico y veo el despertador de I love New York de Lola pitando ruidoso y estridente junto a un margarita a medio terminar. Tengo una resaca horrible. En cuanto recupere fuerzas, pienso asesinar a Lola. Veo la mano de mi amiga volar sobre mi cabeza y apagar el despertador de un golpe.
—Te odio —murmuro con la voz ronca por el exceso de alcohol y el sueño.
—Necesito un Bloody Mary hasta arriba de apio —responde girando en la cama hasta quedar bocarriba.
—Yo puedo darte una idea de dónde meterte el apio.
—Perra.
—Perra, tú —contraataco
—. Son las siete de la mañana y creo que he estado borracha hasta hace más o menos diez minutos. Tengo que entrar a trabajar en una hora. ¿Te haces una idea de lo que va a ser aguantar a Santana Lopez con resaca? Cuando me refiero a ella en el sentido laboral, lo hago por su nombre completo. Da una idea más aproximada de la ogra-odiosa-insoportable que puede llegar a ser. —Lo que tienes que hacer es, nada más entrar, ponerte de rodillas y hacerle una mamada. Le doy una patada y ella se queja.
—¿Qué? —protesta indignada—. Así la tendrás feliz todo el día y tú podrás dedicarte a descansar el dolor de cabeza. No tengo más remedio que echarme a reír, pero con cada carcajada el dolor de cabeza se intensifica y, por algún motivo, eso hace que me ría más y, por tanto, me queje más, Lola se ría, se queje y ninguna de las dos pueda parar. Es un sinsentido. Diez minutos después me arrastro hasta la ducha. Estoy lavándome el pelo cuando pequeños flashes de todo lo que hicimos ayer van desfilando por mi mente. Sonrío con todos ellos hasta que una idea de lo más absurda cruza mi cabeza. Inmediatamente la descarto por eso, por absurda, pero entonces un vago recuerdo hace acto de presencia y, antes de tener el mayor ataque de pánico de mi vida, cierro el grifo de un manotazo y, con la mitad del cuerpo aún lleno de espuma, me envuelvo en una toalla y regreso corriendo a la habitación.
—Por Dios, dime que ayer no le mandé un mensaje a Santana —gimoteo. Lola me mira como si le estuviera hablando en chino mandarín. Yo resoplo y salgo disparada hacia la mesita. Compruebo el móvil. No hay ningún mensaje. Respiro aliviada. Pero entonces caigo en otra posibilidad.
—¿Dónde está tu teléfono? Lola lo piensa un segundo. —En el salón, creo. Corro hacia allí y estoy a punto de resbalarme una docena de veces antes de llegar. Miro a mi alrededor. ¿Dónde está el maldito móvil?
—¡El jenga patriótico de los penes! —grita desde la habitación. Ahora creo que es ella la que está hablando en chino mandarín, pero por casualidad miro hacia la mesa y veo la torre del juego jenga en una partida a medias. La mitad de las fichas de madera están garabateadas o simplemente tienen borrones negros. Automáticamente recuerdo que anoche decidimos pintar una postura del Kamasutra en cada ficha, con la condición de que debían ser posturas que hubiésemos practicado con un estadounidense en la cama. Gracias a Santana, que Lola aceptó por estar nacionalizado, tengo mucho repertorio. Si no, creo que no habría podido pintar más de tres piezas. Mi amiga no paraba de gritar que era una manera de animar a nuestras tropas, pero no entendí muy bien el significado. Lo curioso es que ayer las dos estábamos convencidas de que estábamos pintando auténticas obras de arte en cada ficha.
No podríamos estar más equivocadas. Junto a la torre está el iPhone de Lola. Al verlo, recuerdo por qué estaba tan alterada y la inquietud vuelve a ponerme los pelos de punta. Por favor, Dios, Karma, Universo, no me hagáis esto. Reviso los mensajes y suspiro aliviada cuando veo que no hay ninguno enviado a Santana. Estoy a salvo. Terminamos de arreglarnos y nos tomamos una taza tamaño extragrande de café. Lola me presta algo de ropa, pero me está enorme. Necesitaré pasarme por el ático. Además, tengo que recoger un par de libros si quiero ir a la universidad a media mañana. Uff… estudiar, no sé si voy a ser capaz con este dolor de cabeza. Necesito dos ibuprofenos o tres o una lobotomía.
Atravesamos la ciudad en la Vespa de Lola y llegamos a Park Avenue relativamente rápido.
—¿Subes? —le pregunto quitándome el casco con la virgen de Guadalupe.
—Por supuesto —responde sin asomo de duda bajándose de la moto y colgándose su caso del antebrazo
—. No pienso desperdiciar la oportunidad de ver el picadero de Santana López. Ambas nos sonreímos traviesas, como si fuésemos dos niñas a punto de comer galletas sin permiso, y entramos en el edificio. Lola me mira burlona cuando saludo al portero y él me devuelve el gesto acompañado con un profesional «señorita Pierce».
—Te veo muy… —simula estar buscando la palabra adecuada—… ambientada. Yo finjo no oírla y observo cómo las puertas del ascensor se cierran. Me quedan cuarenta y una plantas de burlas indiscriminadas. Cuando las puertas del elevador vuelven a abrirse, Lola suspira admirada al comprobar el ático que se abre a nuestros pies. No la culpo. La casa, ya con el primer vistazo, resulta impresionante. La dejo recreándose en las vistas y camino hasta la barra de la cocina, donde dejé mi libro de economía ayer por la mañana. Por inercia, miro hacia la puerta del dormitorio. Me sorprende que esté cerrada. Santana no suele dormir hasta tan tarde.
—Este sitio es increíble —comenta Lola distrayéndome—. Esa alemana malnacida tiene mucha clase. Sonrío centrándome de nuevo en el libro. Creo que nunca les he oído dedicarse un pelativo amable. Estoy revisando mi agenda para comprobar qué tengo que hacer hoy exactamente cuando oigo la puerta de la habitación abrirse. Lola y yo nos miramos instintivamente y a la vez dirigimos nuestra atención al dormitorio justo a tiempo de ver salir a la mujer con las piernas más largas del mundo. Nos sonríe a modo de saludo y, subida en unos tacones de infarto, se dirige hacia la cocina. Es guapísima, con la piel perfectamente bronceada y una larga y cuidada melena con mechas californianas.
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Necesito comentarios sobre esta adaptacion para decidir si continuar o cerrarlo. Gracias igualmente estoy con la historia llamada ALGO CONTIGO, la cual estoy actualizando de manera paralela con esta ninguna estara descuidada,, bueno eso espero
Según Santana, dirigen inversiones, dan cobertura legal, solventan problemas fiscales o gestionan patrimonios. Resuelven la vida de sus clientes por una módica cantidad de dinero. Tuve que aguantarme la risa cuando oí la palabra módica. Las cifras que se manejan aquí son astronómicas. Continúo sin despacho propio. Cada vez que le pregunto a Santana sobre ese asunto, me ignora por completo o simplemente finge no recordar haberme prometido tal cosa. El sexo sigue siendo una auténtica locura. Algo indomable y espectacular. Hemos vuelto al club y algunas veces hemos jugado con Erika u otras chicas. Santana ha insinuado en varias ocasiones que también lo haremos con un chico, pero sólo se ha quedado en insinuaciones. Siempre que hemos estado en alguna fiesta donde hubiese otros hombres, Santana me ha engatusado para tenerme en su regazo toda la noche, besándome y acariciándome, y yo he aceptado más que encantada. Esta mañana, en cuanto Santana se ha marchado a una reunión, Lola se ha presentado en la oficina más que indignada. Me reprocha que la esté abandonando por una vida de sexo desenfrenado y eso no piensa consentirlo. Le da igual que sea un jueves cualquiera, esta noche tengo que irme a cenar con ella y después a beber cócteles a su apartamento. No me da opción. Cuando le digo a Santana que esta noche no dormiré con ella, no le da importancia, pero me explica que, a cambio, tendré que compensarla por las expectativas creadas. Según ella, lleva viéndome toda la mañana con ese vestidito y esperaba follarme dos veces antes de dejar que me lo quitara. Lo mando al cuerno y me río tomándomelo a broma. Sin embargo, a la hora del almuerzo estoy derritiéndome literalmente, agarrándome con fuerza al impoluto lavabo del aún más impoluto baño de su despacho, mientras me embiste con fuerza consiguiendo que cada vez que su pelvis choca contra mi trasero pierda un poco más la razón y todo el espacio se llene de placer.
Con Lola lo paso de cine. Cenamos, charlamos, nos reímos y, por supuesto, bebemos. No tengo ni idea de la hora que es cuando nos vamos a dormir. Ella insiste en que debería mandarle un mensaje a Santana dándole las buenas noches y yo inmediatamente decido que es una buena idea. No quiero que se sienta sola. Los rayos de sol atraviesan la ventana. Me molestan. Me molestan mucho. Me giro huyendo de la luz y todo parece girar conmigo trescientos sesenta grados. Joder, me duele muchísimo la cabeza. Algo empieza a sonar en la mesita. Abro un ojo haciendo un esfuerzo titánico y veo el despertador de I love New York de Lola pitando ruidoso y estridente junto a un margarita a medio terminar. Tengo una resaca horrible. En cuanto recupere fuerzas, pienso asesinar a Lola. Veo la mano de mi amiga volar sobre mi cabeza y apagar el despertador de un golpe.
—Te odio —murmuro con la voz ronca por el exceso de alcohol y el sueño.
—Necesito un Bloody Mary hasta arriba de apio —responde girando en la cama hasta quedar bocarriba.
—Yo puedo darte una idea de dónde meterte el apio.
—Perra.
—Perra, tú —contraataco
—. Son las siete de la mañana y creo que he estado borracha hasta hace más o menos diez minutos. Tengo que entrar a trabajar en una hora. ¿Te haces una idea de lo que va a ser aguantar a Santana Lopez con resaca? Cuando me refiero a ella en el sentido laboral, lo hago por su nombre completo. Da una idea más aproximada de la ogra-odiosa-insoportable que puede llegar a ser. —Lo que tienes que hacer es, nada más entrar, ponerte de rodillas y hacerle una mamada. Le doy una patada y ella se queja.
—¿Qué? —protesta indignada—. Así la tendrás feliz todo el día y tú podrás dedicarte a descansar el dolor de cabeza. No tengo más remedio que echarme a reír, pero con cada carcajada el dolor de cabeza se intensifica y, por algún motivo, eso hace que me ría más y, por tanto, me queje más, Lola se ría, se queje y ninguna de las dos pueda parar. Es un sinsentido. Diez minutos después me arrastro hasta la ducha. Estoy lavándome el pelo cuando pequeños flashes de todo lo que hicimos ayer van desfilando por mi mente. Sonrío con todos ellos hasta que una idea de lo más absurda cruza mi cabeza. Inmediatamente la descarto por eso, por absurda, pero entonces un vago recuerdo hace acto de presencia y, antes de tener el mayor ataque de pánico de mi vida, cierro el grifo de un manotazo y, con la mitad del cuerpo aún lleno de espuma, me envuelvo en una toalla y regreso corriendo a la habitación.
