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Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
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lana66
marthagr81@yahoo.es
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
CAPITULO 15
Esta vez no juega a besarme y a separase. Esta vez sólo hay un deseo desbocado, casi desesperado.
—Ríndete —repite separándose de mí y volviendo a unir nuestras frentes, como si necesitara una parada para reunir fuerzas antes de alejarse definitivamente de mí.
—Yo sólo quiero ayudarte, Santana —trato de hacerle entender—. Sólo quiero que estés bien.
Sea lo que sea lo que pasó, podemos arreglarlo entre las dos.
—Ojalá fuera tan fácil, Pecosa.
Santana se separa y me sonríe de una manera triste, apagada. De verdad desea que las cosas sean de otra manera.
—Lo que pasó no se puede arreglar —susurra—. Yo ya no tengo arreglo.
Y en ese preciso instante me doy cuenta de que lleva una carga sobre sus hombros demasiado grande. «Lo que Santana vivió ayer no debería vivirlo nadie.» Recuerdo las palabras de Quinn y
mi corazón se encoge un poco más. ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Santana…
El sonido de la puerta al abrirse me interrumpe. Estoy a punto de girarme, pero el repiquetear de unos tacones contra el suelo me dice que me haga un favor y no lo haga.
—Cielo, ¿estás lista?
Odio haber oído su voz. Ahora tengo algo más con lo que martirizarme. Por un instante, antes de contestar, Santana me mira a mí y yo a ella. No sé lo que pasó, no sé cómo de horrible fue, pero, sea lo que sea, podemos superarlo.
—Sí —responde, y sus ojos siguen sobre los míos azules—.Brittany, por favor, termina ese balance y entrégaselo a Quinn.
Yo asiento y salgo procurando no mirar a ninguno de las dos. Me ha llamado Brittany y no Pecosa. Nunca imaginé que me dolería no escucharlo. No es que me guste, pero que no lo haya hecho
significa que se ha deshecho de esa pequeña parcelita de intimidad y complicidad que teníamos, y lo ha hecho por ella.
Regreso a mi pecera y me dejo caer en mi silla. ¿Cómo puede besarme de esa manera, pedirme que deje de luchar por ella y un par de segundos después elegirla a ella?
«A ella la eligió hace mucho.»
Resoplo y me hundo un poco más en el asiento. Soy Ana Steele, sólo que mi Christian Grey ha decidido que es más fácil rendirse e irse con otra. Cabeceo. Éste es precisamente el problema. Esta absurda visión romántica que tengo de Santana, de la vida en general. Christian Grey, tú eres el culpable de todas mis desgracias.
Después de pasar toda la tarde trabajando, estoy despejando mi mesa cuando Marley llama a la puerta.— Brittany, tengo algo para ti —dice cantarina.
Frunzo el ceño confusa con una sonrisa que ella me devuelve. ¿Qué está pasando aquí? Se saca la mano de la espalda y me muestra un iPhone reluciente. Sigo sin comprender.
—Tu móvil —me dice como si fuera obvio—. La señorita López me ha dicho que lo olvidaste en su despacho. Si yo hubiese perdido el mío, estaría como pollo sin cabeza.
Miro el smartphone. Es completamente negro. El que Santana me dio y yo dejé en su casa era rosa chicle. En ese preciso instante lo entiendo todo. Ella ha cambiado la carcasa. Ya no es rosa chicle
porque ahora es un móvil de empresa y nada más. Sólo trabajo. Esas dos palabras van a perseguirme toda mi vida.
—Aunque... claro... —continúa hablando Marley—... imagino que perder un móvil de empresa debe de ser hasta un poco liberador, sobre todo si la señorita López tiene el número.
Sonrío por inercia y cojo el móvil austero y formal. Le agradezco el favor y Marley se marcha con una sonrisa.
Con el gesto torcido, observo el iPhone. Recuerdo cómo me quejé cuando me lo dio, diciéndole que no podía aceptarlo porque era rosa y los móviles de empresa nunca son rosas. Sonrío triste.
Debería haberme quedado calladita y disfrutar del momento. No podría haber un mensaje más claro que éste. Carcasa negra: fría e impersonal. Giro el teléfono en mis manos y frunzo el ceño
absolutamente atónita cuando veo una pequeña pegatina de un unicornio en la parte inferior.
Ahora mismo sólo quiero ir a su despacho y tirarle el móvil a la cabeza. ¡Deja de mandarme mensajes contradictorios, maldita cabronaza!
Dejo el iPhone sobre la mesa de malos modos, asesinándolo con la mirada, pero en ese momento comienza a sonar sobresaltándome y diluyendo mi ataque de furia. Miro la pantalla y la cara de Lola lanzándome un beso se ilumina intermitente. Vuelvo a fruncir el ceño. Van a salirme unas arrugas monstruosas en la frente.
—¿Cómo sabes que he recuperado mi móvil? —le pregunto antes siquiera de decir hola.
—Nunca dudes de que yo me entero de todo —sentencia—. Además, Marley ha estado aquí hace quince minutos. Eso lo explica todo.
—¿Y me llamabas para algo más que para reinaugurar la línea? —inquiero socarrona.
—No te dediques al humor. No es lo tuyo —replica.
—Ja, ja —le respondo sarcástica, ya que no puede ver el mohín que le dedico.
Deberíamos empezar a hacer videollamadas.
—Esta noche vamos a salir —me advierte—. Así que deja todo lo que estés haciendo y baja al vestíbulo. Nos vamos ya.
—Estoy de acuerdo —murmuro sin más.
No me apetece salir, pero tampoco quiero estar aquí o, en su defecto, en el apartamento de Lola, dándole vueltas a todo.
—La predisposición es tu punto fuerte —me asegura.
—Y lo que te ha hecho famosa en el barrio gay —replico burlona.
—Ésa me la vas a pagar —me amenaza, pero prácticamente no la oigo. No puedo dejar de reír encantadísima con mi propia broma.
A las nueve en punto estamos increíblemente vestidas y perfectamente maquilladas. Lola me ha dejado un minivestido dorado muy elegante. Se ajusta a mi cuerpo a la perfección y, en lugar de
escote, un sencillo encaje adorna la parte superior. Lo combino con mis salones de plataforma nude y un fantástico clutch de Edie Parker que Lola me entrega con el mismo fervor y cuidado que si me
estuviese dando las tablas con los diez mandamientos.
—Sigo sin entender cómo puedes meterte dentro de este vestido —comento mirándome en el espejo del recibidor.
Me encanta cómo me ha recogido el pelo a pesar de tenerlo corto.
—Pues metiéndome —contesta como si fuera obvio, ordenándose su larga melena negra con los dedos.— Tiene que estarte pequeño.
Lola es altísima y tiene un cuerpo espectacular lleno de preciosas curvas a lo Jennifer López. Yo, en cambio, soy más bien menudita. Si a mí me está ajustado, es imposible que a ella le quede perfecto,
y conozco demasiado bien a Lola: jamás se pondría nada que no le estuviese exactamente como le tiene que estar. Todavía recuerdo cuando lanzo unos tacones por la ventana porque le hacían las
piernas gordas. Después tuvo que asomarse y pedirle perdón al taxista en cuyo techo del coche aterrizaron los zapatos. Se disculpó diciendo que era una persona muy carismática y se libró porque
el taxista no tenía muy claro el significado de esa palabra.
—Me está divino, como toda mi ropa —sentencia.
Lola abre su máscara de pestañas scandaleyes rockin’ curves y se la pone con mucho cuidado.
—Es imposible —digo pellizcando el vestido a la altura de la cadera y tirando de él. Ahí no cabe un centímetro de aire.
—¿Me estás llamando gorda? —pregunta ofendidísima dirigiéndose hacia mí.
—Claro que no, idiota —contesto sin dudar—. En todo caso te estoy llamando tía buena.
Ella sopesa durante un par de segundos mis palabras.
—Mejor así —sentencia divertida cerrando el pequeño tubo de rímel rojo y negro.
Se marcha cantarina a la habitación, imagino que a ponerse los zapatos, y yo sonrío mientras me sigo observando en el espejo. Me encanta mi peinado.
Llaman al timbre. Extrañada, doy un paso hacia la puerta. En cualquier otra circunstancia apostaría a que es Rachel, pero Lola ya me ha comentado que, inexplicablemente, hoy no le apetecía
salir y se quedaba en casa.
Estoy a punto de llegar cuando Lola, dándose la carrera de su vida, me adelanta por la derecha, agarra el pomo antes que yo y abre la puerta con la sonrisa más grande del mundo en sus labios.
¿Qué está tramando?
Todas mis preguntas se contestan cuando veo a Sam en el rellano. Él me mira de arriba abajo un momento e inmediatamente lleva su vista hacia mis ojos, disculpándose en silencio por lo que
acaba de hacer.
—Hola —nos saluda con una sonrisa.
—Hola —respondo sorprendida.
¿Qué hace aquí?
—Hola, Sam—añade pizpereta—. Verás —continúa llamando mi atención—, le he llamado esta tarde para que saliéramos todos juntos. Sam prometió traer un amigo.
Lola da un paso hacia delante y mira a derecha e izquierda.
—Humm —pronuncia fingidamente triste—, supongo que no has encontrado ninguno para mí.
Una lástima. Me quedaré aquí. Mi amiga, que no sé si pronto continuará siéndolo, ante mi atónita mirada, coge rápida mi clutch
del pequeño mueblecito del recibidor, mi abrigo del perchero, me lo pone todo entre las manos y me empuja para que salga del apartamento.
—Pero… —trato de protestar.
—Que os divirtáis —dice ignorándome por completo y, sin más, cierra la puerta.
—¡Lola! —me quejo.
—Que os divirtáis —repite sin ningún remordimiento por la encerrona que acaba de prepararme. Con una sonrisa nerviosa, me giro hacia Sam. Él se encoge de hombros con las manos
metidas en los bolsillos.
—Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones —comenta divertido.
—Di mejor una —le replico contagiada de su humor—. No creo que Lola me deje volver a entrar.— Crees bien —sentencia a través de la puerta. —No me lo puedo creer —protesto al borde de la risa sin girarme—. ¿Estás en la mirilla?
—Que os divirtáis —repite.
Sam y yo sonreímos y él extiende su brazo, animándome a que echemos a andar. Asiento y salimos del edificio.
Me lleva a cenar a un precioso restaurante cerca del parque. La comida está buenísima y, como siempre, consigue sacarme más de una sonrisa.
—No querrás irte ya a casa, ¿verdad? —pregunta y de nuevo me ofrece una sonrisa de anuncio de pasta de dientes.
Yo asiento tratando de no sonreír, aunque no puedo contenerme mucho. Su sonrisa es de lo más contagiosa. Llevamos así toda la noche.
—Hace un frío que pela —me quejo dando saltitos en mitad de Columbus Circus.
—Pues, si tienes frío, claramente lo mejor es una copa —dice sin asomo de duda.
Sam me mira de arriba abajo un segundo, pero, tal y como pasó en la puerta del apartamento, inmediatamente lleva su vista hacia la mía, disculpándose. No puedo evitar pensar en todas las veces
que Santana me ha mirado así. Ella lo hacía con descaro, impertinente, lleno de arrogancia; jamás se disculpó, y no podría haberme parecido más atractiva.
—Lo mejor es estar debajo de mi nórdico —replico y yo sí que no tengo ninguna duda. Sam tuerce el gesto fingidamente pensativo.
—¿Eso es una proposición, Pierce?
Me lo pregunta tan serio que por un momento me deja fuera de juego, pero, entonces, como si no pudiese disimularlo más, sus labios se curvan hacia arriba.
—Qué idiota —me quejo golpeándole en el hombro.
—Vamos a tomar esa copa —sentencia. Sam me propone ir al club y, aunque en un principio dudo, acabo aceptando. El Archetype no
es sólo un lugar donde dejarse llevar por todo tipo de fantasías, también es un club genial con música increíble y un ambiente de lo más increíble.
Además, Sam sabe exactamente hasta dónde puede llegar. Sólo somos amigos y nunca vamos a ser nada más que eso.
Entramos en el Archetype y nos acomodamos en la barra. Hay música en directo. Un hombre impecablemente vestido canta, casi susurra, una canción muy suave sentado en un taburete mientras
otro más mayor y afroamericano lo acompaña al piano. Tardo un segundo de más en darme cuenta de que es Sam Smith. ¡Sam Smith! Desde luego en este club el concepto de exclusivo alcanza otro
nivel.—¿Qué te apetece beber? —me pregunta Sam sacándome de mi ensoñación. Sonrío. Creo que soy la única persona del local que estaba mirando embobada al cantante.
—Humm… —Sé lo que quiero beber. Sólo tengo que atreverme a pedirlo—. Glenlivet con hielo. Sam se gira hacia la camarera y pide nuestras copas. Estamos charlando tranquilamente cuando empiezan a sonar los primeros acordes de Stay with me.[9] Poco a poco, voy prestándole más y más atención a la letra. Es la historia de alguien que siempre tropieza con la misma piedra, pretendiendo convertir los encuentros de una noche en amor de verdad. Le doy un sorbo a mi
Glenlivet y el sabor me traiciona y me despierta de una manera demasiado cruel. Echo de menos a Santana. Quiero a Santana .
—¿Estás bien? —me pregunta amable Sam.
Tardo un segundo más de lo necesario en contestar y ese pequeño detalle no le pasa por alto.
—No debí proponerte que viniésemos aquí —se disculpa.
—No te preocupes —respondo obligándome a sonreír—. Estoy bien.
En realidad no lo estoy, pero no quiero arruinarle la noche.
Sam da un largo trago de su vodka con hielo y juguetea por un segundo con la copa de nuevo apoyada en la barra. Parece que trata de armarse de valor.
—Brittany, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro —respondo sin dudar.
Sonríe antes de atreverse a hacerlo. Es una sonrisa preciosa y todo sería mucho más fácil si despertara en mi todo lo que despierta otra. Si la encontrase sexy, serena, sincera, dura, sensual.
—¿Santana López y tú aún estáis juntos?
Oír su nombre me sacude por dentro.
—No —contesto en un golpe de voz.
Sam sonríe aliviado, pero por primera vez en toda la noche el gesto no se refleja en mis labios.
— Mañana la fundación benéfica de mi jefe da una fiesta en la azotea del Empire State y había pensado que a lo mejor te apetecería venir.
—Sam, me pareces un chico increíble —es la verdad—, y es cierto que ya no estoy con Santana, pero todavía está todo demasiado reciente y yo… No soy capaz de sacármelo de la cabeza porque no dejo de pensar que, en el fondo, me está pidiendo ayuda... y ella no me lo pone nada fácil besándome y siendo tan increíblemente guapa.
—... necesito tiempo —sentencio.
Una respuesta mucho más sana.
Sam sonríe y se inclina ligeramente hacia mí a la vez que asiente.
—Mañana la fundación benéfica de mi jefe da una fiesta en la azotea del Empire State —repite con una sonrisa— y había pensado que a lo mejor te apetecería venir, como amigos.
Está siendo un encanto, pero ahora mismo me siento muy incómoda. Nunca podría tener nada con él; en realidad, creo que no podría tenerlo con ningún otro chico. Resoplo con fuerza mentalmente. Estoy condenada a una vida sin sexo y mesas para uno.
—Me lo pensaré —me obligo a responder.
No quiero darle un no rotundo. No quiero que él también se sienta incómodo.
Poco después regreso a casa. Subo al apartamento y, frente a la puerta, busco mis llaves con paciencia. No entiendo dónde demonios están. El clutch es diminuto. Finalmente consigo abrir y, al
ver la tele encendida y a Lola dormida en el sofá, cierro con cuidado. Se merece que la despierte con un baile con platillos después de la cita-encerrona, pero decido perdonárselo. Me bajo de los tacones
y disfruto un segundo de los pies descalzos sobre el parqué. Apago la tele e intento que se levante y vaya a la cama, pero es una misión imposible, así que le acomodo la cabeza entre los cojines y la
tapo con una manta.
Recojo mis zapatos del suelo y voy hasta la habitación. Voy a quitarme el vestido cuando mi iPhone, en mi bolso sobre el colchón, comienza a sonar. Con el ceño fruncido, me siento en la cama
y saco el móvil. Cabeceo nerviosa y respiro hondo cuando veo el nombre de Santana escrito en la pantalla. No debería cogerlo, pero me conozco demasiado bien y, si no lo hago, me pasaré toda la noche
dándole vueltas y acabaré llamándola yo. Francamente prefiero tener la ventaja de ser quien recibe la llamada en plena noche y no quien la hace.
—Hola —respondo nerviosa.
—Hola.
Sólo ha sido una palabra, pero su voz me traspasa y activa todo mi cuerpo.
—¿Qué quieres, Santana?
—¿Te estás acostando con Sam?
Suspiro brusca. Se merece que le diga que sí sólo para que entienda lo injusto que es que ella, con novia, me esté llamando a la una de la madrugada para preguntarme eso.
—¿Eso es lo único que te interesa? —inquiero y, sin quererlo, mi voz se ha llenado de dolor.
—Contéstame—me apremia impaciente.
—Eres una hija de puta, Santana. —Estoy furiosa—. Y no, no me estoy acostando con Sam.
La odio por llamarme sólo para saber si la pobre tonta enamorada sigue colada por ella. Aunque la culpa es sólo mía. Ella no me quiere. Lo dejó muy claro. Sólo le interesa comprobar que sigue teniendo su juguetito.
—¿Por qué? —pregunta sin suavizar un ápice su tono de voz.
La pregunta me pilla fuera de juego, pero en seguida me recupero.
—No pienso contestarte a eso —siseo.
—Britt —me reprende.
—¡Porque sé que no me sentiría con él como me sentía estando contigo! —respondo llena de rabia, cansada de ella y de esta situación—. ¿Eso es lo que querías oír?
Voy a colgar, pero mis manos se niegan a colaborar y, a pesar de su silencio, sigo al teléfono.
—Britt…
—Britt, ¿qué?, Santana. —Un sollozo se escapa de mis labios y, sin quererlo, las lágrimas vuelven a caer—. Tienes novia. Tú eres la que se acuesta con otra persona.
—Necesito estar con otra chica para poder mantenerme alejada de ti.
Sus palabras me enmudecen y aceleran mi corazón aún más. Le oigo suspirar con fuerza y durante unos segundos vuelve a guardar silencio otra vez. Las lágrimas siguen rodando por mis
mejillas y otro sollozo inunda la línea. Inmediatamente me tapo la boca con la mano porque no quiero que se dé cuenta de que estoy llorando y decida que esta conversación no es buena idea.
—Ella es una válvula de escape, una manera de olvidar la idea de que, cuando me gire en mi cama, tú no vas a estar, de imaginarte con Sam, de querer tocarte cada día y no poder hacerlo.
Su voz sigue sonando tan increíblemente sensual como el día que la conocí, pero ahora también está rota, como yo.
—Te echo de menos, Pecosa —susurra y mi mundo se destroza un poco más.
—Si me echas de menos, ven —murmuro entre lágrimas.
Sé que no debería pedírselo, que no me hará ningún bien, pero no puedo evitar quererlo.
—No puede ser.
Tengo la sensación de que no necesita convencerme sólo a mí.
—Santana —la llamo y es casi una súplica.
—Estabas preciosa en el club. Eras la única chica a la que podía mirar. Y antes de que pudiese darme cuenta, estaba recordando todas las veces que estuve en el Archetype contigo.
Me dejo caer en la cama despacio, acurrucándome, sin despegar un sólo instante el teléfono de mi oreja, tratando de dejar de llorar o hacerlo en el máximo silencio para no perderme una sola
palabra.
—Recordé todas las veces que jugamos con Erika o con otras chicas —continúa —, pero de ellas no era capaz de visualizar nada, ni siquiera sus caras, y de ti lo recordaba absolutamente todo,
cada vez que te has corrido entre mis brazos, esa preciosa sonrisa que pones justo después con los ojos aún cerrados. Tu olor, Britt. Joder, ¿cómo es posible que me acuerde de cómo olías?
Suelto todo el aire en una bocanada. Mi corazón ha latido más fuerte con cada palabra. Una sonrisa suave y sincera se mezcla con mis lágrimas y al otro lado puedo sentir cómo Santana imita
mi gesto.
—¿De verdad te acuerdas de cómo olía? —murmuro.
—La primera vez que dormimos juntos olías a mandarina. Cuando me desperté, ese olor estaba impregnado por toda la cama y sencillamente me volví loca. Quise follarte desde que te vi por
primera vez en la oficina de Charlie Cunningham, pero desde aquella mañana no podía pensar en otra cosa.
Sonrío y Santana guarda silencio, como si quisiese saborear ese débil sonido.
—Cuando duermes haces unos ruiditos muy sensuales. No sabes cuántas noches me he quedado despierta viéndote dormir.
—Eso es muy romántico —bromeo.
—La culpa es tuya —replica divertida—. No te haces una idea de lo sexy que eres, de cuántas veces he tenido que contenerme para no abalanzarme sobre ti.
—Santana —trato de frenarla, aunque en el fondo no quiero que pare por nada del mundo.
—Mis manos en tu piel. Joder, Britt, a veces creo que voy a volverme loca.
—Santana, yo me siento exactamente así.
Suspiro con fuerza y mi mente y mi cuerpo se calman para volver a tensarse de una manera completamente diferente.
—Por Dios, ni siquiera puedo concentrarme en el trabajo —se confiesa, exasperada porque algo esté rompiendo sus esquemas—. Sólo puedo imaginarte a ti, a nuestros cuerpos acoplándose
perfectamente. Sentir tu olor, tu calor. Britt, te me has metido debajo de la piel y ni siquiera sé cómo ha pasado. Sólo puedo pensar en la última vez que estuvimos juntas, en cómo tu cuerpo se tensaba
bajo del mío. Mi respiración se acelera. Mi piel arde.
—Santana —murmuro.
Antes de que pueda pensarlo con claridad, mi mano avanza por mi cuerpo y acaricia fugaz mi pecho
.—En cómo me sentía entrando y saliendo de ti. Era el puto paraíso, Britt.
Perdiéndome en el recuerdo de cada vez que estuve en sus brazos, retuerzo mi pezón entre mis dedos y tiro de él.
—Era como saltar al vacío —murmuro, casi gimo, con la voz rota por todo el placer y todo el deseo
.—Sí, joder, era exactamente eso. —Y sé que una sonrisa se ha dibujado en sus labios.
Su respiración también está acelerada. La imagino acariciándose. Me imagino acariciándola.
—Era la mejor sensación del mundo.
Mis dedos bajan por mi cuerpo y se esconden bajo mis bragas.
—Tener el control sobre ti, Britt, sobre tu cuerpo, sobre todo tu placer.
Me deslizo en mi interior.
—Sin dejarme escapatoria.
Las palabras se escapan de mis labios antes siquiera de que pueda pensarlas.
—Eres mía, Britt. Eres sólo mía —pronuncia cada letra envuelta en sensuales gruñidos.
Nuestros jadeos se entremezclan cada vez más fuertes a través de la línea telefónica.
—Soy tuya.
Mis piernas se deslizan inconexas por las sábanas, llenándose de todo el placer de su voz, de mis dedos.
—Torturarte.
Gimo.
—Hacer contigo exactamente lo que quiera —susurra con una seguridad implacable y todo mi cuerpo se tensa—. Que te deshagas en mis brazos. Follarte una y otra vez.
—Hasta caer rendidas —jadeo.
—Hasta caer rendidas.
Echo la cabeza hacia atrás y me pierdo en un maravilloso orgasmo con su nombre en mis labios y la imagen perfecta de sus espectaculares ojos en mi mente. He saltado al vacío.
—Eres la chica más increíble que he conocido nunca y todo lo que soy sólo tiene sentido cuando estoy contigo.
Sin darme oportunidad a decir nada más, cuelga. Yo me quedo en la cama con la respiración hecha un auténtico caos y el corazón latiéndome con tanta fuerza que puede llegar a doler. No quiero
pensar. Rápidamente me quito el vestido, me pongo el pijama y me meto bajo las sábanas, acurrucándome con fuerza. No quiero pensar, porque, si lo hago, sólo podré hacerlo en que, aunque sólo haya sido por un período muy breve, Santana se ha quitado la coraza y eso sólo ha servido para que la eche más de menos, para que la necesite más, para que le quiera todavía más.
Me despierta un sonido incesante y molesto. Giro y me acurruco contra el otro lado, tratando de dormirme de nuevo, pero el sonido vuelve con más fuerza. Abro los ojos y por un momento no
recuerdo dónde estoy. Parpadeo y me oriento sin ninguna dificultad. El ruido regresa y me doy cuenta de que es la puerta. Miro el reloj despertador sobre la mesita. Apenas son las siete. ¿Quién
puede ser?
Me levanto a regañadientes y cruzo el salón. Extrañada, observo el sofá. Lola no está. Camino del recibidor me asomo por la ventana de la cocina. Tampoco está allí. Qué raro.
El sonido se intensifica. Sea quien sea quien está llamando, se está empleando a fondo. Giro el pomo y, antes de que abra la puerta del todo, una mano sujeta la madera con fuerza y la abre de golpe, obligándome a dar un paso atrás. Casi en el mismo instante, esa mano se posa en mi cadera posesiva, brusca, indomable, justo antes de estrellar sus labios contra los míos buscándolos
ansiosa, casi desesperada.
Santana cierra de un tosco portazo y me estrecha del mismo modo. Ni mi cuerpo ni mi mente ni mi corazón necesitan más. Mis manos rodean sus hombros, aferrándome a ellos con fuerza cuando
las suyas vuelan hasta mi trasero y me levantan a pulso. Rodeo su cintura con mis piernas y nos quedamos perfectamente acopladas. Sin dejar de besarnos, nos desnudamos veloces. Su sexo choca
perfecto contra el mío y mis gemidos se entremezclan con sus gruñidos en nuestros besos.
Nos lleva hasta la habitación y nos tira en la cama. Su cuerpo cubre por completo el mío mientras mis piernas siguen rodeándolo, acercándolo todavía más a mí. Hunde sus labios en mi
cuello. Enredo mis dedos en su pelo. Mueve las caderas. Gimo con fuerza. La he echado demasiado de menos.
Vuelve a besarme casi desesperada.
—Santana, te…
—No lo digas —me interrumpe con la respiración acelerada, separando lo justo nuestros labios y apoyando su frente en la mía— o, cuando todo esto acabe, te arrepentirás.
No ha sido una advertencia ni tampoco se está riendo. Me está previniendo. Está preocupándose por mí porque tiene demasiado claro cómo acabará esto. Una presión se instala en mis costillas y casi
me impide respirar. Antes de que pueda controlarlo, una lágrima cae por mi mejilla. Toda la situación me está sobrepasando. Yo quiero estar con ella. Quiero ayudarla. Quiero que sea feliz. No
puede venir, besarme, recordarme lo perfecto que es estar entre sus brazos y después dejarme dolorosamente claro que todo tiene una fecha de caducidad. ¿Por qué lo hace? ¿Qué es lo que quiere
de mí?
Santana se separa un poco más, posa sus ojos en los míos pero inmediatamente rompo nuestras miradas girando la cabeza. Ella, por un momento, continúa observándome. Puedo notar sus preciosos
ojos escrutarme tratando de averiguar cómo me siento.
Alza la mano y, despacio, enjuga con el reverso de los dedos las lágrimas que bañan mis mejillas. No puedo más. Yo le quiero y, si ella nunca va a quererme, necesito que se aleje, que me deje
respirar una atmósfera donde nada me recuerde a ella.
Intento empujarla y levantarme, pero reacciona en seguida atrapando mis muñecas y llevándolas contra el colchón.
—Suéltame —le pido.
Santana niega con la cabeza. No está jugando. No está haciéndome rabiar. Algo me dice que está tan asustada como lo estoy yo.
—Esto es una locura y un sinsentido —me quejo con rabia—. Tú no me quieres y está claro que ni siquiera soportas que yo te quiera a ti. Me merezco ser feliz, Santana, y tengo que ser rematadamente estúpida para seguir pensando que a tu lado puedo serlo.
—Britt —trata de calmarme.
—¡No quiero escucharte! —replico aún más enfadada.
Forcejeo, pero Santana me mantiene sujeta sin ningún esfuerzo.
—Si no te dejo decirme que me quieres es porque sé cómo va a acabar esto, cómo está acabando, y no quiero que sufras todavía más. Pecosa, tú y yo no podemos estar juntas. Sólo nos haríamos daño —susurra. Sus ojos se llenan de un millón de emociones que los vuelven aún más negros. No ha hecho sino confirmarme todo lo que mi devastado corazón ya había dado por supuesto.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le pregunto con la voz llena de las lágrimas que no me permito llorar.
Santana permanece en silencio, mirándome.
—¿A qué has venido?—repito.
—Britt…
—Contéstame —le pido desesperada.
—A ser feliz, joder, aunque sólo sean quince putos minutos.
Su sinceridad me desarma. Me vuelvo un poco más loca o quizá un poco más cuerda, ¿quién sabe? Santana también me echa de menos, también desea estar conmigo, ¿también me quiere? Otra
vez la sombra de lo que pasó aquella noche vuelve a planear sobre nosotros. ¿Tan malo fue? A veces creo que, sencillamente, sea lo que sea, la ha destrozado por dentro y ni siquiera ella puede rehacer los
pedazos. Esa idea me sacude. Quiere ser feliz y yo también, y las dos sabemos que sólo hay una manera en la que vamos a poder serlo, por eso está aquí.
Mi mirada cambia por completo y sé que ella se ha dado cuenta. Muevo suavemente las manos pidiéndole en silencio que me suelte, que no me marcharé. Sin apartar sus preciosos ojos de los míos,
libera mis muñecas pero, antes de que pueda separarse de mis manos, entrelazo nuestros dedos. Sus ojos brillan. Ahora mismo no existe nada más. Y Santana estrecha nuestras manos con fuerza.
—Bésame —le pido llena de dulzura—. Yo también quiero ser feliz.
Santana exhala todo el aire de sus pulmones. Está controlando lo indomable que le arrolla por dentro y que se está despertando rugiendo y llamándome.
Se inclina despacio y me besa. Sus labios me conquistan con el primer roce y gimo entregada.
Le deseo tanto. Desliza su mano por mi mejilla, perdiéndola en mi cuello, apretando un poco, reavivando todos los recuerdos, activando todo el placer anticipado.
Su mano continúa bajando mientras sus labios siguen el mismo camino. Relía sus dedos en el cordón de mi pijama al mismo tiempo que su perfecta boca baña mis pezones con su cálido aliento
por encima de la fina tela de algodón.
Me retuerzo bajo su cuerpo y cierro los ojos llena de placer. Santana me besa jugando con su lengua, empapando la tela. Me muerde. Gimo. Su mano se pierde bajo mis pantalones.
—Santana —susurro.
Se recoloca sobre la cama para dominar mi cuerpo por completo, haciéndome sentir demasiadas emociones a la vez. Sobreestimula mi cuerpo, lo agita, lo convulsiona. Sus manos. Su boca. Su
lengua. Su voz. Se separa de mí, dejándome al borde del abismo. Se coloca de rodillas entre mis piernas y se deshace de mi ropa. Cuando me tiene desnuda, me observa, y yo me embriago de sus ojos tan negros llenos de un deseo y una lujuria casi infinitos.
Despacio, empieza a quitarse la ropa, dándome la oportunidad de poder perderme en su cuerpo delgado pero perfectamente definido, aunque, como siempre que he podido, mis ojos vuelan hacia el
músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus vaqueros.
Gloriosamente desnuda.
—No —le suplico en un susurro—. Quiero sentirte sólo a ti.
Otra vez todo el deseo aumenta, crece, lo inunda todo. Santana se inclina sobre mí. Toma mi mano enredando nuestros dedos de nuevo. La levanta hasta colocarla por encima de mi cabeza
mientras nuestros cuerpos se acoplan y, de un solo movimiento, brusco, duro, perfecto, entra en mí.
La sensación de sentir su piel contra la mía es maravillosa. Se mueve salvaje, tosca, haciendo que nuestras pelvis choquen una y otra vez.
Mis gemidos se intensifican. No está teniendo piedad. Pero en mitad de toda esta lujuria destilada en cada centímetro cúbico de aire, Santana nos levanta de la cama y me acomoda en su regazo. Me
inserta en sus dedos y mi cuerpo reacciona abriéndose para ella, acogiéndola por completo, profundo y duro.
Sus caderas comienzan a moverse de nuevo mientras sus manos siguen el contorno de mis piernas rodeando su cintura.
Instintivamente mi cuerpo sale a su encuentro una y otra vez. La otra mano se ancla en mi cadera. Una sonrisa sexy e impertinente se cuela en sus labios justo antes de guiar mi boca contra la suya con un deseo enloquecedor.
Me embiste cada vez más torturador. Nos besamos cada vez más desbocados. Su mano se desliza hasta acomodarse en mi cuello, hasta recordarme quién tiene el control, y, antes de que pueda darme
cuenta, todas las sensaciones se funden, se solapan. Mi cuerpo ruge y me pierdo en un orgasmo increíble, devastador, que me arrolla, me incendia, me vuelve absoluta y completamente loca, adicta a
Santana López, a lo que sabe hacerme, a lo que quiere hacerme.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Porque no pueden estar juntas?! :'c
Que es lo que oculta Santana!!! D: tan malo es?
Que es lo que oculta Santana!!! D: tan malo es?
Susii********-*- - Mensajes : 902
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Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
ya no voy a preguntar, esta claro que esta relacion amor odio es lo que ellas mejor saben hacer!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
No me deja apartar mi boca de la suya, disfruta de mis gemidos y de mi respiración acelerada contra sus labios. El placer me supera. Todo mi cuerpo se acomoda al suyo, a sus movimientos, a todo lo que
siento. Sus embestidas son cada vez más rápidas, más duras, más certeras, más perfectas. ¡Dios! Y en mitad de todo, comienza a girar las caderas absolutamente torturador, expandiendo un placer exquisito e indomable a cada rincón de mi cuerpo. Echo la cabeza hacia atrás. No puedo más. Santana baja su boca por mi mandíbula, mi cuello, haciendo el placer aún más salvaje. Su aliento me
quema, me gusta. Sus dedos me vuelven loca. Me embiste con fuerza. Grito. Me aferro a sus hombros. Sale. Entra. Me domina. Le quiero. Le
pertenezco.
—¡Santana! —grito corriéndome sobre su regazo una vez más, sintiendo cómo ella se pierde dentro de mí.
Me hace feliz. Nos quedamos en silencio, abrazadas. Santana acaricia suavemente el final de mi espalda y yo hago pequeños dibujos en la piel de su hombro. No sé cuánto tiempo pasamos así, con miedo a que la otra se esfume si nos movemos.
—Britt —susurra.
Yo asiento y me separo suavemente. Sé lo que va a decirme y no quiero escucharla. Santana se levanta y comienza a vestirse. Yo me cubro con la colcha y simplemente observo cómo se pone los vaqueros dando un pequeño salto y después una simple camiseta de la que se
remanga las mangas inmediatamente. Está sencillamente guapísima. No pude fijarme cuando entró, pero a cambio ahora tengo la oportunidad de explayarme. No entiendo por qué las cosas tienen que ser así. No paro de repetírmelo desde que he dejado de sentir su cuerpo junto al mío.
—¿Vas a casarte con ella? —murmuro.
Ni siquiera la miro cuando lo pregunto. Estoy muerta de miedo.
Santana suspira. De un par de zancadas rodea la cama y se sienta junto a mí.
—No pienso en casarme con ella o en tener hijos con ella. Britt, ¿no lo entiendes? No pienso en un futuro con ella.
—¿Y conmigo lo pensabas? —inquiero con mis ojos negros posados en cómo mis dedos retuercen nerviosos la colcha.
Ella resopla de nuevo, coloca el reservo de sus dedos en mi barbilla y me obliga a alzar la cabeza hasta que nuestras miradas se encuentran.
—Contigo lo quería, Pecosa —sentencia con su increíble voz—, más que nada.
—Y, si lo querías, ¿por qué no podemos tenerlo? —murmuro nerviosa, casi desesperada. Necesito que lo entienda. Quiero que lo entienda. Quiero que nos deje ser felices—. Santana, ¿qué fue lo que pasó?
No dice nada. Toma mi cara entre sus manos e, inclinándose sobre mí, me besa. Lo hace llena de deseo pero también de rabia y automáticamente comprendo que va a marcharse.
—Adiós, Britt —dice separándose apenas unos centímetros de mí.
Sin darme opción a responder, se levanta y sale de la habitación dejándome completamente desamparada. ¿Cómo puede ser que algo que ni siquiera conozco me esté destrozando por dentro?
Me dejo caer en la cama pero no aguanto ni cinco minutos. Las sábanas, la habitación, todo tiene su olor. Quiero mantener la dignidad y no convertirme en una protagonista de novela romántica en sus horas más bajas, pero eso es muy complicado en estas circunstancias. Resuelta a ponérmelo lo más fácil posible, cambio las sábanas y abro las ventanas de la habitación. Estamos en pleno noviembre y la temperatura debe de rondar los cero grados, pero no me importa. Es una cuestión de supervivencia. Sin embargo, para mi desgracia, comprendo que su olor está impregnado en mi propia piel.
Resoplo absolutamente exasperada y me meto en la ducha. Cuando regreso a la habitación envuelta en una toalla, hace un frío casi glaciar. Corro hacia la ventana y la cierro, pero con las prisas
me golpeo el pie con la pata del tocador vintage de Lola. Lanzo un «ay» y gimoteo hasta llegar a la cama y sentarme en ella. Me agarro el pie mientras sigo quejándome y de pronto la habitación, aunque sería más acertado decir mi vida, se me cae literalmente encima.
La echo menos y lo peor de todo es que tengo la horrible sensación de que lo echaré de menos siempre. Me casaré con un hombre, tendré hijos y seguiré echándola de menos, recordando sus manos sobre mi piel. No quiero, de verdad que no, pero, sin que pueda controlarlo, empiezo a llorar... y nada de algo elegante o contenido. Lloro a moco tendido, como si se fuera a acabar el mundo. No me hace sentir
mejor y, aun así, soy incapaz de parar. Como si de una tortura china se tratase, involuntariamente comienzo a pensar en todos los
momentos que he vivido con ella, en los buenos y en los malos, y con cada uno de ellos lloro un poco más. Me tumbo hasta clavar la vista en el techo con los brazos en cruz sobre la cama.
—Mi vida es un asco.
Y, sorbiéndome los mocos, me he dado cuenta de que he cruzado esa línea y he hablado sola como en las telenovelas. Brittany S. Pierce estás acabada. En algún momento decido levantarme, vestirme y salir al salón. Se suponía que hoy no iría a la oficina para ir a la universidad; obviamente no ha sido así. Ya son casi las seis. Lola estará a punto de volver. Muevo el culo hasta la cocina y comienzo a
preparar la cena. Espaguetis boloñesa. Combatamos las penas con hidratos de carbono. Oigo el característico rumor de las llaves y, después, la puerta cerrarse.
—Hola —me saluda Lola desde el recibidor.
—Hola —le respondo desde la cocina.
Espero a que entre, pero de reojo la veo cruzar por delante de la ventana que comunica el salón con la cocina y dirigirse a la habitación. Me pongo tensa al instante. Por un momento temo que, al
igual que se entera de todo en la oficina, también se entere de todo en su propia casa y sepa que Santana ha estado aquí. No le haría ninguna gracia.
—¿Qué tal la mañana? —pregunta apoyándose en el marco del puerta. Yo me encojo de hombros con cara culpable, pero, como estoy de espaldas a ella, no puede vérmela.
—Bueno, pues entonces cuéntame qué tal anoche.
Respiro aliviada. Si me pregunta por Sam, es que no sabe nada de Santana. Siempre ha sido una chica muy ordenada y los chismes en esta casa se tratan por riguroso orden de prioridad.
—¿En tu encerrona? —pregunto impertinente.
—Oh, sí —responde en un fingido gimoteo—. Te mandé a cenar con un chico guapo. No merezco que sigamos siendo amigas.
Yo me vuelvo, le hago un mohín y sigo cocinando. Ella sonríe, coge los platos y se los lleva a la mesa.
—En serio, ¿cómo fue? —vuelve a preguntar regresando por los cubiertos.
—Normal. Nada que contar —respondo indiferente ante la atenta mirada de Lola —. Fuimos a cenar y después a tomar una copa. Fin.
Vierto la salsa sobre la pasta.
—Desde luego —se queja cerrando el cajón de golpe—, le quitas la gracia a todo.
Sonrío.
—¿Qué esperabas? —grito socarrona para hacerme oír en el salón
—, ¿que viniese diciendo que me había enamorado de Sam?
—¡No! —replica indignadísima a mi espalda, haciéndome dar un brinco que por poco termina con nuestra cena en el impoluto suelo
—. Un polvo, Britt. Quería que echarás un polvo.
Niego con la cabeza. Salgo de la cocina y pongo la olla sobre el salvamanteles de madera.
—¿Qué pasa? ¿Ya no piensas follar nunca más? —inquiere igual de indignada que antes, cruzándose de brazos y apoyándose en el marco de la puerta de la cocina.
—Sí, sí pienso —contesto de manera mecánica sirviendo los platos y tomando asiento.
—Pues empieza ya —me advierte caminando y sentándose a la mesa—. Por ejemplo, en la terraza del Empire State. La miro boquiabierta. ¿Cómo consigue enterarse de todo?
—Echar un polvo allí arriba tiene que ser espectacular —continúa con la vista perdida, fantaseando con la idea. Cuando vuelve al mundo de los que no estamos practicado sexo en una terraza, se encoje de hombros—. Sam me ha llamado esta mañana para pedirme que te
convenciera.