—Por Dios, dime que ayer no le mandé un mensaje a Santana —gimoteo. Lola me mira como si le estuviera hablando en chino mandarín. Yo resoplo y salgo disparada hacia la mesita. Compruebo el móvil. No hay ningún mensaje. Respiro aliviada. Pero entonces caigo en otra posibilidad.
—¿Dónde está tu teléfono? Lola lo piensa un segundo. —En el salón, creo. Corro hacia allí y estoy a punto de resbalarme una docena de veces antes de llegar. Miro a mi alrededor. ¿Dónde está el maldito móvil?
—¡El jenga patriótico de los penes! —grita desde la habitación. Ahora creo que es ella la que está hablando en chino mandarín, pero por casualidad miro hacia la mesa y veo la torre del juego jenga en una partida a medias. La mitad de las fichas de madera están garabateadas o simplemente tienen borrones negros. Automáticamente recuerdo que anoche decidimos pintar una postura del Kamasutra en cada ficha, con la condición de que debían ser posturas que hubiésemos practicado con un estadounidense en la cama. Gracias a Santana, que Lola aceptó por estar nacionalizado, tengo mucho repertorio. Si no, creo que no habría podido pintar más de tres piezas. Mi amiga no paraba de gritar que era una manera de animar a nuestras tropas, pero no entendí muy bien el significado. Lo curioso es que ayer las dos estábamos convencidas de que estábamos pintando auténticas obras de arte en cada ficha.
No podríamos estar más equivocadas. Junto a la torre está el iPhone de Lola. Al verlo, recuerdo por qué estaba tan alterada y la inquietud vuelve a ponerme los pelos de punta. Por favor, Dios, Karma, Universo, no me hagáis esto. Reviso los mensajes y suspiro aliviada cuando veo que no hay ninguno enviado a Santana. Estoy a salvo. Terminamos de arreglarnos y nos tomamos una taza tamaño extragrande de café. Lola me presta algo de ropa, pero me está enorme. Necesitaré pasarme por el ático. Además, tengo que recoger un par de libros si quiero ir a la universidad a media mañana. Uff… estudiar, no sé si voy a ser capaz con este dolor de cabeza. Necesito dos ibuprofenos o tres o una lobotomía.
Atravesamos la ciudad en la Vespa de Lola y llegamos a Park Avenue relativamente rápido.
—¿Subes? —le pregunto quitándome el casco con la virgen de Guadalupe.
—Por supuesto —responde sin asomo de duda bajándose de la moto y colgándose su caso del antebrazo
—. No pienso desperdiciar la oportunidad de ver el picadero de Santana López. Ambas nos sonreímos traviesas, como si fuésemos dos niñas a punto de comer galletas sin permiso, y entramos en el edificio. Lola me mira burlona cuando saludo al portero y él me devuelve el gesto acompañado con un profesional «señorita Pierce».
—Te veo muy… —simula estar buscando la palabra adecuada—… ambientada. Yo finjo no oírla y observo cómo las puertas del ascensor se cierran. Me quedan cuarenta y una plantas de burlas indiscriminadas. Cuando las puertas del elevador vuelven a abrirse, Lola suspira admirada al comprobar el ático que se abre a nuestros pies. No la culpo. La casa, ya con el primer vistazo, resulta impresionante. La dejo recreándose en las vistas y camino hasta la barra de la cocina, donde dejé mi libro de economía ayer por la mañana. Por inercia, miro hacia la puerta del dormitorio. Me sorprende que esté cerrada. Santana no suele dormir hasta tan tarde.
—Este sitio es increíble —comenta Lola distrayéndome—. Esa alemana malnacida tiene mucha clase. Sonrío centrándome de nuevo en el libro. Creo que nunca les he oído dedicarse un pelativo amable. Estoy revisando mi agenda para comprobar qué tengo que hacer hoy exactamente cuando oigo la puerta de la habitación abrirse. Lola y yo nos miramos instintivamente y a la vez dirigimos nuestra atención al dormitorio justo a tiempo de ver salir a la mujer con las piernas más largas del mundo. Nos sonríe a modo de saludo y, subida en unos tacones de infarto, se dirige hacia la cocina. Es guapísima, con la piel perfectamente bronceada y una larga y cuidada melena con mechas californianas.
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Necesito comentarios sobre esta adaptacion para decidir si continuar o cerrarlo. Gracias igualmente estoy con la historia llamada ALGO CONTIGO, la cual estoy actualizando de manera paralela con esta ninguna estara descuidada,, bueno eso espero
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
CAPITULO 11
La sangre me hierve. Tengo que calmarme. No somos novias. No tenemos una relación exclusiva. Cierro mi agenda de golpe. ¡Es un gilipollas!
—¡No me puedo creer que haya vuelto a hacerte esto! —le grito indignadísima a Lola, que me mira como si acabase de salirme una segunda cabeza—. ¿Cómo ha podido Santana volver a engañarte?
La intrusa se vuelve hacia mí con los ojos como platos.
—A ti —añado con ímpetu. Mi amiga me mira sin entender una palabra, apremiándome con la mirada a que me explique
—. A su mujer —sentencio haciendo un exageradísimo hincapié en cada
Letra . Enarco las cejas de manera muy expresiva. Lola me mira atónita y abre la boca dispuesta a decir algo, aunque no sabe qué. La chica se vuelve alarmada hacia ella y, antes de que vea cualquier atisbo de duda, reacciona.
—¡Oh, Dios mío! —grita Lola melodramática —. ¿Por qué? No me lo merezco —se queja con voz lastimera y llevándose la mano al corazón—. Yo le mantuve, trabajando como camarera en el turno de noche de una cafetería del Bronx, mientras ella estudiaba derecho. ¡Me atracaron dos veces!
La chica la mira realmente compungida y yo tengo que aguantarme un ataque de risa en toda regla.—Yo, yo… —tartamudea nerviosa.
—¡Me contagió un herpes! —la interrumpe Lola.
Apoya el brazo en la encimera de la cocina y, gimoteando, deja caer la frente sobre él.
—De verdad que… —trata de explicarse la chica culpable.
—¡Y estoy embarazada! —la interrumpe de nuevo—. ¡De gemelas! —añade fingiendo un llanto propio de las reinas de los culebrones colombianos. Debe de ser su sangre latina. La mujer de los tacones de infarto está al borde del colapso. Mira a Lola e inmediatamente me mira a mí, que cambio a tiempo mi cara de «cuánto estoy disfrutando con todo esto» por «comparto el dolor de mi amiga».
—Le has perdonado demasiadas cosas —sentencio asintiendo.
—¡Santana! —grita Lola clavando la mirada en el techo, cerrando el puño con fuerza y bajándolo despacio como si de pronto fuera Madonna interpretando a Evita—. ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, Santana?
—¿Por qué he hecho qué? Ya no tengo que aguantarme la risa. Se me corta de golpe cuando oigo la voz de Santana a mi espalda. Me giro y lo veo en la puerta de la habitación, pasándose las palmas de las manos por los
ojos para terminar de despertarse, con el pelo revuelto, sólo con el pantalón del pijama y sosten, descalza. La hija de puta está guapísima, pero hoy no me importa. No me puedo creer que haya metido a otra chica en nuestra cama, quiero decir, su cama. ¡Maldita sea!
—¿Cómo siquiera puedes atreverte a preguntar? —le suelta la chica indignadísima.
Santana frunce el ceño y la mira como si ni siquiera entendiese por qué le está dirigiendo la palabra.
—¿Qué haces todavía aquí? —inquiere Santana con su falta de amabilidad habitual.
—Claro —replica la chica como si de pronto lo entendiese todo—. Eso es lo que pretendías, ¿no? Que me marchara antes de que ella llegara y poder seguir con tus mentiras. Lola y yo nos miramos cómplices. Tengo que morderme el labio inferior para contener una carcajada.
—¿De qué coño estás hablando? —pregunta confusa, pero sin mucho interés en intentar entenderlo—. Lárgate.
La chica resopla y, sin dudarlo, camina hasta Santana y le da una sonora bofetada. Yo me llevo la mano a la boca para contener un suspiro y de paso un par de carcajadas más.
—La atracaron dos veces por tu culpa —le recuerda.
Santana la mira sin poder creer lo que está viviendo. Aprovechando este momento de confusión y, supongo, imaginando que jamás tendrá una oportunidad mejor, Lola anda decidida hasta Santana y le da una bofetada en la otra mejilla.
—Olvídate de conocer a tus hijas.
—¿Mis hijas? —murmura con una voz amenazadoramente suave tan sorprendida como furiosa.
Mi amiga gira sobre sus pies, otra vez fingiendo el llanto más lastimero del mundo. La chica la toma por los hombros y trata de consolarla mientras se la lleva hacia el ascensor. Santana las fulmina con la mirada, pero no tarda en atar cabos y acaba clavando esos ojos, ahora mismo marrones como un bosque de Oregón, en mí. Soy plenamente consciente de que no debería seguir provocándola, pero, antes de que me dé cuenta, me encojo de hombros impertinente y sigo a la mujer y a la amante.
Tienes lo que te mereces, Santana López.
Lola continúa llorando en el ascensor. Está disfrutando muchísimo con todo esto. En la puerta del edificio, la chica le entrega una tarjeta con su nombre y teléfono y, tras disculparse por enésima vez, se ofrece a llevarle el divorcio. Lola abre su minibolso de Chanel, que aún está pagando a plazos
en Macy’s, y se guarda la tarjeta mientras promete que, por sus hijas, se lo pensará.
—Bueno y ¿tú qué tal estás? —pregunta Lola mientras observamos cómo la chica se mete en un taxi.
—¿Tú cómo crees que estoy? —inquiero a mi vez malhumorada.
—Furiosa, celosa, molesta e inmersa en el autoengaño.
—¡Lola!
—¿Qué? —pregunta con una sonrisa de lo más insolente.
Tiene razón. ¿A quién pretendo engañar? Ha dado en el clavo con cada palabra.
—Es que seguro que ni siquiera se ha planteado que podría molestarme —me quejo. Resoplo con fuerza y la sonrisa de Lola se ensancha. No pienso seguir pensando en esto. —Vámonos a la oficina —mascullo.
Lola asiente y nos dirigimos a su Vespa, aparcada en la acera.
—Pasamos del autoengaño a no querer hablar del tema. No te creas que no me he dado cuenta —dice subiéndose en la moto y colocándose el casco—. Te lo perdono porque me has dado la oportunidad de darle una bofetada a Santana López y eso no tiene precio.
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Agradeciendo siempre sus comentarios
La sangre me hierve. Tengo que calmarme. No somos novias. No tenemos una relación exclusiva. Cierro mi agenda de golpe. ¡Es un gilipollas!
—¡No me puedo creer que haya vuelto a hacerte esto! —le grito indignadísima a Lola, que me mira como si acabase de salirme una segunda cabeza—. ¿Cómo ha podido Santana volver a engañarte?
La intrusa se vuelve hacia mí con los ojos como platos.
—A ti —añado con ímpetu. Mi amiga me mira sin entender una palabra, apremiándome con la mirada a que me explique
—. A su mujer —sentencio haciendo un exageradísimo hincapié en cada
Letra . Enarco las cejas de manera muy expresiva. Lola me mira atónita y abre la boca dispuesta a decir algo, aunque no sabe qué. La chica se vuelve alarmada hacia ella y, antes de que vea cualquier atisbo de duda, reacciona.
—¡Oh, Dios mío! —grita Lola melodramática —. ¿Por qué? No me lo merezco —se queja con voz lastimera y llevándose la mano al corazón—. Yo le mantuve, trabajando como camarera en el turno de noche de una cafetería del Bronx, mientras ella estudiaba derecho. ¡Me atracaron dos veces!
La chica la mira realmente compungida y yo tengo que aguantarme un ataque de risa en toda regla.—Yo, yo… —tartamudea nerviosa.
—¡Me contagió un herpes! —la interrumpe Lola.
Apoya el brazo en la encimera de la cocina y, gimoteando, deja caer la frente sobre él.
—De verdad que… —trata de explicarse la chica culpable.
—¡Y estoy embarazada! —la interrumpe de nuevo—. ¡De gemelas! —añade fingiendo un llanto propio de las reinas de los culebrones colombianos. Debe de ser su sangre latina. La mujer de los tacones de infarto está al borde del colapso. Mira a Lola e inmediatamente me mira a mí, que cambio a tiempo mi cara de «cuánto estoy disfrutando con todo esto» por «comparto el dolor de mi amiga».
—Le has perdonado demasiadas cosas —sentencio asintiendo.
—¡Santana! —grita Lola clavando la mirada en el techo, cerrando el puño con fuerza y bajándolo despacio como si de pronto fuera Madonna interpretando a Evita—. ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, Santana?
—¿Por qué he hecho qué? Ya no tengo que aguantarme la risa. Se me corta de golpe cuando oigo la voz de Santana a mi espalda. Me giro y lo veo en la puerta de la habitación, pasándose las palmas de las manos por los
ojos para terminar de despertarse, con el pelo revuelto, sólo con el pantalón del pijama y sosten, descalza. La hija de puta está guapísima, pero hoy no me importa. No me puedo creer que haya metido a otra chica en nuestra cama, quiero decir, su cama. ¡Maldita sea!
—¿Cómo siquiera puedes atreverte a preguntar? —le suelta la chica indignadísima.
Santana frunce el ceño y la mira como si ni siquiera entendiese por qué le está dirigiendo la palabra.
—¿Qué haces todavía aquí? —inquiere Santana con su falta de amabilidad habitual.
—Claro —replica la chica como si de pronto lo entendiese todo—. Eso es lo que pretendías, ¿no? Que me marchara antes de que ella llegara y poder seguir con tus mentiras. Lola y yo nos miramos cómplices. Tengo que morderme el labio inferior para contener una carcajada.
—¿De qué coño estás hablando? —pregunta confusa, pero sin mucho interés en intentar entenderlo—. Lárgate.
La chica resopla y, sin dudarlo, camina hasta Santana y le da una sonora bofetada. Yo me llevo la mano a la boca para contener un suspiro y de paso un par de carcajadas más.
—La atracaron dos veces por tu culpa —le recuerda.
Santana la mira sin poder creer lo que está viviendo. Aprovechando este momento de confusión y, supongo, imaginando que jamás tendrá una oportunidad mejor, Lola anda decidida hasta Santana y le da una bofetada en la otra mejilla.
—Olvídate de conocer a tus hijas.
—¿Mis hijas? —murmura con una voz amenazadoramente suave tan sorprendida como furiosa.
Mi amiga gira sobre sus pies, otra vez fingiendo el llanto más lastimero del mundo. La chica la toma por los hombros y trata de consolarla mientras se la lleva hacia el ascensor. Santana las fulmina con la mirada, pero no tarda en atar cabos y acaba clavando esos ojos, ahora mismo marrones como un bosque de Oregón, en mí. Soy plenamente consciente de que no debería seguir provocándola, pero, antes de que me dé cuenta, me encojo de hombros impertinente y sigo a la mujer y a la amante.
Tienes lo que te mereces, Santana López.
Lola continúa llorando en el ascensor. Está disfrutando muchísimo con todo esto. En la puerta del edificio, la chica le entrega una tarjeta con su nombre y teléfono y, tras disculparse por enésima vez, se ofrece a llevarle el divorcio. Lola abre su minibolso de Chanel, que aún está pagando a plazos
en Macy’s, y se guarda la tarjeta mientras promete que, por sus hijas, se lo pensará.
—Bueno y ¿tú qué tal estás? —pregunta Lola mientras observamos cómo la chica se mete en un taxi.
—¿Tú cómo crees que estoy? —inquiero a mi vez malhumorada.
—Furiosa, celosa, molesta e inmersa en el autoengaño.
—¡Lola!
—¿Qué? —pregunta con una sonrisa de lo más insolente.
Tiene razón. ¿A quién pretendo engañar? Ha dado en el clavo con cada palabra.
—Es que seguro que ni siquiera se ha planteado que podría molestarme —me quejo. Resoplo con fuerza y la sonrisa de Lola se ensancha. No pienso seguir pensando en esto. —Vámonos a la oficina —mascullo.
Lola asiente y nos dirigimos a su Vespa, aparcada en la acera.
—Pasamos del autoengaño a no querer hablar del tema. No te creas que no me he dado cuenta —dice subiéndose en la moto y colocándose el casco—. Te lo perdono porque me has dado la oportunidad de darle una bofetada a Santana López y eso no tiene precio.
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marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Akgskshdsj genial la actuacion de las chicas:') como me rei:') siguelo!! Que yo lo sigo leyendo:c
Susii********-*- - Mensajes : 902
Fecha de inscripción : 06/01/2015
Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Jaja!!!! Me encanta Lola!!
No me gusta que Britt sea perro faldero de San!!!! Termina siendo una arrastrada!! Que le diga "no" a San le vendría muy bien! !! Saludos
No me gusta que Britt sea perro faldero de San!!!! Termina siendo una arrastrada!! Que le diga "no" a San le vendría muy bien! !! Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
ok cuando se comienza una historia se supone que es para terminarla, aunque solo una persona la comente, pq abras perdido tu tiempo al adaptarla y lo abras hecho perder a quien la esta siguiendo, te agradeceria encarecidamente que la terminaras pq yo la sigo y me gusta, gracias por tomarte el tiempo de hacerlo y disculpa mi sinceridad, pero solo hay una cosa que odio mas que critiquen a NAYA RIVERA y esa es que no terminen una historia!!!!! hasta pronto.
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Susii Hoy A Las 1:49 Pm Akgskshdsj genial la actuacion de las chicas:') como me rei:') siguelo!! Que yo lo sigo leyendo:c escribió:
Hola, sip jajaj son muy graciosas juntas, claro que seguire con la historia hasta finalizarla.
Monica.Santander Hoy A Las 2:03 Pm Jaja!!!! Me encanta Lola!! No me gusta que Britt sea perro faldero de San!!!! Termina siendo una arrastrada!! Que le diga "no" a San le vendría muy bien! !! Saludos escribió:
Hola, lola es mi personaje favorito, no crees mas bien que britt esta estupidamente enamorada y por eso se deja tratar asi?????
Micky Morales Hoy A Las 2:21 Pm ok cuando se comienza una historia se supone que es para terminarla, aunque solo una persona la comente, pq abras perdido tu tiempo al adaptarla y lo abras hecho perder a quien la esta siguiendo, te agradeceria encarecidamente que la terminaras pq yo la sigo y me gusta, gracias por tomarte el tiempo de hacerlo y disculpa mi sinceridad, pero solo hay una cosa que odio mas que critiquen a NAYA RIVERA y esa es que no terminen una historia!!!!! hasta pronto. escribió:
Tienes toda la razon a mi me disgusta sobremanera comenzar algo y no terminarlo, la finalizare y continuare con otras historias, en algun momento seran leidas y esa es y sera mi satisfaccion.
Tambien decirles que paralelo a este fic, tengo otro que se Llama Algo Contigo hechenle un ojo y me hacen saber que les parece si por favor
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Aunque no quiero, no puedo evitar sonreír mientras me abrocho el casco y me subo yo también a la Vespa.
En cuanto pongo un pie en la oficina, me cubro de trabajo hasta las cejas. Cualquier cosa con tal de no pensar en esa imbécil. Sin embargo, la tranquilidad me dura poco. Apenas llevo media hora en la oficina cuando la puerta se abre y se cierra con brusquedad.
—¿Qué coño te crees que haces? —ruge Santana deteniéndose al otro lado de la mesa de centro, justo frente a mí.
—Ah, ¿pero te has dado cuenta de que estaba allí? —pregunto displicente—. Pensé que estarías más preocupado por lo que esa chica pensara de ti.
Santana resopla furiosa a la vez que se lleva las manos a las caderas. Está enfadadísima.
—Pecosa, me importa una mierda lo que esa chica piense o deje de pensar sobre mí, pero no voy a consentir que me montes una escenita y después te largues —masculla apretando la mandíbula.
Maldita sea, enfadada la malnacida está aún más guapa.
—Yo no te he montado ninguna escenita —me defiendo levantándome del sofá. No he mentido. Técnicamente no la he montado yo.
—Tú y yo no somos novias —me recuerda malhumorada.
—Eso sería lo último que querría en esta vida —siseo, más bien miento.
Estoy a punto de montar la madre de todos los espectáculos.
—Bien —gruñe.
—Bien —respondo dirigiéndome al baño.
Necesito perderla de vista.
—¡Bien! —replica furiosa.
—¡Bien! —grito justo antes de cerrar la puerta de un sonoro portazo y echar el pestillo.
¡La odio! ¡La odio! ¡La odio!
Suspiro hondo tratando de tranquilizarme. «No puedes asesinarla,Britany Pierce. Si la asesinas, irás a la cárcel y, si vas a la cárcel, hay muchas posibilidades de que acabes convirtiéndote en el juguete sexual de una presa asiática de cien kilos, y he visto demasiados capítulos de «Orange is the
new black» como para saber que eso no es agradable.