Comienzo a remover la comida en mi plato sin mucho entusiasmo. Ahora me siento incómoda y presionada. No entiendo por qué tiene que llamar a mi mejor amiga para asegurarse de que vaya.
—No voy a ir —suelto sin más.
«A lo mejor por eso, idiota.»
—¿Por qué? —pregunta Lola tapándose la boca elegantemente con el extremo de la servilleta.
—Porque no quiero —respondo como si tuviera cinco años— y porque es lo mejor —añado para compensar y volver a convertirme en una adulta de veinticuatro.
—Vas a ir —sentencia sin más.
—No —digo negando también con la cabeza.
—Sí —responde ella asintiendo— y tengo el vestido perfecto —remata cantarina mientras deja la servilleta sobre la mesa y se levanta con una sonrisa
—. Guárdate tu respuesta definitiva hasta que lo veas
—me advierte desde la habitación.
A los pocos minutos regresa con un vestido espectacular. Dejo el tenedor sobre el plato y me levanto de un salto. Es increíble. Negro, sin tirantes, ajustado por la parte superior y con una falda
que se levanta por el tul azul que sobresale gracioso y diferente por la parte inferior a la altura de la rodilla. Es un vestido digno de cualquier alfombra roja en el Ziegfeld Theater.
—¿De dónde lo has sacado?
—Una chica tiene que estar preparada para cualquier vicisitud —responde satisfecha—. Lo tenía en el fondo del armario. Sólo me lo he puesto un par de veces. Te estará perfecto.
Aún no ha terminado su frase cuando algo me llama la atención entra las capas de tul; alzo la mano y suspiro boquiabierta al ver la etiqueta. ¡Este vestido es nuevo!
—¿Se puede saber por qué me estás contando semejante rollo? —me quejo—. ¡Acabas de comprar este vestido!
De pronto todo encaja.
—¡Y el de ayer también! —protesto aún más indignada—. Por eso me quedaba como un guante.
Lola abre la boca dispuesta a decir algo, pero tras unos segundos la cierra y resopla.
—Sí, te he comprado ropa —confiesa—. Quería animarte y, como eres ridículamente pobre, decidí hacerme cargo de tu aún más pobre armario.
—Lola —protesto.
—Lola, nada —replica—. Es una pasada de vestido, ¿o no? —añade con una sonrisa agitando el modelito. Quiero seguir enfadada. Me parece un gesto precioso, pero tendría que haberme consultado
antes de desperdiciar el dinero. A ella tampoco le sobra. Sin embargo, no puedo evitarlo y acabo sonriendo como una idiota. El vestido es espectacular.
—Es genial.
—¿Significa eso que irás? —me pregunta esperanzada.
—¿Dejarás de comprarme ropa? —inquiero a mi vez apuntándola con el índice.
—¿Dejarás de ser tan idiota?
Me encojo de hombros.
—Eso depende de si sigo viviendo contigo —respondo socarrona—. La estupidez es contagiosa, ¿sabes? Lola me golpea en el hombro y yo me quejo divertida.
—Kelly Gale —me informa pensativa—, desfile de Valentino, Milán 2014. Mi sonrisa se ensancha. Contra eso no puedo luchar.
A las ocho estoy lista. Cuando me miro en el espejo, no puedo evitar sonreír. A Lola deberían contratarla como estilista en la semana de la moda. Siempre consigue que me sienta como una estrella de cine.
Sam llama a la puerta puntual. Le saco la lengua a mi reflejo en el espejo y voy a abrir disfrutando de cada paso en estos espectaculares salones negros. Desde luego la vida se ve diferente subida a unos Manolos, aunque sean prestados.
—Hola —me saluda con una sonrisa—. Estás preciosa —añade rápidamente. e devuelvo el gesto. Él también está muy guapo. Lleva un traje negro realmente bonito y una camisa azul. Sin embargo, mi mente traidora me recuerda que no está ni siquiera próximo a
acercarse, a estar la milésima parte de atractivo que Santana cuando se viste con uno de sus trajes de corte italiano.
Me pongo los ojos en blanco mentalmente y me obligo a dejar de pensar en Santana. Santana ni siquiera es una opción.
Sam ha dejado su precioso Lexus en la puerta del edificio. Caballeroso, me abre la puerta. El Empire State está relativamente cerca, así que no tardamos mucho en llegar.
Nos detenemos frente a la entrada de la Quinta Avenida. Todo está engalanado para la ocasión.
Varias vallas acorralan a las decenas de periodistas junto a la entrada principal y un portero impecablemente vestido nos abre la puerta.
Tomamos el ascensor y esperamos pacientes hasta llegar a la planta ochenta y seis. En cuanto las puertas se abren, sonrío asombrada. Una chica vestida de bailarina y un chico de soldadito de plomo
nos reciben. Bailan un segundo frente a nosotros y, tras hacernos una reverencia, nos invitan a pasar.
Mi sonrisa se ensancha y se vuelve aún más perpleja cuando compruebo que todo el mirador está perfectamente decorado como si estuviésemos dentro de un baúl de juguetes antiguos. Más chicas
y chicos disfrazados se pasean por toda la terraza: hay arlequines, piratas, hadas. La parte superior del edificio está alumbrada con un espectacular juego de luces. Los mismos colores se repiten por la
decoración de toda la terraza. Hay una barra inmensa y, sobre ella, auspiciando el centenar de botellas, una carpa de circo se levanta majestuosa, creando el efecto óptico de deslizarse edificio abajo. ¡Es espectacular!
—La fundación es benefactora de muchas causas. El dinero que recauden esta noche será destinado íntegramente a las escuelas públicas de la ciudad —me explica Sam para hacerme entender el leitmotiv de la fiesta. Yo lo escucho y asiento encantada. Me parece un motivo precioso
—.Así que estamos obligados a gastar —añade con una sonrisa—. ¿Una copa?
Asiento de nuevo y ambos echamos a andar. No hemos avanzado más que unos metros cuando veo a Quinn, a Kurt y, por supuesto, a Santana junto a la barra. ¿Cómo he podido ser tan estúpida
de no adivinar que estarían aquí? Controlan las finanzas de medio Manhattan. Es obvio que les invitarían. Aparto mi mirada para evitar quedarme embobada con Santana, pero, aun así, el único segundo
en la que la he visto ha sido más que suficiente para que todo mi cuerpo suspire absolutamente obnubilado. Traje negro, camisa negra con los primeros botones desabrochados y todo ese halo de
puro atractivo gritando a los cuatro vientos que no hay ninguna mujer más guapa que ella.
—Vaya, tus jefes están ahí —comenta Sam—. ¿Los saludamos?
—Claro —respondo tratando de no sonar incómoda, ni inquieta, ni nerviosa, ni otros muchos «ni».
De todas formas, mi respuesta tampoco habría valido mucho de ser un no, Sam ya ha empezado a caminar hacia ellos.
—Fabray —saluda tendiéndole la mano a Quinn.
—Evans —responde estrechándosela—, me estoy empezando a cansar de ver tu cara en todos lados —bromea.
Yo, que me he quedado rezagada absolutamente a propósito, avanzo un paso más. Ni Quinn ni Kurt me ven, enfrascados en los saludos con Sam, pero Santana sí. Me recorre de arriba abajo con su habitual descaro y finalmente sus preciosos ojos negros se posan en los míos. Está enfadada y no tiene ninguna intención de disimularlo.
—Britt —llama mi atención Quinn—, estás deslumbrante.
—Gracias —murmuro dando un nuevo paso y colocándome junto a mi acompañante.
Santana no dice nada. Mira a Sam por encima de su vaso destilando rabia y arrogancia.
—No sabía que vendrías —me comenta Quinn.
Sonrío nerviosa como respuesta. Despacio, Santana deja su vaso sobre la barra y, con una seguridad desbordante, da un paso hacia mí. Nuestras miradas se cruzan un instante justo antes de que
coja mi cara entre sus manos y me bese con fuerza. No es un beso de amor, es posesión pura y dura y muchísima rabia.
siento. Sus embestidas son cada vez más rápidas, más duras, más certeras, más perfectas. ¡Dios! Y en mitad de todo, comienza a girar las caderas absolutamente torturador, expandiendo un placer exquisito e indomable a cada rincón de mi cuerpo. Echo la cabeza hacia atrás. No puedo más. Santana baja su boca por mi mandíbula, mi cuello, haciendo el placer aún más salvaje. Su aliento me
quema, me gusta. Sus dedos me vuelven loca. Me embiste con fuerza. Grito. Me aferro a sus hombros. Sale. Entra. Me domina. Le quiero. Le
pertenezco.
—¡Santana! —grito corriéndome sobre su regazo una vez más, sintiendo cómo ella se pierde dentro de mí.
Me hace feliz. Nos quedamos en silencio, abrazadas. Santana acaricia suavemente el final de mi espalda y yo hago pequeños dibujos en la piel de su hombro. No sé cuánto tiempo pasamos así, con miedo a que la otra se esfume si nos movemos.
—Britt —susurra.
Yo asiento y me separo suavemente. Sé lo que va a decirme y no quiero escucharla. Santana se levanta y comienza a vestirse. Yo me cubro con la colcha y simplemente observo cómo se pone los vaqueros dando un pequeño salto y después una simple camiseta de la que se
remanga las mangas inmediatamente. Está sencillamente guapísima. No pude fijarme cuando entró, pero a cambio ahora tengo la oportunidad de explayarme. No entiendo por qué las cosas tienen que ser así. No paro de repetírmelo desde que he dejado de sentir su cuerpo junto al mío.
—¿Vas a casarte con ella? —murmuro.
Ni siquiera la miro cuando lo pregunto. Estoy muerta de miedo.
Santana suspira. De un par de zancadas rodea la cama y se sienta junto a mí.
—No pienso en casarme con ella o en tener hijos con ella. Britt, ¿no lo entiendes? No pienso en un futuro con ella.
—¿Y conmigo lo pensabas? —inquiero con mis ojos negros posados en cómo mis dedos retuercen nerviosos la colcha.
Ella resopla de nuevo, coloca el reservo de sus dedos en mi barbilla y me obliga a alzar la cabeza hasta que nuestras miradas se encuentran.
—Contigo lo quería, Pecosa —sentencia con su increíble voz—, más que nada.
—Y, si lo querías, ¿por qué no podemos tenerlo? —murmuro nerviosa, casi desesperada. Necesito que lo entienda. Quiero que lo entienda. Quiero que nos deje ser felices—. Santana, ¿qué fue lo que pasó?
No dice nada. Toma mi cara entre sus manos e, inclinándose sobre mí, me besa. Lo hace llena de deseo pero también de rabia y automáticamente comprendo que va a marcharse.
—Adiós, Britt —dice separándose apenas unos centímetros de mí.
Sin darme opción a responder, se levanta y sale de la habitación dejándome completamente desamparada. ¿Cómo puede ser que algo que ni siquiera conozco me esté destrozando por dentro?
Me dejo caer en la cama pero no aguanto ni cinco minutos. Las sábanas, la habitación, todo tiene su olor. Quiero mantener la dignidad y no convertirme en una protagonista de novela romántica en sus horas más bajas, pero eso es muy complicado en estas circunstancias. Resuelta a ponérmelo lo más fácil posible, cambio las sábanas y abro las ventanas de la habitación. Estamos en pleno noviembre y la temperatura debe de rondar los cero grados, pero no me importa. Es una cuestión de supervivencia. Sin embargo, para mi desgracia, comprendo que su olor está impregnado en mi propia piel.
Resoplo absolutamente exasperada y me meto en la ducha. Cuando regreso a la habitación envuelta en una toalla, hace un frío casi glaciar. Corro hacia la ventana y la cierro, pero con las prisas
me golpeo el pie con la pata del tocador vintage de Lola. Lanzo un «ay» y gimoteo hasta llegar a la cama y sentarme en ella. Me agarro el pie mientras sigo quejándome y de pronto la habitación, aunque sería más acertado decir mi vida, se me cae literalmente encima.
La echo menos y lo peor de todo es que tengo la horrible sensación de que lo echaré de menos siempre. Me casaré con un hombre, tendré hijos y seguiré echándola de menos, recordando sus manos sobre mi piel. No quiero, de verdad que no, pero, sin que pueda controlarlo, empiezo a llorar... y nada de algo elegante o contenido. Lloro a moco tendido, como si se fuera a acabar el mundo. No me hace sentir
mejor y, aun así, soy incapaz de parar. Como si de una tortura china se tratase, involuntariamente comienzo a pensar en todos los
momentos que he vivido con ella, en los buenos y en los malos, y con cada uno de ellos lloro un poco más. Me tumbo hasta clavar la vista en el techo con los brazos en cruz sobre la cama.
—Mi vida es un asco.
Y, sorbiéndome los mocos, me he dado cuenta de que he cruzado esa línea y he hablado sola como en las telenovelas. Brittany S. Pierce estás acabada. En algún momento decido levantarme, vestirme y salir al salón. Se suponía que hoy no iría a la oficina para ir a la universidad; obviamente no ha sido así. Ya son casi las seis. Lola estará a punto de volver. Muevo el culo hasta la cocina y comienzo a
preparar la cena. Espaguetis boloñesa. Combatamos las penas con hidratos de carbono. Oigo el característico rumor de las llaves y, después, la puerta cerrarse.
—Hola —me saluda Lola desde el recibidor.
—Hola —le respondo desde la cocina.
Espero a que entre, pero de reojo la veo cruzar por delante de la ventana que comunica el salón con la cocina y dirigirse a la habitación. Me pongo tensa al instante. Por un momento temo que, al
igual que se entera de todo en la oficina, también se entere de todo en su propia casa y sepa que Santana ha estado aquí. No le haría ninguna gracia.
—¿Qué tal la mañana? —pregunta apoyándose en el marco del puerta. Yo me encojo de hombros con cara culpable, pero, como estoy de espaldas a ella, no puede vérmela.
—Bueno, pues entonces cuéntame qué tal anoche.
Respiro aliviada. Si me pregunta por Sam, es que no sabe nada de Santana. Siempre ha sido una chica muy ordenada y los chismes en esta casa se tratan por riguroso orden de prioridad.
—¿En tu encerrona? —pregunto impertinente.
—Oh, sí —responde en un fingido gimoteo—. Te mandé a cenar con un chico guapo. No merezco que sigamos siendo amigas.
Yo me vuelvo, le hago un mohín y sigo cocinando. Ella sonríe, coge los platos y se los lleva a la mesa.
—En serio, ¿cómo fue? —vuelve a preguntar regresando por los cubiertos.
—Normal. Nada que contar —respondo indiferente ante la atenta mirada de Lola —. Fuimos a cenar y después a tomar una copa. Fin.
Vierto la salsa sobre la pasta.
—Desde luego —se queja cerrando el cajón de golpe—, le quitas la gracia a todo.
Sonrío.
—¿Qué esperabas? —grito socarrona para hacerme oír en el salón
—, ¿que viniese diciendo que me había enamorado de Sam?
—¡No! —replica indignadísima a mi espalda, haciéndome dar un brinco que por poco termina con nuestra cena en el impoluto suelo
—. Un polvo, Britt. Quería que echarás un polvo.
Niego con la cabeza. Salgo de la cocina y pongo la olla sobre el salvamanteles de madera.
—¿Qué pasa? ¿Ya no piensas follar nunca más? —inquiere igual de indignada que antes, cruzándose de brazos y apoyándose en el marco de la puerta de la cocina.
—Sí, sí pienso —contesto de manera mecánica sirviendo los platos y tomando asiento.
—Pues empieza ya —me advierte caminando y sentándose a la mesa—. Por ejemplo, en la terraza del Empire State. La miro boquiabierta. ¿Cómo consigue enterarse de todo?
—Echar un polvo allí arriba tiene que ser espectacular —continúa con la vista perdida, fantaseando con la idea. Cuando vuelve al mundo de los que no estamos practicado sexo en una terraza, se encoje de hombros—. Sam me ha llamado esta mañana para pedirme que te
convenciera.
Comienzo a remover la comida en mi plato sin mucho entusiasmo. Ahora me siento incómoda y presionada. No entiendo por qué tiene que llamar a mi mejor amiga para asegurarse de que vaya.
—No voy a ir —suelto sin más.
«A lo mejor por eso, idiota.»
—¿Por qué? —pregunta Lola tapándose la boca elegantemente con el extremo de la servilleta.
—Porque no quiero —respondo como si tuviera cinco años— y porque es lo mejor —añado para compensar y volver a convertirme en una adulta de veinticuatro.
—Vas a ir —sentencia sin más.
—No —digo negando también con la cabeza.
—Sí —responde ella asintiendo— y tengo el vestido perfecto —remata cantarina mientras deja la servilleta sobre la mesa y se levanta con una sonrisa
—. Guárdate tu respuesta definitiva hasta que lo veas
—me advierte desde la habitación.
A los pocos minutos regresa con un vestido espectacular. Dejo el tenedor sobre el plato y me levanto de un salto. Es increíble. Negro, sin tirantes, ajustado por la parte superior y con una falda
que se levanta por el tul azul que sobresale gracioso y diferente por la parte inferior a la altura de la rodilla. Es un vestido digno de cualquier alfombra roja en el Ziegfeld Theater.
—¿De dónde lo has sacado?
—Una chica tiene que estar preparada para cualquier vicisitud —responde satisfecha—. Lo tenía en el fondo del armario. Sólo me lo he puesto un par de veces. Te estará perfecto.
Aún no ha terminado su frase cuando algo me llama la atención entra las capas de tul; alzo la mano y suspiro boquiabierta al ver la etiqueta. ¡Este vestido es nuevo!
—¿Se puede saber por qué me estás contando semejante rollo? —me quejo—. ¡Acabas de comprar este vestido!
De pronto todo encaja.
—¡Y el de ayer también! —protesto aún más indignada—. Por eso me quedaba como un guante.
Lola abre la boca dispuesta a decir algo, pero tras unos segundos la cierra y resopla.
—Sí, te he comprado ropa —confiesa—. Quería animarte y, como eres ridículamente pobre, decidí hacerme cargo de tu aún más pobre armario.
—Lola —protesto.
—Lola, nada —replica—. Es una pasada de vestido, ¿o no? —añade con una sonrisa agitando el modelito. Quiero seguir enfadada. Me parece un gesto precioso, pero tendría que haberme consultado
antes de desperdiciar el dinero. A ella tampoco le sobra. Sin embargo, no puedo evitarlo y acabo sonriendo como una idiota. El vestido es espectacular.
—Es genial.
—¿Significa eso que irás? —me pregunta esperanzada.
—¿Dejarás de comprarme ropa? —inquiero a mi vez apuntándola con el índice.
—¿Dejarás de ser tan idiota?
Me encojo de hombros.
—Eso depende de si sigo viviendo contigo —respondo socarrona—. La estupidez es contagiosa, ¿sabes? Lola me golpea en el hombro y yo me quejo divertida.
—Kelly Gale —me informa pensativa—, desfile de Valentino, Milán 2014. Mi sonrisa se ensancha. Contra eso no puedo luchar.
A las ocho estoy lista. Cuando me miro en el espejo, no puedo evitar sonreír. A Lola deberían contratarla como estilista en la semana de la moda. Siempre consigue que me sienta como una estrella de cine.
Sam llama a la puerta puntual. Le saco la lengua a mi reflejo en el espejo y voy a abrir disfrutando de cada paso en estos espectaculares salones negros. Desde luego la vida se ve diferente subida a unos Manolos, aunque sean prestados.
—Hola —me saluda con una sonrisa—. Estás preciosa —añade rápidamente. e devuelvo el gesto. Él también está muy guapo. Lleva un traje negro realmente bonito y una camisa azul. Sin embargo, mi mente traidora me recuerda que no está ni siquiera próximo a
acercarse, a estar la milésima parte de atractivo que Santana cuando se viste con uno de sus trajes de corte italiano.
Me pongo los ojos en blanco mentalmente y me obligo a dejar de pensar en Santana. Santana ni siquiera es una opción.
Sam ha dejado su precioso Lexus en la puerta del edificio. Caballeroso, me abre la puerta. El Empire State está relativamente cerca, así que no tardamos mucho en llegar.
Nos detenemos frente a la entrada de la Quinta Avenida. Todo está engalanado para la ocasión.
Varias vallas acorralan a las decenas de periodistas junto a la entrada principal y un portero impecablemente vestido nos abre la puerta.
Tomamos el ascensor y esperamos pacientes hasta llegar a la planta ochenta y seis. En cuanto las puertas se abren, sonrío asombrada. Una chica vestida de bailarina y un chico de soldadito de plomo
nos reciben. Bailan un segundo frente a nosotros y, tras hacernos una reverencia, nos invitan a pasar.
Mi sonrisa se ensancha y se vuelve aún más perpleja cuando compruebo que todo el mirador está perfectamente decorado como si estuviésemos dentro de un baúl de juguetes antiguos. Más chicas
y chicos disfrazados se pasean por toda la terraza: hay arlequines, piratas, hadas. La parte superior del edificio está alumbrada con un espectacular juego de luces. Los mismos colores se repiten por la
decoración de toda la terraza. Hay una barra inmensa y, sobre ella, auspiciando el centenar de botellas, una carpa de circo se levanta majestuosa, creando el efecto óptico de deslizarse edificio abajo. ¡Es espectacular!
—La fundación es benefactora de muchas causas. El dinero que recauden esta noche será destinado íntegramente a las escuelas públicas de la ciudad —me explica Sam para hacerme entender el leitmotiv de la fiesta. Yo lo escucho y asiento encantada. Me parece un motivo precioso
—.Así que estamos obligados a gastar —añade con una sonrisa—. ¿Una copa?
Asiento de nuevo y ambos echamos a andar. No hemos avanzado más que unos metros cuando veo a Quinn, a Kurt y, por supuesto, a Santana junto a la barra. ¿Cómo he podido ser tan estúpida
de no adivinar que estarían aquí? Controlan las finanzas de medio Manhattan. Es obvio que les invitarían. Aparto mi mirada para evitar quedarme embobada con Santana, pero, aun así, el único segundo
en la que la he visto ha sido más que suficiente para que todo mi cuerpo suspire absolutamente obnubilado. Traje negro, camisa negra con los primeros botones desabrochados y todo ese halo de
puro atractivo gritando a los cuatro vientos que no hay ninguna mujer más guapa que ella.
—Vaya, tus jefes están ahí —comenta Sam—. ¿Los saludamos?
—Claro —respondo tratando de no sonar incómoda, ni inquieta, ni nerviosa, ni otros muchos «ni».
De todas formas, mi respuesta tampoco habría valido mucho de ser un no, Sam ya ha empezado a caminar hacia ellos.
—Fabray —saluda tendiéndole la mano a Quinn.
—Evans —responde estrechándosela—, me estoy empezando a cansar de ver tu cara en todos lados —bromea.
Yo, que me he quedado rezagada absolutamente a propósito, avanzo un paso más. Ni Quinn ni Kurt me ven, enfrascados en los saludos con Sam, pero Santana sí. Me recorre de arriba abajo con su habitual descaro y finalmente sus preciosos ojos negros se posan en los míos. Está enfadada y no tiene ninguna intención de disimularlo.
—Britt —llama mi atención Quinn—, estás deslumbrante.
—Gracias —murmuro dando un nuevo paso y colocándome junto a mi acompañante.
Santana no dice nada. Mira a Sam por encima de su vaso destilando rabia y arrogancia.
—No sabía que vendrías —me comenta Quinn.
Sonrío nerviosa como respuesta. Despacio, Santana deja su vaso sobre la barra y, con una seguridad desbordante, da un paso hacia mí. Nuestras miradas se cruzan un instante justo antes de que
coja mi cara entre sus manos y me bese con fuerza. No es un beso de amor, es posesión pura y dura y muchísima rabia.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
O_O !! Que Santana la deje en paz un rato!! Me molesta su comportamiento>:c que un rato si, que al otro no, uff osea, en que quedamos?!
Susii********-*- - Mensajes : 902
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monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Capitulo 16
Gimo contra sus labios y estoy a punto de dejarme llevar y devolverle el beso, pero en el último microsegundo oigo todas las alarmas de mi cuerpo y lo empujo para apartarlo.
—¿Qué haces? —le pregunto furiosa cuando, a regañadientes, se separa de mí. Ella no contesta. Sus ojos siguen llenos de rabia e incluso de una pizca de frustración, pero con toda esa arrogancia y esa exigencia brillando con fuerza en ellos. Soy suya y ha querido demostrárselo al mundo en general y a Sam en particular. Es una gilipollas. Quinn y Kurt la miran sorprendidos y furiosos y yo, sencillamente, ya no quiero estar aquí.
—Lo siento —murmuro.
Mi disculpa era sobre todo para Sam. Ahora mismo ni siquiera soy capaz de mirarlo a la cara. Giro sobre mis pies y salgo disparada hacia las escaleras de emergencia. No quiero tener que esperar el ascensor donde ellos puedan seguir viéndome. Apenas he bajado un par de plantas cuando oigo la puerta abrirse brusca y unos pasos acelerados cada vez más cerca. Sé que es Santana. Me planteo acelerar el paso y bajar las ochenta y cuatro plantas que me quedan corriendo, pero acabaría rodando por ellas dentro de tres tramos aproximadamente y, al final, tendría que enfrentarme a Santana igualmente. Mejor me cruzo de brazos y lo hago mentalizándome de que la
violencia no conduce a nada. Sin embargo, cuando la oigo detenerse a unos metros de mí, no puedo más.
—¿Qué coño pasa contigo, Santana? —pregunto furiosa.
—¿En serio me lo preguntas? —inquiere a su vez tan enfadada como yo—. No pienso dejar que ese gilipollas crea que tiene algo que hacer contigo.
Yo suspiro absolutamente exasperada a la vez que me llevo las manos a las caderas.
—Eso no es asunto tuyo —siseo.
—Claro que es asunto mío, joder —sentencia—. No va a tocarte un solo dedo.
Su voz amenazadoramente suave logra intimidarme, pero no pienso demostrarlo. No tiene ningún derecho a estar enfadada y mucho menos a hacer lo que ha hecho. ¡Estoy tan cabreada!
—¿Qué quieres de mí, Santana? Hablo en serio. Dímelo, porque ya no entiendo nada. ¡Tienes novia!
—¡Lo sé!
Su grito nos silencia a las dos. Está llena de demasiada rabia.
—Bebe vodka. Sólo los gilipollas beben vodka, joder.
Sus palabras me dejan fuera de juego. ¿Qué demonios le importa lo que beba Sam?
—¿Qué es lo que quieres? —replico exasperada.
—Quiero que dejes de comportarte como una niña malcriada que por la mañana me suplica que esté con ella y por la noche aparece de la mano del primer gilipollas que se lo propone.
Ni siquiera lo pienso. La furia y la indignación me sacuden y le doy una bofetada. Nuestras respiraciones aceleradas son lo único que se oye en todas las escaleras. Santana se lleva la mano a la mejilla mientras gira la cabeza lentamente. Sus ojos inescrutables atrapan por completo los míos, pero no me importa. En ellos sólo va a encontrar rabia y decepción.
—Te odio, Santana —digo con una convicción demasiado triste en cada palabra —. No quiero volver a verte nunca. Sin esperar respuesta por su parte, me pierdo escaleras abajo. Ella no me sigue. Mejor así. A pesar
de todo el enfado que siento, voy a romper a llorar en cualquier momento. Otra vez no he querido hacerlo delante de ella por un ataque de orgullo que llega demasiado tarde. Esta vez he tenido suficiente. No es como antes. Esa vocecita que me decía que me necesita, que está perdida, sigue ahí,
sólo que mi sentido común vestido de Clint Eastwood en Gran Torino la ha encañonado. Ya no puedo conformarme sólo con lo que creo que siente. Maldita sea, yo le quiero y me merezco que también me quieran, y que lo reconozcan, y que me hagan el amor, y que me dejen ser feliz, sin condiciones, sin un «no te enamores» y «si te enamoras, no lo digas» y «si lo dices, olvídalo todo, yo también lo haré». Voy tratando de abrir las puertas de las diferentes plantas para entrar en un baño y lavarme la cara. Si sigo así, no quiero saber el aspecto que tendré cuando llegue al vestíbulo después de ochenta y cuatro pisos llorando. No hay mascara de pestañas que resista eso por muy waterproof que sea. Estoy a punto de desistir cuando en la planta setenta y seis la puerta se abre. Un rápido vistazo me hace comprender que me encuentro en unas oficinas, un bufete de abogados o algo por el estilo. Intento buscar alguna señal que indique los lavabos, pero nada. Me meto en la primera puerta que consigo abrir. Es un lujoso despacho. Con un poco de suerte, tendrá aseo privado. Respiro hondo al
divisarlo sólo a unos metros de mí.Me mojo las manos y me las llevo a la cara. El agua está helada, pero inexplicablemente sienta bien. Con el segundo chapuzón, me quito casi todo el maquillaje. La bendita máscara de pestañas sigue resistiendo. Me miro al espejo. Parezco un panda tratando de dejar el Prozac. Me estoy mojando las manos por tercera vez cuando oigo pasos en el pasillo. Cierro el grifo de golpe, apago la luz y entorno la puerta con cuidado. Ni siquiera sé dónde estoy, y mucho menos creo que pueda estar. Las voces y los pasos se oyen más próximos. Cierro los ojos con fuerza y le pido al universo que pasen de largo, pero, como siempre, no sólo me ignora, sino que hace justo lo opuesto y reparte palomitas a todo el que quiera sentarse y mirar. La luz del despacho se enciende y dos pares de pies entran.
—¿Qué coño haces, tía? —Reconozco esa voz al instante. Es Quinn.
Sorprendida, me acerco a la puerta y agudizo el oído todo lo posible. Sea quien sea con ella que habla, no contesta.
—¿Por qué la tratas así? —continúa exasperada—. Dime que la quieres y que, que te estés comportando como la mayor cabrona del mundo con ella, tiene algún sentido... porque, si no, te juro que yo misma me encargaré de que no vuelvas a verla, Santana.
Me quedo boquiabierta. ¡Son Quinn y Santana!
—¿Crees que yo quiero que todo esto sea así? —replica Santana alzando la voz —. ¿Piensas que me gusta verla sufrir? ¡Me estoy muriendo, joder!
Sus palabras son tan sinceras que me desarman. Me siento increíblemente mal por haberle dicho que la odiaba, pero es que a veces no me deja otra opción.
—¿Qué crees que pasará si admites lo que realmente sientes por Britt? ¿Que no saldrá bien?
¿Que se esfumará?
Abro un poco más la puerta, apenas un par de centímetros. Santana se pasa las manos por el pelo y su actitud parece casi desesperada, como si estuviera muerto de miedo.
—Santana, ¿tan jodida estás?
—No te haces una idea.
Son las cinco palabras más rebosantes de dolor que he escuchado en toda mi vida. Me muerdo el labio con fuerza para no romper a llorar. Es la mujer a la que quiero y está rota por dentro. Quinn también se da cuenta. Guarda silencio y simplemente observa a su amiga.
—Yo sólo quiero…
La voz de Santana se evapora y no termina la frase. Ha vuelto a ponerse la coraza. Resopla brusca y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
—Quinn, no necesito esto —masculla.
—¿Y qué necesitas?
Santana cabecea un instante.
—A ella.
Ya no aguanto más. Mi devastado corazón se ha roto en pedazos aún más pequeños, pero sencillamente ha vuelto a llenarse de esperanza con esas dos palabras. Me necesita y yo a ella. Me da igual lo que haya pasado, todo lo que nos hayamos dicho.
Empujo la puerta suavemente. Tal y como pasó cuando le escuché hablar con los chicos en el despacho, Santana es la primera en verme aparecer. Su expresión se llena de sorpresa, pero casi al mismo tiempo de ese desconcierto de saber que tienes exactamente lo que quieres y ser plenamente consciente de que, a pesar de todo, no puedes tenerlo.
Nos miramos a los ojos sin saber qué otra cosa hacer. Yo sólo quiero correr a abrazarla y creo que eso es exactamente lo que ella quiere que haga.
—Os dejaré solas —murmura Quinn dirigiéndose hacia la puerta.
Ninguno de las dos la mira, pero las dos somos perfectamente conscientes de cuándo nos hemos quedado solas. Santana cubre la distancia que nos separa con paso lento. Alza la mano y acaricia mi mejilla. El calor de sus dedos en mi piel me llena por dentro y, sin quererlo, dejo escapar
un suspiro. Santana sonríe tenue, fugaz, triste, y deja caer su frente sobre la mía al tiempo que me estrecha contra su cuerpo.
—Vámonos a casa —susurra.
Asiento suavemente. Santana me toma de la mano y nuestros dedos automáticamente se entrelazan. Salimos del edificio en el más absoluto silencio y lo mismo ocurre durante el camino a su apartamento. Tengo la sensación de que hemos firmado una delicada tregua y ninguno de las dos
quiere hacer o decir nada para no estropearla.
Las puertas se abren y, como tantas veces, el precioso ático de Park Avenue se abre a mis pies. Es la primera vez que estoy aquí desde que Santana me dijo que me había reservado una habitación en el Saint Regis. Tira suavemente de mi mano y salimos del ascensor. El corazón me late de prisa y creo que no he vuelto a respirar pausadamente desde que la vi junto a la barra en el Empire State. Atravesamos el salón y entramos en la habitación. Todas las sensaciones se multiplican. Estoy delante de los veinte metros cuadrados donde he sido más feliz en toda mi vida. Sin desentrelazar
nuestras manos, Santana se coloca frente a mí. Alza la que le queda libre y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Sus preciosos ojos siguen el suave movimiento y siento que, sin ni siquiera mirarme, me han hipnotizado. Ahora son mas negros y lo son aún más cuando, por fin, se posan en los
míos. Santana exhala todo el aire de sus pulmones y se sienta en el borde de la cama; antes de que pueda hacer o decir nada, tira de mí y me sienta en su regazo. Con un fluido movimiento, nos tumba de lado sobre el colchón, frente a frente, y me acomoda para que mis piernas rodeen su cintura. Yo
suspiro hondo al sentirme exactamente donde quiero estar y como quiero estar. No tengo claro hasta qué punto esto es una buena idea, y tampoco quiero pensarlo, así que simplemente me quedo muy quieta, saboreando el momento.
—Britt —me llama con su grave voz—, estás sufriendo por mi culpa.
Pretende que suene como una pregunta, pero la culpabilidad le gana la partida y acaba afirmándolo. Yo niego con la cabeza suavemente.
—No —pronuncio tratando de imprimir toda la seguridad del mundo en esa pequeña palabra. Santana alza la mano una vez más y me acaricia suavemente la mejilla con el reverso de los dedos.
-Sé cuándo mientes, Pecosa —replica, pero, por primera vez desde que nos conocimos, tengo claro que no lo hace para reírse de mí. Respiro hondo. Supongo que es hora de sincerarse.
—Me duele que estés con esa chica. Te oí decir tantas veces que tú no querías tener novia, que no te interesaba enamorarte…
Santana se inclina sobre mí y me da un intenso beso. Mi cuerpo reacciona inmediatamente al contacto y suspiro dejándome llevar por completo. Su caricia me calma y, aunque sé que no es bueno para mí, también calma todos y cada uno de mis miedos.
—No estoy enamorada de ella —susurra contra mis labios—. Jamás podría estarlo.
Me besa de nuevo y yo vuelvo a recibirla absolutamente encantada.
Nos pasamos el resto de la noche besándonos, acariciándonos o simplemente asegurándonos de que la otra está ahí. También sé que eso no es bueno para mí. No hemos aclarado nada. No sé si estoy en otro callejón sin salida, pero levantarme y marcharme ahora mismo ni siquiera es una opción para mí. Me duermo sintiendo su mano acariciar suavemente mi cadera. Ha empezado a llover. Cuando abro los ojos, el ruido de las miles de gotas de lluvia golpeando el inmenso ventanal del dormitorio de Santana roba por completo mi atención. La noche es aún cerrada. Me giro buscándola, pero no está. Me levanto despacio, algo adormilada, y camino descalza por el parqué. No recuerdo haberme quitado los zapatos. Salgo al salón y el corazón me da un vuelco cuando veo una vez más a Santana
sentada en el suelo. Todo es igual que las veces anteriores. Tiene la espalda apoyada en el sofá, la mirada perdida en el skyline de Nueva York y una copa de Glenlivet con hielo en la mano. Sin embargo, el dolor, la tristeza, la rabia, todo parece haberse multiplicado por mil. Despacio, camino hasta ella. Debe de haberme oído, porque no se sobresalta cuando me detengo a
su lado. Durante lo que me parece una eternidad, se queda en silencio con la mirada perdida en el mismo lugar. No sé qué debo hacer, así que decido hacer lo que quiero hacer y, tomándole por sorpresa, me siento a horcajadas sobre su regazo. El tul de mi vestido nos cubre a las dos. Santana observa todo el movimiento y, cuando ya estamos acoplados, me mira directamente a
los ojos. Lo que veo en ellos me destroza un poco más, porque todo lo que había imaginado, todo ese dolor, esa rabia, están ahí, pero, sobre todo, hay un profundo y cristalino miedo.
—Santana —susurro. Sólo quiero consolarla. Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero la intercepta y la baja hasta colocarla de nuevo en mi regazo. El dolor se recrudece en su mirada. Automáticamente recuerdo las palabras de Quinn.
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto en un murmuro.
—Nada —responde lacónica.
Me está mintiendo. Todas esas emociones siguen ahí.
—Santana… —le suplico.
—No me pasó nada —me interrumpe.
No voy a rendirme. La observo tratando de descifrar su expresión y entonces me fijo en la pequeña cicatriz que tiene en la ceja derecha. Recuerdo que no me dejó tocarla aquella mañana. De pronto las piezas parecen comenzar a encajar. Santana va a llevarse el vaso de whisky a los labios, pero ahora soy yo quien intercepta su mano.
--¿Tus padres murieron en un accidente? —murmuro—. ¿La cicatriz es de ese accidente? ¿Tú ibas con ellos?
Su mandíbula se tensa imperceptiblemente y algo, más profundo que la rabia o el dolor, cambia en su mirada.
—Mi padre está vivo —contesta en un golpe de voz.
Frunzo el ceño confusa.
—Creí que tus padres habían muerto.
—Para mí lo estaba —responde sin compasión.
Y de pronto lo entiendo todo. Suspiro nerviosa y contengo un sollozo.
—¿Tu padre te hizo eso?
Nunca he querido tanto como ahora estar equivocada.
Santana se mantiene en silencio una vez más llena de dolor.
—Mi padre me destrozó la vida.
Se lleva la copa a los labios y le da un largo trago. Esta vez no le detengo.
—Empezó a pegarme cuando tenía cinco años, por lo menos ésa es la primera vez que recuerdo, y no paró nunca.
Trago saliva. No quiero llorar.
—¿Y tu madre? —murmuro.
—Cuando me pegaba a mí, ya había conseguido dejarla inconsciente a golpes... hasta que un día la mató.
Su voz suena llena de un dolor tan profundo que traspasa mi piel y agujerea mi corazón. No es sólo un mal recuerdo, está herida, y cada palabra, cada recuerdo, sólo le trae rabia y una constante tristeza.
—Santana —susurro.
—El día que cumplí quince años, me largué de allí. Mi madre había dejado un fideicomiso a mi nombre y ésa era la edad legal en la que podía disponer de él. Esa noche me dio una paliza recuerda con su mirada llena de rabia
—. Yo la aguanté. Sabía que iba a ser la última. Esperé a que se
durmiera y me fui. En el control de seguridad del aeropuerto estuvieron a punto de no dejarme pasar porque, al cachearme, caí de rodillas por el dolor. El hijo de puta me había fisurado dos costillas como recuerdo.
Me llevo la mano a la boca y ahogo un sollozo contra la palma.
—Todas las noches, lo último que veo antes de dormirme es su cara. Durante años me he recordado los peores golpes para no flaquear. Las costillas, el brazo izquierdo roto por dos sitios, el hombro derecho dislocado, la cicatriz. —Le da un trago a su copa hasta apurarla del todo—. Tenía
cinco años —sus ojos se llenan de las lágrimas
—. Se bebió una botella de vodka y yo estaba allí, mirándolo, muerta de miedo. No entiendo por qué no me escondía. Nunca me escondía —recuerda en un golpe de voz.
Yo sí entiendo por qué nunca se escondía. Aunque sólo tuviera seis años, estoy completamente convencida de que ya tenía el carácter repleto de fuerza que tiene ahora.
—Me golpeó y acabó rompiéndome la botella en la cabeza. Esa noche mató a mi madre.
Todas las piezas de un puzle demasiado triste comienzan a encajar. Lo que dijo sobre que Sam bebiera vodka, que no me dejara hacerle más preguntas sobre su familia... pero, sobre todo, encajan todas las veces que le he visto sentada en este mismo lugar. Llevándose la mano a esos mismos sitios.
Resoplo obligándome a dejar de sollozar y, muy despacio, dejándole claro lo que voy a hacer,me inclino sobre su costado derecho. Santana me observa y todo su cuerpo se tensa. Cuando mis labios rozan su piel, exhala todo el aire de sus pulmones brusca, entrecortado. Sólo quiero calmarla, borrar todos sus recuerdos tristes, que estos golpes dejen de doler. Me incorporo igual de despacio y tomo con cuidado su brazo izquierdo y lo beso dos veces. Ella sigue mirándome, sigue asustada, tensa, triste, dolida, lleno de rabia, pero, lentamente, un poco de calor va mezclándose con todo eso. Muy despacio vuelvo a inclinarme y le beso el hombro derecho. ¿Cómo pudo hacerle eso a una niña? ¿A su hija? Me imagino a una cría tan guapa como es ahora con la mirada llena de rabia sin ni siquiera entender por qué su padre le hace algo así. Le acuno suavemente la cara y deslizo mis manos hasta perderlas en su pelo. Le doy un beso en su cicatriz. Ella vuelve a resoplar brusca y una lágrima cae por mi mejilla. Sólo quiero que olvide todo ese dolor.