Santana trata de abrir la puerta. Yo miro el pomo agitándose con fuerza. No pienso salir de aquí. Este sitio es mi fortín antigilipollas demasiado guapas. Puedo poner una placa en la puerta.
—Te estás comportando como una niña malcriada —me reprende al otro lado.
—Y tú no eres capaz de tener un mínimo de empatía o, qué sé yo, inteligencia emocional.
—Y a ti te vendría bien dejar de leer novelas románticas y empezar a darte cuenta de cómo funcionan las cosas.
¿Cómo puede seguir siendo tan arrogante? ¡Incluso ahora!
—¡Era una zorra! —protesto.
—Y tu amiguita y tú estáis locas.
—Y tú eres una capullo.
—Ahora es cuando dices que no te gusto y yo tengo que disimular un ataque de risa.
Cabeceo a punto de sufrir el mayor ataque de ira de la historia.
—Pues yo no he contratado como ejecutiva júnior a una chica de veinticuatro años sin ninguna experiencia sólo porque estaba celosa. En ese momento yo sí que tuve que disimular un ataque de risa.
No aguanto más. Sin dudarlo, me dirijo hacia la puerta dispuesta a abrirla, salir y darle una bofetada. No entiendo por qué yo he sido la única que no le ha soltado una esta mañana. Soy la que más motivos tiene para recurrir a la violencia física con ella.
Sin embargo, cuando corro el cerrojo, oigo cómo Santana lo echa al otro lado de la puerta. Intento girar el pomo pero lógicamente no consigo abrir.
—¡Ábreme! —grito furiosa.
—No te confundas, Pecosa. No lo hice porque estuviera celosa —contesta ignorándome por completo—. Sólo quise evitar poner de mensajera del más incompetente a la más incompetente. ¿Qué puedo decir? —añade irónica y escucho cómo se aleja unos metros de la puerta—. Os tengo cariño,
por eso no os echo a la calle.Un sonido me distrae y veo la esquina de algo blanco y metálico pasar por la hendidura bajo la
puerta.— ¡Anda! —comenta tan burlona como sardónica—, es verdad que el iPad es tan fino que cabe por debajo de una puerta. ¡A trabajar!
Yo miro boquiabierta, indignada y furiosa la tablet a mis pies. Creo que literalmente estoy echando humo. Cojo el tirador de la puerta con fuerza y comienzo a moverlo violentamente.
—¡Déjame salir! —me quejo llena de rabia.
—No te oigo. Mi inteligencia emocional, mi empatía y yo estamos partiéndonos el culo a tu costa.— ¡Déjame salir!
—Déjame salir, señorita López —dice odiosa.
Resoplo. Actualmente la cárcel ni siquiera me parece tan mala idea.
—Déjame salir, señorita López —mascullo entre dientes.
—Lo haré cuando te disculpes por echar a esa chica, que podría ser el amor de mi vida, de mi casa. Sonrío llena de malicia.
—¿Cómo se llamaba? —pregunto malhumorada.
—Y yo qué coño sé. Me la follé desde atrás. No me dio tiempo de preguntarle el nombre.
Agito las manos absolutamente exasperada. ¡No lo soporto!
—¡Gilipollas! Oigo abrirse el pestillo. Cojo el iPad del suelo y salgo del baño como una exhalación.
Santana está sentada tranquilamente en su mesa. Cruzo el despacho con paso acelerado, destilando rabia pura. Ni siquiera quiero mirarla, pero de reojo lo veo sonreír más que satisfecha mientras desliza el dedo sobre la pantalla de lo que creo es su iPhone.
—¿Santana? ¿Santana, estás ahí? —mi voz trabándose por el alcohol resuena por todo su despacho. Joder. Joder. Joder—. Seguro que ya estás dormida y guapísima. Me gusta mirarte mientras duermes… Me gusta mirarte siempre… Mirarte es genial. Siento cosquillas cuando te miro… unas cosquillas geniales —le aclaro antes de echarme a reír—. Te echo de menos —digo recuperando mi tono desconsolado—. Me da igual que sólo sea una noche. ¿Tú también me echas de menos a mí? Échame de menos, por favor.
«Si el mundo fuera un concurso de bocazas con mala suerte sumidas en el autoengaño, tu foto estaría en las medallas, Brittany S, Pierce.»
Cierro los ojos con fuerza aún de cara a la puerta, sin moverme un milímetro, esperando desaparecer por arte de magia o que de repente se despierte un terremoto o un volcán en plena erupción emerja de entre la Quinta y la Sexta, un ataque alienígena, Hulk, lo que sea, cualquiera cosa que me libre de este momento.
Le mandé un mensaje de voz. ¡Le mande un maldito mensaje de voz!
—La gente dice que el invento más relevante de la humanidad es el ferrocarril —comenta sardónica y presuntuosa, disfrutando de todo mi bochorno—. Yo creo que es la combinación perfecta de margaritas y mensajería de voz. Resoplo con fuerza y cierro los puños aún con más. Me vuelvo despacio y, cuando la veo con esa arrogante media sonrisa en los labios, creo que voy a saltar por encima de su escritorio y lanzarlo por la ventana.
—¡Quiero un despacho! —grito justo antes de girar sobre mis talones y salir de su oficina. No cierro. Si lo hago, daré un portazo que tirará el edificio abajo. ¡No lo soporto! «Échame de menos, por favor.» Él tirándose a otra chica y yo mandándole mensajes como una idiota. ¡Soy gilipollas!
Estoy tan enfadada que no veo por dónde voy y me estampo contra un bonito traje gris marengo.
—¿Encanto? —inquiere sorprendido el dueño de los brazos que me rodean y han impedido que me dé de bruces contra el suelo.
—¿Sam? —pregunto alzando la mirada, confusa.
Él sonríe y me deja sobre mis pies.
—¿Qué haces aquí? —pregunta divertido.
—Trabajo aquí.
—¿En serio?
Asiento divertida.
—¿Y tú? —pregunto.
He venido a ver a Fabray. Mi jefe tiene algunos negocios con ella.
Estamos parados en mitad del pasillo, más concretamente frente a la puerta del despacho de Santana y, teniendo en cuenta que no cerré la puerta, es más que probable que esté siendo espectadora de toda la escena. Para comprobarlo, me giro discretamente y tengo que esforzarme en ocultar una
sonrisilla con malicia cuando la veo con la vista clavada en nosotros. Tiene la mandíbula tensa y no hay un rastro de esa presuntuosa sonrisa. Me alegro.
—Si ahora trabajas aquí, significa que tienes muchas cosas que contarme. Así que, ¿qué te parecesi te llevo a cenar cuando salgas de trabajar?
—¿A cenar? —pregunto para ganar tiempo y pensar la respuesta.
—A cenar —repite Sam divertido.
La verdad es que Sam siempre ha sido amable conmigo. Se ve a kilómetros que es un buen tío y, además, es simpático y guapo... y, sobre todo, Santana está mirándome. Seguro que ella no lo dudó dos veces antes de llevarse a esa chica a su casa.
—Claro —respondo con una sonrisa.
—¿A las cinco?
—Las seis —le aclaro.
Sam me regala una última sonrisa y se marcha en dirección al despacho de Quinn.
Miro a Santana, pero ella ya no está en su mesa. Resoplo. No me importa absolutamente nada. La señorita López hoy se ha cubierto de gloria. No pienso dedicarle un minuto más. Me voy a la sala de conferencias y me paso el resto del día trabajando allí. No veo a Santana y lo prefiero. Sigo muy enfadada.
A las cinco y media despejo la mesa y me preparo para marcharme. Apenas me he alejado unos pasos de la puerta de la sala de reuniones cuando Santana sale de su despacho. No pienso despedirme y esta noche dormiré otra vez con Lola.
—Pecosa —me llama sin ninguna amabilidad cuando me he alejado otro puñado de pasos.
—¿Qué? —respondo impertinente sin girarme.
—Tienes que arreglar el archivo antes de marcharte —me anuncia.
A regañadientes, me vuelvo y resoplo antes de dirigirme a la habitación en cuestión. Abro de mala gana, pero lo que veo me hace quedarme sencillamente atónita.
Todo el archivo, literalmente todo, está completamente desordenado. El suelo es una alfombra de dosieres. Hay carpetas y papeles por todos lados y prácticamente todos los cajones están abiertos.
—Pero… —No acierto a decir nada con un mínimo de sentido. ¡Esto es una locura!
—Parece que te quedan unas cuantas horas de trabajo.
Su voz se abre paso desde mi espalda, mordaz, sardónica y con ese punto de maldad que sólo Santana López sabe imprimirle a las palabras.
—¿Cómo has sido capaz? —me quejo exasperada a la vez que me giro para tener a esta malnacida frente a frente.
—Ey —se queja fingidamente triste—, sé un poco más compresiva, Pecosa. Esta misma mañana me he enterado de que mi mujer no va a dejarme volver a ver a mis hijas.
—Eres odiosa.
—Espero que te diviertas mucho—responde disfrutando de cada letra.
Estoy a punto de contestarle exactamente como se merece cuando oigo pasos acercarse a nosotras e instintivamente los dos nos volvemos.
—Britt —me llama Sam—, ¿estás lista? Marley me ha dicho que estabas aquí. —Por inercia sus ojos se encuentran con el archivo y, sorprendidísimo, enarca la mirada —. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Un huracán? —pregunta socarrón.
—No lo sé —respondo resoplando—, pero tengo que ordenarlo todo antes de marcharme.
Resignada, giro sobre mis pies y me llevo las manos a las caderas mientras contemplo semejante desastre. Esto va a llevarme horas.
—Bueno —dice Sam dando un paso hacia delante con cuidado de no pisar ningún documento
—, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Observo con una sonrisa cómo Sam se acuclilla y comienza a recoger carpetas. Es un verdadero encanto.
—No tienes que ayudarme. No voy a obligarte a vivir esta tortura —comento burlona.
Él me devuelve la sonrisa.
—Claro que tengo que ayudarte —replica concentrado en lo que está haciendo—. ¿Qué clase de desalmado te dejaría así?
Miro a Santana. Ella pierde su vista a un lado visiblemente incómoda a la vez que se humedece el labio inferior. Espero que se sienta aludida.
—Además, no es el restaurante que había pensado, pero podremos charlar.
Santana resopla. La conozco lo suficiente como para saber que ahora mismo está furiosa. Tira su carísimo abrigo de Ralph Lauren sobre uno de los archivadores y da un paso hacia delante.
—No os entretengáis y terminemos lo antes posible —gruñe.
Los dos miramos a Santana, quien, ignorándonos por completo, comienza a recoger documentos.Sam asiente algo violento y yo por un momento sencillamente no sé qué hacer o cómo comportarme. No es la manera en la que imaginé que terminaría el día esta mañana, pero, claro, tampoco pensé que encontraría a otra chica saliendo de la habitación de Santana o que
discutiría con ella a través de la puerta del baño. La vida es imprevisible.
—¿Y cómo es que has terminado trabajando aquí? —pregunta Sam sentado a mi lado en el suelo de parqué.
Santana está enfrente, separada unos metros, con la espalda apoyada en la pared y sus largas piernas estiradas. Apenas ha hablado y finge no oírnos. Sin embargo, algo me dice que está atenta a todo lo que decimos.
Yo pienso un momento la pregunta de Sam.
—Casualidad —respondo al fin.
La verdadera respuesta es demasiado larga y deja a Santana demasiado bien.
El rey de Roma enarca las cejas con la vista clavada en los papeles que revisa. —¿Una casualidad buena o mala? —contraataca Sam con una sonrisa. Esa pregunta es todavía más complicada, aunque supongo que, si me lo hubieran preguntado ayer, tendría clarísimo la respuesta.
—Mitad y mitad, supongo —respondo tímida.
De reojo observo a Santana. Otra vez no levanta su mirada de los papeles, pero sé que mis palabras han tenido un eco en ella.
—Bueno —comenta Sam pensativo rascándose la barbilla—, yo no creo en las casualidades. Todo sucede por algo.
—¿Eso no es de la sinopsis de una peli? —lo interrumpo divertida.
—Puede ser —responde y los dos nos echamos a reír—, pero lo importante es la idea. Todo sucede por algo, creo.
—El problema es que ese algo no siempre merece la pena.
Al oír mis palabras, Santana alza la cabeza y nuestros ojos se encuentran. No creo que le haya dolido, para eso tendría que tener algo parecido a sentimientos; sin embargo, por un instante, su expresión cambia y su mirada se recrudece. ¿Acaso le importa lo que piense de ella?
—¿Y te gusta? —inquiere Sam sacándome de mi ensoñación.
—¿El qué? —planteo confusa apartando mi mirada de Santana.
—Santana —me aclara levantando la cabeza de una pila de carpetas, mirándome a mí y después mirándola a ella. Yo abro la boca nerviosa sin saber qué decir. La pregunta me ha pillado fuera de
juego—. ¿Te gusta trabajar con ella? —especifica—. ¿Estar todo el día juntas? Actualmente cualquiera de esas preguntas es igual de complicada.
Santana deja caer la carpeta que tenía entre las manos y se cruza de brazos con la mirada clavada en mí.
—Contéstanos a eso, Pecosa —dice arisca y repentinamente atenta—. ¿Te gusta estar conmigo?
Yo la fulmino con la mirada. No necesito esto. Bajo la cabeza a la vez que ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro aún más nervioso.
—Es sólo trabajo —respondo al fin displicente y, aunque no quiera reconocerlo, también un poco dolida. Sam se encoje de hombros.
—Supongo que no tiene por qué gustarte.
Sonrío, pero es un gesto forzado que no me llega a los ojos. Ahora mismo sólo quiero salir de aquí. Kamikaze, alzo la cabeza y me encuentro con la mirada de Santana. Si no fuera una absoluta locura, diría que ella también está dolida. Bájate del unicornio, Brittany Pierce.
Me obligo a apartar la mirada y sigo apilando carpetas. Santana nunca sentirá nada por mí. Sam se levanta y con ese movimiento roba toda mi atención.
—Voy a bajar y traeré algo de comer y unas cervezas —me informa poniéndose el abrigo y colocándose bien los cuellos—. Las necesitaremos —añade con una sonrisa.
—Claro —respondo obligándome a devolverle el gesto.
Sam sale de la habitación y un tenso silencio se apodera al instante del ambiente. Finjo que Santana no está ni siquiera en la estancia y continúo revisando carpetas. Estoy demasiado cabreada con ella.— Antes has sido muy poco específica —comenta cerrando la carpeta que tiene entre las manos y dejándola sobre un montón. No quiero hablar con ella, pero no voy a negar que ha conseguido que me pique la curiosidad.
—¿Con qué? —inquiero sin ni siquiera mirarla.
Abro el siguiente dosier y echo un vistazo a uno de los documentos que contiene para saber de qué trata.
—Sam debería saber la relación que en realidad tenemos.
Automáticamente alzo la mirada. ¿A qué ha venido eso? Es el colmo.
—¿La chica de ayer sabía la relación que en realidad tenemos?
Santana se humedece el labio inferior tratando de contener una sonrisa.
—No es lo mismo.
—¿No?
Me estoy enfadando todavía más.
—Yo no me dediqué a contarle a esa chica mis teorías sobre la vida —me aclara burlándose claramente de Sam.
Dios, es tan arrogante.
—¿Y te molesta que él lo haga?
—Me molesta tener que estar aquí escuchándolo. Es un gilipollas que lo único que quiere es parecer interesante.
—Es interesante —le defiendo.
—Claro —se apresura a replicarme socarrona—. Seguro que ahora mismo está en Google buscando nuevas frases.
Santana es consciente del aspecto que tiene, es consciente de lo que provoca en las mujeres y es consciente de cómo folla. No necesita esforzarse en parecer interesante, ni siquiera amable, y eso
también lo sabe. Ahora mismo es la arrogancia personificada y, aunque me parezca una capullo, no puedo evitar pensar que tiene razón y, sobre todo, no puedo obviar lo injustamente atractiva que me parece cargado de toda esa seguridad.
Pero, en cualquier caso, no soy estúpida. Sé que Sam no le cae bien y que no le gusta verlo por aquí, pero no puede tratarme como si fuera su muñequita, algo con lo que ella decide si juega, con quién juega y cómo juega, aunque ella disfrute de todos los juguetes de la tienda cada vez que quiera.
—El problema aquí es que eres incapaz de entender que en el mundo hay gente amable que, a diferencia de ti, puede simplemente charlar, sin ningún interés oculto.
Santana resopla brusca.
—No, Pecosa, el problema aquí es que tú no entiendes cuándo simplemente quieren follar contigo.
No sé si refiere a Sam o a ella misma, pero, sea lo que sea, se ha pasado muchísimo.
—Santana, eres…
—¿Qué? —replica presuntuosa.
¡Dios, es odiosa! Estoy tan furiosa que ni si quiera soy capaz de encontrar la palabra que mejor defina a esta estúpida cabronaza, engreída, capullo arrogante y gilipollas, sobre todo gilipollas.
Sonrío mentalmente. Acabo de encontrar la definición perfecta de Santana López. Ahora sólo me falta gritársela a la cara.
Abro la boca dispuesta a hacerlo, pero de nuevo unos pasos me distraen. Unos segundos después Sam entra con tres Budweiser heladas.
—No he encontrado nada decente de comer —nos aclara—, pero por lo menos tenían cerveza.
Me entrega una cerveza, que le agradezco con una sonrisa, y después le acerca una a Santana, que la coge sin dar las gracias, prácticamente sin mirarlo.
Sam vuelve a acomodarse y durante un par de minutos simplemente revisamos y ordenamos carpetas.
—¿Sabes? —me llama Sam—. No puedo dejar de darle vueltas a que nos hayamos encontrado precisamente hoy. Ha sido una casualidad perfecta.
De reojo observo cómo Santana ahoga una sonrisa de lo más socarrona en un suspiro realmente impertinente y le da un trago a su Budweiser con la mirada perdida en los documentos que tiene delante.
—Sí, a mí también me ha gustado que nos encontráramos —comento con una sonrisa con el único objetivo de fastidiar a la señorita eficiencia alemana.
—Pecosa y yo nos acostamos —comenta Santana como si nada, aunque siendo plenamente consciente de la importancia que tiene cada palabra que ha dicho—. No se atrevía a contártelo.
Conmocionada, me vuelvo hacia ella. ¿Cómo ha sido capaz?
Santana tuerce el gesto imperceptiblemente, pero ni siquiera ahora parece contrariada. La rabia y la arrogancia dominan por completo su mirada más oscura que nunca. Yo cabeceo decepcionada. No puede hacer siempre lo que le venga en gana.
—Sam, lo siento —me disculpo nerviosa girándome hacia él.
—No te preocupes —responde tratando de restarle importancia.
Fracasa estrepitosamente. Es obvio que está dolido.
Sam se levanta obligándose a sonreír y recupera su abrigo.
—Si no os importa, me marcho. He recordado que tengo algo que hacer.
Me siento fatal. Más aún cuando Sam mira a Santana y ella levanta levemente su cerveza a modo de brindis. Es una gilipollas y me las va a pagar.
—Déjame acompañarte —le pido intentando conmoverlo con una sonrisa.
Sam lo piensa un segundo y finalmente asiente. Atravesamos en silencio la oficina hasta llegar a los ascensores.
—Siento mucho lo que ha pasado —me vuelvo a disculpar.
—No ha sido culpa tuya.
—Eso da igual. Santana no tendría que haberte dicho eso. No sé en qué estaba pensando.
—Yo sí —replica y me sonríe cómplice.
Frunzo el ceño sin comprenderlo muy bien. Sam avanza un par de pasos y se inclina suavemente sobre mí. Las puertas del elevador se abren.
—Hasta luego, encanto —se despide y me da un suave beso en la mejilla.
Me sonríe de nuevo y se monta en el ascensor. Lo observo hasta que las puertas se cierran. Es un buen tío. No se merece haberse enterado así.
Regreso al archivo hecha una furia. No me puedo creer que Santana se haya comportado así. A unos metros de la puerta me detengo y respiro hondo intentando calmarme. Ni siquiera quiero gritarle. No se merece que invierta una sola palabra en ella. Anoche se acuesta con otra chica y hoy,
después de asegurarse de tenerme aquí durante horas, se permite echar a Sam. ¡Estoy muy cabreada! Terminaré de recoger esas malditas carpetas, cogeré mi bolso y mi abrigo y me marcharé a casa de Lola. No pienso compartir con Santana Lopez más tiempo del necesario.
Con ese objetivo entro en el archivo. Aunque es lo último que quiero, soy inmediatamente consciente de dónde está, de pie junto a uno de los muebles. Camino de prisa hasta el centro de la habitación, cojo uno de los montones de carpetas y lo dejo sobre la delgada mesa de consultas. Tengo
la mente enmarañada con un millón de pensamientos diferentes y al mismo tiempo estoy demasiado furiosa para concentrarme en ninguno.
—Pecosa —me llama.
Ni siquiera me molesto en contestarle. No quiero. Cojo un par de carpetas y las llevo a su cajón correspondiente.
—Pecosa —Y esta vez yo diría que, más que llamarme, me está advirtiendo.