Santana alza las manos y rodea mi cintura con fuerza, estrechándome contra su cuerpo. Sólo quiero hacerle feliz. Alza la cabeza y busca mis labios. Nos besamos desesperadas. Ha sufrido demasiado. Las lágrimas siguen cayendo, pero no me importa, tampoco creo que pudiese pararlas si quisiese. Santana toma mi cara entre sus manos. Me besa aún con más fuerza, con más pasión, como si por primera vez estuviera dispuesta a entregármelo todo.
—Britt —susurra separándose de mí y apoyando su frente en la mía.
Nuestras respiraciones se aceleran. Las dos aún tenemos los ojos cerrados.
—Tienes que aprender a elegir mejor tus batallas.
De pronto siento que han tirado de la alfombra bajo mis pies. Abro los ojos e inmediatamente busco los suyos. ¿Por qué ha dicho eso? Justo esa frase, justo esas palabras. Hay demasiado dolor entre las dos. Santana nos levanta ágil y se separa de mí caminando hasta la isla de la cocina. Yo me quedo inmóvil, observándolo.
—Santana, podemos arreglarlo, podemos estar bien.
—Ya te lo dije una vez: yo no tengo arreglo —replica sin ni siquiera mirarme.
Doy unos pasos hacia ella. No pienso dejar que se rinda.
—Lo que te pasó fue horrible pero…
—Britt, para —me interrumpe de espadas a mí.
Por su voz, su expresión, sé que está llegando al límite, pero necesito que entienda que las cosas pueden ser diferentes.
—¿Por qué haces esto? Tenemos solución…
—¡No, no la tenemos! —replica furiosa a la vez que se gira y camina hacia mí—. No la tenemos. Yo no la tengo. Otra vez todo ese dolor, toda esa rabia. Me seco las lágrimas con el reverso de la mano y le mantengo la mirada.
—Un día, al salir de la oficina, íbamos a ir a cenar —recuerda como si, que me viese involucrada, aún sin saberlo, fuese lo que más le enfureciese de todo—, y lo vi. Hacía diecisiete años que no lo veía y allí estaba, en la acera de enfrente de mi maldito trabajo. Frunzo el ceño. Recuerdo aquel día. Me mandó a casa sin darme explicaciones. Fue la primera vez que creí ver miedo en sus ojos.
—Intenté olvidarlo. No pensar, pero me estaba comiendo por dentro. La noche que te pedí que te marcharas había vuelto a verlo y... ¿sabes lo que hice? —me pregunta y juraría que en este instante se odia a sí misma—. Lo seguí, lo empujé a un callejón oscuro y le di una paliza.
—Está destrozada, herida de más maneras de las que siquiera ninguna de las dos puede imaginar
—. Ni siquiera lo pensé. De pronto volvía a ser una cría de cinco años con la mirada triste que echaba demasiado de menos a su madre y no lo pensé. Dijo mi nombre, Britt, me reconoció y yo seguí pegándole. No tengo sentimientos. No puedo tenerlos. Tú misma lo dijiste.
Lloro en silencio sin desunir nuestras miradas. Quiero decirle que fui una idiota, que claro que tiene sentimientos, que ninguna persona que no los tuviera sentiría todo el dolor que ella siente.
—Antes... hablaste en sueños —me explica con una cristalina tristeza empañando cada palabra—. Me pediste que te hiciera feliz.
—Santana —murmuro.
—¿Y si no lo consigo? —replica desoyendo mi suplica—. ¿Y si soy el mismo monstruo que mi padre?— Tú no eres así —logro decir entre lágrimas.
Necesito que lo entienda.
—Le pegué, sangraba y yo continué pegándole, Britt. Tengo tanta rabia dentro...
—Y tanto amor —sentencio acercándome a ella.
Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero Santana detiene mi muñeca.
—Si fueras el mismo monstruo que él, no te sentirías así —trato de hacerle comprender.
—Tú no me conoces —sentencia.
Suena cansada del mundo. Lleva luchando toda su vida. Primero, con sus recuerdos, y ahora, con la idea de que pueda ser igual que lo que más odia. No sabe cuánto se equivoca. Ella no es así. Nunca será así. Una idea cruza mi mente como un ciclón y, aunque al principio me niego a creerlo, no tarda en inundarlo todo.
—¿Creías que saldría huyendo cuando me contaras lo que habías hecho?
Santana aparta la mirada incómoda un segundo y, cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, todas esas emociones siguen en ellos, pero ahora están bañadas de la arrogancia que siempre le domina.
—Es lo que tendrías que hacer —concluye.
—Santana, yo te quiero, ¿no lo entiendes?
—Y tú no entiendes que yo no quiero que tú me quieras.
Nos miramos a los ojos por un momento, pero esta vez soy yo la que rompe el contacto mientras asiento suavemente. Yo también estoy cansada de chocar siempre con la misma pared. Ha sufrido lo indecible, pero yo no la he juzgado, sólo quiero ayudarla, estar con ella, y está claro que Santana nunca va a permitirlo. Cuando vuelva a subir su coraza, no querrá a nadie dentro de ella.
—No me conoces, no dejas que yo te conozca y está claro que no confías en mí. Si hicieras cualquiera de esas tres cosas, te habrías dado cuenta de que yo jamás habría salido huyendo de ti. —Mi voz vuelve a sonar llena de lágrimas, pero no son de tristeza, sino de rabia—. Esto se ha acabado,
porque me he cansado de luchar por ti, Santana.
Ella me mantiene la mirada. Su expresión ha cambiado por completo y otro tipo de dolor se ha instalado en ella. Voy hasta la isla de la cocina y recojo mi abrigo, mi bolso y mis zapatos. Los dejó aquí y no en la habitación porque ya sabía que no me permitiría quedarme o, quizá, pensó que saldría
huyendo sin mirar atrás. Cualquiera de las ideas me entristece demasiado.
Santana continúa mirándome, pero también sigue en silencio. Camino hasta el ascensor, pulso el botón de llamada y las puertas se abren inmediatamente. Dudo si montarme y por un momento
simplemente me quedo de pie, frente al pequeño cubículo perfectamente iluminado. No va a decir nada y yo tengo que dejar de pensar que va a hacer alguna estupidez romántica como correr tras de mí, porque es obvio que eso no va a suceder. Santana López se ha acabado y esta vez es para siempre.
En cuanto las puertas se cierran, mis ojos se llenan de lágrimas. No llores. No te hundas por alguien que tenía en la mano ser feliz y no ha querido serlo. Cabeceo. La misma parte que me gritaba que me necesitaba ahora no para de suplicarme que me estoy equivocando, que lo ha pasado
demasiado mal, que vuelva al ático y le convenza de la vida que podríamos tener... pero, por mucho que yo lo desee, no sólo depende de mí y Ella nunca va a permitirnos ser felices. Quizá yo no sea la chica adecuada para ella, la que le haga dar el salto completamente a ciegas. Que yo la quiera no
significa que ella me quiera a mí, que lo hagamos de la misma forma o que simplemente estemos dispuestos a luchar. Me sorbo los mocos y resoplo con fuerza para contener el llanto. Nunca había querido así a nadie y, si eso no es suficiente para ser feliz, ¿qué me queda? ¿qué tengo que esperar? Ahora mismo odio todas esas novelas románticas en las que el amor vence siempre. El amor es un asco. El amor te rompe por dentro. Resoplo de nuevo. Tengo que parar. Si me hundo ahora, no me recuperaré.
Pido un taxi y doy la dirección de casa de Lola. En el camino, tomo varias decisiones y esta vez no voy a dar marcha atrás con respecto a ninguna de ellas. Dejaré el trabajo. No puedo permitirme ver a Santana y todo lo que ha pasado desde que regresé es la mejor prueba de ello. Mañana por la
mañana iré a ver a Will e intentaré recuperar mi antiguo empleo. También usaré el poco dinero que me queda para arreglar las ventanas de mi apartamento y me mudaré. Me gusta vivir con Lola, pero necesito volver a mi casa para asimilar que no es algo temporal hasta que las cosas con Santana se arreglen, porque ya no tienen arreglo. Quiero seguir estudiando, pero no voy a hacerlo con el dinero de Fabray, Hummel y López. Buscaré una beca y trataré de volver a Columbia o la Universidad de Nueva York el semestre que viene. La última decisión es, quizá, la más importante, pero necesito una
semana para poder llevarla a cabo. Sé que me va traer problemas y discusiones, pero no me importa. Tengo que hacerlo por mí. Entro en el apartamento con los zapatos en la mano. Me quito el abrigo y lo dejo con cuidado con el sofá. Miro por la ventana. Ya casi ha amanecido. Resoplo y otra vez tengo que aguantarme las lágrimas. Ya la echo de menos. La echo muchísimo de menos. Una lágrima cae por mi mejilla.
—¿Estás bien? —pregunta Lola adormilada saliendo de la habitación.
Niego con la cabeza. Si hablo, romperé a llorar.
—¿Santana? —pregunta llena de empatía y muchísima dulzura.
Me encojo de hombros.
—Ya da igual, porque se ha acabado y esta vez es de verdad —murmuro con la voz llena del llanto que no me permito llorar—. Le quiero con todo mi corazón, pero ella no está dispuesta a permitirlo. Lola tuerce el gesto mirándome con ternura. Sospecho que no necesitaba escucharme decir que
quiero a Santana. Ella lo ha tenido claro incluso antes que yo. Se acerca a mí y me coge de la mano.
—No te abrazo porque las dos vamos a acabar llorando y no es lo que necesitas. Ahora mismo te hacen falta unas tortitas con sirope de arce y una charla de chicas con la mujer más sabia sobre la faz de la tierra.
—¿Rachel está aquí? —pregunto socarrona.
Reír mejor que llorar.
—Eso ha dolido, pero no te lo voy a tener en cuenta.
Ambas sonreímos y yo respiro hondo de nuevo.
—Lola… —Quiero decirle que no sé qué haría sin ella, pero las palabras se niegan a colaborar.
—Vamos —me pide tirando de mi mano con una sonrisa.
Algo me dice que eso también lo sabe. Después de las tortitas y la charla, me pongo el pijama y, a pesar de que ya es oficialmente de día, me meto en la cama. Acurrucada bajo el nórdico, agarro con fuerza la almohada. No sé por qué, pienso en las palabras de Santana justo antes de cerrar los ojos: «lo último que veo antes de dormirme es la cara de mi padre». Lo último que veo yo son sus increíbles ojos. Me despierta el estridente sonido de mi iPhone un par de horas después. Me duele la cabeza. Adormilada, miro la pantalla y todo mi cuerpo se tensa cuando veo el nombre de Santana
iluminarse en ella. ¿Qué quiere? Sostengo el móvil con fuerza. ¿Por qué me está llamando? Todo quedó claro en el ático. La llamada se corta y yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.
Las dudas y la curiosidad comienzan a ganar terreno, así que, antes de hacer una tontería, le quito el sonido al smartphone y lo pongo bocabajo sobre la mesita, pero entonces veo la pequeña pegatina del unicornio. Me gustaría tanto que las cosas fueran diferentes, pero sencillamente no lo
son. Lo intento, pero después de la llamada no consigo volver a dormirme. No quiero seguir dándole vueltas a lo mismo, así que me levanto, me ducho y comienzo a poner en práctica alguna de las decisiones que tome en el taxi.
Me siento en el borde de la cama y, tras pensar con mucho cuidado lo que quiero decir, escribo mi carta de dimisión y se la mando por correo electrónico a Quinn desde el iPhone que me dio Santana. Podría habérsela enviado a ella directamente, pero reducir el contacto al mínimo posible me
parece lo mejor para conseguir pasar página. Al final del mensaje le pido que entienda que es una decisión irrevocable y que absolutamente nada me hará volver. Respiro hondo y, antes de que me arrepienta de lo que he hecho o de lo que estoy a punto de hacer, llamo a Sam. Descuelga al segundo tono.
—Hola —le saludo tratando de sonar lo más conciliadora posible.
—Hola.
A pesar de todo lo que ocurrió ayer, sigue siendo todo amabilidad. Es un tipo genial y se merece encontrar a una chica maravillosa.
—Sam —respiro hondo otra vez. Es más difícil de lo que creía—, te debo una disculpa por lo que pasó ayer.
—No me debes nada —se apresura a interrumpirme.
—Sí, te la debo. Las cosas se complicaron y lo siento, pero quiero que sepas que no fue algo planeado.
—Britt…
—Simplemente ocurrió —me apresuro a interrumpirlo.
—Britt... —repite.
—Ni siquiera sabía que Santana estaría allí.
—Britt —me llama alzando la voz entre risas para hacerse escuchar.
Me muerdo el labio inferior sintiéndome algo ridícula y guardo silencio.
—Está todo bien —me aclara sin asomo de duda—. Tú y yo sólo somos amigos. No voy a negar que me molestó lo que hizo López, pero no es culpa tuya y, aunque lo que estoy a punto de decir juegue en mi contra, tampoco es culpa de ella. Está loca por ti. Si yo estuviese en su posición, también
haría una cantidad absurda de estupideces. Asiento aún en silencio.
—Gracias, Sam.
No sé muy bien cómo asimilar esas palabras, así que prefiero ignorarlas.
«Eso es taaaaan maduro.»
—Supongo que, si te pido una cita, me dirás que no, ¿verdad?
Vuelvo a callar por un segundo y Sam lo entiende como la negativa que es.
—No te preocupes, lo entiendo.
—Sam, eres un tío increíble. Encontrarás a una chica que te haga feliz.
—Y espero que me lo ponga más fácil que tú —añade socarrón.
—Ey —me quejo, pero sin darme cuenta sonrío. Sam siempre consigue sacarme una sonrisa
—. Será una chica maravillosa.
—Y guapísima.
—Y estará forrada —sumo con una sonrisa.
—Y hará todo lo que quiera en la cama.
—Más te vale que tú hagas todo lo que quiera ella.
Los dos nos echamos a reír.
—Cuídate, encanto —se despide cuando nuestras carcajadas se calman.
—Lo mismo digo.
Cuelgo y, de nuevo antes de arrepentirme, apago el teléfono.
A seguir poniendo en práctica decisiones. Dejo el iPhone en la mesita del salón y le pido a Lola que se lo devuelva a Quinn mañana en la oficina. Ella frunce los labios y me dice que soy tonta y que debería quedarme con el teléfono en concepto de compensación por daños morales, que si no recuerdo grandes películas de los ochenta sobre mujeres ejecutivas como Armas de mujer o Acoso. Cuando trato de explicarle que en Acoso la
mala es ella y que, además, es de los noventa, Lola me hace un mohín de lo más decadente y me responde escuetamente que Michael Douglas llevaba una década pidiéndolo a gritos. Cojo las llaves del pequeño mueble de la entrada tratando de disimular una sonrisa y me marcho. Después de tres manzanas a pie, llego al restaurante de Will. Resoplo con fuerza para llenarme de valor mientras contemplo mis Converse blancas sobre la acera mojada. Es extraño. Tengo el estómago encogido y el corazón me late como si hubiese acabado de correr la media maratón. No puedo pensar con claridad. Tengo la horrible sensación de que estoy renunciando a una parte de mí, de que, sin ella, ya no estoy completa. Cabeceo y resoplo de nuevo. No quiero pensarlo. No puedo permitirme pensarlo. Echo a andar y empujo la puerta del restaurante haciendo sonar la campanilla. Miro hacia la
barra y sonrío al ver a Kitty. Está enorme. Antes de que pueda dar el siguiente paso y saludar, Will empuja la puerta batiente de la cocina, pala de madera en mano. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero entonces repara en mi presencia. Su expresión cambia por completo. Will conocía a mi abuelo y me conoce a mí. Quiero mantenerle la mirada, pero no soy capaz. Me siento tan avergonzada. Me he comportado como una niña jugando a creer que podría tener un futuro con Santana sólo porque en los libros y en las películas estas historias siempre salen bien. El príncipe valiente con pelazo y la chica que vive en una cabañita del bosque. ¡Soy tan idiota!
—Ponte el mandil —me dice señalando vagamente el sitio donde los guardamos bajo la barra—.El turno ya ha empezado.
Alzo la cabeza.
—Gracias —murmuro tratando de que mi voz no se quiebre.
Will no dice nada y regresa a la cocina. Yo abro ligeramente los labios tratando de contener de nuevo las lágrimas mientras finjo una sonrisa de vuelta a la que Kitty me dedica acercándose a mí. La chica ha vuelto al bosque. Los ocho días siguientes se parecen mucho los unos a los otros. Trabajo en el restaurante de Will doblando turno siempre que puedo y me paso las noches con Lola. Cuando le dije que pensaba mudarme de vuelta a mi apartamento, no le hizo mucha gracia, pero entendió mis motivos.
Siguiendo con la idea que tuve en el taxi sobre asegurarme un futuro por mí misma, he presentado mi solicitud para la beca McKinley Maguire para estudiar Económicas en la Universidad de Nueva York. Santana no ha vuelto a llamarme. No sé nada de ella. Me repito constantemente que eso es lo que quiero y es mi respuesta estándar cuando Lola quiere contarme algo de la oficina. Sin embargo, en cuanto bajo la guardia, los recuerdos me sacuden cogiéndome por sorpresa. Le echo de menos y no es una sensación que esté mitigando. Cada vez se está haciendo más y más fuerte. No me permito llorar. Lola no para de reñirme diciéndome que eso sólo va a conseguir que de repente un día rompa a llorar en mitad de la cafetería o en la parada del autobús. No estaría tan mal. Quizá así consiga de una vez por todas que me cedan el asiento. El viernes por la noche, al terminar el turno, Will nos da la paga de la semana. Me guardo el sobre en el bolso y, después de despedirme de Kitty y de él, salgo del restaurante. Está lloviendo a
mares, pero antes de irme a casa tengo algo que hacer. Espero el autobús en la parada de Grand con Essex. Estoy nerviosa, pero sé que hacer esto es lo mejor. Alzo la mirada y suspiro al darme cuenta de que estoy frente al viejo taller de mi abuelo. Ahora es una lavandería. La noche es cerrada y sigue lloviendo. Creo que a mi abuelo le hubiese gustado Santana. Probablemente lo habría mirado un segundo y después habría vuelto a meter la cabeza bajo el capó de algún coche, pero estoy segura de que, de reojo, habría visto algún detalle, como la manera en la que Santana me cogía la mano entrelazando sus dedos con los míos y apretando con fuerza, haciéndome sentir tan segura, y habría entendido cuánto le quería. Echo de
menos su mano contra la mía. Echo de menos a Santana. Echo de menos cómo me hacía sentir. Echo de menos a mi abuelo. Ojalá los dos hubiésemos podido tener vidas más fáciles. Quizá, si yo hubiese
sido una chica normal, una de aquellas rubias que esperaba la entrevista de trabajo, y ella una chica normal, con una infancia corriente, ahora seríamos felices. Resoplo y cabeceo. Todo ocurre por algo, Brittany S. Pierce. Cierro el puño con fuerza mientras trato de frenar el aluvión de lágrimas. Algún
día dejaré de echarlo de menos. Nadie echa de menos eternamente a otra persona... espero. Me monto en el 14A y observo Manhattan por la ventanilla. Adoro esta ciudad. Dejo atrás el Lower East Side, el East Village y, tras un trasbordo, Gramercy Park, el lujoso Chelsea y, por último,
Midtown hasta que me bajo en la 56. A cada barrio que he ido atravesando, me he sentido más y más nerviosa, pero extrañamente también más segura. Entro en el edificio y saludo al guardia de seguridad que, por suerte, aún se
acuerda de mí.
—Quería dejar algo para el señor Santana Lopez, de Fabray, Hummel y López.
El guardia asiente y me tiende sobre el mostrador una carpeta de plástico con un formulario sujeto con una pinza. Lo firmo rápidamente y saco el sobre con mi sueldo de la semana. Las propinas no han estado mal y todavía conservo algo del dinero que los chicos me pagaron por trabajar con
ellos tres semanas. Escribo «A la atención de Santana López» y lo entrego.
— La señorita López ha salido a una reunión, pero volverá en seguida —me informa —. Puede esperarla si quiere.
Niego con la cabeza. No quiero verla. Bueno, sí quiero, pero sé que no debo.
—Muchas gracias, pero tengo que marcharme —me excuso.
Giro sobre mis pasos y salgo del edificio. Llueve tanto o más que antes, pero sigue sin importarme. Espero de nuevo en la parada y regreso al apartamento. Nunca me gustó que Santana pagara mis deudas, pero ahora menos que nunca. Le devolveré el dinero, aunque tenga que doblar
turno todos los días. Llego al apartamento antes de lo que esperaba. Aún con la puerta abierta, me quito las Converse y los calcetines empapados y los dejo en el recibidor.
—¡Hola! —grito al aire cerrando la puerta—. ¡Lola!
—¡En la cocina! —responde—. Estoy preparando chili. Receta de mi abuela.