Yo vuelvo a ignorarla. Cojo otro dosier y lo abro malhumorada sobre la mesa.
Santana resopla. Ella también está furiosa, lo sé.
Sin darme oportunidad a reaccionar, cubre la distancia entre nosotras, me toma de las caderas y, girándome, me sienta en la pequeña mesita. Me sujeta las muñecas contra el reluciente metal a ambos lados de mis muslos y sin ninguna delicadeza se abre paso entre mis piernas.
—Si quieres enfadarte, enfádate —masculla—, pero no te comportes como una cría. ¿Me está llamando cría? Es lo último que me faltaba por oír.
—¿Me estás llamando cría? ¿Tú? Que has desordenado el archivo de una empresa sólo porque estabas celosa.
Santana sonríe odiosa y presuntuosa.
—Ya te lo dije una vez, Pecosa. Sólo hay dos motivos para que un hombre o un hombre se pongan celosos y aquí no se da ninguno de los dos.
Otra vez toda esa seguridad, demostrando que tiene clarísimo que estoy coladísima por ella y,¡maldita sea!, puede que sea así, pero no tiene ningún derecho a vanagloriarse.
—¿Por qué has tenido que decírselo así a Sam?
—Sam sólo quiere follarte, Pecosa —replica arisca, tratando de esconder que está realmente furiosa.
—¿Tan raro te resulta que un hombre me quiera para algo más que para sexo? —mascullo llena de rabia, intentando soltarme.
—Yo no he dicho eso —me aclara malhumorado.
—Pero tú nunca te pondrías celosa porque obviamente no sientes nada por mí. Santana resopla mientras sigo sintiendo sus ojos abrasadores sobre mí.
—Yo no estoy enamorada de ti, Pecosa, y no lo estoy porque no me interesa querer a nadie, y si alguna vez lo hiciese, no sería a una chica como tú.
Asiento y me muerdo el labio inferior tratando de contener las lágrimas. Ha sido brutalmente sincero. No había un solo resquicio de duda en su voz.
Santana vuelve a suspirar brusco. Se inclina sobre mí y acaricia mi nariz con la suya. El gesto es tan dulce que por un momento me rompe los esquemas y reacciono instintivamente alzando la cabeza.
—Pero eso no significa que no me guste estar contigo.
Me pierdo por completo en sus ojos. La luz juega con ellos y se llenan de un delicioso marron.
Santana se inclina un poco más, pero yo vuelvo a agachar la cabeza. Sé que no debo aceptar sus besos. No ahora y no así.
—Te eché de menos —susurra con su voz más ronca.
Y yo, que debo ser rematadamente estúpida y kamikaze, simplemente le creo y levanto la cabeza.
En ese instante Santana se retira apenas un centímetro impidiendo el beso. Abro los ojos confusa justo a tiempo de ver cómo me dedica su espectacular sonrisa y me besa con fuerza.
Disfruto de sus labios y poco a poco todo mi enfado, los celos que sentí esta mañana, incluso mis miedos, se van diluyendo en lo bien que me siento cuando estoy entre sus brazos.
Santana levanta despacio sus manos de las mías, como si no quisiera tener que hacerlo pero la prisa por tocar mi cuerpo le fuese suficiente recompensa. En cuanto me siento liberada, alzo mis manos y rodeo su cuello, estrechando aún más nuestros cuerpos.
—Será mejor que paremos —susurra con la voz rota de deseo sin dejar de besarme. —Sí, será mejor que paremos. Pero ninguno de las dos hace el más mínimo intento de detenerse.
—Joder, Pecosa —protesta de nuevo contra mi boca.
Sin separarse un milímetro, me inclina sobre la mesa y ella lo hace sobre mí. Ninguno de las dos quiere parar... y creo que ninguno de las dos puede.
Un par de horas después ya sólo nos quedan por revisar y recoger una docena de carpetas. Mi iPhone suena en algún punto de la habitación avisándome de un mensaje entrante. Ni siquiera sé dónde está mi bolso. Santana y yo miramos a nuestro alrededor hasta que ella divisa mi móvil junto a mi bolso y mi abrigo sobre uno de los archivadores. De un par de zancadas llega hasta el mueble, coge el teléfono y me lo pasa. Yo lo agarro y tiro de él, pero Santana no lo suelta. Alzo la cabeza y la miro frunciendo los labios para disimular sin mucho éxito una sonrisa.
—Cada vez que me miras así me entran ganas de…
Tiro del móvil a la vez que empiezo a canturrear divertida para no oírlo. Con el iPhone entre
En cuanto pongo un pie en la oficina, me cubro de trabajo hasta las cejas. Cualquier cosa con tal de no pensar en esa imbécil. Sin embargo, la tranquilidad me dura poco. Apenas llevo media hora en la oficina cuando la puerta se abre y se cierra con brusquedad.
—¿Qué coño te crees que haces? —ruge Santana deteniéndose al otro lado de la mesa de centro, justo frente a mí.
—Ah, ¿pero te has dado cuenta de que estaba allí? —pregunto displicente—. Pensé que estarías más preocupado por lo que esa chica pensara de ti.
Santana resopla furiosa a la vez que se lleva las manos a las caderas. Está enfadadísima.
—Pecosa, me importa una mierda lo que esa chica piense o deje de pensar sobre mí, pero no voy a consentir que me montes una escenita y después te largues —masculla apretando la mandíbula.
Maldita sea, enfadada la malnacida está aún más guapa.
—Yo no te he montado ninguna escenita —me defiendo levantándome del sofá. No he mentido. Técnicamente no la he montado yo.
—Tú y yo no somos novias —me recuerda malhumorada.
—Eso sería lo último que querría en esta vida —siseo, más bien miento.
Estoy a punto de montar la madre de todos los espectáculos.
—Bien —gruñe.
—Bien —respondo dirigiéndome al baño.
Necesito perderla de vista.
—¡Bien! —replica furiosa.
—¡Bien! —grito justo antes de cerrar la puerta de un sonoro portazo y echar el pestillo.
¡La odio! ¡La odio! ¡La odio!
Suspiro hondo tratando de tranquilizarme. «No puedes asesinarla,Britany Pierce. Si la asesinas, irás a la cárcel y, si vas a la cárcel, hay muchas posibilidades de que acabes convirtiéndote en el juguete sexual de una presa asiática de cien kilos, y he visto demasiados capítulos de «Orange is the
new black» como para saber que eso no es agradable.
Santana trata de abrir la puerta. Yo miro el pomo agitándose con fuerza. No pienso salir de aquí. Este sitio es mi fortín antigilipollas demasiado guapas. Puedo poner una placa en la puerta.
—Te estás comportando como una niña malcriada —me reprende al otro lado.
—Y tú no eres capaz de tener un mínimo de empatía o, qué sé yo, inteligencia emocional.
—Y a ti te vendría bien dejar de leer novelas románticas y empezar a darte cuenta de cómo funcionan las cosas.
¿Cómo puede seguir siendo tan arrogante? ¡Incluso ahora!
—¡Era una zorra! —protesto.
—Y tu amiguita y tú estáis locas.
—Y tú eres una capullo.
—Ahora es cuando dices que no te gusto y yo tengo que disimular un ataque de risa.
Cabeceo a punto de sufrir el mayor ataque de ira de la historia.
—Pues yo no he contratado como ejecutiva júnior a una chica de veinticuatro años sin ninguna experiencia sólo porque estaba celosa. En ese momento yo sí que tuve que disimular un ataque de risa.
No aguanto más. Sin dudarlo, me dirijo hacia la puerta dispuesta a abrirla, salir y darle una bofetada. No entiendo por qué yo he sido la única que no le ha soltado una esta mañana. Soy la que más motivos tiene para recurrir a la violencia física con ella.
Sin embargo, cuando corro el cerrojo, oigo cómo Santana lo echa al otro lado de la puerta. Intento girar el pomo pero lógicamente no consigo abrir.
—¡Ábreme! —grito furiosa.
—No te confundas, Pecosa. No lo hice porque estuviera celosa —contesta ignorándome por completo—. Sólo quise evitar poner de mensajera del más incompetente a la más incompetente. ¿Qué puedo decir? —añade irónica y escucho cómo se aleja unos metros de la puerta—. Os tengo cariño,
por eso no os echo a la calle.Un sonido me distrae y veo la esquina de algo blanco y metálico pasar por la hendidura bajo la
puerta.— ¡Anda! —comenta tan burlona como sardónica—, es verdad que el iPad es tan fino que cabe por debajo de una puerta. ¡A trabajar!
Yo miro boquiabierta, indignada y furiosa la tablet a mis pies. Creo que literalmente estoy echando humo. Cojo el tirador de la puerta con fuerza y comienzo a moverlo violentamente.
—¡Déjame salir! —me quejo llena de rabia.
—No te oigo. Mi inteligencia emocional, mi empatía y yo estamos partiéndonos el culo a tu costa.— ¡Déjame salir!
—Déjame salir, señorita López —dice odiosa.
Resoplo. Actualmente la cárcel ni siquiera me parece tan mala idea.
—Déjame salir, señorita López —mascullo entre dientes.
—Lo haré cuando te disculpes por echar a esa chica, que podría ser el amor de mi vida, de mi casa. Sonrío llena de malicia.
—¿Cómo se llamaba? —pregunto malhumorada.
—Y yo qué coño sé. Me la follé desde atrás. No me dio tiempo de preguntarle el nombre.
Agito las manos absolutamente exasperada. ¡No lo soporto!
—¡Gilipollas! Oigo abrirse el pestillo. Cojo el iPad del suelo y salgo del baño como una exhalación.
Santana está sentada tranquilamente en su mesa. Cruzo el despacho con paso acelerado, destilando rabia pura. Ni siquiera quiero mirarla, pero de reojo lo veo sonreír más que satisfecha mientras desliza el dedo sobre la pantalla de lo que creo es su iPhone.
—¿Santana? ¿Santana, estás ahí? —mi voz trabándose por el alcohol resuena por todo su despacho. Joder. Joder. Joder—. Seguro que ya estás dormida y guapísima. Me gusta mirarte mientras duermes… Me gusta mirarte siempre… Mirarte es genial. Siento cosquillas cuando te miro… unas cosquillas geniales —le aclaro antes de echarme a reír—. Te echo de menos —digo recuperando mi tono desconsolado—. Me da igual que sólo sea una noche. ¿Tú también me echas de menos a mí? Échame de menos, por favor.
«Si el mundo fuera un concurso de bocazas con mala suerte sumidas en el autoengaño, tu foto estaría en las medallas, Brittany S, Pierce.»