Me quito el abrigo, lo cuelgo del perchero y me sacudo el pelo con los dedos. Estoy empapada. Apenas he dado un par de pasos hacia el salón cuando llaman al timbre. Giro sobre mis pies descalzos y desando el camino en dirección a la puerta. Otra vez sólo he dado dos pasos cuando
llaman al timbre de nuevo e inmediatamente golpean la puerta con la mano. Frunzo el ceño. Abro la boca dispuesta a preguntar quién es, pero no tengo oportunidad.
—Britt, abre la maldita puerta —me ordena Santana al otro lado.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Ahora que quiere esa mujer!?!?!?
Susii********-*- - Mensajes : 902
Fecha de inscripción : 06/01/2015
Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
esa mujer ya me tiene hasta la coronilla, no se pde ser mas imbecil!!!!!!! por Dios dejate querer santana lopez y deja que te hagan feliz re- brutaaaa!!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
huuu ya se por que esta tan enojada San, es por el dinero que Britt le dejo!!!
Saludos
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Hola!
He estado leyendo la historia desde el inicio, pero ahora me dieron ganas de comentar.
Solo quiero decir que es una buena historia (Santana es una bipolar hija de su mamá)
Saludos!!
He estado leyendo la historia desde el inicio, pero ahora me dieron ganas de comentar.
Solo quiero decir que es una buena historia (Santana es una bipolar hija de su mamá)
Saludos!!
Lizz_sanny* - Mensajes : 21
Fecha de inscripción : 06/12/2015
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Actualiza por fa!!
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Susii El Mar Ene 05, 2016 9:45 Am Ahora que quiere esa mujer!?!?!? escribió:
Hola a ti que quiere??? pues a britt siempre a ella
Micky Morales El Mar Ene 05, 2016 10:39 Am esa mujer ya me tiene hasta la coronilla, no se pde ser mas imbecil!!!!!!! por Dios dejate querer santana lopez y deja que te hagan feliz re- brutaaaa!!!!!! escribió:
sip lo mismo pienso santana se debe dejar queres ya lo entendera.
Monica.Santander Ayer A Las 12:48 Am huuu ya se por que esta tan enojada San, es por el dinero que Britt le dejo!!! Saludos escribió:
chica estas dando adelantos de la historia, jajajajaj, sip eso es su enojo ya lo resolveran si.
Lizz_sanny Ayer A Las 9:37 Am Hola! He estado leyendo la historia desde el inicio, pero ahora me dieron ganas de comentar. Solo quiero decir que es una buena historia (Santana es una bipolar hija de su mamá) Saludos!! escribió:
santana es todo lo que tu dices pero ya encontro a quien la domara lo veras
Monica.Santander Hoy A Las 12:04 Pm Actualiza por fa!! escribió:
Claro que si aqui la actualizacion
YA SOLO NOS QUEDA UN CAPITULO MAS Y TERMINAMOS OK PARA QUE ESTEN LISTAS PARA DECIRLE ADIOS A ESTA HISTORIA.GRACIAS POR LAS PERSONAS QUE LEYERON. Y GRACIAS DOBLEMENTE A LOS QUE LEYERON Y COMENTARON Y ANIMARON A SEGUIR.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
SOLO UN CAPITULO MAS Y CERRAMOS HISTORIA
No necesito verla para saber que está furiosa. Su voz exigente y dura es una prueba inequívoca de ello.
—Sé que estás ahí. Abre o te juro por Dios que tiro la puerta abajo.
Todo mi cuerpo se tensa y al mismo tiempo se enciende. El frío se me ha quitado de golpe. No quiero verla. ¿Qué hace aquí?
—Santana, márchate.
—De eso nada —masculla.
—¡No quiero verte! —grito tratando de no mostrar un resquicio de duda.
—Me importa bastante poco lo que quieras —me interrumpe—. ¿Cómo has podido pensar que aceptaría tu dinero?
Resoplo. Sabía que no me lo pondría fácil, pero nunca imaginé que se presentaría aquí. Tengo mis motivos y ella tiene que entenderlos o, al menos, respetarlos.
—¿Y por qué a mí tiene que importarme lo que quieras tú? Pagaste mis deudas sin consultármelo y yo no quería que lo hicieras, así que ahora pienso devolvértelo.
—Britt —me reprende.
El hecho de que haya una puerta de madera entre las dos me da el suficiente valor como para mantenerme en mis trece a pensar de que su voz en esa única palabra consigue intimidarme.
—Tienes que entenderlo, Santana.
—¿Y qué tal si tú empiezas a dejar de ser tan infantil y tan digna y haces números por una jodida vez? Trabajas en una cafetería por el puto salario mínimo y pretendes devolverme más de cien mil dólares. ¿Alguna vez piensas las putas cosas antes de hacerlas? No lo soporto. ¿Por qué tiene que ser tan increíblemente arrogante?
—Antes se los pagaba al banco —respondo con esa dignidad de la que se queja hecha bandera.
—Y casi te mueres de una neumonía porque ni siquiera tenías dinero para pagar un médico. ¡Abre la maldita puerta!
Resoplo. Puede que tenga razón, pero no me importa. No voy a ceder. No quiero deberle nada.
—Ése es mi problema, Santana —replico ignorando su orden—, no el tuyo.
—Tú eres mi problema.
No sé si lo está diciendo como algo malo o como algo increíblemente romántico. En cualquier caso, no puedo dejar que me ablande.
—No, dejé de ser tu problema cuando me echaste de tu apartamento, cuando empezaste a salir con otra chica, cuando, después de todo, me dijiste que no querías que yo te quisiese.
Ella no dice nada y yo acabo de ser consciente de toda la rabia y la tristeza con la que he pronunciado cada palabra.
—Yo quiero que me quieras —pronuncia después de lo que me parece una eternidad con la voz de nuevo llena de ese cristalino dolor—. Britt, es lo único que quiero en esta vida, pero no podemos estar juntos, ¿no lo entiendes? Durante diecisiete años he odiado a mi padre por arrebatarme a mi
madre, por obligarme a estar sola, y era una sensación con la que me había acostumbrado a vivir, pero de pronto llegas tú y me vuelves completamente loca siendo exactamente como eres y empiezo a plantearme tantas cosas, a casi ser feliz... pero la vida no es como en los libros y hay cosas que te
persiguen siempre.
No sigue y mi corazón se detiene por la simple posibilidad de que se haya marchado.
—Te echo de menos —continúa serena, triste pero al mismo tiempo con la cálida sensación de que lo que tuvimos fue real y nos marcó para siempre a las dos—. Echo de menos dormir contigo. Echo de menos llegar a casa, al despacho, y encontrarte, verte revolotear a mi alrededor. Echo de menos lo bien que me sentía cuando estabas cerca. Mi padre me quitó la posibilidad de estar contigo y eso me ha dolido más que cualquier golpe, Pecosa.
Me muerdo el labio inferior con fuerza a la vez que clavo mi mirada en mis pies descalzos. Le quiero. Le quiero más que a nada.
—He sido una gilipollas. Tienes razón, no te conozco y tampoco dejé que tú me conocieras a mí. Pensaba que eso complicaría las cosas, las haría más íntimas, y ahora ya es demasiado tarde. —Otra vez calla un segundo—. Ábreme, por favor, Pecosa.
Respiro hondo tratando de contener las lágrimas, pero es inútil.
—No puedo.
No puedo enfrentarme a ella. Dejar que me bese, volver al paraíso que sus manos construyen para mí y después decirle adiós, porque sé que habría un adiós. Santana no cree merecerse una relación.
—No voy a aceptar tu dinero. No puedo y tampoco quiero hacerlo. —Cabeceo. Ahora mismo es lo que menos me importa
—. Y ella no es mi novia. Sólo lo fingí porque sabía que te enfadarías y así
te olvidarías antes de mí. Después resultó que eso era lo último que quería. Ahí tienes los dos motivos para que una mujer esté celosa: estar completamente loca por una chica y comportarse como una
auténtica idiota. Ambas sonreímos tristes y fugaces.
—Ni siquiera la he dejado dormir en mi cama una sola vez. Tampoco la he llevado al ático o al club. No he querido estar con ella en ninguno de los sitios que estuve contigo. Pensé que querrías saberlo.
Respiro hondo de nuevo y me llevo los dedos a los dientes con la mirada clavada en la puerta. Ahora odio que esté entre nosotros. Odio todas las cosas que hay entre nosotros.
—Adiós, Britt.
Oigo un leve golpe, como si acariciara la puerta por última vez, y después sus pasos alejándose por el rellano. En ese mismo momento mi corazón cae destrozado y sollozo con fuerza. Creí que podía mantener las lágrimas y los sentimientos a raya. Ahora me doy cuenta de lo estúpida que fui. Le
quiero y tengo cristalinamente claro que nunca va a dejar de doler.
—Creo que te estás equivocando.
La voz de Lola a mi espalda no me sorprende. Aún estoy repasando mentalmente una y otra vez cada palabra que ha dicho Santana.
Me giro sin mirarla y comienzo a andar hacia la habitación. Ella no sabe todo lo que ha pasado. No sabe cómo me siento. No puedo volver a su lado para ver cómo ella lucha contra todo lo que siento por ella y lo que ella siente por mí. No me recuperaría.
—Britt, escúchame —me llama saliendo tras de mí.
Pero no lo hago.
—Britt —vuelve a llamarme.
Finjo no oírla. No quiero hablar. Sólo quiero meterme en la cama y esperar a que sea mañana y, con un poco de suerte, haya habido un terremoto, se me haya caído una librería encima y haya perdido la memoria.
—¡Britt! —repite—. ¡Pecosa!
Esa última palabra me frena en seco. Me vuelvo y la miro confusa. ¿Qué pretende?
—¿Te das cuenta? —me pregunta con una sonrisa en los labios ante la evidencia—. No podemos elegir de quién nos enamoramos y tampoco podemos dejar de estarlo sólo porque creamos que es lo mejor.
—Ella no me quiere —trato de hacerle comprender entre lágrimas.
—Por Dios, Britt, ella está loca por ti, pero, cuando nunca te han querido, es muy complicado saber cómo hacerlo. Lola se marcha dejándome con sus palabras revoloteando en mi cabeza. No sé qué hacer. No sé
qué decir. No sé qué pensar. Y, la verdad, estoy completa y absolutamente muerta de miedo. Entro en la habitación y, sin importarme que aún esté empapada, me tumbo en la cama y me acurruco con los brazos metidos bajo la almohada. No puedo dejar de pensar en las palabras de Lola.
En la vida de Santana sólo están Quinn y Kurt. Se quieren como hermanos y cuidan los unos de los otros, pero los conoció con dieciocho años. Su madre murió cuando tenía sólo seis. Eso son doce años completamente sola y asustada. Santana dijo que ni siquiera se escondía de su padre.
Seguramente era por su carácter, pero, sobre todo, porque ¿dónde habría ido? ¿Dónde se habría sentido segura? Sin quererlo, comienzo a llorar de nuevo. ¿Cómo te recuperas de tener seis años y no sentirte seguro? Sollozo con fuerza. Lola tenía razón. Una vez que he empezado, ya es imposible
parar, pero no estoy llorando por mí, estoy llorando por ella. No pego ojo en toda la noche. Cuando el sueño me vence, ya está amaneciendo.
—¡Arriba, Britt! —grita Lola entrando en la habitación y corriendo las cortinas sin ninguna piedad.
Yo protesto y me giro acurrucándome en el lado contrario. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. No me apetece levantarme temprano mi día libre, aunque, técnicamente, ni siquiera sé qué hora es. Lola no se da por vencida. Le oigo rodear la cama subida a un par de sus elegantes tacones y se arrodilla frente a mí.
—Britt, arriba —repite—. Ya son casi las doce.
Finjo no oírla, pero mentalmente me apunto el detalle de que por lo menos ha tenido la amabilidad de dejarme dormir toda la mañana.
—No pienso consentir que te quedes llorando, autocompadeciéndote y quejándote del chiste continuo que es tu vida ni un segundo más.
—Ey —me quejo abriendo los ojos de mala gana—, la única que puede llamar a mi vida chiste continuo soy yo.
Sonríe satisfecha. Ha conseguido que abra los ojos. El cómo, es un pequeño detalle sin importancia.
—Necesitaba que abrieras los ojos y el motivo no podría ser mejor. Bogart en el parque — sentencia con una sonrisa de oreja a oreja mostrándome dos entradas—. Hoy ponen El halcón Maltés y después El sueño eterno. Si no recuerdo mal, es tu película preferida —comenta fingidamente
pensativa, como si no lo tuviera clarísimo. Debo haberla obligado a verla unas cien veces—. Arriba —me apremia una vez más—. Una ducha y nos vamos. Comeremos donde Nerón, un poco de tiendas y después al parque. Rachel nos esperará allí. No tengo ganas de salir, pero me obligo a poner mi mejor sonrisa. Las cosas, quizá, no están siendo tan fáciles como esperaba, pero seguro que mejorarán y Humphrey Bogart, Central Park y
mis dos mejores amigas es una buena manera de empezar.
Me pongo mis vaqueros favoritos, una bonita camiseta y otro par de Converse. Las de ayer aún están empapadas. Después de comer en NoLita y ver hasta la última tienda del SoHo, vamos en metro al parque.
Por fortuna ya no llueve e inexplicablemente ha hecho un sol de lo más agradable. Si es que nadie puede resistirse a las pelis de detectives en blanco y negro. Rachel nos espera en la parte Este del parque con una manta de pícnic y una cesta de mimbre que, como nos informa en cuanto estamos lo suficientemente cerca, está llena de chocolate y margaritas.
Hay muchísima gente. Va a ser genial. Caminamos entre los cientos de neoyorquinos que se dirigen a la inmensa explanada junto al lago y colocamos nuestra mantita sobre el césped. Ya está anocheciendo cuando los créditos de El halcón maltés aparecen en la enorme pantalla y todo el
mundo perezosamente va guardando silencio. Las chicas y yo nos acomodamos en la mantita y entre risas y comentarios disfrutamos de la peli. Me estoy distrayendo y lo agradezco. Tras un breve descanso, empieza la segunda película. Sonrío como una enana y me dispongo a disfrutarla, olvidándome de todo, cuando el ruido de un petardo me sobresalta. Me arrodillo mirando en todas las direcciones, como todos los que me rodean, pero ni siquiera tengo tiempo de otear todo el parque. El morro de un espectacular dragón chino asoma desde detrás de la pantalla.
Sonrío sorprendida y aplaudo por inercia cuando todos empiezan a hacerlo. El dragón se mueve ágil acompañado de al menos diez acróbatas que dan volteretas, hacen malabares y lanzan petardos que, tras explotar, dejan una estela de colores brillantes.
—¿Sabíais algo de esto? —pregunto sorprendida a las chicas.
Las dos niegan con la cabeza y me dedican un lacónico no. Estoy maravillada con el espectáculo que se pasea por el césped entre las mantitas, cuando un número indeterminado de hombres y mujeres
vestidos con preciosos trajes tradicionales chinos aparecen no sé muy bien de dónde repartiendo galletitas de la fortuna entre todos los asistentes. La gente los recibe encantada. Me hace ilusión coger una, pero, cuando voy a levantarme en busca de uno de los camareros, el dragón llega hasta nuestra mantita y gentil se inclina frente a nosotras para que lo acariciemos. Lo
hacemos muertas de risa y lo despedimos cuando, rápido, se marcha tras la enorme pantalla seguido de los malabaristas. Miro a mi alrededor en busca de los camareros, pero parece que ya se han marchado. Me he quedado sin galletita.
—Ha sido genial —comento encantada—, pero no entiendo por qué.
—Estarán celebrando el año nuevo chino —comenta Rachel.
—El año nuevo chino es en febrero —protesta Lola.
—Pues entonces será una de esas campañas de «viaje a China, somos lo más». Las tres sonreímos. Sea lo que sea, ha sido increíble.
Los créditos de El sueño eterno aparecen en la pantalla y la gente, poco a poco, se va calmando tras el revuelo del dragón. No han aparecido más que un par de líneas cuando un chico afroamericano con el pelo rapado se levanta y, visiblemente nervioso, estira un diminuto papel entre
sus largos dedos.
—Leer en voz alta —comienza.
Inmediatamente capta la atención de todos, que se giran hacia él murmurando curiosos.
—Pecosa es experta en tirar Coca-Cola light sobre los móviles.
Lo observo boquiabierta, absolutamente atónita. ¿A que ha venido eso? ¿Cómo lo sabe? Sonrío nerviosa y sorprendida al tiempo que miro a las chicas. Ellas se encogen de hombros y niegan con la cabeza. ¿Qué está pasando aquí? El chico se sienta de nuevo. Voy a levantarme dispuesta a preguntarle cuando veo a una chica morena a unas mantas de distancia levantarse con otro papelito en la mano. Entonces me doy cuenta. ¡Son los mensajes de las galletitas de la fortuna!
—Leer en voz alta. Pecosa tiene una manera muy peculiar de dar las gracias.
Pero ¿qué está pasando? Sonrío absolutamente incrédula mientras observo cómo un crío de unos diez años se levanta a mi lado.
—Leer en voz alta. Pecosa quería ser bióloga, pero ha descu… descu… —el pequeño se traba con la palabra y su madre se pone de rodillas para decírsela al oído—descubierto —repite— cuánto le gustan los números.
Todos reímos cuando el niño saluda antes de volver a sentarse.
—Leer en voz alta —interviene un hombre a mi espalda—. A Pecosa le encantan las vistas desde su pecera.
—Leer en voz alta —continúa otra mujer en primera fila—. Pecosa tuvo su primer novio con dieciséis, pero no la llamaba Pecosa.
—¡A Pecosa le gustan las celebraciones del año nuevo chino! —grita una chica a mi espalda y todos rompen en aplausos y vítores.
No puedo dejar de sonreír.
—Pecosa es un poco bocazas —lee una chica encogiéndose de hombros.
—Aunque lo niegue, a Pecosa le encanta que Santana la llame Pecosa.
Escuchar su nombre hace que mi sonrisa se ensanche hasta límites insospechados.
—La película favorita de Pecosa es El sueño eterno.
—Pecosa tiene un montón de vestiditos perfectos para ir al trabajo.
—Pecosa echa de menos a su abuelo —lee un chico a unas mantas de distancia.
Sonrío de nuevo, aunque es una sonrisa diferente. Lola y Rachel se lanzan a abrazarme y acabamos las tres tumbadas sobre la mantita.
—Leer en voz alta —grita un chico desde la última fila—. Pecosa sí sabe elegir sus batallas.
Todos vuelven a aplaudir y yo rompo a reír. ¡Esto es maravilloso!
—Pecosa —me llaman a mi espalda y reconocería esa voz en cualquier parte.
Me giro con la sonrisa más sincera que he puesto nunca y allí está Santana López, guapísima como si no hubiera un mañana y sonriéndome sólo a mí.
—No digas nada —me ordena tendiéndome la mano—. Antes quiero que me acompañes a un sitio.
Acepto la mano que me tiende y todo mi cuerpo brilla cuando comenzamos a andar y sus dedos se entrelazan con los míos apretándome con fuerza. Antes de marcharme, me giro y miro a mis amigas. Las dos me observan con una sonrisa de oreja a oreja y Lola me lanza un beso. Sé que las
dos han ayudado a Santana a preparar todo esto. Salimos por la misma entrada por la que accedí al parque con las chicas. Miro a mi alrededor
buscando el jaguar, pero no lo veo. Aún trato de encontrarlo cuando Santana se detiene. Llevo mi mirada a lo que tengo delante y, otra vez sin poder evitarlo, vuelvo a quedarme sencillamente atónita. Es un Alfa Romeo negro Giulia Spider de 1963. Es el mismo modelo que el coche de colección que
le robé. ¡Es el del anuncio de colonia!
—Pero… —murmuro con una sonrisa sin saber qué más decir.
Santana sonríe y me abre la puerta del copiloto. Sin poder creérmelo del todo, me monto y observo desde mi asiento de piel cómo rodea el vehículo acariciando la brillante carrocería con sus largos dedos y se desliza tras el volante. Arranca. El motor ruge. Nos incorporamos al tráfico. Todo es como imaginé. De pronto tengo la sensación de que, al pestañear, todo se ha trasformado en una suave película en blanco y negro, exactamente como en el anuncio. Sofisticado, elegante, sexy, exactamente como es Manhattan.
—¿Adónde vamos? —pregunto.
La curiosidad me está matando.
Santana no dice nada. Sólo sonríe. Una sonrisa perfecta y preciosa en todos los sentidos. Sorprendida, alzo la vista barriendo la inmensa fachada del Hospital Presbiteriano Universitario de Nueva York cuando nos detenemos frente al él. ¿Qué hacemos aquí? Sin darme ocasión a preguntar, Santana tira de mi mano y entramos en el edificio. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta y, tras cruzar varios pasillos, nos detenemos en la puerta de la habitación 417. Su expresión se tensa y no necesito preguntar para saber que es su padre quien está dentro.