Cierro los ojos con fuerza aún de cara a la puerta, sin moverme un milímetro, esperando desaparecer por arte de magia o que de repente se despierte un terremoto o un volcán en plena erupción emerja de entre la Quinta y la Sexta, un ataque alienígena, Hulk, lo que sea, cualquiera cosa que me libre de este momento.
Le mandé un mensaje de voz. ¡Le mande un maldito mensaje de voz!
—La gente dice que el invento más relevante de la humanidad es el ferrocarril —comenta sardónica y presuntuosa, disfrutando de todo mi bochorno—. Yo creo que es la combinación perfecta de margaritas y mensajería de voz. Resoplo con fuerza y cierro los puños aún con más. Me vuelvo despacio y, cuando la veo con esa arrogante media sonrisa en los labios, creo que voy a saltar por encima de su escritorio y lanzarlo por la ventana.
—¡Quiero un despacho! —grito justo antes de girar sobre mis talones y salir de su oficina. No cierro. Si lo hago, daré un portazo que tirará el edificio abajo. ¡No lo soporto! «Échame de menos, por favor.» Él tirándose a otra chica y yo mandándole mensajes como una idiota. ¡Soy gilipollas!
Estoy tan enfadada que no veo por dónde voy y me estampo contra un bonito traje gris marengo.
—¿Encanto? —inquiere sorprendido el dueño de los brazos que me rodean y han impedido que me dé de bruces contra el suelo.
—¿Sam? —pregunto alzando la mirada, confusa.
Él sonríe y me deja sobre mis pies.
—¿Qué haces aquí? —pregunta divertido.
—Trabajo aquí.
—¿En serio?
Asiento divertida.
—¿Y tú? —pregunto.
He venido a ver a Fabray. Mi jefe tiene algunos negocios con ella.
Estamos parados en mitad del pasillo, más concretamente frente a la puerta del despacho de Santana y, teniendo en cuenta que no cerré la puerta, es más que probable que esté siendo espectadora de toda la escena. Para comprobarlo, me giro discretamente y tengo que esforzarme en ocultar una
sonrisilla con malicia cuando la veo con la vista clavada en nosotros. Tiene la mandíbula tensa y no hay un rastro de esa presuntuosa sonrisa. Me alegro.
—Si ahora trabajas aquí, significa que tienes muchas cosas que contarme. Así que, ¿qué te parecesi te llevo a cenar cuando salgas de trabajar?
—¿A cenar? —pregunto para ganar tiempo y pensar la respuesta.
—A cenar —repite Sam divertido.
La verdad es que Sam siempre ha sido amable conmigo. Se ve a kilómetros que es un buen tío y, además, es simpático y guapo... y, sobre todo, Santana está mirándome. Seguro que ella no lo dudó dos veces antes de llevarse a esa chica a su casa.
—Claro —respondo con una sonrisa.
—¿A las cinco?
—Las seis —le aclaro.
Sam me regala una última sonrisa y se marcha en dirección al despacho de Quinn.
Miro a Santana, pero ella ya no está en su mesa. Resoplo. No me importa absolutamente nada. La señorita López hoy se ha cubierto de gloria. No pienso dedicarle un minuto más. Me voy a la sala de conferencias y me paso el resto del día trabajando allí. No veo a Santana y lo prefiero. Sigo muy enfadada.
A las cinco y media despejo la mesa y me preparo para marcharme. Apenas me he alejado unos pasos de la puerta de la sala de reuniones cuando Santana sale de su despacho. No pienso despedirme y esta noche dormiré otra vez con Lola.
—Pecosa —me llama sin ninguna amabilidad cuando me he alejado otro puñado de pasos.
—¿Qué? —respondo impertinente sin girarme.
—Tienes que arreglar el archivo antes de marcharte —me anuncia.
A regañadientes, me vuelvo y resoplo antes de dirigirme a la habitación en cuestión. Abro de mala gana, pero lo que veo me hace quedarme sencillamente atónita.
Todo el archivo, literalmente todo, está completamente desordenado. El suelo es una alfombra de dosieres. Hay carpetas y papeles por todos lados y prácticamente todos los cajones están abiertos.
—Pero… —No acierto a decir nada con un mínimo de sentido. ¡Esto es una locura!
—Parece que te quedan unas cuantas horas de trabajo.
Su voz se abre paso desde mi espalda, mordaz, sardónica y con ese punto de maldad que sólo Santana López sabe imprimirle a las palabras.
—¿Cómo has sido capaz? —me quejo exasperada a la vez que me giro para tener a esta malnacida frente a frente.
—Ey —se queja fingidamente triste—, sé un poco más compresiva, Pecosa. Esta misma mañana me he enterado de que mi mujer no va a dejarme volver a ver a mis hijas.
—Eres odiosa.
—Espero que te diviertas mucho—responde disfrutando de cada letra.
Estoy a punto de contestarle exactamente como se merece cuando oigo pasos acercarse a nosotras e instintivamente los dos nos volvemos.
—Britt —me llama Sam—, ¿estás lista? Marley me ha dicho que estabas aquí. —Por inercia sus ojos se encuentran con el archivo y, sorprendidísimo, enarca la mirada —. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Un huracán? —pregunta socarrón.
—No lo sé —respondo resoplando—, pero tengo que ordenarlo todo antes de marcharme.
Resignada, giro sobre mis pies y me llevo las manos a las caderas mientras contemplo semejante desastre. Esto va a llevarme horas.
—Bueno —dice Sam dando un paso hacia delante con cuidado de no pisar ningún documento
—, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Observo con una sonrisa cómo Sam se acuclilla y comienza a recoger carpetas. Es un verdadero encanto.
—No tienes que ayudarme. No voy a obligarte a vivir esta tortura —comento burlona.
Él me devuelve la sonrisa.
—Claro que tengo que ayudarte —replica concentrado en lo que está haciendo—. ¿Qué clase de desalmado te dejaría así?
Miro a Santana. Ella pierde su vista a un lado visiblemente incómoda a la vez que se humedece el labio inferior. Espero que se sienta aludida.
—Además, no es el restaurante que había pensado, pero podremos charlar.
Santana resopla. La conozco lo suficiente como para saber que ahora mismo está furiosa. Tira su carísimo abrigo de Ralph Lauren sobre uno de los archivadores y da un paso hacia delante.
—No os entretengáis y terminemos lo antes posible —gruñe.
Los dos miramos a Santana, quien, ignorándonos por completo, comienza a recoger documentos.Sam asiente algo violento y yo por un momento sencillamente no sé qué hacer o cómo comportarme. No es la manera en la que imaginé que terminaría el día esta mañana, pero, claro, tampoco pensé que encontraría a otra chica saliendo de la habitación de Santana o que
discutiría con ella a través de la puerta del baño. La vida es imprevisible.
—¿Y cómo es que has terminado trabajando aquí? —pregunta Sam sentado a mi lado en el suelo de parqué.
Santana está enfrente, separada unos metros, con la espalda apoyada en la pared y sus largas piernas estiradas. Apenas ha hablado y finge no oírnos. Sin embargo, algo me dice que está atenta a todo lo que decimos.
Yo pienso un momento la pregunta de Sam.
—Casualidad —respondo al fin.
La verdadera respuesta es demasiado larga y deja a Santana demasiado bien.
El rey de Roma enarca las cejas con la vista clavada en los papeles que revisa. —¿Una casualidad buena o mala? —contraataca Sam con una sonrisa. Esa pregunta es todavía más complicada, aunque supongo que, si me lo hubieran preguntado ayer, tendría clarísimo la respuesta.
—Mitad y mitad, supongo —respondo tímida.
De reojo observo a Santana. Otra vez no levanta su mirada de los papeles, pero sé que mis palabras han tenido un eco en ella.
—Bueno —comenta Sam pensativo rascándose la barbilla—, yo no creo en las casualidades. Todo sucede por algo.
—¿Eso no es de la sinopsis de una peli? —lo interrumpo divertida.
—Puede ser —responde y los dos nos echamos a reír—, pero lo importante es la idea. Todo sucede por algo, creo.
—El problema es que ese algo no siempre merece la pena.
Al oír mis palabras, Santana alza la cabeza y nuestros ojos se encuentran. No creo que le haya dolido, para eso tendría que tener algo parecido a sentimientos; sin embargo, por un instante, su expresión cambia y su mirada se recrudece. ¿Acaso le importa lo que piense de ella?
—¿Y te gusta? —inquiere Sam sacándome de mi ensoñación.
—¿El qué? —planteo confusa apartando mi mirada de Santana.
—Santana —me aclara levantando la cabeza de una pila de carpetas, mirándome a mí y después mirándola a ella. Yo abro la boca nerviosa sin saber qué decir. La pregunta me ha pillado fuera de
juego—. ¿Te gusta trabajar con ella? —especifica—. ¿Estar todo el día juntas? Actualmente cualquiera de esas preguntas es igual de complicada.
Santana deja caer la carpeta que tenía entre las manos y se cruza de brazos con la mirada clavada en mí.
—Contéstanos a eso, Pecosa —dice arisca y repentinamente atenta—. ¿Te gusta estar conmigo?
Yo la fulmino con la mirada. No necesito esto. Bajo la cabeza a la vez que ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro aún más nervioso.
—Es sólo trabajo —respondo al fin displicente y, aunque no quiera reconocerlo, también un poco dolida. Sam se encoje de hombros.
—Supongo que no tiene por qué gustarte.
Sonrío, pero es un gesto forzado que no me llega a los ojos. Ahora mismo sólo quiero salir de aquí. Kamikaze, alzo la cabeza y me encuentro con la mirada de Santana. Si no fuera una absoluta locura, diría que ella también está dolida. Bájate del unicornio, Brittany Pierce.
Me obligo a apartar la mirada y sigo apilando carpetas. Santana nunca sentirá nada por mí. Sam se levanta y con ese movimiento roba toda mi atención.
—Voy a bajar y traeré algo de comer y unas cervezas —me informa poniéndose el abrigo y colocándose bien los cuellos—. Las necesitaremos —añade con una sonrisa.
—Claro —respondo obligándome a devolverle el gesto.
Sam sale de la habitación y un tenso silencio se apodera al instante del ambiente. Finjo que Santana no está ni siquiera en la estancia y continúo revisando carpetas. Estoy demasiado cabreada con ella.— Antes has sido muy poco específica —comenta cerrando la carpeta que tiene entre las manos y dejándola sobre un montón. No quiero hablar con ella, pero no voy a negar que ha conseguido que me pique la curiosidad.
—¿Con qué? —inquiero sin ni siquiera mirarla.
Abro el siguiente dosier y echo un vistazo a uno de los documentos que contiene para saber de qué trata.
—Sam debería saber la relación que en realidad tenemos.
Automáticamente alzo la mirada. ¿A qué ha venido eso? Es el colmo.
—¿La chica de ayer sabía la relación que en realidad tenemos?