—Britt, te dije que mi padre me quitó la posibilidad de estar conmigo, pero me estaba equivocando. Me la estaba quitando yo sola. Suspiro bajito. Las mariposas revolotean revolucionadas en mi estómago. Santana aprieta
nuestras manos entrelazadas. Creo que ella también necesita reunir fuerzas.
—Ahora hay algo que tengo que hacer y quiero que tú estés presente. Después podrás marcharte o hacer lo que quieras.
Asiento y me pierdo un segundo en su mirada. Está inquieto, pero no de la misma manera que cuando me contó todo lo que había vivido.
Santana da un paso y agarra el pomo de la puerta con su mano libre. Sin embargo, no lo gira. Tiene la vista clavada en él y toda su expresión luce increíblemente tensa. No es un paso cualquiera.
Sea lo que sea lo que piensa hacer, marcará un antes y un después.
—Pase lo que pase, siempre vas a poder contar conmigo, Santana .
—Y ahora soy yo la que aprieta nuestras manos entrelazadas.
Mis palabras hacen que sus ojos, más negros que nunca, atrapen los míos. Sonrío suavemente a la vez que asiento para confirmarle mi idea. Sólo por haber venido hasta aquí estoy muy orgullosa de ella.
Santana resopla y al fin gira el pomo.
Entramos con paso lento. La habitación está únicamente iluminada por un halógeno sobre la cama. Un hombre de unos cincuenta años está tumbado en ella. No sé si está dormido o sedado. Tiene algunas marcas de heridas recientes y una escayola le cubre todo el antebrazo. Santana se suelta de mi mano y avanza unos metros más. Su paso se vuelve inseguro, incluso
asustado, y por un momento siento que es esa niña de cinco años la que se acerca a la cama. Traga saliva y, haciendo un esfuerzo doloroso y titánico, alza la mirada hasta posarla en él.
—Sólo he venido aquí para dejarte claro que no soy igual que tú.
Sus palabras suenan heridas, llenas de rabia y de dolor, desesperadas. El corazón se me encoge y un nudo de pura tristeza se forma en mi garganta.
—No voy a ser igual que tú —pronuncia haciendo hincapié en cada palabra, con los ojos vidriosos y agarrándose a la barrera de metal blanco del lateral de la cama—. Tú me arrebataste a mi madre, mi infancia...
Traga saliva de nuevo. Su mirada es tan triste.
—Me lo quitaste todo.
Sus dos manos aprietan con fuerza la barra.
Me muerdo el labio inferior, obligándome a no llorar. Por Dios, ¡ha sufrido tanto!
—Pero no voy a permitir que me quites lo único bueno que hay en toda mi maldita vida. Su voz se llena de una cristalina fuerza al mismo tiempo que, poco a poco, el calor va creciendo en ella. Un alivio pequeño pero fuerte va cubriendo cada centímetro de su cuerpo.
—No estoy orgullosa de lo que te hice y probablemente nunca pueda perdonármelo, pero toda esa parte de mi vida se queda aquí contigo y no pienso volver a mirar atrás. Adiós. —Cierra los ojos con fuerza un segundo y exhala todo el aire de sus pulmones—. Adiós —repite, y en su mirada ya no
hay miedo ni fantasmas. Santana acaba de dejarlos todos atrás.
Camina hasta mí con paso lento. Yo la miro con el amor corriendo por cada una de mis venas. Si antes ya me sentía orgullosa, ahora lo estoy mucho más. Acaba de demostrarme que me elige a mí por encima del pasado, de todo lo que ha sufrido, de sus propios miedos. Ha vuelto a construir
nuestra burbuja y ya no va a permitir que nada ni nadie vuelva a sacarnos de ella. Santana se inclina y, tomando mi cara entre sus manos, me besa. Una lágrima cae por mi mejilla, pero no es de tristeza.
Salimos de la habitación y del hospital y volvemos a detenemos junto al maravilloso Alfa Romeo. Santana suelta nuestras manos y yo rápidamente jugueteo con las mías, nerviosa. Es el momento de decidir sobre el príncipe valiente y la chica del bosque, si este cuento de hadas tiene un
final feliz o no.
—Estoy muy orgullosa de ti —digo con voz admirada.
Independientemente de lo que decidamos, quiero que lo sepa. Ni siquiera me importa que vaya a reírse de mí.
—Era algo que tenía que hacer y quería hacerlo contigo.
Asiento y sonrío.
—Quería demostrarte que quiero que las cosas sean diferentes —continúa— y, sobre todo, quería demostrarte que te conozco, que sé cómo eres, como adoro que seas, y que confío en ti.
Asiento de nuevo y me quedo en silencio luchando por no sonreír. Sé que está esperando a que le dé una respuesta, la que ya podía haberle dado en el parque en realidad, pero por una vez va a ser Pecosa quien haga sufrir a la insoportable señorita Lopez.
—Muchas gracias —comento impertinente.
Sin más, me meto las manos en los bolsillos y giro sobre mis Converse.
—¿Te marchas?
—No lo sé —respondo mirando hacia atrás sin dejar de caminar—. No estoy segura de que te merezcas que me quede. Como primer paso no ha estado mal. A ver qué se te ocurre mañana.
Sigo caminando y mirando hacia atrás y estoy a punto de trastabillar y darme de bruces contra el suelo. Afortunadamente mantengo el equilibrio y el tipo. Se supone que estoy siendo misteriosa y sexy.
—Pecosa —me llama a mi espalda.
Me detengo. Sonrío increíblemente feliz, pero lo disimulo a la vez que me giro. Misteriosa y sexy hasta el final.
—Tu forma de darme las gracias sigue siendo, cuanto menos, peculiar —comenta acercándose a mí.
—Creo que eso lo he leído en una galletita de la fortuna —replico encogiéndome de hombros.
—Me parece que voy a tener que enseñarme modales —me advierte divertid.
—Qué mandona —me quejo contagiada de su humor.
—No sabes cuánto —responde con una sonrisa.
Santana coge mi cara entre sus manos una vez más y me da el beso más espectacular de la historia de los besos espectaculares. Se separa de mí, dejándome ansiosa de más, sólo un segundo y mis labios reflejan la maravillosa sonrisa que dibujan los suyos antes de que vuelva a besarme.
Nuestras bocas se encuentran una y otra vez, felices, sin cargas, sin secretos, sin batallas. Siendo simplemente ella y yo.
—Te quiero, Pecosa.
—Te quiero, Santana.
Y así, después de mil y un infortunios, libres ya del malvado rey y la hermanastra con piernas interminables, la chica pobre de la cabaña del bosque y la princesa valiente con pelazo van a vivir felices y a comer perdices en el maravilloso reino de Nueva York.
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
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Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Por fin se decidio!! \(*-*)/ Santana puede ser la mas romantica cuando quiere :') que bello:3
Susii********-*- - Mensajes : 902
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Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
no soy buena dibujando y muchisimo menos lagrimas, aunque estas sean de emocion!!!! al fin santana!!!!!!
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
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Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Epílogo
Murmura algo en sueños, se mueve y se acurruca de nuevo a mi lado. Santana López, eres una gilipollas con suerte. Le aparto el pelo de la cara y ella vuelve a murmurar y frunce el ceño enfadada. Parece estar mandándome al diablo en sueños por no dejarla dormir. Sin embargo, no sabe que provoca el efecto contrario y, antes siquiera de que pueda pensarlo con claridad, me inclino y la beso.
Lo hago despacio, tomándome mi tiempo. Baño sus labios con mi cálido aliento y paso la lengua por ellos. Al segundo beso, Britt, aún adormilada, alza la cabeza buscando mi boca. Sonrío y me coloco sobre ella dejando que el peso de mi cuerpo haga el resto. Follármela es lo mejor de todo el jodido universo.
Durante diecisiete años me he sentido como si no perteneciese al suelo que pisaba, como si estuviese perdida, sin hogar. Un par de gotas de agua caen sobre la cafetera. Frunzo los labios y me echo el pelo húmedo hacia atrás con la mano. Lleno dos tazas y en ese segundo la tostadora me avisa con un molesto chirrido. Saco el pan, pero me quemo los dedos y lo dejo caer de nuevo en la tostadora. Por eso yo
siempre desayuno putas manzanas. Nunca he hecho esto, pero, cuando la he visto correrse hace menos de una hora entre la pared de azulejos de mi baño de diseño y mi cuerpo, he decidido mimarla un poco. Me está volviendo cada vez más loca. Ya hace una semana que nos reconciliamos y no consigo mantenerme alejado de ella. No puedo dejar de tocarla. No puedo pensar en otra jodida cosa.
Voy hasta la nevera y saco el zumo. Al cerrarla, me encuentro de cara con la foto que Britt y yo nos hicimos en el Top of the rock, el mirador del Rockefeller Center. Ella nunca había estado allí y adora tanto esta ciudad que sabía que le encantaría. La recompensa tampoco estuvo mal. Le pague cien pavos al guardia de seguridad y nos dejó quince minutos solas en el mirador. Lo suficiente para follármela contra el muro de ladrillo de estilo art déco. Llaman al timbre y me sacan de mi ensoñación. ¿Quién coño es? Resoplo y, ajustándome la toalla blanca a la cintura, camino hasta el ascensor. Marco el código y un par de segundos después las puertas se abren. Una chica con uniforme de FedEx, gorra bastante estúpida incluida, aparece al otro
lado centrada en la carpeta de plástico trasparente que tiene entre las manos.
—¿Señorita Pierce? —pregunta alzando la cabeza.
Los ojos se le abren como platos y durante una milésima de segundo me recorre de arriba abajo.
—¿Se… señorita Pierce? —repite.
—¿Tengo pinta de ser la señorita Pierce?
La chica niega con la cabeza y aparta la mirada algo avergonzada. Le quito la carpeta de entre las manos, firmo y me quedo con el sobre que hay en ella. Si espero a que lo haga por iniciativa propia, podría pasarme horas aquí.
Las puertas se cierran y regreso a la cocina ojeando el sobre. Sonrío de oreja a oreja. Es del comité de la beca McKinley Maguire.
—Pecosa —la llamo—. Pecosa, mueve el culo hasta aquí —la apremio impaciente.
Este puto sobre va a alegrarle aún más el día.
—¿Qué? —responde saliendo de la habitación concentrada en recogerse el pelo en una coleta—.Aún no he terminado —se queja.
Lleva esos vaqueros que le están tan ajustados y una camiseta con una ardilla o algún otro puto animalito del bosque estampado en ella. Ahora mismo la cargaría sobre mi hombro y la llevaría de vuelta a mi habitación.
La carta, capullo. Tengo que dejar de pensar en sexo cinco putos minutos.
—Ha llegado algo para ti —digo enseñándole el sobre.
Ella mira la carta y, cuando distingue el membrete, sonríe pletórica y camina decidida hasta mí. Va a quitarme el sobre, pero yo aparto la mano a tiempo.
—Resulta que yo he recibido a la mensajera —me explico ceremoniosa.
Britt se cruza de brazos y frunce los labios divertida sin apartar sus ojos de los míos.
—He tenido que abrir la puerta, esperar, firmar —continúo como si cada cosa me hubiese supuesto un mundo— y la chica me ha quitado la toalla con los ojos. Me he sentido muy violenta — me lamento.
Trata de disimular una sonrisa. Su mayor problema es que le resulto divertida. No lo puede evitar y yo lo uso como otra arma más para salirme siempre con la mía.
—¿Qué quieres? —pregunta fingidamente displicente.
—Que te desnudes —respondo sin asomo de duda y sé que mis ojos acaban de brillar con el deseo puro fabricado del fuego aún más puro que me recorre indomable por dentro.
—Llegaré tarde al trabajo.
—Me importa bastante poco.
Sabe que no necesita trabajar y puede concentrarse sólo en estudiar. Si, de todas formas, quiere seguir perdiendo el tiempo en esa cafetería por el salario mínimo, por mí, perfecto. Sólo hace que me sienta todavía más orgulloso de ella por querer ganar su propio dinero. Sin embargo, no voy a permitir que me estropee los planes. Quiero hacerla gritar mientras intenta mantenerse sujeta al cabecero de mi cama. Ahora mismo ésa es mi puta meta en la vida.
Britt me mantiene la mirada y yo le dedico mi media sonrisa para demostrarle que voy absolutamente en serio. Si quiere la carta, y soy plenamente consciente de cuánto la quiere, va a tener que darme lo que quiero yo. Ventajas de quien recibe al mensajero. Finalmente resopla y de un golpe se quita la camiseta.
—Eres una cabronaza —se queja.
—Probablemente.
Cuando la tengo desnuda por completo frente a mí, pierdo la poca cordura que me queda y hago exactamente lo que llevo queriendo hacer desde que la vi salir de la habitación. Camino decidida hasta ella, la cargo sobre mi hombro y la llevo de vuelta a la cama. Britt se queja y patalea entre risas.
La dejo caer sobre el colchón y de inmediato lo hago sobre ella. Sigue riendo. Es preciosa, joder. La chica más increíble que he conocido en toda mi maldita vida.
Alzo la mano y coloco la carta frente a ella. La mirada de Britt se ilumina. Lo duda un segundo y la coge. Rasga el sobre con dedos temblorosos y saca un papel cuidadosamente doblado. Yo ya sé lo que pone. De no hacerlo, probablemente la habría abierto en cuanto se la quité de las manos a la mensajera. Le he ofrecido volver a Columbia unas cien veces, pero ella siempre repite que quiere hacerlo por sí misma. A principios de semana llamé a uno de los comisionados de la beca.
Quería asegurarme de que Britt la recibía. Sin embargo, ni siquiera hizo falta. Sus inmejorables notas el único año de universidad que cursó y su espectacular trabajo de admisión le abrieron las puertas de la beca sin necesidad de ayuda. No hay nada que me guste más que verla feliz y me gusta, quiero, tener la culpa. No voy a negar que esa llamada me cabreó. Ahora me doy cuenta de que fui una capulla. Esa cara no tiene precio.
—¡Me la han dado! —grita entusiasmada—. Santana, me la han dado.
—Estoy muy orgullosa de ti, Pecosa.
Sus enormes ojos negros me miran felices y no necesito nada más para volver a perder el poco autocontrol que me quedaba.
El jaguar se detiene en mitad de la calle Grand y Britt sale disparada. Llega tarde y un brillo satisfecho en mi mirada me identifica como única culpable. Me bajo del coche y, tras un par de zancadas, la cojo de la muñeca y, sin ningún remordimiento, la llevo contra la pared y la beso con fuerza. Algunas personas nos miran, pero me importa bastante poco.
—Santana —protesta, pero me devuelve cada beso.
—¿Qué? —respondo impasible.
Me las apaño para desabrocharle el abrigo sin separarme un centímetro de ella y mis manos vuelan hasta sus costados.
—Tengo que trabajar —se queja.
No me interesa.
—Santana —trata de reprenderme, pero su voz se funde con un delicioso jadeo.
Joder. La beso de nuevo más fuerte, más intenso. Joder, joder, joder. Tengo que controlarme. No me la puedo follar en mitad de la calle. Me separo a regañadientes. Britt, con los ojos aún cerrados, se queda esperando un beso que no llega. Maldita sea, es perfecta, exactamente lo que deseo, lo que me vuelve loca. Poco a poco, una sonrisa va inundando mis labios, pero consigo disimularla a tiempo
cuando vuelve a abrir los ojos.
—A trabajar —susurro socarrona.
Cuando asimila mis palabras, frunce los labios enfadada y me aparta de un empujón.
—Encantada de divertirle, señorita Lopez —comenta malhumorada.
—Para eso estás, Pecosa.
Ella me asesina con la mirada y entra en el restaurante. Sonrío encantada. Torturarla es una delicia. A pesar del ático, de la oficina, de todas las cosas que he conseguido, nunca he sentido que tuviese algo mínimamente parecido a un hogar.
No han pasado ni cinco putos segundos cuando otra vez no me puedo contener. La sigo hasta el interior del restaurante, la cojo de la muñeca y la estrecho contra mi cuerpo.
—Vámonos a casa —propongo.
—No puedo —murmura divertida zafándose de mis brazos.
—Sí, sí puedes —sentencio volviendo a atraparla.
Joder, claro que puede.
—No, no puedo —repite empujándome divertida.
Sonrío. No sé por qué me gusta tanto la mezcla de torturarla, hacerla rabiar y al mismo tiempo que me lo ponga un poco difícil.
—Tengo que te trabajar —me advierte.
—Pues entonces tráeme el desayuno —respondo impertinente acercándome a una mesa—.
Alguien me entretuvo esta mañana y ni siquiera pude tomarme un café.
Ella vuelve a fulminarme con la mirada y yo vuelvo a sonreír encantada.
—A veces no sé ni por qué te soporto —se queja fingiéndose malhumorada.
—Porque soy muy buena en la cama.
Britt abre la boca escandalizada y yo me encojo de hombros.
—Descarada —me llama divertida antes de girar sobre sus Converse blancas y perderse en la cocina. Cuando la pierdo de vista, recupero un poco la cordura. Le mando un correo a Quinn diciéndole que Kurt y ella me recojan de camino a la reunión que tenemos en TriBeCa. Su respuesta informándome de que ya están de camino no se hace esperar. De sus veinte palabras, repite unas cinco
veces gilipollas y también hay un chiste sobre dos monos y un reloj de cuco. Es el chiste más malo que he odio en todos los días de mi vida.
Britt regresa con su mandil negro a la cintura y una taza de café.
—¿Qué quieres comer? —pregunta jugueteando con su bolígrafo sobre la libreta de comandas.
—¿Cómo que qué quiero comer? —pregunto socarrona—. ¿Dónde están el «hola, soy Britt y voy a ser su camarera esta mañana»?
Ella frunce los labios. Apuesto a que ahora mismo quiere clavarme ese bolígrafo en la garganta.
—Si no estás contenta con el servicio, puedo mandarte a Will —me reta dejando caer la libreta de comandas sobre la mesa.
—Will me adora desde que lo ayude con unas inversiones. Así que no me provoques —la amenazo y saboreo cada letra—... porque, si quiero, convierto esto en un bar hawaiano y te obligo a bailar el hula antes de servir cada mesa.
Britt resopla y sus increíbles ojos azules se pierden en los míos. Sé que mis palabras le han afectado de la misma manera que me han afectado a mí. Sentir que tengo el control sobre ella me vuelve sencillamente loca.
—No sé quién lo iba a pasar peor de las dos viéndome trabajar en biquini con una de esas falditas hawaianas y flores por todos lados —replica.
Ha tratado de que sus palabras suenen llenas de seguridad a pesar de que su voz es prácticamente un hilo inundado de deseo. Me ha puesto cachonda.
Por un momento nos quedamos así, mirándonos, desafiándonos, deseándonos. Su respiración se acelera y soy plenamente consciente de que ahora mismo podría hacer con ella lo que quisiera. No soy gilipollas. El sentimiento es mutuo, pero ella no lo sabe y yo no lo confesaría ni en un millón de años.
Suena XO[10]de Beyoncé.
Se marcha con paso nervioso y yo la sigo con la mirada. Joder, creo que sencillamente me he vuelto adicta. Por Dios, soy la mayor imbécil sobre la faz de la tierra o simplemente soy feliz, yo qué sé.
Estaba perdida y ya no lo estoy. Joder, no lo estoy.
Una acuciante verdad serpentea por mi columna vertebral electrificándolo todo a su paso. Britt ha luchado por mí y, sobre todo, ha conseguido que, por primera vez en treinta y dos años, yo quisiera luchar por alguien.
Observo su libreta de comandas y una media sonrisa se dibuja en mis labios.
Estaba sola y ya no lo estoy.
Escribo algo en la primera hoja libre y, sin dudarlo, me levanto. Britt está atendiendo a dos mujeres a unas mesas de distancia. Me acerco y, tomándola por la cadera, la obligo a girarse. La beso con fuerza y cada puto hueso y músculo de mi cuerpo se relame. Las dos mujeres sonríen encantadas por el espectáculo. Britt gime contra mis labios. Todas sus reticencias se esfuman y me responde a cada beso en mitad de la cafetería.
—Me vuelves loca, Pecosa.
Le doy un beso más corto al tiempo que dejo la libreta en el bolsillo de su mandil sin que se dé cuenta y me separo de ella.
Salgo del local sin mirar atrás. El aire frío me sacude de golpe y sonrío como una idiota. He hecho exactamente lo que quería hacer, lo que me moría de ganas de hacer. La miro a través del enorme ventanal. Britt suspira, sonríe nerviosa a las mujeres y asiente avergonzada los comentarios de una de ellas.
Es preciosa, joder. Nunca me cansaré de mirarla.
—¿Y, por que tú estés enamorada, yo tengo que pasarme todo el puto día cruzando medio Manhattan para venir aquí? —se queja Quinn mirando a su alrededor
—. Vas a conseguir que acabe tirándome a alguna del Lower East Side para estar entretenido y no son muy de mi estilo.
—Creía que, si tenían dos piernas, ya eran de tu estilo —replica Kurt.Quinn bufa indignada.
—También creías que no verías a Santana López con novia, y mírala —dice extendiendo los brazos y señalándome—. la siguiente eres tú.
Quinn se echa a reír.
—Soy demasiado guapa para una sola chica —añade.
—Aquí el más guapo soy yo —replica Kurt.
—Por favor, miss Alemania y tú no me llegáis ni a la suela de los zapatos.
—Tienes razón, es imposible ser igual de gilipollas que tú.
—Ni tampoco tan rico, que no se te olvide.
—Te pegaría una puta paliza.
Los oigo de fondo pero no me importa. Britt acaba de sacar la libreta. Pasa las páginas charlando animadamente con uno de los clientes y de pronto se queda inmóvil, con esos preciosos ojos posados en cada letra que he escrito.
—Gilipollas, ¿nos vamos o qué? —pregunta Quinn.
—Cállate —replico—, acabo de pedirle que se case conmigo.
Quinn y Kurt me miran atónitos y yo les dedico mi media sonrisa. Joder, voy a hacerlo. Voy a casarme con ella.
Britt atraviesa la cafetería corriendo, cruza la puerta haciendo sonar la destartalada campanita y se frena en seco al verme. Está nerviosa, acelerada, inquieta, feliz.
—¿En serio? —pregunta.
—No he hablado más en serio en toda mi vida.
Ella sonríe, una sonrisa inmensa llena de luz, y se tira a mis brazos. La beso con fuerza, disfrutando de la mejor sensación del mundo. Ella es mi hogar. Ella es todo lo que necesito para saber que estoy donde tengo que estar.
Me separo pero no tardo mucho en volver a besarla. Ella sonríe contra mis labios y yo comprendo que necesito ver la forma perfecta de ese simple gesto. Apoyo mi frente en la suya y la contemplo un instante. No tengo anillo, pero rápidamente mi mente encuentra algo perfecto con qué sustituirlo. Saco su iPhone del bolsillo de su mandil ante su confusa mirada. Le quito la pegatina del unicornio y cojo su
mano descubriendo hábil con el pulgar el interior de su muñeca.
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella niega con la cabeza; por un microsegundo creo que dejo de respirar, pero su impertinente sonrisa elimina cualquier rastro de preocupación.
—No me lo has pedido bien —me explica.
Sonrío. Sé a qué se refiere. Y tiene razón, faltaba un pequeño detalle.
—¿Quieres casarte conmigo, Pecosa?
Britt se muerde el labio inferior tratando de darle emoción, pero acaba estallando en una perfecta sonrisa.
—Sí, claro que sí.
Le coloco la pegatina en el interior de la muñeca y la aprieto suavemente con el índice de la otra mano. No puedo más y la beso. Nuestras manos se deslizan la una sobre la otra hasta entrelazarse. La beso dejándome llevar por todo lo que me hace sentir, por todas las cosas que ha conseguido
que me plantee, por haberme convencido de que podía ser feliz.
—Te quiero —murmura contra mis labios.
Nunca he tenido más claro cuál es mi lugar en el mundo.
FIN
___________________________________________________
Gracias por sus comentarios, por su tiempo dedicado a leer esta historia, por su apoyo, BYEEEEEE
Murmura algo en sueños, se mueve y se acurruca de nuevo a mi lado. Santana López, eres una gilipollas con suerte. Le aparto el pelo de la cara y ella vuelve a murmurar y frunce el ceño enfadada. Parece estar mandándome al diablo en sueños por no dejarla dormir. Sin embargo, no sabe que provoca el efecto contrario y, antes siquiera de que pueda pensarlo con claridad, me inclino y la beso.
Lo hago despacio, tomándome mi tiempo. Baño sus labios con mi cálido aliento y paso la lengua por ellos. Al segundo beso, Britt, aún adormilada, alza la cabeza buscando mi boca. Sonrío y me coloco sobre ella dejando que el peso de mi cuerpo haga el resto. Follármela es lo mejor de todo el jodido universo.
Durante diecisiete años me he sentido como si no perteneciese al suelo que pisaba, como si estuviese perdida, sin hogar. Un par de gotas de agua caen sobre la cafetera. Frunzo los labios y me echo el pelo húmedo hacia atrás con la mano. Lleno dos tazas y en ese segundo la tostadora me avisa con un molesto chirrido. Saco el pan, pero me quemo los dedos y lo dejo caer de nuevo en la tostadora. Por eso yo
siempre desayuno putas manzanas. Nunca he hecho esto, pero, cuando la he visto correrse hace menos de una hora entre la pared de azulejos de mi baño de diseño y mi cuerpo, he decidido mimarla un poco. Me está volviendo cada vez más loca. Ya hace una semana que nos reconciliamos y no consigo mantenerme alejado de ella. No puedo dejar de tocarla. No puedo pensar en otra jodida cosa.
Voy hasta la nevera y saco el zumo. Al cerrarla, me encuentro de cara con la foto que Britt y yo nos hicimos en el Top of the rock, el mirador del Rockefeller Center. Ella nunca había estado allí y adora tanto esta ciudad que sabía que le encantaría. La recompensa tampoco estuvo mal. Le pague cien pavos al guardia de seguridad y nos dejó quince minutos solas en el mirador. Lo suficiente para follármela contra el muro de ladrillo de estilo art déco. Llaman al timbre y me sacan de mi ensoñación. ¿Quién coño es? Resoplo y, ajustándome la toalla blanca a la cintura, camino hasta el ascensor. Marco el código y un par de segundos después las puertas se abren. Una chica con uniforme de FedEx, gorra bastante estúpida incluida, aparece al otro
lado centrada en la carpeta de plástico trasparente que tiene entre las manos.
—¿Señorita Pierce? —pregunta alzando la cabeza.
Los ojos se le abren como platos y durante una milésima de segundo me recorre de arriba abajo.
—¿Se… señorita Pierce? —repite.
—¿Tengo pinta de ser la señorita Pierce?
La chica niega con la cabeza y aparta la mirada algo avergonzada. Le quito la carpeta de entre las manos, firmo y me quedo con el sobre que hay en ella. Si espero a que lo haga por iniciativa propia, podría pasarme horas aquí.
Las puertas se cierran y regreso a la cocina ojeando el sobre. Sonrío de oreja a oreja. Es del comité de la beca McKinley Maguire.
—Pecosa —la llamo—. Pecosa, mueve el culo hasta aquí —la apremio impaciente.
Este puto sobre va a alegrarle aún más el día.
—¿Qué? —responde saliendo de la habitación concentrada en recogerse el pelo en una coleta—.Aún no he terminado —se queja.
Lleva esos vaqueros que le están tan ajustados y una camiseta con una ardilla o algún otro puto animalito del bosque estampado en ella. Ahora mismo la cargaría sobre mi hombro y la llevaría de vuelta a mi habitación.
La carta, capullo. Tengo que dejar de pensar en sexo cinco putos minutos.
—Ha llegado algo para ti —digo enseñándole el sobre.
Ella mira la carta y, cuando distingue el membrete, sonríe pletórica y camina decidida hasta mí. Va a quitarme el sobre, pero yo aparto la mano a tiempo.
—Resulta que yo he recibido a la mensajera —me explico ceremoniosa.
Britt se cruza de brazos y frunce los labios divertida sin apartar sus ojos de los míos.
—He tenido que abrir la puerta, esperar, firmar —continúo como si cada cosa me hubiese supuesto un mundo— y la chica me ha quitado la toalla con los ojos. Me he sentido muy violenta — me lamento.
Trata de disimular una sonrisa. Su mayor problema es que le resulto divertida. No lo puede evitar y yo lo uso como otra arma más para salirme siempre con la mía.
—¿Qué quieres? —pregunta fingidamente displicente.
—Que te desnudes —respondo sin asomo de duda y sé que mis ojos acaban de brillar con el deseo puro fabricado del fuego aún más puro que me recorre indomable por dentro.
—Llegaré tarde al trabajo.
—Me importa bastante poco.
Sabe que no necesita trabajar y puede concentrarse sólo en estudiar. Si, de todas formas, quiere seguir perdiendo el tiempo en esa cafetería por el salario mínimo, por mí, perfecto. Sólo hace que me sienta todavía más orgulloso de ella por querer ganar su propio dinero. Sin embargo, no voy a permitir que me estropee los planes. Quiero hacerla gritar mientras intenta mantenerse sujeta al cabecero de mi cama. Ahora mismo ésa es mi puta meta en la vida.
Britt me mantiene la mirada y yo le dedico mi media sonrisa para demostrarle que voy absolutamente en serio. Si quiere la carta, y soy plenamente consciente de cuánto la quiere, va a tener que darme lo que quiero yo. Ventajas de quien recibe al mensajero. Finalmente resopla y de un golpe se quita la camiseta.
—Eres una cabronaza —se queja.
—Probablemente.
Cuando la tengo desnuda por completo frente a mí, pierdo la poca cordura que me queda y hago exactamente lo que llevo queriendo hacer desde que la vi salir de la habitación. Camino decidida hasta ella, la cargo sobre mi hombro y la llevo de vuelta a la cama. Britt se queja y patalea entre risas.
La dejo caer sobre el colchón y de inmediato lo hago sobre ella. Sigue riendo. Es preciosa, joder. La chica más increíble que he conocido en toda mi maldita vida.
Alzo la mano y coloco la carta frente a ella. La mirada de Britt se ilumina. Lo duda un segundo y la coge. Rasga el sobre con dedos temblorosos y saca un papel cuidadosamente doblado. Yo ya sé lo que pone. De no hacerlo, probablemente la habría abierto en cuanto se la quité de las manos a la mensajera. Le he ofrecido volver a Columbia unas cien veces, pero ella siempre repite que quiere hacerlo por sí misma. A principios de semana llamé a uno de los comisionados de la beca.
Quería asegurarme de que Britt la recibía. Sin embargo, ni siquiera hizo falta. Sus inmejorables notas el único año de universidad que cursó y su espectacular trabajo de admisión le abrieron las puertas de la beca sin necesidad de ayuda. No hay nada que me guste más que verla feliz y me gusta, quiero, tener la culpa. No voy a negar que esa llamada me cabreó. Ahora me doy cuenta de que fui una capulla. Esa cara no tiene precio.
—¡Me la han dado! —grita entusiasmada—. Santana, me la han dado.
—Estoy muy orgullosa de ti, Pecosa.
Sus enormes ojos negros me miran felices y no necesito nada más para volver a perder el poco autocontrol que me quedaba.
El jaguar se detiene en mitad de la calle Grand y Britt sale disparada. Llega tarde y un brillo satisfecho en mi mirada me identifica como única culpable. Me bajo del coche y, tras un par de zancadas, la cojo de la muñeca y, sin ningún remordimiento, la llevo contra la pared y la beso con fuerza. Algunas personas nos miran, pero me importa bastante poco.
—Santana —protesta, pero me devuelve cada beso.
—¿Qué? —respondo impasible.
Me las apaño para desabrocharle el abrigo sin separarme un centímetro de ella y mis manos vuelan hasta sus costados.
—Tengo que trabajar —se queja.
No me interesa.
—Santana —trata de reprenderme, pero su voz se funde con un delicioso jadeo.
Joder. La beso de nuevo más fuerte, más intenso. Joder, joder, joder. Tengo que controlarme. No me la puedo follar en mitad de la calle. Me separo a regañadientes. Britt, con los ojos aún cerrados, se queda esperando un beso que no llega. Maldita sea, es perfecta, exactamente lo que deseo, lo que me vuelve loca. Poco a poco, una sonrisa va inundando mis labios, pero consigo disimularla a tiempo
cuando vuelve a abrir los ojos.
—A trabajar —susurro socarrona.
Cuando asimila mis palabras, frunce los labios enfadada y me aparta de un empujón.
—Encantada de divertirle, señorita Lopez —comenta malhumorada.
—Para eso estás, Pecosa.
Ella me asesina con la mirada y entra en el restaurante. Sonrío encantada. Torturarla es una delicia. A pesar del ático, de la oficina, de todas las cosas que he conseguido, nunca he sentido que tuviese algo mínimamente parecido a un hogar.
No han pasado ni cinco putos segundos cuando otra vez no me puedo contener. La sigo hasta el interior del restaurante, la cojo de la muñeca y la estrecho contra mi cuerpo.
—Vámonos a casa —propongo.
—No puedo —murmura divertida zafándose de mis brazos.
—Sí, sí puedes —sentencio volviendo a atraparla.
Joder, claro que puede.
—No, no puedo —repite empujándome divertida.
Sonrío. No sé por qué me gusta tanto la mezcla de torturarla, hacerla rabiar y al mismo tiempo que me lo ponga un poco difícil.
—Tengo que te trabajar —me advierte.
—Pues entonces tráeme el desayuno —respondo impertinente acercándome a una mesa—.
Alguien me entretuvo esta mañana y ni siquiera pude tomarme un café.
Ella vuelve a fulminarme con la mirada y yo vuelvo a sonreír encantada.
—A veces no sé ni por qué te soporto —se queja fingiéndose malhumorada.
—Porque soy muy buena en la cama.
Britt abre la boca escandalizada y yo me encojo de hombros.
—Descarada —me llama divertida antes de girar sobre sus Converse blancas y perderse en la cocina. Cuando la pierdo de vista, recupero un poco la cordura. Le mando un correo a Quinn diciéndole que Kurt y ella me recojan de camino a la reunión que tenemos en TriBeCa. Su respuesta informándome de que ya están de camino no se hace esperar. De sus veinte palabras, repite unas cinco
veces gilipollas y también hay un chiste sobre dos monos y un reloj de cuco. Es el chiste más malo que he odio en todos los días de mi vida.
Britt regresa con su mandil negro a la cintura y una taza de café.
—¿Qué quieres comer? —pregunta jugueteando con su bolígrafo sobre la libreta de comandas.
—¿Cómo que qué quiero comer? —pregunto socarrona—. ¿Dónde están el «hola, soy Britt y voy a ser su camarera esta mañana»?
Ella frunce los labios. Apuesto a que ahora mismo quiere clavarme ese bolígrafo en la garganta.
—Si no estás contenta con el servicio, puedo mandarte a Will —me reta dejando caer la libreta de comandas sobre la mesa.
—Will me adora desde que lo ayude con unas inversiones. Así que no me provoques —la amenazo y saboreo cada letra—... porque, si quiero, convierto esto en un bar hawaiano y te obligo a bailar el hula antes de servir cada mesa.
Britt resopla y sus increíbles ojos azules se pierden en los míos. Sé que mis palabras le han afectado de la misma manera que me han afectado a mí. Sentir que tengo el control sobre ella me vuelve sencillamente loca.
—No sé quién lo iba a pasar peor de las dos viéndome trabajar en biquini con una de esas falditas hawaianas y flores por todos lados —replica.
Ha tratado de que sus palabras suenen llenas de seguridad a pesar de que su voz es prácticamente un hilo inundado de deseo. Me ha puesto cachonda.
Por un momento nos quedamos así, mirándonos, desafiándonos, deseándonos. Su respiración se acelera y soy plenamente consciente de que ahora mismo podría hacer con ella lo que quisiera. No soy gilipollas. El sentimiento es mutuo, pero ella no lo sabe y yo no lo confesaría ni en un millón de años.
Suena XO[10]de Beyoncé.
Se marcha con paso nervioso y yo la sigo con la mirada. Joder, creo que sencillamente me he vuelto adicta. Por Dios, soy la mayor imbécil sobre la faz de la tierra o simplemente soy feliz, yo qué sé.
Estaba perdida y ya no lo estoy. Joder, no lo estoy.
Una acuciante verdad serpentea por mi columna vertebral electrificándolo todo a su paso. Britt ha luchado por mí y, sobre todo, ha conseguido que, por primera vez en treinta y dos años, yo quisiera luchar por alguien.
Observo su libreta de comandas y una media sonrisa se dibuja en mis labios.
Estaba sola y ya no lo estoy.
Escribo algo en la primera hoja libre y, sin dudarlo, me levanto. Britt está atendiendo a dos mujeres a unas mesas de distancia. Me acerco y, tomándola por la cadera, la obligo a girarse. La beso con fuerza y cada puto hueso y músculo de mi cuerpo se relame. Las dos mujeres sonríen encantadas por el espectáculo. Britt gime contra mis labios. Todas sus reticencias se esfuman y me responde a cada beso en mitad de la cafetería.
—Me vuelves loca, Pecosa.
Le doy un beso más corto al tiempo que dejo la libreta en el bolsillo de su mandil sin que se dé cuenta y me separo de ella.
Salgo del local sin mirar atrás. El aire frío me sacude de golpe y sonrío como una idiota. He hecho exactamente lo que quería hacer, lo que me moría de ganas de hacer. La miro a través del enorme ventanal. Britt suspira, sonríe nerviosa a las mujeres y asiente avergonzada los comentarios de una de ellas.
Es preciosa, joder. Nunca me cansaré de mirarla.
—¿Y, por que tú estés enamorada, yo tengo que pasarme todo el puto día cruzando medio Manhattan para venir aquí? —se queja Quinn mirando a su alrededor
—. Vas a conseguir que acabe tirándome a alguna del Lower East Side para estar entretenido y no son muy de mi estilo.
—Creía que, si tenían dos piernas, ya eran de tu estilo —replica Kurt.Quinn bufa indignada.
—También creías que no verías a Santana López con novia, y mírala —dice extendiendo los brazos y señalándome—. la siguiente eres tú.
Quinn se echa a reír.
—Soy demasiado guapa para una sola chica —añade.
—Aquí el más guapo soy yo —replica Kurt.
—Por favor, miss Alemania y tú no me llegáis ni a la suela de los zapatos.
—Tienes razón, es imposible ser igual de gilipollas que tú.
—Ni tampoco tan rico, que no se te olvide.
—Te pegaría una puta paliza.
Los oigo de fondo pero no me importa. Britt acaba de sacar la libreta. Pasa las páginas charlando animadamente con uno de los clientes y de pronto se queda inmóvil, con esos preciosos ojos posados en cada letra que he escrito.
—Gilipollas, ¿nos vamos o qué? —pregunta Quinn.
—Cállate —replico—, acabo de pedirle que se case conmigo.
Quinn y Kurt me miran atónitos y yo les dedico mi media sonrisa. Joder, voy a hacerlo. Voy a casarme con ella.
Britt atraviesa la cafetería corriendo, cruza la puerta haciendo sonar la destartalada campanita y se frena en seco al verme. Está nerviosa, acelerada, inquieta, feliz.
—¿En serio? —pregunta.
—No he hablado más en serio en toda mi vida.
Ella sonríe, una sonrisa inmensa llena de luz, y se tira a mis brazos. La beso con fuerza, disfrutando de la mejor sensación del mundo. Ella es mi hogar. Ella es todo lo que necesito para saber que estoy donde tengo que estar.
Me separo pero no tardo mucho en volver a besarla. Ella sonríe contra mis labios y yo comprendo que necesito ver la forma perfecta de ese simple gesto. Apoyo mi frente en la suya y la contemplo un instante. No tengo anillo, pero rápidamente mi mente encuentra algo perfecto con qué sustituirlo. Saco su iPhone del bolsillo de su mandil ante su confusa mirada. Le quito la pegatina del unicornio y cojo su
mano descubriendo hábil con el pulgar el interior de su muñeca.
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella niega con la cabeza; por un microsegundo creo que dejo de respirar, pero su impertinente sonrisa elimina cualquier rastro de preocupación.
—No me lo has pedido bien —me explica.
Sonrío. Sé a qué se refiere. Y tiene razón, faltaba un pequeño detalle.
—¿Quieres casarte conmigo, Pecosa?
Britt se muerde el labio inferior tratando de darle emoción, pero acaba estallando en una perfecta sonrisa.
—Sí, claro que sí.
Le coloco la pegatina en el interior de la muñeca y la aprieto suavemente con el índice de la otra mano. No puedo más y la beso. Nuestras manos se deslizan la una sobre la otra hasta entrelazarse. La beso dejándome llevar por todo lo que me hace sentir, por todas las cosas que ha conseguido
que me plantee, por haberme convencido de que podía ser feliz.
—Te quiero —murmura contra mis labios.
Nunca he tenido más claro cuál es mi lugar en el mundo.
FIN
___________________________________________________
Gracias por sus comentarios, por su tiempo dedicado a leer esta historia, por su apoyo, BYEEEEEE
marthagr81@yahoo.es-*-* - Mensajes : 3589
Fecha de inscripción : 26/09/2013
Edad : 43
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
gracias a ti por tan espectacular historia!!!!! bye
micky morales-*-*-*-* - Mensajes : 7138
Fecha de inscripción : 03/04/2013
Edad : 54
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Que bello:') gracias por esta historia!! Estuvo genial :D
Susii********-*- - Mensajes : 902
Fecha de inscripción : 06/01/2015
Edad : 26
Re: Fanfic Brittana: Manhattan Crazy Love (adaptación) Epilogo
Y la arrogante San obtuvo lo que queria!!!! Bien por ellas!!!
Saludos
Saludos
monica.santander-*-*- - Mensajes : 4378
Fecha de inscripción : 26/02/2013
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