Santana se humedece el labio inferior tratando de contener una sonrisa.
—No es lo mismo.
—¿No?
Me estoy enfadando todavía más.
—Yo no me dediqué a contarle a esa chica mis teorías sobre la vida —me aclara burlándose claramente de Sam.
Dios, es tan arrogante.
—¿Y te molesta que él lo haga?
—Me molesta tener que estar aquí escuchándolo. Es un gilipollas que lo único que quiere es parecer interesante.
—Es interesante —le defiendo.
—Claro —se apresura a replicarme socarrona—. Seguro que ahora mismo está en Google buscando nuevas frases.
Santana es consciente del aspecto que tiene, es consciente de lo que provoca en las mujeres y es consciente de cómo folla. No necesita esforzarse en parecer interesante, ni siquiera amable, y eso
también lo sabe. Ahora mismo es la arrogancia personificada y, aunque me parezca una capullo, no puedo evitar pensar que tiene razón y, sobre todo, no puedo obviar lo injustamente atractiva que me parece cargado de toda esa seguridad.
Pero, en cualquier caso, no soy estúpida. Sé que Sam no le cae bien y que no le gusta verlo por aquí, pero no puede tratarme como si fuera su muñequita, algo con lo que ella decide si juega, con quién juega y cómo juega, aunque ella disfrute de todos los juguetes de la tienda cada vez que quiera.
—El problema aquí es que eres incapaz de entender que en el mundo hay gente amable que, a diferencia de ti, puede simplemente charlar, sin ningún interés oculto.
Santana resopla brusca.
—No, Pecosa, el problema aquí es que tú no entiendes cuándo simplemente quieren follar contigo.
No sé si refiere a Sam o a ella misma, pero, sea lo que sea, se ha pasado muchísimo.
—Santana, eres…
—¿Qué? —replica presuntuosa.
¡Dios, es odiosa! Estoy tan furiosa que ni si quiera soy capaz de encontrar la palabra que mejor defina a esta estúpida cabronaza, engreída, capullo arrogante y gilipollas, sobre todo gilipollas.
Sonrío mentalmente. Acabo de encontrar la definición perfecta de Santana López. Ahora sólo me falta gritársela a la cara.
Abro la boca dispuesta a hacerlo, pero de nuevo unos pasos me distraen. Unos segundos después Sam entra con tres Budweiser heladas.
—No he encontrado nada decente de comer —nos aclara—, pero por lo menos tenían cerveza.
Me entrega una cerveza, que le agradezco con una sonrisa, y después le acerca una a Santana, que la coge sin dar las gracias, prácticamente sin mirarlo.
Sam vuelve a acomodarse y durante un par de minutos simplemente revisamos y ordenamos carpetas.
—¿Sabes? —me llama Sam—. No puedo dejar de darle vueltas a que nos hayamos encontrado precisamente hoy. Ha sido una casualidad perfecta.
De reojo observo cómo Santana ahoga una sonrisa de lo más socarrona en un suspiro realmente impertinente y le da un trago a su Budweiser con la mirada perdida en los documentos que tiene delante.
—Sí, a mí también me ha gustado que nos encontráramos —comento con una sonrisa con el único objetivo de fastidiar a la señorita eficiencia alemana.
—Pecosa y yo nos acostamos —comenta Santana como si nada, aunque siendo plenamente consciente de la importancia que tiene cada palabra que ha dicho—. No se atrevía a contártelo.
Conmocionada, me vuelvo hacia ella. ¿Cómo ha sido capaz?
Santana tuerce el gesto imperceptiblemente, pero ni siquiera ahora parece contrariada. La rabia y la arrogancia dominan por completo su mirada más oscura que nunca. Yo cabeceo decepcionada. No puede hacer siempre lo que le venga en gana.
—Sam, lo siento —me disculpo nerviosa girándome hacia él.
—No te preocupes —responde tratando de restarle importancia.
Fracasa estrepitosamente. Es obvio que está dolido.
Sam se levanta obligándose a sonreír y recupera su abrigo.
—Si no os importa, me marcho. He recordado que tengo algo que hacer.
Me siento fatal. Más aún cuando Sam mira a Santana y ella levanta levemente su cerveza a modo de brindis. Es una gilipollas y me las va a pagar.
—Déjame acompañarte —le pido intentando conmoverlo con una sonrisa.
Sam lo piensa un segundo y finalmente asiente. Atravesamos en silencio la oficina hasta llegar a los ascensores.
—Siento mucho lo que ha pasado —me vuelvo a disculpar.
—No ha sido culpa tuya.
—Eso da igual. Santana no tendría que haberte dicho eso. No sé en qué estaba pensando.
—Yo sí —replica y me sonríe cómplice.
Frunzo el ceño sin comprenderlo muy bien. Sam avanza un par de pasos y se inclina suavemente sobre mí. Las puertas del elevador se abren.
—Hasta luego, encanto —se despide y me da un suave beso en la mejilla.
Me sonríe de nuevo y se monta en el ascensor. Lo observo hasta que las puertas se cierran. Es un buen tío. No se merece haberse enterado así.
Regreso al archivo hecha una furia. No me puedo creer que Santana se haya comportado así. A unos metros de la puerta me detengo y respiro hondo intentando calmarme. Ni siquiera quiero gritarle. No se merece que invierta una sola palabra en ella. Anoche se acuesta con otra chica y hoy,
después de asegurarse de tenerme aquí durante horas, se permite echar a Sam. ¡Estoy muy cabreada! Terminaré de recoger esas malditas carpetas, cogeré mi bolso y mi abrigo y me marcharé a casa de Lola. No pienso compartir con Santana Lopez más tiempo del necesario.
Con ese objetivo entro en el archivo. Aunque es lo último que quiero, soy inmediatamente consciente de dónde está, de pie junto a uno de los muebles. Camino de prisa hasta el centro de la habitación, cojo uno de los montones de carpetas y lo dejo sobre la delgada mesa de consultas. Tengo
la mente enmarañada con un millón de pensamientos diferentes y al mismo tiempo estoy demasiado furiosa para concentrarme en ninguno.
—Pecosa —me llama.
Ni siquiera me molesto en contestarle. No quiero. Cojo un par de carpetas y las llevo a su cajón correspondiente.
—Pecosa —Y esta vez yo diría que, más que llamarme, me está advirtiendo.
Yo vuelvo a ignorarla. Cojo otro dosier y lo abro malhumorada sobre la mesa.
Santana resopla. Ella también está furiosa, lo sé.
Sin darme oportunidad a reaccionar, cubre la distancia entre nosotras, me toma de las caderas y, girándome, me sienta en la pequeña mesita. Me sujeta las muñecas contra el reluciente metal a ambos lados de mis muslos y sin ninguna delicadeza se abre paso entre mis piernas.
—Si quieres enfadarte, enfádate —masculla—, pero no te comportes como una cría. ¿Me está llamando cría? Es lo último que me faltaba por oír.
—¿Me estás llamando cría? ¿Tú? Que has desordenado el archivo de una empresa sólo porque estabas celosa.
Santana sonríe odiosa y presuntuosa.
—Ya te lo dije una vez, Pecosa. Sólo hay dos motivos para que un hombre o un hombre se pongan celosos y aquí no se da ninguno de los dos.
Otra vez toda esa seguridad, demostrando que tiene clarísimo que estoy coladísima por ella y,¡maldita sea!, puede que sea así, pero no tiene ningún derecho a vanagloriarse.
—¿Por qué has tenido que decírselo así a Sam?
—Sam sólo quiere follarte, Pecosa —replica arisca, tratando de esconder que está realmente furiosa.
—¿Tan raro te resulta que un hombre me quiera para algo más que para sexo? —mascullo llena de rabia, intentando soltarme.
—Yo no he dicho eso —me aclara malhumorado.
—Pero tú nunca te pondrías celosa porque obviamente no sientes nada por mí. Santana resopla mientras sigo sintiendo sus ojos abrasadores sobre mí.
—Yo no estoy enamorada de ti, Pecosa, y no lo estoy porque no me interesa querer a nadie, y si alguna vez lo hiciese, no sería a una chica como tú.
Asiento y me muerdo el labio inferior tratando de contener las lágrimas. Ha sido brutalmente sincero. No había un solo resquicio de duda en su voz.
Santana vuelve a suspirar brusco. Se inclina sobre mí y acaricia mi nariz con la suya. El gesto es tan dulce que por un momento me rompe los esquemas y reacciono instintivamente alzando la cabeza.
—Pero eso no significa que no me guste estar contigo.
Me pierdo por completo en sus ojos. La luz juega con ellos y se llenan de un delicioso marron.
Santana se inclina un poco más, pero yo vuelvo a agachar la cabeza. Sé que no debo aceptar sus besos. No ahora y no así.
—Te eché de menos —susurra con su voz más ronca.
Y yo, que debo ser rematadamente estúpida y kamikaze, simplemente le creo y levanto la cabeza.
En ese instante Santana se retira apenas un centímetro impidiendo el beso. Abro los ojos confusa justo a tiempo de ver cómo me dedica su espectacular sonrisa y me besa con fuerza.
Disfruto de sus labios y poco a poco todo mi enfado, los celos que sentí esta mañana, incluso mis miedos, se van diluyendo en lo bien que me siento cuando estoy entre sus brazos.
Santana levanta despacio sus manos de las mías, como si no quisiera tener que hacerlo pero la prisa por tocar mi cuerpo le fuese suficiente recompensa. En cuanto me siento liberada, alzo mis manos y rodeo su cuello, estrechando aún más nuestros cuerpos.
—Será mejor que paremos —susurra con la voz rota de deseo sin dejar de besarme. —Sí, será mejor que paremos. Pero ninguno de las dos hace el más mínimo intento de detenerse.
—Joder, Pecosa —protesta de nuevo contra mi boca.
Sin separarse un milímetro, me inclina sobre la mesa y ella lo hace sobre mí. Ninguno de las dos quiere parar... y creo que ninguno de las dos puede.
Un par de horas después ya sólo nos quedan por revisar y recoger una docena de carpetas. Mi iPhone suena en algún punto de la habitación avisándome de un mensaje entrante. Ni siquiera sé dónde está mi bolso. Santana y yo miramos a nuestro alrededor hasta que ella divisa mi móvil junto a mi bolso y mi abrigo sobre uno de los archivadores. De un par de zancadas llega hasta el mueble, coge el teléfono y me lo pasa. Yo lo agarro y tiro de él, pero Santana no lo suelta. Alzo la cabeza y la miro frunciendo los labios para disimular sin mucho éxito una sonrisa.
—Cada vez que me miras así me entran ganas de…
Tiro del móvil a la vez que empiezo a canturrear divertida para no oírlo. Con el iPhone entre
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